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“FRANCISCO DE ASÍS”

RETIRO

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Retiro: Francisco de Asís, Talleres de Oración y Vida

SEXTO DÍA
6.1
Hermanos y hermanas, sean todos bienvenidos al sexto y último día del
Retiro Francisco de Asís.

Escuchemos con atención la Charla de este día que lleva por título:

La última canción

Había desaparecido la regla de 1223. Era necesario redactarla otra vez.


Francisco llamó a Fray León y Fray Bonicio, y subieron de nuevo a las
boscosas alturas de Fonte Colombo.

Recluido en aquella oquedad salvaje y sublime, entre ayunos y oraciones,


Francisco acabó por redactar la llamada Regla definitiva, teniendo presente
todas las indicaciones del Cardenal Protector.

En líneas generales, la nueva Regla estaba dentro del esquema Hugolino. En


cuanto al fondo mismo, Francisco no cedió terreno. La pobreza absoluta
sigue en pie. Los hermanos deben ser pacíficos y humildes, absteniéndose
de juzgar a los demás. El medio normal del sustento será el trabajo y solo
en caso de necesidad acudirán por limosnas. No poseerán casa o cosa
alguna. Por ser pobres serán hermanos, manifestándose mutuamente sus
necesidades y cuidándose unos a otros como una madre lo hace con su
pequeño.

Esta Regla fue solemnemente aprobada por Honorio III el 29 de noviembre


de 1223. Desde entonces esta breve Regla constituye la legislación oficial
de los Hermanos Menores.

***

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El elegido había terminado su peregrinación dolorosa y transfigurante. Dios


le levantó su mano. El Hermano escuchó y aceptó el “YO SOY”.

De hecho, la paz volvió cuando él escuchó sensiblemente estas palabras:


¿Por qué te inquietas pobrecito?
Yo soy quien te ha constituido pastor…
Yo soy el sostén y viga maestra…
Yo soy quien te confió este rebaño…
Yo soy quien te escogió…
Yo soy quien te defenderá y te preservará…

Con otras palabras: Francisco se desprendió de sí mismo, dio el salto mortal


y aceptó profunda y felizmente el Dios es y basta. Se libró para siempre de
la turbación y la tristeza. La desolación desapareció.

Desde ese momento, Francisco de Asís es casi un ciudadano del paraíso.

***
Él había recorrido las primeras rampas solitariamente. Luego el Señor le
había dado un pueblo. Puso en marcha ese pueblo. Le dio un ideal y le
infundió su alma. Después le confirió un gobierno.

Ahora acababa de entregarle un código de vida. Su tarea con los hermanos


había concluido. Solo le faltaba darles buen ejemplo y rezar por ellos.

Después de esto dijo al hermano León: Ya estoy viendo las cumbres de las
montañas eternas. Pronto mi Dios llenará las mil bocas de mi alma. Necesito
paz, necesito prepararme para el gran paso.

Francisco, entonces, decidió volver a las montañas junto con fray León y
fray Ángel. Habían caído las primeras nevadas. El Hermano avanzaba rápido
y alegre a pesar de estar su cuerpo herido de muerte: tenía deshecho el
estómago, el bazo y los intestinos, y la extraña enfermedad de los ojos le
causaba agudísimos dolores y, por momentos, le privaba por completo la
vista.

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El Hermano andaba tan rápido que los hermanos casi no podían seguirlo y
temían por su salud. Cuando se lo advertían, Francisco exclamaba: “Dios es
y basta”, y estas palabras le daban una energía inagotable.

Cuando llegaron a una aldea, los hermanos encontraron un pajar para


dormir esa noche. Antes de acostarse, Fray León dijo: “Hermano Francisco,
ten piedad de ti mismo. ¿No dice la Regla que debemos cuidar unos de
otros? ¿Por qué no dejas que cuidemos de ti?”

Francisco respondió: Debido a la fragilidad humana puse esas frases en la


Regla. Pero, “Si nos arrojáramos desnudos en el mar de Dios, no haría falta
ninguna madre que nos cuidara. Dios es la madre. Dios es amor. Dios es el
calor. Dios es la esposa, el hijo, el alimento. ¿Cuántas veces tengo que
decirte, querido León, que cuando el alma piensa en Dios desaparecen el
frío, el hambre, y el miedo?”

A la mañana siguiente emprendieron el camino y al llegar al Valle de Rieti,


el espectáculo hizo llorar a Francisco de emoción… ¡Qué paz, hermano
León! ¡Qué felicidad! Se arrodillaron sobre la nieve y rezaron el
“Adorámoste”.

Hacía el medio día llegaron a Fonte Colombo.

6.2

En el seno de Dios

Francisco pasó aquí dos semanas en completa soledad. Se levantaba


temprano, se internaba en aquella concavidad temible donde escribió la
Regla y allá pasaba todo el día. Manifestó el deseo de no recibir visitas, ni
siquiera con el fin de proporcionarle comida.

Fueron días de paraíso. Se sentaba contra la pared de la gruta, se encorvaba


hasta apoyar la frente sobre sus rodillas y así permanecía absolutamente
quieto durante varias horas.

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Repetía vocalmente una sola frase dirigida a Dios. La frase se iba


desvaneciendo progresivamente hasta que su boca quedaba en completo
silencio. Entonces seguía comunicándose mentalmente con Dios, hasta que
también la mente callaba.

El Hermano entraba en la última instancia de su ser y ahí, en ese recinto


cerrado, Francisco se abría a Dios y Dios se abría a Francisco. En un acto
simple y total, Francisco se sentía en Dios, con Dios, dentro de Dios, y Dios
dentro de Francisco.

Todo desaparecía: arriba y abajo, no quedaba otra Realidad, única y


universal, sino Dios mismo. Francisco se sentía enloquecer de felicidad.
¿¡Quién eres Tú, quién soy yo!?

Un bello día Francisco se reunió con los hermanos y les dijo: Dicen que la
salud comienza a apreciarse cuando se ha perdido. Yo perdí la paz; al
recuperarla, ahora sé qué preciosa es. Pero, sería avaricia retenerla para
saborearla solo nosotros. Hermanos, salgamos al mundo a sembrar la paz.

Salieron. La primera aldea que visitaron se llamaba Greccio. Los aldeanos se


alegraron de la presencia de los mensajeros y corrieron todos para escuchar
a Francisco. Él les habló de la paz de la Navidad.

Cuando Francisco comenzó a hablar del Niño Jesús, lo hizo con tanta
emotividad que el llanto se apoderó de él por completo. También la gente
rompió a llorar emocionada. Los aldeanos no recordaban en su vida un
acontecimiento tan conmovedor.

Cuando todos se retiraron, Francisco se aproximó a un señor llamado Juan


Velita, quien estaba todavía dominado por la emoción, y conmovido con lo
que había visto y oído, y le dijo:

—Hermano Juan, me gustaría celebrar el nacimiento de Jesús de una forma


especialísima. Por eso, vas a preparar para mí, en aquella gruta grande, ahí
en frente, un verdadero pesebre, de igual tamaño al pesebre en que comen

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las vacas y los caballos. Lleva también un buey y un asno para que tengamos
la impresión exacta de cómo sucedieron los hechos en la gruta de Belén.
Anuncia este evento a los habitantes de Greccio y convócalos
solemnemente para esa noche feliz.

Francisco regresó a Fonte Colombo e inició una preparación intensiva para


la Navidad.

Había recuperado la paz, pero lo que sentía por esos días era más que paz,
era alegría: era como si ríos de ternura irrigaran todo su ser. En aquel día —
le gustaba repetir—, las montañas destilarán dulzura, leche y miel.

Llegó el gran día. El 24 de diciembre todos los hermanos de los eremitorios


circunvecinos estaban en la gruta. La alegría que reinaba entre ellos era
inexplicable. Francisco no parecía ciudadano de este mundo.

El Hermano se arrodilló delante de ellos apoyándose en los talones, y


comenzó a hablarles con cierto aire de misterio:

—Dios llega esta noche, mis hermanos. Dios llegará a medianoche y


colmará todas nuestras expectativas. Dios vendrá sentado sobre un
humilde burrito, dentro del seno de una Madre Pura.

Dios vendrá esta noche, y arrancará las raíces del egoísmo y las sepultará
en las profundidades del mar.

Dios vendrá esta noche, y nos señalará sus caminos, y avanzaremos sobre
sus sendas.

¡El Señor está a punto de llegar con resplandor y poder!


Vendrá con la bandera de la Paz y nos infundirá Vida Eterna.

¡Ya llega!

Fue una noche inolvidable. Todos los habitantes de Greccio tuvieron la

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impresión de que su gruta se había transformado en un nuevo Belén, y


contaban milagros.

***

En el mes de junio de 1224, Francisco asistió al Capítulo de la Porciúncula.


Las fuentes no nos han conservado ninguna anécdota sobre sus
intervenciones. La explicación de esta pasividad estaba en que el Hermano
había cumplido ya su misión, y ya no era legislador ni conductor. Era
simplemente: modelo ejemplar y padre venerado.

Un día arreciaron las enfermedades. Parecía un saco de arena, no se podía


ni mover. Los hermanos lo tomaron y lo condujeron a la choza de la
Porciúncula. No se separaban de él, cuidándolo todo el día.

A veces los dolores eran tan fuertes que superaban su capacidad de


resistencia y se le escapaban algunos gemidos. En un momento dado el
dolor alcanzó alturas tan insoportables que Francisco se encorvó
completamente sobre sí mismo hasta tocar con la frente las rodillas.

Fray León no pudo contener las lágrimas, y Fray Maseo desesperado le dijo:
Hermano Francisco, no hay medicina humana que pueda aliviarte.
Sabemos, sin embargo, cuánta consolación te causa la palabra evangélica.
¿Quieres que llamemos a fray Cesáreo de Spira, para que te haga algunos
comentarios y así se alivien tus dolores?

Francisco escuchó en silencio y después de un rato, aún encorvado, levantó


la cabeza, y con los ojos cerrados, respondió en tono humilde:

“No, no hace falta. Conozco a Cristo Pobre y Crucificado, y eso me basta”.


Al pronunciar estas palabras, los músculos de su rostro, contraídos por el
dolor, se relajaron casi al instante, y una profunda serenidad cubrió todo su
ser. Estas palabras eran la síntesis de su ideal y una declaración de
principios.

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Y, en ese momento, se incorporó, levantó los brazos y habló vigorosamente:

—Los que no pasan por el Viernes Santo, nunca llegarán al Domingo de


Resurrección. Ya celebré la noche de Getsemaní, ya pasé por los escenarios
de Anás, Caifás y Herodes. Recorrí toda la Vía Dolorosa. Para la
consumación completa solo me resta escalar la pendiente del Calvario.
Después del Calvario, ya no queda nada. Ahí mismo nace la Resurrección.

Vámonos para esa solitaria, inhumana y sacrosanta montaña que me regaló


el Conde Orlando. Algo me dice que allí pueden suceder cosas importantes.

Tomó, pues a León, Ángelo, Rufino y Maseo y, en pleno verano, a mediados


de julio, salieron de la Porciúncula en dirección del Alvernia.

***

Cuando llegaron a la región de Casentino, y Francisco vio el Alvernia, se


estremeció. Pidió que lo bajaran del burrito. Se arrodilló. Todos se
arrodillaron.

Francisco se mantuvo durante varios minutos, con la cabeza


profundamente inclinada, y los ojos cerrados. De pronto, abrió los ojos,
levantó la cabeza, extendió los brazos y con tono de ansiedad, dijo:

—¡Oh, Alvernia, Alvernia, Calvario, Alvernia! Cúbreme con tu sombra,


montaña sagrada, porque se avecinan días de tempestad.

Siguieron caminando y llegaron por fin al pie de la montaña. Antes de


emprender la escalada, descansaron unas horas bajo una frondosa encina.
Lo que allí sucedió no entra en las explicaciones humanas. En cosa de
minutos hicieron su aparición decenas y centenas de pájaros de diversas
especies. Fue una fiesta nunca vista. Las aves silbaban, chirriaban,
cantaban, revoloteaban en torno a Francisco en una desordenada
algarabía.

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Abrumado y agradecido, el Hermano repetía: ¡Gracias, Señor, gracias! ¡Qué


maravilla! ¡Qué prodigio! ¡Qué grande es Dios!

***

Después subieron por la escarpada pendiente. En la medida que ascendían,


el espacio se dilataba a la vista. Francisco se sintió en el paraíso y
exclamaba: ¡Qué paz! ¡Qué libertad! ¡Qué felicidad! Somos los hombres
más dichosos de la tierra. Al llegar a la planicie, Francisco quiso estar solo y
se internó en el bosque. Todo era fuego y delirio en la cima de la montaña.

Francisco estaba anonadado repitiendo en voz alta: ¡Señor! ¡Señor!

Con el peso infinito de su dulcedumbre cayó Dios sobre el alma de


Francisco. Esta consolación sacó a Francisco de sí mismo, elevó sus
potencialidades a altísimo voltaje. Se arrodilló, extendió los brazos y,
levantando la voz, habló así:

—Altísimo Señor, aunque indigno de nombrarte, a Ti dirijo este canto.

Y comenzó a alabar y bendecir al Señor en un profundo acto de adoración.

6.3

Ahora, ahí donde estás, ponte de pie para alabar al Señor, con la oración:

Alabanza a Dios

Tú eres Santo, Señor Dios único,


que haces maravillas.
Tú eres fuerte, Tú eres grande,
Tú eres Altísimo.
Tú eres el Bien, todo Bien, Sumo Bien,
Señor Dios, vivo y verdadero.
Tú eres caridad y amor, Tú eres sabiduría.

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Tú eres humildad, Tú eres paciencia,


Tú eres seguridad.
Tú eres quietud, Tú eres solaz,
Tú eres alegría.
Tú eres hermosura, Tú eres mansedumbre.
Tú eres nuestro protector,
guardián y defensor.
Tú eres nuestra fortaleza y esperanza.
Tú eres nuestra dulcedumbre.
Tú eres nuestra vida eterna,
grande y admirable, Señor.

***

6.4

Continuamos con la Charla…

Pasado un tiempo, Francisco llegó al lugar donde estaban los hermanos y


se reunió con ellos. Se sentó sobre un tronco y los hermanos a su alrededor.

Les dijo: “Carísimos, se aproxima la hora de la Gran Partida. Estoy a pocos


pasos de la Casa del Padre. Necesito estar a solas con mi Dios. Necesito
aderezarme para presentarme pulcro ante la Luz. Quiero estar solo. Si
llegaran seglares a visitarme, atiéndanlos ustedes. El único enlace entre
ustedes y yo será fray León”.

Se refugió en una choza aislada, lejos de todos.

Aquí comienza el período más sublime de la vida de Francisco.

Sabemos que es imposible describir, de alguna manera, aquellas


experiencias de Dios que vivió Francisco, porque toda experiencia es
inédita. Por eso, para hablar de esto se tiene que usar la vía deductiva y,
para expresarse, el lenguaje figurado.

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Fray León cuenta que una noche, buscando a Francisco lo encontró de


rodillas sobre una pequeña planicie encima de una roca, repitiendo muchas
veces. “¿Quién eres Tú y quién soy yo?” y vio venir de arriba una llama de
fuego bellísima, que se posaba sobre la cabeza de Francisco. De dicha llama
salía una voz que hablaba con Francisco, pero Fray León no discernía las
palabras.

Entonces, vio que Francisco alargó tres veces las manos hacia la llama y,
finalmente, la llama retornó al cielo.

De día y de noche Francisco nadaba incansablemente en el mar de Dios. En


las noches el Hermano salía de la choza, y se sentaba sobre las piedras,
perdido en la inmensidad de Dios. Las noches bajo la luna lo embrujaban,
pero mucho más las noches estrelladas. Allí bajo el cielo estrellado
experimentaba una mezcla de fascinación y espanto, anonadamiento y
asombro, gratitud y júbilo.

Mirando la bóveda estrellada repetía infinitas veces: “¡Qué admirable es tu


nombre en toda la tierra!”

¡Noches embriagadoras aquellas! ¡Noches de experiencias telúricas “en”


Dios! No hay sensación humana que se le pueda comparar en plenitud y
júbilo.

¡Dios, Dios!... decía Francisco en voz alta. Y pensaba: Dios es el que potencia
las impotencias del hombre hasta la omnipotencia.

¿Cómo decir? Al sentirse Francisco en el seno de Dios le nacieron alas que


abarcaban de punta a punta el mundo: “¡Mi Dios y mi Todo!”

El Hermano pasó la noche entera repitiendo: “¡Mi Dios y mi Todo!” y, al


hacerlo sentía que todas las ternuras y satisfacciones que puedan dar las
criaturas, se las daba el Altísimo.

Más plenamente no se puede vivir esta existencia. Era un preludio de la

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Eternidad, que no será otra cosa sino la posesión simultánea y total de la


Vida Interminable. ¡Mi Dios y mi Todo!

***

El Hermano, con las facultades recogidas, en quietud y fe, se asomó con


reverencia a las intimidades del Crucificado y “se quedó” ahí durante
muchos días y muchas noches. Se dejó impregnar por los “sentimientos” de
Jesús y participó de la experiencia profunda del Crucificado; Francisco vivió
la temperatura interior de Jesús.

Y decía: donde hay amor, no hay dolor. Me concebiste en el amor de una


eternidad y me diste a luz en el dolor de una tarde oscura. Desde siempre y
para siempre me amaste gratuitamente.

Francisco salió de la choza y comenzó a gritar desesperadamente: “El Amor


no es amado; el Amor no es amado”. Gritaba a las estrellas, y a las
inmensidades, y a los halcones, y a los hombres que dormían más allá de las
montañas.

***

Aquella noche el Hermano estaba ebrio, delirante, incendiado, torturado


por el Amor; y le quemaba el pensamiento el hecho de que el Amor no fuera
amado.

Era una noche profunda. La creación estaba silenciosa. Hacía días que la
luna se había despedido y las estrellas eran las señoras de aquella noche. El
Señor había elevado más allá de toda altura la altura de Francisco, y
encendido en sus venas una hoguera de altísimas llamas.

Y Francisco se derramaba en amor: Mi Señor, en esta noche, por un


momento quiero “ser” Tú. Suelta, Jesús, por el torrente de mi sangre tu
torrente de amor. Haz de mi carne una pira de dolor y de mi espíritu una
hoguera de amor.

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Jesús, en esta noche, venga sobre mí todo el dolor del mundo para
transformarlo en amor total y que nadie, de ahora y para siempre, sea
visitado por el dolor; y sea envuelto el mundo en los brazos de la ternura.

Y con palabras semejantes a estas, Francisco pasó la noche entera con el


Amor Crucificado.

Cuando una tenue claridad anunciaba en los confines del horizonte la


llegada del día, hubo algo así como un estampido. Fue un acorde de dolor y
de amor que entró como una tempestad en las arterias de Francisco.

Desde el cielo descendió como un meteoro incandescente el amado Jesús


Crucificado. Los aires se llenaban de dulzura. Jesús era fuego, energía,
fuerza, dolor y gozo abatiéndose sobre el Pobrecito.

En ese momento Francisco estaba mirando hacia el Oriente. A simple vista,


la aparición semejaba un serafín cubierto de seis alas de fuego. Pero al
aproximársele la visión, el Hermano observó que debajo de las alas se
divisaba la efigie de un hombre crucificado.

El delirio se apoderó del Pobrecito: era miedo, júbilo, admiración, pena


infinita, gozo enloquecedor y dolor sobrehumano. Francisco sentía morir.
Estuvo al borde mismo de la vida.

Le pareció estar en medio de una furiosa tempestad. De pronto, sintió la


misma impresión que si hubiera caído un rayo sobre su cuerpo. Lanzó un
grito desgarrador, preso de un dolor sin límites. Mas el Pobre quedó
dudando si era dolor o placer.

A los pocos minutos sintió como si algún otro rayo se hubiera abatido
abrasadoramente sobre su cuerpo. Y así se le descargaron como cinco
rayos.

Francisco pensó que había llegado su última hora, y que ya estaba reducido
a cenizas. Y dijo: Mi Jesús Crucificado, descarga sin piedad sobre mí todos

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tus dolores, que quiero acabar con todo el dolor de la tierra reduciéndolo a
amor.

Pero no hacía falta. Se había llegado a la consumación. Francisco estaba


crucificado.

La visión desapareció. Estaba amaneciendo. Francisco tuvo la impresión de


que se había calmado la tempestad y de que todo volvía a la normalidad.

A la luz incipiente de la aurora, Francisco comprobaba que sus manos, pies


y costado estaban quemados, heridos, taladrados, manando mucha sangre.
Las heridas le dolían terriblemente.

***

Después de asistir a misa, el 30 de septiembre de 1224, el Hermano


Crucificado reunió a los hermanos y les dijo:

—Yo me ausento hoy mismo con el hermano León y no volveré más. Estoy
a un paso de la eternidad. Ámense unos a otros como una madre ama a su
pequeño. Pero por encima de todo, y aún por encima de la Señora Pobreza,
rindan culto eterno al Santo Amor.

El Hermano Crucificado y Fray León bajaron con cuidado, lentamente y en


silencio por la veredita que conduce a Chiusi.

Después de caminar un largo tiempo, el Hermano Crucificado miró hacia


atrás. Todavía se veía el monte Alvernia. Francisco mandó detener el asno
y descendió, se arrodilló con los brazos en cruz, y mirando al Alvernia
impartió la última bendición a la montaña, diciendo:

—“Adiós, montaña santa. Caiga sobre ti la bendición del Altísimo. Paz


contigo para siempre, montaña querida. Nunca más te volveré a ver”.

Continuaron en silencio.

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Aquella noche, durmieron en una gruta del camino. Por primera vez en esa
noche, Fray León limpió las llagas del Hermano Crucificado con agua tibia
de hierbas aromáticas. El Pobre de Dios se dejaba cuidar como un niño
sumiso.

Francisco no durmió aquella noche. Todo él era un mosaico de dolor, amor,


fiebre y nostalgia de las Montañas Eternas. Cada día era como una víspera,
velando las armas para entrar en la gran aventura de la muerte.

Fray León se acostó en un rincón de la gruta no sin antes arropar bien a


Francisco. Cuando veía que el Hermano se había descubierto, se levantaba
para arroparlo convenientemente. El Hermano Crucificado permaneció sin
dormir la noche entera, con los ojos cerrados, acurrucada su alma en los
brazos del Padre.

Amaneció. El Pobre ya no estaba en la gruta. Fray León fue a buscarlo y lo


encontró en la cumbre de un pequeño altozano, de pie, con los brazos
abiertos, mirando en dirección del oriente. El Hermano estaba
resplandeciente como un amanecer.

***

Francisco se levantó y le dijo: Sentémonos. Y sentados sobre las piedras


comenzó a hablar:

—Fray León, respóndeme: ¿cuál es el mayor atributo de Dios?

—El amor, respondió fray León.

—No lo es, dijo Francisco.

—La sabiduría, respondió León.

—No lo es. Escribe, hermano León: la perla más rara y preciosa de la corona
de Dios, es la paciencia.

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—¡Oh, la paciencia de Dios! Hermano León, ésta mil veces bendita palabra
escríbela siempre con letras bien grandes. No sé cómo decirte. Cuando
pienso en la paciencia de Dios me siento enloquecer de felicidad. ¡Siento
ganas de morir de pura felicidad!

Repitió innumerables veces como extasiado: ¡Paciencia de Dios!

Imitando la paciencia de Dios, nunca daremos entrada libre a ningún


sentimiento de hostilidad contra nadie.

Continuaron su viaje. Cuando llegaron a la Porciúncula, Francisco se fue a


San Damián con fray León pensando en pasar allí algunos días.

Francisco sufría mucho. Los trastornos gástricos, la hemorragia y la


consiguiente fiebre de los estigmas y la enfermedad de los ojos habían
hecho del Pobre de Dios una llaga viva...

Clara recibió a Francisco con estas palabras: Solo un deseo nos asiste, padre
Francisco: que tu paso por San Damián te resulte un preludio del paraíso.

Aquel día el Hermano parecía renacer. Pero el bienestar duró muy poco.
Por la noche, todos los achaques se abatieron sobre el Pobre de Dios.

Al salir el sol la Hermana Clara le llevó un caldo de gallina, para reanimarlo,


pero Francisco tomó un poco por cortesía, pero no consiguió retener nada
a causa de los espasmos, el dolor y los vómitos.

—Estoy crucificado, Hermana Clara, dijo Francisco. El dolor me muerde


como un perro rabioso y tritura los huesos.

—Padre Francisco, ¿qué puedo decirte yo? Tú lo sabes todo. Tú nos


hablaste tantas veces del Señor Crucificado.

Al oír estas palabras, el Hermano Crucificado abrió los ojos como si se


despertara de un letargo y le dijo:

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—Tienes razón. ¡Loado seas mi Señor, por el hermano dolor, compañero


inseparable de mi Señor Crucificado!

Bendito seas, mi Dios, por esa criatura de quien todo ser viviente huye. El
hermano dolor nos purifica, nos desata las ataduras terrestres y nos arroja
en los brazos de Dios. Bienaventurado el hombre a quien el dolor sorprende
armado por la fe y el amor.

¡Oh, mi glorioso Señor Jesucristo, valiente compañero del dolor, tiéndeme


una mano y haz de mí lo que quieras!

Diciendo esto, se relajó y se durmió.

Al despertar, daba la impresión de haber despertado de un sueño profundo


o de haber regresado de otro mundo. Y le dijo al hermano León y a la
Hermana Clara:

—“Esta noche, el Señor misericordiosamente me ha asegurado que mi casa


del paraíso está reservada y asegurada. Para corresponderle con gratitud,
yo le he compuesto un cántico, quiero que sean los primeros en
escucharlo”.

Se incorporó en la cama, tomó una posición adecuada. Colocó dos pedazos


de palo, como si fueran un violín, y comenzó a rasgar el uno sobre el otro
con mucho brío. Abrió la boca y cantó así:

“Omnipotente, Altísimo, bondadoso Señor,


tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor;
tan solo Tú eres digno de toda bendición
y nunca es digno el hombre de hacer de Ti mención”.

El Hermano Crucificado fue apagándose como un cirio. Su voz era cada vez
más débil. Su rostro estaba vestido de la dulzura del paraíso.

El Cántico del Hermano Sol seguía resonando en el bosque casi sin tregua

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día y noche. Diferentes grupos de hermanos se turnaban para cantarlo sin


cesar.

Desde la espesura del bosque subía cada vez con más fervor el Cántico del
Hermano Sol. A las voces del bosque se agregaron las voces de la cabaña, y
a las voces de la cabaña se acopló la voz tenue del agonizante, y el mundo
entero parecía cantar el Cántico con la estrofa a la Hermana Muerte:

“Loado seas, mi Señor,


por nuestra hermana muerte corporal
a la cual no hay hombre viviente que pueda escapar.
¡Ay de los que mueren en pecado mortal!
Bienaventurados
los que cumplen tu santa voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal”.

La voz de Francisco era debilísima. Y cuando sus labios comenzaban a


moverse, los hermanos se le aproximaban para escuchar sus últimas
palabras.

Hermano León, dijo el Hermano: oigo las campanas de la eternidad. Me


están llamando a la fiesta. ¡Qué alegría!

Hubo un largo silencio. Ninguno hablaba. Todos miraban al agonizante.

Era el atardecer del 3 de octubre de 1226.

Inesperadamente, el agonizante abrió los ojos, hizo ademán de


incorporarse, diciendo:

—¡Ya llega! ¡Ya llega!

Y se hundió de nuevo en su lecho y quedó en silencio.

A los pocos minutos, abrió de nuevo los ojos, y dijo:

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—¡Ya ha llegado!

Y con voz debilísima agregó:

—Mis hermanos, ayúdenme a incorporarme. Extendió los brazos y mirando


hacia la puerta de la choza, dijo con voz apagada: “Bienvenida seas,
hermana mía, Muerte”.

Pidió a los hermanos que lo colocaran en el suelo. Por última vez los cuatro
leales veteranos lo tomaron con infinita reverencia y le colocaron en la
tierra sobre una piel de oveja. El Hermano mandó que en honor a la
hermana Muerte, derramaran polvo y ceniza sobre su cuerpo. Así lo
hicieron.

Pocos minutos después, el moribundo comenzó a rezar el Salmo “Con mi


voz clamé al Señor”. Los hermanos lo continuaron.

El Hermano tenía cuarenta y cinco años. En veinte años escasos había


consumado esta singular historia del espíritu.

En el bosque y en la cabaña, los hermanos seguían cantando


fervorosamente el Cántico del hermano sol.

El Hermano yacía en el suelo. Ya no se movió más.

Todo estaba consumado.

El Pobre de Dios arrastraba consigo a toda la creación al paraíso.

Había reconciliado la tierra con el cielo, la materia con el espíritu. Era una
llama desprendida del leño. Era la piedad de Dios que retornaba a casa.

Lentamente, muy lentamente, el Hermano fue internándose en las órbitas


siderales. Fue alejándose como un meteoro azul hasta que se perdió en las
profundidades de la eternidad.

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6.5

Cantemos con el corazón, la Oración de San Francisco…

Oración de San Francisco

Hazme un instrumento de tu Paz,


donde haya odio, lleve yo tu amor,
donde haya injuria, tu perdón, Señor,
donde haya duda, fe en Ti.

Maestro ayúdame a nunca buscar


querer ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender,
ser amado como yo amar.

Hazme un instrumento de tu Paz;


que lleve tu esperanza por doquier,
donde haya oscuridad, lleve tu luz,
donde haya pena, tu gozo, Señor.

Maestro ayúdame…

Hazme un instrumento de tu Paz:


es perdonando que nos das perdón;
es dando a todos que Tú te nos das;
muriendo es que volvemos a nacer.

Maestro ayúdame…

Hazme instrumento de tu Paz.

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Retiro: Francisco de Asís, Talleres de Oración y Vida

6.6
¿Qué son los Talleres de Oración y Vida?

Los Talleres de Oración y Vida son una nueva forma de EVANGELIZACIÓN.


Más VIVA y con una visión más positiva de lo que se ha mostrado siempre.
Es una presentación más vibrante y activa de JESÚS que posee una mayor
ADAPTACIÓN a las necesidades de la SOCIEDAD ACTUAL y a lo que
realmente las personas necesitan.

Está basada en el AMOR y lo que éste es capaz de realizar, no en el temor


ni en el castigo.

Por eso decimos con pleno convencimiento que los Talleres de Oración y
Vida son una respuesta al mundo de hoy…

Es un método de evangelización que está íntegramente basado en la


Palabra.

Jesucristo es, en los Talleres, el Principio, el Centro y la Meta para pensar,


sentir, actuar y amar como Jesús, con la eterna pregunta en el corazón:
«¿Qué haría Jesús en mi lugar?»

Y cuando en humildad comienzo a copiar Sus rasgos pareciéndome a Él,


esto me hace más libre y más feliz, sufriendo menos y experimentando
PAZ.

Servicios presenciales que ofrecemos:

▪ Taller para ADULTOS. 15 sesiones (1 sesión por semana), para


participantes de 27 años en adelante.
▪ Taller para JÓVENES. 10 sesiones, para participantes de 20 a 30 años.
▪ Taller para ADOLESCENTES. 9 reuniones, para participantes de 13 a
19 años.
▪ Taller para NIÑOS. 10 reuniones, para participantes de 7 a 12 años.
▪ Curso para MATRIMONIOS. 6 reuniones.

VÍSITANOS EN: www.tovpil.org

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Da clic aquí: https://charity.gofundme.com/tovtenecesita

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