Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
1
Alain Badiou, La antifilosofía de Wittgenstein, Capital Intelectual, Bs. As., 2013.
templos o auxiliares de gramática –cito– contra los que el antifiló-
sofo pega el grito, golpea contra el escritorio o blande el arma. Casi
diremos que para Badiou el anti resulta una suerte de idiota útil
que lo mantiene alerta recordándole que él, el filósofo, nada me-
nos, no debe ser otra cosa que “un militante político”, “un esteta”,
“un amante” y “un erudito”.
El filósofo las tiene todas consigo: ¡enamórense!
Se trata después de todo del Amo, del que –para decirlo abemola-
damente– “asume la voz del Maestro”; una palabra –en palabras
de Badiou– seductora violenta y autoritaria.
Así se presenta, par lui-même, el Sr. A. Badiou, filósofo.
En cambio el antifilósofo, especie de filósofo pobre, es también un
violento, pero más bien encarnado, que hace de “su vida el teatro
de sus ideas”, suerte de mediático cerebral, y del cuerpo propio
“un Absoluto”, una especie de físico-culturista (o presocrático no
parmenídeo, que casi diría Barbara Cassin). El cerebro y el
músculo, que decía Omar Viñole. Se trata, decía Wittgenstein, de
tomar un fardo e intentar cargarlo; de eso va la cosa…
Tiene el buen antifilósofo algo de retobado, de díscolo, de híbrido,
y así escupe el pólemos y la éris a algún o algunos cofrades en parti-
cular: Pascal a Descartes montado a la caridad, Rousseau a los En-
ciclopedistas alzando la voz de la conciencia, Kierkegaard a Hegel
con la existencia en el puño, Nietzsche a Platón dándole con la
vida (Lacan a Althusser, para incluirlo en el catálogo, siempre asus-
tando con el goce). Y si nos remitimos a las fuentes tenemos a
Heráclito dándole a Parménides y un paso después a Diógenes, tal
vez el primero en emprenderla contra el Primer Académico, bien
que esta práctica furibunda era abierta a todo público, era para
todos (los atenienses) y para nadie.
Aunque se debe aclarar que Badiou ve más claramente en San Pa-
blo al primer antifilósofo integral, pero deja abierta la puerta a los
dos citados como probables antecesores.
Diógenes, el filósofo de la calle, el filósofo al aire libre, es una
buena imagen original para el antifilósofo, que ciertamente jamás
tendría lugar en la Academia platoniana, pues prohibía el ingreso
a los reacios al matema, ya que un rasgo cardinal en este gremio es
si no ignorar las matemáticas –no era el caso de Pascal o Wittgens-
tein precisamente– sí al menos el de despreciarlas. Les parecen pai-
dia, un juego de niños dice Badiou (Deleuze hablaba de “jerga”,
pese a ser un presunto apologeta de lo uno). Diógenes no esperaba
haciendo cola en la puerta como aquel muchacho kafkiano. An-
daba pelando pollos.
La matemática está en la biela del asunto, en el quid de la puja
entre ambos bandos de los abanderados del acto: para los filósofos
es un pensamiento, para los otros no hay nada de eso. Wittgens-
tein se eriza cuando le vienen con ese asunto molesto, porque está
cierto de que desde Platón las matemáticas son el pie de apoyo de
la impostura mayúscula, la metafísica. Si el Divino tuviera razón el
acto sería de naturaleza teórico y habría un decir sin experiencia
de objeto y el ser no estaría necesariamente forcluido de toda pro-
posición, nos cuenta el Maestro. Y así el buen Ludwig, sofocado
por la vacua espera muda del acto inaudito, va mutando de a poco
en sofista hecho y derecho, convirtiendo a las matemáticas en un
relativismo antropológico, en un juego convencional de los hábi-
tos de lenguaje. Acabado el Tractatus se va vendiendo al sofista. Es
que si el platonismo tiene sentido, si las matemáticas piensan con-
forme al ser mismo, se le viene abajo la vía de la supremacía ética
del acto. Rotundamente, denuncia Badiou, las matemáticas para
Wittgenstein son el pecado. “No hay ninguna religión –escribe el
ingeniero– en que el mal empleo de expresiones metafísicas haya
sido responsable de tantos pecados como en matemáticas”. Badiou
arguye que esta idea de las matemáticas como un mero cálculo
ciego es “liviana e indefendible”. Para el antifilósofo, generaliza
Alain Badiou, no hay pensamiento ni en las matemáticas ni en la
política, y además la idea de que todo sea pensable le resulta sim-
plemente la típica impostura y presunción teórica del filósofo.
Pasa que nuestros muchachos los antis ejercen una forma de des-
precio filosófico por la filosofía, una detracción fascinada desde
un visaje común que los amontona juntos: destituyen la categoría
de verdad, desmontan la aspiración filosófica a la teoría, desnudan
el acto filosófico despojándolo de esa tapadera discursiva que sirve
a los filósofos para traficar la fabulación en torno a la verdad (una
propaganda y una mentira), y sustituyen tal “acto” por “otro acto
inaudito”, y así mientras tanto se dedican a poner claro sobre os-
curo los prejuicios que el enemigo/amo masacrado fue fletando
por debajo de la alfombra.
Pero, atenti, en vez de discutirlos en la lengua del enemigo, en vez
de refutar tesis siguiendo la estela aristotélica del Órganon, le apun-
tan al “deseo filosófico”, como decir a pescarlos infraganti y en
falta.
¿Qué les reprochan estos quejosos tiritando entre la analista y el
histérico?
Que con tanto aparataje teorético se les cayó algo; lo básico preci-
samente: se les pasó de largo lo real; la cosa bah. Deben “mostrar
que con su pretensión teórica han perdido lo real”, dice el Amo.
Porque al antifilósofo le gusta el bandoneón además de la trom-
pada al maxilar, tiene ese prurito tomado en préstamo de la histé-
rica; en cambio “el estilo filosófico ignora la queja”, alega el Ba-
diou de talante estoico. Un temple ecuánime.
“Yo no me quejo”, ufánase.
El acto antifilosófico es pues una serie incesante de maniobras con
el propósito de recuperar la cosa perdida, lo real.
Ese acto radical exige darle un voleo directo a la Theoría y ponerse
en escena con el pensamiento adjunto al nombre propio y a la
singularidad existencial por el camino confesional del estilo y la
lengua. No hay recompensa ni validación fuera de ese acto, acusa
Badiou; acto que se le presenta al susodicho filósofo post-antifiló-
sofo como una promesa difícil de ser mantenida, cuando no un
desmayo alucinatorio.
2
La folisofía de Wittgenstein por la falosofía de Badiou