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ii) La condición jurídica de “persona no condenada” que tiene todo investigado proclama
que para poder quebrantar el principio de presunción de inocencia es indispensable que
un imputado sea condenado bajo la existencia de una prueba plena que logre en el
juzgador una percepción de responsabilidad penal más allá de toda duda razonable,
concepción final que deberá se formada dentro de todas las garantías procesales
debidas. Por lo que si durante la etapa juzgamiento no se logra obtener una prueba
completa o suficiente (es decir, que si solo la imputación se sostiene sobre prueba
incompleta o insuficiente), no es posible condenar al acusado y, el acto procesal
subsiguiente válido será la absolución.
La Corte IDH ha señalado que “la falta de prueba plena de la responsabilidad en una
sentencia condenatoria constituye una violación al principio de presunción de
inocencia”[2]. Así, la acreditación de la responsabilidad penal (culpabilidad) constituye un
requisito esencial para fundamentar la sanción penal por parte del órgano jurisdiccional y,
la carga de la prueba siempre recaerá en la parte acusadora. Es más, la garantía de la
presunción de inocencia exige a todo juez que no se inicie un proceso de juzgamiento con
la concepción arbitraria de que todo acusado ha cometido el delito atribuido.[3]
iii) El principio de presunción de inocencia obliga, entonces, que quien acusa un presunto
hecho ilícito y considera que puede ser atribuible al investigado tiene que demostrar no
solo que existe una conducta reprochable penalmente sino que además puede ser
atribuible al imputado; acto que deberá fundarse bajo la existencia de prueba suficiente.
En tal sentido, dicho principio se convierte en el eje medular del juicio y del estándar de
apreciación probatoria que excluye y sanciona la subjetividad y arbitrariedad de la
actividad judicial al momento de decir un caso, por eso se dice que la apreciación de la
prueba ha de ser objetiva, racional e imparcial.
iv) La carga de la prueba, entonces, siempre estará situada en la balanza del órgano
acusador (Estado), pues es el órgano que tiene la obligación de sustentar la hipótesis
delictiva de su acusación que conllevará a la acreditación de la responsabilidad penal del
imputado. Con ello queda descartada cualquier concepción contraria a lo argumentado,
es decir, que queda proscrita cualquier proposición jurídica procesal que trate de invertir
la carga de la prueba al imputado, toda vez que este último no tiene la obligación de
probar su inocencia ni mucho menos aportar pruebas de descargo. Si bien el derecho a la
prueba nace como una manifestación del derecho a la defensa de poder contradecir e
invalidar la hipótesis delictiva del acusador aquel acto será facultativo y, se ejercerá
válidamente con el aporte de contrapruebas o pruebas de descargo compatibles con
hipótesis alternativas que el acusador tendrá que invalidar. Y, será tarea del juzgador
poder evaluar objetivamente cada una de las pruebas y contrapruebas aportadas por las
partes a fin de llegar a desvirtuar o no las hipótesis de inocencia que surgieran del
análisis probatorio.
v) Por último, en los casos en que nos encontremos frente a pruebas incriminatorias
basadas –exclusivamente– en la declaración de un coimputado estas han de ser
tomadas como mucha prudencia y objetividad. Señala la Corte que si bien existe o podría
existir un relato incriminatorio por parte de un coacusado estas pruebas comprenden un
valor indiciario, por lo tanto, forman parte del universo de prueba indirecta o indiciaria que
puede existir durante el proceso y, la valoración de su contenido deberá estar ligada
siempre a la interpretación del principio de la sana crítica. La única forma que dichas
pruebas puedan generar convicción probatorio al momento de tratar de acreditar la
responsabilidad penal de un acusado será mediante la corroboración indiciaria de lo
manifestado, acto que será probado bajo el conjunto de indicios serios, precisos y
concordantes que puedan concluir una sólida incriminación.
[1] Véase el caso J. vs. Perú, sentencia de 27 de noviembre de 2013, párr. 157, y el caso
Ruano Torres vs. El Salvador, sentencia del 5 de octubre de 2015, párr. 126.
[2] Véase el caso Cantoral Benavides vs. Perú, sentencia del 18 de agosto de 2000, párr.
121).
[3] Véase el caso Cabrera García y Montiel Flores vs. México, sentencia del 26 de
noviembre de 2010, párr. 184; y, también el pronunciamiento del Tribunal EDH, caso
Telfner Vs Austria, sentencia de 20 de marzo de 2001, párr. 15.
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