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EL BANCO DE ARGUMENTOS PREREVOLUCIONARIO

La previa de la revolución norteamericana


David Blanco Cortina
Maestría en filosofía, UNAL
Introducción

En el tercer capítulo de Los orígenes de la Revolución norteamericana (2012), Bailyn recoge las
premisas que conformaron el banco de argumentos que ambientó la Revolución antes de que se
derramara la primera gota de sangre. Las líneas de John Adams que abren el primer capítulo del
libro ponen de presente que, entre 1760 y 1775, la revolución se fue afianzando en la “mente del
pueblo”, no como una guerra premeditada contra Inglaterra, sino como una reflexión crítica sobre
el poder del Parlamento inglés en las colonias de Norteamérica. La guerra fue el colofón de dicha
reflexión (2012, p. 13).

Entre esos argumentos se encuentran algunos que hemos discutido en las sesiones previas del
seminario. En esta ponencia me concentraré en unas pocas premisas de ese nutrido banco con el
objeto de continuar la conversación sobre el problema del federalismo. Para ello, dividiré la
ponencia en tres partes: i) la antropología en tensión, ii) separación de poderes y contrapesos y iii)
las nociones de Constitución y derechos. Por último, plantearé unos comentarios finales y dejaré
esbozados algunos de los argumentos que quedan pendientes por desarrollar.

El punto de partida de la argumentación pre y pro-revolucionaria es la oposición entre las dos


esferas antagónicas que dividen el mundo político, tal como lo concebían los escritores pre-
revolucionarios, los folletistas: la esfera del poder y la de la libertad. La primera con una
agresividad connatural que se manifiesta en la tendencia a abusar de sus potestades y extender sus
límites. La segunda es la víctima que debe estar siempre vigilante y dispuesta resistir los abusos
del poder (2012, p. 69). Pero, ¿por qué la primera esfera, el poder, presenta esta tendencia
negativa a abusar de la libertad?

1. Una antropología en tensión

Las respuestas que reconstruye Bailyn (2012) presentan una ambigüedad de la que el autor no
parece percatarse. Al analizar la esfera del poder a partir de los folletos de los años previos a la
revolución se pueden encontrar dos tipos de respuestas. Las del primer tipo ponen el énfasis en la
naturaleza humana en el sentido de que el poder por sí mismo no es malo, sino que es la
“proclividad [de los hombres] a la corrupción y sus ansias de engrandecimiento” (p. 70) lo que
atrofia la legitimidad del poder: fundado en la necesidad de salir del estado de naturaleza y en el
consentimiento mutuo. Las del segundo tipo indican que la tendencia negativa deviene de ciertos
efectos del poder, ciertas tentaciones que el hombre es incapaz de resistir. No se trata de que haya
una naturaleza humana proclive a la corrupción. Es el poder que actúa sobre los hombres como
una droga nociva que produce adicciones, como el alcohol que “embriaga demasiado y conduce al
abuso” (p. 71).

Las dos clases de respuestas pueden ser conciliadas, pero mientras se concilian la tensión se
mantiene en función de las consecuencias que puede conllevar cada una. Schmitt (2016 [1932])
sugirió una correlación entre antropologías “pesimistas” y concepciones robustas del poder, como
la suya o la de Hobbes, y antropologías “optimistas” y concepciones reducidas o mínimas del
poder, como las que derivan de doctrinas liberales. Las primeras en tanto parten de la maldad
genética del hombre, requieren de un poder fuerte que lo contenga. Las segundas conciben el
poder como un mal necesario que debe reducirse a su mínima expresión para dejar “ser” al
individuo, capaz de administrar su libertad. Si tomamos en serio ciertos argumentos pre-
revolucionarios esta correlación debería revisarse o, al menos, matizarse.

Aquellos ideólogos de la revolución que suscribían la maldad natural del hombre, no querían un
poder más fuerte que los controlara porque, en últimas, este poder estaría en manos de hombres.
Su estrategia argumentativa apuntaba a una conclusión muy diferente: si el hombre es malo por
naturaleza, no sólo lo es en el trato paritario con sus semejantes sino que también lo será en el
ejercicio de cualquier poder, más aún si se trata del poder político. Luego, todo poder requiere
límites y restricciones que, a contrapelo, amplíen la esfera de la libertad . Por consiguiente, la
correlación planteada por Schmitt en El concepto de lo político no supone una conexión necesaria
entre la maldad del hombre y la perspectiva férrea del poder político. Se trataría, en el mejor de
los casos, de una relación contingente que depende de los intereses y las preocupaciones de
quienes la sostienen.

De hecho, nada impidió que algunos folletistas concibieran la maldad de los hombres y
reclamaran un espacio más amplio para la libertad. A menos que, en el fondo, dicha antropología
no llegue al pesimismo necesario que requiere Schmitt, sino que prevalezca el segundo tipo de
respuesta: no es que el hombre sea malo, sino que el poder lo corrompe. Bajo este entendido, no
hay una maldad natural inscrita en el corazón del hombre. Por el contrario, es su incapacidad para
resistir las tentaciones, su debilidad manifiesta lo que hace que el individuo extravíe el norte. Así,
la correlación se mantendría: una antropología “optimista” o positiva conlleva a ensanchar la
esfera de la libertad, mientras que la “pesimista”, conduce a reducirla. Mi punto es que Bailyn
pasó por alto las tensiones que revelan los argumentos antropológicos pre-revolucionarios.

2. Separación de poder y contrapesos

Ahora bien, ¿cómo se fortalece la esfera de la libertad frente al poder? Pues, poniéndole límites al
poder. En la sesión anterior del seminario, el profesor Lisímaco planteó que la cuestión de la
separación de poderes y el principio de pesos y contrapesos era una preocupación hobbesiana
genuina puesto que se trata de hacer el poder más estable. Sin embargo, los argumentos que
ambientaron la revolución norteamericana, tal como los recoge Bailyn, parecen contradecir dicho
planteamiento: la separación de los poderes no apunta a la estabilidad del poder, aunque ese pueda
ser uno de sus efectos, sino que está encaminada a proteger las libertades individuales. En tal
sentido, no surge de una preocupación por el poder, sino de una preocupación por la libertad.

La supresión de las libertades se debía a la incapacidad del “pueblo” para mantener controles
eficaces sobre quienes detentaban el poder. A su turno, la vigencia de las libertades dependía de
los estrictos controles sobre el poder. Para los pre-revolucionarios, el ejemplo a seguir en esta
materia eran los ingleses cuyo legado libertad estaba relacionado, de forma estrecha, con el
equilibrio de fuerzas entre los distintos segmentos de la sociedad o clases sociales representados
por la Corona (poder ejecutivo: monarquía), los lores (la nobleza: aristocracia) y los comunes (el
pueblo: la democracia) (2012, pp. 76-81). En la previa a la revolución, el sistema de pesos y
contrapesos inglés constituía un paradigma: “[l]a misma idea de libertad encontraba sus límites en
la preservación de este equilibrio de fuerzas [sociales]” (p. 87). La garantía de las libertades
presuponía un balance entre los poderes. En esto, Inglaterra sirvió tanto de guía como de
contraejemplo: en vísperas de la revolución el virtuoso diseño inglés devino en corrupción y
depravación (pp. 96-98) y lo que antes fue apreciado, ahora justificaba la rebelión. Lo
cuestionable no era el equilibrio de fuerzas o la división de poderes, sino la distorsión a la que
llevó un diseño defectuoso como el de Inglaterra.

Esto permite apreciar con nuevas luces uno de los problemas que suscitó la discusión sobre El
sentido común de Paine en la segunda sesión del seminario. El profesor Lisímaco sostuvo que
Paine no era amigo del federalismo ni de la separación de poderes, por las duras críticas que le
dedicó a los pesos y contrapesos en el sistema inglés. No obstante, si la lectura que hace Bailyn es
acertada, los pre-revolucionarios profesaban una amplia simpatía hacia dicho sistema, aunque
reconocían su deterioro progresivo debido a la creciente corrupción de los que ostentaban el poder
ejecutivo. El ataque no era contra la separación de poderes, sino que contra el diseño adoptado por
Inglaterra.

Ello explica que mientras Paine, en El sentido común, denigraba de la constitución inglesa (1949
[1776], p. 41), en los Primeros principios del gobierno abogaba por la división entre los poderes
legislativo y ejecutivo. El primero previsto para decretar leyes, el segundo encargado de ponerlas
en práctica: “Si la primera decide y la última no ejecuta, es un estado de imbecilidad; y, si la
última ejecuta sin que proceda la determinación de la primera es una estado de frenesí” (1949, p.
80). En este marco interpretativo, la tesis planteada por el profesor Lisímaco parece venirse a
menos. El alegato de Paine es contra la perversión del sistema inglés, mas no contra la separación
de poderes. Por tanto, nada impediría prima facie que Paine comulgara con el federalismo. Esto
nos lleva a otra cuestión: ¿es posible desconectar la idea de separación de poderes del principio de
pesos y contrapesos?

En la discusión sobre Locke (2014 [1690]), algunos compañeros destacaron que este autor
concibió la separación de poderes, pero no el equilibrio y contrapesos entre ellos. Bailyn (2012)
parece sugerir en la nota 16 que, en efecto, se pueden tratar por separado “los conceptos de
equilibrios y controles, constitución mixta y la separación de poderes” en relación con Inglaterra.
Algo que algunos pre-revolucionarios confundieron y entremezclaron (pp. 82-83). Sin embargo,
en lo que toca a los capítulos 1-3, Bailyn no desarrolla ni explica esta supuesta distinción
conceptual. Como es obvio, las nociones pueden ser independientes a nivel conceptual, aunque en
la práctica se encuentren relacionados o presenten ciertos “aires de familia”. La inquietud reside
en cómo es la relación entre la separación de poderes y el principio de pesos y contrapesos: ¿se
puede hablar de una sin la otra?

Creo que la noción de pesos y contrapesos presupone la de separación de poderes, mientras que la
separación de poderes no implica un sistema de equilibrio y límites recíprocos entre ellos. Pero no
porque carezcan de restricciones, sino porque uno de los poderes separados se puede erigir en el
supremo que impone límites a los demás, como sucede en Paine y, en menor medida, en Locke.
En este último, es más claro que aunque el poder supremo sea el legislativo, el ejecutivo conserva
un campo de acción ante el cual, incluso, las leyes “deben ceder” por el bien y la protección de la
comunidad (2014, par. 159). Aquí quizá pudiese decirse que lo que limita, en últimas, el poder
supremo del legislador es la ley de la naturaleza que promueve el bienestar de la comunidad, y no
el poder ejecutivo en sentido propio. En cualquier caso, la idea de separación de poderes siempre
implica algún tipo de límites frente a los mismos y ello no se debe a la preocupación por la
estabilidad y la conservación del poder, sino al deseo de preservar la libertad.
3. Constitución y derechos

Bailyn (2012) parece sugerir una distinción entre dos nociones de “constitución”. Una que
corresponde a lo que “nosotros” entendemos por constitución y la constitución tal como la
entendían los pre-revolucionarios. Esta última comprensión asume la “constitución” como un
“organismo viviente” compuesto por las instituciones, las leyes, los principios y los fines que
definen una cultura, que suministran un horizonte de sentido cultural para las acciones y la
identidad individual y colectiva.

La primera comprensión, la nuestra, entiende la “constitución” como un proyecto preconcebido y


una “declaración de derechos cuya modificación trasciende las facultades de la legislación
ordinaria” (pp. 78-79). Pero más que una diferencia sustancial o cualitativa, parece haber allí un
continuum entre la comprensión revolucionaria de la constitución y la comprensión actual.
Aunque debe reconocerse que esta última ha eclipsado la comprensión vital y cultural de la
constitución. De allí que sea necesario “compilar recordatorios” para no olvidar el sentido
primigenio de constitución. Uno de estos recordatorios es el catálogo de derechos fundamentales e
inviolables que reclaman protección, como elemento “esencial” de las constituciones. Bailyn
(2012) señala que hay una ambigüedad en la caracterización de estos derechos, cuya defensa
constituye el lietmotiv de la revolución. Para los folletistas se trata de derechos que pertenecen a
la esfera de las libertades inalienables e irrevocables del pueblo y, al mismo tiempo, corresponden
a las especificaciones contenidas en la ley inglesa.

No obstante, algunos folletistas destacan la imposibilidad de codificar todos los derechos


naturales del hombre (pp. 88-89). Esta ambivalencia es la que se encuentra en Paine (1949)
cuando trata indistintamente la libertad, la seguridad y la igualdad de derechos como los fines
últimos de la revolución, sin suministrar nociones precisas al respecto. De allí que Bailyn avance
una conjetura abarcadora: la libertad se concebía “como el ejercicio, dentro de los límites de la
ley, de los derechos naturales” (2012, p. 89) y para posibilitar este ejercicio era menester
conservar un equilibrio entre los poderes que no tuviese signado el fracaso, como el sistema
inglés. De nuevo, la separación de poderes sirve, en principio, a la libertad y no al poder.

Comentarios finales: sociedad y gobierno

En la sesión anterior algunos participantes del seminario sugirieron que en Locke no había
distinción entre sociedad civil y gobierno. Nada más contrario a la literalidad del texto. Gran parte
de los parágrafos del Segundo tratado del gobierno civil (2014) evidencian que el autor inglés
tenía clara la diferencia entre estado de naturaleza, sociedad y gobierno. Indicaré tres aspectos que
soportan tal distinción. En primer lugar, no hay ninguna conexión necesaria entre estado de guerra
y estado de naturaleza. En consecuencia, puede haber estado de guerra sin que por ello se entienda
que la sociedad se disolvió o que regresamos al estado de naturaleza: “la fuerza que se ejerce sin
derecho y que atenta contra la persona de un individuo produce un estado de guerra, tanto en los
lugares donde hay un juez común como en los que no lo hay” (2014, par. 19). Si hay un juez
común es porque estamos en sociedad y si, en este contexto, puede generarse un estado de guerra,
entonces sociedad y estado de guerra no se excluyen mutuamente.

En segundo lugar, Locke explica de forma esquemática los pasos desde el estado de naturaleza al
gobierno. Cuando pasamos del estado de naturaleza al estado social, encargamos el poder a un
gobierno o unos gobernantes para el bienestar de la propia sociedad (par. 171). El único tipo de
Estado en el que el gobierno y la sociedad coinciden es la democracia perfecta (par. 132). Incluso,
Locke lo plantea en términos aún más claros al señalar que el poder despótico o absoluto es
incompatible con la sociedad civil. El apellido no lo pongo yo, lo pone Locke: “…el dominio
absoluto, dondequiera que radique, está tan lejos de ser compatible con una sociedad civil que se
opone a ella en la misma medida en que la esclavitud se opone a la propiedad” (par. 174 –énfasis
agregado). Ahora bien, cuáles son los alcances y límites del concepto de sociedad civil en Locke
es otra discusión.

En tercer lugar, lo que se disuelve mediante la desobediencia civil del pueblo es el gobierno y no
la sociedad. Aunque ello no implica que la sociedad sea indisoluble. Cuando el gobierno se
disuelve, el poder revierte a la sociedad. Cuando es la sociedad la que acaba, el poder revierte a
los individuos que regresan al estado de naturaleza (par. 243). Se trata de procesos distintos: la
disolución del gobierno y de la sociedad. En algunos eventos, el rompimiento del primero puede
traer aparejada la disolución de la segunda. Esta es la tensión en la que se apoyan los pre-
revolucionarios para aseverar que la sumisión es un delito cuando se le tributa obediencia a un
gobierno que incumple sus deberes y lleva a sus gobernados a la miseria y la esclavitud (2014, p.
102).

En tal sentido, ¿quién decide cuando un gobierno incumple sus deberes? En principio, la mayoría,
la mitad más uno de los que votan, diría Locke. Sin embargo, consciente de la fragilidad de esa
respuesta, acudiría a una instancia superior: el juez supremo de los cielos, lo que bien pudiese
entenderse en un sentido metafórico y no literal: “cada hombre juzgará por sí mismo, en este y en
todos los demás casos, si otro hombre se ha puesto en estado de guerra con él, y si debe apelar al
Juez Supremo, como hizo Jefté” (par. 241). El criterio para resolver tal pregunta, que aparece en
distintos lugares del Segundo tratado y no sólo al final, puede no ser fácil ni pacífico. Pero puede
y debe ser construido.

Para terminar esta ponencia dejaré indicados algunos aspectos del capítulo tercero de Bailyn
(2012) que, por razones de espacio, no pude desarrollar aquí. Entre ellos se encuentran a) la
relación entre las virtudes sociales y la estabilidad de las formas de gobierno, b) la presunta
predestinación del pueblo norteamericano para propagar la libertad por todo el mundo, que parece
hundir sus raíces en el período pre-revolucionario, c) la importancia de la composición popular de
los jurados como parte del equilibrio de fuerzas y la claridad de ciertos folletistas para la
constitución de un poder judicial independiente que contrarrestara el poder ejecutivo (libertad vs.
prerrogativas) y d) el papel de los supuestos básicos de la historia y la teoría política en la
ideología previa a la revolución.

Bibliografía

Bailyn, Bernard (2012), Los orígenes ideológicos de la Revolución norteamericana (trad. Antonio
Lastra). Madrid: Tecnos.
Locke, John (2014 [1690]), Segundo tratado sobre el gobierno civil (trad. Carlos Mellizo).
Madrid: Alianza Editorial.
Paine, Thomas (1949 [1776]), La independencia de la costa firme justificada (trad. Manuel
García de Sena). Caracas: Instituto Panamericano de Geografía e Historia.
Schmitt, Carl (2016 [1932]), El concepto de lo político (trad. Rafael Agapito). Madrid: Alianza
Editorial.

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