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PRACTICO N° 1 - LITERATURA 5TO 

         COSMOVISION REALISTA           AÑO SAN BLAS 2020

Trabajo práctico N° 1 de literatura.


textos.
Los censores de "luisa Valenzuela"
Geografía de "Mario Benedetti"
Patrón de "Abelardo castillo"

ACTIVIDADES
1.- comentar brevemente el cuento de cada autor.
2.-en los tres cuentos aparecen situaciones de violencia:
         a) ¿contra quién se ejerce la violencia en cada caso?
        b) ¿quien ejerce la violencia en cada caso?
        c) ¿de qué manera se ejerce la violencia en cada caso?
3.-  ¿cuál es la ubicación temporal y espacial de cada caso?

4.-  Realizar una o varias asociaciones con la sociedad actual.


5.- Entonces y como cierre del trabajo: ¿Qué características tiene el cuento realista y que función o
mensaje puede cumplir?

ENTREGA: VIERNES 27

A continuación, tienen los cuentos para trabajarlos.

Los Censores    de Luisa Valenzuela

¡Pobre Juan! Aquel día lo agarraron con la guardia baja y no pudo darse cuenta de que lo que él creyó ser
un guiño de la suerte era en cambio, un maldito llamado de la fatalidad. Esas cosas pasan en cuanto uno
descuida, y así como me oyen uno se descuida tan pero tan a menudo. Juancito dejó que se le viera encima
la alegría —sentimiento por demás perturbador— cuando por un conducto inconfesable le llegó la nueva
dirección de Mariana, ahora en París, y pudo creer así que ella no lo había olvidado. Entonces se sentó ante
la mesa sin pensarlo dos veces y escribió una carta. La carta. Esa misma que ahora le impide concentrarse
en su trabajo durante el día y no lo deja dormir cuando llega la noche (¿qué habrá puesto en esa carta, qué
habrá quedado adherido a esa hoja de papel que le envió a Mariana?)

Juan sabe que no va a haber problema con el texto, que el texto es irreprochable, inocuo. Pero ¿y lo otro?
Sabe también que a las cartas las auscultan, las huelen, las palpan, las leen entre líneas y en sus menores
signos de puntuación, hasta en las manchitas involuntarias. Sabe que las cartas pasan de mano en mano
por las vastas oficinas de censura, que son sometidas a todo tipo de pruebas y pocas son por fin las que
pasan los exámenes y pueden continuar camino. Es por lo general cuestión de meses, de años si la cosa se
complica, largo tiempo durante el cual está en suspenso la libertad y hasta quizá la vida no sólo del
remitente sino también del destinatario. Y eso es lo que lo tiene sumido a nuestro Juan en la más profunda
de las desolaciones: la idea de que a Mariana, en París, llegue a sucederle algo por culpa de él. Nada menos
que a Mariana que debe de sentirse tan segura, tan tranquila allí donde siempre soñó vivir. Pero él sabe
que los Comandos Secretos de Censura actúan en todas partes del mundo y gozan de un importante
descuento en el transporte aéreo; por lo tanto, nada les impide llegarse hasta el oscuro barrio de París,
secuestrar a Mariana y volver a casita convencidos de su noble misión en esta tierra.
Entonces hay que ganarles de mano, entonces hay que hacer lo que hacen todos: tratar ese sabotear el
mecanismo, de ponerle en los engranajes unos granos de arena, es decir ir a las fuentes del problema para
tratar de contenerlo.
Fue con ese sano propósito con que Juan, como tantos, se postuló para censor. No por vocación como unos
pocos ni por carencia de trabajo como otros, no. Se postuló simplemente para tratar de interceptar su
propia carta, idea para nada novedosa pero consoladora. Y lo incorporaron de inmediato porque cada día
hacen falta más censores y no es cuestión de andarse con melindres pidiendo antecedentes.
En los altos mandos de la Censura no podían ignorar el motivo secreto que tendría más de uno para querer
ingresar a la repartición, pero tampoco estaban en condiciones de ponerse demasiado estrictos y total
¿para qué? Sabían lo difícil que les iba a resultar a esos pobres incautos detectar la carta que buscaban y,
en el supuesto caso de lograrlo, ¿qué importancia podían tener una o dos cartas que pasan la barrera
frente a todas las otras que el nuevo censor frenaría en pleno vuelo? Fue así como no sin ciertas esperanzas
nuestro Juan pudo ingresar en el Departamento de Censura del Ministerio de Comunicaciones.
El edificio, visto desde fuera, tenía un aire festivo a causa de los vidrios ahumados que reflejaban el cielo,
aire en total discordancia con el ambiente austero que imperaba dentro. Y poco a poco Juan fue
habituándose al clima de concentración que el nuevo trabajo requería, y el saber que estaba haciendo todo
lo posible por su carta —es decir por Mariana— le evitaba ansiedades. Ni siquiera se preocupó cuando, el
primer mes, lo destinaron a la sección K, donde con infinitas precauciones se abren los sobres para
comprobar que no encierran explosivo alguno.
Cierto es que a un compañero, al tercer día, una Carta le voló la mano derecha y le desfiguró la cara, pero el
jefe de sección alegó que había sido mera imprudencia por parte del damnificado y Juan y los demás
empleados pudieron seguir trabajando como antes aunque bastante mis inquietos. Otro compañero
intentó a la hora de salida organizar una huelga para pedir aumento de sueldo por trabajo insalubre pero
Juan no se adhirió y después de pensar un rato fue a denunciarlo ante la autoridad para intentar así
ganarse un ascenso.
Una vez no crea hábito, se dijo al salir del despacho del jefe, y cuando lo pasaron a la sección J donde se
despliegan las cartas con infinitas precauciones para comprobar si encierran polvillos venenosos, sintió que
había escalado un peldaño y que por lo tanto podía volver a su sana costumbre de no inmiscuirse en
asuntos ajenos.
De la J, gracias a sus méritos, escaló rápidamente posiciones hasta la sección E donde ya el trabajo se hacía
más interesante pues se iniciaba la lectura y el análisis del contenido de las cartas. En dicha sección hasta
podía abrigar esperanzas de echarle mano a su propia misiva dirigida a Mariana que, a juzgar por el tiempo
transcurrido, debería de andar más o menos a esta altura después de una larguísima procesión por otras
dependencias.
Poco a poco empezaron a llegar días cuando su trabajo se fue tornando de tal modo absorbente que por
momentos se le borraba la noble misión que lo había llevado hasta las oficinas. Días de pasarle tinta roja a
largos párrafos, de echar sin piedad muchas cartas al canasto de los condenados. Días de horror ante las
formas sutiles y sibilinas que encontraba la gente para transmitirse mensajes subversivos, días de una
intuición tan aguzada que tras un simple "el tiempo se han vuelto inestable" o "los precios siguen por las
nubes" detectaba la mano algo vacilante de aquel cuya intención secreta era derrocar al Gobierno.
Tanto celo de su parte le valió un rápido ascenso. No sabemos si lo hizo muy feliz. En la sección B la
cantidad de cartas que le llegaba a diario era mínima —muy contadas franqueaban las anteriores barreras
— pero en compensación había que leerlas tantas veces, pasarlas bajo la lupa, buscar micropuntos con el
microscopio electrónico y afinar tanto el olfato que al volver a su casa por las noches se sentía agotado.
Sólo atinaba a recalentarse una sopita, comer alguna fruta y ya se echaba a dormir con la satisfacción del
deber cumplido. La que se inquietaba, eso sí, era su santa madre que trataba sin éxito de reencauzarlo por
el buen camino. Le decía, aunque no fuera necesariamente cierto: Te llamó Lola, dice que está con las
chicas en el bar, que te extrañan, que te esperan. Pero Juan no quería saber nada de excesos: todas las
distracciones podían hacerle perder la acuidad de sus sentidos y él los necesitaba alertas, agudos, atentos,
afinados, para ser perfecto censor y detectar el engaño. La suya era una verdadera labor patria. Abnegada y
sublime.
Su canasto de cartas condenadas pronto pasó a ser el más nutrido, pero también el más sutil de todo el
Departamento de Censura. Estaba a punto ya de sentirse orgulloso de sí mismo, estaba a punto de saber
que por fin había encontrado su verdadera senda, cuando llegó a sus manos su propia carta dirigida a
Mariana. Como es natural, la condenó sin asco. Como también es natural, no pudo impedir que lo fusilaran
al alba, una víctima más de su devoción por el trabajo.

Geografías  (Geografías, 1984)
Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)
      Pavadas que uno inventa en el exilio para de algún modo convencerse de que no se está quedando sin
paisaje, sin gente, sin cielo, sin país. Las geografías, qué delirio zonzo. Al menos una vez por semana,
Bernardo y yo nos encontramos en el café Cluny para sumergirnos (frente a un beaujolais, él; frente a un
alsace, yo) en las dichosas geografías. Un juego elemental y más bien opaco, que sólo se explica por la
mufa. Pero la mufa, qué joder, es una realidad. Mufo, luego existo. Y por lo tanto el juego tiene su cosquilla.
Es así: uno de los dos pregunta sobre un detalle (no privado, sino público) de la lejanísima Montevideo: un
edificio, un teatro, un árbol, un pájaro, una actriz, un café, un político proscripto, un general retirado, una
panadería, cualquier cosa. Y el otro tiene que describir ese detalle, tiene que exprimir al máximo su
memoria para extraer de ella su postalita de hace diez años, o darse por vencido y admitir que no recuerda
nada, que aquella figura o aquel dato se borraron, no se alojan más en su archivo mnemónico. En este
último caso pierde un punto, siempre y cuando quien formula la pregunta posea efectivamente la
respuesta. Y como el reglamento es harto estricto, si tal respuesta no satisface al perdedor, el punto queda
pendiente de resolución hasta que el controvertido detalle pueda ser cotejado con una fotografía o con
uno de los tantos eruditos que pueblan (y asolan) el Quartier. Esta vez Bernardo me lleva dos puntos. O sea
que el score hasta el momento es el siguiente: Bernardo 15, Roberto 13. Siempre que me saca alguna
ventaja se pone ensoberbecido y pedante, pero debo honestamente aclarar que hoy me va ganando
gracias a una pregunta muy rebuscada, casi fraudulenta, sobre no sé qué detalle de la pata delantera del
caballo en el monumento al Gaucho, y a otra, no menos ponzoñosa, acerca de las ventanas del Palacio
Salvo, undécimo piso, que dan a la Plaza Independencia. A mí eso me parece juego sucio, ya que, por mi
parte, le hago preguntas normales, verosímiles y sencillas, digamos qué café está (o estaba) en la crucial
esquina de Rivera y Comercio, o cuántas puertas de entrada tiene (o tenía) la tribuna Colombes en el
estadio Centenario, o dónde está (o estaba) la parada final de la línea de ómnibus 173. Ya ven qué
diferencia. Así que dejo sentada mi formal protesta y en el preciso instante en que Bernardo me responde,
entre engreídas carcajadas, que lo que pasa es que siempre he sido y seré un mal perdedor, «como todos
los de Aries», veo a Delia, nada menos que a Delia, que está esperando resignadamente el passez pietons o
su verde metáfora en el cruce del Boul Mich. Hace ocho o nueve años que no la veo y sin embargo la
reconozco ipsofacto. Más delgada pero siempre linda. Su postura irradia la misma seguridad que en lejanas
primaveras. Allá por el 69, antes del delirio militante y la locura represiva y las pintadas en los muros y la
irreversible clandestinidad, pasamos buenas noches y mejores siestas, ella y yo. Es decir, que la veo allí,
esperando la luz verde, y (esto es algo más fuerte que mi proverbial discreción) la desnudo con il pensiero.
Sin embargo, nuestra antigua relación no fue tan sólo física. Delia es una tipa macanuda, inteligente,
sensible, con una sonrisa que alegra la vida, no sólo la mía en particular sino la vida en general. Buena no
sólo en el trance del amor sino antes y después. Si no hubiéramos sido tan gurises en aquella etapa, tal vez
nos habríamos casado, pero con qué. Yo empezaba segundo de ingeniería y vivía de changuitas. Ella, que
tenía a los viejos en Paysandú, estaba un poco más atrasada, también en ingeniería, y sacaba algunos
mangos vendiendo artesanías en la feria de Tristán Narvaja. Así y todo nos encontrábamos y nos
amábamos, por decirlo pudorosamente, dos veces por semana. Después vino la época dura y las
respectivas militancias nos empezaron a separar. Los horarios (también la lucha política tiene horarios y
qué severos) conspiraban contra nosotros. A veces pasábamos quince días viéndonos tan sólo en alguna
asamblea, y aún así, empezamos a no coincidir: más de una vez, en el instante clave de las votaciones de
madrugada, yo levantaba la mano y ella no, o ella alzaba la suya, y la mía en el bolsillo. En un abril que
políticamente fue más bien calentito, nos encontramos una sola noche, y, sin que en ese instante lo
supiéramos, fue la última. Cuarenta y ocho horas después, tuve que borrarme, y ella, tres días más tarde.
Sólo en agosto, al recalar apresuradamente en Buenos Aires, me enteré de que Delia estaba en cana desde
mediados de julio. Se comió más de ocho años. Se portó bien, o sea que las pasó mal. Pero hasta aquí no
sabía que había podido salir del país. Aunque parezca mentira, recorro todo el currículum durante esos
minutos en que ella espera la luz verde y, como telón de fondo, Bernardo sigue desarrollando su
insoportable ponencia sobre mi demostrada condición de mal perdedor. Así, hasta que el especialista en
ventanas de undécimo piso y patas de caballo estatuario, también la distingue y dice mirá ésa de marrón,
pero si es Delia, te acordás de Delia. Claro que me acuerdo. Y la llamamos a dúo, con gritos y grandes
gestos, no se nos vaya a escapar. Justo cuando ella tropieza con un negro grandote de tricota roja, ve por
fin nuestro show y casi se derrumba. Se pone una mano en la mejilla como diciendo no puede ser. Pero es.
Abre la boca para un grito que no sale, y entra corriendo en el Cluny y su bolso descontrolado casi le da en
la cabeza a una hippie de lujo. Y nos abraza y nos besa y qué increíble encontrarlos aquí y pensar que
estuve a punto de desviarme en la rue des Ecoles y no los hubiera visto, todo fue porque recordé que hoy
todavía no había comprado Le Monde y vine hasta el quiosco de enfrente y además allí pensé que debía
buscar un libro de Foucault en La Hune y por eso crucé para seguir por Saint Germain. Nos calmamos de a
poco. Los tres. Pero sentate mujer, qué tomás. Sólo una Vittel-menthe. A ver, a ver, de qué hablaban,
díganme por favor de qué hablaban, estoy haciendo una encuesta del santiamén. La ponemos al tanto de
las geografías. Queda un poco desconcertada, pero ríe. Le voy ganando, dice Bernardo muy orondo, flor de
paliza. Con trampas, digo yo. Ella ríe y lo hace estupendamente. Llegó hace tres meses, directamente de
allá. La soltaron hace un año pero sólo ahora pudo salir. La pasaste mal eh, dice Bernardo con el ceño
fruncido y tan inoportuno como de costumbre. Sí, dice ella, pero por favor de eso no quiero hablar. Es
cuando yo irrumpo, salvador. Así que traés noticias frescas, imágenes frescas, postales nuevas, cómo está
todo, qué piensa la gente, conté carajo. Y durante media hora (Bernardo pide otro beaujolais y yo otro
alsace, dos extras en homenaje al feliz encuentro) nos dice que la gente está perdiendo el miedo y que la
oposición va pasito a pasito ganando su espacio, con sabiduría y sin aventurerismo. Ah, pero creo que
ustedes no reconocerían la ciudad. Ese juego de las geografías lo perderían los dos. ¿Por ejemplo?
Dieciocho de Julio ya no tiene árboles ¿lo sabían? Ah. De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran
importantes, casi decisivos para mí. Es a mí al que han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin
hojas. Insensiblemente, el juego de las geografías se transforma en una ansiosa indagación. Empezamos a
repasar la ciudad, la nuestra, la mía y de Bernardo, con preguntas acuciosas. A Bernardo se le ocurre
preguntar por La Platense. Uy, qué antigüedad, dice Delia. La echaron abajo, ahí está ahora el Banco Real,
un edificio moderno, bastante lindo, pletórico de cristales. Digo que La Platense cumplió su faena en la
nutrida historia de la cursilería vernácula, jamás olvidaré sus vidrieras, con aquellos cuadros chillones, de
esmirriados viejitos con gordísimas lágrimas, e indigentes niños de pobreza generosamente reconstruida.
Delia interrumpe para decirme que no sea injusto, que en aquellas vidrieras también había lápices y
compases y acuarelas y pinceles y pasteles y marcos y cartulinas. Sí, claro. ¿Qué? ¿El teatro Artigas?
Sanseacabó, muchachos. Hay una playa de estacionamiento, un parking como dicen ahora. Mierda.
Bernardo rememora una época de oro en que el Artigas daba buen cine porno, qué otra nostalgia puede
esperarse de un tipo que cuenta las ventanas del undécimo piso. Yo en cambio pienso en la noche en que
Michelini pronunció allí un discurso. Y también en que mi viejo contaba que en esa sala había bailado Alicia
Alonso. ¿Brocqua & Scholberg?Kaputt. Hay una oficina del Registro Civil. ¿Y La Mallorquina? ¿La Góndola?
¿Angenscheidt? Tres veces kaputt. Además, informa Delia, por todas partes hay andamios de obras
suspendidas, o solares con escombros. Son remanentes del boom de la construcción, que duró poco, es
decir hasta las devaluaciones porteñas en cadena. Ah, el Palacio Salvo: lo están limpiando. Va a quedar
blanquito, blanquito. No puedo imaginarme un Palacio Salvo empalidecido, sin aquella conquistada «pátina
del tiempo», tan asquerosamente gris, tan conmovedora. Delia se levanta para ir al toilette y entonces,
viéndola subir la escalera, Bernardo murmura gran tipa, vos tuviste algo con ella, eh. Tiempo pasado, digo.
Donde hubo fuego, caricias quedan, dice herniándose el especialista en patas de caballo broncíneo. Él está
seguro, fuente fidedigna che, de que en la cana la reventaron y la gurisa nada, le hicieron de todo y la
gurisa nada. Le pregunto si no ha oído que Delia no quiere hablar de eso. Bueno, yo tampoco. Perdoná,
viejo, perdoná, pero los hechos son porfiados, como dijo el que vos sabés. Pues me cago en los hechos y en
sus descendientes. Perdoná, viejo, no te sulfures así, yo decía nomás. Delia está de vuelta y su sonrisa sigue
alegrando la vida. La verdad es que tiene un aire liviano y optimista, elegante y zumbón, tal como si viniera
de una tarde de canasta uruguaya o de una playa mediterránea, y no de la picana transatlántica. Y
hablamos un rato más: del plebiscito, de la crisis, del desempleo, de los periódicos clausurados porque osan
escribir que no hay libertad de prensa, de la creciente actividad teatral, de los cantantes populares, de
cómo se cultiva el arte de la entrelínea, de cómo los públicos pescan todo en el aire. En el mayo luciente de
París, y desde la mesita que nos justifica a los tres, el verde esmeralda de la Vittel-menthe confirma
abusivamente la esperanza. Bernardo se reivindica ante mí cuando dice que infortunadamente debe
dejarnos porque a las siete y media Aurora lo espera en Raspail y Boissonnade. Besos mejillones a Delia,
abrazotes a mí, y a ver si ahora nos vemos seguido che, dejale tus señas al Roberto, así nos juntamos, falta
mucho para que nos pongamos al día y además vas a ser un árbitro ideal para las geografías, y ya sobre el
estribo: pórtense bien. Menos mal que introduce esta última joda, así puedo preguntarle enseguida a Delia
qué te parece, nos portamos bien o nos portamos mal. Pero Delia me defrauda porque no responde y
tengo la impresión de que mira por sobre mi hombro, pero no hacia el río de gente de todo pelaje que va
por Saint Germain, sino hacia el infinito. Y por primera vez su sonrisa (porque a pesar de todo está
sonriendo) no me alegra la vida. Es como un gesto retroactivo. Como si le estuviera sonriendo no a alguien
sino a algo. Entonces, en una decisión de apuro, me da por filosofar sobre el exilio, hablo de este tema por
decir algo, como podría haberme referido a los ecologistas alemanes o a los arenques holandeses. Sin
embargo, es suficiente para que ella baje a tierra y ya no sonría a algo sino a alguien, digamos a mí. Su
mano está sobre la mesita. Levemente tensa, aunque no crispada. Es el único síntoma de que no se siente
en el mejor de los mundos. Qué puedo hacer sino mover mi mano hacia la suya y allí depositarla,
simplemente dejarla estar. Me mira con una nueva atención y dice cuánto tiempo eh, cuánto tiempo y
cuántas cosas. De pronto le han caído en el rostro como diez años, no con arrugas ni ojeras ni patas de
gallo, sino con abatimiento y con tristeza. Y no con una tristeza del instante, provisional, efímera, sino otra
incurable, atornillada a los huesos, con raíces en algún enigma que para ella no lo es. Cinco minutos de
silencio. Lo poco que digo, lo dice en realidad mi palma sobre sus nudillos. Me temo que no sea una idea
feliz, pero de todas maneras propongo: mi covacha está a sólo tres cuadras. Su respuesta afirmativa viene
en tres etapas: se peina un poco, toma el bolso y se pone de pie en espera de que yo pague. Otra vez está
joven. En realidad, la distancia son seis cuadras y media. En Monsieur Le Prince, para ser exacto. Le hice un
descuento para que fuera más fácil. Vamos del brazo, sin hablarnos, pero el contacto rehace una historia.
De vez en cuando le vigilo el perfil y compruebo que no mira al infinito sino que al pasar va examinando las
vidrieras y los vestidos y los precios y hasta comenta que todavía no se ha habituado a calcular en francos.
Todo le parece carísimo o demasiado barato, y nunca acierta. No se asombra, cuando llegamos, de que mi
covacha sea tan modesta. No se asombra de que en el casi decenio transcurrido mi status siga estancado
en el subdesarrollo. Tercer mundo en pleno corazón de París. Mi frase genial merece su condescendiente
visto bueno. Y mientras se quita la chaqueta y el pañuelo verde y deposita el bolso sobre un banquito que
luce, impúdico, un par de calcetines y una camisa sucia, va examinando los afiches y una foto de mis viejos.
Después se sumerge en los libros. Nada de matemáticas, qué desquite, etc. Tampoco ella. Y entonces qué.
Historia, sociología, literatura a veces, pero sólo poesía. Yo en cambio economía, ciencias políticas,
literatura también pero sólo novela. Ah. Dos horas nos lleva la consideración y ampliación de temas
marginales. Qué estamos haciendo, de qué vivimos. Yo de guardias nocturnas en un hotelito de la rue
Monge. Ella, de traducciones, todavía clandestinas, porque no tiene residencia. Y otras cuestiones: el
carácter de los franceses, los engorros de la documentación, los compatriotas y el ghetto, la soledad no es
la misma aquí que allá, la nostalgia como detergente, la nostalgia como corrosión, la nostalgia como
consuelo. En los cuatro por cinco de superficie caminamos, nos sentamos, me tiendo en el camastro, se
recuesta en la pared, miramos por la ventana, nos lavamos las manos, hago café (soy poseedor de una
prodigiosa cafetera italiana, regalo de un chileno que regresó a Temuco), miramos fotos, revisamos
recortes, nos acariciamos al pasar, nos besamos pero en el pelo. Y de pronto se hace un silencio. Un silencio
espeso después de tanta charla transparente. Estoy sentado en el borde del camastro, y ella está cerca, en
mi única silla, los codos apoyados en mi renga y apolillada mesa. Entonces la atraigo. Suavemente, como
quien recupera un proyecto inconcluso, pero ahora con más tino, más experiencia, más hondura, más
ganas de hacerlo realidad. Ella se deja abrazar y hasta diría que me abraza, pero gracias al espejo de mi
afeitada cotidiana, puedo ver que de nuevo está mirando al infinito. La aparto con todo el cariño de que
dispongo, que es bastante, y le tomo la cara con las manos. Estoy conmovido y sin embargo encuentro
fuerzas para preguntarle qué pasa, qué le pasa. Murmura algo en un tono tan quedo que no alcanzo a
captar ni una sola palabra. Me toma una mano y la guía lentamente hasta su suéter marrón, en realidad
hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada. No sé por qué comprendo que aquel gesto no tiene su
significado más obvio. Los ojos que me miran están secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso,
entendés. Eso es lo que dice. No puede ser, por mí y por vos. Eso es lo que dice. Todos los paisajes
cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía,
Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice.

PATRÓN      Cuento de Abelardo Castillo


La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar
una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos
duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque
ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo
anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula
dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el
amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era
obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que
nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad
quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –
muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la
mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado
sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por
encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a
pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la
muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el
asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es
chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le
salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a
Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja.
Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad,
zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel
curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el
silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro
Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a
la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco
sobre los cuartos, porque Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie
más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el
viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo
hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.
–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo,
que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del
monte de eucaliptos, detrás de los pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le
tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró,
como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí,
dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–.
muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más.
Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias,
que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era
grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras
y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos,
los más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con
ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo
como para reventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los
quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a
cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein ta años y estaba acostumbrado
a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido
bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un animal, una bestia bella y
chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una
rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a
venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del
hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca
arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre
tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza
despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo,
y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la
espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba
ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo.
Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar
mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.


En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio,
mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una
expresión menos parecida al respeto que a la amenaza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida
por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la
muchacha, se quedaron quietos. Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una
estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa.
El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si
andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido impaciencia,
apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la
cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de
algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o
el almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano
pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a
terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de
reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos
pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se
vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un
trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse
en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido
durante una de esas noches furibundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un
animal maneado, poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo.
De pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había salido con la suya o por la
mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos.
La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo
le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes,
durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.


Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el
pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco:
Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del
hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y
ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la
llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos
del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un
chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el
mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la
noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las maderas.
La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te -
miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato
volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire,
atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre
la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el
cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor
Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas
sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le
hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo
entonces el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse;
tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo
del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber
podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des pués garabateó en un
papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que
Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de
Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y
se quedaba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba
mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto
alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco, cada día
menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se
han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo
podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el
rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que
naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los labios temblorosos.
Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de
Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las
comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez,
semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la
cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud
unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared,
extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la
mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera
empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos
hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba
si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por
semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir
al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la
cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la
cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran do en la antigua
cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la
fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a
tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de
Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y
amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara,
el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido fraguando en
su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apretando los dientes, mordiendo
algún quejido que le subía en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla.
Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo
que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había
experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo
solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi vinó el gesto, la
mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.


Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le
había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –
Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que
ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo.
Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se
metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito
largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el
viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó
sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo:
Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy
extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al
viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra ron luego. Fue un segundo:
Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es -
perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la
cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también
hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos;
arrinconada en un ángulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado
grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El
chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se
quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo tente,
tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos.
Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se
aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el
Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

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