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La puntualidad en general, es una norma que exige de la persona ejecutar determinada acción
en un tiempo determinado, ya que aunque la acción es realizada satisfactoriamente,
desequilibra el balance de tiempo de todas las demás.
Nos hace creíbles y confiables. Cada una de nuestras acciones u omisiones genera en el
otro cierta idea de nuestra forma de pensar, de nuestra forma de actuar y de lo que se puede
esperar de nosotros. Así, ejercer la puntualidad es un modo de ganarnos la confianza de los
demás, y de demostrarles que nuestra palabra vale. Así, el día en que tengamos
verdaderamente un contratiempo, nadie dudará de nuestra palabra.
Por el contrario, al que tiene por hábito la impuntualidad ya nadie le cree. Sus pretextos y
justificaciones, de tanto repetirse, pierden toda eficacia y desacreditan al impuntual. Quien
siempre llega tarde, por más que encuentre creativas justificaciones, no hace más que revelar
su incapacidad de organizarse apropiadamente, ya sea porque desperdicia su tiempo o porque
asume más compromisos de los que realmente puede cumplir.
Nos hace atentos y considerados. No hacer esperar a los demás es una forma de
comunicarles que las valoramos, y que cuidamos su tiempo tanto como el nuestro. En cambio,
la impuntualidad suele ser como un acto de egoísmo y despierta el enfado del otro.
Cierto padre de origen japonés increpaba al hijo de la siguiente manera: “Mira hijo, nadie es
dueño de mi tiempo. Sólo Dios. Nadie tiene derecho para disponer del tiempo de una
persona”. Si reflexionamos sobre este ejemplo del japonés, podemos afirmar que para
encontrar una razón para ser puntual se debe analizar que nadie puede disponer del tiempo de
los demás. Por tanto fomentando la puntualidad también estamos inculcando el valor del
respeto hacia los demás y sobre todo hacia sí mismo. La puntualidad se define como el
"cuidado, diligencia y exactitud en hacer las cosas a su debido tiempo". Es una virtud que se
relaciona con otras como respeto, responsabilidad, orden y laboriosidad.