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CHOAY, François (2007) Alegoría del patrimonio. 1ª ed. 1992.

Barcelona: Gustavo Gili, 2007


Introducción (p. 7-24)
MONUMENTO Y MONUMENTO HISTÓRICO

“Patrimonio1. Esta palabra tan antigua y hermosa estaba inicialmente enlazada a las
estructuras familiares, económicas y jurídicas de una sociedad estable, arraigada en el
espacio y en el tiempo. Recalificado por diversos adjetivos (genético, natural, histórico,
etc.) que lo han transformado en un concepto “nómada”2, el término prosigue hoy una
trayectoria diferente y resonante.
Patrimonio histórico. Expresión que designa un fondo destinado al disfrute de una
comunidad planetaria y constituido por la acumulación continua de una diversidad de
objetos agrupados por su común pertenencia al pasado: obras maestras de las bellas
artes y de las artes aplicadas, trabajos y productos de todos los saberes y habilidades
humanas, En nuestra sociedad errante, incesantemente transformada por la movilidad
y la ubicuidad de su presente, la expresión “patrimonio histórico” ha llegado a ser uno
de los términos clave de la tribu mediática. Remite a una institución y a una
mentalidad.
La transferencia semántica sufrida por el término señala la opacidad de la cosa. El
patrimonio histórico y las conductas asociadas a él se encuentran inmersos en
estratos de significaciones cuyas ambigüedades y contradicciones articulan y
desarticulan dos mundos y dos visiones del mundo.
El culto rendido hoy al patrimonio histórico requiere mucho más que la constatación de
una satisfacción. Es preciso preguntarse sobre su sentido porque éste culto, olvidado y
a la vez rutilante, revela un estado de la sociedad y de los interrogantes que la habitan.
Y tal es la perspectiva con la que aquí lo encaro.
Entre tantas cosas categóricas del fondo inmenso y heterogéneo del patrimonio
histórico, retengo como ejemplar la que concierne más directamente al marco de vida
de todos y de cada uno: el patrimonio edificado. En el pasado, se habría hablado de
los monumentos históricos, pero las dos expresiones ya no son sinónimas. A partir de
la década de 1960, los monumentos históricos constituyen sólo una parte de una
herencia incesantemente incrementada por la anexión de nuevos tipos de bienes y por
la ampliación del marco cronológico y de las áreas geográficas en las que tales bienes
se inscriben.
En Francia, en el momento de la creación de la primera Comisión des Monuments
Historiques, en 1837, las tres grandes categorías de monumentos históricos estaban
constituidas por los vestigios de la antigüedad, los edificios religiosos de la edad media
y algunos castillos. En el período que siguió a la II Guerra Mundial, el número de
bienes inventariado se había multiplicado por diez pero su naturaleza apenas se había
alterado: pertenecen, esencialmente, a la arqueología y a la historia de la arquitectura
culta. Desde ese momento, todas las formas del arte de edificar –cultas y populares,
urbanas y rurales, todas las categorías de edificios, públicos y privados, suntuarios y
utilitarios- han sido incorporadas bajo nuevas denominaciones: arquitectura menor,
expresión proveniente de Italia para designar construcciones privadas no
monumentales construidas a menudo sin la intervención de arquitectos; arquitectura
vernácula, expresión proveniente de Inglaterra para distinguir edificaciones marcadas
por el terruño; arquitectura industrial –de las fábricas, estaciones y altos hornos-,
expresión acuñada primero por los ingleses.3 Finalmente, el dominio patrimonial ya no
se limita a los edificios individuales, incluye conjuntos de edificaciones y tejidos
urbanos: manzanas y barrios urbanos, aldeas, ciudades completas e incluso conjuntos

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de ciudades,4 como refleja “la lista” del Patrimonio Mundial establecida por la
UNESCO.
Hasta la década de 1960, el marco cronológico en el que se inscriben los monumentos
históricos carecía de límites -no como ahora- hacia las fuentes del pasado,
coincidiendo así con el de la investigación arqueológica. Y hacia adelante no llegaba a
traspasar los límites de la segunda mitad del siglo XIX. Hoy los belgas lamentan la
desaparición de la Maison du Peuple (1896), obra maestra de Víctor Horta, demolida
en 1968, y los franceses la de Les Halles de Víctor Baltard, destruidas en 1970, a
pesar de las enérgicas protestas llegadas de toda Francia y del mundo entero. Aunque
prestigiosas, estas voces eran las de una minoría confrontada a la indiferencia
general. Tanto para la administración pública como para la mayoría de las personas,
los ligeros pabellones encargados por Napoleón III y Haussmann no cumplían más
que una función trivial que les impedía formar parte de la clase de los monumentos.
Pertenecían, además, a una época conocida por su mal gusto. En la actualidad, una
parte del París haussmanniano está declara monumento y, en principio y desde
entonces, es intocable. Lo mismo ocurre con la arquitectura modern style, ilustrada en
Francia en el cambio de siglo por Hector Guimard, Jules-Aimé Lavirotte y la escuela de
Nancy, y cuya breve carrera llevó inmediatamente a asimilarla a una moda y a
menospreciarla.
El siglo XX mismo ha forzado las puertas del dominio patrimonial. Ahora estarían sin
duda clasificados y protegidos el hotel Imperial de Tokio, obra maestra de Frank Lloyd
Wright (1915) que resistió a los sismos y que fue demolido en 1968; los talleres Esders
de Auguste Perret (1919), demolidos en 1960; los grandes almacenes Schocken
(1924) de Erich Mendelsohn en Sttutgart, demolidos en 1955; y el consultorio de Louis
kahn en Philadelphia (1954), demolido en 1973. Recientemente en Francia, una
comisión encargada del “patrimonio del siglo XX” ha trabajado en la elaboración de
criterios y tipologías con el fin de no dejar escapar ningún testimonio históricamente
significativo. Los propios arquitectos también se han interesado por la protección de
sus obras. Le Corbusier había empezado, en vida, a buscar la protección de sus
realizaciones, once de las cuales hoy ya están clasificadas como monumento histórico
y catorce protegidas mediante otras figuras patrimoniales. La Villa Savoye ha sido
objeto de varias campañas de restauración más costosas que las de numerosos
monumentos medievales.
Finalmente, la noción de monumento histórico y las prácticas de conservación que lo
acompañan se han expandido fuera del ámbito europeo en el que nacieron, su
territorio exclusivo durante largo tiempo. También es cierto que la década de 1870 vio,
en el marco de la apertura de la era Meiji, la discreta entrada del concepto de
monumento histórico en Japón:5 para ese país que había vivido sus tradiciones como
parte del presente, que no conocía otra historia que la dinástica, que sólo concebía el
arte -antiguo o moderno- como algo vivo, y que conservaba sus monumentos nuevos
gracias a su reconstrucción ritual, la asimilación del tiempo occidental pasaba por el
reconocimiento de una historia universal, por la adopción del museo y por la
preservación de los monumentos como testimonios del pasado.
En la misma época, los EE.UU eran los primeros en proteger su patrimonio natural, sin
llegar a interesarse en la conservación de su patrimonio edificado, una preocupación
más reciente que se inició con la protección de las residencias privadas de las grandes
personalidades nacionales. En cuanto a China6, ajena a estos valores durante largo
tiempo, ha abierto y explotado sistemáticamente el filón de sus monumentos históricos
desde la década de 1970.

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La primera conferencia internacional para la conservación de los monumentos
históricos, realizada en Atenas en 1931,7 reunió sólo a europeos. A la segunda,
efectuada en Venecia en 1964, asistieron ya tres países no europeos; Túnez, México y
Perú. Quince años más tarde, ochenta países pertenecientes a los cinco continentes
habían firmado la Convención del Patrimonio Mundial.
La triple extensión tipológica, cronológica y geográfica de los bienes patrimoniales está
acompañada por el crecimiento exponencial de su público.
El acuerdo patrimonial y la concertación de las prácticas de conservación no
transcurren, sin embargo, sin disonancias. Los logros alcanzados empiezan a inspirar
inquietudes: ¿no llegarán a engendrar la destrucción de su objeto?8 Los efectos
negativos del turismo no se hacen sentir solamente en Florencia o en Venecia. La
antigua ciudad de Kioto se degrada día a día. En Egipto, ha sido necesario cerrar las
tumbas del Valle de los Reyes. En Europa, como en otras partes, la inflación
patrimonial es combatida y denunciada también por otros motivos: costos de
mantenimiento, falta de adaptación a los usos actuales, efecto paralizante sobre
grandes proyectos de ordenación territorial. Se invocan igualmente la necesidad de
innovar y las dialécticas de la destrucción que, a lo largo de los siglos, han ido
estableciendo la sucesión de los antiguos por los nuevos monumentos. De hecho, y
sin remontarse hasta la antigüedad o a la edad media y limitándose al sólo ámbito de
Francia, baste recordar los centenares de iglesias góticas que fueron destruidas
durante los siglos XVII y XVIII para su “embellecimiento” y reemplazadas por edificios
barrocos o clásicos. Pierre Patte, el arquitecto de Luis XV, preconizaba “el abandono” 9
de todas las construcciones góticas en su Plan para la Mejora y el Embellecimiento de
París. Los mismos monumentos de la antigüedad, por muy prestigiosos que fueran en
el período clásico, no dejaban por ello de ser destruidos -como ocurrió con el palacio
de Tutela10 en Burdeos- desde el momento que obstruían los proyectos de
modernización de ciudades y de territorios.
En Francia, la tradición de destrucción edificatoria y de modernización ilustrada por
tales ejemplos sirve hoy de aval y de justificación a numerosos políticos cuando se
oponen a los planteamientos de los arquitectos responsables del patrimonio y de las
comisiones de monumentos históricos y sectores protegidos. En nombre del progreso
técnico y social, de la mejora de las condiciones de vida, el teatro de Nimes -clave de
un conjunto neoclásico único en el país- ha sido reemplazado por un centro cultural
polivalente. El mismo tipo de argumentos continúa siendo esgrimido en el Magreb y en
Oriente Próximo para justificar la destrucción o la alteración de las medidas: tanto en
Túnez11 como en Siria o en Irán, la voluntad política de modernización ha sido
apoyada por la ideología del CIAM12 y sus vedettes.
Los arquitectos invocan, por su parte, el derecho de los artistas a la creación. Quieren,
como sus predecesores, marcar el espacio urbano y no ser relegados fuera de sus
límites ni verse condenados al pastiche en las ciudades históricas. Recuerdan que, en
una misma ciudad, o en un mismo edificio, los estilos han coexistido -yuxtapuestos y
articulados- a lo largo del tiempo. La historia de la arquitectura, desde la época del
románico a la del gótico flamígero o a la del barroco, puede leerse en algunos de los
grandes edificios religiosos europeos: en las catedrales de Chartres, de Nevers, de
Aix-en-Provence, de Valence o de Toledo. La seducción de una ciudad como París
proviene de la diversdad estilística de sus arquitecturas y de sus espacios. Éstos no
deben ser inmovilizados por una conservación intransigente sino continuada: de ahí la
pirámide del Louvre.
Los propietarios, por su parte, reivindican el derecho a disponer libremente de sus
bienes para extraer los placeres o los beneficios de su elección. Argumentos que

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chocan, en Francia, con una legislación que privilegia el interés del público. Pero que
no dejan de prevalecer, sin embargo, en los EE.UU, donde la restricción a la libre
disposición del patrimonio histórico privado se considera una limitación de la libertad
de los ciudadanos.
Las voces discordantes de los adversarios son tan poderosas como su determinación.
No hay día en que no surjan nuevos casos. Las amenazas permanentes que pesan
sobre el patrimonio no impiden, sin embargo, un amplio consenso en favor de su
conservación y de su protección en las sociedades industriales avanzadas,
oficialmente defendidos en nombre de los valores científicos, estéticos, memoriales,
sociales y urbanos encarnados en ese patrimonio. Así, un antropólogo americano
sostiene que, a través de la mediación del “turismo de arte”, el patrimonio edificado
será el lazo federador de la sociedad mundial.13
Consenso / contestación: las razones y los valores invocados en favor de cada
posición requieren un examen y una evaluación críticos. Inflación: se la ha podido
atribuir a alguna estrategia política, incluye muy evidentemente una dimensión
económica y señala, sin duda, una reacción ante la mediocridad del urbanismo
contemporáneo. Sin embargo, estas interpretaciones de las conductas patrimoniales
no son suficientes a la hora de explicar su extraordinario desarrollo. Ni logran,
tampoco, agotar su sentido.
Indagar en el enigma de ese sentido constituye, justamente, mi propósito: la zona
semántica del patrimonio edificado en vías de constitución, escasamente penetrable, a
la vez fría y candente. Para situarme, me remontaré en el tiempo en busca de unos
orígenes pero no de una historia; utilizaré imágenes y referencias concretas, pero no
haré un inventario. Y previamente hay que precisar -al menos provisionalmente- el
contenido y la diferencia entre dos términos que sirven de base al conjunto de las
prácticas patrimoniales: monumento y monumento histórico.
¿Qué entender, en primer lugar, por monumento? En francés, el sentido original del
término es aquel del latín monumentum, a su vez derivado de monere (avisar,
recordar), aquello que interpela a la memoria. La naturaleza afectiva de su vocación es
esencial: no se trata de constatar cosa alguna ni, tampoco, de entregar una
información neutra sino de suscitar, con la emoción, una memoria viva. En este primer
sentido, el término monumento denomina a todo artefacto edificado por una
comunidad de individuos para acordarse de o para recordar a otras generaciones
determinados eventos, sacrificios, ritos o creencias. La especificidad del monumento
consiste entonces, precisamente, en su modo de acción sobre la memoria que utiliza y
moviliza por medio de la afectividad, para que el recuerdo del pasado haga vibrar al
diapasón del presente. Ese pasado invocado, convocado, en una suerte de hechizo,
no es cualquiera: ha sido localizado y seleccionado por motivos vitales, en tanto que
puede contribuir directamente a mantener y preservar la identidad de una comunidad
étnica, religiosa, nacional, tribal o familiar. El monumento es, tanto para quienes lo
edifican como para los que reciben sus mensajes, una defensa contra los
traumatismos de la existencia, un dispositivo de seguridad. El monumento asegura, da
confianza, tranquiliza al conjurar el ser del tiempo. Garante de los orígenes, el
monumento calma la inquietud que genera la incertidumbre de los comienzos. Desafío
a la entropía y a la acción disolvente que el tiempo ejerce sobre todas las cosas,
naturales y artificiales, el monumento intenta apaciguar la angustia de la muerte y de la
aniquilación.
Esta manera de relacionarse con el tiempo vivido y con la memoria -o, en otros
términos, su función antropológica- constituye precisamente la esencia del
monumento. Todo lo demás es contingente y, consecuentemente, diverso y variable.

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Lo vimos en lo que toca a los destinatarios, y lo mismo sucede con sus expresiones y
formas: tumba, templo, columna, arco del triunfo, estela, obelisco, tótem.
El monumento se asemeja fuertemente a un universal cultural. Parece estar presente,
bajo una multiplicidad de formas, en todos los continentes y prácticamente en todas
las sociedades, posean o no escritura. Según los casos, el monumento rehúsa las
inscripciones o bien las acoge, parsimoniosa o liberalmente hasta, a veces, recubrirse
con ellas y esbozar una deriva hacia otras funciones.
Sin embargo, el papel del monumento, en su sentido original, ha perdido su
importancia de forma progresiva en las sociedades occidentales, tendiendo a borrarse
en tanto que el término mismo adquiría otras significaciones. Los léxicos lo atestiguan.
Ya en 1689, Antoine Furetiére parece otorgarle un valor arqueológico en detrimento de
su valor memorial: “Testimonio que nos queda de algún gran poderío o grandeza de
los siglos pasados. Las pirámides de Egipto, el Coliseo, son hermosos monumentos
de la grandeza de los reyes de Egipto, de la república romana”. Algunos años más
tarde, el Dictionnaire de l´Académie Française instala correctamente el monumento en
su función memorial para el presente, pero sus ejemplos traicionan un sesgo esta vez
hacia los valores de estética y de prestigio: “Monumento ilustre, soberbio, magnífico,
duradero, glorioso”.14
Esta evolución es confirmada, un siglo después, por Quatremére de Quincy. Éste
observa que “aplicado a las obras de arquitectura” el término monumento “designa un
edificio construido sea para eternizar el recuerdo de cosas memorables, sea
concebido, edificado o dispuesto para llegar a ser un agente de embellecimiento y de
magnificencia en las ciudades”. Y prosigue indicando que, “bajo este segundo aspecto,
la idea de monumento, más relativa al efecto del edificio que a su objetivo o a su
utilización, puede convenir y aplicarse a todos los tipos de edificios”.15
Es cierto que los revolucionarios de 1789 no cesaron de soñar con monumentos ni de
construir en el papel los edificios por medio de los cuales querían declarar la nueva
identidad de Francia.16 No obstante, si estos proyectos están efectivamente destinados
a servir a la memoria de las futuras generaciones, también actúan en otro registro. La
evolución, que puede rastrearse en los diccionarios del siglo XVII, era irreversible. El
monumento denota desde entonces el poder, la grandeza, la belleza: le corresponde
explícitamente manifestar los grandes designios públicos, promover estilos, dirigirse a
la sensibilidad estética.
Actualmente, el sentido del término “monumento” ha seguido avanzando. Al placer
dispensado por la belleza del edificio le han seguido el deslumbramiento o el asombro
provocados esta vez por la proeza técnica, así como una versión moderna de lo
colosal en la que Hegel había visto el inicio del arte entre los pueblos de la alta
antigüedad oriental. A partir de ese momento, el monumento se impone a la atención
sin trasfondo, interpelando en el instante, trocando su antiguo estatuto de signo por el
de señal. Por ejemplo: el inmueble Lloyd´s en Londres, la torre de Bretagne en Nantes,
o el Arco de la Defensa en París.
La progresiva desaparición de la función memorial del monumento tiene, sin duda,
muchas causas. Evocaré sólo dos, ambas inscritas en la continuidad del tiempo. La
primera tiene que ver con el lugar cada vez mayor que, desde el renacimiento, las
sociedades occidentales otorgan al concepto arte17. Anteriormente, los monumentos
estaban destinados a acercar los hombres a Dios o a recordarles su condición de
criaturas, y exigían de quienes los edificaban la mayor pericia y perfección en su
trabajo, por ejemplo una gran luminosidad y una rica ornamentación. Pero no se
trataba de belleza. Al otorgar a la belleza su identidad y su estatus, transformándola en
el fin supremo del arte, el Quattrocento la asocia a toda celebración religiosa y a todo

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memorial. Y si Leon Battista Alberti, quien fuera el primero en teorizar sobre la belleza
arquitectónica, todavía conserva piadosamente la noción original de monumento,
también es, sin embargo, quien inicia la progresiva sustitución del ideal de memoria
por aquél de belleza.
La segunda causa reside en el desarrollo, perfeccionamiento y difusión de las
memorias artificiales. Su paradigma venenoso fue, en Platón, la escritura.18 Sin
embargo, la hegemonía memorial del monumento no se verá amenazada hasta que la
imprenta entregue a la escritura un poder sin precedentes en la materia.
El perspicaz Charles Perrault queda encantado al ver cómo, por la multiplicación de
los libros, desaparecen las presiones que pesaban sobre la memoria: “hoy (…) ya no
se aprende casi nada de memoria porque se tienen libros que se leen, a los que se
puede acudir en caso de necesidad y cuyos pasajes se citan con más seguridad, pues
se pueden copiar, sin que medie la fe en la memoria, como se hacía antes”.19
Entregado a su júbilo de hombre de letras, no imagina que el inmenso tesoro de
conocimientos puesto a la disposición de los doctos contenga en sí una práctica del
olvido y que las nuevas prótesis de la memoria cognitiva sean nefastas para la
memoria orgánica. Desde fines del siglo XVIII, el término “historia” designa una
disciplina cuyo saber, cada vez mejor acumulado y conservado, guarda las apariencias
de la memoria viva en el mismo momento que la suplanta y que debilita sus poderes.
Sin embargo, la historia “solo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario
estar excluido”:20 la fórmula expresa, hasta el abismo, la diferencia y el papel inverso
del monumento, cuya presencia de objeto metafórico está encargada de revivir un
pasado privilegiado y sumergir en él nuevamente a quienes lo contemplan.
Siglo y medio después del elogio de Perrault, Victor Hugo pronuncia la oración fúnebre
del monumento, condenado a muerte por la aparición de la imprenta.21 Su intuición de
visionario se ha visto confirmada por la creación y el perfeccionamiento de nuevos
modos de conservación del pasado: memorias de las técnicas de grabación de la
imagen y del sonido que encierran y entregan el pasado bajo una forma más concreta,
ya que está directamente dirigida a los sentidos y a la sensibilidad, “memorias” -más
abstractas y desencarnadas- de los sistemas electrónicos.
Veamos el caso de la fotografía. Roland Barthes ha comprendido que este “objeto
antropológicamente nuevo” no iba ni a competir con ni a recusar a la pintura. “No es el
Arte, ni la Comunicación, es la Referencia, que es el orden fundador de la fotografía”.
La fotografía aparece así como una prótesis de un nuevo género: entrega “un nuevo
orden de pruebas”, “ningún escrito puede proporcionarme tal certidumbre”. Este poder
de autentificar se debe, sin duda, a las reacciones químicas que hacen de la fotografía
una “emanación del referente”, confiriéndole al mismo tiempo el poder de resucitar.
Porque, por la mediación del halogenuro de plata, “la foto del ser desaparecido viene a
impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella”.
Barthes supo percibir y analizar la duplicidad de la fotografía, las dos caras de este
nuevo pharmakon dotado del poder singular de jugar sobre los dos registros de la
memoria: confirmar una historia y hacer vivir un pasado muerto. De allí también los
riegos de usurpación y de confusión. Barthes los denuncia nombrando las dos
maneras en que la fotografía actúa sobre nosotros. El studium designa una atracción
reflexiva, un interés exterior, que, sin embrago, afecta. El éxtasis, que hace volver a la
conciencia “la carta misma del tiempo”,22 es un movimiento revulsivo, alucinante, a
propósito del cual surge varias veces el término “locura”. Esta locura de la fotografía,
que hace coincidir el ser y el afecto es, efectivamente entonces, de la misma
naturaleza que el hechizo suscitado por el monumento. La afirmación de la cámara
lúcida según la cual la sociedad moderna ha renunciado al monumento se moderará

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diciendo que la fotografía es una forma de monumento adaptado al individualismo de
nuestra época: el monumento de la sociedad privada, que permite a cada uno obtener
secretamente el regreso de los muertos, privados o públicos, que fundan su identidad.
El hechizo de la memoria se cumple ahora más libremente, al precio de un trabajo
modesto sobre esas imágenes que conservan una parte de ontología.
La fotografía contribuye, por otra parte, a la semantización del monumento-señal. En
efecto y cada vez más- estas señales se dirigen a las sociedades contemporáneas
mediante la circulación y difusión de la imagen en la prensa, la televisión o el cine. Las
señales ya no comunican más que metamorfoseadas en imágenes, en réplicas sin
peso sobre las que se concentra su valor simbólico, disociado así de su valor utilitario.
Toda construcción, con dependencia de su destinación, puede verse promovida como
monumento por las nuevas técnicas de comunicación. Como tal, función será la de
legitimar y autentificar el ser de una réplica visual, primera, frágil y transitiva en la cual
delega desde entonces su valor. Poco importa que la realidad edificada no coincida
con sus representaciones mediáticas o con sus imágenes soñadas. La pirámide del
Louvre existió antes de que se empezara a construir. Sigue brillando, todavía hoy, con
los fuegos y transparencias con la que la revestía la reproducción fotográfica de sus
dibujos y maquetas, aunque en la realidad evoca más bien al acceso a un centro
comercial y su opacidad oculta la perspectiva desde la Cour Carrée hacia las Tuileries
y sobre París. Las fotografías del Arco de la Defensa le otorgan todavía una seducción
simbólica, a pesar de la rugosidad del edificio real y la incomodidad de las oficinas que
alberga. La “desrealización” de lo que hoy se llama monumento y su modo de existir
no podría describirse mejor que en los términos con que lo hace el arquitecto de la
futura “gran biblioteca”. Interrogado sobre la inserción del edificio en el emplazamiento
de Bercy, responde: “Es necesario que, en diez o veinte años, aquí se tomen las más
hermosas postales de París”.23
En tales condiciones, los monumentos en el primer sentido del término, ¿juegan
todavía algún papel en las denominadas sociedades avanzadas? Más allá de los
numerosos edificios de culto que conservan su uso, más allá de los monumentos a los
muertos y de los cementerios militares de las dos últimas guerra mundiales, los
monumentos ¿constituyen algo más que una supervivencia? ¿Se edifican hoy otros
nuevos?
Los monumentos, de los que ha llegado a ser necesario precisar que son
“conmemorativos”, prosiguen actualmente, llevados por la costumbre, una carrera
formal e insignificante. Los únicos auténticos monumentos que nuestra época ha
sabido edificar no dicen su nombre y se disimulan bajo formas insólitas, mínimas y no
metafóricas. Recuerdan un pasado cuyo peso y, muy a menudo, cuyo horror prohíben
confinarlos a la sola memoria histórica. Entre las dos guerras mundiales, el campo de
batalla de Verdum constituyó un precedente: un inmenso trozo de naturaleza,
seccionado y torturado por los combates, en el que bastó señalizar un recorrido, cual
vía crucis, para que se convirtiera en el monumento conmemorativo de una de las
grandes catástrofes humanas de la historia moderna. Después de la II Guerra
Mundial, el centro de Varsovia, reconstruido reproduciendo el original, recuerda a la
vez la identidad secular de la nación polaca y la voluntad de aniquilación que animaba
a sus enemigos. De la misma manera, las sociedades actuales han querido conservar
vivo, para las futuras generaciones, el recuerdo del judeocidio de la II Guerra Mundial.
Mejor que los símbolos abstractos o que las imágenes realistas, mejor que las
fotografías y porque son parte integrante del drama co-memorializado, los campos de
concentración mismos se han transformado en monumentos con sus barracas y sus
cámaras de gas. Una intervención discreta y algunas etiquetas han sido suficientes:
desde su antiguo lugar de estadía, desterrados para siempre, los muertos y sus

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verdugos informarán a perpetuidad a los que van a Dachau o a Auschwitz.24 No habrá
sido necesaria la intervención de ningún artista, sólo una simple operación de
metonimia. El peso de lo real, de una realidad íntimamente asociada a la de los
sucesos conmemorados, es aquí más poderosa que cualquier símbolo. El campo,
transformado en monumento, participa de la reliquia.25
Pero esos monumentos conmemorativos gigantes, a la vez reliquias y relicarios, no
dejan de ser tan excepcionales como los hechos que traen a la memoria. Vestigios en
los que no cabe más que seleccionar y designar, y además testigos de la progresiva
disociación que se opera entre la memoria viva y el saber edificar. El nuevo centro de
Varsovia sólo es monumento porque es una réplica: reemplaza la ciudad destruida con
una fidelidad que confirma -entre otras cosas- la fotografía. El monumento simbólico,
erigido ex nibilo para fines de rememoración, prácticamente ya no tiene curso en
nuestras sociedades desarrolladas. A medida que disponían de mnemotécnicas de
mayor precisión, poco a poco, éstas han cesado de edificar monumentos, transfiriendo
el fervor de los monumentos a los monumentos históricos.
Sin embargo, las dos nociones, hoy frecuentemente confundidas, son en muchos
sentidos opuestas, cuando no antinómicas. En primer lugar, el monumento histórico,
lejos de presentar la universalidad del monumento en el espacio y en el tiempo, es una
invención occidental claramente fechada, un concepto exportado y difundido con éxito
fuera de Europa a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Pero los informes de las organizaciones internacionales muestran que este
reconocimiento planetario es algo superficial. El sentido del monumento histórico
avanza con dificultad. La noción no es disociable de un contexto mental y de una
visión del mundo. Adoptar políticas de un conservación sin disponer de un marco
histórico referencial, sin atribuir un valor particular al tiempo y a su continuidad, y sin
haber situado el arte en una perspectiva histórica, es algo tan desprovisto de
significación como practicar la ceremonia del té ignorando el sentimiento japonés de la
naturaleza, el sintoísmo y la estructura nipona de las relaciones sociales. De ese modo
se originan entusiasmos multiplicadores de contrasentidos o, también, encubridores de
otras coartadas.
Otra diferencia fundamental, evidenciada a principios del siglo XX por Alois Riegl: 26 el
monumento es una creación deliberada (gewollte), cuyo destino ha sido asumido a
priori y de inmediato, mientras que el monumento histórico no ha sido inicialmente
deseado (ungewollte) ni creado como tal; se constituye como tal a posteriori, por las
miradas convergentes del historiador y del aficionado que lo seleccionan entre la masa
de edificios existentes en la cual los monumentos representan una pequeña parte.
Todo objeto del pasado puede ser convertido en testimonio histórico sin haber tenido,
originalmente, un destino conmemorativo. Inversamente, recordémoslo, todo artefacto
humano puede ser revestido, deliberadamente, de una función conmemorativa. En lo
que respecta al placer producido por el arte, tampoco es privilegio exclusivo del
monumento.
El monumento tiene como fin revivir en el presente un pasado sumergido en el tiempo.
El monumento histórico mantiene otra relación con la memoria viva y con la duración.
O bien puede ser instituido simplemente como objeto de conocimiento e integrado a
una concepción del tiempo: en ese caso, su valor cognitivo lo relega sin remedio al
pasado o, más bien, a la historia en general o a la historia del arte en particular; o bien,
por añadidura, puede -en tanto que obra de arte- dirigirse a nuestra sensibilidad
artística, a nuestro “deseo de arte” (kunstwollen):27 en ese caso, forma parte
constituyente de la vivencia del presente, sin la mediación de la memoria ni de la
historia.

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Las diferentes relaciones que mantienen respectivamente los monumentos y los
monumentos históricos con el tiempo, con la memoria y con el saber imponen una
marcada diferencia en cuanto a su conservación. En apariencia, esta noción les es
similarmente consustancial. Sin embargo, los monumentos están constantemente
expuestos a los ultrajes del tiempo. El olvido, el desinterés, la obsolescencia llevan a
abandonarlos y a olvidarlos. También los amenaza la destrucción voluntaria28 y
concertada, sea por voluntad de destruir o sea, por el contrario, por el deseo de
escapar a la acción del tiempo o por la voluntad de perfeccionamiento. La primera
forma, negativa, es la que se evoca más a menudo: política, religiosa, ideológica, etc.,
y prueba, por sentido inverso, el papel esencial jugado por los monumentos en el
mantenimiento de la identidad de los pueblos y grupos sociales. La destrucción
positiva, también generalizada, llama menos la atención. Se presenta bajo diferentes
modalidades. Una de ellas, ritual, es propia de ciertos pueblos como los japoneses
quienes, al no reverenciar como nosotros las marcas del tiempo sobre sus
monumentos, periódicamente construyen réplicas exactas de los templos originales.
Una vez hecho eso, destruyen las copias precedentes. Otra modalidad, creativa, ha
sido ilustrada en Europa por numerosos ejemplos. Para ampliar y dar más esplendor al
santuario donde “el beato Denis (había) permanecido durante quinientos años”, el
abad Suger hizo destruir, en la década de 1130, parte de la basílica carolingia que la
tradición atribuía al rey Dagoberto.29 El monumento más precioso y venerable de la
cristiandad, San Pedro de Roma, ¿no fue acaso demolido por decisión de Julio II tras
una vida de casi doce siglos? Se trataba de reemplazarlo por un edificio grandioso
cuya magnificencia y escenografía hicieran recordar el poder conquistado por la iglesia
desde la época de Constantino, así como las nuevas inflexiones de su doctrina.
Por el contrario, en la medida en que se inserta en un lugar inmutable y definitivo en el
conjunto objetivo e inmovilizado por el saber, el monumento histórico exige, conforme
a la lógica de ese saber y -al menos en teoría- su conservación incondicional.
El proyecto de conservación de los monumentos históricos, así como su aplicación,
han evolucionado con el paso del tiempo y no pueden solicitar disociarse de la historia
misma de dicha noción. Invención de Occidente, dijimos, y claramente fechada. No
obstante, es necesario establecer los criterios de esa datación.
El ingreso de un neologismo en los léxicos marca el reconocimiento oficial del objeto
material o mental que por lo tanto designa. Esta consagración presenta un
desplazamiento cronológico más o menos importante según los casos respecto a los
primeros usos del término y a la aparición -repentina o largamente preparada- de su
referente. La expresión “monumento histórico” no ingresa en los diccionarios franceses
hasta la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, su uso se había propagado desde
principios del siglo y había sido consagrado por François Guizot cuando, recién
nombrado ministro del Interior, en 1830, crea en cargo de inspecteur des Monuments
Historiques. Pero es preciso remontarse aún más lejos. La expresión aparece sin duda
por primera vez bajo la pluma de Aubin-Louis Millin30, cuando -en el contexto de la
Revolución Francesa- se elabora el concepto de monumento histórico, así como los
instrumentos de preservación (museos, inventarios, clasificación, reutilización) a él
asociados.31
No Obstante, no debe minimizarse el vandalismo de la revolución de 1789. El puñado
de hombres que lo combatieron en el seno de los comités y comisiones
revolucionarios cristalizaron -ante la urgencia del peligro- las ideas imperantes entre
los aficionados al arte, los arquitectos y los doctos de la ilustración.
Estos hombres de letras eran, a su vez, los herederos de una tradición intelectual
surgida en el Quattrocento y de la gran revolución humanista de los saberes y de las

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mentalidades. Así, el origen del monumento histórico debe buscarse antes de la
aparición del término que lo designa. Para seguir la génesis de este concepto es
necesario remontarse al momento en que nace el proyecto, hasta entonces
impensable, de estudiar y de conservar un edificio por la única razón de ser un testigo
de la historia y una obra de arte. Leon Battista Alberti, en las fronteras de dos mundos,
celebra en ese momento aquella arquitectura que puede al mismo tiempo revivir
nuestro pasado, asegurar la gloria del arquitecto-artista y autentificar el testimonio de
los historiadores.32
No se puede situar el patrimonio histórico33 edificado en el centro de una reflexión
sobre el destino de las sociedades actuales, tal y como es mi intención, y en
consecuencia evaluar las motivaciones reivindicadas, confesadas, tácitas o ignoradas
que hoy sustentan las conductas patrimoniales sin pasar por un regreso a los
orígenes. No es posible asomarse al espejo del patrimonio ni interpretar las imágenes
que actualmente nos devuelva sin entender, previamente, cómo su superficie lisa ha
sido constituida poco a poco por la suma y fusión de fragmentos inicialmente llamados
antigüedades y posteriormente monumentos históricos.
Por ello he procurado, en primer lugar, definir un momento de emergencia y reconstruir
las etapas esenciales de esta progresiva instauración del patrimonio histórico
edificado, a partir de la fase antiquizante del Quattrocento – cuando los monumentos
elegidos pertenecen exclusivamente a la antigüedad- hasta la fase de consagración
que institucionaliza la conservación del monumento histórico estableciendo una
jurisdicción de protección y haciendo de la restauración una disciplina autónoma.
Arqueología necesaria que, no obstante, no llega a exigir una excavación exhaustiva ni
tampoco extensiva.
Por lo tanto, no he explorado sistemáticamente la historia más detallada34 ni las
particularidades de cada nación europea en su relación con los conceptos de
monumento y de patrimonio histórico. Tampoco lo hice con los contenidos de las
jurisdicciones de conservación ni con el universo complejo de la restauración, de los
que tomo únicamente los materiales necesarios para mi argumentación. A menudo,
mis ejemplos están tomados de Francia. No por ello son menos ejemplares: en tanto
que invención europea, el patrimonio histórico comparte una misma mentalidad en
todos los países de Europa. En la medida en que ha llegado a ser una institución
planetaria, plantea, tarde o temprano, los mismos interrogantes y las mismas
urgencias a todos los países.
En suma, no he querido hacer de la noción de patrimonio histórico y su utilización el
objeto de una investigación histórica, sino el sujeto de una alegoría.

1
Bien de herencia que se transmite de los padres y de las madres a los hijos siguiendo las
leyes, en LITTRÉ, Emile, Dictionnaire de la langue française(1896), Librairie Générale
Françcaise, París, 1990.
2
STENGERS, Isabelle, D´une science à l´autre. Des concepts nomades, Seuil, París, 1987.
3
Francia crea una sección de patrimonio industrial de la Commission Supérieure des
Monuments Historiques en 1986.
4
Por ejemplo, las ciudades de Wachau en Austria.
5
ABÉ, Yohio, “Les débuts de la conservation au Japon moderne: idéologie et historicité”, en
LAVIN, Irving, World Art, Themes of Unity in Diversity, Acts of the XXVth Congress of the
History of Art (1980), vol.III, The Pennsylvania State University Press, University Park,
Pennsylvania, 1989, págs. 855 ss.
6
RYCKMANS, Pierre, “The Chinese Attitude Towards the Past”, Ibíd

10
7
Conferencia sobre la conservación artística e histórica de los monumentos, organizada por la
Sociedad de Naciones.
8
Charte su tourisme culturel, ICOMOS, documento reprografiado publicado por ICOMOS Gran
Bretaña, University if Kent, 1990.
9
PATTE, Pierre, Monumments érigés à la gloire de Louis XV, París, 1765, pg. 226. En lo que
se refiere a la Lle de la Cité, señala: “con la excepción de Notre Dame -que permanecería
como parroquia de la Cité- y del edificio de los Enfans-Trouvés, no hay nada que salvar en ese
barrio”.
10
Destruido en 1677 por orden de Luis XIV. Su imagen ha sido conservada, especialmente por
Jacques Androuet du Cerceau (Livre d´Architecture, 1559) y por Claude Perrault (dibujo,
Bibliothèque Nationale, manuscritos, F24713). Este último realizó una descripción maravillada
en el diario de su Voyage à Bordeaux, en 1669, H. Laurens, París, 1909, junto a las Mémoires
de ma vie, haciéndolo grabar por Jean le Poutre para su traducción de Vitruvio de 1684.
11
ABDELKAFI, Jellal, la médine de Tunis, Presses du CNRS, París, 1989.
12
Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, fundados en 1928 en La Sarraz, Suiza.
13
MACCANELL, Dean, The Tourist, a new Theory of the Leisure Class, McMillan, Londres,
Nueva York, 1976.
14
Dictionaire de l´Académie Française, 1ª de, Coignard, París, 1694.
15
QUATREMÉRE DE QUINCY, dictionnaire historique de l´architecture, T.2, Le Clere, París,
1832.
16
OZOUF, Mona, La fête révolutionnaire, 1789-1799, Gallimard, París, 1989.
17
KRISTELLER, Paul Oskar, Renaissance Thought and the Arts, Collected Essays, Harper &
Row, Londres, 1965; en particular “ The modern system of arts” publicado en Journal of the
History of Ideas, vol. XII, 1951.
18
Aquello que, en el mito de Fedro, él llama Pharmakon, en DERRIBA, Jacques, “La farmacia
de Platón”, en La diseminación (1972), Fundamentos, Madrid, 1975.
19
PERRAULT, Charles, Parallèle des anciens et des modernes (1668), primer diálogo, Slatkine
Reprints, Ginebra, 1979; el paisaje completo merecería ser citado.
20
BARTHES, Roland, La cámara lúcida (1980), Paidós, Barcelona, 2004, pág. 118.
21
HUGO, Victor, Nuestra Señora de París, capítulo “Esto matará aquello” (agregado en la 8ª
de. De A. Quentin, París, 1832), Editorial Gredos, Madrid, 2006.
22
Todas las citas están tomadas BARTHES, Roland, La cámara lúcida, op.cit., págs. 136, 141,
150, 142 y 200.
23
Le Quotidien de París, 11 de septiembre de 1989. Prosigue: “el turista que se encuentre en le
jardín de Bercy deberá sacar fotos verdaderamente inolvidables de esta biblioteca (…). El éxito
del proyecto será que de este lugar se hagan magníficas postales”.
24
Este campo fue clasificado por el Comité del Patrimonio Mundial de la Unesco en 1979. El
término judeocidio ha sido tomado de MAYER, Armo, Why did Heavens not Darken? The “Final
Solution” in History, Pantheon BOOKs, Nueva York, 1988.
25
Los resortes memoriales de la reliquia todavía son, en ocasiones, puestos al servicio de
causas menos trágicas. El verdadero monumento elevado a De Gaulle no es la gigantesca cruz
de Lorena, “conmemorativa”, que denomina la planicie Champenoise sino su casa, La
Boisserie. Las multitudes que allí desfilan o se equivocan. Para convertir esta residencia en
monumento han bastado algunos recorridos señalizados en el parque y algunos cordones
protectores en el edificio. También allí, el hombre y la historia que él escribió estaban ligados
por contigüidad con este marco por él elegido y organizado. Esta forma de celebración ha sido
particularmente favorecida en EEUU, donde las residencias de los héroes nacionales -como la
de Jefferson en Monticello, por ejemplo- fueron, desde su muerte, transformadas en
monumento a su gloria. Tal como corresponde al genio de un pueblo que ha practicado
siempre el culto del individuo.
26
RIEGL, Alois, El culto moderno a los monumentos (1903), A. Machado, Boadilla del Monte,
1987.
27
El concepto heurístico de Kunstwollen permitió a Riegl marcar la distinción capital entre valor
artístico propio del monumento y su valor para la historia del arte. Ibíd., véase cap. IV, en
particular nota 110.
28
RÉAU, Louis, Historie du vandalisme. Les monuments détruits de l´art français (1959), R.
Laffont, París, 1990.

11
29
Surger es plenamente consciente de la interpretación sacrílega que se puede atribuir a su
gesto. Por ello se justifica largamente en la obra consagrada a la exposición de su
administración en la Abadía de Saint-Denis. Evoca,en particular, el mal estado y el mal
funcionamiento del edificio original y no deja de subrayar la piedad con la cual ha conservado
“todo lo que era posible conservar de los antiguos muros en los cuales, según el testimonio de
antiguos autores, nuestro Señor Jesucristo ha colocado su mano”. Este texto es uno de los
testimonios más interesantes que se han conservado sobre el “funcionamiento” del
monumento. Erwin Panofsky ha realizado una edición, una traducción y un comentario notables
en Abbott Suger on the Abbey Church of ST-Denis and its Arts Treasures (1946), Princeton,
1979, traducida al castellano en Él abad Suger: sobre la abadía de Saint-Denis y sus tesoros
artísticos, Cátedra, Madrid, 2004.
30
MILLIN, Aubin-Louis, Antiquités nationales ou recueil de monuments, Drouhin, París, 1790
(6vol.), pág.77.
31
RÜCKER, Frédéric, Les origines de la conservation des monuments historiques en Franc,
1790-1830, Jouve, París, 1913, págs.76 y ss.
32
ORLANDI, Giovanni, prólogo a ALBERTI, Leon Battista, De reaedificatoria,II Polifilio, Milán,
1966, pág.13.
33
Una hermosa síntesis de “la noción de patrimonio” se debe a Jean Pierre Babelon y a André
Chastel en Revue de l´Art 49, París, 1980, editado como libro en Liana Lévi, París, 1994.
Véase también DESVALLEES, André “Emergence et cheminements du mot patrimoine”, en
Musées 208, París, 1995.
34
Para una visión de conjunto, pero limitada a Francia, véase Léon, Paul, La vie des
monuments Français, Picard, París, 1951.”

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