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Casi un santo de Fernanda García Lao

Bares, no. Lo irritan. El pegoteo de voces y de roña es nefasto. Bocas tragan o mastican lugares
comunes, huelen mal. Alcohol para envenenar la sed, conversación para tapar la evidencia.
Contagio.

No mira a los demás. El cuerpo es un timbre que llama a toda hora. La suerte ajena se endurece
cuando uno la observa. Por eso, vista al cielo. Orfandad.

El pelo le da vergüenza. Es una muerte que avanza. La célula crecida cae por los hombros,
derrama su aroma inevitable. Agarra la tijera, o ella lo agarra a él y le dice cortá. Le hace caso. Ve
caer sus mechones rubios en la baldosa negra. Se pierden ahí, hasta que los barre y son como a un
animal muerto que se pega al cepillo. Ella no se da cuenta, duerme. Decide cortarle el pelo.
Liberarla de tanta vanidad. Le deja la cabeza más ventilada. Sin olor a champú. Una hermosa
pelada heterogénea que evadirá cualquier peine. Parece un mapamundi, África sin depilar, se
salvó por la almohada. Va al cuarto de los chicos. Hace lo mismo. Son varoncitos. Esos pelos no los
barre. Ya no importan.

Abandona su casa para ser un yo. No tiene un yo todavía. Pensó que estaba siendo utilizado. La
mujer que dormía con él y las dos criaturas de la otra habitación eran seres hambrientos. Lo
estaban devorando. Así creyó. Esos dientes le marcaban el cuerpo. Alimañas tímidas, pero
alimañas. El tamaño de los dientes es minúsculo, el dolor no. Cualquier hombre piensa así en
algún momento. Las mujeres también. Y los chicos. Es cuestión de tiempo. La autocrítica no es
contemplada. Si los demás tienen la culpa, mejor. Lo escribe en el espejo y después lo borra. El
mensaje era para él. Que nadie sepa.

Baja por las escaleras. Abre la puerta y deja la llave en la cerradura, del lado de adentro. Aún es de
noche.Mira el edificio que lo tenía oculto. Una colmena insulsa. No va a regresar. Al llegar a la
estación, se vacía los bolsillos. Varios pobres se arrastran a sus pies. Se pelean por las monedas,
los calmantes, el tabaco. Tira el documento en la alcantarilla y sube al tren.

El tiempo dice ahora y el tren se pone en marcha. La vida inesperada, tal vez. Habrá que
arriesgarse, barajar y dar de nuevo. La renuncia material era el primer paso. No sabe cuál es el
segundo. Olvidó el folleto.

Un pelado radiante vestido con túnica hare krishna lo interceptó hace un mes en el centro. Le dijo
no sos feliz, dame la mano. No fue tanto el contenido de esas palabras, sino el gesto. O el pelado
en sí. Era diez años mayor, según dijo. Parecía más joven. El automatismo envejece.

El tren se vuelve ruidoso mientras avanza. Y él se ve obligado a improvisar el paso dos: hacerse el
sordo. Esquivar los ruidos del mundo, empezando por los más cercanos. Si le piden el boleto se
señalará los oídos, negará con la cabeza. Va a sumar el voto de silencio a la sordera. Decir, ya dijo.
Y era nada. Mover los labios y producir lenguaje, un sinsentido. Mejor el silencio. Hacer mutis
hacia adentro para contagiar el afuera.

Aquel pelado. Tenía los labios gruesos. No como su mujer, dos láminas. Y el pecho abierto, como
de alguien todo a la vista. Sin miserias. No como él, un homenaje al pliegue. El pelado le dio la
mano y se le erizó el cuerpo.
Ya son las cinco, dolor de panza. El hambre es un punzón que no respeta ideas. Caminar por el
pasillo oscuro, balanceándose por el tacatá de las vías. Atraído por cierto olor a café que viene del
fondo.

Se sienta a mirar por la ventanilla. Alguien se fue, y él se adueña de los restos. Despacito. Un poco
de líquido en el cogote. Un pedazo de pan fresco. El mozo se ha quedado dormido en un banquito
y se balancea sin perder del todo el equilibrio.

Lo vio varias veces al pelado. Sin aceptar el motivo. Caminaban juntos desde el subte hasta el
trabajo. Ayer, esa puerta quedó atrás. No ser más un engranaje. Eso le susurró el pelado muy
cerca. Llovía. La lluvia los recluyó en un alero diminuto.

Un poco de sol se instala en el asiento de adelante. El día ya empezó en el tren y él sigue atrasado.
Con el santo en la cabeza. Lo quiso besar mientras la lluvia encharcaba sus zapatos. El amor es una
puerta, había dicho el pelado. Pero el beso lo desconcertó. No es por acá, dijo. No entendiste
nada. Y cruzó descalzo la avenida.

Es verdad, la tijera cortó de más la cabeza de ella, la de los chicos. Pero no fue deliberado. No fue
saña, sino entusiasmo. Apuro de expiación.

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