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ANEXO 1

El Deseado de Todas las Gentes – Elena G. White - Capitulo 30


LA ORDENACIÓN DE LOS DOCE

Este capítulo está basado en Marcos 3:13-19; Lucas 6:12-16.


“Subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para
enviarlos a predicar.”
Debajo de los protectores árboles de la ladera de la montaña, pero a corta distancia del mar de Galilea, fueron
llamados los doce al apostolado y fué pronunciado el sermón del monte. Los campos y las colinas eran los lugares favoritos de Jesús,
y muchas de sus enseñanzas fueron dadas al aire libre más bien que en el templo o en las sinagogas. Ninguna sinagoga podría haber
contenido a las muchedumbres que le seguían. Pero no sólo por esto prefería él enseñar en los campos y huertos. Jesús amaba las
escenas de la naturaleza. Para él, cada tranquilo retiro era un templo sagrado.
Fué bajo los árboles del Edén donde los primeros moradores de la tierra eligieron su santuario. Allí Cristo se había
comunicado con el padre de la humanidad. Cuando fueron desterrados del Paraíso, nuestros primeros padres siguieron adorando en
los campos y vergeles, y allí Cristo se encontraba con ellos y les comunicaba el Evangelio de su gracia. Fué Cristo quien habló a Abrahán
bajo los robles de Mamre; con Isaac cuando salió a orar en los campos a la hora del crepúsculo; con Jacob en la colina de Bet el; con
Moisés entre las montañas de Madián; y con el zagal David mientras cuidaba sus rebaños. Era por indicación de Cristo por lo que
durante quince siglos el pueblo hebreo había dejado sus hogares durante una semana cada año, y había morado en cabañas formadas
con ramas verdes, “gajos con fruto de árbol hermoso, ramos de palmas, y ramas de árboles espesos, y sauces de los arroyos.”
Mientras educaba a sus discípulos, Jesús solía apartarse de la confusión de la ciudad a la tranquilidad de los campos
y las colinas, porque estaba más en armonía con las lecciones de abnegación que deseaba enseñarles. Y durante su ministerio se
deleitaba en congregar a la gente en derredor suyo bajo los cielos azules, en algún collado hermoso, o en la playa a la ribera del lago.
Allí, rodeado por las obras de su propia creación, podía dirigir los pensamientos de sus oyentes de lo artificial a lo natural. En el
crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al levantar los hombres los ojos a las colinas de Dios,
y contemplar las obras maravillosas de sus manos, podían aprender lecciones preciosas de la verdad divina. La enseñanza de Cristo
les era repetida en las cosas de la naturaleza. Así sucede con todos los que salen a los campos con Cristo en su corazón. Se sentirán
rodeados por la influencia celestial. Las cosas de la naturaleza repiten las parábolas de nuestro Señor y sus consejos. Por la comunión
con Dios en la naturaleza, la mente se eleva y el corazón halla descanso.
Estaba por darse el primer paso en la organización de la iglesia, que después de la partida de Cristo había de ser su
representante en la tierra. No tenía ningún santuario costoso a su disposición, pero el Salvador condujo a sus discípulos al lugar de
retraimiento que él amaba, y en la mente de ellos los sagrados incidentes de aquel día quedaron para siempre vinculados con la belleza
de la montaña, del valle y del mar.
Jesús había llamado a sus discípulos para enviarlos como testigos suyos, para que declararan al mundo lo que habían
visto y oído de él. Su cargo era el más importante al cual hubiesen sido llamados alguna vez los seres humanos, y únicamente el de
Cristo lo superaba. Habían de ser colaboradores con Dios para la salvación del mundo. Como en el Antiguo Testamento los doce
patriarcas se destacan como representantes de Israel, así los doce apóstoles habían de destacarse como representantes de la iglesia
evangélica.
El Salvador conocía el carácter de los hombres a quienes había elegido; todas sus debilidades y errores estaban
abiertos delante de él; conocía los peligros que tendrían que arrostrar, la responsabilidad que recaería sobre ellos; y su corazón
amaba tiernamente a estos elegidos. A solas sobre una montaña, cerca del mar de Galilea, pasó toda la noche en oración por ellos,
mientras ellos dormían al pie de la montaña. Al amanecer, los llamó a sí porque tenía algo importante que comunicarles.
Estos discípulos habían estado durante algún tiempo asociados con Jesús en su labor activa. Juan y Santiago, Andrés
y Pedro, con Felipe, Natanael y Mateo, habían estado más íntimamente relacionados con él que los demás, y habían presenciado mayor
número de sus milagros. Pedro, Santiago y Juan tenían una relación más estrecha con él. Estaban casi constantemente con él,
presenciando sus milagros y oyendo sus palabras. Juan había penetrado en una intimidad aun mayor con Jesús, de tal manera que se
le distingue como aquel a quien Jesús amaba. El Salvador los amaba a todos, pero Juan era el espíritu más receptivo. Era más joven
que los demás, y con mayor confianza infantil abría su corazón a Jesús. Así llegó a simpatizar más con el Salvador, y por su medio
fueron comunicadas a su pueblo las enseñanzas espirituales más profundas del Salvador.
A la cabeza de uno de los grupos en los cuales estaban divididos los apóstoles, se destaca el nombre de Felipe. Fué
el primer discípulo a quien Jesús dirigió la orden terminante: “Sígueme.” Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro. Había
escuchado la enseñanza de Juan el Bautista, y le había oído anunciar a Cristo como el Cordero de Dios. Felipe buscaba sinceramente
la verdad, pero era tardo de corazón para creer. Aunque se había unido a Cristo, la manera en que lo anunció a Natanael demue stra
que no estaba plenamente convencido de la divinidad de Jesús. Aunque Cristo había sido proclamado por la voz del cielo como Hij o de
Dios, para Felipe era “Jesús, el hijo de José, de Nazaret.” Otra vez, cuando los cinco mil fueron alimentados, se reveló la falta de fe
de Felipe. Para probarle, Jesús preguntó: “¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?” La respuesta de Felipe tendía a la
incredulidad: “Doscientos denarios de pan no les bastarán, para que cada uno de ellos tome un poco.” Jesús estaba apena do. Aunque
Felipe había visto sus obras y sentido su poder, no tenía fe. Cuando los griegos preguntaron a Felipe acerca de Jesús, no apr ovechó
como honor y motivo de gozo la oportunidad de presentarlos al Salvador, sino que se fué a decirlo a Andrés. Otra vez, en las últimas
horas transcurridas antes de la crucifixión, las palabras de Felipe propendieron a desalentar la fe. Cuando Tomás dijo a Jesús: “Señor,
no sabemos a dónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” el Salvador respondió: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. ... Si
me conocieseis, también a mi Padre conocierais.” De Felipe provino la respuesta incrédula: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta.”
Tan tardo de corazón, tan débil en la fe, era el discípulo que había estado con Jesús durante tres años.
En feliz contraste con la incredulidad de Felipe, se notaba la confianza infantil de Natanael. Era hombre de
naturaleza intensamente fervorosa, cuya fe se apoderaba de las realidades invisibles. Sin embargo, Felipe era alumno en la escuela
de Cristo, y el divino Maestro soportó pacientemente su incredulidad y torpeza. Cuando fué derramado el Espíritu Santo sobre los

CLASE DE EXCURSIONISTA 1
discípulos, Felipe llegó a ser un maestro según el orden divino. Sabía de qué hablaba y enseñaba con una seguridad que infundía
convicción a los oyentes.
Mientras Jesús estaba preparando a los discípulos para su ordenación, un hombre que no había sido llamado se
presentó con insistencia entre ellos. Era Judas Iscariote, hombre que profesaba seguir a Cristo y que se adelantó ahora para solicitar
un lugar en el círculo íntimo de los discípulos. Con gran fervor y aparente sinceridad, declaró: “Maestro, te seguiré a donde quiera
que fueres.” Jesús no le rechazó ni le dió la bienvenida, sino que pronunció tan sólo estas palabras tristes: “Las zorras tienen cavernas,
y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del hombre no tiene donde recueste su cabeza.” Judas creía que Jesús era el Mesías; y uniéndose
a los apóstoles esperaba conseguir un alto puesto en el nuevo reino, así que Jesús se proponía desvanecer esta esperanza declarando
su pobreza.
Los discípulos anhelaban que Judas llegase a ser uno de ellos. Parecía un hombre respetable, de agudo discernimiento
y habilidad administrativa, y lo recomendaron a Jesús como hombre que le ayudaría mucho en su obra. Les causó, pues, sorpresa que
Jesús le recibiese tan fríamente.
Los discípulos habían quedado muy desilusionados de que Jesús no se había esforzado por conseguir la cooperación
de los dirigentes de Israel. Les parecía que era un error no fortalecer su causa obteniendo el apoyo de esos hombres influyentes. Si
hubiese rechazado a Judas, en su ánimo habrían puesto en duda la sabiduría de su Maestro. La historia ulterior de Judas les iba a
enseñar el peligro que hay en decidir la idoneidad de los hombres para la obra de Dios basándose en alguna consideración mundanal.
La cooperación de hombres como aquellos que los discípulos deseaban asegurarse habría entregado la obra en las manos de sus peores
enemigos.
Sin embargo, cuando Judas se unió a los discípulos no era insensible a la belleza del carácter de Cristo. Sentía la
influencia de aquel poder divino que atraía las almas al Salvador. El que no había de quebrar la caña cascada ni apagar el pá bilo
humeante no iba a rechazar a esa alma mientras sintiera un deseo de acercarse a la luz. El Salvador leyó el corazón de Judas; conoció
los abismos de iniquidad en los cuales éste se hundiría a menos que fuese librado por la gracia de Dios. Al relacionar a este hombre
consigo, le puso donde podría estar día tras día en contacto con la manifestación de su propio amor abnegado. Si quería abrir su
corazón a Cristo, la gracia divina desterraría el demonio del egoísmo, y aun Judas podría llegar a ser súbdito del reino de D ios.
Dios toma a los hombres tales como son, con los elementos humanos de su carácter, y los prepara para su servicio,
si quieren ser disciplinados y aprender de él. No son elegidos porque sean perfectos, sino a pesar de sus imperfecciones, para que
mediante el conocimiento y la práctica de la verdad, y por la gracia de Cristo, puedan ser transformados a su imagen.
Judas tuvo las mismas oportunidades que los demás discípulos. Escuchó las mismas preciosas lecciones. Pero la
práctica de la verdad requerida por Cristo contradecía los deseos y propósitos de Judas, y él no quería renunciar a sus ideas para
recibir sabiduría del Cielo.
¡Cuán tiernamente obró el Salvador con aquel que había de entregarle! En sus enseñanzas, Jesús se espaciaba en los
principios de la benevolencia que herían la misma raíz de la avaricia. Presentó a Judas el odioso carácter de la codicia, y más de una
vez el discípulo se dió cuenta de que su carácter había sido pintado y su pecado señalado; pero no quería confesar ni abandonar su
iniquidad. Se creía suficiente de por sí mismo, y en vez de resistir la tentación continuó practicando sus fraudes. Cristo estaba
delante de él, como ejemplo vivo de lo que debía llegar a ser si cosechaba los beneficios de la mediación y el ministerio divinos; pero
lección tras lección caía en los oídos de Judas sin que él le prestara atención.
Ninguna reprimenda viva por su avaricia le dirigió Jesús, sino que con paciencia divina soportó a ese hombre que
estaba en error, al par que le daba evidencia de que leía en su corazón como en un libro abierto. Le presentó los más altos incentivos
para hacer lo bueno, y al rechazar la luz del Cielo, Judas quedaría sin excusa.
En vez de andar en la luz, Judas prefirió conservar sus defectos. Albergó malos deseos, pasiones vengativas y
pensamientos lóbregos y rencorosos, hasta que Satanás se posesionó plenamente de él. Judas llegó a ser un representante del enemigo
de Cristo.
Cuando llegó a asociarse con Jesús, tenía algunos preciosos rasgos de carácter que podrían haber hecho de él una
bendición para la iglesia. Si hubiese estado dispuesto a llevar el yugo de Cristo, podría haberse contado entre los principales apóstoles;
pero endureció su corazón cuando le señalaron sus defectos, y con orgullo y rebelión prefirió sus egoístas ambiciones, y así se
incapacitó para la obra que Dios quería darle.
Todos los discípulos tenían graves defectos cuando Jesús los llamó a su servicio. Aun Juan, quien vino a estar más
íntimamente asociado con el manso y humilde Jesús, no era por naturaleza manso y sumiso. El y su hermano eran llamados “hijos del
trueno.” Aun mientras andaba con Jesús, cualquier desprecio hecho a éste despertaba su indignación y espíritu combativo. En el
discípulo amado, había mal genio, espíritu vengativo y de crítica. Era orgulloso y ambicionaba ocupar el primer puesto en el reino de
Dios. Pero día tras día, en contraste con su propio espíritu violento, contempló la ternura y tolerancia de Jesús, y fué oyendo sus
lecciones de humildad y paciencia. Abrió su corazón a la influencia divina y llegó a ser no solamente oidor sino hacedor de las obras
del Salvador. Ocultó su personalidad en Cristo y aprendió a llevar el yugo y la carga de Cristo.
Jesús reprendía a sus discípulos. Los amonestaba y precavía; pero Juan y sus hermanos no le aband onaron;
prefirieron quedar con Jesús a pesar de las reprensiones. El Salvador no se apartó de ellos por causa de sus debilidades y errores.
Ellos continuaron compartiendo hasta el fin sus pruebas y aprendiendo las lecciones de su vida. Contemplando a Crist o, llegó a
transformarse su carácter.
En sus hábitos y temperamento, los apóstoles diferían grandemente. Entre ellos se contaba el publicano Leví Mateo
y el zelote Simón, el intransigente enemigo de la autoridad de Roma; el generoso e impulsivo Pedro, y el ruin Judas; Tomás el fiel,
aunque tímido y miedoso; Felipe, lento de corazón e inclinado a la duda, y los ambiciosos y jactanciosos hijos de Zebedeo, con sus
hermanos. Estos fueron reunidos, con sus diferentes defectos, todos con tendencias al mal, heredadas y cultivadas; pero en Cristo y
por su medio habían de habitar en la familia de Dios, aprendiendo a ser uno en fe, doctrina y espíritu. Iban a tener sus prue bas, sus
agravios, sus diferencias de opinión; pero mientras Cristo habitase en el corazón de ellos, no habría disensión. Su amor los induciría
a amarse unos a otros; las lecciones del Maestro harían armonizar todas las diferencias, poniendo a los discípulos en unidad hasta

CLASE DE EXCURSIONISTA 2
hacerlos de una mente y un mismo criterio. Cristo es el gran centro, y ellos se acercarían el uno al otro en la proporción en que se
acercasen al centro.
Cuando Jesús hubo dado su instrucción a los discípulos congregó al pequeño grupo en derredor suyo, y arrodillándose
en medio de ellos y poniendo sus manos sobre sus cabezas, ofreció una oración para dedicarlos a su obra sagrada. Así fueron ordenados
al ministerio evangélico los discípulos del Señor.
Como representantes suyos entre los hombres, Cristo no elige ángeles que nunca cayeron, sino a seres humanos,
hombres de pasiones iguales a las de aquellos a quienes tratan de salvar. Cristo mismo se revistió de la humanidad, para poder alcanzar
a la humanidad. La divinidad necesitaba de la humanidad; porque se requería tanto lo divino como lo humano para traer la salv ación al
mundo. La divinidad necesitaba de la humanidad, para que ésta pudiese proporcionarle un medio de comunicación entre Dios y el
hombre. Así sucede con los siervos y mensajeros de Cristo. El hombre necesita un poder exterior a sí mismo para restaurarle a la
semejanza de Dios y habilitarle para hacer la obra de Dios; pero esto no hace que no sea esencial el agente humano. La humanidad
hace suyo el poder divino, Cristo mora en el corazón por la fe; y mediante la cooperación con lo divino el poder del hombre se hace
eficiente para el bien.
El que llamó a los pescadores de Galilea está llamando todavía a los hombres a su servicio. Y está tan dispuesto a
manifestar su poder por medio de nosotros como por los primeros discípulos. Por imperfectos y pecaminosos que seamos, el Señor
nos ofrece asociarnos consigo, para que seamos aprendices de Cristo. Nos invita a ponernos bajo la instrucción divina para que unidos
con Cristo podamos realizar las obras de Dios.
“Tenemos empero este tesoro en vasos de barro, para que la alteza del poder sea de Dios, y no de nosotros.” Esta
es la razón por la cual la predicación del Evangelio fué confiada a hombres sujetos a error más bien que a los ángeles. Es manifiesto
que el poder que obra por la debilidad de la humanidad es el poder de Dios; y así se nos anima a creer que el poder que puede ayudar
a otros tan débiles como nosotros puede ayudarnos a nosotros también. Y los que están sujetos a flaquezas deben poder compadecerse
“de los ignorantes y extraviados.” Habiendo estado en peligro ellos mismos, conocen los riesgos y dificultades del camino, y por esta
razón son llamados a buscar a los demás que están en igual peligro. Hay almas afligidas por la duda, cargadas de flaquezas, débiles en
la fe e incapacitadas para comprender al Invisible; pero un amigo a quien pueden creer, que viene a ellos en lugar de Cristo, puede ser
el vínculo que corrobore su temblorosa fe en Cristo.
Hemos de colaborar con los ángeles celestiales para presentar a Jesús al mundo. Con avidez casi impaciente, los
ángeles aguardan nuestra cooperación; porque el hombre debe ser el medio de comunicación con el hombre. Y cuando nos entregamos
a Cristo en una consagración de todo el corazón, los ángeles se regocijan de poder hablar por nuestras voces para revelar el amor de
Dios.

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Hechos de los Apóstoles – Elena G. White - Capitulo 52
FIRME HASTA EL FIN

Este capítulo está basado en la 2 Pedro.


En la segunda carta de Pedro a los que habían alcanzado la “fe igualmente preciosa” con él, el apóstol expone el plan
divino para el desarrollo del carácter cristiano. Escribe:
“Gracia y paz os sea multiplicada en el conocimiento de Dios, y de nuestro Señor Jesús. Como todas las cosas qu e
pertenecen a la vida y a la piedad nos sean dadas de su divina potencia, por el conocimiento de aquel que nos ha llamado por su gloria
y virtud: por las cuales nos son dadas preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos participantes de la
naturaleza divina, habiendo huído de la corrupción que está en el mundo por concupiscencia.
“Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, mostrad en vuestra fe virtud, y en la virtud ciencia; y
en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia, y en la paciencia temor de Dios; y en el temor de Dios, amor fraternal, y en el
amor fraternal caridad. Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento
de nuestro Señor Jesucristo.”
Estas palabras están llenas de instrucción, y dan la nota tónica de la victoria. El apóstol presenta a los creyentes la
escalera del progreso cristiano, en la cual cada peldaño representa un avance en el conocimiento de Dios, y en cuya ascensión no debe
haber detenciones. Fe, virtud, ciencia, temperancia, paciencia, piedad, fraternidad y amor representan los peldaños de la escalera.
Somos salvados subiendo escalón tras escalón, ascendiendo paso tras paso hasta el más alto ideal que Cristo tiene para nosotros. De
esta manera, él es hecho para nosotros sabiduría y justificación, santificación y redención.
Dios ha llamado a su pueblo para que alcancen gloria y virtud, y éstas se manifestarán en la vida de cuantos estén
verdaderamente relacionados con él. Habiéndoseles permitido participar del don celestial, deben seguir dirigiéndose hacia la
perfección, siendo “guardados en la virtud de Dios por fe.” 1 Pedro 1:5. La gloria de Dios consiste en otorgar su poder a sus hijos.
Desea ver a los hombres alcanzar la más alta norma: y serán hechos perfectos en él cuando por fe echen mano del poder de Cristo,
cuando recurran a sus infalibles promesas reclamando su cumplimiento, cuando con una importunidad que no admita rechazamiento ,
busquen el poder del Espíritu Santo.
Habiendo recibido la fe del Evangelio, la siguiente obra del creyente es añadir virtud a su carácter y así limpiar el
corazón y preparar la mente para la recepción del conocimiento de Dios. Este conocimiento es el fundamento de toda verdadera
educación y de todo verdadero servicio. Es la única real salvaguardia contra la tentación; y solamente eso puede hacerle a uno
semejante a Dios en carácter. Por medio del conocimiento de Dios y de su Hijo Jesucristo, se imparten a los creyentes “todas las
cosas que pertenecen a la vida y a la piedad.” Ningún buen don se niega al que sinceramente desea obtener la justicia de Dios.
“Esta empero es la vida eterna—dijo Cristo,—que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has
enviado.” Juan 17:3. Y el profeta Jeremías declaró: “No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el
rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar; en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que
hago misericordia, juicio, y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová.” Jeremías 9:23, 24. Difícilmente puede la
mente humana entender la anchura, profundidad y altura de las realizaciones espirituales del que obtiene este conocimiento.
A nadie se le impide alcanzar, en su esfera, la perfección de un carácter cristiano. Por el sacrificio de Cristo se ha
provisto para que los creyentes reciban todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad. Dios nos invita a que alcancemos la norma
de perfección y pone como ejemplo delante de nosotros el carácter de Cristo. En su humanidad, perfeccionada por una vida de
constante resistencia al mal, el Salvador mostró que cooperando con la Divinidad los seres humanos pueden alcanzar la perfección de
carácter en esta vida. Esa es la seguridad que nos da Dios de que nosotros también podemos obtener una victoria completa.
Ante los creyentes se presenta la maravillosa posibilidad de llegar a ser semejantes a Cristo, obedientes a todos
los principios de la ley de Dios. Pero por sí mismo el hombre es absolutamente incapaz de alcanzar esas condiciones. La santidad, que
según la Palabra de Dios debe poseer antes de poder ser salvo, es el resultado del trabajo de la gracia divina sobre el que se somete
en obediencia a la disciplina y a las influencias refrenadoras del Espíritu de verdad. La obediencia del hombre puede ser hecha
perfecta únicamente por el incienso de la justicia de Cristo, que llena con fragancia divina cada acto de acatamiento. La parte que le
toca a cada cristiano es perseverar en la lucha por vencer cada falta. Constantemente debe orar al Salvador para que sane las
dolencias de su alma enferma por el pecado. El hombre no tiene la sabiduría y la fuerza para vencer; ellas vienen del Señor, y él las
confiere a los que en humillación y contrición buscan su ayuda.
La obra de transformación de la impiedad a la santidad es continua. Día tras día Dios obra la santificación del
hombre, y éste debe cooperar con él, haciendo esfuerzos perseverantes a fin de cultivar hábitos correctos. Debe añadir gracia sobre
gracia; y mientras el hombre trabaja según el plan de adición, Dios obra para él según el plan de multiplicación. Nuestro Salvador está
siempre listo para oír y contestar la oración de un corazón contrito, y multiplica para los fieles su gracia y paz. Gozosamente derrama
sobre ellos las bendiciones que necesitan en sus luchas contra los males que los acosan.
Hay quienes intentan ascender la escalera del progreso cristiano, pero a medida que avanzan, comienzan a poner su
confianza en el poder del hombre, y pronto pierden de vista a Jesús, el autor y consumador de su fe. El resultado es el fraca so, la
pérdida de todo lo que se había ganado. Ciertamente es triste la condición de los que habiéndose cansado en el camino, permiten al
enemigo de las almas que les arrebate las virtudes cristianas que habían desarrollado en sus corazones y en sus vidas. “Mas el que no
tiene estas cosas—declara el apóstol,—es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados.”
El apóstol Pedro había tenido una larga experiencia en las cosas divinas. Su fe en el poder salvador de Dios se había
fortalecido con los años, hasta probar, más allá de toda duda, que no hay posibilidad de fracasar para aquel que, avanzando por fe,
asciende escalón tras escalón, siempre hacia arriba y hacia adelante hasta el último peldaño de la escalera que llega a los mismos
portales del cielo.
Por muchos años Pedro había recalcado a los creyentes la necesidad de un crecimiento constante en gracia y en
conocimiento de la verdad; y ahora, sabiendo que pronto iba a ser llamado a sufrir el martirio por su fe, llamó una vez más s u atención

CLASE DE EXCURSIONISTA 4
al precioso privilegio que está al alcance de cada creyente. En la completa seguridad de su fe, el anciano discípulo exhortó a sus
hermanos a tener firmeza de propósito en la vida cristiana. “Procurad—rogaba Pedro—tanto más de hacer firme vuestra vocación y
elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en
el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” ¡Preciosa seguridad! ¡Gloriosa es la esperanza del creyente mientras avanza
por fe hacia las alturas de la perfección cristiana!
“Yo no dejaré de amonestaros siempre de estas cosas—les decía,—aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados
en la verdad presente. Porque tengo por justo, en tanto que estoy en este tabernáculo, de incitaros con amonestación: sabiendo que
brevemente tengo de dejar mi tabernáculo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia,
que después de mi fallecimiento, vosotros podáis siempre tener memoria de estas cosas.”
Pedro estaba bien preparado para hablar de los propósitos de Dios para con la raza humana; porque durante el
ministerio terrenal de Cristo, había visto y oído mucho concerniente al reino celestial. “Porque no os hemos dado a conocer la potencia
y la venida de nuestro Señor Jesucristo, siguiendo fábulas por arte compuestas—recordó a los creyentes;—sino como habiendo con
nuestros propios ojos visto su majestad. Porque él había recibido de Dios Padre honra y gloria, cuando una tal voz fué a él enviada de
la magnífica gloria: Este es el amado Hijo mío, en el cual yo me he agradado. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando
estábamos juntamente con él en el monte santo.”
Por muy convincente que fuese esa evidencia de la certidumbre de la esperanza de los creyentes, había otra aun
más convincente en el testimonio de la profecía, por medio de la cual la fe de todos puede ser confirmada y asegurada firmemente.
“Tenemos también—declaró Pedro—la palabra profética más permanente, a la cual hacéis bien de estar atentos como a una antorcha
que alumbra en lugar oscuro hasta que el día esclarezca, y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo pr imero
esto, que ninguna profecía de la Escritura es de particular interpretación, porque la profecía no fué en los tiempos pasados traída
por voluntad humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados del Espíritu Santo.”
Mientras exaltaba “la palabra profética más permanente” como un guía seguro en tiempo de peligro, el apóstol
amonestó solemnemente a la iglesia contra la antorcha de la falsa profecía, la que sería levantada por “falsos doctores, que
introducirán encubiertamente herejías de perdición, y negarán al Señor.” A esos falsos maestros, aparecidos en la iglesia y
considerados por muchos de los hermanos en la fe como verdaderos, el apóstol los compara a “fuentes sin agua, y nubes traídas de
torbellino de viento; para los cuales está guardada la oscuridad de las tinieblas para siempre.” “Sus postrimerías—dice—les son hechas
peores que los principios. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conoci do,
tornarse atrás del santo mandamiento que les fué dado.”
Mirando hacia adelante a través de los siglos hasta el tiempo del fin, fué inspirado a señalar las condiciones que
habrían de existir en el mundo precisamente antes de la segunda venida de Cristo. “En los postrimeros días vendrán burladores —
escribió,—andando según sus propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? porque desde el día
en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación.” Pero “cuando dirán, Paz y
seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción de repente.” 1 Tesalonicenses 5:3. No todos, sin embargo, serían engañados por
los artificios del enemigo. Cuando el fin de todas las cosas terrenales esté cerca, se encontrarán fieles creyentes capaces de discernir
las señales de los tiempos. Aunque un gran número de creyentes profesos negarán su fe por sus obras, habrá un remanente que
resistirá hasta el fin.
Pedro guardaba viva en su corazón la esperanza del regreso de Cristo, y aseguró a la iglesia del infalible cumplimiento
de la promesa del Salvador: “Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo.” Juan 14:3. Para los
atribulados y fieles la venida de Cristo iba a parecer muy demorada, pero el apóstol les aseguró: “El Señor no tarda su promesa, como
algunos la tienen por tardanza; sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento. Mas el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los
elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella están serán quemadas. “Pues como todas estas cosas han de
ser deshechas, ¿qué tales conviene que vosotros seáis en santas y pías conversaciones, esperando y apresurándoos para la venida del
día de Dios, en el cual los cielos siendo encendidos serán deshechos, y los elementos siendo abrasados, se fundirán? Bien que
esperamos cielos nuevos y tierra nueva, según sus promesas, en los cuales mora la justicia.
“Por lo cual, oh amados, estando en esperanza de estas cosas, procurad con diligencia que seáis hallados de él sin
mácula, y sin reprensión, en paz. Y tened por salud la paciencia de nuestro Señor; como también nuestro amado hermano Pablo, según
la sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito también.... Así que vosotros, oh amados, pues estáis amonestados, guardaos que por el
error de los abominables no seáis juntamente extraviados, y caigáis de vuestra firmeza. Mas creced en la gracia y conocimient o de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” La providencia de Dios permitió que Pedro acabase su ministerio en Roma, donde el emperador
Nerón le mandó prender en los días en que fué preso Pablo. Así los dos veteranos apóstoles, durante tantos años separados, ib an a
dar su postrer testimonio por Cristo en la metrópoli del mundo, y derramar su sangre como semilla de una copiosa cosecha de santos
y mártires. Desde su arrepentimiento por haber negado a Cristo, Pedro arrostró inflexiblemente el peligro, demostrando noble
valentía en predicar al Salvador crucificado, resucitado y ascendido. Mientras yacía en el calabozo, recordaba lo que Cristo le dijo:
“De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más mozo, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus
manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras.” Juan 21:18. De este modo dió a entender Jesús a Pedro de qué género de
muerte había de morir, y profetizó la extensión de sus manos sobre la cruz.
A Pedro, por ser judío y extranjero, le condenaron a recibir azotes y a ser crucificado después. En perspectivas de
esa espantosa muerte, el apóstol recordó su gravísimo pecado de negar a Jesús en la hora de su prueba. Aunque una vez se había
mostrado tan poco dispuesto a reconocer la cruz, tenía ahora por gozo dar su vida por el Evangelio, sintiendo tan sólo que fu ese
demasiada honra para él morir como había muerto el Señor a quien había negado. Pedro se había arrepentido sinceramente de su
pecado, y Cristo le había perdonado, según lo comprueba el altísimo encargo de apacentar a las ovejas y corderos del rebaño. Pero
Pedro no podía perdonarse a sí mismo. Ni aun el pensamiento de las agonías de la muerte que le aguardaba era capaz de mitigar la
amargura de su aflicción y arrepentimiento. Como último favor, suplicó a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo. La súplica
fué otorgada, y de esa manera murió el gran apóstol Pedro.

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