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LA SANTIFIACIÓN
La santificación es aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús obra a través del
Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente. El Señor
Jesús no solo lava sus pecados con su sangre, sino que también lo separa de su amor
natural al pecado y al mundo, poniendo un nuevo principio en su corazón que le hace
apto para el desarrollo de una vida santa. Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió
y resucitó para obtener solamente el perdón y la justificación de los pecados de su
pueblo, tiene todavía mucho que aprender. Cristo no sólo los ha librado, con su
muerte, de la culpa de sus pecados, sino que también, al poner en sus corazones el
Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado.
Medite en los siguientes versos de la Biblia:
“Y por ellos Yo Me santifico, para que ellos también sean santificados en la verdad.”
Juan 17.19. “Maridos, amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio El
mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con
la palabra.” Efesios 5.25–26. “El se dio por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad
y purificar para Si un pueblo para posesión Suya, celoso de buenas obras. Tito 2.14. “El
mismo llevó (cargó) nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que
muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes
sanados.” 1 Pedro 2.24. “Y aunque ustedes antes estaban alejados y eran de ánimo
hostil, ocupados en malas obras, sin embargo, ahora Dios los ha reconciliado en Cristo
en Su cuerpo de carne, mediante Su muerte, a fin de presentarlos santos, sin mancha e
irreprensibles delante de El.” Colosenses 1.21–22.
La enseñanza de estos versículos es que Cristo tomó sobre sí, no sólo la justificación
sino también la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y
ordenadas en el plan eterno de la redención. En seguida daré una serie de
proposiciones de la Escritura que son muy útiles para una exacta definición de la
naturaleza de la santificación.
La santificación es resultado de una unión vital con Cristo.
Esta unión se establece a través de la fe. “El que está en mí, y yo en él, éste lleva
mucho fruto.” (Juan 15:5) El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid.
La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente, no es mejor
que la fe de los demonios; es una fe muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los
escogidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La
verdadera fe obra por el amor y es movida por un profundo sentimiento de gratitud
por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace
sentir que todo lo que pueda hacer por El no es suficiente. (Vea Santiago 2:17–20; Tito
1:1; Gál. 5:6; 1 Juan 1:7; 3:3)
La santificación es el resultado y consecuencia inseparable de la regeneración.
l que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva
naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido
regenerada y que sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se está
engañando a sí misma. El apóstol Juan nos dice claramente que el que “ha nacido de
Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al
mundo”. (1 Juan 2:29; 3:9–15; 5:4–18 etc.) En otras palabras, si no hay santificación,
no hay regeneración; si no se vive una vida santa no hay un nuevo nacimiento.
La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en
el creyente.
La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación. “Si alguno
no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de El”. (Romanos 8:9) El Espíritu Santo nunca
está inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce
en el corazón, carácter y vida del creyente. Nos dice el apóstol Pablo: “Mas el fruto del
Espíritu es: caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza.” (Gál. 5:22) Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero
donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte espiritual delante de Dios.
La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios.
Los nombres y el número de los elegidos es un secreto que Dios en su sabiduría no ha
revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida
para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara
en lo que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas
santas. Expresamente se nos dice en la Escritura que son “elegidos en santificación del
Espíritu”. “Elegidos para salvación por la santificación del Espíritu.” “Predestinados
para ser hechos conformes a la imagen de Cristo.” “Escogidos antes de la fundación del
mundo para que fúesemos santos.” De ahí que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el
“trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía
concluir: “Sabiendo hermanos amados de Dios, vuestra elección.” (1 Pedro 1:2; 2 Tes.
2:13; Rom. 8:29; Efesios 1:4; 1 Tes. 1:3–4)
La santificación es algo que siempre se manifiesta en la vida.
“Cada árbol por su fruto es conocido.” (Lucas 6:44) Tan genuina puede ser la humildad
del creyente verdaderamente santificado que puede en sí mismo no ver más que
enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, puede no
darse cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el
creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las
alabanzas de su Maestro. “¿Cuándo te vimos hambriento y te sustentamos?” (Mateo
25:37) Si lo nota o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto,
un carácter y un hábito de vida, completamente distintos a los de los demás hombres.
Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una chispita en una habitación
oscura se verá. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será
manifiesta a otros, aunque a veces la persona misma no puede percatarse de ello.
LA REDENCIÓN
LA ADOPCIÓN
Con todo, Dios va más allá de proporcionarnos una relación correcta consigo
mismo. También nos lleva a una relación nueva; nos adopta y nos hace p arte de su
familia. El término legal “adopción” idéntica aquel acto de gracia soberana por
medio del cual Dios les da todos los derechos, privilegios y obligaciones
relacionados con pertenecer a su familia, a los que reciban a Jesucristo. Aunque el
término no aparezca en el Antiguo Testamento, la idea sí aparece (Proverbios
17:2). La palabra griega hyiozesía, “adopción”, aparece cinco veces en el Nuevo,
sólo en los escritos de Pablo, y siempre con un sentido religioso. Por supuesto, al
convertirnos en hijos de Dios no nos hacemos divinos. La divinidad sólo pertenece
al único Dios verdadero.
La enseñanza del Nuevo Testamento sobre la adopción nos toma desde la eternidad
p asada, a través del presente, y hasta la eternidad futura (si es que estas
expresiones son adecuadas). Pablo dice que Dios “nos escogió en él [en Cristo] antes
de la fundación del mundo” y nos p redestinó “p ara ser adoptados hijos suyos por
medio de Jesucristo” (Efesios 1:4–5). Con respecto a nuestra experiencia
presente, dice: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud p ara estar
otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu1 de adopción
[hyiozesía],2 por el que clamamos [en nuestro propio idioma]: ¡Abba [arameo, “p
adre”], Padre [gr. hopatér]!” (Romanos 8:15). Somos hijos de pleno derecho,
aunque aún no seamos totalmente maduros. Entonces, en el futuro, cuando dejemos
a un lado la mortalidad, recibiremos “la adopción, la redención de nuestro
cuerpo” (Romanos 8:23). La adopción es una realidad presente, p ero se realizará de
manera total en la resurrección de entre los muertos.3 Dios nos concede estos
privilegios de familia a través de la obra redentora de su Hijo único, Aquél que no se
avergüenza de llamarnos hermanos (Hebreos 2:11).