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La teoría de cuerdas

Serena García

Grado 8. A

Hubo una época en la que el hombre puso la Tierra en el centro del Universo.
Todos los cuerpos celestes, incluido el Sol, describían órbitas a nuestro alrededor.
Hoy sabemos que en realidad no lo hacen, así que los movimientos de los planetas
en la bóveda celeste no se correspondían a lo predicho por la teoría geocéntrica
pura. Suele decirse que, en un caso así, hay que descartar la teoría, pero quizá ésta
siga manteniéndose con algunas modificaciones. Comenzaron los ajustes. Quizá los
planetas no giran en torno a la Tierra de forma directa sino que describen
circunferencias (epiciclos) cuyo centro, a su vez, giraba en torno a la Tierra. Quizá
los planetas no giran exactamente en torno a nosotros sino a otro punto cercano.
Quizá esos puntos son diferentes para cada planeta. Quizá los epiciclos giran en
torno a epiciclos que giran en torno a epiciclos.

Cuando fuimos capaz de observar y medir con suficiente exactitud, la teoría


geocéntrica se vino abajo. No lo hizo de un día para otro, porque los geocéntricos
siguieron refinando y añadiendo complicaciones a su modelo, pero a la postre se
vieron forzados a ceder: Galileo demostró que algunos cuerpos se encuentran muy
cómodos girando alrededor de Júpiter y no de la Tierra, Kepler se atrevió a sugerir
que quizá las órbitas planetarias no fuesen circulares, y finalmente Newton trajo la
paz y la claridad a nuestra galaxia. En la actualidad la teoría geocéntrica solamente
pervive en los libros de Historia y en algunos nostálgicos que todavía defienden que
Bilbao es, literalmente, el centro del Universo.

El ocaso y caída de la teoría geocéntrica no es sino una expresión de un fenómeno


habitual en la conducta humana: cuando un proyecto crece y se complica, existe la
tendencia a mantenerlo pase lo que pase, arriesgándose a perder la perspectiva y
olvidar el objetivo. Geocéntricos, detractores de la teoría atómica, constructores
emblemáticos, amantes del “constrúyelo y ellos vendrán,” escritores de la gran
novela moderna inacabada… es fácil caer en la tentación. Menos mal que eso ya no
pasa en Ciencia.

¿Alguien ha dicho Teoría de Cuerdas?

Desde hace casi un siglo se sabe que la Mecánica Cuántica y la Relatividad General
son teorías incompatibles, que funcionan perfectamente bien por separado pero se
llevan fatal si intentamos unificarlas. Como consecuencia, carecemos de una teoría
que explique todos los fenómenos del Universo. Lo mejor que tenemos para
explicar la composición de la materia es el llamado Modelo Estándar, que postula
un conjunto de partículas con distintas propiedades. Pero parece demasiado
caprichoso y arbitrario. ¿Por qué el electrón tiene esa masa y no otra? ¿Guarda
alguna relación con la masa de las demás partículas, o con alguna constante
fundamental? Deberíamos buscar algo mejor, más sencillo, más compacto.

Uno de los intentos más famosos por obtener esa “teoría de todo” y avanzar más
allá del Modelo Estándar se denomina Teoría de Cuerdas. En su génesis la idea no
podía ser más sencilla: las partículas elementales no son puntuales sino que se
componen de minúsculas cuerdas que vibran. Los diferentes modos de vibración
dan lugar a las partículas conocidas, y explican propiedades como su masa o su
carga eléctrica. Pronto se descubrió que uno de los modos de vibración daba una
partícula de características similares al llamado gravitón, que transporta las fuerzas
gravitatorias. ¿Significaba ello que por fin se podía unificar la gravedad con las
demás fuerzas básicas? La cosa prometía.

Pronto comenzaron los problemas. Uno de ellos es que la teoría de cuerdas inicial
requería la existencia de un espacio multidimensional, y nuestro Universo
solamente tiene cuatro dimensiones (las tres espaciales y el tiempo). Bueno, no hay
demasiado problema conceptual en ello. Ya en los años veinte el dúo Kaluza-Klein
postuló la existencia de una dimensión adicional para intentar unificar la gravedad
y el electromagnetismo. Si no podemos verla, decían, es porque esa nueva
dimensión es muy pequeña en tamaño y además está enrollada, o como dicen los
habituales del tema, “compactificada.”

Para entender esto, piense el lector en una manguera de jardín. Vista desde gran
distancia aparece como un objeto que solamente tiene longitud, pero al acercarnos
podemos apreciar que tiene grosor y altura. De modo similar, Kaluza y Klein
imaginaron una dimensión compactificada de un tamaño muy inferior al radio de
un núcleo atómico. Sus esfuerzos no dieron fruto en su momento pero la teoría de
cuerdas recuperó el concepto, y lo hizo a lo grande: ahora el Universo no tiene
cuatro dimensiones sino 26. Parece un despilfarro de dimensiones, pero si están
compactificadas y son minúsculas, no molestan.

Un segundo problema con la teoría de cuerdas inicial era que solamente


funcionaba para algunos tipos de partículas, los llamados bosones; los fermiones
(entre los que se incluyen quarks, electrones y otras partículas interesantes) se
quedaban fuera. Eso sí que es un fallo grave de la teoría. Para arreglarlo, los
teóricos de cuerdas postularon que cada fermión existente en la naturaleza está
asociado a un compañero bosón, en un fenómeno llamado supersimetría. Por
ejemplo, el electrón tendría una partícula asociada supersimétrica llamada
selectrón. De ese modo, los compañeros supersimétricos podrían encajar en la
teoría de cuerdas, que al añadirle esta propiedad de supersimetría pasó a
denominarse teoría de supercuerdas. Como ventaja adicional, el número de
dimensiones del espacio de cuerdas se redujo desde 26 a 10.

Parecía que la teoría de supercuerdas (que pronto volvería a llamarse teoría de


cuerdas por eso de simplificar) iba por buen camino, pero el precio a pagar fue
grande: nada menos que la aparición de toda una familia de partículas
supersimétricas que, además, nunca habían sido observadas. No pasa nada,
dijeron, seguro que los nuevos aceleradores de partículas las encontrarán. No fue
así, y en la actualidad seguimos buscándolas. No pasa nada, dijeron, quizá es que
tienen tanta masa que escapan a nuestras posibilidades de detección.

Mientras se buscaban pruebas experimentales, los teóricos de cuerdas continuaron


su trabajo y la teoría, inicialmente tan sencilla, siguió complicándose. Las cuerdas
ya no eran suficientes y se vieron acompañadas por nuevos y extraños bichos
llamados branas. Aparecieron cinco grandes teoría de cuerdas con nombres
extraños: Tipo I, Tipo IIA, Tipo IIB, heterótica SO(32), heterótica E8xE8, y como
grandes corrientes disidentes de un partido político o una religión comenzaron a
enfrentarse unas a otras en pos del título de Teoría de Todo. Edward Witten sugirió
que todas eran manifestaciones parciales de lo que llamó Teoría M, pero la guerra
continuó. Los principales centros de física teórica continúan investigando y
gastando hojas de papel, los gurús del campo escriben libros divulgativos dando a
entender que la teoría de cuerdas está lista salvo algunos pequeños detalles, pero lo
cierto es que a la teoría de cuerdas le falta un hervor. Y le falta desde hace medio
siglo.

Es en este punto cuando los científicos acuden al experimento para interrogar a la


naturaleza y que ésta, como jueza implacable, decida. Es aquí donde la teoría de
cuerdas muestra su cara más diabólica. El detalle es la compactificación de las
dimensiones ocultas. Si tengo un bloque de corcho, puedo aplastarlo para
conseguir una superficie bidimensional y luego enrollarlo para obtener una línea
unidimensional. También puedo hacerlo al revés: primero enrollo y luego aplasto.
Pero en la teoría M tenemos siete dimensiones nuevas. ¿Cómo se compactifican? O
dicho de otro modo, ¿de cuántas formas podemos enrollarlas unas respecto a
otras?

La respuesta es: nadie lo sabe. Ni siquiera los teóricos de cuerdas pueden dar algo
más que una respuesta aproximada, pero todo indica que el número de posibles
compactificaciones es enorme; giganteouse, que diría Forges. Las cifras sugeridas
superan con mucho la del número de partículas existentes en nuestro Universo.
Digamos, por fijar conceptos, que ese número es del orden de un plexollar (10 1000).
Cada una de esas posibilidades de compactificar daría lugar a un Universo distinto,
con leyes físicas distintas y con partículas de masa distinta.

Cuando tenemos dos teorías y queremos saber cuál es la correcta, no hay más que
realizar un experimento en el que ambas teorías arrojen resultados diferentes. Si la
teoría A nos dice que las piedras amarillas flotan en el agua y la B nos dice que se
hunden, no hay más que tirar una piedra amarilla al agua y salir de dudas. ¿Pero y
si tenemos tantas teorías que pueden reproducir todos los resultados
experimentales imaginables? En tal caso el proceso de eliminación falla. Puede que
tirar una piedra amarilla al agua y ver que flota elimine medio plexollar de posibles
teorías de cuerdas, ¿pero qué pasa con el otro medio plexollar?
Y ahí está el gran problema. Por muchos experimentos que hagamos, por muchas
propiedades que determinemos en el laboratorio, por mucha caña que le demos al
LHC, siempre habrá una cantidad ingente de posibles compactificaciones capaces
de explicar todo lo que vemos. Nunca podremos decir “la teoría de cuerdas no
funciona;” pero tampoco podremos predecir nada porque todo lo que pueda
suceder tendrá explicación en alguna versión de la teoría de cuerdas. Sería como un
vidente que tiene una gran cantidad de visiones: alguna acertará, ¿pero qué
significa eso? Exactamente nada.

Pero imaginemos por un momento que hemos tenido un gran golpe de suerte, y
que un experimento permite descartar todo el plexollar de compactificaciones
menos un solo caso. Tenemos finalmente una combinación de dimensiones
enrolladas, y solamente una, que concuerda con lo que vemos a nuestro alrededor.
La pregunta evidente es ¿por qué esa y no alguna de las demás? ¿Acaso tiene algo
extraordinario, alguna propiedad basada en principios fundamentales que la
distingue de las otras? Quizá es como el número ganador de la lotería de navidad,
que no tiene nada especial pero que salió porque… bueno, porque alguno tenía que
salir.

De ese modo, y a lo largo de cincuenta años, los físicos de cuerdas han edificado
una gran teoría, pero en lugar del edificio sencillo y de líneas elegantes de los
diseños iniciales han acabado con una fea aglomeración de construcciones sin
orden ni concierto, que no pegan ni con cola, no sirven su propósito y ni siquiera
permite al político local hacerse una foto inaugurando algo. La edificación carece
de agua corriente o luz, no tiene conexión para el wifi, los paneles del techo se caen
y no hay visos de que vaya a servir algún día para algo. Si hasta el propio Sheldon
Cooper abandonó la teoría de cuerdas en The Big Bang Theory, por algo será.

Por supuesto, puede que dentro de veinte años, o mañana mismo, el nuevo Newton
tenga la gran inspiración que le permita construir finalmente una teoría de cuerdas
eficaz y elegante; pero también es posible que nunca llegue ese día. Quizá en el
futuro los historiadores examinen el caso de la teoría de cuerdas igual que ahora lo
hacemos con la teoría geocéntrica. El tiempo dirá si la teoría de cuerdas será una
nueva senda hacia un futuro brillante o tan sólo una autopista cara que no llega a
ninguna parte.

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