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FALOSOFÍA, FOLISOFÍA, LOFISOFÍA

Por Un Filósofo Producido


1
Lesiones Introductorias de Falosofía

Badiou entra en escena y se nos muestra imponente, incólume,


gallardo y sereno.
Leandro García toma nota extasiado.
Nosotros en el último banco nos rascamos los sobacos esperando
el acontecimiento, que algo por fin suceda.
Dice el Maestro y nosotros tomamos apuntes, pero pensando
quizá en cualquier cosa. Le abrimos paréntesis por todos lados
mientras él pare tesis sin parar.
Iremos concluyendo nuestra glosa y nuestra lalia acerca de la falo-
sofía de los filósofos y la folisofía de los antifilósofos.
Comienza a hablar.
Al hablar abla: son las Lesiones Introductorias de Falosofía.
Nos hablan, damos, nosotros, nos, ablandamos.
Relajamos.
Y daremos, ya sueltos de cuerpo y alma, una última excursión para
redondear –o aún machacar más la deformación–, tomando ahora
por partitura, ya en gongorina lengua de Castilla, el libro final-
mente publicado por Capital Intelectual1.
Recitamos, pero se escuchan muchas interferencias, ruidos de
fondo, silbidos fuera de escala. Lo nuestro es la lo-fi-sofía.
Baja fidelidad, en fin.
***
Lo peor que debe temer el filósofo –refiere Badiou mientras se va
acomodando– es ser asimilado digestivamente por los saberes aca-
démicos, esto es por esos mediocres repetidores, guardianes de

1
Alain Badiou, La antifilosofía de Wittgenstein, Capital Intelectual, Bs. As., 2013.
templos o auxiliares de gramática –cito– contra los que el antifiló-
sofo pega el grito, golpea contra el escritorio o blande el arma. Casi
diremos que para Badiou el anti resulta una suerte de idiota útil
que lo mantiene alerta recordándole que él, el filósofo, nada me-
nos, no debe ser otra cosa que “un militante político”, “un esteta”,
“un amante” y “un erudito”.
El filósofo las tiene todas consigo: ¡enamórense!
Se trata después de todo del Amo, del que –para decirlo abemola-
damente– “asume la voz del Maestro”; una palabra –en palabras
de Badiou– seductora violenta y autoritaria.
Así se presenta, par lui-même, el Sr. A. Badiou, filósofo.
En cambio el antifilósofo, especie de filósofo pobre, es también un
violento, pero más bien encarnado, que hace de “su vida el teatro
de sus ideas”, suerte de mediático cerebral, y del cuerpo propio
“un Absoluto”, una especie de físico-culturista (o presocrático no
parmenídeo, que casi diría Barbara Cassin). El cerebro y el
músculo, que decía Omar Viñole. Se trata, decía Wittgenstein, de
tomar un fardo e intentar cargarlo; de eso va la cosa…
Tiene el buen antifilósofo algo de retobado, de díscolo, de híbrido,
y así escupe el pólemos y la éris a algún o algunos cofrades en parti-
cular: Pascal a Descartes montado a la caridad, Rousseau a los En-
ciclopedistas alzando la voz de la conciencia, Kierkegaard a Hegel
con la existencia en el puño, Nietzsche a Platón dándole con la
vida (Lacan a Althusser, para incluirlo en el catálogo, siempre asus-
tando con el goce). Y si nos remitimos a las fuentes tenemos a
Heráclito dándole a Parménides y un paso después a Diógenes, tal
vez el primero en emprenderla contra el Primer Académico, bien
que esta práctica furibunda era abierta a todo público, era para
todos (los atenienses) y para nadie.
Aunque se debe aclarar que Badiou ve más claramente en San Pa-
blo al primer antifilósofo integral, pero deja abierta la puerta a los
dos citados como probables antecesores.
Diógenes, el filósofo de la calle, el filósofo al aire libre, es una
buena imagen original para el antifilósofo, que ciertamente jamás
tendría lugar en la Academia platoniana, pues prohibía el ingreso
a los reacios al matema, ya que un rasgo cardinal en este gremio es
si no ignorar las matemáticas –no era el caso de Pascal o Wittgens-
tein precisamente– sí al menos el de despreciarlas. Les parecen pai-
dia, un juego de niños dice Badiou (Deleuze hablaba de “jerga”,
pese a ser un presunto apologeta de lo uno). Diógenes no esperaba
haciendo cola en la puerta como aquel muchacho kafkiano. An-
daba pelando pollos.
La matemática está en la biela del asunto, en el quid de la puja
entre ambos bandos de los abanderados del acto: para los filósofos
es un pensamiento, para los otros no hay nada de eso. Wittgens-
tein se eriza cuando le vienen con ese asunto molesto, porque está
cierto de que desde Platón las matemáticas son el pie de apoyo de
la impostura mayúscula, la metafísica. Si el Divino tuviera razón el
acto sería de naturaleza teórico y habría un decir sin experiencia
de objeto y el ser no estaría necesariamente forcluido de toda pro-
posición, nos cuenta el Maestro. Y así el buen Ludwig, sofocado
por la vacua espera muda del acto inaudito, va mutando de a poco
en sofista hecho y derecho, convirtiendo a las matemáticas en un
relativismo antropológico, en un juego convencional de los hábi-
tos de lenguaje. Acabado el Tractatus se va vendiendo al sofista. Es
que si el platonismo tiene sentido, si las matemáticas piensan con-
forme al ser mismo, se le viene abajo la vía de la supremacía ética
del acto. Rotundamente, denuncia Badiou, las matemáticas para
Wittgenstein son el pecado. “No hay ninguna religión –escribe el
ingeniero– en que el mal empleo de expresiones metafísicas haya
sido responsable de tantos pecados como en matemáticas”. Badiou
arguye que esta idea de las matemáticas como un mero cálculo
ciego es “liviana e indefendible”. Para el antifilósofo, generaliza
Alain Badiou, no hay pensamiento ni en las matemáticas ni en la
política, y además la idea de que todo sea pensable le resulta sim-
plemente la típica impostura y presunción teórica del filósofo.
Pasa que nuestros muchachos los antis ejercen una forma de des-
precio filosófico por la filosofía, una detracción fascinada desde
un visaje común que los amontona juntos: destituyen la categoría
de verdad, desmontan la aspiración filosófica a la teoría, desnudan
el acto filosófico despojándolo de esa tapadera discursiva que sirve
a los filósofos para traficar la fabulación en torno a la verdad (una
propaganda y una mentira), y sustituyen tal “acto” por “otro acto
inaudito”, y así mientras tanto se dedican a poner claro sobre os-
curo los prejuicios que el enemigo/amo masacrado fue fletando
por debajo de la alfombra.
Pero, atenti, en vez de discutirlos en la lengua del enemigo, en vez
de refutar tesis siguiendo la estela aristotélica del Órganon, le apun-
tan al “deseo filosófico”, como decir a pescarlos infraganti y en
falta.
¿Qué les reprochan estos quejosos tiritando entre la analista y el
histérico?
Que con tanto aparataje teorético se les cayó algo; lo básico preci-
samente: se les pasó de largo lo real; la cosa bah. Deben “mostrar
que con su pretensión teórica han perdido lo real”, dice el Amo.
Porque al antifilósofo le gusta el bandoneón además de la trom-
pada al maxilar, tiene ese prurito tomado en préstamo de la histé-
rica; en cambio “el estilo filosófico ignora la queja”, alega el Ba-
diou de talante estoico. Un temple ecuánime.
“Yo no me quejo”, ufánase.
El acto antifilosófico es pues una serie incesante de maniobras con
el propósito de recuperar la cosa perdida, lo real.
Ese acto radical exige darle un voleo directo a la Theoría y ponerse
en escena con el pensamiento adjunto al nombre propio y a la
singularidad existencial por el camino confesional del estilo y la
lengua. No hay recompensa ni validación fuera de ese acto, acusa
Badiou; acto que se le presenta al susodicho filósofo post-antifiló-
sofo como una promesa difícil de ser mantenida, cuando no un
desmayo alucinatorio.

2
La folisofía de Wittgenstein por la falosofía de Badiou

Ultimemos una vez más el caso-Wittgenstein para refugiarnos acto


continuo en el estado místico. He aquí esa “antifilosofía” revisi-
tada hasta la náusea. Y con esto nos vamos a casa.
Dice Badiou que la filosofía para Wittgenstein es un no-pensa-
miento represivo y enfermo que debe ser juzgado y condenado, no
refutado, porque no es una teoría sino una actividad. La metafísica
sin ir más lejos es apenas la enfermedad de la charlatanería, una
nada de sentido exhibido como sentido; en cambio el pensa-
miento es la proposición con sentido (el cuadro o descripción de
un estado de cosas), y el acto antifilosófico consiste en mostrar lo
que hay, cosa que ninguna proposición verdadera puede decir.
Wittgenstein como Nietzsche es parte de una misma corriente que
izó la bandera del sentido en perjuicio de la verdad, y desde ese
surco invirtió los valores clásicos del sentido y la verdad, otorgando
eternidad al primero y contingencia a la segunda. Badiou encuen-
tra en esa contingencialidad de las verdades envueltas en un sen-
tido necesario “la exacta definición teórica de la fe religiosa”, y
acusa con férula de metafísico a Wittgenstein de recaer en la reli-
gión.
Pero para el acusado los filósofos flotan en lo absurdo por querer
forzar el sentido indecible, Dios para Wittgenstein, y someterlo a
un decir en las formas del sentido proposicional, y creer que hay
una verdad posible del sentido (del mundo), cuando el mundo y
la vida tienen un sentido silente llamado Dios.
Badiou, en definitiva alega, parece, una incomprensión generali-
zada del platonismo en los antifilósofos, porque según él la filoso-
fía no somete el sentido a la verdad, ya que la mismita no es más
que un agujero en el sentido, y es así como interpreta la doctrina
platónica de la Idea de Bien: como “norma transideal de las verda-
des”. La tesis filosófica no tiene forma de proposición, sino que es
una especie de capitalización inventiva que ensambla “procesos de
verdad disjuntos del sentido”: el acto filosófico carece de verdad
inherente, nos revela.
Pero el acto antifilosófico de Wittgenstein es dejar que lo que hay
se muestre, lo que ninguna proposición verdadera puede decir;
para ello sustrae el elemento místico, lo real, al pensamiento para
confiárselo al cuidado del acto, del que depende la vida santa y
bella: el Tractatus es el esfuerzo de hacer posible la soberanía del
elemento místico despejando el acto archiestético encuadrado en
el cristianismo, sentido del mundo, con la opción por Dios, por la
vía de la santidad y la felicidad, frente a la muerte, el suicidio, lo
innoble, el no-sentido, en fin la abyección.
El mundo es contingente, la existencia no es necesaria, sino que
se constata por las proposiciones científicas verdaderas, que son
enunciados necesarios sin sentido; la lógica es ciencia de la exis-
tencia en general y fuera de ella todo es azar: las tautologías le dan
forma al mundo, no como un decir sino como mostración de las
leyes a las cuales todo decir se constriñe. La existencia tiene leyes
pensables que intelige la lógica como ciencia de la naturaleza; en
cambio el ser es impensable: la intelección del sentido del mundo,
de lo que existe, se hace por el acto puro, el silencio en el elemento
místico. Los objetos solo pueden ser nominados, pero la nomina-
ción no es pensamiento; a lo que Badiou se opone sosteniendo
que hay una nominación pensante de lo innominado: un acto no
descriptivo ni mostrativo que se llama poesía. Al triple no-pensa-
miento demarcado por Wittgenstein (la nominación lo imposible
y el no-sentido) Badiou sale a torearle con el poema el matema y
al filosofía.
No fue el caso de Lacan por cierto, que una vez saciado, a paso
seguido de oprobiarlo como filósofo-psicótico (no olvidemos que
Lacan se llamó a sí mismo alguna vez psicótico inanalizable o algo
así), encuentra un elemento de complicidad para aliarse con Witt-
genstein: es su sujeto-límite, irreductible a la sustancia y al mundo,
pero coextensivo y articulado al último (“sujeto metafísico”, indica
Wittgenstein).
Y es allí donde el “solipsismo”, se dirá curiosamente, atenta contra
la “yocracia”: “Yo soy mi propio mundo” –escribe Wittgenstein–:
“lo que el solipsismo quiere decir es totalmente correcto”. Esto
significa, albricia Lacan, que no hay metalenguaje, o lo que le pa-
rece lo mismo: la demolición del inmueble filosófico desde Parmé-
nides en adelante. Wittgenstein, revela Lacan, detectó “la cana-
llada filosófica”: el “querer ser el Otro de alguien, ponerse allí
donde las figuras de su deseo serán captadas”, el régimen filosófico
de la yocracia, del Yo Amo (Yo canalla). Wittgenstein habría en-
contrado al sujeto rapiñado de la yocracia. Buena lección para los
cautos que escuchan la palabra solipsismo y llaman al Comando
Radioeléctrico (¡y cuántos buchones queriendo mandar a gayola a
Macedonio hemos leído!).
La lógica prescribe la forma-mundo pero no hay proposición con
sentido, ni subjetiva, porque el sujeto, que es el nombre de la uni-
cidad del mundo, está afuera del mundo, al límite, sustraído del
decir y atado al acto: es un punto evanescente que tiene por ser el
desaparecer. De manera que no hay ontología de la lógica ni pen-
samiento de o sobre el sujeto: el sujeto solipsista se muestra como
un sentimiento silencioso: lo místico, sentimiento de los límites
del mundo. El acto muestra un valor e instituye una diferencia; el
valor es el acto de mostración sin concepto del elemento místico;
el acto le da un sentido a la palabra Dios, es una disposición silen-
ciosa del sentido en y por el decir, pero más allá de lo dicho. Es
archiestético, y concierne a la vida y al sujeto, no al pensamiento.
El surgimiento del acto supone ser salvado y cambiar la propia
vida: no se trata de comprender saber o pensar sino de cargar un
fardo o tomar una decisión inverosímil. “La esencia de la vida per-
manece indecible”, ultima Badiou.
Wittgenstein trató de producir una obra sin exterior, alega Badiou.
El único libro que hizo enuncia la inutilidad de cualquier otro, y
todo el resto son documentos, algo así como los “papeles” de Ma-
cedonio: notas, anotaciones en cuadernos. “Una vez que los pro-
blemas se han resuelto se ha conseguido muy poco” dijo, porque
lo esencial es translingüístico y compete al acto. “Todas las buenas
doctrinas son inútiles. Tiene usted que cambiar su vida.” Una obra
a lo Mallarmé con una meta a lo Rimbaud, que a uno le recuerda
aquella afamada Tesis 11 de aquel buen Carlos germánico. Y lo
que siguió al estilo del Tractatus –sigue Badiou– fue “el exacto con-
trario”: la pregunta ininterrumpida y sin respuesta destinada a pro-
vocar irritación: una retórica que pasa de “una masividad impre-
sionante pero inesencial” a “un acoso irritante pero esencial”, del
aforismo encuadrado al acoso metafórico, vía de una palabra ac-
tiva que no cae en la trampa del theorein platónico.
Badiou remata diciéndonos que para Wittgenstein no hay lengua
filosófica, sino más bien una oscilación entre “la presentación
clara” de la lógica formal y la composición poética “que significa
lo indecible” (aunque el poema no tiene el poder de cernir en sí
lo decible, decir el límite de las lenguas como límite del mundo, si
bien es superpotente como tensión hacia lo indecible). Y esto lo
conduce a hacer un pareo final con Heidegger, ya que ambos “a la
articulación ontológica” “oponen la esquicia profética de lo
poético-pensante”. “En torno del aforismo excesivo o de la
pregunta incesante, toda antifilosofía acaba en teología moral (o
estética, es lo mismo): solo el acto salvador interrumpe la
palabrería crítica”. “Sólo un Dios puede salvarnos”, reveló
Heidegger acariciando el final. Para ambos la lógica no dice nada,
la matemática no es un pensamiento, y la filosofía, en cuanto a la
distinción entre sentido y verdad que la funda, no puede confiar
en esa lengua que no es una lengua, el matema.
Adios.

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