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Convertirse en llama

Cuenta la tradición que alguien le hizo la siguiente pre­


gunta al abad Antonio: «¿Qué debo hacer para compla­
cer a Dios?» Y el anciano respondió: «Presta atención a
lo que voy a decirte. Seas quien seas,(jfen)a Dios siem-
pre_gresente; hagas lo que hagas, hazlo" según él tcsti-
monio de lá Sagrada Escriturá; Viyas donde. Vivas, no te
marches con excesiva facilidad. Observa estos tres pre-
céptós y te salvarás». Esta historia presenta unas dimen­
siones de la vida religiosa que se olvidan demasiado
fácilmente. La vida religiosa consiste en buscar a Dios
siguiendo el Evangelio y perseverando en ambas activi­
dades. La vida religiosa capta nuestro corazón, centra
nuestra mente y estabiliza nuestra alma para la búsque­
da resuelta del reino del Dios vivo. Le parezca lo que le
parezca la consagración religiosa al mundo circundante,
en ninguna circunstancia debe confundirse la vida reli­
giosa con la pertenencia a una institución religiosa.
Ante todo, la vida religiosa no es una institución, una
especie de aparato de la Iglesia destinado simplemente
a proporcionar una base al servicio social. De hecho, el
servicio social no es en absoluto, por sí mismo, lo que
inspira el compromiso religioso. Sí es verdad que lo po­
ne de manifiesto, lo hace realidad y le proporciona au­
tenticidad, pero no lo inspira ni subyace a él ni lo defi­
ne. La vida religiosa es algo muy personal, muy huma­
no, muy espiritual y que absorbe la vida entera. De no
ser así, cualquier persona podría ser habilitada para ello
profesionalmente o ser contratada o el puesto podría ser
ofrecido públicamente para realizar un servicio de corta
duración. La verdad es, sin embargo, que la vida re­
ligiosa es o no adecuada para la persona y, si no lo es,
todo lo que se diga sobre la santidad, la fidelidad o el
compromiso no le servirá de nada a quien no encaje en
ella; mientras que si es adecuada, ninguna clase de cam­
bio podrá sofocar su espíritu.
No, la vida religiosa nó es un sistema inventado para
el reclutamiento de profesionales de la Iglesia, sino que
f es un estilo de vida, un modo consagrado por la tradi­
ción Be ser cristiano en el mundo. És verdad que no se
traía mas que de una forma entre otras de vida cristiana;,
pero es una forma característica, distinta de todas las
demás en estilo, consagrada a la búsqueda cristiana, ide­
ada para quienes sienten pasión por el misterio de la
vida y concentrada exclusivamente en comprender y
proclamar la Buena Nueva de que Jesús existe, nos sal­
va y nos ama a todos nosotros, a todas las cosas, tanto a ,
las personas como ai planeta. Y siempre. Y lo hace no
simplemente sirviendo aí mundo, sino siendo una pre­
sencia fiel en él que se propone, hablar el' lenguaje del
Evangelio en su lengua materna. *'
La vida religiosa es la historia de toda la creación
claramente reconocible en la vida de una sola persona.
Quienes esperan neciamente o creen románticamente
que la vida en una comunidad religiosa carece de las.
presiones del mundo real saben poco de ella y menos
aún de la responsabilidad humana respecto de la co-
creación. Mitifican a un Jesús que expulsa a los demo­
nios y desafía a los fariseos, sufre tentaciones y eleva a
personajes que muestran una extrema fragilidad a la
más mínima presión. La vida en una comunidad reli­
giosa saca todas esas cosas a la superficie. Quienes en­
tran en la vida religiosa traen consigo sus demonios in­
teriores, la necesidad de un reto, las tentaciones más
tenaces y las debilidades más vulnerables. Sin embargo,
no huyen de sí mismos, sino que son personas dispues­
tas a asir la vida con ambas manos, a afrontarla directa­
mente y a vivirla plenamente.
La vida cristiana en una comunidad religiosa es para
personas que quieren estar plenamente vi Ño es para
íjüieñes eligen ir por la vida medio anestesiados espi­
ritualmente, embotados psicológicamente y ajenos a
cuanto les rodea. Apoyándose únicamente en sí mis­
mos, comprometidos a vivir con un montón de extra­
ños, a la deriva en las distintas corrientes y fases de la
vida espiritual y sensibles a.la-vocecilla interior de una
fe sin forma definida,tós religiosos-viven una vida llena,
de esperanza y saturadírde esfuerzo humano, no una
incursión soporífera en un aislamiento espiritual en el
que no hace mella la lucha y nunca penetra el autoco-
ñocimiéñtó.
' Si pretendemos utilizar la vida religiosa para huir de
la gente, aspiramos en vano a proteger para nosotros
mismos, en un mundo repleto de marginados y de refu­
giados, lo que nunca debe protegerse. No venimos a la
vida religiosa para aislamos del Evangelio del que ha­
blamos. Son los religiosos quienes, más que cualesquie­
ra otros, deben acoger a todos esos proscritos en sus vi­
das, hasta el último de esos despreciables. No se entra
en la vida religiosa para pretender que se es pobre mien­
tras se vive en una plácida seguridad. Al contrario, la vi­
da religiosa nos despoja, a todos y cada uno de nosotros,
tanto en conjunto como individualmente, hasta dejamos
con lo imprescindible para que, finalmente, podamos
colmamos de cosas que están por encima de las cosas.
No venimos a la vida religiosa porque seamos indecisos
y no podamos funcionar sin dirección, sino para poder,
junto con otros, escuchar al Espíritu en voces que no
son las nuestras. La vida religiosa no es fácil, pero tam­
poco es irreal ni quijotesca ni extravagante.

Toda la vida que tenemos


Para vivir una vida religiosa hace falta toda la vida que
tenemos. Hace falta un corazón de ermitaño, un alma de
montañero, unos ojos de amante, unas manos de sana­
dor y una mente de rabino. Exige una inmersión total en
la vida de Cristo y una concentración absoluta en el sig­
nificado actual de la vida evangélica. Todo ello presu­
pone una presencia ardiente; y quizá ahí sea donde las
cosas empiezan a fallar.
Antes del siglo xiii y de la proliferación de las nor­
mas canónicas, los religiosos tenían el compromiso im­
preciso y en gran parte extraoficial de vivir una intensa
vida espiritual, de orientarse sólo hacia Dios a la hora de
hacer elecciones vitales, de ser fieles a sus ideales en un
mundo profano, de ser personas que viven de la Escri­
tura. Los religiosos buscaban a Dios y sólo a Dios y, al
hacerlo, se convirtieron en símbolos de sabiduría, en
gurús, en directores espirituales de una sociedad tan in­
mersa en lo secular que lo sagrado se había vuelto invi­
sible, tan privada de la memoria de lo divino que las
preocupaciones seculares consumían la existencia hu­
mana. En aquel momento, sin embargo, en un ambiente
fascinado por las universidades, la educación estructu­
rada y las disputas filosóficas, y ante la decadencia de
las comunidades religiosas, que se habían convertido en
una especie de refugio religioso para los hijos e hijas de
los poderosos, surgió el concepto de «votos». Y la vida
religiosa empezó a ser definida, teologizada y regulada.
Pronto, los «consejos evangélicos» de pobreza, castidad
y obediencia se convirtieron en los criterios y la medida
de la vida espiritual Y con ellos, a lo largo de los siglos,
llegaron los manuales espirituales, las categorías y los
cánones, que tenían por objeto el control del comporta­
miento. Pero, al mismo tiempo, este proceso sofocó el
espíritu de la vida religiosa. Lenta pero inexorablemen­
te, el compromiso religioso empezó a reducirse a una
serie de actividades, cuando lo que se necesitaba era una
actitud mental y la promesa de una presencia profètica.
Pronto, los religiosos se convirtieron más en lo que
hacían que en lo que eran, veían o pensaban.
Y, lo que es peor, la comunidad cristiana en general
—y algunas veces especialmente los religiosos— se
asombraba de los criterios empleados para medir la au­
tenticidad de esa vida. Las cuestiones teológicas de las
que por entonces los religiosos se ocupaban, en las que
se formaban, de las que se acusaban, se volvieron abso­
lutamente absurdas, patéticas y lamentables, destinadas,
ciertamente, a servir a grandes ideales espirituales, pero
muy por debajo de la dignidad de la madurez espiritual.
Los grandes temas de la vida religiosa se convirtieron
en una sucesión de preguntas inconsecuentes e insigni-'j
ficantes: ¿cuánto dinero permitía la pobreza llevar en el /
bolsillo a un religioso?; ¿era desobediencia refutar la l
información de un superior?; ¿era la adhesión a las eos- V
tumbres de la casa parte esencial de la obediencia reli- I
giosa o no?; ¿era admisible que las monjas pusieran col­
chas estampadas en sus dormitorios?; ¿podía medirse la (
humildad por la inclinación de la toca?; ¿era la amistad
una amenaza para la vida religiosa de una persona?;
¿cuántos libros, imágenes, discos, cintas, hábitos o za­
patos podía poseer un religioso sin violar el voto de po­
breza?; ¿era posible comprar pasta de dientes sin per­
miso expreso del superior?... Y la lista continuaba con
cuestiones aún peores.
Pero no había duda de que la lista no era ineficaz.
Una vida sin autonomía en los asuntos más elementales
llevó a una cultura espiritual de gran seguridad, pero
asimismo de gran ansiedad, que contribuyó también a
fomentar el narcisismo y la puerilidad espirituales, con­
dujo a un egocentrismo disfrazado de virtud, pero peli­
grosamente cercano a la neurosis, e hizo de la vida reli­
giosa una sincera pero pálida sombra de un Evangelio
lleno de milagros inaceptables y de encuentros dispares
entre los guardianes del sistema y los pescadores de
hombres. Redujo una vida grandiosa a la mínima expre­
sión: niños espirituales recorrían el camino seguido en
el pasado únicamente por discípulos y mártires, por
hombres valerosos y mujeres fuertes.
Cualquier vida que exija la vida entera de una per­
sona debe consistir en algo más.
Por tanto, quizá haya llegado ía hora de deshacerse
de la noción de vida religiosa como manifestación de
tres códigos de conducta aislados y de preguntarse sim-
plemente qué clase de personas y qué clase de vida cris­
tiana habría en el mundo si los religiosos volvieran a ver
el compromiso religioso desde el punto de vista de las
actitudes espirituales, en lugar de como un código de
conducta personal. Sin duda, en los albores del siglo
xxi, profesar la pobreza, la castidad y la obediencia en
un mundo donde la pobreza es un pecado contra la jus­
ticia, donde la castidad es un constructo teórico, no un
dato de la realidad, y donde la obediencia es más propia
de una concepción militar que de una cultura que valo­
ra la independencia, hace que la vida religiosa resulte
más sospechosa que admirable. Mantener este enfoque
degrada esta vida más allá de toda justificación, la con­
vierte en una especie de culto institucionalizado y limi­
ta su fuerza espiritual.

La búsqueda de Dios

La búsqueda de Dios es el proceso de modelar el alma


y dura toda la vida, de modo que no se trata de un ejer­
cicio religioso rutinario a corto plazo. La vida religiosa
pretende la implantación de una presencia espiritual en
un mundo perdido en lo mundano, no la perpetuación
porque sí de un estilo de vida arcano. Las congregacio­
nes religiosas no se fundaron para ser museos antropo­
lógicos, sino que están constituidas por personas reales,
adultas todas ellas, que hacen cosas reales por razones
importantes.
I La vida religiosa es la historia de los profetas, per-
! sonas corrientes con una visión teofánica que .tuvieron
1 que renovarse.a sí.mismos, en orden a transmitir la nue-
\ va visión a los demás.
' La vida religiosa, en otras palabras, nos exige pri-
j mero nuestra propia conversión. Es un terreno de culti-
i vo, no un„modo de vida para mantener costumbres ad-
/ quiridas. Exige que estemos plenamente al día, no que
j nos quedemos anticuados sin remedio. Hasta ,que los
¡ religiosos no se conviertan al modo de pensar del Dios
viyo y presente en el ahora, ¿qué bien pueden hacer a
los demás, por muchos servicios que realicen? La vida
religiosa no es una cuestión de ministerio, sino que trata
de desarrollar un corazón y una mente que lleguen a ver
la vida tal como es y, en consecuencia, nos animen a
vivir de forma diferente.
Los religiosos, como los demás seres humanos vi­
vos, son personas de su tiempo. Eso es lo que les hace
peligrosos. Y también es lo-que-les-hace potencialmen­
te insulsos. El hecho es que los religiosos no deben ser
simplemente personas del mundo, sino que han de ser
tambiérí, consciente, continua y coherentemente, perso­
nas de Dios, personas que busquen el modo de pensai-
de Dips y que lo proclamen cueste lo que cuesté r '.
Comprender el papel dé la conversión eñ la vida
religiosa es comprender-el antiguo concepto de «elec­
ción». Los Hasidim lo explican del siguiente modo: «En
cierta ocasión le preguntaron a un rabino qué se sentía
siendo rabino. “Bueno —dijo el rabino— empecé a
entenderlo mejor cuando me ocupé del aprisco. Allí, ca­
da cordero que hacía el número diez era elegido para el
servicio en el templo simplemente por ser el número
diez. Y justamente así fue como me eligieron a mí para
ser rabino”». Nadie es «elegido»* en otras palabras, por­
que sea mejor que otros para algo, y todo el mundo es
«elegido» para algo. Todo el mundo tiene alguna dispo­
sición interna que le capacita para lo que debe ser hecho
en él, que le llama a ello, que le confirma én ello, que le
señala para ese servicio. Como las personas que tienen
un oído perfecto para la música o destreza manual para
la artesanía o un ojo artístico para la fotografía, algunas
personas tienen, única y exclusivamente, un compromi­
so muy acusado con las dimensiones espirituales de los
afanes humanos y de las cosas de Dios. Esta intensa
sensibilidad religiosa es lo que llama a la persona, lo
que la lleva a centrarse únicamente en el desarrollo del
componente espiritual de la vida humana.
Pero, aunque algunas cosas nos parezcan innatas
—el amor por los niños, la pasión por el arte, el alma de
buscador y la visión de visionario—, eso no significa
que, porque la capacidad sea real, esté ya desarrollada,
sino que significa tan sólo que está abierta a ser molde-
ada. Y entonces es cuando comienza la conversión.
. La vida religiosa toma el alma del buscador y la va
despojando de sus capas externas hasta llegar al núcleo,
para que podamos ver lo que estamos buscando, sabo­
rear aquello de lo que estamos hambrientos, convertir­
nos en lo que perseguimos y anunciar, finalmente, la
Buena Nueva que nos embarga, a fin de que la oiga todo
el mundo.
Es evidente que la función de la vida religiosa con­
siste, en principio, en tomar nuestro yo, impregnarlo de
la Escritura y después confrontarlo con el ejemplo de
Aquel que se mantuvo firme tanto frente a la sinagoga
como frente al estado, por mor de la Palabra de Dios.
Esa vida de conversión nos convierte, ante todo, a no­
sotros mismos. Después es posible que, mediante esa
transformación, transforme también el pequeño círculo
vital en que nos encontramos, a fin de que, a través de
cada uno de nosotros, el mundo pueda volverse hacia
Aquel que lo hizo en su totalidad lleno de vida, lleno de
fuego.

Conversión

La conversión es el proceso de llegar a ver el mundo de


un modo diferente del que la cultura, la comodidad y el
afán de dominio nos inducen a verlo. La pregunta, natu­
ralmente, es la siguiente: ¿en qué consiste esta forma de
estar en el mundo que llamamos «vida religiosa»? ¿Qué
hay de diferente en ella que no pueda hacerse también
en cualquier otra forma de vida cristiana? La respuesta,
por supuesto, es nada, al menos en un cierto nivel. To­
dos estamos llamados a la vida espiritual, a la conver­
sión, ai cristianismo en su forma prístina. Este modo de
vida cristiana, sin embargo, exige un enfoque específi­
co, un énfasis claro y preciso, una cualidad sólida y
segura que lo diferencie de todos los demás en cuanto a
su estilo y a la claridad de su presencia.
Esta forma de vida exige de nosotros la conversión
de todo cuanto el mundo considera más precioso. Re­
quiere el compromiso!,de superar obstáculos con el Je­
sús que fue tentado, y de decir «no» de nuevo, alzando
la voz y con^convicción, proféticamente y con firmeza,
• a esa cíase de poder que deja impotentes a otros; decir
«no» a los beneficios conseguidos a expensas de los
pobres; y decir «no» a las relaciones que seducen a los
inocentes, explotan a los incautos y convierten a los
v pequeños del mundo „en degradados instrumentos de
"satisfacción personal.
Libertad y perspectiva son los dones de la vida reli­
giosa al mundo que la circunda. Absorbidos únicamen­
te por el reino de Dios, los religiosos se encuentran en
una situación privilegiada para ver las cosas con mayor
claridad, precisamente por la distancia que mantienen
respecto de ellas. Cuando no están obligados a nadie ni
seducidos por nada, los religiosos permanecen libres
para apelar a la conciencia del rey. La presencia de reli­
giosos, de verdaderos religiosos, es peligrosa en cual­
quier sociedad.
Cuando China ocupó el Tíbet, cuenta un relato Zen,
muchos soldados trataron con enorme crueldad a los
sometidos. El blanco favorito de sus atrocidades fueron
los monjes. Así que, a medida que las fuerzas extranje­
ras invadían los pueblos, los monjes huían a las monta­
ñas. Cuando los invasores llegaron a cierto pueblo, el
teniente de la avanzadilla presentó el siguiente informe:
«Los monjes, al enterarse de que su llegada estaba pró­
xima, Excelencia, han huido a las montañas...» El co­
mandante sonrió presuntuosamente, orgulloso del terror
que inspiraba. «Todos menos uno», prosiguió con tran­
quilidad el teniente. El comandante se enfureció. Se
dirigió al monasterio, le pegó una patada a la puerta y
allí, en el patio, estaba el único monje que se había que­
dado. El comandante le miró encolerizado. «¿Sabes
quién soy yo? —le dijo— . Soy quien puede atravesarte
con una espada sin pestañear». Y el monje replicó: «¿Y
tú sabes quién soy yo? Yo soy quién puede dejar que me
atravieses con una espada sin pestañear».
Realmente, los religiosos* libres, sin ataduras, cen­
trados en Dios, son un peligro para la sociedad. Pero
.primero,, por supuesto, los religiosos de este momento y
de esta época tienen que querer renovarse: deben pri­
mero convertirse a sí mismos.
Pero ¿cómo y a qué? Si la espiritualidad del pasado
degeneró en códigos y cánones, en reglas y regulacio­
nes, en ejercicios y ritos, por buenos y bienintenciona­
dos que fueran, ¿cuál puede ser ahora el objeto de la
conversión? ¿Queda algo en este momento que sea
materia prima de la santidad?

1) ¿Cuál puede ser ahora el objeto de la conversión?


¿Queda algo en este mom ento que sea materia prima
de la santidad?
2) Nom bra tres cosas necesitadas de conversión en ti o
en tu comunidad, a fin de «no ver al mundo como la
cultura, la comodidad y el afán de dom inio nos indu­
cen a verlo».
3) La hermana Joan define a quienes entran en la vida
religiosa como «personas dispuestas a asir la vida
con ambas manos, a afrontarla directamente y a vi­
virla plenamente». Reformula o reescribe esta defini­
ción a partir de tu propia experiencia.
4) «No se entra en la vida religiosa para pretender que
se es pobre mientras se vive en una plácida seguri­
dad» ¿Habéis afrontado tú y tu comunidad lo que sig­
nifica dejar de hacerse los pobres y vivir realmente el
espíritu de la pobreza?
5) ¿Cuál debería ser nuestra respuesta a la pregunta de
«qué clase de personas y qué clase de vida cristiana
habría en el mundo si los religiosos volvieran a ver el
compromiso religioso desde el punto de vista de las
actitudes espirituales, en lugar de como un código de
conducta persona!»?
6) La hermana Joan escribe lo siguiente: «La vida reli­
giosa toma el alma del buscador y la va despojando
de sus capas externas hasta llegar al núcleo...» ¿Vives
en el nivel de tu núcleo como deseas, como prome­
tes en cada retiro, com o soñabas en los primeros
tiempos? Si no es así, ¿qué te impide hacerlo?
7) «Los religiosos permanecen libres para apelar a la
conciencia del rey». ¿Cuál fue la última vez que le
dijiste a algún «emperador» que estaba desnudo?
8) Selecciona tus líneas favoritas de este capítulo y
explica tu elección.

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