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WILLIAM OSPINA

SELECCIÓN DE
ENSAYOS
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El accidente global

20 mar 2021 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Esta pandemia ha arrojado luces nuevas sobre lo que significa no ser criaturas aisladas
sino ser parte de una especie.

Si lo que come una persona en un mercado de una ciudad china de provincia puede
mantener encerrada por un año a toda la humanidad, lo que haga una generación con su
cuerpo puede tener hondos efectos sobre todas las generaciones del futuro.

El mundo dio un mal paso cuando la enfermedad se volvió mejor negocio que la salud y
cuando los gobiernos decidieron apostarle más a la curación de las enfermedades que a
su prevención. No agua potable, alimentación sana, higiene, educación, relación con la
naturaleza, trabajo estable y entorno afectuoso, sino principalmente productos
farmacéuticos y cirugías: la salud como una cuestión de hospitales y de salas de
urgencias, y sobre todo como un inmenso sistema de seguros obligatorios y costosos,
para lo cual conviene mucho que la amenaza de la enfermedad sea continua y
omnipresente.

Siempre habrá enfermedades que tienen que ser atendidas y curadas, que requieren
medicamentos y quirófanos, pero tendrían que ser la excepción y no la norma; el
esfuerzo mayor tendría que estar en la salud pública preventiva, en la inmunidad natural
del cuerpo, en su vitalidad, en la capacidad de fortalecer sus defensas en la lucha contra
los gérmenes.

Yo sé que una pandemia es un accidente y hasta ahora no creo que nadie tenga la
posibilidad ni la temeridad criminal de liberar patógenos mortales que pueden mutar por
el camino y destruir de vuelta a quienes los diseñaron. Pero ya Virilio nos dijo que todo
invento trae su accidente: que el barco trae la posibilidad del naufragio; el automóvil, la
posibilidad del choque; el avión, la posibilidad del siniestro aéreo, y la globalización, el
incremento del riesgo del accidente global.

Pero si la enfermedad de alguien corre el riesgo de ser un negocio, el mayor negocio


imaginable termina siendo una peste, una enfermedad presente simultáneamente en el
mundo entero como realidad y como amenaza. Porque una cosa es un paciente y otra,
miles de millones.

La principal defensa que hemos tenido frente a la actual pandemia es la inmunidad


natural de los organismos, mayor en unas culturas y en unas comunidades que en otras;
y lo más digno de reflexión en esta crisis no es solo que uno de cada mil humanos pueda
morir a causa del contagio, sino que 999 sobrevivan a él.

Cuando se declaró oficialmente la pandemia, algunos funcionarios de organizaciones


mundiales de salud alzaron la voz para advertir que eso exigía que los medicamentos y
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las vacunas fueran inmediatamente declarados bienes públicos de la humanidad. Nadie


los escuchó, pero es evidente que, ante un peligro tan grande, habría que poner la salud
pública por fuera de las leyes del mercado.

Eso no significa que no haya que cubrir los costos de las investigaciones y los procesos
de producción de vacunas y medicamentos, pero para salvarnos de la especulación, de
las presiones y las maquinaciones que estamos viendo, sería preciso que los recursos
que financian esos trabajos no fueran fundamentalmente privados. Es necesario un
fondo mundial de prevención y de investigación que proteja a las sociedades de las
injusticias del mercado. Ya vemos que el poder de los países y su nivel de influencia
están determinando el orden de acceso a las vacunas y a los tratamientos, el ritmo de
aplicación y de inmunización. Nunca había sido tan evidente la desigualdad entre los
países y el papel del mercado en los asuntos de la salud.

Pero si alguna consecuencia tendrá esta pandemia es que muy pronto las naciones
tendrán que hacer un pacto de seguridad universal por una razón sencilla: las vacunas
pueden volverse inútiles si no se las diseña con responsabilidad y si no se las aplica con
equidad. Los recientes casos de mutaciones del virus en el sur de Inglaterra, que lo
hicieron más contagioso, en las selvas de Brasil, que parecen haberlo hecho más letal, y
en las granjas de visones de Dinamarca, donde parece haber sido conjurado a tiempo
con el sacrificio de millones de animales, son una advertencia de que mientras el mal no
esté superado en todas partes no está superado en ninguna.

¿De qué les servirá a los países ricos estar vacunados totalmente si en un país pobre no
inmunizado puede aparecer una mutación que ponga en peligro otra vez al mundo
entero? Aquí la lógica de los privilegios no funciona, las leyes de la naturaleza no se
someten a prioridades ni a ventajas, el fuego quema igual para todos y la sed es la
misma en todas las gargantas.

Si la rapidez con que se han aprobado las vacunas fuera una muestra del desvelo de las
empresas por inmunizar a la humanidad, no estaríamos viendo este desequilibrio
obscenamente mercantil en su distribución. Todo lleva a pensar que es la lógica del
mercado y la magnitud del negocio y no la generosidad lo que mueve a abreviar esos
plazos. Y casi obliga a preguntarse si una vacuna tratada como asunto de emergencia y
aplicada a toda prisa no podría ser un nuevo factor de riesgo para todos.

Es la época, con su pathos de inmediatez y su utilitarismo, la que ya no permite que los


procesos maduren, que se atienda a las prioridades y que los riesgos se minimicen.
Descubrimos de nuevo que los ángeles del bien tienen inesperados cuernos de oro. Si ni
siquiera sabemos qué resultados tendrán estas vacunas en el mediano plazo, menos
podemos saber qué efectos pueden tener sobre la vida de las generaciones.

Por eso ya hay personas en edad de reproducirse, jóvenes que no se sienten tan
letalmente amenazados por el virus, que se han cuidado sobre todo para no correr el
riesgo de contagiar a las personas mayores, y que se están preguntando si en su caso no
convendría más esperar a que se cumplan todos los protocolos que aconseja la
prudencia.
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El riesgo de una mutación es inquietante, pero las empresas productoras, con estas
prácticas sinuosas, no están mostrando toda la transparencia que debieran, en un asunto
que reclama los más altos grados de responsabilidad y de generosidad.

La maldición de la riqueza

27 feb 2021 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Tenían razón los sabios de nuestra Expedición Botánica: aquí a nada había que prestarle
tanta atención como a las plantas, porque ellas podían ser nuestra salvación o nuestra
perdición.

A lo largo de los siglos han sido lo uno y lo otro: hemos vivido de la quina, del tabaco,
de plantas adaptadas a nuestro suelo de cenizas como el café, y ahora vivimos
trágicamente de la coca. Pero la diversidad vegetal de esta tierra, su profusión de formas
y propiedades, ofrece una posibilidad de usos medicinales e industriales incalculable.

Las láminas de la Expedición Botánica, que los duros soldados de la Reconquista


embalaron y enviaron a España antes de fusilar a sus autores, son el testimonio
perdurable de nuestra primera gran aventura a la vez científica y artística, y marcaron
temprano la vocación del territorio.

Hay quien dice que esta región del mundo ha sido castigada con la maldición de la
riqueza. A veces no tener nada, o tener poco, mueve a los países a esforzarse y crear;
tener mucho suele mover más bien a la rapacidad y a la discordia. Porque no bastan las
riquezas: es necesario un sentido de comunidad que les enseñe a las naciones el arte
generoso de conocer y compartir.

Israel tiene 23.000 km², nueve millones de habitantes y es un desierto: son tierras en las
que hay que luchar por todo, por el agua, por la vegetación, por la vida. Qué
sorprendente es pensar que una fracción de Colombia, el Tolima, por ejemplo, tiene
también 23.000 km2, pero de llanuras fértiles a lo largo de un río milagroso, tierras
medias de climas benévolos y más arriba glaciares, páramos, fuentes de agua. A pesar
de eso, con solo un millón y medio de habitantes, el Tolima no es precisamente una
potencia mundial. Al otro lado de la cordillera central, el Valle del Cauca, también con
23.000 km2, es una región semejante de tierras fertilísimas en la llanura, de tierras
medias pródigas en alimentos, bosques sobre los farallones y más allá tiene esa
despensa de biodiversidad que son las selvas litorales de Buenaventura, la riqueza del
Pacífico.
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Si añadimos el Chocó, ya tendríamos en solo una décima parte del territorio de


Colombia una profusión de aguas, una comarca extraordinaria de riqueza y de vida. Y ni
hablar del resto del país. ¿Qué es lo que hace que no logremos convertir todo ese tesoro
en paz y en bienestar para la población? ¿Por qué alimenta más eficientemente la China
a 1.500 millones de habitantes, que Colombia a 50 millones?

Con riquezas salidas de estas tierras se emprendió la modernidad europea. ¿Alguien


creerá que aquí casi ni siquiera tenemos carreteras? ¿Que en 2021 no hay una vía
completa de doble calzada entre las dos principales ciudades del país? ¿Que Tumaco,
Buenaventura y Bahía Solano están llenas de villas miseria y de violencia, porque al
parecer solo las mafias han descubierto que esas son las puertas al Pacífico?

¿Alguien creerá que esos dos territorios contiguos, el Tolima y el Valle, dos vertientes
de una misma cordillera, no están comunicados? ¿Que prácticamente no se puede pasar
de Tuluá a Roncesvalles, de Buga a Chaparral, de Palmira a Ataco, de Florida a
Planadas? ¿Que para comunicar al Tolima y al Valle hay que cruzar el paso de La
Línea, y eso porque es la ruta abierta para ir a Bogotá? ¿Cómo podemos amarnos si no
nos conocemos, si estamos en el reino kafkiano de lo inaccesible? La bota caucana está
sellada. Medio país es la dimensión desconocida.

Ahora, cuando recomienza la eterna ilusión electoral, esa primavera de la esperanza que
un año después se convierte en el invierno de la desesperación, en vez de hablar tanto de
nombres, de salvadores y de superhéroes, debería hablarse más de la integración del
país, de la iniciativa de sus gentes, de ese horizonte de oportunidades que se sigue
esperando desde los tiempos de Gaitán. Pero ya esas cosas no parecen importarle a
nadie, ni siquiera como señuelo electoral.

Hay en esta región equinoccial una planta de uso antiquísimo que tiene todas las
propiedades alimenticias y medicinales: la hoja de coca. En ella se han concentrado de
un modo asombroso los elementos y las virtudes de la naturaleza. En esa planta
asombrosa se han basado la más famosa industria legal y la mayor industria ilegal de
nuestra época, la Coca-Cola y la Cocaína.

Hierro, calcio, fósforo, magnesio, sodio; las vitaminas, los carbohidratos y las proteínas:
al parecer todo lo puso la naturaleza en esta planta. Tiene grandes virtudes digestivas,
paliativas y antiinflamatorias, y sería el principio de poderosos analgésicos, anestésicos
y complementos vitamínicos. Unida a los saberes ancestrales, la ciencia podría diseñar
miles de usos que la convirtieran de otro modo en uno de los fundamentos de nuestra
economía. En cambio hemos permitido que esa riqueza natural se convierta en un factor
de rapacidad y de locura, en un negocio que sacrifica sin cesar vidas humanas, víctimas
de una guerra que no existiría si supiéramos agradecer los dones de la tierra y
aprovecharlos con sabiduría y con prudencia.

“Podemos imaginar otros futuros gracias a la planta que tanto hemos demonizado. ¿No
sería una hermosa alegoría que fuese justamente la coca la que le diera un giro a nuestra
trágica historia?”, escribe Melba Escobar en su comentario al libro de Wade Davis sobre
el río Magdalena. Y añade: “Qué ironía. Pensar que la salvación para nuestro
ecosistema, nuestra economía y nuestro conflicto puede estar en las mismas plantas que
desde afuera, y por intereses ajenos a los propios, tanto nos hemos empeñado en
satanizar y erradicar”.
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Tiene razón. El destino ha puesto en nuestra tierra una riqueza asombrosa. Y a nuestros
gobiernos, tan sumisos ante el mismo imperio que fue el primero en sacarle beneficios
legales a esa planta, en vez de echar a andar miles de proyectos de investigación,
centenares de industrias benéficas, lo único que se les ocurre es hacer llover veneno
sobre ella.

Siete siglos de un sueño (I)

6 feb 2021 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Robert Browning escribió que comprender las leyes del mundo es ver escrito en la
leyenda de los siglos en grandes caracteres lo que en letra menuda cuenta el relato de
nuestra propia vida, porque ambos textos coinciden. Ese juego de reflejos entre lo
grande y lo pequeño respondería a la famosa sentencia: “El orden inferior es un espejo
del orden superior, las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las
manchas del jaguar son un mapa de las incorruptibles constelaciones”.

Hace siete siglos un hombre intentó crear con palabras, con las facultades de su mente y
de su memoria, una réplica verbal, una especie de modelo a escala del universo, como
podía concebirlo su tiempo.

Desde niño, Dante Alighieri estaba enamorado de Beatriz Portinari. Era un amor
opresivo y doloroso, hecho de veneración y de deslumbramiento. Dante, más que amar a
Beatriz, la adoraba de una manera religiosa y patética, sentía el terror de la belleza, el
pánico de su cercanía, sentía el poder de Dios acechando en su mirada. El amor, dice
Borges, le permitió ver a Beatriz como Dios la veía, y tal vez por eso nunca se atrevió a
acercársele.

Como era de esperarse, ella un día se casó con otro, y cuando Dante intentaba apenas
reponerse de ese duelo, Beatriz, muy joven aún, enfermó y murió. Dante comprendió de
repente que el único tiempo en que habría podido ser dichoso había pasado, que el único
ser con quien habría podido ser feliz ya no existía.

Necesitaba más que nunca creer en otros mundos porque en este ya lo había perdido
todo. No acabamos de saber si una tarde tuvo un sueño o si fue más bien una visión. Lo
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cierto es que se le apareció su amada muerta, le reveló dónde estaba, y él decidió ir


hasta la muerte a buscarla. Dante no se lo dijo a nadie, pero se preparó para su aventura.

Comprendió que para conocer el paraíso, así fuera apenas en la imaginación, tenía que
conocer también el infierno. Para hacer ese camino que le permitiría verla de nuevo,
tenía que recorrer las grutas fétidas y aterradoras del mal, los sótanos donde no hay
esperanza, los peñascos de la mortificación, los cuadros incontables de la maldad
humana, la desdicha, la humillación y la infamia. Regiones donde cada quien está
atormentado por el demonio de sus propios actos, por la repetición, hasta el fin de los
tiempos, de aquello que hizo en la vida. Y así concibió su idea de la justicia divina,
el contrapasso, donde lo que fuimos e hicimos se repite sin fin, para enseñarnos, como
después Swedenborg, que solo debemos hacer lo que quisiéramos hacer para siempre.

Algunos dirán que Dante decidió escribir un libro, pero lo que hizo fue seguramente
más asombroso: vivió con el cuerpo y con la mente, “con alma, con sangre, con nervios,
con músculos”, como diría un poeta nuestro, la aventura pecadora y temeraria de
atravesar el infierno, construyéndolo al mismo tiempo con una filigrana tal que no solo
lo hizo verdadero para sí mismo sino inolvidable para la humanidad; la aventura de
recorrer después palmo a palmo el purgatorio y de llegar finalmente un día, aterrado,
humillado, esperanzado, casi sin poderlo creer pero al mismo tiempo sin poderlo dudar,
hasta un río tranquilo junto al cual estaba ella, y más allá del cual, entre soplos de
música, no solo comenzaba el paraíso sino la morada de esa mujer que fue siempre su
razón de vivir.

Dante fue la mente más ambiciosa de su tiempo y el viajero más temerario. Porque más
valiente que explorar el mar como Colón, el cielo como Copérnico, el orden de los
mundos como Giordano Bruno o Galileo, era atreverse a explorar también los reinos de
la muerte, del pecado, de la fe, del amor, los antros de la perdición, las terrazas de la
esperanza y un vórtice de seres luminosos, ese remolino de verdades y de símbolos
donde tal vez se oculta Dios y desde donde nos mira.

Así recorrió Dante el camino que lo separaba de Beatriz, para encontrarla de nuevo,
para caminar a su lado, ya no en el tiempo, sino en la eternidad. Osip Mandelstam ha
comparado La Divina Comedia con un cristal de formas entrelazadas, una suerte de
multiedro de trece mil caras que fuera también una colmena cósmica donde se atarean
innumerables abejas, pero no formando solo panales de exquisita simetría, donde “el
espacio surge virtualmente de sí mismo”, sino una red sensitiva, como la tela de una
araña, una tela sutil donde lo mismo cada hebra que el diseño total ha brotado del ser
que la habita.

Y George Steiner ha escrito este comentario: “Cristales, panales de miel, retículas


vitales de la telaraña: cada uno es una analogía del hallazgo exultante de Mandelstam de
que la totalidad de la Comedia «es una sola estrofa, unificada e indivisible. Una estrofa
de 14.233 versos escritos, según nos dice la evidencia, a lo largo de diez años de
desarticulación personal y de agitación política»”.

Lo que este comentario insinúa es que ese organismo de palabras, el poema de Dante, a
través de un juego de intuiciones, de la erudición y la meditación filosófica, gracias a
ese tejido de conocimiento acumulado que es una lengua, y mediante los poderes
perceptivos y expresivos del ritmo, las resonancias de la rima, el poder órfico de la
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música verbal, un arte combinatoria de ecos y reflejos, de metáforas y de incontables


recursos gramaticales, pudo llegar a convertirse no en un objeto de belleza añadido al
mundo, sino en un modelo verbal de la mente y aún de la realidad misma

Nunca he podido entender la frase: “Basta un solo rubí para detener el curso de un río”.
Pero La Divina Comedia sugiere ese rubí misterioso que detuvo un mundo y abrió otro,
no como rayo de cielo sereno sino como resultado de las tormentas de la historia. En
Dante es tan importante el poeta como el político, el filósofo como el naturalista, el
sabio como el vagabundo y el gramático como el enamorado. Incluso como el más
patético de los enamorados, que es el enamorado sin remedio de una muchacha muerta,
alguien que es capaz, como Robert Browning ante el cadáver de la joven Evelyn Hope,
de hacerle promesas: “No más. Toma este pétalo, tenemos que ser fuertes. / En tu fría,
dulce mano, llévalo a donde vas./ Será nuestro secreto. Duerme. Cuando despiertes ,/
Podrás recordar todo. Todo lo entenderás”.

Ese amor que Dante entronizó en lo más alto de la pirámide celeste es el amor que
abrasó sus entrañas desde la infancia; y el Dios de justicia y venganza que aprendió en
el tribunal de espantos de su Toscana medieval terminó transfigurándose en esa visión
tornasolada que forman los ideales de Agustín y las razones de Tomás, las florecillas y
el canto de las criaturas de Francisco de Asís, a través de los laberintos verbales de los
cátaros, de las juglarías de los señores de Montegnac, y del rumor de villanelas y
sextinas de los trovadores provenzales.

Cada lección recibida le abría caminos. Como al andar de Buda a cada paso brota un
loto de la tierra, cada verso parece abrir aquí una puerta que los siglos habían preparado.
Dante las iba abriendo con sus llaves de plata, y podemos suponer que guardó la llave
de oro para la puerta que no debe abrirse.

También está aquí el resurgir de un rostro femenino de la divinidad, que enseña el


asombro y el cuidado con el universo. Dante tomó las palabras de una lengua que nacía
en las calles, lejos de los palacios, y tejió con su música el idioma de una nación; tomó
los miedos más antiguos e hizo con ellos los milagros más nuevos. La humanidad lleva
ya siete siglos leyéndolo, y cada vez está más deslumbrada.

Siete siglos de un sueño (II)

13 feb 2021 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

El arte aprendió muy temprano que para hacer reales nuestros sueños se necesitan los
materiales del mundo, árboles, piedras, aguas, yunques, agujas, paños, puertas, puñales,
escaleras. Que son útiles para la ficción las cronologías de la realidad, los rostros que
vimos, los precisos lugares del mapa que nos fue dado recorrer, un hilo del relato que
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permita que todo fragmento conmueva al conjunto, una red cuyos hilos sean tan
sensibles como la tela de una araña, tejiendo historias que continuamente se iluminen
unas a otras, movimientos que se replican, ecos que se desdoblan, rincones que se
reflejan en el otro extremo, un tejido tan sensible y viviente como la piel humana, tan
interconectado como el cuerpo mismo y tan capaz de saltar de lo material a lo espiritual,
para decirlo con palabras de Rilke, “como la lengua, / que atrapada en el cerco de los
dientes, / mantiene la alabanza”.

¿Dónde podía aprenderse todo eso? En un libro que esa edad del mundo había prohibido
y que hoy llamamos la naturaleza. Aquí una piedra, allí un hormiguero, allá la luz
incierta de la luna, aquí el papel que está siendo devorado por las llamas y ese borde en
el que ya ha muerto la blancura pero que no es negro todavía, allí un charco congelado,
allá las ranas que huyen por la ciénaga ante el avance de la serpiente enemiga, aquí un
león, allí un leopardo, allá una loba, aquí un monte bañado por la luz del amanecer, allá
un cielo que parece gozar de sus llamitas, y la barca que se hunde un poco bajo el peso
del viajero, y unos labios que no pueden contener el deseo de besarse, y la espada que
perfora a la vez un pecho y otro, y las ondas que se mueven en el vaso de agua “del
centro al borde o bien del borde al centro”, según si se la golpea por dentro o por fuera.
Todas las cosas le sirvieron al pájaro para hacer este nido.

Así Dante consiguió, por los reinos de la fantasía, reconstruir su casa, su espacio
cultural, la geografía de su región, las pasiones y las discordias de su propia gente. El
suyo fue a la vez un viaje de ida y de regreso, la reinvención en lo eterno de su nicho
temporal; así fundió la aldea con el universo, la leyenda familiar con el cosmos y la
memoria personal con la leyenda de los siglos.

Hace siete siglos el mundo abundaba como hoy en glotones y en borrachos, en ladrones
y en asesinos. Ira, envidia, crueldad, traición, violencia, codicia, engaño, perversión,
tiranía. Saltaba a la vista que tantos males no eran corregidos en el mundo, que el bien
no triunfaba y que el mal pocas veces padecía castigo. Tal vez por eso la humanidad
había inventado esos establecimientos difusos donde después de la muerte cada quien
respondiera por los pecados que no había pagado en la Tierra. Y como también el
mundo estaba lleno de amor, de generosidad, de heroísmo y de compasión, había
regiones gloriosas donde recibían su premio los que en vano en la vida lo habían
merecido.

A ese infierno de culpas y a ese cielo de méritos los clérigos añadieron una región
intermedia donde las almas de los muertos pasaban largo tiempo esperando la gloria.
Todos en Occidente creían en aquellos reinos, pero casi nadie se esforzaba por
imaginarlos.

Así que fue Dante Alighieri, un prior expulsado de la ciudad de Florencia por la insidia
de los adversarios políticos, quien logró imaginar minuciosamente los pantanos del
infierno, las terrazas del purgatorio y la luz sideral donde baten sus alas miríadas de
ángeles. El misterio era grande y temible, y estaba tan vedado a los hombres que, para
penetrarlo, a Dante no le podían bastar su curiosidad, su imaginación y su osadía:
necesitó uno de esos proyectos que solo conciben los enamorados.

Nosotros lo vivimos como un libro, como un cuento y también como un sueño mágico,
que podemos volver a visitar en detalle cuantas veces queramos y siempre nos revela
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algo nuevo, pero para Dante tuvo que ser más que un sueño, más que un delirio o una
alucinación. El poder que sigue teniendo ese libro prueba que fue una visita real; que
Dante —como lo creían después sus vecinos— estuvo en el infierno y habló con los
muertos; que Dante se encontró con Beatriz junto al río, recorrió con ella los cielos
cristalinos, pudo decirle al fin con solo mirarla todo lo que había callado en la Tierra, y
pudo escuchar de sus labios todo lo que quería saber de los secretos del universo.

Su libro tiene fama de ser el más sabio que haya escrito un ser humano y también el más
espléndido. Está tejido de tanta belleza, verso a verso, que cuesta trabajo imaginar que
lo hizo un ser humano, que no lo dictaron los ángeles.

La humanidad lo leyó primero como una aterradora visita al infierno, como un


privilegio y como un pecado; unos lo vieron como un tratado de teología, como una
clasificación de los estados del alma, como el testimonio del fin de la Edad Media y el
anuncio de la llegada del Renacimiento, como una crónica de Florencia, con sus lugares
y sus gentes, sus pasiones y sus guerras, y también como una rigurosa cosmología. Una
lección de historia, un tratado de psicología, una honda reflexión sobre la moral, sobre
el poder, sobre la imaginación. Llamamos clásico a un libro que tiene cosas que decirle
a cada época, a cada cultura: que nos habla siempre de lo que permanece. Hoy vemos el
libro de Dante como la aventura estética más compleja y refinada de las literaturas de
Occidente.

Dante lo había llamado la Comedia, pero más tarde Boccaccio lo llamó La Divina
Comedia y ya nadie se animó a llamarlo de otro modo. El retrato de un hombre y sus
peregrinaciones tatuado a la vez de mundos y leyendas. La voz de un poeta desterrado
que es también el coro de una época. El fin del espiritualismo y el comienzo del
naturalismo. En ese cielo estrellado donde la Edad Media veía “un monstruo hecho de
ojos”, Dante vio que el planeta Venus, que nos consuela con amores, “iba haciendo reír
todo el Oriente”. Y la naturaleza, a la que temíamos, comenzó a sonreírnos.

Dante creyó de verdad que Dios es amor, y como su vida era gobernada por aquella
aparición misteriosa y perturbadora llamada Beatriz, sintió que si el cielo estaba
gobernado por el amor, en el centro del cielo estaría la mujer que él había amado con
desesperación, y dispuso todo alrededor de ella de tal modo que ni ella perdiera realidad
ni el cielo perdiera misterio. Y llegó a esa extensión mágica de la enseñanza de Cristo:
la idea de que el amor enlaza las partículas y los mundos, como la música de los tercetos
convierte en una sola red sensitiva ese ritmo que mueve el sol y las estrellas.

Hubo un Renacimiento, pero hubo también un Nacimiento. Dante adivinó que había
montañas más allá de los mares y desde las penumbras de la Edad Media casi alcanzó a
ver nuestro mundo. A veces me digo que cuando nos sea dado ver a Dios, como Dante
en el último canto de su Comedia, en ese Aleph, en ese torbellino, veremos nítido
también nuestro rostro y no sabremos ya si somos el que mira o el que está siendo
mirado; que en ese vórtice animado en millones de destellos, cada uno una historia, en
esa colmena donde vuelan, necesarias, las alas del bien y del mal, serán una misma cosa
lo que está dentro y lo que está afuera, y aprenderemos por fin el secreto de la rosa, “que
prodiga color y que no lo ve”.
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Los milagros posibles

23 ene 2021 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Ya hace un año, cuando comenzaban las alarmas de la pandemia, teníamos que saber
que el peligro solo terminaría cuando más de la mitad de la población del mundo se
hubiera inmunizado frente al virus. Muchos lo dijeron y hasta recomendaron que lo que
teníamos que hacer era contagiarnos pronto, para que más pronto terminara la
emergencia.

Pero eso suponía un sacrificio terrible: así no muriera sino el dos por mil de la
población mundial, ello equivaldría a 15 millones de personas. Alguien dirá que es
poco, frente a pandemias que se llevaron al diez por ciento de la humanidad, o frente a
la peste negra medieval, que mató más de la mitad de la población de Europa. Pero el
corazón no sabe de estadísticas: un solo muerto amado puede derrumbar nuestra vida.

Los Estados Unidos acaban de darnos una lección tremenda. Un presidente bufonesco y
megalómano, temiendo que la economía se derrumbara y con ella su reelección, declaró
que no había tal pandemia sino apenas una gripa estacional un poco más fuerte. Y hasta
afirmó que si la gripa estacional se llevaba cada año en su país a 60.000 personas, ellos
estaban dispuestos a sacrificar algo más.

Eran certezas temerarias. Pronto se vio que no sabíamos qué pandemia era esta, y es
posible que no lo sepamos todavía. Ya han muerto en Estados Unidos más de 400.000
personas; en el mundo, dos millones; en Colombia, 50.000, mucho más de lo que pudo
pensarse inicialmente, y aún no se ha contagiado una cuarta parte de la población.

La pandemia ha pasado otras cuentas de cobro. A Donald Trump, por irresponsable y


por insensible, ya le cobró la presidencia que tanto amaba, y tenemos que agradecerlo
porque Trump era más peligroso que la pandemia para el mundo. Si negando la
gravedad del virus facilitó la muerte de 400.000 personas, negando el cambio climático
pudo llevarnos a una situación irreversible con el clima mundial. Ahora no es que
estemos a salvo, pero sentimos que algo puede cambiar. Es alentador ver que la
humanidad es capaz de reaccionar, que 80 millones de personas hayan advertido el
horror de avanzar por el camino irresponsable y estúpido que el magnate aconsejaba.

Ha pasado un año: por un milagro de la voluntad y de la ciencia ya hay vacunas


disponibles, pero todavía será arduo el proceso de vacunación. Hay milagros posibles, y
si la primera prioridad del mundo era salvarse de Trump y de su marcha ciega hacia el
abismo, la segunda prioridad es inmunizarse frente a la pandemia y hay que hacerlo con
la mayor rapidez. Joe Biden ha anunciado 100 millones de dosis enseguida para los
Estados Unidos. Colombia necesita 20 millones de vacunas con la mayor urgencia, y el
mundo, 3.000 millones enseguida.
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Por qué enseguida (y esta es la razón por la cual esperar a que la mitad del mundo se
contagie es una mala idea): el mayor peligro no es ni siquiera el virus, el mayor peligro
es que en las mutaciones que el virus alcanza en su contacto con los organismos pueda
presentarse alguna que lo vuelva potencialmente más mortífero. Ya era peligrosa una
mutación durante la pandemia de gripe española hace un siglo, pero entonces éramos
2.000 millones de personas; hoy somos 7.500 millones en el mundo. Es evidente que si
el virus tiene acceso hoy a tres veces más seres humanos que antes, el riesgo de una
mutación fatal es mucho mayor.

Por eso pienso que es tan grande la urgencia, hasta el punto de exigir que los gobiernos
la conviertan en su tarea ineludible. Ya que tenemos la posibilidad de esas vacunas que
nos acercarían a la inmunidad colectiva, la primera prioridad en el planeta entero es
vacunar a todo el mundo.

La humanidad podría inmunizarse en años por la vía natural del contagio, pero también
podría perecer mientras espera. En otros tiempos, cuando la especie estaba dispersa y
era más sana y lenta, el peligro era menor: hoy, con esta globalización que todo lo hace
más simultáneo y accesible, sobre todas las cosas flota una sombra.

Sé que hay muchas personas que no querrán vacunarse porque no les parece natural, o
porque creen en la novela delirante de una vacuna manipulada que nos robará la
voluntad. Pero para manipularnos los poderes del mundo nunca necesitaron vacunas: ya
tienen la democracia corrompida por el dinero, y la publicidad que puede inocular
mentiras sin control y sin pudor que nos convierte en dóciles consumidores de toda
clase de basuras y enfermedades. Como nadie puede obligar a los otros a vacunarse, con
mayor razón las personas sensatas tendrán que vacunarse por ellos, para lograr que más
de la mitad de la humanidad estorbe el camino del virus y conjure el peligro de una
mutación catastrófica.

Aunque dijo poco en su discurso de posesión, Joe Biden no ignora que hay más
prioridades. Una de ellas es detener el cambio climático con una transformación urgente
de la matriz energética, un impulso a los coches eléctricos y una gran modificación de
los hábitos de consumo. Otra es frenar la marejada dramática de las migraciones en
todas las fronteras del mundo por el único camino sensato y sensible, que es detenerlas
en su fuente, ayudando a convertir a los países en patrias generosas y hospitalarias para
sus propios hijos.

Allí donde los monstruos solo piensan en muros y en redadas contra los inmigrantes, en
la infame separación de las familias que buscan supervivencia y futuro, un modelo más
humano tiene que fortalecer la capacidad de los países para dignificar a su propia gente.
La vieja Alianza para el Progreso en la América Latina de los años 60 y el Plan
Marshall para la reconstrucción de Europa pudieron ser mejores, pero nacían de un
pensamiento más lúcido que los muros en las fronteras, los golpes de Estado y la
traición a los ideales democráticos.

También se requiere un esfuerzo por fortalecer democracias reales, sobre todo en este
continente de plutocracias centenarias y enquistadas violencias. Estoy lejos de pensar
que a las democracias se las pueda dictar desde afuera, ni siquiera creo que se las pueda
diseñar desde el poder. Pero ya sería mucho dejar de entorpecer la iniciativa de las
comunidades y dejar de apoyar a gobiernos corruptos y faltos de todo patriotismo.
14

Solo otra prioridad es de vida o muerte: superar la política prohibicionista, que


incrementó enormemente el consumo de droga en el mundo, que a un tiempo destruyó
las economías formales de nuestros países, corrompió las instituciones, nos condenó a la
ilegalidad y nos abandonó en manos del crimen, convirtiendo a los jóvenes de un
continente lleno de sueños no sólo en víctimas sino también en verdugos, seres que
pasan de prisa por la vida, viendo apenas como en un relámpago el mundo y sus
milagros.

La ley de la naturaleza, que no puede


comprarse, permitirá reinventar la
democracia

19 dic. 2020 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

A comienzos del siglo XIX Humboldt dijo que la Colonia había dejado entre nosotros
tantas estratificaciones y tantas exclusiones que sería difícil que aprendiéramos a vernos
alguna vez como conciudadanos. Primero venían las conquistas y después los
descubrimientos. Por eso llevamos siglos tratando de descubrir América. No vemos las
pirámides, las cabezas olmecas, los dioses del maíz; los milenios están enterrados;
kilómetros de petroglifos pueden ser invisibles durante siglos. Tardamos mucho en
encontrar Machu Picchu. Lo último que aprendemos es lo más cercano.

Palabras venidas de muy lejos se esforzaban por nombrarnos, pero entre la realidad y el
lenguaje había un vacío y en él se instalaban los fantasmas. Porque todo colonialismo es
un manual de instrucciones para vivir en otro mundo. Al comienzo la escritura estaba
hecha para desalojarnos, para despojarnos. El más violento chiste americano fue por
siglos: “Los indios nos quieren robar la tierra”, y aquí todavía se escucha. La firma vale
más que el rostro y en esa trinchera se agazapan las burocracias, que nos exigen cada
día demostrar que nosotros somos nosotros.

No quieren que veamos la realidad como nuestra morada sino como nuestro pecado
original: así miramos el peyote, el yagé, la chicha, la hoja de coca. La ceguera era
aprendida y a menudo necesitábamos ojos ajenos para vernos. Necesitábamos a Mutis, a
Humboldt, a Reichel-Dolmatoff. Estábamos seducidos por la civilización europea pero
15

nos sentíamos extraterrestres, culpables de no ver en el espejo a Friné y al Apolo de


Belvedere. Más tarde descubrimos que el problema es que el guante era más pequeño
que la mano. Que Europa no tenía respuestas para nuestros desafíos, porque no sabía de
selvas, ni de salares inmensos, ni de la flora equinoccial, ni de climas diversos y
simultáneos, ni de las cuatro estaciones el mismo día.

Pensando en la democracia, no hay que renunciar al ideal pero sí es necesario renunciar


a la culpa. La democracia venía alterada desde el origen. En la democracia griega no
cabían los esclavos; en la de los Estados Unidos tampoco; en la de la Revolución
francesa no cabían los haitianos. Nos la trajeron como algo acabado, nos ha tocado ir
ampliándola y corrigiéndola, y todavía muchas cosas siguen quedando por fuera.

En la democracia que nos legaron los padres y las madres de la Independencia no cabían
los indios ni los hijos de África. En la que nos escamotearon los terratenientes y el clero
no cabían las mujeres ni los pobres ni las ideas ni los libros. En la que nos fraguaron los
liberales no cabían los mitos ni los milenios ni las lenguas nativas ni el mestizaje. Y en
la que nos vendieron los neoliberales no caben ni la naturaleza ni el territorio ni la
memoria ni el futuro. Ahora el planeta nos está pasando la cuenta y en todo el mundo el
modelo se revela insuficiente. Triunfó la globalización de las cosas y de la basura, esa
extraña globalización cada vez más cerrada para los inmigrantes, para lo humano: los
mismos poderes que obligan a los pobres a huir son los que cierran las puertas y alzan
los muros.

Ahora nos toca repensarlo todo, porque si la aldea no cabe en el universo, el universo no
cabe en la aldea. Ahora resulta que las multinacionales no quieren la selva amazónica
porque lo que necesitan es un sembrado de soya, las mineras no respetan los páramos
porque lo que necesitan es el oro, las petroleras destruyen el agua porque lo que
necesitan es petróleo y los políticos no miran a los seres humanos porque necesitan solo
los votos. Del mismo modo, ya hay farmacéuticas que no quieren la salud porque
necesitan a sus enfermos, y medios que no quieren la verdad porque lo que se vende es
la adrenalina.

En nuestro continente mucho tiempo vivimos en el desajuste de los relojes; íbamos en


vagón de tercera hacia el desarrollo, hasta que el desarrollo se convirtió en esto:
petróleo recalentando la atmósfera, sierras eléctricas talando las selvas, glaciares
derritiéndose, ciudades asfixiándose, mares creciendo, plásticos inundando la tierra y el
mar y hasta el torrente circulatorio. Habría sido útil cobrar conciencia a tiempo de que
nuestro mundo no cabía en esas cartillas ni casaba en esos guantes. Algunos pueblos
nativos comprendieron primero que la idea de que Dios tiene forma humana despoja al
cielo de jaguares y condena a muerte a las iguanas y a los pájaros. Hay que saber que un
jaguar no es apenas un animal sino la salud de un ecosistema; que el ser humano, para
sobrevivir, tiene que representar la salud del mundo, y saber esas cosas es la
democracia. Qué lejano y decadente se ve ya Ernest Hemingway con su sombrerito y su
traje caqui demoliendo elefantes. Ahora los jóvenes necesitan todo su amor por el
vértigo y por el peligro para convertirse en los salvadores de los jaguares y los
tiburones, del mar y del musgo.

Un orden tan precario no justifica gastos militares tan exorbitantes que además abusan
de sus armas. Creo que no sobreviviremos sin una apasionada reinvención de la
democracia. Lograr una política en la que quepan el agua y el oxígeno, las selvas y los
16

territorios, los ríos y los alimentos, la austeridad y la responsabilidad, una democracia


donde quepan la belleza y la imaginación. En Colombia se ha dicho mucho que es
imperativo sacar a las armas de la política. Tan urgente como eso es algo mucho más
difícil: sacar al dinero de la política y meter en ella a la gente. Ese es tal vez el principal
cambio que necesita la democracia, para que quepan en ella los manantiales y la salud,
la educación y la naturaleza, la familia y la protección de la vejez, el trabajo y el
territorio.

Como un deber moral pero sobre todo como un ejercicio de supervivencia, hay que
sacar el dinero de la política: poner freno a la plutocracia, al negocio de las curules,
al lobby de las corporaciones, al poder antidemocrático del dinero, a la política como
negocio. Una política como iniciativa ciudadana y comunidades reales. Elecciones sin
costo alguno, sin más publicidad que la imaginación y el entusiasmo popular,
administraciones austeras, gobernantes sin privilegios, la política como un servicio
público, no este bazar de la envidia, del odio y de la ambición.

Dirán que es imposible, pero lo que hay que decir es que es necesario. La época ofrece
posibilidades ilimitadas para la pedagogía y la creatividad, pero por el sumidero de la
plutocracia todo va desembocando en la renuncia a cualquier legalidad. Crecientemente
los mayores negocios del mundo se hacen a espaldas de la gente. El que ya estemos en
poder de las mafias en buena parte del mundo no es un accidente, es el cumplimiento de
un sistema que todo lo compra y lo vende.

Por eso necesitamos aliarnos con una ley que no se pueda comprar. Esa ley solo está en
la naturaleza, y va a hablarnos cada vez más duramente. Esta pandemia nos lo está
demostrando, pero tal vez es solo el comienzo.

La lucha contra el mundo

29 nov. 2020 - 2:57 p. m.Por: William Ospina

Los gobiernos y los ciclones se van haciendo cada vez más imprevisibles y más
destructivos, pero todos tenemos la sensación de que esos ciclones y esos gobiernos,
esas fuerzas ciegas del mundo, nacen de nuestras manos.

La historia se ha vuelto un escenario de cosas sorprendentes. Esta pandemia sí que nos


ha demostrado que no solo la vida se convirtió en espectáculo sino que estamos
viviendo una novela de dimensiones cósmicas.
17

En su poema Alturas de Machu Picchu, Pablo Neruda hablaba de cómo los seres


humanos, atrapados por una realidad mezquina y repetitiva, vivimos cada día una
pequeña muerte “que se apaga en el lodo del suburbio”, y que solo el descubrimiento de
una naturaleza portentosa y el hallazgo de edades más esforzadas y heroicas podría
conmovernos con el mensaje de que es posible una muerte más grande, que corresponda
a una vida más grande.

Voltaire dijo de los hombres de su tiempo que su grandeza consistió en que necesitaban
milagros y simplemente los hicieron.

Los seres humanos hemos sido capaces de sobrevivir a las guerras y a las pestes, pero
hoy no sabemos si podremos sobrevivir a nuestros inventos: más peligrosos que la
viruela y que Genghis Khan parecen nuestros automóviles y nuestros plásticos. Somos
un palpitante termitero planetario que emite CO2 en forma incesante y arroja plásticos
indestructibles con la misma destreza con que las arañas emiten sus hilos prodigiosos.

Antes pescábamos para nuestras aldeas con anzuelos y con hermosas redes artesanales,
y hablábamos de pescas milagrosas cuando se llenaban las barcas; ahora hay flotas de
barcos que arrojan redes desmesuradas y le arrebatan al mar cardúmenes completos
porque hay que llevar a las ciudades millones de peces, abismos de crustáceos, océanos
de criaturas.

Cada vez le damos al planeta dentelladas más devastadoras. No creemos ser nosotros los
que mordemos y destruimos las selvas, pero el ganado que devoramos, miles de
haciendas cada día, necesita reproducirse enseguida y proliferar, no consume sacos sino
millones de toneladas de cereales, y para ello hay que ampliar sin cesar los campos de
cultivo de soya y de hierba.

La plaga más industriosa y sofisticada del planeta utiliza los más finos instrumentos, el
cálculo y el método, la razón y la anticipación, para manipular a las otras especies,
atrapar el mundo natural en su red ingeniosa y saquear al planeta sin tregua y sin
misericordia.

Solo de un poder carecemos, y es el poder de controlarnos a nosotros mismos. Desde


que Dios murió no hay freno para el hombre y, a pesar de san Pablo, todo parece indicar
que los dioses no resucitan. ¿Qué podría salvar a una especie que necesita dioses pero
que ya no es capaz de creer en ellos? Porque lo que ha muerto no son los dioses sino
nuestra capacidad de creer en ellos.

Aquí lo divino está por todas partes. Pero el ser humano conquistó su sueño prometeico,
asumió los poderes divinos: ya puede mover montañas, abrir mares, rediseñar el mundo,
obrar milagros nuevos cada día. Él mismo ha sido capaz de vencer la ley de la gravedad,
de acelerar la historia, de intervenir la vida, de abrir el átomo y de alterar las letras del
código genético.

Nuestra aventura actual es más asombrosa que cualquier novela: ahora podemos ver a
voluntad cosas que antes solo eran posibles en los sueños, estamos más llenos de
visiones que el opio y más llenos de poderes que los genios de las mil y una noches.
18

Pronto sabremos que recibimos más bendiciones que las que éramos capaces de
agradecer y más fuerzas que las que éramos capaces de controlar. Todavía no sabemos
en qué momento lo mejor se vuelve lo peor para la humanidad, en qué momento de la
historia nuestro poder creador se cambia en poder destructor, cuál es el momento en que
enloquecen las células y el arco iris se hace sangre.

Sería un error pensar que esas cosas las corrige el pensamiento, que esas cosas las
cambia la voluntad. Pero eso no significa que no puedan cambiar.

Ese misterioso núcleo de nuestro ser que produce el talento, el ingenio, la ciencia y la
industriosidad todavía guarda más cosas en su entraña desconocida. No solo hay
reservas de sabiduría y de soberbia, también hay reservas de miedo y de espanto. Una
cosa es el dolor de un hombre y otra es el dolor de una especie.

Llegará el día en que no solo sintamos admiración y fascinación por lo que somos y lo
que podemos hacer, también es posible que un día empecemos a tener miedo de
nosotros mismos, espanto de nuestros méritos, angustia ante nuestros alcances. Cuanto
más cerca estemos del peligro más advertiremos que lo único que de verdad ha puesto la
vida entera bajo amenaza no fue nuestra ignorancia, y ni siquiera nuestro conocimiento,
sino nuestra falta de límites.

Ahora es un orgullo no tener límites, es una prueba de ingenio, una muestra de nuestro
incomparable talento. Pero tal vez llegará el día en que algo en nosotros implorará por
un límite como implora un poco de agua el que muere de sed.

Tal vez un día busquemos desesperados al dios que no existe, para rogarle que no
sepamos tanto, que no estemos tan llenos de poder transformador, que el vértigo no nos
haga irreconocibles, que haya un poco de paz para la mente y, como quería Joseph
Conrad, un poco de consuelo para la imaginación.

Y entonces sabremos lo que significa que el dios no esté ya allí para salvarnos, que
nuestro único triunfo posible sea ser derrotados.

Digo con plena conciencia ser derrotados y no ser destruidos. Porque nadie lo dijo
mejor que Franz Kafka: “En tu lucha contra el mundo, apoya al mundo”.

Ya viene el otro

5 dic. 2020 - 10:00 p. m.Por: William Ospina


19

Tal vez el principal defecto de nuestra idea actual de democracia consiste en la


importancia tan grande que se atribuye a los gobiernos y el papel tan precario que se
confiere a los ciudadanos.

Al parecer en este mundo los pueblos solo existen para elegir a los gobiernos y a
menudo los gobiernos solo existen para traicionar a los pueblos. Cuanto más malo es un
gobierno, más convencidos estamos de que la solución será el gobierno siguiente, y eso
en Colombia no significa deponer al que existe, que nunca cae, sino empezar a pelearse
pronto por quién lo reemplazará.

Nunca hemos visto un gobierno que realmente corrija los problemas y cambie la
historia, y sin embargo seguimos convencidos de que ese gran gobierno, histórico,
valiente, generoso, lúcido, verdaderamente renovador, llegará y lo cambiará todo. Y
como el actual nunca puede, siempre será el siguiente.

Tal vez es algo religioso, es una fe. No está mal que a falta de soluciones los pueblos
tengan esperanzas, pero vale la pena preguntarse si el secreto de nuestros problemas no
está en el tipo de soluciones que imaginamos. Esa idea de que todo lo resolverá un
gobierno es tal vez la más nefasta y la más empobrecedora de todas, no solo por el
poder sobrenatural que les atribuye a los políticos, sino por el papel tan irrelevante que
les deja a los pueblos.

No ser ciudadanos sino apenas votos, no tener que ser ciudadanos todos los días sino
solo una vez cada cuatro años: se diría que lo malo de ese invento no es tanto la inmensa
responsabilidad que descarga en unos cuantos hombros, sino la tremenda
irresponsabilidad que asegura para toda la sociedad. Ya no tenemos que hacer nada, ya
tenemos quien lo haga todo por nosotros.

Por supuesto que esos gobiernos así elegidos, investidos de tanto poder y con el tesoro
público en sus manos, aunque fueran los más calificados, y no hay garantía de ello, los
más responsables, y no hay prueba, los más generosos, y no hay manera de asegurarlo,
los más honestos, y nunca lo son, siempre terminan creyendo solo en sus ideas,
escuchando solo a sus aduladores y considerando como sus electores no a los millones
que votaron por ellos sino a los poderosos que los financiaron.

Terminan no administrando sino mandando, no escuchando sino reprimiendo. Periodo


tras periodo no elegimos a nuestros salvadores sino a nuestros verdugos, de derecha o
de izquierda, siempre tan vanidosos, siempre tan sabihondos, siempre tan superiores al
pueblo que les dio su mandato, cada vez más convencidos de que la gente no sabe nada,
que solo ellos saben lo que el país necesita, las duras cosas que hay que hacer contra la
gente para salvar a las instituciones.

Tal vez ese resultado no es accidental, sino consecuencia natural de una idea de la
democracia que perdió su sentido, que ahora privilegia el poder de decidir y de mandar
sobre el poder de facilitar las cosas para la gente, el poder de reprimir y de controlar
sobre el poder de despertar las energías creadoras de la sociedad, la vanidad de unos
tartufos antes que el privilegio de proponer unas tareas de grandeza que unan a las
comunidades y les den orgullo a los pueblos.
20

¿Cómo lograr que los gobiernos dejen de ser dioses cuando se acercan y monstruos
cuando se van? Los pueblos son impacientes y son indolentes. “Por impaciencia
perdieron el paraíso, dice el sabio, por indolencia no lo recuperan”. Como el papel de
los gobiernos es salvarnos, si este no nos salvó, corramos a buscar el siguiente, que por
supuesto tampoco nos salvará. Y como decía el único sabio, Franz Kafka, la vida
termina consistiendo siempre “en salir de una celda que odiamos hacia otra que todavía
tenemos que aprender a odiar”.

A veces algún gobierno hace algo, pero solo si los pueblos lo obligan. Porque para los
gobiernos a que nos hemos acostumbrado el mejor pueblo es el que no hace nada: ni
vigila, ni reclama, ni exige, ni controla, ni opina. Y la democracia solo puede ser
vigilancia, exigencia, control, opinión, debate profundo. Más aun, la democracia debería
ser iniciativa social, emprendimiento ciudadano, imaginación colectiva, favorecidos por
instituciones respetuosas, sencillas, cercanas, no como ahora, controlados por pavorosos
aparatos burocráticos que cada día desconfían más de nosotros, que cada vez nos exigen
más papeleos, más trámites, en cuyas manos somos cada vez más no seres humanos
singulares sino cifras prescindibles en los censos electorales, en las bases de datos,
cuadros estadísticos, magnitudes del problema o melancólicos índices de mortalidad.

Qué mundo miserable hemos construido y qué verdugos nos hemos inventado. Y es
peor en países como Colombia, donde los grandes factores de la economía no tributan:
ni los dueños de la inmensa tierra porque no hay catastros, ni los grandes empresarios
porque supuestamente hay que rebajarles los impuestos debido a los millones de
empleos que están a punto de crear y que nunca aparecen, ni la mafia, que es la que
maneja el gran negocio, ni el crimen, que mueve todos los millones. Solo tributa una
modesta y minoritaria clase media que trabaja y produce, presta servicios, está
formalizada y cumple la ley, y que por ello es la que debe sostener sobre sus hombros al
Estado corrupto e insaciable y a la precaria administración, pagando impuestos a las
ventas desmesurados, peajes incesantes por carreteras deshechas, extorsiones en todas
las esquinas, multas aquí y allá, sosteniendo con su esfuerzo el andamiaje de una
economía tan irracional como injusta, alimentando con su carne y su sangre al gran
Leviatán. Mientras tanto el pueblo se rebusca la vida haciendo maromas por las calles, y
los jóvenes pobres pagan con la vida el derecho a dos o tres años de ropa a la moda y
cosas normales, que hay que vivir como lujos en barrios mas peligrosos que la guerra
misma.

Ese es el precio de nuestro candor, pero es sobre todo el precio de nuestra indolencia.
Yo ya estoy plenamente convencido de que los gobiernos solo valdrán algo cuando los
pueblos valgan algo, cuando dejemos de idealizar a los políticos, sus retóricas, sus odios
y sus promesas, cuando dejemos de creer que de verdad alguien va a venir a salvarnos, y
aprendamos a tomar iniciativas, a resolver problemas, a crear soluciones, a tomar
posesión de un país tan grande, tan rico, tan bello, pero tan poco amado por su gente, y
por ello tan pésimamente gobernado durante los 200 años que lleva esta república.
21

La lucha contra el mundo

Domingo, 29 de noviembre de 2020, por : William Ospina

Los gobiernos y los ciclones se van haciendo cada vez más imprevisibles y más
destructivos, pero todos tenemos la sensación de que esos ciclones y esos gobiernos,
esas fuerzas ciegas del mundo, nacen de nuestras manos.

La historia se ha vuelto un escenario de cosas sorprendentes. Esta pandemia sí que nos


ha demostrado que no solo la vida se convirtió en espectáculo sino que estamos
viviendo una novela de dimensiones cósmicas.

En su poema Alturas de Machu Picchu, Pablo Neruda hablaba de cómo los seres


humanos, atrapados por una realidad mezquina y repetitiva, vivimos cada día una
pequeña muerte “que se apaga en el lodo del suburbio”, y que solo el descubrimiento de
una naturaleza portentosa y el hallazgo de edades más esforzadas y heroicas podría
conmovernos con el mensaje de que es posible una muerte más grande, que corresponda
a una vida más grande.

Voltaire dijo de los hombres de su tiempo que su grandeza consistió en que necesitaban
milagros y simplemente los hicieron.

Los seres humanos hemos sido capaces de sobrevivir a las guerras y a las pestes, pero
hoy no sabemos si podremos sobrevivir a nuestros inventos: más peligrosos que la
viruela y que Genghis Khan parecen nuestros automóviles y nuestros plásticos. Somos
un palpitante termitero planetario que emite CO2 en forma incesante y arroja plásticos
indestructibles con la misma destreza con que las arañas emiten sus hilos prodigiosos.

Antes pescábamos para nuestras aldeas con anzuelos y con hermosas redes artesanales,
y hablábamos de pescas milagrosas cuando se llenaban las barcas; ahora hay flotas de
barcos que arrojan redes desmesuradas y le arrebatan al mar cardúmenes completos
porque hay que llevar a las ciudades millones de peces, abismos de crustáceos, océanos
de criaturas.

Cada vez le damos al planeta dentelladas más devastadoras. No creemos ser nosotros los
que mordemos y destruimos las selvas, pero el ganado que devoramos, miles de
haciendas cada día, necesita reproducirse enseguida y proliferar, no consume sacos sino
millones de toneladas de cereales, y para ello hay que ampliar sin cesar los campos de
cultivo de soya y de hierba.
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La plaga más industriosa y sofisticada del planeta utiliza los más finos instrumentos, el
cálculo y el método, la razón y la anticipación, para manipular a las otras especies,
atrapar el mundo natural en su red ingeniosa y saquear al planeta sin tregua y sin
misericordia.

Solo de un poder carecemos, y es el poder de controlarnos a nosotros mismos. Desde


que Dios murió no hay freno para el hombre y, a pesar de san Pablo, todo parece indicar
que los dioses no resucitan. ¿Qué podría salvar a una especie que necesita dioses pero
que ya no es capaz de creer en ellos? Porque lo que ha muerto no son los dioses sino
nuestra capacidad de creer en ellos.

Aquí lo divino está por todas partes. Pero el ser humano conquistó su sueño prometeico,
asumió los poderes divinos: ya puede mover montañas, abrir mares, rediseñar el mundo,
obrar milagros nuevos cada día. Él mismo ha sido capaz de vencer la ley de la gravedad,
de acelerar la historia, de intervenir la vida, de abrir el átomo y de alterar las letras del
código genético.

Nuestra aventura actual es más asombrosa que cualquier novela: ahora podemos ver a
voluntad cosas que antes solo eran posibles en los sueños, estamos más llenos de
visiones que el opio y más llenos de poderes que los genios de las mil y una noches.

Pronto sabremos que recibimos más bendiciones que las que éramos capaces de
agradecer y más fuerzas que las que éramos capaces de controlar. Todavía no sabemos
en qué momento lo mejor se vuelve lo peor para la humanidad, en qué momento de la
historia nuestro poder creador se cambia en poder destructor, cuál es el momento en que
enloquecen las células y el arco iris se hace sangre.

Sería un error pensar que esas cosas las corrige el pensamiento, que esas cosas las
cambia la voluntad. Pero eso no significa que no puedan cambiar.

Ese misterioso núcleo de nuestro ser que produce el talento, el ingenio, la ciencia y la
industriosidad todavía guarda más cosas en su entraña desconocida. No solo hay
reservas de sabiduría y de soberbia, también hay reservas de miedo y de espanto. Una
cosa es el dolor de un hombre y otra es el dolor de una especie.

Llegará el día en que no solo sintamos admiración y fascinación por lo que somos y lo
que podemos hacer, también es posible que un día empecemos a tener miedo de
nosotros mismos, espanto de nuestros méritos, angustia ante nuestros alcances. Cuanto
más cerca estemos del peligro más advertiremos que lo único que de verdad ha puesto la
vida entera bajo amenaza no fue nuestra ignorancia, y ni siquiera nuestro conocimiento,
sino nuestra falta de límites.

Ahora es un orgullo no tener límites, es una prueba de ingenio, una muestra de nuestro
incomparable talento. Pero tal vez llegará el día en que algo en nosotros implorará por
un límite como implora un poco de agua el que muere de sed.

Tal vez un día busquemos desesperados al dios que no existe, para rogarle que no
sepamos tanto, que no estemos tan llenos de poder transformador, que el vértigo no nos
haga irreconocibles, que haya un poco de paz para la mente y, como quería Joseph
Conrad, un poco de consuelo para la imaginación.
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Y entonces sabremos lo que significa que el dios no esté ya allí para salvarnos, que
nuestro único triunfo posible sea ser derrotados.

Digo con plena conciencia ser derrotados y no ser destruidos. Porque nadie lo dijo
mejor que Franz Kafka: “En tu lucha contra el mundo, apoya al mundo”.

Una puerta que se abre

14 nov. 2020 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Ahora que Joe Biden ha ganado las elecciones en los Estados Unidos, pienso que Cuba
podría tener la clave para la solución del drama venezolano.

Durante los últimos años, mientras se intensificaba el cerco estadounidense, Venezuela


ha compartido con Cuba el poco oxígeno que le quedaba, en un acto de solidaridad que
muchos reprueban, pero que en otros tiempos era ejemplo de una natural fraternidad.
Hace muchos años Venezuela ayudó a los colombianos en problemas, como ahora lo
hace Colombia con los venezolanos.

Después de la sabia política de Barack Obama hacia Cuba, apostando a que un comercio
más libre y un mejor nivel de ingresos para los cubanos favorezcan los cambios que se
están abriendo camino en la isla, cuando medio siglo de bloqueo no había logrado
absolutamente nada, sino hacer sufrir a la población y forzar al gobierno a mantener un
24

férreo control sobre la sociedad, los cuatro años de Trump volvieron a envenenar las
relaciones y a asfixiar a las comunidades.

En el caso de Venezuela, era muy difícil que el gobierno aceptara una transición y ni
siquiera unas elecciones transparentes, con los halcones de Trump graznando que a
Maduro lo esperaba el campo de concentración de Guantánamo. Estoy convencido de
que el gobierno venezolano solo estaría dispuesto a aceptar una transición y unas
elecciones libres si se le garantiza al chavismo un espacio político en la sociedad.

Hasta ahora el discurso de las sanciones ha tendido a descalificar no solo al gobierno


sino a sus electores. Pero si se persiste en criminalizarlos y en atribuirles toda la
responsabilidad de la crisis, cuando es evidente que buena parte de ella se debe al
hundimiento de los precios del petróleo, seguido por el colapso consiguiente del aparato
productivo, y al opresivo bloqueo del comercio para un país que depende
dramáticamente del mercado externo, es muy difícil que los actuales gobernantes
acepten someterse a la normalidad democrática, viviendo casi sin aire en una fortaleza
asediada.

Pero hay otra razón para que no hayan cedido: su gobierno sabe que la caída de
Venezuela, que a pesar de todo cuenta con más recursos, podría significar también la
caída de Cuba, el hundimiento de un esfuerzo de dignidad que ha cumplido ya 60 años.
De modo que también ese, aunque muchos no lo aprecien, ha sido un esfuerzo de
solidaridad.

Cuba va a defender hasta la muerte su lucha por mantener el único sistema generoso de
salud y de educación que se ha dado en este continente donde los prosélitos del
neoliberalismo solo pueden mostrar marginalidad, miseria, inseguridad y el desangre de
la juventud bajo el poder corruptor de la prohibición y de las mafias.

Si las relaciones mejoran, nadie como el gobierno cubano estará en condiciones de


ayudar a flexibilizar a sus aliados venezolanos y encontrar las vías de un diálogo que
permita por fin la transición democrática sin retaliaciones. Ni siquiera en las terribles
circunstancias de los últimos años es posible hallar en Venezuela los niveles de
violencia y de atrocidad que se viven en México o en Colombia bajo el auge de las
mafias y de las bandas criminales, a menudo con la participación escandalosa de
miembros de las Fuerzas Armadas. Por eso es un error pretender que lo que pasa en
Venezuela es lo peor que pasa en el continente, cerrando los ojos a las crueles
sanciones, los bloqueos inmensos y el hundimiento de la producción petrolera.

Venezuela está mal, su gobierno ha cometido errores y delitos, su régimen no tiene


soluciones para el drama que viven millones de ciudadanos, pero pretender derribarlo
por la fuerza, como quiere cierto extremismo terrorista, o ahogarlo con sanciones y
bloqueos siguiendo el estilo de Trump, solo hará que indeseablemente Venezuela se
pierda para Occidente, y que se empoce en el Caribe el riesgo de un conflicto de
proporciones planetarias. Algo que por supuesto no les conviene a los Estados Unidos,
ni a Cuba, ni a Venezuela y tampoco a Colombia, que estaría en la primera fila de la
catástrofe, aunque haya gente que apueste por esa opción devastadora.
25

Ahora la situación es insostenible, el diálogo es necesario y creo que la transición es


posible. El régimen venezolano tendrá que convencerse de que no hay otro camino,
como en Bolivia, que unas elecciones libres y transparentes. Deben comprender que si
el pueblo, como en Argentina, los obliga a pasar a la oposición, es su deber aceptarlo, y
honrar así las reglas de la democracia que les han permitido gobernar durante 20 años.
Y si el chavismo, como yo lo creo, ha calado en el alma del pueblo, tarde o temprano
tendrá la oportunidad de que el pueblo lo recompense.

Cuba estaría en condiciones de aconsejarle a Venezuela ese camino de solución, aunque


ello signifique, en su caso, empezar a admitir que el final del bloqueo y el ingreso en la
sociedad de mercado les exigirá también abrir un abanico de alternativas democráticas
para su propio pueblo. Ni Cuba ni nadie puede instaurar hoy en el mundo nada mejor
que una socialdemocracia autónoma y profundamente independiente, pero está más
cerca Cuba de tener algo semejante que nuestros países devorados por las mafias.

Lo demás no lo garantizará ningún gobierno, porque es la tarea que tienen que cumplir,
en China, en Rusia, en Estados Unidos, en Cuba, en Venezuela, en Colombia, en todo el
mundo, solamente los pueblos. Solo ellos podrán rediseñar la democracia buscando un
orden social que garantice a la vez la justicia y la libertad, una profunda responsabilidad
de los Estados y de sus ciudadanos con la suerte del mundo, y un modelo nuevo que
haga posible la continuidad de la aventura de la vida en la tierra.

Ni adelante ni atrás

7 nov. 2020 - 10:00 p. m.Por: William Ospina

Aquí nadie estaba en realidad a favor de nadie sino en contra del otro. Los votos azules
son votos contra la grosería de Trump y su falta de rumbo en la política, y los votos
rojos son votos contra el sistema que encarnan los Obama, los Clinton, incluso en el
fondo los Bush.

Los votantes azules temían que se eternizara un gobernante egocéntrico, vanidoso,


mezquino, que se encontró el poder casi por azar, y que se regodea con él aunque para
ello ponga en peligro el futuro del mundo y el primado de los Estados Unidos.

Hay que recordar que nadie tomaba a Donald Trump en serio como posible candidato
hasta cuando Barack Obama, envanecido con su triunfo, barrió la sala con él en una
cena de corresponsales de la Casa Blanca e hirió fatalmente el orgullo de este
empresario que ha sido en los últimos 40 años la encarnación mediática del magnate
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norteamericano. Claro que Trump lo había provocado, dudando con racismo evidente de
su origen y exigiendo la presentación de su registro de nacimiento.

Pero aquella noche, mientras todos reían a sus costillas, Donald Trump, que es la
soberbia misma, debió prometerse que cobraría la ofensa de que el primer presidente
hijo de un inmigrante africano se creyera con el derecho de humillar a un hombre rico,
rubio y célebre.

A veces los grandes dramas históricos tienen causas aparentemente triviales, y a pesar
de su nobleza esencial hay cierta frivolidad en Barack Obama que, aliada con su
pragmatismo, lo lleva a condescender más de la cuenta con un sistema lleno de defectos.

Su gestión de la crisis financiera permitió que millones de personas perdieran sus casas,
no fue capaz de poner fin en Medio Oriente a unas guerras infames, no fue capaz de
contrariar a los poderes siniestros que mantienen abierto el campo de concentración de
Guantánamo, deportó más inmigrantes que nadie aunque al menos no los satanizó como
Trump, no confrontó el racismo atávico de los cuerpos policiales, no dio el gran salto
necesario hacia la transición energética y apenas si su programa del Obamacare y su
visionaria gestión del drama cubano dieron la medida de su talento de estadista, tan
encorsetado por la necesidad de ser recibido y aceptado en el gran mundo.

Trump, por su parte, parecía contento con su destino de Rico McPato, pero la ofensa de
Obama lo hirió hondo, y es posible leer en su rostro en aquella cena desafortunada que
el establecimiento que se reía de él pagaría por ello. Sin embargo estaba lejos de
imaginar que la historia iba a ser cómplice de su sed de revancha.

Dicen que él fue el primer sorprendido con la sucesión de hechos políticos que lo
llevaron de perdedor seguro a candidato de los republicanos. Una sociedad hastiada de
los políticos se abandonó fácilmente a los prestigios del hombre rico y famoso, al
embrujo de su histrionismo mediático y a su tono altisonante de empresario indignado.

Trump no lo esperaba, pero cayó en el surco: los supremacistas encontraron de pronto a


su vocero, turbios aventureros como Steve Bannon hallaron a la sombra de qué árbol
arrimarse, medio país quería desquitarse de los políticos y también quería librarse de la
mala conciencia de que el confortable sueño americano se estuviera convirtiendo en un
peligro para el mundo.

Es bueno tener la casa limpia con detergentes y con plásticos, pero es malo que el precio
sea envilecer los mares y envenenar el globo. Nos enseñaron que algo bueno no puede
producir algo malo: al ciudadano medio que trabaja y paga sus impuestos le incomoda
saber que su estilo de vida está matando al mundo, y en los barrios campestres de los
Estados Unidos el deterioro del planeta no es tan evidente como en las favelas de Río,
en los incendios del Amazonas o en las barriadas infinitas y cenagosas de Nigeria. Así
que opta por cerrar los ojos y votar por los adormecedores de conciencias. Y cuando
alguien viene a abrirle los ojos a la fuerza, prefiere hacer lo que hacían los antiguos:
sacrificar como ofrenda a los dioses al mensajero del desastre.

Trump sabe lo que quiere oír el buen burgués: somos los mejores, no hay tal cambio
climático, solo necesitamos prosperidad e ingresos, no hay sombra que no disipe un
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televisor encendido, un refrigerador bien surtido y un automóvil oloroso a nuevo


esperando en el porche.

La idea del apocalipsis solo es disfrutable por Netflix. Así que Trump tenía la fórmula
ganadora: América fue grande cuando no se hablaba de cambio climático, cuando
inventamos el automóvil y llenamos de coches el mundo, cuando nadie pensaba que la
industria tenía que ser responsable y que el consumo tenía que ser reflexivo.

Qué bueno era ser grandes cuando solo estaban al frente las causas brillantes y no sus
oscuras consecuencias: así que apartemos la vista del incómodo presente y hagamos a
América grande de nuevo, seamos la América de los años 40, cuando se apagó la guerra
y se encendió la televisión. Aquel discurso del hijo de ricos nacido un día después de la
guerra no solo tuvo rating: tuvo electores, y Donald Trump vivió el nervioso asombro
de que el electorado lo premiara por enseñarle a ser irresponsable, a seguir a toda
velocidad pero con los ojos cerrados.

Esto no significa que los otros sí vean para dónde van. Los otros son el viejo
establecimiento, que siempre hace menos de lo que debiera porque en el fondo también
está comprometido con la inercia del modelo. La polarización sería más provechosa si
abriera horizontes, si no fuera el choque entre dos maneras distintas de perpetuar los
mismos males. Aquí ni siquiera cabe Bernie Sanders, porque quiere cambiar cosas. Por
eso no está Alexandria Ocasio-Cortez en el equipo de Biden, tal vez es demasiado
joven, es demasiado latina, viene demasiado de abajo.

Estos son los Estados Unidos del 2020: un país paralizado por la enormidad de los
desafíos de la época que ellos contribuyeron como nadie a modelar. Ahora no quieren
avanzar ni retroceder: lo de atrás es irrecuperable, lo de adelante es catastrófico, así que
están, y con ellos el mundo, en un tenso equilibrio en el que nada los entusiasma, en el
que apenas los mueve el rechazo por lo otro.

Solo hay algo a lo que temen más, y es cambiar de rumbo.

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Domingo, 1 de noviembre de 2020


Las siete plagas

Hace 1 horaPor: William Ospina

Si Joe Biden gana las elecciones del próximo 3 de noviembre, Donald Trump podrá
contarles a sus nietos que no lo derrotaron sus adversarios sino las siete plagas de
Egipto.

Como si supiera que le va la vida en ello, la naturaleza ha arreciado en sus crisis y tiene
a los Estados Unidos convertidos en uno de los escenarios más dramáticos de la historia
contemporánea. El virus amenaza con ser más costoso en vidas que la guerra de
Secesión y que la Segunda Guerra Mundial.

Ni siquiera el fin de la guerra de Vietnam ni la demolición apocalíptica de las Torres


Gemelas han humillado más el orgullo de los amos del mundo como este enemigo
invisible y silencioso que desconocemos todavía tanto que hasta nos parece selectivo,
caprichoso, irónico y cargado de oscura intencionalidad.

Claro que en la naturaleza no hay nada de eso: es nuestra fragilidad humana la que
engendra esas fábulas, pero no hay manera de evitarlas porque somos los humanos los
que vivimos la historia y los que la interpretamos.

No es solo el virus, es la manera absurda como Trump ha cerrado los ojos ante él,
incluso cuando ya lo tenía en la garganta. Es como un personaje de Kafka que cegado
por la ambición de lo que persigue se negara a ver las zanjas que se abren entre él y su
objetivo: una actitud nada recomendable para cualquier ser humano, pero fatal para un
dirigente.

Desde el anuncio voluntarista de que el brote se iría con el verano, pasando por el
ejemplo irresponsable de no usar mascarillas, hasta la promesa engañosa de que habría
una vacuna antes de la elección, Trump ha sido en su país el mejor aliado de la
pandemia, y basta comparar las cifras de Japón con las de Estados Unidos para ver la
diferencia que hay entre una cultura y un supermercado.

Todo parece indicar que no es el virus el que se comporta distinto, sino las sociedades.
Eso no significa que todos no corramos el mismo riesgo, pero es evidente que la
prudencia ayuda.

Lo cierto es que más allá de la pandemia y de la prepotencia del gobernante, otras


plagas han agravado la crisis. El cambio climático que Trump se ha negado a asumir ha
encendido los bosques del oeste como intentando que lo alcancen a ver desde
Washington. Una ola de indignación contra la arrogancia de los supremacistas y contra
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el racismo de la policía ha sacudido al país, y las manifestaciones no cesan. No se veían


protestas de estas dimensiones contra la segregación racial desde los años 60, y eso
significa que los Estados Unidos están necesitando grandes reformas.

Pero la manera de manejar todos estos asuntos ha llevado por primera vez a una fisura
del consenso centenario que mantenía la estabilidad de la Unión Americana. Visiones
totalmente enfrentadas frente a la salud pública, frente al tema racial, frente al poder
policial, frente al manejo de las armas, frente al cambio climático y frente a la
inmigración van a exigir un esfuerzo de entendimiento que estará muy por encima de las
capacidades de un líder temperamental y narcisista como Donald Trump.

Pero las dos plagas que faltan ya arrojan su sombra sobre esta elección decisiva: una es
el colapso económico que apenas se insinúa, pero que ya estremece las bolsas, ha
afectado el empleo y hasta ha hecho visibles las filas del hambre ante los centros
asistenciales de las grandes ciudades. Este tema sí que requiere un manejo sereno y
menos impaciente.

Y por último hay que ver el entorno mundial, con sus tensiones crecientes. Los mayores
desafíos están en varios puntos candentes del planeta: Siria, Irán, Venezuela, y sobre
todo Taiwán, que es hoy el principal límite para el poderío de la China sobre el Pacífico.
Frente a la China, por el este, se alza hoy una especie de muralla formada por Japón, por
Taiwán y por las Filipinas. Ese mapa cambiará a la larga: la China sabe que eso solo
depende de su propio poder, que en 70 años ha crecido de un modo asombroso, y la
China sabe esperar.

El mundo que nos aguarda después de esta pandemia es un enigma, pero ahora sabemos
que todo estará marcado por ella, tanto en la vida cotidiana como en las grandes jugadas
del ajedrez planetario.

No sabemos si Joe Biden sabrá jugar ese juego. Yo sé que la posibilidad de un futuro va
a depender sobre todo de los pueblos, de las ideas y de grandes valores en gestación.

Pero si gana Trump me temo que no habrá nietos a quienes contarles la historia.

El Espectador, domingo 18 de Octubre de


2020
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Aquí va a pasar algo

 William Ospina

Cometeríamos un error muy grave si pensáramos que lo que está matando al mundo es
Donald Trump.

Trump, con su cinismo, su arbitrariedad, sus estridencias y sus desplantes, es apenas un


símbolo de lo perdida que está esta época y de lo inmensos que son sus peligros.

Lo que está matando al mundo es una manera de vivir, la inercia de unas costumbres, la
vanidad de unos méritos y el triunfo de una ilusión. Si hemos llegado hasta acá es
porque para acá veníamos, y no fue Donald Trump quien nos trajo.

Es porque no sabemos para dónde vamos por lo que queremos ir cada vez más de prisa.
Damos vueltas y vueltas como el tigre en la jaula. Vivimos un conflicto entre la casa y
el mundo. Como el mundo nos da miedo, la casa es nuestro refugio. Pero cuanto más
limpia está la casa, más sucio está el mundo.

Cuanto más poder queremos tener sobre nuestra vida, menos poder tenemos sobre la
vida. Ya la salud no es algo que se cuida sino algo que se compra. Como no nos
queremos perder ningún espectáculo, estamos comprando boletos de primera fila para el
apocalipsis.

Conocí a alguien que cuando le preguntaban: “¿Y usted qué hace?”, contestaba: “Yo no
hago nada, yo todo lo compro hecho”. Todos somos esa persona que ya no tiene tiempo
para hacer, y piensa que la industria la va a proveer de todo.

Todo viene listo para el consumo, preparado, empacado, diseñado, diez veces más
envuelto en basura de lo que estuvo nunca. ¿Y a dónde va todo lo que tocamos? Ya no
se va al olvido como en los viejos poemas, ahora se va a envenenar el mundo. Total,
como el mundo no es nuestra casa, no nos importa. O solo nos importa cuando salimos
a las playas y las encontramos llenas de plásticos, de botellas, de tapas, de bolsas. El
mundo nos parece feo y sucio, y cae la tarde.

Más gasolina, más plásticos, más velocidad, más basura, un nuevo teléfono celular cada
año, y luego todo lo arrojamos al vientre de la tierra. La tierra ya no puede digerir tanta
ciencia, pero no nos importa. Somos los reyes de la creación, somos los emperadores de
Roma, somos Donald Trump.

¿Que hay un cambio climático? Eso se borra con un chiste. ¿Que hay una pandemia?
Basta cerrar los ojos. ¿Que se hundió la economía? Somos grandes, todo lo hacemos
bien. Somos América. Somos la especie humana. Somos los más exitosos. Nadie nos
ganará jamás. Más coches, más consumo, más velocidad, vamos más rápido.
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Pero los emperadores duraban pocos años. Eran demasiado arbitrarios, demasiado
cínicos, tapaban el sol con las manos, sabían que solo hay que dar pan y circo, y cuando
falta el pan, doble ración de circo. La especie humana es veleidosa, cree todo lo que
dicen los altavoces. Para seguir confiada un rumbo, le basta ver que muchos lo siguen.
Aunque la próxima estación sea el abismo.

¿A quién elegir? No al que diga la verdad, sino al que diga cosas menos incómodas. Al
que nos confirme en nuestros hábitos. Lo nuestro es la lógica del rebaño: “He vivido
como todos, quiero morir como todos, quiero ir a donde van todos”.

Otra vez: lo que está matando al mundo es una manera de vivir, la inercia de unas
costumbres, la vanidad de unos méritos y el triunfo de una ilusión. Y siempre habrá un
Trump que venga a adularnos y a decirnos que vamos muy bien. Que vamos más lejos,
que vamos más de prisa, que están en promoción los boletos para el gran espectáculo.

Este año la naturaleza nos ha puesto un gran escollo en el camino. Era una invitación a
meditar, como todo lo que hace la naturaleza. El capitán del barco sintió que era la
oportunidad de hacer una cabriola. Sobreviviré, dice la canción. Este es el barco de los
triunfadores. Podían perecer cientos de miles: si él lograba escapar, cobraría el aplauso.

Pero el rumbo del mundo no depende del bufón que hace cabriolas en la cubierta. El
mar está sembrado de bloques de hielo, el barco es viejo y el norte magnético se está
desplazando. Si hubiera un mapa y ojos vigilantes, podríamos encontrar algún rumbo.

Al parecer no sirven las advertencias. El que muere de sed tiene que tomar pronto el
agua en su botella de plástico. Y si hace mucho calor, se encierra en su casa. Y si el
mundo se vuelve el desierto de Mad Max, tratará de sobrevivir entre las ráfagas.

Nadie se siente capaz de rediseñar el mundo. Y la democracia tiene su estribillo:


“Elijamos a nuestros salvadores”. Pero ya nadie está en condiciones de salvarnos,
porque tendría que salvarnos de nosotros mismos, de nuestra manera de vivir, de nuestra
manera de soñar.

Entonces cada quien tendrá que salvarse. Si lo hacemos solos, cada quien estará en el
desierto de Mad Max o en La Carretera de Cormac McCarthy.

Lo otro exige más: no simplemente cambiar de jefes o de bufones, sino algo más difícil,
cambiar nuestra manera de vivir y nuestra manera de estar juntos.

Es pedir demasiado, lo sé muy bien. Pero el espectáculo está a punto de comenzar. Y


todos sabemos que aquí va a pasar algo.
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2020 – 09 SEPTIEMBRE 20 - domingo

Pablo y Arturo

Hace 12 horasPor: William Ospina

Pablo tenía 27 años y estaba casado con Matilda. Arturo tenía 17, y había escapado de
su casa materna. Se encontraron en París, y Pablo lo hospedó en su hogar. Eran poetas,
se admiraban; su amistad y su asombro recíproco crecieron, salían de fiesta juntos, se
embriagaban hasta el delirio, forcejeaban y peleaban como dos cachorros; alguna vez,
como en juego, se batieron a puñal.

Pablo era sensible, sentimental, borrascoso, caía fácilmente en las adicciones. Arturo era
rebelde, brusco, irritable, y no tenía sosiego. Cada uno quería huir de su mundo: este, de
una esposa bella e incolora; el otro, de una madre vigilante, devota y tiránica. Para
Pablo el hogar era como un jardín francés: “Ridículo, correcto, encantador”, y a menudo
lo odiaba. Arturo odiaba el hogar, el pueblo natal, la sociedad, el país, el mundo, y a
veces el universo.

Se refugiaron el uno en el otro y por muchos meses se abandonaron a la pasión de vivir,


a la conversación, a la absenta, al sexo. Cuando empezaron a ser incómodos para la
sociedad huyeron juntos a Londres. El uno daba clases de francés, el más joven se
encerraba en las tardes oscuras en el Museo Británico y escribía poemas. Al parecer
eran más los manuscritos que arrojaba que los que conservaba.

Dicen que uno de esos días un alemán que estudiaba en el cubículo de al lado, un
hombre de barba gris y encrespada, cuando el joven ya se había ido, recogió con
sorpresa uno de esos poemas, porque le pareció gran poesía. Nunca habló con el
muchacho, pero le refirió el episodio a su hija, y guardó el poema entre sus manuscritos.
El alemán barbado estaba escribiendo un libro sobre las claves de la economía y la
política de nuestro tiempo, se llamaba Karl Marx y sus obras iban a estremecer al
mundo. Lo que nunca supo fue que los poemas de aquel muchacho tal vez lo
estremecerían más.
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En realidad lo que unió a Pablo y Arturo fue sobre todo la poesía, la conciencia oscura
de que ellos dos, solos, sin rumbo, apasionados y desesperados, solo tenían consuelo en
las palabras. Pudieron sospechar pero nunca saber con certeza lo que nosotros ahora
sabemos: que eran en ese momento los dos más altos poetas de Francia, y que nadie los
olvidaría.

Por un tiempo se ayudaron el uno al otro, se leyeron, se acompañaron, pero aquello no


podía durar. Los poemas del uno eran una música pulsada en las cuerdas de la
inestabilidad emocional y de un misticismo pánico que no sabía qué hacer con la
belleza; los poemas del otro eran el manifiesto de un alma insaciable, una rebelión
contra la tradición, contra el orden social, contra la autoridad, que solo se detenía ante
los nombres más ocultos de Dios: el misterio, la fecundidad y la belleza.

Volvieron a París y ya no se soportaban. Del amor al odio no había más que un paso.
“El Paso de Calais”, dijo alguien. Pablo viajó a Bruselas. Arturo vagó por París, con
más desesperación que antes. Desde Bélgica el otro lo llamaba; no podía vivir sin él, le
suplicaba visitarlo. Arturo accedió, pero al llegar al hotel donde Pablo estaba
hospedado, teniendo a su madre en la habitación contigua, el otro estaba borracho.
Arturo había decidido no tener con él más que una amistad literaria. Pablo quiso
obligarlo a quedarse, el muchacho se negó, Pablo había comprado un revólver,
supuestamente con el fin de suicidarse, pero en medio de su locura sacó el revólver solo
por amenazar y acabó disparando. Arturo se desplomó.

Solo estaba herido en un brazo, el brazo que atravesó para proteger su corazón. Pablo
recuperó la razón por un rato y aceptó acompañarlo a la estación del tren, pero por el
camino recomenzó sus reclamos. Temeroso, Arturo lo denunció ante un policía, solo
con la intención de contenerlo mientras se iba, pero Pablo pasó dos años en una prisión
sórdida.

Años después Pablo era un vagabundo que alternaba con mendigos y con prostitutas, se
embriagaba largamente en sus cafés favoritos, iba por las calles seguido por un ruidoso
cortejo de rufianes, pero nadie ignoraba que aquel clochard era el más alto poeta de
Francia. Los académicos lo despreciaban en público, pero lo leían desesperadamente en
secreto. Él odiaba la solemnidad, odiaba todo lo oficial, era un enviado de Dios en los
suburbios y en las tabernas.

Arturo no volvió a verlo nunca. Siguió desesperado vagando por las calles de París, por
los caminos de Francia, por las grandes rutas de Europa. Dicen que a pie, sin sosiego,
recorrió todo el continente, hasta el punto de que lo llamaron “el hombre con plantillas
de viento”. A los 19 años dejó de escribir para siempre. No le bastaba haber huido de su
madre Catherine, de su pueblo natal, de París, de su amigo Pablo y de Francia: huyó de
Europa, estuvo en Egipto, terminó refugiándose en Abisinia, traficando con armas,
amasando oro, olvidando los poemas que había escrito, olvidando su infancia angelical,
su adolescencia diabólica, su pasado indescifrable. También odiaba todo ese mundo
formal, oficial, acartonado, el yeso de las instituciones.

Fueron los grandes decepcionados del fracaso de la Revolución francesa, que prometió
fundar una Grecia sin esclavos y solo fundó una sociedad de banqueros y un
proletariado explotado y gris, al que Karl Marx intentaría en vano convertir en redentor
de la historia.
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Esta semana Pablo y Arturo han vuelto a conmocionar a Francia porque quieren
sacarlos de sus tumbas y llevarlos juntos al Panteón, quizá con la intención de
convertirlos en símbolos del matrimonio igualitario. Hay quien considera que nada más
justo que reivindicar una breve pasión homosexual que hizo historia en tiempos de
intolerancia y de rigidez mental. Pero hay quien considera que esos dos destinos
ardientes y libres no merecen quedar convertidos apenas en símbolos de algo oficial. Es
bello que hayan sido amigos y que hayan sido amantes, pero es injusto que se los
reduzca a mero símbolo institucional.

Sobre todo porque fueron dos grandes desadaptados y dos grandes rebeldes, y sería
hermoso que lo sigan siendo. Mejor que no reposen bajo un anillo de oro como Pablo y
Arturo. Mejor que sigan siendo Verlaine y Rimbaud, dos destinos de fuego, dos poetas
expulsados de la República, que vuelan libres en sus versos, que afortunadamente no
caben en ningún Panteón.

 qué la paz del Frente Nacional se deshizo


en el aire

13 sept. 2020 - 12:00 a. m.Por: William Ospina

En 1956 un abrazo entre Laureano Gómez, el jefe del Partido Conservador, y Alberto
Lleras, el jefe del Partido Liberal, marcó el comienzo del fin del periodo que se llamó la
Violencia. El pacto del Frente Nacional, que alternaba en el poder a los dos
contendientes, dio inicio a una breve primavera de paz, a los mejores años del siglo XX
en Colombia.

Había un clima de esperanza, las ciudades florecían; millones de campesinos expulsados


a las ciudades esperaban que un proyecto industrial abriera perspectivas de empleo y de
prosperidad, que un ejercicio político de inclusión permitiera superar no solo el fardo
cruel de la violencia y el desplazamiento, sino los males de la marginalidad, del
racismo, de la injusta distribución de la riqueza; que le diera ingreso a Colombia en la
modernidad democrática.

Había estabilidad institucional, gobiernos austeros, una influencia vigorosa de la radio,


de los medios impresos y de la televisión en la vida cotidiana, una renaciente seguridad
en los campos y confianza ciudadana. La juventud se sintió motivada a la acción,
florecieron las artes, fue una época de gran creatividad musical, de crecimiento escolar,
de ampliación de la frontera agrícola.

Ahora nos preguntamos por qué esa paz no se consolidó. Tal vez una de las causas haya
sido que no hubo un ejercicio que permitiera aclarar las injurias y los crímenes que la
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población campesina había padecido. Fue una paz sin memoria, sin verdad, sin
reparación y sin justicia. Mucha gente siguió sin saber qué fue de sus padres, de sus
hermanos, de sus amigos, quiénes fueron no solo los ejecutores sino los financiadores
de ese horror y los que se beneficiaron del gigantesco despojo.

A falta de eso lo que hubo más bien fue una persecución implacable de los últimos
bandidos, una cacería de monstruos que le permitió al régimen recién fundado dar
muestras de ferocidad y de impiedad, como si se creyera que ese castigo sobre seres
envilecidos por una violencia que tantos habían alentado podía ser una lección final para
todos. Como siempre, se escogía a unos culpables y se descargaba en ellos toda la
responsabilidad.

Pero un mero ejercicio de memoria y de verdad histórica, siendo tan necesario, no


habría sido suficiente. Lo que más se necesitaba era un verdadero acto de reparación, y
esa reparación no podía limitarse a sanciones penales, o a un plan compensatorio de
indemnizaciones personales y familiares. La principal causa de que la paz no se
consolidara es que fue una paz sin cambios profundos.

La violencia había sido una tragedia colectiva, las grandes responsabilidades no eran
individuales, las causas tenían que ver con nuestro agobiante pasado colonial, con la
herencia de las castas, de los racismos, de los clasismos, con un modelo de desarrollo
ciego a las necesidades del territorio: la falta de un hondo esfuerzo de conocimiento, de
un generoso ejercicio de dignificación ciudadana, de una apasionada y colectiva
recuperación de la memoria.

Esos bandidos habían sido capaces de toda atrocidad porque eran a su vez hijos de la
injusticia, del racismo, de la exclusión, de la falta de educación. No tuvieron piedad con
nadie porque nadie había tenido piedad con ellos. Bastaba retroceder unos años en la
vida de los monstruos para encontrar a unos niños espantados. Era necesario emprender
algo muy amplio, muy profundo y muy generoso, para impedir lo que finalmente
ocurrió: que los hijos de esa violencia fueran otra vez instrumentos de un mal antiguo y
se convirtieran en los protagonistas de la violencia siguiente.

No eran suficientes unos institutos descentralizados, unas cuantas fábricas o el estímulo


a unos procesos de desarrollo agrícola: se necesitaba construir por fin un proyecto de
nación en el que las mayorías no fueran convidados de piedra sujetos a la
magnanimidad estatal, a la beneficencia empresarial o a la caridad pública. Hacían falta
cambios históricos, grandeza en los proyectos, un ejercicio hondo de dignidad, de
respeto y de confianza en la comunidad.

Era urgente detener en el seno de las familias, en los pueblos, en los barrios unas
inadvertidas fábricas de horror. Ese que nacía del desprecio a los hijos naturales, del
menosprecio urbano por el campo, de las repulsiones sutiles del racismo, de la idea de
que hay gentes de buena familia, de la esclavitud disfrazada, de la educación autoritaria,
de la ley que era solo para los de ruana, de la incapacidad para reconocerse en un
territorio, de afirmarse en un mundo, de enorgullecerse de unas costumbres.

Aún más urgente que la verdad y la justicia era la necesidad de transformaciones


profundas, para sentir la evidencia de un tiempo nuevo, pero ninguna de esas cosas se
produjo. Sobre la promesa cada vez más difusa de cambios históricos volvieron a pesar
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los viejos hábitos nacionales que habían marcado al país desde los tiempos de Bolívar y
Santander, de los conflictos entre liberalismo y clericalismo, entre proteccionismo y
libre cambio, entre centralismo y federalismo.

Algo nos atrapaba en la discordia, porque nada se resolvía a través del debate
democrático, sino de un hábito de intimidaciones clericales y de soluciones militares.
Aquí la tiranía de la Iglesia y la herencia del militarismo convirtieron siempre el debate
público en una lucha entre el oro y la escoria, entre buenos y malos: toda posición
alternativa era satanizada bajo el dogma de que hay una verdad fuera de la cual no hay
salvación. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX las guerras
civiles abiertas o camufladas nos impusieron esa versión binaria de la realidad en la que
el otro aparecía siempre como el malo absoluto, aunque cuando les convenía acababa
convirtiéndose en el cómplice absoluto.

Desafortunadamente el Frente Nacional muy pronto mostró su carácter señorial, su


voluntad de perpetuar esos hábitos de exclusión: el gobierno de las familias ilustres, las
redes de compadrazgo, el tráfico de influencias, el creciente fortalecimiento de una
maquinaria burocrática hecha para frenar todo cambio y paralizar toda iniciativa. Se
pedía que el ciudadano respetara al Estado, pero el Estado no aprendió a respetar al
ciudadano. El régimen electoral fue manipulado precisamente por la tenaza de los dos
partidos que habían hecho la violencia y ahora se beneficiaban de la paridad en el
manejo del Estado, sin permitir acceso a ningún sector nuevo, sin atender a los reclamos
de los campesinos marginados ni de las provincias postergadas.

Así, un acuerdo sin reformas profundas, que nos había llenado de esperanzas, muy
pronto volvió a ser asfixiante para una comunidad que esperaba el viento fresco de la
modernidad, el oxígeno de la democracia. Y la breve paz del Frente Nacional se deshizo
en el aire.

2020 – 08 agosto 30 domingo


 Tejiendo a Colombia

Hace 13 horasPor: William Ospina


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¿Qué tienen en común San Agustín y Barranquilla? Cuando pensamos en ellos nos
parecen dos mundos, dos geografías, dos climas, dos tipos de humanidad; uno
encajonado en sus montañas, el otro abierto a la inmensidad del océano; uno
contemplando sus jaguares de piedra que custodian el origen y el otro tejiendo las
músicas que en este momento baila el planeta. También los gobiernos los pensaron
siempre como cosas distintas y casi incompatibles, pero hay algo poderoso y sagrado
que los une: el río Magdalena, que tiene en ellos su comienzo y su fin.

Algo esencial de Colombia depende del hilo que une esos extremos, y que es uno de los
muchos caminos que todos tenemos que recorrer y celebrar. Porque no es solo un río de
agua, no es solo el río generoso de peces que llamamos “la subienda”, es también un
hilo de músicas, desde los bambucos y los rajaleñas del Huila y los bundes y pasillos del
Tolima hasta las cumbias de José Barros y los porros festivos del maestro Campo
Miranda, y el recuerdo de ese día de 1960 en que Juan Madero al clarinete y Wilson
Choperena con la voz hicieron nacer en las playas ardientes de Barranca Bermeja “La
pollera colorá”, el otro himno nacional.

Y es también un hilo de la memoria: de coreguajes y andaquíes, de las retaliaciones de


la Gaitana, y los cepos señoriales en que apresaban a Quintín Lame; desde el amor de
esas tierras: “Vieja hacienda del Cedral, te llevo yo en mi cantar, te llevo yo en mi
recuerdo / en esta tierra nací, en ella también viví y en ella quiero mi entierro”, hasta las
luchas estériles de los guerrilleros de tiempos más ingenuos, cuando había más
canciones que secuestros: “Cuando en los tiempos de la violencia se lo llevaron los
guerrilleros / con Tirofijo cruzó senderos llegando al Pato y al Guayabero”.

Viniendo desde el nudo de los Pastos, que suelta sus aguas hacia el Caribe, hacia el
Pacífico y hacia el infinito Amazonas, está ese parque de criaturas de piedra que vigilan
las fuentes del río. Y después, para bien y para mal, las represas de Betania y del
Quimbo: esos trueques extraños de la modernidad que cambia agua viva por
electricidad, naturaleza por rentabilidad, peces por unidades de energía, y nos hace creer
que el río es solo una fuerza hidráulica, que no son parte de él la vida vegetal, los peces,
los pescadores.

En esas orillas se gestaron las estampas de la “Tierra de Promisión” de José Eustasio


Rivera, el primer poeta que volvió los ojos hacia el sur y quiso convertirlo en palabras, y
dijo mágicamente que la queja de un pájaro puede acongojar a toda una selva.

Ahora estamos aprendiendo por fin que el agua es más valiosa que el oro, las guerras
del petróleo ya amenazan con ceder su lugar a las guerras del agua, pero todavía no
aprendemos que este territorio es una de las más ricas fábricas de agua del mundo. Un
páramo es una esponja vegetal que absorbe la humedad y la destila en agua por arroyos
y quebradas hasta formar los ríos enormes, y Colombia tiene la mitad de los páramos de
este planeta, pero nosotros hemos tenido la audacia y la insensatez de poner el destino
de la nación en manos de gentes que venden los páramos y destrozan los ríos.

Solo por la salud de los ríos podemos saber cómo está funcionando esa fábrica de agua.
Del mismo modo las palabras nos dicen cómo está la conciencia de una comunidad, los
relatos nos muestran si sigue viva la memoria, las canciones revelan si todavía amamos
y cuidamos el mundo.
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Cuántas historias, de La Jagua al Quimbo, de Pitalito a Neiva, de Natagaima a


Purificación, de Girardot a Ambalema, de Honda a La Dorada: caminos, fundaciones,
cultivos, desastres; historias de los panches bajo el azote de Añasco y Belalcázar;
historias de los herboristas de Mutis y sus pintores de plantas; el paso de las canoas de
Humboldt cargadas de barómetros y sextantes y cronómetros de Seyffert, para perderse
monte arriba, por Coello y Cajamarca, entre aguaceros, hacia los milagros de la flora
desconocida y hacia la fundación de la geografía moderna.

Hay una piedra en la mitad del río que impidió que los barcos grandes llegaran a
Tocaima y a Neiva, y que convirtió a Honda en el puerto proveedor de la Sabana. Y allá
va el río con su esfuerzo y su historia, con los bogas indios en sus canoas y los remeros
negros en sus chalupas, con Humboldt en su balsa dejándose picar en aras de la ciencia
por nubes de mosquitos, y con Bolívar en su lancha que no deja de inventar naciones ni
siquiera en las siestas eróticas de Mompox, o con Bolívar bajando moribundo por los
paisajes de sus viejas victorias, y Silva arreglándose el corbatín para bajar a Cartagena y
embarcarse con rumbo a París mientras abajo en el agua chapotean los caimanes; con
García Márquez de 13 años cantando vallenatos en un vapor varado, y con los
presidentes fúnebres de una república a la que no entienden, sofocados por sus
sacolevas en unas playas candentes y palúdicas.

Seguimos el curso de las canoas que llevan la quina y de las balsas que llevan el tabaco
hacia el norte. Por la orilla se tienden los caminos y los ferrocarriles, después las
carreteras y las troncales, y cada trazo es una saga, desde los diez mil bueyes que
bajaban de Manizales la cosecha cafetera, hasta los ingenieros ingleses que trazaron
después el cable aéreo. Seguimos el rumbo del Mohan y de la Madremonte, del
terremoto de Honda, de la avalancha de Armero, de los tabacales del siglo XIX y de los
algodonales del siglo XX a los que consiguió marchitar en un instante la firma de un
presidente en un solo tratado de libre comercio, porque aquí nos encanta dejar a ciegas y
en pocas manos lo que es de todos, y hasta hubo años en que dejamos que este hilo de
vida se convirtiera en el río de las tumbas.

Pero de repente el río ya no es el mismo, el de las cavernas azules de San Agustín y los
bosques de Neiva, el del cantor que veía irse en una canoa a su morena “con un boga
traicionero que le dijo cosas bellas”; de pronto tiene otros colores, y es que de una
meseta invisible por lejana y por alta, una ciudad de diez millones de habitantes que no
sabe hacia dónde desagua su mar de jabones y detergentes y desechos industriales, que
bajan formando colinas de espuma, arroja el fruto de tanto progreso en el gran río que
pasa hacia el norte, llevando el sedimento de pesticidas y fertilizantes de dos cordilleras,
el cianuro de las minas, los filtrados de las petroleras, hacia la extensa región de las
ciénagas, donde salía una llorona loca y donde un hombre se volvió caimán. De repente
el hilo sagrado es ya solo un río envenenado donde resisten unas garzas y unos
cormoranes, donde no sobrevivieron siquiera los caimanes incontables, y que se va, se
va, por el Banco y por Magangué, se va para Barranquilla, y lleva después tan lejos su
contaminación que dicen que alcanza hasta las costas de Jamaica.

Tenemos tanto por hacer. Porque también están las rutas de las colonizaciones, el viaje
alegre de Guillermo Buitrago entre Sonsón y Ciénaga inventando unas canciones que
nunca se mueren, la ruta de los juglares vallenatos desde el Magdalena hasta los
desiertos de la Guajira, las expediciones de Manuel Ancízar, la cabalgata de Cali a
Medellín y a la Guajira y al bajo Magdalena y a Ibagué que hizo Jorge Isaacs
39

explorando el país, los caminos de los carnavales y de las artesanías, las rutas del
mercado y los hilos rojos de las guerras, las rutas de los éxodos y de las fundaciones, el
sendero de los mitos milenarios y de las flautas debajo del agua, la ruta de las luchas
indígenas y la ruta de los que combatieron la esclavitud, los caminos de los inmigrantes,
de los sirio libaneses por el norte, de los japoneses por el occidente, de los ingleses
buscando el oro y diseñando sus locomotoras, y de los alemanes por el valle de Upar,
por Santander y por Puerto Colombia, los caminos de viento de la salsa que unen a Cali
y a Barranquilla con Puerto Rico y con Nueva York, y los avances de la música
argentina por las tiendas de la cordillera, desde las zambas de Mendoza y las milongas
de Buenos Aires hasta la muerte de Gardel en Medellín y hasta ese tango, Lejos de ti,
que terminó inventando Julio Erazo, un hombre del río. El viaje a pie por todas partes
que nos sigue proponiendo Fernando González.

Y ese hilo al que hoy le hemos seguido el rastro, es apenas uno de esos millares de hilos
de agua, de tierra, de memoria, de arte y de música, que tenemos que honrar y conocer y
sanar y salvar, con los que vamos a tejer nuevamente a Colombia.

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2020 – 08 agosto 16 - domingo


Los graneros del futuro

Hace 22 horasPor: William Ospina

¿Cómo cobrar en Colombia cada deuda de una violencia de 50 años, sin terminar siendo
parte de esos mismos bandos que sembraron el caos y quieren que nos eternicemos en
él? Lo que enseña nuestra historia es que es inútil linchar a los responsables si no se
corrigen por fin las grandes causas del conflicto.
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Las guerrillas fueron fruto de la irresponsabilidad del Estado colombiano, que no fue
capaz de impedir la inmolación de 300.000 campesinos ni la destrucción del país
agrario, y que convirtió a los indignados campesinos de Marquetalia, Riochiquito y
Guayabero en un ejército insurgente, alimentándolo con bombas cuando lo único que
pedían eran unos puestos de salud y unos puentes.

Un puñado de hombres valientes y rencorosos se convirtió en una guerrilla implacable,


cada día con menos escrúpulos, y la guerra hizo el resto. Pronto los ideales políticos
desaparecieron ante la usura de los días y de los enemigos. Ese Estado, que no fue capaz
de atenderlos y de neutralizarlos a tiempo, no ahorró recursos públicos para combatirlos,
no tuvo escrúpulos en bombardear por años el territorio de la patria, en matar y matar a
unos colombianos a los que había empujado a convertirse en secuestradores y en
asesinos.

Tenía que haberlos escuchado y comprendido a tiempo, pero los políticos (ay, los
políticos), desde sus curules en un Congreso infame, que siempre legislaba mal sobre
asuntos agrarios porque era un Congreso de terratenientes, alentaron con su veneno esa
guerra que era apátrida porque era una guerra entre colombianos, pero que sobre todo
era estéril, porque al cabo de 40 años de bombas ya no eran un puñado de rebeldes
primitivos sino un ejército de 40.000 hombres dedicados al secuestro y a la extorsión, al
que no se podía derrotar en una guerra convencional, porque estaba disperso en la
geografía más difícil del continente.

Entonces empezó la guerra irregular, a la que solo llamamos guerra porque no tenemos
otro nombre. Era monstruosa por una razón adicional, especialmente innoble, y es que
aquí, después de la Guerra de los Mil Días, donde los ejércitos todavía combatían, ya no
volvió a haber combates, con toda su ritualidad infernal, sino emboscadas, ataques a
mansalva sobre enemigos descuidados, vulgares masacres de seres indefensos,
criminales que se ensañan sobre poblaciones desarmadas, con la triste estrategia de que
si no se puede enfrentar al enemigo hay que desalentar a sus posibles simpatizantes, hay
que sembrar el espanto porque no hay semilla de ninguna clase que dejen crecer los
buitres del miedo.

Pero además a esa guerra le llegó combustible. La estúpida guerra de las drogas, que
volvió criminal la agricultura de subsistencia, depravó el comercio, alentó la rapiña de
los traficantes y convirtió el ejercicio de surtir el ávido mercado de los consumidores del
llamado primer mundo en una degradación de toda la sociedad. Así como la guerra
contra las guerrillas las fortalecía, así la guerra contra el tráfico, no contra el consumo,
aceitó las ruedas de un negocio sangriento, y le dio nuevas fuerzas y nuevas alas a la
discordia interna.

Soldados morían, guerrilleros atacaban, intermediarios cobraban, delincuentes


traficaban, finqueros se defendían; el Estado era infinitamente inferior a su deber de
ocupar el territorio, de resolver problemas, impedir conflictos, estimular procesos
productivos, proteger ecosistemas y salvar vidas; políticos se enfrentaban, grandes
oportunistas entregaban el país a los monopolios, políticas tortuosas sacrificaban la
industria, propietarios codiciosos cercaban para siempre tierras improductivas, y lenta y
gradualmente se daban maridajes entre las viejas castas y las nuevas.
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Los finqueros se armaban, los empresarios contrataban seguridad privada, el ejército


legal prestaba asesoría a los ejércitos ilegales que era su deber combatir, si no por
dignidad al menos por puro instinto de supervivencia, y lentamente lo que el Estado no
sabía hacer volvieron a hacerlo los particulares, sin apego a ley alguna, o sea de un
modo cada vez más atroz, más siniestro, cada vez más fuera de madre, en esos cuadros
de delirio cósmico cuando basta que un patrón haga una señal para que sus esbirros
multipliquen sus intenciones y el horror guardado en los sótanos de la condición
humana haga el resto.

La guerrilla lo hizo y sus adversarios lo hicieron cada vez más; pero no eran Héctor y
Aquiles enfrentados, solo quedaba el recuerdo de las degollinas y las decapitaciones de
los años 50, de los desmembramientos y toda esa carnicería sin heroísmo que sembró
aquí la Conquista y que volvió a renacer siempre que la despertó la injusticia.

Por eso es hora de no tomar partido. Hubo un conflicto largo y monstruoso y todos los
bandos se degradaron en él. Y el mayor responsable es el Estado que no impidió a
tiempo la “incestuosa guerra”, como la llamaba Borges, y que ahora cada cierto tiempo
toma partido por un bando o por otro. Ese Estado hace tiempo no engrandece al país que
ha sido la principal víctima, y cada vez que diseña la paz inclina la balanza hacia uno de
los bandos y aviva la discordia.

Pero de ese Estado balbuciente y cínico que solo garantiza privilegios, que no protege a
nadie, todos somos responsables por acción o por omisión, y hay que saber que,
mientras no lo reformemos, la principal responsabilidad seguirá siendo nuestra.

¿Quieren cobrar las deudas? Muy bien, pero tendrían que cobrarlas todas. Y no caer en
la tentación de ser muy selectivos en la venganza, de descargar en unos cuantos la culpa
de miles, o en uno solo las culpas de todos, no porque sea injusto ese castigo, sino
porque a la sombra del demonio simbólico hay una barbarie inmensa que pasa de
agache, lista para recomenzar, y a veces los mayores responsables, los más antiguos y
eficientes, terminan siendo los que juzgan y los que absuelven o condenan. En las
sociedades señoriales hay unas castas que se benefician de todo pero nunca son
responsables de nada.

Todo esto significa que a lo mejor la guerra está llegando a su fin. Pero no terminará
con la distribución de las culpas y de los castigos: eso forma parte de la guerra. Acabará,
solamente, cuando se rompan los hilos que movieron a todas las fuerzas de ese combate,
no por innoble menos doloroso y extenuante. Cuando por fin se corrijan las causas que
engendraron tantos monstruos, y se abran de verdad, para millones de seres humanos,
los graneros del futuro.
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2020 – 08 agosto 2 – domingo


Los tres meses que faltan

Hace 21 horasPor: William Ospina

Es una lástima que Alexandria Ocasio-Cortez, por ser menor de 35 años, no pueda ser
candidata a la vicepresidencia, porque ese anuncio esta semana habría significado un
cambio de rumbo para los Estados Unidos.

Claro que Joe Biden puede ganar, pero Ocasio-Cortez le podría dar a su campaña ese
perfil de juventud que le falta, entusiasmando a dos grandes grupos de indecisos, los
jóvenes y los inmigrantes, afirmando el protagonismo de las mujeres y trayendo luz
nueva a una campaña crispada y sombría, en el momento más crispado y más sombrío
de la historia reciente de los Estados Unidos.

A quien elijan ellos como presidente no debería preocuparnos demasiado a los


latinoamericanos, pero nos preocupa. Porque el papel de esa nación en el mundo
contemporáneo es decisivo; en gran medida de su estabilidad depende la estabilidad del
planeta; de su equilibrio, el equilibrio del hemisferio; de su responsabilidad, la paz y la
supervivencia de millones de personas.

Muchos saludaron hace cuatro años a Trump como un disidente, cuya agenda no era la
de las multinacionales que tienen al mundo como está. Pero tener divergencias no
garantizaba que Trump fuera mejor: desde el comienzo se mostró insensible frente a los
grandes anhelos del mundo contemporáneo, y en muchas cosas resultó peor que los
gobernantes anteriores.

Aunque hay que admitir que el calentamiento global que Trump niega no fue provocado
por él, y que las anteriores administraciones son responsables por no haber actuado a
tiempo para frenar las emisiones de CO2 y emprender el cambio urgente de matriz
energética, negar el cambio climático y apartarse de los compromisos del Acuerdo de
París es una locura. Y son los gobernantes anteriores los que permitieron con su
negligencia que en el momento más crítico pudiera llegar un aparecido arbitrario a
agravar de este modo la crisis.

Montado sobre la estabilidad que le dejaron, Trump impulsó la economía hacia el pleno
empleo, pero lo hizo violentando valores que eran casi sagrados: el respeto por los
inmigrantes, que son los que construyeron el país, un equilibrio mínimo de las
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relaciones internacionales y el esfuerzo por integrar a la sociedad. El éxito económico


permitió que pasaran a segundo plano las tensiones fronterizas, las fracturas internas, la
pérdida de rumbo en los asuntos internacionales, los desencuentros con los aliados y las
crecientes tensiones mundiales del comercio y la política.

En su coctel de lo frívolo con lo irresponsable, Trump ha mantenido al mundo de


crispación en crispación durante cuatro años. Encendía y apagaba alarmas: con Corea
del Norte, con Irán, con China, con la propia Europa, a un ritmo inquietante, porque su
principal desvelo, fiel a las deplorables tendencias de la época, es no desaparecer ni un
instante de la pantalla. Lo impactante ha sustituido a lo conveniente, ser viral es más
provechoso que ser justo, y la política ya también se ha vuelto cuestión de audiencia.
Pero para que esas conductas no hundan a los países se requiere una básica estabilidad,
y basta una crisis, un desafío, para que todo salte por los aires como una carga mal
asegurada.

El desafío llegó, y en los seis meses que llevamos de esta pandemia hemos visto crecer
la tormenta. Claro que un hombre como Trump no podía manejar con ecuanimidad una
crisis como esta: frenar la economía por unos meses le pareció una locura; tal vez creyó
que los muertos serían 20.000 y ahora no sabe qué hacer con los 150.000 que pesan ya
sobre sus hombros. El tema de las mascarillas, que para millones de personas era un
asunto de vida o muerte, para él fue solo un problema de imagen.

Un hombre así daría lástima si la vida de tanta gente no dependiera de él. Atendiendo a
su estado de ánimo hay temas de los que sus asesores no se atreven a hablarle. Y de
semejante psicología de heredero caprichoso e inestable podría depender la paz del
mundo. Todos deberíamos estar leyendo la historia de Nerón y de Claudio: qué estragos
puede causar en el ápice de los imperios la histeria narcisista sumada a la inseguridad.
Trump nunca aceptó que la pandemia fuera un riesgo, por la increíble razón de que un
riesgo no le convenía.

No podemos afirmar que la mortandad sea por completo responsabilidad suya, pero el
mundo sabe que los gobiernos con su imprudencia pueden agravar las cosas. Alguien
que era capaz de negar el cambio climático cómo no iba a ser capaz de negar la
pandemia. Hasta ahora ha tratado de soslayar la evidencia de los muertos, pero ya se
está preparando para descargar en otros la culpa, y en los tres meses que faltan veremos
a Donald Trump atribuyendo a China la responsabilidad de los miles y miles de muertos
de su país, y alentando todas las versiones que muestren la debacle económica como el
fruto de una conspiración despiadada. Pero ya los chinos le han dicho que nadie
denunció a nadie por la aparición y la difusión del VIH en el mundo, y la historia es tan
irónica que ahora los huracanes del cambio climático amenazan con derribarle el muro
que construye en la frontera.

Resulta asombroso ver a Trump mostrando la indignación y el descontento, todo lo que


está ocurriendo bajo su mandato, como lo que podría ocurrir si gana el otro. Solo faltan
tres meses para las elecciones, la pandemia no parece que vaya a desaparecer en este
período, y no resulta raro que Donald Trump, que ha sido incapaz de dar la cara a la
mayor crisis de su tiempo y de derrotar a un enemigo real, se invente un enemigo
ilusorio, la izquierda vandálica, una diabólica conspiración del sistema o la malvada
China, y quiera hacer creer que a ese enemigo sí será capaz de derrotarlo.
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Qué problema tener solo tres meses y querer enfrentarse a la China, que es la paciencia
misma. Pero para no tener que ver lo que hace perdiendo alguien que ha sido tan mal
ganador, Joe Biden tendría que derrotar a Trump de un modo contundente, y para eso
necesita a Alexandria Ocasio-Cortez, si no como vicepresidenta, sí como un gran
símbolo de su campaña. No solo por su juventud, su altivez y dignidad de mujer, su
origen humilde y su apuesta por la agenda verde como única puerta al futuro, sino por
algo de lo que carecen las fuerzas alternativas allá y aquí: por su alegría.

2020 – 07 – Julio 5 - Domingo


Cuando las estatuas se mueven

Hace 18 horasPor: William Ospina

Siempre volvemos a preguntarnos cuál es la actitud que debemos asumir frente a los
horrores del pasado: los genocidios de la Conquista, el tráfico de esclavos, el saqueo de
tesoros culturales, los personajes históricos que en su tiempo practicaron y defendieron
cosas que hoy nos repugnan.

Alguien me dijo que no podemos juzgar a la luz de nuestros valores actuales a los
humanos de hace cinco siglos, crecidos en un mundo donde las cruzadas eran vistas
como valerosas hazañas, donde la Inquisición era la justicia divina, donde el infame
tráfico de esclavos era una aceptada práctica comercial, donde la violencia era la
legitimadora de poderes y legislaciones, y donde los Reyes Católicos, que expulsaron de
su tierra a moros y judíos, y persiguieron a todo el que no pudiera demostrar que era
cristiano viejo, eran tenidos por grandes civilizadores.

Viendo la crónica del secuestro de Atahualpa y la masacre de la corte inca en 1533,


cuando unos guerreros provistos de cañones, de armas de acero, armaduras, caballos y
perros aterrorizaron un mundo que los acogía y mataron a miles de incas en una sola
tarde, siempre me dije que si bien aquellos conquistadores nacieron antes de
la Declaración de los derechos humanos, no pueden considerarse libres de culpa, pues
afirmaban ser cristianos, y el decálogo de Moisés regía para ellos desde 1.500 años
atrás.

No pueden decir los legitimadores del horror que los hombres del Renacimiento no eran
capaces de advertir la malignidad de sus actos. En la misma España de Carlos V, el
padre Francisco de Vitoria, cuando se enteró de la masacre de Cajamarca exclamó: “Se
me hiela la sangre en las venas”.
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Otra cosa es pensar que por los crímenes de la Conquista tengamos que odiar todo lo
que somos desde entonces. Es tarde para decirle a Colón que no desembarque, es
evidente que la lógica de las conquistas no fue solamente europea, y un fenómeno tan
vasto y complejo como su avance por el territorio americano, las mezclas culturales y
los mestizajes que allí nacieron, no permite ver las cosas sólo a la luz del código penal.

También en España se padeció la barbarie de los poderosos, se cometieron horrores en


nombre de la cruz y de la corona, también allá hubo mártires de la dignidad humana y
víctimas de la codicia y de la prepotencia, del mismo modo que aquí no solo llegaron
genocidas sino apóstoles de la justicia, seres que amaron este mundo, gentes capaces de
compasión y de solidaridad.

Hace años yo escribí con respeto y admiración un libro, Las auroras de sangre, para
celebrar a uno de esos soldados, Juan de Castellanos, que aunque formó parte de las
campañas de conquista dedicó su vida a cantar el mundo americano, a reconocerlo, a
cumplir una tarea más humana y civilizada, y estuvo muy por encima de las ferocidades
de su gente y de las costumbres de su tiempo.

La Conquista abundó en crímenes, pero también en hechos civilizatorios, mezclas


irreversibles, alianzas profundas, síntesis poderosas: es un error borrar esa complejidad
y pensar que lo que somos hoy es apenas producto del horror y del crimen. “Que nuestra
tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido”,
escribió Leopoldo Lugones.

Tenemos que ser capaces de criticar y condenar todo lo maligno de la Conquista y en


general de la historia, sobre todo porque de mil maneras perdura y se repite, en el
racismo, en el clasismo, en el militarismo, en el dogmatismo religioso, en la corrupción
política, pero también tenemos que ser capaces de valorar todo lo noble y humano, todo
lo que el mestizaje puede tener de síntesis, de alianza y de posibilidad creadora.

Ojalá todo lo resolviera el ruido de las estatuas al caer. Pero es cierto que la política
suele convertir los conflictos históricos, los cruces de razas y de tradiciones en guerras
despiadadas, mientras que la cultura siempre supo convertirlos en sincretismos, en
diálogos, en símbolos y alianzas perdurables. En todo el continente la música es el
mejor ejemplo. Al cabo de los siglos es imposible deshacer lo que ha ocurrido, solo se
puede valorar y reinterpretar; redimir con símbolos reparadores y sobre todo con hechos
de justicia, no de venganza, todo el mal del pasado.

Aquí la Independencia hace dos siglos cobró algunas deudas, y no me siento capaz de
renegar de ella. Pero sé bien que esa independencia fue harto imperfecta, porque
mantuvo la exclusión, la opresión y el maltrato sobre vastos sectores de nuestra
sociedad como las comunidades indígenas y los pueblos esclavizados. Y la abolición de
la esclavitud fue un simulacro mezquino. “Si no se creaban condiciones de igualdad y
de convivencia, todo consistía en dejarlos libres de comida y de techo”, decía Estanislao
Zuleta.

La enorme deuda no se ha pagado ni con el mundo indígena ni con los descendientes de


esclavos, a los que algunos declaran africanos, no por respeto a ese sagrado origen, sino
para excluirlos de nuevo, como si no fueran parte viva de nuestra nación desde el
comienzo.
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En México es bien difícil encontrar la estatua de un conquistador; aquí se diría que no


hay ciudad que no tenga en la colina su Belalcázar de hierro. No digo que se los lleven,
porque hay horrores que es necesario recordar, pero ¿dónde están los monumentos a los
grandes luchadores por la dignidad y por la convivencia?

Sería un error pensar que es una cuestión de bronce. Más bello es proponer formas
creadoras de la memoria, homenajes a nuestra naturaleza, siempre tan profanada. Yo
preferiría que a las estatuas de los conquistadores las cubran las enredaderas, que las
láminas de la Expedición Botánica, tan injustamente sustraídas por el absolutismo
español, vuelvan a su mundo de origen. Que los símbolos del universo indígena y de la
resistencia a la esclavitud tengan tanta presencia pública como los de otros componentes
de la nación. Y que las gestas populares, los éxodos, las fundaciones, la apertura de
caminos, ocupen su lugar en la memoria, como el bello monumento que hizo Manizales
a los anónimos colonizadores.

Destruir símbolos es siempre una tentación. Pero ser mejores que los conquistadores es
también negarse a perpetuar su rutina de repulsiones y de destrucciones. El más
profundo homenaje que se les puede rendir a las comunidades profanadas es instaurar
por fin con ellas el respeto y la gratitud.

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2020 – 06 – junio – 14 - domingo

LA HORA DE RESISTIR

William Ospina
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El espíritu de imitación, que caracteriza tanto a la sociedad colombiana, nos prestó un


servicio invaluable en los dos meses anteriores, porque nos permitió asumir con rigor
una cuarentena que le ha evitado a Colombia una catástrofe. Sin embargo, ese mismo
espíritu de imitación podría echar por la borda todo lo que hemos logrado, y convertir
los dos meses siguientes en una prueba dolorosa para todos.

España, Italia y Francia fueron sorprendidas por la pandemia sin haber podido tomar
precauciones, por eso a comienzos de marzo, cuando cobró fuerza el contagio, se
sometieron a una rigurosa cuarentena que convirtió a Madrid, a París y a Venecia en
ciudades fantasmas, y hasta trajo delfines frente a la columna de San Marcos.

Siguiendo su ejemplo, también nosotros nos encerramos en aquel momento, cuando


apenas llegaba el virus, y temprano pudimos controlar el ritmo del contagio, de un modo
que hasta ahora ha sido eficaz, y que le debe mucho al compromiso y la responsabilidad
de Claudia López y de muchos gobiernos locales.

Pronto comprendimos que la cuarentena servía para dos cosas: demorar al máximo el
contagio de la población más vulnerable, y darle tiempo al gobierno, para que pudiera
reforzar con miles de ventiladores la capacidad del sistema hospitalario y corregir la
escandalosa escasez de camas de cuidados intensivos.

Pero las cuarentenas se llaman así porque no pueden ser eternas, y menos en un país
cuyas mayorías necesitan de la calle para sobrevivir. Nuestros gobiernos son hábiles en
prohibir y en prometer, pero ahora sabemos que no han sido tan eficientes en habilitar
los cuidados intensivos, porque la demanda mundial de equipos es abrumadora, porque
los trámites de nuestra burocracia son infinitos, porque no bastan los equipos: se
necesitan también profesionales capaces de manejarlos, y porque una situación como
esta hace visible la alarmante desigualdad de nuestros territorios. La tragedia que
Bogotá no ha vivido ya se ha visto en el Amazonas, que desde el centro del país se mira
como una región recóndita, pero que está mucho más cerca del mundo de lo que
imaginamos.

Asumimos la cuarentena cuando era necesaria, pero estamos a punto de abandonarla


cuando es indispensable. Hemos logrado hacer más lento el ritmo del contagio, no
detenerlo. Ahora se está duplicando cada 15 días, y si hoy tenemos casi 50.000 casos,
hay que saber que tendremos 100.000 a finales de junio y 200.000 a mediados de julio,
antes que el ritmo empiece a descender como ocurrió en España y en Francia.

Hay que entender que lo más alarmante no son los contagios, sino los índices de
mortalidad. 300.000 contagios, que en Inglaterra producen 50.000 muertos, en la India
producen menos de 10.000, y Colombia por fortuna ha tenido un índice de mortalidad
de 3,2 %, más cercano al de la India que al de Inglaterra.

Esta dura prueba, esta pandemia, ha tenido cuatro momentos. El primero, el contagio
inicial en China, de cuyas cifras sabemos poco y de cuyos métodos de control sabemos
menos aun. El segundo, el abrumador caso europeo, donde las sociedades mejor
preparadas para enfrentar un problema sanitario han afrontado meses dramáticos, quizá
porque los mayores de 70 años son casi el 20 % de su población. El tercero, el caso de
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Estados Unidos, que no asumió con rigor una cuarentena, que está a punto de completar
120.000 fallecimientos, y cuya gente más vulnerable parecen ser los trabajadores que no
han podido tener un buen servicio de salud. El cuarto es el nuestro: hoy América Latina
es el foco mundial de la pandemia, y lo será por los dos meses siguientes.

Asia suma un millón y medio de casos y cerca de 40 .000 muertos. Europa dos millones
de casos y 200.000 muertos. Estados Unidos dos millones y 120.000 muertos. Hoy
América Latina suma un millón y medio de contagios y casi 80.000 fallecidos, la mitad
de ellos en Brasil. Porque hay que recordar que en nuestro continente los tres países
cuyos gobiernos más negaron la gravedad de la crisis, Estados Unidos, Brasil y México,
son los que suman más víctimas mortales en esta pandemia: 170.000.

Por eso hay que prestar atención al momento. No se puede decir que nos hayamos
subido al tren de las cuarentenas antes de tiempo, lo hicimos de manera oportuna, pero
nos va a tocar resistir más que los otros a cambio de tener resultados menos dramáticos.

Y es allí donde el espíritu de imitación que nos fue útil puede hacernos daño. Como
España, Italia y Francia han superado el pico del contagio, comienzan a respirar con
alivio y están poniendo fin a sus cuarentenas, nosotros corremos el riesgo de hacer lo
mismo cuando apenas vamos a entrar en el momento más crítico. Hoy estamos en la
situación en que estaba España el 25 de marzo, con 40.000 contagiados y 1.500
muertos. Si nos descuidamos, si bajamos la guardia, podemos perder todo el esfuerzo, y
vamos a someter a una presión extrema al cuerpo médico, cuyo sacrificio es enorme.
Nuestras ventajas son tener un índice de mortalidad mucho más bajo y un ritmo de
contagio controlado.

Se entiende que los gobiernos, siguiendo el ejemplo de Trump, quieran mandar a la


gente a la calle, porque el riesgo de la economía es grande. Y se entiende que la gente
necesite lanzarse a la calle, a intentar sobrevivir, porque en nuestros países la vida es
dura. Pero es la hora de resistir. Nos molestó la cuarentena como una orden del Estado,
porque de todos modos vulneraba nuestra libertad, pero hoy depende de cada ciudadano,
de su responsabilidad, impedir que lo que hasta ahora hemos sostenido se desplome.

Desde el comienzo supimos que había que esperar cuatro meses. Ahora hay que resistir
el tiempo que falta, aunque el Estado no nos obligue. Y hay que exigir la renta básica.
Porque los ventiladores, además, no han llegado.

Pero que no se piense que hemos olvidado lo principal: que esta pandemia puso al
desnudo la locura y la injusticia del orden en que vivimos. Que resistir solo vale la pena
por la inmensa tarea que nos espera, por el mundo necesario que veremos nacer. Porque
tal vez tiene razón un mensaje que anda circulando: si queremos que el mundo
sobreviva, pronto tendremos que desconectar los aparatos y conectar los cerebros,
desactivar en serio nuestras pantallas y activar nuestros cuerpos.

17 May 2020 - 12:00 AM


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Por: William Ospina

Nostalgia de Colombia
En el último confín de La Guajira, en las cavernas frente al mar vivía un gato.
No entendí que viviera tan lejos de cualquier lugar habitado. El viento lo
empuja a uno por la pendiente y el mar está allá abajo, esperando. Por el
desierto salen de la nada niños indios a pedir cualquier cosa; los carros se
perdían en la extensión sin carreteras y casi sin caminos. En Maicao hay
narguiles sobre las mesas de restaurantes donde el viento trae arena, cerca de
la mezquita. En Camarones íbamos navegando por la ciénaga cuando el
barquero advirtió que el remo no lograba impulsar la canoa. Sentimos el
peligro en esa inmensidad, con islas de flamencos en la distancia. Pero el
barquero hizo algo sorprendente: bajó de la canoa y la siguió empujando, y el
agua le llegaba a la cintura. Cerca, en Manaure, vimos un cerro blanco junto al
mar: era sal. De noche en el Tayrona había estrellas grandes sobre las
palmeras. Salimos a la playa a ver el mar que golpeaba a lo lejos. Llevábamos
un rato ante el abismo cuando una raya luminosa quemó el cielo y se perdió
en el horizonte. Al otro día caminamos, con el mar al acecho, hasta la
desembocadura del Guachaca, donde el deshielo de la Sierra forma remansos
con peces diminutos, que saltan ante los picos abiertos de los pelícanos. En
Dibulla los pobladores salen a las playas a ver morir el día dulcemente. En
Santa Marta visitamos la madre de la Sierra: un estanque de aguas hirvientes
cerca del mar, al que hay que entrar despacio para que el cuerpo se
acostumbre. Como en un ritual antiquísimo, al avanzar, el estanque mismo lo
va obligando a uno a arrodillarse. En Ciénaga, dijo Luisa Santiaga Márquez,
está el lugar donde se acabó el mundo. En Aracataca había familias
almorzando a la orilla del río, entre piedras redondas y enormes como en una
novela. En Carmen de Bolívar uno no sabe decidirse entre tantas hamacas de
colores. En San Juan del Cesar la misma dulzura que está en las canciones
está en los rostros. En Turbaco, junto al bosque, sumergidos en una piscina
tibia, aprendemos que una cosa son los momentáneos cocuyos y otra el vuelo
50

largo y encendido de las luciérnagas, y oímos a lo lejos cosas que caen en la


oscuridad: los mameyes maduros. En el embarcadero de Puerto Colombia
creíamos oír, como si estuviera instalado en el aire, un soplo que repite: Sobre
la arena mojada, bajo el viejo muelle, la besé con loca pasión. En un teatro de
Barranquilla, Campo Miranda nos reveló que era suya la estampa más alegre
de nuestra infancia: Por el juncal florido del riachuelo, viene volando un
pájaro amarillo. En Guamal nos cantó Julio Erazo el único tango colombiano
que se volvió de verdad conocido: Hoy que la lluvia entristeciendo está la
noche, que las nubes en derroche tristemente veo pasar. Nos conmovió que un
hombre del litoral, que puso a bailar a medio país hace medio siglo, hubiera
hecho esa canción que acompaña las penas de amor en las cantinas de la
cordillera. En Mompox, en un patio embrujado, había un árbol que era todo un
bosque. En Cartagena, cuando el calor oprime, entramos por milagro en el
claustro de San Pedro Claver, y sentimos de pronto una frescura vegetal de
otros siglos. En Apartadó envenenaba el aire el rocío de las avionetas sobre las
plantaciones, pero en Turbo, donde el aire es más puro, se amontonaban en la
playa los troncos que arrancan las tempestades en las selvas del sur, y que el
Atrato arroja a la arena mientras sigue llenando el golfo de agua dulce. En la
noche, en un cuarto de hotel, sentí que un cataclismo despedazaba el mundo,
pero era solo un trueno de esa región donde se acercan los océanos. En
Montería, junto al Sinú, salvados por los árboles del calor de las calles, pasear
es tan hermoso como en el malecón de Riohacha. Abajo de Santa Fe, donde es
más ancho el Cauca, uno se siente parte de ese tejido de cables y maderas que
los automóviles recorren lentamente mientras el puente tiembla sobre el
abismo. En Sopetrán buscamos astromelias, porque un verso de Barba Jacob
las promete. En Jericó, en la cantina llena de viajeros, empezamos cantando
tangos viejos, más tarde llegan canciones de todas las edades, y ya a las tres
de la mañana no hay nadie que no cante. Por el parque de Arma vimos pasar a
un muchacho que llevaba semanas con su morral a la espalda, recorriendo
solo, por placer, las montañas. En Salamina un viejo arriero que nos oía hablar
en el café nos reveló que había recorrido con sus mulas todos esos caminos
51

que hace un siglo y medio hicieron los colonos. En Chipre, en Manizales, una
saga de bronce hace vivir los heroísmos y las penalidades de los aventureros
que hicieron habitable una selva. No hablo de esas ciudades donde he nacido y
muerto tantas veces: de Cali o Medellín, de Ibagué o Pereira, de Bogotá o
Popayán, sino de los remansos que Colombia brinda por todas partes. Porque
hoy tengo nostalgia de Colombia. De las palmas del Cocora, de los bosques de
Chinácota, del colegio de La Hondura en El Dovio, de esa casa antigua llena
de niños frente al lago Calima en Darién, de los cielos del cabo de la Vela, de
las casas de cardones y el viento que zumba por el desierto. De la noche en
Cartago. De Sevilla en la voz de Óscar Peláez. De un mar enrojecido que yo
miraba a solas, en una tarde de mi adolescencia, cuando una lancha que venía
de Ladrilleros me trajo de repente a Silvio y a Sara María, y una noche de
vino y canciones. Del fulgor incesante del Faro del Catatumbo, al que
llegamos guiados por el relámpago en un viejo automóvil que parecía una
barca por la selva. De la visión del llano desde la carretera vieja a
Villavicencio, un mar para los ojos y para el alma. De las bongas viejísimas de
San Pedro Alejandrino, de los cormoranes entre Barranca y El Banco, de la
chalupa llena de gentes del río. De un par de versos que se vuelven recuerdos
físicos: Que partía del Banco, viejo puerto, a las playas de amor en
Chimichagua. La vista de las crestas caprichosas de la Hoz de Minamá, con
nubes enredadas en sus faldas, desde los maizales de Mercaderes. De una
noche en La Unión, ante una gran fogata, en la casa que fue de Aurelio
Arturo. De un parque de Tuluá donde se recuerda a los muertos. De las flores
con música en Santa Elena. De la memoria del río en una casa de Honda. De
las cavernas limadas por el agua en el paso más estrecho del Magdalena, y los
conjuros de piedra de San Agustín. Nostalgia de los altos de Puente Rojo,
viendo titilar las ciudades del Valle. De los sietecueros morados de las
montañas, de los guaduales y los carboneros, del color azafrán de los
cámbulos, del samán imposible de Santander de Quilichao. Del nevado del
Huila visto desde Pichindé, y del nevado del Tolima que se deja ver de muy
pocos. De una cascada vista desde el Alto del Cielo. De los abismos de
52

Murillo, de Cerro Bravo y de Guayacanal; de las canoas lentas de Ambalema


que en las canciones llevan amantes fugitivos. De los caminos de selva de
Puerto Nariño. De las muchas Colombias que no están todavía en la memoria.
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31 Comentarios

10 May 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El final y el comienzo
Alguna vez un amigo músico me dijo que si un día la peste se cernía sobre el
mundo, tal vez sobrevivirían mejor los niños que juegan en los barrios
miserables de Namibia o de Calcuta, que los magnates en sus mansiones
antisépticas. Todavía no sabemos si esta pandemia se prepara para castigar a
las muchedumbres pobres del mundo, o si se va a ensañar apenas con algunos
países.

¿Será que solo la India y los niños tienen el secreto de la inmunidad? La India,
con 1.400 millones de habitantes, tiene menos contagios y muertos que el
Canadá, y muchos lo explican diciendo que en la India la gente convive con
los animales pero no los devora, y se expone al sol más que en otras partes.
Las estadísticas finales del coronavirus pueden cambiar muchas de las
percepciones que tenemos de lo que está pasando.

Recuerdo aquella frase de un cuento de Oscar Wilde: “Lord Canterville, los


fantasmas no existen, y no creo que la naturaleza haga excepciones en favor
de la aristocracia británica”. La aparente incongruencia de las cifras de un país
53

a otro podría no deberse a los caprichos de la naturaleza sino a los de la


historia: la longevidad que les ha sido concedida a unos y la morbilidad que
les fue sentenciada a otros. Es posible que a muchos de los que se habría de
llevar el coronavirus se los haya llevado antes la enfermedad en África, la
pobreza en la India, la guerra en Vietnam, la violencia en Colombia. Hoy en
los Estados Unidos muchas de las víctimas parecen ser esos inmigrantes que
por años se extenuaron trabajando sin tener acceso a la costosa atención
sanitaria, los que fueron acumulando males en su organismo.

No es imposible que el virus se haya escapado de los laboratorios de Wuhan y


de los guantes de sus abnegados manipuladores. Los Estados Unidos exigen
que sus investigadores inspeccionen esos laboratorios, pero la China va a
rechazar esa pretensión, porque todos los países que manipulan virus y hacen
experimentos peligrosos con la materia viviente se asoman a los mismos
riesgos.

Y Trump no está buscando que le abran las puertas de Wuhan, sino que su
electorado lo vea como el defensor de la maltratada América: que no le vaya a
cobrar la frivolidad con que manejó la amenaza. Salta a la vista que cuando
afirmó que su país corría el riesgo de tener dos millones de víctimas, una
semana después de decir que no había pandemia alguna, lo hizo para poder
declarar, cuando los muertos fueran 100.000, que él había salvado a millones.

Tal vez necesitará revivir la guerra comercial y hasta amenazar con la guerra
total, para mover las fibras de un electorado indeciso, y es una lástima que
Bernie Sanders no esté ya en esas elecciones, porque ahora la única fortaleza
de Donald Trump parece ser Joe Biden.

Mientras tanto, proseguirá el debate entre los que decimos que algo va a
cambiar, porque queremos que algo cambie, y los que declaran que aquí no ha
pasado nada, porque les gusta lo que hay. Pero parece que la desprevenida
normalidad de hace cuatro meses ha quedado atrás, y que nos espera más bien
un ciclo de confinamientos y desconfinamientos, cortejando la normalidad y
54

escondiéndonos de ella cada vez que nos asusten las estadísticas y se eleven
las curvas.

Aún no sabemos cuántas costumbres, cuántas fortalezas y cuántas certezas


han quedado heridas de muerte, no tanto por el virus cuanto por esta estela de
rumores, temores fundados y miedos arbitrarios. Parecía que nada nos iba a
recordar en serio nuestra fragilidad, en un mundo que se iba precipitando al
abismo. Pero en el mundo que habitamos, y en la época que nos ha tocado,
nada era más previsible que una pandemia: con este clima enloquecido, este
aire degradado, este deterioro de las virtudes de la alimentación, este abuso de
los antibióticos, esta guerra con la naturaleza y esta hostilidad de la cultura
humana hacia los animales y los dioses.

Dos vendavales planetarios están cumpliendo 35 años: el neoliberalismo y la


red de internet. Al comienzo parecían lo mismo, se confundían en la palabra
globalización. Pero una cosa es el mundo en manos del mercado, y otra cosa
es la comunicación en manos de toda la humanidad.

Fenómenos como esta pandemia se han movido entre esas dos oleadas
distintas, la de un modelo económico y político que sigue fingiendo un
supuesto orden, y la red mundial de comunicaciones que informa, divulga,
alarma y desconcierta, pero no nos afina el criterio para escoger entre ese mar
de verdades, rumores, engaños y puntos de vista. El problema verdadero ya
socavaba el mundo bajo nuestros pies antes del coronavirus, y seguirá siendo
el gran peligro cuando por fin volvamos a las calles.

Hegel quiso instalarnos en la idea de que la naturaleza es algo que hemos


dejado atrás, que todo lo importante lo hace el espíritu humano, e
irónicamente murió en una epidemia de cólera. Por esos mismos tiempos
Novalis escribía que el aire es “nuestro sistema circulatorio exterior”. Y es
evidente que todos los vivientes somos criaturas permanentemente conectadas
a un inmenso tanque de oxígeno.
55

No recuerdo otro momento en que la naturaleza nos haya mostrado de un


modo tan abrumador su importancia, frente a las vanidades y las arrogancias
de la sociedad industrial. Está claro que la naturaleza, cuando decide hablar,
no lo hace con advertencias tímidas sino con hechos contundentes.

Se oye a menudo la voz de unos seres extraños, aparentemente humanos, que


repiten que hay que librar a la humanidad del esfuerzo, de la incomodidad, del
dolor, de la imperfección y de la muerte, y que será la inteligencia artificial la
que nos va a redimir de todo eso. Lo que vuelve en esos sermones es la vieja
religión del confort, ahora enriquecida de titanio y robótica. No nos propone
apenas que seamos solo cerebro y renunciemos a la grosería de los músculos,
sino que ese cerebro será mejor cuanto menos orgánico sea, cuanto más
eficiente y electrónico.

Quién sabe si no les va a tocar a las nuevas generaciones reivindicar y


defender el esfuerzo, que es lo único que enseña; la incomodidad, que es lo
único que despierta; el dolor, que es lo único que aviva la conciencia y
advierte el peligro; la imperfección, que es la gran pregunta del arte; y la
muerte, que es lo único que le da sentido a todo esto.

Quién sabe si allí donde creíamos llegar al desenlace no estará por fin el
comienzo.

3 May 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Entre la seguridad y la libertad


Aunque todos sabemos que ha sido un recurso valioso para frenar la velocidad
del contagio, mientras les damos tiempo a los gobiernos para adecuar los
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sistemas de salud, tan descuidados, a las exigencias de la hora, también


sabemos desde el comienzo que la cuarentena no puede ser para siempre.

Tres o cuatro meses son su extensión límite, y si no vamos creando otras


alternativas, como el distanciamiento social riguroso y voluntario, y formas
nuevas de producción y de intercambio, aunque los gobiernos no lo
suspendieran, el confinamiento se reventaría por su propia tensión interna. Ni
los gobiernos están en condiciones de mantener la indispensable renta básica
sin una dinámica productiva, ni la existencia de la comunidad termina siendo
posible sin permitir a los ciudadanos iniciativa y libertad.

Tal vez el error más grave es pensar que cada alternativa es incompatible con
otras. No es lo mismo la cuarentena en las ciudades, que nos protege de la
aglomeración, de la terrible congestión del transporte público, de la saturación
del sistema sanitario, y otra cosa es inmovilizar a los pueblos y las ciudades
pequeñas, donde es más fácil contener el contagio por otras vías, o inmovilizar
a la quinta parte del país que vive en los campos, donde se producen buena
parte de los alimentos y donde es posible estar a solas con el mundo entero.

¿Por qué los ciudadanos no encuentran la manera de ser parte activa de la


solución y tienen que asumir el encierro y la pasividad como su único aporte?
¿Qué es el Estado? ¿Por qué su esfuerzo, sin duda sincero, por salvar la vida
de las gentes, termina asumiendo siempre la forma de un castigo?

A quienes menos les conviene la quietud y la vida sedentaria es a las personas


mayores: ¿cómo entender que para protegerlas de la muerte se atente contra su
salud? Y los agentes del orden que imponen las multas y realizan un arduo
trabajo, ¿no corren tanto peligro como los demás en términos de propagación
de la pandemia? Mi hermano Juan Carlos me ha dicho con toda razón que
convendría que empezaran a ir por los barrios gestores de distanciamiento
social instruyendo a las gentes en una nueva dinámica ciudadana, y ahí habría
una fuente de ingresos para los jóvenes de esos mismos barrios.
57

¿Cómo nos libramos de tantas paradojas? ¿Cómo aceptar la invitación a


adorar a la ciencia como nuestra salvadora, mientras arrecian las sospechas de
que el virus pudo haberse escapado de uno de sus asépticos y herméticos
laboratorios? Ya en este mundo nada está libre de sospechas, ni siquiera los
poderes que pretenden ampararnos de todo peligro haciéndonos vivir en el
régimen de la salud obligatoria y de la muerte a plazos. Un sistema generoso
de salud universal no descargaría la responsabilidad de la salud sobre los
hombros de cada ciudadano, no convertiría la vida en algo tan peligroso para
unos y en un negocio tan rentable para otros.

Esta situación planetaria está generando cada vez más preguntas, y a veces
tenemos la impresión de que del iceberg del coronavirus buena parte de la
verdad está oculta. No acabamos de entender cómo consiguió China proteger
del virus a la mayor población del planeta, y salir del peligro con menos de
5.000 muertos. No sabemos por qué la India, con una población igual, tiene
tan pocos contagios y fallecimientos. Y mucho tenemos que aprender de
Vietnam, que con 91 millones de habitantes y una frontera con China de 1.281
kilómetros, no ha tenido hasta ahora un solo muerto. ¿Y por qué los índices de
mortalidad varían tanto de país en país, aunque la población mayor abunde en
todos, y aunque no hayan colapsado los sistemas de atención médica?

Tienen razón los que dicen que los 250 mil muertos que lleva esta pandemia
nos hacen olvidar o ignorar los 500 mil muertos anuales del VIH, los 200 mil
de la gripe estacional, las 278 mil muertes ligadas a problemas de agua, los
450 mil muertos por accidentes de tránsito en lo que va del año. Que hay algo
de morbo mediático en esta atención a la pandemia, que no equivale a una
sensibilidad real con tantos dolores humanos corregibles, como los 20 mil
muertos diarios por hambre que hay en el mundo.

Lo cierto es que los misterios de la pandemia y las crisis sanitarias que


engendra son menos sorprendentes que los fenómenos sociales que está
desencadenando. Lo que acabará con las cuarentenas, aunque el peligro de
58

contagio sea grande, en nuestro caso será más bien la pobreza. En estos países
el rebusque no es un capricho de las personas sino el único camino que la
política y la sociedad les han dejado, y no tiene otro remedio inmediato que el
ingreso social.

Es indudable que lo que ha hecho la pandemia es desnudar el fondo de


injusticia, locura y paradojas de nuestra realidad cotidiana. Colombia, por
ejemplo, deriva buena parte de sus recursos de tres tragedias: el petróleo y la
minería, la droga, y las remesas de los ciudadanos que tuvieron que irse. ¿No
nos exige eso diseñar por fin una economía fundada en el trabajo, una alianza
poderosa de la agricultura con la industria nacional, y volver al país una
verdadera patria para sus hijos?

¿Por qué ante los que sueñan que estas crisis puedan engendrar cambios
históricos se alza el coro de los que denuncian esos sueños románticos
llamando a un realismo conformista, sentenciando que nada cambiará, y
olvidando que la única manera de no obtener nada es pedir poco?

Es una lástima que hayamos tenido que encerrarnos justo cuando la gente
empezaba a movilizarse en el planeta entero, cuando los jóvenes del nuevo
milenio que luchan contra el cambio climático se disponían a tomarse las
calles del mundo. ¿Por qué las enfermedades parecen aliadas de los poderes?
¿Por qué lo más invisible de la sociedad termina siendo la ciudadanía? ¿Y por
qué el Estado sólo recupera su iniciativa para administrar la alarma general y
encerrar a las gentes, pero no para salvar el clima, ni para detener la
depredación de la naturaleza, ni para controlar las industrias contaminantes, ni
para moderar el consumo?

Finalmente, ¿será que la demasiada comunicación está sirviendo sobre todo


para hacernos sentir que sin ella no existimos? ¿Ha terminado el ideal del
confort convertido en una estrategia para debilitar a la humanidad, para
dominarla por el miedo?
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Con todas las lecciones aprendidas, quizás pronto nos tocará escoger entre la
seguridad y la libertad.
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23 Comentarios

26 Abr 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El malestar unánime
La gran diferencia entre la pandemia que ahora vivimos y todas las grandes pandemias
de la historia, es que cuando ocurrieron todas las anteriores, la plaga de Justiniano, la
peste bubónica o la peste negra, la viruela, el cólera, la gripe española, no habíamos
alterado de un modo tan dramático el equilibrio natural, no estábamos viviendo un
cambio climático tan acelerado, una extinción de especies tan creciente, una destrucción
de la biosfera tan gigantesca, un cambio de dieta tan imprudente y tan insano, una
incorporación al mundo de alteraciones genéticas obradas por la ciencia y por la
industria tan llena de consecuencias impredecibles.

Es frecuente decir: “Ya vivimos otras pandemias y las superamos, al cabo de algunos
meses la humanidad se inmuniza, y todo vuelve a la normalidad. La vida no sería
posible si la especie no tuviera esta capacidad extraordinaria de afrontar los ataques de
virus y bacterias, si no contáramos con este don de desarrollar anticuerpos, si no
fuéramos capaces de alcanzar otra vez la inmunidad”.

Y tenemos razón: nuestra esperanza no está realmente en la medicina, que apenas puede
ayudarnos a resistir, ni en la ciencia, que a veces tarda tanto en encontrar una vacuna
efectiva como lo prueba el caso de la malaria, ni en los gobiernos, que a duras penas
logran capotear la tempestad y lidiar con las amenazas, sino en la naturaleza, en la
capacidad de nuestro organismo para resistir al asedio, para superar el ataque y salir
fortalecido al otro lado.
60

Claro que no ignoramos que hay especies que se han extinguido, que un experimento de
un millón de años no es en sí mismo una garantía de eternidad, que las especies pueden
ser tan mortales como los individuos.

Pero si esperamos tanto de la naturaleza, si dependemos de tal modo de ella, no


deberíamos creernos tan distintos, no deberíamos alterarla de esta manera irresponsable
y desafiante. Una especie que necesita respirar 13 veces por minuto, como dice la
canción, no debería envenenar así la atmósfera, talar a este ritmo las selvas, secar los
humedales y los pantanos de un modo tan codicioso y tan ignorante. Esas condiciones
que hicieron hasta ahora tan posible la vida, que hicieron a este planeta tan propicio para
nuestra salud y por lo mismo para nuestra felicidad, no deberíamos arruinarlas de un
modo tan estúpido.

¿Qué pasaría si esto que estamos viviendo se convirtiera en una situación permanente?
¿Si nos volviéramos un peligro continuo los unos para los otros? Yo sinceramente creo
que no será así. Creo que lograremos afrontar esta crisis y superar el momento
alarmante. Pero conviene preguntarse una y otra vez qué pasaría si este planeta que fue
nuestra alegría, que hizo posibles los cuadros de Renoir y los cantos de Whitman, se
convirtiera para siempre en un nicho tóxico de clima intolerable, escaso de oxígeno,
lleno de virus cada vez más mutantes, carcomido por la codicia, sepultado por las
basuras, envilecido por los plásticos, envenenado por los pesticidas, donde nuestro
organismo ya no fuera capaz de reaccionar. Si el Sol nos quemara, si la luz nos cegara,
si el agua ya no fuera la bendición que fue siempre, si hasta en los tejidos la voluntad de
vivir se fuera apagando.

Sinceramente creo y espero que volveremos con tranquilidad a las calles, a los abrazos,
a las fiestas, a los amores, a las cenas cordiales, al diálogo amable con los desconocidos,
que volveremos a la confianza, a la desprevención, a la alegría de vivir y de luchar. Que
dejaremos de contar contagios y fallecimientos, de desinfectar todo lo que antes
tocábamos sin miedo, que volveremos a silbar bajo las arboledas y a tendernos en la
hierba para mirar las nubes, y que aprenderemos el arte olvidado de agradecer por las
61

cosas más elementales, por los saberes del cuerpo, por la única riqueza que es una vida
sencilla, unos afectos verdaderos, una civilización por la que valga la pena vivir y morir.

Pero ya nos estaba haciendo falta algo que nos recordara que el cuerpo es un milagro,
que la confianza es un tesoro, que lo que merecemos nosotros lo tiene que merecer todo
ser humano, y que esos poderes que hemos despertado, las transformaciones que hemos
realizado sobre el mundo, la destrucción del equilibrio natural que está obrando esta
época con la entusiasta participación de todos nosotros, son el gran peligro, y pueden
estar generando fenómenos irreparables.

Lo que ha pasado en estos cuatro meses no es solo un caso de salud pública. El virus de
baja peligrosidad que nos pintaron inicialmente ha logrado afectar nuestra vida de un
modo inquietante y minucioso, aún no hemos visto todas sus consecuencias, y ha puesto
al desnudo el tejido de contradicciones, de injusticias y de paradojas que llamábamos la
normalidad.

Nos está demostrando para bien y para mal que todo puede cambiar de la noche a la
mañana. Los Estados y las empresas que nunca encontraban cómo pagarles bien a las
personas por trabajar de repente tienen que pagarles para que se queden en casa. Las
aerolíneas del mundo entero de pronto se ven expulsadas del cielo. El petróleo cuyo
precio nos tiranizaba y cuya combustión a la vez nos movía y nos paralizaba, se hunde
en lo inexplicable. Democracias tan envanecidas de sí mismas, tan legalistas y tan
escrupulosas como los Estados Unidos, ven de repente a su presidente en campaña
firmando como un regalo personal los cheques de dineros públicos que se entregan a los
ciudadanos. De repente no hay un alma en Venecia, ni en Times Square, ni en los
Campos Elíseos, y el globo unificado parece recordar incómodamente que después de
Roma y su universalismo vino la Edad Media con sus aislamientos y sus diablos de
aldea.

El mundo en que nos ha sorprendido esta pandemia no es ya el mundo intacto y seguro


que fue en otros tiempos. Las lluvias de pájaros y la muerte de las abejas lo anunciaban
como si fueran oráculos.
62

No creo que haya nadie castigándonos, pero, aun así, tenemos que mirar en todo el
planeta este malestar unánime como una advertencia.

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43 Comentarios

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pablo.garcia_640301 26/4/2020 - 6:22 am

Discurso del fin del mundo de un escritor de corte romántico. La vida ha sido dura
antes, lo es ahora y lo seguirá siendo. Y por esa misma dureza es que es interesante
vivirla y encontrarle soluciones a los retos que esta comporta.
gavillavelasquex_2045 26/4/2020 - 5:10 pm

Los mitos nos salvan. Los griegos reunieron la experiencia antigua en su panteón de
dioses. Seguramente no son los únicos que organizaron la sabiduría colectiva
-impersonal, homérica- pero nos dejaron sus ediciones en buen estado, a diferencia de
otras mitologías. Nuestras Madremontes, Patasolas, Moanes, Lloronas y demás
fantasmas pedagógicos como que no funcionan de igual de manera. No es sobadera de
saco pendeja. No hay cómo. Digo que entre esta herencia se halla la más portentosa: la
Tragedia griega. Ese ciego vínculo entre el "Destino" (que no la physis: naturaleza): las
"Moiras". Tres diosas hermanas presentes también en la mitología romana, donde se las
conocía como “Parcas”. Se creía que "hilaban el destino" de cada niño al nacer. En
cualquier caso, se da lo casi imposible de gambetear: el ABSURDO del mundo. De
Kundera es lugar común citar: "El hombre atraviesa el tiempo presente con una venda
en los ojos"; ahí caben las Moiras, el ensayo/error y lo peor -pero más accesible a la
rectificación- la hybris; es decir: la DESMESURA.~~~~Si hay una Moira padrón que
aún veneran los yuppicitos colombianos desde el Revolcón del andrógino cesargaviria
(1990) ese es el demonio de Milton Friedman: padre de este memorial (y otros) que cita
Ospina. Como estamos en Colombia (y como se que el viejo Willy es también
63

borgeano) tenemos la asignatura pendiente (urgente) de la CATARSIS que solo se logra


con la puesta en escena, en vivo, de la Tragedia. Debemos llorar al re-presentarla.
moycor_696847 26/4/2020 - 4:44 pm

Eso, sigamos como si nada, no reflexionemos demasiado para no caer en


"romanticismos" peligrosos, que si el mundo no se ha acabado hasta ahora ya nos
ingeniaremos la forma de acabarlo, pero para eso todavía falta, y finalmente para qué
hacerse tanto lío por tan poco, si es tan cómodo seguir mirando para otro lado. Espero,
amigo, que este comentario no te haya consumido demasiadas neuronas, mejor
ahórralas, que buena falta te hacen.
carmelabur9_339411 26/4/2020 - 6:31 am

Asi es....hay que reinventarse cada dia..!


carmelabur9_339411 26/4/2020 - 6:31 am

👏👏👏👏
julioh78_181351 26/4/2020 - 6:37 am

Otra genial columna de William Ospina, como todas sus columnas y libros. La actual
crisis debería hacernos comprender que otra democracia es no sólo posible sino
indispensable, !y urgente! Algo positivo traen las desgracias, o como dice el refrán: "no
hay mal que por bien no venga". Las grietas en la casa causadas por los sismos sirven
para que la luz penetre donde antes sólo había tinieblas, y para que nos obliguen a
reconstruir y remodelar lo que estaba abandonado y ruinoso, verbigracia nuestro
desgobierno colombiano, fiel defensor del neoliberalismo salvaje, depredador de la
naturaleza y de la humanidad.
jorgeyflorzarate_18765 26/4/2020 - 6:58 am

Tiene tantisima razon, pero nada cambira por el poder y su consecuencia, la codicia.
jabm1088_496849 26/4/2020 - 7:16 am

excelente columna pensé que se iba tornar fatalista y existencialista pero resulto
esperanzadora y sobre tomo invita a tomar conciencia.
jmantilla01_68913 26/4/2020 - 7:33 am

De acuerdo con el final de su columna es una advertencia y si no hacemos algo ya se


convertirá en realidad la próxima y no sabemos si va hacer la ultima
jesuscristogarciamarquez 26/4/2020 - 8:05 am
64

Excelente escrito de un soñador romantico. Nada pasara, todo mejorara para seguir
igual. Aquellos que concentran las riquezas del mundo cobraran sus aportes para
controlar esta pandemia. Nos echaran a la calle a seguir produciendo, a seguir muriendo
porque ellos, los elegidos, tienen que seguir disfrutando de su madre naturaleza, sin
importar que caigamos unos tras otros porque la burbuja solo los cubre a ellos. El
hombre seguira en su ruta hacia lo desconocido, es su escencia; y la muerte cabalgara
como jinete sin rumbo.
anibalcharrygonzalez1_1079273 26/4/2020 - 8:11 am

Es claro que no existe nadie sobrenatural castigándonos, pero sí un castigo de la


naturaleza por instinto de conservación por la depredación humana, que no cesará
después de la pandemia, producto de la codicia por el dinero y el poder, hasta nuestra
inexorable autodestrucción.
valmarjc_5027 26/4/2020 - 8:07 am

Tal vez sea una esperanza vana, pero ojalá aprendamos.


wilroca_246718 26/4/2020 - 8:08 am

Artículo oportuno, veraz y contundente que nos hace pensar si lo que nos está
sucediendo con la pandemia y sus consecuencias no es resultado de nuestras arrogancias
y desmanes contra la naturaleza.
octaviocruz88_158841 26/4/2020 - 8:26 am

Muy buen escrito, pero que desgraciadamente se perderá en la historia, como igual en la
memoria de quienes vienen causando lo que aquí se señala, pues para ellos la razón no
es motivo suficiente para cambiar su ambición.
gavillavelasquex_2045 26/4/2020 - 6:07 pm

Aun así, es provechoso desvelar -quitar el velo a- ciertas "verdades incontrovertibles":


la NATURALIZACIÓN de las últimas fases del sistema capitalista. Entre sus
contradicciones flagrantes y rampantes= el dogmático culto (la Religión) del
PROGRESO abstracto. Vale decir: el crecimiento de la economía tal cual lo concibió la
escuela de los Chicos de Chicago. Que cuenta entre sus corolarios tácitos: la enguandia
de la mano invisible del mercado, el abatimiento del Estado de Bienestar (con su
correlato no publicitado del Estado de Guerra).~~~~La refundación del capitalismo
equivale -en la década de 1980- al evangelio según Reagan (y la Thatcher más la belleza
de Wojtyla, "el Grande"). Es decir, el neoliberalismo impuesto urbi et orbi por el FMI y
su florero de Llorente: el Consenso de Washington. Para tener una idea aproximada de
esta vuelta-de-turca mundial, este cuento necesita varias temporadas Netflix de 14
65

episodios cada una. Por lo pronto, debemos rechazar -para que no "se pierda en la
historia"- la mendaz idea de que Colombia tiene que recorrer IDÉNTICA senda para
llegar al improbable desarrollo de LIBERTADES que prometió el diablo de Miltom
Friedmam. Nosotros no tenemos que ser "naturalmente" esclavos de los leoninos TLC:
la colombiana vocación agrícola (cuasi natural) es EVIDENCIA histórica
incontrovertible; mucho más razonable que la corrupción del Estado encadenada a la
"necesaria" Deuda Externa. Que requerirá la inmolación de las próximas tres o cuatro
generaciones.
alvayala51_12200 26/4/2020 - 8:50 am

Mientra se sobrepongan los intereses económicos por encima de cualquier otra


consideración, no hay esperanza.
itc.miler_214509 26/4/2020 - 9:32 am

Sea peligroso el corona si o no, nos esta dejando un analisis de como se esta llevando el
planeta, en beneficio de la humanidad o en el caos del mismo, la poblacion es la que le
correspone cambiar de conciencia ahora para su futuro,el cambio puede ser provechoso
o nefasto de acuerdo a la eleccion o imposicion de los gobernantes, es la masa sin
ignorancia la que decide.
euecheverri_179178 26/4/2020 - 10:03 am

Magnífica columna.
ftoston_682596 26/4/2020 - 10:27 am

Hola, amigos. Una vez más, una voz se alza en el desierto clamando por la inteligencia,
la sensatez, la reflexión y el sentido común. Es hora de sentir muy a fondo ese malestar
que nos ilustra William Ospina con admirable brillantez. Y, desde luego, obrar en
consecuencia. La revolución, el cambio, la conversión tienen que venir desde abajo,
desde el pueblo, desde la gente, desde el ciudadano común y corriente. Los de arriba y
desde siempre son los que luchan por que las cosas no cambien, porque todo siga como
si nada hubiera sucedido, para seguir satisfaciendo su ansia loca de poder, su avaricia
inconmensurable, su culpable ceguera. Deberíamos hacer una honda meditación sobre
ese malestar que, lamentablemente, no todos sienten por igual.
germanayalaosorio_182449 26/4/2020 - 10:30 am

Los "Amos del Mundo" (banqueros, familias ricas y el sistema financiero internacional)
van, de la mano de una fe ciega en el desarrollo tecnológico, hacia un estadio de
postnaturaleza. El mis estadio que ha soñado el cine americano con sus películas
"futuristas".
66

gavillavelasquex_2045 26/4/2020 - 6:04 pm

Querido Germán: solo por intentar completar su sucinta reflexión, insisto en estos foros
en volver sobre los análisis, descripción y reflexión históricas de la primer técnica del
mundo occidental. En especial, en esta era de aberrantes neopopulismos; que entre otras
cosas, no tiene en Trump su emblemático fundador: habría que retroceder casi 30 años
para avizorar los lazos subeterráneos que unen una de las duplas mas destructoras de la
solidaridad humana en la contemporaneidad: Francis Fukuyama (típico intelectual
traidor, a pesar de alguna que otra contricción postrera de su espíritu negacionista) y
aquella grotesca bestia reptiliana parida por la orgullosa Italia: Silvio
Berlusconi.~~~Insisto, entonces en revisar -estudiar- los fundamentos de la Sofística
griega (ateniense) que tantos frutos (desafortunados) le rindieron al discurso nazi. De
una sofistica "buena" a otra "perversa" aceptada por los historiadores como fatal
mutación, de seguro no se encontrará, en este siglo XXI, a ningún culebrero de
"prestancia mundial" (y parroquial) que no haya bebido de esta fuente de contaminada
"téchne" antigua. Cuando solo existían la rueda y el fuego como fundamentos
tecnológicos de la industria precristiana, desde entonces, los orgullos griegos
concibieron una poderosa técnica basada en el gasto infame de saliva: así pudieron
convencer a la masa resignada que "LO MALUCO (de ciertas formas de gobierno)
TAMBIÉN ES BUENO (para terminar viviendo de azarosa manera)".
medinap470_9377 26/4/2020 - 10:50 am

lleno de belleza todo lo escrito, lo que se ve en la redes sociales es que seguiremos en el


estiercol que hoy nos llega hasta el cuello.
carlosmoralej_406773 26/4/2020 - 11:21 am

Multiples y diversos mensajes pueden extraerse de la presencia del patógeno a tan gran
escala, mas nada tiene de injerencia divina ni como causa y menos como via de
solución, y de cuyas consecuencias solo atañe a la especie atesorar lo q' mas le
convenga. Sin reparar en tan altos costos humanos y económicos.
maelmor_168922 26/4/2020 - 12:22 pm

Gracias maestro por su exquisita pluma. Gracias por abrirnos los ojos y hacernos ver la
realidad con el lenguaje de la poesía. Me identifico plenamente con su visión.
uribeuribe_9371 26/4/2020 - 12:52 pm

El Espectador está como el diario escrito de Sarmiento Angulo, no se deja leer de tanta
publicidad imbécil que nos mete a la brava, yo no pagué por ver comerciales y no poder
67

cargar la página, ojalá lean esta columna del escritor Ospina,respecto a arrasar hasta con
el derecho a leer tranquilos(ademas se les paga).
hugo.bahamon_496746 26/4/2020 - 1:40 pm

William, otra columna brillante. ¡Felicitaciones! Lo único para agregar es esto que
pienso ahora que veo mi carro parado desde hace días en el parqueadero. Antes se
necesitaba la fuerza de un caballo para mover a un hombre, ahora se necesita la fuerza
de 200 caballos para mover toda la chatarra que se necesita para mover a ese mismo
hombre. Antes las sociedades se construían dentro de las distancias que se podían
recorrer a caballo ahora se han extendido las distancias con el fin de justificar el uso del
carro, el gasto del combustible y la construcción y mantenimiento de las carreteras,
todos estos 3 negocios en manos de los poderosos que mediante ellos exprimen el
salario de los que trabajan. Es algo verdaderamente absurdo, extraer un líquido producto
de los dinosaurios podridos hace millones de años, para alimentar una chatarra de 200
caballos, cuando uno solo nos bastaría, para recorrer largas distancias inventadas e
innecesarias, a costa de envenenar el aire que respiramos 13 veces por minuto. Estimado
William, si esta pandemia no sirve para que todos, viendo los carros, silenciosos e
inútiles, parados en el parqueadero, hagamos esta misma reflexión, entonces no sirvió
para nada.
johnposadarestrepo_3211 26/4/2020 - 1:43 pm

Señor escritor usted hace parte de este grupo, "Profesando ser sabios se hicieron necios"
(Pablo de Tarso, en su carta a los Romanos). Despierte, la mente es demasiado
importante para malgastarla.
moycor_696847 26/4/2020 - 5:05 pm

Pues usted acaba de probar fehacientemente eso de que "más vale permanecer callado y
parecer tonto que abrir la boca y despejar las dudas definitivamente". Lo felicito.
umi8821_360274 26/4/2020 - 2:03 pm

Es solo mirar el fracking, algo tan maligno que solo el ser humano es capaz de hacer,
algo tan despiadado como secar la vida de la tierra, esa que nos alimenta y ni siquiera
hacerlo por un propósito con sentido, sino por llenar las arcas de esos que han acaparado
todas las riquezas del planeta y que nos pertenecen a todos, es que es inconcebible que
exista gente que no tenga que comer, o que si desayuna, no tiene almuerzo ni comida,
que sus hijos se mueran literalmente de hambre, que no tienen un techo, que tienen que
vivir hasta en contenedores como vimos hoy, a un bebé cuyos padres estaban refugiados
allí. No valoramos a los animales esos que hoy están dando su vida para probar una
vacuna que salvará nuestras vidas, cuya tortura llamamos arte y cultura, la pandemia no
68

es un castigo, pero sí un resultado de nuestros actos y que por acción u omisión


permitimos que pase, y seguirá pasando, porque estamos viendo que esos acaparadores
se siguen beneficiando hasta de esta emergencia para enriquecerse más y la muerte de
los demás los tiene sin cuidado, será que permitiremos que nos lleven a una muerte
segura o a la de nuestros seres queridos cuando el dinero que es nuestro y que
requerimos con urgencia está yendo a parar a manos de esos acaparadores y que por
culpa de eso la gente saldrá la semana entrante muy seguramente a contagiarse y a
contagiar a otros pudiéndose evitar esto si el gobierno que tenemos realmente se
preocupara por hacer su trabajo como debe ser?
carlosmoralej_406773 26/4/2020 - 11:17 am

No, no, no, la precariedad mental de umi no resiste más q' decirle en términos muy
simples, pura caca lo tuyo.
wilroca_246718 26/4/2020 - 8:12 am

La conclusión sesgada y mamerta de su comentario desvirtúa las verdades que contiene


el principio del mismo.
umi8821_360274 26/4/2020 - 2:07 pm

Que un par de uribistas me critique quiere decir que estoy utilizando mi cerebro como
debe ser. Este comentario va para el par que critica mi comentario anterior, lo que pasa
es que si les respondo ahí, me reemplaza mi primer comentario por este.
ernestoblstrvs_3900 26/4/2020 - 2:17 pm

"No debemos permitir que la pandemia la manejen los políticos; esa tarea deben
ejecutarla los epidemiólogos", manifestó hace poco Moisés Naim. Esa misma reflexión
deberíamos aplicar en la escogencia de nuestros mandatarios: "no debemos permitir que
los políticos manejen nuestros destinos". Maestro Ospina, permítame felicitarlo por tan
hermosa y elocuente columna. Pero, ¿que podemos hacer nosotros, los mortales común
y corrientes, ante la imbecilidad y la insaciable corrupción de los políticos que rigen las
naciones? ¿será que ellos si leen los mensajes de los grandes pensadores? ¿Maestro
Ospina, será que acá en Colombia nuestros políticos, hoy leyeron su columna? ¿y la
entendieron? ¿y además leyeron la de Isabel Allende y la entrevista concedida por el
filósofo Noam Chomsky? Y por último, podrán asmilar la premonitoria sentencia de
Jeffrey Sachs: "el crecimiento desmesurado de la población, la globalización
desordenada y el ataque inmisericorde al clima y al medio ambiente, pondrán en riesgo
la seguridad alimentaria".
aliciabernalalfonso_1840 26/4/2020 - 3:04 pm
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Gracias sumerced. Cuide su salud, su inteligencia, su sabiduría y su cordura; pues


muchos son los hispano parlantes que la necesitamos permanentemente. Oro a Jesús de
Nazaret en cuya divinidad creo firmemente para que así sea.
diegoguevara_1073065 26/4/2020 - 3:17 pm

Gracias por su columna. Pero la humanidad no aprende ni con las pandemias. Apenas
las superan siguen siendo borrachos, mentirosos, fornicadores, avaros, egoistas,
avariciosos, drogadictos, evasores, corruptos y un largo etcetera que solo llevan con el
tiempo al desatamiento de nuevas pandemias. Por eso es que un día tendrá que llegar a
regir a la humanidad en la tierra el único gobierno que sí puede controlar todos los
fenómenos de la naturaleza y que solo dejará vivir en la tierra a los que respeten y
apliquen todas sus justas normas (ver Daniel 2:44 y Mateo 6:9-10; salmo 37:29)
joramalju_28068 26/4/2020 - 4:13 pm

Gracias a El Espectador por permitirme leer una columna como esta sin pagar
fremalorica_11869 26/4/2020 - 4:16 pm

Bueno, nada cambiara, al fin de cuentas, los potentados están haciendo sus cuentas de
vivir en otro planeta que no esté contaminado, que tenga igual o mejores condiciones
que la tierra, donde se podrán llevar todas sus riquezas, y que los pobres se las arreglen
en este mundo contaminado, destruido, arrasado, etc. Nada les importara seguir
haciendo su trabajo de destruccion de nuestro planeta. Se sienten seguros, listos para
volar a otro mejor.
diegorojasgiron_171113 26/4/2020 - 4:56 pm

Son reflexiones de un gran pensador, no obstante evidencian amargura que hay que
superar, todo no puede ser fatalismo, más cuando a la par de obtener una vacuna, se
debe identificar la causa de la pandemia que se sugiere no es precisamente pese a ello
por tanto daño a la naturaleza
ftoston_682596 26/4/2020 - 7:24 pm

Hola, amigos. Reconforta comprobar cómo la mayor parte de los comentarios aprueban
y aplauden la espléndida reflexión que nos brindó hoy William Ospina. Ahora importa
cómo logramos entre todos convertir ese malestar en una acción continuada, al menos
en cuanto a la mentalización para hacer un cambio, sea cual fuere la suerte que nos
reserve el covid 19 y las secuelas que traiga. Hay mucha gente trabajando que necesita
apoyo: líderes sociales, líderes ambientalistas, líderes indígenas, instituciones y
personas que están comprometidas en un cambio. Yo pondría como ejemplo EL
ESPECTADOR.
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emelomcc_400883 26/4/2020 - 7:47 pm

El cuerpo NO es un milagro y nadie nos ha mandado el virus como castigo, es el


resultado de todas las causas que la globalización, la depredación ambiental, el
neoliberalismo económico, y la injusticia social quienes llevaron a un efecto desastroso,
yo no soy tan optimista como ud, ya veremos en esta semana como la terquedad del
presidente va a a efectuar la pendiente de la curva, claro a otros habrá que culpar, así
son los del CD, en especial el mesías.
dominio2010_1070076 26/4/2020 - 8:18 pm

Porque esta tan seguro que no hay alguien corrigiendonos?


humbertorobayo_4167 26/4/2020 - 8:36 pm

Interesantes reflexiones. La ciencia el conocimiento y la razón son el camino, no es


inmediato pero a mediano plazo serán la solución. Hacia futuro no espera cambiar
nuestra relación con la naturaleza o de lo contrario estaremos abocados a la destrucción
de nuestro planeta.
jmurillo55_110525 26/4/2020 - 9:38 pm

Esta pandemia nos deja varias paradojas: por ejemplo la de Boris Jhonson, la del mismo
Trump, Bolsonaro, lo que menciona William de los pagos incipientes a los empleados y
ahora deben pagarles para que trabajen desde casa, los conciertos multitudinales, las
sumas astronómicas y hasta vulgares que obtienen algunos jugadores cotizados en todo
el globo terráqueo. Y ahora qué?

19 Abr 2020 - 12:00 AM


71

Por: William Ospina

El gran proyecto
Siempre he sentido que Colombia es un país necesitado de primeros auxilios.
Ya lo era antes de la pandemia, y ahora sí que no podrá salir de su tragedia si
no se reinventa de una manera audaz y creadora. Las crisis son para
aprovecharlas, y se necesita mucha imaginación y mucho amor por esta tierra
para superar los males nuevos de la única manera posible: enfrentando con
decisión los males viejos.

Aún no se habrán hecho las mediciones, pero estoy seguro de que la renta
básica, improvisada para paliar la crisis de los más vulnerables, habrá logrado
cosas inesperadas, como reducir la criminalidad callejera. Dirán que la redujo
la cuarentena y no la renta, pero la gente necesita ingresos, los jóvenes
necesitan desesperadamente ingresos, y si a la sociedad no le preocupa su
formación, sus necesidades, su empleo, el delito termina siendo la única
opción.

Aquí la ilegalidad es para muchos la única fuente de ingresos. Ahora puede


entenderse que es posible una renta social a cambio de compromisos y
acciones que conviertan a sus beneficiarios en parte de un proyecto de
humanidad. Esos jóvenes llenos de energía tendrán que ser los sembradores de
las selvas futuras, de la memoria que perdimos, de los valores que tanta falta
nos hacen.

También dirán las estadísticas que la disminución del transporte habrá


reducido considerablemente la mortalidad vial. Habernos confinado por
semanas nos enseñará que en estas ciudades inmensas hay desplazamientos
que devoran buena parte de nuestro tiempo, que crispan los nervios, anulan la
creatividad y destruyen la paciencia.

Muchos habrán comprendido que la vida merece opciones más serenas,


nuevos espacios para la familia, para la amistad, para los paseos saludables,
72

para el aprendizaje y el disfrute de la cultura universal. Un poco de tiempo


para vivir es también productivo en términos sociales. Se siente hoy en la
naturaleza un descanso, una salud del aire, una tregua de silencio, cierta
depuración del mundo: también en nosotros nuevas fuentes de vida se estarán
animando.

Tal vez hayamos entendido cómo frenar la congestión hospitalaria, cuántas


cosas innecesarias consumimos, cuántos hábitos inútiles perpetuamos por pura
inercia. Ojalá este súbito baño de igualdad nos ayudara a sacudirnos de la
estratificación, que finge ser útil en términos económicos, pero es nefasta en
términos sociales y culturales.

Si el distanciamiento ayuda frente al contagio, salir de la parálisis exigirá


redes de solidaridad: debería ser un propósito que todo el que pueda tenga
alguien de quien cuidar, una persona o un grupo, por fuera de su orden
familiar. Mantenernos aislados ha sido una manera de ayudarnos; en adelante
nada ayudará tanto como estar juntos. Somos seres sociales, la extrema
soledad es peligrosa, la única riqueza, a la hora de la necesidad, es no estar
solos.

Y más que reconstruir, habrá que inventar. Ya es evidente que todo país
necesita una economía que le garantice su independencia y su seguridad. Así
como hemos comprobado las ventajas de la globalidad, en la comunicación,
en la información, en la coordinación, también hemos apreciado las ventajas
de tener un país, las ventajas comparativas de cada cultura. De aquí muchos
ciudadanos han tenido que irse a buscar economías que recompensen mejor su
trabajo, regiones que reconozcan y estimulen su talento. Y esos talentos que
huyen no son solo saberes profesionales, sino lo que más se valora: gentes que
en todos los oficios saben ser responsables, hacer las cosas bien.

El mundo está comprendiendo que cada país necesita su agricultura básica y


su industria esencial. Los alimentos son mejores cuanto más cerca se los
produzca, nada los hace más confiables y saludables que conocer su
73

procedencia, y una tierra como la nuestra los prodiga con asombrosa variedad.
Colombia es óptima para ese tipo de producción, como lo ha demostrado por
décadas el sector cafetero y su beneficio. En los campos esenciales los países
sólo deberían traer de afuera lo que no pueden producir, sólo deberían
exportar lo que sobra después de satisfacer la demanda interna. Y este
sobresalto debe enseñarnos que la economía no se diseña pensando apenas en
los precios, que es vital favorecer el trabajo, la productividad, la cohesión
social.

En cuanto a la industria, en todo el mundo conviene producir cosas necesarias


más que simplemente llamativas, cosas duraderas, bellas y útiles. El nuevo
orden mundial tendrá que construirse sobre una base de cooperación y no de
imposición, sobre el principio de respetar a las naciones y no de anularlas.
Porque, con todos los intercambios posibles, la existencia de las naciones ha
venido a confirmarse como una ventaja, lo mismo que el papel de los Estados
como extremo refugio del interés social frente a los egoísmos del mercado y
las arrogancias o las manipulaciones de la geopolítica.

Superar la polarización solo será posible a partir de una nueva dinámica


social, que vuelva de verdad protagonista a la comunidad, donde sean los
anhelos colectivos, y no los intereses de los políticos, lo que oriente la
historia. ¿Cómo es posible que en Colombia no haya una vía completa de
doble calzada entre las dos principales ciudades del país? ¿Que sea tan difícil
ir de Jardín a Sonsón, de Mariquita a Victoria, del Líbano a Villahermosa, de
Ataco a Palmira? ¿Cómo es posible que solo los criminales hayan descubierto
que tenemos una puerta al Pacífico?

Es el olvido de Tumaco, de Buenaventura y de Bahía Solano lo que tiene a


esas regiones asediadas por la ilegalidad y la marginalidad. Necesitamos un
gran proyecto que permita normalizar la vida en un litoral prodigioso, crear un
concepto nuevo de modernidad, proteger esas áreas tan sensibles y abrir de
verdad los caminos al mundo. Así como conviene desembotellar la bota
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caucana conectando a Santa Rosa de Lima con Mocoa, también es urgente un


plan de integración del Catatumbo con el Caribe, que pase por todos los
diálogos, para desarmar unas regiones en conflicto permanente. Y es urgente
pensar en aldeas verdes de conservación y de conocimiento, que reduzcan la
presión demográfica sobre los grandes centros urbanos.

Ahora que están a punto de ceder las compuertas de la deuda externa, cuando
se van a flexibilizar los plazos y a moderar los rigores, sería hora no de pedir
créditos del viejo formato, sino de proponer un período de gracia de dos o tres
años, para hacer posible la reinvención del país emprendiendo la corrección de
unas desigualdades intolerables y de unas deficiencias estructurales
insostenibles.
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27 Comentarios

12 Abr 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

¿Por qué hay tanto miedo?


¿Por qué hay tanto miedo? ¿Por qué las cuarentenas? ¿Por qué estamos
viviendo esta pandemia como si fuera la primera de la historia universal?

La verdad es que este pánico ha sido muy favorecido por el progreso. Los
virus antes viajaban a caballo y en barco, ahora viajan en avión. Antes les
llegaban a comunidades que sabían que la muerte existe, ahora les llegan a
sociedades que primero sacaron la muerte de la casa y después la sacaron de la
conciencia.

Pero, a pesar de que la humanidad ya padeció la plaga de Justiniano, la peste


bubónica, las epidemias del cólera, la viruela y la gripe española, hay una
75

razón por la cual esta parece ser la primera y por eso ha paralizado al mundo
como si hubieran llegado los extraterrestres.

Todas las pandemias de antes se vivieron con el fatalismo y la resignación con


que la humanidad afrontó siempre sus plagas: guerras, cruzadas, napoleones,
conquistas de América, eran inevitables castigos.

Ahora, por primera vez, hay una grieta de esperanza y es que sabemos que no
todos los que mueren tenían que morir, que a muchos no los mata el virus o la
fatalidad, sino la falta de atención adecuada. Quiero decir que la última gran
pandemia respiratoria de la humanidad, la gripe española, que mató 40
millones de personas, se vivió antes de que se inventaran los ventiladores
mecánicos.

Aunque estamos intentando encontrar sistemas de respiración artificial desde


los días de Galeno en la Antigüedad y de Paracelso y Vesalio en el
Renacimiento, solo en 1929 fue inventado el “pulmón de acero”,
perfeccionado en 1951 en lo que se llamó el IPPV, y solo desde hace 70 años
(que según el rey David es el tiempo de una vida humana) se generalizaron en
el mundo las unidades de cuidados intensivos con sus ventiladores y sus
monitores, que ayudan a los pulmones a respirar hasta que recuperen su
función.

O sea que esta es la primera pandemia de la historia en que muchas personas


que en otros tiempos habrían muerto inexorablemente tienen la posibilidad de
salvarse. Ahora bien: ¿por qué hay en el mundo 1.500 millones de
automóviles envenenando el aire que necesitan nuestros pulmones y no hay
150 millones de humildes respiradores que podrían salvar todas las vidas
susceptibles de ser salvadas en cualquier pandemia? Es allí donde un
fenómeno natural se ve agravado hasta la pesadilla por un sistema social
donde el cuidado de la vida es mucho menos importante que los negocios.
76

Tenemos la posibilidad de salvar más vidas, pero los sistemas de salud se han
convertido en negocios gigantescos y no están disponibles para todos. En
Estados Unidos el miedo a infectarse a menudo es menos miedo a la muerte
que a la ruinosa factura. No hay sistemas de salud pública preparados para
atender una pandemia, ni siquiera de estas moderadas dimensiones, porque a
los gobiernos les parece un gasto exagerado para tiempos normales y los
protocolos médicos se relajan. Por eso en España, Italia y Francia está
muriendo más gente que en Alemania, donde el rigor de la cultura no tolera
negligencias.

Y es allí donde entra en juego el poder. Los Estados toman la decisión de


convertir la crisis de salud en un asunto de policía, para disimular el hecho de
que no hay hospitales suficientes ni cuidados intensivos para todos. Lo que se
vive con pánico, el riesgo de no ser atendidos, los Estados lo convierten no en
una irresponsabilidad política, sino en una culpa personal y en un caso de
indisciplina social. Ya la muerte estaba proscrita, ahora está prohibida, y
prohibida en términos policiales, aunque claro, como suele pasar con las
prohibiciones, termina siendo abundante y dramática.

Porque los Estados no pierden oportunidad de dar un paso hacia la


arbitrariedad y el autoritarismo. Qué éxtasis para el poder no ver a nadie en las
calles, no solo porque nadie está delinquiendo, sino porque nadie está
divirtiéndose y sobre todo protestando. Para el pensamiento controlador el
orden nunca parece tan perfecto como cuando tiene un instrumento adicional
de intimidación: estamos coartando tus libertades solo para salvarte. Por eso
terminan prohibiendo hasta a los campesinos caminar por los campos y
convierten la cuarentena en un instrumento exagerado del poder.

Fingen salvarnos de morir, pero si eso les preocupara tanto no habría tanta
gente muriendo de hambre, los accidentes viales ya habrían producido la
prohibición del tránsito automotor, la pobreza sería la principal preocupación
77

de los gobiernos y de los Estados. Y por supuesto tendrían respiradores de


sobra en los hospitales y salud universal garantizada.

Dado el cuadro de imprevisión, negligencia y desamparo social, claro que es


indispensable la cuarentena para evitar el triunfo de la muerte, pero qué
ocasión de oro para ejercer, experimentar y ahondar los instrumentos del
control social.

Detrás del episodio está el telón de fondo: el virus termina siendo apenas el
relámpago que deja ver la tempestad, desnuda las crisis que estaban
guardadas. Si el desempleo se dispara en días, si la precariedad de las familias
exige inmediatamente una renta compensatoria, si a la vuelta de la esquina
aguarda el desorden social a punto de estallar, es porque una bomba estaba
escondida debajo de la aparente normalidad del mundo.

Y este episodio histórico tiene otros componentes. Uno de ellos es el drama de


la vejez. Nadie quiere envejecer, pero las sociedades envejecen cada vez más.
Y se da la paradoja de que vivir más no significa siquiera vivir bien, porque
una sociedad que ya no cree en el pasado, ni en la sabiduría, ni en la
experiencia deja a las personas mayores sin un lugar en el orden cultural.

Finalmente, que por unos días ceda la contaminación, se despejen los aires, se
transparenten los mares, muestren su lomo alegre los delfines, aparezcan
zorros, mapaches, zarigüeyas, que suelen estar escondidos, solo revela cuán
ominosa es nuestra presencia para todo el resto de las criaturas. Nos recuerda
eso que llamaba Álvaro Fernández Suárez, hace 50 años, en un texto
inolvidable, “la terrible mirada del hombre”.
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51 Comentarios
78

5 Abr 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

La voz de Dios
En una escena de la reciente película Los dos papas, Ratzinger confiesa que a
lo largo de toda su vida oyó la voz de Dios y sintió su presencia, pero que
bastó que lo eligieran papa y ya no la escuchó más. Creo que es algo que
pueden sentir los pontífices de todas las religiones, que es más fácil escuchar a
Dios cuando se lo busca que cuando se tiene la obligación de haberlo
encontrado. “Dios está cerca”, escribió Hölderlin, “pero es difícil asirlo”.
Me llegan estas reflexiones porque en este extraño momento de silencio
planetario tengo la sensación de que por primera vez en mucho tiempo
estamos oyendo a Dios, sentimos que está cerca, pero nos cuesta trabajo
entender lo que dice. Y no podemos decir que se llama Vishnu, o Alá, o Buda,
o Cristo, o la Pachamama de los Andes, porque o no sabemos su nombre o
“todo nombre puede convenirle”.

Ahora que en el mundo entero estamos dedicados a sumar contagiados y


muertos, podríamos pensar que es el dios de las destrucciones, la terrible
divinidad de la muerte que en las mitologías del Indostán es Khali, que lleva
un collar de cráneos en su cuello, o Shiva, que todo lo aniquila para que todo
resurja de nuevo, y que por lo tanto no solo es el dios de la muerte sino de la
renovación del mundo.

Pero, como estamos descubriendo las virtudes de la modestia, de la privación,


de la meditación, también podría ser Buda, o el sentido de la divinidad que
Buda propuso, que nos enseña la austeridad, que señala la vanidad de nuestros
derroches, que nos invita a la serenidad, a la sencillez, al desdén por las
frivolidades del mundo, que nos muestra la obscenidad de la opulencia
insensible.
79

O ya que estamos aprendiendo que la realidad es poderosa e implacable,


también podría ser Alá, el de los cien nombres, quien como dijo Chesterton
lleva a sus hijos a poner el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol, “de
sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado”.

Y ya que somos testigos cada día de grandes hazañas de abnegación, de


solidaridad y de ternura humana, también podría ser Cristo, que nos recuerda
que sin amor a nuestros semejantes no somos nada, que debería bastarnos “el
pan de cada día”, que nada da tanta paz como el perdón y que haber ganado el
mundo era poca cosa si por el camino perdíamos el alma.

De repente no oímos ya la voz de los líderes, los políticos a duras penas logran
administrar, pero no consiguen orientar, los sistemas dudan, las verdades
vacilan, la ciencia está desconcertada, al punto de que ni siquiera sabemos si
fue ella la que engendró el peligro, y no parece que nos estuvieran salvando ni
las iglesias, ni los laboratorios, ni la academia que hasta ayer lo sabía todo, ni
los expertos, ni los algoritmos, ni los ordenadores cuánticos.

Hay como un viento de palabras confusas. Una que habla de muerte y de


ausencia. Otra que habla del peligro del hambre y la desesperación. Otra que
habla de grandes e increíbles derrumbamientos. Otra que hace soplar vientos
de guerra. Y otra, la más poderosa de todas, que parece anunciar un tiempo
nuevo.

De repente la amenaza mayor, la pandemia que hace colapsar los hospitales de


Italia y de España y que asciende amenazante sobre los Estados, a pesar de sus
cifras parece un mal menor, comparado con el riesgo de un inmenso estallido
social, no solo en los países pobres, sino incluso en las más poderosas
naciones del mundo. Y esa bomba social parece apenas la advertencia de un
colapso económico impredecible. Y todavía los jerarcas, que solo saben de
codicia y de cálculo, tienen hígados para proponer conflagraciones.
80

Alguien dice entonces que por frenar el contagio de un virus menos mortífero
que otros que han castigado a la especie, podría ser la alarma de las redes
sociales lo que desencadene ese efecto dominó que amenaza la economía del
mundo, y pone en peligro gobiernos y sistemas políticos. Parece increíble que
en tres meses hayan podido ocurrir tantas cosas y que la especie entera
parezca estar oyendo algo tremendo y paralizante.

Son muchos los que piensan que es el ser humano el que ha creado a Dios,
pero puede ser más exacto decir que lo ha descubierto, como se descubre una
estrella. Dios, dijo Kant, no es asunto de la filosofía o de la ciencia, sino de la
moral y del arte. Quizás es el nombre que le damos a la naturaleza y al
asombroso orden que la rige.

Podría ser que lo que está ocurriendo no sea simplemente la histeria de una
época, amplificada por las redes, sino algo más hondo, algo para lo cual el
virus no es más que un detonante, algo que se gestaba hace mucho y que de
repente se ha puesto en acción con un poder, una elocuencia y una eficacia
insospechables.

Quién sabe si la clave no la tiene esa persona desconocida que escribió en una
pared del metro de Hong-Kong: “No queremos volver a la normalidad: la
normalidad era el problema”. Y a lo mejor no es el pánico ciego de la especie,
sino su instinto de supervivencia. Y acaso solo a esto podemos llamar Dios, a
esa reacción casi inconsciente, a ese sentimiento creciente de que no podíamos
seguir como veníamos.

Que algo tiene que cambiar. Todo un mundo no se detiene abruptamente por
razones triviales, sino porque una voz muy profunda, “más fuerte que la
embriaguez y más vasta que la música”, como decía Rimbaud, nos está
hablando desde el corazón de la especie, desde el manantial de las
civilizaciones.
81

Íbamos rumbo a la extinción: ya empezábamos a vivir el colapso, la mitad de


las especies vivientes han desaparecido, los glaciares se están deshaciendo, el
apocalipsis de las abejas es un hecho, los incendios del Amazonas nos estaban
hablando, el humo y las cenizas de Australia llegaban hasta Chile. Y de
repente una alarma lo ha detenido todo. La inercia del modelo nos dice que
detenernos es correr el riesgo de un colapso, pero algo nos está diciendo
también que cambiar es necesario, y que ese cambio tiene que incluirnos y
cobijarnos a todos.

Solo en ese profundo instinto de supervivencia que hoy nos tiene pensando, y
temiendo, pero también imaginando y soñando, solo en eso podríamos sentir
que está resonando en nosotros la voz de Dios.
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34 Comentarios

29 Mar 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El timón
Era cuestión de esperar, pero el capital no da espera. Era cuestión de resistir
cuatro meses: abril, mayo, junio y julio, como China resistió diciembre, enero,
febrero y marzo, para frenar el ritmo de crecimiento del contagio. Pero es que
China es más paciente.

Era cuestión de hacer una pausa, que a todos nos está enseñando tantas cosas
sobre el mundo en que vivimos, sus afanes, sus desastres y sus frivolidades;
82

una pausa de prudencia que es también de meditación y de sabiduría. Pero a


los motores ciegos de este modelo depredador no les conviene pensar ni les
interesa que la gente piense: sólo que trabaje y consuma.

Donald Trump ha hecho sus cálculos, se ha dicho que con una tasa de
mortalidad del 1 %, los Estados Unidos, aunque lleguen a tener un millón de
infectados, tendrán a lo sumo 10.000 muertos, y que ese es un sacrificio que
su sociedad está dispuesta a hacer con tal de salvarse. Estará pensando que
Napoleón le costó muchas más vidas a Francia y tiene su estatua en la
columna de Vendôme. Que la Guerra de Secesión les costó a los Estados
Unidos 500.000 muertos, y la Segunda Guerra Mundial 400.000.

Entonces, ha dicho, no se puede paralizar al país por una gripa. “La gripa
estacional mata al año 36.000 personas y nadie piensa en cerrar el país”. Y
añade que una recesión puede matar más gente que un virus. “¿Cerrar la
economía? ¿Ahora? ¿Con pleno empleo?”, dice, “¡qué locura!”. Y añade que
los Estados Unidos no se pueden cerrar porque son el país más exitoso.

Y esa es la clave de todo el asunto. Donald Trump solo puede ver el país
como un negocio, y todo lo mide en términos de éxito o de fracaso. De ser,
como se dice allá, un ganador o un perdedor.

Pero nos equivocaríamos si creemos que Donald Trump está pensando en la


suerte de su país: está pensando en la suerte de su reelección como presidente
y, para desgracia de los Estados Unidos, la crisis del coronavirus, el más
asombroso y desafiante acontecimiento de la historia reciente, les tocó en año
de elecciones. Por eso la agenda del gobierno no va a responder a las
necesidades del país sino a las necesidades del presidente.

Donald Trump está seguro de que su reelección va a depender exclusivamente


de la pujanza de la economía, del crecimiento y del pleno empleo. Y justo
cuando lo tenía todo controlado, se le viene encima una pandemia que exige
cerrar fábricas, restringir el transporte, encerrar en casa a la mano de obra.
83

Entonces tiene que escoger, aunque es un falso dilema, entre la gente y la


economía, y sus cálculos, sesgados locamente por la necesidad de triunfar, le
dicen que hay que sacrificar a la gente.

“Serán solo los mayores”, se dice, jugando a creer que sus muchos negocios y
sus muchos millones y su inexplicable poder y su joven esposa lo ponen fuera
de peligro. Qué curioso tema para una obra literaria clásica, para una pieza
teatral que solo sería una comedia si no tuviera como fondo la posible tragedia
de una nación y de una época.

Porque es que a Trump podrían fallarle las cuentas. La suya es una apuesta,
pero una apuesta riesgosa. Italia confió demasiado en que lo de China había
sido mínimo: el primer ministro italiano dijo hace un mes que Italia no se
cerraba, que Italia, ¡Italia!, no iba a convertirse “en un lazareto”. Un mes
después la historia lo tiene contra la pared, y ese hermoso y amable país no
sabe cómo contener la avalancha de confusión y de muerte que avanza.

Estados Unidos se ha convertido esta semana en el foco mundial de la


pandemia. El crecimiento del contagio podría salirse de control. Tal vez ese 1
% que Trump parece dispuesto a sacrificar podría verse alterado por las
limitaciones del modelo de salud que Trump mismo no ha querido cambiar.
No es necesario inventar cifras ni crear escenarios de catástrofe, pero es
necesario decir que Trump está jugando con fuego, y que posiblemente eso se
deba a que está pensando más en sí mismo que en su país.

Era cuestión de esperar: de ver florecer los cerezos por la ventana, de dejarse
alcanzar por esta ola de silencio, de reflexión, de meditación sobre lo que está
mal en el mundo. Una cuarentena rigurosa, es más: muy rigurosa, puede
frenar ciertamente la economía, puede poner en crisis muchas cosas, puede
debilitar el crecimiento y malograr la estrategia actual del pleno empleo,
puede incluso poner en peligro su reelección, pero también le habría permitido
sortear el peligro con la misma fuerza y decisión con que lo contuvo China, o
con la misma serenidad con que lo han contenido Alemania y Corea del Sur.
84

Y superada la crisis, y lograda la contención del contagio a un ritmo


manejable, y protegida la población (porque 10.000 muertos en una catástrofe
impredecible son muchos muertos, pero 10.000 muertos que hubieran podido
evitarse son un crimen), aún le habría sido posible a un gobernante sabio, y
preocupado por su gente, reencender los motores, aprovechando las lecciones
de este episodio, escuchando el mensaje desesperado que nos está enviando la
naturaleza, y dedicar después agosto y septiembre y octubre a la celebración
del milagro, y a la fiesta de la reconstrucción, o de la reinvención, nacional y
mundial.

Pero la ambición no es prudente. Melania, la esposa de Donald Trump, que es


eslovena de origen, debería haberle hecho conocer a su marido aquel verso
sabio de un poeta de Europa Oriental, Rainer Maria Rilke: “¿Quién habla de
triunfar? Sobreponerse es todo”.

Pero ya que Trump no está para escuchar a los poetas, al menos debería
escuchar al gobernador Andrew Cuomo, quien se ha convertido en el líder del
otro país, que tiene sensibilidad y no solo intereses. Cuomo sabe lo que está
pasando en Italia, ve la línea ascendente del contagio, casi tan vertical como
los rascacielos, y les habla cada día a los neoyorquinos desde la prudencia y
con el corazón.

Mientras tanto, el mundo contiene el aliento frente a las decisiones de Trump


y se pregunta si no estará el capitán dirigiendo el Titanic hacia el iceberg.
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22 Comentarios

22 Mar 2020 - 12:00 AM


85

Por: William Ospina

El año que vivimos peligrosamente


Tal vez nunca estuvimos tan juntos en el mundo entero como estos días en que tenemos
que estar separados.

Nunca hemos dependido tanto unos de otros, de la voluntad colectiva para no


incrementar la velocidad del contagio, de la capacidad de ayudarnos a la hora de
sobrellevar sus consecuencias. Momentos como este podrían despertar la adormecida
conciencia de comunidad de una sociedad como la nuestra, a la que han segmentado y
estratificado tanto.

Recomendar el teletrabajo puede ser fácil en países donde prima el empleo formal, pero
aquí, donde tantas personas tienen que salir a ganarse la vida y viven del milagro
cotidiano, estar en las calles se ha vuelto un destino.

Hasta hace un par de días, hablar de darle dinero a la gente para ayudarle a sortear la
crisis les habría sonado a nuestros gobernantes como una locura. Ahora, cuando ya
Donald Trump ha dicho que va a enviar un cheque a cada familia necesitada, empezará
a parecerles menos desquiciado.

Ya sería tiempo de experimentar con una renta básica para familias sin recursos, que
ayude a cubrir sus necesidades de subsistencia y les permita permanecer austeramente
en casa, no tener que andar en el desamparo de las calles, obligados por la pobreza a
formar parte de la cadena de contagio. No es solo un asunto de solidaridad necesaria
sino de urgencia manifiesta, ante lo que podría convertirse en una bomba social.

La hora de los grandes desafíos es también hora de grandes decisiones y de soluciones


creadoras. Mientras todos los países se esfuerzan por aplanar la curva del contagio,
igual procuran fortalecer sus reservas para atender a las personas en estado crítico,
aumentar las unidades de cuidados intensivos, los respiradores, los monitores, y ampliar
y calificar el personal sanitario. Se sabe que aquí carecemos del equipamiento adecuado,
86

porque no solo los contagios del virus tienen que ser atendidos, sino las enfermedades
normales y los accidentes.

Así como España está encargando a China gran cantidad de equipo clínico adicional,
sería una decisión histórica que aquí los gobiernos locales y el nacional lo hicieran
también, en el tiempo que queda antes de alcanzar las semanas pico del contagio. Pero
hay que hacerlo ya, y no permitir que la burocracia y el formalismo impidan las
decisiones eficaces y prácticas. En nuestro país el fenómeno apenas comienza, y por lo
que vemos en las estadísticas de todos los países, el pico del contagio se está alcanzando
a partir del día 40 de comenzada la epidemia local, y por lo menos hasta el día 50.

Si fue posible enviar un avión a China para traer unas cuantas personas y protegerlas del
riesgo, tiene que ser posible traer con toda urgencia, de donde sea, las unidades de
cuidados intensivos que el país está necesitando desde hace años, aún sin epidemia. Y
los costos serán insignificantes comparados con la posibilidad de salvar cientos, tal vez
miles de vidas.

Proveer de cuidados intensivos las ciudades medianas y pequeñas disminuye la presión


sobre los grandes centros urbanos y el riesgo de un colapso que no sería solo sanitario
sino social y económico. Igual se requieren presupuestos adicionales para los
profesionales de la salud, sobre los que recaen las tareas más duras, contratar a todos los
que puedan prestar asistencia, y adiestrar sobre la marcha más personal para esas tareas
delicadas e indispensables.

En tiempos de la gripe de 1918, muchos palacios de la aristocracia inglesa se ofrecieron


para ser adaptados como hospitales. No sobra pensar en aprovechar algunos espacios
posibles, públicos y privados, que puedan habilitarse como instalaciones sanitarias.

En un país con la enorme desigualdad del nuestro, sería el momento para que los
poderosos hagan un gesto de generosidad y creen un fondo de emergencia social que no
termine en manos de políticos o de empresas de lucro, para asumir con eficiencia los
grandes desafíos humanitarios que podrían presentarse.
87

Buena parte del saber acumulado del mundo converge ahora sobre los hogares de un
modo que nunca tenemos tiempo suficiente para aprovechar. Recordando a Voltaire, se
diría que ahora, con los niños en casa, es la hora del teatro familiar, y de aprovechar
esos tesoros de nunca antes: toda la música posible, la videoteca infinita, el museo del
arte universal ahora accesibles desde cada casa.

Quién quita que salgamos de esta pandemia más conocedores del arte y de la música,
más familiarizados con la historia, mejor informados sobre el planeta, más ávidos de
conocer el país y más deseosos de conocer el mundo.

Nada como un poco de ahogo para aprender el valor del oxígeno. Ya llegará la hora de
celebrar juntos de nuevo, y también de expresar juntos la indignación y la cólera, que
pueden ser fuerzas transformadoras y cada vez más necesarias.

Qué fortuna tienen hoy los que habitan cerca de la naturaleza, los que viven en pueblos
y en aldeas: los lugares más privilegiados del mundo. De repente se ven como un sueño
codiciable los viajes a pie, sin contaminar, por las montañas y por la orilla de los ríos,
los deleites del paseante solitario.

Hay momentos en que lo que más requiere el ser humano es valor y confianza, sentido
de la responsabilidad y grandeza en su actitud hacia el mundo. Necesitamos una
civilización por la que valga la pena vivir y morir. Recuerdo que un gran diario de
Londres, en el día más duro de la guerra, publicó su primera página en blanco, y en ella
solamente estos versos de Chesterton: “Nada te digo para tu esperanza, / Nada para tu
anhelo, / Salvo que el aire se torna más oscuro, / Y el mar crece más alto”.
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19 Comentarios

Este es un espacio para la construcción de ideas, y de opinión.


Se busca crear un foro de convivencia y reflexión, no un escenario de ataques al
pensamiento contrario

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pilarbenavides50_23057 22/3/2020 - 5:23 am

Gracias
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alcaro_11063 22/3/2020 - 6:19 am

Reconfortante
Responder

octaviocruz88_158841 22/3/2020 - 6:55 am

Cuanta razón en lo escrito y cuanta insensatez la que sobra, en este país y en el mundo
en general, ojalá estemos llegando al final de un ciclo de egoísmos y miserabilidades,
para poder empezar un nuevo comienzo donde podamos encontrar una humanidad unida
alrededor de lo social y así darle el valor que merece cada ser.
Responder

jmantilla01_68913 22/3/2020 - 7:52 am

...y tal vez hemos perdido la humanización pero no hemos perdido la vida la esperanza
nos esta esperando con los brazos abiertos
Responder

uribeuribe_9371 22/3/2020 - 8:26 am

Gracias maestro. Me entristece es pensar que así el gobierno tome la decisión de


comprar equipos, no los va a encontrar disponibles, porque otros paiser ya se
adelantaron y estos están agotados...
Responder

gertrudis4_184482 22/3/2020 - 8:26 am

William, debo recordar tus palabras, porque si esta crisis cambia el mundo en que
hemos tenido que vivir, todo habría tenido sentido. ¨Sueño con que "Habrá un país
llamado Colombia si hay un planeta llamado Tierra, donde el equilibrio de la naturaleza
vuelva a ser la prioridad de las comunidades, donde el milagro de la vida sea el mejor
89

espectáculo, donde la austeridad sea un verdadero timbre de aristocracia, donde el


afecto sea el principal medio de comunicación, donde el trabajo, donde el hacer sea a la
vez una responsabilidad y un placer, un modo de expresar la vida interior y un acto de
gratitud con el mundo, donde resolvamos en destreza y en creatividad nuestros
desacuerdos, en arte nuestra energía vital, donde aprendamos a ser rivales sin ser
enemigos, donde nos inclinemos como en la India ante la divinidad que hay en los otros,
donde la religión no sea arrodillarse y darse golpes de pecho, sino cuidar, celebrar y
agradecer y, como decía el Latino, mirarlo todo con un alma tranquila, y donde
aprendamos a habitar cerca del bosque y de sus dioses, protegiendo la salud de los
manantiales, en ciudades humanas que giren silenciosamente como grandes flores
solares”. William Ospina, EL Espectador Mayo 13, 2018.
Responder

Edosantah_154504 22/3/2020 - 12:05 pm

Gracias, muchas gracias William Ospina.


jfalquezsegovia_276151 22/3/2020 - 10:29 am

Gracias por traer esta hermosa pieza.


aguivara_63707 22/3/2020 - 8:39 am

Gracias, cada vez escribe más hermoso. Tal vez nuestro destino sea un país llamado
Tierra...
Responder

jesuscristogarciamarquez 22/3/2020 - 9:48 am

Ve! esta columna la deberia leer Mauricio Vargas del Tiempo


Responder

maelmor_168922 22/3/2020 - 9:49 am

Sabias palabras maestro. Gracias. La naturaleza nos hace un llamado. Debemos


escuchar, debemos re-humanizarnos. Todos estamos juntos en esto.
Responder

sibeto_4359 22/3/2020 - 9:51 am

Todo muy bien, muy póetico, alimento para el espiritu; pero en esta situación tenemos
que ser prácticos y una de las formas de contar con recursos para adquirir equipos
médicos y medicinas y capacitar personal es disponer del rubro de gastos militares, son
90

billones de pesos que en lugar de utilizarlos para comprar armas y municiones servirían
para combatir esta pandemia
Responder

efervecencia_215787 22/3/2020 - 10:23 am

Sociedades corruptas cómo estás de los países latinoamericanos, impregnadas de


maledicencia, con enormes desajustes sociales, es lo que se vive a estas alturas. Países
desarrollados como G20, G7, conforman la Banca internacional: BID, Banco Mundial,
Fondo monetario internacional, poseen la riqueza del planeta tierra, sembrando hambre
y miseria en las naciones subdesarrolladas.
Responder

Carlisro2014_187476 22/3/2020 - 10:32 am

Maestro, excelente columna.


Responder

carlosmoralej_406773 22/3/2020 - 1:15 pm

Toda una sensata columna de opinión estando en el ojo del huracan q' a todos
atemoriza. Y esta es esa hora de madurez y equilibrio conceptual requerida de aquellos
q' en virtud de su formación, y esperado equilibrio, cabe esperar. Lejos de resquemores
y odios por obvia derrotas dentro del ejercicio de la democracia. Un ejemplo a
seguir,por tantos otros q' sólo destilan cicuta.
Responder

rpizarro_23861 22/3/2020 - 2:47 pm

Ese talento suyo William para escoger/rematar sus columnas de opinión con versos
magníficos es innegable :) Good! ... En cuanto a la 'ayuda y solidaridad humanitarias', y
me refiero específicamente a la del Estado Chino para con el planeta entero,
¡despreocúpese William! vendrá volando, caerá en todas partes como 'mana', producido
éste en las fábricas del celeste imperio, pero, y puede estar seguro de ésto, NO SERÁ
GRATIS ... Mi recomendación hoy para todos y todas: vuélvanse a ver los 4 minutos
del discurso de Chaplin en The Great Dictator Speech, se consigue (todavía) en
YouTube ... Mi versión preferida aquí: https://www.youtube.com/watch?
v=w8HdOHrc3OQ
Responder

auroraguerrar_2587 22/3/2020 - 3:01 pm
91

Excelente, señor Ospina, reflexiones necesarias para estos tiempos de incertidumbre.


Responder

jilogo56_237141 22/3/2020 - 4:21 pm

Sr Ospina ud lo dice fondo que no caiga en manos de politicos. pero resulta que acá en
colombia las crisis son hasta deseadas por los politicos , ya que diario que suceden a
ellos les va muy bien . le menciono dos pa por si acaso;..... la del depto del putumayo ,
se perdieron los recursos y nadie investigó . ; la plata de la reconstrucción de
gramalote .......
Responder

carloarasa_121131 22/3/2020 - 5:04 pm

¡Bella columna!. Gracias, William.

8 Mar 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

A la sombra del peligro


No me extraña que Michael Bloomberg, después de invertir en una semana
US$ 500 millones para tratar de ganar el llamado supermartes de las primarias
demócratas en Estados Unidos, haya decidido retirarse y apoyar a Joe Biden
en el resto de la campaña. Porque los multimillonarios que no están con
Trump también sienten que Bernie Sanders no debe ganar.

Van a tratar de poner pañitos de agua tibia a una catástrofe planetaria de


proporciones indecibles, porque así es el capitalismo salvaje: ve venir la
erupción y todavía piensa que hay que alejarse del peligro lo menos posible.
Es lo mismo que les pasa con el coronavirus: solo aceptan dar la alarma
cuando ya el mal esté por todas partes, porque les parece que puede ser
contraproducente para las finanzas alarmar los mercados.
92

Trump es el gran peligro. Un farsante ostentoso que es capaz de tapar con las
manos la evidencia del cambio climático, un mal como nunca habíamos visto,
solo porque es más importante para el gran capital salvar a las petroleras que
salvar a las próximas generaciones. No cabe en su mente infatuada que
dejando desencadenarse el calentamiento global tampoco las petroleras se
salvarán, ni el poder de las multinacionales, ni el dólar.

Solo alguien como Bernie Sanders, que plantee las cosas con claridad, puede
ser en estos momentos una alternativa. Y él mismo lo dijo en la noche del
martes, cuando significativamente ganó en California: “No se puede derrotar a
Trump con lo de siempre”. El momento no está para aguas tibias y solo la
juventud parece darse cuenta. Una juventud que sin embargo no juega a la
trampa de que ser joven es parecerlo.

En Colombia parece que nos gobernara un joven y nos están gobernando los
prejuicios más viejos, las ideas más gastadas, las más fracasadas costumbres
políticas. En un país donde hace décadas los derechos humanos hacen agua y
la violencia implacable campea, el Gobierno se da el lujo vergonzoso de pedir
que la oficina de los derechos humanos de la ONU sea expulsada, porque sus
informes y sus advertencias acaso le den mala imagen.

Los jóvenes estadounidenses están con Bernie Sanders porque este


septuagenario propone las ideas más jóvenes y los programas más vigorosos
en una época de declinación. Y también porque es el único que de verdad, sin
descuidar el presente, se preocupa por la suerte de la primera generación de la
historia a la que los poderes y la holgura del mercado le están arrebatando el
futuro.

No hay socialismo a la vista. Bernie Sanders agita la palabra socialismo para


conjurar los fantasmas que tiranizan hace mucho a los Estados Unidos, pero
su proyecto solo puede ser el de un capitalismo social en el que el desafío
verde asuma la prioridad que le corresponde y unos programas sociales frenen
el derroche energético, el frenesí consumista, la privatización acelerada de la
93

riqueza y la irresponsabilidad de un poder que gobierna con desplantes y


titulares, que rompe equilibrios políticos mundiales, que se atrinchera en una
prosperidad momentánea para escamotear las soluciones y los desafíos de
largo plazo.

Un negociante como Trump no alcanza a tener visión histórica. Los grandes


poderes del mundo no pueden estar a merced de una vanidad temperamental y
arbitraria. Un país que fue grande no puede romper compromisos y evadir
responsabilidades de un modo tan insolente y tan peligroso.

Cuando el poder pierde el pudor de decir mentiras ostentosas, la humanidad


tiene que perder el temor de decir verdades necesarias, y eso es lo que Bernie
Sanders está haciendo. Esas verdades incómodas de las que habló Al Gore
hace ya tiempo son también necesidades urgentes en un mundo donde tratan
de obligarnos a no sentir el sol que nos quema y el aire que nos falta.

Una grave noticia de esta semana, “Los bosques tropicales ya no pueden con
tanto CO2”, nos contó que la vegetación tropical ya no está alcanzando a
procesar el dióxido de carbono de la atmósfera: los árboles liberan el oxígeno
y guardan el carbono y envejecen más pronto, porque el mal que todos
sentimos y que los ciegos que nos guían siguen negando es cada vez más
grave y más temible.

Lo que la próxima elección en los Estados Unidos va a medir no es la


capacidad de un gobernante de cambiar las tendencias de la historia, sino la
capacidad de la ciudadanía de reaccionar y asumir sus responsabilidades. De
un lado van a militar el poder del dinero y el discurso del establecimiento, del
otro empieza a alzarse la conciencia humana, la certeza del peligro y la
audacia de asumir unos cambios que no son caprichos sino elementales
necesidades de la historia.

Es previsible también que el creciente poder perturbador de la epidemia de


coronavirus vulnere la principal fortaleza de Trump, que es el momentáneo
94

auge económico, y ponga más bien en primer plano la preocupación por la


sanidad universal que Trump tanto ha combatido.

De todos modos, el ámbito en que se va a desarrollar esta contienda electoral


es el de un mundo que siente crecer los peligros. Nadie ignora que este
malestar que llena los titulares y cubre las bocas y colma de preguntas a todas
las ciudades del mundo tiene mucho que ver con la alteración de los climas,
con la concentración de las poblaciones, con la velocidad de las
comunicaciones, con la inquietante desigualdad de los sistemas de protección.

También este sentimiento de fragilidad en un mundo ultrainformado va a


arrojar su sombra sobre las grandes decisiones colectivas. Lo que sabremos
muy pronto es si hay esperanza, o si la inercia de la historia puede más que
nuestra capacidad de reaccionar y de cambiar.
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1 Mar 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Tres mujeres y un mundo


No puedo ocultar la emoción que me produjo ver a Shakira y a Jennifer Lopez
cantando y danzando en el espectáculo de medio tiempo del Super Bowl de
Miami. Pero todo el tiempo mientras las veía sentí que allí había algo más, no
solo el talento y la trayectoria de esas dos mujeres: algo indefinible que le
daba a aquel show una significación poderosa. Hoy, releyendo la crónica de
García Márquez sobre Shakira, creo haberlo encontrado: “Es el caso ejemplar
de una fuerza telúrica al servicio de una magia sutil”.

Personas a las que admiro y respeto han visto en ese espectáculo apenas el
sometimiento de dos mujeres latinas a los paradigmas vulgares del machismo.
Han afirmado que a estas artistas las dejan lucirse en ese escenario patriarcal
porque agitan sus carnes y se venden ligeras de ropas para satisfacer al
público. Pero hay que conocer el mapalé del Caribe colombiano, que nos llegó
con la vitalidad de África, para entender que aquí no están los caprichos de
unas artistas sino el fuego de una cultura.

Y entonces hay que mencionar a una tercera mujer, que es el rostro de un


mundo: a Liz Dany Campo, la muchacha barranquillera de 18 años que le
enseñó en mes y medio a Shakira muchos secretos de la salsa, el mapalé y la
champeta, lo que saben las calles ardientes de Barranquilla.
96

Una cosa es el maltrato y el acoso, y otra muy distinta es entregarse


voluntariamente al placer de la danza, dar una lección de energía y de ritmo,
exhibir la juventud y el talento que estas artistas tienen de sobra. Porque no
basta con ser mujeres y ser bellas para sostener un espectáculo como el que
ellas han diseñado y ejecutado milímetro a milímetro, con notable dominio del
escenario y alto rigor estético.

Y a medida que crece la polémica sobre esa muestra de talento y de sensual


vitalidad latina, más me convenzo de que allí hubo mucho más que
un show de mercado y algo muy distinto a una explotación comercial. Basta
ver que ahora la crítica que se extiende en Estados Unidos es la del
puritanismo que ve en estas danzas y en su alegre sensualidad un pecado al
que no deben exponerse los jóvenes amantes del deporte.
Tristemente es verdad que estamos en la sociedad del espectáculo y que todo
ha caído en manos de un desmesurado negocio planetario, pero si fuera esto lo
que está aquí en discusión habría que condenar igual a los directores de
Hollywood, dudar ante el triunfo de los grandes bestsellers, proscribir las
series de televisión que hoy siguen millones de personas, repudiar los
campeonatos de fútbol y denunciar la creciente banalización de la información
convertida en mercancía, los canales que solo venden adrenalina, el basurero
industrial.
En el contexto de este hipermercado del espectáculo tenemos que ser capaces
de ver también los talentos y las virtudes. Estas mujeres latinas hechas a pulso
que se abren camino en un mundo de corporaciones insensibles, el arduo y
meritorio modo como los inmigrantes conquistan espacios en sociedades
opulentas que cada vez quieren cerrarse más, la evidencia creciente de que los
Estados Unidos —a pesar de Trump y de sus muros— no pueden vivir sin el
talento latino, sin la creatividad, sin la energía, sin el sabor de esta cultura a la
que tanto tiempo consideraron inferior y marginal. Es grato y reconfortante
ver que aun en los lenguajes que los imperios creían más suyos, los
inmigrantes se imponen.
97

Sí: a mí me alegra ver el cine mexicano triunfando en Hollywood, aunque


piense que el mundo merece no estar tiranizado por Hollywood y que el gran
cine del resto del planeta tiene que abrirse camino. Me alegra, lo confieso, ver
que el llamado gang latino, de Bad Bunny, de J Balvin, de Luis Fonsi, de
Karol G, de Daddy Yankee, de Ozuna, se convierte en la música más
reproducida por los jóvenes del mundo entero. Se necesita talento para eso.
Claro que somos el mundo de García Márquez y de Rulfo, de Neruda y de
Borges, de César Aira y de Juan Villoro, de Enrique Servín y de Yuri Herrera;
que somos Botero y Claudio Bravo, Frida Kahlo y Débora Arango, Szyszlo y
Tamayo; que somos Gustavo Dudamel y Alexis Mendoza, Danilo Cruz Vélez
y Darío Sztajnszrajber, Ernesto Cardenal y el papa Francisco, pero para
admirarlos y mostrarlos al mundo no es necesario menospreciar los múltiples
triunfos de este continente turbulento, ese derroche enorme de talento que en
medio de la mayor adversidad son nuestras calles.

Cuando, en 2017, Despacito parecía convertirse en la banda sonora del


planeta, yo no solo vi allí el mercado que tanto hay que condenar, también vi
una cultura en ascenso, que en un mundo que la discrimina se abre camino y
se impone. “Estos muchachos están haciendo cosas que ya habrían querido
Frank Sinatra y Elvis Presley”, me dije. Y cuando Mi gente, de J Balvin,
destronó a Despacito, sentí que este mundo latino tiene una vitalidad
ineluctable y lleva en sí mucha energía y mucho futuro para un planeta que
parece vivir su agonía.
¿Quiero otras músicas? Claro que sí. Hay mucho más en nosotros, más talento
verbal, más ritmos, más aventuras de la carne y del espíritu, más memoria,
pero no me avergüenzo de estos logros y, como sé de dónde partimos,
entiendo el valor de lo que vamos alcanzando.

Habría que agradecer a Shakira y a Jennifer Lopez, y sin duda a Liz Dany y a
todo lo que ella hace visible, porque representan brillantemente una parte de
lo que somos, pero también porque le están abriendo camino a todo lo demás.
98

Ser una de las culturas más ricas, más palpitantes, más embrujadas del mundo,
es algo que debe conmovernos. Y es bueno que el amor por lo que somos se
manifieste en creatividad, en artes y músicas, en danzas y sabores, no en
agresividad y en prepotencia.

El poder de la cultura es incontenible. Y aunque hay quienes creen otra cosa,


yo siempre he sentido que los Estados Unidos están destinados a formar parte
de la América Latina.
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A ENFRENTAR ESTE GRAN RETO COMO ESPECIE

Coronavirus: del miedo a la esperanza,


por William Ospina
Vivir

14 Mar 2020 - 9:00 PM

William Ospina / especial para El Espectador

Un poeta, ensayista y novelista colombiano y su mirada


de las señales que manda a la humanidad la crisis por
el coronavirus. Llama a compartir la curiosidad, el
miedo y la fragilidad, y también invita a utilizar este
tiempo para meditar y crear.
99

Estudiantes de Soacha, al sur de Bogotá, usando tapabocas para evitar el


virus COVID19 hechos de materiales reciclables y biodegradables en
protesta contra la escasez en las farmacias. / AFP

Parecen cosas que solo ocurren en los cuentos. Tener que quedarse
forzosamente en casa, volver a alternar con los hijos, trabajar a distancia,
consumir apenas lo indispensable, tratar de tener reservas de las cosas más
básicas, querer respirar aire puro, esquivar las aglomeraciones, temer los
contactos. Que de pronto se cierren las escuelas, se clausure el comercio, se
cancelen los espectáculos, se paralicen las fábricas. Que de un momento a otro
las economías se hundan, las monedas colapsen, los transportes se
interrumpan, ¿qué nos dice la Tierra con todo esto?

Cuando se presentó la última gran pandemia, la de la gripe española de 1918,


no se le experimentó de la misma manera. Era un hecho planetario, pero había
que vivirla como un hecho local en todas partes. Ahora, por primera vez,
sentimos que nos está ocurriendo lo mismo en el planeta entero. Esta sociedad
ultrainformada y ultraglobalizada nos está brindando esa experiencia nueva de
compartir la curiosidad, el miedo y la fragilidad de toda la humanidad, nos
está haciendo comportar como especie.
100

 (Entérese de las últimas noticias de la pandemia).

Es extraño sentir por primera vez (porque antes fue distinto, y lo vivieron
otros) que el tejido de la civilización se conmueve y parece vacilar. Casi nos
alcanza el recuerdo de esos viejos oráculos que descifraban señales en el vuelo
de las aves, mensajes en los hechos de la naturaleza y en las tragedias de la
historia. Ya nada parece azaroso, ni siquiera las formas de las nubes, y al fin
se nos revela cuán conectados estamos, de qué manera asombrosa está
entretejido este mundo. Entonces cada uno de nosotros se pregunta cuál es el
mensaje.

¿Que somos muchos ya? ¿Que devorar animales es dañino? ¿Que la mayor
parte de los afanes del mundo son vanos? ¿Que la lentitud y la soledad son
preferibles? ¿Que las ciudades, más allá de ciertos límites civilizados, son un
error y una trampa? ¿Que el modelo económico en que vivimos no solo es
desigual e injusto, sino absurdo y asombrosamente frágil? ¿Que las
corporaciones pueden derrumbarse con la misma facilidad que los seres
humanos? ¿Que lo que llamamos el poder es una brizna de hierba al viento de
la historia? ¿Que así como Ricardo al final estaba dispuesto a cambiar su reino
por un caballo, hay un momento en que cambiaríamos todas nuestras riquezas
por un poco de aire puro en los pulmones, por un sorbo de agua en la
garganta?

Todo viene a recordarnos que podemos vivir sin aviones, pero no sin oxígeno.
Que los que más trabajan por la vida y por el mundo no son los gobiernos,
sino los árboles. Que la felicidad es la salud, como quería Schopenhauer. Que,
como dijo un latino, la religión no es arrodillarse, rezar y suplicar, sino
mirarlo todo con un alma tranquila. Que si los humanos trabajamos día y
noche por enrarecer la vida, por intoxicar el aire, por arrinconar al resto de los
vivientes, por alterar los ritmos de la naturaleza, por destruir su equilibrio, el
mundo tiene un saber más antiguo, un sistema de climas que se
complementan, de vientos que arrasan, de catástrofes compensatorias, de
101

silencios forzosos, de quietudes obligatorias, ejércitos invisibles que trazan


líneas rojas, neutralizan los daños, controlan los excesos, imponen la
moderación y equilibran la tierra.

Después de siglos de atesorar nuestro conocimiento, de valorar nuestro


talento, de venerar nuestra audacia, de adorar nuestra fuerza, llega la hora en
que también nos toca ponderar nuestra fragilidad, estimar nuestro asombro,
respetar nuestro miedo.

También hay algo poético en el miedo: nos enseña los límites de la fuerza, el
alcance de la audacia, el valor verdadero de nuestros méritos. Como el mar,
sabe decirnos dónde hay algo que nos supera. Como la gravedad, nos muestra
qué poderes están sobre nosotros. Como la muerte y como el cuerpo mismo,
nos dice qué mandatos no podemos violar, qué no está permitido, qué frontera
es sagrada. Y no lo hace con admoniciones ni discursos ni amenazas, sino con
un lenguaje sin palabras, eficiente y sutil como un oráculo, que obra “sin
lástima y sin ira”, como dijo un poeta, y que es luminoso e inflexible, como
una llama.

Pero si el miedo es una reacción ante las amenazas del mundo, la angustia es
una reacción ante las amenazas de la mente y de la imaginación. Hace
evidente el misterio del mundo, aviva la memoria y sus fantasmas, revela la
eficacia de lo invisible, el poder de lo desconocido.

Dicen que lo que no nos destruye nos hace más fuertes. Esa inminencia del
desastre pone también un toque de magia aciaga en lo que parecía controlado,
un sabor de alucinación en los días, suelta una ráfaga de locura sobre todo lo
establecido, un destello de Dios en la prosa del mundo.

Y sentimos que hay algo que aprender de estas alarmas y peligros. Si todo lo
más firme se conmociona, nos enseñan que todo puede cambiar, y no
necesariamente para mal. Que si la tormenta lo estremece todo, nosotros
también podemos ser la tormenta. Y que en el corazón de las tormentas
102

también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino un


sentimiento y una idea.

En esa pausa de paciencia y de miedo ganan nuevo sentido las meditaciones


de Hamlet y los delirios de don Quijote, los consejos de Cristo y las preguntas
de Sócrates, los sueños de Scheherezada y la embriaguez de Omar Kayam. Si
hay un mundo cansado y enfermo que cruje y se derrumba, tiene que haber un
mundo nuevo que se gesta y que nos desafía.

Queremos de pronto decir como Barba Jacob: “¡Dadme vino y llenemos de


gritos las montañas!”. Queremos decir, como Nietzsche: “Y que todos los días
en que no hayamos danzado por lo menos una vez se pierdan para nosotros, y
que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo cuando menos una
alegría”.

23 Feb 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

De advertencias y señales délficas


El 2 de enero de 2020 Gro Harlem Brundtland, exprimera ministra de
Noruega y exdirectora de la Organización Mundial de la Salud, publicó en El
País de Madrid un texto llamado “Cómo prevenir la próxima pandemia”,
donde plantea los riesgos inminentes de un mal contagioso que pudiera
extenderse en poco tiempo sellando ciudades, interrumpiendo el comercio y el
103

turismo mundial, cubriendo de una sombra de angustia el planeta y


destrozando la economía.
Era una advertencia con alta carga de intuición, porque ya en ese momento
estaba subiendo la temperatura de los cuerpos en una remota provincia de
China, que hoy es el centro de atención del mundo entero.

La autora no solo llamaba a tomar en serio el peligro de una pandemia:


recomendaba claramente la necesidad de tener un fondo mundial de
prevención, con aportes de todas las naciones, para desarrollar una estrategia
eficiente de manejo de situaciones críticas, de atención hospitalaria masiva, de
inversión en comunicaciones y de trabajo inmediato a altísimo nivel y con
presupuestos adecuados en la experimentación de vacunas y tratamientos que
lleguen a tiempo.

Habría que decir que el actual brote de coronavirus Covid-19 en China, y ya


en medio mundo, es el refuerzo más oportuno a las advertencias de la
exministra.

Porque desafortunadamente la humanidad no parece reaccionar ante las


advertencias sino ante los hechos cumplidos. Ahora tenemos casi 80.000 casos
de contagio en menos de dos meses, con una mortalidad cercana al 2%, y con
un ritmo de propagación mucho más alto que los brotes anteriores, para
mostrarnos un tímido boceto de lo que sería una pandemia apenas un poco
más agresiva.

Ya está ante nosotros el cuadro de una crisis, no en un pequeño país marginal,


sino en una de las mayores potencias planetarias, la evidente dificultad para
controlar la expansión del virus en el país con mayor capacidad de control
sobre los ciudadanos, la silenciosa eficacia de un mal que puede alcanzar a
millones antes de ser advertido.

Un estornudo puede ser más útil que mil declaraciones de derechos para
demostrarnos la igualdad de los seres humanos; la naturaleza es inapelable;
104

los virus no distinguen entre el blanco y el negro, entre el mongol o el


caucásico; la fiebre les sube igual al rabino y a Hitler.

Sistemas de salud como el que padecemos en Colombia nos han


acostumbrado a la obscenidad de que un hospital rechace a un paciente si no
tiene dinero o un seguro pagado que lo proteja: la sabia naturaleza hace añicos
ese modelo, porque ante una pandemia no habrá peor negocio que no atender
a los pacientes, por pobres que sean.

Es asombroso, pero al fin la enfermedad de los pobres es también un peligro


para los ricos, y hasta a Donald Trump le conviene que los inmigrantes
ilegales estén sanos.

Lo que estamos viviendo es terrible, pero dados sus índices de mortalidad y su


lenta incubación sería más bien una advertencia, una enseñanza, y hasta puede
tener consecuencias benéficas, la primera de las cuales podría ser que los
Estados y los individuos les hagan caso a los expertos y surja el gran fondo
planetario para la prevención, el manejo y el control de pandemias, que
costará sin duda mucho menos que el colapso posible de la economía global,
con fábricas cerradas, redes comerciales deshechas y consumidores
inaccesibles.

Pero hay un efecto más de largo plazo que podría ser una bendición para el
mundo, y es que la humanidad comprenda qué error profundo son las ciudades
de 10 y de 20 y de 30 millones de habitantes. Esos termiteros, esas
concentraciones, que son la felicidad de la industria, el éxtasis del comercio y
el frenesí de los extractores de impuestos, son una trampa mortal para sus
habitantes y son trituradoras de su felicidad.

La verdad es que hoy somos muchos, y es un desafío imperioso controlar la


natalidad, pero si estuviéramos distribuidos de otra manera, y no nos
comportáramos como saqueadores bárbaros con estas marejadas del consumo
y estas erupciones de basura, el mundo casi ni nos sentiría. Una ciudad de
105

dimensiones equilibradas puede ser una joya de cultura y de bienestar; una


ciudad de 20 millones de pobladores, en cambio, es infernal para sus
habitantes y para la naturaleza es una herida abierta.

Por lo pronto, esta segunda década del siglo XXI ya nos está dando
campanazos de alerta frente a los absurdos ideales del desarrollo concebido
como total industrialización, total automatización y total urbanización del
mundo. Una naturaleza a la que estamos arrasando sin piedad y ante todo sin
sensibilidad no deja de enviarnos sus señales délficas, sus lecciones y sus
advertencias.

Quién iba a pensar que podría ser el exceso de compañía lo que nos precipite
en el aislamiento, que la obligación de estar juntos nos haría entender los
beneficios de la soledad. Y quién iba a imaginar que podrían ser los virus los
que rediseñen nuestro habitar urbano.
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Zapata vive
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106

 


16 Feb 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El mal vecino
Durante más de un siglo, Colombia ha sido el aliado más fiel de Estados
Unidos y de sus políticas continentales. Y eso es extraño, porque el siglo XX
comenzó para nosotros con la pérdida de Panamá, una secesión apoyada por el
gran vecino para hacerse al proyecto del canal interoceánico.

Pero es natural que los países latinoamericanos hayan buscado a través del
tiempo una alianza con ese país formidable, que en pocas décadas se alzó
sobre el mundo como la nación más laboriosa, más industriosa, más
innovadora y, en su tiempo, la más acogedora del planeta.

Sus bombillas incandescentes, sus automóviles, sus electrodomésticos, sus


autorrutas, su invención incesante cambió la manera de vivir del mundo
entero. Sus técnicas comerciales, su industria, su sociedad de consumo, sus
barrios apacibles, sus ciudades verticales que rozan el cielo, le dieron otro
rumbo al habitar humano. Su telefonía, su radio, su televisión, la máquina de
sueños del cine, desde ninguna parte se irradiaron tanto definiendo el estilo de
la época.

Y allí estaban también la democracia como la soñó Walt Whitman, la lucidez


demencial de Edgar Allan Poe, la soledad reflexiva y el refinamiento sensorial
de Emily Dickinson, la novela tejida de poemas de Edgar Lee Masters, el
107

razonado romanticismo de Thoreau, el sereno humanismo de Emerson, la


insurgencia poética de Ezra Pound y de Allen Ginsberg, los laberintos
torrenciales de Faulkner, la galaxia de sueños de Ray Bradbury, el erotismo
sinfónico de Henry Miller, la paranoia visionaria de Philip K. Dick.

Pero los gobiernos de ese país han sido menos admirables que la sociedad a la
que gobiernan, y hoy, después de un siglo largo de ser sus aliados y sus
veneradores, nuestros países pueden preguntarse si valió la pena esa alianza.
Pues buena parte de nuestras conmociones y de nuestras violencias se deben a
las políticas que a veces nos han trazado pero que casi siempre nos han
impuesto.

Mario Vargas Llosa acaba de publicar una novela, Tiempos recios, que


interroga el momento en que los Estados Unidos frustraron en Guatemala una
valiosa experiencia liberal, destruyendo el proyecto democrático de Jacobo
Árbenz, con el pretexto de combatir el comunismo, y le abrieron camino en el
continente al radicalismo revolucionario. Porque no fue solo en Guatemala:
los gobiernos de EE. UU., atrincherados en la histeria anticomunista, no solo
anularon grandes esfuerzos democráticos y abortaron reformas liberales, sino
que abiertamente patrocinaron golpes de Estado, apoyaron tiranías
sanguinarias y hasta educaron a los ejércitos del continente en prácticas de
represión, de tortura y de desaparición de ciudadanos.
Basta mirar lo que es hoy América Latina para entender que tal vez no hemos
tenido el mejor vecino. No porque los Estados Unidos tuvieran algún deber
con nosotros, sino porque si algo nos exigieron fue fidelidad irrestricta, sólo
acatar sus consejos y sólo aplicar sus recetas, y en Colombia encontraron a sus
más obsecuentes servidores.

Aunque se supone que ya terminó la Guerra Fría, los gobiernos de EE. UU.
aún se comportan como si fuéramos su patio trasero, y cada vez que alguno de
nuestros países busca alianzas y cooperación por fuera de su ámbito de
influencia, reaccionan como si se estuvieran transgrediendo normas sagradas.
108

Pero es evidente que la teoría del desarrollo que nos dictaron sólo nos sometió
a una subordinación sin esperanzas. Que es su prohibición de las drogas, su
manejo de un asunto de salud pública como si fuera un problema militar, lo
que nos convirtió en región de matanzas. Que sus consensos neoliberales
arruinaron nuestras economías, que sus multinacionales llevan la parte del
león en los contratos, que la política que asumen ante la tragedia de los
inmigrantes demuestra que no nos ven como aliados, sino como invasores
indeseables.

Pero la vida y la política fuerzan a los pobres a emigrar, a ser rebuscadores,


recursivos y astutos; y la educación precaria y la falta total de oportunidades
no han convertido a los hijos de América Latina en vecinos silenciosos y
corteses. Colombia no olvida que las empresas bananeras no nos trataron con
manos de seda, el libro México bárbaro cuenta cosas que enfrían la sangre, el
recelo de Cuba frente al vecino aprovechado no carece de razones. Árbenz y
Bosch y Allende supieron que al gran poder no le tiembla la mano a la hora de
contrariar en otros países la voluntad de las mayorías. La intervención en
Grenada y la lluvia de paracaidistas en Panamá no fueron tomas apacibles.
Claro que somos responsables de nuestros males, pero la verdad es que la
política del mal vecino ha ayudado mucho. Ahora muchos países de nuestro
continente se replantean su política de alianzas. Algunos están curados de
ilusiones y están hallando nuevos socios. Probablemente también nosotros
tendremos que hacerlo.

Hoy, cuando el cambio climático es el primer desafío del mundo, cuando su


secuela de catástrofes, pandemias y extinciones masivas de especies es cada
vez más indudable, no podemos seguir uncidos al carro de los que niegan el
peligro y lo incrementan, de los que sacan provecho de nuestra riqueza y
cuando nos ven llegar con hambre alzan muros y cierran puertas.

Pero hay otra esperanza y es que también allá los ciudadanos comprendan la
magnitud del peligro y el valor de lo que está en juego, y no solo cambien su
109

gobierno, sino que se reencuentren con los altos sueños que le dieron forma a
esa gran nación.

Tal vez entonces volverán a respetarnos, pero para ello también es preciso que
nosotros nos respetemos y entendamos el valor de nuestro mundo. Porque fue
precisamente una mujer, una poeta norteamericana, Emily Dickinson, quien
dio con uno de los grandes secretos de la vida y la muerte: El que aquí abajo
no halla el cielo / no lo hallará tampoco arriba.
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2 Feb 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

De malezas y plagas
Maleza es el nombre que les damos a aquellas plantas cuya utilidad
desconocemos. Como no parecen representar una ventaja posible para los
humanos, un rendimiento calculable, nuestra ignorancia las declara inútiles y
estorbosas, y procura deshacerse de ellas.

Creo que lo mismo podemos decir de todo lo que los humanos llamamos
plagas. Esos enjambres de mosquitos que vio Humboldt y que protegían de
invasores las orillas del Magdalena, esas nubes de langostas que devoraban las
cosechas, esos millones de gorriones que saqueaban los arrozales y a los que
la China declaró la guerra poniendo a los campesinos a hacer tanto ruido con
sus peroles que los pobres pájaros no podían descender, hasta que llovían
exánimes sobre los surcos. Todo aquello que juzga inútil o dañino en la
naturaleza la visión siempre limitada de los seres humanos.

Hubo un tiempo en que talar selvas era considerado una hazaña y hacíamos
monumentos a las hachas. Hubo un tiempo en que los cazadores eran vistos
como héroes legendarios, y derribar antílopes, abatir gansos o demoler
110

elefantes era motivo de orgullo y de ostentación. Los nobles británicos


entretenían sus tardes persiguiendo con jaurías a los zorros plateados, y había
en las mansiones museos teratológicos con las cabezas embalsamadas de esas
víctimas de piel rayada o cuernos espirales.

Hubo una época, no hace demasiado, cuando las gentes y los Estados se
aplicaron a secar esos pantanos deletéreos que abundaban en el mundo, para
convertirlos en buenas tierras de labranza. Ahora sabemos que esos
humedales, lodos y ciénagas cumplían un papel fundamental en la
oxigenación del planeta, que su muerte era el comienzo de nuestra muerte.

A finales del siglo XVIII Kant sostuvo que para entender se requiere un
pensamiento sistemático, porque explicar un fenómeno o una idea exige
situarlo en un conjunto. De allí derivó Humboldt su convicción de que en la
naturaleza todo depende de todo, y que para entender los fenómenos de la vida
hay que entender la interdependencia de los seres y de los procesos.

Ya resulta evidente que no hay fenómenos aislados, que en esta burbuja de


vida que gira en un caldo de enigmas cada cosa depende de las otras y todo es
necesario. El cangrejo y la esponja, la rana venenosa y la oruga urticante, la
bacteria y el virus, la mandrágora que según es fábula grita cuando la arrancan
y la sensitiva que se duerme cuando la tocan, el cisne aparentemente
armonioso y el ornitorrinco aparentemente disparatado.

Un día en una casa de tierra caliente alguien me dijo que había que exterminar
a las hormigas, porque si no lo hacíamos iban a devorar toda la vegetación. Yo
me dije que las hormigas llegaron a este mundo mucho antes que nosotros,
llevan aquí millones de años, y si todavía hay vegetación es porque a la larga
no son tan peligrosas.

Mientras yo lo pensaba, a un ritmo increíble, las hojas verdes y amarillas de


un arbusto iban siendo segadas por esas poderosas mandíbulas que también
las llevaban en procesión hasta el hormiguero escondido, y en pocas horas el
111

arbusto estaba devastado. Pero días después no solo había vuelto a brotar el
follaje sino que me pareció más abundante y más vivo. Tuve la sensación de
que las hormigas, más que devorarlos, podaban los árboles, que más que una
plaga eran parte de un ciclo benéfico tan antiguo como necesario.

Estoy lejos de pensar que no tengamos derecho a luchar por nuestra vida y a
protegernos de nuestros a menudo diminutos depredadores, pero a veces
siento que esta época pretende suplantar la vieja lucha de la medicina en favor
de la vida de los individuos por unos procesos meditados de extinción masiva
de especies que podrían terminar, como tantos delirios de la soberbia humana,
enfrentando consecuencias impredecibles.

Una cosa es crear una vacuna contra la malaria y otra es pretender extinguir a
los mosquitos que la producen, y nadie se detiene a pensar si no habrá alguna
otra cosa, acaso indispensable, que esos mosquitos obren sobre el mundo. ¿De
qué son alimento? ¿Qué necesario nicho protegen? Es sin duda lo limitado de
nuestra visión, o lo codicioso de nuestros plazos, lo que hace que veamos
malezas y plagas por todas partes.

Alguien dirá que no son las especies sino su proliferación irrestricta lo que
hace que se conviertan en algo nocivo y que se les llegue a considerar una
plaga. Pero normalmente en la naturaleza todo tiene sus límites, una especie
controla a la otra, del mismo modo que una especie viviente es polinizada por
otra.

Pero así como cada vez atentamos más contra la diversidad; como a menudo
convertimos un campo donde crecían cien especies en un cañaveral, en un
cafetal, en una plantación de palma africana; así como convertimos un bosque
de niebla numeroso en árboles y helechos y musgos y pájaros distintos en un
bosque de pinos idénticos al que no regresan los pájaros, tantos desequilibrios
rentables acaban produciendo desequilibrios ruinosos, y brotan esas manchas,
esos enjambres, esos parásitos, que vemos como plagas y no son otra cosa que
la vida defendiendo su complejidad.
112

Hoy solo jugamos al crecimiento, pero el mundo necesita equilibrio. Cada


especie podría llamar plaga a aquello que la amenaza. Y a lo mejor las pestes
son esfuerzos ciegos del mundo por recuperar su equilibrio. Porque también
nosotros crecemos como especie irrestricta y, si tratamos de ese modo como
plagas a los otros seres vivientes, el mundo bien podría empezar a tratarnos
como una plaga, tal vez la más peligrosa de todas.
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26 Ene 2020 - 12:00 AM


113

Por: William Ospina

Colombia milenaria
A propósito del libro “Chiribiquete, la maloka cósmica de los hombres
jaguar”, de Carlos Castaño-Uribe.
Muchas de las violencias que hemos padecido se deben a la creencia de que
este mundo nuestro tiene 500 años, a la incapacidad de entender que somos un
país milenario.

Tres heridas profundas acompañaron nuestros procesos históricos: la


Conquista, que tantas cosas importantes nos trajo, procuró con hierro y fuego
que fuéramos España; la Independencia, que de tantas cosas nos liberó, quería
convertirnos en Francia o Inglaterra; los cambios del siglo XX, que vertieron
tanta sangre, pretendían llevarnos por el camino de los Estados Unidos. Lo
único que no podía hacerse era tratar de parecernos a nosotros mismos.

También a la India intentaron someterla a los lechos de Procusto de Europa,


pero la conciencia de su cultura de milenios impidió ese arrasamiento. Y hay
que ver de qué modo en la China, sin despreciar el aporte liberador y
modernizador del marxismo europeo, vuelve a salir a flote esa cultura
milenaria que salvaron los libros de Kung Fu Tse, la memoria filosófica,
estética, histórica, la filigrana de las costumbres, los oficios y las artes
adivinatorias de una tradición de milenios.

No hay nada más urgente para nosotros, americanos, que recuperar


plenamente la conciencia de que somos un continente milenario. El más grave
de nuestros errores fue la creencia de que el continente había surgido con la
llegada de las carabelas de Cristóbal Colón, borrar la presencia de seres
humanos durante miles de años en este suelo, su diálogo con la naturaleza,
con el clima, sus lenguas, sus rituales, sus saberes, en suma, sus civilizaciones.

Esa leyenda no solo niega la tradición histórica y la importancia cultural de


esos pueblos que fueron invadidos, profanados, masacrados y explotados,
114

cuya humanidad ha sido negada y ultrajada por siglos, sino que niega la
enormidad del mestizaje, el rostro indiscutible del continente. Lo niega,
creyéndolo un defecto, cuando es nuestra mayor riqueza y el secreto de
nuestra originalidad.

No habrían sido posibles ni la magia musical de Rubén Darío, ni el descenso


al Hades indígena de Juan Preciado, ni el salmo cósmico de Pablo Neruda, ni
el conjuro ineluctable de García Márquez, ni el Aleph planetario de Jorge Luis
Borges, ni el actual influjo sobre el mundo de nuestras artes y de nuestras
músicas, sin el crisol de razas, la galería de sueños y la saga de historias que
hemos entretejido a lo largo del tiempo.

Todavía falta mucho, pero ante el gran desafío de este planeta amenazado que
debemos salvar y que es hoy la primera prioridad humana, es imperioso que
tomemos posesión de ese legado inmenso. Un desarrollo diseñado por otros
nos prohibió buscar un camino de progreso parecido a nosotros, y que
consultara lo que somos. Nos impuso un modelo subordinado y dependiente
que acabó por arruinar nuestro destino y que amenaza seriamente nuestra
naturaleza. Nos obligaron a imitarlos, pero pusieron en nuestros labios el
nombre ofensivo de tercer mundo, para que entendiéramos que esos
paradigmas que nos imponían teníamos que recibirlos en condición de
subalternos, viviendo en una suerte de inframundo.

Ahora sabemos que el desarrollo, tal como fue formulado en 1948 tras los
acuerdos de Bretton Woods, como fue rediseñado en 1970 con el añadido de
la nefasta prohibición de las drogas, y como fue reforzado a partir de los años
90, con el mandato neoliberal: ese modelo depredador de la naturaleza,
saqueador de recursos, que nos encadena a una deuda eterna, es el mismo que
está devorando al mundo entero.

No podremos escapar a los tentáculos de esta economía que nos anula como
productores, nos encadena como consumidores, nos impone la marginalidad,
115

nos impide toda legalidad y a la vez nos sataniza como transgresores, si no


recuperamos la conciencia del territorio y de nuestra originalidad.

Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en
ella hemos servido, dijo Leopoldo Lugones. Pero también podemos decir que
somos americanos desde siempre, herederos de hondas tradiciones respetuosas
con el mundo, capaces de reconocerse en él. Borrar nuestra memoria
milenaria equivale a borrar nuestros lazos profundos con la tierra.

Y justo ahora, casi como un mensaje y sin duda como un símbolo, se abre ante
nosotros la evidencia de que en esta tierra nuestra, a lo largo de casi 20.000
años, surgió el libro de piedra más extraordinario que conozca la humanidad:
los 70.000 dibujos de las paredes de Chiribiquete, en lo que sin duda habría
que llamar, fieles a todas nuestras sangres, la Capilla Sixtina del arte
americano.

Esos relatos de la vida, de los cultivos, de los rituales, entre manadas de


venados y dantas y chiguiros, entre muchedumbres de peces y serpientes y
pájaros, y bajo un cielo tachonado de jaguares, nutrirá en las nuevas
generaciones la conciencia de que nuestra cultura no se agota en el admirable
mosaico europeo, de que divinidades más antiguas y más arraigadas en la
tierra pueden todavía enseñarnos una manera digna y original de habitar el
mundo.

Y sobre todo ayudarán a derrumbar la leyenda nefasta de que el costado


americano de nuestro ser estaba hecho de ignorancia y barbarie. Qué extraño
que nos hayan educado en la idea de que los bárbaros son los que fueron
exterminados y sometidos, y no los que exterminaron y sometieron.

Modificar un poco la leyenda de los paladines y de los salvajes puede ser útil,
advertir un poco más las virtudes de nuestros abuelos indios y un poco más los
defectos de nuestros abuelos blancos, puede ayudarnos a construir una manera
de vivir que responda mejor a nuestros méritos.
116

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19 Ene 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Zapata vive
Es extraño que un país tan orgulloso de sus símbolos como México haya
permitido que la obra icónica que muestra a Emiliano Zapata a caballo,
117

desnudo y con tacones de mujer, como representación del orgullo gay, ahora
solo pueda verse en un museo de Barcelona.

Extraño, porque esa obra, más allá de su valor artístico, está cargada de
símbolos poderosos. Asume que Emiliano Zapata es una de las encarnaciones
del alma mexicana. Pero también asume que es una de las encarnaciones de la
rebeldía de México, de su audacia y de su originalidad.

Si el representado fuera Vicente Fox o Salinas de Gortari, la obra sería


meramente cómica, pero hay algo en esta imagen de Zapata que alcanza la
dignidad de un símbolo. Nos dice que Zapata sigue siendo capaz de encarnar
rebeldías, de representar minorías excluidas, de ofender a los poderes que
excluyen y discriminan.

Yo vi hace un año por las calles de Xalapa una multitud de rostros de bronce
desfilando en la conmemoración del centenario del asesinato de Zapata: el
pueblo de México repitiendo por las calles: “Zapata vive, la lucha sigue”, y
sentí que ese hombre había dejado una huella muy profunda en el alma de su
país.

Pero no es la huella de un mero macho mexicano, de sombrero enorme,


cananas cruzadas, pistolas y espuelas, que esos abundan en la realidad y en el
cine, sino la huella de un joven rebelde apasionado por la justicia, capaz de
encender una llama de dignidad e insumisión en el pecho de miles de
campesinos, y de librar hasta la muerte su lucha por la tierra y la libertad.

Un verdadero símbolo histórico está sujeto a todas las interpretaciones. Es


posible encontrar en la iconoteca universal todas las metamorfosis de Cristo a
lo largo de estos 2.000 años: desde un pescador galileo, un predicador griego,
un monarca romano, un asceta medieval, un ícono bizantino, un mendigo
italiano, hasta un Apolo del renacimiento, un cristo quiteño, un indio aimara,
un niño prerrafaelita. Verlo cambiando el agua en vino en un palacio
renacentista, verlo en la literatura convertido en el amante de María
118

Magdalena, verlo en el cine transformado en una estrella de rock, verlo ahora


convertido en un muchacho gay en una serie brasileña.

¿Pero no dijo Cristo que donde hubiera alguien sufriendo allí estaría él, que
quien acogiera a un desvalido, a un perseguido, a él lo estaba acogiendo? ¿No
sintió Lope de Vega que ese peregrino que llamaba a su puerta y a quien él en
su dureza de corazón se negaba a abrirle era el propio Jesús buscando en vano
la amistad de un hombre de duras entrañas?

Los que protestan en México porque se está ofendiendo la memoria de


Emiliano Zapata en esta versión rosa deben recordar que a Zapata no se lo
recuerda por ser un símbolo del machismo mexicano, sino por ser un símbolo
de la rebeldía, de la dignidad, de la justicia y de la libertad de los excluidos, de
los maltratados y de los perseguidos; que una comunidad reconocida por la ley
y cada vez más respetada en todo el mundo lo asuma también como su
símbolo es una prueba de la amplitud del significado de su lucha.

Nadie creerá en serio que porque se lo represente con estos atributos irónicos
Zapata esté perdiendo algo de su importancia; al contrario, la obra es prueba
de su actualidad, de su capacidad de enfrentar esquemas y de permanecer en la
historia, y esta interpretación debería verse con más buen humor, con la
serenidad con que se mira una obra de arte.

Más raro sería que alguien piense que porque se lo represente así Zapata deje
de ser lo que fue. Y el hecho apunta a uno de los temas más apasionantes de la
cultura: la confusión entre la ficción y la realidad. “Ese libro está lleno de
crímenes”, nos dicen, cuando en realidad solo está lleno de palabras.

Todo arte es ficción, y cuando alguien pretende ofrecer como arte la cruda
realidad, como el hombre que se mutila un dedo en una bienal de arte,
sentimos que nos está engañando, que ese tremendismo no tiene la dignidad
del arte verdadero.
119

Cuando yo veo en una representación teatral a ese general moro, Otelo, a


punto de estrangular a su esposa Desdémona, sigo tranquilo en mi silla
presenciando el asesinato, porque sé que es un simulacro, una obra de arte. Si
yo creyera que esos hechos están ocurriendo realmente trataría de impedir ese
crimen y llamaría enseguida a la policía.

Por eso son estúpidos los que queman los libros, aun los peores. Y son
bárbaros los que persiguen el arte, los que destruyen las reliquias culturales de
otros pueblos, los que creen que una caricatura puede ser una ofensa, los que
no perciben la diferencia que hay entre degollar a una persona y utilizar la
palabra cuchillo para cortar la palabra cuello.

Pero es tan poderoso el arte que casi es uno de sus triunfos el que la gente se
confunda, y crea que lo que está leyendo, o mirando, o viendo está ocurriendo
realmente. Que Cristo está naciendo en una ciudad flamenca, que ese irlandés
en realidad está matando a Al Pacino, que el verdadero mesías es Judas
Iscariote, que Marlene Dietrich es Catalina de Rusia. San Agustín lo dijo de
una manera inmejorable: “Lo mejor que tiene la palabra perro es que no
muerde”.

Cristo sobrevive a todas las versiones que han hecho de él sus partidarios y
sus adversarios. Bolívar sobrevive a las hagiografías de sus adoradores y a las
parcialidades de Ducoudray Holstein.

Emiliano Zapata no dejará de ser quien es porque le pongan riendas de arco


iris. Pero su leyenda se verá fortalecida por el hecho de que su imagen pueda
ser invocada para defender nuevas causas, igualmente urgentes, igualmente
justas.
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120

12 Ene 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Hay viento y hay cenizas en el viento


Chile. Las personas sienten de pronto un humo en la atmósfera. Los medios y las redes
sociales les cuentan que no es un fuego cercano, como los que a veces arrasan los
bosques entre Valparaíso y Santiago, sino que ese humo está llegando de Australia. No
es un incendio pequeño sino una conflagración inmensa, capaz de llevar su humareda
hasta el otro extremo del mundo.

Nuestra madre tierra está en llamas, una joven venida del hielo nos lo dice hace meses,
y hasta los accidentes de la historia parecen recordarlo. Hay símbolos que trabajan en
nuestro inconsciente. Los dos temas más consultados en 2019 en la red planetaria fueron
el incendio de la catedral de Notre Dame y la campaña de la joven activista sueca Greta
Thunberg, nombrada por la revista Time personaje del año, ante la frívola indignación
del inefable Donald Trump.
Trump, en su club de golf en Mar-a-Lago, Florida, no estaba pensando en el fuego de
Australia sino en el de los drones con los que su estado mayor había decidido asesinar a
Qasem Soleimani, el militar más poderoso de Irán, sembrando en el comienzo del año
otra semilla de apocalipsis.

Y en el mismo momento en que los militares norteamericanos diseñaban su operación


de exterminio con drones, 2.000 drones luminosos en la bahía de Shangai saludaban al
año nuevo dibujando en el cielo un hombre, un dragón, una esfera, y los auspiciosos
caracteres chinos Zhui Meng “persiguiendo sueños”.

Drones para matar, drones para soñar, todo lo que inventemos, dicen unas luces en el
cielo del nuevo año, puede ser usado para la gracia o para el horror.
121

La locura humana contrasta con el orden natural, con la fidelidad de la naturaleza a sus
leyes: el esfuerzo de los pájaros y de las abejas por seguir cumpliendo sus ciclos
antiquísimos, la responsabilidad con que los árboles cumplen mejor que cualquier otra
criatura su labor indispensable para el mantenimiento de la vida en el mundo. La
naturaleza sigue siendo, como dijo el poeta Jorge Guillén, “la enorme paz que da a la
guerra asilo”.

Todavía hay selvas, nos decimos, todavía hay ríos, nieve sobre los montes, peces en el
agua, pichones en los nidos, cachorros que juguetean en los prados, y cada flor tiene sus
colores de costumbre, y al pie de cada cosa está su sombra. Pero basta que apartemos un
poco la vista de la naturaleza y de sus costumbres, para recordar que en este planeta
vivimos peligrosamente.

Porque todos sabemos a qué se debe ese fuego, que también enciende en verano los
bosques portugueses, los italianos, los californianos, y que es cada vez más destructivo
y aterrador. A ese fuego hoy se le puede poner rostro, el rostro de los que niegan que el
ser humano esté alterando irreparablemente el clima del planeta.

Se le puede poner el rostro de ese magnate hotelero erigido por el voto ciudadano en
gobernante de una de las naciones que más están alterando el clima planetario, alguien
que viendo todas las evidencias es capaz sin embargo de negar el cambio climático. Se
diría que en este mundo hay poderes capaces de pagar para que un gobernante se atreva
a negar la más grave evidencia de la historia.

Como enviando una señal secreta, Irán ha respondido al atentado que dio muerte a
Soleimani con un ataque sin víctimas fatales a la base militar de la que fueron enviados
los drones. Pero de todos modos un viento de guerra recorre el mundo con la misma
rapidez con que el humo de Australia avanza sobre el Pacífico.

Esta época fascinada con los espectáculos, ávida de diversión, que trata de aturdirse
para no ver todo lo que pasa, se parece demasiado a la belle époque, que creía estar en el
corazón de la civilización e ignoraba que estaba gestando en su seno una conflagración
monstruosa; y se parece a aquellos locos años 30, cuando se creía ya superado el
122

conflicto y las gentes se embriagaban en París y en Berlín, tratando de ignorar que las
derechas se estaban armando, que las izquierdas se estaban alzando en rebelión, que las
fábricas empezaban a producir solamente pertrechos de guerra, que pronto una locura
siniestra lo devoraría todo.
En vez de buscar un bienestar que todavía es posible para millones, en vez de combatir
la monstruosa desigualdad que es la causa de conflictos y migraciones, a alguien se le
podría ocurrir otra vez que el mal consiste en que hay mucha gente, y que la solución es
dejar el mundo en manos de esos arsenales inmensos que todos los ejércitos acumulan
en silencio, de esos hábitos de destrucción en que los videojuegos están adiestrando a
los niños en todas partes, bajo la indiferente complicidad de sus padres.

Un malestar recorre el mundo. De él podría salir el arrasamiento del planeta por una
sociedad del derroche y de la ostentación, la agudización del cambio climático, con sus
inundaciones y sus pandemias, o un renacer de la conciencia, que le imponga nuevos
paradigmas espirituales y éticos a una humanidad desconcertada.

Hablamos mucho de los gobernantes, y tenemos demasiado puestas en ellos la atención


y a menudo la esperanza. Pero lo único que sabemos es que si hay cambios vendrán de
las ciudadanías y no de los grandes poderes del mundo. Estos no saben frenar, estos no
saben cambiar sus horizontes de rentabilidad, estos no saben pensar en un futuro más
allá del siguiente balance. Algo con más perspectiva, una luz más lejana, una estrella
más luminosa, tiene que ayudarle a la humanidad a inventar un modo más generoso,
más agradecido, más austero, más digno, de vivir en el mundo.

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8 Dic 2019

5 Ene 2020 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El crimen y la historia
Una nota sobre “El irlandés”, de Martin Scorsese.
Ya de la guerra salió convertido en asesino. Un asesino obediente y
complaciente, empeñado en quedar bien con sus jefes. En su trabajo posterior
aprendió a robar, para satisfacer a sus cómplices. Tanta eficacia y tan
obediente lealtad lo hicieron ascender como sicario al servicio de hombres
poderosos. El tipo de servidor al que no hay que explicarle mucho qué debe
hacer. Le basta al jefe decir quién le incomoda, no especificar la tarea, y
agregar como en la guerra la fórmula eficaz: “pero date prisa”.

Si bien es irlandés, lo unen con los italianos sus recuerdos de la guerra y la


formalidad ante esas grandes instituciones respetables: la familia, la iglesia. El
sentido de la sociedad está demasiado lejos de estos seres perdidos en una
rutina de apetitos y acción. Para ellos la familia es un escondite, la iglesia un
sistema de licencias, un hábito de ceremonias que los dispensan de obrar bien,
la ley una carrera con obstáculos.
124

Lo cierto es que en algún momento el capo Russell Bufalino (Joe Pesci) le


dice a Frank Sheeran (De Niro), para demostrarle que Jimmy Hoffa,
encarnado soberbiamente por Al Pacino, puede morir, una frase llena de
revelaciones: “Los que han matado a un presidente, por qué no van a matar a
un sindicalista”. Y uno siente que no han matado a ese presidente porque
encarne la ley o el poder del Estado, sino porque se sienten traicionados en
algún acuerdo secreto.

Aunque aparentemente el tema de El Irlandés, la poderosa película dirigida


por Martín Scorsese y producida por Robert de Niro, son los crímenes de un
sicario a lo largo de toda su vida al servicio de las mafias italianas en
Norteamérica, tal vez la gran pregunta que nos formula es de qué modo
conviven y se apoyan mutuamente lo legal y lo ilegal, la ley y el crimen, un
largo hábito de asesinatos y traiciones con el deseo de los asesinos de
pertenecer a un orden, de sostener las familias, las costumbres y los rituales de
la civilización.
Lo que nos muestra esta saga, tan extenuante y tan conmovedora como
el Novecento de Bertolucci o como Érase una vez en América de Sergio
Leone, es de qué manera el crimen forma parte, si no del orden del mundo,
por lo menos del mosaico de la realidad; a través de qué Judas se entienden
dios y el diablo; cómo se comunican, se invaden y se influyen la política y la
delincuencia, los sindicatos y los jueces, las mafias y las instituciones, el
crimen y la historia.
Esas cosas que la leyenda oficial nunca nos cuenta a tiempo, el rumor las ha
contado desde el primer día. El oído humano es hábil en oír las piedras que
hacen sonar al río. Por eso todo el mundo ha oído que los abuelos Kennedy
traficaban con alcohol en tiempos de la prohibición, que el asesinato del
presidente y de su hermano el fiscal pudo deberse menos a los forcejeos
políticos de la Guerra Fría que a sórdidos ajustes de cuentas entre poderes
ocultos.
125

Estos maestros italianos saben iluminar desde la calle los estrados del poder,
desde los suburbios y los sótanos los dramas grandes de la historia. La Guerra
Fría, el desembarco en Bahía de Cochinos, la muerte de Kennedy, aparecen
aquí permeados y cruzados por las mafias, respondiendo a cosas que
fermentaban en los callejones y en los bajos fondos. Y el arte grande de estos
narradores nos permite seguir los trazos de la historia sin dejar de regodearnos
en la infinitud de los detalles: esos Bentley y esos Jaguar de los años 50, esos
viejos aparatos de radio, el catálogo de las armas y sus inconvenientes, la
adicción a los cigarrillos o a la sangre, los trajes, los peinados, los decorados,
las músicas, la siniestra coreografía de los crímenes, el arte laborioso de la
fotografía y la maestría de la composición bajo una luz sabiamente diseñada.

Uno siente que nada de lo que esos hombres parecen perseguir justifica la vida
a la que se resignan. Que no es la riqueza, que a menudo obtienen y pierden
por el camino, ni el desvelo por sus familias, a las que finalmente destruyen,
ni el poder, que sólo obtienen por instantes, lo que los lleva a robar, a matar, a
ensangrentar, a traicionar, a ser huéspedes de las cárceles, a vivir en la
indignidad, en la irrisión y en el vacío moral. Algo oscuro, triste, acaso
inexpresable, los arrebata y los somete a una rutina infernal, de poderes que
no pueden exhibir, riquezas que apenas pueden disfrutar, victorias que dejan
un sabor amargo.

¿Y cómo sienten todo esto los que viven fatalmente a su sombra? Scorsese
nos deja ver los matices de la sospecha, de la desconfianza, de la evidencia,
que van desencantando a las familias. El modo como la actitud de una hija
atormentada, su sorpresa, su desencanto, su miedo, su decepción, su
alejamiento, su rechazo definitivo, van puntuando los descensos de un hombre
en el camino de su envilecimiento.

Tres horas y media bastan para mostrar no solo cómo se desgarra un mundo
sino para ver cómo se despeña un alma, casi sin darse cuenta, en los abismos
de la insensibilidad y de la infamia. Cuando este hombre se vuelve a mirar lo
126

que hizo de su vida, no le queda siquiera un argumento para arrepentirse, un


rescoldo de aprecio por sí mismo para deplorar el pozo al que se ha
abandonado. El director apenas consigue dejarle la puerta entreabierta, una
estría de mundo, que lo salve en los últimos instantes de estar a solas, sin
remedio, consigo mismo.
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14 Comentarios

29 Dic 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El asombro
En los 120 años de Borges.
Chesterton sentía que los cuentos de terror son indispensables: nos recuerdan
que el terror existe, que existen el mal, la crueldad, los accidentes atroces, el
sufrimiento y el crimen, pero le enseñan a la mente a protegerse del horror y a
superarlo.

Otra de las virtudes de la literatura es su capacidad de contagio: sentimos que


Valéry nos contagia su inteligencia; Cervantes, su bondad; Dickens, su
alegría; Whitman, su entusiasmo; que Voltaire nos ayuda a entender y a
indignarnos, que García Márquez nos revela la magia del lenguaje y que
Borges pone en cada momento de nuestras vidas un destello de asombro.

No solo lo hace cuando escribe: Borges vivió estremecido de perplejidad.


Había leído en Schopenhauer y en Berkeley que “el mundo es una actividad
de la mente”, que nosotros soñamos el mundo, que no habría mundo si no
estuviéramos allí para atestiguarlo. Para él no era una idea abstracta sino una
127

posibilidad real, y cuando vio por primera vez la isla de Manhattan se volvió
hacia su acompañante y le dijo travieso: “¡Qué bien me quedó!”.

Ante el cielo estrellado, no podía dejar de recordar lo que dijo Léon Bloy: “Si
yo veo la Vía Láctea es porque ella realmente existe… en el alma”. Cavilando
sobre el nacimiento de Cristo, pensaba que Dios, al hacerse humano, era como
el emir Harún al-Rashid, de Las mil y una noches, que se disfrazaba de
mercader para andar entre los hombres como otro cualquiera.
El amanecer le recordaba las leyendas que dicen que Dios no creó el mundo
para siempre, sino que vuelve a crearlo cada día, y que hay una hora, muy
temprano, “en que Dios no ha creado los colores”. Y le inquietaba que, según
Bertrand Russell, si solo el presente existe y el pasado no es más que
memoria, “el universo acaba de ser creado, provisto de una humanidad que
recuerda un pasado ilusorio”.

Sabía sentir en los hechos fugaces la resonancia de las cosas eternas. Iba una
vez en un tranvía por Buenos Aires y delante de él, una pareja con un chico de
siete años. El niño preguntaba: “¿Cuánto falta para Palermo?”. Los padres,
absortos en la conversación, no lo escuchaban. “¿Cuánto falta para Palermo?”,
repetía el niño, y viendo que no le oían empezó a tejer variaciones. “¿Cuánto
parta para Falermo? ¿Cuánto salta para Pandermo? ¿Cuánto masta para
Tridermo?”. “Los padres no se daban cuenta”, dijo, “pero ese niño estaba
inventando la poesía”. Lo había dicho en su Arte poética: “Ver en el día y en
el año un símbolo / de los días del hombre y de sus años”.
Cuando Hitler fue derrotado, advirtió con extrañeza que los que parecían más
felices con esa derrota eran los partidarios de Hitler. Comprendió que a
menudo los fanáticos de una causa horrible son los que están más
aterrorizados. Probablemente los que conciben a Dios como un verdugo sólo
lo aman por miedo, porque no se atreven a rechazarlo.

Y alguien debería enseñarles que el único Dios que merece ser amado es el
que es capaz de perdón y de misericordia.
128

Si Borges creaba en su literatura mundos asombrosos es porque los fabricaba


con ese asombro suyo de cada día. El que le producía el fuego, al que siempre
miramos sin poderlo entender; el tiempo, que no sabemos si fluye desde el
pasado hacia el futuro o en sentido contrario; las espadas, que siendo crueles
pueden ser hermosas; los espejos, fieles y hospitalarios, que en un mundo tan
abarrotado de seres y de cosas los multiplican sin fin; el lenguaje, que siendo
un espejo del mundo puede también deformar el mundo, que siendo un cofre
que guarda la memoria es también una ventana para ver el futuro, que siendo
una traducción de la realidad es también un instrumento de la fantasía, que
siendo capaz de herirnos también puede curarnos.

¿Puede ser el mundo un laberinto sin centro? ¿Puede haber un instante que
contenga a todos los instantes? ¿Puede haber un sitio que contenga todos los
sitios? ¿Puede haber un ser humano que sea mágicamente todos los seres?
¿Puede un rostro ser en realidad una máscara? ¿Ese hombre que sueña a otro
no estará siendo soñado a su vez?

Como los cabalistas enseñan, si la Biblia fue dictada por Dios, todo en ella
tiene un sentido secreto. Una inteligencia infinita tiene que haber llenado de
claves y de simetrías misteriosas, de indicios y de profecías, todo lo que dicta.
Pero ello conduce a una reflexión más inquietante: si el mundo fue hecho por
Dios, todo estará lleno de un significado más profundo: cada hormiga, cada
estrella, cada hoja de hierba, cada rostro, cada acontecimiento, estarán
cargados de sentidos múltiples y de anuncios proféticos.

Por eso dijo en La Biblioteca de Babel: “El universo, que otros llaman la
Biblioteca”. Por eso pudo haber dicho, pensando en el azar: “El universo, que
otros llaman la Lotería”. ¿No había escrito Almafuerte que esas cosas de las
que tanto nos envanecemos los humanos, la riqueza, la belleza, el talento, la
felicidad, la virtud, la honradez, a lo mejor no son méritos y solo significan
que “nos tocó la suerte, como a cualquier tahúr afortunado”, que otra cosa
seríamos de haber nacido en el lado oscuro del jardín?
129

Borges siente que en este mundo los sueños existen más que la realidad, que
don Quijote existe más que Cervantes, que Hamlet existe más que
Shakespeare. Como Pascal, mira un grano de arena y piensa que a lo mejor
contiene un universo, mira el universo y se pregunta si no será apenas un
grano de arena de otra realidad inabarcable.

Así va por el mundo viendo a Dios en cada cosa, viendo cómo el misterio abre
sus flores, ansiando vivir, temiendo morir, intentando agradecer y
preguntándose si este mundo no es demasiado. El bien y el mal abundan, pero
tal vez el bien no resplandecería tanto si el mal no le diera su valor y su
sentido. Quizá por eso añade: “No me atrevo / a juzgar a la lepra ni a
Calígula”. Pero después concluye: “Desconocemos los designios del universo,
pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos
designios, que no nos serán revelados”.
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22 Dic 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El rostro de esta época


Ya lo hicieron con Tolstoi y con Proust, ya lo hicieron con Kafka y con Joyce,
ya lo hicieron con Chesterton y con Yourcenar, ya lo hicieron con Nabokov y
con Borges; ahora la Academia Sueca corre el riesgo de perpetuar esa
tradición y de dejar ir a George Steiner sin el Premio Nobel de Literatura.

Steiner lo merece como pocos. Su labor de lingüista y de crítico literario, su


interés enciclopédico por todos los temas, su talento verbal, su elocuencia, su
trabajo de pontífice, es decir, de hacedor de puentes entre las disciplinas del
espíritu, su reflexión sobre el arte de la traducción, su revaloración de tantas
grandes obras de la cultura universal, lo justifican.

Nadie ha hecho el recorrido completo, la valoración minuciosa y la


enumeración razonada de todos los temas que configuran la idea del
magisterio, el sentido de la educación y los ejemplos más destacados en la
filosofía, en las artes, en la historia y aún en el mito de las figuras del maestro
y del discípulo en las tradiciones de Oriente y de Occidente, como lo hace
George Steiner en Lecciones de los maestros.
Nadie ha hecho una revisión tan detallada y perturbadora de los grandes hitos
de la cultura occidental, sus prodigios y sus peligros, en las últimas décadas,
131

como George Steiner en ese libro deslumbrante que se llama En el castillo de


Barbazul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura.
Steiner le hace a uno visitar más mundos que Verne y que Bradbury. Su
rastreo de la obra de un hombre como Needham (quien se proponía hacer una
breve reseña de los principales aportes de la China a los conocimientos
universales y terminó publicando a lo largo de las décadas esa enciclopedia de
30 tomos que se llama Ciencia y civilización en China) es el equivalente más
refinado de la excavación de un continente perdido.
Su reconstrucción de la vida y de las obsesiones de Cecco Angiolieri, enfermo
de envidia, al que Marcel Schwob llamaba “el poeta rencoroso”, que quería
ser fuego para arrasar el mundo y que murió en la pira, parece un retrato
pintado a la vez por Rafaello, por Shakespeare y por Sigmund Freud.

Su libro sobre Heidegger, el gran filósofo de la época, el gran creador de


lenguaje y quizás el personaje más misterioso del siglo XX, se asemeja a un
retablo sublime en forma de tríptico en el que caben el Paraíso, el Mundo y el
Infierno.

Steiner es abigarrado como Neruda y laberíntico como Faulkner, es riguroso


como Bertrand Russell y apasionante como Winston Churchill, y menciono a
propósito estos dos nombres porque también de Steiner, como de esos
británicos, podría decirse que no es un literato. Russell era filósofo y
matemático, Churchill era político, pero ambos merecieron y recibieron el
premio Nobel de Literatura por la excelencia de su estilo, por su capacidad de
usar la lengua con vigor y con fuerza expresiva.

Steiner es una de las pocas luces que le van quedando al mundo de la edad de
los grandes intelectuales. Yo me atrevería a afirmar que sin él es muy difícil
entender esta época, ver sus raíces y sus posibles derivaciones.

Steiner está plantado en la historia, nutrido de filosofías, es sensible a las


grandes revoluciones estéticas, maneja en sus reflexiones los sutiles
instrumentos de la filología, del arte universal y de la literatura, y sabe, como
132

pocos escritores, de ciencia y de política. Pero sobre todo sabe mirar el


mundo, captar las metamorfosis de las décadas, ver en los decorados de la
cotidianidad el peso de los previos acontecimientos históricos y el germen de
las edades que vienen.

Es sano el debate sobre si el premio Nobel de literatura debe concederse solo a


poetas, cuentistas y novelistas. Me parece advertir que en los últimos tiempos
la academia ha decidido reconocer el valor literario de otros géneros, como el
periodismo en el caso de Svetlana Aleksievich, como el teatro en el caso de
Darío Fo, como la canción popular en el caso de Bob Dylan, y creo que eso es
un acierto.

Vivimos una época turbulenta, donde los géneros se hacen porosos y los
lenguajes saltan de los libros a las paredes, de las bibliotecas a las pantallas y
a los horizontes sonoros de la Babel planetaria, pero mucho antes también las
epopeyas eran canciones, las canciones noticias, y los hechos cotidianos el
germen de grandes representaciones colectivas.

Si algo se siente hoy en el mundo es que la realidad no va a ser más el


tinglado que nos inventaron tras las agonías de la Segunda Guerra Mundial. El
desarrollo ha muerto, la democracia envenenada por el dinero hace agua, la
destrucción de la naturaleza es un suicidio. Ahora la ciencia se hace fantástica,
la tecnología roza la pesadilla, la política se codea con el crimen, la religión se
hace filosófica, el pensamiento empieza a respetar a la intuición y a la
fantasía.

Es justo entonces que un pensador tan sensible, un filósofo tan histórico, un


traductor tan insomne y un ser humano tan elocuente y tan múltiple como
George Steiner, que ya ha cumplido los 90 años, no se vaya sin el
reconocimiento agradecido de su tiempo.

Pero yo sé bien que el Premio Nobel no sería sino una pequeña parte de ese
reconocimiento. La mayor, y la más necesaria, es que los lectores del mundo
133

se asomen a esos libros apasionados y complejos, y también lúcidos y


encantadores, en los que George Steiner nos deja ver, como en la superficie de
un pozo lleno de estrellas, el rostro de esta época.
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15 Dic 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Dar ejemplo
Hay una obra de Oscar Wilde donde se dice que el principal deber de los
pobres debería ser el de dar ejemplo.

No sé si haya hoy en el mundo comunidades ejemplares, pero en cuanto a los


Estados, los más poderosos y los más ricos son los que menos dan muestras de
generosidad, de solidaridad y ni siquiera de inteligencia.

Es más: el fracaso de las cumbres del clima parece decirnos que no hay nada
que esperar de ellos. Pero la humanidad no necesita que actúen con grandeza
por ser los más ricos y los más poderosos, sino porque son los principales
responsables de los males que amenazan al mundo.

Estados Unidos, China, Rusia e India son los mayores agentes de emisiones de
gases de efecto invernadero, y son precisamente ellos los que esta semana no
se han sumado al grupo de 84 Estados que se comprometen a reducir de forma
drástica las emisiones en la próxima década.
134

Sólo el quinto bloque en emisiones, la Unión Europea, parece estar asumiendo


ese compromiso. El inverosímil Donald Trump no se limita a incumplir sus
deberes: ha iniciado los trámites para que el país más contaminante del mundo
abandone el Acuerdo de París. Lo que no solo produce indignación sino
escalofrío.

Nuestros países no tienen un aporte significativo en el calentamiento global,


pero están siendo los primeros en padecer sus consecuencias. Es una situación
singular: no somos los principales responsables, pero estamos asistiendo más
nítidamente a la evidencia de los desastres del clima, y por eso tenemos el
deber de reaccionar primero.

Uno de los grandes componentes de las manifestaciones populares en el


planeta ahora, y de un modo destacado en la América Latina, es la
preocupación por el clima. Hay otras demandas que parecen más urgentes,
pero la emergencia ambiental es la que más pesa sobre la conciencia de los
jóvenes, porque esta es la primera generación de la historia humana en sentir
que le están arrebatando el futuro.

En el mundo ha habido guerras pavorosas, epidemias devastadoras, tiranías


infames, terremotos, tsunamis, erupciones, pero nunca la evidencia al mismo
tiempo de los científicos y de la simple experiencia de que marchamos hacia
un colapso inaudito.

Los pueblos lo advierten y los sabios lo explican, pero los poderosos y los
Estados no saben ni quieren tomar decisiones. Los poderes actuales dependen
demasiado de la inercia del modelo que está destruyendo el equilibrio
planetario, y la política prefiere optar por la búsqueda del crecimiento como
único criterio de gobierno de las sociedades aunque a mediano plazo
signifique la muerte de toda esperanza.

Por eso son los pobres los que tienen que dar ejemplo, por eso son los pueblos
los que tienen que tomar la iniciativa y crear alternativas, por eso solo puede
135

salvarnos lo que aún no existe, y por eso nunca fue tan importante el forcejeo
entre los poderes estancados de gobiernos y Estados y la apasionada presión
de las multitudes y de las calles.

Y por eso la democracia callejera no puede limitarse a protestar y exigir,


aunque eso es tan necesario, sino que tiene que ser inventiva y creadora. Lo
que está en cuestión no es solo una manera de gobernar sino una manera de
vivir. La política tendrá que dejar de ser asunto de expertos y de
administradores, la humanidad tendrá que aprender a dictar la política y a
ejercerla.

Creo que los ministerios más importantes del futuro inmediato, que no existen
aún en ninguna parte, son los ministerios del clima. Tendrán la tarea de
sembrar en el mundo las selvas que necesitamos con urgencia: no apenas de
detener la deforestación, sino de cubrir de bosques y de selvas el mundo.

Y ese oficio de sembradores será el que redima de su condición marginal a los


jóvenes de nuestras sociedades, necesitados de ingresos y hoy abandonados en
las fronteras del peligro. Pero sembrar bosques exige también expediciones
por los territorios, grandes excursiones del conocimiento, de la biología y la
botánica, de la geografía y la geología, restauración de cuencas y limpieza de
ríos, recuperación de especies y reordenamiento de territorios.

Y todo ello exige a la vez siembra de valores, hondos rescates de la memoria,


hazañas de la ciencia, revoluciones de la pedagogía y altas aventuras estéticas.
En realidad un nuevo pacto de las generaciones jóvenes con la naturaleza, esa
naturaleza que hoy hemos reducido a la condición de bodega de la industria y
basurero de los enjambres urbanos. Y nada ayudará tanto a reinventar la
seguridad y la convivencia como esta recuperación de la juventud para un
proyecto de civilización.

Claro que los vehículos eléctricos y el cambio de matriz energética son tareas
urgentes de la humanidad y de sus gobiernos. Claro que las tareas son
136

incontables. Que un cambio en los hábitos de consumo y abandonar la letanía


industrial que sólo ofrece subordinación a las máquinas y sustitutos a la
actividad humana es algo indispensable.

Pero tal vez nuestra primera tarea, hasta que obliguemos a los grandes poderes
a entender la magnitud de lo que ocurre, y reaccionar, es tomar la iniciativa,
aquí y ahora, y dar ejemplo.
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10 Comentarios

8 Dic 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Hablando con el fuego


Lo primero que tendría que saber un gobernante es que Colombia es un país
que requiere primeros auxilios. No se lo puede gobernar sin un plan de
emergencia.

Hace 37 años, cuando asumió Belisario Betancur, ya los males acumulados


estaban a punto de estallar, y estallaron. A las fragilidades de la naturaleza se
añadían los conflictos agrarios; a las guerrillas urbanas, el crecimiento de las
mafias; a los males de la pobreza, las primeras catástrofes del clima. El
terremoto de Popayán, el crecimiento de las Farc, el auge del M-19 y su toma
del Palacio de Justicia, el terror de los narcotraficantes, la miseria urbana, la
delincuencia, la avalancha de Armero con sus 25.000 muertos llenaban los
titulares de la época. Belisario apoyaba la cultura y escuchaba a la gente, pero
los males eran muchos ya.

Con el gobierno siguiente, el de Virgilio Barco, cada uno de esos males se


agrandó y tuvo efectos colaterales. Las guerrillas crecieron y el Estado, en vez
de dar protección a los sectores amenazados, permitió la aparición de fuerzas
137

paramilitares. García Márquez publicó entonces un reportaje alarmante sobre


el crecer de verdaderos ejércitos ilegales financiados por dueños de la tierra,
empresarios y traficantes. Algunos defendían a los sectores desprotegidos,
otros eran los tentáculos del tráfico ilegal abriendo rutas. En esos años fue
exterminado todo un partido político de oposición y fueron asesinados cuatro
candidatos a la Presidencia. La guerra del narcotráfico arreciaba, y ni el
presidente ni el país eran capaces de reaccionar.

El siguiente gobierno, el de César Gaviria, pareció enfrentar algunos males


pero asombrosamente los agravó. Favoreciendo la desmovilización de unas
guerrillas, agudizó el conflicto con las más grandes y antiguas; enfrentó a los
narcotraficantes, pero impuso una apertura económica indiscriminada y sin
planificación que debilitó la industria, abandonó la pequeña agricultura, puso
al país a depender de las importaciones, y alentó el espejismo de que era
posible proclamar una Constitución llena de garantías sociales sin modificar
las eternas desigualdades, y acabando la economía fundada en el trabajo.

Al grito de “bienvenidos al futuro” se sacrificaron las pocas conquistas de la


tradición. El Instituto de Mercadeo Agropecuario, el Banco Central
Hipotecario, el Instituto de Fomento Industrial, el Instituto Nacional de los
Recursos Naturales, El Instituto Nacional de Construcciones Escolares, el
Instituto de Fomento de Acueductos y Alcantarillados, que algo le habían
ayudado al ciudadano, desaparecieron. De acuerdo con el catecismo
neoliberal, los esfuerzos de un Estado protector de la familia y del trabajo
fueron desmontados, para dejar al mundo a merced de las leyes del mercado,
decisión que no fue benéfica ni siquiera en los países de gran dinamismo
productivo, pero que en Colombia era suicida. Una vez más en nuestra
historia, una suerte de “constitución para ángeles” enmascaraba una realidad
sin oportunidades para la gente y sin autonomía nacional.

El gobierno siguiente, el de Ernesto Samper, quiso en vano moderar los peores


efectos de la apertura, y estableció el Sisbén, el único beneficio en décadas
138

para la salud de los pobres, pero al mismo tiempo vio crecer el poder de las
mafias, el subempleo y el rebusque, la insurgencia y el paramilitarismo. El
presidente, acusado de haber financiado su campaña con dineros del
narcotráfico, pasó cuatro años contra las cuerdas, sin visa gringa y sin poder
echar a andar su agenda, mientras por todas partes crecía la violencia.

Las Naciones Unidas le ofrecieron a Andrés Pastrana en 1998 la posibilidad


de pacificar el país proponiendo a la ayuda internacional un Plan Marshall de
reconstrucción del campo, con la guerrilla de las Farc, que ya tenía 30.000
hombres, dispuesta a colaborar en ese giro histórico, pero el presidente viajó a
Washington con el borrador del Plan Marshall redactado en español por los
colombianos y volvió al país con un Plan Colombia redactado en inglés por
los Estados Unidos.

Una negociación entre dos bandos cada vez más recelosos vio arreciar la
criminalidad de la guerrilla y de los paramilitares. El mapa del territorio se
volvió a puntuar de masacres como en los años 50, proliferaban el secuestro y
los retenes extorsivos, bandas de asesinos vendían seguridad en pueblos y
ciudades bajo la amenaza de una guerrilla que hacía intransitables las
carreteras e inaccesibles los campos, las cárceles eran escenarios de horror, y
una sociedad acobardada se acostumbraba a vivir bajo el crimen.

En 2002 el país desesperado que había votado por la paz de Pastrana votó por
la guerra de Uribe. Y Uribe libró su guerra, acorraló a la insurgencia, y se
fortaleció sobre el oleaje de su proyecto de seguridad y del odio a la guerrilla.
Pero ni la posterior paz de Uribe con los paramilitares ni la siguiente paz de
Santos con las Farc trajeron la paz a Colombia, porque muchos males de igual
urgencia seguían esperando solución. Los cientos de miles de jóvenes sin
educación y sin oportunidades, que tienen que venderse al crimen, y que son
el principal instrumento de la violencia, no fueron tenidos en cuenta.

Hoy Uribe se arrulla en la leyenda de que acabó con el paramilitarismo y


debilitó a la guerrilla, y Santos se arrulla en la leyenda de que acabó con las
139

Farc y trajo la paz, pero todos los otros males de Colombia siguen hirviendo
en el caldero y no dan más espera. Un país sin alternativas para los
campesinos abandonó al pequeño productor en manos de las mafias. La falta
de una economía formal y de empleo para las mayorías dejó al país en manos
de la droga. Una economía mafiosa contagió del estilo de los carteles a la
política, a la justicia, a la salud, al comercio, al manejo de los recursos y al
manejo del territorio.

Nadie puede llegar con la idea de gobernar al país como si fuera Suiza,
fingiendo que hay orden empresarial, que hay comunidad formalizada, que
hay salud, que hay educación, que por eso hay que prescindir de la política y
dedicarse a la administración. Y esa es la ingenuidad nada inocente de Iván
Duque: fingir que Colombia es un país sin conflictos, que para gobernarlo
basta obedecer a los organismos internacionales, complacer a los poderes
locales y tratar a las fuerzas populares como masas indisciplinadas.

Aquí se requiere, además de un generoso proyecto nacional de largo plazo, un


múltiple y complejo plan de emergencia. Y el que no lo proponga con
conocimiento, con firmeza, con claridad, pasará sus cuatro años
improvisando, tratando de dialogar con el fuego incontrolable que arde en las
calles.
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1 Dic 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Estamos cansados
Estamos cansados de esa política de directorios, en la que solo los poderosos y
los expertos pueden opinar, y cuando el pueblo opina, es un perturbador y es
un intruso. Qué bueno para el poder este modelo en el que somos ciudadanos
solo una vez cada cuatro años. Esa voz que nos dice: “Vota y elígenos y ya no
opines más”.
141

Estamos cansados de que la autoridad y la ley y las formas sean más


importantes que la gente. Estamos cansados de un mundo que no ofrece salud,
sino apenas remedios y quirófanos, en el que la salud hay que esperarla y
suplicarla y sufrirla. Estamos cansados de que las decisiones que nos afectan a
todos solo consulten el interés de las corporaciones y la voluntad de los
políticos.

En Colombia, en 1948, no solo mataron a Gaitán sino al país campesino, al


país mestizo, al país indio. Nos ordenaron darle la espalda a la naturaleza y
decirle adiós a la agricultura, para imponer un modelo de desarrollo que ahora
está matando al mundo.

Estamos cansados de ya no saber lo que comemos, en una época absurda,


cuando los alimentos no son salud sino fuentes de enfermedad.

Estamos cansados de que sea la gente la que les pide audiencia a los políticos
y no los políticos a la gente. Estamos cansados de que las decisiones sobre
cada páramo, cada río, cada bosque, cada cañada, cada rincón del territorio,
las tomen los que no los conocen, ni los aman, ni los han visto nunca.

Estamos cansados de vivir como extranjeros en nuestra patria y como extraños


en nuestro mundo, pidiéndoles siempre permiso a unos dueños.

Estamos cansados de tener una juventud sin ingresos, una ciudadanía sin
oportunidades, una naturaleza que no conocemos, una fábrica de agua que
destruimos, ríos envenenados, bosques talados, selvas que fueron siempre el
pulmón del planeta y ahora viven bajo amenazas crecientes.

Estamos cansados de una educación que no nos ayuda a ser humanos, que no
nos enseña a ser responsables, que nos enfrenta los unos a los otros, que nos
hace avergonzarnos de nuestros abuelos, que no nos enseña a cuidar el mundo,
que no nos da lecciones de orgullo, ni de dignidad, ni de grandeza.
142

Estamos cansados de esperar: de esperar el gobierno generoso que nunca


llega, la economía incluyente que está cada vez más lejos, la prosperidad que
prometen, la paz que diseñan sin nosotros, la vida bella que merecemos y que
siempre hay que dejar para después.

Estamos cansados de un desarrollo que envenena al mundo, de un progreso


que no nos hace mejores, de una comunicación que nos hace egoístas y
sordos, de una riqueza que produce muerte, de una política que produce odio,
de un estilo de vida que solo produce desdicha e insatisfacción.

Estamos cansados de humo, estamos cansados de urgencias, cansados de un


consumo que solo genera basura y angustia. Estamos cansados de papeleos,
estamos cansados de trámites, cansados de la voracidad de los bancos y de su
tanto por ciento, cansados de que sólo los que engañan sean dignos de crédito.

Cansados de un modelo que les mezquina las monedas a los pobres para
poderles entregar los billones a las grandes maquinarias corruptas que
cumplen con todos los trámites.

Estamos cansados de que el mundo sea ancho y ajeno. Cansados de que ellos
se queden con el mundo y a nosotros nos dejen las fotografías.

Estamos cansados de amar con vergüenza, de engendrar con miedo, de


trabajar sin ganas, de luchar sin fuerzas, de morir sin gracia. Y estamos
cansados de ser los cómplices de nuestros verdugos, de elegir a los que nos
matan, de alimentar a los que nos roban, de admirar a los que nos desprecian.

Estamos cansados de que cueste tanto una educación que nada resuelve. De
que inventen estratos y castas para que cada uno de nosotros quiera ser más
que el otro, de que nos dividan para beneficio de ellos, que siempre están
unidos para devorarnos.
143

Cansados de que nos sigan diciendo que al crimen se lo combate con


criminales, que a la pobreza se la combate con jueces y cárceles; cansados de
que las soluciones sigan siendo las mismas que nunca solucionaron nada.

Queremos un país y queremos un mundo. El resultado de 200 años de falsa


democracia son los ríos envenenados, los páramos destruidos, las selvas
taladas, las ciudades rodeadas de miseria, el hambre en los vientres y el odio
en los corazones.

Estamos cansados de esperarlo todo y de no recibir nada. Estamos cansados,


pero ese cansancio no es una derrota. Porque la poesía expresa el alma de los
pueblos, y un poeta nuestro, Barba Jacob, escribió los versos más valientes de
toda la poesía universal: “Nada, nada por siempre, y merecía / Mi alma, por
los dioses engañada, / La verdad, y la ley, y la armonía. / Sé digna de este
horror y de esta nada, / Y activa, y valerosa, oh alma mía”.
VER TODOS LOS COLUMNISTAS

55 Comentarios

24 Nov 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El planeta inhóspito
Lo único que no se puede negar hoy en el mundo es la amenaza del
calentamiento global. Se diría que todo el que se atreva a negarla tiene que
tener una agenda oculta.

Basta leer El planeta inhóspito, de David Wallace-Wells, para entender que lo


que está pasando es mucho más grave de lo que han dicho las advertencias
más pesimistas. Todos los liderazgos políticos y culturales del planeta
deberían estar encabezando un movimiento de dimensiones históricas para
cambiar nuestro modelo de civilización frente al consumo de combustibles
144

fósiles, la alteración del equilibrio natural y la destrucción del vínculo entre el


ser humano y el resto de la naturaleza.
Es asombroso que haya quien lo niegue. Pero sorprende más que esa negación
inexplicable no aparezca a nivel de los sectores marginales y menos
ilustrados, sino entre quienes detentan los grandes poderes planetarios. Que el
presidente del país más culpable de las emisiones de gases niegue el cambio
climático, y se alce de hombros ante sus consecuencias, parece el
cumplimiento de un designio suicida de dimensiones casi mitológicas. Nunca
el poder político desnudó de un modo tan siniestro su carácter inhumano y su
indiferencia con la suerte del mundo.

Y sin embargo nada era más previsible. La política de Donald Trump sólo
puede entenderse como expresión de la locura de los contaminadores y de los
alteradores del clima, que ya no pueden esgrimir ningún argumento frente al
daño gigantesco que está obrando este modelo de civilización, esta manera de
vivir y de consumir. Solo les queda negarlo con cinismo y desafiando toda
evidencia. Incapaces de admitir que el inmenso negocio del consumo de
combustibles fósiles debe cesar, prefieren hundir el acelerador de un proceso
que pondrá a la vida entera a las puertas de la aniquilación.

Es verdad que ahora todo depende de los ciudadanos. Pero todavía los
poderosos están en condiciones de asesinar el sueño de la vida en el mundo.
Hemos construido una realidad tan absurda que si Donald Trump es reelegido,
los cuatro años siguientes llevarán a la alteración irreparable de las
condiciones mínimas para la vida como la conocemos, y pondrán a la especie
humana a las puertas de su propia extinción.

Claro que al cabo de cuatro años los Estados Unidos darían uno de sus
acostumbrados virajes. Los electores de Estados Unidos sólo obedecen al
efecto del péndulo. En estos tiempos de desorientación e incertidumbre ya es
costumbre que pasen de un extremo al otro en la elección de sus gobernantes.
145

Cuando George Bush ocupaba la presidencia, emprendía su cruzada


demencial contra los países árabes y encendía las guerras inextinguibles del
Medio Oriente, nadie habría imaginado que para reemplazarlo los Estados
Unidos iban a elegir a un hombre negro con nombre árabe. Y cuando Barack
Obama mandaba en la Casa Blanca, lo único que nadie habría predicho, ni
siquiera Homero Simpson, es que el electorado elegiría a Donald Trump.
Hace cuatro años esa posibilidad era apenas un mal chiste. Increíblemente, ese
hombre gobierna hoy a los Estados Unidos desde su impredecible cuenta de
Twitter.

Claro que después de dos gobiernos de Donald Trump, una Norteamérica


súbitamente consciente del horror desatado elegiría a Bernie Sanders o a
Alexandria Ocasio-Cortez, y se aferraría a una desesperada agenda verde para
intentar parar en seco la carrera desenfrenada del actual modelo energético.
Pero ya sería demasiado tarde.

Donald Trump no solo representa las patadas de ahogado de un modelo de


energía condenado a desaparecer. Representa algo más: la incapacidad de los
consumidores para advertir que este modelo de vida derrochador, vanidoso e
insensible es un peligro para el mundo.

Trump representa el esfuerzo de un sector de la humanidad por no ver lo que


pasa y no advertir sus causas verdaderas. Descargar la culpa del malestar
cósmico en los inmigrantes, en los pobres, en los trabajadores, en la periferia,
es más cómodo que asumir que una sociedad del consumo suntuario, de la
emisión de gases, de la transformación de todo en basura, está socavando los
fundamentos de la historia.

No solo somos animales de costumbres, sino casi invulnerables a las razones y


a las advertencias. Parece que sólo podemos creer en los hechos cumplidos, y
para aceptar que el mundo corre peligro de quebranto necesitamos tener al
frente la evidencia del fin del mundo. Como si sólo pudiéramos pensar en
frenar cuando ya hemos dado un paso en el vacío del abismo.
146

Todavía hoy es posible detener la catástrofe: sus graduales alteraciones del


clima y del equilibrio natural, sus inundaciones saladas sobre los litorales y
los valles fluviales, sus mutaciones de gérmenes y virus, el exterminio de los
insectos polinizadores y la extinción de las especies, las hambrunas crecientes
y las pandemias súbitas, el paulatino y doloroso enrarecimiento de las
condiciones de la vida en un planeta que siempre fue su nicho ideal. Un
planeta que diseñó nuestro organismo para unas temperaturas, unos aires y
unos alimentos que estamos dejando atrás sin consideración.

La política se ha ido convirtiendo en una instancia irresponsable, incapaz de


ser consciente de la situación del mundo y de enfrentar sus desafíos. Parece
hablar en un dialecto irreal, como si se hubiera quedado en otra época o en
otro mundo. La humanidad empieza a sentir que va a tener que mirar hacia
otra parte para buscar su camino.

Justo cuando la vida nos está exigiendo un nivel superior de conciencia y una
inmensa capacidad de decisión, la humanidad parece atrapada por los peores
discursos y seducida por los desplantes más irrisorios. Donald Trump está allí,
en el lugar más visible de la historia, tal vez para que nos preguntemos a
nosotros mismos si todavía pertenecemos al orden de la tragedia o si ya sólo
formamos parte de una farsa siniestra.

Porque es en momentos como estos cuando se conoce el metal del que está
hecho nuestro destino. El mayor poder del mundo parece estar en las manos
de un farsante lleno de sonido y de furia, y es así como la historia nos advierte
que ya sería hora de situar el poder en otra parte.
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6 Comentarios

 
147

17 Nov 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

¿Por qué no llega la paz?


Colombia se ha convertido en el país de los procesos de paz. Y después de
cada uno de ellos sigue en llamas.

Casi cada 15 años nuestra dirigencia nos convoca a un nuevo proceso con el
que se pretende cerrar las heridas de la sociedad. Y cada uno de esos procesos
consiste en la desmovilización de un ejército insurgente, una banda criminal,
un grupo al margen de la ley.

En 1953 se desmovilizaron los guerrilleros liberales de Guadalupe Salcedo y


de Dumar Aljure. En 1958 se hizo el armisticio entre los partidos liberal y
conservador que habían ensangrentado el país durante décadas. Ese armisticio,
llamado el Frente Nacional, duró 16 años, y terminó en 1974. Quince años
después, en 1989, se estaba desmovilizando el M-19. Quince años después se
dio la desmovilización de los paramilitares. Casi 15 años después, la
desmovilización de las Farc. Y ahora empezamos a preguntarnos cuándo será
el siguiente proceso de paz, y a cuáles de los muchos bandos guerreros que
atenazan al país desmovilizará.

Yo estoy de acuerdo con esas desmovilizaciones. También apoyé los procesos


de paz que fracasaron: el de Belisario Betancur con las Farc y con el M-19 en
1984, el de Andrés Pastrana con las Farc en 1998.

Pienso que es bueno que el Estado firme compromisos con los guerreros para
lograr su desmovilización, y pienso que el Estado debe cumplir rigurosamente
esos acuerdos, y que los desmovilizados, por supuesto, deben cumplir los
suyos.
148

Pero yo no llamaría a eso la paz. Usamos inadecuadamente una sílaba grande


como el mar para designar a esos diálogos.

Tantos procesos de paz cumplidos, y tantos pendientes, ya nos deberían haber


enseñado que la paz es otra cosa. Cuando en 2016 el Gobierno convocó a un
plebiscito para medir el apoyo ciudadano al proceso de La Habana, nos
dijeron que el país estaba dividido entre el sí y el no. Pero la verdad es que de
35 millones de votantes inscritos, el 18,2 % dijo sí, el 18,4 % dijo no, y el 63
% no dijo nada. Y es preciso convenir que una paz a la que solo apoye el 20 %
de la población no promete mucho en términos de reconciliación.

Hay algo que a nuestra dirigencia no parece gustarle que preguntemos. No


cómo desmovilizar a los insurgentes y a los criminales, sino por qué tantos
insurgentes y tantos criminales. El resto de los países de América Latina no
viven asediados por guerrillas, bandas criminales, paramilitares, delincuencia
común y hasta crímenes cometidos con las armas del Estado, como ocurre en
Colombia hace muchas décadas.

Eric Hobsbawm decía aterradoramente que la presencia de hombres armados


forma parte natural del paisaje colombiano como las colinas y los ríos. Yo no
quiero creer que eso sea verdad. El hecho de que el mal haya sido largo no
significa que sea inevitable, y vale la pena preguntarnos si es verdad que
Colombia es un país condenado sin remedio a la violencia.

Creo que la mayoría de los colombianos formamos una sociedad pacífica.


Pero es la alarmante falta de cohesión de esta sociedad, fragmentada por las
estratificaciones, por el clasismo, por el racismo, por la prédica rencorosa de
los políticos, por la estrategia polarizadora de los partidos, lo que deja a la
mayoría inerme a merced de minorías violentas y corruptas.

Un proceso de paz verdadero tendría que tener como protagonistas a los


millones de ciudadanos pacíficos que nunca han obrado violencia contra
nadie, y que siguen esperando desde hace décadas las reformas que ya
149

reclamaba Gaitán en 1948. Empleo verdadero, seguridad social, créditos


productivos, vías que comuniquen al país, educación que resuelva problemas
y no que los agrave, verdadera salud pública, una economía que genere
convivencia, cultura que nos una y que nos dignifique, un modelo social y un
relato en el que quepamos todos.

Si algo tenemos que corregir en Colombia es la extrema desigualdad, la


exclusión, el orden de privilegios para unos pocos y la agobiante falta de
oportunidades que deja a millones de personas hundidas en la desesperanza,
en la postración, lejos de un sentimiento de orgullo por un país que los
excluye y los condena.

Y esa idea de que la salud son medicamentos, de que la educación son


matrículas, de que la justicia son armas y cárceles, de que la economía es
saquear el territorio, de que la vida es resignación.

Aquí los precios y el parque automotor son del primer mundo, la canasta
familiar y las carreteras, del último.

La paz tendría que significar millones de ciudadanos con oportunidades, con


orgullo por el país, celebrando exultantes en las calles el comienzo de un
tiempo nuevo. Y sólo los ciudadanos pacíficos, que son la mayoría, saben
cómo se hace la paz. Pero nadie les da el protagonismo, el derecho a la
iniciativa, los estímulos, porque nuestra dirigencia solo sabe diseñar procesos
de paz en los que la culpa de todo la tengan los que entregan las armas y se
rinden, en los que nuestros dirigentes nunca son responsables de nada, y sobre
todo en los que nada cambie realmente para la mayoría.

Y es por eso que el país vuelve a estar en llamas. ¿Cómo creer en un proceso
de paz sin un proyecto de juventudes, que les ofrezca oportunidades, dignidad,
un lugar destacado en el proyecto de la nación a cientos de miles de jóvenes
que permanecen sin ingresos, sin educación, sin horizontes, en las fronteras
del peligro, y que son el instrumento fatal de todas las violencias?
150

Lo que les falta, lo que les faltó siempre a nuestros procesos de paz, no es
voluntad, es grandeza. Y amor por un territorio al que estamos devastando sin
compasión. Qué pequeña es nuestra política.
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18 Comentarios

10 Nov 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

El gran teatro del globo (II)


Muy pronto los envenenadores del mundo empezarán a vendernos sus
remedios contra la contaminación, su oxígeno en las esquinas, sus trajes
protectores de la piel, sus ciudades adaptadas al cambio climático, sus
modestos correctivos para la enfermedad planetaria.

Pero lo único que puede salvar al mundo es dejar actuar a la naturaleza, dejar
que los bosques engendren a sus bosques, ocupar un lugar más discreto en el
orden del mundo, obrar de acuerdo con el mundo y no contra él. Los remedios
de la tradición tal vez no nos salvaron nunca del dolor y de la muerte, pero le
permitieron a la especie llegar viva y cantando hasta este lugar de la historia.

Ahora son Buda, Diógenes y Cristo los que tienen razón: ahora sólo vale lo
que no tiene precio. En la era obscena del lucro inhumano solo nos puede
salvar lo gratuito, el intercambio generoso, la amistad y la solidaridad. Y no es
la ciudad humana lo costoso, es lo que se esconde detrás de la ciudad, los
151

dueños del mundo que cobran por todo: por respirar, por vivir, por tener un
cuerpo humano que puede enfermarse, por ir al trabajo, por ir a la escuela, por
tener sed, por tener hambre, por tener frío o calor.

La enfermedad del lucro creció como una peste y se apoderó de tal manera de
todo que fueron muriendo la gratuidad, la generosidad, la amistad, la poesía
de lo simple, de lo austero, de lo compartido y de lo elemental. Los campos
donde Dios prodigaba sus milagros se convirtieron en bodegas del mercado, el
tiempo se convirtió en un molino industrial, ya no puedes dar un paso sin que
algún dueño te cobre por algo, y cada vez más hay un solo dueño de todas las
cosas, cuyo poder crece a medida que expulsa y expropia, a medida que
saquea y arrasa, a medida que construye y vende, a medida que produce con la
misma eficiencia la medicina y la enfermedad.

La humanidad tendrá que sacudirse de todo eso antes de que la naturaleza se


sacuda de la humanidad como de una plaga mortal. Y para ello bastará
comprender que somos nosotros el fundamento de lo que nos oprime, el
soporte de lo que nos destruye, el alimento de lo que nos tiraniza. Existe la
industria, pero nosotros somos sus consumidores. Existe la técnica, pero
nosotros somos su campo de experimentación. Existen los Estados, pero
nosotros somos sus tributarios. Existe la corrupta política contemporánea,
pero nosotros somos sus electores.

Basta saber que la salud depende más del agua pura, de la buena alimentación,
de un ambiente sano y de un buen medio afectivo, de un trabajo satisfactorio y
de una actividad placentera que de toda la industria farmacéutica, de toda la
parafernalia quirúrgica y de todo el leviatán empresarial de los seguros
médicos privados, para saber lo que hay que hacer.

Basta saber que los alimentos procesados industrialmente son una de las
principales fuentes de enfermedad para entender el círculo vicioso de la
medicina contemporánea, atrapada en la tela de araña de las farmacéuticas y
de los hospitales, donde los médicos son las primeras víctimas del frenesí de
152

las urgencias, del dolor y de la muerte consideradas como culpas profesionales


y negligencias.

Basta saber que cuanto más representativa sea nuestra democracia, más
crecerá la corrupción, parapetada en el principio de la sospecha, en las
trampas de la tecnocracia y en la locura de los megaproyectos donde el
bienestar del ciudadano se hace cada vez más imperceptible.

Al gran capital le gusta presentarse como el gran benefactor de la humanidad.


Hasta su propio frenesí de acumulación lo vende como una suerte de opulento
seguro contra los azares de la historia. Hasta sus daños más descomunales
suele mostrarlos como errores involuntarios en una escalada de beneficios
para todos y como tropiezos del optimismo industrial que tienden a corregirse
automáticamente. Todos sabemos que es falso: los beneficios existen, pero los
males desencadenados son crecientes, acumulativos y potencialmente
aniquiladores porque no tienen solución científica, ni técnica ni política.

La planetización del modelo y de la conciencia humana sí han creado las


condiciones para una gran transformación histórica, pero esta no será
automática, porque supone una gigantesca revolución de nuestra manera de
vivir, una revolución radical de las costumbres, de la sensibilidad, de los
lenguajes, de los modelos de producción y de consumo, de la manera de hacer,
ritualizar y habitar de las comunidades humanas.

Un gran viento de indignación y de rebeldía sacude al mundo desde hace más


de un siglo, y es apenas el comienzo de una transformación revolucionaria.
Miles de procesos culturales en todo el mundo han formado parte de esa
búsqueda: las conmociones que han despertado el psicoanálisis, la
antropología, la etnología, las paradojas de la cuántica y los universos de la
ciencia especulativa, la provocadora lectura de Nietzsche de la tradición
filosófica y su desafiante examen de los fundamentos de la moral, son
componentes de una profunda alteración de los fundamentos del orden de la
civilización.
153

También lo han sido las luchas anticoloniales, los indigenismos, la afirmación


étnica, la reivindicación de la diversidad sexual y las luchas de las mujeres
contra las violencias seculares de la sociedad patriarcal. Y a esas búsquedas se
las puede rastrear desde las revoluciones del arte del siglo XX, la irrupción de
un arte cada vez más crítico de las academias y de las manipulaciones del
mercado, la búsqueda de un arte más cercano a la vida en el diseño, en la
gastronomía, en la indumentaria, hasta la gran deserción hippie de la sociedad
de consumo, la exploración de las puertas de la percepción en el mundo de la
drogas que hoy es el rostro mismo de la sociedad contemporánea y de su
economía, el renacer de la búsqueda de lo sagrado, y hasta los cultos
mántricos de la caligrafía y del diseño en la omnipresencia del graffitti
contemporáneo.

Parte de todo eso, y todavía impredecible en sus evoluciones, es la reacción


alarmada de los jóvenes frente a las amenazas del cambio climático, y la
inminente irrupción de una agenda verde que marcará el crecimiento, por
primera vez, de movimientos políticos globales.
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7 Abr 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina
154

Un gran libro: “Sacrificio de dama”, de


Julio César Londoño
Mucho hemos discutido con Julio César sobre el tema de si hay o no progreso
en el arte. Mi opinión es que no: cada obra excelente construye su propio
paradigma y las obras del futuro no pueden ser mejores, así como, aunque
pasen los siglos, no son mejores las rosas.

Julio piensa que si todo borrador puede pulirse, no hay obra que no pueda ser
superada por un trabajo o una inspiración posterior. Pero en eso estamos de
acuerdo. La discusión no es sobre si una obra, Homero incluido, puede ser
mejorada, sino sobre si el arte posterior supera al anterior, si necesariamente
Dante es mejor que Homero y Shakespeare mejor que Dante y Joyce mejor
que Shakespeare; si Leonardo es mejor que el pintor de Altamira y Picasso
mejor que Leonardo.

No tenemos ninguna razón para afirmarlo. Lo que pasa es que lo nuevo parece
mejor que lo viejo porque su lenguaje nos resulta más familiar y más cercano,
pero de corregir eso ya se encargarán los siglos, que convierten toda
actualidad en un vestigio y todo progreso en un ejemplo de lo rudimentario
que era el pasado. Hay progreso en la vida, en la técnica, en la ciencia, tal vez
en la filosofía, pero no en el arte, donde cada gran obra es un diamante que
nunca se apaga.

Quiero recordar una anécdota de un escritor que queremos mucho, Gilbert


Keith Chesterton. Como era tan buen lector y tenía tan buena memoria,
Chesterton citaba a sus autores sin ir a consultar en la biblioteca. Cuando
escribió su maravillosa biografía de Robert Browning, citó de memoria todos
los versos que menciona en la obra.

Cuando los editores leyeron el manuscrito descubrieron que Chesterton había


alterado muchos de esos versos de Browning, y fueron a buscarlo y a pedir su
permiso para restituir en la edición los versos originales. Dicen que
155

Chesterton, que, como se sabe, era un varón descomunal y vehemente, exhaló


el quejido de un elefante moribundo y los autorizó a hacer esas correcciones.
Pero cuando Borges se enteró de esto exclamó en tono de queja: “¡Y ahora
nos quedamos sin saber cómo había mejorado Chesterton los versos de
Browning!”.

Un día yo le conté a Julio César un argumento de Villiers de L’Isle Adam en


su libro Cuentos crueles, donde un muchacho ingenioso le dice a un rey
malvado una absurda mentira y obtiene con ello grandes beneficios. He
descubierto que en este libro magnífico, Sacrificio de dama, Julio César, tan
ingenioso e inventivo como el muchacho del cuento, decidió reinventar ese
relato, manejó el argumento de una manera irresponsable y genial, y
ha logrado en La oración del relojero mejorar el cuento de Villiers de L’isle
Adam, encontrando una solución sorprendente que incluso lo cambia de
género. Convirtió un cuento psicológico en un cuento fantástico, gracias a las
artes del olvido y de la libre creatividad.
Ya se sabe que la historia de la literatura es la historia de sucesivas
variaciones creadoras sobre unos temas eternos. Los argumentos tal vez no
son muchos, pero lo que se necesita son lectores lúcidos e imaginativos
capaces de retomarlos y darles nuevas soluciones.

Un gran escritor produce la impresión de que este mundo visto y cantado


millones de veces es algo inesperado y desconocido, y Julio César pertenece a
ese linaje de amenos reinventores del mundo. En Los dos magos, vuelve a
contar una historia que conocemos desde niños y sin embargo logra
mantenernos en vilo, como si la estuviéramos oyendo por primera vez. Julio
César podría convertir la historia universal en un relato de ficción, y quién
sabe qué parábolas desconcertantes podría ofrecernos inspirándose en el rostro
de Nefertiti o en el otoño particular de cada ceiba. Escribe con alegría, con
diablura, con una tal riqueza de recursos y frescura de la imaginación, que sus
cuentos y ensayos tienen de sobra lo que más hay que pedirle a la literatura:
156

amenidad. Borges dijo que es lo único de lo que un libro no puede prescindir,


de encanto. Si un libro es muy legible no necesita nada más: ya lo tiene todo.
Como Borges, Julio César prefiere los cuentos y los ensayos a las novelas.
Sabe que una novela es el viaje por una mina buscando un diamante, y que en
cambio los cuentos, como los poemas, son el diamante. Y ya se sabe que los
diamantes son eternos. Ahora bien, el ensayo, un género que Julio César
practica con elegancia y con brillo, es algo tan esencial, que ante un ejemplar
de los Ensayos de Montaigne, el fundador del género, ya resulta encantador
leer el índice, ya allí sentimos que estamos ante algo estimulante y necesario.
Hay un escrito sobre la filosofía del siglo XXI, donde Julio César formula su
sospecha de que la filosofía no es un conjunto de exploraciones aisladas y sin
rumbo sobre temas y sistemas del universo, sino una aventura secreta en la
que hay un proyecto común, avances comprobables, y una aproximación casi
novelesca a resultados sorprendentes.

Esto nos lleva de nuevo a la pregunta sobre si hay progreso en las obras del
espíritu humano. No sé si Julio César conozca la obra de Danilo Cruz Vélez,
el más importante de la tradición filosófica colombiana. Lo cierto es que la
obra de Danilo, que algunos ven como un mero repaso de la filosofía
occidental, es mucho más que eso: es la revelación de que esa sospecha de
Julio César es verdadera.

Danilo recorre la filosofía de Occidente mostrando cómo gira toda en torno de


unas cuantas preguntas, que no siempre son respondidas, pero que salen de
manos de cada pensador cada vez mejor formuladas, más precisas y agudas,
más capaces de asediar el misterio del mundo, y cada vez más cerca de
descifrarlo.

Esa aventura de la inteligencia humana interrogando las claves de este sueño


cósmico, acercándose a través de mil tensiones, intrigas y clarividencias a la
inminencia de una revelación que podría cambiarlo todo, que Julio César
sospecha, es lo que Danilo rastrea brillantemente: convierte la historia de la
157

filosofía en un diamante capaz de iluminar, antes del fin, el sentido de nuestra


presencia en el mundo.

Qué bueno es comprobar que nuestra lengua, con su sed de belleza y su


vocación de verdad, es capaz de acercarnos a esos prodigios y de producir ese
estremecimiento. Sólo quiero añadir algo más: no es imposible que el
deslumbrante texto Las hormigas, esas gigantes, presentado aquí como un
ensayo, sea el mejor relato que se ha escrito en Colombia.
158

17 Mar 2019 - 12:00 AM

Por: William Ospina

De la poesía como delito


Ocurrió en la alcaldía de Usaquén, pero sería bueno que se enteraran hasta en
el otro confín del planeta.

Un joven poeta, Jesús Espicasa, que sale a las calles con una vieja máquina de
escribir, para ofrecer sus poemas a los viandantes, había instalado su máquina
en una de las calles de la localidad, cuando llegó un agente de la policía a
exigirle que recogiera sus cosas.

¿Qué cosas? Lo único que tiene Jesús es una máquina portátil del siglo
pasado, y con ella se gana la vida, alegrando a las personas, y dando
testimonio de que, aunque los jóvenes de Colombia parecen condenados a la
violencia y al microtráfico, están desempleados y excluidos del orden de las
oportunidades, hay muchos que quieren dedicarse al arte, a la cultura, a la
creación, a dar ejemplo de paz y de civilización en un país donde en cambio
los políticos y las autoridades se abandonan a la corrupción y a la
arbitrariedad.

Pero eso no bastaba. El agente le pidió al poeta que lo acompañara hasta el


CAI vecino. (Para los habitantes de otros países, el CAI es un puesto público
de la policía que se encarga, o debería encargarse, de la seguridad ciudadana).
A pesar de los CAI, Colombia es uno de los países más inseguros del mundo.
En un sondeo que hizo uno de los diarios nacionales, el 60 por ciento de la
gente tiene miedo de andar por las calles.
159

Una vez en el CAI, el agente procedió a imponer al poeta una multa por estar
invadiendo el espacio público. Escribir poemas en una máquina de escribir
antigua, de esas que ni contaminan ni consumen energía eléctrica, y
ofrecérselos a los ciudadanos a cambio de algunas monedas, en otros países
puede ser un alto ejemplo de paz y de civilización, pero en Bogotá, en
Colombia, es invadir el espacio público, y hace que las autoridades no sólo
desplacen al poeta de su lugar sino que le impongan una multa.

Cuando Jesús Espicasa recibió el comparendo descubrió que era además una
multa de Tipo 4, la más alta en el Código de Policía que nos han legado los
últimos gobiernos, que equivale a 833.000 pesos, casi 300 dólares. Y cuando
alguien le preguntó al agente cuál era el delito cometido, el uniformado se
permitió decir burlonamente que el muchacho era “traficante de poemas”.

¿No hunden estas cosas a la justicia en la insignificancia? ¿No son un atentado


contra la ciudadanía, un pecado contra la cultura, y una carga ofensiva contra
la legitimidad del Estado?

Conozco a Jesús Espicasa desde hace tiempos. Él y su amigo el poeta


Santiago Vargas me contaron hace mucho que estaban saliendo a las calles a
escribir poemas para los paseantes. No sólo lo celebré. Pensaba escribir una
columna en este mismo diario invitando a la gente a conocerlos y a conocer
sus poemas, invitando a los poetas a imitarlos y a salir a ofrecer sus obras a la
comunidad.

Me pareció una idea fabulosa de estos jóvenes poetas reciclar esas viejas
máquinas de escribir que ya forman parte del pasado romántico de la
humanidad. No sólo merecen un espacio en la ciudad, merecen un homenaje
de la ciudadanía y de las autoridades. Nuestra clamorosa estupidez, nuestra
barbarie autoritaria les pone multas y los declara criminales. ¡En un país lleno
de criminalidad verdadera y devorado por la corrupción!
160

Hace poco leí en la prensa internacional que en los Estados Unidos los
escritores están empezando a salir a las calles con viejas máquinas de escribir,
para rendir homenaje a esos hermosos objetos de una técnica más simple y
menos contaminante y depredadora que la tecnología actual. Objetos más
sencillos, más ingenuos y más libres, como es la propia poesía. Eso mereció
admiración y grandes titulares en el mundo.

Pues la verdad es que estos muchachos colombianos lo hicieron primero. Han


inventado una manera de hacer visible, pintoresca y pública la labor poética
en estos tiempos sórdidos. Y esa es la respuesta que nuestro ridículo Estado
les ofrece.

En la antigua Grecia los rapsodas estaban en las calles. La poesía sólo se hacía
para compartirla con la gente, en espacios abiertos. En la Edad Media europea
los juglares iban de aldea en aldea cantando sus poemas. Los palabreros de las
comunidades indígenas repiten sus mitos ante toda la comunidad. A esa labor
de los poetas la llamó Mallarmé: “Dar un sentido más puro a las palabras de la
tribu”. La invención de la imprenta produjo la ilusión de que la poesía es un
ejercicio solitario de escritura y de lectura, pero desde las fiestas alrededor del
fuego en los primeros tiempos de la cultura, intentar crear sentidos y músicas
con el lenguaje fue el comienzo mismo de la civilización.

¿Por qué aquí les ha dado por llamar espacio público a un espacio del que
cada vez más quieren expulsar a los ciudadanos, un espacio que privatizan
cuando quieren de mil maneras distintas, donde la libertad está cada vez más
restringida y donde expresiones como la música y la poesía terminan siendo
tratados como delitos?

No basta que les retiren la multa. El Estado debe disculparse con ellos. El
alcalde debería ir a donde están, pedirles perdón y rogarles que salgan a las
calles sin permiso, porque la poesía no tiene que pedir permiso; que salgan a
darle su lenguaje, su creatividad, su rebeldía si se quiere, a la sociedad. A lo
mejor ellos en cambio no sólo les regalan un poema, sino que los perdonan: en
161

nombre de Barba Jacob, de Whitman, de Emily Dickinson, de Rimbaud, de


Verlaine y de Homero.
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16 Dic 2018 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Duque
Se diría que los menos satisfechos con el gobierno de Iván Duque son los
políticos: no sólo los de izquierda, como era previsible, sino los de derecha, y
eso me parece una buena noticia.

Significa que el Gobierno por alguna razón está marchando a contracorriente


de las fuerzas que hace mucho tiempo mantienen al país no sólo paralizado
sino en tensión permanente. Duque está despertando la inconformidad
ciudadana, y no parece arrepentido de ello.

Santos logró gobernar ocho años casi sin oposición popular, porque la ilusión
de paz hizo que nadie en la izquierda se animara a criticar y sobre todo a
confrontar desde la calle su gobierno desastroso. Todavía declara que sacó a
cinco millones de personas de la pobreza, pero sinceramente yo veo más
pobres que antes. Extrañamente declara que hizo la paz pero que el país está
más dividido. Dice que luchó por la defensa de la naturaleza, pero los páramos
están arrasados; los ríos, contaminados; el país, a la deriva.
162

Y si se oyen tantas voces exigiéndole a Duque propuestas y soluciones,


correcciones y timonazos, es también porque de todos los costados se advierte
que el país que heredó está zozobrando.

Cumplidos apenas cuatro meses de su gobierno no es justo pensar que los


graves problemas del país se deban a Duque, ni aceptar el balance
asombrosamente indulgente que hace de sí mismo su antecesor.

Pero el Gobierno no puede escudarse en el argumento de que le dejaron una


herencia caótica. Cualquiera sabe que aceptar gobernar a Colombia es casi una
locura, que el que lo intente se va a encontrar con toda clase de problemas,
tragedias y conflictos. Y el que promete tocar el piano tiene la obligación de
afinarlo.

Por eso está bien que los estudiantes se lancen a las calles. Por eso está bien
que la oposición popular se exprese. Por eso está bien que la comunidad
despierte y se agite. A Duque hay que exigirle, y Duque no parece asustarse
con el desafío de tener un país que se expresa, debate y reclama.

Lástima que haya adoptado la consigna de “menos política y más


administración”, porque por allí corre muchos riesgos. Todos los países
necesitan buena administración, pero Colombia necesita altas dosis de buena
política. Por ejemplo, hay muchos sitios neurálgicos donde sólo grandes
decisiones políticas pueden permitir que llegue la administración. Y la
administración misma requiere profundas innovaciones políticas.

Si algo paraliza este país es el papeleo, los laberintos de la burocracia, los


desvaríos de la desconfianza que con el pretexto de estar combatiendo la
corrupción impiden que los recursos públicos fertilicen con agilidad la
iniciativa popular y faciliten la vida de la gente.

Son miles de papeles, condiciones y alambradas que vuelven un calvario la


participación de la comunidad en las tareas públicas, mientras la verdadera
163

corrupción maneja todas las astucias y se lo roba todo con los papeles en
orden.

Duque ya ocupaba su solio mientras López Obrador, aún sin posesionarse, iba
formulando proyectos y desafíos que han generado en la sociedad mexicana la
expectativa de grandes cambios. El tren maya, la legalización de la marihuana,
el canal férreo entre los dos océanos, la radical política de austeridad, el plan
Marshall para los migrantes centroamericanos que le propuso a los Estados
Unidos, los millones de ingresos sociales del programa Sembrando Vida.

Y es que todo pueblo espera que los primeros meses de un gobierno sean de
anuncios, novedades y desafíos históricos: no tanto la promesa de resolver los
problemas sino la decisión de abrir puertas para que la comunidad confíe y
participe, invente y actúe.

Está bien que Duque tenga nerviosos a los políticos y frustrados a algunos
medios que suelen ser muy tolerantes con la mediocridad de los gobiernos.
Pero está mal que sus noticias inaugurales sean negativas y no generen
esperanzas: el incremento irracional de los impuestos al consumo y la
inmovilidad para las expectativas ciudadanas.

Colombia no se puede gobernar como si fuera Suiza, con la promesa absurda


de mantener las cosas como están; Colombia es un país que requiere primeros
auxilios y políticas de emergencia. La violencia, la incertidumbre, el
desamparo ciudadano, la falta total de una política de ingresos para cientos de
miles de jóvenes, la crisis ambiental, las regiones sitiadas a punto de estallar,
las oleadas de inmigrantes, requieren propuestas audaces y soluciones de
emergencia.

Sinceramente creo que la mayoría de la población no está prevenida, ni


apostándole a que el Gobierno fracase. Sólo los políticos aspiran a
beneficiarse con esos fracasos. Aquí mucha gente necesita que el Gobierno
responda, porque el deterioro material y moral es creciente.
164

Basta ver el ejemplo de Francia, donde a pesar de que tantas cosas están
resueltas y tantas garantías institucionales existen, los ciudadanos están listos
a alzarse en rebelión cada vez que el poder los descuida o los traiciona, para
entender que aquí, con mucha más razón, hay que exigir, hay que construir en
la dinámica social una ciudadanía cada vez más inconforme y cada vez más
crítica.

Sólo a eso podemos llamar democracia: no al poder de los políticos que


intrigan y conspiran, sino al poder visible de la ciudadanía que quiere
dignidad y futuro. Y está bien que haya un gobernante que no se asuste con
ello, y que esté dispuesto a escuchar.
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7 Dic 2018 - 9:44 PM


Por: William Ospina

El derecho a ser feliz


Se diría que cuando se proclamó la Declaración Universal de los derechos
humanos se olvidaron el derecho a la belleza y el derecho a la felicidad.

Ambos parecían estar demasiado alejados de las necesidades básicas de la


humanidad y pertenecer al orden de lo superfluo. La vida, la propiedad, la
libertad, la opinión, el techo, el alimento, el trabajo, eran cosas más urgentes.
165

Además ni la belleza ni la felicidad son bienes fácilmente definibles, parecen


depender de las inclinaciones individuales, del gusto e incluso del capricho de
los seres humanos.

Después de una larga conversación sobre la belleza, Sócrates sólo concluye,


en el diálogo platónico, que “lo bello es difícil”. De la felicidad tal vez lo más
sensato que se ha dicho es aquella exclamación de una dama francesa: “Yo no
soy feliz, yo estoy contenta”.

Sin embargo, a medida que la sociedad moderna se sumerge en los pozos de la


fealdad, del caos urbano, de la polución, de la basura, la pregunta por la
belleza vuelve, siquiera como un esfuerzo por no olvidar las más altas
promesas de la civilización. Y en cuanto a la felicidad, basta citar aquellos
versos de Borges: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede
cometer, no he sido / feliz”.

A comienzos del siglo XIX Schopenhauer propuso que no viéramos la


felicidad como un estado permanente, como un punto de llegada en el que ya
todo fuera plenitud y satisfacción, sino como una continua posibilidad que
depende de nuestra capacidad de aprovecharla. Tal vez por eso afirmó: “La
felicidad es la salud”.

Yo creo que es verdad, que la salud del cuerpo, la salud de la mente, la salud
de la sociedad y la salud de la naturaleza son las mejores condiciones para que
la felicidad sea posible. Pero andamos tan extraviados que en nuestro tiempo
los sistemas de salud tienden a pensarse ante todo como asuntos de atención
médica, de farmacia y de cirugía. La salud preventiva, la más importante de
todas, tiende a olvidarse.

Si los gobiernos estuvieran verdaderamente interesados en la salud de la


comunidad, tendrían como principal objeto de su trabajo la provisión de agua
potable, la higiene, la producción de alimentos sanos y seguros, la educación
para la convivencia, la defensa de la naturaleza, el ingreso social, la
166

recreación, la oportunidad laboral, la protección de la familia, la solidaridad,


la confianza y la alegría.

Yo estoy seguro de que una porción muy alta de las consultas de urgencias en
los hospitales se debe a la angustia, a la incertidumbre económica, a la tensión
de las relaciones humanas, a la mala alimentación, al estrés, al desamparo y a
la soledad.

Si la sociedad atendiera sus necesidades prioritarias, los niveles de


enfermedad descenderían a su verdadera proporción y no estaríamos
descargando en los médicos y en los hospitales todo el peso de nuestro
desorden social.

Pero también la violencia, que obedece a múltiples causas, encuentra su caldo


de cultivo en el desamparo, en la incertidumbre, en la tensión urbana, en la
falta de oportunidades, y en una sociedad que no alienta en sus miembros la
serenidad y el orgullo de tener una función, un reconocimiento y un destino.

Es muy probable que prevenir la enfermedad sea más fácil que curarla. En
nuestro país es evidente que prevenir la violencia sería mucho más efectivo
que combatirla mediante una pesadilla creciente de operaciones guerreras y de
cárceles infernales. Sólo las sociedades enfermas piensan que la salud consiste
en medicinas y cirugías, que la justicia consiste en policías y cárceles.

Creo que hoy la felicidad humana depende sobre todo del arte, del
pensamiento y de la política. Y llamo arte a la posibilidad de que cada ser
humano persiga su vocación, realice lo más plenamente que le sea posible su
aventura creadora, conquiste su destino personal. Llamo pensamiento al
trabajo responsable de la ciencia, al esfuerzo reflexivo de la técnica, a la labor
incesante de la filosofía revelándonos el sentido de lo que existe, a los avances
del diálogo social, del debate, y a la fuerza del sentido común contra las
manipulaciones del poder, contra las confusiones y los caprichos de la
opinión.
167

Y llamo política sólo a la capacidad de la humanidad de recuperar su rol


protagónico en el orden del mundo, y no dejar más la responsabilidad de la
historia en manos de los expertos, de los burócratas y de la corrupción.

Nunca estuvimos más lejos del equilibrio, pero también por eso nunca
estuvimos tan necesitados de él. Hoy la felicidad no puede estar en el futuro
buscado sino en el presente de esa búsqueda. Y es algo que la humanidad va a
emprender por su propia fuerza interior.

Porque, aunque los Estados, las academias y las iglesias traten de hacer que lo
olvidemos, son los pueblos los que crearon las lenguas, los que pulieron los
oficios, los que descubrieron las artes y los que encontraron en su camino a
los dioses.

3 Nov 2018 - 12:15 PM

Por: William Ospina

El regreso de la historia
¿Qué creyeron? ¿Que íbamos a intercomunicar el planeta entero, que íbamos a
obrar la revolución de las comunicaciones, la revolución del transporte, la
uniformización de las costumbres, sólo para que los grandes capitales se
apoderaran de todo y las fronteras estuvieran abiertas para todas las marcas y
los ricos del mundo se desplazaran por los reinos bebiendo champaña y
tomando fotografías?
168

He aquí que se ha cumplido plenamente el proceso de globalización que todos


alaban, el aprovechamiento de la naturaleza, la generalización del consumo.
Ahora pasamos a las consecuencias.

Se dice que ya no hay naciones, ni fronteras, ni patrias. ¿Por qué de repente


hay que movilizar los ejércitos, por qué hay que alzar muros en las fronteras,
por qué hay que detener esos barcos cargados de gente?

Creyeron que la gente se iba a quedar quieta, confinada, ya sin tierra, sin
trabajo, sin hogar, sin futuro, viendo cómo las grandes corporaciones se
apoderan del mundo, viendo cómo el uno por ciento de la humanidad se hace
dueño de la mitad de la riqueza planetaria. ¿Y qué hacen las corporaciones?
Arrasar las selvas para devorar sus maderas, sembrar para hoy cultivos
artificiales y para mañana irrescatables desiertos, arrebatar el carbono a las
entrañas de la tierra y devolvérselo a la atmósfera, recalentar el planeta,
cambiar el petróleo en plástico, el plástico en basura, llenar de partículas
microscópicas de plástico los ríos, los océanos, el intestino humano, el
torrente sanguíneo.

Podemos admirar nuestro talento: nunca estuvo la basura mejor diseñada,


nunca nos comunicamos más, nunca más inútilmente. Cuando éramos
aldeanos podíamos cuidar la aldea, ahora somos planetarios, pero no sabemos
cómo cuidar nuestra casa. Porque una cosa es proteger el pequeño bosque y
otra es cuidarse de males que no sabemos quién produce y quién alimenta.

Al parecer, ya nada depende de los pequeños lugares y ya nada depende de los


individuos. Kafka lo supo: el emperador está demasiado lejos y su carta no
llegará jamás al hombre común.

Y si antes los alimentos eran las medicinas, ahora los alimentos nos enferman
y las medicinas nos enferman todavía más. Podría llegar el día en que la vida
y la enfermedad sean la misma cosa.
169

Es verdad que nunca supimos tanto del mundo, pero nunca estuvo el mundo
más en peligro. Antes podían decir que era alarmismo, y se tranquilizaban no
mirando la realidad sino las estadísticas. Ahí estaban los titulares de los
medios para ofrecer un panorama tranquilizador. Ahora los titulares son
alarmantes y las estadísticas son escalofriantes.

Hasta las noticias aparentemente bellas tienen un hemisferio oscuro. Si nos


dicen que están floreciendo los cerezos en invierno, si nos dicen que hay
bellísimos témpanos de hielo derivando hacia el sur, si nos dicen que hay
garzas en las ciudades, si nos dicen que ya los ruiseñores cantan de día. Ahora
de noche en París en verano vuelan graznando los cuervos. ¿Cómo pintar un
cuadro romántico en México o en Pekín, si la gente anda con mascarillas entre
el smog? Este ya no es el mundo de Leonardo, sino el mundo de Banksy.

La edad del optimismo nos vendió la ilusión de que un montón de males


habían quedado atrás. Los éxodos, las guerras, las torturas, los déspotas
ignorantes y prepotentes eran cosa del pasado. Atrás habíamos dejado a
Calígula, atrás habíamos dejado las diásporas, el racismo de los Reyes
Católicos, los potros de la Santa Inquisición.

Y nos acostumbramos a encontrar una explicación local para los males que
inventaba el presente. Pero tal vez es Borges el que tiene razón, tal vez el
tiempo es cíclico, y tal vez “en edades futuras”, “cuando Roma sea polvo,
gemirá en la infinita noche de su palacio fétido el Minotauro”. Tal vez todavía
nos espera todo lo que ya hemos vivido. Tal vez sólo hemos vivido el prólogo,
y apenas está a punto de ocurrir la historia universal.

Para nadie sería grata la posibilidad de que Hitler o Stalin estén agazapados en
el porvenir. Pero es que el futuro es algo que tenemos que merecer por
nuestros actos, no algo que debamos abandonar a las inercias de la historia.

Si algo nos está diciendo el presente, es que la humanidad nunca alcanzó sus
grandes conquistas para siempre, que cada generación tiene que defender lo
170

que hicieron sus padres, que se requiere solidaridad entre las generaciones
humanas y que vivimos en una edad ingrata y estúpida donde no valoramos
los esfuerzos del pasado, sus grandes gestas y sus grandes sueños, y estamos
embelesados de maquinitas y de espectáculos mientras el milagro de la
civilización, de las civilizaciones, es despreciado y arrojado como un fardo
inútil. Una humanidad incapaz de aprender de su historia la repetirá miles de
veces; en ausencia de los dioses reinan los fantasmas.

¿Qué pasa con esos miles y miles de africanos que se lanzan en sus pateras
suicidas a buscar el sueño de la Europa del bienestar y de los Derechos
Humanos? ¿Esos que se arriesgan a convertir el Mediterráneo en un
cementerio y que están conservatizando a Europa? ¿Qué pasa con esos cientos
de miles de venezolanos que están haciendo entre incontables penalidades el
viaje a pie por las naciones vecinas? ¿Y qué significan esos miles de
centroamericanos que avanzan a pie hacia las ciudades del sueño americano?
¿Tendrán sólo una explicación local estas cosas, o serán las crecientes señales
de un mundo que ya no es patria para sus hijos, de una época que produce
opulencia para unos pocos y miseria para millones y millones?

Creímos que estábamos en la época de los transbordadores espaciales y de los


trenes de altísima velocidad, pero las muchedumbres que huyen viajan a pie.
Creímos que íbamos entrando en el Apocalipsis, pero apenas estamos
llegando al Éxodo.
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28 Oct 2018 - 12:00 AM

Por: William Ospina

Los vientos del Pacífico


Los Estados Unidos han abandonado su apuesta global y han decidido
encerrarse en sus fronteras. No es extraño por ello que su principal
competidor, la China, se esté afianzando como el principal aliado de los países
que necesitan ayuda internacional.

Primero fueron las alianzas de China con los países de América del Sur,
Brasil, Chile y Argentina. Ahora viene el fortalecimiento de las relaciones de
China con El Salvador, Costa Rica y Panamá.

Los países suramericanos padecemos de un modo extremo las consecuencias


del cambio climático, sin embargo no somos nosotros quienes lo estamos
produciendo. La emisión de gases de efecto invernadero en nuestros países
poco industrializados es cercana a cero. Y en cambio nuestros bosques y
172

selvas aportan mucho oxígeno y podrían aportar mucho más a la atmósfera


planetaria.

Sabemos que son las grandes potencias económicas, y las grandes empresas
multinacionales, las que están generando el mal y las que tendrían el deber y
la posibilidad de corregirlo. Asombrosamente, los Estados Unidos han
asumido la peor posición: siendo el primer contaminador planetario y el
primer factor de alteración del clima, se niegan a aceptarlo, y con el actual
presidente han reversado su compromiso con los acuerdos, ya insuficientes,
del Pacto de París.

Si los países de América Latina queremos aportar seriamente a la lucha contra


el cambio climático, y al mismo tiempo fortalecer nuestras economías, una
alianza con China resulta inevitable. Pero no una mera alianza comercial o de
exportación de materias primas, sino un intercambio claro de recursos
naturales por financiación de proyectos de desarrollo, y de alianza geopolítica
a cambio de un compromiso serio de China en la lucha contra el cambio
climático.

La China parecía empeñada hasta hace poco en controlar sus emisiones de


gases y hasta se habló de que Jeremy Rifkin, gran experto en energías limpias,
estaba influyendo sobre ellos. Es preocupante saber que no han desmantelado
como lo ordenó la ley sus termoeléctricas, que están volviendo al carbón, y
que algunos poderes regionales están en conflicto con la política central del
Estado.

Se entiende que en su esfuerzo por convertirse en la primera potencia


económica del planeta, y por garantizar la prosperidad de una quinta parte de
la humanidad, China esté afectando seriamente el clima mundial, como lo
hicieron con menos justificación los Estados Unidos y los países de Europa
desde hace mucho tiempo. Pero una vez alcanzado cierto nivel de crecimiento,
el primer deber de la China es revertir con todas sus fuerzas el cambio
173

climático, convertirse en el líder de ese proceso de salvación del planeta, y


ganar así la respetabilidad que requiere como futuro árbitro de la paz mundial.

Nuestros países harían bien en estudiar caminos para esa colaboración.


Recibir ayuda para proyectos de desarrollo económico y de paz social, en el
contexto de las nuevas prioridades planetarias, a cambio de proteger los
bosques, las selvas, los páramos y las aguas, sin los cuales no habrá futuro, y
de exigir a la China ir incluso más allá de sus responsabilidades en la lucha
contra el cambio climático.

Colombia necesita con urgencia un inmenso proyecto en el escudo del


Pacífico, que convierta a Tumaco, Buenaventura y Bahía Solano en ejes de
una verdadera modernización, profundamente aliada con el ecosistema, y que
les arrebate a las mafias la puerta del Pacífico, y esto sólo puede lograrlo una
proyección visionaria de las ciudades, una formalización total de la economía,
una política de empleo y de defensa de la naturaleza muy compleja, pero
perfectamente posible con los recursos de la época. China puede ayudar a
financiar esa transformación histórica de una región clave para el equilibrio
natural del planeta, permitiéndonos reducir notablemente la violencia nacida
del abandono del Estado, del auge de las mafias, del desamparo de los
ciudadanos y de la desprotección escandalosa de la naturaleza en una región
riquísima en biodiversidad y en recursos hídricos.

Colombia necesita también con toda urgencia conectar en procesos


económicos formales y con redes de infraestructura eficientes el Catatumbo
con el Caribe, y conseguir así que esa región tan importante deje de ser una
madriguera de los productores de droga aprovechando la postración de los
campesinos. Una verdadera política de productividad y empleo puede redimir
por fin a una región que se ha ido convirtiendo en el polvorín de todos los
conflictos.

Y, finalmente, Colombia requiere la creación de ciudades verdes en la


altillanura que sean laboratorios de las posibilidades de lo urbano de cara al
174

futuro, ciudades verdes con parques naturales, movidas por energía solar y
eólica, comprometidas con la siembra de selvas enteras, con proyectos
culturales que generen profundos vínculos de solidaridad, y con una política
de renta básica y de ingreso social para millones de jóvenes que hoy sólo
tienen la violencia como única fuente de ingresos, a cambio de actividades de
liderazgo social, cultural y ecológico.

Es urgente un rediseño de los paradigmas del desarrollo y una sustitución del


ideal del crecimiento por el ideal del equilibrio. Si los Estados Unidos
persisten en abandonar su compromiso con el planeta, si se encierran en la
búsqueda de su sola prosperidad detrás de murallas físicas y aduaneras, y si la
Unión Europea no acaba de entender que la superación del actual clima de
inseguridad planetaria, de guerras, migraciones incontrolables, basura
mediática e incomunicación hipertecnificada requiere hacer de los países una
patria real para sus nacionales, nuestros países, que parecen irrelevantes para
enfrentar los grandes males que se ciernen sobre la casa común, tienen que ser
capaces, por su conciencia mestiza, y por su importancia, tanto económica
como geopolítica, de abrir esa nueva ronda de diálogos planetarios.

Sin enfrentarse a ningún bloque mundial, tienen que aprovechar las


circunstancias para buscar, no sólo sus propias soluciones económicas y
políticas, sino tener peso por fin con sus propuestas, cuando es inaplazable
enfrentar los enormes peligros que amenazan a nuestro planeta.

28 Jul 2018 - 11:50 PM

Por: William Ospina

Liborio: la voz de las montañas


“Yo no me quiero morir todavía —me dijo hace algún tiempo— porque aquí
hay mucho con quién conversar”. Difícilmente otra frase resumiría mejor la
vida de este hombre.
175

Para él, casi más importante que vivir era recordar lo vivido, y desde niño
tuvo una memoria asombrosa que le permitió hasta la vejez repetir nombres y
fechas y acontecimientos con una nitidez, una intensidad y una emoción
inagotables. Fue la memoria viva de un mundo y de una época, y poseía el
arte de hacer que los hechos ocurrieran de nuevo cuando él los contaba.

No había leído muchos libros, pero conocía el arte de narrar como si hubiera
frecuentado a Homero y a Petronio, a Cervantes y a Stevenson. Porque el arte
narrativo no es una destreza literaria sino una necesidad humana, que nació
junto al fuego y bajo las estrellas hace muchos miles de años, sin duda con el
lenguaje mismo.

¿Para qué hablar sino para contar lo que nos sucedió? Para vivir el asombro de
que el tiempo pase, de que las gentes nazcan y mueran, para no olvidar que
este fue valiente y aquel fue malvado, que esta fue hermosa y aquella fue
sabia, que el fuego consumió un rostro, que un machete deshizo una vida, que
unos hombres bebieron hasta el delirio, otros rezaron hasta el milagro, otros
cantaron hasta la madrugada y otros odiaron hasta la tumba.

Qué bello es ver el lenguaje floreciendo en relatos vivos, ver volver en las
palabras las aguas y las hierbas de otro tiempo, los veranos de las viejas
fotografías, aquel aguacero que represó las piedras en un viejo ducto de la
carretera, aquel pariente que vino a escarbar con descuido en la
desembocadura y que de repente fue arrastrado por la avalancha, aquel
automóvil que se estrelló y se volcó a la salida del pueblo, aquel cadáver que
estuvo tendido la noche entera en la hierba bajo la lluvia, aquel revólver que
brilló de pronto en la maleza.

Liborio no era solamente un hombre, era un hilo de relatos, un granero de


cuentos, una galería de retratos, una fiesta de detalles coloridos y brillantes
como piedras mágicas, era la travesura de la vida campesina, la picaresca de
los días sin malicia, la prueba de que hay gente que ha vivido de tal manera
176

que tal vez no quiere hechos nuevos sino volver a vivir mil veces las mismas
cosas.

Acaba de cerrar los ojos en el mundo un hombre que amó el mundo con
avidez y con veneración, que no habría cambiado sus montañas de hace
décadas, sus parientes y sus paisanos por ninguna ciudad de la leyenda, por
ningún tesoro de otro mundo. Y yo cada vez que lo veía y que lo oía me dije:
“Es verdad, es posible amar lo que nos dieron, este país puede bastar para la
dicha, para la celebración, para la cordialidad y para la gratitud”.

Cuando lo vi enfermo, deseoso de recuperarse aunque las cosas estaban cada


vez más mal, cuando el cuerpo ya era arrasado por la enfermedad, temí que su
felicidad y su fortaleza iban a ser derrotadas. Por eso me conmovió tanto que
esta semana, después de haberse negado por un tiempo a aceptar que la muerte
venía, haya llamado a la familia para decirle: “Ya pasó lo peor. Ahora todo va
a ser más fácil. Ya estoy llegando”. Había aceptado morir, se sintió capaz de
despedirse, y esperó la muerte con la lúcida curiosidad con que había
contemplado la vida.

De modo que estas no son palabras de duelo sino de amor y de gratitud.


Estuvo siempre con nosotros, y no sólo nos dio alegría, que aquí abunda, sino
algo más escaso y por eso cada vez más valioso: nos dio memoria, capacidad
de recordar con precisión, con gracia, con diablura. No desdeñaba recordar los
hechos de su vida, pero para él valían igual los hechos de los otros, la región
del mundo en que había crecido, las gentes que lo habían engendrado, las que
había conocido, amado y admirado, las montañas, los ríos, los pueblos, todo
era una sola cosa, un fresco de conjunto, una leyenda de muchos rostros y de
muchas voces. Siendo la memoria de un hombre era la memoria de un mundo,
y algo le dijo siempre que esa memoria había que salvarla, que era un error
este abandonar sin gratitud el pasado, las costumbres, los campos, los
muertos.
177

A él, como a pocos, le debo mi pasión por el lenguaje, mi obsesión por la


memoria, mi conciencia de que las palabras son un instrumento mágico de la
fidelidad y de la felicidad. Por eso no vengo a despedirlo sino a saludar que
empiece a vivir en nosotros de otra manera. Ya más allá del dolor y de la
incertidumbre, a vivir en un reino más firme todavía que el de la piedra y la
carne, en el reino del lenguaje, donde las circunstancias de la vida se van
amonedando en leyendas y se van exaltando en mitología.

Gracias por haber vivido y por seguir viviendo. Gracias por enseñarnos a creer
en la belleza de nuestro mundo, en el prestigio de nuestras vidas y en el poder
de nuestro lenguaje. Tus palabras tenían el destello de las cosas eternas porque
hablaban de días que viviste con placer y con felicidad. Y una voz que viene
de lejos nos ayuda a decirte: “El dolor dice ‘Basta’. Pero todo placer quiere
eternidad. Quiere profunda, profunda eternidad”.

21 Jul 2018 - 9:30 PM

Por: William Ospina

Detrás de aquel rostro


Cuando yo tenía 20 años tuve un amigo. Era viejo y joven, era sabio y necio,
era alegre y pensativo, era formal y excéntrico, se llamaba Walt Whitman.
Había muerto casi un siglo antes, pero sus palabras eran lo más actual que yo
había conocido. Abrir su libro Hojas de hierba era como abrir una ventana por
la que llegaba un inmenso soplo de aire puro. Con nadie había tenido yo un
178

diálogo tan personal, tan franco y tan desinhibido. Aquel hombre irradiaba
salud y felicidad, y tenía la curiosa virtud de contagiar. Yo hasta entonces
sabía que la enfermedad era contagiosa, no sabía que la salud podía serlo
también. Yo sabía que la felicidad era un estado excepcional, no imaginaba
que pudiera ser la norma.

Una novia que tuve más tarde tendió un manto de duda sobre él: le parecía
que esa felicidad de Whitman era demasiado voluntaria, demasiado
consciente, y que tenía un carácter casi profesional. Decir que esa felicidad era
casi un oficio parecía rebajar tanta salud, tanta cordialidad, tanto entusiasmo, a
la condición de algo simulado, de algo aparente. Entonces estuve alejado por
un tiempo de Whitman, y acepté la compañía luctuosa de Edgar Allan Poe, la
compañía rencorosa de Baudelaire, la compañía furiosa y delirante de Arthur
Rimbaud, la compañía melodiosa y melancólica de Paul Verlaine.

Después comprendí que Whitman no los negaba, como no los niega


Shakespeare, que en su obra caben la obsesión de la muerte, la rebeldía, el
delirio, la embriaguez solitaria. Pero había una diferencia: esos románticos
estaban atrapados en la tela de araña de su destino: Poe no podía salir de sus
mazmorras espléndidas, Baudelaire blasfemaba de hastío, Rimbaud no podía
parar de huir como un condenado, Verlaine cantaba como un pájaro mientras
bebía su veneno.

Whitman no estaba atrapado en una manía porque su felicidad no era una


condena sino una opción: él había escogido ser feliz, y su felicidad no cerraba
los ojos a lo triste ni a lo trágico; había decidido ser feliz a pesar de toda la
tiniebla del mundo. Era, como Hölderlin, y como Chesterton, y posiblemente
como Francisco de Asís, un ser deslumbrado por la realidad y que sabía ver el
milagro.

Donde otros necesitan enciclopedias de argumentos para aceptar la vida, a


Whitman le bastaba ver una ardilla, una nube, un ratón. Le dio el nombre
de Hojas de hierba a su libro porque sabía, como Hölderlin, que lo divino es
179

como la hierba, abundante, sencillo, elemental, inexplicable. Whitman es un


sacerdote del dios de las viñas, pero es el más extraño de todos porque no nos
aconseja embriagarnos con vino sino con agua elemental, intoxicarnos con
aire puro; ver en las nubes un dios que esculpe con la evanescencia; ver en la
fealdad la cara secreta y acaso más sagrada de la belleza, en el error el camino
más misterioso de la verdad, en el sueño el verdadero desciframiento de la
vigilia, en la muerte la semilla escondida de la vida y acaso su principal
tesoro.
En un mundo donde los sabios son laberínticos como Heidegger,
tortuosamente densos como Hegel, crípticos, y herméticos, y elípticos, parece
imposible aceptar que es sabio alguien tan diáfano, tan comprensible, tan
espontáneo como Walt Whitman, cuyo oficio dicen que era el de periodista,
pero que para nosotros más que un escritor es un poeta, más que un poeta es
un profeta, y más que un profeta es el ángel de las buenas noticias.

Aunque lo leamos muchas veces siempre queda pendiente algo


completamente nuevo y distinto que espera en sus poemas, algo que siempre
modifica la idea que tenemos de él. El secreto de su poesía quizá no está en el
verso libre, ni en el tono conversado y cordial, ni en el entusiasmo incesante,
ni en la naturalidad de su voz, ni en la absoluta novedad de sus temas y de su
mirada sobre todo lo existente: tal vez está en la alegre y convincente santidad
de su actitud, una santidad inocente e impúdica, como la de los venados por
las llanuras.

Whitman no sólo siente que su propia existencia es lo más asombroso,


sensible, comprensivo y curioso que ha conocido: siente que él es también
cada uno de los otros seres humanos que hay en el planeta, que por su boca
fugaz lo que está hablando es el milagro del mundo, la perplejidad de dios
ante su propia creación. Whitman es milagroso: nadie ha estado tan cerca de
convencernos de que somos dioses, de que esa condición divina la
compartimos con las gacelas, con las salamandras, con los guisantes y con las
piedras; que la traviesa divinidad que somos derrocha como en juego sus
180

arenas y sus galaxias; que ante esta deslumbrante urdimbre de seres y de


acontecimientos, de inventos y de sombras, la muerte bien puede no ser más
que un truco mágico, un sutil espejismo de quién sabe qué otras cosas
impredecibles; que sabemos muy poco, pero que cada mirto, cada rana, cada
estrella son como un signo, un mensaje y un acertijo.

Nadie dijo tantas cosas enormes con una voz tan feliz, y quién sabe si en
Whitman está hablando solamente un hombre que se enamoró de la vida y del
universo, a pesar de toda su fatalidad, o si detrás de ese rostro barbado y
hermoso no se hizo carne y habló para nosotros el propio inventor de este
sueño.

(Presentación de los Poemas Selectos de Walt Whitman, traducidos por


Valentina Macías y publicados por Comfama y el Metro de Medellín, en su
colección Palabras rodantes).
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14 Jul 2018 - 9:00 PM

Por: William Ospina

Esta tierra donde es dulce la vida (III)


No es que sea un error nuestro deseo de confort y de comodidad, pero no todo
confort supone un beneficio: hoy vivimos la paradoja de que casi todo lo que
halaga nuestra comodidad atenta contra nuestra salud.

El confort nos hace sedentarios: escaleras eléctricas, ascensores, automóviles


se nos ofrecen como una gran conquista que ahorra esfuerzo físico, pero al
mismo tiempo nos venden sin fin aparatos para hacer ejercicio, para modelar
la figura, para evitar las enfermedades circulatorias. Ya nuestra alimentación
necesita el antídoto continuo de medicinas para la presión arterial, antiácidos y
ansiolíticos. Sí, la ciudad es costosa, como decía Browning: nos vende a la vez
181

sedentarismo y gimnasia, angustia y calmantes, incomunicación y aparatos,


aburrimiento y espectáculos.

¿Era de verdad tan aburrida la naturaleza? ¿Sí vino a mejorarla la novela del
espíritu y la animación de la historia? Nadie dudó tanto de ello en tiempos
recientes como las generaciones románticas. Descubrieron que era más
apasionante el viaje que el encierro confortable, más educativos los bosques y
las montañas que los claustros, más asombrosos los fenómenos de la
naturaleza que los inventos de la industria. También a lo largo de la historia
nadie disfrutó tanto la pasión y la aventura de vivir como los artistas, para
quienes la simplicidad o la sencilla complejidad de la naturaleza fue la
principal fuente de creación.

Y la humanidad empezó a fascinarse con la ciencia ficción, que había tenido


su gran comienzo con las primeras fantasmagorías de la revolución industrial.
Unos de sus temas centrales eran la urbe absoluta, las torres babilónicas, la
velocidad, la cibernética, la robótica. Nadie parecía advertir que en la raíz de
la ciencia ficción no estaba la veneración de esos universos de metal y de
electricidad, el deleite de esas alianzas de la carne con la mecánica y la
electrónica, sino el miedo. En realidad la ciencia ficción no era una elegía sino
una advertencia, y en el caso de algunos de sus más altos creadores, como
Philip K. Dick, el sobrecogimiento y el espanto.

También en las primeras décadas del siglo XX Colombia empezó a decirles


adiós a los campos. Es bueno recordar que en aquel momento, a comienzos de
los años 40, uno de nuestros más altos poetas, Aurelio Arturo, sorprendió a
sus contemporáneos con un poema que era la reconstrucción de su casa en los
campos, de su tierra natal. Parecía hecho sólo con la nostalgia de la aldea,
pero aquel gran poema, Morada al Sur, el que más ha marcado nuestra
sensibilidad contemporánea, no respondía para nada a los hábitos de la
tradición, se diría que a medida que construía un ámbito del recuerdo, estaba
inventando el lenguaje, una nueva manera de nombrar las cosas asomaba en él
182

a cada instante. Allí uno nunca oye lo que está acostumbrado a oír: las noches
no son negras o profundas, son mestizas, las noches no caen sobre el mundo,
suben de la hierba, los cascos de los caballos estremecen la tierra, las sombras
no son opacas, son brillantes, las estrellas son negras y sonríen “con dientes de
oro”.

Justo en momentos en que comenzaba la leyenda sombría del campo, Arturo


nos recuerda que para muchas generaciones los campos y las moradas
humanas en ellos fueron lugares de bendición, de misterio, de belleza y de
felicidad. Cuando la modernidad empezaba su violencia y sus expulsiones, sus
destierros dramáticos y sus noches de fuego y de sangre, el poeta celebraba la
naturaleza como una irreemplazable morada, y su voz exaltaba aquel ámbito
no como algo perdido sino como algo indestructible, porque no lo estaba
atestiguando en el mundo sino fundando en el lenguaje, donde nadie podría
borrarlo, a donde no llegan ni los incendios ni los puñales:

No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño / Se enredaba a la pulpa de mis


encantamientos,/ Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo, / Al
sur el curvo viento trae franjas de aroma.

En aquel mundo una magia profunda lo impregna todo, y la principal


sensación que nos produce es que la naturaleza, amada e interpretada por el
ser humano, es la morada más plena que podría desearse.

Por ello es importante ver en los versos de Arturo que él no idealiza, que no
está construyendo un refugio bucólico de plenitud y de ilusión para huir de la
realidad, porque algunos de los fragmentos más poderosos del poema hablan
también del duelo y del espanto que están en su morada como en todo nicho
humano. Una morada verdadera es aquella donde también existen el dolor y la
pérdida, el miedo y el desamparo, el horror y la angustia, pero donde todo eso
no alcanza a eclipsar el poder balsámico del mundo natural, sus tesoros y sus
renovaciones.
183

Y yo volvía, volvía por los largos recintos, / que tardara quince años en
recorrer, volvía. / Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando, /
temblando, temeroso, con un pie en una cámara / hechizada, y el otro, a la
orilla del valle,/ donde hierve la noche estrellada, la noche / que arde
vorazmente en una llama tácita.// Y a la mitad del camino de mi canto,
temblando,/ me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas, / con tanta angustia
un ave que agoniza, cual pudo / mi corazón luchando entre cielos atroces.

Dos cosas nos está revelando: que en la morada humana, por bella, por
fascinante que sea, siempre estarán el dolor y la tragedia, que forman parte de
nuestra condición humana, porque estamos hechos de tiempo, y el tiempo que
somos nos desgasta y nos pierde, porque estamos hechos para ganar y perder,
para recibir y despedir seres y esplendores.

Pero la segunda cosa que nos enseña es que no hay espacio más propicio para
vivir esa condición humana con sus bellezas y sus dolores que el ámbito de la
naturaleza:

En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura. / Pero cuando las sombras las
poblaban de musgos, / allí, mimosa y cauta, ponía entre mis manos / sus
lunas más hermosas la noche de las fábulas.

Y entonces comprendemos que en esas palabras no hay solo nostalgia sino


que alienta una promesa. Él parece adivinar a través de la bruma de las
décadas, que esa que fue su morada no sólo permanece en el recuerdo sino
que germinará en el sueño de las generaciones. Que Colombia mirará su
presente y sentirá cada vez con más fuerza el deseo de recuperar esa vida
posible, no renunciando a la ciudad y a sus conquistas, sino buscando la
reconciliación entre el mundo urbano y el mundo natural, como ya lo anhela el
planeta entero; la alianza entre el transporte, la comunicación, la conciencia
planetaria, la audacia del conocimiento y el milagro de los inventos humanos,
con la protección profunda del tesoro natural amenazado. Que hay que
184

reconstruir ese ámbito natural, convirtiendo la cultura en una alianza


verdadera entre lo que recibimos y lo que hacemos, entre el mundo que nos ha
engendrado y los sueños y las transformaciones prudentes que podemos obrar
sobre él.

Es por eso que no sólo nos dice: Tú te acuerdas de esa tierra protegida / por
un ala perpetua de palomas, sino que nos susurra finalmente algo que todos
necesitamos oír: Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida.
VER TODOS LOS COLUMNISTAS

30 Jun 2018 - 9:00 PM

Por: William Ospina

Esta tierra donde es dulce la vida (II):


Los desafíos de la morada urbana
Nadie ignora que la opulenta cultura contemporánea camina por el borde del
precipicio. La urbe global alza sus torres babilónicas en Chicago y en
Singapur, vigila con sus drones hasta la última aldea, hace pulular sus
hipermercados y salpica con sus guerras remotas su propio rostro, pero
también arrasa las selvas, hace flotar islas de plástico en los océanos y asfixia
los cardúmenes, pierde el alma y el mundo en su expansión incontrolada.

Cada conquista magnífica parece venir acompañada de una maldición. Hemos


construido un mundo espléndido pero hemos envenenado los manantiales;
objetos exquisitos que son fruto del acumulado saber de las generaciones en
pocos años son arrojados en montañas de escombros; cada vez convertimos
más en basura nuestros más prodigiosos inventos, y hemos perdido la
185

capacidad de ver que la más humilde flor es más admirable en su diseño, más
delicada en su composición y más incomprensible que nuestros inventos más
sofisticados.

Todo nuestro talento parece volverse contra nosotros, y la súbita sospecha de


que la más alta flor de la civilización está envenenada parece hundirnos en el
desconcierto. Ya hay quien empieza a pensar no sólo que la ciudad es un
error, sino que tal vez fue un error haber bajado de esos árboles. Pero yo creo
que del caos de la modernidad un día se alzará una nueva morada humana,
porque no es la ciudad el error, sino el rumbo que ha tomado con la
civilización contemporánea. Perdido el sentido del límite y el principio del
equilibrio, todo un orden mental, un orden mítico y un orden moral se han
hundido en el abismo. Fuerzas que sólo están interesadas en su propio
crecimiento y en su propia prevalencia han tomado el timón de la historia, y la
usura y el lucro han alterado el orden de las prioridades humanas.

Abandonados los fundamentos que procuraban hacerla armoniosa,


equilibrada, solidaria y creadora, la ciudad ya no es un nicho de las búsquedas
de la civilización, del ideal de belleza y de convivencia, de eso que llamaba
Borges hablando de Paul Valery “los lúcidos placeres del pensamiento y las
secretas aventuras del orden”, sino que crece sin control, sin sensibilidad y sin
justicia, prolifera como un organismo irrestricto, e irradia sobre el entorno sus
emanaciones y sus miasmas, sus basuras y sus escombros, su malestar y su
extravío.

Todavía estamos en condiciones de experimentar, pero pronto descubrimos


que lo que se necesita no es un nuevo diseño urbanístico, mejores medios de
transporte, servicios, conexiones, mercados, distracción, gobierno riguroso o
vigilancia creciente, sino un nuevo orden de prioridades, una escala de
valores, y un fundamento más profundo. Por eso es tan importante la sentencia
de Aristóteles: si la ciudad es la cultura, si es de la cultura de lo que el ser
humano no puede prescindir, la ciudad no es apenas el ladrillo y la piedra, los
186

templos y las fábricas, los mercados y los hospitales, los cuarteles y las
cárceles, las escuelas y los centros de recreación, las bibliotecas y los
arrabales: la ciudad es un orden mental y un orden sensorial, una memoria y
un sueño, un gran diálogo con el mundo y un gran juego colectivo, coro y
drama, algo que el lenguaje descifra y cohesiona, interroga y conjura. La
ciudad es el encuentro de la naturaleza con el espíritu, de la piedra con la
carne, del mundo, que siempre recomienza, con la palabra.

Colombia vive hoy una suerte de nostalgia del campo. La expresaron los
jóvenes estudiantes que hace poco se solidarizaron con los movimientos
campesinos y se declararon agrodescendientes, aunque la urbe los había
educado en el menosprecio del mundo rural y en la discriminación de lo que
cierta época llamaba los montañeros.

Pero es que a diferencia de otras regiones del mundo, lo que aquí nos expulsó
del campo no fue la naturaleza sino la violencia, la violencia que llenó los
campos de miedo y de incertidumbre y destruyó la vieja vocación campesina
de hospitalidad, de confianza y de solidaridad. En cierto modo nuestras
ciudades son más campesinas que antes, el gran proyecto urbano se ve
alterado sin fin por barriadas que no saben de arquitectura ni de urbanismo,
que improvisan un orden urbano precario y caótico, donde también la
nostalgia del campo se deforma y se desnaturaliza.

Lo que ocurrió en Colombia a partir de los años cuarenta del siglo XX pasó en
todos los países tropicales y equinocciales, que por su paisaje y su clima
tenían la posibilidad de construir una polis en los campos, y a los que no les
fue permitido construir un modelo de ciudad acorde con su geografía, con sus
climas, con sus tradiciones culturales, sino que se les impuso a sangre y fuego
el dictado de unas metrópolis que ya sólo veían en lo urbano la realización de
un proyecto comercial y político autoritario y subordinado, no la construcción
de una morada que dejara expresar los elementos invisibles de la cultura.
187

El mundo cambia aceleradamente, y los males de un orden enemigo a la vez


de la naturaleza y de las culturas diversas se hacen cada vez más evidentes. A
nuestra confusa y desequilibrada urbanización se añaden las consecuencias de
un modelo global que enrarece los aires, saquea las selvas, envenena los ríos y
destruye los climas. Cada día nos despierta la conciencia creciente de que la
ciudad debe cambiar, de que el mundo debe cambiar, y de que las soluciones
ya no pueden ser ideales proyectados al porvenir sino modificaciones
fecundas en lo inmediato.

Sabemos que lo que hay que cambiar no es tanto la ciudad sino la gente que la
habita, que la revolución que necesitamos es una impostergable revolución de
las costumbres. No se trata de despoblar las ciudades y repoblar los campos
sino de impedir que la mancha urbana avance sobre los campos como una
enfermedad, y que para ello más bien son los campos los que deben avanzar
sobre la ciudad, porque el principal desafío de la especie es reconstruir el
bosque planetario, reconciliar la ciudad con el mundo.

Aunque nuestro modelo de ciudad se esfuerza por ocultarlo, la naturaleza está


presente por todas partes en el mundo urbano. Aquí están el aire y el agua, los
alimentos y los climas, la topografía y la lluvia, la presión atmosférica y la
fisiología, el día y la noche, el sol y las nubes, los pájaros y las estrellas. El
campo nos envía continuamente sus dones y sus frutos, y aunque los
urbanistas no lo crean, no son los grifos los que inventan el agua ni los
ventiladores los que inventan el aire. Nosotros mismos somos en primer lugar
naturaleza, aunque sólo por la cultura lo sabemos.

Y a pesar de que las religiones y las filosofías nos hayan hecho creer que
éramos ángeles venidos de no sé qué cielo y que al final de todo volvíamos a
nuestra patria eterna, la gran aventura de la modernidad es la revelación, no de
nuestros humildes sino de nuestros altos y asombrosos orígenes: que somos
más afines a las salamandras que a los ángeles, que hemos llegado desde las
metamorfosis de Ovidio hasta las de Kafka, y que nuestro sueño de ser la
188

imagen y semejanza de Dios y la criatura superior de la naturaleza en vez de


mejorarnos deterioró el mundo del que habíamos brotado.

24 Jun 2018 - 12:30 AM

Por: William Ospina

Esta tierra donde es dulce la vida (I)


En la última página de La montaña mágica, Thomas Mann se preguntó si de
esa mala fiebre de la guerra que arrasaba en su tiempo los campos de Europa
se levantaría el amor algún día; hoy en todo el mundo nos preguntamos si de
las caóticas y envilecidas metrópolis que crecen como una enfermedad sobre
el planeta podrá levantarse en el futuro una morada humana.
Sabemos que la ciudad fue desde siempre el mejor sueño de la especie; no
sabemos a qué horas ese ideal de la civilización se convirtió en un nicho de
hacinamiento y de vértigo, de hastío y contaminación, de soledad e
incomunicación. Claro que quedan en el mundo ciudades de dimensión
humana, en las que aún es posible explorar esa “utopía del habitar urbano”,
ese sueño de armonía, equilibrio, solidaridad y creatividad que fue el signo de
la ciudad en los mejores tiempos de la historia.

Una frase de Aristóteles está en el corazón de las reflexiones sobre la


ciudad: Anthropos phisei politikon zoon. Primero la tradujeron como: El
hombre es un animal político. Después dijeron: El hombre es por su
naturaleza un viviente urbano. Y más recientemente podríamos decir: El ser
humano es un viviente que sólo puede habitar en la cultura. La palabra política
deriva de la palabra polis, como deriva de ciudad la palabra ciudadano. Es
como si sólo con la polis hubiera nacido la política y con la ciudad hubiera
nacido la ciudadanía.
Colombia fue mucho tiempo un país campesino. Aquí era posible vivir en los
campos todo el año sin que el clima resultara desastroso. Para europeos y
norteamericanos vivir en el campo tuvo que significar inmensos sacrificios,
189

sobre todo en los inviernos, que pueden ser despiadados. En nuestro país ser
campesino era más posible, pero el crecimiento urbano tejió un relato de
menosprecio y de difamación sobre el mundo rural.

Hace años tuve la oportunidad de visitar con un grupo de escritores una región
muy bella, la Moldavia rumana. Nada me conmovió tanto como ver
campesinos, que ya no se ven en el resto de Europa, granjas en esos bosques
otoñales, personas de distintas edades trabajando en los campos, carretas de
manzanas y remolachas llevadas por rojos y enormes caballos, niños saltando
por los setos y jugando junto a los arroyos, ancianos amontonando el heno
junto a casas llenas de adornos y de flores. Un escritor francés que iba
conmigo me dijo con convicción y con cierto entusiasmo que todo eso era
premoderno y pronto desaparecería. Le dije que sería una lástima porque era
muy bello, y él me respondió con aspereza que yo no sabía cuán duro era vivir
en el campo, cuánto sufrimiento humano había encerrado allí.

No discutí, pero no dejé de preguntarme si era tan cierto que la modernidad


nos ha librado de una pesadilla dolorosa y nos ha llevado a un mundo con
menos sufrimiento, o si por lo menos podemos decir que a cambio de ganar
ciertas comodidades materiales nuestra vida se ha empobrecido de un modo
considerable, cada vez más lejos de la naturaleza y de su misterio, cada vez
más sumidos en el mundo industrial, en el mundo de los artefactos, de las
basuras y de la contaminación, con una pesadilla tecnológica como principal
horizonte de la historia.

Hay un poema de Robert Browning que se llama La aldea y la ciudad. El


poeta enumera las muchas virtudes y excitaciones de la vida urbana
comparadas con la simplicidad y el tedio de la vida rural, como podían verse
desde Londres o desde la Florencia del siglo XIX. Pero Browning no sigue la
costumbre romántica de celebrar el campo, no idealiza la vida rural contra la
prisa, el estruendo y el anonimato de la metrópoli, más bien resalta la ironía de
que la vida urbana es excitante, prodigiosa y espléndida pero inaccesible.
190

Música, animación, asombro, inventos, novedad, espectáculos, cambio


continuo, qué fascinante es todo eso, pero ah, es caro, carísimo… así que el
narrador celebra deslumbrado la ciudad pero opta por la aldea.
La gran pregunta que tenemos que hacernos hoy es: ¿sí se justifica la
separación del mundo entre lo urbano y lo rural, entre el campo y la ciudad?
Los griegos de la época clásica tenían una palabra, asteios, para hablar de lo
ingenioso y lo entretenido, y una palabra, agroikos, para hablar de lo
monótono y lo aburrido. La primera terminó designando lo urbano y la
segunda lo rural, pero es que tal vez ya con la cultura griega nació en
Occidente esa tendencia a oponer la naturaleza a la cultura, el campo a la
ciudad, el campesino al ciudadano. Al cabo fue en Grecia donde se gestó el
triunfo del espíritu y la desacralización de la naturaleza, la tendencia a
convertir al ser humano en la medida de todas las cosas y la concepción del
hombre como imagen y semejanza de Dios. Lo cierto es que sólo el ser
humano hace ciudades que procuran diferir de la naturaleza y triunfar sobre
ella, sólo el ser humano parece necesitar un nicho propio y se aparta del orden
natural, mientras el resto de las criaturas, como diría Barba Jacob, ajusta su ser
a la eterna armonía.

Durante muchos siglos la aventura humana pareció demostrar que esa


superioridad era indudable, que esa división era innegable, que la ciudad
como corona y síntesis de la civilización era nuestra conquista más alta,
nuestro mayor orgullo y el mejor testimonio de nuestra condición superior.
Durante siglos pareció justificarse la separación entre lo repetitivo del
universo natural y lo ameno, excitante y novedoso de la empresa humana, y
Hegel resumió todo eso celebrando la novela del espíritu como la realización
de la aventura superior de la historia.

Pero desde temprano en la aventura humana ya estaban Troya y Nínive, Tikal


y Tenochtitlan, Kajuraho y Varanasi, Babilonia y Persépolis: las ciudades de
los guerreros y de los mercaderes, de los escribas y de los sacerdotes, de la
voluptuosidad y de la plegaria, de la soberbia y del arte. La ciudad no era algo
191

nuevo: lo nuevo fue la velocidad, la proliferación, la explosión demográfica,


el paso del trabajo artesanal a la producción industrial, el paso de la especie
humana de huésped agradecida a abusadora y depredadora del mundo. Y todo
desembocó en un imperativo del crecimiento que amenaza con extenuar el
orbe natural que nos sustenta y le hizo decir a Stephen Hawking que con
nuestro estilo de vida y nuestro modelo de consumo muy pronto
necesitaríamos otro planeta.

El más alto elogio de la metrópoli lo hizo el doctor Johnson a finales del siglo
XVIII: “Amigo mío, si alguien está cansado de Londres está cansado de la
vida, porque Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer”. Ahora sabemos
que exageraba, porque si eso fuera cierto Inglaterra no habría extendido sus
tentáculos por todo el planeta, Richard Burton no habría llegado al lago
Victoria, no se habrían dado las guerras del opio, Byron y Shelley no habrían
tenido que huir con sus amores y sus sueños, ni morir en mares y guerras
distantes, y Nelson no habría muerto en su fragata y el pobre Chatertton no
habría expirado en su buhardilla, despreciado por un mundo del que era la flor
más admirable.

Algo le falta siempre y algo le sobra siempre a la mayor ciudad del universo.
Montaigne y fray Luis de León saben pensar mejor lejos del ruido del mundo,
Ovidio y Víctor Hugo saben crear en el exilio, y algunas de las obras más
libres de espíritu humano pudieron crecer incluso en las cárceles, “donde toda
incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”.

(Leído en el Tercer Foro de Cultura Ciudadana, en el onomástico de San


Juan de Pasto).

3 Jun 2018 - 4:15 AM


192

Por: William Ospina

La tormenta (I)
Si alguien quisiera dictar una charla surrealista, podría empezar diciendo que
llevamos mucho tiempo viviendo de la sangre de los dinosaurios. Que la
sangre de los dinosaurios terminará haciendo que el mar hierva y que el cielo
se apague.

Pero no, no es surrealismo: es la sencilla realidad. En todas partes estamos


carbonizando el mundo, no en el sentido de estarlo quemando, pero sí en el
sentido de estarlo llenando de carbono. Hace meses, ante los ojos asombrados
de los viajeros, se blanqueó la barrera coralina de Australia, una de las
maravillas del mundo. Y ese podría ser un bello espectáculo, si somos capaces
de pensar que la muerte es un bello espectáculo. Para que toda una barrera de
corales se muera y se afantasme, basta que aumente un par de grados la
temperatura del mar.

¿Por qué nos preocupa en Colombia que se mueran los corales de Australia?
Por la misma razón por la que puede preocupar a los australianos que cada año
se pierdan miles de kilómetros cuadrados de la selva amazónica. Hasta ayer
vivíamos, o creíamos vivir en países, ahora todos vivimos en el mundo, y no
en un mundo apacible, sino en un mundo donde se sienten crecer las
catástrofes.

Hay un hermoso poema de León de Greiff, muy musical y un poco irónico, en


donde él afirma que no ha visto el mar: “No he visto el mar,/ Mis ojos, vigías
horadantes, fantásticas luciérnagas,/ Mis ojos avizores entre la noche, dueños/
De la estrellada comba, de los astrales mundos,/ Mis ojos errabundos, ojos
cogitabundos,/ Familiares del hórrido vértigo del abismo,/ No han visto el mar
mis ojos,/ No he visto el mar”.

Digo que es irónico porque evidentemente cuesta trabajo no ver el mar. No


ver una hormiga es fácil, pero es difícil no ver el océano. El poema podría
193

significar apenas que el poeta, un caballero antioqueño de 30 o de 40 años, no


ha hecho el viaje a Turbo o a Coveñas, y no ha podido conocer personalmente
el mar. Pero creo que el poema no habla sólo del poeta: habla de cada uno de
nosotros, y por eso nos gusta a todos. Más bien significa que nosotros, los
colombianos, o que tal vez los latinoamericanos, como también lo sugiere
Ignacio Padilla, en su hermoso libro “La isla de las tribus perdidas”, no hemos
visto el mar.

Y ese no haberlo visto no parece un problema óptico. Yo diría que significa


que no lo hemos advertido, que no lo hemos conocido, que no hemos entrado
en contacto con él. Podría significar: no somos griegos, no somos árabes, no
somos ingleses, no somos estadounidenses. No hemos sido Ulises, ni Simbad,
ni el bucanero ciego de la Isla del tesoro, ni el capitán loco que buscaba a la
ballena blanca. Uno puede vivir por siglos junto al mar y, en el sentido más
profundo del término, no haberlo visto.

Creo que lo mismo puede decirse del sol. El sol es un poco más difícil de ver:
es tan deslumbrante, tan cegador, que verlo es peligroso. Sabemos que no hay
que mirarlo, que nos conviene no verlo, que más nos conviene no haberlo
visto. Pero también en la expresión “no he visto el sol” podría estar encerrada
una verdad más profunda. Es posible que los seres humanos hayamos estado
por miles de años en la tierra, y sin embargo no hayamos visto el sol, que es
nuestro padre, la fuente de nuestra vida.

A partir de cierto momento los seres humanos empezamos a consumir mucha


más energía de la que éramos capaces de procesar con nuestra alimentación.
Hace dos siglos, a comienzos de la revolución industrial, cada ser humano
todavía consumía las 2.500 calorías que fueron nuestro gasto diario desde el
comienzo de la historia. Ahora no sólo hemos pasado de 500 millones a 7.500
millones de personas, sino que cada uno ha pasado de 2.500 al equivalente de
250.000 calorías.
194

Somos monstruos devoradores de energía: viajamos por tierra a 80 kilómetros


por hora, por aire a 850 kilómetros por hora, hemos iluminado la noche,
hemos abandonado el silencio, oímos radio, vemos televisión, tenemos
encendido todo el día nuestro ordenador, y en los últimos segundos del tiempo
cósmico nuestra única preocupación es tener cargado el teléfono celular.

Alguien hace poco escribió en Twitter: “Estoy saliendo de mi casa sin el


cargador, y con una carga en el celular del 75 %. Que sea lo que Dios quiera”.
Anoche, en el ascensor de un centro comercial, me di cuenta de que una
muchacha consideraba necesario llamar a su hermano o su novio para
preguntarle: “Nacieron los tres dragones. ¿Ahí se acaba todo?”. El gasto de
energía es tan descomunal que no basta que todos los ríos del mundo hagan
girar las turbinas generadoras de electricidad, que todos los yacimientos de
carbón surtan sin fin la fuente de la energía térmica, sino que hace dos siglos
la revolución industrial y hace un siglo en señor Henry Ford pusieron a la
humanidad a consumir petróleo, combustibles fósiles que encienden la noche
y acompasan nuestra velocidad y alimentan las fábricas, de modo que
llevamos mucho tiempo, como decía, viviendo de la sangre de los dinosaurios,
y estamos liberando a la atmósfera de manera creciente todo el carbono que
estaba guardado en las profundidades de la tierra. La temperatura global está
aumentando aceleradamente, ha subido varios grados la temperatura del mar
hasta blanquear la barrera coralina de Australia, y en los términos más
sencillos estamos carbonizando el mundo, es decir, aumentando sin control el
nivel de carbono en la atmósfera.

Pero es bueno recordar que hace poco más de dos siglos el poeta Friedrich
Holderlin escribió en su poema Patmos: “Allí donde crece el peligro crece
también lo que nos salva”. Hace ya varios años la humanidad se pregunta con
angustia cómo vamos a sostener este ritmo descomunal de gasto de energía, si
todo el carbón y todo el petróleo que consumimos están dejando en la
atmósfera, en los océanos, en las pieles y en los pulmones un rastro mortal. Ya
no tenemos décadas para corregir ese problema, ahora es evidente que a lo
195

sumo tenemos años. Y es el momento en que el ser humano, acosado por la


necesidad y por el peligro, descubre, como decían en la antigüedad, que hay
un sol en el cielo, y puede decirse, en un sentido muy profundo, “no he visto
el sol”.

Ahora sabemos que el sol y el viento son la gran solución a las demandas de
energía de la humanidad, que la energía solar y la energía eólica son las
energías limpias e inagotables que necesita, no sólo el futuro, sino
desesperadamente el presente. Nos volvemos de pronto a mirar esa fuente
desmesurada de energía, y comprendemos que si lo hacemos bien y a tiempo
tendremos energía limpia y abundante para todas las necesidades de la
civilización en los próximos diez millones de años. ¿Por qué no lo habíamos
visto antes? Tal vez porque la historia no nos había formulado el desafío.

Claro que no hay que cantar victoria: porque ya hemos alterado seriamente el
equilibrio del mundo y porque de la teoría de la sustitución energética al
cambio real del modelo todavía queda mucho trecho y muchos intereses que
vencer, y mientras tanto el mundo ya está empezando a tratarnos como a una
plaga dañina. Tenemos que dejar de pesar nocivamente sobre el mundo, y eso
requiere un largo proceso de recuperación del equilibrio perdido.

Fragmento de Solidaridad y futuro, un ensayo del nuevo libro “El taller, el


templo y el hogar”.

13 May 2018 - 2:10 AM

9 Jun 2018 - 11:00 PM

Por: William Ospina

La tormenta (II)
196

Tan grave como decir “no he visto el mar” o “no he visto el sol” sería tener
que decir “no he visto el mundo”. Y yo creo que, de verdad, no lo hemos
visto.

Tal vez porque nuestras mitologías y sobre todo nuestras teologías nos
enseñaron que éramos una especie distinta y superior, venida del cielo, que no
se parecía a la tierra, que estaba aquí por poco tiempo y que después volvía a
su patria eterna, aprendimos a comportarnos como visitantes, llamados a
utilizarlo todo, a dominarlo todo, a saquear el mundo y a no agradecer por
nada.

Ha sido muy lento el proceso de descubrimiento de que somos hijos de este


mundo, diseñados por él, condicionados por él; que todo en nosotros depende
de las dimensiones del planeta, de su gravedad, de su clima, de sus especies,
de su diversidad, de su equilibrio. Que todo daño que hacemos al entorno lo
pagaremos con asfixia, con peste y con llagas, porque o somos parte de la
salud del planeta o fatalmente seremos parte de su enfermedad y de su agonía.

Alguna vez Macedonio Fernández declaró que nunca se había sentido tan
interesado en el tema de la respiración como una vez en que estuvo a punto de
ahogarse. Es duro pensar que sólo empezamos a ver realmente el mundo a
partir del momento en que sentimos que el mundo nos falta. Cuando estemos a
punto de perderlo descubriremos que estábamos en el paraíso. Ahora, viendo
los bosques arrasados, los ríos contaminados, los glaciares derretidos, los
polinizadores diezmados, las bandadas extraviadas, los cardúmenes sin
rumbo, el mar infestado por un continente de basura, las epidemias
potenciadas, ahora que no podemos cantar “Vamos a la playa, calienta el sol”,
sin preguntar enseguida con angustia si llevamos el bloqueador solar
adecuado, comprendemos que la inmensa morada terrestre puede tratarnos
como cosa ajena, que tanto jugamos a no ser de aquí que el mundo podría
empezar a tratarnos como extranjeros.
197

Y también es posible que no hayamos visto a la humanidad. Hemos pasado la


historia de tal manera divididos en razas, en lenguas, en religiones, en tribus,
en naciones, de tal manera trenzados en guerras y conflictos, que nos resultó
siempre difícil vernos como miembros de una misma especie y como partes de
un proyecto común.

Ahora tenemos urgentes tareas compartidas que nos ayudarán a sentirnos parte
de un proyecto solidario, gotas del mismo río, hojas del mismo bosque y caras
de un mismo sueño. La tarea urgente de sustitución de fuentes de energía
marca poderosamente la agenda planetaria. Ya Alemania y Dinamarca han
emprendido incluso la tarea de cerrar sus centrales nucleares y de depender en
un ciento por ciento de energías limpias. Es algo que pueden hacer los
Estados, pero qué alivio histórico saber que cada quien puede conseguir un
par de paneles solares y empezar por asegurar energía limpia para su propia
casa, recortando de paso la factura mensual. Qué bueno conectarse
directamente con el sol, como los girasoles, y no alimentar los circuitos del
poder o de la corrupción.

Hace poco Jeremy Rifkin ha dicho que está terminando la edad de los
combustibles fósiles, que ya comienza su sustitución por energía solar y
eólica, que esa energía ilimitada en el futuro será gratuita, que está
comenzando la tercera revolución industrial “basada en las energías
sostenibles y las consecuencias de internet como la economía colaborativa”,
que “el 90 % de los automóviles va a desaparecer y que la inmensa mayoría
de los que queden serán eléctricos y sin conductor”, que llegó la edad de las
reforestaciones masivas y de la energía limpia, que ya “Copenhague quiere
convertirse en la ciudad más verde del mundo”.

Paradójicamente nada resulta más favorable para la expansión de los bosques


que la sobreabundancia de dióxido de carbono en la atmósfera, de modo que
lo que hoy se requiere es inteligencia y voluntad. Pero la manera misma del
proyecto industrial tendrá que ser examinada a fondo, porque aunque
198

lográramos un 100 % de energía limpia, ilimitada y gratuita, igual podría


hacer colapsar el mundo un modelo de saqueo irrespetuoso y depredador, que
ve en la naturaleza sólo una fría bodega de recursos, en la humanidad un mero
rebaño de operadores y consumidores, y en el mundo apenas un escenario
desangelado para los designios de una acumulación ciega y sórdida.

La idea del desarrollo concebido como mera multiplicación de mercancías y


aumento de la rentabilidad parece una variación ya sin poesía del viejo
desvelo de los alquimistas por convertir todas las cosas en oro, y contiene en
su almendra una alarmante negación de la vida como diversidad, como
contención, como profusión y como equilibrio. Porque de todas las cosas que
caracterizan al mundo ninguna es más evidente, y a la vez más alarmante para
los designios del gran capital, que su gratuidad. Originalmente, todo en este
mundo es gratuito, y fue Chesterton quien dijo que “ni siquiera podemos saber
qué tan ricos o pobres somos, porque todo es regalo”.

Es la iniciativa múltiple y autónoma de los ciudadanos lo único que puede


detener la degradación de las democracias en todo el planeta. Son urgentes los
planes masivos de reforestación aliados con el conocimiento necesario para
proteger la biodiversidad amenazada. Es urgente salvar las cuencas, proteger
los ríos y curar los manantiales. Y también es urgente un cambio de estilo de
vida que libere de la excesiva presión al cuerpo y al mundo: sinceramente, yo
creo que empieza a ser urgente al mismo tiempo desconectarse de los
mecanismos y encenderse en términos creativos.

Necesitamos una revolución del afecto, una relectura de la historia para


superar la idea absurda de que hay seres importantes y seres no importantes,
seres con historia y seres sin historia. Hay que leer el hermoso libro Vidas
minúsculas de Pierre Michon, o el libro Europa y la gente sin historia, para
comprender cuán equivocados hemos estado en la mirada sobre el papel que
jugamos en el mundo. No hay ser humano que no sea una síntesis de su época.
La democracia es de verdad una necesidad, pero la democracia no puede ser
199

una oscura tiranía de burócratas ni una manipulación de castas ni algo


gobernado por el poder del dinero. Más que un sistema de derechos y de
responsabilidades, la democracia tiene que ser un seguro de equilibrio en el
que sólo si cada quien tiene lo elemental, tiene valor y dignidad, puede haber
paz y convivencia verdadera.

Hay un relato de Ray Bradbury donde alguien grita que viene la tormenta.
Cuando los otros, alarmados, le preguntan: “Dónde, dónde viene?”, él
responde: “Nosotros, la tormenta somos nosotros”.

Los jóvenes, que por definición aman el riesgo y la aventura, tienen que saber
que su deber es ser los protectores de los jaguares y los médicos de los
manantiales. Es la voz de la tierra la que viene a decirnos que sólo bajo esos
signos tal vez salvaremos esta aventura hoy en peligro, porque el mundo es
tan grande que ya sólo se lo puede salvar en cada sitio, en la raíz de cada
árbol, en la fuente de cada río.

Si viene la tormenta, que la tormenta seamos nosotros, o, como acabo de leer


en alguna parte, según la sentencia del pueblo hopi, “nosotros somos aquellos
a los que estábamos esperando”.

Fragmento de Solidaridad y futuro, un ensayo del nuevo libro “El taller, el


templo y el hogar”.

Por: William Ospina

Habrá un país llamado Colombia


(Este texto será leído hoy domingo, en el Encuentro Nacional de Jóvenes
Caminantes, en la Selva de Florencia de Samaná, Caldas).
200

En Colombia ya hay medio país que ha renunciado al fetichismo del poder, a


la esperanza de que sea a través del Estado y de sus mecanismos tramposos
como se puede transformar a la sociedad.

El poder político en Colombia está diseñado para ser todopoderoso a la hora


de atornillar lo que existe, y para ser impotente a la hora de cambiar las cosas
y de servir a los ciudadanos. Mucha gente lo sabe y ha renunciado a la
esperanza del poder, al espejismo de la participación y al sainete electoral,
pero se ha atrincherado en la indiferencia, el escepticismo y el repliegue hacia
el mundo privado, olvidando o ignorando que a lo único que no puede
renunciar el ser humano es a la comunidad, porque a la sociedad o se la
transforma o se la padece.

Pero, ¿es posible una acción política por fuera de los cauces y los
instrumentos del Estado? ¿Es posible una democracia por fuera de las
elecciones y de los mecanismos formales de participación? Por lo pronto
Colombia ha demostrado que puede sobrevivir no gracias sino a pesar de las
instituciones. Pero es evidente que ha sido a lo largo de las décadas una
supervivencia dolorosa y trágica.

Una parte de la sociedad está formalizada, trabaja y tributa y vota y se ajusta a


la ley. Pero las grandes mayorías viven en el empleo informal, en el rebusque,
en la marginalidad e incluso en la ilegalidad, porque el modelo económico y
social excluye y arrincona, formaliza para expoliar e incluye para sacar
ventaja, pero no se ha propuesto jamás construir una sociedad democrática
verdadera, un Estado que proteja el trabajo y la familia, que construya una
leyenda nacional viva y compartida, que brinde dignidad, certezas, confianza
y convivencia.

Hace ya mucho tiempo se socavaron los principios de la confianza y de la


convivencia, hace mucho se estableció la costumbre de gerenciar el miedo, de
extorsionar con el poder, de predicar la confrontación, de vivir del conflicto,
de condenar a los pobres a la ilegalidad para después satanizarlos por ser
201

ilegales. Tiene que haber una respuesta para el hecho de que aquí todos los
enriquecimientos son ilícitos, los inmensos y generalizados cultivos de la
gente pobre son ilegales, y una lógica de la desconfianza trata por principio a
todo ciudadano como un delincuente.

El Estado no está para educar, sino para ser educado, dijo alguien. Y hemos
llegado a un momento de la historia en que la crisis de la civilización exige un
cambio radical de costumbres, exige que cambiemos todas las cosas. Una de
las tareas de la inmensa revolución de las costumbres que, a fuerza de
globalización, está comenzando en todo el mundo, es la de reinventar nuestra
manera de estar juntos y nuestra manera de habitar en el mundo. Una
revolución del hacer, del ritualizar y del habitar está comenzando, y no la
dicta la búsqueda de un orden prefijado, sino la necesidad de escapar a los
peligros que se ciernen sobre la civilización y sobre el planeta.

Tal vez la gran diferencia entre este y otros momentos de la historia radica en
que nunca antes los peligros fueron tan grandes y la búsqueda de soluciones
tan imperiosa. Nos acostumbramos a decir como el texto bíblico: “No hay
nada nuevo bajo el sol”. Ahora sabemos que por fin hay algo nuevo: saberes
impredecibles, poderes casi incontrolables, peligros inusitados. Nunca antes
habían surgido tantos peligros salidos de nosotros mismos y de nuestra
manera de habitar. Nada que hayamos diseñado previamente está a la altura de
los desafíos del presente, y la verdad es que hoy podemos repetir con un
estremecimiento los versos finales del poema La playa de Dover de Mathiew
Arnold: “Porque el mundo que yace ante nosotros como una tierra de sueños,/
tan variado, tan bello, tan nuevo,/ no tiene en realidad ni gozo ni amor ni luz,/
ni certeza, ni paz ni ayuda en el dolor; / y nosotros estamos aquí como en una
sombría llanura,/ atravesada por confusas alarmas de guerra y de fuga,/ donde
ignorantes ejércitos chocan de noche”.
De esa noche grávida de peligros y de posibilidades brotará el mundo nuevo.
Y por hoy no cuenta con respuestas, sino con la fecunda luz de unas
preguntas. Ahora sólo sirven los poderes del cuerpo, del instinto y de la
202

intuición, los rumores de la leyenda, los tejidos del mito, los talleres del arte,
los llamados de la poesía y las resonancias libres del lenguaje. Todo lo
instituido está bajo sospecha. La profunda voz de la tierra nos arroja sus
advertencias, el pasado nos ofrece sus mejores recuerdos, pero nos dice que no
hay a donde volver, que esos bosques ya no existen, que tal vez ya sólo
podemos pedir orientación a los ríos que corren “al norte del futuro”, como
decía Paul Celan.

Hace siglo y medio Nietzsche comenzó su profético libro “La voluntad de


dominio” con una afirmación tremenda: “Voy a escribir la historia de los
próximos dos siglos”. Y enseguida describió nuestra época con una lucidez,
una ferocidad y un detalle verdaderamente alarmantes. Sería la época del
nihilismo, del hundimiento de todos los valores, de la pérdida de todo rumbo,
de aridez espiritual, de angustia, de crueldad y de horror. Ahora ese mismo
nihilismo confunde y desconcierta a muchos porque su angustia tiene diseños
sofisticados, su malestar se fabrica de un modo industrial, su desesperación
viene empacada al vacío, su vacío sobrenatural está provisto de control
remoto, su extravío tiene pantalla táctil, y el miedo al minuto siguiente
relampaguea en las manos de todos.

Habrá un país llamado Colombia si hay un planeta llamado Tierra, donde el


equilibrio de la naturaleza vuelva a ser la prioridad de las comunidades, donde
el milagro de la vida sea el mejor espectáculo, donde la austeridad sea un
verdadero timbre de aristocracia, donde el afecto sea el principal medio de
comunicación, donde el trabajo, donde el hacer sea a la vez una
responsabilidad y un placer, un modo de expresar la vida interior y un acto de
gratitud con el mundo, donde resolvamos en destreza y en creatividad nuestros
desacuerdos, en arte nuestra energía vital, donde aprendamos a ser rivales sin
ser enemigos, donde nos inclinemos como en la India ante la divinidad que
hay en los otros, donde la religión no sea arrodillarse y darse golpes de pecho,
sino cuidar, celebrar y agradecer y, como decía el Latino, mirarlo todo con un
alma tranquila, y donde aprendamos a habitar cerca del bosque y de sus
203

dioses, protegiendo la salud de los manantiales, en ciudades humanas que


giren silenciosamente como grandes flores solares.
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7 Abr 2018 - 10:00 PM

Por: William Ospina

La promesa de lo perdido
Nuestros ojos no gastan la Pietá de Miguel Ángel, nuestros oídos no gastan
las sonatas de Beethoven, nuestra lengua no gasta las palabras de Borges o de
Shakespeare, nuestro deleite no gasta el encanto de las paradojas de
204

Chesterton, la elegancia de los epigramas de Oscar Wilde. Hay algo que tiene
el arte y que sólo tienen los dones de la naturaleza, el cristal de la Luna, el
volver de las olas, las danzas del fuego, la virtud de que no nos fatigan, porque
siempre ocurren por primera vez.
Tienden a parecerse a los arquetipos platónicos, sobreviven a millares de
manifestaciones y de apariciones, y son a la vez inmutables e irrepetibles.
¿Cuándo aprenderá la industria a hacer como el arte cosas que no se
convierten jamás en basura, como esos seres de mármol que siguen estando
vivos aunque pierdan su cabeza, sus brazos, su cuerpo?

Hay en un museo de Grecia una gacela en cuyo flanco persisten unas garras
leoninas de piedra. Hace tiempo que el tiempo se llevó a las leonas que habían
caído sobre ella, pero las garras hacen sentir su ferocidad y su hambre con la
misma o tal vez mayor fuerza, porque a veces en el arte lo insinuado es más
poderoso que lo evidente.

¿Cuándo aprenderá la industria el secreto de hacer como el arte cosas que se


consumen sin gastarse, como las telas de Van Gogh, como las obras de
Homero, como los corolarios de Spinoza, como las palabras del Padre
Nuestro? En otra época la industria al menos sabía hacer cosas que duraban,
que unas generaciones les legaban a otras, muebles tratados como joyas,
formas tan gratas de frecuentar como músicas, instrumentos que el tiempo en
vez de depreciar hacía más valiosos, libros leídos en la juventud que todavía
en la memoria de los ancianos abrían de pronto sus revelaciones.

Hoy crece una curiosa impaciencia con las cosas; cuanto más saber hay en
ellas, cuanta más información las configura, más rápido envejecen y más
pronto sus dueños quieren deshacerse de ellas para adquirir otras a las que un
mejor diseño no hará sin embargo más queridas. Nos roe, como dice Borges,
una oscura desesperación.

Queremos que la novedad se gaste pronto para que novedades más dóciles,
más veloces, más ingeniosas la sustituyan sin fin. Huimos hacia el futuro sin
205

nostalgia de lo que dejamos, pero sobre todo sin gratitud. ¿Por qué mostrar
gratitud por las cosas si al fin y al cabo ya hemos pagado su precio? Nos
parece que haber abonado su precio nos autoriza a despreciarlas, y los
basureros inmensos y apocalípticos de las ciudades modernas son la evidencia
de nuestra ingratitud.

Qué extraño que sólo en los países más pobres la necesidad y la gratitud hacen
que algunas cosas duren y ganen una extraña belleza. Emily Dickinson dijo
misteriosamente: “Las mayores ganancias / deben pasar la prueba de la
pérdida / para hacerse ganancias”. Tal vez necesitaremos que todo este
esplendor, que todo este derroche de saber y destreza, todo este espíritu del
saber científico y técnico objetivado, como decía Hegel, en cosas admirables,
en objetos sorprendentes y sofisticados, nos haga naufragar en su propia
obsolescencia, para que aprendamos a respetarlo, a agradecerlo.

Nunca hubo basura antes de la Revolución industrial, porque en rigor no


podemos llamar basura a lo que vuelve al ciclo de la naturaleza, a los
desechos orgánicos que vuelven a hacer brotar nabos y rosas, a las maderas,
los metales, los cristales, los tejidos que cumplen con los deberes naturales del
eterno retorno. Es basura aquello que permanece como escombro, no con la
dignidad de las ruinas, que cantan ebrias de sentido, sino con la nocividad de
lo que estorba y degrada y exuda su poder corrosivo. Los cementerios
industriales, los residuos radiactivos, los desechos nucleares, el mercurio que
corre por los ríos, los metales pesados que herrumbran los estanques, los
combustibles fósiles que envenenan los manantiales, el rocío venenoso que
parece proteger las cosechas exterminando a los saltamontes y a las abejas, la
temperatura que blanquea los corales, el carbono que vuelve a la atmósfera.

La tierra hizo del hombre su castigo, dice Neruda, pero igual pudo haber
dicho, como Hölderlin, “allí donde crece el peligro / crece también lo que nos
salva”. La naturaleza, que es otro de los nombres de Dios; que hizo, como
decía con asombro William Blake, al cordero y al tigre, no sólo inventó la sed
206

sino el agua, no sólo la herida sino la cicatriz, no sólo el veneno sino el


antídoto. A veces no llega el agua, a veces la herida no cicatriza, a veces llega
tarde el antídoto, pero el poder sanador existe y nuestro deber es procurar que
sea oportuno, que el remedio llegue a tiempo.

Hölderlin decía que los dones son frágiles, que todo nos fue dado para que lo
perdiéramos. Que la infancia y sus dones: la ingenuidad, el espíritu de juego,
la curiosidad, la evidencia de lo divino, el asombro de los descubrimientos,
era un don que fatalmente debíamos perder. Que la humanidad estaba
condenada a perder su infancia y sus dioses; pero añadió que no perdimos
todo aquello para perecer en la sordidez de un mundo ya sin perplejidad y sin
magia, sino para que pudiéramos experimentar la orfandad de su ausencia.
Porque sólo de esa orfandad, de ese vacío de sentido, de ese nihilismo
moderno, de esa nada, podía crecer la valoración real de esos dones, la
deploración de su pérdida y la avidez de recuperarlos.

Todo nos fue dado gratuitamente como un don, incluso el saber delicado de
las cosmogonías y de las mitologías. Pero una vez perdido ya no lo podemos
recuperar como un don, ya a la infancia perdida sólo podemos volver por
nuestros méritos. Esos dioses que nos fueron dados y arrebatados ahora sólo
pueden brotar de nosotros, de nuestra limitación y de nuestro vértigo ante un
universo sin sentido. Tienen que ser el fruto de nuestro esfuerzo y ya no de
nuestra ingenuidad, el conjuro de una vasta amenaza.

El remedio que tenemos que encontrar a tiempo, como en los cuentos


antiguos, hecho, a la manera de la cierva blanca, de un poco de memoria y de
un poco de olvido. Sólo así recuperaremos la infancia que nos recomendaban
(qué raro es citarlos juntos) Nietzsche y Jesucristo. Y sólo así ya no podremos
perderla.
VER TODOS LOS COLUMNISTAS


207

17 Mar 2018 - 9:00 PM

Por: William Ospina

La hora de pasar la página


En Colombia se vive de un modo creciente la indignación ciudadana frente a
un modelo económico y social mezquino y cavernario, y frente a una casta
política ciega a la modernidad, que tiene una antorcha en su mano y se
propone guiarnos otra vez hacia el fondo lleno de monstruos de la Edad
Media.

Hoy es necesario salvar a Colombia, no de unas personas, sino de unas ideas y


de unas costumbres que tienen arrasada nuestra naturaleza, postrada nuestra
economía, destruida nuestra confianza y que mantienen a millones de jóvenes
en el desamparo y en el filo de la violencia, a punto de convertirse sin cesar en
nuevas guerrillas, nuevos paramilitares, nuevos traficantes y nuevos
sembradores del caos.

Mi opinión, hace mucho tiempo, desde cuando escribí La franja amarilla, es


que lo que necesita Colombia no es un mero presidente, sino una nueva
ciudadanía. Nada más triste que el riesgo de que un día despierte en la Casa de
Nariño la persona más noble, generosa y bienintencionada, y descubra con
amargura eso que llamaba García Márquez la soledad del poder: tratar de
cambiar la realidad en medio de la “alambrada de garantías hostiles” de un
Estado hecho para perpetuar la iniquidad y para impedir todo cambio, de unos
poderes económicos dispuestos como otras veces incluso a arruinar el país con
tal de detener al pueblo, que a sus ojos siempre fue un populacho, y con una
208

ciudadanía indiferente, que ni vigila, ni exige, ni es capaz de unirse para frenar


las políticas que le quitan la sangre.
Pero hasta una campaña electoral como la que estamos viviendo podría ser un
escenario propicio para que el debate sobre el país que necesitamos se abra
camino. En estos días todo el mundo quiere hablar, discutir, proponer, y tal
vez lo malo es que sigamos creyendo que la democracia se lo juega todo el día
de la elección, y no tengamos una mirada amplia que pueda inscribir esos
debates en un horizonte más creativo.

Ni la salud del río Magdalena, ni la recuperación de las cuencas de los grandes


ríos, ni la salvación de la mitad de los páramos de este planeta que están en
Colombia; ni las soluciones para la agricultura campesina que ha tenido que
dedicarse al azaroso cultivo de plantas ilícitas por falta de opciones en la
legalidad, de créditos, de vías, de acceso a los mercados; ni el control de las
mafias que sólo prosperan de este modo donde la economía formal está
cerrada para las mayorías; ni la posibilidad de una industria adecuada a
nuestra población y a nuestra tierra; nada de eso depende sólo de un
candidato, por lúcido y comprometido que sea: depende de una comunidad, de
su grandeza, de su capacidad de dialogar y de exigir, de su capacidad de
construir afecto y respeto, y aquí los partidos tradicionales y la estrategia de
sus dirigentes convirtieron a Colombia en un caldero de desconfianzas y de
resentimientos.

Por eso necesitamos otra política, pero nuestros candidatos parecen resignados
a ese viejo modelo estéril de comités y de huestes que nos heredó la tradición.
Siempre el gran candidato sigue convencido de que ya sabe qué es lo que hay
que hacer, y aunque abraza a la gente para la foto no tiene tiempo de escuchar
a nadie. El candidato debería brotar del diálogo ciudadano y no al revés.

Pero es verdad lo que decía Chesterton: que la política nos excita tanto porque
es lo único que es tan intelectual como la Enciclopedia Británica y tan movido
como el Derby. En la política siempre hay algo que debe obligarnos a la
209

reflexión, a la flexibilidad y a los acuerdos, y es el tiempo: el tiempo corre


siempre en contra. Los proyectos autoritarios y señoriales que nos tienen
convertidos en el cuarto país más desigual del mundo, y en uno de los países
más atrasados del continente, siempre están listos a unirse de nuevo para
perpetuar su orgía de tinieblas, y es necesario que quienes aspiramos, no a un
mezquino proceso de paz sin gente, en el que es cada día más difícil creer,
sino a una verdadera transformación de nuestras condiciones económicas,
industriales, agrícolas, a pasar de verdad la página de las violencias y dejar de
vivir en el odio heredado y en el eterno rosario de las venganzas,
emprendamos con urgencia un diálogo de convergencias con la esperanza de
que los candidatos escuchen de verdad y reflexionen.

Todos deberían reconocer que aquí se necesita verdadero espíritu crítico, que
no se puede corregir este modelo sin un poco más de radicalidad, y también
que todas las grandes transformaciones que es fácil reclamar y soñar,
requieren del piso firme de una política que logre acuerdos, que no dependa de
un superhombre sino de una comunidad, y que lo que principalmente requiere
Colombia es engrandecer al pueblo, hablar con modestia en su nombre,
exaltando su profunda dignidad y su enorme tradición de paz y de
laboriosidad, y romper las ligaduras que mantienen atadas desde hace siglos
las manos de una comunidad creadora. Aquí cada vez que se abre una puerta
de oportunidades se agolpan los talentos esperando que aparezca por fin su
ocasión de demostrar lo que valen.

Hay que cambiar la atmósfera del debate. Es un error fundar las propuestas en
un listado de grandes decisiones traumáticas que requerirían un poder político
descomunal. Son mejores los cambios generosos y concertados en los que el
Estado, más que imponer cosas, libere capacidades de acción, iniciativas,
espíritu empresarial, formas de la cooperación. Fortalecer una comunidad
responsable y digna, dueña de su memoria, consciente de su fuerza, a la que
no gobierne la cólera ni la venganza, sino la solidaridad y la alegría, es tarea
de todos, y cuando la dejamos en manos de uno solo, inevitablemente fracasa.
210

El espíritu de rivalidad, de zozobra y de amenaza sólo le conviene al


establecimiento para atemorizar y beneficiarse con él. El otro país, el gran país
que haremos nacer, tiene que pasar la página de las venganzas y de los
miedos, y poner el énfasis en la urgente agenda planetaria, en la protección de
la naturaleza, en la dignificación de la sociedad, en la prosperidad y en la
esperanza. El viejo país de las castas podría estar a punto de quedar atrás, y
como decía Borges, es un error “demorar su infinita disolución / con limosnas
de odio”.
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La paz
CRÍTICA A LA CASTA POLÍTICA TRADICIONAL -

del pueblo ausente, por William


Ospina


CRÍTICA A LA CASTA POLÍTICA TRADICIONAL

La paz del pueblo ausente, por William


Ospina
Política

11 Mar 2018 - 9:00 AM

William Ospina / especial para El Espectador

A propósito de las elecciones, el ensayista, novelista y poeta revisa la


Colombia de hoy, donde la ciudadanía debería tener un papel más protagónico
en beneficio de la democracia.
211

El escritor tolimense William Ospina es autor de libros de ensayo sobre la realidad colombiana como
"Pa' que se acabe la vaina", donde revisa la historia política y de guerras. / Gustavo Torrijos - El
Espectador

En Colombia, lo mismo que se advierte a lo largo de toda la historia nacional


vuelve a advertirse en cada jornada electoral: la ausencia del pueblo. Todo
vuelve a girar alrededor de unos nombres y de unos personajes, de sus odios y
de sus venganzas, de sus programas y sus convocatorias, pero la comunidad
resulta cada vez más invisible, convertida apenas en la comparsa de los
elegidos, reducida a la condición de pasivos electores e invisibilizada por la
estadística.

Yo diría que sólo una vez en el último siglo el pueblo tuvo una presencia
protagónica en los asuntos históricos, y fue bajo el influjo de Jorge Eliécer
Gaitán, quien también tenía el defecto de ser muy visible frente al pueblo al
que le hablaba, pero de quien no podemos dudar que se inspiraba en ese
pueblo, le daba fuerza en su discurso y lo engrandecía con su estilo. No se ha
reflexionado bastante sobre el hecho de que Gaitán no difería del pueblo, él
mismo era ese pueblo al que se dirigía pero provisto de voz, de memoria, de
ilustración, de recursos verbales, de elocuencia y de pasión humana.
212

Oyéndolo, la gente no sentía el poder de un orador sino su propio poder, y


sólo en ese momento el pueblo colombiano alcanzó a hacerse visible en la
política, se sintió protagonista, alentó la esperanza de ingresar en una historia
de la que había sido borrado desde los tiempos de la Independencia, cuando
una galería de héroes se instaló en la leyenda y borró la minuciosa abnegación
de esos miles de seres de ruana y de a pie que hicieron las campañas, que
cruzaron los Andes tiritando y muriendo, que caminaron jornadas enteras por
pantanos helados, que cargaron como suicidas con lanzas y espadas contra los
cañones del enemigo. (Del autor le puede interesar: El gran relato).
Como decía Dante, “Es la manera lo que me estremece”. Y como decía Rubén
Darío: “Nada más que maneras expresan lo distinto”. Hay que repetir sin
descanso que el problema de la política en un país como el nuestro, y a lo
mejor en todos los países, no es de discurso sino de maneras. El estilo de
nuestra política ha consistido en invisibilizar al pueblo y sustituirlo en el
diseño de la nación y de sus instituciones. Aquí se hizo costumbre desde la
Conquista no consultar el territorio a la hora de definir su ordenamiento sino
imponer modelos traídos de otra parte, cuya única explicación era el poder
que los imponía y el modelo lejano que trataban de imitar. Si en España se
ordenaba el territorio de cierta manera, eso tenía que ser válido para estas
tierras, y así se olvidaban o se soslayaban los suelos, los climas, la vegetación,
las selvas, las llanuras, los desiertos, los ríos, los páramos, el conocimiento
ancestral de los pueblos nativos. Nadie oía cantar al toche porque nuestro
deber era celebrar a un ruiseñor que por otra parte aquí no existía.

Recuerdo que cuando estaba escribiendo mi novela Ursúa, que habla de los
tiempos de la Conquista, viví una experiencia muy curiosa para un escritor.
Yo podía imaginar perfectamente a los conquistadores, podía verlos bajar de
sus barcos y entrar en el territorio, con sus caballos acorazados de hierro, sus
armaduras, sus penachos y sus espadas, con sus lanzas, su pólvora y sus
perros, pero no lograba ver en mi imaginación a los pueblos indígenas. Los
indígenas se sustraían a la mirada, se evadían al lenguaje, y esto me inquietaba
213

en términos literarios, hasta que un día, fue el narrador el que me dio la clave
de lo que estaba ocurriendo. Porque de repente ese narrador dijo: “No vieron
un solo indio en esa parte de la travesía, pero yo sé que no todas las sombras
que vieron eran sombras de árboles, ni todas las plumas que vieron eran
plumas de pájaros, y no toda la arcilla roja que advirtieron en los barrancos
era tierra inerte”.

En ese momento comprendí que a diferencia de los europeos los indígenas


estaban allí pero no se advertían, sabían mimetizarse en el paisaje, y los
españoles podían avanzar por las selvas entre los indios sin darse cuenta
siquiera de que estaban siendo observados. Por eso parecía ser la selva misma
quien arrojaba sus súbitas flechas. En cambio cuando querían, cuando
entraban en batalla, por ejemplo, las muchedumbres de indios se hacían tan
visibles, con su bullicio, sus caracolas de guerra, sus plumajes, sus cascos y
sus adornos de oro, que alguien que los vio pudo describirlos diciendo que
eran una “larga y espesa selva de plumajes”, y Jorge Robledo pudo declarar
que con sus cascos de oro parecían un ejército en el que todos fueran reyes.

Formaban parte de la naturaleza, eran silenciosos como la niebla, furtivos


como gatos de monte, y su sigilo contrastaba con la vistosidad y el estruendo
de los invasores; estos tenían la ventaja de sus caballos intimidantes y sus
armas de fuego, en cambio para los indios no hacerse notar era un recurso de
supervivencia. No es que no fueran visibles, es que se necesitaba sutileza para
verlos, y la mirada que se impuso en este orden social fue siempre una mirada
incapaz de sutileza, una mirada ciega a todo lo que no le fuera conocido.

Para encontrarle un rumbo a nuestra sociedad y a nuestro mundo natural es


cada vez más necesario ver lo que somos, tener una mirada capaz de percibir
lo original y lo distinto. Y eso es lo que nunca ha tenido la política que aquí se
impuso. Será por eso que tanta gente desconfía de la política, sabe que está
hecha para manipular, para borrar identidades, para anular posibilidades, para
imponer esquemas y modelos, pero no para interpretar creadoramente lo que
214

somos y lo que puede ser el país. (Del autor le puede interesar: Los recursos
de la paz).
Esa mirada comprensiva, cuidadosa y sutil es una mirada que sólo puede
arrojar la cultura, y en primer lugar las artes creadoras. García Márquez
sostenía que sólo la cultura popular ha sabido ver y descifrar nuestro mundo.
Y es evidente que lo que aquí llamamos política nunca ha sabido dialogar con
el arte creador ni con la cultura. Cuando a un candidato le hablan de cultura,
cree que le están preguntando con qué van a entretener a la gente mientras
vota, o con que la van a divertir entre discurso y discurso.

Por eso es tan hermoso y admirable escuchar a todo el que haya sido capaz de
ver profundamente nuestra tierra. Mientras muchos versificadores seguían
cantándoles a las primaveras y los otoños que nos trajo el diccionario, Aurelio
Arturo, un gran observador de su país, nos mostró en versos lúcidos que aquí:

Una hoja sola aún lleva su delgada frescura


de un extremo a otro extremo del año.
Supo sentir el asombro de que la vegetación esté viva todo el año, y advertir
que los campos no sólo son verdes sino que tienen una variedad de verdes casi
infinita. Arturo dijo con gran belleza:

Hoja sola en que vibran los vientos que corrieron


por los bellos países donde el verde es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los países de Colombia.
Esta lengua, llegada de tan lejos, le había impuesto una lógica extraña a
nuestra relación con el mundo. Utilizábamos casi las mismas palabras que en
España, por eso creíamos que estábamos nombrando las mismas cosas, y
perdíamos el matiz original de nuestra realidad. Llamábamos tigres y leones a
los jaguares, nos educaron con cartillas en las que no había piñas y
chontaduros, dantas y zaínos, sino racimos de uvas y granadas, lobos y
jabalíes. Tal vez por eso la palabra democracia sirve aquí para disfrazar una
plutocracia manipuladora y hostil a todo lo genuinamente popular. Aquí ser
215

liberal no es profesar una filosofía de libertad, igualdad y fraternidad sino


participar de un sistema clientelar hereditario que manipula voluntades y se
impone por medio de maquinarias y de mermeladas.

Hay unos versos de Barba Jacob que desnudan el modo como se trafica con
las palabras utilizándolas no para nombrar sino para enmascarar las cosas.

La paz es mi enemigo violento


y el amor mi enemigo sanguinario.
El mismo poeta nos enseñó algo muy valioso sobre la solidaridad. Nuestra
sociedad injusta y desigual es muy dada a predicar la caridad: que los ricos
ayuden a los pobres, que los poderosos guíen a los desvalidos. Él no cree en
esas filigranas de la caridad, hechas para que el rico se eternice en su riqueza y
el pobre en su debilidad y su dependencia. Barba Jacob dice algo mucho más
desafiante y verdadero:

Apoya tu fatiga en mi fatiga


que yo mi pena apoyaré en tu pena.
Él más bien sabe que al pobre sólo lo ayuda el pobre, que al triste sólo lo
entiende el triste, que sólo ayuda de verdad confiar en los otros. Esperar la paz
que diseñan los que vivieron siempre de hacer la guerra, es como esperar la
prosperidad que siempre prometen los que viven de la pobreza ajena.

Hay también un verso de León de Greiff que suena muy paradójico pero que
está lleno de clarividencia. Él dijo en su “Balada de la fórmula definitiva y
paradojal”:

Todo no vale nada si el resto vale menos.


Si uno dice Todo pareciera que no puede decir El resto, pues en ese todo ya
está comprendida la totalidad. Pero como el lenguaje es una abstracción, la
palabra Todo, que parece compendiar tantas cosas, también las borra, porque
en ese Todo ya no vemos cada una de las partes que lo componen. Hay algo
que no vemos en la palabra Todo, y es cada cosa, cada cosa con su inagotable
216

minuciosidad. Entonces me digo que lo que el poeta quiere revelarnos con su


paradoja es que una cosa es el Todo, que abarca el mundo, y otra cosa es cada
uno de los elementos irreductibles que lo constituyen.

Todo no vale nada si el resto vale menos


podría significar entonces: el bosque no vale nada si cada árbol vale menos, la
sociedad no vale nada si el individuo vale menos, el tiempo no vale nada si
cada instante vale menos; es un esfuerzo por devolverle valor y visibilidad a
lo particular y a lo elemental.

En un debate serio sobre la democracia, vale la pena decir que la estadística


tiende a crear un todo en el que cada cosa desaparece. Un buen rey sería aquel
que conociera no sólo el nombre sino el destino y los talentos de cada
ciudadano. Como ese rey es imposible, la democracia tendría que ser ese
sistema donde cada quien pueda tener no simplemente un voto sino un rostro,
un destino, una originalidad, una importancia. Borges nos dijo: “Descreo de la
democracia: ese curioso abuso de la estadística”.

A lo mejor si todo marcha bien, si las instituciones funcionan, si el Estado


responde a las necesidades de cada uno, se podría admitir este extraño modelo
en que los ciudadanos sólo existen una vez cada cuatro años, pero cuando un
país se encuentra en una situación tan alarmante y caótica como el nuestro, es
evidente que necesitamos ciudadanos todos los días, que votar cada cuatro
años es poca cosa para ayudar a resolver tantos males. Que seamos
ciudadanos sólo una vez cada cuatro años, que seamos necesarios sólo una vez
cada cuatro años, es lo que más les sirve a los que viven de usurpar la
voluntad popular y reemplazar a la ciudadanía, a los que son apenas
negociantes de la política, disputándose la bolsa de empleos del Estado, y
repartiéndose el ponqué de los presupuestos.

Por eso no basta que los rostros sean nuevos ni que los discursos sean
distintos. Lo que define una nueva política no es ofrecer otras cosas, prometer
otras cosas, sino convocar de otra manera a la comunidad, darle un lugar
217

distinto a los ciudadanos en la transformación de la realidad, romper para


siempre con esa lógica triste y mezquina de los directorios y de las clientelas,
donde las personas valen como cifras pero no como interlocutores, como
formuladores de propuestas y como inventores de soluciones. A los
candidatos les encanta que la gente adhiera, pero no que la gente participe. Ya
con Gaitán se vio que hasta las propuestas más lúcidas pueden fracasar cuando
no están en la mente y en la capacidad de acción de los ciudadanos sino en el
hombre o en el grupo demasiado visible que los lidera. Y no ignoro que el
proyecto gaitanista fue borrado a sangre y fuego, que contra la propuesta de
Gaitán de renunciar al enfrentamiento ilusorio de los partidos, aquí se predicó
hasta el vértigo una doctrina del rencor y del sectarismo que convirtió a
Colombia en un caldero de odio inexplicable.

Después, durante setenta años todas las contradicciones políticas que se nos
han predicado han sido artificiales; lo más doloroso y siniestro de la violencia
de los años cincuenta es que la contradicción entre liberales y conservadores
era falsa, era una oposición puramente retórica y artificial: los dos partidos no
diferían en términos filosóficos, ni en su doctrina, ni en su proyecto de país;
los dirigentes tenían el mismo proyecto de manipulación y de saqueo, y no
hay guerras más insanas, más crueles y más desalentadoras que aquellas que
se libran por razones falsas, por causas engañosas, por una ignorancia, una
ingenuidad y una docilidad que las castas malignas conducen y aprovechan.
Hasta la más reciente polarización que le ha sido predicada a los colombianos,
la contradicción actual entre uribismo y santismo, sigue siendo una oposición
artificial, hecha para enfrentar a la comunidad, aunque los dos sectores
participan del mismo modelo de sociedad, tienen los mismos intereses, ya han
estado unidos y podrían volver a estarlo. Los mismos apellidos, los mismos
apetitos, las mismas costumbres, identifican a esos sectores que otra vez
pretenden ser irreconciliables, pero que después de denunciarse uno al otro
como el mal absoluto, vuelven a unirse cuando ven peligrar sus intereses.
Sería triste que no hayamos aprendido nada en estos setenta años, que otra vez
218

nos ofrezcamos como comparsas dóciles de esas manipulaciones y de esos


apetitos.

Colombia está cada vez más cansada de esa casta corrupta, y cada vez más
desencantada de su estilo, y es posible que estemos asistiendo al nacimiento, o
a la irrupción, de una contradicción más verdadera, menos manipuladora y
menos arbitraria: la oposición entre el viejo modelo corrupto de maquinarias y
de burócratas y el despertar de la indignación ciudadana. Pero es ese el
momento en que más se requiere inteligencia, sensibilidad y conciencia de
nuestras mayores dificultades, porque corremos el riesgo de que la
indignación quede atrapada en las maneras de la vieja política, el riesgo de
que simplemente aparezca un salvador, alguien que otra vez pretenda diseñar
por su cuenta el país que todos necesitamos, y olvide que aquí no se trata de
dirigir, ni de salvar, ni de imponer soluciones sino de  escuchar a la
comunidad, de liberar la iniciativa de la comunidad, de desatar las manos de
un pueblo lleno de talentos pero postergado, subordinado y despojado de la
posibilidad de tomar iniciativas, condenado siempre a esperar y a pedir
permiso, cuando lo único que necesita es verse convertido en protagonista
creador de otro modelo de sociedad.

Siempre he sido partidario de la solución negociada de los conflictos armados


que padece Colombia. Pero la causa de esos conflictos no es, como predica
nuestra dirigencia, la malignidad de unos hombres. Aquí hay demasiada gente
excluida, demasiada injusticia, somos el cuarto país más desigual del mundo:
esto no se puede ignorar cuando se analizan las causas de nuestra violencia, y
menos aun cuando se diseñan las soluciones. Tenemos una inmensa población
juvenil sin oportunidades, sin ingresos, sin educación, sin formación,
abandonada en manos de la violencia, pues sólo la violencia les ofrece los
ingresos que debería ofrecerles una nación capaz de respetar a sus jóvenes y
de pensar en su futuro.
219

Por eso no creo que a Colombia cualquier proceso le sirva, y menos los
procesos de paz diseñados por esta dirigencia: esa desmovilización de
guerreros que se hace en nuestro país cada quince años, sin acompañarla de
reformas profundas que corrijan las causas de la guerra, que abran la
posibilidad de un tiempo nuevo. La corrección real de los desastres de la
guerra no se logra con la mera desmovilización de unos ejércitos que a duras
penas se reintegran a la sociedad; porque ésta, y es comprensible, no los
recibe con generosidad. La única reinserción verosímil exigiría, además de
cambios profundos, una comunidad dispuesta a acogerlos y a garantizar su
seguridad; pero sin esos cambios que abran puertas para todos, la gente los
recibe con recelo, y hasta siente que les están dando a los insurgentes
oportunidades y prebendas que nunca les dieron a los ciudadanos pacíficos.
(Del autor le puede interesar: Oración por la paz).
El proceso de negociación que vivió recientemente Colombia careció para mí
de varias cosas fundamentales: de un proyecto de juventudes, en un país
donde la juventud es la guerra; de un proyecto urbano en un país que aunque
tiene un antiguo problema agrario, tiene al ochenta por ciento de la población
en las ciudades, y en ellas también sus mayores conflictos; de un componente
ambiental, con un proyecto gigante de reforestación, que si es urgente en el
mundo entero lo es mucho más en nuestro territorio, porque estamos
arrasando los páramos, devastando las cuencas de los grandes ríos,
destruyendo la mayor fábrica de agua del continente.

Pero de todas las carencias de ese proceso, la más sensible fue la falta de
participación ciudadana, que se hizo evidente en el hecho alarmante de que, a
la hora del plebiscito, menos del 20 por ciento de los electores aprobó los
acuerdos, y el 80 por ciento les dio la espalda. El gobierno tenía el deber de
hacerle sentir a la comunidad los beneficios del proceso, el gobierno pudo
haber hecho llegar a los territorios brigadas de médicos y de agrónomos, de
ingenieros y de arquitectos, de deportistas y de artistas, pudo haberle
demostrado a la comunidad que la paz traía para ella beneficios concretos; no
220

me gusta decir esto pero yo mismo se lo expresé en una carta abierta al


presidente de la república, porque si se iba a consultar a la comunidad sobre
los acuerdos, era necesario incluir a la ciudadanía, hacerla partícipe del
proyecto, no producir la sensación de que la paz, que sólo es verdadera si es
de todos, era algo para expertos y diseñada lejos y en secreto.

Es más, en un país donde no se ha hecho nunca un esfuerzo coherente por


formar lectores, se pretendió que toda la comunidad leyera y aprobara en dos
semanas un documento de 300 páginas que sólo podían entender los expertos.
Hasta el presidente Mujica dijo que el pueblo colombiano había mirado ese
proceso como desde un balcón. La paz no sólo se hace para la gente, no sólo
se hace con la gente, la paz hay que hacerla nacer en la gente: la paz no es
para funcionarios y guerreros sino para la vida cotidiana de la comunidad.

Por eso he llamado a esta charla “La paz del pueblo ausente”. Porque quiero
insistir en que esa ausencia del pueblo en las grandes decisiones es la historia
misma de nuestro país, y sigue siendo la principal limitación de nuestro orden
social. Colombia es un país de regiones: desde antes de la llegada del mundo
europeo, aquí ya se habían configurado regiones naturales y humanas
distintas: el desierto de los Wayuu, la sierra nevada de los tayrona, las
ciénagas de los zenúes, las selvas lluviosas de los embera catíos, las montañas
de los pantágoras y de los ebéjicos, la sabana de los muiscas, el plan ardiente
de los panches, las sierras de los nasa, las llanuras fluviales de los kamsá, el
macizo de los andaquíes, la selva de los huitoto y de los desana, las praderas
de los sikuani, la sierra nevada de los u’wa, los cañones de los chitareros, el
valle de los muzos, y a eso se añadieron muchas cosas llegadas de Europa que
aumentaron y enriquecieron esa diversidad.

En la primera Independencia si algo se hizo visible fue la tensión entre las


distintas provincias y entre sus ciudades. En 1814 un caraqueño, Simón
Bolívar, y un quiteño, Carlos Montúfar, iban de un lado a otro extenuados
tratando de lograr que los granadinos se unieran entre sí. Bolívar les explicaba
221

que ya venían las tropas de la reconquista, que el país iba a caer de nuevo en
manos de los españoles, que era cuestión de meses, pero resultaba imposible
hacer que Santafé se aliara con Tunja, que Popayán se aliara con Pamplona,
que Antioquia se aliara con Cartagena, y mientras la escuadra realista iba
llegando a las costas de América, aquí seguíamos desconfiando los unos de
los otros, resistiéndonos a la alianza, hasta que Bolívar prefirió irse para
Jamaica, a tratar de dibujar la Independencia por otro camino. Y Morillo cayó
sobre el territorio y la república se ahogó en su propia sangre.

Es verdad que después la independencia triunfó, gracias sobre todo a Bolívar.


Pero no hemos logrado encontrar todavía el secreto de la unión. Después de
un siglo XIX desgarrado por las guerras civiles, después de un arduo período
federal de un cuarto de siglo, construimos un modelo centralista conservador
que duró medio siglo, a partir de los años cuarenta recomenzó la violencia, y
todavía no hemos encontrado el modelo de país que requerimos. Para nadie es
un secreto que el Estado no sólo no ha logrado imponerse en el territorio, sino
que algunas de las tareas básicas de la institucionalidad democrática, como
una economía incluyente con un mercado interno fuerte, como una agricultura
moderna, como el catastro rural, como una adecuada industrialización, más
bien han retrocedido, y el modelo de propiedad de la tierra, que ha debido
democratizarse y modernizarse, más bien se ha concentrado en las últimas
décadas, sin avanzar hacia un diseño responsable y productivo. Y al mismo
tiempo estamos padeciendo un arrasamiento de la biodiversidad y de la
riqueza natural inusitado y alarmante: Colombia vive hoy un desastre
ecológico de grandes dimensiones, uno de cuyos protagonistas, el
narcotráfico, es también un semillero de violencia y de degradación social, y
el Estado que debería instaurar la ley y el orden está tomado por la corrupción.

La política no puede seguir siendo lo que fue durante más de un siglo, la


comunidad tiene que aparecer, no sólo en el discurso sino en la dinámica de la
política, en el tono de la participación, en los debates de la modernidad.
Colombia tendría que estar hastiada de la pugnacidad, de que la política se
222

identifique enseguida con el odio, la acusación, la crispación y el miedo. Los


jóvenes deberían estar dando a los viejos el ejemplo de otra manera de discutir
y sobre todo de otra manera de participar, de una mirada sutil en la lectura de
nuestra realidad, y de la capacidad de convocar a una fiesta de la imaginación
y de la originalidad en la manera de concebir y de vivir la política. Ya
deberíamos estar hartos de consignas y de caudillos, ya deberíamos haber
cambiado la procesión, con su visible mártir a cuestas, por el carnaval.

Ya García Márquez hizo una expedición fantástica por el territorio que nos
reveló miles de cosas sutiles de nuestra manera de ser: esa capacidad sin duda
grotesca de sacar guerras del sombrero, ese miedo al amor que nos paraliza,
esas pestes del olvido, ese encierro incestuoso en nuestras fronteras, esos
contrastes alucinatorios entre las montañas fúnebres y los valles orgiásticos,
esos dibujos oraculares que forma la sangre corriendo por las calles, esas
niñas con amuletos de dientes de tigre, esas aldeas selváticas donde hay
músicos italianos, árabes en pantuflas, indios que hacen llover flores y gitanos
que escriben en sánscrito.

Ya Álvaro Mutis supo encontrar la poesía de la tierra caliente, el milagro de


los trenes bordeando los abismos, los hidroaviones metálicos posándose en
ríos de caimanes. Ya Estanislao Zuleta supo hacer una lectura de nuestras
culturas familiares mientras dialogaba con las grandes ideas de la modernidad.
Ya Fernando González fue capaz de poner a pensar creadoramente a una
lengua acostumbrada sólo a murmurar y a insultar. Ya Orlando Fals Borda nos
enseñó a pensar con sensibilidad el territorio.

Ya José Celestino Mutis supo intuir que aquí las verdades políticas más
hondas tienen que dictarlas las nervaduras de las hojas, el diagrama de las
raíces y la lengua de las flores. Ya Humboldt nos mostró que sólo yendo de
Ibagué a Buga era posible encontrar las claves de la vegetación, instaurar la
montaña como objeto de conocimiento y fundar la geografía moderna. Aquí
sólo la política está fosilizada: saben más de Colombia José Barros, Julio
223

Erazo, Campo Miranda y Rafael Escalona que Miguel Antonio Caro, Lleras
Restrepo, López Michelsen, los Santos, los Pastrana y los Gaviria. Hay que
volver a reunir en la mesa del café a León de Greiff, Jorge Zalamea, Danilo
Cruz Vélez, Omar Rayo, Eduardo Zalamea y Hernando Téllez , y hacer que
escuchen La gota fría, El pájaro amarillo, Lamento náufrago y El testamento,
hay que poner a Guillermo Valencia y a Nicolás Gómez Dávila a bailar la
Pollera Colorá.

La política tiene que dejar de ser formalismo, manipulación de la gente y


burocracia. Tiene que empezar a ser la voz de los ríos, de las selvas, de los
bosques de niebla, de los arroyos y los manantiales, de los climas, de la
vegetación, de la fauna silvestre, del mestizaje, del conocimiento indígena, del
colorido africano. Y sobre todo tiene que empezar a ser la voz de la
comunidad, su ingenio, su recursividad, su capacidad de afecto, y su alegría.
Hay que explorar las rutas desconocidas y las rutas olvidadas del territorio;
hay que superar la maldición del centralismo; el corazón de la patria no está
en la casa de Nariño sino en el parque de Chiribiquete; hay que dejar de
pensar que la riqueza de Colombia se limita al petróleo y las minas: la
principal riqueza es la gente, su generosidad, su solidaridad, su capacidad de
acompañarse, de hacer alegre la vida, de cuidar a las nuevas generaciones, de
proteger el territorio, de hacer brotar por todas partes las riquezas paralelas.

Aquí nos enseñaron a hacer política sólo con urnas, hay que devolverle la vida
a la política.
224

2 Dic 2017 - 9:00 PM

Por: William Ospina

El verdadero nombre de la paz (I)


Los estudiosos de la historia de Colombia habrán advertido repetidas veces
que los procesos de paz que diseña la dirigencia colombiana nunca traen la
paz al país.

A veces logran un alivio momentáneo de las tensiones sociales, como en la


amnistía a los guerrilleros liberales de los años 50, que fueron después
traicionados; a veces crean la ilusión de un gran cambio histórico, que los
meses se van encargando de atenuar, como en la reinserción del M-19; a veces
desencadenan nuevas violencias, como los diálogos con las Farc en tiempos
de Belisario Betancur, que produjeron el holocausto de la Unión Patriótica, o
como los diálogos del Caguán, que intensificaron la violencia paramilitar.

Ello debería enseñarnos, no que la paz no es posible, sino que es compleja, y


que requiere enfrentar en su profundidad las causas de la violencia y
empeñarse en corregirlas. Mientras los esfuerzos sean parciales, es un error
225

llamarlos la Paz, porque se generan unas expectativas que la realidad no tarda


en disipar.

Hasta ahora la característica común de esos procesos es que siempre procuran


señalar la responsabilidad de uno de los bandos: guerrilleros liberales, M-19,
Farc, paramilitares, pero la dirigencia nacional siempre se absuelve a sí
misma. Es más, siendo grandemente responsable de las condiciones que
producen la violencia y que la prolongan, la dirigencia que formatea esos
procesos siempre es la que juzga y la que perdona, o la que acusa y prohíbe el
perdón.

Más que otras veces, ahora se ha llamado pomposamente paz al proceso de


desarme y desmovilización de las Farc, aunque nadie ignora que es largo el
camino que va de La Habana a una paz verdadera. Por varias razones: una,
porque el conflicto con las Farc, siendo tan largo y tan costoso en vidas y en
recursos, es apenas uno de los muchos conflictos que vive Colombia. Existen
otras guerrillas, existe la violencia del narcotráfico, existen las bandas
criminales, el nombre que ahora reciben los paramilitares al servicio del
narcotráfico aliados con la delincuencia común, existen muchas formas
activas del crimen organizado, múltiples formas de economía ilegal, algunas
altamente depredadoras de la naturaleza, y un creciente fenómeno de
corrupción que agrava el sentimiento de desamparo de las comunidades y su
desencanto ante la política.

Como la naturaleza, la violencia colombiana le tiene horror al vacío, y en su


caldo de cultivo no se puede hacer desaparecer a un actor violento sin que
venga otro a reemplazarlo enseguida, a veces con mayor ferocidad. Las Farc,
por ejemplo, eran crueles e implacables en su lógica de secuestros y asaltos,
pero como necesitaban de los campesinos tenían que obrar como un escudo de
protección para los pequeños cultivadores desamparados por el Estado, de
modo que su desaparición, en el contexto de un Estado que tiene dificultades
para reemplazarlos en sus funciones e incluso para garantizar su segura
226

desmovilización, podría dejar a los cultivadores en manos de la violencia sin


freno de las mafias.

Es el caso en que males más incontrolables reemplazan a los males conocidos:


un proceso de paz tendría no solo que prever estas cosas sino que estar en
capacidad de resolverlas, si no quiere obrar como el aprendiz de brujo que
libera una fuerza y después no sabe cómo contenerla. Además, de algún modo
habría que aprovechar esas fuerzas antes ilegales, que pueden volverse aliadas
del Estado, para que contribuyan al avance de una mínima institucionalidad
que le sirva a la gente sin violencia y con beneficios reales.

El diálogo reciente careció de un proyecto de juventudes en un país donde los


jóvenes son la guerra. La prueba de que este es un conflicto parcial es que el
diálogo se centró en asuntos agrarios siendo Colombia un país donde el 80 por
ciento de la población está en las ciudades. Miles y miles de jóvenes sin
oportunidades, sin educación, sin un horizonte de vida que les ofrezca
dignidad y seguridad, tienen que venderse a la violencia porque sólo la
violencia les brinda algún ingreso.

Quien esté interesado en la paz de Colombia tiene que considerar una


estrategia de ingreso social que les brinde a los jóvenes la posibilidad de
sobrevivir y capacitarse, cumpliendo tareas que fortalezcan su sentimiento de
pertenencia a la sociedad y su compromiso con ella. En un momento de la
historia en que el mundo entero requiere planes de reforestación, protección
de la naturaleza, cambio de paradigmas en el modo de vivir y de consumir,
recuperación de valores esenciales, solidaridad, acompañamiento de sectores
vulnerables, liderazgo cultural y reinvención de los modelos de emulación
social, es prioritario brindar a los jóvenes la oportunidad de protagonizar los
cambios civilizados, para lograr incluso algo asombroso pero harto posible:
que la proverbial abnegación de los jóvenes les permita ser ejemplares para
una sociedad que nunca supo ser ejemplar con ellos.
227

(Leído el 28 de noviembre en el Coloquio Salida de la Violencia,


Construcción de la Paz y Memoria Histórica, en la Casa de América Latina
en París).

9 Dic 2017 - 11:30 PM

Por: William Ospina

El verdadero nombre de la paz (II)


La dirigencia le ha fallado tanto al país que cierto rechazo popular a los
acuerdos se debe a la creencia de que les van a dar a los reinsertados
oportunidades que el resto de la sociedad no ha tenido.

Lo alarmante del plebiscito de octubre de 2016 no es que el No haya ganado


con el 20 % de los votos, y ni siquiera que el Sí apenas haya obtenido menos
del 20 %, sino que el 80 por ciento de la población le haya dado la espalda a
un proceso que era una gran oportunidad para el país. Porque una indiferencia
del 60 % y un rechazo del 20 % prometen poco en términos de aclimatación
social de una paz que no puede llegar si la ciudadanía no se la apropia, una
paz que en realidad ni siquiera hay que hacer con la ciudadanía sino en la
ciudadanía. La paz tienen que ser los ciudadanos: sólo ellos pueden ser la
convivencia y la reconciliación, sólo ellos pueden ser el perdón y la memoria,
la solidaridad y la construcción de otra dinámica de la vida en comunidad.

El crecimiento actual de los cultivos ilícitos nos debe recordar que la hoja de
coca es uno de los únicos productos de la pequeña agricultura colombiana que
228

tienen demanda y consumo en el mercado mundial. Bien sabían los


funcionarios de Naciones Unidas que formularon el malogrado proyecto de
diálogo del Caguán que no sería posible un proceso de paz sin una suerte de
Plan Marshall para la reconstrucción del campo colombiano, que no fue
arruinado sólo por la guerra sino por una política de desmonte de la
agricultura, un cierre de oportunidades para los pequeños productores y un
retroceso de la economía al extractivismo del siglo XVI.

Diseñar la economía pensando sólo en vender las riquezas naturales,


explotando el suelo desnudo, despojó de estímulos a la producción, vulneró la
ética del trabajo, estimuló el culto a la riqueza sin esfuerzo y fortaleció la
corrupción, porque las sociedades vigilan y defienden sobre todo lo que es
fruto de su labor, la economía que brinda subsistencia pero también sentido de
pertenencia y dignidad. Si el mundo quiere la paz de Colombia no puede
seguir consumiendo sólo su petróleo, su carbón y su cocaína, tiene que
contribuir a la reconstrucción de la economía real, que podría ser una
floreciente alianza de la productividad con el conocimiento, en uno de los
países más biodiversos del mundo.

Ya la economía cafetera, que le permitió al país vivir modestamente pero con


dignidad durante cien años, ha demostrado que hay formas posibles muy
refinadas de participación de una sociedad campesina en el mercado mundial.
La producción cafetera, democrática, sofisticada y ejemplar, tendría que ser
un modelo, aunque estoy lejos de pensar que en nuestra época podamos vivir
sólo de la pequeña producción campesina.

Pero también hay una combinación alarmante en Colombia: una clase


terrateniente que es dueña de la mitad de la tierra productiva, pero que no
tiene ninguna vocación empresarial. A nadie le importaría de quién es la tierra
si produjera lo que puede y tributara lo que debe, pero esos millones de
hectáreas a la vez confiscadas e improductivas, la cósmica ineptitud de un
229

modelo de propiedad que sólo adora el alambre de púas, están en la base de


muchos de nuestros males.

La corrupción de hoy, la danza de los millones en la contratación pública, que


ha corrompido la ley y la justicia, reposa sobre una corrupción anterior: la
privatización de los mecanismos electorales, la construcción de un Estado de
privilegios que se reelige manteniendo a la ciudadanía en la ignorancia y en la
indiferencia. Esa es la otra violencia, que está en la raíz de todo, y que hace
que cada diez años haya que hacer una reinserción de guerreros pero que
nunca se haga el urgente proceso de paz entre el Estado y la sociedad, entre la
vida y la política.

Sólo una cosa podemos esperar hoy: que la expectativa que ha despertado en
un sector consciente de la sociedad el proceso de diálogo y la desmovilización
de las Farc, unido al tremendo desprestigio de la dirigencia colombiana, a la
que le interesa mucho desarmar a los insurgentes pero no abrirle horizontes de
participación y de iniciativa a la comunidad, despierte en sectores cada vez
más amplios la necesidad de un nuevo proyecto de país y el afán de hacer
realidad unas reformas económicas y sociales que han sido aplazadas por
muchas décadas, y la condena histórica a una dirigencia que persiste en su
mezquindad y en contagiar su discordia. No sólo los mercaderes que envilecen
la política, sino los grandes poderes económicos que se lucran de la miseria,
de la depredación de la naturaleza y de la entrega del país al pillaje legal e
ilegal.

El verdadero nombre de la paz en Colombia es democracia: el fin de las


maquinarias y el diseño de una economía que beneficie por fin a la gente, y
sincronizar la agenda nacional con la urgente agenda del mundo: energías
limpias, protección de la naturaleza, detener y revertir el cambio climático,
poner a la comunidad en el primer lugar de las prioridades, y convertir la
cultura en el dinamizador de una sociedad de creación.
230

(Leído el 28 de noviembre en el Coloquio Salida de la Violencia,


Construcción de la Paz y Memoria histórica, en la Casa de América Latina
en París).
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18 Nov 2017 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Pedir lo imposible
Tal vez fue Paul Valéry quien dijo que Cristo trajo al mundo una noticia
inesperada, que todos somos hermanos porque tenemos un padre común.
También trajo la propuesta de que no debemos acumular, sino sólo pedir el
pan de cada día, y que hay que renunciar a la venganza y asumir el principio
del perdón, que puede corregir el pasado.

Un muchacho italiano, inspirado en esa doctrina, predicó la austeridad y


extendió la fraternidad a los lobos, las salamandras y las estrellas. Esos sabios
de Europa parecían indios americanos. El jefe Seattle se preguntaba cómo
puede un hombre creer que es dueño del mundo. A un indio del Amazonas le
oí decir que no somos hijos de Dios sino del agua y de la estrella. Otro se
asombró de que unos hombres que adoraban dos leños cruzados lo declararan
231

ignorante por adorar al sol que da vida y a la tierra que nutre y alegra. Todos
podrían suscribir la sentencia más revolucionaria del siglo XX, la de los
muchachos franceses que escribían en los muros: “Seamos realistas, pidamos
lo imposible”.

Nunca como en esta época fue tan necesario pedir lo imposible. Vivimos bajo
legislaciones que consideran legal que el uno por ciento de la población sea
dueña de la mitad de la riqueza planetaria y hallan ilegal que un pobre tome
como pueda el alimento que necesita. Vivimos en un mundo cuyo modelo
económico basado en el consumo de combustibles fósiles hará el planeta
inhabitable en 20 años, y todavía nos educan para trabajar en sus fábricas,
consumir sus vehículos, extraer carbón y petróleo, y cargar el teléfono móvil
cada seis horas sin preguntar de dónde viene esa energía.

Hace dos siglos consumíamos 2.500 calorías y éramos 500 millones de


personas, hoy somos 7.500 millones y cada uno consume el equivalente de
250.000 calorías: porque viajamos por tierra a 100 kilómetros y en el aire a
850 kilómetros por hora, porque hemos iluminado la noche, tenemos los
hogares llenos de aparatos eléctricos y sólo queremos hablar con el que está
lejos.

Los kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, danzan todos los días para que
las gentes que viajan en los aviones lleguen felices a su destino y para que a
los barqueros no se los coman los caimanes. Ellos entenderían muy bien la
invocación de Nietzsche: “Y que todos los días en que no hayamos danzado
por lo menos una vez se pierdan para nosotros, y que nos parezca falsa toda
verdad que no traiga consigo cuando menos una alegría”.

Pero ¿cómo danzar alegres si nos educan para trabajar en factorías infames y
en oficinas sórdidas, o para algo más triste: no tener trabajo, y padecer hambre
y marginalidad? ¿Cómo predicar en tiempos de empleo alienante y de
desempleo paralizante que lo único digno es trabajar en lo que nos gusta, que
además del sustento el trabajo debería darnos felicidad, que sólo la vocación
232

puede brindarnos un oficio digno y feliz, que no deberíamos querer ser


operarios sino artistas, que las artes son millares y que cada quien es el artista
en potencia de una de ellas? Sin embargo hay que hacerlo: nuestra obligación
más sensata y más práctica es pedir lo imposible.
Porque cuanto más obedecemos al duro pragmatismo, que exige someterse a oficios tediosos y a
sueldos de miseria, adaptarse a la realidad, servir y obedecer y pagar la factura, cada vez el mundo
está más envilecido y la naturaleza más saqueada y los ricos más ricos y el fin más cercano.
Someterse al modelo no ayuda, la inercia de este capitalismo sin alma conduce al abismo, sólo el
que busque otra cosa tiene esperanzas para sí mismo y para el mundo.

Hace tiempos vi una publicidad en Francia: La vie est trop courte pour
s’habiller triste. La vida es demasiado corta para vestirse triste. Yo digo que
la vida es demasiado corta para resignarse a un trabajo triste, y que ha llegado
la época de los grandes heroísmos. Nos predicaron y nos impusieron la
globalización: ahora es el deber de cada uno salvar la casa de todos, y no serán
las multinacionales las que nos dirán cómo hacerlo.
Pero también es verdad que el capitalismo no está afuera. Nunca como ahora
pudimos decir con Baudelaire: “Yo soy la herida y el cuchillo / la bofetada y
la mejilla, / yo soy los miembros y la rueda / soy el verdugo y soy la víctima”.
El capitalismo que hay que derrotar está en nosotros: somos sus trabajadores y
sus consumidores, somos sus electores y sus tributarios. Si estos ríos se
secaran todo su poder se secaría.

Pero lo importante no es destruir el poder de nadie sino salvar la vida, y su


principal atributo, que es la diversidad. Como dijo Jorge Luis Borges:
“Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas por la
diversidad de las criaturas que forman este singular universo”.

El modelo en que vivimos es sobre todo un monstruoso enemigo de la


diversidad. Todo quiere convertirlo en oro, todo lo convierte en CO2, destruye
los bosques, arrasa las selvas, envenena los ríos, poluciona los océanos,
blanquea los corales, extermina los tigres, mata las abejas, sacrifica pueblos,
los expulsa, les cierra las puertas de llegada y las de regreso, empobrece
continentes enteros y después alza muros para contenerlos, y avanza
233

saqueando su oro, su petróleo, continuando el trabajo feroz de las cruzadas, de


la Conquista de América, fabricando armas sin tregua, fumigando los campos,
seduciendo a la humanidad con el diseño de sus armas, de sus espectáculos, de
sus empaques, de sus tentaciones.

Creíamos que el fin del mundo iba a ser deforme y grotesco, y ahora
descubrimos que será algo finamente elaborado, lleno de diseño, de talento, de
elocuencia, de racionalidad, empacado de un modo exquisito, un espectáculo
refinado, trasmitido en los mejores horarios. La humanidad tendrá que optar
por algo menos derrochador pero más lleno de esperanza, menos espectacular
pero más generoso, por algo más sencillo, más dulce, más esforzado, más
cuidadoso del mundo.

Roma es un buen sitio para decirlo, pues mucho de esto está en el mensaje del
papa Francisco, y esta es una buena ocasión, porque es el mensaje que puede
formular la América Latina, un continente que conoce las virtudes de Europa
y también sus excesos, que conoce las virtudes del ser humano pero también
sus peligros, y está aprendiendo lo que quiso decir Nietzsche cuando le gritó a
la humanidad: ¡Perecerás por tus virtudes!

Hay que añadir que el combate por el mundo tal vez se dé en las calles, pero
sobre todo se dará en las cocinas, donde están el fuego y los dones de la tierra,
el agua y la conversación, el afecto y la memoria. Que la lucha contra la droga
exige que le permitamos a la tierra dar todos sus frutos y a la humanidad
disfrutarlos todos. Que la lucha contra el terror sólo triunfará haciendo libre de
horror la vida de millones de niños que viven en la marginalidad, en la
humillación y en el resentimiento. Que la lucha por la seguridad sólo puede
ganarse con solidaridad y con confianza. Que tardarán en desaparecer los
ejércitos, pero que mientras tanto deberían encontrar su misión en la
arriesgada labor de proteger la naturaleza y de salvar su equilibrio.

Nunca hubo para generación alguna una tarea tan vertiginosa y heroica como
la que le ha tocado a los jóvenes de esta época: ser los protectores de los tigres
234

y de los tiburones, exploradores de abismos y tejedores de memoria,


sembradores de selvas y costumbres, ser los salvadores del clima y de la
diversidad, de la aventura humana y del legado de sus civilizaciones.

(Leído el 15 de noviembre en el Museo de Arte del Siglo XXI, en Roma, con


ocasión de los 50 años de la Organización Internacional Italo-
latinoamericana).
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15 Jul 2017 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Ni el dios Estado ni el dios mercado


235

Después de la caída de la Unión Soviética, García Márquez le dijo a Fidel


Castro que sólo ahora Cuba era verdaderamente libre. A Fidel no le gustó
mucho esa afirmación, porque suponía admitir aquella dependencia, pero al
final aceptó que Gabo tenía razón.

Es evidente que a Cuba le ha tocado pagar muy cara su independencia, y


ahora Venezuela está pagando cara la suya, con una situación que cada día se
hace más insostenible. El presidente Maduro ha dicho que si se ve atacado a
sangre y fuego se defenderá a sangre y fuego, y ello significa que todo
desembocaría en una guerra civil. La situación es trágica.

Cuba y Venezuela son regímenes populares imperfectos asediados por un


enemigo implacable: el neoliberalismo mundial, que se opone a la
intervención del Estado en la economía y que exige que el bienestar ciudadano
esté subordinado a las leyes del mercado. En los países manejados por el
neoliberalismo, la salud, la educación, la seguridad social son negocios
privados muy rentables pero deficientes y costosos para el ciudadano; en Cuba
y en Venezuela el Estado se preocupa de verdad por la salud, la educación, las
pensiones, pero la empresa privada está seriamente limitada.

El socialismo verdadero, una alianza real de la justicia distributiva y la


libertad individual con lo que llamaba Borges “un severo mínimo de
gobierno”, no ha sido inventado todavía. Los actuales socialismos autoritarios
no se van a sostener, pero bajo la presión de las circunstancias actuales los
Estados plutocráticos e insensibles tampoco tienen futuro. Mientras tanto, la
única manera de evitar unas guerras locales que nada pueden resolver es la
libre competencia democrática. El tema es global y se resolverá globalmente:
la confrontación, cada vez más aguda, entre el neoliberalismo mezquino y
depredador y el interés general.

Tal vez de algo sirva el ejemplo argentino. Desde cuando Juan Domingo
Perón hizo sentir que el pueblo argentino también tenía derecho a ser dueño
de las riquezas de su país, y después de una sucesión violenta de guerrillas y
236

dictaduras militares, en Argentina se han sucedido en el poder posiciones


radicalmente enfrentadas. Gracias a la educación y a la fuerte politización de
la sociedad todos saben que aferrarse al poder es inútil, que al poder hay que
llegar en hombros de la gente y aceptando la existencia de una oposición
denodada y activa.

Nuestros países tienen tantos problemas que es inevitable una fuerte oposición
a toda política. Pero no todo hay que hacerlo desde el Estado. El chavismo es
un proyecto lúcido y generoso que enfrenta el peligro de derivar en un
proyecto autoritario y excluyente, justo cuando debería ser toda la América
Latina la que diera un viraje hacia una democracia más diversa y compleja.
Pero es que el ejercicio del poder embriaga y alimenta vanas ilusiones. Se
mira al Estado como un fin y no como un instrumento, y eso es letal para los
altos propósitos civilizados, porque todo aquel que idealiza al Estado y se
enamora del poder abandona el espíritu de aventura creadora que requiere
toda sana política.

Una de las veces en que tuve la oportunidad de conversar con Fidel Castro, el
comandante me dijo: “Es que se nos han envejecido las instituciones”. “Pues
tienes que remozarlas” le respondí, “con esa juventud que tienes”. “¿Qué
quieres decir?”, me dijo con expresiva curiosidad. “Que yo te veo muy joven”,
le contesté sinceramente. Ahora sé que lo que habría debido decirle es que
había en Cuba una juventud solidaria con la revolución pero ávida de
iniciativa a la que había que permitirle reinventar el modelo, y que él mismo,
crítico y lúcido como era, podía acompañar un esfuerzo por renovar la
rebeldía contra un capitalismo cada vez más inhumano, pero también contra
un esquematismo controlador y burocrático que le corta las alas a la
imaginación.

¿Por qué temerle tanto a la contaminación del capitalismo, a sus televisores y


a su internet, si nadie tiene alternativas frente a esas cosas? Muchos que
crecimos expuestos a la televisión, al consumismo y a las tentaciones del
237

lucro, somos tanto o más críticos que ellos frente a la inhumanidad y la


irracionalidad depredadora del capitalismo.

Hace poco dije que el presidente Maduro debería liberar a los presos políticos,
revocar la inhabilidad de los dirigentes opositores, y convocar a elecciones
normales, de esas que el chavismo siempre apreció cuando podía ganarlas con
facilidad. También le sugerí que no le tuviera miedo a una derrota electoral
que bien puede ser transitoria. Una derrota honrosa vale mucho más que una
victoria indigna a los ojos de un pueblo que entiende lo que pasa. En
Venezuela mucha gente sabe que la crisis actual se debe menos al chavismo
que a la manipulación adversa de los precios del petróleo y a un
desabastecimiento programado del que se acusa al chavismo aunque es a
quien menos le conviene.

Ahora han enviado a prisión domiciliaria a Leopoldo López pero habría sido
más inteligente dejarlo en libertad sin condiciones, lo mismo que a todos los
prisioneros por razones políticas. Un opositor en la cárcel es un mártir, y ya es
hora de entender que la cárcel, ese invento maligno, que no resuelve nada y
que a veces lo empeora todo, no será nunca el instrumento de una buena
política.

Las armas sólo conducen a una extenuante degradación moral de la sociedad,


como ha ocurrido en Colombia en los últimos 50 años. Convertido en una
oposición callejera pacífica, apasionada e imaginativa, el chavismo podría
recordarle a Venezuela todo lo que hizo por el pueblo mientras fue posible, en
vez de estar gerenciando la bancarrota que produjeron los precios del petróleo
y la conjura de los empresarios. Entonces ocurrirá lo que en Argentina: será el
pueblo el que pueda medir la verdad de unos y de otros, y superar las
deformaciones de la percepción o de la información.

Yo sé que Cuba necesita de Venezuela, pero para ello es preciso que


Venezuela exista. Cuba puede hoy negociar una mejora de su situación
económica permitiendo la aparición de nuevas iniciativas de la comunidad y
238

sin negociar jamás la protección social ni la cobertura educativa. Que una


nueva generación de cubanos, muchos de ellos agradecidos con la revolución,
tengan agenda propia, y que el chavismo aprenda del peronismo el arte
democrático de irse para regresar, porque hay maneras de irse que ya no
permiten volver.
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6 May 2017 - 11:06 PM


Por: William Ospina

“Las bolas de Cavendish” y la risa de


Fernando Vallejo
239

Alguna vez leí que durante más de 1.000 años en Occidente la mosca
doméstica tuvo cuatro patas por la simple razón de que así lo había dicho
Aristóteles. Habló el maestro y ya nadie volvió a mirar el mundo. Cuando
1.000 años después alguien halló una mosca de seis patas le pareció una
anomalía, o tal vez una criatura irresponsable. ¡Cómo se atrevía a contrariar a
Aristóteles!

Aquí viene Fernando Vallejo a decirnos que Newton y Galileo no siempre


acertaron al describir el movimiento de los cuerpos o de la luz. Fernando: no
regañes a Newton, que él se equivocaba, pero lo hacía de buena fe, no como
ciertos críticos de revista que no son capaces de leer tu libro sólo porque los
obliga a pensar.

Cómo harán esos pobres con Newton, que es mucho más difícil de leer, y
como tú demuestras, menos preciso. Se escandalizan de que un colombiano se
crea con derecho a discutir a Galileo o a Newton. Como si no fuera el deber
de todo lector leer críticamente cada texto.

Podríamos decir que Las bolas de Cavendish es una novela cuyo protagonista,


Fernando Vallejo Rendón, “don Efe Ve Ere, orgullo de su país y el universo
mundo”, como él mismo se llama, parece emprender la crítica de los grandes
maestros de la ciencia, pero en realidad viene a ajustar cuentas con las
imposturas de la academia. El blanco de sus flechas son ciertos profesores
prepotentes que repiten con rigidez lo que no han entendido, porque no
estudian para entender sino para repetir, y para vivir del prestigio de la
autoridad.
Pero Vallejo es el enemigo declarado de la autoridad, llámese Dios, el papa, el
presidente, el maestro, el gendarme o el pistolero. Vallejo grita: “Muchachos,
lean con atención los contratos, no se dejen meter gato por liebre. En la letra
chiquita está la trampa. Y así como Galileo desafió la autoridad de Aristóteles,
desafíen ustedes la de Galileo, aprendan su lección”.
240

Otro viene a repetir que Vallejo se repite. Yo digo otra cosa: Vallejo insiste,
como tiene que ser. Esta especie nuestra es terca en sus errores y el viejo
tábano tiene que picarla sin fin para que despierte y se mueva. Nadie se atreve
a decir de cada libro de Shakespeare: “¡Otro libro sobre el poder, sobre el
amor y sobre la muerte!”. Y no: Shakespeare ni siquiera hacía libros, ponía las
palabras a moverse en un escenario, y siempre era distinto el movimiento.
¿Otro libro de Cervantes sobre don Quijote? ¿Otro libro de Kafka sobre la
fatalidad? ¿Otro libro de Flaubert buscando la palabra invisible? ¿Un paso
más de Dante hacia Dios? Pues sí: otro libro de Vallejo sobre el lenguaje.

Su tema secreto son las afinidades entre la ciencia y la literatura. Mostrando


que ambas viven la misma agonía, la de convertir el mundo en palabras, la de
atrapar la realidad en el lenguaje. Claro que es imposible: la realidad es
simultánea, el lenguaje es sucesivo; la realidad es vacío y fuga, el lenguaje es
llenura y permanencia. No hay frase tan duradera como “a las palabras se las
lleva el viento”.

El pobre Galileo y el pobre Newton son dos literatos patéticos que intentan
atrapar la realidad en palabras, pero han renunciado de antemano a la
imaginación, a la fantasía, a la emoción, a la metáfora. No me extraña que no
lo logren. La realidad es demasiadas cosas para que pueda caber en el
incómodo recipiente de la razón. La fórmula intenta atraparla, pero todo se
queda por fuera. La ecuación intenta sus malabares, pero alrededor se
desesperan los ángeles.

Fernando Vallejo comprende que es imposible entender: la luz escapa, lo


sólido se vuelve vacío, la eternidad no se deja medir por nuestros 70 años,
Dios es un agujero negro, unas fuerzas indescifrables mantienen la cohesión
de este todo vacío. Pero aun así grita: “¡Yo lo que quiero es entender!”. Y el
astuto profesor de física, al que él llama Vélez por darle un rostro cercano,
pero que tiene tantos nombres famosos, le dice que la física no tiene por
finalidad entender sino predecir y medir. El astuto profesor finge ser un
241

investigador y en realidad es un manipulador. Pero tiene razón el profesor:


aunque yo no entienda una piedra, puedo quebrar un vidrio con ella. Por eso la
ciencia, sin entenderlo, puede destruir el mundo.

El que quiere entender es otra cosa, es un poeta extraviado. Chesterton decía


que el poeta es un pobre insensato que quiere poner su cabeza en el
firmamento, pero el racionalista es un loco que quiere meter el firmamento en
su cabeza. Por eso yo me atrevo a decir algo que a Vallejo no le gustará: que
Vallejo es un poeta, que se siente más feliz hablando de las categorías
angélicas de Tomás de Aquino que de las bolas de Cavendish, pero igual se
divierte enumerando las curvas compuestas: “Al rodar por tu plano inclinado
tu rueda va trazando un cicloide, un deltoide, un astroide, un hipocicloide, un
epicicloide, un epitrocoide, una roulette, una limacon, una curva racional, una
trascendental, una del grado 6, una del grado 7, escoge”. Bueno, eso es poesía.

Y es un poeta que dice odiar la poesía, lo cual es una manera apasionada de


amarla. Escúchenlo: “La gravedad no la comprendemos ni la luz tampoco. De
la materia por lo menos sabemos que en esencia es vacío”. Óiganle estas
frases: “O qué. ¿Metían la catedral de Notre Dame en una campana de vidrio
para hacer el vacío y poder tirar desde sus torres una piedra?”.

“El ímpetu, el momento, el trabajo y la energía son conceptos físicos. Lo que


pasa es que por la falta de imaginación lingüística y cultura que caracteriza a
los físicos, para designarlos estos han recurrido al idioma de la vida, al diario,
al rotatorio, y se han dado a violentarlo. Nadie les dice nada. Les tienen pavor.
Yo no. A mí que no me vengan a asustar con su garrapateo de ecuaciones”.

Y el lenguaje salva a Vallejo de ser un mero garrapateador de ecuaciones. “El


niño Einstein se montó en un rayo de luz con un espejo a ver si la luz en que
iba cabalgando le daba en la cara y a la vez le rebotaba su imagen”.

Muchachos: lean Las bolas de Cavendish, disfruten el esplendor del lenguaje


tratando en vano de atrapar el mundo. Sientan el verdadero espíritu de esta
242

época, y sientan la nobleza de Fernando Vallejo, que es capaz de reírse con


gracia de Dios y del átomo, pero sabe callar conmovido ante el dolor de un
perro.
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Este mundo nuestro
17 Mar 2017


7 Abr 2017 - 10:42 PM


Por: William Ospina

La fe perdida
No acaba de expresarse la voluntad popular en Cajamarca, rechazando una
explotación aurífera que amenazaría las fuentes de agua, en una votación
histórica que es ejemplo para el mundo, y ya un ministro colombiano está
243

negando la validez de ese triunfo y declarando que la decisión ciudadana nada


puede contra las decisiones del Gobierno.

Y después preguntan por qué el pueblo colombiano cada vez cree menos en
este modelo de democracia aparente que mantiene a las mayorías en la
pobreza y en la exclusión, que nos ha regresado a la economía extractiva del
siglo XVI, y que mantiene a unas élites corruptas trenzadas en una lucha
sórdida por el Estado, por los puestos y los presupuestos.

La dirigencia colombiana y algunos de sus medios de comunicación suelen


afirmar que la abstención, que es tradicional en las elecciones, y que en el
reciente plebiscito sobre los acuerdos de La Habana superó el 60 por ciento, se
debe a ignorancia, a indiferencia o a la irresponsabilidad de las mayorías.

Yo creo que es más bien la expresión de un profundo escepticismo del pueblo


ante una democracia tramposa, que se acostumbró a negar la voluntad popular
o a manipularla, e hizo que todo colombiano desconfíe profundamente de que
en el marco de lo existente el país pueda cambiar algún día.

Colombia no es Suiza, donde la gente se abstiene de votar porque está


satisfecha con lo que existe. Si algo sabemos es que aquí todo el mundo está
insatisfecho, pero nadie cree que con este modelo electoral y administrativo
sea posible cambiar las cosas.

En el mundo democrático los candidatos alternativos pueden abrirse camino,


en Colombia los matan antes de que lleguen al poder, y cuando por algún
accidente estadístico alcanzan el triunfo, siempre tienen recursos jurídicos
para inhabilitarlos, recursos mediáticos para satanizarlos, recursos
administrativos para maniatarlos e impedir que cumplan sus programas.

En todo el mundo después de las guerras civiles llega la reinserción, la


reconciliación; hay una sociedad dispuesta a recibir a los guerreros que se
desmovilizan, acogerlos en la civilidad y brindarles un espacio legal para sus
luchas. En Colombia la aniquilación de los desmovilizados es una costumbre
244

desde los tiempos en que Rafael Uribe Uribe fue asesinado ante el Capitolio
tras haber perdido la guerra, y nadie olvida los nombres de Guadalupe
Salcedo, de Dumar Aljure, de Carlos Pizarro Leóngómez…

En todo el mundo después de los conflictos se abre el espectro para que surjan
nuevas fuerzas políticas; en Colombia los que han conducido la guerra se
atornillan en el poder y persiguen toda idea alternativa.

La compra de votos, el acarreo de electores, la financiación ilegal de


campañas, la calumnia, el rumor, y lo que recientemente se llama la
mermelada, el uso indebido de dineros públicos para obtener el triunfo
electoral, son prácticas comunes de nuestra democracia, bajo un poderoso y
bien aceitado modelo de gamonalismo regional totalmente conectado con los
poderes centrales.

¿Por qué tendría la gente que creer en un modelo donde ya se sabe desde
siempre quiénes pueden ser elegidos y quiénes jamás tendrán derecho a serlo
por su origen, por su pobreza o por su desacuerdo con el modelo? Si a mí me
preguntaran cuáles son las razones por las cuales la inmensa mayoría de los
colombianos no cree en este modelo político, y prefiere replegarse a la vida
privada, a luchar por sí mismos y por los suyos sin esperar nada del Estado ni
de la sociedad, yo enumeraría las cinco manchas inmensas de la democracia
colombiana: aquí mataron a Jorge Eliécer Gaitán, la única esperanza grande
del siglo XX en Colombia; aquí aniquilaron a los guerrilleros liberales que se
acogieron a la amnistía del gobierno militar en 1957; aquí se repartieron el
poder entre los dos partidos que habían hecho la violencia de los años
cincuenta, prohibiendo toda propuesta política alternativa; aquí le robaron el
triunfo en las elecciones a Rojas Pinilla en 1970; aquí exterminaron a todo un
partido político en las calles en los años 80. No creo que se necesiten más
razones para perder la fe.

El pueblo colombiano no es ignorante, ni indiferente ni irresponsable, lo que


pasa es que es prudente, tiene memoria y es profundamente escéptico ante un
245

modelo de democracia mentiroso, que mantiene a las mayorías lejos de toda


oportunidad, que destruyó la incipiente industria de nuestros empresarios, que
acabó con la pequeña agricultura y sólo dejó espacio para unos renglones de la
gran agroindustria de exportación, que destruyó al campesinado, lo arrojó a
las ciudades y ni siquiera tuvo un empleo que ofrecer a los desterrados en las
urbes inhumanas que crecían.

Colombia es un inmenso desastre social donde los gobiernos se desentienden


del sufrimiento del pueblo; sólo llegan a cuidar de la gente después de unas
calamidades que nunca previenen, maquillan las cifras de empleo y procuran
no tener en cuenta que la mitad de la población trabajadora languidece en la
informalidad y en el rebusque.

Pero el gran poder que hace setenta años se sostenía por el apoyo ingenuo de
la sociedad, ha ido socavando sus propios cimientos; el país perdió la fe en los
políticos y en las instituciones, y todos sabemos que ahora del total de los que
participan en elecciones ni siquiera un 20 por ciento son votos de opinión, de
modo que hasta el voto termina siendo una forma del rebusque, un recurso de
supervivencia.

Han convocado a la comunidad de Cajamarca a expresarse sobre si quiere o


no que haya actividad minera en su región, en esas montañas cuya riqueza son
el agua y la agricultura. Han autorizado la consulta, la han financiado: y
cuando la comunidad se expresa abrumadoramente a favor del agua y de la
agricultura, un ministro desvergonzado sale a negar la validez de la elección,
la grandeza del triunfo ciudadano y la obligatoriedad de su decisión.

Uno no sabe si sentir indignación, o sólo asco.


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1 Abr 2017 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Las paradojas de la época


El mayor mal del mundo contemporáneo es el proyecto neoliberal, que en 30
años confiscó y privatizó el capital social de las naciones, minimizó la labor
de los Estados como protectores del trabajo y la familia, y como garantes del
equilibrio social, y se esforzó por dejar en manos del lucro insensible un
mundo donde ya la desigualdad era la ley.

Como en tiempos de la Revolución Industrial, cuando comenzaron las luchas


de los pueblos contra el colonialismo, y cuando América Latina emprendió la
insurrección contra el saqueo de los territorios y la arrogancia de las
metrópolis, también en nuestra época América Latina ha sido pionera en la
lucha contra el neoliberalismo, por la defensa de los pobres y los postergados
del mundo.
247

En ese contexto surgió hace 18 años en Venezuela el movimiento bolivariano


liderado por Hugo Chávez, a cuya sombra crecieron y se fortalecieron los
movimientos alternativos en distintos lugares del continente. Chávez fue un
hombre excepcional, un líder histórico, de cuna humilde y de tremenda visión
geopolítica, cuyo proyecto fue satanizado por el modelo neoliberal mucho
antes de que comenzara a intentar sus reformas.

Con la llegada de Chávez el pueblo venezolano vio por primera vez el rostro
de la riqueza petrolera, que había sido usufructuada por las élites durante
décadas. Los partidos Copei y Adeco habían acostumbrado a la sociedad
venezolana a una política de subsidios que no estimuló la indispensable ética
del trabajo, y que acostumbró a la democracia a un intercambio de subsidios
por votos.

Este fue desde el comienzo uno de los peligros de la democracia chavista: ser
rehén de los subsidios y no poder avanzar al ritmo adecuado en la estrategia
de “sembrar el petróleo”, de invertir la renta petrolera en diversificación de la
economía, autonomía de alimentos, cambio del paradigma energético, y
fortalecimiento de un proyecto ciudadano solidario y crítico.

También conspiraban contra este propósito las enormes reservas petroleras. Es


difícil soñar de verdad un mundo distinto cuando se depende demasiado del
modelo económico actual. En un mundo donde el petróleo es el enemigo, la
Helena de todas las guerras, y el combustible de todas las depredaciones, es
casi un contrasentido pagar con petróleo la construcción del hombre nuevo.

Chávez sabía que si no creaba una plataforma continental, y alianzas


estratégicas con el mundo, su proyecto sería aplastado, como el de Allende en
Chile, por un modelo intervencionista que siempre invoca la democracia
cuando le resulta necesario, pero que no vacila en apadrinar cuartelazos y en
aliarse con cualquier régimen cuando le conviene. Estados Unidos le reprocha
a Cuba lo que todos los días le perdona a China, y si hoy rechaza con
vehemencia la arbitrariedad de Maduro al negar la legitimidad de la Asamblea
248

Nacional, celebró en cambio con entusiasmo el golpe empresarial contra


Chávez, vencido por el pueblo venezolano en tres días.

Hace algunas décadas se pensaba que había un manual revolucionario,


cartillas que podían enseñar a los pueblos cómo se hacen las revoluciones y se
defienden sus derechos. Hoy sabemos que la política está llena de escollos, y
algo tan nuevo como la lucha contra el neoliberalismo no tiene un manual de
instrucciones: es imposible no cometer errores.

Siempre he pensado que es un error estimular la polarización de la sociedad,


convertir a las clases medias, con sus ilusiones de ascenso social y su anhelo
consumista, en enemigas del proyecto popular. Claro que la sed de ganancia
de los comerciantes es hostil a la solidaridad ciudadana, pero el comercio
existe desde los primeros viajes de los barcos fenicios, y el deseo de ganancia
no va a ser arrancado del alma humana por un decreto gubernamental.

Para ello habría que valorar los cambios culturales como posible freno a la
codicia humana. Ello puede lograrse o no lograrse, pero la búsqueda de
bienestar de las clases medias no es el principal enemigo de la dignificación
de los pobres: es un error confundir los grandes males del presente con las
antiguas flaquezas de la condición humana. Conceptos tan generosos y
ambiciosos como el Socialismo pueden ser proyectos a largo plazo de una
sociedad, pero no edictos obligatorios para la mañana siguiente.

Un gobierno elegido en democracia, aceptando sus reglas de juego, no tiene


derecho a satanizar a la oposición, aunque ésta se dedique a satanizarlo todo el
día. El deber de un gobierno es no sólo aceptar sino proteger el derecho de la
oposición a criticar y exigir. Lo único que un gobierno tiene que exigir de la
oposición es el respeto de la ley, lo demás tiene que fluir en el marco de una
elemental cortesía.

Pero la causa principal de los males de la sociedad venezolana es otra. Con los
gobiernos anteriores, Estados Unidos tenía aseguradas las reservas petroleras
249

de Venezuela, las mayores del mundo. Con Chávez esto cambió, y el rechazo
a su movimiento tiene como trasfondo esas reservas, como en Siria, en Irak,
en Libia, donde quiera que hay guerras en este mundo.

También es un error pensar que en estos tiempos de globalización es posible


cambiar el modelo en un solo país. La sociedad neoliberal, y su esquema de
fronteras abiertas para los capitales y de fronteras cerradas para los
trabajadores, tiene en sus manos todos los instrumentos para hundir la
economía de un país que se quiera salir del modelo.

Basta ver el ejemplo de Cuba, asfixiada por un bloqueo económico implacable


por no aceptar el rumbo que imponen los Estados Unidos. Ahora le está
tocando el turno a Venezuela, y hay que saber que si la continuidad de un
proyecto político depende del precio del petróleo, el sistema mundial está
dispuesto a quebrar transitoriamente ese precio hasta rendir por hambre a
quien se haya salido de la fila.

Cuando Venezuela comprenda que la verdadera riqueza de un país no es el


petróleo sino la gente, que su cultura y su talento creador son fundamentales
para construir la respuesta generosa contra un mundo dominado por la
desigualdad, la codicia y la estupidez, Chávez volverá, y será millones.
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17 Mar 2017


17 Mar 2017 - 11:11 PM


Por: William Ospina

Este mundo nuestro


Para entender cuán difícil es la situación que afronta el mundo basta ver el
desalentador entusiasmo de los medios de comunicación hace unas semanas,
cuando se reveló que los científicos habían descubierto tres planetas
posiblemente habitables a 38 años luz de distancia.

Nadie puede creer seriamente que eso represente una esperanza para la
especie humana, que está maltratando este planeta donde todo es propicio para
la vida, y alterando el equilibrio original con una eficiencia suicida.

Es verdad que Stephen Hawking ha dicho que al ritmo de nuestro consumo y


de nuestro desperdicio necesitaremos muy pronto dos planetas como este,
pero esa afirmación sólo puede entenderse como una ironía. 38 años luz para
una especie que tardaría meses en llegar a Marte, y tres planetas vagamente
habitables para una especie que no ha sabido cuidar su irrepetible paraíso
natural, o son burbujas de la desesperación o son bromas siniestras. Pero sobre
todo revelan la patética incoherencia de nuestro modelo de civilización.

En este mismo planeta, una enredadera de hermosas flores naranja con un


cáliz púrpura como un ojo negro en su centro, la Susan black eye, llevada por
251

capricho de un país a otro, ha terminado siendo una plaga invasora de los


bosques tropicales; un pez llevado a Cuba de aguas lejanas terminó siendo un
depredador incontrolable; una rana utilizada para exterminar no sé qué bichos
termina proliferando e invadiendo todo; un caracol de hermosa concha
trasladado para controlar otras criaturas termina siendo un peligroso portador
de bacterias, y aún así alentamos la loca ilusión de que podremos colonizar
otros planetas y sobrevivir gracias a ellos.
“Un animal absurdo que necesita lógica” llamaba Antonio Machado al ser
humano. Qué extraño es que con nuestro talento y nuestro conocimiento sobre
todo se nos ocurran locuras. Estamos en trance de sustituir una dieta con 50
siglos de seguro por los presurosos engendros de la ingeniería genética, que
tiene el derecho de experimentar con altos o altisonantes propósitos, pero que
tendría que esperar siglos de experimentos antes de infligirnos sus golosinas.
Y aún más indignantes que sus experimentos son sus argumentos: todo lo
hacen gobernados por el desvelo humanitario, la abnegada lucha contra el
hambre y la desnutrición, cuando sabemos que una parte considerable de los
alimentos que se producen en el mundo son destruidos para mantener los
precios, o resultan inaccesibles para los pobres, o son destinados a la
producción de alimentos más caros como la carne vacuna, o a la producción
de biocombustibles.

Envilecer la dieta, alejarla cada vez más de sus beneficios nutritivos y


saludables, es una de las tendencias más visibles de la prisa industrial. Ya es
posible ver la película que revela cómo un mercader no sólo se apoderó del
invento de las hamburguesas McDonalds aprovechando que sus inventores
carecían de avidez comercial, sino que diseñó el negocio para que el cliente
consumiera el producto en el menor tiempo posible, haciendo estudiosamente
incómodo el espacio de venta.

Toda la industria alimenticia está concebida para que los alimentos que
consumimos tengan que haber sido alterados por el proceso, encarecidos por
el diseño, el empaque y la publicidad, deformados por la receta y el
252

posicionamiento, subordinados a su condición de mercancía y convertidos en


enemigos del medio ambiente con su disparatada circulación por el mundo.

No se trata sólo de arenques pescados en el Báltico, empacados en China y


consumidos en América Latina, sino hasta de las sencillas hojuelas de
Kellogs, hechas con arroz de Tailandia y de Egipto, maíz argentino, trigo de
España, azúcar de Estados Unidos y leche en polvo de la Unión Europea, pero
a las que hay que añadir los procesos de fabricación y empaque y el transporte
para convertirlas en campeonas de las emisiones de CO2 a la atmósfera.

Un mundo en el que se ha vuelto rentable envilecer el agua para vender agua


embotellada, rentables el ruido y el stress para vender leches antiácidas,
rentable la alarma noticiosa para vender ansiolíticos y antidepresivos, y
rentable la falta de una salud pública preventiva para vender como medicina
sólo el milagro farmacéutico y el milagro quirúrgico, parece haber exaltado
como sus dioses sólo a la insensatez y a la locura.
Hoy estamos en condiciones de derivar la energía que consumimos de la más
limpia de las fuentes, el sol, que podrá darnos luz nocturna, calefacción
invernal y hasta telepatía los próximos diez millones de años, pero los
mercaderes del petróleo quieren mantenernos encadenados al CO2 y clausurar
la historia en unas décadas. El petróleo, que es hoy nuestro verdugo y la
Helena de todas las guerras de Troya, podría volver a ser un provechoso
aliado gastado gota a gota en cosas útiles, pero los ciegos mercaderes quieren
que lo gastemos aprisa en la tarea suicida de llegar pronto a ninguna parte.

Sin embargo, ni siquiera el petróleo es tan malo como los políticos. Se hacen
elegir por los ciudadanos pero trabajan para las corporaciones. Sordos al
clamor de los pueblos que sólo piden empleo, salud preventiva, educación
generosa, protección del trabajo, seguridad familiar e inversión social en
tranquilidad y convivencia, sólo escuchan los cantos de sirena del lobby
empresarial, y tienen cada vez los bolsillos más grandes con el manejo de los
recursos públicos.
253

Ahora quieren hacernos creer que la corrupción es un problema policivo que


resolverán los tribunales y las cárceles, pero lo corrupto es el modelo político,
y hace corruptos por acción o por complicidad a todos los que participan de la
actual deformación plutocrática de la democracia. La política dejó de ser una
vocación de servicio a la comunidad y de altos sueños colectivos para
convertirse en un negocio vulgar de calumnias, zancadillas y robos.

Se habla mucho en Colombia de sacar las armas de la política, y es urgente


hacerlo, pero en todo el mundo es urgente algo más difícil: sacar el dinero de
la política, y eso no lo hacen los jueces, eso sólo lo puede hacer la vigilancia
ciudadana y una democracia ecológica local que cambie el poder de los
negocios centralizados por el poder de hacer las cosas y de proteger el
equilibrio irrigando recursos a la comunidad.

La verdadera riqueza de un país es su gente: nuestros gobernantes piensan que


no, que la riqueza es el oro o el petróleo, y corren a buscar a quién
regalárselos. Necesitan buenos amigos afuera para sus financiadores, por eso
extinguen la agricultura y cierran la industria, nos devuelven a la economía
extractiva del siglo XVI, y quieren vender los árboles, el suelo, las montañas,
las entrañas de la tierra. Entonces los campesinos, cerrada la posibilidad de
una agricultura contemporánea, aliada con el conocimiento, tienen que optar
por producir el único bien agrícola que les han dejado, y el único que tiene un
mercado creciente: las plantas sagradas prohibidas.

Ya no es necesario demostrar que la apertura económica nos dejó en manos de


los cultivos ilícitos. Ahora, cuando Trump ha empezado a decir que “los
Estados Unidos primero”, pronto le oiremos decir a nuestra dirigencia que
“Colombia primero”. Y eso no significará que van a impulsar la agricultura, ni
a abrir la industria, ni a crear empleo, sino que están pensando en cómo salvar
sus negocios.
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7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


10 Dic 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

El gran malestar
Cuando en el mes de marzo de 2016 los diarios mostraron que se había
blanqueado la barrera coralina de Australia, muchos en el mundo tuvimos la
sensación de que la hora definitiva está llegando.

Largo tiempo se creyó que el fin del mundo sería un solo evento catastrófico,
una suerte de espectáculo cósmico como los que evoca Rafael Argullol en su
admirable libro “El fin del mundo como obra de arte”. Lo que estamos
empezando a ver más bien podría designarse como El gran malestar.
255

No carecerá de catástrofes: las erupciones volcánicas desde Islandia hasta


Indonesia, el continente de plástico del Pacífico, la desaparición de los hielos
del Ártico, el peligro alarmante del derretimiento del permafrost de Siberia
que guarda frágilmente los mayores depósitos de metano del mundo, la muerte
masiva de especies como lo que se ha dado en llamar recientemente el
Apocalipsis de las abejas, pero el actual calentamiento global, cuyos
diagramas nos alarman día a día, puede no consistir en un mero aumento de
temperaturas, sino en un progresivo enrarecimiento de las condiciones de vida
en el mundo.

Lo sentimos en el clima, con veranos e inviernos cada vez más alterados, con
el desplazamiento de los mapas vegetales, con la modificación de los nichos
de las especies de plantas y de insectos, con el extravío de bandadas y
cardúmenes, con la mutación de los virus y la amenaza creciente de las
pandemias.

Un planeta que durante milenios ha sido el escenario más propicio para la


vida, para nuestra forma de vida, podría transfigurarse ante nuestros ojos en
una morada inhóspita, de sol calcinante, de aire tóxico, de agua impotable, de
pieles irritadas, de complicaciones respiratorias, donde los tejidos
enloquezcan, los sentidos se alteren y los gérmenes escapen a todo control.

Alcanzada, como lo hemos logrado hasta ahora, la era de mayor seguridad en


el transporte aéreo, con máquinas casi perfectas que alcanzan su destino con
una precisión asombrosa, corremos el riesgo de que el aire, todavía apacible
salvo en ligeras zonas de turbulencia, se llene de peligros imprevisibles. No
queremos barreras de hielos súbitos, granizos intempestivos, turbulencias que
podrían convertir la atmósfera en rizos más indóciles que las olas de Australia.

Ya los médicos advierten que la dádiva de los antibióticos, que hace medio
siglo nos convencieron de que habíamos triunfado sobre las infecciones, no
sólo podría revertirse, sino dar pie a una generación de bacterias y de virus
reforzados. La vida tiene el deber de luchar y de defenderse en todos los
256

organismos y en todas las especies. Si los gérmenes son un peligro para


nosotros, no debemos olvidar que nosotros somos un peligro para los
gérmenes, y que ellos tal vez sepan protegerse mejor.

La era de la dominación estúpida y carente de escrúpulos de los humanos


sobre la naturaleza, podría dar lugar a una súbita mutación que vuelva a hacer
de nosotros la más frágil de las especies. Y ello habrá ocurrido,
asombrosamente, gracias a nuestro talento, nuestro saber y nuestra insuperable
soberbia.

Es probable que sólo hayamos empezado a advertirlas cuando buena parte de


las alteraciones ya estaban en marcha. No es fácil decir cuándo comenzó el ser
humano a ser consciente de sus propios maleficios. Cuando Isaac Asimov y
Frederick Pohl escribieron alarmados su libro La ira de la tierra, ya todo
estaba seriamente alterado. Cuando en 1959 Aldous Huxley lanzó sus
tremendas advertencias en las conferencias de Santa Bárbara, California, a las
que llamó La situación humana, ya muchos males estaban declarados. Cuando
Humboldt, a mediados del siglo XIX describió la tierra como un organismo
viviente, en el que todo depende de todo, en el que no hay movimiento que no
tenga su réplica ni fenómeno que no aliente su contrario, ya estábamos
advertidos de que toda alteración del equilibrio forzosamente producirá
consecuencias.
El planeta sabe equilibrar sus fuerzas, pero estaríamos locos si pensáramos
que lo hará en beneficio de alguna especie en particular, y menos de aquella
que está alterando todo de un modo destructivo. La condición única de la vida
es el equilibrio original, toda alteración arbitraria y sobre todo excesiva
despertará fuerzas que no pueden sernos propicias: el mundo se equilibrará
sacrificándonos. Si la tierra se convirtiera en un nicho rojo de selvas tóxicas, o
en el desierto que anunciaba Nietzsche, la tierra lo aceptará como su nueva
realidad, exactamente al modo como la barrera de arrecifes coralinos de
Australia se está convirtiendo ante nuestras cámaras en una muralla blanca de
257

corales muertos donde ya las algas no encontrarán sustento ni exhalarán


oxígeno a la atmósfera.

El calentamiento global no es otra cosa que una fiebre planetaria, pero toda
fiebre es el síntoma de una enfermedad que puede minar, no apenas la salud
de unas especies, sino la totalidad de la vida. Como lo sintió Humboldt, hay
un continuum de la vida planetaria. Se ofrece ante nuestros ojos bajo la
apariencia de seres individuales, de especies perfectamente diferenciadas, pero
sin duda unas especies son complementarias de otras, toda selva es un diálogo
de fuerzas, formas, sustancias, ritmos y metabolismos, y por eso cuando nos
dicen que un ecosistema sólo está completo si hay felinos en él, nos están
señalando que un tigre, un jaguar o una pantera, no son criaturas particulares
sino la manifestación de la salud de un sistema viviente. Son partes
significativas de un todo, y a lo mejor la muerte de los jaguares puede
comenzar con el palidecer de ciertas flores, el debilitamiento de ciertas
piedras, el enrarecimiento de ciertas algas o el silenciarse de ciertos cantos de
aves.

Una mirada amplia y humana, al oponerse a los esquemas de rentabilidad y de


rendimiento, parece regodearse apenas en la contemplación, y a los ojos de los
gerentes de lo útil roza los vértigos del misticismo y de la superstición. El
gran Leviatán sólo respeta a la ciencia cuando ésta le sirve como instrumento
para sus designios: cuando el conocimiento contraría al poder, no sólo corre el
riesgo de ser negado, sino que acabará siendo calumniado por la propaganda
industrial.

Cristo dijo en su tiempo que había que dar al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios. Lo singular de esta época es que ahora el César quiere
lo que es de Dios, y ha llegado el momento de gritar que no podemos aceptar
ese trato.

Esta semana comienza a circular el libro “Parar en seco”, sobre el trasfondo


cultural del cambio climático. Este es el primer capítulo.
258

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7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


6 Nov 2016 - 9:44 AM


Por: William Ospina

El rastro de tu sangre en la.música


(Este texto será leído esta semana en el Encuentro Puerto de Ideas en
Valparaíso, Chile).

Hace algunos años estuve en Noruega, y supe que esos países nórdicos
perdieron hace siglos, en tiempos de la peste negra, casi la totalidad de su
población. Esos países ya han vivido el fin del mundo: increíblemente para
ellos el Apocalipsis es un recuerdo.
259

Algo semejante podemos decir del mundo americano, con la diferencia de que
aquí se borró laboriosamente la memoria de esa aniquilación, que ocurrió hace
cinco siglos por el choque como de placas tectónicas del poder europeo con el
mundo americano.

Dicen los que saben que podía haber cien millones de americanos a comienzos
de 1492. Un siglo después noventa millones de personas habían muerto,
víctimas del choque biológico, la llegada de la viruela y de la pulmonía, del
choque militar y de la violencia que obraron sobre los pueblos nativos los
invasores y sus recursos técnicos.

Nombro el choque biológico, porque es indudable, pero un testigo presencial


de aquellos hechos, que llegó en 1537, y vivió aquí setenta años hasta su
muerte en 1607, al hablar del tema no incluye las enfermedades entre las
causas de exterminio, pero sí vio personalmente otras plagas: “Y así fue que
los hombres que vinieron/ En los primeros años fueron tales,/ Que sin
refrenamiento consumieron/ Innumerables indios naturales,/ Tan grande fue la
prisa que les dieron/ En uso de labranzas y metales,/ Y eran tan excesivos los
tormentos,/ Que se mataban ellos por momentos. // Lamentan los más duros
corazones,/ En islas tan ad plenum abastadas,/ De ver que de millones de
millones/ Ya no se vean rastros ni pisadas,/ Y que tan extendidas poblaciones/
Estén todas vencidas y asoladas,/ Y dellas no quedar hombre viviente/ Que
como cosa propia lo lamente.// Nosotros, los baquianos que vivimos,/ Todas
aquestas cosas contemplamos,/ Y recordándonos de lo que vimos/ Y cómo
nada queda que veamos,/ Con gran dolor lloramos y gemimos,/ Con gran
dolor gemimos y lloramos,/ Miramos la maldad entonces hecha,/ Cuando
mirar en ella no aprovecha”.

Estos versos de Juan de Castellanos, poderosos en su factura literaria, directos


en su expresión, claros en su contenido y conmovidos en su emoción, están
entre los más altos de la lengua en el Siglo de Oro, porque lejos de filigranas
260

retóricas son los únicos que supieron ver el hecho más estremecedor del siglo
XVI: la aniquilación de una tercera parte de la humanidad.

Lo que engrandece a España y a la lengua castellana no es, como piensa el


franquismo, haber sido capaces de conquistar América; es haber sido capaces
de advertir el horror que se estaba produciendo por la soberbia hegemónica de
unos poderes y por la ferocidad de la condición humana, y haber sido capaces
de deplorarlo. Castellanos, un hombre grande del Renacimiento, al criticar la
aventura conquistadora de su patria, encarnaba el humanismo, la generosidad
y la comprensión de esa otra España, la que medio siglo después hizo nacer,
con el Quijote, el rostro humano de la modernidad. La Conquista, con su
temeridad y su barbarie, su curiosidad y su horror, es lo más comparable que
haya visto la humanidad a la conquista de otro planeta. Expediciones más
asombrosas que las de Bradbury, éxodos más vastos que los de la Biblia,
epopeyas más vertiginosas que las sagas nórdicas, relatos más increíbles que
las Mil y una noches, nos esperan en esa cosmogonía casi inexplorada.

Lo que hizo que la conquista pareciera más bien una aventura de literatura
fantástica es que allí no se enfrentaron apenas unos ejércitos, unas iglesias o
unas naciones, sino dioses, lenguas, mitologías y cosmovisiones radicalmente
distintas, civilizaciones que crecieron aisladas por milenios. Y lo que está a
punto de ocurrir en el mundo es que esas cosmovisiones que sobrevivieron a
la aniquilación, todavía tengan cosas que decirle a la historia antes de que los
tiempos terminen

Muchos pueblos padecieron tragedias pero no todos tienen un recuerdo tan


vasto del fin del mundo, y esos recuerdos pueden ayudarnos a ser cautos en
estos tiempos de peligro cósmico. Ni siquiera Noruega, que una vez murió por
la peste; ni China, que ha sobrevivido a matanzas, tiranías y venenos
colectivos; ni Europa, que sobrevivió a las guerras de religión y hace setenta
años a los ídolos gentilicios, tienen en su pasado un ejemplo tan vasto y
261

complejo de aniquilación de pueblos, costumbres e interpretaciones de la


realidad como los hijos de este continente.

Pero existe también el recuerdo de otro prodigio: el de las fusiones culturales


que resolvieron por la vía del diálogo creador los conflictos de la historia. Sé
de un ejemplo instructivo: en la iconografía del Indostán, con la imagen de
Ganesha, el dios con cabeza de elefante que custodia las puertas y protege las
bodas y las fiestas de la abundancia, siempre aparece un ratoncito que anda a
su lado. Ganesha y el ratón son inseparables, pues según los devotos el ratón
es el vehículo del dios elefante, y éste no puede ir a ninguna parte si el otro no
lo acompaña.

Cuántas guerras debieron librarse en años confusos e invisibles para nosotros,


antes de que los pueblos del ratón y del elefante encontraran la fórmula mítica
y estética que les permitiría convivir para siempre. Lo que la política eterniza
en guerras y devastaciones, la cultura lo sabe resolver con pactos mitológicos,
carnavales y músicas. Por ello la amistad del ratón y del elefante es todo
menos una caricatura: es la alianza respetuosa de dos símbolos y de las
culturas que encarnan.

Cuántas alianzas semejantes no se dieron en estos cinco siglos desde el


choque inicial en tierra americana. Sin ellas sería imposible explicar la virgen
de Guadalupe y la virgen de Legarda, a María Lionza, a Changó, a Yemayá y
a Ochún, la diosa del amor. Sin ellas sería imposible entender la habanera, la
cumbia, el bolero y el tango; el hondo clamor indígena que hay en Los ríos
profundos y en Pedro Páramo, o el soplo africano de sensualidad y de fiesta
que llena los poemas de Luis Palés Matos y la endiablada elocuencia de Cien
años de soledad.

Sin ellas sería imposible entender el cosmos rumoroso de Jorge Luis Borges, o
el hecho de que la lengua castellana nunca haya cantado mejor que en los
labios de ese indio nicaragüense: Rubén Darío.
262

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15 Oct 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Ellos
Han tenido por 150 años el país en sus manos, y somos el cuarto país más
desigual del planeta, después de Suráfrica, Haití y Honduras.

Tuvimos agricultura: la eliminaron, y ahora hasta el maíz lo importamos.


Tuvimos industria: la cerraron, y ahora Colombia tiene que importarlo todo.
¿Pero con qué compramos si no producimos?
263

Han aceptado de los poderes multinacionales la orden de reducir nuestra


actividad a la economía extractiva, como en el siglo XVI; ahora, cuando ya las
riquezas guardadas en la tierra hay que extraerlas fracturando los montes,
destruyendo los suelos y envenenando las aguas.

Ellos son los que deciden, son los que mandan, son los que supuestamente
saben; ellos son los que odian, y día tras día nos dicen a quién hay que odiar
para que ellos puedan ser eternos.

Hace setenta años utilizan la guerra para algo que no es mejorar el país. ¿Hoy
qué pueden mostrar? Estamos sin agricultura, sin industria, sin trabajo, con
una educación que no entiende lo que lee, con una salud de limosna, sin
seguridad, sin futuro, en manos de una dirigencia que gasta todos los recursos
en reelegirse, y que tiene el presupuesto lleno de venas rotas de corrupción por
las que se va nuestra sangre.

En ambos bandos hoy enfrentados militan los viejos apellidos del poder: los
Santos y los Lleras, los Holguín y los Caro, los Uribe y los Pastrana, los
Mosquera y los López. Qué fácil les resulta hacer la guerra: para la guerra no
necesitan plebiscitos, ni convocar acuerdos, ni diseñar presupuestos a pesar de
ser tan costosa; pero qué difícil les resulta hacer la paz, ahí sí resultan llenos
de titubeos y de escrúpulos constitucionales.

Para hacer la guerra nunca requieren filigranas jurídicas: para hacer la paz
todo es un laberinto sin luces. La paz que salva vidas les despierta infinitos
desacuerdos, la guerra que consume gente pobre la declaran con una facilidad
asombrosa.

El 2 de octubre las mayorías se negaron a creerles a las ilusiones del Sí y a las


confusiones del No. Santos pudo haber logrado una mayoría abrumadora: pero
su desconfianza de la gente hizo que la comunidad nunca fuera convocada
más que a ser testigo lejano y aplaudir los acuerdos. Pero la paz es de la gente
264

y sólo puede construirse con la gente. Las ilusiones llenas de secretos se


terminan en lágrimas.

En Colombia sólo un 20 por ciento está incluido, está formalizado. Leer los
acuerdos de La Habana, que vuelven a formular como promesas un montón de
cosas que ya están consagradas en la Constitución, sólo sirve para comprobar
que lo que hay escrito en la Constitución no se cumple. Todos sabemos a qué
grados de ineficiencia puede llegar aquí la protección de los derechos y la
justicia. Pero en cambio hay que ver a los políticos atravesando incisos,
oponiendo la máquina de una legalidad que siempre fue tramposa, cuando se
trata de impedir que algo cambie.

Lo que en el fondo quieren impedir es que Colombia se sienta dueña de sí


misma. Nunca se había visto una situación más incomprensible: la guerrilla
quiere dejar de hacer la guerra, y los dueños del país no se ponen de acuerdo
para aceptarlo.

Si queremos saber dónde están los responsables de la guerra, los que más se
beneficiaron de ella, basta ver quiénes son los que hoy forcejean por
imponerse en los acuerdos, porque todos manejan una agenda secreta, un
libreto que no puede decirse.

Colombia tiene la mitad de su territorio en el segundo día de la creación. Lo


que se está decidiendo es si esas riquezas serán manejadas por la vieja casta
centralista o por la nueva casta facciosa, para deleite de las multinacionales
frente a las cuales ellos no tienen ningún desacuerdo. Ambas saben besar al
poder mundial en la boca, pero les cuesta unirse, a no ser que nos vean unidos.
Quizá en ese momento se darán un abrazo instintivo.

Hace 68 años murió Jorge Eliécer Gaitán. Fue la última vez que el pueblo
colombiano tuvo una esperanza. Con estas largas guerras han logrado tres
cosas: que tuviéramos miedo de tener esperanzas, que aprendiéramos a
odiarnos y a recelar los unos de los otros, y que ya no nos creyéramos capaces
265

de reemplazarlos, para construir de verdad la grandeza de este país. Sin la


tutela de las castas guerreras, del santanderismo leguleyo, del fanatismo que
no ve la religión como un ejemplo de moral para la convivencia sino como
una escuela de intolerancia.

La historia nos está enviando un mensaje: “Olvídense de Santos y de Uribe,


olvídense de esa clase política que en tantas décadas no ha sido capaz de
arreglar el país, que al contrario ha abusado de su confianza y de su esperanza,
esa clase política que ahora forcejea, cuando podríamos estar a las puertas de
la reconciliación, mirándose con odio, contagiando ese odio, preocupada sólo
por saber quién se va a quedar con el tesoro”.

¿Seguiremos sentados y cruzados de brazos esperando el país que van a


diseñar para nosotros? ¿Suplicando la paz que sólo los que no hemos hecho la
guerra podemos hacer? ¿Por qué no nos atrevemos a ser algo por nosotros
mismos: la voz de un pueblo alegre, pacífico, laborioso, creador, cansado de
guerras, de exclusión y de corrupción? Ese pueblo que nunca decidió, pero
que siempre supo hacer músicas y relatos, carnavales, recetas, proezas del
deporte sin ayuda de nadie, conocimiento de la selva y del río, esas gentes
pobres que a golpe de necesidad fueron las que abrieron este país al mundo.

Rompamos los barrotes del miedo. Que comience la fiesta de la democracia.


Que dictemos por fin una ley que se cumpla, una ley que sea válida para todos
y que no caiga con su peso sólo sobre los débiles y los humildes. Porque ya es
hora de decir que no se trata sólo de que el ciudadano respete la ley, sino
sobre todo de que la ley respete al ciudadano.

No más impuestos para la corrupción: un orden social verdadero para la paz,


para la convivencia, para el abrazo de la sociedad, para el diálogo creador con
un mundo en peligro.

La paz no se hace para los políticos y para la guerrilla: se hace para el país.

Seamos más que ellos. Hagámoslo nosotros.


266

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7 Oct 2016 - 10:06 PM


Por: William Ospina

El país invisible
La afirmación más frecuente, y más falsa, de la jornada histórica del 2 de
octubre, en labios de políticos y periodistas, fue que medio país estaba por el
sí, y medio país, y un poco más, estaba por el no.

Pero esa ceguera es una de las causas de la guerra y de todas las violencias
que padecemos. Sumados los seis millones largos que rechazan los acuerdos y
los seis millones que los aprueban, no se hace un país. Colombia no son 12
267

millones de personas: queda por saber lo que piensan los 20 millones de


ciudadanos que no votaron y los 18 que no pueden votar.

La anémica democracia colombiana muestra ostentosa sus 12 millones de


votos, los ganadores muestran triunfales sus seis millones, proclamando: “esto
ha dicho Colombia”, y todos se esfuerzan por ignorar esos 20 millones de
ciudadanos que resultaron inmunes a la esperanza, a la propaganda, al soborno
y a la amenaza.

Pero en esos 20 millones no sólo están los problemas del país sino que están
también las soluciones. Allí está la sociedad no formalizada, la que no tiene
empleo ni propiedades, la que no tiene acceso más que a un sistema enfermizo
de salud y a un sistema incompetente de educación.

Los jóvenes desamparados a merced de la violencia y de la marginalidad, los


mayores sin pensiones, los que padecen un sistema de justicia inicuo y
siempre postergado, los desplazados de todas las violencias, millones de
personas cuya indudable vocación de paz se ve contrariada por la pobreza, la
falta de oportunidades, la adversidad y la desesperación, pero que aun así
sostienen con su recursividad y su esfuerzo este país paralizado por la
burocracia y exprimido por la corrupción.

Claro que a los políticos de derecha y de izquierda no les importa la gente que
no vota, ese no es su negocio. Pero a quien quiera arreglar el país sí deberían
importarle, y no como electores sino como conciudadanos, hijos de nuestra
historia y padres de nuestro futuro. Si algo es evidente es que el proceso de
paz de estos cinco años no fue diseñado para ellos y ni siquiera los tuvo en
cuenta.

Bien merecida tiene Santos la indiferencia de las grandes mayorías de este


país, que son las que debían llenar las calles y las plazas el día de la firma del
acuerdo, y salir a votar jubilosas el 2 de octubre, pero que ni siquiera se
sintieron convocadas. Aquí, como siempre, no se llama a la gente a construir
268

la paz sino a aprobar la paz que los expertos diseñan bien lejos de la vereda y
del barrio.

¿Quién le dijo a Santos que la firma solemne de un acuerdo de paz en un país


desgarrado se hacía en una ceremonia VIP diseñada sólo para la tribuna
internacional, en la ciudad más elitista del país, y dejando por fuera no sólo a
la gente humilde de la propia ciudad sino hasta a los medios de comunicación
nacionales?

¿No está pintada ahí la arrogancia de esta aristocracia de medio pelo que no
logra diferenciar la paz de todos de un festival elitista? ¿Cómo logra el
presidente soslayar el hecho de que ni siquiera el gobierno de España haya
venido a respaldar su ceremonia, para no hablar de Barack Obama, que es
capaz de visitar por varios días a Cuba, el mayor adversario de su país, y ni se
digna acompañar a quien ha sido el socio más fiel de los Estados Unidos en el
continente desde el día siguiente de la toma de Panamá?

¿Por qué dijo Santos que si perdía el Sí al otro día recomenzaba la guerra?
¿Por qué dijo Humberto de la Calle que no había acuerdo mejor y ahora todos
se disponen a mejorarlo? La paz que diseñan nuestras élites y su clase política
es una paz para ellas, pero no para el país. Ahora van a intentar montar otra
vez el Frente Nacional, y veremos no sólo a Uribe en Palacio sino a lo mejor
el renacer de aquella vieja fraternidad que por razones electorales se revistió
por un tiempo con los ropajes de la Bella y la bestia.

Ya están hablando del medio país del Sí y del medio país del No: que
Colombia se vaya preparando para quedar una vez más por fuera del acuerdo
entre los dirigentes, que cuando se odian es para ponernos a pelear entre
nosotros, y cuando se unen es para borrarnos. Todavía están pensando que se
puede hacer la paz sin empezar a corregir las tremendas injusticias que dieron
origen a la guerra.
269

Pero no deja de ser alentador advertir que esta vez no les fue posible polarizar
a los colombianos. De los seis millones que votaron por el sí, estoy seguro de
que la mitad no cree en Santos, sino que anhela fervientemente la paz. Y de
los seis millones que votaron por el no, la mitad, más que adorar a Uribe no
quieren a Santos ni a las Farc, y tienen sus razones.

Es el viejo bipartidismo el que tiene al país como está. Es la vieja dirigencia y


su clase política la que se nutre de nuestras esperanzas y de nuestros
desengaños. Siempre nos hacen creer que debemos sentarnos a esperar las
soluciones que están diseñando, el país feliz que sólo ellos saben cómo
construir. Ahora han puesto a las Farc a pedir perdón en cada esquina, y eso
está bien, pero los dueños de todo, que son los responsables de todo desde
hace 70 años, nunca asumen su responsabilidad. Hay que verlos: ellos son los
que acusan y los que perdonan.

Y el día en que lo tengan todo bien diseñado, preparémonos para otra hermosa
ceremonia VIP, a la que sí vendrán el rey de España y el presidente de los
Estados Unidos. Otra ceremonia en la que no tendrán cabida esos 38 millones
de colombianos que ahora quedaron por fuera, pero tampoco muchos de los
que apasionadamente votaron por el Sí y por el No.

Porque el país de las élites colombianas es muy pequeño. Puede influir con su
discurso de promesas y de rencores sobre 12 millones de personas: pero eso
no significa que las vayan a dejar entrar en la fiesta.
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1 Oct 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Elogio del maestro en tiempos difíciles (3)


Algunos maestros se propusieron abiertamente cambiar el mundo,
contrariando las ideas y las costumbres de su tiempo.

Ninguno tan simpático como Diógenes, que se convenció de que la riqueza no


consiste en tener mucho, sino en necesitar poco, y decidió renunciar a todo lo
que no fuera indispensable. Lo que él hizo con el mundo material fue lo
mismo que hizo Descartes con el mundo intelectual, lo que Husserl hizo
después con la tradición filosófica. Mientras Platón escribía sus diálogos, que
han educado a las edades, Diógenes simplemente caminaba por las calles de
Atenas, dando ejemplo de su manera de vivir.

Su doctrina eran sus actos, sólo educaba con el ejemplo, exigía que la ciudad
le diera lo indispensable para vivir, que era mínimo, a cambio de soportar que
él le dijera sólo la verdad, que siempre es tan molesta. Porque la verdad duele
y fastidia, como ciertas medicinas, pero es lo único saludable. Y como
Diógenes no le debía nada a nadie, pero además vivía en una sociedad
271

respetuosa de las verdades, se dio el lujo de contrariarlos a todos, de darles su


medicina amarga, de burlarse de la riqueza y de burlarse del mayor poder.

Es fama que Alejandro, ya dueño de Grecia, se enteró de la leyenda de


Diógenes y quiso conocerlo. Llegó con su cortejo, con su esplendor, hasta el
lugar de Corinto donde Diógenes vivía, casi desnudo, en un tonel abandonado,
y le dijo: “Pídeme lo que quieras, Diógenes, y te lo concederé”. Su respuesta
es tal vez la más famosa de la historia: “Que no me quites el sol”. No sólo le
estaba diciendo: “Apártate, que me estás haciendo sombra”. También le estaba
diciendo: “Lo único que le pido al poder es que me deje ser quien soy y no me
quite lo que es de todos”. Alejandro, esclavo de sus ejércitos y de sus
ambiciones, debió de comprender que aquel era un hombre libre. Y dicen que
le oyeron decir que si él no fuera Alejandro de Macedonia, el único hombre
que le gustaría ser sería Diógenes. Ahí tenemos la primera versión del cuento
del príncipe y del mendigo.

La humanidad recuerda como sus más grandes maestros a los que supieron
contrariarla. Dos de ellos, Sócrates y Cristo, recibieron en pago la muerte, y
eso parece haber hecho más grande su triunfo. Pero también quisieron volver
voluntariamente al origen, antes de la escritura, renunciaron a lo único que
parece prometer la inmortalidad, que es la letra escrita, y pudiendo escribir en
el papel o en la piedra, prefirieron escribir en las almas. No deja de ser
sorprendente que las enseñanzas no escritas sean las más poderosas, que las
leyes no escritas sean las más respetadas.

Aunque quizás esto sea menos un hecho que un símbolo. Tal vez no ocurrió
de ese modo, pero la humanidad ha querido recordarlo así. En realidad el
socratismo y el cristianismo terminaron siendo verdaderas apoteosis de la
escritura: a falta de un Cristo tuvimos cinco, a falta de un Sócrates tuvimos 20,
pero en todos ellos persiste esa valoración del hombre que habla, de la
enseñanza viva, y del ser que sólo fue maestro porque supo estar con los otros;
272

porque hicieron de su magisterio presencia e influjo directo sobre los otros,


porque en ellos el verbo se hizo carne.

La de Cristo podría parecer la doctrina más negativa de la historia y, sabiendo


cómo somos, una de las más difíciles de cumplir. Amar a los enemigos, volver
la otra mejilla, dar al ladrón más de lo que quiera llevarse, no oponer
resistencia, pedir sólo el pan de cada día, no acumular riquezas, humillarse,
identificarse con el más desdichado, perdonarlo todo, ser el último. Lo que
está contrariando este maestro no son las costumbres de tal o cual pueblo, son
las tendencias espontáneas de toda la humanidad.

Él debía de saber que en esos términos era imposible ser cristiano. La verdad
es que no tenemos pruebas de que, salvo Cristo, alguien más haya sido
verdaderamente cristiano. Y lo que tenemos que añadir es que no es por haber
sido un dios que pudo cumplir esa doctrina, sino que por haberlo hecho, es un
dios. La humanidad occidental acogió esa doctrina, pero no ha sido capaz de
cumplirla, más bien la ha traicionado de todas las maneras posibles. Sin duda
son las opulentas y facciosas iglesias, los impíos y violentos jerarcas los que
más la han contrariado, pero el mundo tampoco ha sido capaz de renunciar a
ella, e incluso hoy, cuando ya no hay mazmorras ni inquisidores que
amenacen en su nombre, cuando sería fácil desdeñar su doctrina como locura
o como utopía, Cristo sigue siendo uno de los personajes más fascinantes de la
historia o de la fantasía, y muy pocos se animarán a negar que era un maestro.

Pareciéndose a Diógenes, es más grave; pareciéndose a Buda, es más


dramático, y buena parte de la imaginación contemporánea parece girar en
torno a su escatología. Algunos de los libros más actuales de occidente,
como El evangelio según Jesucristo, de Saramago, La última tentación de
Cristo, de Kazantzakis, La puta de babilonia, de Fernando Vallejo, o El reino,
de Emmanuel Carrère, giran sobre él o sobre su sombra, y nada parece
insinuarse más en el horizonte de la historia, en el planeta entero, que los
estragos del Apocalipsis.
273

Resulta difícil de creer que 20 siglos de historia de una parte considerable de


la humanidad hayan sido marcados tan poderosamente por unas cuantas
palabras pronunciadas en las orillas polvorientas de un mar menor por un ser
desconocido. Eso es tal vez lo máximo que se puede decir sobre la figura de
un maestro y sobre el poder de su magisterio.

Hoy, como hace 20 siglos, seguimos esperando mucho de los maestros. Pero
tal vez los de hoy ya no aspiran a cambiar la historia universal y a marcar las
edades. Tal vez ya no queremos verdades absolutas ni doctrinas que duren
siglos. Nos cuesta creer en un cielo como el que proponen las iglesias, pero
cuando vemos en internet documentales sobre la magnitud del universo, casi
resulta más fácil creer en esos viejos cielos ingenuos que se parecían tanto a
nosotros, a nuestros miedos y a nuestras esperanzas. Queremos preocuparnos
un poco más por el mundo que tenemos que por el mundo que vendrá.

Los maestros de nuestra época nos ofrecen doctrinas menos impresionantes y


menos sobrehumanas; no quieren enseñarnos a ser eternos ni a ser divinos,
sino a reconocer la divinidad de lo que tenemos, la discreta vida cotidiana que
parece humilde, pero que es asombrosa y desconcertante.
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274

Las paradojas de la época


1 Abr 2017


24 Sep 2016 - 12:39 AM


Por: William Ospina

Elogio del maestro en tiempos difíciles (2)


Las academias tienden a rechazar lo nuevo y sobre todo lo que las contraría.

Es probable que haya en ellas más profesores que maestros, pero a cambio de
eso los maestros acechan por todas partes. Y sólo saben enseñar siempre los
que no dejan nunca de aprender. Es un error pensar que la temprana juventud
es la única edad del aprendizaje: el mundo siempre necesitó una humanidad
decidida a aprender cada día, a hacer del aprendizaje no un instrumento para
alcanzar metas permanentes, sino un modo de vivir, una garantía de juventud,
un método para mantener la salud del espíritu.

Termina nuestra relación con las academias, pero nunca termina nuestra
relación con los maestros. Y una de las cosas que estos saben descubrir es
quién conoce las cosas desde el comienzo: esos músicos, ingenieros,
matemáticos, pintores, esos místicos que ya lo son desde siempre, que sólo
necesitan unos cuantos estímulos para que brote el inventor que hay en ellos:
el Picasso, el Rimbaud, el Niemeyer, el Chatterton, el Mozart que pugna por
salir, que palpita en la punta de los dedos, y que está, como dice un poeta
nuestro, “lleno del intenso temblor de la flecha no disparada”.

Claro que nadie necesita tanto estudiar como el que desde el comienzo tiene
los talentos y las destrezas, porque un talento y una genialidad son una
275

tempestad a la que hay que saber domar con las magias de Próspero. Nada
naufraga más fácil que un barco ebrio. Se necesita mucha contención y mucho
equilibrio para que la inteligencia no se pierda en ingenio, para que la destreza
no se gaste en desplantes, para que la fantasía no se diluya en artificio.

Los artistas, los filósofos, los deportistas y los monjes zen saben con cuánto
rigor se necesita un maestro que también nos enseñe la severidad y los límites,
la responsabilidad y la contención. Tal vez Nerón era un gran artista, pero
desafortunadamente era también un emperador, y el pobre Séneca, tan buen
maestro de sí mismo, no tuvo nada que hacer en ese caso. Aristóteles no lo
hizo tan mal, pero Platón supo muy bien que no hay nada más difícil que
educar a los príncipes. A esos en general sólo los alecciona el destino.

El arte del maestro está en descubrir los dones, revelar los talentos, alentar las
vocaciones, orientar las búsquedas, estimular la curiosidad, cultivar la
destreza, hacer visible la tradición, alimentar la memoria, descubrir espacios
para la aplicación de las fuerzas, los talentos y los inventos.

Después de estos siglos desdichados de horrible sociedad de consumo, será


vital para el mundo convertirnos en sociedades de creación, donde lo
importante no sea qué compramos y qué consumimos sino qué sabemos hacer,
qué ejercicios de la vida, de la invención, del pensamiento y de la convivencia
son nuestra pasión y nuestro deleite. Para ello será fundamental superar la idea
de la educación como un medio para alcanzar otra cosa. Aprender tiene que
ser algo apasionante que valga por sí mismo. Puede servir para otra cosa, para
muchos fines prácticos, pero tiene que ser en principio algo que nos deleite,
que nos haga sentirnos contentos de lo que somos y de lo que hacemos.

No creo en una educación enemiga del gozo, de la íntima satisfacción de lo


que se hace. Aprender no puede ser una contrariedad aunque sí tiene que ser
un esfuerzo, a menudo muy arduo. Precisamente por eso es preciso descubrir
y orientar las vocaciones pues sólo si una disciplina, una ciencia, un lenguaje,
276

vale mucho para nosotros, nos excita y nos apasiona, estaremos dispuestos a
los esfuerzos y sacrificios que hay que afrontar para vivirlo con plenitud.

No hablo de excelencia, ni de mediciones exteriores a los hechos mismos:


hablo de la verdad de una búsqueda, de la embriaguez de una pasión, de la
perseverancia, de la disciplina, de la firmeza de unos principios y de la
nobleza de unas justificaciones. Pero allí surgen nuevos desafíos y
responsabilidades para la noción de maestro que estamos intentando entrever.

Pienso por ejemplo en la responsabilidad con que Tomás de Aquino intentó


abarcar la totalidad de la doctrina cristiana, sus verdades y ritos, sus leyendas
y dogmas, en el esfuerzo por darles una argumentación racional. Y quiero
expresar una paradoja. Tomás creía que su fin era fortalecer la doctrina
cristiana y que sus medios eran los instrumentos de la lógica que había
modelado Aristóteles.

Tomás tenía, se dice, una intención noble y patética: ayudarle a la gente a


entender lógicamente las verdades de la iglesia, para que no cayeran por error
en la herejía y para que pudieran defenderse de la atroz inquisición y de sus
horribles tormentos. Sabemos que estaba encerrado, como todos los demás, en
los horizontes de su época, atrapado en los límites de un orden mental
supersticioso y siniestro. Pero era tan profunda su confianza en la lógica, que
aplicó esos instrumentos luminosos de la vieja Grecia a los túneles góticos del
dogmatismo medieval, y sin darse cuenta le rompió las costillas al dogma.

Esa labor heroica en beneficio de la razón no se la hemos agradecido todavía.


Ella no destruyó a la iglesia pero sí destruyó a la Inquisición. Los que parecían
los medios, en manos de Tomás terminaron siendo los fines; lo que se abrió
camino en su obra no fue la doctrina de la iglesia, a la que Borges pudo ver
como un deslumbrante ejercicio de literatura fantástica, a lo que le abrió
camino fue a la lógica, al naturalismo, al respeto por la razón, al racionalismo
y a muchas grandes conquistas de la modernidad.
277

Lo que triunfó en sus manos fueron los medios que utilizaba y no los fines que
perseguía. Pero hubo un momento en que aquel hombre bueno, demasiado
inteligente para una edad de dogmas crueles, y demasiado humano para un
andamiaje de tormentos divinos, estuvo muy solo, activo, reflexivo,
persistente, sosteniendo su convicción de que el poder de argumentar valía
más que las hogueras y que los ejércitos.

Esa es la historia de un hombre que cambia la historia sin proponérselo, sólo


por serles fiel a unas convicciones, a la oscura certeza de que un mundo que
no piensa está atrapado en una cripta mortal.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
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7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


17 Sep 2016 - 9:00 PM


278

Por: William Ospina

Elogio del maestro en tiempos difíciles (1)


Tal vez no hay un ser más fascinante que el maestro.

Cada quien en el mundo recuerda al menos uno que lo alumbró en la vida, que
le ayudó a descubrir sus talentos, que supo leer lo que venía escrito en su ser
desde el comienzo y lo orientó a seguir una disciplina, escoger una profesión,
trazarse un destino.

Esos seres generosos y reveladores tienen unas características comunes, y


quizá la principal es la capacidad de descubrir el talento, de escuchar lo que
verdaderamente dice el que habla, y descifrar, por las palabras o por los
signos, la originalidad de un destino.

Ser profesor es trasmitir a 20 o 30 personas un mismo mensaje, ser maestro es


comprender que cada una lo recibe desde una sensibilidad distinta, desde una
inclinación particular, y por ello exige una relación singular. En esa medida
puede ser afortunado el que cuenta con un maestro personal, como Alejandro
con Aristóteles, o Diógenes con Antístenes, de modo que el discípulo termine
siendo la principal lección del maestro.

Es fácil asociar la curiosidad universal de Aristóteles, su deseo de abarcar con


la mente todas las cosas, con el avance asombroso de su discípulo
apoderándose físicamente de todo el mundo conocido. Ello nos lleva a pensar
que todas las cosas del maestro pueden ser magnificadas por los discípulos,
incluso sus errores. Pero nos hace considerar otro elemento de la educación:
está bien que un maestro enseñe lo que sabe, pero si procede de un modo
inflexible también corre el riesgo de enseñar lo que no sabe o de imponer lo
que cree saber.

Bueno es tener la voluntad entusiasta de saber que tenía Aristóteles, pero


también es bueno poseer la tremenda capacidad de dudar que tenía Descartes,
279

y puede decirse que nuestra época, con sus conquistas y sus peligros, es
menos hija de la certeza que de la incertidumbre. Para llegar a saber lo que
sabemos tuvimos que arrojar por la borda muchas verdades que creíamos
firmes como pirámides.

La iglesia rechazó con indignación la tesis de Galileo según la cual la tierra


giraba alrededor del sol, porque teníamos pruebas suficientes de que eso no
podía ser. La primera prueba eran la tradición y la ley: la tierra era el centro
del universo, aquí había venido Dios, aquí reinaba el papa; pero la segunda
prueba era la física evidencia. Todos podíamos ver con nuestros ojos que cada
día el sol salía por el oriente y se ponía por el occidente: el sol pequeño y
ardiente giraba alrededor del mundo.

Para aceptar a Galileo teníamos que dudar de la tradición y dudar también del
testimonio de nuestros sentidos: era mejor quemar a Galileo, o exigirle que se
retractara de su tesis. Él hizo lo que haría cualquier buen italiano: “¿Quieren
que me retracte? Está bien: me retracto. No voy a poner la mano en el fuego
por esa verdad. Si ustedes quieren creer que el sol gira y la tierra está fija,
créanlo”. Y añadió, tal vez con una arriesgada sonrisa: “Pero que se mueve se
mueve”.

Para acceder a la verdad había que enfrentarse a la tradición, a la autoridad,


pero también a la evidencia de los sentidos. Y hay que ver cómo cambió el
universo: ahora nada está quieto, todo se mueve tanto que todos aquellos
jueces se marearían, bajo la risa eterna de Galileo. La verdad es como un sol,
es difícil mirarla de frente. Tal vez por eso todos tratamos de ver, como decía
San Pablo, “por espejo y en enigma”.

No todo el mundo encuentra en la vida los maestros que necesita. Pero por
fortuna los maestros abundan, aunque nunca se sepa con certeza dónde están.
A veces en el sistema escolar, a veces en el hogar, a veces resultan serlo
nuestros amigos, y hasta puede resultar un gran maestro ese desconocido que
pasa por la calle y suelta una frase que nos deja pensando. No sólo existe la
280

academia: el mundo es esa gran escuela donde de pronto la revelación nos


asalta. Todos sabemos de qué manera tan hermosa y frecuente la educación
nos espera en los libros, donde, como decía Borges, uno puede encontrar no
sólo a sus maestros sino a sus mejores amigos.

Pero los maestros pueden ser incluso más secretos que los libros mismos. Uno
de los grandes sabios de Alemania, Friedrich Hölderlin, dijo que a él no lo
habían educado las escuelas sino el rumor de las arboledas. Y añadió: “Yo
entendía el silencio del Ether, las palabras del hombre nunca las comprendí”.
La generación que llamamos romántica emprendió una gran rebelión contra la
educación tradicional, que estaba petrificada en las academias, y se lanzó a
aprender de la naturaleza y de los azares de la experiencia. Pero lo cierto es
que lo sabían todo de la tradición: por eso fueron capaces de rebelarse contra
ella.

El siglo XVIII otra vez quiso abarcarlo todo, arrojar luz sobre todas las cosas,
recoger en una gran Enciclopedia la suma de los conocimientos. Por eso las
nuevas generaciones tuvieron información suficiente para entender que la
razón no lo sabía todo, que el peso de la Enciclopedia podía ser aplastante; les
pareció entender de otro modo que “la letra mata y el espíritu vivifica”, y se
lanzaron a vivir la vida. La consigna se las había dado un personaje de
Goethe, Wilhelm Meister: “Acuérdate de vivir”.

Hace poco, escribiendo una novela sobre la noche en que nacieron en una
misma casa Frankenstein y el Vampiro, comprendí cómo se dio esa rebelión
romántica. Kant fue el faro del racionalismo, con él la razón se apoderó del
mundo. Era el Siglo de las luces, el siglo de las revoluciones, cuando Goethe
declaró que “leer a Kant era como entrar en una habitación muy bien
iluminada”. Entonces, tercos y geniales, un grupo de adolescentes se encerró
en todo lo contrario: en una habitación en tinieblas, en la noche más oscura de
los últimos tiempos y en un invierno pavoroso que cubría el mundo, y dejó
brotar los monstruos de la imaginación.
281

Quiero decir que son grandes maestros los que abarcan todo el saber y
transmiten toda la tradición, pero que también son grandes maestros los que
critican esa tradición y los que se rebelan contra ella. En los momentos claves
de la historia se cruzan esos jóvenes con miradas de ancianos y esos ancianos
con alma de niños, y desbaratan el mundo.

Es necesario que existan academias rigurosas e instituciones venerables, pero


no para arrodillarse ante ellas sino para polemizar apasionadamente con ellas.
Lo que alguna vez fue nuevo y asombroso, las verdades que sorprendieron, las
disciplinas que renovaron, las teorías que reinventaron el mundo, todo está en
esas academias y en esas instituciones. Lo que no cabe en ellas es lo que es
nuevo ahora, lo que ahora es desconcertante, necesario, transformador y
paradójico.
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282

10 Sep 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Votar Sí: la hora de la Franja Amarilla


Votaré sí en el plebiscito. No puedo decirles a dos guerreros, que durante
medio siglo han hecho la guerra entre sí y que nos han hecho la guerra a
nosotros, que no silencien las armas.

No es un favor que nos hacen: es su deber con un pueblo que ha padecido


demasiado. Pero lo que enseguida tengo que decir es que quienes voten por el
No, no son mis enemigos. Tienen todo el derecho a hacerlo si no les gusta el
acuerdo a que han llegado el gobierno y la guerrilla. A mí tampoco me gusta,
pero probablemente por razones muy distintas. Hay algunos que piensan que
ese acuerdo es malo porque concedió demasiado, porque cambió muchas
cosas; yo pienso que es malo porque concedió muy poco y porque no cambió
nada.

No pertenezco al bando de los grandes dueños de la tierra, que ven como una
amenaza, en un país de 30 millones de hectáreas productivas, un fondo (harto
improbable) de tres millones de hectáreas para los campesinos. Al contrario,
creo que para cambiar la situación del campo colombiano se requieren diez
millones de hectáreas, pero no distribuidas en una irreal solución agrarista,
sino dedicadas a la modernización del campo, teniendo a los campesinos
como principales protagonistas.

Dicen que en el mundo la distribución de la riqueza es tan inequitativa que la


mitad de la riqueza mundial está en manos del uno por ciento de la población.
O sea, una de cada cien personas es dueña de la mitad de todo. Pues bien, en
Colombia la cosa es tan desproporcionada que una de cada diez mil personas
283

es dueña de la mitad de la riqueza nacional: en un país de 50 millones de


habitantes, cinco mil personas son dueñas de la mitad del campo productivo y
de la mitad de los depósitos que hay en los bancos.

Lo que hace el acuerdo de La Habana es muy poco y no cambiará casi nada.


Peor aún, existe el peligro de que ni siquiera desactive el conflicto con las
Farc, porque algunos frentes no van a desmovilizarse, porque otros corren el
riesgo de ser masacrados por paramilitares o por las propias fuerzas del
Estado, y porque la desmovilización, sin un esfuerzo por convocar a la
población civil a construir la reconciliación en el territorio y acoger con
garantías a los guerreros, se da en un escenario de desconfianza y de
insolidaridad.

Pero es la primera vez que Estado y guerrilla ofrecen terminar esta guerra
atroz, donde han muerto y sufrido tantos ciudadanos, y sobre todo los más
pobres, de modo que no podemos negarnos a intentar cerrar esta herida.
Siempre he sabido que el fin del conflicto tenía que ser negociado, pero el
verdadero cierre de una herida hay que hacerlo de cuerpo presente, y aquí han
dedicado más tiempo al diagnóstico lejos del paciente, mientras a la filigrana
de la reconciliación le van a dedicar, imprudentemente, pocos días.

Los que siempre hicieron la guerra no saben cómo hacer la paz. El documento
de 297 páginas está alambrado de desconfianzas, de imposibilidades y de
ineptitudes. Todo el trabajo de superación del conflicto se lo están dejando a
las comunidades, pero una vez más sólo los que hicieron siempre la guerra
quieren manejar el posconflicto.

Para agravar las cosas, ese deseable pero harto complicado final del conflicto
se da en un contexto muy colombiano de rivalidad feroz entre dos sectores de
la dirigencia. Nunca supieron hacer otra cosa que enfrentar a los ciudadanos
entre sí, para poder seguir reinando. Ahora, a pesar de sus esfuerzos, y a pesar
de ciertos titulares de prensa, no han logrado polarizar a los colombianos. Los
284

gallos de pelea han perdido prestigio, y la ciudadanía se da cuenta de la


insensatez de los dirigentes, de llamar a la guerra en nombre de la paz.

Entiendo que con el final del conflicto (que ojalá no conlleve traiciones de
parte y parte) la vieja dirigencia se está retirando del escenario de la historia.
Porque ellos sólo supieron gobernar por la violencia desde cuando le
impidieron a Gaitán ascender al poder.

Votaré Sí, sintiéndome hermano de los que votan No, y dispuesto a aceptar el
veredicto de la democracia, aunque no ignoro que estamos en un régimen de
precaria legitimidad.

Ya será ganancia que de este trance no salga Colombia enemistada (algunos


pocos lo están ya) sino convencida de que necesitamos otra dirigencia, no de
personas sino de ideas; que la paz está lejos y que depende de un poderoso
cambio de agenda, que no nos lo ofrecerán ni el uribismo ni el santismo. El
país lleva demasiado tiempo en manos de los Laureanos, en su forcejeo con
los Santos y con los Lleras, y siempre con algún Gaviria sentado por ahí
esperando su turno.

Mientras tanto las multinacionales hacen su agosto, el negocio de la droga


prolifera, las mineras arrasan los páramos, los ríos sagrados agonizan, el
desierto está creciendo, y los políticos sólo piensan en sí mismos.

Sólo un movimiento social nuevo, que ame esta tierra nuestra, que busque de
verdad la reconciliación, que quiera verdadera justicia preventiva, es decir,
justicia social, que incluso les dé una nueva oportunidad a los que nunca la
tuvieron; que ponga el agua, los bosques, las energías limpias y el final de la
pobreza en el primer lugar de la agenda, y que ponga a Colombia en el
planeta, podrá pasar la página del país de las guerras que se bifurcan, y
empezar a construir el país grande que todos sabemos que existe, que existe y
que espera, el país de la Franja Amarilla.
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25 Jun 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

La paz son los cambios


Tal vez si el acuerdo de cese al fuego bilateral se estuviera firmando en
Colombia, en la Plaza de Bolívar de Bogotá, en medio de una multitud
entusiasta, o en el Catatumbo, o en Chaparral, o en Tumaco, y en carpetas que
tengan impreso el escudo nacional y no otro, no nos quedaría esta sensación
angustiosa de que siempre queda algo faltando, de que la paz que nos venden
pende de un hilo, y no parece inaugurar una nueva época, sino dejar a lado y
lado bloques hirsutos que se rechazan y parecen a punto de arrojarse de nuevo
con rabia contra sus hermanos.
286

Fue Barba Jacob el que escribió, hace muchos años, “la paz es mi enemigo
violento y el amor mi enemigo sanguinario”. No entendemos qué quiso decir,
pero vivimos en un país donde a menudo la paz no son brazos abiertos y
corazones reconciliados, sino un argumento más contra los otros. Muchos de
quienes estamos convencidos de que no hay otra solución que la paz
negociada, siempre hemos sostenido también que es inverosímil una paz sin
justicia social, que es peligrosa una paz edificada sobre la discordia de los
dirigentes, y que es incongruente una paz en la que el pueblo sea un invitado
de piedra.

Porque es la gente la que tiene que vivir la paz, que construir la paz, que
garantizar que la paz sea un hecho y no un mero decreto. El Gobierno trata de
hacernos sentir que un acto público en compañía de algunos gobernantes
amigos es ya la prueba de que el acuerdo “no tiene marcha atrás”, pero acto
seguido nos dice que todo depende de un plebiscito que podría reversar las
cosas hasta más allá del comienzo, justo en momentos en que la comunidad no
sólo parece más escéptica que nunca con respecto al proceso, sino que se ve
golpeada por una economía a la deriva, por una vergonzosa discordia entre los
dirigentes que nadie se esfuerza por atenuar, y por un nuevo Código de Policía
como no lo vimos ni siquiera en tiempos del Estatuto de Seguridad. Un código
que autoriza a la Policía a entrar en los hogares sin orden judicial, que le
permite multar a las personas por sospechas o por supuestos actos que
mortifiquen a la comunidad, y que convierte el no pago de las multas en causa
de arresto, lo que equivale a criminalizar la pobreza. Todo esto mientras se
nos anuncia que están llegando la paz y la modernidad postergada.

He visto más júbilo en las calles con el triunfo en un partido de fútbol que con
este supuesto comienzo de un nuevo país. Y me duele inmensamente, porque
sé que quienes quieren la guerra sin cuartel están equivocados, porque sé que
la verdadera paz negociada es fundamental y es urgente.
287

¿Pero por qué la gente está tan escéptica? ¿Por qué no hemos visto el júbilo
que debería acompañar a un proceso tan vital para nuestro futuro? Porque
nadie siente que este proceso esté cambiando las condiciones que nos llevaron
a la guerra y que la hicieron posible durante 50 años. Algo en el corazón de la
sociedad presiente que una paz sin grandes cambios históricos, una paz que no
siembre esperanzas, es un espejismo, hecho para satisfacer la vanidad de unos
políticos y la hegemonía de unos poderes, pero no para abrirle el horizonte a
una humanidad acorralada por la necesidad y por el sufrimiento.

Curiosamente sólo se habla de las garantías para los guerrilleros, pero hasta
eso parece cuento. Concentrarlos en unas veredas sólo parece demostrar que
se les teme mucho y que no se confía en ellos: muy mal comienzo para una
paz generosa. Saber que el país tiene muchas bandas criminales al acecho, y
decidir sin embargo que los guerrilleros sólo pueden salir de sus campos
transitorios de concentración vestidos de civil y sin armas, parece brindarles
pocas garantías de supervivencia, y causa extrañeza que los guerrilleros rasos
lo acepten. De todos modos no parece prometer paz, y menos reconciliación.

Yo habría querido ser el primero en salir a las calles a recibir con lágrimas en
los ojos el anuncio del fin de la guerra, pero en un hecho de tanta
trascendencia no se puede pecar de frivolidad. Es nuestro deber ciudadano
decir cuál es la paz en que podemos creer, porque es larga nuestra historia de
ilusiones y de desengaños.

Habría sido fácil para el Gobierno asegurar un triunfo sin sombras de una paz
generosa y entusiasta. Todavía sería posible. Pero exige de verdad unos
cambios históricos, nada melodramáticos, pero hechos con grandeza y
pensando en la gente, cambios que garanticen un poco de justicia en el país
más desigual del continente, ingreso social para los jóvenes, y convocar de
verdad a la comunidad a inventar una paz con imaginación que nos incluya a
todos, que traiga algo nuevo a nuestras vidas. Exigiría también frente a la
288

oposición, que está en su derecho de pensar distinto, un lenguaje más


respetuoso, menos lleno de desplantes y de arrogancia.

Y exigiría que no se piense tan olímpicamente que la fiesta es el acuerdo y


que la paz viene después. El día en que los guerrilleros se concentren, y
entreguen las armas, ya tendría que haber mucha paz en las veredas y en los
corazones para que de verdad algo nuevo comience.
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15 Abr 2016 - 10:24 PM


Por: William Ospina

Al final
289

Después de una guerra de 50 años, es tarde para los tribunales.

Si hubo una guerra, todos delinquieron, todos cometieron crímenes, todos


profanaron la condición humana, todos se envilecieron. Y la sombra de esa
profanación y de esa vileza cae sobre la sociedad entera, por acción, por
omisión, por haber visto, por haber callado, por haber cerrado los oídos, por
haber cerrado los ojos.

Si para poder perdonar tienen que hacer la lista de los crímenes, hagan la lista
de los crímenes. Pero esas listas sólo sirven si son completas, y quién sabe qué
ángel podrá lograr el listado exhaustivo.

Ya comete un error el que trata de convertir en héroes a unos y en villanos a


los otros. Lo que hace que una guerra sea una guerra es que ha pasado del
nivel del crimen al de una inmensa tragedia colectiva, y en ella puede haber
héroes en todos los bandos, canallas en todos los bandos, en todos los bandos
cosas que no merecen perdón.

Y ahí sí estoy con Cristo: hasta las cosas más imperdonables tienen que ser
perdonadas, a cambio de que la guerra de verdad se termine, y no sólo en los
campos, los barrios y las cárceles, sino en las noticias, en los hogares y en los
corazones.

Pero qué difícil es pasar la página de una guerra: la ciudadanía mira en una
dirección, y ve crímenes, mira en sentido contrario, y ve crímenes.

Es verdad. La guerra ha durado 50 años: de asaltos, de emboscadas, de


bombardeos, de extorsiones, de secuestros, de destierros, de tomas de pueblos,
de tomas de cuarteles, de operaciones de tierra arrasada, de tomas de rehenes,
de masacres, de estrategias de terror, de cárceles, de ejecuciones, de torturas,
de asesinatos voluntarios, de asesinatos involuntarios, de minas, de
orfandades, de infancias malogradas, de bajas colaterales, de balas perdidas.
Medio siglo de crímenes a los que nos toca llamar la guerra.
290

Pero cuando las guerras no terminan con el triunfo de un bando y la derrota de


otro, cuando las guerras terminan por un acuerdo de buena voluntad de las
partes, no se puede pretender montar un tribunal que administre justicia sobre
la interminable lista de horrores y de crímenes que, hilo tras hilo, tejieron la
historia.

Lo que hay que hacer con las guerras es pasar la página, y eso no significa
olvidar, sino todo lo contrario: elaborar el recuerdo, reconciliarse con la
memoria. Como en el hermoso poema “Después de la guerra”, de Robert
Graves, cuando uno sabe que la guerra ha terminado, ya puede mostrar con
honor las cicatrices. Y hasta abrazar al adversario.

Y todos debemos pedir reparación.

Hay una teoría de las víctimas, pero en una guerra de 50 años ¿habrá quién no
haya sido víctima? Basta profundizar un poco en sus vidas, y lo más probable
es que hasta los victimarios lo hayan sido, como en esas historias de la
violencia de los años 50, donde bastaba retroceder hasta la infancia de los
monstruos para encontrar unos niños espantados.

También eso son las guerras largas: cadenas y cadenas de ofendidos. Por eso
es preciso hablar del principal victimario: no los guerrilleros, ni los
paramilitares, ni los soldados, colombianos todos, muchachos de la misma
edad y los mismos orígenes, hijos de la misma desdicha y víctimas del mismo
enemigo.

Un orden inicuo, de injusticia, de menosprecio, de arrogancia, que aquí no


sólo acaba con las gentes: ha matado los bosques, los ríos, la fauna silvestre,
la inocencia, los manantiales.

Un orden absurdo, excluyente, mezquino, que hemos tolerado entre todos, y


del que todos somos responsables. Aunque hay que añadir lo que se sabe: que
todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros.
291

Enumeren los crímenes, pero eso no pondrá fin al conflicto. La guerra, más
que un crimen, es una gran tragedia. Y más importante y urgente que castigar
sus atrocidades es corregir sus causas, unas causas tan hondas que ya las
señaló Gaitán hace 80 años.

Por eso se equivoca el procurador pidiendo castigo sólo para unos, y se


equivocan los elocuentes vengadores, señalando sólo un culpable, y se
equivoca el expresidente que sólo señala las malas acciones de los otros, y se
equivoca el presidente, que habla como si, precisamente él, fuera el único
inocente.

Señores: aquí hubo una guerra. Y aún no ha terminado.

Y no la resolverán las denuncias, ni los tribunales, ni las cárceles, sino la


corrección de este orden inicuo, donde ya se sabe quién nació para ser
mendigo y quién para ser presidente.

Si, como tantos creemos, es la falta de democracia lo que ha producido esta


guerra, sólo la democracia puede ponerle fin.

Al final de las guerras, cuando estas se resuelven por el diálogo, hay un


momento en que se alza el coro de los vengadores que rechaza el perdón, que
reclama justicia.

Pero los dioses de la justicia tenían que estar al comienzo para impedir la
guerra. Cuando aparecen al final, solo llegan para impedir la paz.
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25 Mar 2016 - 7:46 PM


Por: William Ospina

A cambiar de estrategia
¿Cómo explicarle al gobierno de Juan Manuel Santos que el interlocutor que
debe venir a terciar en el diálogo de la paz puede ser convocado por él
mismo?

Lo que tiene frenada la mesa de diálogo es una sola palabra: desconfianza. El


Gobierno desconfía de la guerrilla, y hasta tiene razón, porque es larga su
historia de torpezas y de crímenes. La guerrilla desconfía del Gobierno, y
harta razón tiene, porque en Colombia es larga la crónica de las traiciones.

A Uribe Uribe lo mataron a las puertas del Capitolio, a Guadalupe Salcedo en


las calles del sur, con la Unión Patriótica llenaron el mapa de cruces, y la
sangre de los candidatos que iban a ser presidentes de la República,
empezando por Gaitán, aún no se seca.

Esa desconfianza de lado y lado tal vez no es maldad, sino apenas instinto de
supervivencia.
293

Es atroz saber que la guerrilla mató a Guillermo Gaviria, ese hombre de


voluntad de paz casi angélica. Es atroz saber que en la muerte de Galán estuvo
implicado el Estado. Es atroz saber que a la risa de los colombianos, a Jaime
Garzón, ayudaron a matarlo las armas de la República.

Pero si queremos pasar la página de esta guerra, donde el horror se volvió


cotidiano, tenemos que ponerle límite a la desconfianza. Porque si en unos
casos la desconfianza es la cautela de quien no quiere ser traicionado, en otras
es apenas una estrategia para limitar la paz a trámites y formalidades, o para
retrasarla hasta que suenen los clarines —o los bombazos— de la guerra
siguiente.

Si alrededor de esta guerra todo fuera paz y concordia, hasta se entendería lo


que alguien llamó “la alambrada de garantías hostiles” que quiere que los que
hicieron la guerra se encierren en burbujas de paz lejos del mundo. Pero eso
sólo lo puede soñar una lógica de esquemas y de cuadros sinópticos, de
interminables tribunales y de cartillas que pretendan tener controlado hasta el
menor movimiento. La paz es más real y más sencilla.

Por eso la desconfianza sólo se puede entender hasta cierto punto. Pero la
peor, la más paralizante e inadmisible, es la desconfianza en la comunidad
para la que se está haciendo esta paz, y que debe ser su principal protagonista.

El Gobierno se pregunta demasiado qué gana él con la paz, la guerrilla se


pregunta demasiado qué gana ella: ninguno se pregunta bastante qué gana el
país.

Porque aquí el oficio del poder es desconfiar de la ciudadanía: por eso hay
tanto trámite, por eso hay tanta corrupción, por eso toda protesta se mira con
odio. Por eso, cuando la gente sale a manifestar contra el poder, los titulares
dicen con perfidia: “¿Qué hay detrás de todo esto?”, y cuando un gobernante
apela a sus electores en las plazas para defender su gestión, los que debían
simplemente informar titulan: “¡No más balcón!”.
294

Lo cierto es que Uribe se equivocó creyendo que se podía hacer la paz con los
paramilitares sin hacer la paz con las guerrillas. Y Santos se equivoca
creyendo que se puede hacer la paz con las guerrillas sin mover un dedo
contra los paramilitares, que están otra vez listos para el combate, o sin
propiciar una paz de fondo con ellos.

Y se equivoca más todavía si cree que atizando la guerra de los partidos le va


a crear ambiente social a su paz tan metódica y tan distante. Y se equivoca
creyendo que la paz es algo que se anuncia y no algo que se construye vereda
a vereda, pueblo a pueblo y barrio a barrio.

¿Por qué serán tan burocráticos, por qué serán tan virreinales, por qué serán
tan santanderistas? Yo me atrevo a afirmar que les va tan mal porque en La
Haya no confían en las leyes y en la paz no confían en los ciudadanos.

Sin embargo, para impedir que, formalmente desmovilizados, guerrilleros y


paramilitares se contramaten en una paz de papel sellado, es necesario que se
fortalezca a las comunidades, que se las llame, no a ejecutar la paz de los
burócratas, sino a inventar la paz de las ciudades y de los jóvenes.

Y hay que empezar a cambiar este modelo económico excluyente y mezquino,


este modelo político clientelista y corrupto, este escalofriante modelo judicial
en el que las cárceles, donde se mide la dignidad de los Estados, se han
convertido en casas de pique, la pesadilla de la peor democracia.

¿No se dan cuenta de nada de eso, y nos siguen proponiendo una paz de
incisos y de occisos? Con razón la sociedad también desconfía, si lo primero
que hacen es desconfiar de ella.

Son los ciudadanos movilizados por la paz, y claramente beneficiados por


ella, los que deben recibir en su seno a los guerrilleros desarmados y
desmovilizados, y a los paramilitares desarmados y desmovilizados, y
protegerlos.
295

Y si hay verdadera voluntad de paz, no serán las pequeñas cláusulas, ni las


armas de la República, sino la confianza de los ciudadanos lo único que puede
garantizarla.
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12 Mar 2016 - 12:13 AM


Por: William Ospina

El tercero
Cada vez es más evidente que ni Santos ni Uribe pueden hacer la paz de
Colombia.
296

Ello se debe a que los sectores y poderes que ambos representan han sido los
causantes de la guerra y los que más se han beneficiado con ella. Cada vez es
más necesario que un tercer actor entre en el debate y en el diálogo, y se
encargue de dirimir, para hacer posible el futuro, lo que estos dos sectores de
la dirigencia colombiana presienten y anhelan, pero no están en condiciones
de alcanzar.

No es que Santos no quiera la paz: es que la quiere sólo para ciertos sectores,
y sobre todo para el empresariado comprometido con el proyecto neoliberal.
No es que Uribe no quiera la paz: es que la quiere sólo para ciertos sectores, y
sobre todo para el minúsculo grupo de los dueños de la tierra. Ambos sólo
quieren la paz para los 2.300 nombres que son dueños del 53% de las tierras
aprovechables del país, y para los 2.681 que son dueños del 58% de los
depósitos que hay en los bancos.

Es muy posible que sin contar con la voluntad de unos y de otros, no podamos
alcanzar en Colombia ningún acuerdo que haga sostenible el presente, pero ya
ni siquiera un acuerdo entre ambos hará posible en Colombia el futuro.

Uribe piensa que otros 20 años de guerra tal vez inclinarán definitivamente la
balanza a favor de una victoria militar, que no haga necesario hacer
concesiones a las odiadas guerrillas atravesadas en el camino. Santos piensa
que la negociación inmediata le permitirá no solamente optar al premio Nobel,
o a la Secretaría General de la OEA o de la ONU, sino dejar por fuera a esos
poderes que hoy le disputan el Estado a la vieja aristocracia.

Ambos quieren acabar con la guerrilla: uno arrodillándola, otro


afantasmándola, pero ninguno de los dos quiere una paz que transforme el
país, porque ninguno de los dos está descontento del país que tenemos.

Están reviviendo la vieja costumbre de las élites nacionales de utilizar el


Estado para debilitar a la oposición, de esgrimir la paz para golpear al
adversario, de no ver en el Estado un instrumento para resolver los problemas
297

de la sociedad, sino un botín, un banco de empleos y una herramienta para


eternizar en el poder a los suyos.

La paz, el conmovedor anhelo de paz de todo un pueblo, es el instrumento que


utilizan estos dirigentes para alcanzar sus objetivos parciales y ciertamente
mezquinos. Nunca argumentos tan sagrados fueron utilizados para fines tan
innobles. Nunca se abusó tanto del sufrimiento de unos, de la paciencia de
otros y de la credulidad de todos los demás.

Viendo la extraña conducta de estos pacificadores y de estos pacifistas, uno


termina sintiendo que la paz es el garrote implacable con que libran su guerra.

Pero no puede ser de otra manera, porque la verdadera paz tiene que ser la
bandera de quienes la necesitan, y Uribe y Santos no necesitan la paz sino la
victoria: o en las trincheras o en los tribunales. Y la guerra ha sido demasiado
larga para que pueda ser resuelta con sangre o con sentencias.

En la pequeña mesa de La Habana es evidente que falta Uribe. Pero sobre la


pequeña mesa de La Habana se proyectan las grandes sombras que arroja el
otro conflicto, el que se libra entre las dos mitades de la dirigencia, y casi
eclipsan los conmovedores esfuerzos de Humberto de la Calle y de Iván
Márquez, de Sergio Jaramillo y de Pablo Catatumbo.
Para continuar el conflicto, para prolongar la incertidumbre, bastan Santos y
Uribe, cada uno con sus vergüenzas y con sus venganzas, cada uno también
con sus sueños y sus ilusiones. Pero para terminar el conflicto, y sobre todo
para construir la paz, tan bien pregonada hoy, y tan mal concebida, hace falta
otro protagonista, el más inadvertido y el más decisivo.

Ese protagonista es Colombia, es la sociedad, la que no cabe ni en los


discursos furibundos de Uribe ni en los cálculos sinuosos de Santos. Y es que
la pequeña paz que ellos quieren, ellos mismos se encargan de hacerla
imposible. Tal vez porque en el fondo saben que esa pequeña paz no cambiará
nada, y que más benéfico les resulta prometerla que alcanzarla.
298

Uribe, a punta de guerra, hizo inverosímil la victoria: tal vez por eso no
advirtió que ni siquiera su heredero creía en ella. Santos, a punta de avanzar y
retroceder, de desear la paz y de temerla, cada día se inventa un nuevo
obstáculo, y está terminando por hacer inverosímil el acuerdo, o su
refrendación, o su aplicación, o la paz que debe salir de él.

Ahora está pensando, como Alicia, que a la colina de la paz sólo se llega
caminando en sentido contrario. Y sobre su cabeza se cierran las agujas del
reloj de Damocles.

¿Llegará a tiempo el tercer personaje? Ambos, de verdad, lo necesitan. Y lo


único que yo sé es que no habrá paz si no llega.
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1 Abr 2017



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27 Feb 2016 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Un mensaje para el papa Francisco


Después de 50 años de guerra y 100 años de soledad, la sociedad colombiana
necesita urgentemente encontrarse con la normalidad de la vida, dejar surgir
de su corazón y de sus manos el potencial creador largamente frustrado por el
odio y anulado por la desesperanza.

Todo se encadena: antes de las cinco décadas de violencia de guerrillas,


paramilitares y mafias, hubo tres décadas de prédica del odio por parte de los
partidos, y una larga tradición de irrespeto por la condición humana bajo las
formas de la exclusión, el racismo, el clasismo y la intolerancia. Nuestra
sociedad está ávida de las dulzuras de la convivencia, la recuperación de la
confianza y la construcción de la solidaridad.

Es por eso que, al mismo tiempo que avanzan en La Habana los diálogos para
poner fin al conflicto armado, el Gobierno habría debido dar ya la señal para
que comience el florecimiento de la iniciativa ciudadana, para que sople el
gran viento democrático que debe abrir camino a la reconciliación.

Si no lo hace es porque estos 100 años también dejaron en la dirigencia


nacional y en el Estado una gran desconfianza en los procesos sociales. El
viejo dirigente Laureano Gómez los identificaba con el tumulto y el desorden;
el Frente Nacional de los años 60 prohibió hasta los llamados al constituyente
primario, que es como prohibir por decreto la voz del pueblo; toda protesta
justificaba el estado de sitio, y todo reclamo social se volvió sospechoso de
rebelión y fue calificado de terrorismo.
300

Ahora sabemos que en las raíces del sectarismo político estaba la


manipulación de los electorados, la rapiña por el Estado como botín
presupuestal y banco de empleos, y el proyecto antidemocrático de acallar o
aniquilar las diferencias. Ahora sabemos que en las raíces de la corrupción
está la exclusión de la crítica y el desprecio por la disidencia.

Ahora sabemos que en las fuentes de la violencia social está, no la sencilla


pobreza, sino la oprobiosa desigualdad, y que en vano se pretenderá abrir
camino a la convivencia si no se cierran las esclusas de la injusticia, si no se
procura superar la inequidad, pero no con discursos ni con eslóganes ni con
asistencialismo, sino con hechos y oportunidades reales.

Hubo una mala época en que hasta la Iglesia se alió con los poderes más
insensibles, permitió la discriminación, despreció a los hijos naturales,
desamparó a los pobres o sólo los consideró dignos de caridad. Pero desde
hace tiempo la doctrina social de la Iglesia ha sido clara en tomar la opción de
los pobres, ver en ellos la riqueza escondida que puede salvar a unas
sociedades agobiadas por el egoísmo, por la prédica irreal de la opulencia y
por el saqueo de la naturaleza.

La Iglesia latinoamericana lleva décadas invocando la justicia social, y ahora


usted, papa Francisco, es el abanderado en todo el planeta de la causa de la
defensa del medio ambiente, del equilibrio natural, de la lucha contra el
cambio climático, de la defensa de los más vulnerables, de la afirmación de la
dignidad humana, y del esfuerzo de convivencia entre pobres dignos y ricos
responsables, entre culturas y entre religiones.

En un país como Colombia, y en una encrucijada tan esperanzadora como el


actual proceso de diálogo, usted, papa Francisco, tendría la oportunidad no
sólo de mediar entre las fuerzas en pugna para agilizar los acuerdos, y entre
los contradictores políticos para que lleguen a un entendimiento patriótico,
sino sobre todo de ser vocero de la comunidad excluida para que por fin se
301

tenga en cuenta el componente social de la paz, la necesidad de ahondar en la


democracia como factor decisivo de la reconciliación.

Según una revista nacional, en este país con 48 millones de habitantes, el 53


por ciento de la tierra aprovechable está en manos de 2.300 personas, y el 58
por ciento de los depósitos bancarios está en manos de 2.681 clientes. ¿Cómo
cree nuestra dirigencia que va a aclimatar una paz verdadera sin dar alguna
oportunidad, hasta hoy desconocida, a una de las sociedades más
escandalosamente desiguales del mundo?

¿Van a esperar que las iniciativas las sigan desencadenando sólo el


resentimiento, la ignorancia y la barbarie? ¿Cómo no saben que uno de los
deberes del Estado es propiciar la justicia verdadera, que abre horizontes,
libera fuerzas creadoras, despierta talentos, deja fluir el río represado de la
iniciativa económica, de la imaginación social y de la recursividad en todos
los campos? ¿Cuándo convocarán a la sociedad a la gran fiesta de reinvención
de la democracia?

Por su sentido de humanidad, por su responsabilidad con el planeta, por su


decidida opción cristiana en favor de los pobres, usted, más allá de su
dignidad eclesiástica, como ser humano ejemplar y como gran
latinoamericano, se ha ganado esta vocería.

Papa Francisco: ayúdenos a despertar el sentido humano y la vocación de


justicia de nuestra dirigencia.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
302

Ni el dios Estado ni el dios mercado


15 Jul 2017
“Las bolas de Cavendish” y la risa de Fernando Vallejo
6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


26 Sep 2015 - 9:22 PM


Por: William Ospina

Los invisibles
Un gran historiador nos decía hace poco: “¿Por qué no hay un tren rápido
entre Bogotá y Tumaco? Podríamos ir allá en cinco horas, comer una cazuela
de mariscos junto a los manglares, y volver aquí al anochecer”.

“¿Por qué, si es el principal puerto del país sobre el Pacífico, no hay un vuelo
directo entre Buenaventura y Tokio?”. “¿Por qué no hay una gran ciudad
verde, pionera de una nueva relación con la naturaleza, en la altillanura?”.

¿Por qué, en un mundo donde las proezas tecnológicas son hechos cotidianos
y las soluciones de infraestructura son posibles y admirables, a nosotros nos
acostumbraron a pensar que aquí todo es imposible? Ciudades con belleza,
jóvenes con empleo, pobres con dignidad, ricos con responsabilidad y un
Estado eficiente resultan inconcebibles en Colombia. ¿Por qué? Por una
dirigencia que nos acostumbró a la mendicidad, a la resignación, al odio y a
no ver más allá de nuestras narices.
303

Desde hace mucho tiempo esa dirigencia busca y busca las causas de nuestros
males, y cada cierto tiempo señala los sucesivos responsables de cada
calamidad histórica. En los años 50 los bandoleros de la Violencia, en los 60
los estudiantes rebeldes y los revolucionarios, en los 70 la multiplicación de
las guerrillas, en los 80 Pablo Escobar y los extraditables, en los 90 los
paramilitares, en la primera década del siglo XXI las Farc.

Esta semana Juan Manuel Santos ha conseguido mostrarle al mundo, con gran
cubrimiento mediático, que el acuerdo sobre justicia transicional al que ha
llegado con las Farc es el punto clave de los diálogos de La Habana, quizá
porque es el punto en el que las Farc parecen admitir que son las responsables
de la guerra de estas cinco décadas. Al menos es el único punto que ha
merecido ser presentado al mundo por los dos comandantes de ambos
ejércitos.

Pero aunque las Farc admitan ser las principales responsables de los crímenes
y las atrocidades de esta guerra, yo tengo que repetir lo que tantas veces he
dicho: que es la dirigencia colombiana del último siglo la principal causa de
los males de la nación, que es su lectura del país y su manera de administrarlo
la responsable de todo. Responsable de los bandoleros de los 50, a los que ella
armó y fanatizó; de los rebeldes de los 60, a los que les restringió todos los
derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de
los 80, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el
desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su
abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los
paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el
Estado no les brindaba; responsable incluso de las Farc, por este medio siglo
de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido
en el proyecto nacional 50 años antes, si ese proyecto existiera.

Me alegra que el acuerdo entre Gobierno y Farc esté próximo, aunque no


pienso que sea un regalo que debamos agradecer de rodillas, sino algo que
304

ambas partes nos debían desde hace mucho tiempo. Tampoco creo que un
mero pacto entre élites guerreras, siendo tan necesario y tan útil, vaya a
garantizarnos una paz verdadera.

Lo que me asombra es que la astuta dirigencia de este país una vez más logre
su propósito de mostrar al mundo los responsables de la violencia, y pasar
inadvertida como causante de los males. A punta de estar siempre allí, en el
centro del escenario, no sólo consiguen ser invisibles, sino que hasta
consiguen ser inocentes; no sólo resultan absueltos de todas sus
responsabilidades, sino que acaban siendo los que absuelven y los que
perdonan.

Una vez desaparecido del horizonte de la historia el episodio de la


insurgencia, volverá a ocurrir lo que ocurrió cuando fueron abatidos los
bandoleros de los 50 y sometidos los rebeldes de los 60, cuando se
desmovilizó el M19, cuando fueron extraditados los extraditables y dado de
baja Pablo Escobar, y cuando fueron desmovilizados y extraditados y
amnistiados los paramilitares: que el extraño mal de la patria, del que todos
ellos parecían los culpables, siguió vivo, y aún nos tiene como nos tiene.

Pero tal vez esté llegando la hora de que la causa verdadera, profunda,
persistente y eficiente de los males de Colombia se haga visible por fin. Tal
vez Juan Manuel Santos esté contribuyendo sin proponérselo a remover el
último obstáculo que nos impedía ver que la verdadera causa de todo es una
dirigencia inepta, sin responsabilidad y sin grandeza, que nos enseñó a pensar
en pequeño y a sentirnos mal por soñar que el país podía ser mejor y podía ser
de todos.

El proceso de paz es importante, los diálogos de La Habana son


fundamentales, los acuerdos entre guerreros son indispensables, pero la
verdadera paz de Colombia exige una dirigencia distinta, un relato más
complejo del país, un horizonte de propósitos más amplio y más patriótico.
305

No habrá paz sin un proyecto urbano adecuado a la época, sin un proyecto de


juventudes lúcido y generoso, porque hoy los jóvenes son la guerra, sin un
proyecto cultural de creación, de afecto y de reconciliación, porque la cultura
es nuestro mayor escenario de conflictos y de necesidades.

Tal vez ya no podrán impedir que el país se aplique a soñar y a construir una
nueva época. Tal vez ya no podrán llamar subversivo a todo el que pida un
cambio, a todo el que quiera reformar las instituciones, a todo el que quiera
ser protagonista de la historia.

Una paz sin enormes cambios sociales, sin proyecto urbano, sin una estrategia
económica generosa, sin un proyecto ambicioso de juventudes, podrá ser una
buena campaña de comunicación, pero no llegará al corazón de millones de
personas que necesitan ser parte de ella.

Claro que ya es ganancia que el discurso anacrónico de la guerra sin cuartel, al


que las élites recurrieron siempre, vaya quedando arrinconado. Nadie protesta
tanto contra la impunidad como el que se beneficia de la impunidad.

La dirigencia colombiana, empeñada siempre en demostrar que sólo los otros


son culpables, tal vez no admita nunca su responsabilidad, pero será cada vez
más visible en su mezquindad y su ineptitud, y ya será bastante reparación que
se haga a un lado y deje pasar al país.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
Ni el dios Estado ni el dios mercado
15 Jul 2017
306

“Las bolas de Cavendish” y la risa de Fernando Vallejo


6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


12 Sep 2015 - 10:34 PM


Por: William Ospina

La guerra de las guerras


Ya antes del acuerdo, que ojalá llegue pronto, entre el gobierno de Juan
Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, Colombia, dicen los medios, está en
manos de 1.500 bandas criminales.

Una paz mal hecha —¿y habrá alguna que no lo sea?— podría incrementar esa cifra de un modo dramático, y todo

presupuesto sería escaso, y toda solución institucional precaria, ante una escalada de la criminalidad incontrolable.

¿A qué se debe la abundancia de esas bandas criminales? En primer lugar a la


guerra misma, que es una inmensa factoría de guerreros en un país donde hace
años los jóvenes casi no tienen otra alternativa laboral que la violencia.

En segundo lugar a la desmovilización a medias de los sanguinarios ejércitos


paramilitares que por décadas usurparon con sangre la labor de la justicia,
ocuparon el territorio con la complicidad del Estado o de sus agentes, y
pretendían combatir a la guerrilla cuando en realidad despejaban las rutas de
la droga o competían en ese trabajo con la insurgencia.

Y en tercer lugar, pero el más importante, a la guerra de las drogas. Al hecho


de que el negocio de la droga no ha sido desmontado, y mientras exista será la
307

mayor amenaza para la estabilidad de nuestras naciones y fuente de violencia


y de corrupción.

El papel de los gobiernos de EE. UU. ha sido decisivo en el proceso creciente


de desintegración de la sociedad latinoamericana. Desde cuando al despertar
de Woodstock, en 1969, el gobierno de Richard Nixon convirtió el tema de la
droga en un asunto de política criminal y no de salud pública, la suerte de
nuestros países estaba echada.

Los cerebros más perspicaces de EE. UU. no podían haber olvidado que la
principal ocasión en que un tema de salud pública se convirtió en asunto de
policía, la gran nación norteamericana estuvo a punto de naufragar en el
crimen. Prohibido el comercio legal de alcohol en enero de 1920, hordas
de gangsters amasaron fortunas gigantescas, se tomaron con armas las calles
de Chicago y de Nueva York, compraron a la Policía, corrompieron a la
justicia, e hicieron vacilar la estabilidad del país más poderoso del mundo. El
número de presos en las cárceles pasó de 4 mil a 27 mil en 12 años, el
Gobierno gastaba fortunas en perseguir un crimen que crecía, y el consumo
mismo de alcohol aumentó en forma considerable.
En cuanto la violencia evidenció el poder desintegrador de la prohibición,
Roosevelt se apresuró a derogar la ley prohibicionista, y el Estado recuperó su
control sobre la sociedad.

¿Es inocuo el alcohol? No: el alcohol es una droga peligrosa. También


entonces se alegó, contra la despenalización, que volverlo legal exponía a todo
el mundo al alcoholismo. Pero se requiere mucho más que botellas de whisky
y de aguardiente en las góndolas de los supermercados para que nos
convirtamos en alcohólicos. Y mantener ese negocio lejos del poder corruptor
de las mafias les ha permitido a las sociedades vivir sin sucumbir a la
violencia, tratándolo como un asunto de salud pública.

Colombia es quizás el único país de América Latina que a comienzos del siglo
XXI no ha realizado las reformas liberales que ha debido hacer desde el siglo
308

XIX. No instauró los supuestos democráticos que su himno nacional promete


desde entonces: “Si el sol alumbra a todos, justicia es libertad”. Eso, y la
frustración del proceso popular gaitanista, prolongada por la violencia de los
años 50 y por el pacto antipopular del Frente Nacional, fueron las causas
visibles de esta guerra de 50 años. Pero lo que permitió que esa guerra se
prolongara, que sólo en Colombia las guerrillas comunistas siguieran siendo
un factor desestabilizador cuando ya no tenían horizonte de realización
histórica, fue el narcotráfico.

A partir de los años 80, cuando se les agotaba su fuego revolucionario, esas
guerrillas se fortalecieron protegiendo a los campesinos cultivadores de
plantas prohibidas, y se dio una alianza inesperada del espíritu de subsistencia
de los campesinos sin proyecto agrario con el espíritu emprendedor de las
clases medias transgresoras, bajo la mediación de ejércitos ilegales que se
beneficiaban del negocio floreciente para persistir en la guerra sin futuro.

Son las ironías de la época. Los guerreros feroces de la lucha de clases


cobrándole impuestos a la agricultura de subsistencia, bajo el negocio global
de la prohibición alimentado por el hastío de las sociedades opulentas. Cuatro
caras del nihilismo contemporáneo, que con las sobras del confort industrial
financia la avidez de riqueza de las sociedades postergadas y paga la
supervivencia de los pobres con la sangre de los excluidos.

¿Está Obama de verdad interesado en la paz de Colombia? Si así fuera, podría


dejar un legado aún más audaz que la reconciliación con Cuba, más
estratégico que el pacto con Irán, tan visionario como el control de las
emisiones de gases de efecto invernadero. Podría prevenir el
desmoronamiento de la precaria institucionalidad que hoy resiste en América
Latina, garantizando un vecindario más estable para sus ciudadanos, y
deteniendo la presión violenta de un mundo acorralado contra la frontera norte
de México, la frontera más convulsiva del planeta.
309

Y para ello no tiene que legalizar, cosa que no está en las manos de ningún
presidente, sino abrir el debate al más alto nivel sobre las conveniencias de la
despenalización de la droga para poner fin al poder corruptor de las mafias. El
debate sensibilizará a la población mundial y abrirá el espacio a la voz de los
sabios.

¿Está el papa Francisco interesado en la paz de Colombia, de México, de


Brasil, de Argentina? Podría hacer un llamado a la reflexión sobre maneras
más humanas de manejar el asunto de las drogas, donde imperen la
comprensión y la lucidez sobre la intolerancia y la guerra. Un llamado a
diferenciar la moralidad del moralismo.

No hay guerrillas en Sinaloa, ni en las favelas de Río, ni en las rancherías de


Caracas. Ya no hay guerrillas en El Salvador. El fin de las guerrillas
colombianas es urgente, pero no nos librará del destino del continente. El
debate sobre la legalización de la droga debe formar parte de todos los
diálogos de paz.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
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6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017
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1 Ago 2015 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Paz
LOS ESTADOS UNIDOS, CON 300 MILLO nes de habitantes, tienen un
ejército de más de un millón de efectivos. Colombia, con 48 millones de
habitantes, tiene un ejército de más de 500.000. Colombia debería ser, pues,
uno de los países más seguros del mundo.

Pero seis millones de hectáreas arrebatadas a sus dueños, seis millones de


ciudadanos desplazados, una aterradora lista de masacres desde 1946, la
mayor cifra de desaparecidos en la mayor impunidad, una guerra de guerrillas
de 50 años y diez millones de colombianos en el exilio demuestran que las
soluciones para un país como Colombia no son ni fueron nunca militares.

La función de ese inmenso ejército no parece ser la defensa de las fronteras.


Es más, recientemente hemos perdido una parte considerable de nuestro mar
territorial. Su misión es la de defender el orden público, que sin embargo ha
padecido violencia por 80 años. La porción del presupuesto nacional que
consume es elevadísima, y la principal justificación de ese presupuesto son los
ocho, o diez, o veinte mil guerrilleros alzados contra el orden legal. ¿Por qué
no han podido exterminarlos en 50 años? Porque la guerra de guerrillas es
imposible de controlar. No es una guerra regular: atacan y desaparecen. Y si
nadie pudo acabar con el Ira en ese campo de flores que es Irlanda, y si nadie
pudo acabar con Eta, en ese bosque sereno que es el país vasco, ¿cómo acabar
con las guerrillas en esta selva equinoccial, en estos páramos de niebla, en esta
311

jungla inaccesible? Nada como el gobierno de Uribe Vélez, con su guerra


total, demostró que era necesaria una negociación.

Lo más alarmante es que este ejército descomunal a partir de cierto momento


no consiguió proteger a los ciudadanos amenazados por una lucha guerrillera
que, lejos de atacar el poder central, terminó cebada con los pequeños
propietarios y con la clase media que viajaba por las carreteras. Este ejército
acabó permitiendo y a veces propiciando la formación de ejércitos paralelos, y
todos vimos inermes en Colombia cómo la justicia constitucional cedía paso a
la justicia por mano propia, al crimen disfrazado de justicia, armando
ejecuciones atroces en las plazas de los pueblos, a menudo con la complicidad
de las fuerzas armadas.

El espanto final fue ver cómo el ejército proporcionalmente más grande del
continente, en vez de combatir a sus enemigos, se aplicaba a disfrazar de
guerrilleros a jóvenes humildes de las barriadas y presentarlos como éxitos de
la política de guerra, en un holocausto del que los únicos que no se enteraban
eran el ministro de Defensa y el presidente de la República.

Ahora Santos, que subió al poder entonando el hosana del “mejor Gobierno de
la historia”, mira en el espejo retrovisor y declara que los dineros de la salud
fueron robados por los paramilitares en los gobiernos precedentes. Y Uribe,
que se ve atacado de ese modo por su heredero, le recuerda que Santos era
ministro de Defensa, y que si los paramilitares robaron el tesoro público es
porque él lo permitió. Con lo cual admite que no puede haber paramilitarismo
sin la complicidad del Estado y de los altos poderes.

También él podría mirar en el retrovisor para ver a Santos en todos los espejos
anteriores, como ministro de Defensa, de Hacienda, de Comercio Exterior,
como alto funcionario de la Federación de Cafeteros, como propietario del
más influyente diario nacional. Con acceso a esas fuentes uno no puede alegar
ignorancia, con esas responsabilidades uno no puede alegar inocencia.
312

Pero Santos, que ya lleva cinco años gobernando, y estuvo en todos los
gobiernos anteriores, se sigue ofreciendo como una esperanza. Colombia será
la más educada en el 2025, la más moderna en el 2018, y la paz está, como
siempre, a las puertas.

Ambos quieren acabar con la guerra, pero pretenden no tener ninguna


responsabilidad en ella. Acusan a la guerrilla de ser responsable de todas las
violencias colombianas y se sienten con derecho a ser los impugnadores del
mal, a señalar a los culpables.

Mi opinión es que la guerrilla es responsable de muchos crímenes, de muchas


atrocidades y de muchas locuras, pero que no lo habría sido si este país no
hubiera crecido bajo el arrogante poder de los Santos y de los López, de los
Gómez y de los Uribes, que convirtieron sus discordias en las discordias de
todos. Esos viejos conservadores y esos viejos liberales que mataron a Gaitán
son los responsables de las guerrillas, del narcotráfico y de los paramilitares,
porque ya gobernaban a este país mucho antes de las guerrillas, de los
narcotraficantes y de los paramilitares.

Durante 50 años justificaron la guerra, hicieron la guerra, nos ordenaron la


guerra, y perseguían al que no la quisiera. Ahora quieren la paz, pero una paz
sólo suya, con sus métodos herméticos y ocultos a la manera de Santos, con
sus sistemas de guerra implacable y de arbitrariedad militar a la manera de
Uribe, pero sin cambiar en nada la injusticia que hizo nacer la guerra, y para
seguir siendo los dueños del país, los arrogantes dueños de sus soluciones.

Tiene que haber en el Ejército alguien que entienda que el honor de las armas
de la República exige poner fin a esta guerra y a todas las degradaciones que
trajo sobre el país entero. Tiene que haber en el Estado muchos que sepan que
necesitamos un nuevo orden de grandeza y de generosidad, no esta feria de
vanidades, de violencias y de indignidad. Tiene que haber en la sociedad
millones de ciudadanos que sepan que merecemos una paz verdadera, no
apenas decretada por las élites militaristas sino construida por los ciudadanos.
313

Que el país no necesita limosna sino empleo, que los jóvenes no necesitan
armas sino horizontes de futuro en diálogo con el mundo.

Porque hasta ahora todos, incluida la izquierda parlamentaria, seguimos


viviendo de las migajas del bipartidismo.
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Pedir lo imposible
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6 May 2017
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7 Abr 2017
Las paradojas de la época
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25 Jul 2015 - 8:10 PM


Por: William Ospina

Dominique
314

Se cumplía el centenario de la muerte de Rimbaud, y una dama francesa a


quien yo no conocía me invitó a almorzar en su casa, para que habláramos del
tema.

Cuando llegué, la dama estaba ausente, pero en el sofá de la sala un anciano


sonriente jugaba con un gato. Cuando le pregunté de qué lugar de Francia
procedía, Maximilien Gottlieb me contestó que, aunque era francés, no había
nacido en Francia, sino en un país ahora inexistente: el imperio austrohúngaro.
Debió ver en mi rostro la fascinación de estar en presencia de los vestigios de
un mundo perdido, y añadió: “yo nací en Sarajevo”.

Muchas lecciones de historia se agitaron en mi mente. Le dije que yo sabía


que en aquella ciudad fue asesinado en 1914 el Archiduque Francisco
Fernando, un hecho que, según es fama, desencadenó la Primera Guerra
Mundial. Maximilien me miró a través de sus gruesos lentes y me dijo con
animación: “Pues la víspera de su muerte, yo fui uno de los cientos de niños
que lo vimos pasar en su carroza, y que agitamos banderitas de colores ante el
cortejo”.

Me costaba creerlo: un hecho que pertenecía para mí a la leyenda, estaba de


repente vivo allí, en ese testigo de uno de los momentos definitivos del siglo.
Debían de quedar en el mundo muy pocos seres que hubieran vivido aquellos
hechos. Un rato después, cuando llegó Dominique, Maximilien y yo ya
éramos grandes amigos, y lo seguimos siendo hasta cuando toda la familia
tuvo que volver a Francia, años después.

Habían huido de Sarajevo; al cabo de los años Maximilien se hizo francés, y


se fue a vivir a Charleville, en las Ardenas, el pueblo mitológico de Rimbaud.
Allí había nacido su hija Dominique. Ahora, convertida en la esposa de
Patrick Mandrilly, director de la Alianza Francesa, ella había venido a vivir a
Colombia y había traído a su padre.
315

Así comenzó mi amistad con Dominique. Hablamos de Rimbaud, y del deseo


que tenían ellos de conmemorar el nacimiento del poeta mediante una serie de
lecturas en distintas ciudades de Colombia. Yo me encargué de hacer una
selección de poemas, incluso algunas traducciones, y durante varias semanas
fuimos de un lado a otro, leyendo en francés y en español los poemas del
“prófugo máximo”, como lo llamaba León de Greiff.

También los Mandrilly eran grandes viajeros. Amantes de la literatura, de las


artes, de la música, dejaron en Colombia una legión de amigos, y recorrieron
el país mucho más de lo que solemos los colombianos. Dudo que hubiera
región que no visitaran: con ese espíritu metódico de los buenos franceses,
estudiaban las regiones, la naturaleza, las costumbres, parecían echar raíces
donde iban.

Y del mismo modo apasionado como lo hacían entonces con Colombia habían
vivido antes en distintos lugares del mundo. Más tarde Patrick fue encargado
de la Alianza Francesa en Senegal, donde también dejaron su leyenda.

Pero un día decidieron comprar una casa en Saint Jeannet, en el sur de


Francia, y Dominique me habló de aquel lugar con extraña fascinación. Yo
imaginé una pequeña casa en la campiña, con vista al mar, en los suburbios
tranquilos de Antibes, y todo eso era verdad. Pero cuando pude por fin
visitarlos comprendí que Dominique no había exagerado en su entusiasmo. El
lugar es casi indescriptible: hay que remontar desde la Costa Azul las
carreteras sinuosas entre miles de villas campestres, paisajes que tanto amó
Picasso en su tiempo y que pintó de tantas maneras distintas; hay que ascender
entre cipreses y viñedos, dejando atrás viejos pueblos de piedra, y viendo los
enormes peñascos que miran al mar como cabezas de gigantes gastados por
los siglos.

La casa de Dominique era la última del peñasco, sencilla, serena, rodeada de


árboles floridos, el retiro más grato que uno pudiera imaginar, y recuerdo que
316

un día, hace años, pensando en ese sitio escribí un texto al que tuve que llamar
“el lugar más bello del mundo”.

Con Dominique y Patrick recorrimos aquellas comarcas, sobre todo el


pueblito de Saint Jeannet, un kilómetro abajo de su casa, excavado en la roca,
que parece hecho para ilustrar un verso de Antonio Colinas: “el pueblo es un
gran árbol de piedra retorcida”. El pueblo, muy antiguo, es una casa enorme
llena de zaguanes y pasadizos, tallado en las cornisas, una sucesión de patios y
terrazas que de repente se asoman al abismo de innumerables villas, bosques y
pueblos medievales, bajo la cabeza del gigante, y frente al mar azul que en la
noche barren los faros a lo lejos. Y esas terrazas tienen como un rumor de
Italia en el viento.

Dominique era uno de los seres más alegres que he conocido. Con su cuerpo
menudo, sus ojos que tenían el resplandor de los ojos visionarios de su
paisano Rimbaud, su permanente interés por los países y las costumbres, y con
ese insaciable deseo de viajar, que los llevaba de un lado a otro, de Rusia a la
India, de Senegal a Turquía, para volver siempre a ese nido de águilas en las
estribaciones de los Alpes.

Dominique amó con pasión este mundo y lo disfrutó como una chiquilla de
ojos resplandecientes, de sonrisa incansable, de pies presurosos y palabras
llenas de curiosidad y de afecto. Un día me propusieron viajar a Kenia y a
Malí, donde tenían amigos y muchas cosas que visitar, pero yo pospuse aquel
viaje, siempre creyendo que tendríamos tiempo para hacerlo.

Hay unos versos de Borges que estos amigos siempre me hicieron recordar.
Los escribió el poeta cuando le fue apenas permitido ver el Perú y comprendió
que este mundo nuestro, inagotable en el espacio, es harto limitado en el
tiempo: “Vivo, soy una sombra que la sombra amenaza,/moriré y no habré
visto mi interminable casa”.
317

Ahora Dominique ha cerrado sus ojos luminosos allá, junto al peñasco, y una
gran aventura de perplejidad y de gratitud se ha cerrado con ellos. La
recordaré unida a este país que tanto quiso, al que volvió a visitar hace apenas
unos meses, sin que ninguno de nosotros advirtiera que era su viaje de
despedida, pero sobre todo la recordaré unida a esas piedras y esos jardines
que escogió para que fueran el escenario final de su aventura. Para Patrick,
para Clelia, su hija, y para sus nietos, un abrazo en nombre de todos sus
amigos colombianos.

Y para Dominique, un lugar luminoso en todos los viajes que nos queden.
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4 Jul 2015 - 9:03 PM


318

Por: William Ospina

Un llamado a la mesa de La Habana


Es más fácil comenzar una guerra que terminarla. Si algo sabemos en
Colombia es que una guerra de cinco décadas deja demasiadas heridas y
desconfianzas, y no parece realista terminarla en unos cuantos meses.

A pesar de la pregonada voluntad de paz de las partes, advertimos que los esfuerzos por poner fin al conflicto cada vez se

enredan más en una maraña de errores y desacuerdos que podrían prolongar indefinidamente el sufrimiento de millones de

seres humanos. Es deber de todo el que quiera realmente la paz no sólo exhortar a las partes a persistir en su voluntad de

entendimiento, sino llamarlas a obrar cambios decisivos en la lógica y en la dinámica de la negociación, para sacarla del

punto muerto en que se encuentra, y que amenaza con extenuarla ante el escepticismo de la ciudadanía.

El diálogo es un hecho político y exige de ambas partes decisiones políticas


inmediatas. El cese al fuego bilateral no sólo es un camino: sería un alivio
para todos los que padecen el horror de un conflicto que no puede seguir. El
Gobierno dirá que ese alto al fuego expone a la negociación a todos los
avatares de la guerra no resuelta, pero si es verdad que los diálogos han
avanzado considerablemente, ¿por qué no asumir que ese alto al fuego
también podría oxigenar el proceso, devolverle al país la confianza en los
negociadores y en la paz misma?

Un error de este diálogo ha sido la falta de un esfuerzo de las partes por


legitimarse recíprocamente. Creer que la reconciliación sólo llegará con la
firma del acuerdo es olvidar que la firma del acuerdo debe ser ya una
consecuencia de la reconciliación.

Permitir que el proceso se hunda en un interminable debate jurídico pone el


énfasis indebidamente en quién fue el responsable de la guerra, cuando unas
decisiones audaces pondrían el énfasis en quién es el principal propiciador de
la paz. Ya habrá tiempo para discusiones académicas, históricas y jurídicas; lo
que premiará el país es algo más que la voluntad de paz: son los hechos de
paz, y el primero de ellos debe ser el voluntario silencio de las armas.
319

No se puede dejar para más tarde la convocatoria al país entero para que sea el
agente inmediato de la aplicación de los acuerdos. Hay que pacificar las
veredas, las barriadas, el espíritu de los ciudadanos, pero lo primero que hay
que pacificar es la mesa de La Habana, donde los interlocutores se siguen
tratando como enemigos. ¿Será mucho pedir que, al tiempo que se detiene el
combate, en La Habana las partes hagan declaraciones conjuntas, se traten con
cordialidad, se miren como conciudadanos? ¿Será demasiado pedir que su
trato desde el comienzo se parezca al que queremos de todos los colombianos
para el futuro?

Siempre he dicho que la oposición debe formar parte de la negociación. Sin


embargo, es el gobierno en ejercicio el que puede tomar las grandes
decisiones. Si de verdad cree que la paz es posible, tendría que dar pasos
audaces e incluso riesgosos: lograr que la guerra desaparezca como argumento
posible del debate electoral. En esta hora extrema debe lograr que la guerra no
pueda volver a ser un llamado a la ciudadanía.

En una paz verdadera, todos deben obtener algo. La guerrilla debe obtener su
reintegración al orden social, y un lugar digno en la reconstrucción del país. El
Gobierno debe obtener reconocimiento por parte de la insurgencia. La
oposición debe obtener un lugar en el debate sobre el futuro y la paz. Pero la
paz no se medirá por lo que cada uno de los bandos obtenga para sí, sino por
lo que a través del diálogo se obtenga para la comunidad, y sobre todo para los
más vulnerables.

Nada necesita tanto Colombia como un Estado responsable y con renovada


legitimidad. Y allí está tal vez el obstáculo mayor de todo este proceso: la
discordia entre sectores de la dirigencia es el clima menos propicio para la
renovación del país, nos recuerda demasiado la polarización de las élites que
estuvo en el origen de todas las violencias colombianas. Sería verdadera
reparación para el país que se diera un pacto de caballeros entre esos sectores
de la dirigencia que hoy han convertido la paz en su manzana de la discordia.
320

Pero ya es evidente que la dirigencia sola no podrá conseguir la paz


prometida. Es necesaria la presencia de la sociedad a la que quieren reducir a
la condición de testigo pasivo, de dócil aprobador de los acuerdos. Es urgente
la conformación de un movimiento ciudadano de convergencia que reciba en
la legalidad a los guerreros desmovilizados y los proteja de toda retaliación
violenta. Un movimiento cívico cuyos miembros procedan de todos los
partidos y de la comunidad: gremios, empresarios, trabajadores, intelectuales,
artistas, voceros de todos los sectores sociales y de la población emigrada.

Que nadie sienta la paz como una cosa ajena. Si alguien quiere salvar este
proceso, los diálogos de La Habana deben ser el más importante pero no el
único escenario de la construcción de la paz. Hay que lograr que el debate
sobre las responsabilidades de la guerra sea uno de los hechos de la paz que
comienza; que la atención y reparación de las víctimas no forme parte de las
tensiones de la negociación sino de las primeras dinámicas de la paz.

La encíclica Laudato si del papa Francisco debería ser asumida ya como


compromiso de paz por la mesa de La Habana, y por todos los partidos, no por
su origen religioso sino por su extraordinaria pertinencia y por el valor moral
que representa, en momentos en que en todo el mundo el debate debe girar en
torno al futuro de la especie y del planeta.

Es evidente que no sólo necesitamos la paz: necesitamos un país nuevo.


Necesitamos perdonarnos todos por nuestras acciones y nuestras omisiones,
pero ninguna reparación será tan contundente como sabernos parte de la
reconciliación.

Ya habrá todo un futuro para rivalizar en democracia sobre las mejores


soluciones para el país; un futuro en que se demuestre quién está pensando en
todos y quién piensa sólo en sí mismo. Que todos seamos tan colombianos
frente a la paz como lo somos frente a esta naturaleza excepcional, o a la
originalidad de nuestra cultura. Es hora de darle al mundo un ejemplo de
modernidad y de compromiso con los desafíos de la civilización.
321

Decisiones de unos días pueden merecer la gratitud de los siglos.


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30 May 2015 - 7:10 PM


Por: William Ospina

Ante las puertas de la ley


Durante 50 años el problema político colombiano fue tratado por los dueños
del país como un problema militar.

Cuando hace cuatro años el gobierno Santos aceptó que el conflicto era
político, creímos que venían en marcha las soluciones políticas
322

correspondientes. Pero la vieja dirigencia sabe que la paz verdadera resulta


costosa en términos sociales: que exigirá no sólo cuantiosas inversiones, sino
darle al pueblo un protagonismo que aquí nunca ha tenido.

Todo esfuerzo por dar al pueblo un lugar en la historia, desde los proyectos de
José María Melo, de los liberales radicales y de Jorge Eliécer Gaitán, hasta los
proyectos también frustrados de Rojas Pinilla, de Alfonso Barberena o de
Camilo Torres, fueron vistos con terror por una dirigencia para la que este es
“un país de cafres”, el pueblo en el poder un sinónimo de barbarie, y la
igualdad un señuelo para atrapar incautos. Colombia es un negocio privado en
el que los ciudadanos estorban.

Juan Manuel Santos quiere la paz, pero una paz que no le cueste nada a la
dirigencia. Temo que no le duele la guerra porque en ella mueran muchos
colombianos, ni porque signifique un desangre para el tesoro público, ni
porque aplace eternamente la modernización del país: le duele porque estorba
para el proyecto de la casta hegemónica que siempre ha querido vender el país
al mejor postor, seguir siendo los administradores ungidos de su república
tropical, y ser recibidos como socios por los grandes poderes del mundo.

No quieren que la paz les cueste, y si les cuesta, que sea sólo un poco en
términos económicos, pero que no signifique una pérdida de poder, ni permitir
que otros sectores de la sociedad puedan tener iniciativas y convertirse en
voceros de la nación .Por eso, en vez de tomar decisiones políticas para que la
paz avance, prefieren dejar que la paz se convierta en un debate jurídico: no
sobre reformas y transformaciones históricas que aclimaten la paz en las
veredas, en las barriadas y en el corazón de los ciudadanos, sino una pelotera
inútil sobre tribunales, cárceles, acusaciones y golpes de pecho.

Quieren que la guerrilla abandone voluntariamente la guerra, pero que se


comporte como un ejército derrotado en el campo de batalla. Santos tiene el
323

mismo discurso de Uribe, llevó a la guerrilla a la mesa de negociaciones con


la política de Uribe, pero quiere ser el beneficiario único de los resultados. Y
Uribe ve en él a un hombre que participó de su política, se benefició de ella,
fue heredero de todos sus manejos buenos y malos, y ahora pretende ser el
inmaculado símbolo de la legitimidad, uno de esos hombres por encima de
toda sospecha que encarnaron siempre al establecimiento colombiano.

En mi libro Pa que se acabe la vaina sostengo que la verdadera responsable


de todo lo que pasa en Colombia: de la pobreza, el atraso, la violencia, la
criminalidad, las guerrillas, el narcotráfico, los paramilitares, la corrupción y
el caos generalizado, es la vieja y perfumada dirigencia nacional, que nos
gobierna desde hace más de un siglo.
Es una dirigencia astuta: cada cierto tiempo monta en el poder a alguien que le
resuelva por la fuerza sus problemas, se beneficia de ello, después instala en la
picota a esos que le salvaron el botín, y termina quedándose con el género y
sin el pecado. Así lo hicieron con Rojas Pinilla cuando el país se ahogaba en
sangre en 1953: el dictador les pacificó el rancho, poco después descargaron
en él todo el desprestigio del régimen, y firmaron un acuerdo histórico que les
devolvía el poder y les limpiaba la imagen para siempre.

Ahora están haciendo lo mismo: le entregaron el poder a Uribe Vélez para que
les pacificara un país que hacía agua por todas partes, no les importaron los
métodos que su salvador utilizaba para ello, lo acompañaron, fueron sus
ejecutores, y ahora descargan en él todo el desprestigio de una edad infame de
la que participaron con plena conciencia. Quieren ser los herederos sin
sombras de un pasado tenebroso. Sólo que no han logrado garantizar la
unanimidad del establecimiento, y una mitad de los poderes está con el otro.
La paz está siendo utilizada como un instrumento para dirimir el conflicto
entre dos facciones de la dirigencia colombiana, y ambos la miran con la
mirada mezquina del que quiere ganar la guerra sin obrar los cambios que
podrían superar la postración histórica de este país.
324

Porque para conseguir la paz verdadera no basta mandar a los guerrilleros a la


cárcel, como quieren unos, o concentrarlos en el sitio conveniente para que
puedan llover sobre ellos las bombas después del acuerdo, ni navegar por los
mil meandros jurídicos en que se complacen los padres de la patria desde el
nacimiento de Colombia, donde la ley está en todas partes y la justicia en
ninguna.

Quieren seguir forcejeando para ver en manos de quién queda el trofeo al


menor costo, pero por fortuna no sólo ellos existen: también existe la Historia,
aunque nadie lo crea, y les va a exigir hacer algo por este pueblo al que sólo le
han dado miseria y mermelada durante tanto tiempo. Santos hasta ha logrado
que, con la miel de la esperanza, los sectores democráticos lo dejen gobernar
sin oposición. Pero, como no quiere cambiar el país sino limpiarlo de estorbos
para su venta a las multinacionales, cada vez se ve más obligado a mostrar su
proyecto verdadero: el mismo que tenía en tiempos de Uribe, el de alguien
para quien la paz es la máscara y la guerra es el rostro.

Lo he dicho y lo repito: sólo estaremos maduros para la paz cuando nos duela
la muerte de todo colombiano, de esos muchachos humildes que hace 50 años
mueren anónimos atrapados en todos los bandos, y a quienes los señores de la
guerra llaman héroes o canallas dependiendo solamente de si están bajo sus
órdenes.

Yo más bien creo que los muertos de todos los bandos son los héroes, y los
jefes los canallas. Porque esos jefes saben que el problema es político, y dejan
que pase el río de muertos sin tomar las decisiones que salvarán al país,
porque eso significará renunciar a una parte de su poder.

Por eso siguen fingiendo que están ante las puertas de la ley, que esto es un
problema de cárceles y de tribunales, sabiendo que están en un país donde las
únicas soluciones que no existen son las soluciones jurídicas.

 
325

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28 Mar 2015 - 6:11 PM


Por: William Ospina

Los veinte mil


Después del proceso de paz como obra de teatro exitosa, que le ha permitido a
Juan Manuel Santos mantener la sala colmada y aplazar por cinco años las
reformas que Colombia necesita, va llegando la hora de las definiciones.

Santos tiene un año largo de plazo para sacar adelante su paz, antes de que el carnaval de las elecciones siguientes convierta

el armisticio en el último punto de la agenda pública.

Uno no deja de preguntarse si la guerrilla es tan importante como nos dice el


establecimiento colombiano. Durante 45 años no se pudo modernizar el país
326

porque la guerrilla no dejaba; ahora llevamos cinco años aplazando las


reformas hasta que el proceso de paz las permita. Cincuenta millones de
personas seguimos dependiendo de veinte mil.

Alrededor de la mesa de negociación, Santos inventa cada día una guirnalda


nueva, una comisión, un festón, una gira, un preacuerdo, para hacerle sentir a
la galería que ya se oyen los claros clarines, y cada semana la guerrilla tiene
que salir a decir que el acuerdo está lejos.

Entre tanto el doctor Vargas Lleras hace la única obra de gobierno visible:
preparar las siguientes elecciones que garanticen la eternidad de ese grupito
autista que se hace llamar la clase dirigente, mediante el sorteo dramático de
las casitas, que se va convirtiendo en un reality de televisión: la lotería de la
esperanza.

Mientras tanto Álvaro Uribe recorre el país soñando que, con la consigna
cansada de una guerra que ya nadie quiere, le será posible recuperar sus
laureles: la oportunidad desperdiciada que tuvo de cambiar el país antes de
que el tiempo, que es implacable, y Santos, que lo es más, le cambiaran el
libreto.

Tanto la vieja dirigencia de la caja registradora como la nueva de la caja de


pino siguen soñando que tienen el país en sus manos, pero el país ya iba fuera
de madre antes de los diques de Uribe, y se salió definitivamente después de
que Santos los hizo volar en pedazos, de modo que hoy no hay en Colombia
un poder central sino mil poderes haciendo de las suyas por todas partes, y
revistas llenas de noticias alarmantes bajo una carátula donde Simón Gaviria
le sonríe feliz al porvenir.

Ahora al Gobierno no le queda siquiera la opción de levantarse de la mesa,


porque eso significaría entregarle el país en una bandeja a la venganza de
Uribe, y recostar sobre el tablero el rey de la vieja dirigencia colombiana.
327

A Uribe le quedaba la opción de sumarse a la mesa (a la que ya está sentado,


sin saber el menú, Andrés Pastrana, que sólo sigue las órdenes de su estado de
ánimo), pero pudo más la idea primitiva de que Colombia sólo funciona con
delaciones, lluvias de bombas y cortes marciales.

Nadie, ni siquiera Santos, sabe para quién trabaja. Ahora el país se precipita,
casi sin otra opción, hacia una nueva Asamblea Nacional Constituyente, como
lo exigen las Farc, que paradójicamente no tienen quién las elija; como lo
desea Uribe, quien cree ser dueño de la mitad de los electores; y como no lo
desea ni en sueños Juan Manuel Santos, quien no ha tenido nunca mayorías
pero ha mostrado ser el más sagaz de los jugadores, haciéndose elegir primero
por la esperanza de guerra de la mitad del electorado y después por la
esperanza de paz de la otra mitad. Sólo cuando se está en la partida final, una
clase social se ve obligada a mostrar todas sus cartas.

Esa Asamblea Constituyente es necesaria y casi parece inevitable, pero no


sólo para refrendar los acuerdos, como la guerrilla lo exige, sino para
rediseñar un país que hace rato se quedó sin el ejecutivo, sin el legislativo y
sin el judicial.

Ahora la pregunta es si será rediseñado por Uribe, a quien sólo parece


importarle la agroindustria pero en sus manos, la locomotora minera que hoy
es todo y mañana es nada, y el poder considerado apenas como autoridad y
vociferación. O si será rediseñado por Santos con los votos solícitos de la
izquierda parlamentaria, atrapada en el respeto de unas instituciones que se
derrumban, e incapaz, década tras década, de proponernos otro país.

O si veremos aparecer por fin la Franja Amarilla que Colombia busca desde
hace décadas (y ojalá la izquierda forme parte de ella), que sea capaz de
ponerles freno al egoísmo y a la violencia de unas minorías y dejar brotar el
país verdadero.
328

Un país para el que el territorio sea un hermoso laboratorio de la vida y no una


saqueada bodega de recursos; para el que un río sagrado y lleno de vida no
pueda convertirse en una sucesión de hidroeléctricas y una autopista; un país
donde cada región pese y decida; donde en cada ciudadano repose la dignidad
de la nación; un país con industria, con agricultura, con autonomía de sus
alimentos, que tenga grandeza en su diálogo con el mundo y no esté de
rodillas ante las multinacionales, que deben estar para servir y no para
expoliar a la humanidad.

Ese país que se agolpa a las puertas esperando el viento fresco de la historia;
un país que ya no se deje arrastrar por las maniobras de los pequeños rencores
que han profanado a Colombia durante tanto tiempo.

Porque es verdad que cincuenta millones de personas seguimos dependiendo


de veinte mil: pero esos veinte mil no son la guerrilla.
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329

21 Mar 2015 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Jesús Antonio Guzmán, el maestro


No deja de ser sorprendente que en un país donde cada quien tiende a
defender sólo sus intereses, alguien escoja ser maestro: el camino de la
generosidad, una carrera que no promete a nadie ni riqueza ni reconocimiento,
y que ni siquiera tiene asegurada la gratitud de sus beneficiarios.

En Colombia se rinden pocos homenajes, y a quienes menos se brindan es a


los educadores. Pero si alguien ha salvado al país son ellos, en condiciones
adversas, con presupuestos mínimos, entregados a una labor abnegada,
siempre menos valorados que los políticos y los guerreros, pero cada noche
preparando el día que viene, cada año pensando en el siguiente, transmitiendo
lo que ha aprendido la humanidad y esforzándose porque las nuevas
generaciones sean también creadoras de conocimiento.

Jesús Antonio Guzmán, el señor Guzmán, como lo llamamos siempre,


representa ese conjunto de valores que le permitieron a esta sociedad
sobrevivir mucho tiempo: la responsabilidad, el sentido de comunidad, el
interés por el porvenir, el afán de transmitir la herencia de la civilización.

Una obsesión de la literatura y el arte en Colombia es el tema de la casa


perdida. Desde niños oímos: “Ya no vive nadie en ella, y a la orilla del camino
silenciosa está la casa”. Colombia es un país de desplazados, de desterrados,
un país de despojo y de olvido. ¿Cómo no rendir homenaje a alguien que
dedicó su vida a la construcción de una casa que fuera el hogar de
330

generaciones de jóvenes, una casa de conocimiento y convivencia, destinada a


compartir todo lo que tiene sentido para la comunidad?

Muchas grandes hazañas de nuestro país tienen protagonistas secretos, que no


reclaman publicidad; artífices como este maestro, que por pura vocación
dedicó su vida a lograr que Fresno, en el norte del Tolima, tuviera un centro
educativo digno de su historia.

En un país que cada cierto tiempo sucumbe a la barbarie, era navegar contra la
corriente, pero él lo logró. Si hemos visto caer la vieja arquitectura de la zona
cafetera, si hemos visto desaparecer instituciones y morir tantas costumbres,
son en cambio muy contados los ejemplos de empresas generosas, de trabajos
hechos en beneficio de la comunidad sin vanidad y sin estruendo.

Yo soy beneficiario de ese esfuerzo. A comienzos de 1965 llegamos de Cali,


con mi familia, de uno de los cíclicos desplazamientos a que nos obligaba la
violencia política. Yo era apenas uno de los bulliciosos muchachitos que
llegaban a iniciar su bachillerato, y él era ya ese varón serio y firme que nos
hacía sus alocuciones al comenzar la semana. Nosotros veníamos a poner en
duda el mundo: él sabía responder por lo establecido.

Creí que acababa de aparecer en nuestra vida, pero después supe que era de
tiempo atrás amigo de mis padres. El señor Guzmán encarnaba la seriedad,
cuando había seriedad en el mundo, la responsabilidad, una autoridad con la
que yo, más de una vez, como buen adolescente, estuve en conflicto.

Mi relación con el colegio era difícil: las clases siempre comenzaban antes de
que yo acabara de despertar, muchas veces vi la gran puerta cerrarse antes de
que pudiera cruzarla, y siempre volví a casa con un fardo de culpas, las tareas
que al final no alcanzaría a hacer, por andar pensando en las lunas de Júpiter.
Pero lo importante es que en aquellos tiempos alguien encarnaba el orden, el
centro de gravedad de nuestra vida. El rector, el señor Guzmán, asumía esas
tareas con convicción y con profunda responsabilidad.
331

Hay seres cuya presencia llena el espacio, cuyo espíritu se funde con el sueño
que han realizado. Él le dio forma a esa institución; y en un pueblo cambiante,
en una edad violenta, supo trazarle un rumbo generoso al tiempo y un sentido
a la vida.

Nombrarlo es nombrar una época. Era la línea firme y vertical que nos
permitía jugar con el espacio, la tradición que nos permitía experimentar,
inventar, incluso levantarnos contra la tradición. Yo le agradezco al misterio
del mundo poder estar ahora, tantos años después, expresándole mi gratitud.

En sus tiempos, por ese colegio fluía el mundo. Habíamos ido allí a buscar la
historia, el lenguaje, los rudimentos de la filosofía, las perplejidades de la
psicología, la ciencia inalcanzable de los números, el álgebra, “palacio de
precisos cristales” como la llamó un poeta, y de pronto, como un viento
poderoso e inesperado, pasaron los años sesenta, que educaban tanto como las
escuelas: el despertar de la juventud planetaria, la invasión a Checoslovaquia,
las canciones de los Beatles, que olían a hierba y a incienso oriental.

Y mientras veíamos pasar los wadis, los ríos que no llegan al mar, y
perseguíamos los cardúmenes, y examinábamos el abdomen de las abejas en
el patio lleno de Leonardo Favio y de Javier Solís, aparecieron las proclamas
de Camilo Torres, la voz de Piero cansada de la tarde, la cercana explosión del
boom latinoamericano, y vimos sin entenderlo cómo lo personal se fundía con
lo colectivo.

La muerte de Martin Luther King y la llegada a la Luna se mezclaban con


esos primeros amores que siempre amenazan con ser los últimos: los ojos de
Alba Luz, los labios de Marlén, la voz de Lila. Y las primeras flores de nieve
neoyorquina de las cartas de Gonzalo Jaramillo cayeron sobre las flores de
fuego que iba abriendo el sodio en el agua, y el viento de pinares de Arizona
que nos trajo Colleen Crone a Julián Santamaría y a mí, se llevó de pronto la
adolescencia.
332

Era la edad de las grandes tormentas. Y yo recordaré siempre que Jesús


Antonio Guzmán allá, arriba, entre rayos y tempestades, mantenía el cielo en
su sitio, mientras a nosotros se nos desbarataba entre las manos nuestro
improvisado cielo de cada día.
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28 Feb 2015 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Para salir de la cárcel


Borges ha escrito que “el destino, que es ciego a las culpas, suele ser
despiadado con las mínimas distracciones”. El destino no nos castiga por
333

perdonar, pero sí por descuidar cosas que son básicas para impedir que los
males se repitan sin fin.

César Gaviria ha propuesto que, para hacer posible la paz en Colombia, no


sólo se incluya en lo que llaman la justicia transicional a todos los actores de
esta guerra de cincuenta años, sino a los civiles que de cualquier modo
participaron en ella. Guerrilleros, paramilitares, miembros de la Fuerza
Pública, políticos, empresarios, los que han cometido los crímenes, los que los
han custodiado, los que los han financiado, todos los partícipes del horror van
a beneficiarse de este manto de perdón y olvido que, al parecer, es condición
para que la guerra termine.
 
La propuesta ha despertado gran debate y fue hecha para ello. Los
protagonistas de esta guerra quieren impunidad y la necesitan, y ese será el
punto en que por fin estén de acuerdo, en un país donde todo en la política
polariza, todo lo unido se divide y todos los diálogos son de sordos.
 
Desde lo alto hasta lo más alto, desde el Gobierno hasta las Naciones Unidas,
ha empezado a oírse el rumor de los que adhieren a la propuesta y ven en ese
acuerdo de punto final, en esa amnistía a la medida, el camino viable a la paz.
Y es muy posible que tengamos que pasar por ese arco del triunfo de la
impunidad. Pero el doctor Gaviria sólo tiene la mitad de la razón, y es que la
justicia tiene por lo menos dos caras.
 
Muchos se oponen a esa paz sin castigos, sin tribunales, sin cárceles, a ese
cósmico archivo de los procesos de una guerra de medio siglo. Afirman que
con ella se repetiría fatalmente el sainete del Frente Nacional, que hace medio
siglo puso fin a la guerra anterior garantizando la impunidad de los dos
partidos que habían predicado, patrocinado y perpetrado todos los delitos.
Sostienen que esa impunidad fue la causa de la guerra siguiente, que cuando
los crímenes no son castigados se están creando las condiciones de un nuevo
334

baño de sangre. Que es la justicia, el castigo, lo que hace que los crímenes no
se repitan.
 
Pero lo que hizo que el Frente Nacional engendrara todas las violencias
siguientes no fue la falta de castigo de los crímenes, no fue la amnistía
general, sino que se fingiera la instauración de un país nuevo dejando en pie
todas las injusticias, todas las exclusiones y todas las vilezas que habían dado
origen a la violencia.
 
El Frente Nacional fue una solución para los dos partidos degradados por la
barbarie, pero no fue una solución para el país. La impunidad que logró
garantizó la paz para los partidos, y por muy breve tiempo para la gente, pero
engendró todas las guerras siguientes: la de las guerrillas, porque no resolvió
los problemas del campo; la de la delincuencia común, porque no creó
empleo, ni protegió el trabajo, ni favoreció la vida de los millones de
campesinos expulsados a las ciudades; la de los narcotraficantes y las otras
mafias, porque cerró las puertas a toda promoción social y a toda iniciativa
empresarial; la de la corrupción, porque convirtió la política en un maridaje de
burócratas, sin que la comunidad pudiera controlar nada; la del
paramilitarismo, porque gradualmente permitió que el Estado desamparara a
los ciudadanos y que la Fuerza Pública se aliara con el crimen.
 
Nada de eso es fruto del perdón, porque la verdad es que las cárceles nada
corrigen. Si las cárceles y la severidad del castigo corrigieran los males de la
historia, Colombia sería el país más pacífico del mundo, porque aquí no se le
niega cárcel a nadie; las prisiones, que aquí son infiernos despiadados, están
tan llenas que parece que los peores delincuentes no caben en ellas por física
falta de cupo, y nada se ha corregido en los últimos 200 años.
 
 Nada corrigió la pena de muerte, ni el cepo, ni las torturas de Rojas Pinilla, ni
los consejos de guerra del Frente Nacional contra los estudiantes, ni las
335

torturas de Turbay, ni la interminable retahíla de una justicia meramente


formal que exige a los ciudadanos respetar la ley, pero nunca exigió a la ley
respetar a los ciudadanos.
 
Si el castigo trajera la paz, estaríamos navegando en mares de dicha, porque
ningún país ha sido más castigado que Colombia.
Aquí lo que hace falta es la justicia que previene los males, no la que los
castiga. Y esa justicia no le interesa al doctor Gaviria, que destruyó la
industria nacional para favorecer el triunfo arrasador del mercado, ni al doctor
Uribe, que le vendió medio país a las transnacionales, ni al doctor Santos, que
fue la mano derecha de Uribe antes de ser la encarnación de todas las virtudes
y ahora está vendiendo a las multinacionales la otra mitad, y sólo piensa en
negociar con las guerrillas para tener libre el camino para feriar los dos
grandes atractivos que le quedan a Colombia: la megadiversidad de los suelos
y la mano de obra barata que tanto codician los extractores de riquezas.
 
No, no es la amnistía general lo que impedirá la paz. La amnistía general, si
no niega la verdad y la reparación, podría favorecerla. Lo que impedirá la paz
es el eterno egoísmo de nuestros dirigentes, que sólo se entusiasman con la
paz cuando les conviene, cuando les parece un buen negocio, pero dejan en
pie todas las injusticias y todas las degradaciones, en un país que es un hondo
pozo de dolor para millones de seres humanos.
 
Fueron los dueños inflexibles de la guerra durante décadas, y perseguían al
que hablara de paz, y ahora son los dueños inflexibles de la paz, y no dejan
que nadie más entre en el libreto.
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7 Feb 2015 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Perecerás por tus virtudes (2)


Durante siglos creímos que los recursos del planeta eran inagotables.
Anduvimos por milenios al ritmo de los pasos, del caballo y del viento.

Nos ayudaban a avanzar, aquí la invención de la rueda, allí la invención de las


velas, pero la energía que gastábamos era sobre todo la de nuestros brazos, del
fuego elemental.

La llegada hace dos siglos de la Revolución Industrial desencadenó no sólo la


explotación de grandes reservas de energía guardadas por millones de años,
sino el desarrollo de recursos que potenciaron nuestra velocidad, nuestra
capacidad de conocer, nuestro poder de transformar el mundo.
337

Todos esos inventos nos dieron un alto aprecio de nuestro saber y de nuestros
méritos. ¿Cómo no sentirnos orgullosos de los vehículos en que nos
desplazamos, de los aparatos con que nos comunicamos, de la cisterna de
saber universal a la que acceden con un clic nuestros dedos, de la capacidad
de combinación de datos que nos convirtió a todos en magos en su gabinete,
dedicados a contemplar la maravilla planetaria?

Pero estos gabinetes luminosos podrían ser un equivalente virtual de la


Caverna de Platón; cabe la posibilidad de que no estemos mirando más que
sombras y reflejos, y que mientras tanto el mundo real se esté desvaneciendo
en nuestras manos. Es como si la naturaleza se marchitara a toda prisa afuera
mientras nosotros seguimos admirando sus extraordinarias fotografías.

Dicen los expertos que en el planeta hay siempre la misma cantidad de agua,
pero que sólo un 3% del agua planetaria es agua dulce. Si alguna vez esa agua
fue mucha para cientos de millones de seres humanos, empieza a ser poca para
los siete mil millones que la bebemos hoy, y será menos para los diez mil
millones que tendrán sed dentro de veinte años. Y nadie sabe hacer agua.
Nadie podría desalinizar al ritmo de nuestro consumo las aguas marinas.
Nadie podría hacerlas ascender hasta las montañas del mundo. Todavía el
agua desciende hasta nuestros labios, salvo la de las fósiles cisternas que se
están extenuando en Arabia, en la India, en Colorado.

Mientras los israelíes han logrado hacer fértiles algunas fracciones del
desierto, lo más usual es que transformemos en desiertos los bosques
biodiversos. Ya hemos convertido la isla de Borneo, que tuvo hasta hace
treinta años una diversidad biológica comparable a la de Colombia, en una
inmensa y desolada plantación de palma africana. Y estamos convirtiendo
aceleradamente la selva amazónica en un campo de soya. La pregunta
siguiente es si esa soya y ese aceite de palma son para alimentar a la
humanidad. La respuesta es que no: la mitad de los alimentos que se producen
hoy en el mundo son para alimentar a las máquinas y al gran capital.
338

Hoy nos rige el imperativo del crecimiento. Los economistas no saben hablar
de otra cosa; consideran un dogma que la economía tiene que crecer, que la
producción y el consumo tienen que crecer, aunque a lo único que podríamos
llamar verdaderamente civilización es a un refinamiento de nuestras
costumbres, no a una mera y grotesca acumulación de cosas.

Más vale que toda familia tenga una hermosa vajilla de porcelana que dure
diez años, y no que tenga que usar y arrojar platos plásticos todos los días.
Porque los plásticos no son baratos sino que lo parecen: lo único que hace que
las bolsas con las que estamos asfixiando al planeta cuesten poco, es que no se
está incluyendo en su valor el precio que tendrá que pagar el mundo para
devolverlas al ciclo de la naturaleza, la deuda que les estamos dejando a las
generaciones del porvenir, si es que les dejamos un mundo donde habitar.

Si se pagaran los precios reales, me temo que una bolsa plástica terminaría
costando más que un diamante.

La teoría del crecimiento exige explotar más y más reservas de energía. Si


alguien dijera que hay que parar en seco el modelo industrial, examinar
seriamente qué es indispensable y qué es superfluo, muchos responderían que
ello equivale a llevar al colapso a la humanidad, su agricultura, su industria y
su supervivencia. “Al contrario —dirán—, necesitamos más energía, más
producción, más consumo”.

Pero tenemos que preguntarnos si es verdad que la humanidad necesita cada


vez más energía, si se justifica este desaforado crecimiento del consumo de
carbón mineral, de petróleo, de electricidad y de energía atómica, que son el
fundamento de la economía mundial. El sol y el viento en cambio pueden ser
fuentes inagotables de energía limpia.

Tengo la certeza de que la mitad de la energía que se consume en el mundo no


se invierte en la satisfacción de necesidades básicas de la humanidad, sino en
la industria de los plásticos, en la industria de los vehículos, en la industria de
339

los químicos, detergentes y pesticidas y en la industria de las armas. Esas son


las industrias que más aportan al calentamiento del mundo, al envenenamiento
del entorno, al crecimiento de las basuras inmanejables que hoy tienen un
continente de plástico flotando en el Pacífico y una pesadilla de basuras
cercando las áreas metropolitanas de todos los continentes.

Y aun si muchos productos de esa industria fueran útiles: ¿qué haremos


cuando la disyuntiva sea persistir en el modelo de consumo suntuario para una
parte de la humanidad o salvar a la entera humanidad de un entorno
catastrófico? ¿Qué pasará si nos toca escoger entre que la élite mundial
mantenga su modelo derrochador o que toda la humanidad, incluidos ellos,
sobreviva?

 
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340

31 Ene 2015 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Perecerás por tus virtudes (1)


Nunca hubo basuras en el mundo antes de la Revolución Industrial.

Las cáscaras de frutas, los desechos orgánicos, los trozos de madera y cristal,
las limaduras de la piedra, los cadáveres de aves y de hombres, todas esas
cosas saben volver al ciclo de la naturaleza. En la segunda mitad del siglo
XIX, Walt Whitman celebró, en su admirable poema “Este estiércol”, la
capacidad de la tierra de recibir miasmas y descomposiciones, y convertirlas
de nuevo en frutas y en flores.

Pero justo en los tiempos en que Whitman entonaba ese salmo entusiasta a la
capacidad de la naturaleza de recoger y renovar la materia viviente, había
comenzado ya la época más peligrosa que la humanidad haya vivido: la era
industrial, cuya principal característica es la de producir cosas que no vuelven
al ciclo de la naturaleza.

Así como hubo una edad de Piedra, una edad de Bronce, una edad de Oro o
una edad de Papel, como lo propuso Stanislas Lem en su libro Ciberiada,
podríamos decir que ahora, por primera vez en la historia, y de una manera
creciente, vivimos en una edad de Basura.

Los plásticos, las sustancias químicas derivadas de la industria, las emisiones


masivas de gases tóxicos y de gases de efecto invernadero, los desechos
industriales de detergentes y materias no biodegradables, no se reintegran o
tardan mucho tiempo en descomponerse y volver a los ciclos de la vida.
341

París olía mal en la Edad Media, en las ciudades de Italia llovían a las calles
líquidos pestilentes, en todas partes se quemaban maderas y carbones, pero
nunca esas intervenciones humanas tuvieron la magnitud y la capacidad de
alterar el entorno, de modificar seriamente el equilibrio terrestre.

El más grande peligro lo representaron los volcanes, como el Krakatoa, que a


finales del siglo XIX arrojó 20 kilómetros cúbicos de vapores que lograron
modificar el clima de algunas regiones, o como el terrible monte Tambora,
que en 1815 arrojó 180 kilómetros cúbicos de azufre, cenizas y cristales al aire
planetario, una nube que ennegreció el cielo sobre Indochina y Australia, y
que al extenderse por el hemisferio norte impidió la llegada del siguiente
verano.

Pero esos inviernos volcánicos eran poca cosa al lado de los inviernos y
veranos que nos esperan, si algo más peligroso que los volcanes, la incesante
labor de la industria, termina de alterar irreparablemente el clima del planeta.
No se trata de pesimismo, ni de una alarma apocalíptica, como les gusta
exclamar a los irresponsables; se trata de un peligro inminente, y los
verdaderos optimistas somos los que todavía creemos que es posible detener
esta carrera de estupidez y de sinrazón disfrazada de progreso y de
racionalidad.

Hace 20 años publiqué un libro: Es tarde para el hombre, hecho más de


intuiciones y presentimientos que de pruebas estadísticas, señalando cómo la
sociedad del lucro, una noción equivocada del progreso, la transformación de
todas las cosas en mercancías, el auge de la publicidad vendiendo un absurdo
e inalcanzable modelo de derroche y opulencia, el crecimiento de las ciudades
y la proliferación de basura industrial nos enfrentan al riesgo del fracaso de
nuestro modelo de vida.

Ahora un documental que todos deberíamos ver: Home, filmado en 50 países,


que ya ha sido visto por 500 millones de personas en todo el mundo y que ha
sido traducido a 40 idiomas y difundido en más de 130 países, convierte en
342

evidencias dramáticas esas cosas que yo advertía, y abunda en los datos


estadísticos que entonces no podía dar a los diligentes contradictores que
salieron a refutar, mes tras mes, durante varios años, los temores y las
advertencias que había formulado en mi libro.

¿Es verdad que vivimos en un planeta en peligro? ¿Es verdad que se está
derritiendo aceleradamente el hielo del Ártico? ¿Es verdad que se está
calentando de un modo amenazante la atmósfera? ¿Es verdad que el
derretimiento del permafrost de Siberia podría dejar escapar enormes
depósitos de metano que desencadenarían procesos de calentamiento aún más
severos? ¿Es verdad que estamos a las puertas de una escasez de agua de
proporciones dramáticas? ¿Es verdad que los lechos de los océanos empiezan
a estar saturados de desechos industriales? ¿Puede de verdad una sola especie
producir efectos tan vastos sobre un planeta tan inmenso y alterar de un modo
peligroso los equilibrios que hacen posible la vida?

De algún modo relieva la importancia de nuestra especie el que sea capaz de


producir un desequilibrio a niveles cósmicos. Más aún si se advierte que lo
que causa estas conmociones no es nuestra ignorancia sino nuestro
conocimiento, no es ni mucho menos nuestra inactividad sino nuestra
industria. Holderlin dijo que estamos llenos de méritos, pero que el ser
humano no habita el mundo por sus méritos sino por la poesía. Y fue
Nietzsche quien dijo que estamos llenos de virtudes, pero que pereceremos a
causa de ellas.

Con cuánta alegría recibió la humanidad hace dos siglos las promesas del
progreso, los halagos del confort, las bengalas de la sociedad del bienestar. ¿A
quién no le gustó que tuviéramos limpias las casas, sin malezas los prados, sin
plagas los campos, libres de pestes los cultivos, provistos los hogares de
desinfectantes, de desmanchadores y de ambientadores?

El mundo se fue llenando de agroquímicos, de pesticidas, de perfumes


sintéticos, de jabones, de detergentes, de plásticos, de máquinas, de artefactos
343

tecnológicos, y la supremacía humana demostró que habíamos llevado nuestra


ambición prometeica hasta casi conquistar poderes divinos.

Ahora todas esas cosas empiezan a volverse contra nosotros.

* William Ospina

 
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3 Ene 2015 - 9:00 PM


Por: William Ospina
344

Las ganancias de Cuba


Ahora Cuba puede mirar a su alrededor y descubrir las ganancias de cincuenta
años de dignidad.

Son el único país del continente que no arrasó su magnífico patrimonio


arquitectónico. Lo que en el resto de América Latina demolió una fiebre
trivial de modernización, Cuba lo salvó porque materialmente no tenía con
qué demolerlo, pero también porque esas mansiones de un solo dueño y cien
esclavos se habían convertido en soluciones de vivienda para la gente pobre.

Muchos dirán que no hubo que arrasarlo porque se cayó sólo. Creo que lo que
se ha caído lo tumbó el bloqueo, y es verdad que en los últimos tiempos por
un lado avanzaba la restauración a paso de tortuga y por el otro avanzaba la
ruina a saltos de liebre. Pero aun así Cuba tiene más casas hermosas salvadas
que cualquier país del continente.

Siempre he pensado que Cuba es el enclave perfecto para una filial


latinoamericana del Museo Guggenheim, que atraería a millones de viajeros
sensibles, y si algo tiene La Habana son viejas edificaciones navieras que
serían la base ideal para una institución de ese tipo. A lo mejor la cultura
puede apresurar el final del bloqueo.

Cuba debería invertir antes que nada en eficientes servicios de transporte


público no contaminantes, para salvar lo que se ganó involuntariamente: el
aire limpio y la ausencia de nudos de tráfico. Eficientes redes de tranvías, un
moderno sistema de trenes, podrán proteger a la isla de la violenta congestión
vial que hoy agobia a las ciudades latinoamericanas, y corregir en ese paraíso
natural el error consumista de pensar que un automóvil por familia, o más, es
una solución a las necesidades del transporte.

Cuba descubrió a comienzos de los 90 que el turismo puede ser una


importante fuente de ingresos cuando se tiene un espacio natural e histórico
345

privilegiado. Pero el turismo es depredador de espacios y perturbador de


costumbres, y bien nos ha contado Derek Walcott la diferencia que hay entre
el turista, que busca lo aparente y lo exótico, y los viajeros verdaderos, que no
sólo miran y consumen sino que aman y protegen el mundo. Cuba, como
nuestra Amazonia, debería ser un destino más para viajeros que para turistas.

El no haber padecido los tiempos más contaminantes de la industria podría


permitirle a Cuba ingresar en un proceso industrial con las cautelas de la
modernidad. Podría ser un laboratorio de cómo producir bienes materiales sin
degradar el ambiente, sin envilecer las aguas y sin contribuir al cambio
climático, del que es víctima principal como paso obligado de los ciclones.

Cuba ha salvado el tesoro de la convivencia entre vecinos, y ya ha dado


ejemplo de lo que puede lograr una comunidad de profesionales
comprometidos con la humanidad. Sus brigadas alfabetizadoras han ayudado
en todas partes, y sus médicos han tenido un papel destacado en el control del
ébola.

La decisión solidaria de enviar brigadas médicas al África fue sin duda uno de
los factores que movieron a Barack Obama a normalizar las relaciones. Y
quizás sólo un descendiente de África podía entender que lo que se jugó en
Cuba en estas cinco décadas no era un mero forcejeo de doctrinas sino el
derecho de un país a tomar decisiones, la dignidad de una cultura.

Cuando escuché la noticia de que Cuba y Estados Unidos reanudaban


relaciones diplomáticas, y que el bloqueo tenía sus días contados, en nadie
pensé tanto como en Gabriel García Márquez. Era el mejor amigo de Cuba.
Fue capaz de alternar con Carlos Salinas de Gortari y con César Gaviria sólo
por salvar a Cuba al borde del abismo. Armó una suerte de club con los
gobernantes de México, Colombia, Venezuela, Canadá, España y Francia,
para darle oxígeno a su isla adorada.
346

Las flores que Fidel Castro envió a su funeral no eran un gesto oficial sino la
voz de un amigo afligido, porque la de Gabo no fue una mera solidaridad
política: en su corazón estaba “una cuestión caribe”.

Hay que repetir que Cuba no sufrió el infierno de criminalidad que a otros
países les ahoga el presente y el porvenir. Los derechos a la alimentación, la
vivienda, la salud y la educación son tan fundamentales como el derecho a la
vida, y asombra que en países que no le garantizan a la gente humilde ninguno
de ellos, muchos se rasguen las vestiduras por lo que llaman la situación de
los derechos humanos en Cuba, donde esos derechos fundamentales están
garantizados.

Hay mucha hipocresía. La hubo en los primeros tiempos, cuando la


Revolución contagiaba entusiasmo y generosidad; la hubo cuando Cuba se
convirtió en enclave estratégico de la Guerra Fría; y la hubo cuando llegó el
cerco del hambre. Pero la Revolución cubana caló hondamente en la
conciencia y la gratitud de su pueblo, y eso le permitió sobrevivir donde otras
supuestas revoluciones, como las de Europa Oriental, no sobrevivieron.

El régimen era odioso para quienes vivieron siglos espléndidos en una de las
perlas de este planeta de agua, pero para incontables cubanos significó por
primera vez alimentos básicos, salud ejemplar, educación seria y techo seguro,
algo que jamás conocieron los despojados de nuestras barriadas, que nutren
hace décadas la criminalidad en las favelas de Río, las colinas de Medellín, las
colonias del Distrito Federal o esa tierra de nadie que es la frontera norte de
México.

“¿Quién pagará por nuestro modelo de opulencia e injusticia?”, decía cierta


revista hace años: “Los niños del maíz, los asesinos natos, la dulce infancia en
llamas”. 
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13 Dic 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Lo que se gesta en Colombia


Lo que verdaderamente está en juego no es la paz, que es clamor unánime,
sino decidir cuál es la paz que necesita el país.

Gracias a un esfuerzo de muchas gentes y de mucho tiempo, el presidente


Santos ha logrado que la solución negociada del conflicto sea un camino que
ya nadie niega, ni siquiera los que siguen exigiendo de modo irreal una
justicia de venganzas y una paz de vencidos.

Pero este gobierno pregona por todas partes una paz sin cambios esenciales.
Repite, para tranquilizar a los grandes poderes, a las Fuerzas Militares y a los
348

Estados Unidos, que no se va a alterar el modelo económico ni el modelo


político.

Para el santismo y para el uribismo se trata entonces de eliminar el conflicto,


cosa que le conviene mucho a la dirigencia, pero no las causas del conflicto,
que es lo que le conviene a la comunidad. Por eso insisten en que la causa de
esta guerra es la maldad de unos terroristas y no, como pensamos muchos, un
modelo profundamente corroído por la injusticia, por la desigualdad, por la
mezquindad de los poderosos y la negación de una democracia profunda.

Pretenden que la paz no tiene que enfrentar el problema de un sistema


electoral donde sólo pueden ganar las maquinarias del clientelismo. Pretenden
encarnar la legitimidad, pero todo el mundo sabe que nuestro Estado es un
monstruo burocrático irrespirable, que las Fuerzas Armadas requieren
cambios profundos, que los niveles de desigualdad son los más escandalosos
del continente, que los niveles de violencia son pavorosos, que la pobreza y la
negación de su dignidad mantienen a vastos sectores hundidos en la
indiferencia o el delito.

Qué extraño sería que de repente desapareciera el conflicto sin que fuera
necesario modificar ninguna de las deformaciones de la democracia que lo
hicieron posible.

Sospecho que la razón por la cual la dirigencia quiere acabar el conflicto no es


el dolor por la muerte de tantos colombianos, ni el dolor de las víctimas
acumuladas, ni los millones de hectáreas arrebatadas, que por las vías
jurídicas propuestas no serán restituidas en cien años.

Han descubierto que Colombia tiene la mitad del territorio lleno de recursos
naturales que serían un negocio incalculable ante la demanda planetaria de
materias primas, y el palo en la rueda para la venta de esos recursos, y para la
implantación de la gran agricultura industrial en la altillanura, es la
349

desesperante guerra de guerrillas que agota la paciencia inversionista y gasta


en un conflicto interminable los recursos públicos.

Han llegado a creer que es posible terminar el conflicto sin cambiar las
miserias que lo alimentan, y cualquier precio parece barato comparado con los
beneficios que podrían obtener. Europa y Asia han extenuado sus recursos
naturales durante miles de años, mientras Colombia tiene la mitad de su
territorio en el segundo día de la creación.

Una dirigencia acostumbrada por siglos a la corrupción, a hacer negocios


privados con la riqueza pública, está lista para vender al mejor postor esa
riqueza, con la conocida falta de patriotismo con que fue capaz de ceder la
mitad del territorio nacional en los litigios fronterizos y el proverbial egoísmo
con que ha condenado a la sociedad a la precariedad, a la mendicidad y a la
desesperación.

Por eso debería estar claro que la paz negociada sólo le sirve a Colombia si es
una paz que perfeccione la democracia, que ayude a convertir el país en lo que
debió ser desde el 8 de agosto de 1819: una república decente, una democracia
incluyente, con un Estado que defienda el trabajo, donde la economía no sea
vender el suelo en bruto; donde tengamos industria, agricultura, mercado
interno; una infraestructura pensada para favorecer al país y no sólo a unos
cuantos empresarios; y un orden legal donde la protección de los débiles sea
prioridad de las instituciones.

Colombia tiene demócratas suficientes para no seguir permitiendo que una


élite simuladora y apátrida mantenga el país en las condiciones vergonzosas
de precariedad en que permanece. Colombia tiene ya las condiciones para
conformar la franja amarilla, para poner freno a esas minorías, y para exigir de
los poderes en pugna que acuerden la paz, no para satisfacer intereses
mezquinos, sino para que el país entero pueda respirar una era distinta.
350

La insistencia del Gobierno en que con esta paz nada esencial va a cambiar,
anuncia que lo que quieren es mantener el mismo desorden que produjo la
guerra, la misma injusticia que la alimentó por décadas y la misma pobreza
del pueblo que la padeció, pero sin la molestia que representa el conflicto para
los negocios de los poderosos.

Así como al terminar la guerra de los partidos, bajo la amenaza de una nueva
violencia, nos impusieron la dictadura del bipartidismo, ahora exigirán que
aceptemos un acuerdo sin más beneficio que no padecer la brutalidad de los
ejércitos.

Pero eso no es todavía la paz, no es todavía la modernidad, no es todavía la


reconciliación. Es una astuta manera de atornillarse en el poder otros cien
años. El pueblo podría quedar otra vez fuera del pacto, los guerreros querrían
ser los únicos beneficiarios y que la comunidad simplemente legitime sus
acuerdos.

Hasta propondrán otra vez que el pueblo sea el árbitro pero renuncie a ejercer
su soberanía, como en 1958, cuando se maquinó una cláusula por la cual la
ciudadanía se prohibía a sí misma volver a expresarse en plebiscitos. Nuestra
democracia siempre fue dócil para la caricatura.

Que hagan la paz y que estén todos en ella. Pero del pueblo depende que esa
paz, por primera vez en nuestra historia, represente beneficios efectivos para
la comunidad siempre aplazada, no una mera limosna de los perdonavidas.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
351

Ni el dios Estado ni el dios mercado


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6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


6 Dic 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Homero sin cafeína


Tuve el privilegio de leer La Odisea cuando tenía nueve años y me pareció un
excelente libro para niños.

Tenía barcos, tempestades, naufragios, hechiceras que convertían en cerdos a


los marinos, diosas que corren por el viento, gigantes con un ojo en mitad de
la frente, sirenas peligrosas, gente siempre en fiesta abusando de la despensa
de otros y un rey convertido en mendigo en su propia casa. Con esos
ingredientes es imposible un libro aburrido, y como yo lo encontré por mi
cuenta en un desván, nadie me arruinó la lectura diciéndome que era una obra
muy importante, o que leerlo fuera obligatorio. Me salvé también de que a
alguien se le hubiera ocurrido regalarme una versión para niños, para hacerme
las cosas más fáciles.

Cuando era adolescente, sentía una gran decepción si descubría que el libro
que estaba leyendo no era la versión original, sino otra simplificada para que
352

los simples pudieran entenderla. Desde entonces pienso que los jóvenes que
leen por placer no sienten gratitud cuando alguien les simplifica el trabajo,
porque parece decirles que no son capaces de entender lo que entienden otros.

No ignoro que la Odisea que yo leí no era la versión original de Homero,


hecha para ser oída, sino una versión seguramente empobrecida por la
traducción. Ya no estaba en verso sino en prosa, era apenas una versión, pero
por lo menos intentaba ser una versión íntegra, y nunca me molestaron las
cosas que no entendía.

“La deidad de ojos de lechuza”, “aquel varón de multiforme ingenio”, “la


líquida llanura”, “las cóncavas naves”, “el vinoso ponto”, en algunos casos
tardé en comprender su sentido. Pero el valor de un libro no está sólo en su
familiaridad, sino también en su extrañeza, en la capacidad que tiene de
llevarnos a otra realidad y a otra música del lenguaje. Por eso tiendo a
rechazar el esfuerzo bien intencionado de poner los libros al alcance de los
niños por el camino de adaptarlos o resumirlos, para hacerles comprender todo
rápido y ayudarles a estar más cómodos en la lectura.

Hay libros, como el Mío Cid, que los cambios del idioma han vuelto casi
ilegibles y que necesitan ser vertidos de nuevo a nuestra lengua. Vertidos: no
simplificados. Pero un niño de historieta se quejaba de una publicidad que
para decir que hasta una señora torpe podía manejar cierto producto decía:
“Hasta un niño puede hacerlo”.

No es sólo la tendencia a subestimarlos, es olvidar que a menudo ciertas


dificultades son las que potencian la capacidad de comprensión. El libro El
desciframiento de los glifos mayas me reveló que fue la presencia de un niño
de diez años en una reunión de lingüistas y arqueólogos en las ruinas de Tikal
o Palenque, y las observaciones que este niño hizo sobre las estelas de los
templos, lo que permitió a los expertos descubrir las claves de esa lengua.
353

¿Cómo saber qué es lo que nos conviene leer de un libro o lo que más va a
afectarnos? No tengo interés en desprestigiar el trabajo de Arturo Pérez-
Reverte, quien acaba de hacer una versión del Quijote para jóvenes lectores, ni
de mi amigo Julio César Londoño, quien acaba de hacer lo propio con María y
El alférez real, ni los voy a amenazar con hacer yo una adaptación de sus
libros para las nuevas generaciones, porque esos trabajos abnegados tienen un
interés literario. Pero debo expresar mi incertidumbre con respecto a la
bondad de sus resultados.

A mí, María me parece un libro muy legible; no sé decir lo mismo de El


alférez real porque, por desgracia, no lo he leído, pero no me resignaría a leer
otro Quijote que el que nos dejó Cervantes. Se piensa que un estilista puede
hacer maravillas con él, pues Borges afirmó que Quevedo habría podido
corregir cada página aunque no habría sido capaz de inventar una sola de
ellas. Pero eso significa que el verdadero tesoro del Quijote no está en la
pulcritud del tejido verbal, sino en los milagros de invención que aquí y allá
florecen a pesar del aparente desorden. Yo no me resignaría a perder el sabor
de estas palabras: “¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se
llevó mis alcanzadas glorias!”. ¿Será posible corregir a Cervantes sin pérdida?

Estanislao Zuleta solía burlarse diciendo que ya en la primera página de María


había una profusión de llanto incontenible. “Todo el mundo llora”, decía,
“llora el padre, llora la madre, lloran las hermanas, lloran los criados. ¿Es
porque ha ocurrido alguna tragedia? No: ¡es porque el muchachito se va a
estudiar!”. Sin embargo, Borges no soltó la novela hasta terminarla.

La conclusión sería que un gran libro lo es también por sus defectos, que es
algo orgánico, con sus cumbres y sus abismos; el alto ingenio de Hamlet verso
a verso, pero también la aparente fatiga de Shakespeare que no sabe cómo
terminar, y acaba en una escena con todo el mundo.

Italo Calvino hizo una versión de Ariosto para lectores contemporáneos.


¿Quedará algo del Orlando Furioso vertido en prosa? ¿Quedaría algo de la
354

Divina Comedia si Roberto Benigni, en vez de andar recitando sus cantos por
las plazas de Italia, se dedicara a hacer una versión para muchachos a los que
ya no les gusten los versos?

Podría pasar lo que nos pasó con cierta admirada versión de la Ilíada que
hicieron los guionistas de Hollywood. Una Ilíada sin Tetis que tenía pies de
plata, sin Zeus que al fruncir el ceño hace temblar los palacios, sin el carro de
Iris recogiendo a Afrodita, que herida por la lanza de un mortal se está
desmayando en la batalla, una Ilíada sin dioses, porque supuestamente la
gente ya no cree en ellos. Muy moderna la intención, pero ya no es Aquiles: es
Terminator.

William Ospina *

 
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1 Abr 2017
355



29 Nov 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Pa’ que se acabe la vaina


Alguien ha dicho, y yo le creo, que lo que debería producir el proceso de paz
en Colombia es sencillo:

En primer lugar, el reconocimiento por parte del Estado de que hace 50 años
respondió injustamente a los reclamos de unos campesinos que pedían
respeto, presencia institucional, obras y servicios públicos a los que todo
ciudadano tiene derecho, y que esa respuesta abusiva dio origen a un conflicto
armado costosísimo en vidas y en recursos.

El reconocimiento de que desde hace 30 años, cuando se estaba llegando a un


acuerdo de desmovilización, grupos criminales con el apoyo de muchos
miembros de la fuerza pública exterminaron en las calles en condiciones de
inermidad al partido político que debía acoger a los desmovilizados.

El reconocimiento de que esos cincuenta años de guerra degradaron a todas


las fuerzas enfrentadas y produjeron innumerables actos de sevicia y de
inhumanidad por parte de la guerrilla, de los paramilitares y del Estado
mismo.

Que se reconozca que a lo largo de la historia republicana muchas veces se


utilizó el poder político para perseguir y acallar a los adversarios.
356

Que todas las partes acepten su responsabilidad en el deterioro de la vida


civilizada y pidan perdón por la larga estela de horrores y el rastro de dolor
que han infligido a generaciones de colombianos.

Que se reconozca que es condición para abrir un futuro distinto una amnistía
general para las fuerzas en pugna que voluntariamente acepten, bajo vigilancia
internacional, poner fin al conflicto, no volver a permitir que las armas
intervengan en el debate político, contar toda la verdad de esta larga historia
de sangre, y participar en la efectiva reparación de las víctimas.

Que se reconozca que la democracia colombiana tiene una deuda inaplazable


con el pueblo en términos de empleo, educación, salud, igualdad de
oportunidades, justicia y distribución del ingreso, y que esa deuda aplazada ha
sido uno de los principales alimentos del conflicto.

Que se reconozca que la violencia bipartidista de los años cuarenta y


cincuenta fue el semillero de las sucesivas violencias colombianas, y que el
Frente Nacional instaurado por los dos partidos cerró los caminos a las nuevas
fuerzas pacíficas de la sociedad.

Que se reconozca que la prohibición de las drogas genera mafias, capitales


clandestinos, justicia privada, corrupción, muerte y degradación del orden
social, que esos poderes han alentado el conflicto, y que se impone un gran
esfuerzo internacional para pasar de la prohibición al control, de modo que las
drogas dejen de ser un asunto criminal para convertirse en un asunto de salud
pública.

Que se acepte que todos los que participaron de la guerra y la abandonaron


voluntariamente tienen derecho a participar en la vida política.

Álvaro Uribe se negará a aceptar que se reconozca la responsabilidad del


Estado y de la vieja dirigencia en la gestación de este conflicto, pero esa
responsabilidad no sólo salta a la vista, sino que Uribe debería tener claro que
los mismos que les dieron la espalda a los acuerdos con él, son los que
357

siempre incumplieron los acuerdos con la guerrilla, de modo que se entienden


por parte de ésta la desconfianza y hasta el resentimiento.

No hay cómo seguir negando que la guerrilla tuvo razones para rebelarse, y
que ello no justifica ni la atrocidad de la guerra ni la degradación de los
métodos de todas las partes. Si sólo las guerrillas se hubieran degradado,
podríamos persistir en la invocación a la legitimidad y a la justicia, pero en las
condiciones de la guerra colombiana se impone una nueva oportunidad para
todos, y a partir de allí, una nueva severidad.

Y a Álvaro Uribe sólo queda recordarle esta frase de Lincoln: “¿Acaso no


destruimos a nuestros enemigos cuando los convertimos en nuestros
amigos?”.

Todo el tiempo el presidente Santos ha dicho que en La Habana hay que


hablar de paz, pero que mientras tanto en el país sigue la guerra. Sin embargo
suspende de modo unilateral los diálogos porque la guerrilla ha retenido a un
general de la República. El general Alzate es el militar de más alto rango
retenido por los insurgentes, pero Santos se envanece de haber dado de baja a
varios generales del ejército contrario.

Porque si lo que hay es un conflicto armado, y si su solución es política,


¿cómo negar que los jefes de la guerrilla son generales del ejército contrario?
Cuando comenzaban los diálogos, Juan Manuel Santos dio la orden de dar de
baja al máximo general de las Farc, Alfonso Cano, y la guerrilla aceptó
dialogar a pesar de ese golpe. El 13 de junio Santos le dijo al hermano de
Cano: “Yo ordené la muerte de su hermano porque estábamos en guerra, y
estamos en guerra”. Cualquiera puede verlo en internet diciendo esas palabras.

El general Alzate fue retenido sin fuego por los rebeldes. ¿Podía esa retención
ser causa suficiente para suspender el diálogo? Si el Gobierno rechaza el cese
al fuego bilateral que la guerrilla propone, y se reserva el derecho a eliminar a
358

sus adversarios, no puede exigir que la guerrilla deje de hacer la guerra para
poder dialogar.

Sobre los retenidos la guerrilla podría responder: “Los capturamos porque no


queremos matarlos”. Santos en cambio parece decirles: “Yo les mato cuando
quiera a sus soldados, pero ustedes devuélvanme los míos”. Todo indica que
la guerrilla ya no se va a sentar en la misma mesa de la que Santos se levantó
con altivez, pero a lo mejor eso obliga a que lleguen a acuerdos para bajarle el
fuego al conflicto.

Ya sería hora de que se abra camino el cese al fuego bilateral, pero también de
que el largo forcejeo de la negociación dé paso a hechos más prácticos y
eficaces.

* William Ospina
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359


8 Nov 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Puertos, orejas y placas rotas


Cuando estudiaba las guerras de Ursúa encontré a menudo el nombre de
Portobelo, un pequeño puerto de Panamá al que después he visitado varias
veces, y llegué a pensar que los panameños habían tomado ese nombre del
célebre mercado de Londres, uno de los comercios de antigüedades más
famosos del mundo.

Era al revés: el mercado londinense de Portobello, y Portobello Road, tomaron


su nombre del puerto del Caribe. Pero entender por qué es asistir a una
historia digna de memoria.

Portobello no es palabra inglesa ni española, sino italiana: significa puerto


bello, y su origen caribeño está en los labios de Colón, quien descubrió la
bahía en 1502.

¿Por qué se enamoró Inglaterra de ese nombre? Portobelo era uno de los
enclaves más codiciados por los ingleses del siglo XVIII. Su playa se
convertía cada tanto en un bazar de las Mil y una noches, cuando la flota
española descargaba sus mercaderías: paños, sedas, alfombras, muebles,
herramientas, armas, instrumentos musicales, toneles de vino, todo lo que la
industriosa Europa enviaba para surtir a las colonias.

Una vez vacías las bodegas, los galeones eran cargados con el oro y la plata
del Perú y de la Nueva Granada, con custodias consteladas de esmeraldas,
360

cálices y joyas religiosas, todo el tesoro húmedo de sangre que estas tierras
enviaban para acrecentar la majestad de los dueños del mundo.

Las fragatas inglesas esperaban a los galeones en alta mar para arrebatarles
hasta la última moneda. Sus capitanes eran llamados piratas y corsarios por
quienes padecían sus asaltos, pero en Londres eran valerosos caballeros al
servicio de los reyes. El pirata Vernon era en Londres Lord Almirante y el
chupasangre Francis Drake, circunnavegador del globo, cuya tumba es la
bahía de Portobelo, era Sir Francis Drake en la Corte.

De esas tensiones se alzó la Guerra de la Oreja de Jenkins, que enrojeció los


mares, dejó oliendo a pólvora el Caribe e inspiró buena parte de la literatura
de piratas y tesoros que ha arrullado a los niños por siglos.

Inglaterra era algo más que una isla ambiciosa, pero España era el primer
imperio mundial, que dominaba océanos y saqueaba continentes con Dios en
la mano izquierda y la muerte en la derecha. Era lo que la otra aspiraba a ser,
y las guerras entre ambas fueron salvajes.

Como Inglaterra tuvo siempre el culto del heroísmo y un sentido muy


acendrado del honor, su gente se hacía matar más fácil por un irrespeto que
por un asesinato. Sus gobernantes sabían que España era más poderosa y
evitaban la guerra abierta, pero a veces perdían el sentido de las proporciones
sólo por orgullo.

Y eso ocurrió en 1731, cuando Juan León Fandiño, capitán del guardacostas
Isabela, apresó al navío contrabandista Rebecca, cuyo capitán era el pirata
Robert Jenkins. Al liberarlo le cortó una oreja y lo envió a Londres con el
mensaje sangriento de que le haría lo mismo al rey si asomaba por el Caribe.

Ya había un debate en el Parlamento y el prudente ministro Horace Walpole


se oponía a una guerra con España, pero el testimonio de Jenkins, quien siete
años después conservaba su oreja en un frasco y la exhibió ante los
parlamentarios, obligó a Walpole a declarar la guerra.
361

Y así nos vimos implicados en la Guerra de la Oreja de Jenkins. Los ingleses,


bajo el mando de Vernon, atacaron primero La Guaira y más tarde Portobelo,
robaron diez mil pesos de oro y hasta se llevaron el nombre para Portobello
Road. Después enfilaron contra Cartagena de Indias, y fueron rechazados.
Una semana después Vernon cargó otra vez sobre Portobelo, por San Lorenzo
de Chagres, y sus tropas destruyeron el castillo y tomaron el puerto.

Entonces, llenos de entusiasmo, cayeron de nuevo sobre Cartagena, que


rechazó el segundo ataque en mayo de 1740. Vernon le aseguró a su rey que la
ciudad estaba a punto de caer y endulzó la oreja real insinuando que ese
triunfo iba a cambiar el curso de la guerra y a iniciar la hegemonía inglesa en
el Caribe.

Ante estas esperanzas, Jorge II no sólo entregó a Vernon una flota más grande
que la Armada Invencible y miles de ingleses para arrasar la ciudad, sino que
hizo acuñar de antemano medallas conmemorativas, con un Blas de Lezo que
en la medalla tenía dos ojos, dos manos y dos piernas, y entregaba de rodillas
su espada.

Dicen que fue el mayor desembarco antes de Normandía. 27.000 hombres,


186 navíos y 2.000 cañones del ejército inglés pusieron sitio a Cartagena en
marzo de 1741, pero fueron deshechos por 3.600 hombres, por una flota de
seis barcos: el Conquistador, el San Carlos, el San Felipe, el Galicia, el
Dragón y el África, y por un almirante tuerto con brazo de garfio y pata de
palo. 10.000 ingleses murieron ante las murallas.

Hace algún tiempo fuimos sorprendidos por la noticia de que el gobierno


inglés había rendido un homenaje a los muchachos argentinos que murieron
en las Malvinas. “Fueron grandes, dijo, lucharon contra Inglaterra”.

No es insensato que una ciudad victoriosa rinda homenaje a los que murieron
tratando de someterla, con la condición de que rinda también homenaje a
quienes la defendieron hasta la muerte. Habría que ver si Inglaterra está
362

dispuesta a descubrir en Portobello Road una placa en homenaje a Blas de


Lezo y al puñado de cartageneros que aniquilaron a la flota británica.

Ahora un cartagenero ha roto a martillazos la placa que hace una semana


descubrieron frente a San Felipe de Barajas los príncipes de Gales, honrando a
sus muertos. Pero mucho antes el rey de Inglaterra había tenido que destruir
las medallas conmemorativas de un triunfo que no ocurrió jamás.
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25 Oct 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

'Non coerceri maximo contineri minimo'


363

Chesterton Afirmó que la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno es


la diferencia entre una edad que lucha con dragones y una edad que lucha con
microbios.

Nada exige tanto de nosotros la época como aprender a apreciar la


importancia de lo pequeño, un cambio en la valoración de las magnitudes y un
ejercicio de sutileza.

Antes sólo se hablaba de mayorías que deciden y de minorías que se someten,


ahora, para bien y para mal, toda aparente mayoría está compuesta de
minorías decisivas y a menudo inadvertidas.

Los dioses de lo particular, de lo casual, de lo azaroso, los dioses de lo


imperceptible, de lo imprevisible, llenan el mundo. Eso no es nuevo, claro,
eso fue así desde el comienzo, pero era imposible verlo en la edad de los
absolutos: donde los enemigos eran naciones enteras, razas enteras,
civilizaciones distintas.

Lo discreto trabajaba igual en la sombra, en el silencio. Pero concluida la edad


de lo grandioso, empezamos a ver lo diminuto; concluida la edad de lo
evidente, empezamos a ver lo invisible.

El sol dejó de girar alrededor de la tierra, el rayo dejó de estar en el pico de un


águila o en el yunque de un herrero inmortal, el cielo que otros vieron lleno de
almas se llenó de galaxias inconmensurables y exiguas de lejanía, un
fantástico pozo de infusorios.

El tema irreal de las discusiones bizantinas (¿cuántos ángeles caben en la


cabeza de un alfiler?) se fue volviendo serio. Lo imposible se volvió posible,
lo posible, probable. Y si los dinosaurios habían muerto al unísono, bajo la
noche glacial de un asteroide, bastó asomarnos por la ventana del microscopio
para ver monstruos más terribles, ácaros de diseños más feroces que los más
fantasiosos dragones.
364

Con la diferencia de que estos dragones estaban vivos todos, por millones: en
nuestros tapetes, nuestras sábanas, nuestra piel. El dios inventivo y burlón
seguía llenando el mundo de bestiarios fantásticos.

Al perplejo Borges lo abrumaba que ese dios que había llenado el universo de
tantas cosas hubiera puesto en él también espejos, que todo lo multiplican.
“¿Quiere agobiarnos? ¿Quiere enloquecernos?”, se preguntaba. En un poema
afirmó: “Aquí son demasiadas las estrellas. El hombre es demasiado”. Y hasta
dejó en un texto temprano la aceptación profética de su ceguera futura: “La
noche, que de la mayor congoja nos libra: la prolijidad de lo real”.

Tal vez la noche se había hecho para que descansáramos de la abrumadora


diversidad del mundo. Pero en cuanto se apagaban las luces de la tierra se
encendían las del firmamento y florecía la imaginación, el reino de las fábulas.

Dicen que muchos pueblos tenían vedado contar cuentos en el día: el día era
para el trabajo, la prisa y la extenuación; la noche para el descanso, para la
lenta memoria, para la fantasía y el sueño. Casi no hay magia en decir “Los
mil y un días”, en cambio en “Las mil y una noches” cabe toda la magia.

Pero aunque la tiniebla produzca la ilusión de homogeneidad, también en ella


se afanan muchedumbres. Y la nuestra, que es la edad de las lámparas, quiere
sacarlo todo a la luz: estamos en guerra con la noche, queremos verlo todo,
espiamos el relámpago de los huesos en la tiniebla del cuerpo, vemos la
circulación de la sangre y la mansa destilación de nuestras entrañas. Y hasta
sucede que perdidos en la enumeración de las plumas ya no vemos el ala.

Pero es que donde antes había un secreto ahora hay diez mil, donde había un
dios ahora hay tantos que ni siquiera nos animamos a llamarlos dioses.
Proliferan como enjambres, creemos entenderlos mejor si los llamamos
elementos, partículas, si los designamos nano, pico, femto, atto, zepto, yocto.
El misterio retrocede hacia lo enorme y hacia lo diminuto. Es el triunfo de
Demócrito y de Zenón de Elea.
365

Si alguien nos hubiera dicho que los dragones se iban a volver microscópicos
habríamos creído alcanzar la invulnerabilidad, como Sigfried cuando se bañó
en la sangre del dragón, y sólo quedó vulnerable en la línea donde se le había
adherido una hoja de tilo. (Y esa es la sabiduría de la leyenda, por esa línea de
la hoja de tilo cabe una espada: la hoja tiene la forma de la herida).

Pero los dragones mínimos resultaron más letales que los inmensos, y quizá lo
bueno es saberlo, porque hace 700 años la peste negra devastó a Europa y
Asia sin que nadie supiera, en esa edad de murallas y ejércitos, por dónde
entraba el enemigo.

Nuestra edad sabe ver un poco más en lo pequeño y en lo invisible, oír en lo


inaudible. Nadie lo dijo como un gran poeta francés: “Un sonido tan tenue,
que hay que ser sordo para oírlo”. Ahora digamos que el peligro es tan sutil
que hay que ser ciego para verlo, y ello alude, por supuesto, a ese oír con todo
el cuerpo que necesitan los sordos, a ese ver con todo el cuerpo que alcanzan
los ciegos.

No hay enemigo pequeño. Las naciones todopoderosas perdieron la


tranquilidad por un puñado de fanáticos. En la edad de las bombas atómicas
unos cuantos terroristas pusieron al mundo a tener miedo de los cortaúñas.

El mundo nuevo no consiste en continentes desconocidos ni en planetas


remotos, es el universo que describió Blake, ve el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre, abarca el infinito en la palma de la mano y la
eternidad en una hora.

William Ospina *
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4 Oct 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Cuba
Todas las votaciones en el seno de las Naciones Unidas piden que se levante
por fin el infame bloqueo a Cuba, pero los Estados Unidos persisten en su
error.

Creyeron posible derrotar a un pueblo por el hambre, aunque Cartagena


demostró, desde los tiempos de la Guerra de la Oreja de Jenkins, que para
someter a un pueblo digno no bastan los cañones.

El desembarco de Vernón en Cartagena en 1741 fue el más grande de la


historia antes del desembarco en Normandía. Y sin embargo Cartagena obligó
367

a Jorge II a esconder las medallas de la victoria que su vanidad había acuñado


antes de tiempo.

La resistencia de Cuba ha sido mayor. Alguna vez alguien le preguntó a


García Márquez por qué seguía apoyando esa revolución a la que tantos
intelectuales le habían retirado su apoyo, y él respondió: “El día en que Cuba
deje de ser un país bloqueado y pueda ser dueña de sí misma, podremos saber
de qué tamaño son sus errores. Pero muchos de ellos no son debidos a sus
opciones sino impuestos por la realidad”.

Añadió que no es que no tuviera críticas a lo que ocurría en Cuba (¿qué país
latinoamericano funciona tan bien que no merezca críticas?), sino que
“actualmente, cualquier crítica que hiciera —y tengo muchas— sería utilizada
contra Cuba”.

Todo país sometido a un régimen de privación y de guerra se ve obligado a


imponer restricciones a su población. Basta ver en qué quedan los derechos de
los ciudadanos en Estados Unidos cuando se declara una guerra. Todo país en
guerra trata con dureza a sus opositores, y con dureza extrema cuando están
aliados con el enemigo.

Pero en Cuba, más allá de la precariedad a que se ve enfrentada por cuenta del
bloqueo, se respira un clima de cordialidad. Los cubanos no se odian entre sí,
muchos odian al Gobierno y a algunos líderes de la oposición, sobre todo de
los establecidos en Miami, pero en general los cubanos se quieren, y hay algo
que destacar: en un continente donde impera la criminalidad desde los
desiertos del río Grande hasta las barriadas de Buenos Aires, pasando por las
barriadas de San Salvador y de Cali, de Caracas y de Río de Janeiro, en un
continente donde se mata sin piedad y sin tregua, en Cuba no hay
criminalidad.

¿Por qué, en medio de tantas críticas, nadie se atreve a hacerle a Cuba ese
mínimo reconocimiento? Dirán que no hay criminalidad porque el Estado no
368

lo permite, pero esa debería ser la tarea del Estado. Todos los estados utilizan
la fuerza con ese fin, pero casi en vano, y yo creo que lo que impide la
criminalidad en Cuba no es la violencia sino el hecho de que el Estado piensa
en los ciudadanos y los incluye en un proyecto de país.

En Cuba no sólo no hay hostilidad sino que hay cordialidad, una nobleza y
una dignidad que es difícil encontrar en otra parte. Recuerdo un día en que
andaba solo por las playas de Santa María, y desde un grupo familiar cubano
alguien me dijo: “Oye, no estés solo, ven pa’cá”.

No se puede negar que muchos cubanos se han ido y muchos quieren irse.
Pero ¿de qué país de América Latina no se va la gente buscando mejores
horizontes?

Nunca aprobaré la arbitrariedad del Estado: por eso soy tan crítico de la
calamidad en que vive Colombia, no sólo por la falta del Estado sino por su
influencia negativa sobre el orden social.

Nunca aprobaré las restricciones a los derechos de los ciudadanos, pero en un


continente donde nunca podemos escoger entre lo óptimo y lo pésimo sino
entre niveles de precariedad, no sé decir qué es preferible, si el gobierno
cubano, con su control estatal, sus restricciones a los ciudadanos, su partido
único y sus insoportables cursos de materialismo histórico por la televisión,
con su diario oficial y sus filas de racionamiento, pero que brinda educación,
salud y dignidad a su pueblo, o mi país, donde la gente humilde tiene que
pedir permiso a los criminales para ir de un barrio a otro, y donde todo se hace
a espaldas de la comunidad.

Allá el Estado no permite la propiedad privada; aquí el Estado permitió que la


propiedad de cinco millones de campesinos les fuera arrebatada a sangre y
fuego, para tardíamente decretar, con conciencia de que no tiene cómo
lograrlo, la restitución de esas propiedades.
369

Nos envanecemos mucho del derecho a la propiedad, pero la mitad de la


población colombiana no tiene casa propia, y unos cuantos son dueños de las
casas de todos los demás. Vivimos en un país tan lleno de exclusiones y
resentimientos que las fiestas de barrio terminan en las salas de urgencia, y los
hospitales parecen campamentos de guerra.

Y no estoy seguro de que en todas partes los medios de comunicación no


dicten la verdad de sus dueños con un dogmatismo más sutil y más eficaz que
el propio Granma.

No es poco mérito haber resistido durante medio siglo el bloqueo de los


sucesivos gobiernos del país más poderoso del mundo. Si yo estuviera seguro
de que lo que quieren los Estados Unidos es la felicidad del pueblo cubano,
expresaría todas mis críticas hacia Cuba, porque también tengo muchas.

Pero como sé que al día siguiente de la caída de Cuba, La Habana se


convertiría en una inmensa sala de juego para el ocio de los norteamericanos,
en una frontera más desgarrada que la de Ciudad Juárez, y en una encrucijada
de todas las violencias y corrupciones de nuestra época, prefiero que Cuba
siga resistiendo hasta que caiga el bloqueo, y que la dignidad cubana garantice
una mejor transición que la que permitiría el oscuro poder de las
multinacionales. 

William Ospina *
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370

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6 May 2017
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1 Abr 2017


27 Sep 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Las transformaciones
Matar en nombre de Dios en una vieja costumbre.

Ese dios no es el dios del amor que predicó Cristo, ni el Dios que es el
Universo según Spinoza, ni el dios hospitalario de los musulmanes, ni el dios
que es hermano de sus criaturas, como quería Francisco de Asís, ni el dios
amoroso de los místicos, ni el dios intelectual de la Cábala o de Tomás de
Aquino.

Es el viejo dios de los ejércitos, que predicaban las religiones del libro, y que
sigue tan vivo como hace diez siglos. Los gobernantes cristianos de hoy no
sólo tienden a olvidar a su dios pacifista sino a olvidar todo lo equivocado que
antes hicieron en su nombre.

Olvidan el proceso que siguió el cristianismo para imponerse sobre Occidente.


Aprovecharon la tolerancia religiosa de Roma para abrirse camino, pero se
volvieron una religión intolerante al acceder al poder. Libraron guerras contra
todos los dioses e impusieron el culto al dios único. Pasaron de las guerras
371

contra los paganos a las campañas contra las herejías y a la persecución de los
disidentes.

Con guerras, cruzadas, tribunales y hogueras, el triunfo de la religión fue, por


desgracia, el triunfo del terror. Es muy cómodo olvidar todo esto a la hora de
juzgar los mismos errores en los demás. Olvidar que en todas estas religiones,
tan emparentadas entre sí, hay fanáticos intolerantes pero también gentes
hospitalarias, justas, respetuosas. Que el mal no milita en un solo bando, y que
no sólo hay que luchar contra el mal en el bando contrario sino en nuestro
propio corazón.

Los musulmanes aprendieron temprano a desconfiar de Occidente. Las


Cruzadas fueron las guerras más crueles e injustificadas de la historia. Con el
pretexto de ir tras el sepulcro de Cristo, guerrearon, masacraron, invadieron
tierras ajenas, donde los pueblos, por siglos, habían desarrollado altas culturas.

Los musulmanes habían ocupado la península Ibérica después de los


visigodos, construyendo una civilización refinada, después intentaron ocupar
por las armas Europa entera, y Occidente los hizo replegarse en España, y los
detuvo en Lepanto y a las puertas de Viena.

El islam es una religión venerable que no puede confundirse con el


fundamentalismo, como no puede confundirse el protestantismo con el Ku
Klux Klan. Es una cultura que merece estudio y respeto, aunque en su seno,
como en el cristianismo, haya fanáticos, sectarios e inquisidores.

Debería ser un esfuerzo de los pueblos y los gobiernos fortalecer las


civilizaciones, mediante el diálogo y la cooperación, para aislar y controlar a
las facciones extremistas. Pero los gobiernos de Occidente, liderados por
Estados Unidos, han hecho lo contrario.

¿Que Sadam Hussein era un tirano inaceptable? Pues fueron los Estados
Unidos quienes lo impulsaron y lo fortalecieron, porque les pareció que les
serviría para controlar a los iraníes. ¿Que Osama bin Laden era un monstruo y
372

un terrorista diabólico? No es sorpresa enterarse de que fueron los Estados


Unidos quienes primero lo apoyaron y lo fortalecieron, hasta que el cuervo
volvió el pico hacia los ojos de sus criadores.

Cuando el terrorismo demolió las Torres Gemelas utilizando como bombas los
propios aviones norteamericanos, la respuesta de Estados Unidos no pudo ser
más equivocada: pretendiendo declarar la guerra a un puñado de integristas y
terroristas dispersos por los países, aprovecharon la ocasión para deshacerse
de Sadam Hussein, a quien en realidad tendría que contrariar y deponer su
propio pueblo, no un arrogante ejército invasor.

George Bush reaccionó como un pistolero, y convirtió en víctima de su


cruzada de retaliación a todo un pueblo. Más de 600.000 iraquíes muertos
pagaron por los 3.000 muertos de las torres gemelas. Y el historial de esas
guerras de Irak y de Afganistán, que fue noticia de cada día en los titulares de
Occidente, fue un agravio cotidiano en las almas de millones de musulmanes.

De modo que si en septiembre de 2001 había algunos fanáticos anhelando un


Estado islámico, un califato integrista que pretendiera unir a todo el islam de
veinte naciones en una sola fuerza militar y confesional contra Occidente,
hoy, 13 años después, gracias a los esfuerzos de Bush y sus aliados, el número
de los partidarios del califato ha crecido.

Occidente ha aprendido cosas tristes de estas guerras. Ahora sus gobernantes


ordenan matar sin el menor escrúpulo. Los que matan en nombre de Dios les
han contagiado su justificación transcendental, ahora creen que se puede
matar en nombre de la justicia, de la libertad, de la democracia y hasta de la
bondad humana.

Siguen olvidando lo más importante. Que no están ante una guerra


convencional, donde intentaban operar las viejas normas del honor, el
enfrentamiento cara a cara, el respeto a los civiles. Esta es una guerra de
emboscadas y de traiciones, con toda la tecnología y sin ningún escrúpulo.
373

Olvidan que están ante una guerra impregnada de ideología y de fanatismo, no


ante un ejército ordenado y situado, sino contra un enemigo ubicuo,
camuflado, invisible. Que en realidad están ante el temible dios de los
ejércitos, en nombre del cual también se construyó, hace milenios, la
civilización occidental, sin ningún respeto ni piedad por el adversario.

Ya tendremos tiempo de deplorar que no se haya intentado un acercamiento a


la civilización islámica, para aislar a los fundamentalistas. Ya tendrá tiempo
Barack Obama de deplorar que los generales lo hayan transformado, en
apenas ocho años, en George Bush.

* William Ospina
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374

20 Sep 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Ramsés II
ESE GRAN REY. Dicen en Egipto las voces que no hubo poder mayor que el
suyo.

Los dioses lo amaban y él era los dioses.


Recorría en su carro de trueno los trigales de las orillas.
Ante él se inclinaban las palmeras.
El cielo se llenaba de halcones y de ibis, que descendían al papiro y formaban
palabras. 
Con la serpiente, con la hoz, con el loto.
Sus coronas eran espléndidas: la tiara del reino del Norte, la diadema del reino
del Sur, la serpiente de oro del Nilo, los cuernos de Apis, los pétalos del
cuerpo destrozado, el terracota, el dorado, el azul puro.
Sus trajes eran ricos, sus sandalias tejidas de rezos, y sus escarabajos de
ámbar, y los articulados halcones de sus collares, sus pectorales, sus
brazaletes, la cobra y el áspid, todo sonoro de oraciones mágicas.
Y el gran reino a sus pies, como un milagro verde brotando de la arena
muerta, cuando el dios de verde pecho baja con olas de limos de los altos
lagos de África.
Ese gran rey, su corazón poderoso, su lengua elocuente,
el inmenso poder de su palabra,
que llenaba de miedo y de alegría los palacios de piedra, las grandes
columnas, las paredes tatuadas de signos, versos, leyendas, genealogías
divinas, secretos de los astros.
375

De ese gran rey se alzaron sombras de piedra, gigantes sedentarios que


presidían los templos,
y titanes de lejano rostro apacible, vigilando las áureas cosechas, de estrellas y
de espigas.
Ese gran rey y su manto de dioses; el sonido terrible de sus sandalias de
bronce.
Y sus inescrutables sacerdotes, y su corte exquisita.
Y ese rigor de sangre de sus ejércitos.
Ese gran rey que tuvo todo el poder del Sol: lo dicen las pirámides y no se
atreve a negarlo la gran esfinge.
Hoy me abruma la leyenda de su poder y de su trono, los macerados huesos de
sus esclavos, la crónica de su largo reinado, el más largo de todos, y el más
espléndido.

Y me asombra saber que dos veces estuve junto a él, junto al gran rey, junto al
señor de los dos reinos, cuyas manos rompían las vidas, cuya voluntad alzaba
los destinos, cuya voz torcía el rumbo del Nilo, cuyo sueño era un gato en los
juncos.
Yo, un hijo de un remoto país ecuatorial, un viajero cansado, un caminante de
los montes de América, un hijo del Tolima, he estado en su presencia.
Pero el rey ya no tiene la séptuple tiara, ni el cetro en que se anudan el papiro
y el loto.
Una sombra cayó sobre los templos, el basalto cayó de las pirámides, el ápice
de oro, de varias toneladas, fue robado. 
Yo no habría podido visitarlo si todavía estuviera en su trono, altivo,
tenebroso, detrás de puertas florecidas, de hondas galerías de esfinges, de
miles de centinelas rojos,
detrás de lanzas y de rezos, detrás de una trinchera de dioses,
seres con cuernos de toro, con cabezas de halcones, el miedo no me habría
permitido avanzar por las salas,
y los lechos de cobre, y las sillas de oro,
376

y encontrar en el último umbral al guía Anubis, con su cabeza de coyote, me


habría derrumbado en la muerte.
Ahora lo guarda apenas un centinela, un portero egipcio de uniforme gris,
hay niños que juegan y hacen bromas sin miedo entre las urnas de cristal de
los faraones dormidos,
y el poderoso rey es como una raíz seca, es una talla de jengibre.
El reino voló en polvo, voló en polvo el reinado. Todo otra vez es como antes:
arriba las estrellas, abajo las arenas. Las piernas de Ozymandias vuelan en
polvo, la cabeza en pedazos yace olvidada.

Y alguien me cuenta que cuando el faraón subía al trono, en el lejano Valle de


los Reyes comenzaba el trabajo. Se cavaba una larga galería que llevaba a una
sala funeraria. Desde el comienzo del reinado empezaba a cavarse la tumba
del rey. Los obreros cavaban, los maestros albañiles dirigían la construcción
del pasadizo, después llegaban los artistas, tallaban los relieves, dibujaban las
bellas oraciones, pintaban de colores la cámara de las cosas eternas, la morada
del rey después de muerto.
Pero si el rey vivía un poco más, había que seguir construyendo la tumba
subterránea. Y nuevas galerías se abrían paso, y cámaras más altas y
solemnes, y los dioses llenaban las paredes, y había mantos de estrellas en los
cielos de adentro.
Y si el rey gobernaba treinta años, era enorme su tumba.
Y si el rey gobernaba cuarenta, su tumba era un palacio de milagros.

Y el gran rey gobernó mucho más, gobernó sesenta años, y era rey de su
imperio de dioses y de dátiles, y tenía sus salas guardadas por leopardos,
pero también tenía su palacio final, debajo del desierto, 
otro reino debajo del desierto, cada muro tatuado de leyendas, y cantos como
arenas de oro para una vida eterna.

Ahora es una talla de jengibre. Una seca rama de ámbar. Una uva estrujada.
Un odre seco. Es un grano de arena junto al desierto.
377

Pero todos los hombres desaparecieron, pero todos los reyes desaparecieron,
pero todos los dioses desaparecieron,
y los tronos y los ejércitos y las ciudades y los reinos,
y Egipto es otra cosa, que ya no sabemos nombrar,
y sólo quedan el desierto y el Nilo, el Sol, la Luna y las Estrellas,
y este gran rey dormido. Gobernó sesenta años, durmió cuatro milenios,
y alrededor de él, en las paredes de esta cámara extraña, la historia universal,
hubo dioses y guerras, una pleamar de ejércitos,
hubo Asiria y Caldea, Persia y los Otomanos,
hubo Roma y Cartago, cosas médicas, púnicas,
y leones, y osamentas de leones, y el recuerdo de las osamentas,
pasaron Alejandro y Octavio y Carlomagno y Carlos V y Carlos XII,
y descendió la Piedra del Cielo, y Mahomet convocó a sus guerreros,
y pasaron sultanes y califas, garzas y halcones,
y hubo Napoleón y Mussolini, y hubo Hitler y Stalin,
y sermones y lienzos y sinfonías,
la humanidad goteó sus santos y sus mariscales,
la arena giró en el remolino y llegó al ápice y cayó como lluvia de oro
sobre la eternidad de ese gran rey
que duerme como un árbol, como un símbolo.

Yo lo he visto dormir, soy su testigo.


No el tiempo, que es eterno, pero sí sus milenios, esos niños que juegan,
se inclinan ante el mágico faraón increíble
que consiguió reinar, indiferente,
sobre la humanidad y sus danzas de arena.
Yo ya lo he comprendido, va a despertar un día
para ver el final de sus pirámides. 
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Pedir lo imposible
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Las paradojas de la época
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6 Sep 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Vallejo
En los actos públicos, hablar después de Fernando Vallejo es muy difícil,
porque él deja en el aire dos de los signos en que más se reconoce la
humanidad, el signo de la indignación y el signo de la rebelión.

Y porque en su caso uno no sabe qué admirar más: si la ferocidad de los temas
o la gracia del estilo.

Pero también, como se lo dije un día a un periodista que nos entrevistaba,


porque Fernando lucha contra cosas que vuelan a leguas por encima de
nuestras frivolidades cotidianas: él quiere que aprendamos a respetar y querer
a los animales; que como especie no pesemos sobre el planeta; que
379

abandonemos la mansedumbre ante el poder, que ha convertido en todas


partes a la democracia en una descarada complicidad de las mayorías
manipulables con ambiciosos que se reparten el tesoro público y deciden la
paz y la guerra, la degradación de la naturaleza y el destino de la especie.

No habla para agradar, sino, como él mismo lo dice, para molestar. Y eso es
muy raro en estos tiempos de demagogia y de adulación: cuando la publicidad
soborna y la política chantajea, cuando la religión endulza a la clientela y los
medios nos venden la realidad como espectáculo y nos dicen con cara de palo
que cuatro y ocho son lo mismo. Rugir es un arte que ya no se practica,
porque esta es la edad de la zalamería del mercado.

Reconozco que yo soy más crédulo. Creo a veces en los que afirman querer
cambiar a la humanidad. A veces me dejo aturdir por la ilusión de que la
política puede cambiar en algo la injusticia de este mundo, pero es Fernando
quien tiene razón. Como dijo el maestro Hölderlin: “Siempre que el hombre
ha querido hacer del Estado su cielo, se ha construido su infierno”. Ahora
bien: pienso que las iglesias han hecho mucho daño, pero también que mucha
gente honrada y buena encuentra en la religión un consuelo frente a los
horrores de la realidad.

Y ambos creemos en Dios. Yo, porque necesito alguien o algo a quien


atribuirle el orden misterioso del universo y la belleza del mundo. Él, porque
necesita alguien a quien atribuirle tanto horror y tanta maldad. Casi todo el
que se enfrenta con Dios termina atrapado en sus garras. Pero Dios, si no lo
pensamos como un tirano barbado e implacable, y ni siquiera como una
persona, también puede ser un consuelo para la imaginación, un signo
misterioso para hablar de la complejidad del mundo, del secreto de sus leyes,
del respeto por lo desconocido, de la reverencia ante lo asombroso, ante todo
lo que la razón no puede explicar.

Vallejo afirma que la humanidad no debe reproducirse, y lo dice con furia,


porque estamos multiplicando una especie cada vez más depredadora y más
380

frívola. Pero en sus libros los jóvenes son bellos y deseables, y todos
quedamos con la sensación agradecida de que la vida debería ser distinta y de
que vivir vale la pena.

A mí sinceramente me gusta que exista la humanidad. Con todas sus pestes,


sus desvaríos y sus crímenes, la humanidad es lo único que tenemos, para
admirar y para condenar. Y debo decir algo que alarmaría a Fernando: si no
fuera por los crímenes de la humanidad, tal vez su prosa no tendría tanta
fuerza, porque la maldad humana es el aire que sostiene sus alas. Los
moralistas sólo tienen sentido como adversarios de la maldad, como
denunciadores de los errores del mundo; sus palabras sólo tienen sentido si el
mundo puede ser mejorado, si tiene la opción de ser distinto.

Borges dijo que Voltaire se había empeñado en demostrar que el universo es


apenas un escenario de catástrofes y maldades, pero que lo hizo con tanta
gracia y prodigalidad que el efecto de sus palabras no es de desolación sino
todo lo contrario. “¿Cómo podría el universo ser malvado si ha producido un
hombre como Voltaire?”.

Fernando Vallejo tiene un humor tan festivo y tan brillante que, después de
oírlo tronar contra los poderes y los horrores, uno siente que vale la pena estar
aquí, que vale la pena indignarse, y hasta acepta que hay que destituir a los
ambiciosos y a los insensibles.

Que alguien nos explique por qué cuando uno lee los libros de Fernando
Vallejo, que denuncian toda la malignidad de la historia, a cada instante tiene
que hacer un alto para reírse, porque todo lo que dice es expresivo y agudo,
desnuda vanidades y derrumba prestigios, y no deja títere con cabeza, y
manda a los perros al cielo y a los monarcas al infierno.

El carnaval de la vida también le arranca sonrisas: dice que a María Félix se le


olvidó morirse, que vio en sueños a Octavio Paz empujando una carreta
cargada de sus versos rumbo al olvido, que Rufino José Cuervo murió en
381

París, cuando iba apenas por la letra D de su diccionario: “Tan lejos de


Colombia y de la Zeta”. Habla mal de los poetas de hoy, y sienta el acta de
defunción de la Poesía, pero hay que ver su cara cuando oye unos versos de
León de Greiff o de san Juan de la Cruz, hay que oírlo decir el poema Lo fatal
de Rubén Darío.

Fernando denuncia al mal: se lo atribuye a Dios, a la Iglesia, a los políticos, a


los corruptos, a los ambiciosos, a los que se reproducen, a los que devoran a
sus congéneres. O sea que Fernando cree en el bien, es más: lo encarna. Finge
ser malo, reclama para sí la etiqueta de hereje y el olor del azufre satánico,
pero la suya es una manera secreta y engañadora de ser santo.

Yo imito el argumento de Borges: ¿cómo podría el universo ser malvado si ha


producido un hombre como Fernando Vallejo?

William Ospina *
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Pedir lo imposible
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Las paradojas de la época
1 Abr 2017
382



16 Ago 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Romper una piedra


Nietzsche escribió que es más fácil romper una piedra que una palabra.

Pero hay palabras que no necesitamos romper sino abrir, para que nos revelen
todo lo que contienen.

En las guerras primero se intenta obtener la victoria por las armas. Cuando no
se puede, se hace lo posible por triunfar a través de los códigos. Y cuando
tampoco es posible ese triunfo jurídico, llega la hora de la política.

La política ya no representa el poder de la fuerza ni de las normas, sino la


voluntad de los poderes que hacen la guerra y de los pueblos que la padecen.
Quizá declarar una guerra no dependa de la voluntad, pero terminarla
definitivamente sí.

Y en ese momento final no están a la vista sólo los intereses de los bandos en
pugna sino el peso de las ofensas, el balance siempre atroz de los hechos y sus
consecuencias. Llega un momento en que se hace evidente que la guerra no
ofrece beneficios ni esperanzas para nadie, que incluso a sus protagonistas les
conviene más la paz.

Y aún así no basta esa comprensión: hay una fuerza de la costumbre, una
inercia, un hábito de la atrocidad que suelen ser barreras muy difíciles de
remover. A menudo los guerreros ya no conciben cómo sería una paz posible,
383

a menudo la sociedad entera se ha ido habituando a la desconfianza y a la


discordia.

Descubrimos que hemos encerrado amplios y complejos fenómenos en la


concha de tortuga de una palabra, y la paz es una de esas palabras que parecen
compendiarlo todo pero que no abren su significado. Llega la hora, si no de
romper la palabra, al menos de abrirla, porque la sociedad no puede seguir
esperando y tiene que darse una suerte de degustación previa de esa paz
posible. Reconciliación, convivencia, confianza, perdón, reparación,
oportunidades, solidaridad, fraternidad, tienen que dejar de ser posibilidades
abstractas para convertirse en hechos.

Al tiempo que prosiguen los forcejeos y los acuerdos entre guerreros, es


necesario que la sociedad se apropie de la iniciativa y explore en el territorio
los sentidos reales de esa paz posible. Y es deber de los bandos que dialogan
permitir que las comunidades asuman ese momento de acción y de
creatividad. Miles de iniciativas pacíficas que intentaron por décadas
prosperar en el frustrante escenario del peligro y de la desconfianza, miles de
proyectos productivos, de empresas solidarias, de iniciativas culturales, de
aventuras de exploración y reconocimiento del territorio, de encuentros entre
regiones y culturas, todo merece por fin un espacio de experimentación y de
búsqueda.

Y sólo en ese sentido podemos decir que la paz somos todos, cuando la paz
pierde su sentido de mero forcejeo entre fracciones del poder, de mero regateo
entre los viejos adversarios y se convierte en una liberación de la energía
social pacífica y creadora, en una alta exigencia de imaginación para la
construcción de espacios democráticos, nichos de dignidad y de esperanza,
formas de la libertad y la fraternidad.

La paz no puede ser simplemente una generosa concesión entre guerreros,


sino algo más profundo y definitivo. Si los acuerdos entre poderes se abren
camino, es porque existe una necesidad imperiosa que brota de las fuerzas
384

históricas, comunidades silenciadas pero anhelantes, energías sociales


marginadas, aventuras históricas aplazadas, todo lo que un apreciado pensador
nuestro llamó la modernidad postergada.

Y es toda la sociedad, pero en primer lugar sus jóvenes, quienes no pueden


aplazar más la construcción de sus sueños, la orientación de su energía
impaciente y la invención de otra manera de habitar en los territorios.

Colombia forma ya parte plena del mundo contemporáneo, no tanto porque se


beneficie de todas sus ventajas sino porque padece plenamente todos sus
males. El imperativo del consumo, la precariedad del empleo, la mutilación de
los sueños, la persecución de la originalidad en la conducta y en el
pensamiento, las adicciones, la violencia armada, los tráficos, la
fragmentación urbana, las fronteras invisibles, la educación parcial deformada
y deformadora, la desintegración de los valores, la degradación totémica, la
negación de los ideales, todo exige una apasionada reinvención de valores y
de lenguajes.

Al mundo del espectáculo, de la pasividad y del consumo, a la violencia como


industria y al deterioro del universo natural habrá que responder con nuevos
paradigmas del hacer, del ritualizar y del habitar en el mundo.

Fábricas, ejércitos y grandes ciudades son las actuales respuestas de la


civilización a las preguntas por la creación, por la disciplina y por la relación
con el universo natural. Pero ninguna generación puede estar obligada a
heredar sin crítica los errores de una civilización del lucro insensible, de la
violencia tecnificada y del crecimiento industrial a expensas del mundo.

Como Richard Sennett, buena parte del pensamiento más lúcido de nuestra
época, en el mundo entero, se está preguntando cuáles son los nuevos caminos
de la creatividad y de la producción responsable; cuáles son las alternativas
para la juventud, para su energía, su amor por el riesgo, su ansia de
competencia y de disciplina, su avidez por el conocimiento y su misticismo de
385

la acción; y cuáles son las tareas de una humanidad desconcertada sobre un


planeta que aceleradamente se altera por nuestra presencia en él.

Las tareas de Colombia son las mismas tareas del mundo contemporáneo. Un
diálogo de los jóvenes colombianos con los del resto del continente y del
mundo es uno de los imperativos de la paz. 

William Ospina *
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Las paradojas de la época
1 Abr 2017


2 Ago 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

El pacto
386

No se ha posesionado el presidente Santos para su segundo mandato y ya está


hablando de romper las negociaciones de La Habana.

¿Lo hace porque las Farc estén haciendo algo distinto de lo que han hecho
siempre? Creo que no. Si por algo se caracteriza esta larga guerra colombiana,
es porque nunca ha respetado las normas del Derecho Internacional
Humanitario.

Hace dos siglos, Bolívar y Morillo durmieron bajo el mismo techo e


intercambiaron prisioneros, al final de una “guerra a muerte” que perpetró
todas las atrocidades. Ahora gastan saliva en el parlamento y munición en el
monte, pero el intercambio no se abre camino.

El presidente ha dicho que cuando ya había empezado a dialogar con Alfonso


Cano, tras la decisión de negociar en medio del conflicto, él mismo, para
demostrar que fuera de la mesa de diálogo la guerra sería sin cuartel, dio la
orden de dar de baja al comandante con el cual dialogaba.

Desde entonces, según entiendo, hay bombardeos permanentes en varias


zonas del territorio, y las Farc a su vez prosiguen en su oficio de asaltar,
atentar contra la infraestructura y combatir a la fuerza pública, obrando todos
los daños colaterales que en una guerra irregular son habituales.

De modo que no creo que sea por los atentados, a los que la guerrilla nos tiene
acostumbrados, por lo que el Gobierno habla de la posibilidad de romper la
negociación. Y no nos cabría en la cabeza que lo haga, porque ya logró
hacerse reelegir apelando a la esperanza cada vez más desesperada de la
comunidad.

Es a él a quien menos le conviene ser impaciente. Su argumento de campaña


fue la paz, y el país sabe que de esa paz depende la recuperación de la
sociedad: una guerra inútil de 50 años degrada todo el orden social. Colombia
es un país colapsado por las violencias, la insolidaridad, la corrupción y la
irresponsabilidad estatal.
387

¿Por qué no se nos ocurren más ideas que la cíclica promesa de sentarse a la
mesa y la cíclica amenaza de pararse de ella?

Álvaro Uribe mantiene su discurso hostil a los acuerdos con el argumento de


la impunidad, pero muchos le recuerdan que él hizo todo lo posible por que
los paramilitares se desmovilizaran sin castigo. No se puede medir la justicia
con una vara tan parcial, y sabiendo que muchas veces no está en manos de
los guerreros controlar los alcances de su infierno.

Comienza la discusión sobre las víctimas. El Gobierno parece empeñado en


mostrar a las Farc como los únicos victimarios, y las Farc en mostrar que
fueron el Estado y la vieja dirigencia quienes comenzaron. Es una tesis que yo
comparto, pero no permite borrar el horror de 50 años de asaltos, secuestros,
boleteos y ejecuciones.

La izquierda se empeña en mostrar el papel de Uribe en el auge del


paramilitarismo y le recuerda que por haber sido presidente tiene más
responsabilidades. Santos intenta salir limpio de la suciedad de la guerra,
aunque fue ministro de Defensa de quien ahora es presentado como la
encarnación del mal.

Tal vez son esas cosas las que no permiten que la negociación se abra camino.
Cada quien persiste en ser el bueno, el que absuelve y perdona, y descarga en
los otros la culpa.

Santos quiere hacer la paz, pero siente la obligación de garantizar que no va a


cambiar nada del viejo país egoísta, excluyente y abusivo que produjo la
guerra.

La vieja dirigencia, aunque no bajó de su nube a elegirlo y le dejó esa tarea a


la izquierda democrática, quiere que la guerrilla intente abrirse camino en la
legalidad sin que eso les cueste a los poderosos ningún examen de conciencia
y ningún propósito de enmienda, sin corregir los males que produjeron nuestro
colapso ético e institucional.
388

Y Uribe quiere la paz como la quieren muchos militares, con la derrota total
de los guerrilleros. Pero yo creo que la guerrilla tuvo razones para alzarse en
armas.

Como dije en mi libro Pa que se acabe la vaina, en un país donde diez


millones de campesinos fueron expulsados del campo a sangre y fuego, sin
misericordia, los guerrilleros son los campesinos que no se dejaron expulsar,
que se armaron para protegerse porque nadie los protegía, y en ese gesto hay
valor y hay dignidad.

Cincuenta años atroces son mucho tiempo, y se llevan muchos principios bajo
los puentes, pero si no partimos de hacer esos reconocimientos será muy
difícil, doctor Santos, muy difícil, doctor Uribe, que abramos camino a un país
decente para nuestros hijos y nietos. Nos pasaremos la eternidad cobrándonos
las heridas que nos hemos propinado, agrandando los crímenes que han
cometido contra nosotros y minimizando los que se han hecho en nuestra
defensa.

Cómo van a reconciliarse los enemigos de 50 años, si los que eran amigos
hace diez ahora se tratan como monstruos irreductibles. Alguien tiene que
recomendar un alto en el camino, que por un instante los colombianos nos
miremos, no como los enemigos que fuimos, sino como los adversarios que
podemos llegar a ser, y hagamos un pacto para sacar adelante la paz.

Gritamos con alarma que ha habido crímenes. Pero es que ha habido una
guerra, y no cualquier guerra: la más larga del continente. La guerra es el
crimen.

La única manera de hacer que sólo los otros paguen es derrotarlos. Si no


podemos derrotarlos, si necesitamos de su buena voluntad para superar la
guerra, de un acuerdo de buenas intenciones que permita un nuevo comienzo,
no podemos ser los rabiosos justicieros que no dan el brazo a torcer hasta que
389

el otro muerda el polvo. Cada voz lleva su angustia y en la guerra cada quien
arrastra su culpa.

No puede ser que quienes no han victimizado a nadie estén dispuestos a


perdonar, y los que participaron ferozmente en la danza sean los que más
exigen castigo.

* William Ospina

 
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1 Abr 2017



390

26 Jul 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

La paz y las reformas


Basta ver el editorial de hace días del diario El Tiempo sobre el Chocó, para
entender la calamidad que ha significado el centralismo en Colombia.

Y comprobar una tragedia que no es nueva, que lleva décadas de acumuladas


injusticias y desamparos, no mueve a nadie a señalar y admitir
responsabilidades. El modelo económico y político que tiene así al país, sigue
viviendo asombrosamente de las esperanzas del país que lo padece.

Basta ver los informes sobre La Guajira en los días recientes. Basta ver el
informe del mismo diario el viernes pasado sobre los índices de desigualdad
del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que muestran que
Colombia es el duodécimo país con mayor desigualdad en el ingreso en el
mundo, entre 168 países, sólo superado por Níger, la República del Congo, la
República Centroafricana, Chad, Sierra Leona, Eritrea, Burkina Faso y
Burundi, para entender la tragedia en que vive más de la mitad de la población
colombiana, esa que no les interesa a los políticos porque ni siquiera cree en el
discurso de la democracia, o no lo entiende.

Pero el Gobierno parece empeñado en pensar, como siempre, que es posible


acabar el conflicto que extenúa a Colombia sin hacer ningún cambio en el
orden económico y en el orden social. Es más, advierte cada día que la paz no
va a suponer un cambio en el modelo económico.

Aunque cada vez más la sociedad comprende que el conflicto es fruto de la


indolencia institucional, de la exclusión y de una manera arrogante y egoísta
de entender al país y de gobernarlo, todavía, viendo la sociedad fragmentada,
desgarrada moralmente, postrada en la pobreza y en la desconfianza, creen
que será posible hacer primero la paz y después intentar las reformas.
391

No creo que sea deseable, pero tampoco creo que sea posible. Mientras los
gobiernos sigan siendo voceros exclusivos, no de la comunidad, sino de
intereses parciales: de la banca, los terratenientes, la industria, los privilegios,
las multinacionales; mientras el interés de los millones que votan no sea
honestamente representado en las decisiones del poder, y —lo que es más
numeroso y más grave— mientras el interés de los millones que no votan no
sea considerado e incorporado a la agenda de la política, en vano intentaremos
que un acuerdo entre quienes hace medio siglo combaten utilizando a los
pobres como su carne de cañón, signifique el nuevo comienzo con el que toda
la sociedad está soñando.

Yo vuelvo a hacerme la misma pregunta desde hace años, y no puedo


impedirme repetirla siempre en esta columna: “Pero si ya saben lo que hay
que hacer, ¿por qué no lo hacen? ¿Por qué hay que esperar a que sean las
guerrillas las que les impongan la agenda de los cambios en la mesa de
negociación?”.

Hay en marcha un proceso de restitución de tierras que en cuatro años ha


devuelto, se dice, 400.000 hectáreas. Si se habla de cinco millones de
hectáreas arrebatadas, ¿no significa eso que el proceso durará cincuenta años?
La cifra sería optimista, porque en los vericuetos de la ley las primeras que se
restituyen son las que tienen menos líos jurídicos, menos obstáculos políticos,
menos amenaza y peligro.

Hay en marcha un acuerdo que permita la reinserción en la legalidad de los


insurgentes, que garantice su seguridad y defina el grado de participación que
tendrán en la vida política. Pero el movimiento Marcha Patriótica, al que hace
tiempo respeto y apoyo, sigue denunciando una campaña de exterminio, y no
hemos visto que se esté respondiendo desde el Estado con prontitud y
contundencia a ese peligro. ¿Van a permitir, en pleno proceso de paz, que la
experiencia atroz del exterminio de la Unión Patriótica se repita?
392

¿De qué sirven los acuerdos en la mesa si persiste la arbitrariedad en las


calles? ¿Y dónde está el gran proceso cultural que permita aclimatar la paz y
la reconciliación?

La campaña electoral volvió a utilizar, como principal argumento, el miedo y


la satanización del adversario, al peor estilo de los años cincuenta del siglo
XX, que yo padecí en mi infancia, y ambas campañas utilizaron ese
argumento. Si para hacer la paz con quince mil guerrilleros hay que declarar la
guerra a los millones de personas que votan por otra opción, la reconciliación
nacional no parece estar cerca.

En Colombia, al parecer, hay una cosa que está tácitamente prohibida, y es


decir siquiera una palabra de reconocimiento a los adversarios. Cristo, que iba
más lejos, y hablaba de amar a los enemigos, sería expulsado de estas tierras,
porque aquí hasta los que se persignan y rezan el Padre Nuestro quieren
prohibir a sus amigos que saluden siquiera al oponente. Pero, lo repito, y esto
vale para todos los bandos, no se puede satanizar a millones de ciudadanos y
hablar al mismo tiempo de paz y de reconciliación.

Vuelvo a decir que Colombia necesita de los siete millones de electores de


Zuluaga para alcanzar una paz verdadera. Más aún, necesitamos de los quince
millones que no votan, y no están en los cálculos de ninguna campaña
electoral, para que la reconciliación sea posible.

Y para ello, doctor Santos, no creo que se pueda hacer primero la paz y luego
los cambios. Creo, lo repito, que hay que hacer la paz con toda la sociedad, y
que son las reformas, por parte de quienes tienen el mandato y los recursos,
las que nos pueden llevar a la paz, las que pueden desarmar a quienes no se
sienten incluidos en el proyecto de país que hasta ahora nos han formulado.

William Ospina*
393

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19 Jul 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

El doctor Calle
Cuando uno despertaba, él ya había escalado la montaña más alta. Cuando uno
apenas pensaba en la India, él ya había ido y había vuelto, conocía los templos
de monos y de tigres perdidos en la maleza frente al río, había sido discípulo
de los médicos ayurvédicos, había ayunado junto al Ganges.

Parecía sólo una persona pero era un ritmo vital, un sueño, una aventura. Yo
nunca lo habría conocido, porque no sé la clave de las puertas que llevan a los
otros, pero mi amiga Olga Lucía las conoce y, después de descubrirlo, quiso
394

compartirlo conmigo. El doctor Calle era joven, o lo parecía, pero había


estudiado en Rumania y después en Oriente. Era uno de esos médicos que no
entienden la medicina como una profesión sino como un destino.
Ahora, visto en perspectiva, uno comprende que iba de prisa, que su tiempo
era breve, que por eso lo hacía todo tan temprano. Fue Novalis quien dijo que
nadie muere joven ni viejo, temprano ni tarde, sino cuando ha cumplido su
ciclo o cuando ha terminado su aprendizaje.

No dejaban de atraparlo los deberes del mundo, pero es que esos deberes, a
veces tiránicos, forman parte del aprendizaje. No sólo hablaba siempre del
cuerpo y de la salud, sino de la relación del cuerpo con la naturaleza. “Hazte
amigo de la linaza”, decía. Un día me llamó sólo para decirme que había
descubierto que así como necesitamos una ducha después de despertar,
también nos conviene tomar agua al levantarnos, una suerte de ducha interior.
Hablaba con dulzura, con inocencia, y siempre parecía estar pensando.

Para él, como buen médico oriental, la medicina era la alimentación. Sabía
que el mundo se había extraviado justo en ese momento en que la gastronomía
y la medicina se separaron y se volvieron disciplinas distintas. A partir de
entonces las sustancias dejaron de ser fuentes de salud y empezaron a
convertirse en venenos. Lo importante es que Alfonso Calle pensaba con
pasión y con originalidad, como tantos médicos amigos, filósofos de la vida
cotidiana, vecinos de la antropología, de la literatura y del arte.

Una vez fuimos con Alfonso y Olga Lucía al Perú, y visitamos Cuzco y
Machu Picchu. El de él y el mío no podían ser viajes más distintos: yo estaba
enfermo, él estaba lleno de salud; yo viajaba por la historia, él vivía el
presente; a mí me daban vértigo los abismos del camino del Inca y los
peñascos verdes de paredes totalmente verticales. Él caminaba, madrugaba,
escalaba, corría, y venía a darnos informes de sus aventuras y de sus peligros.
Me sorprendió que un viaje tan reposado como el mío fuera simultáneo de un
395

viaje tan arriesgado y aventurero como el suyo. Comprendí que todos somos
distintos y que viajando por el mismo mundo viajamos por mundos diferentes.

Parece que un día, estudiando los peligros que amenazan al planeta, descubrió
el lugar de América que mejor podía resistir los peligros de la degradación del
ambiente y del cambio climático: era la región de Tarija, en Bolivia. Y este
hombre completamente instalado, que donde llegaba fundaba no sólo su casa
sino su consultorio, su clínica, sus empresas, resolvió irse a Tarija. No porque
pensara que el fin del mundo fuese inminente sino, ahora lo comprendo,
porque sabía que allí había cosas que él tenía que aprender. No sé cuánto
tiempo duró en esas tierras pero volvió a Cali, como vuelven los hijos
verdaderos.

Era un hombre incesantemente vivo y original. Como buen conocedor de la


fisiología, no lo engañaba la estética. Sabía que algunas de las verdades más
profundas no se pueden decir con palabras bonitas o circunloquios. Repetía, a
su manera, la fórmula sabia de Terencio: “Mea claro, y ríete de los médicos”.
Nos enseñó que la vida está en el agua, en las frutas, en la fibra, en la linaza,
en el carbón vegetal. Pero tal vez la salud que él necesitaba no es la que lleva
a la longevidad. Ahora pienso que sería difícil imaginar anciano a alguien tan
poco sedentario, a alguien tan móvil y vibrante.

Él vivía plenamente en el cuerpo, en las combustiones del cuerpo, y era un


romántico. Pero hay que disipar un error: nos enseñaron que el romanticismo
es una manera de sentir, de conmoverse, casi una farsa de la sensibilidad. Pero
romántico no es el que apenas siente sino el que vive, no es una manera de
actuar sino una manera de existir.

En esta época, que nos impone o el movimiento controlado o la quietud, o la


pasividad del consumidor o la docilidad del que no inventa nada, cada vez
será más revolucionario estar vivo, estar desconectado, no pensar como el
rebaño, no vivir para las fotografías, no estar tan comunicados. La salud que él
buscaba era la salud de cada día, no la salud de pasado mañana que a veces no
396

es más que un soborno y que mantiene a la asustada humanidad pagando a


plazos la muerte.

Alfonso Calle era un apasionado defensor de los procesos sociales de la nueva


izquierda latinoamericana. No porque pensara que son procesos perfectos,
sino porque están vivos y buscan respuestas por fuera de las fórmulas, de esas
fórmulas que las multinacionales nos recetan del mismo modo mecánico como
muchos médicos recetan su medicina industrial. Ningún proceso social tiene
un seguro contra el error, pero intentar siempre los cambios es el único seguro
contra el horror. Como decía T. S. Eliot: “Si nunca podemos acertar, más vale
que cambiemos de vez en cuando nuestra manera de estar equivocados”.

El doctor Calle se ha ido a explorar otros mundos. ¿Cómo podría morir


alguien tan vivo?

*William Ospina

 
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397

Las paradojas de la época


1 Abr 2017


12 Jul 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

El río de los siglos


Al lado del museo Nacional de El Cairo, cerca de la célebre plaza de Tahrir,
donde se vivieron las violentas jornadas de la primavera árabe hace tres años,
hay ahora un edificio de varios pisos completamente carbonizado.

Aunque el museo está intacto, y en él la memoria de un país donde nació la


civilización, basta ese edificio ennegrecido para señalar que algo muy difícil
ocurre en ese país bello y fantástico. Basta sentir el clima de tensión, la
inestabilidad política que mantiene varados los barcos de turismo en los
muelles del Nilo, la excesiva presencia del ejército en la vida cotidiana, la
creciente presencia del radicalismo musulmán y su tensión con los militares
que derrocaron hace un año al primer gobierno democrático del país, para
sentir una crisis que no resulta fácil comprender.

A diferencia de los tiempos en que el Alto y el Bajo Egipto, los reinos del loto
y del papiro, se unieron para formar la antigua civilización faraónica, hace
mucho tiempo la historia de Egipto no es sólo la historia de Egipto: es la
historia de Grecia, que vino con la espada de Alejandro Magno; de Roma, que
sostuvo a Cleopatra, amante de César y de Marco Antonio; del Imperio
Romano de Oriente; del mundo árabe que ocupó el país y prolongó por los
siglos su presencia, hasta el punto de que ya casi no es posible encontrar
398

habitantes nativos, salvo en los nubios del sur: todos están mezclados del
griego, del romano, del árabe, del turco.

Es también la historia de Bizancio y los otomanos, y es la historia de las


potencias coloniales que llegaron más tarde. Los habitantes repiten que esas
potencias no buscaron jamás el bienestar del pueblo egipcio: sólo aprovechar
la situación geográfica del país como enclave del mundo antiguo. Egipto fue
siempre un alto de las caravanas que venían desde Túnez, cruzando los oasis
de Libia, que se unían a las caravanas de Arabia hacia Persia, y que, enlazadas
con la Ruta de la Seda, atravesando el Asia, trazaron hace siglos el primer
gran boceto del mercado mundial.

Egipto padeció más tarde la invasión napoleónica: entonces la Esfinge vio


pasar en todas direcciones a las tropas francesas, y el país conquistó su
primera independencia con el apoyo de los turcos, bajo el nunca olvidado
Muhammed Alí, cuyo nombre volvió familiar en Occidente el boxeador
Cassius Clay. Más tarde las viejas dominaciones fueron reemplazadas por la
inevitable Inglaterra.

El proyecto inglés culminó en 1869 con la construcción del Canal de Suez,


que unió el Mediterráneo con el Océano Índico. Inglaterra no sólo obtuvo los
dones del Nilo, algodón y cereales, sino el paso de sus barcos mercantes hasta
la India y el lejano Oriente.

El país les debía la vida a las crecientes del Nilo, que fecundan el desierto con
los limos que bajan del corazón de África, pero igual le debía la muerte. Esas
inundaciones traían cíclicos desastres, y repetían la historia mítica de las vacas
gordas y las vacas flacas del sueño del faraón que José, hijo de Jacob, descifró
hace milenios.

Egipto sabía que a ese torrente de vida, a la sangre verde del Nilo, había que
ponerle un cerebro, una represa que permitiera manejar a voluntad las
crecientes. Inglaterra construyó una represa insuficiente, pero cuando los
399

egipcios decidieron hacer una represa verdadera y tomar el destino en sus


manos, las grandes potencias se negaron a contribuir a su financiación: un
Egipto libre no era prioridad para nadie.

A esto se debe el prestigio mitológico de Gamal Abdel Nasser, el coronel que


a mediados de los años cincuenta nacionalizó el Canal, se enfrentó a ingleses,
franceses e israelíes y, ante la imposibilidad de encontrar ayuda en los
invasores eternos, aprovechó la guerra fría para obtener la ayuda de los rusos
y construir la represa de Asuán, que es hoy el cerebro del río y una de las
claves de la economía egipcia.

La otra clave se la habían dejado al país los dioses y los siglos: su tesoro
arqueológico, las pirámides, la Esfinge, el Valle de los Reyes, las joyas del
arte faraónico, del arte toloméico, del arte islámico, que a pesar de tantos
saqueos y depredaciones, hicieron de Egipto uno de los mayores yacimientos
de la memoria cultural de la humanidad.

La vieja pasión por Egipto se moderó en oleadas de turistas y el país pasó a


depender del turismo como casi su principal fuente de ingresos. Pero el
turismo es una industria, un tipo de relación con la realidad, y en el país
islámico ha crecido la desconfianza frente a los modelos de Occidente. Mucho
antes de las Cruzadas, el diálogo de civilizaciones había sido reemplazado por
guerras y saqueos, y una parte de Egipto recela de las potencias occidentales.
Muchos ven en las recientes invasiones a Afganistán, Irak y Libia, abusivos
esfuerzos de Occidente por imponer su modelo mediante la arrogancia y la
fuerza.

La hermandad musulmana, a la que se atribuyen atentados contra el turismo,


tiene ahora más ascendiente sobre la población. El ejército intenta mantener
sobre la sociedad el poder que Hosni Mubarak mantuvo por décadas, y su
alianza con Occidente. Pero ahora, después de la discutida elección hace un
mes de Al Sisi, del que muchos esperan que sea un nuevo Nasser, la
hermandad musulmana contraataca.
400

Occidente no les ha demostrado a los egipcios que le interesa su bienestar, y


no, como siempre, el algodón, los cereales, las tumbas de los reyes, los
obeliscos, los sarcófagos, la geopolítica, el canal, el petróleo. Y ese edificio
calcinado en el centro de El Cairo, al lado del Museo que protege la memoria,
parece una metáfora del contraste entre el pasado admirable y el presente
amenazante.

William Ospina *

 
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401

28 Jun 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

La puerta inexistente
Hace 11 años ya sabíamos lo que ahora Barack Obama está descubriendo: que
era más fácil entrar a Irak que salir de Irak, que las guerras no son un juego,
que es más fácil comenzar que terminar una aventura, que nuestro mundo no
es el mundo de Napoleón, sino el mundo de Kafka, y que la puerta que tal vez
no existe es la puerta de salida.

Duros temas para los pragmáticos que creen que el poder lo puede todo, que
las armas todo lo resuelven; para los que todavía creen en las guerras
antisépticas y en los pueblos que reciben a los invasores como liberadores.

Los halcones de Bush envolvieron una cruzada delirante en un empaque de


cuento de hadas, respondieron a las guerras irregulares del presente, guerras
de obsesiones, de pasiones y de sombras, con la vieja lógica de los ejércitos
armados hasta los dientes y envueltos en su nube electrónica. Eso produce
muertos, no soluciones.

Ahora Obama está aprendiendo algo más paradójico y más doloroso: que en
guerras como la de Irak no basta retirarse para estar afuera, que después de
haber entrado ni siquiera saliendo se sale, que ahora contra su voluntad quizá
les toque volver a entrar.

Y así la locura militarista va mostrando sus cuernos de pesadilla. No era


inteligente ir a cobrarle los muertos de las Torres Gemelas a un falso culpable,
con la idea de que por lo menos se les daba una lección y se le hacía sentir a
un mundo que al dragón no se le puede pisar la cola.
402

Así no funcionan las cosas, y esa experiencia no es nueva. Los poderosos de


este mundo creen que vencer es convencer, que ganar es tener la razón, pero
los sabios han dicho que Dios no juega a los dados, y Einstein varió la fórmula
para afirmar que “Dios será sutil, pero no es malicioso”, que nadie puede
acertar si no respeta las leyes del mundo, que son elementales, pero
implacables.

Cada nación necesita su territorio, los dioses no están en los templos, sino en
el alma de sus pueblos, y a veces las grandes rebeliones no nacen de la rabia,
sino apenas del dolor. No es creando ofensas nuevas como se curan las viejas
ofensas, ni es sembrando el mundo de nuevos enemigos como se eliminan las
viejas enemistades.

Esos indescifrables guerreros de la media luna roja tienen sus motivos que
valdría la pena interrogar. Su odio es industrioso: convirtieron en bombas
unos aviones de pasajeros, llenaron de zozobra los aeropuertos del mundo, en
la edad de las bombas atómicas volvieron peligrosos los cortaúñas, y por
primera vez en la historia tendieron una sombra de miedo sobre la nación más
segura del mundo.

Desoyendo las advertencias generosas del planeta entero Bush decidió


lanzarse a una misión de aplastamiento, y convirtió a un país maltratado en un
país desgarrado, un nuevo nido de discordias en una región de tormentas.
Ahora Estados Unidos e Inglaterra intentan negar que las tempestades de hoy
sean cosecha de los vientos de ayer; Tony Blair afirma que lo que ocurre hoy
en Irak es culpa de Irak, y Dick Cheney intenta demostrar que el error es de
Obama, que no supo terminar bien la obra de arte de Bush.

Pero no aprenden: tampoco a Libia sus bombarderos llevaron la democracia.


También allí convirtieron un Estado precario en un Estado deshecho, y nadie
sabrá decirles qué va a salir de esos agujeros negros que andan sembrando por
el mundo.
403

¿Les importa su propia seguridad, la seguridad de sus pueblos? En los últimos


tiempos en casi todo el planeta a los gobiernos no les importa la siguiente
generación, sino la siguiente elección. Lo que les importó en Irak y en Libia
no es la gente de pasado mañana, sino el petróleo de mañana, una economía
que ya no sabe de décadas, sino sólo de años.

Con la misma lógica los gobiernos y los empresarios del mundo han
contemplado con indiferencia, como una anécdota de documentalistas y una
alarma de románticos, las inexplicables lluvias de pájaros, el colapso de los
insectos, el apocalipsis de las mariposas, la dramática reducción de las
colmenas de abejas que polinizan el mundo.

Y sólo ahora, de repente, parecen caer en la cuenta de que esas abejas harán
falta, de que el cambio climático del que se les advierte hace décadas podría
afectar la economía, a la que todavía les encanta llamar “el crecimiento”. Sólo
sienten el mal cuando les toca el bolsillo, y por eso son los últimos en verlo.
Porque cuando los males por fin afectan a los políticos y a los empresarios,
hace mucho ya que están afectando a la humanidad.

Más grave es que a la hora de responder, y también por razones de urgencia,


tomen decisiones arbitrarias: decretaron la prohibición de las drogas, y
convirtieron así un problema de salud pública en una ordalía de crimen y de
corrupción; se niegan a ver que el negocio de los plaguicidas está tratando
como una peste a unas especies necesarias y benévolas; permiten que una
estrecha expectativa de ganancias ponga en peligro el patrimonio genético de
las especies; cruzan entre bengalas el pórtico de guerras irresponsables, sin
preguntarse si no se están internando en un laberinto que no tiene salida.

 
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21 Jun 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

Verdades amargas
Es importante que alguien le recuerde a nuestra dirigencia que ha sido una
élite irresponsable.

Ahora, en la embriaguez de su victoria, es importante decirle que el doloroso


y catastrófico país que tenemos es fruto de su arrogancia, su espíritu de
exclusión y su tradicional menosprecio por el país y por su gente.

Somos un país donde los partidos de fútbol producen más muertos que en el
vecindario las revoluciones, porque el pueblo ha sido condenado a la miseria,
la marginalidad, la ignorancia y el resentimiento.
405

Ante este proceso de paz con las guerrillas, es necesario recordarle a esa
dirigencia que las guerrillas, el narcotráfico, el paramilitarismo y la
delincuencia común son fruto de su vieja costumbre de cerrarle las puertas a
todo lo que no quepa en el orden de los privilegios; que la dirigencia
colombiana no sólo tiene que hacer un proceso de paz con las guerrillas sino
con todo el país.

Recordarle que fue ella la que permitió que un puñado de campesinos


perseguidos que reclamaban unos gestos de incorporación al orden
institucional, se convirtieran con las décadas en un ejército feroz de miles de
militantes. Y que para combatir a esas fuerzas nacidas de su indolencia, ella
les exigió a las familias pobres de Colombia durante años que le dieran sus
hijos para ir a librar la guerra.

Recordarle que el Ejército Nacional no ha estado defendiendo las fronteras,


como en todas partes, sino defendiendo a los colombianos de los colombianos.
Como las guerrillas, primero perseguidas, después hundidas en el horror y hoy
llamadas al diálogo, también los soldados del Ejército Nacional merecen
respeto, merecen gestos de paz, y no es un gesto de paz que quienes llamaron
siempre a la guerra, quienes dirigieron la guerra, quienes mandaron a los
pobres a los campos minados, les digan ahora a todos esos muchachos que
perdieron sus brazos y sus piernas defendiendo a los que en Colombia tienen
algo que defender, que la guerra fue una estupidez, que las madres se
equivocaron entregando sus hijos a la guerra.

Si vamos a reconocer culpas, reconozcámoslas todas, si vamos a hacer la paz,


hagámosla con toda la sociedad, no creemos más odios para salir rápido del
problema. No señalemos en una sola dirección para buscar al culpable, porque
si para hacer una guerra se necesitan muchos, para hacer la paz verdadera se
necesitan más.

Siempre he sido partidario de la solución negociada del conflicto, pero


siempre he sido partidario de que la dirigencia colombiana reconozca su
406

responsabilidad en esa guerra de cincuenta años. Si los guerrilleros deben


reconocer sus culpas, los hechos terribles a los que los condujo la lógica atroz
de la guerra, es necesario que todos los ejércitos admitan su parte en esa
carnicería, para que podamos pasar la página con un ejercicio verdaderamente
noble y humano de reconciliación.

Es un error que la guerrilla niegue su parte, es otro error que Uribe niegue o
minimice la atrocidad de los paramilitares, es un error que el Estado niegue o
minimice la parte que le toca en esta historia tremenda.

Todos deben reconocer que el que tiene que perdonar aquí no es el Estado, ni
los paramilitares, ni la guerrilla, sino el pueblo, y en primer lugar las víctimas.
Pero, en mayor o menor grado, ¿quién no ha sido víctima en esta historia
dolorosa y larguísima? Yo mismo cuento con desaparecidos en mi familia, y
su dolorosa desaparición, que es parte del conflicto, ha marcado
poderosamente mi vida y la de mis seres queridos.

Más de la mitad del electorado ha votado indiscutiblemente por la paz de


Santos. Y me parece importante seguirla llamando la paz de Santos, porque
todavía no he visto que se convierta en la paz de todos los colombianos.
Todavía es de tal manera la paz de un sector de la sociedad, que en la
campaña pudimos ver el fenómeno extraño de que uno de los candidatos era
acusado de querer enterarse por vías ilegales de lo que se estaba negociando
en La Habana. Como si no fuera un deber de la democracia que todos los que
han sido aceptados como alternativas para llegar al gobierno supieran con qué
proceso se iban a encontrar.

Pero no puedo negar que la paz de Santos puede convertirse en la paz de todos
los colombianos. Basta que se convierta en una paz con justicia social. Nunca
entendí a los gobiernos cuando dicen que hay que modernizar el campo,
resolver el problema de la tierra, dinamizar la economía, combatir la
exclusión, dar educación y salud al pueblo, pero siguen esperando que sean las
guerrillas las que les impongan la agenda, cuando tienen todo en sus manos
407

para emprender desde ya esos cambios. Sólo haciendo la paz con la sociedad
se salvarán de ser rehenes de sus interlocutores.

Se acusa a Álvaro Uribe de ser el único responsable del paramilitarismo: yo


creo que muchos prohombres de esta patria se beneficiaron de ese horror, y
hoy quieren descargar en uno solo el fardo espantoso de la guerra, de la
persecución contra la izquierda, de las masacres, de la intolerancia.

Y Uribe ayuda a fortalecer esa percepción con su tono de permanente


confrontación, de acusaciones y de guerrerismo. Eso hace que la gente olvide
lo que muchos saben, que él fue el único de los que promovieron el
paramilitarismo que hizo algo por desmontarlo; que hasta los más pacifistas
aceptan que fue su estrategia de seguridad la que permitió llegar a la mesa de
diálogos; que Santos no estaría dirigiendo con legitimidad ese proceso si no
fuera por Uribe.

Verdades difíciles de tragar en un país ebrio de odios, pero que son el


purgante necesario de una reconciliación verdadera.

Presidente Santos, le deseo que tenga la grandeza, la humildad y la


generosidad que requiere este momento histórico. Tal vez el más decisivo de
nuestra historia.

 
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
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15 Jul 2017
408

“Las bolas de Cavendish” y la risa de Fernando Vallejo


6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


31 May 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

De dos males
Ahora todos piensan que el mal menor es Santos, porque Colombia tiene una
infinita capacidad de equivocarse.

Pero he llegado a la conclusión, que nadie tiene por qué compartir, de que en
estos momentos el mal menor de Colombia se llama Oscar Iván Zuluaga.

De que es un mal, no tengo dudas. Es el representante de Uribe, quien tuvo en


sus manos ocho años la posibilidad de cambiar a Colombia, de modernizarla,
de construir la paz, y no lo hizo.

Más aún, siempre he estado en contra de su discurso de guerra total; siento


que Colombia vivió de crispación en crispación bajo su mandato; repruebo
que por matar a un colombiano haya bombardeado el suelo hermano del
Ecuador y no comparto su rechazo a los procesos democráticos de la nueva
izquierda latinoamericana, ya que, como se sabe, soy partidario de Chávez, de
Correa, de Evo Morales, de Rousseff, de Pepe Mujica y de Cristina Kirchner.
409

Sin embargo, considero a Zuluaga el menor de los dos males. ¿Por qué? Yo lo
resumiría diciendo que el uribismo es responsable de muchas cosas malas que
le han pasado a Colombia en los últimos 20 años, pero el santismo es
responsable de todas las cosas malas que han pasado en Colombia en los
últimos cien años. Y si me dicen que Santos no tiene cien años, yo le
respondería que tiene más.

No es algo personal: Santos es un hombre inteligente, sagaz y hasta elegante.


Pero la mirada que arroja sobre el mundo, la manera de su gobierno, es la de
la vieja élite bogotana que se siente designada por Dios para manejar este país
con una mezcla de desdén y de indiferencia que aterra.

Son expertos en hacerlo todo y no ser nunca responsables de nada. Lo que hoy
es Colombia, con sus desigualdades, su miseria, su inautenticidad, sus
violencias, sus guerrillas, sus delincuentes, sus narcotraficantes, su atraso, su
premodernidad, su docilidad ante la manipulación, se les debe por entero.

Y no es que ellos quieran hacerlo, es que no pueden cambiarlo: son una


cosmovisión, son un destino, son la última casta del continente. Tuvieron el
talento asombroso de mantenerse en el poder más de cien años, y si lo
permitimos, tendrán la capacidad de condenarnos todavía a otros cien años de
soledad.

Por eso siento que no hay nada más urgente que decirle adiós a esa dirigencia
elegante, desdeñosa y nefasta; porque mientras ellos gobiernen, nada en
Colombia cambiará.

Tan excelentes son en su estilo, que ahora han logrado que una parte
importante y sensible de Colombia olvide la historia y cierre filas alrededor de
ellos, viéndolos como la encarnación de las virtudes republicanas, del orden
democrático y de la legalidad. Hace mucho manejan el talento de apadrinar o
tolerar el caos, y beneficiarse de él, y cada cierto tiempo encuentran un
monstruo al cual culpar de todo: fue Rojas Pinilla, fue Sangrenegra, fue
410

Camilo Torres, fue Fabio Vásquez, fue Pablo Escobar, fueron los Rodríguez,
fue Carlos Castaño, fue Manuel Marulanda. Es asombroso pensarlo, pero
estos señores engendraron a todos los monstruos, y después con gran
elegancia se deshicieron de ellos.

Uribe, con su inteligencia, su astucia y su tremenda energía de animal político,


se inventó un poder nuevo que benefició muy poco al pueblo, pero que
benefició enormemente al viejo establecimiento colombiano que hacía agua
por todas partes. Sin ignorar quién era, Santos se alió con Uribe, guerreó a su
lado, gobernó con él, pecó con él, se hizo elegir gracias a la política y el
talento del otro, y ahora descarga en él todo el desprestigio de esa acción
conjunta, para quedarse con el género y sin el pecado.

Yo he abogado 20 años por la paz negociada, pero, con el perdón de las Farc,
nada me parece más inverosímil que la paz de Santos. La paz, para que sea
verdadera, tiene que ser otra cosa, y ya muchos han advertido que si la paz
sólo puede hacerse con el enemigo, una paz sin Uribe es como una mesa de
dos patas.

La verdad es que temo que Santos, por reelegirse, firme todo pero no cumpla
nada. Una paz con Zuluaga tal vez sea más difícil, pero hay más
probabilidades de que se cumpla. Uribe y Zuluaga representan ya a otro sector
de la sociedad. Sé que no representan a los pobres ni a los excluidos, sé que
cada vez necesitamos con más urgencia la Franja Amarilla, pero ya no
representan a esa vieja élite clasista, racista, que gobernó al país por muchas
décadas y nunca supo qué país era este.

Por la ilusión de la paz, Colombia podría firmarle otra vez un cheque en


blanco a la vieja aristocracia. Y hoy somos testigos de la última paradoja de
Colombia: que el postrer salvavidas para una élite que naufraga se lo arrojen
la izquierda y las guerrillas.
411

Zuluaga y Uribe también son neoliberales, también son partidarios de la


economía extractiva, también son autoritarios, también son el adversario, pero
algo saben del país y no venden imagen. No fingen ser de izquierda para darle
después la espalda a todo; no fingen ser tus amigos cuando les conviene. Con
ellos no es posible llamarse a engaños: si hablan de guerra, hacen la guerra; si
odian a la oposición, no fingen amarla.

Parece una diferencia de matiz, pero es mucho más. Ante un adversario, más
vale saber con qué se cuenta. Sé que si gana Zuluaga estaré en la oposición
todo el tiempo. Pero con la vieja dirigencia puesta a un lado, tal vez sea más
posible ver luz al final de este túnel, de este largo siglo de centralismo, de
desprecio por Colombia y de arrogancia virreinal.

 
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412

17 May 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

La humanidad frente a la guerra


Una de las características tranquilizadoras de las guerras europeas es que
suelen tener comienzo y fin: una de las características intranquilizadoras de
los conflictos colombianos es que nadie sabe con rigor cuándo comienzan ni
cuándo terminan.

La última guerra de la que tuvimos esos datos fue la llamada Guerra de los
Mil Días. Desde entonces nuestras confrontaciones se han llamado, en los
años cincuenta, la Violencia, y en las últimas décadas, el Conflicto. Ambas
abarcan no un claro enfrentamiento entre ejércitos en campos de batalla sino
un clima de acechanza y de terror, cuyas principales víctimas son civiles,
hechos bélicos, pero también atrocidades que exceden el ámbito de la guerra,
largos y multiplicados fenómenos de inhumanidad que van hundiendo a la
sociedad en la sordidez, en la indiferencia, e incluso en la resignación.

No hay un ámbito de la realidad que haya podido escapar a la influencia de


esa violencia pertinaz que ha ido penetrando cada vez más hondo no sólo en el
orden social sino en los pliegues de la conciencia. El conflicto armado no es
generalizado, pero al cabo de cincuenta, quizás de cien años, es difícil
encontrar una familia que no tenga una historia dramática que recontar, un
episodio que la haya afectado de cerca, y que tendió su red de consecuencias
sobre la vida entera.

Nuestras ciudades no crecieron porque el modelo urbano atrajera a las


multitudes con su modernidad, su empleo, sus patrones de consumo, sus
espectáculos. Crecieron porque una ola de horror expulsaba a los campesinos
413

de sus tierras, llenándolos de recuerdos dolorosos. Y la primera generación de


desterrados no llegó a construir su mitología de la ciudad sino a vivir la
nostalgia del campo perdido.

Si algo tenemos que recuperar es sobre todo nuestro sentido de humanidad, de


tantas maneras pervertido y degradado por las violencias, por la lenta
anestesia de las noticias, que nos van haciendo habitantes resignados del
horror y nos obligan a toda clase de astucias morales para sobreponernos a las
dificultades de esa realidad que nos excede.

Cuando se creyó que la Violencia había terminado hubo un suspiro de alivio,


un unánime intento de volver a la normalidad, ese breve remanso de paz
urbana que fueron los años sesenta. Pero de repente en los años ochenta
volvimos a sentir que estábamos en el corazón del Conflicto. De la
modernidad sólo nos llegaban la cara destructiva, las bombas, los atentados,
aviones que estallan en el aire, la noche atroz de las motosierras y de los
incendios, los hornos crematorios, la profusión de cadáveres sin nombre
llevados al olvido en negras bolsas de plástico.

Ahora sabemos mejor que antes que para que esos horrores se vayan
definitivamente se necesita algo más que cazar monstruos, y algo más que
firmar armisticios. El conflicto ha penetrado en todos los ámbitos de la vida,
está en nuestra relación con la salud y con la educación, en nuestra manera de
habitar las ciudades, en la lógica de nuestras escuelas, en la relación entre
maestros y alumnos, entre padres e hijos.

Es tarea del Estado lograr de verdad, y no como una astucia de la política, el


silencio de las armas, secar ese surtidor de víctimas y de venganzas, y darles a
las siguientes generaciones la oportunidad de crecer en un país cuyas
prioridades sean otras. Pero es nuestra tarea reencontrarnos con una
sensibilidad que nos permita dialogar con los que son distintos, debatir con
franqueza y sin odio, encontrar los valores comunes que nos ayuden a
414

construir una sociedad en la que quepan sin matarse las diferencias, aún las
insolubles.

Recuerdo un poema de Víctor Hugo sobre el León de Androcles. Enviado a


las arenas de África, Androcles, un joven legionario romano, encontró en el
desierto un cachorro de león con una espina clavada en una de sus patas.
Protegió al cachorrito, le quitó la espina, lo cuidó varios días, y después lo
soltó para que se encontrara con su manada.

Años después el muchacho se había hecho cristiano, y capturado por las


tropas del emperador, lo condenaron a ser devorado por las fieras en el
Coliseo. Se había convertido en un espectáculo muy apreciado el horror de ver
a gentes vivas siendo devoradas por las fieras.

Soltaron contra Androcles un león hambriento, y Roma vio con espanto cómo
el león se acercaba al hombre, y en lugar de atacarlo se tendía a su lado y le
lamía los pies. Le tocó por azar el cachorro que había cuidado en el desierto.

Ese león se convirtió en un símbolo de la inocencia y de la gratitud de los


animales, aún de las fieras, en un mundo donde los seres humanos son a
menudo crueles y despiadados. Y tan importante como la moralidad del
poema es la sensibilidad que propuso, los recursos que el poeta utilizó para
comunicar esos hechos. En el corazón de una sociedad habituada a la crueldad
e insensibilizada frente al horror, incapaz de perdón y de compasión, alzó la
imagen de aquel león agradecido:

Al fondo, calva y siniestra, reía la pálida muerte, / Fue entonces cuando tú,
nacido en los feroces desiertos / Donde el sol está solo con Dios, tú, soñador /
Del antro que la tarde llena con sus fulgores, / Viniste a esta ciudad toda llena
de crímenes, / Quizá temblaste viendo tantas sombras y tantos abismos, / Tu
ojo, sobre ese mundo horrible y castigado, / Hizo llamear de repente el amor y
la piedad. / Pensativo, tú sacudiste tu melena sobre Roma, / Y cuando el
hombre era el monstruo, oh león, tú fuiste el hombre.
415

* William Ospina
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10 May 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

El silencio de la luz
En el avión nos llevaba a México, a la triste y solemne ceremonia de honrar
las cenizas de García Márquez, tuve la fortuna de conversar unas horas con
Salvo Basile, y aliviar así la pesadumbre de ese viaje.
416

Lo había visto muchas veces, pero nunca habíamos conversado. Hablamos de


Gabo y el cine, de la propia trayectoria de Salvo como actor y productor de
películas, de su colaboración con personajes como Sergio Leone, Werner
Herzog o el talentoso y un poco monstruoso Klaus Kinski. Me habló de cómo
filmaban westerns en Andalucía, de la producción de esa suerte de catedral
gótica que es “Érase una vez en América”, y de los milagros del cine italiano.

Le conté que un día había visitado Casarsa, el pueblo de Pier Paolo Pasolini a
la sombra de los Alpes dolomitas, donde todavía los viejos amigos del poeta
se reúnen a recordarlo, donde conocimos a la anciana que hospedó a la familia
cuando el poeta tenía por toda posesión una carretilla con libros, donde
todavía está su escuela de friulano para los muchachos del pueblo, y donde a
la sombra de unos laureles están las tumbas de Pasolini y de su madre.

Pasamos de Fellini a Bertolucci, de Ettore Scola a Visconti y a la poesía


italiana, y terminamos hablando de Dante. Como en las fiestas con Gabo,
bastó comenzar para que vinieran a la memoria muchos versos de la Divina
Comedia, y mientras allá abajo desfilaban el lago inmenso de Nicaragua, los
volcanes de El Salvador y las selváticas costas de México, íbamos visitando
los reinos del más allá, en los tercetos de Dante.

Borges dejó dicho que La Divina Comedia “es el libro más justificable y más
firme de todas las literaturas”. Siempre lo he creído, desde cuando en mi
adolescencia la lectura del propio Borges me inició en el más bello poema de
amor de la literatura, tan admirable en la filigrana de cada verso como en su
asombroso tejido de conjunto.

Entonces recordé que una tarde en México, hablando de cine, compartimos


con Gabo la extrañeza de que ese libro de episodios tan tremendos y espacios
tan espléndidos no hubiera dado una gran película. Recordé una barca, a la
salida del Purgatorio, llena de penitentes que esperan zarpar. Dante los
muestra cantando el salmo In exitu Israel de Aegypto, domus Iacob de populo
barbaro, (Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo bárbaro),
417

pero la barca no tiene velas ni remos. Uno ya se pregunta cómo hará para
navegar, cuando un ángel desciende, se instala en la popa, extiende las alas, y
empieza a empujar con ellas la embarcación sobre el agua.

Esa fuerza visual está por todas partes: en el viento que arrastra a Paolo y
Francesca entre millares de almas arrebatadas como una bandada de
estorninos; en los condenados que saltan en la ciénaga ante el ángel como
ranas que huyen de la serpiente enemiga; en los hombres que se convierten en
serpientes; en ese obispo Ruggieri que roe para siempre la nuca de Ugolino.
Era extraño que no hubieran hecho una gran película con ese libro.

Con los ojos brillantes Gabo me dijo entonces que le gustaría hacer el guión
de esa película, y añadió con una sonrisa traviesa que estaba seguro de
encontrar enseguida quién quisiera producirla. Le dije que quedaba a la espera
de esa aventura, que le devolvería a La Divina Comedia su actualidad ante los
públicos contemporáneos. Pero sé que era apenas uno de los miles de
proyectos que se le ocurrían, de los que sólo podía llevar a término unos
cuantos.

Fue en ese momento cuando Salvo me habló de Roberto Benigni. Me dijo que
el director y actor de “La vita é bella”, con la que obtuvo el Oscar a la mejor
película extranjera, se había dedicado en los últimos tiempos a algo
inesperado: leer en público por toda Italia La Divina Comedia, con éxito
asombroso. Me recomendó buscar Tutto Dante, de Benigni, y ese consejo fue
para mí un regalo que quiero compartir con mucha gente.

Dos días después, pasando por una librería, vi en la vitrina un libro con un
retrato en blanco y negro, y el título: Mi Dante, de Roberto Benigni, prólogo
de Umberto Eco. Esa misma noche, tras leer sus comentarios a la Divina
Comedia, busqué en la red un video de Tutto Dante, y encontré la escena
increíble: un actor solitario en un tablado, que mantiene embrujados por horas
a miles de espectadores leyendo versos clásicos y comentándolos con una
gracia, una pasión y una sabiduría que no parecen posibles en los tiempos que
418

corren, cuando se piensa que para cautivar muchedumbres se requieren


poderosos efectos escénicos, inversiones descomunales y estridentes
montajes.

Benigni está demostrando que es posible volver a conmover a la humanidad


con la sola música del lenguaje, la pasión de la literatura y la sabiduría del
comentario. Claro que hay que añadir un talento histriónico extraordinario.
Pero no es simplemente un regreso al tiempo de los rapsodas griegos o de los
juglares medievales: hay algo muy contemporáneo en esas muchedumbres
acomodadas en sus sillas en las grandes plazas italianas, que ven salir al actor
entre la música, como dispuesto a una travesura, y un rato después están
estremecidos de pasión trágica, ante ese proyecto que convierte en un gran
acontecimiento estético de nuestra época un poema que parecía guardado en el
cofre de los siglos.

Son dignos de la belleza del poema los comentarios. Baste decir que cuando
Dante afirma haber llegado a un sitio “d’ogni lucce mutto”, Benigni traduce
ligeramente el hecho poético. Nos dice que, según Dante, “la oscuridad es el
silencio de la luz”.

William Ospina*

 
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3 May 2014 - 6:14 PM


Por: William Ospina

El deber de la esperanza
Como si fuera poco una guerra de cincuenta años, ahora los colombianos
tenemos que echarnos al hombro la inútil pelea entre Santos y Uribe.

Como si no estuviéramos cansados de discordias, y esperando que el proceso


de La Habana dé comienzo a la verdadera construcción de la convivencia y a
la normalidad de la vida, tenemos que soportar que una campaña electoral que
debería estar proponiendo soluciones para diez mil problemas se eternice en
gritos y descalificaciones, insultos y acusaciones, donde cada quien trata de
demostrar que el otro es el demonio.

Esto no sería tan extraño si no fuera porque los que así se descalifican y se
desenmascaran, todo lo hicieron juntos. Sorprende que cada uno pretenda
hacernos olvidar su vieja alianza, pero es costumbre que los políticos olviden
su pasado, que después de hacer las cosas salgan a criticarlas, y quieran
demostrarnos que sus viejos aliados, sólo porque les dieron a ellos la espalda,
son ahora enemigos de la humanidad.
420

Es costumbre que en la tarea de hacerse elegir de cualquier forma recurran a


toda retórica, traten de provocar la amnesia colectiva, para aparecer de repente
como los grandes innovadores que al fin tienen la clave de las soluciones.

Lo que debería asombrarnos es que la gente no se haya cansado de esa


retórica, que ni siquiera inventa tonos nuevos sino que vuelve con la gastada
fórmula. Así se descalificaban federalistas y centralistas, aunque al menos
tenían ideas opuestas; así se descalificaban liberales y conservadores, y
pasaron de descalificarse a degollarse, abusando de un pueblo al que la
religión había acostumbrado a creer que todo el que no piensa como uno es un
demonio.

Ya deberíamos haber aprendido la amarga lección de que cuando ellos son


amigos todos perdemos, y cuando se vuelven enemigos, a nosotros nos toca
cargar con la discordia, y al final todavía perdemos más.

Allá afuera está el mundo lleno de desafíos, los jóvenes viajan por el
continente y dialogan con sus amigos de todo el planeta; se hacen carreteras y
puertos, se construyen industrias, se toman decisiones originales, se enfrenta
la pobreza, se redistribuye el ingreso, que en Latinoamérica ha crecido; pero
en Colombia, en cambio, como en ninguna otra parte, se concentran y agravan
la inequidad y la injusticia. Nuestros políticos siguen hablando en el lenguaje
del odio y de la discordia, no proponen rumbos nuevos ni altas tareas de
civilización.

Aún estamos esperando que alguien tenga un proyecto de país moderno que
proponernos, pero lo único que escuchamos es quién es malo y quién es peor,
quién me traicionó, quién es más perverso y más malvado. Pero no, no son
malvados, ni perversos, ni traidores, o al menos no es eso lo peor que son; en
realidad son ambiciosos: los proyectos que tienen favorecen a pocos. Lástima
que por pelear no aciertan a esgrimir un argumento generoso, una propuesta
grande, algo que saque de verdad a la gente de la miseria, de la exclusión, de
la violencia, de la abominable estratificación que impide toda solidaridad, del
421

conformismo que nos deja en el último lugar en las pruebas de inteligencia,


pero también en el último lugar en las pruebas de convivencia, que son las se
hacen cada día en las calles riesgosas y en los barrios humildes.

En esa lógica de pequeñeces, hasta la paz se vuelve un instrumento más para


atornillarse en el poder, sin que podamos estar seguros de que esa paz podrá
aclimatarse, porque todo se esconde en fórmulas secretas y recurriendo más al
miedo que a la esperanza.

Por un futuro sin odios, alguien debería contener esos extremos y salvarnos de
esa disyuntiva. Alguien debería decirnos qué hacer con unos Tratados de
Libre Comercio que acabaron con nuestra economía: alguien debería decirnos
si son compatibles con la reactivación de la industria y con la urgente
reinvención de la agricultura, y cómo podemos avanzar en una decisiva
integración continental. Alguien debería decirnos cómo, después de los
acuerdos, construiremos la convivencia, la fraternidad y el afecto, en una
sociedad carcomida por el odio y por el resentimiento, donde hasta hay quien
se atreve a graznar en el silencio sagrado del funeral del más grande
dignificador de nuestra cultura.

Alguien debería decirnos cómo vamos a volver verdadera esta democracia de


clientelas, donde todo el mundo sabe que lo que menos vale es el voto de
opinión, donde todo el mundo dice que las elecciones no las gana el que tenga
más ideas sino el que tenga más buses para llevar a los votantes a las urnas.

Alguien debe atreverse a no estar de acuerdo con la pequeñez de esa política,


y preferir perder con honor y con propuestas antes que resignarse a perder con
pusilanimidad, ante quienes conceden más importancia a las maquinarias y a
los odios que a la opinión de la gente.

El futuro no está en cálculos mezquinos sino en decir lo que hay que decir,
soñar lo que hay que soñar, y hacer lo que hay que hacer. Acaso tanta gente
está desanimada e indecisa es por esa falta de grandeza, y acaso el lenguaje de
422

la gran política, generosa, humana, incluyente, no hecha apenas para la gente


sino con la gente, podría todavía dar una sorpresa mayúscula a los viejos
predicadores de la resignación.

Un país postergado, pero lleno de entendimiento y de laboriosidad, está


esperando algo más que esta sopa de lugares comunes, donde los que han
manejado el país por décadas salen a pregonar contra toda evidencia que
estamos en el reino de la abundancia, y sin dejar de echarle tierra al contrario,
cada día sacan del sombrero un nuevo conejo de feria.
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26 Abr 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina
423

El soñador
Lo que hemos hecho en estos días no es despedir a un hombre sino saludar a
un mito.

Cuando García Márquez empezaba a perder la memoria, un diario del


continente tituló: “¿Y ahora quién recordará por nosotros?”. Gabo no sólo nos
dio toda su memoria personal: la convirtió en un instrumento para nombrar y
descifrar su mundo, y, a la cabeza de una generación admirable, cambió para
el planeta la idea de América Latina.

En esa tarea lo habían precedido, entre otros, un nicaragüense: Rubén Darío;


un mexicano: Alfonso Reyes; un chileno: Pablo Neruda; un argentino: Jorge
Luis Borges, y otro mexicano: Juan Rulfo. Habían traído el ritmo, el rigor, el
reconocimiento del territorio, la perplejidad creadora, el pensamiento mágico.
García Márquez aportó la diablura, el colorido, la sensualidad, la exuberancia,
la fiesta de las palabras, y un sentido realista de la fantasía que hizo que los
sueños se parecieran a la vida y podría hacer que la vida se parezca a los
sueños.

Toda felicidad verdadera es colectiva, y la obra de Gabriel García Márquez es


el más feliz de los sueños que hayamos compartido. Pero no sólo nos hizo
sentir a los latinoamericanos habitantes de la misma casa, sino que nos unió
con el mundo.

Habíamos crecido como huéspedes tardíos de la historia, habíamos llegado


tarde al diseño de la civilización, todas las metrópolis se creían con derecho a
disponer de nuestro presente y a dictar nuestro futuro. Esa generación fue la
primera que definitivamente les dijo a aquellos mandarines que ahora éramos
los dueños de nuestro destino y los inventores de nuestros propios sueños.

Y si algo le añadió García Márquez a ese mosaico de ritmo, de rigor, de


originalidad, de lucidez y de honda humanidad fue una alegría caribeña, una
424

nitidez de las imágenes, una audacia de la imaginación, un dominio del canto


y una fe en la vida tan elocuente que América Latina se sintió renacer en su
voz, y el mundo entero la vio brotar como una flor desconocida entre las
selvas de la historia, como un polen fecundo para las viejas culturas cansadas,
y como una promesa.

Fue largo el camino para llegar a creer en nosotros: ahora comienza, ya ha


comenzado, el camino, más largo aún, para reinventar la vida en este planeta
en peligro. Después de Borges, después de Rulfo, después de Neruda, después
de García Márquez, ya tendrán que contar con nosotros para el rediseño de la
civilización.

García Márquez no quiso ya ser un hombre de perfil nacional; fue, como


Bolívar, un luchador continental, un hombre del mundo, y un hombre de su
época. Lo saludamos ante todo como un alto creador en el lenguaje, como lo
que principalmente fue, como un poeta, pero nadie quiere olvidar al ser
humano amistoso y mágico, al cantor de las fiestas, al amigo personal de
quienes lo vieron así fuera una sola vez, al amigo personal de todos los que lo
leen, al hombre comprometido con los cambios históricos, con la justicia y
con la generosidad, a un maestro del buen vivir y del buen soñar, que no será
jamás ceniza, porque está en el recuerdo vivo de miles de seres que le
trasmitirán su memoria a las generaciones, y porque está siempre
esperándonos en esas páginas que cambian corazones y que despiertan
mundos.

El fervor que queremos en la tierra es el fervor que vive en sus páginas.


También en ellas hay dolor y muerte, guerras y desastres, trenes que nos traían
el progreso y que se alejaron cargados de muertos, pueblos errantes que llevan
la cultura de un lado a otro, gitanos que polinizan el tiempo. También en ellas
está ese coronel cuya carta no llega, el luchador que no tiene patria que le
agradezca, el servidor al que los Estados y las sociedades olvidan, y barcos
que se quedaron atrapados tierra adentro, que no tuvieron mar para el viaje, y
425

seres que no pudieron escapar a la soledad, pero también gentes que no se


mueren antes de alcanzar el amor, mujeres que centran el mundo, hombres
atados para siempre a los árboles, y guerreros feroces que terminan sus días
haciendo pescaditos de oro.

Rimbaud dijo que había que inventar el amor, y es cierto que al mundo hay
que inventarlo continuamente. Hay quien dice que García Márquez inventó a
América Latina, así como alguien dijo que Hokusai inventó al Japón. El
mundo no es verbal, de modo que nombrarlo es de todas maneras inventarlo,
pero una vez que se lo nombra ya es parte de la memoria de todos.

Él nos invitó a que propusiéramos desde la América Latina “una nueva y


arrasadora utopía de la vida”. El nuestro es el continente donde se dio cita el
mundo. Los humanos tenemos que aprender a respetar este planeta, pero para
ello los poderes tienen que aprender a respetar a la humanidad. Porque no
queremos un mundo en el que estorbe la humanidad.

Alguna vez le dije: “Gabo, a ti ya te leen más que al Espíritu Santo, y eso es
pecado. Dime, ¿cuál es tu secreto?”. Y él me contestó: “La verdad es que sí
tengo un secreto y te lo voy a revelar: todo consiste en impedir que el lector se
despierte”.

Gabo: sigue impidiendo que nos despertemos, y nosotros nos encargaremos de


que tú no dejes de soñar.

* William Ospina
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14 Abr 2014 - 1:39 PM


Por: William Ospina

Guías ciegos
Hace cien años comenzó en Europa la Gran Guerra, la conflagración que
después llamaron Primera Guerra Mundial, que duró cuatro años y que dejó
deshecho el tejido de la civilización.

Europa, que venía de la belle époque, de una edad de esplendor cultural y de un siglo de
avances materiales provistos por la revolución industrial, se despeñó de repente en la
locura, y las conquistas de la industrialización se convirtieron en garfios del infierno.
Todos los avances de las comunicaciones, el transporte, la ciencia y la tecnología, se
aplicaron de pronto en gran escala a la destrucción y a la muerte.
Homero había mostrado muchos siglos atrás que tan difícil es vivir la guerra como
volver después a la cotidianidad. Diez años dura la guerra de Troya, y diez años dura
Ulises tratando de volver “a su reino y su reina”, a la normalidad de la vida. Más aún,
Homero comprendió y mostró que el mayor peligro de ese retorno de los guerreros suele
427

ser que en vez de volver ellos a la paz, traigan la guerra a casa. El desenlace de la
Odisea es la aterradora irrupción de la guerra en la vida cotidiana de la isla de Ítaca.

Los mayores talentos de Europa se aplicaron durante los años de la guerra a tratar de
tejer de nuevo el tapiz de la civilización destrozada. Obras como En busca del tiempo
perdido de Marcel Proust, Ulises de Joyce, El hombre sin atributos de Robert Musil o
La Montaña mágica de Thomas Mann, son ese paciente, abnegado, acaso desesperado
esfuerzo del alma europea por reencontrarse con el tiempo perdido, con el mundo
anterior a la guerra: ese esfuerzo de Ulises por volver a casa, esa reconstrucción
espiritual de un mundo desgarrado, esa reinvención en el lenguaje de ciudades y
muchedumbres, de las tradiciones, los rituales, las ceremonias sociales, los diálogos
filosóficos, la presencia del arte en la vida, la resonancia de las mitologías en la
sensibilidad y en la imaginación, los mil caminos de la cultura impregnando la
conducta, los “símbolos, cosmos y cosmogonías” que tejen una civilización.

En todos los lenguajes del arte, en la literatura, en la filosofía, en las ciencias sociales,
en la música, en esa recreación de los espacios culturales pulverizados por el horror y
por la crisis moral, Europa intentaba salvar su alma, pero no bastó ese esfuerzo para
impedir que veinte años después el atroz coletazo de aquella catástrofe fuera otra guerra,
más inhumana y apocalíptica que la primera.

Sin embargo el esfuerzo no fue en vano, y Europa lleva casi siete décadas salvando el
tesoro de esa civilización rescatada, tratando de forjar instituciones, valores, códigos de
honor y sistemas de justicia que la protejan del despeñamiento en los abismos de la
barbarie.

Ahora, cuando Colombia se asoma a la vaga posibilidad de poner fin a un conflicto de


cincuenta años, a un proceso de descomposición social y cultural vasto y prolongado,
del que el conflicto armado es apenas una consecuencia, todos nos preguntamos cómo
será la paz que estamos buscando, cuál es la normalidad del vivir a la que queremos
regresar, o si más bien será necesario construir por primera vez una normalidad que
acaso nunca hemos tenido.
428

Cuáles son las memorias compartidas, las costumbres, las tradiciones, los relatos del
origen, los ejercicios de convivencia, las ceremonias del afecto, los rituales de inclusión,
los diálogos de regiones y de culturas, las ciencias y las artes de la cotidianidad que
debemos invocar en el esfuerzo generoso de construir de nuevo o de alcanzar por fin
una normalidad que nos redima de esas violencias, exclusiones y estratificaciones que
nos hicieron perder la tranquilidad, la confianza y, a veces, incluso, la esperanza.

El que hayamos podido sobrevivir a la Guerra de los mil días, a la Violencia de los años
cuarenta y cincuenta, al conflicto de los últimos cincuenta años, a la degradación
totémica, a la pérdida del respeto por la vida, a la crisis de valores, al auge de las
delincuencias, de las mafias, de la corrupción, y que incluso hayamos podido vivir
ciertos oasis de normalidad, rondas de solidaridad y esfuerzos de creación, demuestra la
enorme capacidad de resistencia de nuestra sociedad.

Pero sorprende que quienes nos hablan hoy de paz se limiten a la mera mecánica de los
acuerdos entre guerreros, y no parezcan conscientes de la vastedad y la complejidad de
los desafíos que supone superar esta crisis de convivencia, una crisis que no se padece
sólo en los campos de muerte, sino que irradia su influencia sobre todo el orden social:
desde el desamparo de millones de personas, la pérdida del respeto por la palabra
empeñada y el auge de la desconfianza, hasta la creciente deshumanización del tejido
social que denuncian con alarma editoriales y columnas de opinión: esa omnipresencia
del crimen, de la crueldad, de la insensibilidad y de la barbarie, la irresponsabilidad del
Estado, la corrupción en la administración, y el escepticismo de los ciudadanos, el
desgano con que hoy se mira la política, despojada del aura de respeto que tuvo en otro
tiempo y privada de la capacidad de ofrecer soluciones y de convocar a la comunidad.

Quizá es a eso a lo que estamos asistiendo en esta anémica campaña electoral. A la


esterilidad de los políticos para convocar a un gran sueño colectivo, a su incapacidad de
despertar entusiasmos, no por falta de promesas, que siempre sobran, sino porque todo
lo que parecen ofrecer es la repetición de fórmulas probadas y fracasadas, porque no
parecen conscientes de la magnitud del desafío que vivimos, de la grandeza del
territorio y de la gente que aquí se desperdician día tras día.
429

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5 Abr 2014 - 9:00 PM


Por: William Ospina

El planeta cercano
En Bogotá, en Ciudad de México, en Nueva Delhi o en Bucarest basta salir de
la ciudad para encontrar la belleza del mundo.

Bogotá es afortunada; desde sus calles ya es posible ver lo distinto: cerros de


densa vegetación la detienen por el oriente, y de esas moles superpuestas brota
el sol entre brumas, asoma en noches claras la luna llena.
430

Los viajeros urbanos, presos en su vértigo de concreto, en su tráfico inmóvil,


en su incomunicación estridente, no siempre saben de qué modo están
rodeados por el Paraíso. Colombia es un país de regiones diversas, pero cada
una es un mosaico de paisajes heterogéneos. Basta asomarse a Cundinamarca,
al nido de los cóndores, para vivir ese asombro.

Dos veces salí hace poco a visitar regiones cercanas, y cada viaje fue como
una excursión a otro mundo. Desde Soacha cruzamos, entre una niebla que
desdibuja los potreros, ante la hacienda donde Nicolás Gómez Dávila leía sus
centones y escribía sus escolios, y donde parece transcurrir todavía el tiempo
despacioso de la Colonia. Vimos rocas cargadas de pictogramas antiguos,
relatos en tinta roja que se ríen del tiempo, y fuimos al Tequendama, que
todavía hoy, entre las espumas del apocalipsis, cuenta cosas sublimes.

Ese nicho de piedra por donde un poder antiguo soltó las aguas que inundaban
la Sabana, destila todavía entre nubes un agua espumosa, pero de algún modo
recuerda el trueno de música que nombra un poema de Rubén Darío, quien
posiblemente nunca lo vio. Allí uno comprende que un río sabe purificarse a sí
mismo, que hacerlo revivir sólo exige dejar de envenenarlo con los ácidos de
las curtiembres, con los agroquímicos de los cultivos, con los sedimentos que
suelta la deforestación incesante, con las sustancias que rezuma la industria,
con los desechos orgánicos y químicos de dos millones de hogares. Es la
ciudad la que renueva sin descanso la muerte del río. Y qué hermoso sería
sentir otra vez el trueno de agua, el fragor blanco que esperan los abismos de
piedra, los arcoíris destrozados de ese recinto donde vivieron dioses.

Como todo lugar tiranizado por un centro, la urbe tentacular amenaza con
ocuparlo todo, con absorberlo todo, pero su fuerza languidece al final, y el
mundo eclipsado por la ciudad se abre camino. Chicaque es un nombre que
casi no existía para mí, o se confundía con otros. Una posada en las tierras
altas, un restaurante socavado a trechos en la roca viva, un mirador que mira
apenas el abismo de niebla. Habríamos pasado de largo si no fuera porque esa
431

niebla estaba llena de sonidos, vehículos lejanos, aletazos extraños, cantos de


pájaros más lejos, un fragor de pueblos, voces humanas perdidas como puntos
en la distancia.

Sentimos la inminencia de una visión impredecible, y mucho rato miramos a


lo blanco, como monjes zen, espiando el momento en que la niebla cediera un
poco para captar una ceja de árboles, un valle con sol entre montañas, una
piedra empujada por masas de nubes, una pendiente negra de helechos y
chusques o de árboles en flor. En la ciudad sólo pueden entretenernos
complicados espectáculos, pero en el campo basta esperar que se aparte la
niebla, espiar cosas que se mueven en la hojarasca, un revolar de gavilanes,
camiones diminutos que se pierden en las curvas, pueblecitos acodados en las
lomas.

Y cada viaje resulta más sorprendente. Yo había visitado la catedral de sal de


Zipaquirá en viejos tiempos, y apenas había oído hablar de la nueva. Es cierto
que los socavones de una mina tienen algo de palacio subterráneo, pero
quienes se inspiraron para hacer de las minas de sal este templo, no sólo
tuvieron iluminación poética sino una sabiduría técnica extraordinaria.

Es inquietante avanzar por un túnel entre paredes grumosas de sal, encontrar


galerías iluminadas que ilustran, con un único motivo de cruces, los pasos de
la pasión cristiana. La caída de Cristo: una cruz de piedra abajo, en el suelo de
una galería; el encuentro con la madre: una cruz adherida a la roca viva del
techo; el encuentro con la mujer que enjuga su rostro y se lleva en la tela su
imagen: una cruz insinuada y como sumergida en el manto de piedra; el
descendimiento: una cruz excavada en la roca.

Detrás de los nichos, las paredes plegadas en la oscuridad sugieren de verdad


un viaje al centro de la tierra, y cuando uno cree haber visto mucho,
conmovido con estas salinas inmensas de mares desaparecidos, un salón
circular con una cúpula de piedra estriada y jaspeada, da la impresión de que
muy hondo debajo de la tierra estamos, sin embargo, viendo el firmamento.
432

Y sólo hemos hecho el camino de entrada, el verdadero templo todavía falta:


vienen las perspectivas de austeridad ejemplar vistas desde el coro, las
escalinatas, las tres naves con sus columnas formidables, los juegos delicados
de la luz en las paredes y en los techos tallados. Sabiamente los hacedores han
renunciado a llenar de adornos y objetos la gravedad de esos espacios, que son
las galerías de un templo cristiano, pero también algo más: un homenaje
quizás involuntario a los hipogeos indígenas, una combinación de la
religiosidad europea que busca arriba lo divino, en el cielo, y de la
religiosidad americana, que lo busca en la sombra y la sal, en el silencio de la
tierra. El aire salado parece purificar la respiración, la ventilación y las luces
nos libran de cualquier sensación opresiva, y algo sagrado nos invade sin la
necesidad de ser católicos, un sentimiento de respeto y de asombro: la
experiencia menos superficial que pueda imaginarse.

Cuando volvemos a la ciudad vecina, es como si volviéramos de otro planeta. 

* William Ospina

 
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La fe perdida
433

7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


22 Mar 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

La mano que firma


Todos sabemos que el alcalde Gustavo Petro no ha cometido ningún crimen.
Es posible que haya incurrido en un error administrativo, que corrigió en tres
días, y a eso tiene derecho todo gobernante.

Todos sabemos de qué manera se ha esforzado por combatir la corrupción, el


peor de los males de la administración en Colombia, y por intentar, dentro de
los cauces de la ley, cambiar cosas en una sociedad de privilegios e injusticias.
Ahora que lo han destituido, y que él civilmente ha acatado la sanción injusta,
no dejarán de ensañarse con él y de tratar de sacarle en clave shakespereana su
tajada de carne.

Todos sabemos que el procurador, en esta y en otras ocasiones, se ha


mostrado más como un inquisidor que como un celoso defensor de la
institucionalidad. La prensa ha demostrado que sus atribuciones son excesivas
y que él, contrariando el espíritu de las leyes, aprovecha esa largueza de la ley
positiva para montar un tribunal de dogmas y arbitrariedades.

Si le importara tanto la estabilidad institucional, como dice, no habría


sometido a la ciudad a una crisis como la que acaba de vivir, destituyendo e
inhabilitando a un alcalde honesto, indignando a la ciudadanía, poniendo en
434

jaque a la administración y abusando de unas atribuciones que él mismo debe


saber que son excesivas y antidemocráticas.

Para que la historia lo recuerde, ese mismo funcionario tan inflexible, que
destituye e inhabilita a un alcalde de izquierda por un tropiezo administrativo,
ha dejado pasar sin sanciones ni inhabilitaciones de ninguna índole la pérdida
de buena parte del mar territorial de Colombia en el Caribe.

¿A qué juegan estos celosos defensores de la ley y de la institucionalidad?


¿Qué democracia es esta? ¿Quién juzga a los juzgadores, quien destituye a los
que destituyen, quien inhabilita a los que tan profusamente se regodean en
inhabilitar a los demás?

Los hechos son como mapas de los momentos históricos de una sociedad. En
las semanas recientes Colombia ha hecho lo posible por demostrarse a sí
misma en qué clase de sociedad se ha convertido. Jugamos a no darnos
cuenta, pero ahí están día tras día las evidencias: una democracia en la que
apenas vota un poco más del 40 por ciento del electorado, en la que un millón
y medio de votantes ni siquiera entiende la mecánica de la elección, en la que
casi un millón de personas vota en blanco y en la que más de la mitad de los
electores son manipulados por gamonales y por toda clase de presiones
locales.

Un expresidente varias veces reelegido para cargos públicos ha dicho que las
elecciones son ilegítimas sólo porque a él le escamotearon 250.000 votos,
pero lo que en verdad es ilegítimo es el sistema electoral colombiano. Además
de la compra de votos y del manejo de clientelas, hay muchos instrumentos
para negar en la práctica lo que la democracia promete. Jaime Pardo Leal,
Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro e incontables militantes
de izquierda lo supieron. Y hoy Aída Avella, Piedad Córdoba y Gustavo Petro
saben que en nuestra “alambrada de garantías hostiles”, como alguien la llamó
hace mucho, funcionan y se articulan las balas, el exilio, el umbral y la
destitución e inhabilitación por muchos años de los elegidos.
435

Mientras los medios de comunicación en nuestro país se movilizaban con


alarma para denunciar los desórdenes en la sociedad venezolana, que han
provocado ya más de 30 muertos en las calles, y la grave inseguridad en el
vecino país, no ponían el mismo celo ni el mismo énfasis en informarnos
sobre los descuartizamientos sistemáticos en Buenaventura o la situación de
terrible violencia callejera que padecemos.

Pero las sociedades reaccionan: esta semana el diario El Tiempo ha mostrado


una radiografía escandalosa de la situación en Cali, donde el índice de
asesinatos llega ya a 85 por cada cien mil habitantes, tal vez la cifra más alta
del globo. Leyéndola, volví a sentir la desesperación que sentía de niño ante
las atrocidades de la violencia en Colombia.

Juan Manuel Santos está tratando de abrirle paso a un proceso de paz con la
guerrilla de las Farc desde hace dos años, y todos sabemos cuán urgente y
cuán indispensable es terminar ese conflicto de 50 años, que consume vidas y
recursos sin fin, y bajo cuya sombra alienta todo el desorden de nuestra
sociedad.
Pero ese mismo presidente pacificador ¿cómo podrá garantizarles a los que
hoy persisten en la guerra y en la desconfianza unos derechos que acaba de
negarle a un desmovilizado que obró lealmente, que no cometió ningún
crimen, ante los ojos atónitos de una comunidad inconforme y cerrándole la
puerta en la cara a la justicia internacional? Me temo que nada de lo que firme
con sus adversarios tendrá ya credibilidad, ni a los ojos de la comunidad
colombiana ni a los ojos de la comunidad hemisférica.

Colombia se está convirtiendo en un país cuyos presidentes prometen


públicamente acatar las sentencias de la justicia internacional y se burlan de
los tratados en cuanto esas sentencias se muestran adversas.

La paz es mucho más que una firma en un papel, pero la firma tiene que ser
creíble, y al parecer aquí hace tiempo que el cálculo político dejó por fuera los
principios. Se llama a la paz a los que hacen la guerra, pero se destituye y se
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inhabilita a quienes lealmente se esfuerzan por construir una Colombia


distinta.
Con la misma mano con que Juan Manuel Santos firmó la destitución del
alcalde Gustavo Petro, negando las medidas cautelares solicitadas por la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, es posible que se haya
destituido a sí mismo como artífice de la paz en Colombia.

*William Ospina
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Las paradojas de la época
1 Abr 2017


15 Mar 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina
437

Las metamorfosis de Arturo de Narváez


En esos gabinetes de mago que Arturo de Narváez pintaba hace 30 años ya
había cráneos de carneros y esqueletos de pájaros, esferas ingrávidas, oscuros
animales rondando por las habitaciones, mesas llenas de semillas y piedras,
flores secas y hombres pensativos.

Arturo no ha dejado de pintar un solo día desde entonces, y en cada ciclo de


su obra, en esos temas que lo obsesionan, que surgen, se alteran, se extreman
y se agotan, vuelve a inventar la pintura.

En París, en su taller de la rue Robespierre, visitarlo era como volver a ver a


uno de esos alquimistas que él pintaba al comienzo. Allí estaban las piedras,
las semillas, los cráneos de animales, los esqueletos de pájaros. Era como si
escaparan de sus pinturas y se acostumbraran al mundo. Esferas, discos,
ramas, ruedas de metal, una guitarra para no olvidar el rock de la
adolescencia, un piano para horas más serenas, una escalera perdiéndose en lo
oscuro, y la cena servida para muchos entre un vago perfume de óleos y
mundos fantásticos.

Prufrock dice que ha medido su vida con cucharitas de café: Arturo ha medido
la suya con cuerpos y paisajes, con bodegones, centauros, bestias agónicas,
montes que se derrumban, objetos voladores, ángeles que no saben para qué
tienen alas, nubes que brotan del sueño y árboles que perdieron su rumbo.

No es que se fatigue de sus temas: De Narváez los agota, exprime el


sentimiento que los hizo nacer. Sabe que el tema aparente no es todo el
sentido. Lo que los une en su diversidad es el frenesí de atrapar la emoción en
imágenes, la lucha de un hombre con la materia, con el óleo y el lienzo, con el
color y la luz, el ritmo que se resuelve en formas y texturas, que deja sobre la
superficie una aspereza de tierra martirizada, una serenidad de agua con
reflejos, y en todo está el oficio asombroso de conseguir que signos
vagamente familiares nos cuenten historias tormentosas y ocultas.
438

Desde estos lienzos nos invade la energía vital, la evidencia de algo vivo y
vigilante, de una pupila que no cesa de interrogar y que mira a la vez hacia
afuera y hacia adentro. Preguntas a la luz y a la materia, meditaciones sobre la
esperanza y la pérdida, sobre la tentativa y la derrota, relatos que el arte
condensa y que siempre nos sentimos a punto de descifrar.

El tiempo se detiene en forma de árbol o centauro, de nube o cráneo, de


contorsión o derrumbamiento. Arturo de Narváez no se demora demasiado en
un tema, en un estilo: lo único que permanece es el misterio, el desafío, la
sospecha sobre toda belleza. La energía animal gira en remolinos, se encoge,
se deforma, padece y se fragmenta; el caballo se transforma en centauro y
comienza otro ciclo, porque cuando estas criaturas, que vienen de la mitología
y el sueño, de la naturaleza y la fiebre, alcanzan su plenitud, una nueva serie
aparece.

Son las avalanchas de “Terra Nostra”, las “Rondas” que fascinaron a los
coleccionistas de arte en Londres y en Zúrich hace 15 años, una fauna onírica
de rojos oscuros y ocres pensativos que inventa su propia anatomía
obedeciendo sólo a su ley interior y a su música. Los cambios a veces son
abruptos: cierto día, el fragmento de un Concierto brandemburgués hizo que el
pintor se volviera a mirar al cielo, y vio algo que creía haber visto miles de
veces pero que parecía estar allí por primera vez. Ya no dejó de pintar nubes
durante meses: nubes que, más que flotar, son navíos sometidos a dominantes
de viento, con su fuerza y su rumbo.

Esas nubes de su etapa de Túnez dieron paso a las alas de unos hombres
sedentarios, vendados, que teniendo la capacidad física de alzar vuelo no
encuentran la fuerza para hacerlo. Y basta un detalle significativo para que de
repente todo cambie en su obra. De su interés por la escritura árabe, en las
orillas de Túnez, nació su necesidad de trazar esas grandes líneas sinuosas,
que llamó “Distensiones”, la siguiente fase de su obra.
439

Otro día, un golpe brusco para deshacerse del marrón quemado y del azul de
Prusia que había mezclado en su pincel, dejó sobre la tela un trazo que parecía
un helicóptero en el cielo. Esa fue la crisálida de la serie de objetos voladores
que pronto invadieron su vida. Y cada tema no se agota en el ejercicio de
pintar: conlleva una obsesión de estudio, de enciclopedias e iconotecas, no
para responder a pautas exteriores, sino porque es preciso alimentar el
capricho: esas arbitrariedades que en el arte son el rigor, esos desvaríos que en
el arte son la lucidez.

La variedad disfraza una unidad secreta: la tiranía de la luz sobre el brazo que
pinta, la danza del cuerpo buscando colores, de la mano inventando texturas,
dando forma a una materia que siente y padece. Y eso es la pintura de Arturo
de Narváez: no caballos, dragones, bestias y árboles, nubes y naves voladoras,
sino colores que sufren y horas que se derrumban, certezas que alzan vuelo,
pasiones que se combaten, fortalezas que vacilan y verdades que huyen, la
intensidad de vivir convertida en cosas vivas, el milagro de ver detenido en
visiones palpables.

Un mismo tema vuela del dibujo más clásico a la desintegración más


temeraria, obedeciendo sólo al telar de las metamorfosis. Volvemos a estar
ante el mago rodeado por la danza de sus materiales, al alquimista que
convierte las formas en una sola arcilla que habla, al tiempo presuroso del
mundo detenido en la luna del arte.

William Ospina

(Una notable exposición de pintura en la Galería Sextante)

 
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8 Mar 2014 - 10:56 AM


Por: William Ospina

Cees Nooteboom: el viajero y su música


(Presentación del poeta holandés en la Casa de Poesía Silva)

Esta es la edad de los viajeros. Cada día recorren el mundo, en todas direcciones,
enjambres de seres humanos que buscan tierras lejanas. Dicen que a cada hora del día
hay en el aire un país flotante, un país de millones de personas que viajan.

Llevan todo el tiempo en las manos los ingeniosos instrumentos con que creemos
detener y eternizar momentos y lugares. A menudo pasan más tiempo mirando sus
cámaras que mirando el paisaje, y al regreso comparten con sus amigos lo que la luz
441

salvó del olvido. Pero las fotografías de nuestro próximo viaje sin duda ya fueron
tomadas.

Aquí estamos ante un viajero muy distinto, uno de los más extraños que haya producido
esta época. Alguien que vive minuciosamente la experiencia de los reinos que recorre, y
que sabe registrarla de una manera mucho más compleja. Él no le dice adiós a todo eso
que visita y conoce: convierte sus viajes en relatos fascinantes, donde están los lugares,
los climas, las gentes, los acontecimientos, y cosas más invisibles: las emociones, los
sueños y los pensamientos que esos viajes despiertan en él.

Cees Nooteboom lleva a los lectores consigo. Abrir sus libros es estar con él, ante este
fresco de Tiépolo en un palacio alemán, ante ese templo de Venecia, en ese restaurante
en París, en aquella feria española con comparsas brutales y toros mitológicos, a orillas
del Amazonas ante un pez antiquísimo, viendo en el fondo del Mediterráneo la
Posidonia oceánica, o visitando entre los gatos la tumba de Shelley y Trelawny, a la
sombra de la pirámide de Cestio, en un cementerio de Roma.
El género de los relatos de viajes es antiguo y venerable: es el género de Marco Polo y
de sir John de Mandeville, de los cronistas de Indias, de sir Richard Francis Burton, de
Humboldt y de Lafcadio Hearn. Pero uno de los inventores de este género en que se
complace Cees Nooteboom fue otro poeta viajero, Lord Byron, cuyo poema Childe
Harold’s Pilgrimage no se limitó a describir países, bosques, ciudades, castillos y
tabernas, a recrear personajes y conflictos, sino que dejó en las páginas también sus
emociones, su imaginación y sus pensamientos.
La mayor parte de los viajeros pierden el viaje: olvidan lo visto, conservan apenas
borrosas estampas. Estos viajeros mágicos salvan miles de datos preciosos que otros
habrían olvidado, conservan vivos en el lenguaje los matices de los atardeceres, los
detalles preciosos que les deparó el azar por los caminos. Y cuando los poetas son tan
delicados, tan observadores y tan pensativos como Cees Nooteboom, no salvan esos
recuerdos para sí mismos sino que le regalan a la humanidad su experiencia de
sensibilidad, de lucidez y de gratitud.
Ahora bien, Cees Nooteboom no es sólo un viajero en el sentido espacial del término.
Recorre en trenes, en aviones, en barcos, en automóviles y a paso lento todas las
442

latitudes y las geografías, pero también emprende sin tregua viajes al pasado, al mundo
de los sueños y al mundo del arte. Hay quienes viajan para distraerse, para no pensar:
Cees es un pensamiento viajero. Su manera de descansar es cambiar de tema, vivir otras
culturas, interrogar otras aventuras estéticas, captar nuevos matices de la realidad.
Bien se ha dicho que hay otros mundos pero que están en éste. Para agradecer por las
cosas del mundo que más lo conmovían, Borges escribió: “Gracias quiero dar al divino /
laberinto de los efectos y de las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman
este singular universo”.
Cees Nooteboom se interna por la inagotable selva del mundo buscando paladearlo
todo: árboles y nubes, barriadas y estrellas, convulsiones de la carne y estremecimientos
del arte. No tiene la pasión de enumerar sino más bien de aislar y sentir cada cosa, como
un Whitman que quisiera detenerse en cada hoja de hierba, en cada trazo de Tiépolo, en
cada penumbra de Rembrandt, en cada cuervo que vuela sobre las tumbas.
Examina cada hueso del gran leviatán con la mirada atenta de Leonardo o de Paul
Valéry, y no parece tener urgencia en sacar conclusiones. Tiene la misteriosa virtud de
no arrojar toda la luz sobre las conclusiones. A veces el verdadero hallazgo, la
verdadera sorpresa que le deparan sus búsquedas, los deja como al margen del texto, en
una frase que parece casual, para que sólo el lector atento descubra dónde encontró el
viajero la almendra del viaje, la criatura que rige el laberinto.
Leerlo es un deleite. Leerlo es también viajar, pero de una manera tan novedosa, tan
copiosa y tan serena, que uno a veces se sorprende de que Cees Nooteboom no viva el
agobio de tantas cosas que en los viajes dificultan la concentración, abruman los
sentidos, confunden el pensamiento y frustran el placer.
Nos decimos que acaso su larga experiencia de viajero le ha enseñado a esquivar los
contratiempos y a eludir el caos. Pero muchos dicen que Cees en realidad es un monje,
que ha encontrado un tiempo interior tan pausado que le permite ver y sentir sin que
nada venga a estorbar la visión. Que aunque viaja sin tregua, algo en él permanece
inmóvil, sintiendo cada cosa en su eternidad.
La verdad es que para este monje casi oriental no hay contratiempos: todo lo que ocurre
encuentra su lugar en el viaje y su importancia en el relato. Sabe que todo lo que
creemos casual o intrascendente, en realidad obedece a un diseño, ha sido trazado por
443

algo o por alguien, y que tal vez nosotros no somos viajeros casuales por el mundo, sino
ejecutantes misteriosos de una música prefijada.

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1 Abr 2017


1 Mar 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Venezuela ante la historia


En días recientes ha circulado por las redes sociales una frase mía, en la que
afirmo que Venezuela es un país donde los ricos protestan y los pobres
celebran.
444

Es parte de un texto que escribí hace un año, a propósito de la muerte del


presidente Hugo Chávez, y la echó a andar de nuevo en estos días una
columna de Julio César Londoño.

Yo pienso que tanto los que protestan como los que celebran merecen respeto,
y siempre he admirado el carácter profundamente pacífico de la revolución
bolivariana, en cuyas elecciones llega a participar más del 80 por ciento del
electorado, y a la que han caracterizado movilizaciones de miles de
ciudadanos que protestan y miles que celebran.

Hace un año, cuando se dio la elección de Nicolás Maduro, yo mismo pude


ver un país que en medio de las tensiones del debate político hacía sonar
cacerolas y lanzaba fuegos de artificio, y volví a sentir admiración por un
gobierno y por un pueblo que, en los momentos más dramáticos de una
revolución, producían en Venezuela menos hechos luctuosos que un partido
de fútbol en Colombia.

Es sobre todo por su contraste con la violencia colombiana que he sentido


tanto respeto por el proceso que lideró Chávez y ahora lidera Nicolás Maduro.
Intentar reformas que favorezcan a los sectores más desprotegidos no es sólo
un derecho sino un deber de los gobiernos, en un mundo tan injusto y tan
desigual como este.

Nuestro continente, ahora unido en la Comunidad de Estados


Latinoamericanos y Caribeños, Celac, se ha convertido en la cuarta economía
del planeta y crece a un ritmo inusual en los últimos tiempos, en una dinámica
que no le debe poco a la labor de Chávez, a su patriotismo y a su incesante
prédica de integración.

Una economía que creció en más del 150 por ciento en diez años y que
empieza a rivalizar con las grandes economías del mundo despierta recelos
por parte de las potencias a las que antes estaba sometida, y tiene deberes
ineludibles con sus comunidades.
445

No se puede crecer sin hacer esfuerzos gigantes de redistribución del ingreso,


y es lo que han hecho, no sólo Venezuela, sino Brasil, Ecuador, Bolivia,
Argentina y Uruguay, persistiendo al tiempo en una política de integración y
de autonomía.

También Colombia está creciendo, sin que ese crecimiento logre beneficiar en
serio a la comunidad, que se agita todavía presa de todas las injusticias y todas
las violencias. Lo único perceptible, en un país donde al ritmo del crecimiento
económico sólo crece la desigualdad, es la multiplicación de algunas fortunas
personales.

Todo el continente padece hondos problemas de corrupción y fenómenos


aberrantes de violencia desde la frontera norte de México hasta las favelas de
Río y las barriadas de Buenos Aires, pero ningún tema continental despierta
más debates en los medios que el venezolano.

Quince muertos por razones políticas en Venezuela y la prisión de un líder


opositor, causan más conmoción en el mundo que los 27 muertos que lleva
Quibdó en dos meses, que los descuartizamientos en Buenaventura, o que el
largo exterminio de la Unión Patriótica en Colombia.

Lo que ocurre en Venezuela es mirado con más atención y con más severidad,
y es justo que así sea. Venezuela ha liderado en los últimos 15 años un
esfuerzo de justicia y de dignificación de las comunidades que hace que todo
lo que ocurre allí sea mirado con más esperanza y más espíritu crítico que en
cualquier otra parte.

En Colombia persisten la violencia y una larga tradición de intolerancia


política, pero Colombia no está liderando con sus comunidades un proyecto
moral de transformación histórica; quizá por eso no se la mira con tanta
expectativa. Venezuela está prometiendo un nuevo orden de convivencia, un
nuevo modelo social y cultural, y tiene responsabilidades más visibles.
446

Quince muertos por razones políticas nos estremecen y nos preocupan. El


experimento social más generoso que se haya vivido en nuestro vecindario
tiene el deber de seguir siendo también el más pacífico y de no abandonar los
cauces democráticos que hasta ahora ha seguido. Ya sabemos que una
oposición mediática continua está declarando a Venezuela al borde del
colapso día tras día desde hace 12 años, y acusa a su gobierno de dictatorial,
aunque haya ganado todas las elecciones con la más alta participación del
electorado.

Siempre he dicho que el principal error de la oposición ha sido no reconocer


con humildad que el proceso bolivariano responde a un gran clamor de justicia
y de dignidad, válido no sólo para Venezuela sino para todo el continente.
Negar sus méritos, que media Venezuela antes invisible reconoce y defiende,
llamarlo tiranía y barbarie, también despierta indignación entre sus
partidarios, que no están dispuestos a dejarse borrar otra vez del horizonte de
la historia.

El gobierno venezolano tiene el deber de mantener la paz, de ahondar en el


diálogo, y de mostrarle a su pueblo y al mundo que el modelo que propone es
superior en su capacidad de convivencia, en su compromiso de dignidad y en
su promesa de prosperidad general, y tiene que permitir que lo critiquen y lo
vigilen.

Esa es la magnitud de su desafío. Esa es la responsabilidad que se echan sobre


sus hombros los procesos políticos que quieren de verdad cambiar el mundo.
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Pedir lo imposible
18 Nov 2017
447

Ni el dios Estado ni el dios mercado


15 Jul 2017
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6 May 2017
La fe perdida
7 Abr 2017
Las paradojas de la época
1 Abr 2017


22 Feb 2014 - 11:00 PM


Por: William Ospina

La irrupción de lo invisible
En los últimos treinta años se abrió camino, no como un azar de la historia ni
como una ineluctable tendencia de las fuerzas económicas, sino como un
programa consciente de los grandes poderes del mundo, la decisión de
minimizar el papel del Estado, abandonar la idea de lo público y dejar en
poder del mercado y de su mano invisible el manejo de las sociedades.

Los viejos estados responsables, protectores de la familia y del trabajo, de la


educación, de la salud y de la iniciativa cultural son destituidos de esas
funciones; se busca que el mercado dirija el empleo y el consumo, que la
salud y los sistemas de pensiones sean problemas particulares, que la
educación se convierta en un apéndice del mundo empresarial y que la cultura
se sostenga a sí misma mediante lo que cada vez llaman con más entusiasmo
los ministros de Cultura la industria cultural.
448

Como decía hace poco una viñeta de El Roto en El País de Madrid, “el Estado
y el mercado se han casado por todo lo alto”. Esa política arrasadora,
construida sobre la ruina del socialismo soviético y sobre el desprestigio de
los regímenes totalitarios nacidos de varios experimentos revolucionarios en
el siglo XX, se abrió camino en el mundo a través de los gobiernos
neoliberales, y con la ayuda invaluable de unos medios de comunicación que
se presentan a sí mismos como la voz imparcial de la opinión pública y como
los defensores de los grandes valores de la civilización, pero que muy a
menudo militan en el bando de una política concreta, de la que el mercado
omnipotente es el amo y el gran ventrílocuo.

En el mundo entero se ha instaurado un modelo en el cual la suerte de


millones de personas es menos importante que los rendimientos del capital, y
no hace muchos días se reveló la escandalosa noticia de que el uno por ciento
de los habitantes del mundo son dueños de la mitad de la riqueza mundial.
Estos datos duelen más en sociedades como las nuestras, donde la
concentración de la riqueza y la desigualdad se traducen en violencia,
marginalidad y desdicha para millones de personas.

Es una tradición en América Latina que todo esfuerzo generoso por ayudar a
las mayorías pobres y por brindarles horizontes de dignidad se enfrentan
siempre a la hostilidad de los poderosos, e incluso al egoísmo de las clases
medias, a quienes les basta con tener su situación asegurada y sus
oportunidades abiertas, y se alzan de hombros con frecuencia ante el clamor
de los desposeídos.

La verdad es que el modelo que hoy impera, sobre todo en los países dirigidos
por aristocracias premodernas, es aberrante. Abandona las mayorías a la
pobreza, y al mismo tiempo las bombardea a través de la publicidad con el
discurso del consumo, con la prédica de la opulencia, señuelos inaccesibles de
un modelo mental y moral que no se compadece de la precariedad de sus
vidas.
449

En tiempos de la esclavitud, predicar la liberación de los esclavos era


denunciado por los amos como un atentado inhumano contra los derechos de
propiedad y de comercio. En tiempos de Fray Bartolomé de las Casas abogar
por los indígenas era defender la barbarie contra la civilización. Así ahora
criticar a la banca es atentar contra la libre empresa, cuestionar a los grandes
medios es atentar contra la libertad de expresión, criticar a la industria es
recelar de la modernidad, denunciar al poder es una falta de respeto y querer
cambiar el mundo es pecar de ingenuidad utópica o ser sospechosos de
rebelión.

Pero también las hoy prósperas sociedades socialdemócratas, las sociedades


del bienestar, tuvieron que decirles adiós de una manera muchas veces cruenta
a viejos modelos de arrogancia y de servidumbre. El relámpago fundador de la
democracia moderna fue en Europa la Revolución Francesa, y todos sabemos
que esa tempestad precedida por un siglo de Enciclopedia, de filosofía de las
luces, de prédica de los derechos humanos, pasó por largos túneles de terror,
porque la resistencia de la aristocracia a esas reformas mínimamente
igualadoras fue monstruosa y desató la ira de los pueblos.

Hoy a los liberales de todo el mundo, y hasta a los neoliberales, les gusta
mucho recordar los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que se
impusieron con los truenos de la revolución, pero vuelven a poner el grito en
el cielo cada vez que los pobres piden justicia o quieren abrirle camino a un
orden de dignidad que haga verdaderos sus derechos.

Es casi una ley de la condición humana que el que tiene mucho quiere más,
que todas las cosas quieren prevalecer en su ser, como decía Scoto Erigena,
que el egoísmo está en la entraña de la condición humana, que cuando la
generosidad se levanta la codicia ya lleva horas trabajando, pero los pueblos
no pueden inclinar la cerviz ante esas evidencias, y la humanidad tiene que
persistir en la búsqueda de un poco de justicia, que finalmente no beneficia
sólo a los pobres.
450

La principal tarea de los poderosos debería ser hacer posible la vida para los
humildes, ya que la mayoría de la gente no quiere opulencia sino dignidad, un
orden decente de valores donde sean posibles el trabajo, la retribución justa,
una mínima seguridad frente al futuro y una educación que no ahonde los
abismos entre las clases sociales y la repulsión entre los grupos humanos.

Pero es más fácil mantener a las mayorías en la miseria sin que eso se
traduzca en estallido social, que hacer recortes, así sea pequeños, en la
opulencia de ciertos sectores, y en la expectativa de opulencia de otros.
Mientras tienen todo en sus manos, los poderosos no ven a los pobres, y
cuando los pobres se hacen visibles, aunque no los estén echando, ya no
quieren estar a su lado. En el siglo XIX Victor Hugo decía que cuando llegan
los tiempos de las revoluciones, los ricos miran a los pobres y exclaman: “Y
ustedes… ¿de dónde vienen?”. Y que los pobres contestan: “Y ustedes… ¿a
dónde van?”.

* William Ospina
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7 Abr 2017
451

Las paradojas de la época


1 Abr 2017


15 Feb 2014 - 11:23 PM


Por: William Ospina

Ahora sí comenzó la campaña


Colombia está cansada de la guerra.

No es sólo ahora: ya lo estaba en 1997 cuando se votó masivamente el


Mandato Ciudadano por la Paz, que dio pie al proceso de Andrés Pastrana en
el Caguán.

Colombia votó por Pastrana porque prometió que mediante la negociación


terminaría el conflicto armado, que ya cumplía 34 años.

Cuatro años después, en 2002, Colombia votó por Álvaro Uribe porque éste la
convenció de que no sería el diálogo sino la mano dura lo que acabaría la
guerra.

Para entonces completábamos ya 38 años de conflicto. Transcurrieron ocho


más de gobierno de Álvaro Uribe, quien fue reelegido para que acabara de
acabar con las armas la guerra sin cuartel contra las Farc. Y con ese mandato
completamos 46 años de guerra.

En 2010, Colombia votó por la mano derecha de Álvaro Uribe, Juan Manuel
Santos, para que terminara de terminar el conflicto interminable, e
inesperadamente Santos optó por proponerle al país la paz negociada.
452

Esta decisión del ministro que había dirigido la guerra es tal vez suficiente
prueba de que quienes abogamos siempre por la paz negociada teníamos
razón. Que la paz sólo es alcanzable por la vía de una negociación política, es
algo que muchos colombianos creemos desde los tiempos de Belisario
Betancur.

Betancur, visionariamente, propuso la negociación cuando la guerra llevaba


sólo 20 años. Y si no hubiera sido por los famosos enemigos ocultos de los
que se habló entonces, tal vez Colombia se habría ahorrado 30 años de
incalculables gastos en defensa, y sobre todo miles y miles de vidas humanas.

Ahora todos sabemos que hay que ponerle fin por vías políticas al monstruoso
conflicto y que hay que hacerlo lo más pronto posible.

Lo que estamos viviendo se recordará en el mundo como la guerra de los


Cincuenta años, una de las más largas e inútiles de la historia. Una guerra, no
contra enemigos externos sino con los propios connacionales: una guerra entre
hermanos.

Ya ha empezado a salir a la luz la aterradora lista de víctimas, no sólo de


muertos, heridos y mutilados, sino de expropiados y desplazados, de guerreros
envilecidos por una rutina atroz, mentes degradadas y sueños vueltos pedazos.

No sobra recordar que esta guerra, en cuyas trincheras no participa la


aristocracia colombiana, y ni siquiera las clases medias altas, es una guerra en
que los muertos son los mismos en todos los bandos: los hijos del pueblo.

Son los hijos de los pobres los que mueren como guerrilleros, como soldados
y como paramilitares. A veces, incluso, hay hijos de una misma familia
enrolados en los distintos bandos, tan dura es la guerra para las gentes
humildes.

Tal vez la prueba suprema de que ya no podemos caer más, y que por fin hay
consenso en que la solución negociada no es la mejor sino la única, son las
453

palabras de Óscar Iván Zuluaga esta semana diciendo que también el partido
Centro Democrático está dispuesto a negociar la paz con las Farc, y
seguramente también con el Eln, que en días pasados invitó a algunos
intelectuales a mediar para que se abra un diálogo con ellos.

El anuncio de Zuluaga es importante por dos razones: porque deja atrás el


discurso uribista de que la única opción frente a las guerrillas es la guerra
total, o sea, la guerra eterna; y porque nadie ignora que el principal enemigo
de la guerrilla en Colombia es el uribismo. Y la paz, como lo ha dicho Santos,
se hace es con los enemigos.

Hasta ahora, Santos se ha erigido no sólo en el audaz mandatario que se


atrevió a proponer la paz cuando su deber era hacer la guerra, con lo cual
mostró criterio e independencia, sino en el único camino para una paz
negociada en Colombia.

Hasta ahora, Santos tenía muy fácil su camino a la Presidencia, pues nadie
parecía disputarle esa estrategia. Pero ello, a la vez, hacía muy frágil el
proceso de paz, porque lo ponía a depender exclusivamente de la voluntad de
un gobernante, y de uno que no se caracteriza precisamente por cumplir los
acuerdos ni por explicar con claridad sus propósitos.

Un sector del electorado estaba convencido de que había que votar por Santos
porque era el único que ofrecía la paz, aunque fuera una paz a ciegas, sin
claridad de objetivos, en medio de grandes secretos y con inquietantes
mensajes contradictorios.

La declaración de Óscar Iván Zuluaga, quien llevaba meses siendo el tema de


los caricaturistas por su falta de iniciativa y su aparente sumisión a la voz
cantante de su jefe Álvaro Uribe, lo convierte de repente en un candidato con
voz propia y cambia el escenario de la política en Colombia, por dos razones
muy sencillas: porque significa que Álvaro Uribe ha aceptado finalmente una
454

negociación con sus enemigos y porque pone a Santos en la obligación de


explicar su proyecto.

Mucha gente, aunque desconfía de Uribe por su espíritu pendenciero, sus


pésimas amistades políticas, su autoritarismo y su enemistad jurada con los
gobiernos vecinos, sabe que es alguien que cumple lo que promete. Harto
sabemos que Uribe es el principal adversario de la guerrilla y eso casi
significa que una paz sin él, y sin los poderes a los que él representa, no
llegaría muy lejos en Colombia.

Con esta declaración por fin Óscar Iván Zuluaga ha comenzado su campaña.
Ahora Santos sabe que si quiere ganar las elecciones tendrá que echar a andar
un proceso de paz más claro, menos contradictorio, más preciso y más
verosímil, porque ya no es el único que está dispuesto a resolver políticamente
el conflicto.

William Ospina*
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455

1 Abr 2017


8 Feb 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Kafka y los cabarets de Berlín (final)


Forma parte de las supersticiones de la época sostener que si todo se hace más
rápido se hace mejor. Pero nadie ha demostrado que en algunas cosas
esenciales la velocidad sea una ventaja.

Hay un frenesí de la velocidad, de la rapidez, de la urgencia, que habla más de


una civilización neurótica que de una civilización que progresa. Y hay cosas
de las que parecemos huir de un modo compulsivo: de la noche, de la lentitud,
de la sutileza, de la soledad, del silencio.
Las ciudades relumbran y la noche se repliega a los campos; la velocidad es
ya un dios menos exitoso que el vértigo; la comunicación abusa de lo
evidente, ya no hay tiempo para lo que hay que descifrar: lo misterioso y lo
sutil no alcanzan a favorecer el rating, y los contactos incesantes hacen cada
vez más difícil estar con nosotros mismos (¿habrían podido Shakespeare o
Marcel Proust madurar sus obras inagotables con un televisor encendido, o
con un teléfono celular acosándolos noche y día?). Cada vez más los sonidos
humanos nos impiden oír la voz de la naturaleza y el rumor de nuestros
pensamientos.

Los áulicos de la actualidad suelen decir que nunca en la historia hubo menos
crímenes, que nunca hubo menos guerras, que nunca se prolongó tanto la
expectativa de vida de unas generaciones, afirmaciones que no son
456

indudables. Pero igual hace un siglo, en vísperas de la Primera Guerra


Mundial, entre las alegrías indolentes de la Belle Époque, el mundo parecía en
paz eterna. Basta ver los afiches de Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge
para sentir que ese fin de siècle era alegre y fascinante. Antes de la Segunda
Guerra Mundial fueron los locos años veinte y treinta, cuando reinaba una
suerte de aturdido optimismo, y cualquiera podía decirle entonces a Kafka que
sus relatos sombríos y sus atmósferas opresivas eran excesivamente
pesimistas: el mundo había dejado atrás la guerra, el Pacto de Versalles había
puesto todo en su sitio.

Pero veinte años después, a la actualidad europea la describía mejor Kafka


que los cabarets de Berlín. La mera actualidad suele alimentar muchas
ilusiones, y los verdaderamente informados deberían tener en cuenta la
historia de la humanidad: no apenas la historia de las últimas décadas. Y
también habría que mirar cómo han sido de verdad esas décadas. No para
palabras sentimentales como optimismo y pesimismo, inventadas por Voltaire
y contra Voltaire hace dos siglos, sino para una vida más prudente y vigilante.

Eso no tiene que privarnos de la felicidad de estar vivos, del disfrute de las
cosas maravillosas que ha inventado la especie para su bienestar, de las
lecciones y los deleites inagotables de la música, las letras y las artes, del
cinematógrafo, de la capacidad que brinda nuestra época, al menos a algunos,
de recorrer el mundo y testimoniar sus milagros. No tiene que privarnos de las
Alejandrías de internet, del milagro quirúrgico y farmacéutico que puede
hacer la vida más llevadera y más feliz, pero nos ayudará a no ser cómplices
de las sombras peligrosas que siguen creciendo en la trastienda de nuestra
derrochadora sociedad industrial, cuyos dones describe mejor aquel verso de
Borges: joys with a dark hemisphere (alegrías que tienen un hemisferio
oscuro).

Ahí están la bodega espeluznante de los arsenales nucleares, la contaminación


planetaria, el calentamiento global, que no son males menores. Ahí está el
457

cambio inconsulto de una dieta de cincuenta siglos por los apresurados


experimentos de la industria transgénica, que no ha demostrado sus
excelencias, y ni siquiera su inocuidad, pero ya invade inexorablemente
nuestros platos. Ahí están los desechos nucleares infestando las playas de los
países débiles, y un continente de plásticos flotando en el océano Pacífico, y el
peligro de que el confort y la satisfacción de un pequeño sector de la presente
generación humana puedan terminar siendo no sólo onerosos sino fatales para
las siguientes generaciones.

El precio de que supuestamente vivamos con tanta plenitud, y eso está en


duda, de que podamos consumir todas las cosas útiles o necias que arroja la
industria, y de que cada cosa tenga su sofisticado y costoso empaque, no
puede ser que destruyamos el entorno vital de las generaciones siguientes. No
podemos estar tan satisfechos de nuestra manera de vivir, tan aturdidos,
siendo conscientes ya del daño que le estamos infligiendo al planeta, que
estemos dispuestos a sacrificar en los altares de nuestra satisfacción todo el
futuro.

De esos temas sólo se atreven a hablar los que miran el mundo con amor pero
con desconfianza. Los que saben que son necesarios la prudencia y el espíritu
crítico; que el poderío industrial, científico y tecnológico, que hoy campea
sobre el planeta, tiene ya muchos publicistas a sueldo que le canten día y
noche, y que por ello no sólo es útil sino necesario que otros le hagan a la
humanidad algunas serenas advertencias.

No hay daño en ser vigilantes: en cambio puede ser muy dañino ser
demasiado indulgentes con esos mismos poderes que a lo largo del tiempo no
vacilaron en traficar con razas enteras, que envenenaron de opio a la China,
que invadieron los continentes a sangre y fuego con el discurso del progreso
en los labios, que esclavizaron y exterminaron muchedumbres, sólo porque
tenían una superioridad técnica y eso los hacía creer que también sus
propósitos eran superiores, y que al final se fueron con sus diamantes, con su
458

oro, con sus maderas y con su música a otra parte, dejando vastas regiones del
mundo donde hubo bosques y selvas y ríos y culturas, convertidas en yermos
lunares.

*William Ospina
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1 Feb 2014 - 11:00 PM


Por: William Ospina

Kafka y los cabarets de Berlín (3)


459

No es verdad que la ciencia y la técnica estén hoy en manos de la humanidad.


La cuestión es cada vez más asimétrica.

En manos de las grandes corporaciones y de los inmensos Estados está la


técnica capaz de mover montañas, de alzar ciudades en meses y destruirlas en
minutos, de escudriñar los abismos del mar y del cielo. En manos de la
humanidad, destinados al consumo, están los juguetes ingeniosos y
pintorescos de la técnica, que se ofrecen como avances en nuestra relación con
el mundo, pero que sobre todo funcionan como mercancías.

Nunca tantos productos asombrosos pasaron tan rápido del altar de nuestra
admiración al pozo de nuestra indiferencia. Ese teléfono celular lleno de
funciones novedosas que apenas va a salir al mercado, estará en los basureros
de la industria dentro de cinco años: un desecho más de una época arrogante y
envilecedora del mundo, para la cual la materia es admirable en las vitrinas y
deleznable en los desechos. Como los plásticos omnipresentes y las baterías
de los relojes, tal vez nunca el esplendor del ingenio humano se convirtió más
rápida y dañinamente en basura.

Todos sabemos de qué se trata: una de las características más perversas de la


producción industrial contemporánea es la obsolescencia programada. La
bombilla que debe alumbrar, pero también fundirse en determinado tiempo.
La investigación gasta más tiempo en descubrir cómo hacer que el
consumidor tenga que reemplazar continuamente las cosas que usa, que en
hacerlas durables. Y dado que a la humanidad le fascina lo nuevo, le fascina,
como decimos en Colombia, estrenar, allí están los rituales de la moda para
satisfacer al mismo tiempo la novelería de la especie y la necesidad de lucro
de las corporaciones.

Podríamos solamente sonreír ante esas urgencias y esos carnavales del


consumo, pero hace rato ya descubrimos que el planeta no es una bodega
ilimitada que resista sin fin nuestros experimentos, nuestras basuras, nuestra
alteración del equilibrio natural, nuestros caprichos.
460

El debate sigue siendo ético: por eso no les hablamos sólo a las corporaciones
sino sobre todo a los ciudadanos. Es en manos de la humanidad donde está la
posibilidad de cambiar un poco las cosas, y para ello hay que señalar los
peligros: no para prohibir nada, no para detener por la fuerza nada, sólo para
demostrar que así como avanzan la ciencia, el saber, la técnica, los
electrodomésticos, la industria, las mercancías, el confort, la medicina, la
angustia, el estrés, las armas, las comunicaciones, los sistemas de transporte,
el calentamiento global, los residuos nucleares, también puede avanzar un
poco siquiera la conciencia crítica de la humanidad, su capacidad de ser
prudente y de ser reflexiva.

Porque, como decía al comienzo, los horrores están en la trastienda. A todos


nos gusta ver las cosas antes de su uso; a casi nadie le gusta verlas después.
Todos visitamos fascinados los supermercados; casi nadie visita los basureros.
Nos gusta mucho lo nuevo y muy poco lo viejo.

Antes las cosas envejecían con sus dueños y tenían una dignidad especial:
vajillas, objetos, instrumentos, cosas depositarias de la memoria y de sus
tiernos rituales. Hoy tenemos una filosofía más presurosa, nos perturba el
pasado: a los gobiernos no les conviene, a la industria le interesa sólo si le
sirve, al mercado le incomoda. La gran literatura abunda más en las librerías
de viejo, que no están embelesadas con las modas y no le dicen a la
humanidad que lo que hay que leer se escribió en los últimos meses.

El comercio vive de novedades, pero la humanidad debe respetar el pasado y


aprender de él sin cesar. La jovencita que celebra como el gran triunfo de la
época el paso de la máquina de escribir al procesador de palabras, se verá en
dificultades para explicarnos por qué Homero pudo hacer sus obras cuando no
existía siquiera la escritura, por qué Platón formuló los principales temas de la
filosofía hace 2.500 años, por qué están más vivas las enseñanzas de Krishna,
de Buda, de Mahomet y de Cristo que las de los predicadores del siglo XX, y
por qué ningún escritor en ordenador ha superado todavía la asombrosa
461

galería de destinos humanos, el arcoíris de emociones y la sinfonía de palabras


que hizo Shakespeare a la luz de una vela, y con una vieja pluma de ganso, en
noches de hace cuatro siglos.

No es imposible que alguien en un ordenador llegue a igualarlo, pero la


grandeza del espíritu humano no está en los instrumentos que utiliza para
expresarse sino en la hondura y en la belleza de sus temas y de sus propósitos.

Uno de los errores de la época es concederles mucha importancia a las cosas


que usamos, y que el mercado pregona sin cesar, y cada vez menos atención a
nuestros talentos y destrezas. Incluso corremos el riesgo de que los
instrumentos nos hagan cada vez más torpes. No basta afirmar que las
mercancías son más sofisticadas; habría que demostrar que los humanos que
las utilizamos somos mejores, más inteligentes, más sensibles, más refinados
y más diestros que los humanos del pasado.

Habría que demostrar que las cosas que decimos en los correos electrónicos y
en los chats son más bellas y más profundas que las que se decían en esas
viejas cartas en tinta sobre papel que llegaban a los buzones. Pero a pesar de la
proliferación de esta comunicación novedosa, todavía no se publica la
correspondencia creciente que la humanidad se cruza día a día en la telaraña
electrónica.

Hoy escribimos más aprisa, sí, pero no necesariamente mejor.

* William Ospina
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462

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25 Ene 2014 - 11:00 PM


Por: William Ospina

Kafka y los cabarets de Berlín (2)


Esta nave espacial, el planeta, siempre estuvo expuesta al peligro de un
cataclismo cósmico, pero ahora ese accidente podría ocurrir como
consecuencia de nuestra presencia y de nuestro saber.

Es preciso formular una inquietud abierta al debate: en un mundo al que no


gobiernan la prudencia ni la moderación sino la arrogancia y la codicia, ¿no
podría resultar más peligroso nuestro saber que nuestra ignorancia?

Nuestro saber se va haciendo más grande que nosotros, y también en eso se


distingue de la ignorancia: ésta suele limitar de una manera patética nuestra
capacidad de sobrevivir, pero también nuestra capacidad de destruir. Las
hordas de Gengis Kahn por el Asia produjeron una gran destrucción, pero era
463

una destrucción proporcional al tamaño de sus ejércitos. Ahora una sola


bomba puede matar más personas que todos los ejércitos de Gengis Kahn.

Si algo les dio trascendencia a las guerras del siglo XX fue la capacidad de
destrucción que en ellas llegó a tener no sólo cada ejército sino cada soldado.
Borges prefería los combates ingenuos de los cuchilleros del suburbio, donde
un compadrito sólo era capaz de matar a otro compadrito, porque corría los
mismos riesgos y porque estaban en juego el honor y la destreza. Nunca negó
que aquello fuera barbarie, pero respetaba el pequeño código de honor que
presidía esos duelos rudimentarios, y dijo con ironía hablando de un malevo:
No era un científico de esos/ que usan arma de gatillo.

Nuestro conocimiento puede magnificar hasta lo aterrador esa capacidad


destructiva, y quienes creen en el progreso inexorable, quienes creen que toda
novedad comporta un progreso, deberían admitir que están llamando progreso
no sólo a todo lo benéfico que logra nuestro saber, sino también al incremento
de la capacidad destructiva de la especie.

No podemos llamar progreso lo mismo a la proliferación de inventos que


hacen la vida más confortable (no todos lo logran: algunos son apenas
señuelos comerciales) que a los agroquímicos que a la vez fertilizan y
contaminan, a los pesticidas que para combatir un cultivo ilícito destruyen
toda la vida silvestre alrededor, o a la producción de armas que hacen más
abrumador el exterminio.

Si hoy participan más niños que antes en las guerras del mundo es porque
antes, cuando sólo se medían las fuerzas físicas, un niño no era un guerrero
eficaz: ahora hasta un niño puede manipular armas muy destructivas. Sé que
es preocupante decirlo, pero más preocupante es callarlo.

El tema es que muchos logros físicos y técnicos no comportan un progreso


moral: a menudo representan moralmente un retroceso. La discusión es
compleja y los meros adoradores de la actualidad deberían optar por una
464

mirada más prudente, porque no se trata de oponer la calculadora a las viejas


tablas de multiplicar, o el procesador de palabras a la vieja pluma de ganso,
sino de admitir que así como abundan los ejemplos de conquistas que nos
llenan de gratitud, esta época es profusa en conquistas que nos llenan de
incertidumbre e incluso de angustia.

La discusión no gira sobre el mejoramiento posible de los instrumentos que


utiliza nuestra especie, sino sobre la perfectibilidad moral de los seres
humanos; sobre si somos capaces de derrotar, o al menos de controlar en
nosotros mismos, el mal, la crueldad, la capacidad aniquiladora, la agresividad
y la tendencia autodestructiva.

Hay quienes piensan que se acusa a la industria de cosas de las que no es


responsable la industria, sino la gente que la tiene en sus manos; que se acusa
a la ciencia de cosas de las que no son responsables los científicos, sino los
empresarios o los políticos que utilizan sus conocimientos; que se acusa a la
técnica de cosas de las que no es responsable la técnica, sino los poderes que
no la utilizan para beneficio de la especie.

Pero cada vez es más difícil separar a la industria de quienes la manejan, a la


ciencia de quienes la hacen y la utilizan, a la técnica de quienes taladran el
mundo con ella. Porque si bien la ciencia en otro tiempo pudo hacerse en el
pequeño gabinete de Galileo, en el jardín de Newton o en el cerebro de
Einstein, de una manera creciente está en manos de grandes poderes
económicos que no suelen caracterizarse por su generosidad. Y los científicos
no son sólo talentos notables en sus respectivos campos sino con frecuencia
empleados tan dóciles como cualquier otro, defensores interesados de los
poderes que los contratan, y la ciencia ficción se ha atrevido a mostrarlos
incluso como esclavos de las corporaciones para las que trabajan.

A medida que aumenta el saber, aumenta el poder de quienes lo administran.


El saber y el poderío técnico no están en manos de la humanidad, sino de unos
sectores de la humanidad.
465

Eso es la realidad, dirán algunos, ¿de qué sirve quejarse de lo que no se puede
remediar? Pero si yo veo un monstruo en acción, aunque vaya a destruirme,
tengo al menos el derecho a decir que me parece un monstruo. Y hay una
diferencia moral entre ser destruido de pie y ser destruido de rodillas.

El progreso es posible, pero tal vez no consista en tener cada vez cosas más
sofisticadas y costosas, juguetes para el ocio y máquinas que amenacen
nuestra libertad, sino en que la humanidad pueda tener un poco más de
conciencia, de responsabilidad. Más irónico, Franz Kafka escribió en sus
diarios: “Creer en el progreso no significa creer que haya habido ya un
progreso, eso no sería una fe”.

William Ospina*

 
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466


18 Ene 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Kafka y los cabarets de Berlín (I)


Lo más singular que tiene la versión moderna del progreso es que sus
maravillas están en las vitrinas y sus horrores están en la trastienda.

Cada vez que alguien formula dudas o incertidumbres sobre el rumbo de la


civilización, los defensores más ingenuos y menos reflexivos de la idea de
progreso piensan que se está tratando de negar algo evidente: que la
humanidad ha conseguido muchos avances a lo largo del tiempo.
Los chinos inventaron el arado y el cepillo de dientes, el paraguas y la silla
plegable, en la aurora misma de la civilización. La humanidad ha pasado la
existencia descubriendo formas de hacer más amable la vida en la tierra,
menos rigurosa la lucha con la naturaleza, investigando, conociendo, y
creando a partir de ese conocimiento toda clase de fórmulas de civilización,
recursos para hacer la aventura de vivir más segura, más confortable y más
feliz.

Sin embargo, desde el comienzo también la humanidad ha mostrado otra de


sus facetas: su carácter agresivo y autodestructivo, y ese costado de la
condición humana también se presenta en el campo de la investigación y de la
invención. Tallamos hachas de piedra para hacer más fácil el trabajo, pero
también para luchar contra las bestias y contra los otros humanos; procesamos
medicinas, pero también venenos; inventamos sogas y cadenas que sirven para
infinitas tareas benéficas, pero que igual pueden servir para ahorcar a los
demás o para esclavizarlos.
467

En principio la discusión no sería sobre la idea de progreso sino sobre los


eternos peligros de la condición humana, pero es importante advertir que a
medida que se hace mayor la capacidad técnica de hacer cosas positivas y
benéficas también crece la capacidad de hacer cosas peligrosas y destructivas.

Este simple razonamiento debería hacer comprender a los entusiastas del


progreso que a medida que crecen las potencias creadoras corremos el riesgo
de que crezcan también las potencias destructivas, y basta mirar el mundo
moderno para advertir que no sólo abundan los inventos ingeniosos, útiles y
prodigiosos, sino que también han crecido los peligros. Arsenales nucleares,
contaminación de la atmósfera y de los mares, proliferación de basuras,
armamentismo, adicciones que degradan y destruyen.

Sería necio negar la utilidad de la comunicación telefónica, pero no sobra


señalar que la proliferación de teléfonos celulares no comporta sólo un
avance: cada vez es menos importante la persona que tenemos al frente y
siempre queremos atender con prioridad al que llama de lejos. Antes sólo
teníamos la evidencia de las tragedias que ocurrían en nuestro entorno, ahora,
gracias a la revolución de las comunicaciones, asistimos, conmovidos y casi
siempre impotentes, a la avalancha de las tragedias planetarias: las pateras
donde naufragan los africanos que huyen hacia Europa, las ochenta ballenas
que se varan en las playas australianas, el hombre que aterroriza una escuela
de los Estados Unidos, el muchacho noruego que dispara sobre decenas de
jóvenes, el marido que mata a su mujer en España, los tiroteos en las favelas
de Río de Janeiro, el tsunami de Japón, las masacres de Colombia, los peces
radiactivos que arrojan las mareas en las playas de Alaska.

Asumamos que es una ventaja poder saber lo que pasa en todo el mundo;
asumamos también que la proliferación de leches antiácidas en nuestra época
revela que han aumentado los niveles de estrés, como parte del legado
deslumbrante de la civilización. También abundan en nuestro tiempo los
antidepresivos y los somníferos. A menudo la época inventa remedios para los
468

males que ella misma produce: puede resultar incluso un gran negocio ante la
contaminación de las aguas vender agua pura embotellada y ante la
destrucción de la capa de ozono vender protectores solares.

Cada edad tiene sus bendiciones y sus peligros: uno de esos peligros consiste
en pensar que la nuestra sólo tiene bendiciones, que la ciencia, la técnica y la
industria se desvelan únicamente en la creación de cosas que nos salven de la
enfermedad, de la opresión y de la violencia. La medicina avanza en el control
de muchas enfermedades, pero desde hace dos mil quinientos años la tortuga
siempre va adelante de Aquiles por una fracción de milímetro: la muerte sigue
siendo el desenlace de toda vida.

Así como nosotros nos defendemos de las bacterias, las bacterias se hacen
resistentes a los antibióticos; las especies que utilizamos lejos de su sitio de
origen para controlar plagas pueden convertirse en plagas aún más
destructivas, como los gatos de Australia o los caracoles africanos.

Hay triunfos indudables: los antibióticos, los analgésicos, las anestesias, han
sido bendiciones frente al antiguo tormento del dolor físico, y sólo son
impotentes ante la antigua tentación humana de causar dolor. En vano le
diremos a un torturado en una guerra que existe la anestesia: él está ante otra
evidencia de la condición humana. Esto no niega el progreso, pero permite
matizar el entusiasmo, saber que el mal existe desde siempre, y que los
triunfos de la generosidad, de la abnegación y del ingenio no deberían
cegarnos frente a las amenazas del egoísmo, de la brutalidad y de la locura.

Bien dijo Paul Virilio que todo invento trae su propio accidente. Que cuando
fueron inventados el bote y el barco surgió la posibilidad del naufragio, que la
invención del automóvil traía aparejada la posibilidad del crash, y que sólo la
invención del avión hizo posible el siniestro aéreo.

Virilio añadió que sólo con la globalización del planeta se ha hecho posible
por primera vez por causa humana el accidente global.
469

*William Ospina
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11 Ene 2014 - 6:17 PM


Por: William Ospina

Las preguntas que vuelven


¿Sí tendrá de verdad el Gobierno la voluntad de alcanzar la paz negociada,
que todos sabemos necesaria y que las comisiones de La Habana se esfuerzan
arduamente por hacer avanzar desde hace más de un año?
470

Me lo pregunto porque este gobierno se ha especializado en enviar señales


ambiguas. Un día dice que hay que dialogar, al siguiente que hay que dar de
baja a todos los jefes de la guerrilla; un día son interlocutores en el proceso de
rediseñar y modernizar el campo colombiano y al siguiente son criminales sin
entrañas; un día el jefe negociador por el Gobierno nos dice que se avanza con
buena voluntad y con buen ritmo, pero enseguida el ministro de Defensa
declara que este sí es el año en que se los va a derrotar militarmente.

Santos pareciera que tiene la idea de que gobernar es desconcertar a la opinión


pública, que nadie sepa a ciencia cierta lo que el gobernante está pensando ni
pueda prever su siguiente paso. El primer sorprendido con ese estilo fue
Álvaro Uribe, quien vio a su heredero convertirse de repente en el adalid de
políticas distintas y a veces contrarias a la suya. Después los gobiernos
vecinos, que vieron cómo uno de sus principales adversarios se convertía en
su aliado entusiasta. Y llevamos tres años de sorpresas cuyo común
denominador son virajes bruscos, cambios de opinión y decisiones
desconcertantes.

Todo eso al nivel del discurso y la comunicación mediática, pero el país no


deja de ser el de siempre, el de la guerra sin cuartel, la economía egoísta, el
desempleo, la miseria, el empobrecimiento de las clases medias, la
trivialización de los dramas populares y la irresponsabilidad estatal.

Casi todo lo que dice el Gobierno parece más bien maquillaje político: cifras
de reducción de la pobreza que no se deben a la creación de empleo sino al
cambio del sistema de medición; índices de crecimiento económico que no se
traducen en disminución sino en incremento de la inequidad; una defensa de
los recursos naturales que no protege nada; una estrategia de devolución de
tierras que nunca sale de los titulares, que parece convencida de su propia
imposibilidad y que apenas cumple con dejar constancia de sus buenas
intenciones; un proceso de paz que no vincula a la comunidad, que no abre
horizontes de reconciliación, que no ofrece nada consistente a las víctimas.
471

Ojalá me equivoque, pero la política de paz del gobierno Santos podría


terminar siendo no más que una estrategia para mantener neutralizados a los
críticos del guerrerismo a ultranza y para asegurar la reelección de un
gobierno que no tiene nada que mostrar en casi ningún campo. Los paros
agrarios fueron una triste prueba de insensibilidad ante los hechos y de
irresponsabilidad en el cumplimiento de las promesas.

Qué duro sería para Colombia que al cabo de seis o siete años todo derivara en
una nueva ruptura del proceso, y que el Gobierno hubiera logrado mantener
mientras tanto acallada a la crítica, y a la expectativa a sectores de opinión que
pudieron hacerle exigencias reales a la administración.

Este gobierno no se caracteriza por su pacifismo, ni por su sensibilidad social,


ni por su afán modernizador, ni por su estrategia educativa, ni por un proyecto
de reformas convincentes, en un país tan necesitado de cambios que
despierten esperanza y gestos que convoquen a los ciudadanos al compromiso
y a la acción.

Y si señalo como responsable al Gobierno es porque nadie puede esperar, ni


es concebible, que sea la guerrilla la que marque la dinámica de esa
negociación, ni lidere los temas de la política, ni le abra horizontes de
convivencia y de progreso a Colombia. El Gobierno representa a las mayorías
electorales (aunque sabemos de qué manera se elige en Colombia), y
administra el tesoro público y tiene la legitimidad suficiente para tomar
decisiones.

Pero tenemos más bien la impresión de que nos gobiernan una mezcla de
astucia y cinismo, no la generosidad ni la grandeza de propósitos. La paz que
se respira en las carreteras se debe más a la política de Uribe que a la de
Santos; los subsidios que reciben algunos sectores populares también se deben
más al anterior gobierno. Y en cambio muchas de las grandes cosas que este
gobierno anuncia se parecen al estilo de las vallas que llenan las carreteras y
472

que algún caricaturista ha señalado como la manera más rápida y barata de


cambiar la infraestructura del país: el Photoshop.

¿Por qué no sabemos en qué va el proceso de paz? ¿Por qué tenemos que
reelegir a un gobernante que no ha mejorado en nada la dramática situación de
millones de personas, ni en la salud, ni en la educación, ni en las obras
públicas, ni en el empleo, ni en la productividad, ni en los horizontes del
progreso personal y familiar? ¿Por qué tenemos que confiar a ciegas en un
proceso de paz que el propio Gobierno se encarga de desprestigiar cada vez
que le ponen los micrófonos al frente? ¿Cómo quieren que el proceso nos
lleve a una verdadera reconciliación (y no veo qué otro fin podría tener un
proceso de paz verosímil) si todo el día muestran a sus interlocutores en la
mesa como a monstruos a los que hay que abatir?

Para eso, más sincero resulta el discurso de Álvaro Uribe, que no se anda con
eufemismos, que declara de frente que no está interesado en diálogos sino en
derrotar por la fuerza a esos grupos insurgentes. Allí por lo menos no hay una
discordia tan grande entre lo que se hace y lo que se predica.

El guerrerismo es malo, pero para la salud del país puede ser más peligrosa la
esquizofrenia.

* William Ospina
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4 Ene 2014 - 10:00 PM


Por: William Ospina

Ciego toda la vida a todo eso


Hay personas que piensan que la mejor manera de celebrar la modernidad es
no criticarla.

Curiosa actitud, porque si algo ha hecho posible el avance relativo de la


humanidad es el espíritu crítico de los insatisfechos, de los siempre vigilantes,
que saben que nuestra condición humana está llena de virtudes, pero también
de riesgos, y que lo peor es entregarse sin prudencia a las inercias de la
historia.

Todo poder abandonado a su vanidad y a sus impulsos termina embelesado


consigo mismo. La historia, que algunos ven como un ineluctable avance
hacia mejor, como un relato de mejoramiento y progreso, ha sido a menudo
una cadena de atrocidades, aquí y allá contrariada por algunos destellos de
nobleza, de inteligencia y de gracia.
474

Voltaire escribió que la humanidad sólo mira con respeto y con gratitud
aquellos momentos en que, a pesar de las discordias de los príncipes y del
fanatismo de los sacerdotes, el espíritu humano floreció y las artes alzaron su
canto. Dedicó la vida entera a combatir las arbitrariedades de la aristocracia y
a hacer una severa crítica de las costumbres. Su obra Cándido, un inventario
de calamidades y catástrofes, fue hecha no tanto para demostrar que el mundo
es un infierno cuanto para combatir la tesis beata de Leibniz de que todo aquí
es felicidad y perfección. Ya en el siglo XVIII había quien declarara que este
mundo había llegado a niveles de progreso abrumadores, pero poco después la
Revolución Francesa demostró que algunos no compartían ese entusiasmo.

Desde entonces prosperó la saludable tradición de que los intelectuales fueran


críticos del orden social, y contradictores de la tesis empresarial de que el
mundo es una mera fiesta para la pasividad y el consumo. El único tono que
funciona en la publicidad es el del optimismo rosa: todo es progreso, todo está
bien, nunca estuvimos mejor, y la humanidad está en espléndidas manos.

Ese discurso interesado admite prueba en contrario, y no sólo en nuestros


países violentos e inhóspitos. El hundimiento de generaciones enteras en la
edad de las adicciones, la proliferación de basuras industriales, el saqueo de la
naturaleza, el deterioro de las fuentes de agua, la aniquilación de las
costumbres y su reemplazo trivializado por modas y espectáculos, el cambio
climático, el cambio inconsulto de la dieta tradicional por los experimentos
afanosos de la industria transgénica: pero a los espíritus acomodados y a los
trompeteros del progreso les molesta que se hable de esas cosas.

Pretenden, asustadizos, que criticar el modelo es negar que haya habido algún
avance; pretenden torpemente que si se critica la gradual conversión de la
medicina en un negocio, donde lo único que importa es la rentabilidad, se está
abogando por un retorno a la falta de higiene, se está renunciando a los
antibióticos y a las vacunas, se está recomendando a los médicos que no se
laven las manos antes de las cirugías. Esa censura caricatural pretende ser una
475

defensa del progreso, pero en realidad es una renuncia a la principal virtud de


la especie: su capacidad crítica, su espíritu rebelde, su eterna y necesaria
insatisfacción.

La industria quiere hacernos creer que toda novedad comporta un progreso:


pero aunque lo pregona todo el día, nuestra edad no parece estar trabajando
para la felicidad humana y para la protección del planeta. Nunca como hoy
estuvo el mundo más afectado por los frutos de la industria y del comercio;
nunca viajaron tanto los alimentos antes de llegar a nuestra mesa; nunca hubo
como hoy una marea de basuras plásticas flotando a la deriva en una porción
considerable del océano Pacífico, en lo que llaman los expertos el sexto
continente; descontado el escandaloso arsenal atómico, nunca hubo tal
profusión de armas de fuego en el mundo, una por cada diez seres humanos, y
las fábricas creciendo; nunca hubo tantos químicos en los hogares.

Y esto no quiere decir que no haya habido progreso, quiere decir que quienes
menos lo ayudan son quienes lo aplauden todo con histeria, lo bueno y lo
malo, lo útil y lo atroz, lo benéfico y lo dañino, porque no utilizan criterios
sino emociones, y quieren adular su propia satisfacción. Esto no sería tan
grave: cada quien es dueño de decidir si quiere ser protagonista de cambios
históricos o apenas miembro del comité de aplausos de los poderes de este
mundo.

Lo que sí es un error es salir a denunciar como enemigos de la humanidad a


quienes la mantienen despierta con sus advertencias. Hasta los más
exagerados profetas de la catástrofe fueron siempre tolerados por los pueblos,
e incluso por los poderes del mundo, porque se entendía que hay algo benéfico
en que la humanidad no se abandone a su engreimiento, al narcisismo de las
pequeñas satisfacciones.

Existe algo mucho peor que el intelectual amargo y sombrío, que el Apemanto
que destila amarguras, que el Diógenes que de todo se burla y todo lo
cuestiona, y es el intelectual satisfecho que ve pasar sobre su cabeza los
476

grandes desastres y se esfuerza porque la humanidad no los mire. El que


prefiere denunciar a los otros, predicar el conformismo y bendecir el gran
negocio. Los verdaderos benefactores de la humanidad no dejan al poder
dormir tranquilo sino que lo molestan y lo incomodan, zumban y pican.

Hay un poema de Edgar Lee Masters sobre un poeta de pueblo, conformista y


holgado, que vivió “ciego toda la vida a todo eso”: a los sufrimientos y las
tragedias que había a su alrededor, a los solemnes cuadros de la naturaleza y
de la historia, y que apenas tejió variaciones sobre viejas metáforas, “mientras
Homero y Whitman rugían en los pinos”.

William Ospina*
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477

21 Dic 2013 - 11:17 PM


Por: William Ospina

La última palabra
La destitución del alcalde Petro y el debate que ha despertado muestran que la
dirigencia colombiana sigue muy satisfecha con la realidad que tenemos.

Ni modo de culparlos, porque de ese estado de cosas derivan su riqueza, su


poder y su soberbia. Pero al pueblo no le va igual de bien, y al país tampoco.

Es indiscutible que Petro ha cometido errores de vanidad y de inexperiencia.


Pero nadie puede acusarlo de hechos criminales, y no es sospechoso del mal
que carcome a Colombia: la corrupción. Sin embargo, desde que fue elegido
ya había una campaña para impedir que se posesionara, todo el tiempo ha
padecido maniobras impacientes para despojarlo del cargo que le dio la
ciudadanía.

Todos sabemos la razón. En la Alcaldía de Bogotá suelen ponerse a prueba los


futuros presidentes de la República. No se podía permitir que alguien que
pertenece con firmeza a la oposición tuviera éxito en el segundo cargo más
importante del país. Allí comenzó una campaña insomne y laboriosa para
desprestigiar al alcalde, un esfuerzo vigilante para buscar su caída. No llevaba
un año en el cargo y ya estaba en marcha una campaña revocatoria,
supuestamente por no haber cumplido su programa.

Pero nada despierta más resistencia en ciertos sectores que los intentos de
Petro por abrirle camino a su programa de gobierno. Porque difiere del
modelo que se ha venido aplicando en la ciudad hace mucho tiempo, y aunque
la izquierda ha gobernado varias veces, ninguno de esos alcaldes intentó
contrariar el poder de las empresas que manejan los grandes negocios
478

metropolitanos: no ignoraban la resistencia que están dispuestos a oponer al


que quiera abrir camino a otros intereses de la comunidad.

La decisión de Petro con los servidores del aseo pudo ser una imprudencia,
pero no es un delito. Los grandes empresarios, advertidos de la voluntad de no
renovar sus contratos, resolvieron con toda intención no recoger las basuras,
aunque es su deber legal prestar el servicio hasta el momento en que se los
reemplace. No se trataba de combatir un servicio privado, sino de racionalizar
un sistema que debe dar frutos para la sociedad, cumpliendo la ley que ordena
formalizar la labor de los recicladores.

En las ciudades modernas esperamos que salga agua del grifo, pero nunca nos
preguntamos de dónde viene limpia el agua y menos a dónde va después de
que hogares e industrias la contaminan y envilecen. Nos encanta no tener que
pensar. Del mismo modo nos gusta que los bienes de consumo nos lleguen
sofisticadamente empacados en cartones, celofanes y plásticos, pero miramos
con desprecio a esos seres anónimos “de rudas manos y de oscuros nombres”,
que a medianoche, para evitar que el mundo se hunda en un mar de desechos,
pasan por las calles reciclando nuestra basura.

A Petro también lo persiguen por pensar en ellos, por recordarnos que les
debemos respeto y gratitud. Y a la maniobra de esas empresas que no quieren
perder un negocio tan jugoso, el procurador, que ha convertido su cargo en un
tribunal de arbitrariedades, no sólo añadió la destitución sino la muerte
política del alcalde por 15 años. Su mensaje para la democracia es que
millones de electores se equivocan siempre, pero un inquisidor iluminado por
el rosario y la fe no puede equivocarse jamás.

Es una caricatura infame de la vieja república clerical que nunca acaba de irse,
y esa torpeza despertó la indignación de los ciudadanos, que se lanzaron a las
calles a demostrar que Colombia no es ya el país de Laureano Gómez y de sus
cruzadas intolerantes.
479

Todos saben que el procurador se excedió porque actúa con espíritu sectario y
fundamentalista. Todos saben que su decisión es un mensaje para los diálogos
de La Habana: que los negociadores sientan que no hay garantías para los que
se reinserten, que la democracia mantiene zonas de sombra con las cuales se
puede negar en el momento oportuno la voluntad ciudadana.

Pero es extraño que muchos que critican la decisión del procurador


recomienden, sin embargo, aceptar dócilmente la arbitrariedad, no poner
objeciones, no expresar el desacuerdo. Muchos han empezado más bien a
hacer cuentas alegres con la alcaldía vacante, y ya una legión de aspirantes
hace fila ante la Registraduría.

El golpe del procurador despertó a la democracia dormida, y los ciudadanos se


lanzaron a la calle a apoyar al alcalde. Entonces surgieron voces alarmadas
que veían en los discursos del alcalde llamados a la rebelión, y ciertos
editoriales hasta hablaron de una peligrosa polarización ideológica.

¿Es esa la democracia que algunos sueñan? Que mientras en el país impere un
solo discurso, el del procurador, el de la vieja dirigencia, el de los empresarios
que lo quieren todo, en el país reina la armonía. Pero cuando aparece una voz
disidente, otra manera de pensar, otro modelo de ciudad deseable; cuando el
país sale a las calles a expresar su voluntad pacíficamente, eso se llama
polarización ideológica.

La verdad es que su verdadero nombre es democracia: la posibilidad de que en


el espacio de la política se enfrenten posiciones distintas, para que ante ello la
mayoría tome sus decisiones.

Dos campañas simultáneas se alzaron contra Petro: la destitución por un


procurador sesgado y omnipotente, y la revocatoria impulsada por quienes ni
siquiera querían que se posesionara. Las dos se han abierto camino a la vez, y
Petro está enfrentando varios tentáculos de la misma hidra.
480

Pero como la democracia no puede seguir siendo un simulacro, nos falta otra
vez la decisión de las urnas. Y ya veremos si, después de que el pueblo decida,
todavía Torquemada quiere tener la última palabra.

* William Ospina

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