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El orden técnico y el orden de las cosas

Claude Grignon

Repetimos aquí, en parte, la conclusión de la obra de Claude Grignon, El orden de las cosas. Las funciones sociales de la
enseñanza técnica (Minuit, 1971). Este libro, el primero del sociólogo, es el resultado de un estudio emprendido en 1965
sobre los colegios de enseñanza técnica (CET)1 en el marco del Centro de Sociología Europea (CSE) y del Laboratorio de
Sociología Rural del Instituto Nacional de Investigación Agronómica (INRA). Esta investigación combina estudios
estadísticos y observaciones etnográficas; es el origen de las reflexiones posteriores de Claude Grignon sobre las culturas
populares.2
El libro muestra cómo la jerarquía de los órdenes de enseñanza reproduce, en el doble sentido del término, la jerarquía
del conocimiento y de las tareas y su principio fundamental, la subordinación del trabajo manual al trabajo intelectual.
Partiendo de "la élite de los reprobados" que ella selecciona entre los niños de clases populares rechazados por la
educación tradicional, la escuela profesional asegura la formación de la "aristocracia obrera". Desde la organización del
espacio hasta la distribución del trabajo entre profesores, desde las prescripciones relativas a la vestimenta hasta la
organización del ocio, el ritual de la institución tiene por función dotar a los aprendices de las disposiciones morales y,
más profundamente, de las estructuras mentales que deben portar para cumplir eficazmente el papel de intermediarios
entre las clases que será destinado a los más "meritorios" de ellos. Los extractos son entrecortados con
encabezamientos añadidos por nosotros.

LAS ESCUELAS TÉCNICAS Y EL MANTENIMIENTO DEL ORDEN SIMBÓLICO.

[…] Si bien es cierto que la "aristocracia obrera" formada en las escuelas técnicas puede, en ciertas condiciones,
contribuir a la subversión del orden establecido inclinándose del lado de las clases dominadas, podemos preguntarnos si
la acción de inculcación a la cual han estado sometidos los que tienen alguna posibilidad de formar parte de ella no los
predispone a permanecer, pase lo que pase, como guardianes de un orden simbólico que tiene todas las posibilidades
de parecerles el único orden "concebible".
En efecto, todo pasa como si la organización de los centros de aprendizaje tuviera como resultado operar la "integración
lógica" de los futuros "obreros de élite", tal vez incluso más que su integración moral. Porque sus estructuras son el
producto objetivado de una estructura ideológica de conjunto, que determina el lugar que debe corresponder -en un
momento dado- a la enseñanza técnica en el sistema de enseñanza, y que delimita lo que es posible concebir, imaginar y
realizar en materia de enseñanza técnica, la escuela profesional contribuye a la reproducción del orden simbólico del
que procede, proponiendo a los aprendices escolarizados una representación material y cuasi visualizada, a la vez
concreta y esquemática, de las categorías mentales según las cuales conviene que aprendan a percibir, a descifrar y a
ordenar el mundo, y haciendo que hagan de la "realidad" de estos principios el principio mismo de la "realidad". 3 Desde
la organización material del espacio hasta la estructura del discurso profesoral, desde el uso del tiempo hasta la
ambivalencia del sistema de las sanciones, todo concurre para incitar a los aprendices a contrastar claramente lo que
debe ser clasificado del "lado de la escuela" a lo que pertenece del "lado del oficio", y a operar una cuasi sistematización
al término de la cual las cosas o las prácticas más "neutras" y las más "técnicas" en apariencia terminan por encontrarse
calificadas simbólicamente. Pasando del taller a la sala de clase, del curso de tecnología o de la "realización de ejercicios"
a la mesa de trabajo, del overol azul de trabajo al guardapolvo blanco, en suma, siguiendo el ritual diario de la
institución, los alumnos son conducidos a memorizar y a interiorizar, a través de los gestos que deben ejecutar y de las
posturas que deben adoptar, un pequeño número de oposiciones simples que constituyen sin duda los elementos
fundamentales y el principio generador de sus herramientas mentales.
Para que todo lo que se encuentra del lado del taller, de la "práctica", del trabajo manual, sea descalificado con relación
a lo que se sitúa del lado de la enseñanza general, de la "teoría", de la cultura erudita, no es necesario que los alumnos
tengan un conocimiento explícito y sistemático del conjunto de las oposiciones y sub-oposiciones que estén obligados a
establecer según el caso, al azar de las ocasiones de su práctica cotidiana; incluso, es solamente en la medida en que se
puede prescindir de proporcionar a los aprendices el "mapa" del "territorio" en el cual deben orientarse y reconocerse, y
en la medida en que no está en las posibilidades de los agentes captar en su totalidad el sistema de oposiciones que
constituyen el fundamento de su pensamiento ni discernir los deslizamientos y las incoherencias que estas oposiciones
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pueden constituir, por el juego de las homologías que sugieren y de las relaciones aproximadas que mantienen entre
ellas, un sistema completo, satisfactorio, en suma "lógico", de percepción, de organización y de explicación de la
realidad. []
En efecto, las categorías y subcategorías mentales que engendra la organización de la escuela profesional reenvían, en
última instancia, a una tipología y a una jerarquía más general de las tareas, de los conocimientos y de los seres
humanos; la oposición entre la escuela y el oficio que los centros de aprendizaje materializan e "idealizan" a la vez, se
sitúa –por así decirlo- a mitad de camino entre la existencia de hecho de oposiciones "concretas" (tales como bolígrafo /
destornillador, azul/blanco) que los aprendices son llevados a observar en su vida cotidiana, y la abstracción de los
principios formales de oposición (tales como manual/intelectual, general/particular, teórico/práctico) que constituyen
las articulaciones lógicas por medio de las cuales el pensamiento común clasifica las profesiones y los conocimientos, y
organiza, en fin, el mundo social [...].
Para tomar un ejemplo, sería probablemente fácil mostrar que las categorías por medio de las cuales los profesores de
las escuelas profesionales piensan las diferencias que separan a sus alumnos de los de liceos son, en última instancia,
sólo la expresión y la justificación semi-eruditas de las diferencias entre los conocimientos que conviene dispensar a
estos dos tipos de alumnos, dada la diferencia de sus destinos sociales respectivos. La oposición entra "espíritu
concreto", "gusto por las realidades" de una parte y "espíritu abstracto", "gusto por las ideas" de otra parte, que
constituye una suerte de intermediario entre la oposición común intelectual/manual y los conceptos construidos -o a
construir- de "saber teórico" y "saber práctico", reenvía directamente a los diferentes tipos de tareas que los que se
supone tienen tal o cual mentalidad tendrán que cumplir, a los diferentes tipos de saber que deberán poner en
ejecución en el cumplimiento de estas tareas, y a la desigualdad cualitativa y cuantitativa de las informaciones que les
serán transmitidas y poderes que les serán concedidos. Tener "el espíritu concreto" ¿no es estar "naturalmente"
predestinado a trabajar directamente en las cosas, y a hacerles sufrir físicamente transformaciones físicas, a recibir el
pequeño número de consignas y de instrucciones necesarias para ejecutar, sin tomar iniciativas, el trabajo que ha sido
encargado, a no cuestionar y a no plantearse demasiadas preguntas, a vivir y trabajar para decirlo así "al nivel de la
realidad", sin tener que adoptar jamás sobre sí, sobre otros ni sobre su tarea un punto de vista reflexivo? [...]

"Manuales" e "intelectuales": inculcación escolar de la construcción de divisiones sociales.

Las oposiciones "manual"/"intelectual", "concreto"/"abstracto" constituyen, por así decirlo, la moneda de la oposición
general entre "natural" y "hombre cultivado", entre "naturaleza" y "cultura". Lo que define propiamente al hombre
cultivado, al hombre "verdaderamente hombre", es que se supone que nunca debe actuar -y nunca sufrir- a la manera
de un animal o de una cosa: desempeñar una función de mando, o "de concepción", es poner en práctica lo que se
supone pertenece propiamente al hombre, el lenguaje y el pensamiento. A la inversa, debido a que su modo de vida, sus
formas de sentir, de actuar y de pensar reflejan necesariamente su tipo de actividad profesional, aquellos conocidos por
servirse más bien de su cuerpo que de su espíritu en el ejercicio de su oficio, nunca pueden ser considerados como
hombres completamente "consumados"4. Si aquellos que ocupan el sitio más bajo en la jerarquía social pueden ser
percibidos como una "especie" particular, intermediaria por así decir entre las especies "naturales" y la "verdadera"
humanidad, las jerarquías sociales pueden aparecer como la expresión necesaria de un orden universal, inmutable y
absoluto: la dominación que el ingeniero ejerce sobre el obrero es entonces del mismo orden que la que el hombre
ejerce sobre la naturaleza.5 Pero, si bien este sistema de oposiciones constituye sin duda un principio fundamental de
legitimación de las jerarquías sociales, la representación maniquea que engendra no está exenta de obstáculos para el
buen funcionamiento del sistema social, y hasta puede, en cierta medida, entrar en contradicción con las necesidades de
su perpetuación. Distinguir entre un lado "bueno" y un lado "malo", afirmar la superioridad de la cultura y del hombre
cultivado sobre la naturaleza y sobre lo "natural", es al mismo tiempo afirmar la necesidad de aumentar indefinidamente
la parte de "civilización", de cultivar siempre más la naturaleza y las "naturalezas", e incitar a cada individuo y a cada
grupo a situarse simbólicamente, y si posible objetivamente, del "lado bueno", es decir a la vez del lado de la cultura y
de las clases dominantes. No es casualidad que esta visión dicotómica del mundo social esté en el fundamento mismo
del pensamiento reformador y del optimismo evolucionista: la lucha contra la miseria, el "vicio", el crimen, el
desenfreno, el "fanatismo", "el oscurantismo", que llevan adelante -simultáneamente o sucesivamente- los patrones
"esclarecidos" y los "humanitarios", los promotores de las ligas por la templanza, por el ahorro, por la protección de la
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mujer y de la familia, y luego los fundadores de la escuela primaria obligatoria, ilustra la permanencia de los intentos de
asegurar el triunfo definitivo de la "civilización" sobre la "barbarie". Del mismo modo, el "menosprecio" -denunciado en
repetidas ocasiones- con el que se valoran las profesiones llamadas manuales, la "ambición" juzgada excesiva de las
familias de las clases populares comprometidas de procurarles a sus niños escapar de la condición obrera, incluso la
tendencia de los establecimientos de enseñanza profesional a dispensar una enseñanza siempre más teórica y siempre
menos aplicada, son sin duda en parte los efectos de esta polarización simbólica del "espacio" social. Rehabilitando, por
una parte, el trabajo manual, la práctica, el "espíritu concreto", el género de vida y las costumbres de las clases
populares, es decir liberando un principio secundario de oposición entre la "buena" y la "mala" naturaleza, nos damos el
medio para definir una "buena" manera de pararse en el "lado malo" y, al fin de cuentas, de realizar simbólicamente, sin
poner en peligro la realidad de las jerarquías sociales, la utopía secular del reformismo: "La burguesía sin el
proletariado".6
Porque la verdadera "excelencia", la que se da por sentado y sobre la que no se necesita pronunciar un discurso,
pertenece por definición a los individuos cultivados, la constitución de categorías y esquemas de pensamiento a través
de los cuales puede ser pensada la "relativa excelencia" de la naturaleza y de los que se supone se situaban de su lado,
debió ser objeto de un verdadero trabajo. Estudios de sociología histórica mostrarían sin duda en qué condiciones y por
qué mecanismos se constituyeron en los siglos XVIII y XIX nuevos marcos de sensibilidad, y cómo el vocabulario utilizado
para describir los aspectos "positivos" de la naturaleza pudo servir para la "invención" de las características "positivas"
de los "naturales"; por ejemplo, están los mismos términos con que el naturalismo populista de George Sand exalta de
una parte la "ingenuidad" y la "majestad" del paisaje del Berry y por otra parte la "sencillez" y la "grandeza" del "alma
campesina"7. Más concretamente, el análisis de los manuales utilizados en las escuelas primarias revelaría sin duda
numerosos indicios del trabajo cumplido por las instituciones educativas con ingreso esencialmente popular para dotar,
a los que están destinados a ocupar los sitios más bajos de la jerarquía social y a desempeñar las funciones "menos
nobles", del conjunto de las representaciones y de los símbolos valorizantes que ellos mismos deben aplicar para pensar
su situación y a sí mismos de acuerdo a un imaginario dominante organizado alrededor del tema fundamental del "buen
salvaje". "Florecillas de la vida simple", estas recopilaciones constituyen, en cierto modo, una "suma" de las virtudes que
el "buen trabajador", concienzudo, consciente de su utilidad (no hay oficios tontos), "franco como el oro", seguro de su
fuerza, valiente, "duro para el trabajo", templado y generoso, cuidadosa de permanecer "en su lugar", debe practicar
para distinguirse de su contrario, el "desocupado profesional", el borracho, el matón, el que "se vino abajo". Del mismo
modo, inculcándoles a los aprendices de las escuelas profesionales el gusto por "la bella obra", el amor al oficio, el
sentido del honor de la profesión, el respeto a uno mismo y a los demás, se les enseña que, "a pesar de todo", siempre
es posible comportarse "como un hombre".

ENTRE LA “EJECUCIÓN” Y LA “CONCEPCIÓN”: FORMAR EL HABITUS AMBIVALENTE DE LA “ARISTOCRACIA OBRERA”.

En la medida en que se propone estudiar las relaciones que las estructuras mentales engendradas por la organización de
la escuela profesional mantienen con la estructura del campo ideológico en que se sitúan, no puede ser cuestión de
analizar aquí las condiciones de aparición de lo que podría llamarse el polo negativo de la cultura. A título de hipótesis,
se puede, por un lado, sugerir que los temas del "buen salvaje" y de la "perversión civilizada", de la "naturaleza
cultivada" y de la "cultura desnaturalizada" se engendraron sin duda recíprocamente: porque las categorías de
pensamiento se constituyen siempre en forma de pares de oposiciones, toda descripción positiva de la naturaleza, de las
virtudes y de la felicidad de los "simples", es al mismo tiempo, al menos en forma implícita, una descripción negativa de
los excesos de la civilización. Por otro lado, el "descubrimiento" de los "lados malos" del hombre "demasiado" civilizado
probablemente constituye, al menos en parte, la expresión de las tensiones entre las diferentes fracciones de las clases
dominantes; así, la oposición entre la cultura "estéril" del esteta de vanguardia o del intelectual "puro" y la cultura
"regenerada", que refleja "las realidades", del "manager" o del "experto", bien podría retraducir la permanencia del
enfrentamiento entre los titulares del poder espiritual y los poseedores del poder temporal. Sobre todo, todo pasa como
si esta transposición simbólica de conflictos reales tuviera como función objetiva dar a los que ocupan una posición
intermedia entre las clases la posibilidad de constituir su propio discurso a partir de elementos tomados del discurso de
las fracciones de las clases altas con las cuales colaboran. Lo muestra, por ejemplo, la ambigüedad de las relaciones que
los dueños de taller de las escuelas profesionales mantienen con sus colegas de enseñanza general. Para ser admitido
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por sus colegas del taller, el profesor de enseñanza general debe mostrar de mil maneras (tanto por la corrección de sus
intenciones y de su postura como por la seriedad y el cuidado que aporta a la preparación de sus cursos o incluso por su
habilidad para "mantener" a su clase) que no tiene nada común con los "bromistas", los "fantasiosos", los "habladores",
los "vendedores de humo", los espíritus "brillantes" pero "falsos" y humosos, los "aficionados a las fórmulas huecas" que
se supone que pueblan las escuelas secundarias y que "no tienen nada que hacer en la técnica". Así pues, los términos
por los cuales el profesor técnico asistente 8 define al profesor de colegio secundario, o al mal profesor de enseñanza
general, como uno de sus opuestos, son muy similares a los utilizados por ciertos representantes del empresariado para
trazar el retrato del "intelectual contestatario". La doble articulación de la estructura mental colectiva de los individuos
de las clases dominadas para pensar su propia situación y su propio ser social, genera una doble serie de oposiciones al
término de las cuales son llevados a definirse contradictoriamente con relación a dos modelos opuestos de "lo que no
hay que ser": "verdaderos trabajadores manuales", y orgullosos de serlo, el jefe de equipo, el obrero de élite y, por
extensión, el "buen obrero" se oponen tanto al intelectual "puro" y al "esteta" (o, para repetir los términos con los
cuales los aprendices y los profesores técnicos asistentes designan a estos últimos, el "presumido" y el "snob", como al
grosero. Vemos cómo este principio lógico de clasificación puede desempeñar el papel de un principio a la vez lógico y
moral de integración: porque el "verdadero patrón", o el "verdadero jefe", se define también por oposición de una parte
a los "naturales" y de otra parte al intelectual sin poder ni responsabilidades, el "verdadero obrero", "en su propia
esfera", y "a su propia escala", puede y debe esforzarse por ser su homólogo.
La escuela profesional tiene, pues, por función esencial dotar, a los que serán llamados a servir de intermediarios entre
las clases, y que se situarán en el punto crítico donde se produce el encuentro de la "naturaleza" y de la "cultura", del
habitus y de las estructuras mentales que necesariamente deben interiorizar para poder poner en relación el "lado
bueno" de la naturaleza con el "lado bueno" de la cultura, y para permitir de este modo al sistema social funcionar, por
así decir, en el "buen sentido". En primer lugar, el buen aprendiz, como el buen capataz, participa exclusivamente del
"lado bueno" de la naturaleza y del "lado bueno" de la cultura. La formación técnica y la formación moral que reciben
combinan sus efectos para despojar a los aprendices de los hábitos de desarreglo y de la tendencia al desorden y al
exceso que se supone deben a su entorno social de origen; rompiendo mediante el discurso teórico la familiaridad que
los alumnos mantienen con gestos que aprendieron a cumplir o con herramientas que aprendieron a manipular
anteriormente de modo "inconsciente" e "instintivo" en la práctica diaria, transmitiéndoles explícitamente reglas de
higiene o inculcándoles indirectamente, a través del taller, costumbres de trabajo, de orden y de disciplina, la escuela
profesional incita a los aprendices a distinguirse, objetivamente y subjetivamente, del "mal elemento", es decir tanto del
"palomo", del "bromista" o del "chapucero", como del "necio", del "grosero" o incluso del "testarudo" o del "cabecilla".
Al mismo tiempo, sancionando simbólicamente la dominación de hecho de la enseñanza profesional, recurriendo por
ejemplo a métodos "concretos" y "activos" que tienen por resultado hacer de la enseñanza general el equivalente de las
sesiones de taller, eliminando de esta enseñanza todo lo que podría hacerla volcar del lado de la fantasía y del lado de la
gratuidad, y reforzando al contrario todo lo que puede conferirle un máximo de "seriedad", los alumnos son llevados a
establecer a otro nivel la distinción entre los dominios opuestos del oficio y de la cultura -de lo útil y de lo fútil- que su
origen y destino sociales los incitan a hacer, y a distinguir la "verdadera" cultura, "en contacto" con la realidad, que ellos
pueden y que deben esforzarse por adquirir, de la "polémica estéril" y los "juegos del espíritu" pretenciosos y cómicos
que les deben quedar prohibidos. Correlativamente, se intenta que el "obrero de élite" participe a la vez del "lado
bueno" de la naturaleza y del "lado bueno" de la cultura. Se busca al mismo tiempo desarrollar en los alumnos las
aptitudes y cualidades que hacen al "buen manual" y al "buen obrero", y a iniciarlos en los rudimentos del saber
"teórico" y del lenguaje "abstracto" que detentan y utilizan los que forman parte de estratos superiores de la jerarquía,
para que estén en condiciones de comprender las maneras de ver, de pensar y de expresarse de sus superiores.
Obligados a manejar durante largas horas la lima o el cepillo, sometidos a las sanciones directas de la herramienta y de
la materia, entrenados para servirse útilmente y eficazmente de su cuerpo, los aprendices no pueden no interiorizar la
perspectiva "concreta" que caracteriza al hombre de oficio; sometido al sistema de las sanciones escolares, obligados a
escuchar y a reproducir a su manera el discurso magistral, entrenados en leer e interpretar las consignas y las
instrucciones que se les dan en forma de planos o diagramas, son ejercitados, en cierta medida, en adoptar sobre el
trabajo de ejecución el punto de vista de los que lo conciben, los que lo organizan y los que lo dirigen.
De este modo, la formación impartida en los CET dota a los alumnos del habitus ambivalente que caracteriza a los que
ocupan una posición intermediar entre la "ejecución" y la "concepción". De manera general, el jefe de equipo (o el
capataz en una pequeña empresa) debe estar a la vez "muy cerca de sus hombres", y saber "mantener las distancias".
Por un lado, debe ser un "trabajador como los demás", o, más bien, poseer al grado más alto todas las cualidades que
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definen al trabajador consumado. Debido a que ocupa el grado más bajo en la jerarquía, su autoridad puede ser
reconocida por sus subordinados sólo si da prueba de su dominio práctico, dando, cuando es necesario, una "mano de
ayuda", "poniendo manos a la obra", y mostrando que él ejecuta mejor que nadie las tareas cuya ejecución vigila. Para
mantener el "espíritu" de su equipo, para hacer reinar allí el buen humor y el "buen ambiente", el capataz debe actuar
como un "compañero", lleno de energía, de coraje, de ánimo y de "bríos", capaz de escuchar atentamente las
confidencias personales de cada uno, incluso de transmitirles a sus superiores las quejas o las reivindicaciones que
considera "razonables" y justificadas.

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