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El ser de lo racional

La doble inscripción es la letra inmersa en un agujero negro, el yo soy del ser del que habla Derridá.
Inscripción que me-hace-ser, darle título, tapar el hueco, esconder el agujero; ese espacio vacío que
no está vacío realmente, que funda ese soy, esa X sobre una ¿nada?
Durante tanto tiempo se creyó estar en presencia de la nada del ser pero la nada no puede ocupar ese
agujero que no permite que se diga soy sin remitirse a la inevitable posición del ser. Por otra parte
yo puedo ser cualquiera, cualquier X que trace las líneas-estado de cosas.

La filosofía pretendió y pretende el nombre, lo que otorga entidad ontológica al soy, el Ser con
mayúscula. ¿Lejos ya de cualquier diferencia, de cualquier pertenencia? Los vectores están trazados
X e Y; no puede ser de otra forma. Es un largo rodeo el de la ontología pues no puede evitar
entrever el agujero y precipitarse a la locura del pensamiento, a la aventura de ir en busca de un yo
soy.
Se piensa que desde que se instaló el nombre en la filosofía se pudo ubicar al ser, se lo pudo definir,
idealmente por lo menos. Sin embargo es un rodeo pues no puede evitar acercar al ser a esa
profundidad inlocalizable a medida que se piensa, a medida que se dice el nombre (“Dar el
nombre”) Yo soy del ser, al nombrarse se lo empuja más vertiginosamente al abismo y en esta
tentativa en el tiempo “antes del tiempo” el ser se asegura una nominación, una forma, un destino y
también un motivo. Centro antropomórfico del lenguaje. El lenguaje es, a la vez, la pronunciación
de una grieta, de una ruptura (ontológica) y de un velamiento, de un ardid ¿en contra o a favor de la
existencia? Por esto Derridá se preocupa tanto por desenmascarar el lugar del ser humano en el
lenguaje. ¿Cómo ha podido inventarse un lenguaje capaz de darle credibilidad, autoridad de ser?
Animal racional. Ese lenguaje que es historia, que es la historia o la historicidad es la doble
inscripción, por un lado de la ruptura, de la grieta donde el ser se precipitaría al abismo, y, por otra,
su función de velamiento, de falsa protección, de vestido, y, en este caso, también aludo a la
desnudez animal de Derridá. Dar el nombre es (dar) el ser, para parapetarse o aferrarse a la vida
ante el abismo. El lenguaje, entonces, es el ardid, la cueva o la caverna de Platón que edificaría todo
discurso ontológico, fenomenológico y metafísico. También por supuesto enterológico. Cada
filósofo ha sabido, o, por lo menos eso han demostrado, encontrar en el discurso doble y falso del
lenguaje esa estratagema. El ser cubierto del soy tiene un nombre, una inscripción, por lo tanto, una
historia hecha de ardides, de inscripciones dobles, tanto tiempo dobles.
Mientras el ser autofagocitándose para no caer en lo profundo de su incógnita, de su apasionamiento
por crear tantas trampas, se rescata de un vacío imaginado y se da personificación, entidad
fagocitada ya por su propia rotura. Este artificioso arte de construirse a partir de un lenguaje oscuro,
complejo, discursivo, represivo, matemático, científico, teológico, teleológico, político o filosófico
ha marcado únicamente la capacidad que tiene el ser humano de participar de su propio teatro de
máscaras.
La edad del espejo, en el que antes de verse se imagina, ubicado en el centro de la escena, lo
destruye dominándolo todo, lejos de su imagen especular que sólo le devuelve su rostro
desintegrado entre todas las especies.
“Este acto de auto-engendramiento del “yo soy” esta autobiografogénesis es, en su esencia, un
acto de seducción”
La posición del yo, en la larga evolución del pensamiento, ha construido el concepto de subjetividad
que revela la autoridad del ser humano sobre las demás especies. Derridá en su libro “El animal que
estoy si(gui)endo” nos conduce a una reversión de la pregunta por el ser desde los inicios de la
cultura moderna, desde Descartes hasta la actualidad pasando por Kant, Heidegeerd, Levinas y
Lacan. Esta falta de subjetividad otorgada al animal que no es capaz de fingir, según Lacan, o
incapaz de verse fingir que finge, es una falta que se instaura en el concepto de racionalidad,
entendimiento y borradura de la huella. El animal es incapaz, según estos filósofos, no sólo de
poseer entendimiento sino también de adquirir una conciencia. Además de no ser capaz de acceder
al significante.
Derridá comienza su análisis a partir del cógito cartesiano “pienso luego existo” y su máquina
animal o automatismo, aseverando que el animal al no poseer racionalidad y pensamiento no tiene
entidad, carece de identidad.
A lo largo de la evolución filosófica no se ha hecho otra cosa que aislar al ser humano de todo ser
vivo limitando sus posibilidades de sensibilidad respecto a toda capacidad de pasión. El ser humano
estaría destinado sólo a pensar careciendo en absoluto de la capacidad de sentir. Este es el camino
teológico, social y discursivo que representó la evolución humana. Estas representaciones a las que
llega el ser pensante sólo estarían mediatizadas por la razón y la mirada de Dios. ¿Acaso las demás
criaturas vivientes estarían sometidas al poder de un Dios que solo es capaz de acogerlos como
herramientas, como alimento, como materia de uso y abuso de los seres humanos?
Toda la gran disertación de Derridá es acerca de la postura del ser humano frente a lo viviente,
frente a la teoría racionalista, pero también frente al idealismo trascendental donde las otras
especies vivientes pasarían a ser cosas incapaces de representación y por lo tanto de cualquier
sentimiento de vida.

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