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T. J.

MAWSON

Creer en Dios
Una introducción
a la filosofía de la religión
B I B L I O T E C A DE ENSAYO SIRUELA
•Cualquier estudioso de la filosofía de la religión,
i cualquier nivel, encontrará algo interesante en
este libro, tanto material de enseñanza com o una
contribución al propio pensam iento.»
Philosophy

Creer en Dios responde a dos preguntas: en qué


coinciden judíos, cristianos y musulmanes cuando
i Firman que existe un Dios y qué perspectivas hay para
defender o atacar con racionalidad esta afirmación. En
el contexto de una argumentación sostenida para dar
respuestas concretas a estas preguntas, Tim Mawsonl
ib o rd a la m a y o ría d e lo s te m a s fu n d a m e n ta le s d e la
llo s o f ía d e la re lig ió n y, a m e d id a q u e av an za, h a c e
n ie v a s y s o r p r e n d e n te s a firm a c io n e s y d e f ie n d e o
ita c a d e fo r m a n o v e d o s a p o s tu ra s p re e s ta b le c id a s .
T. J. Mawson

Creer en Dios
Una introducción
a la filosofía de la religión

T rad u c c ió n d e l inglés d e
Luis B arb ero D e G ra n d a

C on la c o la b o ra c ió n d e
A sunción A lonso

B iblioteca de E nsayo 76 (Serie M ayor) E d icio n es S iru ela


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Titulo original: Rtlief in God: An Introdnction to tbe Pbilosopby e f Religión


En cubierta: Detalle de Lo Flagelación, de Fiero della Francesca,
Gallería Nazionale delte Marche, Sala delle Udienze, Palazzo Ducale, Urbino
Colección dirigida por Ignacio Gómez de Liaño
Diseño gráfico: Gloria Gauger
O T. J. Mawson, 2005
Originally published in English in 2005. This translación
is published by arrangement with Oxford University Press
O De la traducción, Luis Barbero De Granda,
con la colaboración de Asunción Alonso
O Ediciones Siruela, S. A., 2012
el Almagro 25, ppal. deha.
25010 Madrid. Te!.: + 54 VI 555 57 20
Fax: + 54 VI 555 22 01
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ISBN: V75-54-954 1-555-S
Depósito legal: M-2.4J2-20I2
Impreso en Anzos
Printed and made in Spain

Papel 100% procedente de bosques bien gestionados


índice

Agradecimientos 9

C reer en Dios

Introducción 1S

Parte I: El concepto de Dios 21

1. C arácter personal, trascendencia, inm anencia 23


2. O m nipotencia, omnisciencia, eternidad 50
3. Libertad absoluta, bondad absoluta, necesidad 86
4. C reador del m undo, creador de valor 111
5. Revelador, garante de vida eterna 127

Parte II: La existencia de Dios 171

6. A rgum entos a favor y en contra de la existencia


de Dios 173
7. El argum ento ontológico 190
8. El argum ento a diseñar 200
9. El argum ento cosmológico 227
10. El argum ento de la experiencia religiosa 240
11. El argum ento de los testimonios sobre supuestos
milagros 261
12. El problem a del mal 287
313
C o n c lu s ió n : Fe
333
Notas 365
B ib liografía 379
ín d ice an alítico
Agradecimientos

Dos personas han influido más que ninguna otra en la evolución


de mis puntos de vista sobre estos temas. La primera esjo h n Kenyon,
mi tutor académico en Filosofía. El segundo es Richard Swinbume, mi
supervisor de posgrado. Pasados unos años, he tenido el placer y el pri­
vilegio de conocerlos mejor, ya como colegas y amigos, y ninguno de
ellos ha dejado nunca de enriquecer mis ideas en las conversaciones
que hemos mantenido. John fue el primero en plantearme de forma
rigurosa las cuestiones que aborda este libro, y en orientarme sobre
cómo tratar de responderlas de la misma forma. Cualquiera que esté
familiarizado con la obra de Richard reconocerá su influencia en la
práctica totalidad de las páginas de este libro: en los fundamentos so­
lemos estar completamente de acuerdo; en cuanto a las conclusiones,
no tanto. Pero a ambos les debo no las conclusiones a las que llego,
sino las preguntas a las que respondo y el método que sigo para hacer­
lo. Si la evolución de la filosofía se caracteriza más por el perfecciona­
miento de las preguntas que uno se plantea que por la acumulación
de respuestas, entonces ellos dos han contribuido de forma definitiva
a cualquier avance que yo haya podido lograr.
Muchas de las ideas que planteo en este libro han aparecido antes
de forma más detallada en artículos de Religious Studies. Agradezco
a su editor, Peter Byrne, los comentarios realizados sobre estos ar­
tículos, así como las observaciones de distintos lectores anónimos
que los han reseñado. Otras ideas han aparecido o aparecerán de
forma más extensa en International Journal for Philosophy of Religión
y The Heythrop Journal, de nuevo, agradezco a los editores de estas
revistas y a los lectores anónimos sus comentarios al respecto. Otros
de mis planteamientos se han debatido de manera más informal con
miembros del grupo de Teología Natural que se reúne en el Ateneo:

9
Douglas Hedley, Dave Leal y Mark Wynn. Gracias a todos ellos por
sus puntos de vista. Y muchas de las ideas que expongo aquí las
he puesto a prueba antes con mis alumnos. En el periodo lectivo,
prácticamente todas las semanas someto una idea o ejemplo a la
consideración de un alumno durante las tutorías, sabedor de que en
caso de que detecte algún punto débil que a m í se me haya pasado
por alto siempre podré salir del paso con alguna expresión délfica.
Si alguno de mis alumnos que esté leyendo esto se ha preguntado
alguna vez por qué paso tanto tiempo de sus tutorías insistiendo en
que me expliquen con detenim iento por qué no resulta válido un
determinado argumento evidentemente erróneo, como si tuvieran
que explicárselo a un niño, ahora saben la respuesta. Varias personas
han tenido la gentileza de leerse el penúltimo borrador y hacer su­
gerencias para mejorarlo. Son: Rodes Flshbume, Caroline Mawson,
Richard Swinburne, y los dos lectores anónimos de OUP (Oxford
University Press). Gracias a todos ellos (y a todos aquellos cuya única
aportación es que sus obras aparecen citadas en la bibliografía) por
haber eliminado un buen núm ero de ideas que nada aportaban a
mi visión sobre estas cuestiones. De cuantos razonamientos sin valor
hayan podido quedar, el único responsable soy yo.
Me gustaría dar las gracias también a todo el personal de OUP
relacionado con las cuestiones prácticas de la publicación de este li­
bro, especialmente a Rupert Cousens, Rebecca Bryanty Sylviajaffrey.
Por último, querría agradecer a mis colegas del St Peter’s de la
Universidad de Oxford todo el apoyo que me han brindado para
poder escribir este libro. Si pienso en los últimos cinco años que he
pasado aquí, me acuerdo de la historia de un hombre que, al hacer
balance al final de su larga vida, comentó que había tenido muchos
problemas, pero que la mayoría de ellos no llegaron a ocurrir. Des­
graciadamente, he tenido muchos problemas en St Peter’s, pero
todo eso lo compensa con creces la suerte de haber contado como
colegas con personas que se han asegurado de que ninguno de esos
problemas haya llegado a producirse de verdad.
T.J. M.
St P eter’s College O xford,
4 de en ero de 2005

10
Creer en Dios
A m is padres

S in b s q ue m uchos sería n m enos de b que son


y a lg u n o s n o sería n n a d a en absoluto
Introducción

Empiezo con una afirmación -m ás o menos psicológica- que me


atrevería a decir que es aplicable a todo lector de esta obra. En algún
momento de su vida, el m undo físico considerado en su totalidad -el
planeta en el que vive, las estrellas que ve en el cielo: absolutamen­
te todo- se le ha antojado como algo parecido a una pregunta. El
universo físico le ha sobrevenido como un fenómeno que necesita
una explicación. Algunos creen haber encontrado la respuesta a
esa pregunta. Tal vez pregunta y respuesta llegaron a la vez, en un
instante anímico de lucidez fugaz, ahora que lo piensa. Algunos han
llegado a la conclusión de que no hay por qué responder a esa pre­
gunta. Han decidido que la percepción del m undo entendido como
un todo que plantea un interrogante resulta algo ilusorio. Y para el
resto, el m undo físico comprendido en su totalidad sigue siendo la
pregunta que los asalta en sus momentos de reflexión, a la que hay
que dar respuesta por esquiva que pueda parecer.
La capacidad para sentirse desconcertados ante la certeza de que
el m undo físico como un todo existe es un rasgo característico de la
mente humana. Y aunque común, no se trata de un rasgo universal,
l-os hay que nunca han experimentado tal confusión y que, por tan­
to, son incapaces de alentar las especulaciones a las que da pábulo
de forma natural este desconcierto. Esos hombres y mujeres no le
encuentran ningún sentido a la filosofía ni a buena parte de la meta­
física, pues para ellos no pasan de ser una serie de ocurrencias de la
lógica o tentativas vaporosas por zanjar problemas filosóficos inexis­
tentes con palabrería e incongruencias. Pero me atrevo a afirmar que
ninguno de los que estén leyendo esto se ha sentido jamás descon­
certado por la conciencia del m undo como un todo de la forma que
acabo de describir. Y lo expongo así por una serie de razones, entre

13
las cuales la más obvia e invariable es que se ha operado una suerte
de efecto selección en todos aquellos a los que les da por leer libros
con subtítulos como «Una introducción a la filosofía de la religión».
La prevalencia de esta inquietud a lo largo del üempo en todas las
culturas explica la pervivencia de la filosofía de la religión y el pensa­
miento metafísico; esta inquietud es, en palabras de Schopenhauer,
«el péndulo que mantiene en movimiento el reloj de la metafísica».
Dado que esta inquietud concierne al m undo físico en su totali­
dad, si mantenemos en movimiento el péndulo del reloj de la meta­
física en nosoüos, llegaremos a la conclusión de que la respuesta a
la pregunta sobre el m undo físico debe estar fuera de él. Una expli­
cación no puede estribar en aquello que explica. A mi entender, el
fisicalismo establece que la incertidumbre relativa al m undo físico
entendido como unidad está equivocada en última instancia, pues
no hay nada ajeno al m undo físico que lo jusdíique. Las religiones
son para mí esos sistemas de pensamiento que ven el fisicalismo
como algo falso, y que creen por tanto que hay algo ajeno al m undo
físico que lo explica: existe algo más allá del m undo que describen
las ciencias naturales y ese algo explica por qué existe un m undo que
podemos describir y por qué existe un nosotros para que lo describa1.
£1 fisicalismo nunca ha sido popular. Aun así, podría estar en lo
cierto, pero la verdad es que nunca ha gozado de mucha aceptación2.
La visión religiosa ha tenido siempre mejor acogida. De la misma for­
ma en que un escritor de la Antigüedad resumía sus descubrimientos
sobre la diversidad de las culturas del mundo: uno puede encontrar
ciudades sin reyes, sin muros, y sin moneda, pero nunca se vio una
ciudad sin dioses. La visión religiosa acepta la validez de esta indefi­
nición. Acepta que el m undo físico es de hecho una pregunta que
necesita una respuesta. En concreto, los seguidores de una religión
reivindican que su religión ofrece la respuesta a esa pregunta.
¿Cuál es la respuesta según las diversas religiones del mundo?
En esta cuestión las diferencias entre las religiones del mundo son
grandes; por un lado, están las que conocemos en términos genera­
les como religiones occidentales, que entienden que la respuesta a
la pregunta sobre el m undo físico es un agente personal; por otro
lado, están las que conocemos en líneas generales como religiones
orientales, que creen que la respuesta está en una fuerza impersonal.

14
En esta obra me centraré en la premisa fundamental de las religiones
occidentales del judaismo, el cristianismo y el islamismo, que afirma
que la respuesta es un agente personal, es decir, Dios. La idea de
que la respuesta a la pregunta sobre el m undo físico debería ser un
agente personal es el péndulo que mantiene en funcionamiento el
reloj de la teología, y en ese péndulo me fijaré.
Les ruego consideren el hecho de que pase por alto las tradiciones
de las religiones orientales como una forma de humildad metodo­
lógica más que como estrechez de miras metodológica. Si quiero
avanzar de forma significativa en el espacio limitado que me brinda
este libro, debo concentrarme en un área que pueda abordar de for­
ma razonable en el espacio de tiempo que tal formato permite. Por
este motivo, en absoluto de índole filosófica, voy a centrarme en los
argumentos principales de las religiones monoteístas del judaismo,
el cristianismo y el islamismo, y en la premisa fundamental de las
mismas: que hay un Dios3.
Así que analizaré esta afirmación:

Dios existe

y plantearé las siguientes preguntas además: ¿Qué significa eso? ¿Qué


razones hay para creer que es verdad? ¿Hay razones para creer que
no lo es? ¿Qué relación hay entre tener razones para creer que es
verdad y tener fe en Dios? Plantearé todas estas preguntas sobre el
lema porque se trata de distintos aspectos relacionados con la cues­
tión principal que me interesa: ¿Deberíamos creer en Dios?
Por tanto, esas serán mis preguntas. ¿Cómo las voy a enfocar?

*
Es así, entonces, que quien esté por encima de pedir limosna y no quiera
vivir ocioso de las migajas de opiniones mendigadas debe poner a trabajar
ims propias ideas para buscar y perseguir la verdad y no dejará (cualquiera
(|iu‘ sea el hallazgo) de sentir la satisfacción del cazador. Cada momento del
ulcance premiará su empeño con algún deleite y tendrá razón para pensar
<|M«- no ha malgastado el tiempo, aunque no pueda jactarse de ninguna
presa considerable4.

15
Según la leyenda, cuando Alejandro Magno llegó a Asia po r pri­
mera vez, sus gobernantes se reunieron con él y (tratando de evitar
enfrentarse a sus ejércitos invencibles) le ofrecieron la mitad de sus
tierras, palacios, riquezas, etc., la mitad de todo cuanto poseían.
Alejandro lo rechazó de inmediato, diciéndoles que no había ido
a Asia a aceptar de sus líderes cualquier cosa que fuese lo que le
ofrecieran, sino más bien con la intención de dejarles cualquier
cosa que fuese lo que él no quisiera para sí. Los filósofos d e verdad
no son mendigos. No aceptan hum ildem ente cualquier opinión
que se les brinde desde la tribuna de una sala de conferencias o
desde las páginas de un libro. Son conquistadores. No se sienten
orgullosos de una idea a menos que la hayan obtenido m ediante la
argumentación, y merecen sentirse orgullosos de lo que conquis­
tan, porque los argumentos que utilizan son los que han puesto a
prueba sometiéndolos al fragor de la batalla presentada por sus
mentes y por las de los demás. Por supuesto, es posible que hayan
utilizado armas forjadas por otros. Pero al probarlas en el campo
de batalla dialéctico, las moldearán hasta que se adapten a ellos y
a sus propósitos, incorporando sus propias experiencias e intui­
ciones hasta conseguir una aleación más perfecta y característica
de ellos. Es por esa forma de conquistar por lo que las guerras de
los Filósofos son siempre justas y sus victorias honradas, porque al
conquistar así las creencias, se puede justificar reclamarlas como
propias (genuinam ente propias, es decir, como si tuvieran un dere­
cho sobre ellas) más que limitarse a poseerlas. Lo mejor que puede
esperar conseguir una obra de Filosofía es dar una clara visión del
territorio conceptual que es preciso conquistar partiendo del pun­
to de vista de su autor, un punto de vista que forzosamente será
parcial en el más amplio sentido de la palabra. Todo lo que espero
de este libro es conseguir esto. A medida que vaya recorriendo el
territorio, trazando sus coordenadas lo mejor que pueda, iré ha­
ciendo la crónica de la empresa en que me he embarcado, rum bo
a una dirección concreta (es decir, hasta alcanzar una determ inada
conclusión). Pero al hacerlo me esforzaré al máximo p o r reflejar,
conforme vayan surgiendo, las posiciones alternativas que existen
o se han defendido. Con ello espero facilitarles la tarea de evaluar
la exactitud de mi mapa, juzgar el acierto del rum bo en particular

16
que he escogido y conquistar el territorio por ustedes mismos de la
forma que les he descrito.
Si ningún libro puede hacer filosofía, sino que más bien solo las
personas pueden, entonces ningún libro de filosofía puede pasar
de ser una introducción a la filosofía para el lector. Con todo, este
libro también pretende ser una introducción a la filosofía en el
sentido más común: se ha escrito con idea de que todos los argu­
mentos que contiene sean fáciles de entender para los lectores,
incluso para aquellos que de entrada se reconocen a sí mismos
como legos en el tema. Muchos libros de filosofía no se escriben
con este propósito. El hecho de haber escrito este libro así significa
que una y otra vez vuelvo sobre alguna cuestión terminológica o
de otra índole, de una forma en que los que se tienen por filósofos
no encontrarán nada provechosa. Mis disculpas para ellos por estos
retrasos. En realidad, esta tendencia no ralentiza m ucho las cosas.
A diferencia de lo que ocurre en otras, en esta área de la filosofía
se puede avanzar bastante sin necesidad de dom inar complicadas
¡deas técnicas o estructuras simbólicas. Las ideas utilizadas en la
filosofía de la religión son normales -contrariam ente a lo que he
comprobado que espera encontrarse mucha gente neófita en este
campo-. Todas ellas están al alcance del adulto m edio que desee
comprenderlas. Por desgracia, el adulto m edio no tiene interés
alguno en com prender este tipo de cuestiones o argumentos. No
es que esta indiferencia generalizada sea exclusiva de la filosofía
de la religión (si es que de entrada se puede afirmar que la indife­
rencia sea exclusiva de algo); en realidad, afecta a toda la filosofía.
tk»mo com entó Russell, la mayoría de la gente preferiría m orir
antes que pensar; y de hecho, así es. Pero por fortuna, a causa del
efecto selección al que he aludido antes, es probable que ustedes
no pertenezcan a esa «mayoría de la gente». Q uerrán en ten d er lo
que tengo que decir y por ello lo conseguirán.
¿Por qué soy optimista acerca de la capacidad del adulto medio
que quiere confrontar estas cuestiones para lograr entenderlas? ¿Por
qué creo que la facultad humana de la razón cuando se pone en
marcha en la mente de la gente corriente estará a la altura de la tarea
de descubrir la verdad de todo esto y nuestra facultad del lenguaje
estará en condiciones de expresarlo? Y siendo más humildes, ¿no

17
deberíamos aceptar que si hay un Dios, existe más allá de la posibili­
dad del pensamiento y la expresión humanos, y que en esto nuestra
capacidad siempre superará a nuestro entendimiento?
Sin duda, la razón humana es falible. Es más que probable que
los mejores argumentos e ideas que pueda proponer una mente
finita no acierten a reflejar con fidelidad la naturaleza de un Dios
infinito, en caso de que existiera. ¿Pero qué debemos concluir de
esta perogrullada? ¿Acaso no deberíamos siquiera intentar usar la
razón para discernir la verdad acerca de estas cuestiones y el len­
guaje para expresarlo? O tal vez deberíamos proceder con cautela,
con cuidado, por ejemplo, al definir lo que queremos expresar con
un término antes de usarlo; preocuparnos, por ejemplo, de que
cada una de las partes de nuestros argumentos se entienda per­
fectamente; tratar de desarrollar nuestra investigación de la forma
más desapasionada posible y, allí donde sea necesario poner en liza
nuestras pasiones, considerar detenidam ente cómo podrían estar
induciéndonos al error. Este libro se ha escrito pensando que este
último es el mejor camino para cualquier m ente inquieta5. No de­
fiendo este enfoque aquí, salvo indirectamente: si mis argumentos
son correctos, entonces se confirma mi «hipótesis de trabajo» de
que, si vamos poco a poco, podremos estar razonablemente segu­
ros de utilizar las palabras con todo el sentido cuando hablamos
de si hay o no un Dios, y de usar la razón para llegar a descubrir la
respuesta a esta pregunta (o al menos descubrir cómo deberíamos
proceder para lograrlo).
No todo el m undo cree en esta hipótesis de trabajo. Y n o todo
el m undo está preparado para dejar de lado esta incredulidad du­
rante el periodo relativamente corto que llevaría explorar de forma
imaginativa adonde le llevaría la exploración em prendida en esta
obra. Si piensan que no comparten este optimismo en la capacidad
de la razón humana para abordar estas cuestiones, nada mejor para
convencerlos de que aparquen ese recelo durante los próximos doce
capítulos que aquello que podría persuadirlos de decirse a sí mismos,
si se imaginan esta situación.
Deambulan solos por un vasto y desconocido laberinto. Está os­
curo como boca de lobo: no hay ninguna luz que les guíe, ninguna,
salvo la que proporciona la débil y temblorosa llama de una pequeña

18
vela que llevan. Protegen celosamente la llama mientras caminan
despacio con pasos vacilantes y cautelosos. De la penum bra surge
de pronto un hombre ante ustedes. El hombre les dice eso que solo
ustedes saben ya perfectamente, que la vela que llevan es demasiado
pequeña y su llama tenue. Luego, sugiere que para encontrar antes
el camino deberían apagarla. ¿Qué le dirían?

19
Parte I

El concepto de Dios
1
C arácter personal, trascendencia, inmanencia

Tal vez hayan leído la obra Guía del autoeslopista galáctico', o quizás
hayan oído la versión radiofónica, o hayan visto la serie de televi­
sión. En uno de sus episodios, una computadora que lleva miles de
años, si no recuerdo mal, tratando de dar con la respuesta a «la gran
pregunta sobre la vida, el universo y todo lo demás» anuncia con
gran entusiasmo que lo ha conseguido, pero advierte inquietante a
sus interlocutores que no les va a gustar. Impertérritos, insisten y le
piden que les revele la respuesta a la gran pregunta sobre la vida,
el universo y todo lo demás. La computadora les responde: «42». Y
añade «Os dije que no os gustaría».
judaism o, cristianismo e islam com parten la idea de que la res­
puesta a la gran pregunta sobre la vida, el universo y todo lo demás
es Dios. Dios no es una respuesta tan divertida como «42», pero, y
en parte por eso, es inevitable que pensemos que a prim era vista
se trata de la respuesta con más probabilidades de ser cierta. Ju ­
díos, cristianos y musulmanes discrepan en muchas cosas (algo que
revelaría hasta una lectura somera de cualquier periódico), pero
estas diferencias, a m enudo violentas, no deberían ocultam os el
hecho aún más patente de que cada judío, cristiano y musulmán
coincide en lo que todos ellos consideran mayoritariamente lo más
importante hacia lo que la m ente hum ana puede dirigirse: que hay
un Dios.
Sería útil tener un término genérico para judíos, cristianos y mu-

* Douglas Adams, The hitchhiker’s guide lo the galaxy [ G uia del autoeslopista galác­
tico, irad. de Benito Gómez Ibáñez], fue el creador de una serie de manifestaciones
de la G uia del autoeslopista galáctico: primero fue radionovela, luego se convirtió en
llliro, y después en series televisivas y un juego de ordenador. (N . d e lT .)

23
sulmanes, y dado que el nombre que se da a la concepción de Dios
que comparten se conoce habitualmente en la literatura como la
concepción «teísta» (del térm ino griego para Dios), me referiré a
ellos como «teístas». Así que mi primera pregunta es esta: ¿Qué quie­
re decir un teísta cuando él o ella afirma «Hay un Dios»? No se trata,
como podrá observarse, de averiguar si lo que afirman es o no cierto.
O al menos, no es exactamente esa la pregunta. (Si decir que hay
un Dios no significa nada, de ello se colige que no puede ser cierto
afirmar que hay un Dios.) Lo que tienen en mente los teístas cuando
utilizan el término es la cuestión previa de si existe o no un concepto
de Dios com ún y coherente.
Hay una serie de propiedades que tradicionalmente todos los
teístas coinciden en atribuir a Dios, y que todos los ateos, es decir,
aquellos que creen que no hay tal ser, están de acuerdo en que de­
bería tener en caso de existir. En caso de que los ateos piensen que
es lógicamente posible que Dios exista (que es como si ellos creye­
ran que afirmar que no existe no es en sí incoherente, de la forma
en que lo sería afirmar que existe un soltero casado), coinciden
con los teístas en que estas propiedades son compatibles. Es decir,
no resulta incoherente desde el punto de vista conceptual afirmar
que exista un ente con todas estas propiedades. En caso de que los
ateos crean que no es posible que Dios exista, ni siquiera desde el
punto de vista lógico, lo que piensan es, de acuerdo con los teístas,
que estas propiedades tradicionalmente atribuidas a Dios forman
un conjunto incompatible, no pueden coexistir. Entonces, ¿cuáles
son estas propiedades?
Al creer que hay un Dios, los teístas creen que existe un ser que
es personal, incorpóreo/trascendente, om nipresente/inm anente,
omnipotente, omnisciente, eterno, plenamente libre, bueno y nece­
sario. Es más, creen que este ser ha creado el m undo (y con mundo
quiero decir todo aquello que existe aparte de Dios, además del
universo físico en el que nos movemos a diario; por ejemplo, almas,
ángeles, otros universos, si los hubiera). Creen que ha creado la
moral y o tío tipo de valores para nosotros, que se nos ha revelado, y
que nos ofrece la esperanza de la vida eterna1.
Todos los teístas coinciden no solo en que Dios posee estas propie­
dades, sino también en la índole de las mismas: las nueve primeras

24
son propiedades esenciales de Dios, mientras que las cuatro últimas
se consideran propiedades accidentales de Dios.
Los términos «esencial» y «accidental» se utilizan con, al menos,
dos sentidos en la literatura. En este contexto, podríamos decir que
las propiedades esenciales de algo son las propiedades que necesa­
riamente debe poseer para poder existir; por el contrario, las propie­
dades accidentales de algo son aquellas que en principio puede no
tener, y aun así existir. Para todos aquellos legos en esta cuestión, será
más sencillo com prender la distinción entre propiedades esenciales
y accidentales así entendidas mediante un ejemplo. Permítanme to­
mar como ejemplo de algo el libro que tienen ahora en sus manos
(asumo que lo han cogido; si no es así, háganlo). Y permítanme que
señale dos propiedades que üene este libro, una de ellas convenien­
temente esencial para esta interpretación, y la otra accidental. Este
libro tiene páginas, eso es una propiedad esencial de él, y en este
momento lo sostiene usted, su lector, lo cual es una propiedad acci­
dental del libro. Si elimina del libro la propiedad de tener páginas
que ahora posee, por ejemplo, arrancándoselas todas y comiéndose­
las, el libro dejará de existir. Lo que quedaría en su lugar sería una
cubierta hecha trizas y un caso de indigestión. Y una cubierta hecha
trizas y un caso de indigestión no constituyen, necesariamente, un
libro. Eso demuestra que tener páginas es una propiedad esencial
del libro, es una propiedad que necesariamente debe tener el libro
para poder existir. Al contrario, si elimina del libro la propiedad que
ahora posee de ser usted quien lo sostiene, por ejemplo, dejándolo
encima de una mesa, el libro no dejará necesariamente de existir.
De modo que el que usted lo sostenga no es una propiedad esencial
del libro, es accidental. Que usted sostenga el libro es una propiedad
que en principio el libro podría no tener, y aun así seguir existiendo2.
Por tanto, según el teísmo, Dios posee de forma esencial las nueve
primeras propiedades de mi lista. Son propiedades que debe tener
necesariamente para poder existir. Los teístas, al contrario, conside­
ran accidentales las cuatro últimas propiedades de Dios de mi lista.
Son propiedades que Dios no debe poseer necesariamente para po­
der existir. Dios, en virtud de su plena libertad (una propiedad a la
que también llegaré a su debido tiempo), podría haber optado por
no crear el m undo, en cuyo caso no habría nadie para quien crear

25
su moral y sus valores, ni a quien revelarse ni ofrecer la vida eterna.
Un poco más adelante, iniciaré el repaso de estas propiedades
en el orden en que las acabo de citar, y hablaré de las dificultades
conceptuales y cuestiones filosóficas que plantean. De esta manera,
demostraré, como ya he hecho antes, por qué no es una coincidencia
que todos los teístas estarían de acuerdo en que las primeras nueve
propiedades que incluyo en mi lista son esenciales y que las cuatro
últimas son accidentales. Así mismo, explicaré por qué las divisiones
existentes entre las nueve primeras propiedades y las cuatro últimas
son artificiales. Antes de seguir sería bueno recalcar una consecuen­
cia de esto: mi división de las propiedades esenciales de Dios en nue­
ve y no en otro núm ero es en cierto modo arbitraria, (lomo veremos,
al menos algunas de las propiedades que inicialmente he descrito
como diferentes se infieren conceptualmente de otras. De hecho,
más adelante abogaré por lo que se ha denom inado algunas veces
la doctrina de la simplicidad divina, teoría que afirma que las nueve
propiedades esenciales de mi lista son más bien distintos aspectos
de una sola y simple propiedad que constituye la esencia divina3. De
manera que, mientras yo he dividido la naturaleza divina en nueve
propiedades esenciales en esta fase con el fin de que mi explicación
resulte más sencilla, otros acertadamente podrían optar por dividirla
en otro número, o incluso por no dividirla. Lo mismo ocurre con mi
división en cuatro y no en otro número, o en núm ero alguno, de las
cuatro propiedades accidentales que todos los teístas coinciden en
atribuir a Dios. Más adelante, reflexionaré y daré argumentos (más
controvertidos) con el propósito de demostrar que eso también es
arbitrario. Dado que Dios ha creado un universo con personas en
él, debe crear (necesariamente) valores para ellos, revelarse a ellos y
ofrecerles la vida eterna. Sin embargo, la división entre propiedades
esenciales y accidentales no es, en modo alguno, arbitraria. Analiza­
remos los motivos a su debido tiempo.
Hecha esta salvedad acerca del posible desacuerdo sobre el nú­
mero exacto de propiedades esenciales y propiedades accidentales
de Dios, resulta relevante el hecho de que judíos, cristianos y musul­
manes coinciden en que Dios tiene estas propiedades y que esa es su
índole. Por supuesto que uno puede encontrar judíos, cristianos y
musulmanes que se desviarán de esta ortodoxia, pero son muy pocos

26
y están muy lejos los unos de los otros. Vayan a su sinagoga, iglesia o
mezquita, e intenten dar con un judío, un cristiano o un musulmán
que entienda lo que están diciendo y niegue sinceramente que Dios
posea una de estas propiedades. Comprobarán que es casi tan fácil
como encontrar a un miembro de la Sociedad Internacional de la
Tierra Plana en una convención de astronomía. Una consecuencia
de este notable consenso sobre las propiedades divinas es que el
concepto teístico de Dios no puede ser incoherente o vago, a menos
que las propiedades en virtud de las cuales los teístas definen a Dios
sean en sí mismas incoherentes (incompatibles) o vagas. No puede
tratarse de un término con poco contenido sustancial, a menos que
las propiedades que los teístas atribuyen a Dios tengan a su vez poco
contenido sustancial. Quiero resaltar ahora esta consecuencia con
el fin de empezar a rebatir una afirmación que a m enudo se hace:
que «Dios» es un término con apenas significado, ambiguo o vago.
Por supuesto que existen desviaciones en el uso del término «Dios»
en el discurso popular, si bien se suelen distinguir porque no van en
mayúsculas, como cuando hablamos de la ignorancia del dios griego
(N. B. «D» minúscula) Zeus acerca de la identidad de la persona que
le destronará. No obstante, en el contexto teístico, el término «Dios»
(con mayúscula) lleva asociadas una serie de propiedades bastante
diferentes y no menos sustanciales. Si la interpretación teística de
las propiedades en sí es coherente y sustancial, entonces el término
«Dios» tiene un significado muy claro, no es en absoluto vago.
Si queremos com prender lo que quieren decir los teístas cuando
afirman que hay un Dios, necesitaremos entender a qué equivalen
estas propiedades y cómo se relacionan entre ellas. Debemos averi­
guar si la interpretación teísta de las propiedades es coherente y sus-
luncial. Por tanto, mi primera tarea será repasar estas propiedades en
el orden en que las he mencionado y explicar qué significan para los
teístas. Desarrollaré esta tarea en los primeros cinco capítulos. Si el
resultado de todo ello es una visión clara de Dios, podremos avanzar
ron cautela y pasar a investigar si tenemos o no razones que sustenten
o rebatan nuestra creencia de que existe algo como lo que hemos
descrito. Esta es la tarea que me tendrá ocupado desde el capítulo 6
en adelante. De esta descripción de mis intenciones, puede deducir
el lector la conclusión a favor de la que argumentaré sobre el tema

27
de la coherencia y sustantividad de la concepción teística de Dios:
argumentaré que es coherente y sustancial. De no serlo, sobraría la
segunda parte de este libro.
Y sin más preámbulos, empecemos con la primera de las propie­
dades divinas de mi lista: carácter personal.

Propiedad uno: carácter personal

Los teístas rezan a Dios, le hacen preguntas, escuchan sus respues­


tas, le piden que haga cosas, suponen que, al pedirle que haga cosas,
es más probable que él haga las cosas que le han pedido que haga.
Para ilustrar lo anterior, pongamos el ejemplo de una supuesta
conversación entre Dios y Abrahán, al que judíos, cristianos y mu­
sulmanes consideran el padre de su fe. En el momento de incorpo­
ram os a la historia, Abrahán se dispone a discutir con Dios sobre los
planes de este para destruir la ciudad de Sodoma.

Abrahán seguía en presencia del Señor. Entonces Abrahán se acercó al


Señor y le dijo:
-¿Vas a hacer que perezca el justo con el pecador? Quizá haya cincuenta
justos en la ciudad. ¿Vas a hacer que perezcan? ¿No perdonarás más bien a la
ciudad por los cincuenta justos que hay en ella? ]Lejos de tí hacer tal cosa!
¡Hacer que mueran justos por pecadores, y que el justo y el pecador tengan
la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿No va a hacer justicia el juez de toda la tierra?
-S i encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré por ellos a toda
la ciudad -respondió el Señor:
-M e he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. A lo
mejor faltan cinco a los cincuenta justos, ¿destruirás por esos cinco toda la
ciudad? -replicó Abrahán.
-N o, no la destruiré, si encuentro cuarenta y cinco justos -respondió.
-Quizá no sean más que cuarenta -Abrahán continuó todavía.
-B ien, no lo haré en atención a esos cuarenta.
-N o se irrite mi Señor, si sigo hablando. Quizá sean solamente treinta
-dijo Abrahán4.

28
La discusión continúa de esta guisa un rato, Abrahán regateando
a Dios hasta que al final, mientras Dios termina destruyendo Sodoma,
envía algunos ángeles para asegurar que Lot y su familia, las únicas
personasjustas que en realidad hay en la ciudad, puedan escapar. El
Génesis 19:29 dice a continuación: «Cuando Dios destruyó las ciuda­
des de la llanura se acordó de Abrahán, y sacó a Lot de la catástrofe
cuando arrasó las ciudades en que este había vivido».
Por supuesto que ahora, al iniciar una investigación sobre la co­
herencia del concepto de Dios, no podemos asumir que esta historia
sea verdad o utilizarla sin problemas como «prueba» de la coherencia
de las propiedades de Dios. Lo que sí podemos hacer es utilizarla
( tuno ejemplo de la práctica teística universal de adscribir a Dios
una determ inada propiedad: la propiedad del carácter personal.
Podría parecer que existe un desacuerdo entre los teístas acerca de
si esta historia debería tomarse o no literalmente y, en caso de que
10 hiciéramos, no hay muchos teístas que afirmarían tener una rela­
ción tan íntima y comunicativa con Dios como la que describe. Pero
lodos los teístas están de acuerdo con la presunción de que en esta y
n i cualquier otra historia del judaismo, el cristianismo o el islam en
la que aparecen las relaciones de Dios con la humanidad, ese Dios
no es una simple fuerza impersonal, algo que o bien es arbitrario o
puede manipularse mediante actos que elegimos realizar. El no es
un mecanismo sobrenatural, algo que esté en determinados estados
sin conciencia y que se limite a experim entar acontecimientos o a
provocar que otras cosas los experimenten. Dios es un agente perso­
nal, alguien no algo, alguien que tiene intuiciones acerca de ciertas
i ostis, que se preocupa por determinadas cosas, alguien con quien se
puede razonar y a quien se puede complacer o disgustar con ciertos
artos que podemos elegir realizar. Dios mismo realiza a su vez actos
para que el m undo sea como él cree que debe ser.
De manera que todos los teístas ven a Dios como una persona5.
I'ero ¿podemos sugerir una idea sistematizada de lo que hace que
una persona sea una persona? En otras palabras, ¿podemos encon-
11ar la esencia del carácter personal? Creo que sí.
Una persona es una persona en tanto en cuanto y en la medida
n i que es algo, o mejor aún alguien, racional; alguien que posee
<onciencia, a quien se debe tratar con respeto moral, y que obra con

29
una actitud recíproca en los actos que realiza, actos entre los que se
encuentra la comunicación verbal.
Hay un núm ero de propiedades en esa lista. No son blancas y
negras -propiedades que se denen o no-, y al combinarlas en una
definición de la esencia del carácter personal en la que no aclaro lo
suficiente cómo contribuyen a que alguien sea una persona («...en
tanto en cuanto y en la medida en que...»), todo se complica aún
más. Aunque trataré de ser más conciso, no obstante, la justificación
de la teoría será una tarea que apenas abordaré aquí. Mi excusa para
no tratar la cuesüón en profundidad es que en caso de ir a hacerlo,
esto nos llevaría sin duda lejos del campo de la filosofía de la religión.
Espero borrar cualquier viso de improvisación de la teoría, de for­
ma que pueda sugerir acertadamente que la propiedad del carácter
personal no es en sí incoherente ni vaga, incluso en el supuesto de
que admita casos dudosos, como hacen la mayoría de los concep­
tos*’. Remito a los lectores interesados a otro filósofo que ofrece una
defensa más detallada de una teoría bastante similar a la mía7. Pero
antes, quisiera hacer un comentario para los metafísicos que estén
leyendo esto: dada la naturaleza compuesta de la esencia del carácter
personal tal y como la acabo de esbozar, resulta tentador buscar un
hecho subyacente y unitario sobre las personas del que pudiera deri­
varse esta «esencia». Si tuviéramos tiempo, tal vez fuera útil sucumbir
a dicha tentación. Pero si necesariamente, por ejemplo, nada que no
sea una unidad sin sustancia física (lo que habitualmente se conoce
como «alma») pudiera tener todas estas propiedades y, tal vez, ese
algo que es un alma debiera tener estas propiedades, la necesidad no
sería de tipo conceptual. (No es una contradicción en los términos
describir a un robot puram ente físico cumpliendo estos criterios
para ser una persona.) Por tanto, la «derivación» de la esencia del
carácter personal de cualquier hecho metafísico subyacente no sería
algo conceptual. Así, sirve más a nuestros propósitos quedarnos con
una descripción de la esencia del carácter personal que reside en
este nivel conceptual compuesto.

*
¿Por qué afirmo que estas propiedades constituyen la esencia del
carácter personal? Nadie negaría que el tipo de personas con las que

30
nos relacionamos a diario, otros seres humanos, tienen otras muchas
propiedades además de estas. Poseen la propiedad de necesitar oxí­
geno para sobrevivir, la de ser a veces un tanto pobres de espíritu, y
así sucesivamente. ¿Por qué he optado por estas propiedades como la
esencia del carácter personal? Cierto es que estas otras propiedades
no son esenciales para ser una persona: uno puede carecer de una
«>de todas ellas y aun así ser una persona. Si un día nos visitaran los
extraterrestres, podríamos encontrarnos con que, siendo innegable
que fueran personas, no necesitaran oxígeno para sobrevivir. Podría­
mos dar con alguien aquí en la Tierra que nunca hubiera sido pobre
de espíritu, y así sucesivamente. Incluso en el caso de que creyéramos
que no existen los extraterrestres o que nunca ha habido nadie en la
Tierra pobre de espíritu, somos conscientes de que resulta concep-
lualmente posible que tales personas existan. Por lo tanto, podemos
ver que hasta una propiedad que es universal entre las personas que
conocemos realmente o que existen en realidad no tiene por qué
ser esencial para el carácter personal.
Es frecuente que a los legos en fílosofía les resulte complicado
apreciar el hecho de que una propiedad que universalmente de­
tentan representaciones (esto es, instancias) de un cierto tipo de
cosa pueda ser la esencia de ese tipo de cosa. Permítanme que les
ilustre este punto con un ejemplo. Si todo libro sobre filosofía de
la religión resulta ser soso, entonces que los libros de filosofía de la
religión son sosos es una propiedad universal de todos ellos. Pero
que sean sosos no es una propiedad esencial de todos los libros de
filosofía de la religión. Si hubiéramos escrito un prim er borrador
soso de un libro de filosofía de la religión y luego (una vez aceptado
por un reputado editor) hubiéramos empezado a añadir ejemplos
divertidos, desde un punto de vista conceptual ese libro no hubiese
«lijado de ser necesariamente (por lo que significan las palabras) de
filosofía de la religión. Por supuesto que cualquier propiedad inhe-
icnte a la esencia de un determinado tipo de cosa formará parte de
todas las representaciones de ese tipo. Es la esencia de los libros de
filosofía de la religión abordar las razones que tenemos para creer
verdadero o falso el fisicalismo; el hecho de tratar esta cuesüón es
lo que hace de un libro una obra de filosofía de la religión. De ahí
que un libro sobre filosofía de la religión pueda ser o no aburrido,

31
pero no pueda, desde el punto de vista conceptual, dejar de tratar
esta cuestión. Entonces, para averiguar lo que es esencial para el
carácter personal no precisamos una investigación científica, sino
que necesitamos una investigación conceptual (y tal vez en última
instancia, metafísica). Debemos plantear preguntas como las que
siguen: ¿Llamaríamos algo a una persona que no necesitase oxígeno
para sobrevivir? Sí; luego, necesitar oxígeno no es esencial para ser
una persona, aunque pueda tratarse de una propiedad universal en­
tre todas las personas que nos hayamos encontrado. ¿Llamaríamos
algo a una persona que nunca haya sido pobre de espíritu? Sí; luego,
ser pobre de espíritu no es algo esencial para ser persona, por muy
universal que resulte algún elemento de pobreza de espíritu entre las
personas que realmente existen. ¿Llamaríamos algo a una persona
que no tiene conciencia? Bueno, tal vez sí, siempre que se tratara
de alguien sumido en un sueño profundo8. Pero algo que nunca
tuvo conciencia ni representaciones mentales del m undo, fueran
las que fueran, no la consideraríamos una persona. De modo que
tener conciencia, al menos en algún momento de nuestra vida, es
esencial para ser una persona. En tanto en cuanto tenemos periodos
de nuestra vida en que carecemos de conciencia, socavamos concep­
tualmente nuestra cualidad de personas. Es decir, si esos periodos
se empalmaran de una forma ininterrum pida y sin fin, perderíamos
necesariamente nuestra condición de personas desde el punto de
vista conceptual. Si meditamos sobre varias de las demás propiedades
tratando de imitar el tipo de reflexión em prendida sobre necesitar
oxígeno, ser pobre de espíritu y tener conciencia revelaría -simple­
m ente lo sugiero, porque no tengo tiempo de argum entarlo- que el
resto de las propiedades esenciales de las personas son tal y como las
he formulado. Un análisis exhaustivo revelaría que no existen más
propiedades esenciales de las personas.
De nuestra interpretación de la forma en que estas propiedades
constituyen la esencia del carácter personal, no debería inferirse que
no pueda haber personas que alguna vez fueron irracionales (por
ejemplo, cuando se hace algo por resentimiento). Tampoco debería
inferirse que no hubiera personas que en alguna ocasión dejaran de
tener conciencia (por ejemplo, en periodos de sueño profundo). No
debería inferirse que no pudiera haber personas quienes -e n circuns-

32
tandas extremas- no merecieran respeto moral. (Resulta mucho más
difícil encontrar un ejemplo de esto, dado que en algunas teorías
metaéticas nadie merecería semejante trato. En el consecuencialis-
iiio , la teoría que establece que la cualidad moral de cualquier acto
depende de la bondad de las consecuencias que acarree, si retroce­
diéramos en el tiempo y pudiéramos matar al infante Lenin -aú n
no conocido como tal entonces-, él podría ser tal persona.) Nuestra
interpretación de la forma en que estas propiedades constituyen la
esencia del carácter personal no debería implicar que no pudiera
haber personas que no correspondieran con la actitud de respeto
moral en su trato con los demás (por ejemplo, cuando se es amoral).
V no debería implicar que no pudiera haber personas que dejaran
de realizar acto alguno en algún momento de sus vidas (una vez más,
im sueño profundo sería un ejemplo). Pero, de la misma forma,
debería implicar que en tanto en cuanto alguien no presente estas
características durante un largo periodo, estará socavando concep-
n talmente su condición de persona. Y es este menoscabo conceptual
lo que demuestra que estas propiedades pertenecen a la esencia del
carácter personal.
1.a consecuencia de esta consideración es pensar que los fetos y
los seres humanos con un retraso mental profundo no cuentan como
personas. Esta conclusión sería inaceptable para muchas personas
y por tanto constituiría una razón para rechazar la idea de carácter
IxTsonal que la induce. Yo me inclino a aceptar la conclusión y a apa-
<iguar la inquietud que nos provoca señalando que existen muchas
t osas que no son personas pero que aun así cuentan, desde el punto
de vista moral. Si tiene un perro, puede ver que es probable que
no actúe con él como lo haría con un objeto inanimado como este
libro. Por ejemplo, tiene la obligación con su perro de no romperlo
en pedazos para su diversión mientras que -p o r muy arriesgado que
i esulte llamar su atención sobre esto- no tiene la obligación con este
libro de no romperlo en pedazos para su diversión. Su perro cuenta
de una forma en que el libro no. Si se viera en el trance de tener que
salvar a su perro o una copia de este libro de un fuego que estuviera
consumiendo su casa, debería salvar a su perro. No solo salvaría a su
perro -al sentirse más vinculado psicológicamente a su perro que a
esle libro-, sino que sería su debersalvarlo. Que el fuego no consuma

33
a su perro es más importante que el hecho de que las llamas devoren
este libro. Su perro cuenta moralmente, aunque no sea una persona.
Una vez que comprendamos que las cosas que no son personas pue­
den contar de esta forma, comprenderemos que los seres humanos
que no son personas pueden contar moralmente. Y de ese modo
podemos conciliar todas nuestras intuiciones morales sobre cómo
deberíamos tratar a los fetos y a los seres humanos con un retraso
mental profundo (cualesquiera que sean estas intuiciones) con una
consideración de carácter personal que tiene como consecuencia
que estos seres humanos no son personas. En resumen, no podemos
considerar moralmente objetable la conclusión de que los fetos y los
seres humanos con un retraso mental profundo no sean personas, a
menos que asumamos que las personas son los únicos tipos de entes
que deben considerarse moralmente importantes. Pero no asumi­
mos que las personas sean los únicos tipos de entes que deben con­
siderarse importantes cuando tratamos con animales, por lo que no
deberíamos asumirlo aquí tampoco. Estaría mal causar daño a una
persona innecesariamente, igual que lo estaría causárselo a un feto,
a un ser humano con un profundo retraso mental o a un perro. Pero
la razón por la que todo esto estaría mal es que el daño es malo y el
daño innecesario una maldad injustificable moralmente (eso es lo
que da por sentado la palabra «innecesario»). Q ue el daño se inilija
a personas, a seres humanos que no sean personas o a animales que
no sean seres humanos, no es algo que debamos saber antes de que
podamos reparar en que se trata de algo ante lo que no podemos
ser moralmente indiferentes9.
De este tipo de consideración acerca de la naturaleza del carácter
personal se infiere que el que algo o alguien sea o no una persona
puede ser indeterminado, algo que podría utilizarse como razón
para objetar a la consideración. Personalmente, no lo veo así. Resulta
verosímil sugerir que muchos conceptos presentan casos dudosos,
es decir, casos en que lo correcto sería afirmar que el concepto ni se
aplica ni se deja de aplicar, y por tanto probablemente sea indeter­
minado establecer si algo cabe o no en el concepto. Imaginen una
manzana sobre su silla. La va salpicando despacio hasta dejarla de
color naranja; al mismo tiempo, la forma va cambiando sutilmente.
Durante un lapso de unos cinco minutos «muda» en una naranja.

54
¿Debemos suponer entonces que en esos cinco minutos hubo un
instante en que se trataba de una manzana bastante rara y que des­
pués pasó a ser una naranja bastante rara? ¿O que hubo una especie
de fase intermedia en que ni era una manzana ni una naranja, sino
más una tercera fruta? ¿Yque hubo un momento en que dejó de ser
una manzana y se convirtió en este tercer tipo de fruta, y otro en
que dejó de ser este tercer tipo de fruta y pasó a ser una naranja? En
absoluto. Lo correcto es afirmar que empezó siendo una manzana y
permaneció como tal durante un periodo de tiempo indeterminado;
acabó siendo una naranja y así fue durante un periodo de tiempo
indeterminado. Y, entre medias, durante un lapso de tiempo inde­
finido, era dudoso si se trataba de una manzana o de una naranja.
Imaginemos ahora una persona hecha y derecha como, pongamos,
su mejor amigo, y algo obviamente impersonal como, por ejemplo,
un plátano. Imaginen a su amigo «transformándose» lentamente
en un plátano; al principio del proceso, cuando apenas ha cogido
un leve matiz amarillento y empieza a perder tal vez una o dos
facultades mentales, es aún reconocible como persona. De hecho,
se trata de su mejor amigo. Al final del proceso, no queda persona
alguna; lo que queda es un plátano10. ¿Deberíamos postular que en
alguna parte entre medias hubo un m om ento en que la persona
estaba ahí y luego, un poco después, ya no? No. Parece más sensato
afirmar que había una persona al inicio del proceso y que sobrevi­
vió durante un periodo indeterm inado; había un plátano al final
<lcl proceso y lo había habido durante un periodo indeterm inado.
V entre medias, por un lapso de tiempo indeterm inado, resultaba
incierto si había o no una persona o un plátano.
Sin duda, se pueden plantear otras objeciones a esta teoría, pero
llevar más allá su defensa sería desvíame mucho del tema principal
que me ocupa. Así, una vez planteado y habiendo resaltado algunas
«le sus implicaciones, me limitaré a someterlo a su aprobación y asu­
miré que es correcto cuanto sigue. Mantengo que al considerar a
Dios como una persona, los teístas consideran a Dios como alguien
que es racional, que tiene conciencia, a quien se debe tratar con res-
|M'to, que corresponde con esa misma actitud hacia nosotros, y que
i«'.«li/a actos, actos que entre otras cosas incluyen la comunicación
n i bal. Si esto es cierto, entonces el carácter personal como concepto

35
es coherente y sustancial y por tanto también lo es la afirmación teísta
de que Dios es una persona.
Según los teístas, Dios no solo tiene estas propiedades esenciales
de carácter personal, sino que podríamos decir que las üene «en
grado máximo». Dios no es racional a la manera más o menos des­
cuidada en que lo somos nosotros; él es supremamente racional. Ja­
más hace nada que no sea menos de completamente razonable. Dios
no tiene un número finito de certezas, algunas falsas y otras verdade­
ras; tiene un número infinito de certezas y todas son verdad. A Dios
no se le debe respeto de la misma forma más o menos restrictiva en
que se debe a cada persona, teniendo en cuenta que bajo circunstan­
cias excepcionales es posible que a veces faltemos a ese respeto por
un instante o dos". (Una vez más, hay que mencionar que en algunas
teorías metaéticas ninguna situación por excepcional que sea justifi­
ca que se falte al respeto a nadie, aunque solo ocurra una vez o dos.)
Dios, en cualquier teoría metaética, es el objeto de respeto moral
supremo e incondicional. Tratamos a las personas más o menos bien
y por eso (es decir, por tratarlas mal) socavamos conceptualmente,
hasta cierto punto, nuestra condición de personas12. Dios, al contra­
rio, corresponde a nuestra vacilante actitud de respeto por él con un
perfecto respeto hacia nosotros. Podemos realizar toda una serie de
actos, pero no somos todopoderosos. Dios, sin embargo, puede hacer
cualquier cosa; él es todopoderoso. Podemos comunicamos verbal­
mente con los que nos rodean e incluso -p o r teléfono y otros me­
dios- con los que están lejos. Al hablar con ellos, podemos transmitir
bastante de lo que deseamos transmiür. Dios puede hablar con cual­
quiera en cualquier parte y al hacerlo puede transmitir cualquier cosa
que las finitas mentes a las que habla puedan asimilar.
Si estoy en lo cierto acerca de la esencia del carácter personal, en­
tonces -porque de haber un Dios, él posee las propiedades esenciales
de carácter personal que he calificado como «en grado máximo»-, si
alguien va a contar como persona, Dios va a contar como persona. En
esencia, si hay un Dios, tiene mucho más de persona que cualquiera
de nosotros. Conviene sacar esto a colación porque a m enudo se
oyen afirmaciones que plantean que Dios, si es que existe, no puede
ser una persona en el mismo sentido en que lo somos ustedes y yo.
De acuerdo con mi argumento, este tipo de afirmación es errónea.

36
Si hay un Dios, tiene en verdad más de persona que nosotros, pero él
es igualmente una persona en exactamente el mismo sentido en que lo
somos nosotros. No es que, como dijo Tillich, Dios no sea una perso­
na, «sino que no puede ser menos que personal»13. Es más bien que
Dios es una persona porque es más personal de lo que cualquier otra
persona pudiera esperar llegar a ser. De hecho, uno podría afirmar
-y más tarde argum entaré que este es el hilo conductor central del
concepto teístico de Dios- que Dios es la persona más perfecta que
pueda darse.
*

Dado que Dios es una persona y todas - o casi todas- las personas
con las que nos topamos pertenecen a un género u otro -son varo­
nes o m ujeres- es natural asignar un género a Dios. Habrán notado
que yo ya lo he hecho, refiriéndome a Dios como «él» como viene
Hiendo tradición. Por supuesto que a ningún teísta sensato se le ha
ocurrido jamás pensar que Dios perteneciera en realidad a género
alguno. Pero como Dios es una persona, hubiera sido más engañoso
asignarle el género neutro que utilizar el pronombre «él» o el pro­
nombre «ella» cuando fuera a nombrarlo. Desde un punto de vista
puramente filosófico, lo ideal sería dar con algún término personal no
específico del género como «él/ella». Por desgracia -sin duda a causa
ile la naturaleza universal casi binaría del género entre los humanos-,
nuestro lenguaje no nos proporciona tal término, por lo que nos
vemos abocados a elegir entre «él» y «ella», siempre que queramos
•espetar los límites del lenguaje ordinario, al tiempo que somos fieles
.1 la concepción teíslica de Dios como personal.
Por lo tanto, los teístas deberían alegrarse al saber que la elección
entre referirse a Dios como «él» o como «ella» resulta irrelevante
desde el punto de vista filosófico. Desde luego no se trata de negar
que ciertas asociaciones accidentales entre los géneros y otras deter­
minadas propiedades bien podrían haber formado en las mentes de
l.«s |K*rsonas, asociaciones que al referirse a Dios como «él» o «ella»
| m«Irían confundirlas, de no tener claros los conceptos. Por ejemplo,
i.mio en las sociedades patriarcales como en las matriarcales habrá
mu notaciones de poder asociadas de forma accidental a los géneros,
i .011 notaciones que podrían hacer que referirse a Dios como «él»

37
fuera más o menos potencialmente confuso que referirse a Dios
como «ella», habida cuenta de otra de las propiedades esenciales de
Dios, a la que ya he hecho algo más que referirme: su omnipotencia,
el ser todopoderoso. En una sociedad patriarcal, un factor que haría
menos potencialmente confuso referirse a Dios como «él* que como
«ella» sería la asociación accidental de lo masculino con el poder en
la mente de las personas. En una sociedad matriarcal, un factor que
haría menos potencialmente confuso referirse a Dios como «ella»
que como «él» sería la asociación accidental de lo femenino con el
poder en la mente de las personas. Por supuesto, no hay argumento
de peso alguno en ninguna de estas sociedades que pudiera inclinar
la decisión terminológica sobre referirse a Dios como «él» o «ella»
de un lado u otro. Y nadie capaz de reconocer como accidental cual­
quier asociación entre género y poder que hubiera surgido en sus
mentes se inclinaría por una u otra opción, lo que equivale a decir
que nadie que fuera medianamente lúcido lo haría.
No obstante, dado el triste hecho de que no todo el m undo es
medianamente lúcido, este no sería un asunto irrelevante al hablar
con alguien que se hubiera criado en una sociedad matriarcal o
patriarcal el referirnos a Dios como «él» o «ella». Sin embargo, para
nosotros -q u e somos medianamente lúcidos- si bien es cierto que
preferiríamos referimos a Dios ya sea como «él» o como «ella», mejor
que como «algo» neutro (debido a la propiedad esencial del carácter
personal de Dios), resulta ¡rrelevante si nos referimos a Dios como
«él» o como «ella». Visto que no hay forma de inclinar la balanza de
un lado o de otro, m antendré la costumbre en la que me crié, y me
referiré a Dios como «él»H.
De manera que eso es lo que significa afirmar que Dios es una
persona. Afirmar que Dios es una persona es decir que es racional,
tiene conciencia, merece ser objeto de respeto, y corresponde con
esa actitud en sus actos hacia nosotros, actos que entre otras cosas
incluyen la comunicación verbal. En virtud de estos criterios. Dios
tiene -si es que existe- más de persona que cualquiera de lo que no­
sotros podamos anhelar llegar a tener. Y me referiré a Dios como «él»
dado que esa es mi costumbre y no va a confundirnos a ninguno. Por
ahora, bien. Pasemos a analizar la siguiente propiedad de mi lista.

38
Propiedad dos: incorporeidad/trascendencia

Los teístas consideran que la persona que es Dios difiere de la


persona que somos nosotros en algo mucho más importante que
lener un cuerpo de hombre o de mujer; se supone que Dios no tiene
cuerpo. Se le considera incorpóreo. ¿Qué quieren decir los teístas
( liando dicen que Dios es incorpóreo?
La incorporeidad (no tener un cuerpo) y la corporeidad (tener
un cuerpo) obviamente son dos caras de la misma moneda: sen­
cillamente, una es lo contrario de la otra. Así que voy a empezar
por explicar lo que significa afirm ar que tenemos cuerpo. Si po­
demos entender eso, nos resultará fácil com prender lo que quiere
decir que Dios, al contrario que nosotros, no tiene cuerpo. Voy
.1 argum entar que en realidad los teístas no deberían pensar que
I >¡os carece de cuerpo; pero el hecho de que no deban pensarlo
no demuestra que su concepción de Dios sea incoherente, dado
que existe una propiedad lo suficientemente próxima a la incorpo-
icidad como para que resulte verosímil lo que los teístas piensan
i liando hablan de incorporeidad, y que por ende resulta sensato
.iiribuir a Dios. Así las cosas, el resultado final de mi razonamiento
será que «incorporeidad» no es el térm ino adecuado; es preferible
trascendencia». Por eso llamo a esta propiedad «incorporeidad/
n ascendencia». Permítanme que inicie mi razonamiento pidiéndo­
les que hagan algo.
Fíjense en una porción de materia que sea obviamente una parte
de su cuerpo, por ejemplo, la mano derecha, y pregúntense: ¿Qué es
lo que hace que mi mano sea parte de mi cuerpo en lugar de parte
del libro que sostiene o de la silla en que me siento? (Supongo que
i'Míin sentados y sosteniendo este libro con la mano derecha.) No
me digan: «Bueno, está conectado a mi brazo, y el libro o la silla,
no-, porque eso nos retrotraería a la cuestión sobre la propiedad
ilrl cuerpo. ¿Y qué es lo que hace que un brazo sea su brazo?, sería
l.i siguiente pregunta que les plantearía.
Lo que les pido es que busquen las condiciones que debe cumplir
una determinada porción de materia para ser parte de su cuerpo y
las circunstancias que, en caso de cumplirse, sean suficientes para
• onsiderarla parte de su cuerpo; en otras palabras, les pido que de-

39
terminen las condiciones necesarias y suficientes que hacen de una
porción de materia parte de su cuerpo.
Una condición necesaria de algo es una condición que debe cum­
plirse para que ese algo exista. Una condición suficiente de algo es
una condición que, en caso de darse, hará que tal cosa exista. Para
los neófitos en esto, la distinción será más fácil con un ejemplo. (Uti­
lizaré más adelante este ejemplo en otro contexto, así que lo mejor
es que incluso los avezados en la materia lo lean.)
Imaginen que van a hacer un examen con 100 preguntas que
cada una vale un punto, y el aprobado está en 50 o más respuestas
acertadas. Si tienen bien las primeras 60, entonces está claro que
no van a suspender por muy mal que lo hagan en las otras 40 (no
tengo en cuenta la posibilidad de que les puntuasen en negativo).
Expresamos ese hecho diciendo que es una condición suficiente para
que aprueben el examen que tengan 60 preguntas bien. Pero no es
necesario para que aprueben el examen tener las 60 primeras bien.
Expresamos este hecho diciendo que no es una condición necesaria
para que aprueben el examen tener bien las 60 primeras preguntas.
Una condición necesaria para que aprueben el examen es tener bien
al menos 10 de las primeras 60 preguntas. Si llegan a la pregunta 61
y aún no tienen bien al menos 10, entonces -hagan lo que hagan en
las 40 restantes- no aprobarán bajo ningún concepto. Tener bien al
menos 50 preguntas es una condición necesaria y también suficiente
para aprobar el examen; no es necesario hacer nada más allá que
acertar al menos 50 preguntas para aprobar el examen.
Por tanto, mi pregunta es: ¿Cuáles son las condiciones necesarias
y suficientes para que una porción de materia se considere parte del
cuerpo? Voy a analizar dos posibles respuestas a esta pregunta.
En primer lugar, uno podría pensar que la respuesta es que lo que
supone para una determinada porción de materia formar parte del
cuerpo de una persona por oposición a form ar parte del cuerpo de
otra, o a ser parte integrante de un objeto inanimado, es que uno
sepa, al menos en parte, lo que está sucediendo en esa porción de
materia sin que sea preciso averiguar antes lo que está sucediendo
en otra parte. Solo podemos saber indirectamente dónde está este
libro levantando apenas los ojos de sus páginas o al sentirlo con las
manos. Pueden saber lo que está ocurriendo en sus ojos y dónde

40
están sus manos de forma directa -es decir, sin tener que averiguar
nada antes-. Por tanto, el libro no es parte de su cuerpo, pero sus
ojos y manos, sí. Pensamientos como este podrían llevarnos a decir:
«Nuestro cuerpo es esa porción de materia de la que tenemos noción
directamente», dando por sentado que al hacerlo hemos expuesto la
condición necesaria y suficiente para que una porción de materia sea
parte de nuestro cuerpo. Esto podría denominarse la «teoría de que
nuestro cuerpo es esa porción de materia de la que tenemos noción
directamente», pero resulta un tanto cursi, así que llamémosla la
«teoría del conocimiento directo».
Sin embargo, la teoría del conocimiento directo no parece haber
establecido una condición necesaria para que una porción de ma­
teria sea considerada una parte de nuestro cuerpo. Imagínense que
tienen la mano derecha anestesiada, por lo que no pueden saber
lo que está ocurriendo en ella directamente, solo sintiéndola, sino
que antes tienen que mirarla o servirse de su mano izquierda o de
algún ardid similar para sentirla. En ese caso, su mano derecha se
habría convertido en una porción de materia de la que no tendrían
noción directamente. A pesar de ello, a buen seguro seguiríamos
pensando que, incluso anestesiada, es una parte de su cuerpo. Por
tanto, concluyo que conocer directamente el estado de una porción
de materia no es una condición necesaria para considerarla parte del
cuerpo. Podría uatarse, no obstante, de una condición suficiente.
Analizaré esa posibilidad en breve tras comentar otra teoría que se
lia sugerido alguna vez.
De modo que la otra posible respuesta que uno podría considerar
.1 la pregunta «¿Qué es lo que hace que una determ inada porción
de materia forme parte del cuerpo de una persona y no del de otra
o del de nadie?» es que esa porción de materia es parte del cuerpo
de alguien solo si es una parte del vehículo a través del cual actúa
dicha persona en el mundo. Si van a pasar las páginas de este libro,
solo lo podrán hacer indirectamente -moviendo otra cosa, como
la mano-, pero si van a mover la mano, no hay nada que deban
mover (conscientemente) antes. Pensamientos como este podrían
conducimos a decir: «Nuestro cuerpo es esa porción de materia que
podemos controlar mediante actos directos de la voluntad», dando
|mr sentado al hacerlo que hemos establecido una condición nece-

41
saña y suficiente para que una porción de materia se considere una
parte del cuerpo. Esto podría denominarse la «teoría de que nuestro
cuerpo es esa porción de materia que podemos controlar mediante
actos directos de la voluntad», pero resulta algo cursi, por lo que la
llamaremos la «teoría del control directo».
Sin embargo, la teoría del control directo no parece haber reco­
gido una condición necesaria para que una determinada porción de
materia sea considerada también una parte del cuerpo. Imaginen la
posibilidad de que, en lugar de anestesiada, tengan la mano dere­
cha paralizada de forma que no puedan moverla mediante un acto
directo de la voluntad, es decir, que no puedan moverla a menos
que antes muevan otra cosa como, por ejemplo, la mano izquierda.
A pesar de ello, seguiría siendo su mano.
La posibilidad de que exista alguien que lleve m ucho tiempo
completamente anestesiado y paralizado, a quien describiríamos no
obstante como corpóreo, muestra que cualquier adaptación o com­
binación de las dos condiciones que he analizado para determ inar
que lo que supone para una porción de materia ser parte del cuerpo
de alguien es que se trata de una porción de materia que podemos
bien conocer o controlar directamente, o bien analizar lo próxima
que está a porciones de materia que cumplen una o ambas condicio­
nes, no supondrá con todo una condición necesaria para que una
determinada porción de materia se considere parte del cuerpo de
una persona.
Entonces, ¿a qué conclusión podemos llegar? Ni tener una noción
directa de ella ni ser capaz de controlarla directamente constituyen
de por sí condiciones necesarias para considerar una porción de ma­
teria parte integrante del cuerpo; ni su disyunción es necesaria para
que una determinada porción de materia se considere una parte del
cuerpo. Sin embargo, resulta a todas luces creíble que estas condi­
ciones combinadas son -com o me dispongo a razonar- suficientes
para que una porción de materia sea parte del cuerpo15. Permítanme
que se lo explique.
Antes de hacerlo, quiero contarles algo sobre el museo más anti­
guo del mundo, el Museo Ashmolean de Oxford.
El Ashmolean contiene, entre otras muchas cosas, numerosas esta­
tuas. Una de ellas es conocida por algunos como el Adonis Centoce-

42
lie; si van al Ashmolean buscándola les será de ayuda saber que está
a la izquierda de la entrada principal. Es una representación romana
de tamaño natural del siglo II d. C. de Apolo, de pie con los restos
de una flecha en una mano y -al menos eso parece- un arco en la
otra. Es una obra de gran realismo y, a diferencia de muchas estatuas
que se han conservado de la Antigüedad, no le faltan extremidades
ni dedos siquiera que puedan em pañar con su ausencia la fantasía
en la que uno se ve inmerso al contemplarla: que no se trata de un
simulacro de una persona tallada en piedra, sino de una persona de
verdad cuyo cuerpo resulta que está hecho de piedra.

Ahora quiero contarles una historia sobre ustedes. Imagínense lo


siguiente: de pronto -desde su perspectiva- la habitación en la que
están sentados parece desaparecer: ya no pueden ver esta página ante
ustedes; han dejado de ser conscientes -si es que realmente lo e ra n -
de la sensación de presión del mullido de la silla sobre la que estaban
sentados. Lo mismo ocurre con los olores y sabores que pudieran
haber percibido. En vez de eso, parecen estar mirando una galeríá
con algunas estatuas antiguas dispuestas en línea ante ustedes. Ese
es su campo visual. En su campo auditivo pueden percibir algunas
conversaciones tenues que ocurren a su alrededor. Por arte de ci-
nestesia, sienten como si estuvieran de pie, con algo más de presión
sobre el pie izquierdo que sobre el derecho, con los brazos pegados
al cuerpo, y con algo más bien cilindrico en cada mano. Perciben
el olor del aire polvoriento y un sabor a polvo. ¿Qué les ha pasado?
Pues bien, de hecho -com o seguramente habrán adivinado- lo
que les ha ocurrido es que ahora tienen noción directa del estado
de la porción de materia que forma la estatua de la que les habla-
lia; e indirectamente, por la luz que se posa en sus ojos, las ondas
sonoras que alcanzan sus oídos, etc., ahora saben quién visita esta
galería concreta del Ashmolean en la que está la estatua. Que ya no
IHiedan saber directamente qué es lo que ocurre allí donde sea que
estén leyendo este libro les resulta - a buen seguro- en cierto modo
inesperado. Pero que su locus de percepción directa se ha situado
en el Ashmolean no es el único hecho inesperado al que deben
acostumbrarse; también lo ha hecho su locus de control directo,
liste libro ha caído al suelo porque las extremidades de aquello que

43
todos hubiéramos conocido por nuestro cuerpo se han quedado sin
fuerzas; ya no podemos controlarlas mediante actos directos de la
voluntad. Pero, al mismo tiempo, las extremidades de la estatua han
pasado a ser flexibles; puede animarlas a través de actos directos de
la voluntad. Cuando queremos que nuestra mano derecha se levante,
es la mano derecha de piedra del Ashmolean la que lo hace. Dirigi­
mos el cuerpo para que levante nuestra mano derecha hacia la cara,
y vemos la mano derecha de la estatua levantarse en nuestro campo
visual, acompañada por todas las sensaciones cinestésicas que asocia­
ríamos al hecho de que sea nuestra mano. A medida que se levanta,
vemos que el objeto que sostiene son los restos de una flecha de
piedra. Deseamos agarrar la flecha y vemos que los dedos de piedra
la agarran con fuerza, al tiempo que sentimos la sensación de la pre­
sión de nuestros dedos sobre la fría piedra; y así sucesivamente. En
breve, en lugar de saber de primera mano lo que está pasando en un
cuerpo hum ano y poder anim ar ese cuerpo mediante actos directos
de la voluntad, ahora podemos saber directam ente lo que ocurre en
este cuerpo de piedra del Ashmolean y darle vida por medio de actos
directos de la voluntad. Supongan que todo esto llegase a ocurrir,
¿no sería como si esta estatua se hubiese convertido en nuestro nuevo
cuerpo? Creo que realmente sería así. Recuerden, no nos interesa el
hecho de que esto sea físicamente posible o no -d e ser así, seríamos
científicos-. Lo que nos interesa es si es lógicamente posible que
suceda y qué diríamos en caso de que ocurriera -somos filósofos-16.
E insisto, es lógicamente posible que esto suceda y, en caso de que
alguna vez llegase a ocurrir, diríamos que la estatua habría pasado a
ser nuestro nuevo cuerpo.
Por tanto, he sostenido que si fuéramos a perder nuestra capa­
cidad para percibir o controlar directamente nuestro cuerpo real,
y si el Adonis Centocelle del Ashmolean fuera a convertirse en una
porción de materia de la que tendríamos noción directa, al tiem­
po que nos fuera concedida la posibilidad de controlarlo mediante
actos directos de la voluntad, todo ello sería suficiente para que la
estatua pasara a ser un nuevo cuerpo pata nosotros. Si es correcto,
entonces la teoría del conocimiento directo y la teoría del control
directo establecen condiciones que, si bien no son necesarias (ya
sea por separado o juntas) para que una determinada porción de

44
materia sea parte del cuerpo, en común son suficientes para que una
determinada porción de materia sea parte del cuerpo.
De ser cierto que estas condiciones conjuntamente son suficientes
para que una determ inada porción de materia forme parte del cuer­
po, entonces la incorporeidad de Dios -e l que no tenga cuerpo- re­
queriría en consecuencia que no hubiese parte del mundo físico que
no pudiese conocer o controlar directamente. Si un trozo de materia
fuese algo que él conociese y pudiera controlar directamente, sería
suficiente para que esa parte fuera su cuerpo (o una parte de él, si
otros trozos cumplieran también estas condiciones). Reservemos este
resultado por ahora. Lo necesitaremos un poco más adelante.
De modo que, resumiendo, no he progresado mucho a la hora
de dar con las condiciones necesarias y suficientes para que una
determinada porción de materia se considere parte del cuerpo. He
hallado dos condiciones que juntas son suficientes para que una
determinada porción de materia se considere parte del cuerpo. Per­
mítanme pasar a considerar la tercera de las propiedades de Dios,
la omnipresencia. Espero así poder atar todos estos cabos sueltos.

Propiedad tres: om nipresencia/inm anencia

Según el teísmo, si bien Dios es trascendente, también es in­


manente. Si bien Dios no está sujeto a los límites del universo fí­
sico, él no obstante lo impregna perm anentem ente de su m ente
y su control. Nosotros -los seres hum anos- no estamos presentes
«*n todas partes en el sentido de poder aprehender directam ente
manifestaciones de todas partes y de poder controlar lo que ocurre
<*n todas partes. Somos algo menos que omnipresentes: en reali­
dad, no estamos en el Ashmolean y al mismo tiempo en cualquiera
«Iue sea el cuarto en el que estamos leyendo este libro; no estamos
simultáneamente en la cumbre de la m ontaña más alta y al final de
la más profunda de las cuevas. Dios -a l contrario- es omnipresente.
Está en todas partes. Sin necesidad de tener que actuar a través de
<ualquier determ inada porción de m ateria distinta de otras a su
alrededor, puede saber lo que ocurre en cualquier parte y provocar
«lirectamente el efecto que desee allí donde lo desee. Por tanto, la

45
omnipresencia de Dios implica que no está en cualquier lugar en
particular en el sentido de que al estar allí, está ausente de otro
lugar; no está ausente de ningún lugar, dado que es capaz de saber
directamente acerca de todas partes e influir directam ente en ellas.
Estamos, por tanto, en situación de asistir a una «tensión con­
ceptual» -esa es la forma amable de postularlo- entre la propiedad
de incorporeidad y la de omnipresencia. La omnipresencia de Dios
supone que cumple las dos condiciones que he argumentado que
son suficientes conjuntamente para que el m undo físico como un
todo sea su cuerpo (o una parte de su cuerpo si existen universos
paralelos como, por ejemplo, conjuntos de objetos espaciales no
relacionados espacialmente con nada del universo), (^ada parte del
universo es una porción de materia de la que él puede tener noción
directa y todas están bajo el control directo de su voluntad. Parece,
entonces, que dado que Dios es omnipresente podríamos afirmar
que, más que ser incorpóreo, el m undo físico en su totalidad es su
cuerpo (o una parte de él).
En suma, dado que el hecho de que tenga noción directa acerca
del estado de la materia y pueda controlarlo directamente constituye
una condición suficiente ele la corporeidad de Dios, es una condición
necesaria de su incorporeidad que no pueda hacer esto mismo con
cualquier porción de materia; pero al ser una condición necesaria de
la omnipresencia que tenga noción directa sobre cualquier porción
de materia que exista y que la controle directamente, entonces que
Dios sea corpóreo es una condición necesaria de la omnipresencia.
Este argumento parece irrefutable.
Por lo tanto, ¿ha podido nuestro héroe mostrarnos que la con­
cepción teística de Dios es incoherente y que de ello se deriva que
tanto judaismo como cristianismo e islamismo -habida cuenta de
que comparten la premisa de que tal ser existe- deben ser falsos? Si
lo ha conseguido, no merece la pena seguir leyendo.
Por desgracia, tal vez no sea así. Los teístas tienen margen para
maniobrar en esta cuestión. Pueden evitar que una retirada táctica
se convierta en una derrota total. ¿Cómo?
Los teístas pueden reivindicar que al describir a Dios como in­
corpóreo lo que quieren decir en realidad es que no hay porción
de materia distinta de las demás que sea especialmente privilegiada

46
como esa de la que Dios tiene noción más directa que la que tiene de
otras o sobre la que tenga mayor control directo que sobre las demás;
en otras palabras, pueden sostener que al describir a Dios como in­
corpóreo lo único que están afirmando es que no existe un lugar en
particular en el que esté Dios, en el sentido de que por estar allí deje
de estar en cualquier otra parte. Luego, pueden proseguir diciendo
que al describir a Dios como omnipresente lo que afirman es que
no hay porción de materia de la que no sepa directamente o que no
esté bajo su control directo; en otras palabras, pueden postular que
cuando describen a Dios como omnipresente lo que dicen es que
no existe lugar alguno del que Dios esté ausente. La incorporeidad
de Dios consiste en no estar presente en ningún sitio en particular;
su omnipresencia consiste en no estar ausente de ningún sitio en
concreto17.
Si partimos de la idea de que la incorporeidad de Dios consiste en
no tener un cuerpo distinto de otras porciones de materia del uni­
verso físico y que su omnipresencia consiste en saber directamente
lo que ocurre en todas partes y poder actuar de forma directa en
cualquier lugar, entonces no hay tensión entre las propiedades divi­
nas de incorporeidad y omnipresencia. Sin embargo, definiendo así
la incorporeidad, en mi opinión los teístas estarían aprovechándose
de una característica accidental -aunque universal- de esos seres
corpóreos con los que nos topamos a diario: que sus cuerpos son
distintos de otras porciones de materia y, más en concreto, de los
cuerpos de otras personas -e n el ámbito espacial-, y estarían además
conviniendo dicha característica en esencial para el concepto de
corporeidad a partir del cual se define la incorporeidad.
/Por qué insisto en que esta característica universal de los seres
• orpóreos con los que nos topamos a diario -cuyos cuerpos son espa-
«ialmente distintos de otras porciones de materia y, más en concreto,
il«* los cuerpos de los dem ás- no es un rasgo esencial? Porque la po­
sibilidad de que no prevalezca tiene sentido; podemos imaginarnos
el universo «contrayéndose» a nuestro alrededor hasta tocar nuestra
piel, hasta ese momento en que nuestro cuerpo se confunda con
el resto de la materia. De hecho, se podría decir que ni siquiera es
universal. Hay estados mentales -algunos casos de lo que se conoce
<orno desorden de personalidad m últiple- que podrían describirse

47
mejor como situaciones en las que más de una persona habita un
solo cuerpo al mismo tiempo18.
Entonces, ¿Dios es espacial? En un sentido lo es, y en otro no.
Si para una persona ser espacial es existir en un lugar y (como he
planteado) es condición sufíciente para que alguien exista en un
lugar que tenga noción directa acerca de él y pueda influir directa­
mente en él, entonces cualquier parte del universo es un lugar en el
que existe Dios y en ese sentido es espacial. Si ser espacial para una
persona es tener relación espacial con otros, entonces Dios no es
espacial. Dado que el universo en su totalidad es su cuerpo (o una
parte de su cuerpo si hay universos paralelos) y el universo como
un todo no está vinculado espacialmente con nada (de lo contrario,
aquello con lo que estuviese relacionado, sería en sí mismo una parte
del universo), el cuerpo de Dios no está relacionado espacialmente
con nada. No hay espacio en el que no exista Dios, aunque Dios no
exista en el espacio19.
Para concluir sobre las cuestiones planteadas por la segunda y
tercera de las propiedades de Dios en mi lista -incorporeidad y om-
nipresencia- diría que «incorporeidad» no es el mejor térm ino para
definir la propiedad de Dios que los teístas tratan de adjudicarle.
Yo sugeriría que no sería incorrecto afirmar que si hay un Dios, el
mundo físico en su totalidad es su cuerpo (o una parte del mismo,
si existen universos paralelos), porque si hay un Dios, entonces el
m undo físico en su totalidad satisface en relación con él dos condi­
ciones que juntas son suficientes para que una porción de materia
constituya parte de su cuerpo: él conoce directamente cada parte
del m undo físico y puede controlarla directamente. Propongo que
en lugar de utilizar el término «incorporeidad» utilicemos «trascen­
dencia» -Dios trasciende el mundo físico porque no está en absoluto
limitado en él-. Como pareja de «trascendencia», yo optaría por
tanto por la palabra «inmanencia», más que por «omnipresencia».
Dios es inmanente en el m undo físico, pues lo sabe todo de él y lo
controla mediante actos directos de su voluntad20.

*
En resumidas cuentas, hasta ahora he examinado las tres prime­
ras propiedades de mi lista de propiedades que los teístas atribuyen

48
a Dios: su carácter personal; su incorporeidad o -e l término que
prefiero- trascendencia; y su omnipresencia o -e l término que pre­
tiero- inmanencia. He planteado que su carácter personal debería
entenderse como que es racional; tiene convicciones; es objeto de
respeto moral; y corresponde a esa actitud con sus acciones, acciones
que paradigmáticamente incluyen la comunicación verbal. He sugeri­
do que si hay un Dios, entonces conforme a estos patrones tiene más
de persona que cualquiera de nosotros. He planteado que los teístas
deberían mostrarse indiferentes acerca de si se refieren a Dios como
él o como ella. He apuntado que la incorporeidad de Dios es una
forma -u n tanto engañosa- de referirse al hecho de que no hay parte
del m undo físico en la que esté más presente de lo que está en cual­
quier otra parte, y que su omnipresencia consiste en que no existe
parte alguna del universo de la que esté ausente (siendo condiciones
suficientes para que una persona esté presente en un lugar que él o
ella tengan conocimiento directo de ese lugar y puedan influir en
él directamente). Estas son formas alternativas de referirse a su tras­
cendencia por un lado y a su inmanencia por otro. Por tanto, hasta
ahora, el concepto teístico de Dios parece coherente y sustancial. En
el próximo capítulo examinaremos las tres propiedades siguientes
de mi lista: omnipotencia, omnisciencia y eternidad. Es posible que
planteen mayores dificultades.

49
2
O m nipotencia, omnisciencia, eternidad

Propiedad cuatro: om nipotencia

Dios es la persona más poderosa que pueda existir; es omnipo­


tente. Cuanto más poderosos seamos, más podremos hacer, de ahí
que podamos sugerir que entendemos que un ser om nipotente es
un ser capaz de hacer cualquier cosa. Es un buen punto de partida,
pero por desgracia esta definición no nos puede convencer del todo
porque surgen dudas acerca de lo que el término «cualquier cosa»
debería incluir exactamente. Consideremos estas preguntas:

1. ¿Puede un ser om nipotente crear un objeto perfectam ente


esférico y perfectamente cúbico de una sola vez y al mismo tiempo?
2. ¿Puede cometer errores un ser omnipotente?
3. ¿Puede suicidarse un ser omnipotente?

Voy a tratar estas cuestiones en el orden en que las he planteado


con la intención de convencerles de que la respuesta a todas ellas
es «No», pero también de que eso no revela ninguna confusión in­
herente al concepto de omnipotencia. Esto puede resultar un tanto
sorprendente. Lo más natural es que una prim era reacción a estas
cuestiones fuera que cualquier pregunta del tipo «¿Puede un ser
om nipotente hacer X?» debería tener una respuesta afirmativa; eso
es con certeza lo que significa ser omnipotente. De hecho, advertiría
yo, este no es el caso.*

Entonces, ¿puede crear un ser om nipotente un objeto perfecta­


m ente esférico y cúbico de una sola vez y al mismo tiempo?

50
La frase indicativa «Dios creó un objeto que era perfectamente
esférico» tiene sentido. Logra describir una acción y afirmar que Dios
realizó tal acción. Lo mismo ocurre con la frase indicativa «Dios creó
un objeto que era perfectamente cúbico». No toda frase indicativa
gramaticalmente bien construida que pretende describir una acción
y aseverar que alguien la realizó cuadra tan bien. Permítanme asu­
mir que la palabra «galimatías» no tiene significado. La frase «Dios
creó un objeto que era un perfecto galimatías» no tiene sentido; no
logra describir una acción; con mayor razón, no consigue describir
una acción ni aseverar que Dios la realizó. Decir «Dios podría crear
un objeto que fuera un perfecto galimatías» no sena decir algo con
sentido, por lo que no sería decir algo que pudiera colegirse de «Dios
es omnipotente». Así, no debería asumirse que la omnipotencia de
Dios implica que pudiera crear un objeto que fuera perfectamente
un galimatías. Si uno pregunta «¿Puede un ser om nipotente hacer
X?, y sustituye la X por cosas sin sentido, la respuesta a la pregunta
es «No». Es «No», no porque uno haya descrito algo que no pueda
hacer un ser omnipotente, sino porque no ha logrado describir nada
en absoluto.
Si volvemos atrás al ejemplo de nuestra primera pregunta, puede
asumirse que la omnipotencia de Dios implica que pueda hacer rea­
lidad la frase «Dios creó un objeto que era perfectamente esférico»;
y que pueda hacer realidad la frase «Dios creó un objeto que era per­
fectamente cúbico». Se trata de frases indicativas gramaticalmente
bien construidas que üenen senüdo. Sin embargo -tal y como sucede
con galimatías- no debería asumirse que la omnipotencia ele Dios im­
plica que pueda hacer realidad la frise «Dios creó un objeto que era
perfectamente esférico y perfectamente cúbico de una sola vez y al
mismo tiempo». La frase «Dios creó un objeto que era perfectamente
esférico y perfectamente cúbico de una sola vez y al mismo tiempo»
es una frase indicativa bien construida gramaticalmente que no tiene
\eniider. no logra describir una acción y por ende no consigue aseverar
que Dios realizara tal acción. No afirma nada que pudiera colegirse
(le «Dios es omnipotente», porque no dice nada en absoluto.
El hecho de que Dios no pudiera crear un objeto perfectamente
esférico que fuera ai mismo tiempo perfectamente cúbico puede
• misiderarse por tanto como una mera limitación del poder de Dios

Si
igual al hecho de que Dios no pudiera crear un objeto que fuera un
perfecto galimatías. A nuestro entender, la limitación reside en que
podemos formar frases indicativas gramaticalmente bien construidas
con la intención de describir acciones y situaciones lógicamente po­
sibles, pero que de hecho no describan en absoluto tales acciones y
situaciones lógicamente posibles. Estas frases no describen nada y así
aunque Dios pudiera hacer cualquier cosa, no podría hacer nada de
lo que describen. Incluso en el caso de que haya un Dios, no puede
hacer realidad estas frases porque no hay nada que pueda hacer rea­
lidad estas frases, dado que no dicen nada. (Es posible que a veces
pueda parecer decim os algo bajo nuestro -gmuinamente limitado-
punto de vista.) Por tanto, incluso aunque Dios pueda hacer algo,
no puede hacer lo lógicamente imposible porque lo lógicamente
imposible no es nada, no es siquiera una posibilidad. Por eso decimos
que es lógicamente imposible.

*
Pasemos a la segunda pregunta que he planteado acerca de la om­
nipotencia: ¿Puede cometer errores un ser omnipotente? No existe
una imposibilidad lógica en cometer errores. Los cometemos a dia­
rio. Así, si el concepto de omnipotencia no implica que Dios pueda
cometer errores, debe de ser por otra razón distinta comparable a lo
que acabo de esbozar para explicar por qué no implica que pueda
hacer cosas lógicamente imposibles como crear objetos perfecta­
mente esféricos que sean al mismo tiempo perfectamente cúbicos.
Pensemos por un momento en una cuestión matemática relacio­
nada con un ejemplo que utilicé en el capítulo anterior. Esta es la
cuestión: ¿cuántas maneras hay de obtener 50 o más respuestas acer­
tadas en una prueba de 100 preguntas? Veamos, tener las primeras
60 bien y las 40 siguientes mal sería una forma; tener las primeras 40
mal y las 60 siguientes bien, sería otra; y así sucesivamente. ¿Saben
cuántas maneras distintas hay en total? ¿Creen que la respuesta puede
ser superior a diez millones?
Imagino que la respuesta de alguien que lea esto por primera vez
será «No». Comprobarán que pueden llegar a creer que la respuesta
a esta pregunta bien podría ser inferior a diez millones. De modo que
podría afirmar que al leer esto por primera vez cabe la posibilidad de

52
que crean que la respuesta a mi pregunta bien podría ser inferior a
diez millones. Voy a hacer todo lo posible por alejar dicha posibilidad
de ustedes. No se preocupen; lo hago por su bien.
De hecho, la respuesta correcta sobrepasa con cierta holgura los
diez millones. Es más, la supera de tal forma que el ordenador que
estaba ejecutando el programa para determinarlo para mí solo pudo
lograr una aproximación. La respuesta correcta es aproximadamente
la cifra que doy en esta nota al pie'. (No he querido incluirla en el
texto principal porque no quería que la vieran mientras trataba de
determ inar si serían o no capaces de creer que la respuesta segura­
mente no llegaría a los diez millones.) Mírenla ahora. Realmente alta
;verdad? Nadie que no hubiera estudiado antes este tipo de cosas
con cierta profundidad hubiera podido adivinar que la respuesta
era tan alta, antes de que se lo dijeran, así que no se avergüencen si
ustedes -al igual que me ocurrió a m í la primera vez que me planteé
esta pregunta- andaban bastante lejos.
Pero perm ítanm e que les pida que supongan por un momento
que ha habido alguien que, en su primera lectura del libro, al llegar
al punto en que planteo esta pregunta por prim era vez, hubiera
pensado para sí que ella en realidad no podía creerse que la respues­
ta pudiera ser menos de diez millones. Supongamos que se llama
«Asun» (apellido: «Genio de las Matemáticas»). Asun no podía creer
lealmente lo que los demás éramos capaces de creer porque había
hecho algo que mi ordenador no podía hacer. Ella había realizado
los cálculos relevantes en su m ente y además los había comprobado
docenas de veces para estar absolutamente segura de que la res­
puesta correcta tendría que ser varias veces superior a diez millones.
Asun veía con tal claridad el hecho matemático de que la respuesta
tendría que ser muchas veces superior a diez millones que no podía
«leerse que la respuesta bien pudiera ser inferior a diez millones,
más de lo que nosotros podríamos creernos que la respuesta segura­
mente no podría ser mayor de dos. Así, Asun sería alguien incapaz
de creer aquello que nosotros sí podíamos creer.
¿I labría sido Asun (en caso de haber existido) una matemática
menos capacitada que nosotros? Desde luego que no; más bien al
..... trario. Pero, alguien podría argumentar, nosotros contábamos
..... un poder matemático con el que Asun no habría podido contar;

53
teníamos la posibilidad de creer que la respuesta bien podría haber
sido inferior a diez millones; Asun no habría tenido esta posibilidad;
por tanto, Asun habría sido una matemática menos capacitada que
nosotros. Alguien podría argum entar eso, pero repararíamos en­
seguida en su error. Su equivocación habría surgido del hecho de
describir como una capacidad por nuestra parte lo que en realidad
podría considerarse más exactamente una respuesta necesaria. Que
pudiéramos abrigar la posibilidad de que la respuesta fuera menos
de diez millones no era una expresión de fuerza; se trataba de una
expresión de debilidad.
¿Qué conclusión quiero que saquemos de este ejemplo? La con­
clusión es que resulta más correcto etiquetar como propensiones
algunas capacidades, a las que podríamos denom inar poderes -d e
no reflexionar o no saber lo suficiente-, y que cuanto más poderosos
seamos, menos de estas capacidades tendremos. Nuestra capacidad
para creer que la respuesta a mi pregunta matemática podría ser
menos de diez millones era una propensión, no un poder. Por tanto,
al hablarles del programa informático y hacerles mirar la nota final,
eliminando así su capacidad (si damos por sentado que creen lo que
digo en la nota final), lo que en realidad estoy haciendo es aum entar
su poder aunque les prive de una de sus capacidades. Privarles de la
capacidad de cometer un error no les hace menos poderosos, sino
al contrario. Dado que la capacidad para com eter errores es una
predisposición y no un poder, podemos afirmar que la respuesta a la
pregunta de si un ser om nipotente puede com eter errores es «No».
La omnipotencia no implica ninguna predisposición, sea la que sea.
Una reflexión sobre un nuevo ejemplo matemático ilustra con
mayor claridad otro punto: sería imposible para nosotros, como
mentes finitas, afirmar con total seguridad si algunas capacidades
son poderes o predisposiciones. Pensemos en la forma binaria de la
conjetura de Goldbach, según la cual todo número par es la suma de
dos números primos. A día de hoy, nadie ha dado con un ejemplo en
contrario que pueda demostrar que eso es falso; nadie ha demostra­
do que sea verdad; y nadie ha demostrado que sea imposible demos­
trar que sea cierto. Desconozco si alguien ha intentado probar que es
imposible demostrar si es o no posible probar que sea verdad. En ñn,
háganse esta pregunta: ¿Ser capaz de creer que la forma binaría de la

54
conjetura de Goldbach es demostrable es un poder o una predispo­
sición? No lo sabemos. Un ser omnisciente lo sabría. De modo que
nuestra imposibilidad de ser omniscientes limita nuestra capacidad
para entender a la perfección qué capacidades son poderes y cuáles
son propensiones, y por ende para com prender del todo lo que im­
plica la omnipotencia. Pero incluso en el caso de que nuestra falta
de omnisciencia no nos permita entender del todo lo que supone
la omnipotencia, podemos, por supuesto, llegar a entender algo, en
lo que sería un tipo de entendimiento «disyuntivo»: si la capacidad
para creer que la forma binaria de la conjetura de Goldbach es de­
mostrable es un poder, entonces, si existe un ser omnipotente, él lo
licne. Si es una propensión, entonces no la tiene.
Podemos cometer errores y un ser om nipotente -d e existir algu­
n o- no, por lo que hay algo (de hecho un tipo de cosas) que noso-
iros podemos hacer que un ser om nipotente -d e existir alguno- no
puede (un tipo de cosas de cuyos integrantes nosotros -que no somos
omniscientes- desconocemos la naturaleza exacta). Por eso nuestra
primera aproximación a una definición de omnipotencia -u n ser
es omnipotente si puede hacer cualquier cosa- no es muy acertada.
¿Podemos ajustarla? ¿Un ser es om nipotente si tiene todos ios po­
deres que es lógicamente posible tener (y ninguna predisposición)
tal vez? Tampoco parece una buena definición, pero permítanme
que la mantenga como una segunda aproximación de momento, y
pasar a la tercera pregunta relacionada con la omnipotencia: ¿Puede
suicidarse un ser omnipotente?

Para expresar mi argumento en pocas palabras, suicidarse sería


siempre un error para un ser omnipotente, de modo que la respuesta
.1 la pregunta es también «No»; es algo que se deduce de forma bás­
tanle evidente de la respuesta que acabo de dar a la pregunta sobre
Iii.herrores. Mientras analizamos esto, veremos no obstante el intere­
sante hecho de que las capacidades que cuentan como poderes y las
que cuentan como predisposiciones pueden variar de una situación
a otra y de una persona a otra, algo que resulta relevante en nuestra
litisqueda de un concepto adecuado de omnipotencia. Ese es mi
aigumento en pocas palabras. Ahora, permítanme que lo desarrolle.

55
Piensen en el siguiente razonamiento: solemos tener la capacidad
para suicidamos. Dependemos de muchas cosas para seguir existien­
do. Si estas cosas se alteraran, dejaríamos de existir, y alterar muchas
de estas cosas suele estar en nuestras manos. ¿Es nuestra dependencia
de estas otras cosas un signo de nuestra fortaleza -u n p o d er- o es un
signo de nuestra debilidad -u n a necesidad-? ¿Deberíamos afirmar:
«Puedo m orir a consecuencia de multitud de cosas diferentes; por
tanto, soy más poderoso que Supermán, que no puede morir sino
por medio de la kriptonita»? O, tal vez, ¿deberíamos afirmar: «Tengo
la predisposición a m orir por toda una serie de cosas; por tanto soy
menos poderoso que Supermán, que no es propenso a m orir sino a
causa de la kriptonita? Obviamente, deberíamos afirmar lo último;
depender de algo para seguir existiendo es un signo de debilidad.
A Supermán solo lo puede m atar la kriptonita2. Así que él es mucho
más fuerte que nosotros; pero aun así tiene un punto débil. Dios, al
ser om nipotente, estaría libre de cualquier elem ento de esta predis­
posición, no habría nada que pudiera hacer que dejara de existir,
ni siquiera él.
Es el «ni siquiera él» mencionado al final del argum ento lo que
podría llegar a desconcertamos. Alguien podría estar de acuerdo con
que depender de algo que no sea uno mismo es un signo de debili­
dad, pero también podría insistir en que depender de uno mismo
-o más exactamente de su voluntad- para seguir existiendo no es
una predisposición, es un poder. Y si Dios depende de su voluntad
para existir, entonces eso debe ser suficiente como para permitirle
suicidarse. Hay algo de verdad en estos razonamientos. ¿Es un poder
o una predisposición que nuestra existencia esté dentro del ámbito
de decisión de nuestra propia voluntad? Debo sostener que podría
ser un poder para seres como nosotros (y he ahí de dónde proviene
la verosimilitud de estos razonamientos), pero solo podría ser una
predisposición para el ser más poderoso que pueda existir.
Piensen en la historia que contó Séneca a un muchacho espar­
tano que, habiendo caído en desgracia al dejarse capturar durante
una batalla, no pudo hacer otra cosa ante sus captores que repetir
las palabras: «No seré un esclavo». Fiel a su palabra, en el momento
en que le desataron con cautela y le dieron una orden, se fue co­
rriendo de cabeza contra el muro más cercano y se estrelló contra él,

56
m uriendo en el acto. Séneca concluye la historia con una pregunta:
«Cuando la libertad está tan cerca, ¿puede alguien seguir siendo un
esclavo?».
Séneca era un estoico (tenía que serlo; fue el maestro de filosofía
de Nerón), y los estoicos tenían por costumbre consolarse con este
tipo de historias; es posible que ustedes no las encuentren tan vivi­
ficantes. Pero, no obstante, es probable que estén de acuerdo con
que el muchacho ganó en poder en el momento en que volvió a la
esfera de influencia de su voluntad la cuestión de la continuidad
de su existencia. De ser así, pensarán que el hecho de que nuestra
existencia dependa de nuestra voluntad puede ser un poder más que
una predisposición. Sin embargo, como ilustra bien esta historia, las
circunstancias en que la capacidad para suicidarse es un poder en vez
de una inclinación natural son circunstancias en las que la persona
que lo considera un poder se encuentra ya enorm em ente limitada
por factores que escapan a su control, limitada por limitaciones que
lo son en mayor medida en que el poder de suicidarse es una atribu­
ción de poder. Alguien se encuentra en un gran estado de desamparo
si lo más alentador que podemos ofrecerle es la frase: «Mira el lado
positivo: podrías suicidarte». De modo que podríamos afirmar que
si el muchacho hubiera tenido la capacidad para apoderarse de las
.u rnas de sus captores, lograr escapar, y así sucesivamente, entonces
esto hubiera convertido de nuevo su capacidad para abrirse la cabeza
contra el m uro más cercano en una inclinación natural; y él hubiera
estado mucho mejor con estas otras destrezas y sin la capacidad para
abrirse la cabeza contra el muro más cercano. Esa serie de destrezas
le habrían dotado de mayor capacidad. Por tanto, mientras que la
capacidad para suicidarse puede considerarse de hecho a veces un
|M>der genuino para seres constreñidos por fuerzas fuera de su al­
cance, no podría ser otra cosa que una inclinación natural para un
m i limitado por un poder externo, un ser como el Dios teístico. Po-

ili tainos afirmar algo como: «Un ser om nipotente podría suicidarse
hi quisiera, pero es imposible que tuviera una razón para hacerlo y
al ser completamente razonable-- nunca querría suicidarse». Pero,
dad» que nunca desearía suicidarse, sería igualmente cierto afirmar
i|iic nunca podría suicidarse. En ambos casos, la respuesta a nuestra
icicera pregunta es «No».

57
Hay numerosas, de hecho, infinitas, interesantes preguntas que
nos podrían surgir acerca de las capacidades que podría tener un
ser omnipotente, y algunas de ellas las trataremos en otros capítulos
-p o r ejemplo, «¿Puede cometer una maldad un ser omnipotente?»-,
pero, dado que todas son susceptibles de responderse mediante las
técnicas elaboradas hasta ahora (mutatis mutandis), de momento es
mejor que dejemos el tema en este punto9.
Por lo tanto, resumiendo, ¿cómo sugeriría que definiésemos la
omnipotencia? A modo de tercer y último intento por dar con una
definición, sugeriría definir a un ser om nipotente como el ser más
poderoso que sea lógicamente posible que exista; un ser omnipoten­
te es un ser dotado del conjunto de habilidades que le confieren la
mayor capacitación que sea lógicamente posible que se pueda tener.
¿Cómo vamos a entender lo que implica ser om nipotente en este
sentido, qué habilidades entran en este conjunto y cuáles no? En
este punto, debemos reconocer que pronto nos tropezaremos con
límites que nos impone nuestra propia finitud. Pero de la misma
forma debemos reconocer que podemos hacer algunos progresos.
Siempre que pensemos en una capacidad para hacer algo que -p o r
necesidad lógica- nos inhabilita para hacer otra, tendremos que utili­
zar nuestra intuición para decidir cuál de dichas capacidades es más
poderosa, y la respuesta nos llevará a decidir cuál de ellas adscribir
a un ser omnipotente y cuál negarle. ¿Nos dota de mayor poder ser
capaces de crear una piedra que no podamos levantar o nos hace
más poderosos ser capaces de levantar cualquier piedra? Nuestra
intuición nos dice que lo más verosímil es lo último. Ser capaces de
crear una piedra tan pesada que nadie pudiera levantarla sería una
inclinación natural. De ser así, entonces un ser omnipotente tendría
el poder de levantar cualquier piedra y carecería de la inclinación na­
tural a crear una piedra tan pesada que ni él mismo pudiera levantar.
Obviamente, al servirnos de la intuición de este modo para entender
lo que implica la omnipotencia, estamos haciendo lo que al menos
en parte podría considerarse un juicio evaluativo -¿cuál de las dos
cosas es mejor ser capaz hacer?- y los juicios evaluativos varían en
cierta medida de una persona a otra. Tal vez crean que sería mejor
ser capaces de crear una piedra tan pesada que ni nosotros mismos
pudiéramos levantar que ser capaces de levantar cualquier piedra.

58
Kn ese caso, difieren de mí en cuanto a la forma de entender lo que
implica la omnipotencia. Pero esta inquietud puede acentuarse aún
más de dos formas. En primer lugar, no se trata de una inquietud
acerca del significado de omnipotencia, es tan solo una duda acerca
del grado de coincidencia que es probable que logremos alcanzar so­
bre las capacidades que implica la omnipotencia. En segundo lugar,
los juicios evaluativos de las personas no difieren en todo. Ya hemos
visto que valoramos las creencias verdaderas más que las falsas y que
por tanto pensamos que ser capa/, de cometer errores es una capaci­
dad de la que como tal siempre sería mucho mejor que careciésemos.
Así, un ser omnipotente nunca podría cometer errores. E incluso en
cuestiones como la «paradoja» de la piedra, casi todos tenemos la
intuición de que es mejor ser capaz de levantar cualquier cosa que
ser capaz de crear algo que ni nosotros podamos levantar. Por tanto,
es razonable esperar que al menos podamos progresar algo a la hora
de entender lo que implica la omnipotencia de esta forma creada
a tal efecto. Sin embargo, como hemos visto, debemos admitir que
hay dos puntos que podrían entorpecer en último térm ino nuestra
comprensión de las implicaciones de la omnipotencia.
En prim er lugar, tal y como nos ha demostrado el ejemplo de
la forma binaria de la conjetura de Goldbach, nuestra falta de om­
nisciencia nos indica que no podremos decir si ciertas capacidades
son poderes o inclinaciones naturales. Sabremos que son una cosa
0 la otra, pero no cuál. De modo que no podremos determ inar si
deberíamos adscribir o no estas capacidades a un ser omnipotente.
Kn segundo lugar, tal y como nos ha enseñado la historia de Séneca
sobre el muchacho espartano, al menos en lo referente a ciertas ca­
pacidades, que las consideremos poderes o inclinaciones naturales
depende de los poderes e inclinaciones naturales que tengamos.
K¡nalmente, por tanto, para entender perfectamente lo que implica
la omnipotencia, necesitaríamos comparar conjuntosde capacidades
susceptibles de darse a la vez desde el punto de vista de la lógica para
comprobar qué conjunto nos dice la intuición es el más poderoso.
1.sie tipo de reflexión que apenas acabo de esbozar, y para terminar
■on ella (pues requeriría una comparación exhaustiva de un núme-
io infinito de grupos de capacidades, cada una de las cuales cuenta
• on un núm ero infinito de elementos), está por necesidad fuera del

59
alcance de todos, salvo de Dios misino. Por fortuna, como hemos
podido comprobar, no necesitamos completarla para dar con una de­
finición satisfactoria de omnipotencia ni para avanzar mínimamente
en la comprensión de lo que supone ser omnipotente de la forma
creada a tal efecto antes esbozada4.
El concepto de om nipotencia resulta claro incluso en el caso
de que alguna de sus implicaciones escape al entendim iento de
cualquiera que no sea un ser omnisciente. Como lo plantearía Des­
cartes, se podría afirmar que aprehendem os perfectamente el con­
cepto, aun cuando no podamos com prenderlo en su totalidad y, si
pasamos a la forma kantiana de expresarlo, aunque no podamos
comprenderlo del todo, sí comprendemos su incomprensión, y esto
es lo mejor que cabe esperar de una filosofía que se topa con los
límites del entendim iento humano. A pesar de este límite necesario
a nuestro entendimiento, hemos conseguido llegar a una definición
coherente y sustancial de omnipotencia, y hemos descubierto cier­
tas verdades sobre lo que sería un ser om nipotente. Dicho ser no
sería capaz de hacer lo lógicamente imposible. Ese ser no podría
com eter errores. Ese ser no sería capaz de suicidarse. En general,
podemos afirmar que ese ser no sería capaz de hacer nada que fuera
de hecho una expresión de debilidad, por ejemplo, sentir miedo,
incertidumbre, o duda5.
Esto nos lleva a la siguiente propiedad en mi lista.

Propiedad cinco: omnisciencia

Omnisciencia quiere decir literalmente «conocimiento absoluto».


Cualquiera que haya estudiado cualquier filosofía habrá reparado
en que no hay consenso acerca de lo que es el conocimiento. No
queremos permitimos desviamos hacia la epistemología (la rama de
la filosofía que se ocupa del conocimiento), pero afortunadamente
no necesitamos saber con exactitud lo que es el conocimiento para
poder ir caracterizando de algún modo la omnisciencia, pues po­
dríamos decir que un ser es omnisciente únicamente si se da el caso
de que entre todas las afirmaciones haya una que sea verdad, y ese
ser sepa que es verdad. Una afirmación es, por decirlo así, cualquier

60
cosa expresada mediante una oración indicativa bien formada y con
pleno sentido, pronunciada o escrita por un usuario com petente de
la lengua. Así como la noción de conocimiento es objeto de discu*
sión, también hay debate entre los filósofos sobre si existen o no las
afirmaciones así entendidas; pero supongamos que sí. Nos facilita
la explicación y al igual que nos ocurría con la epistemología, no
podemos permitirnos desviarnos hacia la filosofía del lenguaje6. Hay
otras cuestiones más urgentes.
Consideren el hecho de que hay - o al menos a prim era vista pa­
rece que hay- algunas afirmaciones ciertas acerca del futuro. Por
ejemplo, piensen en la posibilidad de que tras haber leído este libro
estén tan impresionados por él que corran a com prar otro ejemplar
para regalárselo a su mejor amigo. Permítanme tomarme la licen­
cia de suponer que esa es la forma en que ocurrirán las cosas en el
luí uro. De ser así, la frase siguiente, como podría decirla yo acerca
de ustedes, es ahora cierta: «Darán un ejemplar de este libro a su
mejor amigo». Podríamos decir por tanto -si es que creemos en las
afirmaciones- que la afirmación expresada por la frase «Darán un
ejemplar de este libro a su mejor amigo» tal y como la podría decir
yo acerca de ustedes es ahora cierta. Harían la misma afirmación
i mi la frase: «Daremos un ejemplar de este libro a nuestro mejor
.imigo». (El hecho de que no queramos decir que estamos ante dos
i m ezas, aun cuando hay dos frases con dos significados diferentes
-dos proposiciones-, es una razón para creer en las afirmaciones.)
Es probable que tengamos diferentes opiniones acerca de si cual­
quiera de nosotros sabe o no si esta afirmación es cierta, pero vamos
.1 suponer que estamos todos de acuerdo en que ninguno de noso­
tros lo sabe infaliblemente. No se puede decir de ninguno de nosotros
que lo sepamos de forma infalible incluso aunque sea verdad, al
igual que no puede decirse de ninguno de nosotros que hayamos
descartado toda posibilidad de haber cometido un error al respecto.
Kn principio al menos, parece como si estuviéramos ante un buen
.iigumento para la conclusión de que Dios lo sabrá de forma infa­
lible. ¿Por qué? Bueno, Dios es omnisciente, de modo que d e cual­
quier cosa que sea cierta él sabrá que es cierta. Por lo tanto, si es
verdad que darán un ejemplar de este libro a su mejor amigo (tal y
i o rn o estamos asumiendo que es), él sabrá que lo es. DE ACUERDO,

61
él lo sabrá. ¿Pero por qué pensar que lo sabrá indefectiblemente?
Bueno, él es omnisciente, de m odo que de cualquier cosa que sea
cierta, él sabrá que es cierta. Es verdad que él es om nipotente, por
tanto sabrá que es om nipotente, y como tal sabrá que es imposible
que cometa un error (porque, como ya hemos visto, la omnipotencia
implica la imposibilidad de cometer errores), de modo que él sabrá
que es imposible que se haya equivocado acerca de que vayan a dar
un ejemplar de este libro a su mejor amigo, por lo que él lo sabrá
infaliblemente. Si es verdad que van a darle un ejemplar de este libro
a su mejor amigo, Dios lo sabrá de forma infalible. A buen seguro,
todo teísta estaría de acuerdo con eso, ¿no? Pues en realidad no.
No todos los teístas están de acuerdo en que Dios sabe lo que va
a pasar en el futuro de forma infalible. Las razones para pensar que
no lo sabe suelen estar relacionadas con la visión de la eternidad de
Dios como su perpetuidad en el tiempo. Así, antes de poder con*
cluir lo que significa exactamente la omnisciencia para los teístas
(o, dado que no hay coincidencia entre ellos, tal vez debiera decir
«debería significar»), debo considerar la propiedad siguiente de mi
lista: eternidad.

Propiedad seis: eternidad

Todos los teístas están de acuerdo en que Dios es eterno en el


sentido de que no tiene principio ni fin en el tiempo, pero discrepan
acerca de si esto se debe a que siendo eterno lo es en el tiempo o
fuera de él.
La opinión tradicional y mayoritaría entre los teístas que han con*
siderado las alternativas es que Dios es eterno más allá del tiempo.
De acuerdo con esta visión - llamémosla la «visión tem poral»- Dios
sabe de forma intemporal e infalible todo lo que ocurrirá en instan*
tes que son, desde nuestro punto de vista, futuros, pero no puede
afirmarse que sepa lo que ocurrirá en momentos que son futuros
desde nuestro punto de vista y el suyo, porque su punto de vista,
al contrario que el nuestro, no es un punto de vista temporal. Por
tanto, para la visión tradicional atemporal, la respuesta correcta a la
pregunta «¿Sabe Dios a ciencia cierta que darán un ejemplar de este

62
libro a su mejor amigo?» es la que ya he dado: «Sí». Sin embargo, la
visión atem poral ha dejado insatisfechos a muchos. ¿Por qué? Bue­
no, las razones que se dan son diversas, pero creo que la principal
es el concepto de oración (y, más en general, las interrelaciones de
Dios con sus criaturas). Para la visión intemporal, a Dios no le influ-
ven en absoluto sus criaturas; y esto parece (para muchos, aunque
no para todos) insatisfactorio desde el punto de vista religioso.
Recuerden la historia de la conversación entre Abrahán y Dios
que cité al analizar la propiedad divina del carácter personal. La
interpretación más obvia de esa historia sería que Dios se ve compro­
metido a cambiar su decisión como consecuencia de su conversación
ron Abrahán. Pero que Dios cambie su decisión supondría reconocer
que es temporal. Solo las cosas temporales pueden cambiar, pues
el cambio implica estar en un estado un momento antes y en uno
«lilerente un momento después. Los teístas que ponen gran énfasis
n i la capacidad de Dios para cambiar de decisión en respuesta a las
plegarias (y, más en general, como consecuencia de sus interrela-
i iones con sus criaturas) se alejan por tanto de la tradicional visión
.itemporal y en su lugar ven a Dios como temporal. [Jamemos a su
visión la «visión temporal».
En este momento lo natural sería pensar: la verdad es que si hu­
biera un Dios temporal, antes de cualquier discusión con Abrahán,
v.i habría decidido hacer lo que fuera que fuese mejor con respecto
.• la destrucción de Sodoma. Si realmente era mejor destruiría por
i <nnpleto, entonces él lo habría sabido antes de hablar con Abrahán
\ nada de lo que le hubiese podido decir Abrahán le habría hecho
<.unbiar de opinión. Si, por el contrario (y como parece haber sido
rl caso), era realmente mejor destruir Sodoma tras proporcionar
una vía de escape para losjustos que vivían allí, entonces él lo habría
vahído antes de hablar con Abrahán y de nuevo nada de lo que le
hubiese podido decir Abrahán habría cambiado su decisión. Por lo
lanío, se podría argum entar que incluso en el caso de estar a favor
de la visión temporal de la eternidad de Dios, no deberíamos ínter­
in d a r esta historia como que Dios cambia su decisión ante el sutil
«iicsiionamiento ético de Abrahán. Más bien, deberíamos interpre­
taría como que Dios revela su plan preexistente mientras contesta
a las diversas preguntas de Abrahán. Dios es omnisciente, de modo

63
que ya sabía antes de hablar con Abrahán que ciertamente era mejor
para él que enviase algunos ángeles para salvar a Lot y a su familia.
Los ángeles a su vez fueron enviados no para descubrir de parte de
Dios un hecho que él ignoraba al principio (si había o no personas
justas merecedoras de salvación), sino simplemente para sacar de allí
a quienes merecían salvarse, de cuya existencia ya sabía Dios. La me­
jo r interpretación de la conversación de Dios con Abrahán es que no
influye en él en forma alguna. Empezó y acabó la conversación exac­
tamente con la misma información e idénticas intenciones. Desde
luego, la conversación influyó en Abrahán -le reafirmó la creencia de
que Dios es bueno-, y esta es una razón para ambos para entablarla.
La clave, no obstante, es que deberíamos decir que no hay plegaria
alguna que podamos pronunciar (o relación que entablemos con
Dios) que influya en Dios. Por tanto, una correcta interpretación de
la oración o de nuestras relaciones con Dios en general no puede
suponer que cambien las decisiones de Dios; por lo que, una correc­
ta interpretación de la oración y de nuestra relaciones con Dios no
puede alentarnos de ninguna forma a adoptar una interpretación
temporal de la eternidad de Dios.
Personalmente, me inclino por este argumento, pero debo decir
que muchos teístas no quedan satisfechos con esta interpretación de
la oración y las relaciones entre criaturas y Dios en general. Quieren
que las plegarias y nuestras acciones en general sean capaces de
influir en Dios, no solo en nosotros. Desde luego, conceden estos
teístas, Dios no hace nunca nada que no sea lo que sea que él consi­
dere lo mejor para él en cada caso7. A este respecto, él es inmutable.
Pero lo que sea que es lo mejor que hacer puede estar influido en
sí por lo que hayamos pedido y por nuestro comportamiento, y así
la intención general de Dios de hacer lo mejor puede verse trocada
en las intenciones particulares que surgen de nuestras oraciones y
acciones; él puede cambiar.
Veamos un ejemplo de lo que los temporalistas verán como un
proceso paralelo de la interacción entre seres humanos: es desde
luego descortés dar una valoración negativa acerca de las obras de
arte elegidas por otras personas, a menos que se nos haya pedido
una «opinión sincera» (haciendo especial hincapié en el término
«sincera» o algo parecido). Si se nos ha insistido en que demos una

64
valoración sincera de los méritos estéticos de alguna adquisición
reciente, y nuestra valoración resulta negativa, entonces debería­
mos darla de la forma más delicada posible. Así las cosas, podrían
encontrarse atrapados en una incómoda conversación con alguien
acerca de una obra de arte que acaban de adquirir con la firme in­
tención de hacer lo mejor posible, es decir, decir la verdad de lo que
piensan de la obra (que es de un pésimo gusto) si y solo si así se lo
piden, una intención que les llevaría a dos conclusiones diferentes,
dependiendo de lo que se les haya pedido.

¿Qué te parece esta obra?


Es muy original.
Sí, pero desde el punto de vista estético, ¿qué te parece? Dame una
opinión sincera. De verdad, sé sincero. No te reprimas.
Vale, es de un pésimo gusto. Lo bueno es que queda muy bien con la
decoración que has elegido para la habitación. Tengo que marcharme. No
hace falta que me acompañes a la puerta.

De forma parecida, podría argüir un temporalista, Dios no vacila


n i su intención de hacer lo mejor posible por nosotros (conservan­
do así la propiedad esencial de la bondad absoluta -u n a propiedad
que trataremos en breve-); su carácter, podríamos decir, es inmuta­
ble. Sin embargo, la forma en que se manifiesta este carácter varía
de un mom ento a otro en función de lo que hagamos y -ta l vez más
concretam ente- de lo que le pidamos. ¿Significa esto que Dios deba
cambiar de opinión? En un sentido se podría decir que no, no signi­
fica eso. El siempre trata de hacer lo que es lo mejor. Pero también
se podría afirmar que, en cierto sentido, sí, sí que significa eso. Es
verdad que hubo un m om ento en él que no trató de hacer ciertas
(osas (solo trató de hacerlas en la medida en que fueran -a l tratarse
de distintas opciones entre las que sus criaturas aún no habían ele­
gido- lo correcto en el m om ento en cuestión) y en otro momento
su intención cristalizó en su propósito de hacerlas (después de que
mis criaturas se hubieran decidido por las opciones que convertían
.1 esas cosas, más que ninguna otra cosa, en lo que era correcto
que él hiciera). Si persistimos en requerir de Dios que sea capaz de
i .unbiar de este modo, tendremos que reconocer su temporalidad.

65
Además, tendremos que limitar su omnisciencia respecto al futuro.
Imaginen una situación en la que Dios cambia su intención ini­
cial de concederles cualquiera de dos opciones X e Y (siendo ambas
igual de buenas moralmente hablando), en función de lo que le pi­
dan en sus oraciones; le piden X, haciendo cristalizar su propósito en
la intención de concederles X. Para el modelo temporal, la respuesta
a la pregunta de si Dios sabía a ciencia cierta que escogerían X en
lugar de Y en el momento en que su intención era concederles X o Y
según lo que le hubieran pedido en sus oraciones no puede ser «Sí»,
porque entonces tendríamos que admitir que su intención desde el
principio fue concederles X. Él no pudo haber mantenido una men­
talidad abierta en el momento anterior respecto a si les concedería
o no X, si sabía ya entonces que X era aquello que le iban a pedir
y por lo tanto aquello por lo que finalmente se hubiera inclinado a
concederles más tarde. Para Dios, saber (con certeza infalible) que
pensaba hacer algo sería como pensar que iba a hacerlo. Así, para
que podamos mantener la idea de que Dios cambia realmente según
lo que le pidamos, tendremos que limitar su conocimiento sobre el
futuro en ciertos aspectos. Tendrá que haber algunas afirmaciones
verdaderas sobre el estado de cosas que son para nosotros (y para
él) futuras de las que él no sabe con certeza infalible que son ciertas
y algunas de ellas tendrán que ver con su propia actividad mental
futura. Este es el precio que deberemos pagar si queremos que Dios
sea capaz de cambiar de parecer en respuesta a nuestras plegarias:
los temporalistas deben postular cierta ignorancia divina. De he­
cho, los temporalistas suelen suscribir un concepto de libertad que
les perm ite am pliar esta ignorancia divina a actos libres futuros en
general. Esto se sigue del argum ento que viene a continuación.
Si Dios fuera temporal y su omnisciencia implicase que sabe a
ciencia cierta que cuando hayamos acabado de leer este libro com­
praremos otro ejemplar y se lo daremos a nuestro mejor amigo, en­
tonces Dios confiaría ahora en que así lo haremos. Pero, si fuéramos
realmente libres para elegir entre hacer esto o no al term inar de
leer, entonces en el m om ento de acabar de leer el libro tendremos
que tener en nuestras manos el hacerlo o no. Pero si estuviese en
nuestras manos hacerlo o no al finalizar la lectura del libro, ten­
dremos de hecho en nuestras manos la posibilidad de hacer que

66
I;i confianza presente de Dios en que lo haremos sea falsa. Pero si
I >ios es omnisciente acerca del futuro, entonces nunca tendremos la
posibilidad de hacer que sea falsa una idea presente que tenga sobre
«•I futuro, de modo que no tendremos la posibilidad de hacerlo o no.
Si ahora él cree que lo haremos, tendremos que hacerlo. Pero si no
tendremos la posibilidad de no comprar otro ejemplar de este libro
v dárselo a nuestro mejor amigo, entonces no podemos en realidad
llegar a ser libres cuando elegimos hacer estas cosas. Lo que vale para
decisiones futuras acerca de com prar libros y dárselos a otra gente
vale también para todas las demás decisiones. Por tanto si Dios es
temporal y, como quiera que lo expresemos, «absolutamente» omnis-
<tente acerca del futuro, entonces nadie puede ser realmente libre8.
Llegados a este punto, algo natural que podríamos pensar sería
lo siguiente: ¿por qué no se limitan los temporalistas a decir que no
tendremos la capacidad de hacer otra cosa que no sea entregar un
ejemplar de este libro a nuestro mejor amigo? ¿Es que si lo hacemos
implicará que Dios creía algo diferente de lo que en realidad cree
ahora? l a razón es simple: no tiene sentido, dado que implica la
noción incoherente de tener la capacidad para cambiar el pasado.
(Me dispongo a formular esta sencilla respuesta de una forma más
I I implicada; si no les interesa averiguar cómo lo hago, pueden saltar-
-.«• el resto de este párrafo y del siguiente sin perderse nada.) Plantear
que vamos a tener la capacidad de cambiar una de las convicciones
presentes de Dios para que sea diferente de aquello que realmente
es sería como plantear que vamos a tener una capacidad tal que
hasta el mom ento en que la ejerzamos -u n punto al que podríamos
llamar t- hay un pasado (que incluye, pongamos por caso, a Dios
i mi su convicción de que sí daremos un ejemplar de este libro a
nuestro mejor amigo) que nos lleva hasta t y luego, justo después de
i. hay otro pasado diferente (que incluye a Dios con su convicción
de que no daremos un ejemplar de este libro a nuestro mejor amigo)
que nos lleva hasta t. Pero el m undo solo puede tener un pasado que
nos lleve a t, un presente de Dios omnisciente y temporal en uno de
i tíos estados de creencia u otro; él no puede estar en ambos ni en
ninguno (una especie de Dios de Schródinger). Muchos de los que
h.m querido plantear algo así han tratado de defender la posición
il>- que no estamos planteando un poder causal sobre el pasado,

67
sino más bien lo que ellos llaman un poder contrafactual, y son
ellos entonces los que deben demostrar que lo último no implica lo
anterior. Podemos abrigar la esperanza de que podría tener sentido
afirmar que en el futuro tendremos una capacidad tal que, de ejer­
cerla, Dios hubiera creído algo distinto de lo que en realidad cree
ahora, al tiempo que no tendrem os la problemática capacidad (por
obviamente incoherente) de hacer que haya creído en algo diferente
de lo que en realidad cree ahora. Por desgracia, es inevitable que
se nos frustre dicha esperanza: los temporalistas no pueden evitar
estar ante una espada de dos filos: ¿tendremos, en el futuro real, la
capacidad susceptible de ejercerse en principio para hacer que sea
falsa la creencia rea) y presente de Dios de que daremos un ejemplar
de este libro a nuestro mejor amigo (en cuyo caso, él no habría sido
infaliblemente omnisciente)? O ¿tendremos la capacidad de hacer
que Dios no creyera realmente que fuéramos a d ar un ejemplar de
este libro a nuestro mejor amigo (en cuyo caso, se trataría de la ca­
pacidad incoherente de alterar el pasado que estamos planteando)?
A la vista de estas consideraciones, cabría preguntarse si lo que
ocurre es que los temporalistas van a verse aquejados de cualesquiera
sean los problemas que afecten a los temporalistas en la medida en
que si la frase «Daremos un ejemplar de este libro a nuestro mejor
amigo» expresa una verdad en el presente, como digamos supo­
nemos que hace, entonces eso es un hecho presente, y los hechos
relacionados con las cosas en el presente son hechos que (como
acabamos de ver) no tendremos la capacidad de cambiar en el fu­
turo, so pena de poseer la incoherente «capacidad de cambiar el
pasado». Esta tentadora visión parte de una asunción defectuosa;
no es un hecho sobre la frase presente que esta exprese una verdad,
aun cuando sea verdad que vayamos a dar un ejemplar de este libro
a nuestro mejor amigo. El hecho de que la frase «Daremos un ejem­
plar de este libro a nuestro mejor amigo» constituye una afirmación
que es verdad es más bien lo que podríamos denom inar un «hecho
difuso»; no se trata de un hecho enteram ente acerca de la frase
tal y como es ahora, es un hecho que depende en parte de lo que
pueda ocurrir en el futuro. El contenido de una creencia que un ser
temporal podría expresar utilizando esta frase -la proposición que
afirm a- es al contrarío un hecho irrefutable, es un hecho totalmente

68
determinado por la gramática y los significados de las palabras utili­
zadas en la frase en el mom ento de pronunciarse. Y es precisamente
esta observación lo que revela por qué los temporalistas afrontan el
insalvable obstáculo esbozado al final del párrafo anterior: los con­
tenidos de las convicciones de un Dios temporal sobre el futuro son
hechos irrefutables; si las frases que podría utilizar para expresarlos
son afirmaciones verdaderas o no, constituyen hechos difusos; y es
imposible que vayamos a disponer de la capacidad en el futuro de
cambiar hechos irrefutables sobre el pasado, eso es lo que son los
hechos irrefutables sobre el pasado, por lo tanto, si vamos a ser capa-
i es de hacer otra cosa que no sea lo que él cree ahora que haremos,
vamos a necesitar tener la capacidad de hacer que algunas de sus
convicciones actuales sean falsas, para hacer que algunas de las frases
que podría haber utilizado para expresar las convicciones que tenía
i .imbien para convertirse en afirmaciones falsas.
Si Dios es atemporal, estos problemas sencillamente no surgen.
I le la misma manera que el conocimiento infalible de Dios de lo que
iv. ahora pasado desde nuestro punto de vista (aunque no el suyo)
no significa que no fuéramos libres en el pasado, el conocimiento
.tirmporal de Dios de lo que es futuro desde nuestro punto de vista
(.Hinque no el suyo) no significa que no seremos libres en el futuro.
No tenemos por qué preocupam os de si tendremos la capacidad
para hacer que sea falsa una convicción de Dios en el presente si
I tíos es atemporal y por tanto no tiene convicción alguna en el pre-
m iiic . Mientras que para el atemporalismo sigue siendo verdad que
ii Dios sabe intemporalmente que haremos X en un momento que

pura nosotros es futuro, no haremos en realidad otra cosa que no


m-.i X, eso es por la sencilla razón de que esa noción debe ser cierta
poi necesidad lógica; él no puede -p o r necesidad conceptual- saber
iiiiemporalmente que en realidad haremos X si no lo vamos a hacer.
I >esde la visión del libre albedrío que opera aquí, todo lo que tiene
que ser verdad para que podamos ser libres en el futuro de optar
poi hacer X es que tengamos la capacidad en ese momento para
Im <er cualquier otra cosa que no sea X, y según el atemporalismo,
piulemos tener esta capacidad -te n e r la capacidad de hacer que Dios
tenga la convicción intemporal de que haremos X o la convicción
iiiiemporal de que no lo harem os- sin necesidad de tener la capaci-

69
dad de convertir cualquier convicción que él tenga en falsa o hacer
que altere el pasado9.
De modo que si somos temporalistas «diluiremos» la noción de
omnisciencia en cierto modo relativa a la concepción de los atem-
poralistas, al concebir la omnisciencia de Dios como algo que solo
requiere que él sepa de forma infalible aquello que es lógicamente
posible que él sepa de forma infalible en el momento en que es pre­
sente (para él). Vamos a permitirnos seguir ignorando la teoría de
la relatividad, dado que para entender que Dios cambie de opinión
en respuesta a nuestras plegarias y acciones el presente de Dios tiene
que ser más bien el mismo que el nuestro. Imagino entonces que
bajo ningún concepto la omnisciencia de Dios implica que conoce
infaliblemente todas las afirmaciones sobre lo que ahora es el pasado,
pero, si somos temporalistas porque deseamos que Dios cambie de
opinión a consecuencia de sus relaciones con sus criaturas, debemos
afirmar que eso no implica un conocimiento infalible de todas las
afirmaciones acerca de lo que ahora es el futuro. Además, una postu­
ra que suelen adoptar los temporalistas es afirmar que la omniscien­
cia de Dios no le otorga conocimiento infalible sobre acciones libres
futuras en general. Esta postura podría considerarse como paralela
en relación con la omnisciencia a una postura que podamos adoptar
en relación con la omnipotencia: un ser omnisciente temporal solo
tiene que saber de forma infalible aquello que es lógicamente posi­
ble que sepa de m odo infalible un ser omnisciente temporal, y -tal
vez insistan los temporalistas—no es lógicamente posible que un ser
temporal conozca de modo infalible las acciones futuras de agentes
libres. Así -podría sostener un temporal isla—que Dios no sepa de
m odo infalible lo que vamos a elegir libremente hacer restringe en
igual medida su omnisciencia que el hecho de que no pueda crear un
objeto que sea un galimatías restringe su omnipotencia. 1 -as acciones
libres futuras son, por definición, aquellas que no puede conocer de
forma infalible un ser temporal, ni siquiera Dios.
De hecho, llegados a este punto, los temporalistas deben ampliar
aún más esta divina ignorancia, hasta el futuro del m undo como un
todo. Dado lo anterior, para el teísmo, que el m undo tenga algún
futuro depende enteram ente de la elección libre de Dios de soste­
nerlo a cada momento (en virtud de una propiedad de Dios sobre la

70
que trataremos a su debido tiempo: su poder creador), y dado que
un Dios temporal no puede saber con absoluta certeza que elegirá
libremente sostener el universo en el futuro (porque de otra mane­
ra no sería libre al hacerlo), Dios no puede tener un conocimiento
infalible de que el m undo vaya siquiera a seguir aquí dentro de un
momento y, por tanto, no puede tener un conocimiento infalible del
futuro del m undo sin más.
Todos los teístas están de acuerdo en que Dios es eterno en el
sentido de que no empezó a existir en algún m om ento del pasado
ni cesará de existir en algún m om ento del futuro. Sin embargo,
como ya he expuesto, están divididos acerca de si esto es porque es
atemporal o temporal pero eterno. Este desacuerdo sobre la natura­
leza de la eternidad divina tiene repercusiones para la concepción
teísta de la omnisciencia. Un atemporalista concebirá a Dios como
un ser que conoce de m odo infalible todas las afirmaciones, inclui­
das aquellas relativas a momentos que para nosotros son futuros.
Un temporalista verá a Dios como un ser que conoce de modo infa­
lible todas las afirmaciones que es lógicamente posible que conozca
de forma infalible un ser temporal en el m om ento presente. Esto,
dirán los temporalistas, excluye las afirmaciones sobre acciones fu­
turas de agentes libres y por tanto, tal y como yo he argumentado,
dada la libertad de Dios y la dependencia del m undo de él, excluye
las afirmaciones sobre el futuro del m undo en general.
Entonces, ¿qué deberíamos ser, temporalistas o atemporalistas?
Voy a defender que deberíamos seguir la opinión mayoritaria entre
aquellos que hayan considerado la cuestión y sean atemporalistas.

Parece que si dijéramos que Dios es atemporal, entonces que sea


atemporal es metafísicamente necesario, y si afirmáramos que es
temporal, entonces que sea temporal es metafísicamente necesario;
de cualquiera de las dos formas, no se trata de que tanto un Dios
atemporal como un Dios temporal sean posibilidades metafísicas
e ideas filosóficas relacionadas con los requisitos de propiedades
divinas como la omnisciencia, omnipotencia y bondad absoluta que
puedan llevamos a preferir una u otra como una realidad. Por tanto,
cabe pensar que la mejor m anera de argum entar a favor del atempo-

71
ralismo o del temporalismo de la eternidad de Dios es partiendo de
ideas bastante generales sobre la naturaleza del tiempo. Por ejemplo,
se podría sostener que el paso del tiempo es real en tanto que el
pasado cerrado difiere enorm em ente del futuro abierto; todos los
objetos concretos -com o Dios, de existir- deben ser temporales. Por
otro lado, se podría sostener que la diferencia entre pasado y futuro
depende completamente de la perspectiva y es bastante posible que
un objeto -com o Dios, de existir- quede liberado de cualquier marco
de referencia desde el que se haya tenido una perspectiva sobre él;
podría ser perfectamente atemporal. Pero supongamos que partimos
del agnosticismo en relación con las teorías del tiempo (como nos
ocurrirá a la mayoría, que no hemos crecido leyendo libros de filo­
sofía del tiempo), pero creyendo que bien pudiera existir un Dios
que cuente con los atributos del teísmo tradicional; empezaremos
por considerar, a mi parecer de forma correcta, que tanto un Dios
atemporal como un Dios temporal son contendientes iguales a pri­
mera vista a la hora de ser metafisicamente posibles y permitiremos
que ciertas ideas sobre los requisitos de propiedades divinas como la
omnisciencia, omnipotencia y bondad absoluta nos lleven a desarro­
llar una preferencia de una sobre otra, con la posibilidad de utilizar
en último término la preferencia resultante en nuestras opiniones
sobre la plausibilidad de determinadas teorías sobre el tiempo. Hay
varios argumentos de este tipo que podríamos presentar a favor de
la adopción de una visión atemporalista10. Voy a anticipar solo uno,
construido sobre nuestra concepción de la omnipotencia tal y como
se ha logrado extraer antes en este capítulo.
Es posible que podamos tener una razón para ser temporalistas
a partir de nuestra concepción de la omnipotencia si hubiera varias
cosas que un ser temporal pudiera hacer y que un ser intemporal no
pudiera, y si dichas cosas dotaran de mayor poder para obrar que las
de sus correlativas intemporales, siendo estas últimas lo más próximo
a una acción temporal que se cree que es lógicamente posible que
pudiera realizar un ser intemporal. Se puede establecer un argumen­
to similar «en el sentido contrario». Es posible que podamos tener
una razón para ser atemporalistas a partir de nuestra concepción
de la omnipotencia si hubiera varías cosas que un ser intemporal
pudiera hacer y que un ser temporal no pudiera, y si dichas cosas

72
dotaran de mayor poder para obrar que las de sus correlativas tempo­
rales. Se diría que hay ciertas cosas que es bueno -potenciador- ser
capaz de hacer y que solo podría hacer un ser temporal: aprender
verdades filosóficas importantes y enamorarse serían dos ejemplos.
Sin embargo, resulta más que obvio que las actividades correlativas
atemporales que un ser intemporal no podría hacer son cosas menos
potenciadoras que sus correlativas temporales.
Si James (pero no Dios) puede realizar la tarea de aprender (pon­
gamos por caso) la verdad acerca de la simplicidad del teísmo, y Dios
(pero no James) puede realizar la tarea de saber de forma atemporal
(pongamos por caso) la verdad sobre la simplicidad del teísmo, resul­
ta natural afirmar que Dios puede hacer una cosa mejor que James.
Se podría decir que el hecho de que no haya un m undo en el que un
Dios atemporal realice la acción de aprender no es obviamente una
expresión de imperfección en él, dado que no hay m undo alguno en
el que no esté realizando la acción intemporal de aprender que tiene
como objeto todo aquello que es lógicamente posible que pueda ser
objeto de una acción temporal de aprendizaje. Si en las notas de final
de trimestre de una alumna mía, Ros, pongo que no puede apren­
der nada de filosofía, no me equivoco si pienso que cualquiera que
lo lea asumirá que Ros no sabe ya todo lo que hay que saber sobre
filosofía. Si Ros lo sabía todo ya, aunque tener estos conocimientos
la habría privado por necesidad lógica de la capacidad de aprender,
no la habría privado de tener cualquier cosa que pudiera conside­
rarse más valiosa que lo que ya tenía. ¿Qué ocurre con enamorarse?
Se pueden aplicar ideas similares. Si el hom bre o la mujer de nues­
tros sueños nos dice un día que él o ella no pueden enamorarse de
nosotros: ¿será un motivo para ponem os tristes? No, si la razón es
que él o ella ya están enamorados de nosotros. Enamorarse es desde
luego un proceso muy emocionante (se podría decir que es incluso
más emocionante que el proceso de aprender filosofía), pero amar
es aún mucho mejor.
Bien, está claro que la correlación temporal del conocimiento
intemporal es no aprender, es el conocimiento temporal -aunque
eterno-, y la correlación temporal de amar de forma intemporal no
es enamorarse, es amar eternamente; y desde luego no resulta obvio
en absoluto que estos estados temporales sean peores que sus corre-

73
(aciones atemporales. Pero tampoco resulta obvio que sean mejores.
De hecho, es más que evidente que son iguales. Si bien hay cosas
-com o aprender, enamorarse, conocimiento eterno y am or etern o -
que pueden hacer los seres temporales y es bueno que hagan, estas
cosas no son mejores, ni cosas más potenciadoras que se pueden
hacer, que sus correlativas intemporales. Si sabemos de forma in­
temporal todo aquello que es un posible objeto de conocimiento,
entonces el hecho de que no tengamos, por necesidad conceptual,
la capacidad de aprender cualquier cosa o que no podamos conocer
eternam ente de forma temporal cualquier cosa no resta valor en ab­
soluto a nuestra perfección. Si amamos de forma atemporal, el hecho
de que no nos enamoremos o de que no amemos eternam ente tam­
poco resta valor en absoluto a nuestra perfección. Por tanto, hasta el
momento, se diría que un Dios intemporal y un Dios temporal se nos
presentan como «iguales» en poder. Pero un Dios atemporal tendría
al menos esta capacidad que no tendría un Dios temporal: sería om­
nisciente en un sentido que implica que sabe de forma intemporal
(infaliblemente) todo aquello que es lógicamente posible objeto de
conocimiento (incluidas esas afirmaciones relativas a lo que es para
nosotros -desde nuestro punto de vista, presente- el futuro), una
clase de omnisciencia que hemos visto no podría tener un Dios tem­
poral so pena de ser incapa/, de cambiar sus intenciones y, en virtud
de ciertos elementos del conocimiento sobre una determinada visión
de la naturaleza de la libertad, de renunciar a su libertad a la de sus
criaturas. Lo más cerca que un Dios temporal podría estar de este
üpo de omnisciencia implicaría que tuviera conjeturas sólidamente
formadas acerca de lo que es -desde su punto de vista, que sería
bastante parecido si no idéntico al nuestro- el futuro.
¿Es esta capacidad de conocimiento de un Dios intemporal más
un poder, una tendencia natural o una capacidad «neutra» en re- i
lación con la capacidad correlativa que un Dios temporal podría
detentar de tener conjeturas sólidamente formadas? Obviamente es
un poder. Ser capaz de cometer errores, como ya vimos, pasa por ser
una tendencia natural. (Asun, de haber existido, hubiera sido una
matemática m ucho mejor que nosotros, porque no podía cometer
un error que nosotros sí podíamos cometer.) Si no lo sabemos todo
acerca del futuro de algo de forma infalible, tenemos la capacidad

74
«Ir com eter errores sobre ello -eso es lo que significa no saberlo
iodo de forma infalible acerca de algo-. Y a la inversa, si lo sabe­
mos todo acerca de una cosa de forma infalible, n o tenem os la ca­
pacidad de com eter errores sobre ella. Así, tener un conocim iento
infalible de todos los aspectos del futuro de algo es una capacidad
más potenciadora que tener conjeturas sólidam ente formadas en
i dación con ese algo. Estaremos m ucho m ejor si disponem os de
nm ocim iento infalible que si disponem os de conjeturas falibles
aunque sólidam ente formadas. Por tanto, este tipo de omniscien­
cia (y por lo tanto la eternidad atem poral) son propiedades que
deberíamos adscribir a Dios en virtud de su om nipotencia.
Pero quizás este argum ento haya ido «demasiado rápido», es
decir, mal. No tener conocimiento infalible del futuro no implica
que tengamos que ser capaces de com eter errores sobre el mismo.
Podríamos tener una naturaleza que evitara los errores de forma
infalible al interrum pir nuestro criterio siempre que existiera la po-
lihilidad de cometer un error, naturaleza que también podría tener
un Dios temporal para todas las afirmaciones que tuvieran que ver
ion el futuro del mundo.
Tomemos una moneda corriente: lancémosla al aire y, antes de
que aterrice, preguntémonos de qué lado creemos que va a caer. Es
muy probable que nos demos cuenta de que no creemos que vaya
,i salir cara ni que vaya a salir cruz. Interrumpimos nuestro criterio
sobre esto, y en su lugar pensamos que hay un cincuenta por ciento
de probabilidades de que salga cara y un cincuenta por ciento de
I(inhabilidades de que salga cruz. Podría argumentarse entonces
que un Dios temporal podría interrum pir su criterio acerca de lo
que en realidad sucederá. Es posible que un temporalista afírme que
en lugar de tener conjeturas sólidamente formadas acerca de lo que
iculmenie ocurrirá (y así ser propenso a cometer errores), Dios co­
noce detalles acerca de las probabilidades de todo lo que ocurrirá en
el futuro e interrum pe su criterio acerca de aquello que realmente
im urrirá (y al hacerlo, se vuelve inmune a los errores).
Algo que debería preocuparnos acerca de este contraargumento
del temporalista es que no parece tan obviamente acertado para
.iqucllas probabilidades que no representen el cincuenta por ciento
v que parece bastante obvio que está equivocado para aquellas pro-

75
habilidades que andan lejos del cincuenta por ciento. Tomemos de
nuevo la moneda, lancémosla al aire y -m ientras está en el aire- pre­
guntémonos si creemos que caerá o no de canto. Comprobaremos
que la respuesta es que pensamos que no caerá de canto. Si bien
es conceptualmente (y de hecho físicamente) posible que lo haga,
algo que a buen seguro sabemos. Podría argumentarse entonces que
creer que algo vaya a ocurrir probablemente (o tal vez sea probable
que ocurra con un alto grado de probabilidad) es lo mismo que
creer que ocurrirá en realidad. Comparto en parte este punto de
vista. Pero un temporalista podría sostener que solo es un signo de
«debilidad» por nuestra parte pasar de pensar que algo probable­
mente ocurrirá (o tal vez sea probable que ocurra con un alto grado
de probabilidad) a pensar que ocurrirá en realidad, y el hecho de
que obremos así no revela -lo cual es falso- que se trate de la misma
creencia. Dios no se plegaría a esta debilidad. También comparto
en parte este punto de vista. Afortunadamente, podemos eludir la
cuestión de si creer que algo ocurrirá probablemente (o tal vez sea
probable que ocurra con un alto grado de probabilidad) es lo mismo
que creer que ocurrirá en realidad, si bien el temporalista se enfrenta
a un problema insuperable aun cuando pueda superar este.
Según el modelo temporalista, como acabamos de determinar,
Dios debe tener algunas ideas acerca de las probabilidades de que
sus acciones se ajustarán a ciertas descripciones, pero no puede sa­
ber -con certeza infalible- sobre sus acciones si se ajustarán a ciertas
descripciones a las que en realidad sí se ajustarán, puesto que el que
se ajusten o no a cualquier descripción depende de opciones que él
tome en el futuro (y tal vez de las que tomen otros). Esto abre la posi­
bilidad de que conforme al modelo temporalista las acciones de Dios
no consigan ajustarse a las descripciones según las cuales él deseaba
realizarlas, lo que para él sería -podríam os decir- estropear las cosas.
Ahora que hemos aguado su omnisciencia, su omnipotencia queda
también inevitablemente diluida; y su necesaria benevolencia ya no
precisa más de su beneficencia. Veamos un ejemplo.
Imaginemos a un Dios temporal mirando comprensivamente a
una mujer austríaca encinta a finales de siglo (es decir, en la con­
fluencia entre los siglos XIX y XX); ella sabía que su embarazo peligra­
ba y, consciente del aprieto en el que estaba, rogaba fervientemente

76
.i Dios que salvase al bebé que llevaba en su vientre. En esta ocasión,
I )¡os intervino haciendo un milagro, saltándose las leyes de la natu­
raleza por un momento o más, asegurándose de que la mujer diera
a luz a un bebé sano y así que reinara una gran alegría en su hogar
m ando su marido, un agente de aduanas local, volviera a casa esa
noche. La intención de Dios al intervenir de esa forma era salvar
l;i vida del bebé aún por nacer y con ello aum entar la felicidad de
lodos en el mundo en general. Fue algo loable; a fin de cuentas él es
lodo benevolencia. Por supuesto, Dios sabía que era posible que el
Iiché creciera y se convirtiera en alguien capaz de causar un inmenso
dolor (y por tanto que, en conjunto, su acción mermaría la felici­
dad de todos en el m undo), pero también sabía que esto era algo
enormemente improbable. Del mismo modo, resultaba realmente
improbable en el momento en que actuó que su benevolencia en
esta circunstancia no llevara a su beneficencia en la situación resul­
tante. De haber sabido lo que de verdad iba a ocurrir, que este niño
<rocería y se convertiría -sí, lo han adivinado- en el líder fascista de
la Alemania nazi, habría dejado m orir al bebé. Sin embargo, no lo
sabía; se arriesgó y, esta vez, el riesgo no tuvo recompensa.
Este tipo de cosas tiene que ser posible en un modelo témpora-
lista. De haber ocurrido, los temporalistas podrían sostener que no
significaría que Dios habría cometido un error, en el sentido de que
habría ocurrido algo que habría mostrado la falsedad de un pen­
samiento que tuvo. Por ejemplo, en el caso que acabo de exponer,
I tíos no habría pensado que el bebé aún por nacer cuya vida estaba
salvando no se acabaría conviniendo en un dictador fascista, sino
que simplemente era bastante improbable que eso fuera a ocurrir
t lo que no conviene en una falsedad el que a pesar de todo lo hicie-
ta). Pero sería natural decir que Dios habría cometido un error en
rl sentido de que su acción no se ajustaría en absoluto a la descrip-
i ion bajo la que la concibió; en mi ejemplo, no habría aum entado
la felicidad de todos en el m undo en general. Los temporalistas no
pueden eludir la posibilidad de este tipo de caso diciendo que Dios
n<> puede desear hacer algo sujeto a una descripción cuya verdad
depende de actos libres en el futuro, dado que en su concepción del
mundo como un todo, este depende de los actos libres futuros de
I luis, y por tanto esto supondría privar a Dios de tener deseo alguno

77
de hacer cualquier cosa que pudiera afectar al mundo. Por lo tanto,
a los temporalistas no les queda otra que decir que Dios podría en
principio m eter la pata de esta manera. Si no lo hace en la práctica,
es simplemente una suerte. Asi, debemos preguntarnos: ¿resulta más
poderoso ser capaz de meter la pata o ser incapaz de hacerlo? Bueno,
este es el tipo de pregunta que solo podemos responder -com o ya
he sugerido- recurriendo a nuestras intuiciones, pero para mí que
nuestra intuición al respecto no deja lugar a dudas: evidentemente
la segunda. Ser capaz de meter la pata es una tendencia natural, no
un poder. Un Dios intemporal nunca mete la pata en cualquier mun­
do lógicamente posible; un Dios temporal mete la pata en algunos
mundos lógicamente posibles -d e hecho, en un núm ero infinito
de ellos-. Es más, se podría m antener que hay un núm ero infinito
de mundos lógicamente posibles en los que él siempre mete la pata.
Si nunca mete la pata de esta forma en el m undo real, es solamente
cuestión de suerte". Dios juega a los dados y tiene que tocar madera
no solo para asegurarse de que al final ganará, sino también para
estar seguro de que jugará bien. Por supuesto que afirmar que Dios
asume riesgos no es algo que universalmente se tenga por indefendi­
ble o incluso indeseable. Pensemos en I-Iasker, que asegura que Dios
ama el riesgo, entendiendo por amar el riesgo que «Dios se arriesga
si toma decisiones cuyos resultados dependen de las respuestas de
criaturas libres en las que las decisiones en sí mismas no dependen
del conocimiento prerío de los resultados»12. Pero la afirmación de
que Dios se ve obligado por su temporalidad a arriesgar su propia
bondad (donde bondad implica beneficencia, no solo benevolencia)
sería, sugiero, un riesgo muy grande para muchos teístas. Que la bon­
dad debería entenderse como algo que implica tanto beneficencia
como benevolencia no llevará a aquellos influidos por el kantismo a
considerarlo convincente (de forma excesiva, tal y como yo lo vería);
podrían argum entar que incluso un Dios cuyas interferencias fueran
siempre equivocaciones -d e ser siempre bien intencionadas- sería en
sí mismo absolutamente bondadoso. Los personajes habitualmente
representados por el actor Rick Moranis (bufones bienintenciona­
dos, como en su película: Cariño, he encogido a los niños) son, como
sostendrían ese tipo de personas, tan buenos como bienintenciona­
dos, pero a la vez extremadamente hábiles y por lo tanto, al contrario

78
que sus personajes, gente que hace bien las cosas. Contra ese tipo de
personas podríamos cambiar un tanto nuestro hilo argumentativo y
preguntam os si es realmente verosímil pensar que u n Dios del estilo
de Rick Moranis sería tan digno de alabanza como el Dios del teísmo
tradicional. ¿Podría representar de forma convincente Rick Moranis
el papel del Dios del teísmo en una película titulada Cariño, es muy
posible que me haya cargado el universo (o eso parece)?'*
Así, si compartimos nuestra intuición de que debe considerarse
que un ser om nipotente tiene conocim iento infalible de m om en­
tos que para nosotros son futuros, porque un ser que fuera en todos
los demás aspectos como un ser omnipotente aunque no tuviera ese
conocimiento sería, acorde con nuestra intuición, menos poderoso
que uno que sí lo tuviera porque fuera capaz de -tal y como lo he
expuesto- estropearlo todo, entonces esto nos brinda un motivo para
seguir por el camino tradicional y adoptar la concepción intemporal
de la propiedad divina de la eternidad14. Si compartimos la intui­
ción de que un Dios que fuera -e n el mejor de los casos- eventualmen­
te bueno y cuya bondad fuera la que fuera dependiera de la suerte,
sería menos merecedor de fe y esperanza religiosa, entonces esto nos
proporciona otra razón para seguir el camino tradicional y adoptar
una concepción intemporal de la propiedad divina de la eternidad.
Hemos visto que (independientem ente de nuestra visión del li-
bertarismo) el temporalismo lleva inevitablemente a retroceder a
la hora de adscribir a Dios omnisciencia absoluta y (cuando se une
al libertarismo y a la afirmación de que él y sus criaturas son libres)
también a dar marcha atrás respecto a la afirmación de que lo sabe
todo de forma infalible acerca del futuro del mundo. También he­
mos visto que, habiendo claudicado en lo tocante a la omnisciencia
absoluta, los temporalistas no pueden sino retroceder y dejar de ads­
cribir a Dios omnipotencia absoluta; los temporalistas deben admitir
que su Dios podría cometer errores, no a través de falsas creencias
-si los temporalistas andan con pies de plom o-, sino por medio de
acciones que él esperaba razonablemente que se ajustasen a ciertas
descripciones pero que a pesar de todo no lo hacen. Esto convierte
cualquiera que sea la bondad (en el sentido de beneficencia, no
solo benevolencia) que tenga Dios en una cuestión de suerte. El
temporalismo está comprometido con un Dios ignorante en parte,

79
un Dios que está sujeto a los caprichos de la suerte para la eficacia
de al menos algunas de sus acciones y para su bondad.

*
Antes de term inar mi análisis de la propiedad divina de la eter­
nidad y de resumirlo todo, sería útil trazar un paralelismo entre la
relación de Dios con el tiempo y su relación con el espacio, pues al
entender este paralelismo veremos la diferencia entre los atempora-
listas y los temporalistas.
Recordarán que los teístas no conciben un Dios ubicado en un
punto determinado del espacio, en el sentido de que estando ahí no
puede estar en otra parte. En su lugar, Dios trasciende el espacio.
A pesar de su trascendencia, Dios no está ausente de ninguna parte
en el espacio. En vez de eso, él es inm anente en el espacio. Sostengo
que los teístas deberían ser atemporalistas, lo que implica para ellos
tener una concepción similar de la relación de Dios con el tiempo.
Dios no se encuentra en ningún punto concreto del tiempo, en el
sentido de existir entonces y no en otros momentos. En vez de eso,
trasciende el tiempo. A pesar de su trascendencia temporal, no está
ausente de ningún tiempo. Más bien, es inm anente en el tiempo.
Permítanme «desmenuzar» esto.
Resulta tentador afirmar que según los temporalistas Dios Utucien-
de el tiempo en el sentido de que existe en todo momento, y según
los atemporalistas, lo trasciende en el sentido de que existe más allá
del tiempo. Pero, de hecho, estoy a punto de sugerir, los atemporalis-
tas deberían unirse a los temporalistas al afirmar que Dios -en virtud
de su inmanencia- existe en todo momento, aun cuando -e n virtud
de su trascendencia y de acuerdo con los temporalistas- no existe en el
tiempo. Lo que suelen decir los atemporalistas que llegan a esa con­
clusión es que Dios existe de forma «simultánea» en todo momento15,
pero esto genera automáticamente una «situación de colapso»; si Dios
existe simultáneamente en todo momento, todos los instantes son
simultáneos; pero entonces toda la historia del universo se colapsa
y se reduce a un solo instante16. Por eso es por lo que sugiero que
los atemporalistas deberían abandonar la mención tradicional de la
«simultaneidad» en su descripción de Dios como algo o alguien que
existe en todo momento. Dado que lo que nos queda -«Dios existe en

80
lorio momento»- es una afirmación en la que coincidirán temporalis-
us y atemporalistas, debemos preguntamos qué es lo que puede distin­
guir entonces a unos de otros. La respuesta es que los atemporalistas
ricen que si Dios no hubiera creado el universo, no habría existido
m ningún momento puesto que no existiría el tiempo, mientras que
los temporalistas creen que incluso aunque Dios no hubiera creado el
universo, él habría existido en algunos momentos, de hecho en todo
momento, puesto que el tiempo habría seguido existiendo.
Dado que podemos afirmar que todas las partes de este debate
están de acuerdo en que el universo tiene una edad finita y, supon­
gamos, que todas coinciden en que empezó con el Big Bang, pode­
mos exponer de forma más clara la distinción entre atemporalistas
v temporalistas imaginando sus diferentes respuestas a la pregunta:
.ri'.xistió Dios antes del Big Bang? Los atemporalistas responderán a
<sia pregunta que «No», pues no hubo nada temporalmente ante-
nor al Big Bang; no existía el tiempo «antes» de lo que ex hipothesi
ir considera que fue el prim er momento en que existió el universo.
Atemporalistas y temporalistas coincidirán en que el espacio no es
•mayor» que el tamaño -ex hipothesi finito- del universo. Aunque
H universo está aum entando de tamaño, ambos coincidirán en que
ir l ía incorrecto describir el universo como algo que se expande
li.icia algo; sería incorrecto decir que Dios ya está presente en luga-
tes a los que todavía no ha llegado el universo. Cuando el universo
-llegue allí», Dios estará allí, pero no estará antes porque no habrá
-allí» en el que estar antes. Del mismo modo, aseverarán los atem-
pnralistas, el tiempo no es «mayor» que la edad -ex hipothesi fínita-
ilel universo. Dios no existía en un m om ento anterior al Big Bang,
poique el tiempo, al igual que el espacio, empezó a existir con el
llig Bang. Si el universo deja de existir un día, Dios no estará ahí
después: no puede haber un «tras el final de los tiempos» de la mis-
m.i forma en que no puede haber un «a la izquierda del espacio».
I xjs temporalistas sin embargo tratarán las cuestiones de tiempo
\ espacio de forma muy diferente, afirmando que Dios sí que existía
antes que el universo; de hecho el tiempo es «mayor» que la historia
Imita ex hipothesi- del universo y Dios existió en él antes de que lo
lili iera el universo. Si el universo cesa de existir un día, Dios seguirá
.ilu también después.

81
I le afirmado que es una condición suficiente para que estemos
en un lugar determinado que tengamos noción directa de lo que ahí
ocurre, es decir, sin tener que averiguar antes qué es lo que ocurre en
cualquier otra parte, y que podamos actuar ahí directamente, esto es,
sin tener que actuar antes en otra parte. Deberíamos aplicar lo mismo
al tiempo. Es una condición suficiente para que existamos en un de­
terminado momento que sepamos directamente lo que está ocurrien­
do en ese momento, sin tener que hacer algo antes en cualquier otro
momento, y que podamos actuar directamente en ese momento, sin
tener que hacer nada antes en otro momento. Según esta concepción,
si hay un Dios atemporal, al igual que en virtud de su trascendencia
espacial no existe a la izquierda de mi cuadro de El Gran Canal más
de lo que existe a su derecha, en virtud de su trascendencia tempo­
ral, no existe antes de que lo pintaran más de lo que existirá después
de que se haya destruido. Sin embargo, al igual que en virtud de su
inmanencia espacial él existe a la izquierda de mi cuadro como existe
a la derecha, en virtud de su inmanencia temporal, él existió antes
de que se pintara mi cuadro y seguirá existiendo después de que se
haya destruido (suponiendo que se creara antes que el Big Bangy que
fuera a destruirse antes del íin del universo como un todo). Como
hemos visto, los teístas deberían concebir a Dios como que existe a
la izquierda de mi cuadro de El Gran Canal y a su derecha, porque
es suficiente para que una persona exista en un lugar que él o ella
lo conozca y actúe directamente allí, y Dios satisface esta condición
en todos los lugares del universo. Por lo tanto, los teístas deberían
concebir a Dios como que existe antes de que pintaran mi cuadro y
después de que fuera a ser destniido, pues es suficiente para que una
persona exista en un momento determinado que él o ella conozcan
directamente lo que está pasando en ese momento y puedan actuar
sobre ello, y Dios satisface esta condición en todos los momentos del
universo. Así, los teístas deberían concebir a Dios como que existe en
todo momento de la historia del mundo y por tanto antes y después
de cualquier momento determinado de la historia, a excepción del
primero y del último (suponiendo que haya un primero y un último).
Según los temporalistas, de no haber creado un mundo temporal,
Dios no habría existido en ningún momento del tiempo. Sin embar­
go, creó un m undo temporal y por tanto existe en todo momento del

82
tiempo. Que Dios exista en todo momento del tiempo no hace que
exista en el tiempo. Así como el universo como un todo no existe en
el espacio (y por lo tanto el hecho de que sea el cuerpo de Dios -o
una parte de su cuerpo- no hace que Dios exista en el espacio), no
existe en el tiempo (y por lo tanto el hecho de que Dios sepa direc­
tamente acerca de cada momento y pueda actuar directamente en
cada m omento no hace que exista en el tiempo). Que Dios tenga el
universo espacio-temporal como cuerpo no lo convierte en espacial
en el sentido de existir en el espacio ni lo convierte en temporal en
el sentido de existir en el tiempo.
Cuando en el capítulo anterior hablé sobre las propiedades de la
incorporeidad o (como yo preferí llamarla) trascendencia, y omni-
presencia o (como yo opté por llamarla) inmanencia, me concentré
en la trascendencia e inmanencia espaciales. l a discusión sobre la
eternidad en este capítulo debe incitarnos a considerar la inteli­
gencia de desarrollar una concepción más amplia de trascendencia
e inmanencia, una que tome en consideración la relación de Dios
con el tiempo y con el espacio. Con tal concepción, podríamos ver la
eternidad como la trascendencia/inm anencia divina, dado que está
vinculada al tiempo y la incorporeidad/omnipresencia como trascen­
dencia/inm anencia divinas pues están relacionadas con el espacio,
i educiendo así al menos en una la lista de propiedades esenciales
que debemos atribuir a Dios. Y, desde luego, los científicos están
encantados de hablar de espacio y tiempo como dos meros aspectos
de una unidad, espacio-tiempo. Tomando el concepto de espacio-
tiempo como base, concebiríamos la trascendencia/inmanencia divi­
na en relación con el universo como una sola propiedad. Se diría que
incluso podríamos concebir la omnisciencia y omnipotencia de Dios
romo meras consecuencias del hecho de que lo trasciende todo y aun
así es inmanente en todo aquello que existe, y hemos visto que es su
omnipotencia, bien entendida, la que implica su omnisciencia (para
protegerle contra la posibilidad de que meta la pata), lo que a su vez
implica su eternidad intemporal. Por tanto, podríamos afirmar que
las propiedades que hemos venido discutiendo hasta ahora no son
propiedades diferentes en absoluto. Son simplemente consecuencias
de lo que significaría ser la persona más perfecta posible. Esta es una
cuestión sobre la que volveremos al final del siguiente capítulo.

83
*
Por tanto, para resumir lo que he expuesto en este capítulo: si
hay un Dios, es por definición om nipotente, omnisciente y eterno.
Es om nipotente en tanto en cuanto posee el mayor poder que es
lógicamente posible que pueda tener un ser. Esto no implica que
tenga el poder para hacer lo lógicamente imposible (dado que no es
lógicamente posible que ningún ser tenga este «poder»). Tampoco
implica que tenga la capacidad de hacer cualquier cosa que sería
expresión de debilidad, una inclinación natural más que un poder. El
posee el conjunto de capacidades que mayor poder confiere que es
posible tener, un conjunto cuya composición exacta nos está vedada
en cierta medida -d ad o que no somos omniscientes-. Sin embargo,
nuestras intuiciones acerca de las capacidades que es mejor poseer
en ciertas circunstancias nos permiten deducir varias cosas acerca
de ello, como por ejemplo que no incluiría la capacidad de com eter
errores o de suicidarse. Dios es omnisciente porque conoce infalible­
mente todas las afirmaciones verdaderas, incluidas las afirmaciones
sobre acciones y situaciones que para nosotros son futuras. Es eterno
en el sentido de que existe más allá del tiempo. Los teístas deberían
adoptar la concepción tradicional intemporal de la eternidad divina
para poder adscribir a Dios la forma de omnisciencia capaz de con­
ferirle el mayor poder lógicamente posible, uno incompatible con
realizar acciones que creemos que se ajustarán a la idea con que
concebimos hacerlas, pero que de hecho no resultan así, y un poder
que preserve la necesidad de su bondad absoluta. No obstante, a
pesar de su intemporalidad, se puede afirmar que no hay un tiempo
en el que Dios no exista en la medida en que entendam os que al
decir esto no estamos sino afirmando que no existe un tiempo que
para conocerse él deba antes hacer algo en otro tiempo, y no existe
un tiempo en el que para poder actuar él deba antes actuar en otro
tiempo. Dada esta interpretación de lo que es suficiente para que una
persona exista en un tiempo, nosotros los atemporalistas podemos
en realidad estar de acuerdo con unas cuantas cosas que les gustaría
decir a los temporalistas acerca de la eternidad de Dios. Por ejemplo,
podemos decir que si hay un Dios, existe ahora mismo, sea cual sea
el momento. Podemos decir que si hay un Dios, la forma en que se
manifiesta cambia de un momento a otro, según lo que hagamos

84
y -quizás especialm ente- lo que le pidamos que haga. Pero, p or
supuesto, insistiremos en que cualquier cambio en la forma en que
se manifiesta el carácter de Dios en sí depende completamente del
espectador. Si hay un Dios, los cambios en la forma en que se mani­
fiesta su carácter son más bien como las variaciones que percibimos
en una obra de arte estática como una escultura conforme nos move­
mos a su alrededor y -e n sentido figurado- nos hacemos preguntas
sobre ella. Dios no cambia en si mismo. Puesto que existe más allá del
tiempo, Dios es, en todos los sentidos, inmutable.
En este capítulo hemos visto que el concepto de omnipotencia
es coherente y sustancial, incluso aunque nuestra propia íinitud nos
priva de entender en su totalidad todo aquello que implica y que,
•Hinque sujeto a cierta disputa interna entre la comunidad teísta,
los conceptos de omnisciencia y eternidad son también coherentes
y sustanciales. Hemos empezado a ver también cómo pueden con­
cebirse estas propiedades en tanto en cuanto consecuencias de una
concepción adecuada de las que hemos analizado, de hecho hemos
visto que son en realidad distintas facetas de una sola propiedad:
la de la divinidad. En el capítulo siguiente, volveremos sobre esta
<uestión tras considerar las tres últimas propiedades de mi lista de
propiedades esenciales de Dios: su libertad absoluta, su bondad ab­
soluta y su necesidad.

85
3

Libertad absoluta, bondad absoluta, necesidad

Propiedad siete: libertad absoluta

Al igual que ocurre respecto al conocimiento, los filósofos no se


ponen de acuerdo en absoluto acerca de lo que implica la libertad.
Por fortuna, tal y como ocurre con el conocimiento, no necesitamos
saber exactamente lo que supone avanzar un tanto en la compren­
sión de la afirmación teística tradicional de que Dios es absolutamen­
te libre. La mayoría estaría de acuerdo con que la libertad requiere
o tal vez sencillamente es el poder de provocar lo que uno desea
provocar1. De modo que el que Dios sea completamente libre debe
implicar que no esté limitado en m odo alguno a la hora de provocar
lo que desea. ¿Qué es entonces lo que en principio limita nuestra
capacidad para provocar lo que deseamos provocar?
Retomando el argumento del capítulo anterior, se podría sugerir
que lo que de verdad limita a las personas en este sentido y por tanto
las hace no llegar a ser completamente libres es que no son lo sufi­
cientemente poderosas y que no saben qué es lo que están haciendo.
En otras palabras, podríamos sugerir que si la respuesta a la pregunta
«¿deseaban hacer eso?» planteada sobre una acción que acabamos
de realizar es siempre «No», eso es así porque o bien reconocimos
que lo que estábamos haciendo era menos de lo que deseábamos
hacer, pero sencillamente carecíamos de la capacidad para poder
hacer algo más parecido a lo que deseábamos, o bien porque no nos
dimos cuenta exactamente de lo que era lo que íbamos a hacer en el
momento de hacerlo, metimos la pata.
Vamos a ilustrar lo anterior por medio de dos ejemplos: ¿Por qué
Medea mató a su hermano pequeño Apsirto y arrojó su cuerpo des­
membrado por la borda del barco en su huida de Eetes? Porque no

86
U nía otra forma de frenar a Eetes en su persecución que haciéndole
demorarse para recoger los pedazos del cuerpo de su hijo. Podemos
■isumir que, desde el punto de vista de Medea, haber matado de esta
Iorina a su herm ano distó mucho de ser lo ideal, pero a buen seguro
(*lla creyó que era la menos mala de las opciones de las que disponía.
I)ado que su más imperiosa prioridad era su propia supervivencia,
Ilie «lo único que pudo hacer». De haber podido frenar a Eetes arro­
jando por la borda trozos de su trono favorito para que se demorase
i (-cogiéndolos, podemos suponer que lo habría hecho en su lugar.
I’or tanto Medea sabía lo que estaba haciendo y eligió hacerlo; en
ese sentido, podríamos decir que fue moralmente responsable de la
muerte de su hermano. Pero si suponemos que ella pensó tal y como
liemos sugerido antes, en realidad no gozó de la libertad de elección
de la que habría disfrutado de haber tenido su padre un mayor ape­
go a un trono que resultó que ella llevaba en el barco y que podría
haber arrojado despedazado por la borda. Por lo tanto, ella no fue
i.iii libre como lo habría sido si sus opciones no se hubieran visto
limitadas por circunstancias ajenas a su control. Su falta de libertad
luc producto de su falta de poder. El segundo ejemplo (la típica
moledura de pata); ¿Por qué Edipo mató a su padre y se casó con su
madre? Fue porque no se dio cuenta de qué era lo que hacía exac­
tamente. Sabía que estaba matando a alguien, pero no se dio cuenta
de que era su padre; y sabía que se estaba casando con alguien, pero
no se dio cuenta de que era su madre. Sería pues un tanto engañoso
afirmar que Edipo optó libremente por matar a su padre y casarse
ron su madre. Si bien él eligió libremente realizar acciones cuyas
descripciones son veraces, él ignoraba que estas acciones respondían
a estas descripciones y por tanto no sería correcto decir que eligió
libremente hacer estas cosas conforme a estas descripciones. Su falta
de libertad provino de su ignorancia.
Como hemos visto, Dios es om nipotente, por lo que nunca po­
li lía ser otra cosa que completamente libre en lo que eligió hacer
al carecer del poder suficiente como para hacer cualquier cosa más
Ia óxima a lo que deseaba hacer. No hay circunstancia ajena al con-
i rol de Dios que a él le gustaría tanto cambiar, pero que se da cuenta
de que no puede. Y Dios es omnisciente, por lo que nunca podría
ser otra cosa que completamente libre en lo que eligió hacer al no

87
saber con exactitud qué era lo que estaba haciendo. No habrá nunca
ninguna descripción veraz de cualquiera de las acciones de Dios que
él no sepa que es veraz. (Por supuesto, como vimos en el capitulo
anterior, este no habría sido el caso si él no hubiera sido omniscien­
te respecto al futuro -nuestra razón para preferir la concepción
atem poral de la eternidad-.) No hay ninguna de las limitaciones a
la libertad de Dios que limiten la nuestra. Su capacidad para pro­
vocar lo que desea no se ve obstaculizada ni p o r una falta de poder
ni por una falta de conocimiento, y es en virtud de esto por lo que
le describimos como absolutamente libre.
Los teístas creen que Dios es completamente libre. Nosotros so­
mos libres de hacer cosas buenas y malas. ¿Puede Dios hacer cosas
malas? La respuesta tradicional de los teístas a esta pregunta ha sido
siempre que no puede: no puede hacer nada que no sea otra cosa
que perfecto. ¿No le convierte eso en un ser menos poderoso que
nosotros? No -e s la respuesta dada-, pues la capacidad para hacer
algo que no sea perfecto sería una inclinación natural en él más que
un poder. Pasemos a la siguiente propiedad de mi lista, bondad ab­
soluta. Al entenderla, nos resultará más sencillo com prender mejor
la libertad absoluta de Dios y las diferencias tan interesantes que
presenta respecto a nuestra libertad imperfecta.

Antes de hacerlo, quiero exponer de forma explícita una asun­


ción que coinciden en plantear todos los teístas, la asunción que
constituye la base de su concepción de la bondad absoluta de Dios
(y más cosas): es la asunción de que existe en cierto sentido bondad y
maldad objetivas. Todos coinciden en que la valoración normativa no
consiste simplemente en apreciar -subjetivamente- qué pensamos
acerca del mundo; se trata más bien de cómo debería ser el mundo
-objetivamente-. Si no compartimos este punto de vista metaético,
no nos resultará fácil entender la propiedad divina de la bondad
absoluta a menos que nos percatemos de que los teístas discrepan
radicalmente de nosotros sobre nuestra visión metaética. Ahora bien,
huelga decir que no tengo tiempo para analizar en profundidad las
virtudes que pueda tener o no esta asunción metaética a pesar de
su importancia, y es realmente importante. Tendré que asumir que es

88
corréela a los efectos de mi explicación. Pero perm ítanm e servirme
de un experimento mental para recordarles que de hecho sí que
comparten esta asunción.
Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos nazis huyeron a Su-
damérica. Es bastante posible que algunos hubieran podido formar
comunidades autosufícientes allí en las junglas, preservando su cul­
tura nazi durante generaciones hasta llegar a nuestros días en que
hay una floreciente sociedad nazi aún por descubrir para el resto
del mundo. Supongamos que esto es lo que ha ocurrido en verdad y
que un buen día, mientras exploran con un amigo, se adentran sin
saberlo en el territorio de esta sociedad. Caminan por una carretera
que transcurre entre dos de sus pueblos y entablan conversación
to n una pareja de policías locales. Todo va bien hasta que usted deja
t aer que su amigo es judío. De pronto, los dos policías se abalanzan
sobre su amigo y le dicen que debe matarlo de un disparo. Se le da
l.t oportunidad de consultar los códigos legales de la sociedad, de
los que lleva encima una copia uno de los policías. Al consultarlo,
hc da cuenta de que matar a su amigo sería absolutamente legal, de
hecho está legalmente obligado a hacerlo. Ser ju d ío es un delito
s.mcionable con la muerte por fusilamiento y la ley dicta que aquel
0 aquella que informen de la existencia de un ju d ío a la policía tiene
el honor de ser el ejecutor o ejecutora, un honor que no se puede
1chusar. Usted pregunta si alguien ha desafiado esta ley alguna vez.
I .os policías parecen molestarse con la idea, y le dicen que nadie lo
ha hecho; nadie ha querido hacerlo nunca. Por tanto, se trata de
que esta ley, que cuenta con el apoyo unánime y sin reservas de la
población local, no permite apelar contra la sentencia a muerte por
lusilamiento, una sentencia que debe ejecutarse de inmediato. Los
policías le explican todo esto. Uno de ellos le estrecha con entusias­
mo su arma en las manos mientras los dos sujetan firmemente a su
.imigo ante usted, señalando partes de su cuerpo donde una bala
irsultaría fatal. Los policías le miran animados y expectantes. Su
amigo también le mira. Sus expectativas no son las mismas que las
•le los policías. ¿Qué debería hacer usted?
Cualquiera que esté leyendo esto fuera del contexto de una insti-
iim ión psiquiátrica sabe cuál es la respuesta incorrecta a esta pregun-
1.1 1.a respuesta incorrecta es: «Disparar a su amigo». ¿Pero qué pa-

89
trón establece que es la respuesta incorrecta? No se trata del patrón
que engloban en realidad los códigos legales de la sociedad en medio
de la que han aparecido y que goza del apoyo de dicha sociedad.
Ese patrón ordena matar a su amigo. Entonces, ¿es su propio patrón
interno? Pero todos sabemos que ser bueno no es simplemente una
cuestión de hacer lo que nos parece bien conforme a nuestro propio
patrón de conducta. Todos reconocemos que las personas pueden
equivocarse en sus juicios morales de los actos. Por nuestra reacción
ante este ejemplo, se diría que pensamos que toda una sociedad pue­
de errar también en sus juicios morales sobre los actos. Si de verdad
pensamos así, entonces debemos estar asumiendo que la moralidad
es independiente no solo de las creencias y actitudes de cualquier
persona, sino también de las creencias y actitudes de cualquier socie­
dad. ¿Es independiente de las creencias y actitudes de cualquier per­
sona? Parece que pensamos que es así, pues podemos imaginar un
posible mundo en que los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra
Mundial y por tanto ahora la cultura que en mi experimento mental
está confinada a las junglas de Sudamérica se ha extendido a todos
los rincones del mundo. Y pensamos que aun cuando viviéramos
en un m undo donde todo el mundo creyera que matar a alguien solo
por ser judío estuviera bien, todos estaríamos equivocados respecto
a eso (aunque de nuevo, desde luego, no nos daríamos cuenta de
ello). Se diría entonces que respaldamos la asunción metaética de la
objetividad: la moralidad no se origina solamente a partir de lo que
sienten las personas.
Supongamos que este argumento no les convence. Si asumen el
hecho de que no están convencidos como algo que refleja una suerte
de logro filosófico por su parte, deberán pensar que no se trata sim­
plemente de que de hecho psicológicamente no les haya convencido,
sino que más bien hacen bien en perm anecer escépticos. Deberán
pensar que este argumento no debería convencemos de la objetividad
del valor moral. Pero el tipo de juicio que estarán haciendo en ese
caso supone en sí mismo cierto principio o principios normativos que
dictan lo que deberíamos o no deberíamos creer partiendo de la base
de un determinado argumento. De m anera que estarán confiando
tácitamente en la falsedad del subjetivismo extremo sobre el valor al
juzgar los méritos o deméritos de cualquier argum ento a favor del

90
objetivismo (en lugar de los meros efectos que de hecho haya tenido
n i ustedes considerar dicho argumento). Pensarán que al menos hay
patrones objetivos que determinan lo que debería creer la gente a
i estillas de los argumentos.
Desde luego, incluso en este caso es posible dar marcha atrás
ion el objetivismo. En lugar de afirmar de este argum ento que no
debería convencer, podríamos limitarnos a constatar como un hecho
psicológico que no nos ha convencido. En lugar de decir que si creen
que p y si creen que p implica q, entonces deberían creer que q, de-
I(friamos conformamos con decir que tendemos a creer-nosotros o
los miembros de nuestra sociedad- que <7 si ellos creen que p y creen
que p implica q. Y así sucesivamente. Si seguimos por este camino, es
1 ierto que nadie podrá dar ninguna razón para volver atrás, pero solo
i s verdad porque habremos abandonado precisamente el camino
más difícil de anticipar motivos para tener una creencia y no otra,
e 11 favor del camino más fácil de limitamos a observar qué creencias
miemos (nosotros o nuestra sociedad) en realidad. El camino más
filosóficamente defendible («más» en tanto que al menos en princi­
pio es susceptible de ser defendido) que seguir sobre la cuestión de
l.i objetividad del valor acepta que hay principios objetivos que dictan
1 orno debería ordenar la gente sus creencias, pero sostiene que no
Itay tales principios que dicten cómo debería ordenar la gente sus
.11 los. Alguien podría afirmar: «Hay normatividad epistémica, pero
110 hay normatividad moral. (liando pensamos, deberíamos seguir la
lev de la no contradicción (por ejemplo) porque es imposible para
lo contradictorio ser al tiempo verdad y es bueno creer las verdades
\ evitar creer las falsedades. Sin embargo, al hablar con los demás
sobre nuestros pensamientos, no se trata de que no debamos con­
tundirlos innecesariamente porque sea bueno ayudarlos a ’dar con la
verdad y huir de las falsedades». Pero ¿por qué?, deberíamos plantear
>1 un defensor de tal distinción. A buen seguro es bueno creer la ver-
il.id y evitar la falsedad, es bueno evitar alejar innecesariamente a la
Kf ule de la verdad y acercarla a la falsedad. Se diría que la persona
que de inicio transite por este camino, a la luz de esta necesidad de
1.11 libio, deseará afirmar que hay principios objetivos que dictan lo
que es bueno y malo que crea, pero no hay ninguno que dicte lo que
<•>bueno y malo que crean los demás; solo hay normatividad epis-

91
témica para él o ella. Así, él o ella podría afirmar: «Cuando pienso,
debería seguir las leyes de la lógica porque es bueno para mí creer la
verdad y evitar la falsedad», sin comprometerse con la afirmación
más general de que es bueno creer la verdad y evitar la falsedad, la
afirmación más general de la que se seguiría que tenemos buenas
razones para no m entir a la gente. Pero él o ella se habrían quedado
ahora sin medio alguno para explicar por qué es bueno para él o
ella y no otro u otra creer la verdad y huir de la falsedad. £1 o ella
no podrían explicar por qué es bueno para él o ella creer la verdad
y huir de la falsedad en términos del hecho más general de que es
bueno creer la verdad y evitar la falsedad, y él o ella no podrían
considerar razonable pensar que es un caso excepcional, la única
persona para quien dichos principios objetivos son aplicables. Por
todo esto me inclino a pensar que el argumento más convincente del
objetivismo implicará que distraigamos a nuestro oponente con un
análisis demasiado complicado de la discusión de Kant sobre la na*
turaleza de la libertad o algo parecido, antes de golpearlo con todas
nuestras fuerzas en una zona sensible para después educadamente
preguntarle en su postración si tiene algún motivo para estar resentido
por nuestros actos. (Los lectores encontrarán alentador saber que
en realidad nunca he utilizado lo que creo es el argumento más con­
vincente del objetivismo, si bien confieso que un prolongado debate
con los relativistas suele tentarme a hacerlo.)
Tras aceptar entonces que es acertado un cierto grado de objetivis­
mo acerca del valor moral, perm ítanm e seguir adelante con mi aná­
lisis de la bondad absoluta de Dios tal y como la conciben los teístas.

Propiedad ocho: bondad absoluta

La bondad es una cuestión de comportarnos como debemos en


nuestras relaciones con las demás personas -y más en general con
las demás criaturas- y la bondad absoluta es una cuestión de hacer
lo mejor posible siempre que exista esa posibilidad y optar por una
de las mejores cosas posibles cuando quiera que dos o más cosas son
lo «mejor mutuamente» posible, es decir, igualmente buenas y nin­
guna mejor que otra2. Desde luego, ninguno de nosotros es siempre

92
.disolutamente bueno con el prójimo. Esto de por sí no nos convierte
ni culpables. Por ejemplo, somos menos que absolutamente buenos
.muque inocentes cuando intentamos pero no logramos hacer lo
mejor o lo mutuamente mejor que creemos podemos hacer por
•ilguien; no lo logramos porque o bien carecemos de poder o bien
ile conocimiento (siempre que no dejemos de hacer, al no lograr
li.irer lo mejor, o lo mutuamente mejor, aquello que deberíamos
li.icer y nuestra falta sea de por sí el resultado de nuestra negligen-
i i.t). Y de forma inocente somos menos que absolutamente buenos
lucia el prójimo incluso cuando no intentamos hacer lo mejor o lo
mutuamente mejor que se puede hacer por los demás, siempre que
intentemos cumplir con nuestras obligaciones para con el prójimo
(y de nuevo, siempre que cualquier intento fallido por hacerlo no se
|nteda atribuir a nuestra propia negligencia). Si debo a alguien un
i ierto núm ero de tutorías y le doy ese numero, entonces a este res-
Iícelo estoy haciendo todo lo que debo. Podría haber sido mejor que
litibiera dado más de las que debiera, pero no estaba obligado y por
unto si decidí no hacerlo, no se me puede culpar de nada. Mi tarea
está completa. Mi conciencia tranquila. Tenemos la libertad de obrar
.tsi, abstenernos de hacer buenas obras que normalmente no se nos
piden, lo que se conoce habitualmente por actos de supererogación.
Además de ser de forma inocente menos que absolutamente bue­
n o s hacia el prójimo, a veces también somos culpablemente menos
que totalmente buenos hacia el prójimo. En ocasiones hacemos algo
que simplemente no es lo mejor o lo m utuam ente mejor que pode­
mos hacer por alguien, sino algo que sabemos que no deberíamos
liaren Si debo a un alum no mío un cierto núm ero de tutorías y po­
dría dárselas sin causar peijuicio con ello a nadie, pero opto por
acercarme al pub en lugar de estar en mi despacho a las horas que
liemos acordado, entonces -asum iendo que soy consciente de mis
i ibligaciones- he elegido hacer aquello que sé que no debería hacer.
I le optado por hacer aquello cuya realización me hará culpable. Por
mi puesto, sin duda espero que nadie pueda acusarme, si llego a to-
p.mne con mi alumno o alumna y él o ella me pregunta qué estoy.
Ii.iciendo allí (al menos para evitar que yo me haga la misma pregun-
t.i sobre él o ella). Pero he hecho lo que no necesitaba hacer y lo que
■i.iliía en ese momento que no debería haber hecho: no solo he de-

93
jado de dar a mi alumno o alumna lo que habría sido lo mejor que
podría darle a él o ella; he dejado de darle a él o ella aquello que él
o ella tenía derecho a esperar de mí. Mi obligación queda sin cum­
plir. Mi conciencia no está tranquila. Tenemos la libertad de obrar
así también, optar por dejar de hacer lo que sabemos que es nuestra
obligación.
Si estamos moralmente obligados a hacer algo por cualquier per­
sona en una determinada situación, lo normal sería que hiciéramos
ese algo por cualquier persona en la misma situación. Cuando ha­
cemos algo bueno por alguien que va más allá de aquello a lo que
estamos obligados a hacer por ese alguien, no es cierto que lo normal
sería que hiciéramos lo mismo por cualquiera en su situación. En el
caso de un acto supererogatorio, no podemos hacerlo partiendo de
un sentido del deber desinteresado; solo podemos hacerlo por la per­
sona por quien lo estamos haciendo3. En virtud de esta «direcciona-
lidad» necesaria hacia el bien de las personas concretas para las que
realizamos dichos actos, no parece por tanto contranatural llamar a
los actos supererogatorios actos de amor. La bondad absoluta de Dios
consiste por tanto en el cumplimiento íntegro de sus deberes hacia
sus criaturas y, además, siempre que exista la posibilidad de hacer lo
mejor lógicamente posible o lo mutuamente mejor para los demás,
el hecho de hacerlo también, su amor absoluto por ellos.
Por lo tanto, eso es lo que quieren decir los teístas cuando dicen
que Dios es todo bondad o todo amor. Pero ¿por qué afirman que
Dios es necesariamente todo bondad? ¿Por qué consideran una propie­
dad esencial de Dios su bondad absoluta, y no una accidental? ¿Por
qué no le consideran un ser libre capaz de no ser perfecto?
Deberíamos recordar que coincidimos todos en que la bondad
es una propiedad objetiva dé algunos actos, estados de cosas o per­
sonas, y que la bondad de un acto es una razón objetiva para que lo
hagamos. Así las cosas, resulta obvio que una acción nuestra que sea
mejor que otra acción que sea incompatible con ella es obviamente
una razón para que realicemos la acción que es mejor en lugar de la
que es peor. Por lo tanto, se diría que somos más razonables cuando
hacemos lo que sea que constituya la mejor acción de la que dispone­
mos. Podría parecer así; y para Dios, debo afirmar, es así. Pero no es
así para los seres humanos. Para ilustrar esto, permítanme plantear

94
la pregunta: ¿Por qué nosotros -seres humanos finitos- no podemos
ser absolutamente buenos? Y permítanme que la responda: Hay cua­
tro posibles razones: concluimos razonablemente que no tenemos
tiempo/recursos suficientes; no somos razonables; somos ignorantes;
y/o somos egoístas.
Cuando no logramos ir más allá de nuestro deber con respecto a
alguien, podría ser porque juzgamos adecuadamente que ya hemos
cumplido con nuestro deber y es bastante justo que deseemos em­
plear en otra parte lo que consideramos nuestro tiempo y recursos
finitos. Sería bueno para mis alumnos que tuvieran tutorías extra y
esto me da un motivo para dárselas, pero sería bueno para mí si de
vez en cuando tuviera la oportunidad de tomarme algo. Sé que nada
me obliga a dar tutorías extra a mis alumnos (eso es precisamente
lo que significa «extra») y además que hacerlo me privaría de la
oportunidad de llegar a los pubs antes de que cierren. Por lo tanto,
soy culpable de ser menos bueno de lo que podría ser para con mis
alumnos si decido no ofrecerles tutorías extra, y marcharme a) pub
n i su lugar. Si dispusiera de más tiempo, haría las dos cosas. Pero no
es así. La verdad es que mi acción no es altruista, pero sería extraño
tildarla, de «egoísta», porque el egoísmo implica la culpabilidad y,
n i tanto en cuanto he cumplido de forma voluntaría con mis obli­
gaciones, no soy culpable. Tal vez sería mejor llamar a esos intentos
l.illidos de ser todo bondad faltas «convenientes» o «razonablemente
interesadas».
¿Qué ocurre cuando no logramos ser absolutamente buenos no
nulo en el sentido de no hacer lo mejor posible que podamos por los
demás, sino por hacer menos de lo que debemos hacer por ellos?
I'.ii mi opinión eso podría deberse a una combinación de las tres ra­
zones siguientes o a una sola de ellas. La primera podría ser porque
s.ibetnos lo que debemos hacer, pero nos guiamos por factores que
escapan a nuestro control como, por ejemplo, deseos irrefrenables,
v a este respecto por tanto poco razonables. Es posible que yo quiera
d.n de verdad a mis alumnos las tutorías a las que tienen derecho,
pero me encuentro con que debido a mi irrefrenable deseo de al-
i nhol soy incapaz sin embargo de perm anecer en mi despacho a las
horas acordadas para estas tutorías, pues sé que a esas horas los pubs
lAtán abiertos. Hasta este punto no alcanzo a ser absolutamente libre:

95
me mueven fuerzas que escapan a mi control. (Desde luego que bien
podría seguir siendo culpable por no dar estas tutorías si el hecho de
que mis deseos escapan a mi control es en sí mismo el resultado de
opciones negligentes que tomé antes en mi vida, como por ejemplo
no querer escuchar a aquellos que me decían que estaba empezando
a beber demasiado.) La segunda podría ser porque somos ignoran­
tes -sim plem ente no sabemos qué es lo que deberíamos hacer-. Soy
totalmente capaz de quedarme en mi despacho y dar a mis alumnos
las tutorías a las que tienen derecho incluso sabiendo que los pubs
están abiertos, pero sin embargo a menudo no lo hago porque tengo
muy mala memoria; se me olvida que he concertado las tutorías y,
al ignorar mis obligaciones, me voy al pub en lugar de cumplirlas.
(De nuevo, podría seguir siendo culpable por no dar estas tutorías si
el hecho de tener muy mala memoria es culpa mía o no hago nada
para mitigar los efectos de mi pésima memoria, como por ejemplo
llevar una agenda.) La tercera podría ser porque somos egoístas.
Podríamos hacer nuestros deberes; sabemos que deberíamos; pero
elegimos libremente hacer otra cosa en su lugar, algo que estima­
mos nos vendrá mejor. Sé que debería dar una tutoría a alguien, soy
plenamente capaz de hacerlo, pero decido quedarm e un rato más
en el pub pasándolo bien y dar prioridad a mi disfrute sobre mi obli­
gación. Este tipo de acción merece el nombre de «egoísta» porque
es expresamente la búsqueda culpable (lo contrario de inocente)
del interés propio a costa del de otra persona. No estoy haciendo
lo que resulta conveniente para mí dentro de lo que creo que son
los parámetros impuestos por mis obligaciones a los demás; estoy
trasgrediendo a sabiendas dichos parámetros de forma que pueda
lograr (tal y como yo lo veo) de forma más efectiva mis propósitos.
Si el mero hecho de que sería bueno para alguien que hiciéramos
algo por él nos privara de la posibilidad de rehusar hacerlo, se diría
que nunca podríamos disponer de nuestro tiempo y recursos pañi
nosotros mismos. Para nosotros es un poder ser capaces de rehusai
hacer lo mejor que podemos por los demás, dado que consideramos
que ni el tiempo ni los recursos de los que disponemos son infinitos.
¿Qué pasa con la posibilidad de no solo dejar de hacer lo mejor posi­
ble por los demás, sino hacer aquello que sabemos que no debemos
hacer? ¿Es también un poder con el que contamos? Creo que así es.

96
Pensemos en el siguiente escenario: usted es un estudiante. Un
día, va caminando hacia la facultad -preguntándose cómo le va a
contar al tesorero que no tiene las 500 libras que le reclama y que
debe pagarle hoy si no quiere que le mande al manitas para que le
haga un «trabajito en las rodillas»-. Cuando está a punto de entrar
en la facultad, ve cómo al profesor de Filosofía Inmoral de White
se le cae un fajo de billetes justo delante de usted; él no se ha dado
cuenta porque está ocupado en dar guantazos a su chófer por llegar
tarde a recogerle en su Rolls-Royce. Debe actuar con rapidez si va a
devolver el fajo de billetes a su legítimo dueño porque el profesor
ya está en su Rolls-Royce, gritando a su chófer: «¡Llévese por delante
a esos miserables patanes!», refiriéndose al grupo de niños de pri­
maria que en ese momento están frente al coche. Al recoger el fajo
de billetes repara en que viene precintado con una cinta en la que
indica que contiene 500 libras exactamente. Al girarse y mirar a su
dueño, ve que ha sacado otro fajo idéntico y lo está utilizando para
encenderse un enorme puro. ¿Qué es lo más razonable que puede
hacer en el fondo? ¿Qué debería hacer?
Sugiero que es más que probable que las respuestas a estas pre­
guntas sean diferentes. En el fondo lo más razonable sería que se
quedase con el dinero; debería devolvérselo a su legítimo dueño, lo
cual implicaría que usted no se lo quedase. Allí donde la prudencia
y el deber entran en conflicto, en el fondo, puede ser razonable ser
prudente más que obediente.
A los consecuencialistas (entre otros, sin duda) no les causará la
más mínima impresión este ejemplo. Si somos consecuencialistas,
parecería obvio que deberíamos quedarnos con el dinero; el de­
nominado legítimo dueño no tiene derecho a él porque no lo va a
utilizar para hacer tanto bien como nosotros. Lo que en el fondo
sería más razonable hacer, y lo que deberíamos, son la misma cosa.
Si pensamos así, entonces este ejemplo no ha servido para lo que yo
esperaba que pudiera servir4. No le sorprenderá a nadie que haya
logrado describir una situación en la que, por encima de todo, sería
razonable que hiciéramos algo distinto a lo que es nuestro deber.
Este ejemplo no valdrá, pero otro lo hará.
Pensemos en una elección entre, por un lado, una acción que
producirá un incremento general neto en el bien de cierta impor-

97
tanda, un increm ento que se distribuirá de forma tan equitativa
entre tantas personas que cada una de ellas se beneficiará muy poco
de él, y por el otro lado, una acción que provocará un incremento
general neto ligeramente menor en el bien, pero que nos tocará más
de cerca -digamos muy cerca-, solamente a nosotros. Por ejemplo,
imaginemos que nos ha tocado la lotería y tenemos las siguientes
opciones: donar todas las ganancias a una institución de caridad
que distribuirá los beneficios resultantes entre un gran núm ero de
personas, o bien gastárnoslo todo en nosotros, cumpliendo con ello
(digamos) un buen núm ero de nuestros deseos (irrelevantes de por
sí). No hay una tercera opción, quedam os con una parte y d ar el res*
to a la institución de caridad. Una vez más, me llama la atención que
resulta muy plausible sugerir que seríamos mucho más razonables en
general si hacemos que el beneficio quede más bien en casa, incluso
aun cuando -conform e al consecuencialismo- deberíamos realizar
la acción que fuera a producir el mayor bien para todos.
Sugiero por tanto que, sea cual sea la teoría metaética que adop­
temos, siempre se pueden crear experimentos mentales que den
como resultado en el «nivel intuitivo» el mismo tipo de separación
entre lo que es más razonable que haga un agente y lo que debería
hacer. Independientem ente de la teoría metaética que suscribamos,
tendremos que adm itir-no a riesgo de caer en la contradicción, sino
más bien en la contra intuición- que podría ser más razonable en
general hacer algo que no sea lo que nos pide la moralidad que ha­
gamos. Y de ser así, tendremos que concebir -conscientem ente y sin
temor a equivocarnos- la capacidad para hacer lo que sabemos que
no deberíamos hacer como un poder más que como una inclinación
natural. No puede ser una inclinación natural ser capaz de hacci
aquello que consideramos, por encima de todo, lo más razonable que
hacer; debe ser un poder. Por tanto la capacidad para ser algo me
nos que perfectos, tanto en el sentido de no hacer conscientemente
lo mejor que podemos hacer por alguien como en el sentido de no
hacer conscientemente lo que debemos hacer por él, constituyen
verdaderos poderes para nosotros; son capacidades de las que «■»
bueno que dispongamos.
Contra esta línea de pensamiento se podría argum entar que l.i
capacidad de ser menos que perfecto de las dos maneras expuestas,

98
en realidad no es más un poder que una inclinación natural si en
verdad no hay forma de que obrando así podamos servir mejor a
nuestros intereses a largo plazo. Y si hay un Dios, en realidad no hay
forma de que pueda servir mejor a nuestros intereses a largo plazo.
Se podría argum entar que al abordar la verdad del teísmo he venido
asumiendo una cierta falta de perspectiva epistémica con el fin de
crear ejemplos en los que como alguien podría afirmar es «subjetiva­
mente» razonable que concluyamos que lo mejor para nosotros es no
llegar a ser perfectos. De acuerdo con el teísmo, no he logrado crear
ejemplos de situaciones en las que resulte objetivamente razonable
serlo, dado que según el teísmo no puede haber situación alguna en
la que serlo sea lo mejor para nosotros.
Creo que es interesante la distinción entre aquello que resulta más
subjetivamente razonable que hagamos y lo que resulta más objeti­
vamente razonable que hagamos, y es verdad que hasta ahora en mi
presentación he venido combinando más bien las dos. Pero incluso
al separarlas, la conclusión es la misma. Es un verdadero poder ser
capaces de hacer lo que nos parece que es lo más razonable, incluso
aun cuando solo nos parezca a nosotros lo más razonable, sujetos
como estamos ya a la inclinación natural a ser menos que omniscien­
tes. Hemos visto anteriormente que no toda capacidad que quedaría
excluida del conjunto de capacidades que mayor poder otorgan se
convierte ipso facto en una inclinación natural cuando se da en otro
conjunto. (El muchacho del que nos hablaba Séneca tenía un verda­
dero poder para suicidarse abriéndose la cabeza contra el muro más
próximo, si bien su capacidad para hacer tal cosa podía considerarse
un poder debido a las otras inclinaciones naturales a las que estaba
sujeto en ese momento.) Si esto es correcto, entonces las capacidades
para elegir hacer lo que sabemos que no es lo mejor que podríamos
hacer por alguien y para elegir hacer lo que sabemos que no debería­
mos hacer podrían ser verdaderos poderes para nosotros -criaturas
limitadamente poderosas y sabias- incluso en el caso de que, como
ocurre en el teísmo, nunca sea lo mejor para nosotros ejercitar estos
poderes. Podrían serlo, pero ¿lo son?
Imaginen esta situación: Silvia, una amiga suya, se ha presentado
a tres puestos de trabajo, uno para la universidad A; otro para la
universidad B; y otro para la Agencia de la Calidad del Sistema Uni-

99
versitario, el órgano administrativo que supervisa las universidades.
Saben que sería moralmente bueno para su amiga que trabajase para
cualquiera de las dos universidades, y de hecho igualmente bueno;
ambas tienen objetivos que merecen la pena. También saben que
Silvia está moralmente obligada a no trabajar para la Agencia de
la Calidad del Sistema Universitario. Es diabólica por naturaleza y
simplemente nos engañamos si pensamos que podríamos cambiarla
desde dentro. Es como las checas en este sentido, y en otros también.
Es más, les consta que Silvia no estará contenta en absoluto trabajan­
do para la Agencia de la Calidad del Sistema Universitario; aunque
dan puestos con unos nombres muy sonoros e importantes y pagan
mejor, en el fondo la decadencia moral e intelectual de la organiza­
ción acabarían por conducirla a una crisis existencia] si trabajase para
ellos. Por el contrario, saben que si Silvia trabajara para una de las dos
universidades A o B, aunque haya menos posibilidades de tener un
título sonoro e importante, y el sueldo es menor, se daría cuenta de
que lo que está haciendo merecería la pena y acabaría por ser mucho
más feliz. No me pregunten cómo sabrían todo esto; es mi ejemplo,
así que permítanme suponer que lo saben por el bien del argumento.
Entonces Silvia -q u e no tiene su grado de perspicacia respecto
a estas organizaciones ni en relación con su propia psicología- ha
presentado solicitudes para los tres puestos y se ha m archado unos
días de vacaciones, autorizándoles a que abran su correo mientras
está fuera y dejándoles un núm ero de teléfono de contacto en caso
de que tuviera que tomar alguna decisión. O curre que un día abren
una carta de la universidad A, otra de la B, y una más de la Agen­
cia de la Calidad del Sistema Universitario, cada una de las cuales
ofrece un puesto en sus respectivas organizaciones. Si desea acepta*
alguno, deberá llamar por teléfono en un plazo d e veinticuatro ho­
ras. Si no llama, se entenderá que rechaza el puesto y se le ofrecen*
a otra persona. Parece que Silvia tendrá que elegir entre estos tres
puestos.
A ustedes se les ocurre sin embargo que podrían hablar a su amiga
del contenido de las cartas de las universidades A y B, y sencillamente
no mencionar la carta de la Agencia de la Calidad del Sistema Um
versitario. Si hacen esto, ella estará tan emocionada con las ofertas
de las universidades Ay B que ni preguntará si hay alguna carta de la

loo
Agencia de la Calidad del Sistema Universitario. O am ará y aceptará
uno de los puestos de las universidades A o B, que -com o saben-
significará que cumple con sus obligaciones, hace algo que resulta
valiosamente positivo para su vida, y algo que en último término es
en su propio interés. Permítanme suponer que saben que no hay
forma de que se descubra nunca su ardid. Están entonces ante una
elección: preservar la libertad de su amiga para no hacer lo que sería
ideal, dejar de hacer lo que ella debería hacer, y no hacer lo mejor
para ella o privarla de libertad. ¿Qué deberían hacer?
La mayoría de las personas intuye que hay al menos algo que de­
cir a favor de que le hablen a su amiga de la carta de la Agencia de
la Calidad del Sistema Universitario, preservando así la posibilidad
de que elija hacer algo que no es ideal, lo que de hecho no debería
hacer, y lo que de hecho no es lo mejor para ella. ¿Por qué? Porque
tener este tipo de posibilidad es en sí un bien, es decir, un poder, aun
cuando ejercerlo no sea en realidad lo mejor para ella.
También resulta muy plausible suponer que el bien de este tipo
de libertad es directam ente proporcional a la importancia de la op­
ción que se tenga a mano. Para ver esto, supongan que en el mismo
día que abren las cartas de las universidades A y B, y la de la Agencia
de la Calidad del Sistema Universitario, abren también una carta diri­
gida a su amiga en la que le piden que llame en el plazo de veinticua­
tro horas si quiere evitar ser transferida automáticamente de la lista
de circulación de copias impresas de la revista Practical Tiddlywinker
a la lista de circulación de copias virtuales de la misma publicación.
Ocurre que saben que ella debería perm itir que la transfiriesen: la
copia virtual tiene un impacto m enor en el medioambiente. Pero
la diferencia es mínima, por tanto no constituye una cuestión moral
importante. ¿Se podría estar en contra de que decidiesen tomar una
decisión de parte de su amiga en este caso, no m encionando esta
carta? Yo creo que no. Privar a su amiga de la libertad de decidir si
continuar o no recibiendo copias impresas de Practical Tiddlywinker
no es privar de algo casi tan bueno como lo harían si la privasen
de la libertad de elegir qué carrera profesional seguir. Por tanto, la
libertad de elegir no llegar a ser perfectos y de optar entre cumplir
con nuestras obligaciones y no hacerlo (y no solo entre diferentes
modos de cumplir nuestras obligaciones) es en sí misma un bien

101
para nosotros y lo es en proporción a la importancia de la elección
ante la que estemos. Eso. cabría pensar, bien podría ser una razón
por la que Dios en su bondad absoluta elegiría darnos esta libertad
y ponernos en un mundo en el que afrontáramos elecciones que
fueran a m enudo mucho más importantes que la de optar por copias
impresas o virtuales de PrarJiml Tiddlywinker. Dejo esta reflexión a su
consideración por el momento; volveremos a ella más adelante en
otro capítulo.
De momento, basta con observar que gozamos de mayor libertad
si nuestra idea de que algo que queremos hacer no es lo m ejor que
podríamos hacer no nos priva de por sí de hacerlo; y disponemos
de mayor libertad si nuestra idea de que algo que queremos hacer
es algo que tenemos obligación de no hacer no nos priva de por si
de hacerlo. Gozar de esta libertad es para nosotros en sí un bien, un
poder, incluso aun cuando ejercer esta libertad para hacer algo que
no llega a ser perfecto constituya objetivamente un error (como lo
sería según el teísmo). De haber sabido con absoluta certeza que
gozaríamos de una vida eterna plenamente satisfactoria en presencia
de Dios tras la muerte, sería obvio para nosotros que fue un error sei
algo menos que perfectos; no se nos podría antojar como razonable y
conveniente «conservar» nuestros recursos dejando de hacer por los
demás todo lo que pudiésemos o pensar que podríamos obrar más
eficazmente en nuestro beneficio a costa de los demás5. Si hubiér.i
mos sabido estas cosas con absoluta certeza, consideraríamos inclina­
ciones naturales estas capacidades. Pero no sabemos estas cosas con
absoluta certeza y por eso es un poder para nosotros ser capaces de
elegir hacer aquello que sabemos que no llega a ser perfecto y es un
poder para nosotros ser capaces de elegir hacer aquello que sabemos
que no deberíamos hacer.
En este contexto, la pregunta clave es: ¿Es posible que alguna ve/
puedan considerarse estas capacidades como poderes más que como
inclinaciones naturales de Dios? Y la respuesta es «No».
Podemos verlo alterando el ejemplo en que se encuentran con
esas 500 libras que tan bien les vendrían. Permítanme suponer que
mientras reflexionan sobre si sería más razonable o no que devolví»-
sen el dinero a su legítimo dueño, reparan en que son solo estudian
tes a tiempo parcial. El resto del tiempo ocupan el difícil cargo

102
gobernador del Banco de Inglaterra. (Están realmente ocupados.)
Por su cumpleaños reciben un sorprendente regalo de tipo legisla­
tivo: el ministro de Hacienda les ha concedido por un día el dere­
cho a imprimir m oneda para sus propios fines. Feliz cumpleaños.
¿Seguiría siendo entonces razonable que se quedasen con el dinero
del profesor White? Seguro que no, si -com o he venido, suponien­
d o - deberían devolverlo, entonces ya no lo necesitan, se convierte
en algo verdaderamente poco razonable no hacer lo que deberían.
En otras palabras, la capacidad consciente y decidida de hacer lo
que sabemos que no deberíamos hacer es solo un poder de forma
verosímil, una capacidad que es bueno tener, cuando estamos en
una situación en que esperamos un resultado que creemos razona­
blemente que no alcanzaremos sin dejar de lado lo que la moralidad
nos dicta. La omnipotencia de Dios le garantiza ser capaz de conse­
guir lo que sea que desee sin alejarse de lo que dicta la moralidad6.
¿Y qué hay acerca de la posibilidad de abstenerse de hacer lo mejor
o lo mutuamente mejor que podamos por alguien? Una vez más,
esto solo puede considerarse un poder de forma verosímil cuando
estamos en una situación en la que es razonable que pensemos que
tenemos recursos finitos a nuestro alcance y que por tanto resulta
conveniente preservarlos para otros fines. Y de nuevo, Dios jamás
podría estar en tal situación. Por tanto, plantear la pregunta de si
tiene la capacidad para realizar una acción que por necesidad tiene
una buena razón para no realizar (es algo menos que moralmente
ideal) y que -al ser om nipotente- necesita no hacer para así generar
otro estado de las cosas que podría querer generar. En otras palabras,
es preguntar si tiene la capacidad de realizar una acción en general
irrazonable. Resulta obvio por tanto que responder a esta pregunta
«No», no supone de ninguna m anera retractarse de la afirmación de
que Dios es «todopoderoso»; tal capacidad siempre sería para él una
inclinación natural; nunca podría ser un poder.
Dado que no somos omnipotentes ni omniscientes, es bueno para
nosotros -u n p oder- que podamos elegir hacer algo diferente de
lo que pide la bondad absoluta. En nuestras relaciones con otras
criaturas podemos elegir hacer cosas que sabemos que no son lo
mejor que podríamos hacer por ellas y, es más, podemos optar por
hacer cosas que sabemos que sencillamente no son lo mejor que

103
podríamos hacer por los demás, pero que en realidad son cosas que
no deberíamos hacem os los unos a los otros. Dada su omnipotencia
y omnisciencia, es bueno para Dios -u n a falta de una inclinación
natural- que no pueda elegir hacer cualquier cosa que no sea lo que
dem anda la bondad absoluta. La falta de omnipotencia convierte
en imperfecta a nuestra libertad en el sentido de que solo podemos
hacer parte de lo que razonablemente podríamos querer hacer, pero
no obstante es una libertad poderosa en el sentido de que podemos
hacer al menos algo de lo que razonablemente deseamos hacer, in­
cluso cuando aquello que razonablemente deseamos hacer sabemos
que no llega a ser lo m ejor que podríamos hacer, e incluso algo que
sabemos que no deberíamos hacer. La libertad de Dios es absoluta
en tanto en cuanto puede hacer lo que desee, y p or tanto solo puede
hacer aquello que es absolutamente bondadoso para sus imperfectas
criaturas. Es posible que el poder corrompa, pero el poder absoluto
perfecciona, absolutamente7.
Pasemos a la última de las propiedades de mi lista de propiedades
esenciales: la necesidad.

Propiedad nueve: necesidad

Hay muchos tipos de necesidad. Está la necesidad conceptual/


lógica y matemática -si él es soltero, no puede estar casado; a todo
número le sigue otro núm ero-. Está lo que habitualmente se conoce
como necesidad metafísica -to d o lo que empieza a existir debe tenn
una causa-. Está la necesidad física -si se trataba de una partícula,
no podía haber viajado más rápido que la velocidad de la luz-. Esta
la necesidad moral -debes esforzarte por pagar tus deudas-. Está la
necesidad estética -hacia el IV acto, es imposible que Macbeth vuelva
a ser feliz nunca más-. Sin duda hay otras clases de necesidad. Cada
una utiliza un sentido de la necesidad -u n «deber», una «imposil»
lidad»-, pero en cada una es distinto. ¿Con qué sentido de la neo*
sidad consideran los teístas la existencia de Dios como necesaria!
Hay quien ha sostenido que la existencia de Dios es necesaria poi
lógica, que en realidad nos contradecimos -si bien quizá no resulte
obvio- si negamos la existencia de Dios. San Anselmo de Canierbui v

104
pensaba así y (como veremos en otro capítulo) esta idea constituye
la base de su argumento ontológico de la existencia de Dios. Hasta
es posible que extraigamos del pensamiento de Kant la idea de que
debemos ver la existencia de Dios como estéticamente necesaria.
Pero estas han sido opiniones minoritarias entre los teístas. La ma­
yoría de ellos han entendido la necesidad de la existencia de Dios
como una cierta forma de necesidad metafísica. Por desgracia, la
necesidad metafísica es difícil de dilucidar. Muchos filósofos coin­
ciden en que existe algo como la necesidad metafísica, pero no hay
consenso acerca de cómo interpretarla; hay diferentes sentidos de
la necesidad metafísica en la literatura y mucho desacuerdo sobre
cuál de ellos tiene sentido y cuál es el mejor. ¿Deberíamos coincidir
con la mayoría de los filósofos en que existe la necesidad metafísica?
Supongamos por un momento que es cierto que no hay necesida­
des metafísicas. No hay necesidades que no sean puram ente concep­
tuales, como las lógicas o matemáticas; físicas, como las afirmaciones
de las leyes científicas; morales, como las afirmaciones de principios
fundamentales del razonamiento práctico; estéticas, como los prin­
cipios relativos a la naturaleza de la tragedia; y así sucesivamente. ¿Es
meramente accidental que no haya necesidades metafísicas? ¿Podría
haber alguna? Si decimos «Sí, es posible que hayan existido nece­
sidades metafísicas», estamos afirmando que no es necesario que
no haya ninguna. Si decimos «No, no es posible que hayan existido
necesidades metafísicas», estamos afirmando que es necesario que
no haya ninguna. En cualquiera de los dos casos, estamos realizando
una afirmación que emplea una noción de necesidad. ¿Qué tipo de
necesidad estamos utilizando cuando afirmamos algo así? Es difícil
que resulte verosímil m antener que es una necesidad conceptual lo
que estamos usando: los que afirman que hay necesidades metafísicas
no parecen estar confundidos desde el punto de vista conceptual y
los que afirman que no las hay no creen estar limitándose a estable­
cer una relación conceptual, algo que podría situarse en la línea de
afirmaciones como «No hay solteros casados». Pero entonces será
aún menos plausible afirmar que se trata de una necesidad física:
el supuesto de que no haya necesidades metafísicas no parece ser
tampoco un hecho que pudiera situarse en línea con las leyes de la
naturaleza. Y resulta aún menos verosímil considerarla una necesidad

105
moral, estética o de cualquier otro tipo. Por tanto, debe ser una ne­
cesidad metafísica que no haya necesidades metafísicas o que podría
haber habido necesidades metafísicas aun cuando en realidad no
haya ninguna, pero cualquiera de estas dos últimas afirmaciones es
una clara contradicción. Así, deberíamos aceptar que hay necesida­
des metafísicas, aunque no estemos muy seguros de cómo dilucidar
la noción.
Sin embargo, habiendo afirmado que los teístas le dan el sentido
de metafíisicamente necesario a la descripción de la existencia de Dios
como necesaria y habiendo argumentado que deberíamos aceptar
una noción de necesidad metafísica, aun cuando no podamos dilu­
cidarla, no las tendremos todas con nosotros a la hora de interpretar
lo que significa la necesidad metafísica en el caso de Dios. Todos
coinciden en que la existencia de Dios es necesaria en el sentido de
que de ser cierto que hay un Dios, tal hecho no depende en modo
alguno de ningún otro hecho. (Más bien, cualquier otro hecho de­
pende de él.) Según el teísmo, este m undo podría no haber existido.
Ese pensamiento es el que prepara la mente para la religión. Desde
luego que podría estar equivocado, pero si se trata de un pensa­
miento acertado, se diría que debe mediar esta diferencia crucial
entre el mundo y Dios según la cual Dios puede responder al enigma
planteado por el mundo. Dios debe ser necesario en el sentido de
que es imposible que no hubiera existido. Por lo tanto, que Dios sea
metafísicamente necesario significa que su existencia no depende
en modo alguno de nada, y que es imposible que no exista. Como
digo, si bien todos los teístas coinciden en esto, hay cierto desacuerdo
acerca de cómo esta «independencia ontológica», esta propiedad
de «sería imposible que no existiera» se debe interpretar. Algunos
afirman que se trata de una necesidad lógica. La mayoría dice que
es una necesidad metafísica y, por motivos que explicaré con más
detalle al analizar los fallos del argumento ontológico a su debido
tiempo, creo que en esto debemos seguir la opinión mayoritariaH.
En resumen: Dios es absolutamente libre en que -en tre oLras co­
sas quizá- puede provocar que suceda lo que sea que desee, lo que
supone que debe ser absolutamente bondadoso, incapaz siempre
de hacer algo por sus criaturas que no sea la mejor acción posible
(siempre que exista una) o una de las acciones mejores mutuamente

106
(cuando quiera que haya dos o más igualmente buenas y ninguna de
rilas sea mejor que la otra). Solo porque somos algo menos que to­
dopoderosos u omniscientes, consideramos un poder para nosotros
poder ser menos que absolutamente bondadosos; la omnipotencia
y la omnisciencia de Dios completan su libertad, eliminando lo que
para él sería la inclinación natural de poder ser menos que absoluta­
mente bondadoso. La omnipotencia de Dios implica también que no
hay nada de lo que él dependa en modo alguno; p or tanto, en este
m itido es necesario. Las propiedades de la libertad absoluta, bondad
.disoluta y necesidad son coherentes y sustanciales también. Es más,
parecen además fluir de las propiedades que ya hemos tratado.

*
A medida que he hablado de las propiedades esenciales de Dios,
-><- habrán dado cuenta de que están bastante lejos de ser conceptual-
niente autónomas. Conforme avanzaba en mi lista de propiedades,
n i lugar de limitarme a dilucidar lo que los teístas entienden por
«•Mas propiedades, empecé por argum entar por qué Dios necesita
in ier estas propiedades, dadas las propiedades que ya había tratado.
Ii¡,n este capítulo, he m antenido que ser om nipotente y omnisciente
supone que Dios sea absolutamente libre; estas propiedades implican
i|ttr no hay nada que limite los actos de Dios (ningún poder externo
i|tt<- pueda superar a su voluntad y ninguna negligencia que pueda
desorientarla). Dada esta libertad absoluta, sostuve, no puede ser otra
i osa que absolutamente bondadoso, pues nunca tiene otro incentivo
■|iic hacer lo que sea absolutamente bueno; su omnipotencia supone
que puede cumplir con sus obligaciones y hacer lo mejor posible
para sus criaturas (siempre que exista esa posibilidad) o lo mejor
mutuamente posible (siempre que existan dos o más posibilidades
igualmente buenas y ninguna sea mejor que la otra); y su omnis-
i inicia que sabe lo que es lo mejor posible o lo mejor mutuamente
posible. Podría haber argumentado en la otra dirección: para ser
.disolutamente bondadoso, Dios debe ser omnipotente, de forma que
■innpre podrá hacer lo que es moralmente perfecto, y omnisciente,
de forma que siempre sabrá lo que hacer. Esto me habría llevado de
vurlia a la trascendencia y a la inmanencia. Para ser om nipotente y
omnisciente Dios no puede depender de nada -incluida ninguna

107
cosa física- para su conocimiento; ni nada físico puede escapar a su
control directo. Debe ser tanto trascendente como inm anente en el
espacio y el tiempo. La omnipotencia de Dios implica también que
todo dependa de él para existir y que su existencia no dependa de
nada, por lo que en este sentido él es necesario y, si lo es, de nuevo
debe ser eterno, no puede haber nada que haga que deje de existir
por lo que debe trascender el tiempo o formar parte de él, pero ne­
cesariamente debe ser eterno; las dos visiones que üenen los teístas
sobre la propiedad divina de la eternidad.
Así, de hecho, se podría decir que mi argum ento ha mostrado
que Dios solo tiene una propiedad esencial -s e r la persona más
perfecta que pueda hab er- y que las nueve propiedades de las que
he estado hablando son más bien meras facetas de esta propiedad
de la divinidad. Para interpretar de forma correcta lo que sería ser
la persona más perfecta que pueda existir, deberíamos ser capaces
de extraer todos los atributos esenciales que tradicionalm ente se
atribuyen a Dios. Se podría añadir a esta afirmación de que la na­
turaleza de la divinidad es unitaria, la afirmación de que también
es simple de por sí. Aunque espero que no sea así, me tem o que el
hecho de que respalde la idea de que la naturaleza de Dios es simple
y unitaria puede resultar más bien sorprendente. Si la naturaleza
divina es tan simple, ¿por qué la divido en nueve aspectos y empleo
tres capítulos en hablar de ella?
Que algo sea simple y unitario no significa que siempre vaya a
parecer unitario y simple cuando se lee en un libro o se escribe sobre
ello en él. Más bien, el tipo de simplicidad y unidad en cuestión es
como el asociado con la belleza en metamatemáticas.
Supongan que, en lugar de leer este libro, han optado por leer
una obra introductoria sobre el segundo teorema de la incomple-
titud de Gódel*, pues han oído que podría tener interesantes apli­
caciones en la filosofía de la mente. De modo que están sentados
con el libro frente a ustedes, leyendo a alguien que va analizando
el argumento paso a paso. Por desgracia, a pesar de la mejor de las

* £1 segundo teorema de la inconipletitud formulado por Kuri Gódel dice


así: «Ningún sistema consistente se puede usar para demostrarse a sí mismo-.
(N .d elT .)

108
voluntades del autor, todo les está resultando trem endam ente com­
plicado. Es como si todo el argum ento se ocultara tras una niebla,
<|ue solo de vez en cuando levantase y dejase ver la parte que resulta
ser la que está describiendo el autor en ese momento. Cuando le­
vanta, durante apenas un instante o dos, ven más clara esa parte del
argumento de la que está hablando el autor, pero incluso entonces
les parece extrañamente complicado; son capaces de discernir cómo
se relacionan sus partes entre sí, pero su función dentro de un todo
sigue pareciéndoles incomprensible. Cada vez que el autor avanza,
los detalles de la sección analizada previamente se confunden con
lo ya retenido y, cuando la niebla se levanta y deja ver la sección
siguiente, se ha cerrado completamente sobre la anterior. Están a
punto de abandonar y volver a mi libro; aunque fuera tan poco útil
como este, piensan. De pronto -sin em bargo- tal vez como resultado
de un comentario al azar, un ejemplo o analogía que utilice el autor,
o quizá sin razón aparente alguna, la niebla se levanta y deja ver
iodo. Se hacen visibles -quizá solo por un m om ento- los perfiles de
la totalidad del argumento en su imaginación y todo el argumento
lunciona claramente. Pueden ver, si bien con perspectiva impresio­
nista, cómo las partes que se les antojaban extrañam ente complica­
das al considerarse por separado, forman de hecho una estructura
Himple cuando hacen aquello que previamente no podían lograr,
pensar en ellas como un todo. Al centrarse de nuevo en una parte
del argumento, el resto se nubla otra vez, pero ahora son conscientes
de que han visto el conjunto, aunque de forma imperfecta y fugaz, y
que como un conjunto se trata de hecho de algo simple -tal y como
el autor insistía en decirles.
La concepción teística de Dios es la concepción de un ser cuya
esencia es simple y unitaria. Los tres primeros capítulos de este libro
lian sido un argum ento llevado al extrem o de hacemos creer que es
solo la comprensión parcial a la que nos conducen nuestras mentes
linitas lo que introduce complejidades aparentes, que requieren el
ii | m> de filosofía de la religión que he asumido en esos capítulos,
<-l tipo de filosofía de la religión que divide de forma artificial esta
naturaleza divina en partes más razonables; evita de la mejor forma
cualquier confusión que podamos tener acerca del concepto de estas
partes; y luego trata de volverlas a unir, cabe esperar, permitiéndonos

109
con ello contemplarlas como facetas de la única y simple propiedad:
la divinidad; permitiéndonos ver con claridad la afirmación central
del teísmo de que hay un Dios, y entender que esta afirmación es,
en sí, una afirmación coherente, sustancial y simple. Bien, como
digo, esto es lo que he estado tratando de hacer en los tres primeros
capítulos. En su mano está juzgar el éxito de mi empresa. Ahora me
toca avanzar.

no
4

C reador del m undo, creador de valor

Recordarán que además de coincidir sobre las propiedades esen­


ciales de Dios, los teístas también están de acuerdo en que tiene
estas propiedades accidentales: tiene la propiedad de ser creador
del mundo, es decir, creador del universo físico (esto es, el universo
físico más cualquier objeto no físico -distintos de é l- que puedan
existir, como por ejemplo almas o ángeles, de haberlos); tiene la
propiedad de ser creador de valor para nosotros; tiene la propiedad
de habérsenos revelado; y tiene la propiedad de habernos ofrecido
vida eterna'. Los teístas ven estas propiedades como propiedades
accidentales de Dios en virtud de la propiedad esencial de Dios que
es su libertad absoluta: Dios podría haber optado por no crear un
mundo, y haberse quedado en su lugar como lo único existente, si
Ilien, en puridad, aún habría creado todo lo que no fuera él mismo.
IVro de no haber creado un mundo, no habría habido nadie para
ipiicn poder generar valor, por lo que no habría tenido la propiedad
•le ser el creador de valor; no habría existido nadie a quien revelarse,
|M»r lo que no habría podido tener la propiedad de ser un revelador;
v no habría habido nadie a quien ofrecer vida eterna, p o r lo que no
habría podido poseer la propiedad de poder ofrecer vida eterna. A
pesar de su condición de accidentales, todos los teístas coinciden
i*n que Dios tiene estas cuatro propiedades, y en este capítulo y en
el siguiente voy a hablar de cada una de ellas, explicando lo que
«|iiicren decir los teístas cuando atribuyen a Dios estas propiedades
v demostrando por qué no resulta casual que todos los teístas estén
ilc acuerdo en atribuírselas. En este capítulo, hablaré de Dios como
• teador del m undo natural y de los valores que en él se encuentran.
I ti el capítulo siguiente, pasaré a tratar la cuestión de Dios como un
»ei que revela y ofrece vida eterna.

111
Propiedad diez: creador del m undo

Los teístas ven a Dios como el creador del mundo. La visión tradi­
cional teística -p o r oposición a la deística- es que Dios no se limitó
a crear el m undo en el sentido de ponerlo en marcha, como alguien
podría crear un espectáculo de fuegos artificiales encendiendo la me­
cha azul y retirándose a continuación. Más bien, Dios crea el m undo
en el sentido de m antener su existencia a cada momento, y no como
alguien que podría crear una danza moviendo el cuerpo. De hecho,
si es correcta mi afirmación de que el m undo es el cuerpo de Dios, la
analogía de la danza es muy próxima. La importancia de la creación
no reside únicamente en el hecho de que de no existir el m undo no
se habría puesto en marcha. Él es aquello sin lo que el m undo -in ­
cluso de haber empezado sin él (algo imposible para el teísmo) o de
haber estado siempre ahí (algo que no es así según sugieren todos los
cienuTicos)- no podría seguir exisdendo. La existencia y el carácter
del mundo, tal y como lo expresan las leyes de la naturaleza que rigen
el comportamiento de sus elementos, dependen en úlüma instan­
cia de la voluntad de Dios. De haber querido Dios que no existíera
ningún universo, ninguno habría existido; si Dios hubiera querido
que exisüera en su lugar un universo gobernado por diferentes leyes
naturales, ese universo habría existído.
Para el teísmo, en tanto que Dios es metafísicamente necesario,
en virtud de la omnipotencia de Dios, lodo lo demás debe ser melar
físicamente contingente. La propiedad de la creación simplemente
establece la relación que se extrae por tanto entre Dios (si es que
existe) y cualquier otra cosa que pueda existir. Utilizo aquí el con­
cepto de creación en un sentido bastante más restringido del que
tendría en su uso cotidiano, un sentido que bien podría entenderse
mediante la frase «creación legítima»2. Que X sea el legítimo crear
dor de Y significa que la existencia y el carácter legítimos de Y de­
penden de X y de nada más. Por tanto, se necesita más para que X
sea el legítimo creador de Y que para que la existencia y el carácter
de Y dependan sencillamente de X. Nuestra existencia depende de
nuestros padres y también (en gran medida p or los genes y, en la
mayoría de los casos, p o r educación) de nuestro carácter. Pero, a
su vez, la existencia y el carácter de nuestros padres dependen de

112
un buen núm ero de factores, como nuestros abuelos entre otros.
Así las cosas, podríamos calificar a nuestros padres de «creadores
ilegítimos»; nuestros abuelos también fueron creadores ilegítimos,
si bien obviamente eran más legítimos que nuestros padres -la exis­
tencia de nuestros padres dependía de nuestros abuelos, pero nues­
tros abuelos no dependían de forma similar de nuestros padres-.
I)ada la omnipotencia de Dios, la existencia y carácter de cualquier
creador ilegítimo deben depender legítimamente de Dios, y más
en concreto los poderes «creadores» qué él o ella puedan tener; y,
por tanto, nada se crea verdaderamente a través de nada que no sea
Dios, en el sentido de que su existencia y carácter no dependen más
legítimamente de nada que no sea Dios. La existencia y el carácter
ríe Dios mismo, en virtud de su omnipotencia, no dependen de
nada; con mayor razón, su existencia y carácter no dependen más
definitivamente de ninguna otra cosa.
Habida cuenta de la omnipotencia de Dios, la existencia y el carác­
ter de todo lo que no sea Dios deben depender en último término de
su voluntad; por tanto, debe ser el verdadero creador de todo lo que
no sea él. Que Dios sea un creador en este sentido es una propiedad
accidental de Dios en tanto que Dios no necesita haber creado nada,
y de no haberlo hecho él habría sido la única cosa existente y, así,
nada que existiera hubiera tenido la propiedad de la dependencia
ontológica de ser -e n ningún sentido- una creación. Pero, para el
leísmo, de existir algo que no sea Dios, debe tener la propiedad de
ser en último térm ino ontológicamente dependiente de él (por su
propiedad esencial de la omnipotencia).
Por lo tanto, no es casualidad que todos los teístas crean que Dios
tiene la propiedad de ser creador aunque se trate de una propiedad
accidental. Dado que hay un Dios (que es om nipotente), es lógica­
mente necesario que todo lo demás que exista lo haya creado en úl­
timo término él, si bien dado que hay un Dios (que es absolutamente
libre) no es lógicamente necesario que exista algo más.
Del mismo m odo que vivimos en un m undo del que descubri­
mos a través de la observación y experimentación que se rige por
l<7 es naturales, también vivimos en un m undo en que descubrimos,
mediante una clase bastante diferente de observación y experimen­
tación, que ciertas cosas son buenas para nosotros y otras son malas

113
y que habida cuenta de esto estamos obligados a seguir varios princi­
pios de conducta. Desde luego, no todo filósofo cree que exista este
tipo de valor objetivo (ni que se pueda acceder a él de esta manera),
pero prácticamente todos los que no son filósofos lo creen y, en mi
opinión, creemos que están en lo cierto. Los teístas dicen que Dios
es absolutamente bueno, que cumple a la perfección el ideal moral
que estas observaciones y experimentaciones nos revelan de forma
más o menos precisa. Por tanto, ¿deberían afirmar los teístas que la
existencia y el carácter de estos principios morales, como las leyes de
la naturaleza, dependen en último térm ino de la voluntad creadora
de Dios, y que cumple a la perfección un ideal que él mismo ha
creado? ¿O deberían afirmar que la existencia y el carácter de estos
principios morales no dependen en último término de su voluntad
creadora, y que cumple a la perfección un estándar que él no ha
creado? La mayoría de los teístas se inclinan por lo primero, y a mi
juicio aciertan al hacerlo así.

Propiedad once: creador d e valor

Vivimos en un m undo en el que algunas acciones, objetos y cir­


cunstancias son más valiosas que otras, y son valiosas de forma dife­
rente. El yerno de Mussolini escribió una vez algo un tanto sentido
acerca de la belleza de una bomba explotando en medio de una
multitud de etíopes; y El triunfo de la voluntad tiene sus momentos de
grandeza. Pero sean cuales sean los méritos estéticos o artísticos de
estas cosas, ninguna revela valor moral alguno; más bien lo ensom­
brecen. La madre Teresa -aunque seguro que cometió errores- fue
quizá la persona más grande de nuestra época, desde el punto de
vista moral. Pero no era tan guapa como cualquiera de entre unas
cuantas actrices de Hollywood. Puede que la belleza sea un símbolo
de la bondad, pero no es lo mismo o no tiene el mismo alcance. Por
tanto, existe el valor moral y el valor estético; a veces se dan al mismo
tiempo y a veces no.
Dentro de los distintos ámbitos del valor moral y del estético, hay
también diferentes ejes de apreciación. Sentar a nuestro hijo en la
rodilla y leerle algo es una cosa bonita; abrazar por los hombros a un

114
adulto incrédulo y decirle que su hijo o su hija han fallecido y que
los médicos querrían disponer de sus órganos para salvar las vidas
de otros no es algo que resulte agradable. Las dos acciones podrían
ser moralmente igual de buenas, pero de ser así serían moralmente
igual de buenas por muy diferentes modvos. Esto nos lo dice (aunque
no lo provoca) el hecho de que lo natural sería (y debería ser) que
disfrutásemos contándole un cuento a nuestro hijo; no sería natural
(y no debería serlo) disfrutar dándole a alguien malas noticias, por
muy importante que pueda ser para esa persona saberlas. La Mona
Usa es hermosa; Tres estudios para figuras al pie de una crucifixión de
lú ancis Bacon es absorbente. Tal vez las dos obras tengan el mismo
valor estético, pero en cualquier caso el valor que tienen no se origi­
na igual; el trabajo de Leonardo tiene valor estético en parte por lo
sereno de su belleza; el valor estético de la obra de Bacon proviene
n i cierto modo de su terrorífica fealdad. Lo natural podría ser (y
debería ser) disfrutar admirando el cuadro de Leonardo; no creería­
mos que alguien que afirmara haber disfrutado adm irando la obra
de Bacon la hubiera visto de verdad.
Por lo tanto, vivimos en un m undo en el que hay numerosos,
i nmplejos y muy diferentes tipos de valores asociados a acciones,
objetos y circunstancias. Si reflexionamos sobre esto puede que estos
hechos axiológicos se nos antojen extraños en al menos un sentido:
los citados hechos axiológicos no pueden medirse o probarse de la
misma m anera en que se miden y ponen a prueba los hechos con los
que habitualmente trabajan los científicos. Por supuesto, la misma
i ellexión puede llevamos a lo contrario, tal y como era en principio.
■Acaso no es extraño que hechos como los que manejan los científi-
«os se puedan medir y probar mediante los medios que habilualmen-
ir utilizan, y no se pueda hacer lo mismo con los hechos axiológicos
i los que estamos expuestos de forma igualmente directa? Al señalar
las diferencias entre hechos axiológicos y hechos científicos, yo me
inclino más por calificar de «extraños» a los hechos científicos que a
ni condición de hechos axiológicos. Pero soy yo el que soy bastante
i.iro en este aspecto. Tras reflexionar, la mayoría de las personas
iirude a pensar que los extraños son los hechos axiológicos y, por
muy raros o no que puedan parecer, es natural plantearse la pregunta
"tbre ellos: ¿de dónde provienen?

115
Según los teístas, la respuesta última a esta pregunta es Dios. No
debería sorprendemos; de acuerdo con los teístas, Dios es la respues­
ta última a cualquier pregunta. Me viene a la memoria la historia de
la lección de la escuela dominical en que la profesora pregunta a su
clase lo que ella cree que es una pregunta sencilla, pero los alumnos
parecen cada vez más confundidos a medida que ella intenta hacer
más obvia la respuesta para ellos:

-¿Quién es el que todas las mañanas reparte las cartas en vuestras ca­
sas? Vamos, seguro que lo sabéis. La persona que cada mañana recorre
el sendero de vuestros jardines y deposita el correo en vuestros buzones.
Supongamos que es un hombre. De m odo que es un hombre que os lleva el
correo. ¿Es un...? Pensadlo. Si fuera un hombre que solo repartiera el co­
rreo, podríamos llamarle el «Hombre del conreo», pero lo que más reparte
son cartas así que le llamamos el...
Por fin, un niño levanta la mano.
-S í, Juanito, ¿lo sabes?
Juanito responde vacilante:
-Verá, señora, estamos en la escuela dominical así que sé que la res­
puesta tiene que ser Jesús, pero para mí que ese hombre tiene que ser por
narices el cartero*.

Además de ser el creador de hechos como esos con los que tra­
bajan los científicos en el sentido de que de no querer Dios que
fuera así, ninguna de las leyes naturales que descubren los científicos
serían como son, Dios es también el creador de hechos axiológicos
en el sentido de que de no quererlo así, ninguno de los principios
morales que creemos deberían regir nuestras vidas serían como son;
como tampoco lo sería ningún hecho estético. Sin Dios, nada sería
bueno o malo, bello o feo, divertido o sin gracia. Si desde el punto
de vista estilístico resulta inconveniente por mi parte que interrumpa
una discusión filosófica acerca de la relación de Dios con el valor,

* El Postm an inglés es nuestro «cartero», y la traducción literal del término que


inventa la profesora de esta historia, Letlerm an, para dar pistas a sus alumnos sería
la misma. He variado ligeramente la historia para tratar de preservar su sentido
original. (N. delT.)

116
metiendo por medio un chiste más bien ingenuo de una lección en
la escuela dominical, es porque Dios lo hizo posible así también. Una
visión bien sencilla. Del mismo modo que mediante su voluntad crea­
dora Dios genera las leyes naturales que rigen cómo se comportan
los átomos y similares, también en virtud de su voluntad creadora
ha establecido los principios que rigen de qué diferentes formas es
bueno que se comporten las personas.
Pero esta visión parece generar un problema. Parece implicar
que de haber sido diferente la voluntad de Dios (y no puede haber
principio preexistente alguno que asegure que no lo sería), podría
haber repartido los valores de forma distinta a la que vemos que
están repartidos en realidad. Pero se diría que de ser cierto eso
podría haber hecho que nuestro m undo fuese un m undo en que
torturar a cachorritos de Labrador conectándolos a los cables de
la batería del coche fuese m oralm ente obligatorio. Sin influir en
ningún otro hecho, sim plem ente podría haber elim inado la pro­
piedad de maldad moral de la tortura a los cachorros y haberla
reem plazado por la propiedad de bondad moral. Podría haber
convertido Macbeth en una encantadora com edia costumbrista, sal­
vo por la escena de Buller, que se habría convertido en, pongamos
por caso, un análisis sincero y formal del alcoholismo en las clases
trabajadoras escocesas. Dejando tal cual todos los diálogos y acota­
ciones escénicas, podría haber elim inado la propiedad de ser una
tragedia y sustituirla por la de ser una comedia costumbrista. Y estos
tipos de consecuencias de la visión no son lo bastante convincentes
como para constituir un motivo suficiente para rechazarla. Solo
podemos entender que no es posible un m undo en que la tortura
a los cachorritos sea buena ni Macbeth sea una comedia costumbris­
ta. Por tanto, no podemos entender a Dios con tal relación con el
valor que implique que podría llegar a crear un m undo como ese.
En cualquier caso, eso se suele presentar como una razón para re­
chazar la visión de que Dios crea todo el valor, la visión que estoy
anticipando.
O tra supuesta razón para rechazar la visión que estoy anticipan­
do es que la propiedad de tener buena voluntad, por esto mismo,
equivale sencillamente a la propiedad de ser como Dios quiere que
seamos, por lo que la afirmación de que Dios tiene buena voluntad

117
pasa a convertirse en la afirmación de que Dios es como él quiere
ser, lo cual no parece ser un hecho sustancial suficiente como para
motivar que se le alabe. El mismo argum ento cabe para el valor
estético. De acuerdo con una propiedad que he mencionado y en
la que aún debo profundizar, que Dios nos ofrece vida eterna, los
teístas están obligados a pensar que algunos de nosotros estamos
destinados al menos a disfrutar una eternidad de dicha en su presen­
cia, recogiendo así lo que la teología cristiana suele llamar «la visión
beatífica» (aunque la misma idea recibe diferentes nombres en las
tradiciones del judaismo y del islam); la idea es que tras la muerte
veremos a Dios «cara a cara». Se supone que la visión beatífica es de
una belleza suprema en un sentido que si no es literalmente igual al
que podríamos usar para describir a una actriz de Hollywood, sí pre­
senta cuando menos bastante analogía con él. De hecho, es la única
manera de que la promesa de la visión beatífica sea motivo de total
esperanza en lugar de -al menos en parte- resignación. Deberíamos
esperarla con impaciencia como algo que nos deslumbrará con su
belleza, en lugar de tratar la perspectiva de la misma con estética
indiferencia. Pero si Dios crea lo que es hermoso mediante actos
arbitrarios de su voluntad, entonces la afirmación de que él mismo
nos parecerá hermoso cuando lo veamos en el cielo equivale a la
afirmación de que la visión beatífica será respecto a Dios lo que él
quiera que sea, lo que de nuevo parece necesariamente cierto y por
tanto difícilmente puede ser un motivo para que adoptemos actitud
concreta alguna hacia ello.
Estas dos inquietudes han sido suficientes como para alejar a
muchos filósofos de la religión de la teoría que la mayoría de los
teístas se sienten atraídos a aceptar espontáneam ente, que Dios
crea valor. ¿Es eso lo que deberían haber hecho? Analicemos la al­
ternativa obvia, que las cosas son buenas o malas, hermosas o feas,
independientem ente de la voluntad de Dios. Esto parece aún peor.
Si tenemos eso en cuenta, Dios no es la fuente de todo el valor y por
tanto no podemos considerar que todas las demás cosas dependan
de él. De acuerdo con esta visión, hay algo -d e hecho ese algo que
imagino de importancia prim ordial- que es independiente de él:
valor. El valor es ontológicamente anterior a Dios; no todo lo que
no sea Dios depende de su voluntad; y así «Dios» no es la respuesta

118
última a todas las preguntas. Si seguimos con la tendencia natu­
ral a preguntar «¿De dónde proceden estos valores?», la respuesta
no será «Dios», tendrá que ser otra, algo que en cierto sentido es
tnás definitivo que Dios y postular algo más definitivo que Dios es
sencillamente incom patible con el teísmo. Decir que no vienen
de ninguna parte, que también son definitivos, es postular algo
lan definitivo como Dios, lo que de nuevo parece sencillamente
incompatible con el teísmo. Ahora bien, esta aparente franca in­
compatibilidad no resulta fatal para la visión en tanto en cuanto
i|iie, si resultase que existiera un Dios con todas las propiedades
esenciales que hemos analizado hasta ahora, pero que de hecho
i i o crease verdades morales fundamentales, esto no sería -a l pare­
cer- razón suficiente para negar que sea Dios; seguiría teniendo
todas las propiedades esenciales, después de todo. Y p or tanto,
esta solución al problem a no parece, si lo pensamos, vedada para
los teístas. No obstante, volvamos a la visión que sugiero deberían
seguir los teístas, que Dios crea valor, y centrém onos en la creación
de valor moral por parte de Dios. Lo que estoy apuntando podría
.iplicarse, mutatis mutandis, al valor estético y de hecho a cualquier
.imbito de valor que creamos que exista, pero resulta más claro al
encauzar las cuestiones m ediante experimentación mental si nos
<uncen tramos en el valor moral.

*
Algunas cosas de las que decimos que son buenas o malas sa­
ltemos que lo son simplemente por la naturaleza de los conceptos
por las que las reconocemos -sufrim iento, por ejem plo-. Siempre
que hay sufrimiento -ya sea en personas, seres humanos que no
-.un personas o animales que no son seres hum anos- es algo malo.
No lo llamaríamos sufrimiento si no lo fuera. Su maldad surge por
necesidad conceptual simplemente en virtud de su condición de
in(cimiento. Provocar sufrimiento podría no ser lo peor que alguien
podría hacerle a otra persona. Si a alguien le beneficiara mucho
que se le contase una dolorosa verdad, contarle dicha verdad sería
lo mejor que se puede hacer, pero conocer esta verdad implicaría su
oiitrimiento, por lo que sería en sí un aspecto negativo de aquello que
ci.i lo mejor que se podía hacer. En tales circunstancias, deberíamos

119
«atenuar el golpe» pero sin dejar de decir la verdad. Algunas cosas son
buenas o malas para las personas como una necesidad conceptual que
proviene del hecho de ser personas. La esencia del carácter personal,
como hemos visto, implica tener creencias, y el concepto de creencia
necesita que las personas quieran creencias verdaderas. Por necesidad
conceptual, no podemos empezar a adquirir creencias a menos que
pensemos que las adquirimos de un modo que hace que sea más p ro ­
bable que sean verdaderas que falsas, porque las creencias son sola­
mente esas ocurrencias mentales que tomamos por representaciones
verdaderas del mundo. Por tanto, no es un rasgo accidental desde la
perspectiva de la lógica que las personas aspiremos a tener creencias
verdaderas. No podemos por menos que pensar que las creencias
verdaderas son buenas para las personas. Si esto es así, debemos pen­
sar que necesariamente siempre es malo en sí mismo m entir a las
personas, por ejemplo, tratar de hacer que las personas tengan falsas
creencias. Es posible que mentir a alguien no sea siempre lo peor que
se pueda hacer. Si alguien llama a nuestra puerta preguntando por el
paradero de una persona a la que sabemos que quieren matar y de la
que sabemos que está escondida en el ático, mentir a este presunto
asesino podría ser la mejor de las opciones de que disponemos. Pero
en sí sería malo; lo ideal sería que tuviéramos el poder de decirle la
verdad al presunto asesino, y a pesar de ello lograr convencerlo para
que no cometiera el asesinato. Si mentimos a alguien, entonces, en
ese aspecto de nuestra relación con él o ella, no estamos respetando
por completo su carácter personal; al engañar a alguien, estamos ha­
ciendo algo que en sí mismo frustra el esplendor que conlleva el mero
hecho de ser una persona, y esto es de por sí necesariamente malo.
De modo que podemos proponer conceptos aplicables a cosas que
por necesidad conceptual son malas. Un ejemplo sería el sufrimiento.
Podemos proponer conceptos aplicables a cosas que por necesidad
conceptual son malas para las personas: mentir, asesinar, violar y ro­
barles serían algunos ejemplos. La maldad (o la maldad para las per­
sonas) es parte del contenido de estos conceptos de la misma forma
que la masculinidad es parte del concepto de misoginia*. Las cosas

* En el original se utiliza el término bachrUrrhood cuya traducción correcta al


español sería «soltería», pero dado que bachelorhood es un término que se refiere

120
que ilustran estos conceptos son desde el punto de vista de la lógica
necesariamente malas para las personas y por tanto son malas para las
personas en cualquier universo en que estos conceptos las denoten,
de igual modo que las cosas que ilustran el concepto de soltero son
por necesidad lógica masculinas en cualquier universo en que este
concepto las denote. Ni siquiera Dios puede crear un universo en que
las cosas que denotan estos conceptos sean buenas para las personas,
por la misma razón que ni siquiera él podría crear un universo en
que las personas que denota el concepto de soltero sean mujeres.
Pero al igual que estos tipos de conceptos morales, algunos con­
ceptos denotan cosas que son malas para las personas por rasgos
accidentales que resulta tienen las personas -d e forma universal,
aunque no esencial-. A decir verdad, todo el m undo tiene la pro­
piedad de sufrir terriblemente si les atraviesa el cuerpo una gran
cantidad de electricidad; siendo así, es una verdad universal que es
malo hacer pasar tal cantidad de electricidad a través de las personas.
En penúltimo lugar, algunas cosas son malas para la gente por rasgos
accidentales que pueden tener no de forma universal (ni esencial
con mayor motivo). Es necesario que sea de por sí malo hacer que la
gente se sienta a disgusto (eso es lo que significa «sentirse a disgusto»
-u n estado negativo, es decir, malo-), pero, por ejemplo, resulta alea­
torio y muy variable establecer qué formas de saludar a las personas
les hacen sentir a disgusto. Lo que sorprende a la gente como una
forma demasiado familiar de saludar depende de la cultura y de las
circunstancias. Una sociedad podría crear el código por el que besar
a alguien en los labios fuese una forma inaceptable de saludarle si
no se le conoce de nada; otra podría establecer un código según el
cual fuese aceptable, si bien sería preferible un apretón de manos.
Estas que se conocen a veces como «moralidades menores» son solo
objetivas en m enor medida que lo que he esbozado anteriormente al
analizar el objetivismo: son independientes de las creencias o actitu­
des de alguien, pero no de las creencias o actitudes de todos. Como
tales, las moralidades menores varían con el tiempo, el contexto y la

exclusivamente a la soltería de los hombres, he optado por utilizar el término es­


pañol (relacionado en cierto modo) «misoginia» para no perder el sentido de la
frase. (N.ddT.)

121
cultura. Por último, hay cuestiones de preferencia personal. A decir
verdad, prefiero pasear por el campo relajado y sin prisas a salir a
correr. Así, sería mejor para mí si hubiera un grupo cuya compañía
estaría en cierto modo obligado socialmente a buscar para converger
en el plan de pasar la tarde dando un paseo corto y tranquilo (de
ser posible hasta el pub para tomar una cerveza), en lugar de pasar
la tarde corriendo hasta un gimnasio a varios kilómetros para tomar
agua mineral. (Para que este ejemplo funcione, uno debe relegar al
fondo de su mente los beneficios relativos que correr y beber agua
mineral aportan a mi salud, algo que a mi pesar me resulta relativa­
mente sencillo hacer.)
He sostenido que (con la salvedad relativa a «moralidades meno­
res» y cuestiones de preferencias personales que acabo de plantear)
concebimos como verdaderas o falsas afirmaciones éticas sobre el
m undo independientem ente de hechos sobre personas como los
organismos biológicos que casualmente resulten ser. Y dado que para
el teísmo las personas existen como los organismos biológicos que car
sualmente resultan ser únicamente por la voluntad creadora de Dios,
entonces, para el teísmo, cualquier afirmación ética con fundamento
(por ejemplo, una que se sirva de un concepto moral para decir algo
sobre el mundo en lugar de decir algo sobre sí misma) depende para
ser verdad de la voluntad de Dios. Por ejemplo, la verdad de la afir­
mación expresada mediante la frase «Si existen organismos con una
consütución tal que pasar a través de sus cuerpos una determinada
corriente eléctrica les causa sufrimiento, entonces es de por sí malo
pasar dicha corriente eléctrica a través de sus cuerpos» no depende
de la voluntad de Dios, pero esta independencia no restringe la so­
beranía de Dios, es simplemente una verdad conceptual generada
a partir del hecho de que sufrir es por definición algo que de por sí
es malo. Que sea verdad el antecedente de este condicionamiento
(«existen organismos con una constitución tal que pasar a través
de sus cuerpos una determinada corriente eléctrica les causa sufri­
miento») depende de la voluntad de Dios (él es enteram ente libre
de crear o no tales criaturas). Por tanto, todas las verdades morales
fundamentales (por oposición a las necesidades conceptuales de esta
forma hipotética) dependen de la voluntad de Dios al crear. Una
analogía nos ayudará a unir estos dos aspectos.

122
*
Imaginemos que estamos inventando un juego de mesa. Supo­
niendo que ya hayamos hecho las fíchas y el tablero, todavía nos
quedará tom ar decisiones acerca de las reglas del juego. Se pueden
utilizar las mismas fichas y el tablero para varios juegos distintos. Sin
embargo, si ya hemos hecho las fichas y el tablero, las reglas entre
las que podemos elegir estarán en cierto m odo limitadas p or el tipo
de fichas y tablero creados. Por ejemplo, suponiendo que solo haya­
mos hecho cuatro fichas, no podremos escoger la regla «Debe haber
como mínimo seis jugadores, cada uno de los cuales debe empezar
con una ficha distinta». Es una consecuencia lógica, y no casual, del
número de fichas que hemos escogido hacer de forma aleatoria. Es
lógicamente necesario que si solo hay cuatro fichas, seis personas no
puedan tener una distinta cada una. Q ue solo haya cuatro fichas es
casual. El modelo del tablero restringirá igualmente nuestra elección
de las reglas. Si al crear nuestro juego partimos de cero, sin fichas
ni tablero aún, entonces los únicos principios que nos limitarán se­
rán lo que p o d rá n llamarse «simples principios de la lógica» —por
ejemplo, que hacer trampas no puede ser una forma aceptable de
ganar- y estos principios, como he sugerido, no se consideran limi­
taciones en absoluto.
I.o mismo ocurrió con la creación de la moralidad por parte de
I >¡os. Antes de la creación de los humanos y el universo, las fichas
del tablero, si asumimos en aras de la simplicidad (algo que es falso)
(|ue no hay personas que no sean humanas ni animales que cuenten
moralmente, los únicos principios que le limitaron en la moralidad
que pudo crear fueron los «simples principios de la lógica», es decir,
no estaba limitado en absoluto. No podía crear un m undo en el que
el sufrimiento atroz fuera bueno, pero eso es porque es imposible
desde el punto de vista lógico que el sufrimiento atroz lo sea. Crear
a las personas como humanos, con la fisiología que accidentalmente
tienen, implicaba que pasar una determinada corriente eléctrica a
II avés de sus cuerpos sería siempre de por sí algo malo pues siempre
produciría un terrible sufrimiento (dejando de lado los milagros
que vulneran las leyes naturales), lo que por necesidad conceptual
es algo malo. Al crear a las personas como humanas estaba creando
el hecho de que es malo pasar una gran corriente eléctrica a través

123
de ellos. Esto es algo análogo a inventar un juego con un núm ero
determ inado de fichas o un tipo de tablero que limita las reglas que
se puedan elegir en tanto que se trata de una consecuencia lógica
necesaria de un hecho aleatorio. (Es lógicamente necesario que si
al pasar una determinada cantidad de corriente eléctrica a través del
cuerpo de las personas, les causa un terrible sufrimiento, sea de por sí
malo pasar dicha cantidad de corriente eléctrica a través del cuerpo
de las personas.) En lo que respecta a las moralidades menores del
universo que crea, Dios ocupa el lugar del inventor del juego que
ha creado las fichas y el tablero y luego puede elegir entre una serie
de diferentes reglas. Por tanto, en caso de quererlo así, podría hacer
que fuera obligatorio para los seres humanos besar o dar la mano
en distintas ocasiones, sin que ello supusiera realizar milagros que
vulnerasen las leyes naturales o afectase en absoluto a la naturaleza
humana.
Nos encontramos en situación de considerar desencaminada la
objeción que afirma que concebir las verdades morales de Dios como
parte de su creación implica que Dios podría hacer que torturar a
cachorros fuera algo bueno. La idea no implica esto. La tortura es
mala por necesidad lógica y por ello ni Dios mismo podría hacer que
fuera buena. Cualquier cosa que logremos abstraer del concepto
tortura debe ser algo malo, de la misma manera que cualquier cosa
que logremos abstraer del concepto soltero debe ser algo masculino.
Sostener que afirmamos que Dios podría convertir la tortura en algo
bueno sería como sostener que afirmamos que podría convertir a
una mujer en soltero. Ciertamente Dios podría haber hecho o podría
todavía hacer que fuera bueno pasar una corriente eléctrica de una
cierta intensidad -u n a intensidad que en realidad siempre ha causa­
do y causará una agonía insoportable a cualquier criatura- a través
del cuerpo de un cachorro. De haber creado Dios a los cachorros
con una estructura biológica diferente o si ahora modifica sus pro­
piedades biológicas mediante algún tipo de milagro que vulnere las
leyes de la naturaleza, atravesar sus cuerpos con una gran corriente
eléctrica habría sido o podría haber sido algo bueno, moralmente
aceptable, o hasta obligatorio. Pero entonces ya no se trataría de tor­
tura. No hay nada de ilógico en todo esto. Después de todo, un mago
puede hacer que «cortar a una dama por la mitad» sea algo bueno,

124
moralmente aceptable, u obligatorio (suponiendo que haya firmado
libremente un contrato para «cortar por la mitad a una dama» como
|>arte de su número) si puede hacer que no tenga las consecuencias
que normalmente se esperaría tuviera algo así en los humanos. (Des­
de luego que literalmente no podría hacer que cortar por la mitad a
lina dama no tuviera estas consecuencias, que es por lo que he necesi­
tado incluir las amenazadoras aclaraciones; para hacerlo, tendría que
ser de verdad un mago.) No es casualidad que aplaudamos al mago
que «corta por la mitad a la dama» solo tras comprobar que la dama
está viva y en perfecto estado.
¿Qué hay acerca de la objeción que plantea que semejante idea
nos privaría de la posibilidad de afirmar de forma sustancial que
Dios es bueno y por tanto de la posibilidad de tener una razón para
alabarle? Sobre esto, el argum ento era que si fuéramos a hacer que
el fundamento de la moralidad dependiera de la acción de Dios en
la creación, entonces afirmar que es bueno sería como afirmar sim­
plemente que actúa como actúa, lo que parecería necesariamente
verdad y por tanto difícilmente podría constituir una razón para que
mantuviéramos actitud alguna concreta hacia él, como p o r ejemplo
gratitud más que resentimiento, o alabanza más que culpabilidad.
Hemos visto que dado que Dios nos creó como seres humanos,
hay algunas cosas que son accidentalmente buenas o malas para
nosotros y que hay ciertos principios morales que dictan, de hecho,
nim o debemos actuar respecto a los demás y viceversa. Lo que nos
hace dignos de alabanza es haber optado libremente por ser buenos
i*n nuestras relaciones con los demás, haber optado por ajustar estas
i elaciones a estos principios. El hecho de que la libertad absoluta
«le Dios le haga optar necesariamente por la bondad absoluta en su
i elación con las personas no resta valor en modo alguno a nuestros
motivos para alabarle. No hay nada de insustancial en afirmar que el
inventor del juego es también el mejor jugador, de hecho, el jugador
perfecto.
Si Dios crea todos los valores, es cierto que antes de su creación
iio hay principios fundamentales que limiten sus elecciones. Sin em­
bargo, esto no significa que pudiera optar por crear un m undo en
que la tortura fuera buena, dado que sería lógicamente imposible,
tampoco significa que pudiera optar por crear un m undo en que

12 5
las personas estuvieran destinadas a ver eternam ente frustrado su
desarrollo: el inventor del Monopoly no podría hacer fichas del Mo-
nopoly que no sirvieran para jugar al Monopoly. De la interpretación
de carácter personal que esbocé en un capítulo anterior se sigue que
concebir a alguien como una persona es -p o r necesidad lógica- con­
cebirlo como alguien a quien debemos mostrar respeto moral, lo que
supone que estamos obligados a no frustrar de forma innecesaria su
desarrollo, del mismo modo que considerar una determinada pie­
za una ficha del Monopoly es -p o r necesidad lógica- considerarlo
algo que podemos utilizar únicam ente de una forma concreta en el
contexto del juego del Monopoly. Igual que cuando el inventor de
un juego lo domina a la perfección, él o ella debe -p o r necesidad
lógica- utilizar las fichas según las reglas que libremente ha creado
(hacerlo de otro modo sería hacer trampas ojugar a otro juego), así
debemos estar tranquilos de que si hay un Dios, alguien que domina
a la perfección el juego que ha creado, no permitirá que nada frustre
el desarrollo último de las personas.
Esto nos lleva a las últimas dos propiedades de mi lista de propieda­
des divinas: la propiedad de Dios de dar testimonio y la propiedad de
ofrecernos la vida eterna. Las analizaremos en el capítulo siguiente.

126
5

Revelador, garante de vida eterna

Propiedad doce: revelador

Además de creer que Dios creó este m undo y cualesquiera uni­


versos paralelos que puedan existir, los teístas también creen que
I >¡os ha hecho las cosas de fonna que nosotros que existimos en este
inundo no ignoremos su existencia y voluntad: se nos ha revelado en
el mundo que él ha creado. Mientras que todos los teístas coinciden
n i que Dios tiene la propiedad de ser un revelador de verdades, espe­
cialmente de verdades relativas a él y a su voluntad, los defensores de
las distintas religiones teísticas no están de acuerdo en cierta medida
sobre qué verdades son estas. Los teístas coinciden en que a lo largo
de la historia Dios se ha servido de profetas, teólogos e instituciones
pura transmitir verdades que le conciernen y en que Dios ha habla­
do directamente a las personas o grupos de personas, por ejemplo
a Moisés en el m onte Sinaí. En lo que difieren bastante (aunque
lio por completo) los teístas es sobre quiénes han sido los profetas,
quiénes los mejores teólogos, cuáles las instituciones por designación
divina y cuándo habló Dios. ¿Es infalible el Papa cuando habla ex
cátedra sobre cuestiones de fe y doctrina? Si tuvieran al reverendo
lau Paisley y al cardenal Ratzinger con ustedes en una habitación,
escucharían dos respuestas muy distintas, cada una expresada con
igual seguridad.
¿Por qué los teístas coinciden en afirmar que Dios ha elegido
revelársenos y hacem os partícipes de su voluntad? Por suerte, no
necesitamos profundizar mucho para dar con la respuesta a esto.
Y.i hemos visto que creemos que creer la verdad es bueno para las
personas en cuanto que personas; de por sí favorece su desarrollo.
Yresulta obvio que la bondad de una creencia verdadera es propor-

127
cional a la importancia de la verdad en cuestión. Hay una verdad en
determ inar si hay o no el mismo núm ero de palabras que contienen
la letra «z» en este libro que capítulos. Supongamos que las hay.
También hay una verdad en determ inar si leer o no este libro entero
les haría avanzar en el camino hacia la eterna plenitud espiritual.
Supongamos que así sería. Nuestra intuición nos dice que es más
importante para nosotros creer en una de estas verdades que en la
otra. ¿Por qué? Parte de la razón al menos es que una üene más impli­
caciones en cómo deberíamos comportarnos los unos con los otros.
Si es verdad que hay el mismo número de palabras que contienen
la letra «z» en este libro que capítulos, esa no es una razón que nos
mueva a hacer nada. Si es verdad que leer entero este libro nos haría
avanzar en el camino hacia la eterna plenitud espiritual, esa es una
buena razón para leerlo hasta la última página. Según el teísmo, Dios
ha elegido revelársenos y hacernos partícipes de su voluntad porque
es importante para nosotros conocerlo, de forma que sepamos cómo
deberíamos comportarnos.
Los teístas hacen bien en afirmar que podemos acceder a algunas
de las verdades acerca de los valores que ha creado Dios y en conse­
cuencia que deberíamos comportarnos sin tener en cuenta que es
Dios el que los ha creado («Es una maldad conectar a unos cachorros
a la batería del coche» sería un ejemplo). Esto resulta igualmente
obvio para ateos, agnósticos y teístas. No es necesaria ninguna reve­
lación porque es evidente que conectar a unos cachorros a la balería
del coche les causa un sufrimiento atroz, algo que obviamente (por
necesidad conceptual evidente) es malo de por sí. Pero según el
teísmo hay algunos valores a los que no podemos acceder dejando
de lado la revelación porque no hay nada intrínseco en los actos en
cuesdón que explique el valor; estos actos ni benefician ni peijudican
a nadie a causa de ninguna propiedad o propiedades intrínsecas que
puedan tener. Estos son los actos que es bueno (o malo) hacer, úni­
camente porque nada más concluir su acto de creación Dios ordenó
que los hiciéramos (o que no los hiciéramos). Naturalmente, esto
suscita la pregunta de por qué ordenaría Dios que los hiciéramos (o
dejásemos de hacer) si no hay nada intrínseco en ellos que explique
que lo ordenara así. La respuesta: son formas de mostrarle nuestra
gratitud.

128
Es bueno para las personas mostrar gratitud hacia sus benefacto­
res. Se trata de una verdad necesaria que deriva de lo que supone
ser una persona. Si una persona ha elegido ayudamos de alguna
lorma, no le estaríamos tratando como tal de no reconocer el hecho
ron agradecimiento, y por tanto, dado que las personas son entre
otras cosas seres que muestran respeto moral por los demás, nosotros
mismos nos estaríamos empequeñeciendo en caso de no hacerlo
así. Muy a m enudo podemos mostrar nuestra gratitud a nuestros
benefactores haciendo algo por ellos como compensación. Tal vez
-especialmente cuando el beneficio es relativamente pequeño- nos
limitemos a decir «gracias». Cuando el beneficio es relativamente
grande, es posible que demos las gracias de forma más elaborada o
tratemos de ayudar a los demás en algún proyecto que les resultará
más asequible con nuestra ayuda. Si hay un Dios, de acuerdo con la
propiedad de ser un creador, es responsable en última instancia de
nuestra continua existencia a cada momento. Por lo tanto, si nues­
tras vidas son en general lo suficientemente virtuosas como para que
resulte razonable desear que no acaben, deberíamos estarle agrade­
cidos; deberíamos tratar de expresarle nuestra gratitud de alguna
forma. ¿Cómo podemos expresar nuestra gratitud a Dios?
Pensemos en una situación análoga que nos ayude a guiar nues­
tras intuiciones. Un problema es que no hubiera situación terrenal
alguna en la que alguien nos hubiese sido de gran ayuda y que no
haya nada que precisen a cambio; siempre habrá algo que necesite
cualquier agente terrenal. Pero para muchos, los padres cumplirán
esta condición -al menos en las primeras etapas de nuestras vidas- a
lodos ios efectos prácticos, pues ellos serán los mayores benefacto­
res terrenales y aun así no habrá nada que puedan necesitar que
nosotros podamos darles. La mayoría de las personas, cuando son
niños, solo cuentan con los recursos que puedan proporcionarles
sus padres. Sería bueno que mostráramos nuestra gratitud hacia
nuestros padres por el am or que nos tienen, pero no hay nada que
|K>damos ayudarles a conseguir que fuera bueno para ellos. Como
niños podemos informar a nuestros padres (si hemos desarrollado
la competencia suficiente como para expresamos con corrección)
de que les estamos agradecidos, pero -m ás allá de eso- no podemos
hacer nada para expresarles esta gratitud y nos haría bien si lo hicié-

129
ramos. ¿Por qué? Porque solo de esa manera podemos expresarnos
plenamente como personas ante ellos, podemos corresponder a su
amor. Un gran benefactor o que no tenga necesidades con el que
podamos toparnos tiene por tanto buenas razones para idear una
forma en que podamos mostrarle nuestra gratitud. Si un gran be­
nefactor nuestro nos dijera: «En señal de vuestra gratitud hacia mi,
cantad canciones los domingos», deberíamos seguir su orden. Antes
que nos pidiera hacerlo, hubiera sido neutral desde el punto de
vista moral -supongo yo- pasar o no algunos domingos cantando
en lugar de, pongamos, lavando el coche, pero una vez que nos ha
pedido que lo hagamos en señal de gratitud, deberíamos hacerlo. Es
bueno mostrar gratitud hacia nuestros benefactores; este benefactor
no necesitaba nada de nosotros; no había nada que fuera bueno para
él que no tuviera antes, por lo que ha ideado una forma mediante la
cual poder mostrar nuestra gratitud y así hacer lo que es bueno para
nosotros: expresamos como personas para con él. Si hubiera un Dios,
podría y debería generar valor al menos de esta forma en virtud de su
condición de benefactor último, la persona sin la que no podríamos
recibir ningún otro beneficio. Si hubiera un Dios, tendría por tan­
to buenos motivos para brindarnos medios para expresarle nuestra
gratitud, y para hacerlo debe revelárnoslas. Podría parecer que no
estuviera respetándonos plenamente como personas si no lo hiciera1.
Ahora bien, sería lógico sugerir que esta no es una razón muy
sólida para que Dios se nos revele, menos aún una razón de peso.
Si Dios puede proponernos unos cuantos actos simbólicos al azar
mediante los que expresarle nuestra gratitud, entonces, si él no lo
hace (o incluso solo por el mero hecho de hacerlo), bien podríamos
nosotros proponer igualmente tales prácticas; quizá, podríamos pen­
sar, muchos ermitaños sugieren de hecho sus propias y muy hetero­
géneas formas de ofrecer «sacrificios» a Dios, y Dios va a encontrar
cualquiera de tan bienintencionados actos (que de por sí no vulne­
ren principios morales) igualmente aceptable que aquellos actos, de
haberlos, que él mismo ha sancionado explícitamente por medio
de la revelación. Incluso la más mínima afirmación de que Dios,
si de verdad queremos estar motivados para idear tales prácticas por
nuestra cuenta, al menos debe hacemos saber que es responsable
último de las venturas de nuestras vidas podría parecer cuestionable.

130
I'.n el contexto humano, podemos hacer algo bueno por alguien
sin que sea censurable que queramos m antener en secreto nuestra
identidad como benefactores ante él. Pero aunque cuestionable,
sugiero que de hecho los paralelismos de la interacción entre huma­
nos fallan al establecer que no siempre es malo ocultar la identidad
como benefactor a aquellos a los que se ha beneficiado, incluso si se
establece que a m enudo (necesariamente en el teísmo) los seres hu­
manos tenemos buenas razones morales -razones que en la prácdca
pueden equivaler a la razón moral en conjunto- para hacer esto que
de por sí es malo. En la medida en que podríamos revelar nuestra
identidad como benefactores a alguien a quien hemos ayudado sin
despojar directa o indirectamente a esa persona o a otras -incluidos
nosotros mismos- de otros beneficios, deberíamos revelarnos a esa
persona como su benefactor, pues no hacerlo les priva del beneficio
de expresar su gratitud a alguien que la merece, nosotros, algo que
en sí sería bueno para ellos. Pero desde luego alguien que nos expre­
sa su gratitud aumenta el riesgo de que nos lo creamos, algo que de
por sí sería malo, y detrae (si bien, no mucho, podríamos sostener
de forma razonable) el tiempo y la energía de los que dispondrá esa
persona para expresar su gratitud a Dios, algo que -p ara el teísm o-
es mucho más importante que hagan. Así, no es casual que todas las
religiones monoteístas instruyan a los seres humanos finitos en los
beneficios de la caridad anónima; de esa forma es más probable que
la gratitud que siente el receptor se dirija directamente a Dios, en
lugar de ir a parar al agente humano digno m erecedor de la misma,
aunque no tanto, que actúa en tales casos como un vehículo de la
bondad de Dios.
He venido sosteniendo que si hay un Dios, el hecho de que exista
y de que nos haya pedido que hagamos esto en vez de expresarle
nuestra gratitud es extremadamente importante para las personas a
la hora de valorar lo que es bueno para nosotros, y por tanto creer
«•n las certezas sobre ello nos beneficia mucho en consecuencia. Solo
si sabemos que Dios existe, sabremos que deberíamos expresarle
gratitud como nuestro benefactor último. Solo si sabemos cómo nos
lia pedido que le expresemos esta gratitud, podemos hacerlo de la
mejor forma (o al menos mutuamente mejor, por volver al punto del
-ermitaño» del párrafo anterior). Y dado que no hay nada intrínseco

131
en las formas en que podemos expresarle gratitud que nos digan
cómo deberíamos hacerlo, necesita revelarnos que esto es lo que
quiere de nosotros si estamos dispuestos a ser razonables a la hora
de cumplirlo. Por este motivo todos los teístas deben ver a Dios como
un testigo. Pero esta línea de pensamiento no hace sino que nos
planteemos la pregunta: «¿Por qué entonces Dios no aclara más de
lo que lo ha hecho que existe y cómo ha ordenado que le mostremos
gratitud?». He mantenido en el penúltimo párrafo que las razones
que tiene Dios para revelarse y revelamos cómo ha establecido que
le mostremos gratitud no son definitivas, aunque siguen siendo tazo­
nes y, en ausencia de razones consistentes, ha actuado unívocamente
conforme a ellas. Entonces, ¿qué razones consistentes podría haber?

*
Como ya vimos al debatir la propiedad de la omnisciencia en lo
que respecta a la libertad absoluta, no acertar a creer lo correcto
acerca de lo descrito por nuestras acciones reduce nuestra libertad
para realizarlas -eso significa que podemos meter la pata-. Por tanto,
la libertad a la hora de hacer algo requiere una cierta dosis de fe en
ello. Pero, como también hemos visto, en el teísmo, en lo que respec­
ta al resto de criaturas aparte de Dios y a la libertad para optar por
no ser perfecto, requiere además ignorar la verdad del teísmo. Para
preservar este poder nuestro, Dios debe por lo tanto asegurarse de
que hay cierta «distancia epistémica» entre sus criaturas y la verdad
del teísmo, y la naturaleza de su voluntad respecto a nosotros.
Sería bueno para Dios revelar a las personas su existencia y volun­
tad (pues son cuestiones muy importantes para nosotros), pero para
que pueda hacer de esta revelación algo que fuese absolutamente
inevitable desde el punto de vista cognitivo, tendría que privamos de
la libertad de optar por realizar actos imperfectos, algo que también
es bueno para nosotros. Si mañana nos levantáramos con la absoluta
certeza -sin la menor duda- de la existencia de Dios y de su voluntad
respecto a nosotros a cada instante, no podríamos ya sino optar por
ser otra cosa que absolutamente buenos; no tendríamos ya libertad
para elegir hacer aquello que supiéramos que es imperfecto. Dado
que ya no seríamos libres para elegir hacer lo que supiéramos que
es imperfecto, habríamos perdido algo -u n p o der- que de por sí

132
era bueno haber tenido. Pero habríamos ganado algo que de por
sí es bueno, una revelación perfecta de lo que deberíamos ser. Por
lauto, se podría pensar que la mejor situación para nosotros sería
vivir sucesivamente en dos mundos, uno en el que somos libres para
elegir aquello que sabemos que es imperfecto y otro en el que di­
cha libertad no existe pero disfrutamos en su lugar del beneficio
de la revelación perfecta. No podemos tener el pastel y comerlo al
mismo tiempo; pero podemos tener el pastel en un instante, y lue­
go comérnoslo. Una vez que perdiéramos la libertad para hacer lo
<|ue sabemos que es imperfecto, obviamente, no podríamos elegir
volver a recuperarla; habríamos perdido precisamente la capacidad
<le realizar tal elección. Sería imposible por lo tanto respetar nuestra
libertad al mismo tiempo que se nos brinda el m undo de la revela­
ción perfecta primero y el m undo de este tipo de libertad después.
I'or tanto, si Oios quiere dam os ambos beneficios y aun así respetar
nuestra libertad, solo puede hacerlo de forma secuencia!, ponién­
donos primero en un m undo donde haya distancia epistémica entre
nosotros y la verdad del teísmo, y la naturaleza de su voluntad (y así
disponemos del beneficio de ser libres de elegir entre el bien y el
mal), para luego trasladarnos al m undo de la revelación perfecta,
un mundo en el que perdemos esta libertad frente a una revelación
perfecta de su existencia y voluntad, haciendo tal vez (volveremos
sobre este punto en breve) que este traslado dependa de nuestra
libertad para elegir buscarlo.
Dios podría haber creado un m undo en el que no habitara cria­
tura alguna, o bien criaturas de tan bajo nivel de sofisticación men­
tal que ninguna de ellas fuera persona o ni siquiera se aproximara
bastante a la categoría de persona, de tal forma que no les hubiera
supuesto ningún beneficio saber de su existencia y voluntad. De ser
así, es obvio que no hubiera necesitado la propiedad de ser testigo.
Que Dios tenga la propiedad de ser un testigo es una vez más algo
accidental (en virtud de su libertad absoluta en la creación), pero
es lógicamente necesario (en virtud de su bondad absoluta) dado
t¡ue ha creado un m undo en el que hay personas, personas que son
i naturas para las que su existencia y voluntad son importantes, y que
por tanto se beneficiarían de poder saber de ellas. Si Dios crea un
mundo en que habitan personas, entonces él -e n virtud de su bon-

133
dad absoluta; del hecho de que sea bueno para las personas creer
en la verdad sobre cuestiones importantes; y del hecho de que sea
importante para las personas expresar gratitud a sus benefactores-
debe ofrecerles medios a través de los que puedan llegar a saber
de su existencia y voluntad; debe revelarse a ellos. Sin embargo, si
quiere dar a las personas el tipo de libertad del que hemos hablado
antes, entonces, dada la imposibilidad de gozar de dicha libertad en
plena presencia de Dios, debe permitim os partir de una posición
de distancia epistémica de la verdad del teísmo. Si optamos por ana­
lizar más a fondo el teísmo, debería respetar nuestra elección y así
ofrecernos una comunión con él cada vez mayor, hasta el punto en
que no podamos optar por abandonar su compañía, y en su lugar
debamos perm anecer ju n to a él para siempre, sin la libertad ya para
elegir ser otra cosa que aquello que sea lo mejor que podamos ser.
Esto me lleva a la última propiedad de mi lista.

P ropiedad trece: garante d e vida etern a

Los teístas coinciden en que Dios nos ofrece vida eterna ju n to a


él en el Cielo. Entre los teístas hay bastante discrepancia acerca del
alcance de esta oferta; también sobre qué necesitamos hacer, de haber
algo, para beneficiarnos de ella; y si en última instancia aceptaremos
la oferta. Pero estas discrepancias no atañen al concepto de Dios ni
a la naturaleza de la oferta. Todos coinciden en que, al menos en par­
te, la muerte no es el final; más bien es solo el principio de una vida
eterna y dichosa tras la muerte. En el judaismo, el cristianismo y el
islamismo, hay también un notable consenso acerca de la naturaleza
de esta vida tras la muerte. Hay dos puntos que son muy comunes, si
bien no una coincidencia universal entre los teístas respecto a ellos.
En prim er lugar, habrá una resurrección y en consecuencia nues­
tra existencia post mórtem no será de carácter incorpóreo, más bien
será una existencia espacio-temporal. Es posible que se trate de una
existencia en que aumenten las relaciones posibles en el espacio-
tiempo tal y como lo conocemos, pero seguro que no se trata de
una existencia en la que disminuyen. Cabe resaltar esto dado que
cada vez es mayor la proporción de gente que ha crecido ajena al

134
ámbito de cualquier religión que suele tener una idea equivocada de
la imagen teística tradicional de la vida después de la muerte. Según
el teísmo, nuestra vida en el Cielo no será una vida incorpórea o
una vida en la que vagamos como etéreas figuras fantasmales. Será
una vida corpórea, en la que comemos, bebemos y cantamos. Por
supuesto, habrá plenitud intelectual, moral, emocional y espiritual,
pero también habrá plenitud física. En estrecha relación con esto,
la doctrina de la inmortalidad del teísmo insiste en nuestra super­
vivencia como individuos. Excluye afirmaciones, dado que no se les
puede asignar sentido alguno, del tipo «Al morir, el alma retorna a
Dios como una gota al océano» porque, sea lo que sea lo que impli­
que dicha visión, sugiere una suerte de absorción post mórtem de las
personas en un ser (¿o tal vez una ausencia de ser?), de tal forma que
uo seríamos nosotros, en tanto que individuos, los que estaríamos
en este estado. Por contraste, los teístas creen que la persona, en la
consumación final con la divinidad que se alcanza al morir, experi­
menta una realización completa de su verdadero ser como resultado
de esa comunión.
Por lo tanto, el avance en esta vida hacia esta feliz conclusión pue­
de describirse de forma diferente como una elevación o intensifica­
ción de la persona, pero nunca como una eliminación o disminución
de la misma. El prim er punto de coincidencia general de los teístas,
por tanto, es que la vida futura no es en sentido alguno fantasmal o
de carácter impersonal. La única inmortalidad que nos interesa de
verdad es la inmortalidad personal, y la esperanza teística -e n la medi­
da en que sea de interés- es por tanto una esperanza en que algo nos
ocurrirá a cada uno de nosotros como personas individuales, después
de nuestra muerte, cuando aún seamos personas individuales, dife­
rentes física y psicológicamente de los demás y capaces de entablar
relaciones plenas con ellos, de hecho entablar relaciones mucho más
plenas con ellos y nuestro Dios de las que podamos entablar aquí.
El segundo punto de consenso entre los teístas es que habrá un
Inicio Final. Seremos llamados a responder en cierto m odo por lo
hayamos hecho en la tierra. Aquellos que hayan hecho el bien sin
merecer el reconocimiento de los demás recibirán el reconocimiento
que se les debe. Aquellos que hayan hecho el mal y hayan evitado
hasta ahora el castigo, lo recibirán. Tras el Juicio Final, habrá una

135
división definitiva entre aquellos que pasan del Juicio Final a la vida
eterna en presencia de Dios, el Cielo; y aquellos que pasan a la
«muerte eterna» en su ausencia, el Infierno. Al igual que el Cielo es
un lugar de absoluta plenitud para la mente, el cuerpo y el espíritu,
el Infierno es un lugar de absoluta agonía para la mente, el cuerpo
y el espíritu. Esto suele sorprender a aquellos que se han criado
ajenos al contexto de una religión teística. «Seguramente, los teístas
ya no creen de verdad en esta representación medieval del Infier­
no, ¿o sí?» La respuesta es: «Sí, sí que creen». Podría aducir que no
deberían, pero al hacerlo me estaría alejando por prim era vez de lo
que es la opinión mayoritaria en la comunidad teística.
Así que ¿qué cuestiones filosóficas surgen de la afirmación de que
después de nuestra vida en la tierra disfrutaremos a continuación de
(o soportaremos) una vida eterna? En prim er lugar, ¿tiene sentido?

Es cierto que todos inexorablemente vamos avanzando camino


de la muerte: si llegaremos finalmente a este destino común a tra­
vés de un lento y esperado declive o por una repentina e inesperada
pendiente, variará de una persona a otra, pero todos sabemos ahora,
perfectamente, que llegar allí llegaremos. Moriremos, y la probabili­
dad es que nuestros cuerpos sean descendidos a la tierra y se disuelvan
allí poco a poco o que se conviertan en cenizas a través de la crema­
ción, que luego se repartirán por todas partes a medida que avance
el mundo. En cualquier caso, la capacidiad de nuestras mentes para
influir intencionadamente en el universo desaparecerá. 1.a primera
cuestión filosófica que surge entonces es que a la luz de estos hechos
indolentes no queda claro de inmediato qué contenido, por no hablar
de justificación, podría aducirse para una creencia en que sobrevivi­
remos a nuestra muerte.
Algunos filósofos2 han llegado a la conclusión de que es imposible
desde el punto de vista de la lógica que pudiéramos sobrevivir a nues­
tra muerte y a veces parecen basar su conclusión simplemente en el
supuesto hecho lingüístico de que eso es lo que significa la palabra
«muerte», aquello a lo que no podemos sobrevivir. AJ leer, pongamos,
la historia del viaje inaugural del Titanio, al dar con una tabla con
los nombres de los pasajeros que los divide en dos columnas, los que

1S6
sobrevivieron y los que no, no damos la vuelta a la página preguntán­
donos dónde podría estar la lista de aquellos pasajeros que sobrevivie­
ron y m urieron a la vez. De igual forma, podemos saber a priori que
si dentro de cien años alguien con acceso a la información histórica
apropiada confecciona una lista dando los nombres de todos los
(|iie hayamos leído esto, nuestros nombres podrían dividirse en dos
categorías mutuamente excluyentes y exhaustivas: «supervivientes» y
«muertos». En esa fase, quizás unos cuantos de nosotros seguiríamos
en la lista como «supervivientes», pero la mayoría, sin duda, tendría
<|ue aparecer listado como «muertos»: dentro de doscientos años, de
hacerse una lista parecida, todos tendríamos que estar clasificados
«orno «muertos», siendo necesario que la columna de supervivien­
tes estuviera vacía -nunca podría haber una tercera columna que
incluyera a aquellos de nosotros que seamos a la vez «supervivientes
y muertos»-. De igual manera que la gramática de las palabras «sol­
tero» y «marido» evita que nadie sea a la vez un soltero y un man­
ilo, la pregunta de si alguien podría o no en principio sobrevivir a
su muerte puede contestarse fácilmente, sugerirían tales filósofos,
afirmando que la gramática de las palabras «muerte» y «sobrevivir»
evita que nadie pueda m orir y sobrevivir a la vez: por tanto es imposi­
ble desde el punto de vista de la lógica que sobrevivamos a nuestra
muerte; esperar que pudiéramos hacerlo tiene tanto sentido como
esperar que pudiéramos seguir siendo solteros después de casamos.
Esto, sin duda, llamará la atención de muchos por ser un re­
sultado sorprendentem ente e inverosímilmente rápido. Después
de todo, la creencia de que podemos sobrevivir a nuestra m uerte
está tan extendida en todas las culturas y épocas que de forma
justificada se la ha calificado de universal. Si buscamos sus turbios
orígenes en las profundidades de la prehistoria, podemos distinguir
una forma de dicha creencia en lo que implicaban las costumbres
lunerarías de todas aquellas sociedades primitivas d e cuyos hábitos
no tenemos conocim iento alguno. Y, en nuestra propia época, un
estudio tras otro recogen la persistencia de esta creencia entre la
mayoría de las personas y sociedades3.
Por lo general, seguimos enterrando a nuestros muertos con la
«reencia, posiblemente vaga pero obviamente no incoherente, de
que se marchan de nuestro lado hacia un país desconocido en el

137
que tal vez algún día nos unamos a ellos. Incluso entre aquellos
que no comparten esta creencia, muy pocos parecen considerarla
tan imposible desde el punto de vista de la lógica que crean que
están equivocados. ¿Resulta entonces realmente plausible sugerir
que creer en la supervivencia después de la muerte tiene solo tanto
sentido como creer en los solteros casados? ¿Resulta realmente plau­
sible sugerir que la inmensa mayoría de la gente se ha equivocado, no
solo acerca de una cuestión de hecho, sino acerca de los significados
de las palabras que usan? Por desgracia, en aras de una conclusión
rápida para nuestra investigación, debemos decir que la respuesta a
estas preguntas es «No».
Vamos a diferenciar dos sentidos de la palabra «muerte». Uno
-m u e rte clínica- es el cese de la función cerebral, la descomposi­
ción y disolución del cuerpo, etc. El otro -m u e rte fin al- es todo
esto más la implicación lógica añadida de que no podemos sobrevivir
a esto. Con esta terminología sobre la mesa, los filósofos que afirma­
rían que va contra la gramática de la palabra «muerte» incluso hasta
plantear la pregunta de si la gente sobreviviría o no a su muerte,
podría decirse que sugieren que, en el discurso habitual, la palabra
«muerte» funciona como equivalente a «muerte final». He adelan­
tado someramente razones por las que suponer que la forma en que
discurre realmente el análisis de la cuestión de la vida tras la muerte
hace que esta sugerencia resulte poco verosímil. Más bien, parece
que la palabra «muerte» funciona más como «muerte clínica». Sin
embargo, incluso si la sugerencia opuesta a la mía fuera verdad, pare­
ce que un creyente en la vida después de la muerte puede, de existir
el peligro de tildar su posición de oxímoron, limitarse a reformular­
la como la posición según la cual no todas las muertes clínicas son
muertes finales. Así, al confeccionar una lista de nuestros destinos
dentro de doscientos años, es posible que de hecho fuera necesario
incluir tres columnas para obtener un recuento exhaustivo. En pri­
m er lugar, estaría la columna de la «supervivencia» clara (es decir,
terrenal). A continuación habría dos columnas (cada una de ellas
bajo la significativamente ambigua categorización de «muerte»),
concretamente la columna correspondiente a aquellos de nosotros,
de haber alguno, que estamos clínicamente muertos pero disfrutan­
do o a punto de disfrutar de una supervivencia post mórtem, y la co-

138
lumna correspondiente a aquellos de nosotros, de haber alguno, que
estamos clínicamente muertos sin ninguna perspectiva de una super­
vivencia post mórtem -es decir, definitivamente muertos-. Si bien
leñemos todas las razones para creer que nadie que tenga la posibi­
lidad de poner nuestro nombre en dicha lista dentro de doscientos
años podría ponerlo correctamente en la primera columna, se abre
el interrogante de si a alguno de nosotros o a todos se nos clasifica­
ría de forma correcta como clínicamente muertos pero disfrutando
0 a punto de disfrutar de una supervivencia post mórtem, más que
romo muertos definitivamente. Al utilizar ahora la palabra «muer-
le» como sinónimo de muerte clínica más que de muerte definitiva,
sigue abierta la pregunta «(¡Podemos sobrevivir a nuestra muerte?»;
sigue abierta al menos hasta que llegue una investigación sobre las
circunstancias de la persistencia de las personas. Si alguien va a ser
capaz de argum entar con éxito que es imposible que sobrevivamos
a nuestra muerte (clínica), no puede basarse simplemente en la gra­
mática de las palabras «muerte» y «sobrevivir» para hacerlo, sino que
debe im portar -y argum entar a favor d e - una tesis concreta sobre
las circunstancias de persistencia de las personas y cómo dichas cir­
cunstancias no pueden darse en cualquier situación en qtte alguien
haya sufrido la muerte (clínica). Se podría pensar, por ejemplo, que
si pudiéramos mostrar a las personas como idénticas de algún modo
.1 sus cuerpos (o a partes de sus cuerpos -a sus cerebros, por ejem­
plo), entonces tal vez, dado que la muerte clínica es por definición
la destrucción (temporal al menos) del cuerpo, podríamos mostrar
a las personas de tal forma que no pudieran sobrevivir a sus muertes
clínicas -es decir, dado lo que es ser una persona, la muerte clínica
debe ser la muerte definitiva-. Mi argumento por tanto será que no
tenemos razón para pensar que las circunstancias de persistencia
de las personas son tales que no podrían -p o r necesidad- sobrevivir
.1 la destrucción (temporal al menos) de stis cuerpos, sus muertes
clínicas. Voy a argum entar que la supervivencia de una persona a la
destrucción (temporal al menos) de su cuerpo (actual) es algo que
1)ios, de existir, podría provocar.
En líneas generales, parece que tengo dos formas de dar sentido
a la posibilidad de que alguien pueda sobrevivir a la muerte4.
La prim era es la forma bastante obvia de hacerlo: se trata senci-

139
llámente de sugerir que no somos -o no en esencia- nuestros cuer­
pos ni ninguna parte de ellos. Una postura como esta se asociaría
de forma natural a Descartes: según Descartes, el ser hum ano tal y
como lo concebimos es un compuesto de dos sustancias diferentes:
el alma, que es inmaterial, y el cuerpo, que es material. La persona
se identifica con el alma y así, en principio, podría sobrevivir a la
destrucción de la materia del cuerpo. Según esta solución del pro­
blema, lo que ocurre al morir es que el cuerpo sí que muere, pero
el alma, y por tanto la persona, subsiste -ya sea por su cuenta de
modo indefinido o (la visión teística) junto a otro cuerpo nuevo o
a un cuerpo antiguo resucitado más adelante-. Podría establecerse
que el dualismo sustancial resolvería de forma sencilla el problema
de cómo sobrevivir a nuestra muerte.
La segunda forma de dar sentido a la posibilidad de que podamos
sobrevivir a la destrucción de nuestro propio cuerpo es sugerir que
aunque nos identifiquemos (en cierto sentido) con nuestro cuerpo,
y aunque de hecho tengamos buenas razones para creer que nues­
tro cuerpo se destruye temporalmente con la muerte, no podemos
saber que se destruye definitivamente -u n ser lo suficientemente
poderoso podría reconstituir más tarde nuestro cuerpo (y por tanto
a nosotros mismos)-. Una teoría ligeramente distinta surgiría si qui­
siéramos resaltar que, aunque en cierto nivel descriptivo seamos de
carácter enteram ente físico, nos identificamos con nuestro cuerpo;
las propiedades mentales que constituyen nuestra psicología y (por
tanto) carácter personal pertenecen a otro ámbito de la descripción,
y forman descripciones sobre nosotros como personas que en prin­
cipio podrían ajustarse a otro cuerpo más adelante, después de la
destrucción definitiva de nuestro cuerpo actual. Dentro de la forma
ajena al dualismo de la sustancia de dar sentido a la posibilidad de
sobrevivir a nuestra muerte, se nos presentan dos modelos: uno co­
rresponde a los que creen que es más importante que la materia del
cuerpo sobreviva y el otro a los que creen que el orden de la materia
-lo que podría denominarse «la forma»- y tal vez las propiedades psi­
cológicas que genera esta forma o que dependen de ella sobreviven.
En el prim er término, podemos ver fácilmente una analogía, la
del motor que se desmonta para repararse y luego vuelve a montarse.
Pongamos por caso (algo que resulta verosímil) que un motor es algo

140
enteramente físico -n o hay alma por ninguna p arte- y que su identi­
dad se rige toda por la identidad de sus partes. Dados estos principios,
imaginemos esta circunstancia: empiezo con un motor compuesto,
digamos, de 500 partes. Luego lo desmonto, esparciendo algunas de
sus partes por todo el garaje y enviando otras a especialistas para que
las reparen. Como consecuencia de este destructivo proceso, ya no
tengo motor, sino apenas un conjunto de piezas del motor esparcidas
por todas partes (algunas en el suelo del garaje y otras en talleres
de reparación). Finalmente, el correo me trae las piezas enviadas
luera y yo reúno las piezas esparcidas por el suelo. Vuelvo a montar
c*l motor; sorprendentemente, funciona. El desmontaje de mi motor
puede considerarse por tanto un caso de motor que deja de existir
durante un periodo de tiempo y luego vuelve a existir' -em pecé con
un motor; luego ya no tenía motor; a continuación tenía de nuevo el
motor-. El motor que volvió a existir era el mismo m otor que el que
dejó de existir cuando lo desmonté -e n lugar de un motor completa­
mente nuevo- pues está compuesto de las mismas piezas. Desde luego,
resulta bastante fácil imaginar cómo cosas como mi motor, una vez
desmontadas, podrían no volver a existir más. Una historia al menos
igualmente probable que la que acabo de relatar supondría empezar
con mi motor; el motor deja de existir cuando lo desmonto; como
resultado tengo un conjunto de piezas; luego trato de volver a ensam­
blarlas; me doy cuenta de que mis conocimientos técnicos y habilida­
des prácticas no están a la altura de la tarea; en consecuencia tengo
una pila de chatarra. Sin contar entre otras cosas con un mecánico
suficientemente hábil, los motores no pueden, algo que es aleatorio
en realidad, ser «devueltos a la vida» una vez se han destruido. Con
un mecánico lo suficientemente hábil, sí se puede.
¿Qué conclusión podemos sacar? Bueno, parece que al menos
ulgunas cosas enteram ente físicas pueden sobrevivir a vacíos tem­
porales en su existencia. Por lo tanto podría sugerirse que los seres
humanos son -aunque enteram ente físicos a la manera en que lo
son los m otores- como artículos del mismo tipo al que pertenecen
sus historias o podrían ser discontinuos de la misma forma en que a
veces lo es o lo podría ser la existencia de dicho motor, por ejemplo,
pueden sobrevivir al desmontaje. De acuerdo con esa visión, lo que
ocurre al morir es que nosotros -personas en esencia corpóreas- de-

141
jam os de existir cuando los cambios fisiológicos que constituyen la
muerte y la descomposición disgregan las partes de nuestro cuerpo.
Si existe un Dios omnisciente y om nipotente que actúe como mecá­
nico cósmico, podría echar un ojo para saber dónde están todas las
partes -moléculas, átomos, partículas subatómicas, quarks, aquello
en lo que se conviertan- y, un día, conocido tradicionalmente por
«El Ultimo Día», reconstituirlas (o un número suficiente de ellas) de
la forma correcta: en esa fase, volveríamos a existir6.
Esta analogía nos lleva de forma natural a pensar en la importan­
cia o, dicho de otra manera, la continuidad de las piezas del motor
para la identidad del motor reconstituido con las del desmontado.
De haberse perdido las piezas del motor, no podría haber devuelto
a la «vida» al mismo motor, sino tal vez haber creado uno nuevo
parecido a partir de piezas nuevas. Sin embargo, a alguien podría
asaltarle el pensamiento de que de haberse perdido solo una pieza-y
las restantes 499 se hubieran montado correctamente ju n to con una
nueva pieza de repuesto (equivalente funcionalmente a la extravia­
d a )- se podría pensar acertadamente que el m otor resultante fuera
el mismo que se destruyó al desmontarse. Entonces, ¿qué porcenta­
je de piezas es esencial? Vamos a etiquetar esta pregunta como «la
pregunta del porcentaje» y la dejamos de m omento sin responder, y
en su lugar advertimos que alguien podría dudar -e n el caso de las
personas- de la importancia de la supervivencia de cualí/uier materia
que en cualquier etapa pueda constituir nuestro cuerpo para nuestra
supervivencia. Después de todo, al menos según algunos estudios, la
materia que ahora constituye nuestro cuerpo es completamente dife­
rente de la que lo constituía hace siete años. Quizá, para las personas,
no es la identidad de la materia lo que de verdad importa, sino más
bien la disposición de la materia -lo que en términos aristotélicos
podría haberse llamado la «forma»- y tal vez no es la materialización
y la preservación de la forma física lo importante para que sobreviva
una persona, sino la forma psicológica que en cierto modo genera
(en las teorías ajenas al alma), o al menos depende en cierto modo
de, esa disposición. En este otro extremo de la «materia» o «forma»
del espectro debemos pensar en otra analogía.
Imaginemos un ordenador ejecutando un determinado programa
de software. De nuevo, digamos que los ordenadores son enteramen-

142
te físicos, al menos en el sentido de que carecen de alma. Escribí esto
en un ordenador así utilizando Word 6.0. Word 6.0. es, como pro­
bablemente sabrán, un programa de procesamiento de textos que
tiene, entre otras funciones, un diccionario a medida del usuario,
impresora por defecto, parámetros de configuración de páginas, etc.
Digamos que a lo largo de todo el tiempo que he venido utilizando
el programa en mi ordenador personal en los últimos dos años, lo he
logrado personalizar tanto que ahora resulta ser único. Llamemos a
esta versión «George». Supongamos ahora que me entero de que el
sistema de circuitos de mi ordenador personal -la pieza de hardware
que hace que funcione G eorge- está a punto de desgastarse. En mi
afán por salvar a George, podría grabar los contenidos del disco
duro en unos cuantos discos de tres pulgadas y media, comprarme
un nuevo ordenador, y transferir los datos de los discos al ordenador.
Luego podría destruir sin problemas el ordenador viejo y los discos,
pero George sobreviviría. George habría sobrevivido por tanto a la
destrucción de la pieza de hardware sobre la que originalmente se
creó y que lo hacía funcionar. Algunas personas han sugerido desde
luego que la relación entre nuestra m ente y nuestro cuerpo (en
concreto nuestro cerebro) es bastante parecida a la que hay entre
hardware y software, y que por tanto una persona -m ientras no tenga
un alm a- podría sin embargo sobrevivir a la destrucción del cuerpo
del que depende, incluso si ninguna de las parles del cuerpo se vuelve a
montar,\ porque la persona se identifica con su mente, más que con
d cuerpo en que esa mente opera en todo momento. Si existe un
Dios, podría «subir», tal y como fuera, el software que somos cuan­
do muere nuestro viejo hardware, nuestro cuerpo terrenal, o más
concretamente nuestro cerebro, y reinstalarlo, descargarlo, en algún
nuevo hardware, nuestros cuerpos para la resurrección, más tarde.
Dentro de la interpretación no dualista de la sustancia acerca de
cómo podríamos sobrevivir a la destrucción (al menos temporal) de
nuestro cuerpo original, hay lugar para cierto desacuerdo sobre la
cuestión de si las personas deberían concebirse o no como más pareci­
das a los motores -m ás bien como el hardware- o como más parecidas
a George -m ás bien como el software (o quizá como una combinación
de ambos)-. Pero sea cual sea la verdad en todo esto (asumiendo que
la verdad resida en algo de todo esto en lugar de en la visión dualista

143
de la sustancia), la verdad no puede ser un obstáculo para la afir­
mación de que si hay un Dios, podría hacer que sobreviviéramos a
nuestra muerte.
Sigamos dando por cierta de momento algún üpo de visión no
dualista de la sustancia -p o r ejemplo, sin permitirnos tomar el cami­
no más corto para solucionar nuestro problem a- y consideremos la
siguiente situación imaginaria que nos permita afilar nuestras intui­
ciones con respecto a la pregunta: ¿Somos nuestro hardware; nuestro
software; o ambos?
Estamos en el año 2500 d. C. y desea emigrar a un planeta en la ór­
bita de Alfa Centauro donde ahora habita una floreciente colonia. Al
ser un estudiante cuyas tasas universitarias alcanzan los mil millones
de libras a la semana, y cuya beca se ha recortado hasta 50 peniques
al año, obviamente desea viajar tan barato como sea posible. Como
su agente de viajes, le aconsejo cuatro opciones. (Mientras voy expli­
cando estas opciones, piense en si sobreviviría realmente a los procedi­
mientos que describo, por ejemplo si como su supuesto «agente de
viajes» estoy describiendo posibilidades reales para su viaje.)

O pción 1. E l T ransbordador E spacial. P rim era C lase. Es la forma más cara


de viajar. Viajará tendido en su propia cámara (reclinable) de hibernación
a bordo de una nave espacial, aparentemente de forma muy parecida al
viejo estilo de los pasajeros en los aviones pero viajando a un décim o de la
velocidad de la luz. En su cámara de hibernación permanecerá inconsciente
mientras dure el vuelo, en suspensión criogénica. Al llegar a Alfa Centauro,
le descongelarán y, aunque le parecerá que ha estado dormido apenas un
momento o poco más, «en realidad»7 habrán pasado cuarenta años.
O pción 2. E l T ransbordador E spaciaI. Segunda d a s e . Esta es la segunda
forma más cara de viajan el operador ahorra dinero (y le da parte de ese
ahorro) llevando a más pasajeros por metro cúbico. Para hacerlo, se les
amputan las piernas y los brazos, y se congelan y empaquetan por separado
de los torsos y las cabezas. No obstante, se etiquetan de forma clara y la tec­
nología médica está tan avanzada que pueden volver a colocárselos una vez
lleguen al destino y antes de «pie se despierten de su suspensión criogénica.
No hay cicatrices visibles, pérdidas de funciones, etc. En otras palabras, si
tuviera que elegir viajar de este m odo, a su llegada, aparte de saber que
pagó por viajar en segunda clase, nunca adivinaría que le han quitado las

144
extremidades durante el viaje. De nuevo, le parecerá sencillamente que se
ha dormido un rato, cuando la realidad será otra vez que habrán pasado
cuarenta años.
O pción 3 . E l T eletransportador d e la In fo rm a ció n y la M a te ria —TIM para
abreviar-. Es la segunda forma m á s b a ra ta de viajar. El Teletransporte de
la Información y la Materia es un proceso por el que las cosas colocadas
en una unidad «emisora» en un planeta (en su caso en la Tierra) se vapo­
rizan durante un proceso de recopilación exh a u stiva de la información
relacionada con ellas; la información resultante se transmite luego a la
velocidad de la luz a una unidad «receptora» en el planeta adecuado (en
este caso al planeta correcto en la órbita de Alfa Centauro) donde se al­
macena (en este caso durante dieciséis años) hasta que llegue la materia
que compone el objeto original, que se ha enviado en forma subatómica
a un quinto de la velocidad de la luz. A continuación, esta información
se utiliza para recomponer la materia de forma que se pueda recrear el
objeto original -en este caso, usted-. Como consecuencia, saldrá de la
unidad receptora diciendo algo así como «¿Aún no he salido? ¡Vaya! He
llegado: parece como si no hubiera pasado nada de tiempo», aunque de
hecho habrá entrado en la unidad emisora de la Tierra veinte años antes
de su llegada a Alfa Centauro.
O pción 4. E l T eletransportador d e ¡a Itfo rm a c ió n J u sta -TIJ para abreviar-.
Es la forma más barata de viajar. Nuevamente, las cosas colocadas en una
unidad emisora se vaporizan durante un proceso de recopilación exhaustiva
de la información relativa a ellas; la información resultante se transmite a
la velocidad de la luz a la unidad receptora. Pero en el caso del TIJ, al con­
trario que con el TIM, esta información se usa inmediatamente junto con
la materia que se origina en el planeta de recepción para recrear el objeto.
Asi, se podría describir el TIJ como algo que destruye su antiguo cuerpo en
la Tierra, pero que construye uno nuevo al llegar a Alfa Centauro, uno tan
parecido al antiguo que ni notará la diferencia. De nuevo, subjetivamente,
parecerá que no haya pasado el tiempo, aunque en realidad habrán pasado
cuatro años entre el momento en que entró en la unidad emisora y el mo­
mento de su llegada a la unidad receptora. La duración total del viaje con el
TIJ se reduce a cuatro años porque ya no es necesario esperar a la llegada
de las partículas reales que constituían su cuerpo en la Tierra, para poder
recrearlo en Alfa Centauro.

145
Entonces, ¿cuál es la forma más barata de viajar?
Si piensa que la opción uno es la única manera, ¿por qué? Obvia­
mente, podría sobrevivir a viajar por separado de su dedo meñique,
digamos, si este último se le quitara de forma temporal antes del
tránsito, lo enviaran de forma separada y luego se lo cosieran al
llegar; entonces ¿por qué no separar las extremidades del torso en
general? Y si piensa así, ¿por qué detenerse en la opción 2? ¿Por qué
insistir en que esta descomposición temporal solo puede suponer, si
desea sobrevivir a ella, reducir su cuerpo a componentes de cierto
tamaño (extremidades y torso)? ¿Por qué no puede implicar reducir
el cuerpo a componentes más pequeños, sus partículas compositivas
fundamentales, sean las que sean (opción 3)? Dondequiera que se
establezca el límite entre las opciones 1,2 y 3, se diría que lo hacemos
de forma un tanto arbitraría. Tal vez por esta razón, la mayoría de las
personas se inclina básicamente por la opción 3 o por la 4, en función
de la importancia que le den a la materia, es decir, allí donde inciden
en el espectro de la materia/forma.
Si piensa que la identidad de la materia es importante, en caso
de haber optado por la opción 3 como la forma más barata de vityar,
resulta obvio que podría sobrevivir si llegara al planeta, pero la ma­
teria que había constituido, digamos, su dedo meñique se hubiera
perdido en el tránsito. Se puede sobrevivir a la destrucción del dedo
meñique. Por tanto, no toda la materia de nuestro cuerpo anterior
necesita transferirse para que sobrevivamos. Y transportar materia
cuesta dinero.
Supongamos, por tanto, que afirmo que como su agente de viajes
puedo hacerle una oferta especial. Puedo enviar un determinado
porcentaje de su materia original (y reducir una proporción prorra­
teada del precio completo del TIM), y dejo a su elección la cuantía
del porcentaje y el área del cuerpo del que voy a elegir la materia.
1.a disminución de materia se resolverá como en el T1J, con materia
que se origina en Alfa Centauro. ¿Qué porcentaje de materia original
elegiría como necesaria para su supervivencia y de qué partes de su
cuerpo? ¿Un cincuenta por ciento? ¿Menos? ¿Más? ¿Un cien por cien
del cerebro y un veinticinco por ciento de todo lo demás? La cifra y el
área y extensión objeto de la elección parece algo bastante arbitrario;
de nuevo estamos ante el problema del porcentaje.

146
Si cree que es la forma y no la materia lo importante, si escogiera
la opción 4 como la forma más barata de viajar, resultaría obvio una
vez más que podría sobrevivir si la información relativa a la forma y el
color de su dedo meñique no se hubiese transferido correctamente.
Se le podría injertar a su llegada cualquier dedo meñique humano
de carácter genérico y su supervivencia no correría peligro. De modo
que no es necesario que sobreviva toda la información para que
usted sobreviva. Y de por sí, la información no tiene libertad para
transferirse.
De modo que suponga nuevamente que, como su agente de viajes,
le digo que puedo hacerle una oferta especial. Puedo apañármelas
para enviar un determinado porcentaje de la información recopilada
(aproximadamente a ese porcentaje del coste total del TIJ), y el resto
de la información se completará a partir del excedente de informa­
ción humana genérica masculina o femenina. ¿Qué cantidad exacta
de información se debe enviar y qué áreas son más importantes que
aquellas relacionadas con su dedo meñique? Imagino que habrá una
Iiierte tentación por optar por la información relativa a su psicología,
más que a su fisiología, lo que hay que preservar es el software y no el
hardware. En tanto en cuanto que en el otro extremo se proporcione
una derla dosis de hardware suficiente como para operar el software,
como por ejemplo algún tipo de cuerpo humano genérico, entonces
lal vez lo único que sea necesario enviar sea su personalidad y sus
recuerdos. Pero puede surgir de nuevo la misma pregunta. Resulta
obvio que podría sobrevivir si la información relativa al recuerdo
de este párrafo estuviese contaminada o se hubiese perdido; pero
¿qué cantidad exacta de información relacionada con su psicolo­
gía debe enviarse? Es decir, ¿debo enviar el noventa por ciento de
los recuerdos? ¿El sesenta? ¿El cincuenta? Cualquier respuesta sería
nuevamente bastante arbitraria. Seguimos estando ante el problema
del porcentaje.
Según mi experiencia, los experimentos mentales del tipo del te­
letransporte, si se complican con consideraciones como «¿qué diría
si se transfiriese con éxito el x por ciento (x igual a un valor entre
cero y cien) de información/materia?», dan lugar a una interesante
respuesta filosófica para al menos algunos valores de x, concreta­
mente la respuesta «No sé qué decir». En las tutorías, esta respuesta

147
suele ir acompañada de una mirada pensativa, un tanto desesperada
si cabe, a la puerta.
Esta respuesta es interesante desde el punto de vista filosófico
pues puede interpretarse de dos formas diferentes -bien como «No
sabría qué decirle», o bien como «No sé qué debería decirle»- que
corresponden a dos tesis filosóficas distintas sobre qué es lo que no
sabemos cuando reconocemos que no sabemos los porcentajes co­
rrectos. El prim er planteamiento consiste en pensar que lo que se
nos pide que hagamos es informar de una decisión que tomamos, o
que creemos que mucha gente tomaría, acerca de cómo ampliar un
concepto -e n este caso «la misma persona»- en una situación inusual,
una situación para la que no se concibió originalmente el concepto.
El segundo planteamiento consiste en pensar que lo que se nos pide
que afirmemos es una verdad sobre una identidad y que dicha verdad
es independiente de lo que la gente pueda creer o inclinarse a pensar
de ella, cómo podrían optar por utilizar cualquier concepto. Voy a
describir brevemente estos dos planteamientos.
En prim er lugar, el prim ero: algunos se inclinarían a decir que,
asum iendo que estuviera «dentro» (recopilada) toda la informa­
ción sobre lo que le ocurrió a la m ateria original y su consiguiente
disposición en Alfa C entauro, entonces, si tenem os que tom ar una
decisión acerca de identidad personal alguna, solo podemos hacer­
lo m ediante la estipulación8. Aquellos que siguen esta visión a la
vista de las historias y la pregunta anteriores podrían denom inarse
antirrealistas de la cuestión de la identidad personal. A los antirrea­
listas de la identidad personal les complace que la pregunta de la
identidad de la persona se vea reducida a preguntas sobre las pro­
piedades o partes de la identidad de la persona y a la consiguiente
indeterm inación o estipulación. El problema del porcentaje habrá
de abordarse con la ecuanimidad que deriva de saber que en el aná­
lisis definitivo seremos nosotros los que deberem os decidir dónde
reside la identidad, de residir en alguna parte. Los «hechos» sobre
la identidad de la persona son modelos lingüísticos. Si el cien por
cien de la materia y el cien por cien de la información se trans­
fieren correctam ente, nuestro concepto nos dice que afirmemos
que la persona sobrevive y ha viajado; si se transfieren el cero por
ciento de la información y el cero por ciento de la materia, nues-

148
iro concepto de uniform idad de la persona nos dice que debemos
afirmar que la persona no ha sobrevivido ni ha viajado. En el caso
de algunos valores entre estos extremos, nuestro concepto de uni­
formidad de la persona simplemente no se ha definido, o al menos
uo se ha definido aún como tal. Es posible por tanto que no haya
respuesta a la pregunta de si la persona ha sobrevivido o no, o, si
liene que haber una respuesta, somos nosotros los que decidimos
crearla optando por hablar de una forma más que de la otra. Eso
es el antirrealismo.
En cambio, otros pueden sostener que, incluso cuando todos los
hechos estén recopilados -incluso si sabemos exactamente cuánta ma­
teria e información se han transferido-, todavía queda pendiente
una pregunta importante, una pregunta cuya respuesta no depende
de una decisión estipulada; ni cuya materia es indeterminada; es la
pregunta de la identidad. Los hechos sobre la identidad personal
existen independientemente de los modelos lingüísticos. Son hechos
«reales». A esta posición la denominaré postura realista con respecto
a la identidad personal.
De modo que ahora estamos ante la metapregunta por así decir­
lo: ¿deberíamos ser antirrealistas o realistas sobre la cuestión de la
identidad personal? Cuando nos mostramos indecisos acerca de lo
que decir en diferentes y complicadas historias de teletransporte,
¿lo estamos solo porque se describe un estado de las cosas que no
cubre aún nuestro concepto de identidad personal continua? ¿O
lo estamos porque hay algo que desconocemos sobre el m undo en
las situaciones que se describen? ¿El problema del porcentaje es un
problema reate
Es una pregunta muy interesante, en muchos aspectos la pregunta
más interesante acerca de la identidad personal, y dado que es tan
interesante, les voy a perdonar si se quedan más bien pasmados al
saber que no la voy a responder. Pero lo que si que voy a tratar de
hacer es argum entar que sea cual sea la postura que tomemos sobre
este tema, no puede haber realmente un problema en la cuestión de
si podríamos o no sobrevivir a nuestra muerte, que es el problema
que nos concierne directamente aquí.
En prim er lugar por tanto, en favor del antirrealismo, hay que
decir que parece ciertamente que el realismo es innecesariamente

149
extravagante desde el punto de vista ontológico para artefactos como
los motores9. Si estuviéramos hablando de teletransportar simple­
mente un motor, creo que a todos nos hubiera complacido adoptar
una visión antirrealista de cualquier confusión generada por el pro­
blema del porcentaje. ¿A quién le importa el porcentaje que fijemos
para la identidad numérica de los motores? Un motor es tan bueno
a todos los efectos prácticos como cualquier otro idéntico cualitati­
vamente. En este sentido, tratar a las personas de forma similar a los
artefactos tendría por tanto la virtud de la paridad de razonamiento
y, es más, sería atractivo desde el punto de vista «filosófico», pues im­
plicaría que una vez que sabemos todos los hechos acerca de dónde
se ha ido la materia de nuestros cuerpos y qué propiedades se han
abstraído, una vez que conocemos los porcentajes, no hay nada que
desconozcamos del mundo, tal vez solo haya algo con respecto a lo
cual aún debemos decidir cómo usar las palabras. En este sentido, las
posturas son atractivas desde el punto de vista «filosófico» si eliminan
motivos para el escepticismo.
Imaginen por tanto, como antirrealistas, el siguiente escenario10:
con el tiempo, la raza humana se extingue. Entonces Dios crea, en
una serie de objetos extensos (por ejemplo, el Cielo), réplicas psico-
físicas más o menos11 exactas de toda la gente fallecida con anteriori­
dad que pueden identificarse y se identificarían unos a otros con esta
gente previamente fallecida. Por ejemplo, en la medida en que se
sienta seguro de quién es y lo que ha hecho en el pasado, su réplica
post mórtem se sentirá segura a la hora de identificarse con usted y
lo que habrán terminado por hacer en ultima instancia al final de
su vida terrenal, ergo, si el antirrealismo está en lo cierto, la palabra
«réplica» tal y como la he utilizado en mi descripción del escenario
es ciertamente inapropiada pues tal persona sería en realidad usted.
El hecho de que ahora podamos saber, si tal circunstancia fuera
pertinente, que las personas celestiales elegirían por tanto identifi­
carse con las personas terrenales que parecían recordar haber sido,
muestra que nuestro concepto de uniformidad de la persona ya
ha «creado dentro de sí», por así decirlo, dicha extensión en estas
circunstancias. Por lo tanto, si el antirrealismo está en lo cierto, si
hay suficientes personas en el Cielo que afirman ser las mismas per­
sonas que existieron previamente, como harían en este escenario,

150
tales personas estarían diciendo la verdad, habrían sobrevivido a sus
muertes.
Sin embargo, todo esto podría parecemos más bien extraño. «Se­
guramente esto tenga más que ver con que alguien en el futuro sea
yo», es posible que piense, «que con que un núm ero suficiente de
personas afirmen ser yo». Pensemos, en segundo lugar, en un sólido
argumento contra la dilatación de esta intuición que hace el anti­
rrealismo.
Volvamos a su viaje a Alfa Centauro. Supongamos que al final
le he hecho una oferta de bajo coste. Resulta que el m odo más
barato de viajar es una quinta opción: que le extirpen un órgano
y lo congelen, lo envíen a Alfa Centauro y luego lo trasplanten en
el cuerpo de su gemelo clonado genéticamente, quien habrá sido
criado para estar preparado para recibir ese órgano cuando llegue.
A mi entender, hay una tendencia general a afirmar que vamos allá
donde va nuestro cerebro (en la medida en que siga funcionando
como debe), de modo que pongamos que ese es el órgano que
ha elegido inicialmente que extirpen, congelen, envíen e instalen.
Supongamos ahora que usted es un filósofo que tiene una inter­
pretación antirrealista del aserto de que vamos donde va nuestro
cerebro, que es un hecho que se deriva de lo que queremos decir por
persona, y lo que queremos decir es cerebro. He aquí lo que ocurre
a continuación.
Justo antes de que le extirpen el cerebro en la Tierra, capta su
atención una encuesta de opinión de un periódico que le queda
a mano en la que se dice que la mayoría las personas utiliza el
concepto de uniformidad de la identidad queriendo implicar la
continuidad del corazón y la continuidad del corazón queriendo
implicar la uniformidad de la persona - a diferencia de nosotros,
ellos asumen como necesaria la supervivencia del corazón (y de
hecho suficiente) para la supervivencia personal-. Por todo el uni­
verso, cirujanos de «trasplante» de corazón, como solían llamarse
.1 sí mismos, se han disparado (en el corazón) y se está revisando
el Diccionario de la Real Academia Española. Siendo un antirrealista
como es, sabiendo que la supervivencia personal es una cuestión
de convenciones lingüísticas, ya sabe que no sobrevivirá a menos
que el corazón sea el órgano elegido. «No sería yo quien se levan-

151
tana tras la operación si enviasen mi cerebro, sería mi clon, así que
en su lugar quítem e el corazón, congélelo y envíelo», dice usted.
«De acuerdo, eso es m ucho más fácil», replica el doctor. Se queda
inconsciente y él obedientem ente le quita el corazón, lo congela
y lo envía.
C uarenta años después un médico de Alfa C entauro desenvuel­
ve su corazón y lo inserta en el cuerpo de su clon. Esta persona
despierta; no tiene recuerdos; no tiene personalidad; ni idioma,
aunque Analmente, aprendiendo a hablar y al hacerlo consultan­
do una edición del DRAE y los informes médicos adecuados, des­
cubre que la gramática de la palabra «persona» indica que ellos
dicen que son usted. Sus planes de viaje han funcionado. Pero
han funcionado en parte porque la gente ha seguido hablando de
una determ inada m anera. Si, en los cuarenta años que ha tardado
en llegar el corazón a Alfa C entauro, un suficiente núm ero de
personas ha decidido cambiar de opinión y afirm ar cosas como:
«La identidad cerebral es necesaria y suficiente para la identidad
personal; la identidad del corazón no tiene nada que ver con ella»,
entonces esta persona que se despierta habría descubierto que
ellos no eran usted, habría descubierto que usted m urió en la
Tierra hacía cuarenta años para convertirse en un d o n an te de
corazón para ellos.
Pero es seguro que de hecho las personas siguen adelante si sus
cerebros siguen adelante (funcionando bien) y el corazón en rea­
lidad no tiene nada que ver con ello -la gente sencillamente sí que
sobrevive a los trasplantes de corazón- por lo que si no envían su
cerebro y por tanto no sigue funcionando correctamente en otro
cuerpo, entonces es un hecho que no habrá sobrevivido. Y en el he­
cho de que no habrá sobrevivido no influirá que la gente diga que lo
ha hecho, sea cual sea el tamaño de la mayoría que puedan constituir.
Ya sea el cerebro, el corazón, o cualquier otra cosa, lo que «pague
los platos rotos» de su identidad, por así decirlo, es una cuestión de
hecho, no una simple cuestión de elección lingüística.
En el caso de la identidad del motor, parece que podemos ser
antirrealistas sin consecuencias contrarias a la intuición; podemos
afirmar que no hay hecho de la cuestión sobre la identidad del motor
que trate de seguir nuestro concepto de motor y p or tanto podemos

152
establecer qué porcentajes elegir sin miedo a equivocamos porque
no hay nada sobre lo que equivocarse. Pero en el caso de la iden­
tidad personal, se diría que este experimento mental justifica que
seamos realistas, hay algo en lo que podemos equivocamos. Si bien
podría considerarse razonable asumir que algunas personas van don­
de ciertas partes de sus cuerpos van, dicha asunción siempre podría
estar equivocada en que se trata de un intento por seguir a una cosa
permanente (una persona) cuya identidad no alcanzamos a poder
determinar mediante la estipulación.
Pero si nos sentimos atraídos por el realismo, es posible que nos
llame la atención la siguiente reflexión: si en principio las personas
podrían equivocarse en sus razonamientos acerca de la identidad
personal incluso conociendo todos los hechos físicos, adonde fue­
ron determinadas propiedades físicas y psicológicas, etc., eso solo
puede ser porque la identidad personal no se puede reducir a estos
hechos: si de hecho la identidad personal es una cuestión de hecho y
si podríamos conocer todos los hechos acerca de la materia física y las
propiedades físicas y psicológicas, y con todo desconocer este hecho,
entonces este hecho debe ser un hecho acerca de algo no físico y no
relacionado con una propiedad. Pregunta: ¿Qué es algo no físico?
Respuesta: algo espiritual. Pregunta: ¿Qué es algo no relacionado
con una propiedad? Respuesta: algo sustancial. Por lo tanto, tene­
mos razones para creer en el alma del dualismo de la sustancia, una
sustancia espiritual. Y en la medida en que tenemos razones para
creer en el dualismo de la sustancia, también las tenemos para creer
que podemos surcar la primera ruta sin obstáculos para solucionar
el problema de cómo podría sobrevivir una persona a la muerte de
su cuerpo12.
En resumen y para concluir: por un lado, si el antirrealismo está
en lo cierto al sugerir que una vez que conozcamos todos los hechos
acerca de dónde ha ido a parar la materia de nuestros cuerpos y qué
propiedades se han abstraído -u n a vez que sepamos los porcentajes-,
no hay nada que desconozcamos del mundo, si acaso algo acerca de
las palabras que aún tenemos por decidir, entonces sobreviviríamos
a nuestras muertes en la situación descrita anteriorm ente en la que
un número suficiente de personas en algún reino celestial decide uti­
lizar las palabras adecuadas de forma correcta, algo que Dios puede

153
hacer que suceda fácilmente. Por otro lado, si, en cambio, el realismo
está en lo cierto al sugerir que una vez que conozcamos todo lo relati­
vo a adonde ha ido la materia de nuestros cuerpos y qué propiedades
se abstraen -u n a vez que sepamos los porcentajes- todavía hay algo
que puede que no sepamos acerca del mundo, entonces eso debe ser
porque, O BIEN (A) para nosotros en tanto que personas el mundo
es algo más que la materia de nuestros cuerpos y las propiedades que
estos abstraen, y esta certeza por tanto debe ser una certeza acerca
de la sustancia espiritual, un alma, pero entonces solo podemos so­
brevivir a nuestra muerte si esta alma sobrevive, O BIEN (B) porque
realmente hay un porcentaje correcto de materia/forma o tal vez una
pequeña partícula o algo similar en nuestro cerebro que no puede
destruirse si al final vamos a sobrevivir, solo que aún no la hemos
encontrado. Veamos, la opción (B) me parece mucho más inverosí­
mil que el dualismo de la sustancia, pero en cualquier caso se puede
sostener que Dios (en tanto que omnisciente y omnipotente) puede
garantizar que se abstraen en el Cielo los porcentajes adecuados,
vigila adonde va cualquier pequeña partícula de esas y consigue que
llegue al Cielo, etc. Por tanto, independientem ente de si nos atrae
el antirrealismo o el realismo en lo tocante a la «meta-pregunta», no
tenemos razón para suponer que sea imposible que sobrevivamos a
nuestra muerte. Si en realidad sobreviviremos o no a nuestra muerte
es otra cuestión, cuya respuesta concluyente espero encontremos
juntos en algún momento más adelante.
Una vez demostrado que la oferta de vida eterna en el Cielo es
coherente para cualquier teoría verosímil de la identidad personal,
voy a considerar por qué todos los teístas coinciden en que Dios nos
ha hecho esta oferta; luego analizaré hasta dónde resulta razonable
creer que Dios, de existir, haría extensiva su oferta; a continuación
consideraré si resulta razonable creer que se trata de una oferta que
podrían rechazar aceptar o no cualquiera de aquellos a los que Dios
se la extendería.

A veces deseamos algo porque reconocemos valor en ello; nuestro


deseo responde a un valor preexistente. Lee la contracubierta de
un libro en una librería; le dice que el libro tratará varías cuestiones

154
<le filosofía de la religión. Estas cuestiones le parecen importantes
y -deseando saber m ás- compra el libro y lo lee. Su deseo lia sido la
respuesta a un valor preexistente. Cuando sadsfacemos un deseo de
algo que es valioso independientem ente de que lo deseemos (por
ejemplo, el conocimiento de temas importantes), nuestra vida mejo­
ra a ese respecto. Mejora incluso aunque en realidad ya no deseemos
eso tan valioso. Si este libro le da cuenta de asuntos importantes,
leerlo hace que su vida mejore en ese aspecto incluso si a estas alturas
ya ha perdido su interés inicial en él.
Además de responder a un valor preexistente, a veces nuestro
deseo se fija en algo que de por sí carecía de valor, y al hacerlo
crea valor. Algunas personas coleccionan teteras en miniatura. (Si
le parece inverosímil, le niego acepte mi palabra de que he visto un
anuncio en la televisión de una revista dedicada a este pasatiempo.)
Cuando alguien que colecciona teteras en miniatura encuentra una
tetera en miniatura distinta a la que ya posee, imagino que deseará
añadirla a su colección, y este deseo convertirá a la tetera en algo
valioso (para él o ella). Cuando logramos algo que es valioso solo en
función de nuestro deseo por ello, esto no es de por sí suficiente para
que nuestras vidas mejoren a ese respecto; el valor de las teteras en
miniatura solo dura lo que dura el deseo de ellas. Si el anuncio que
vi en la televisión despertó en m í el deseo inmediato de tener una
tetera en miniatura, animándome a llamar por teléfono a los alma­
cenes de teteras en miniatura más próximos y facilitarles los datos
ríe mi tarjeta de crédito para que me enviasen una, si para cuando
me llegara por correo el deseo de poseerla se hubiera evaporado por
completo, el hecho de que fuera mío no me beneficiaría en nada.
Las mismas observaciones que pueden hacerse acerca de los bene­
ficios pueden valer para los perjuicios. Cuando se nos ponen trabas
para conseguir algo que es valioso independientem ente de que lo
rleseemos, esto es en sí un perjuicio, sea lo que sea lo qtte pensemos
sobre ello. Si, mientras lee esta frase, alguien se le acerca sigilosa­
mente por detrás y le deja inconsciente de un golpe, no podrá saber
más de filosofía de la religión y por tanto habrá sufrido un perjuicio
incluso attn cuando el hecho de quedar inconsciente habrá borra­
rlo de forma simultánea sit deseo de saber más. Si alguien evita que
encargue más cosas qite se me han antojado tras ver los anuncios en

155
televisión, es algo que en sí es también un peijuicio para mí, aunque
poco importante. Pero si a la vez esta persona elimina de mí el de­
seo de comprar cosas con las que previamente hubiera fantaseado
fugazmente al verlas anunciadas en televisión señalándome que son
todas basura, no me ha peijudicado en absoluto. (De hecho, dado
que comprar esas cosas es tirar el dinero y soy un profesor muy mal
pagado, en realidad me ha beneficiado.)
Dado todo lo anterior, podemos concluir que si la muerte fuera
a ser el cese perm anente de la persona, sería un gran peijuicio. Si
la muerte fuera el cese perm anente de la persona, destruiría todo
desarrollo tanto en el sentido de lograr aquello que es valioso de por
sí como de lograr aquello que es valioso en tanto en cuanto que es
objeto de deseo. La muerte siempre sería un peijuicio en el primer
sentido y lo sería habitualmente en el segundo, pues muchos de
nosotros seguiremos teniendo pasatiempos y proyectos similares al
de coleccionar teteras en miniatura hasta que nos muramos. Pero
es importante resaltar que incluso cuando la gente muere habiendo
perdido todo interés en la vida, si sus muertes supusieron el fin de
esos pasatiempos y proyectos, estas seguirían siendo peijudiciales
para ellos pues les privan de la posibilidad de disfrutar de esas cosas
cuyo valor no depende de la continuidad de su interés en ellas15.
Es posible que alguien recuerde en la obra Diálogos de los muer­
tos, de Luciano de Samosata, las conversaciones entre Caronte y la
gente que está transportando por el río Estige en las que le dicen
que su hora no ha podido llegar aún pues tienen muchas cosas que
hacer. Esto se repite -d e forma bastante patédca a mi en ten d er- en
la película del oeste Sin perdón. Justo antes de que el personaje que
interpreta (.lint Eastwood mate al que interpreta Gene Hackman
(perdónenm e si les estoy fastidiando la película), este último no
puede creer que vaya a pasar; mientras mantiene incrédulo sus ojos
fijos en el cañón de la pistola que lo matará, algunas de sus últimas
palabras son: «Me estaba construyendo una casa». Hume, cuando
reflexionaba hacia el final de su vida sobre lo que podríamos decir
para persuadir a Caronte para que no nos llevase a la tierra de los
muertos, concluyó que, dado que había logrado todo lo que había
deseado, se alegraba de no tener que persuadir a Caronte para que
le permitiera tener una vida más larga. Pero incluso aunque fuera

156
verdad que Hume hubiera logrado todo lo que había querido, de
ser la muerte su final, seguiría siendo en sí algo malo para él en
otro aspecto, pues no hubiera conseguido todo lo que era de valor
independientem ente de que él lo quisiera. Hasta el gran Hume no
resolvió todos los problemas de la filosofía. (Desde luego -y en cierto
modo irónicam ente-justam ente porque no había resuelto el proble­
ma del valor sobre el que fue capaz de ser tan ecuánime ante lo que
consideró que era su extinción inminente. Si hubiera sido un filósofo
mejor, es posible que la perspectiva de su muerte le hubiera preocu­
pado más.) Si se le niega a alguien la posibilidad de profundizar en
los problemas de la filosofía, es algo peijudicial para esta persona
aunque ya no desee profundizar en ellos, de igual m anera que es
malo dejar ciegas a las personas, aunque se haga administrándoles
un medicamento que al mismo tiempo les prive del deseo de ver.
Por tanto si la muerte es el final, la muerte de todas las personas es
peijudicial al menos en el sentido de que Ies priva de la posibilidad
futura de conseguir cosas que sería bueno para ellas conseguir, y cuyo
beneficio no depende del deseo de querer lograrlas. De ahí que se
colija de la bondad absoluta de Dios que si hay un Dios, se asegurará
de que la muerte no sea el final, y de que todas las personas tengan
una vida en el Cielo después de la m uerte'4.

Sin duda este razonamiento es aplicable a todas las personas.


También parece aplicable a algunos animales superiores que no son
personas. Si un animal inferior muere de vejez, tendemos a pensar
que la perspectiva de que no tenga futuro no es de por sí perjudicial
para él si ha vivido una vida plena y se han satisfecho sus deseos;
de hecho, podríamos pensar que el que cese perm anentem ente de
existir le beneficia si el único deseo que creemos que le queda por
cumplir es el deseo de evitar el sufrimiento, algo que satisfará per­
fectamente el cese de su existencia. Resulta admisible afirmar que
algunos animales inferiores alcanzan su plenitud simplemente con
ver cumplidos sus deseos de reproducirse y evitar el sufrimiento y por
tanto si esos deseos se han satisfecho para cuando m ueren, que la
muerte sea su final no les resulta peijudicial. No obstante, también
creemos que algunos animales superiores encuentran su plenitud

157
en hacer cosas que frustraría dejar de existir para siempre y tienen
deseos que frustraría dejar de existir para siempre. Los perros no se
limitan a tratar de evitar el sufrimiento -algo que para ellos podría
convertir el hecho de dejar de existir para siempre en un beneficio
en estado p uro - también buscan el placer; juegan. Los perros tienen
una concepción de su futuro lo bastante sólida como para formarse
deseos acerca de él, deseos que suelen frustrar sus muertes, pues
estos deseos consisten en que el futuro los incluya. Es natural, por
ejemplo, describir a los perros enterrando con frecuencia huesos
no solo por instinto, sino también con la intención de regresar más
tarde para volver a mordisquearlos. Por supuesto, atribuir a los pe*
rros un cierto nivel de sofisticación y determ inados tipos de deseos
orientados a sí mismos es muy especulativo; de hecho tal vez fuera
mejor describir a los perros actuando siempre p o r puro instinto.
Incluso cuando entierran huesos y cosas parecidas, lo hacen sin
representaciones mentales del futuro ni de su lugar en él en abso­
luto. Pero la mayoría de nosotros tiende a atribuir a los animales
superiores el tipo de fines y deseos que dejar de existir para siempre
convertiría en perjudicial para ellos y, de ser así, deberíamos con­
cluir que Dios, en caso de que exista, tendría buenos motivos para
hacerles extensiva la eternidad a ellos también.
Se diría que también tendría buenos motivos para hacer extensiva
la eternidad a algunos animales inferiores al menos, para los que
no sería peijudicial dejar de existir para siempre, pues lo sería para
nosotros.
Si Rachel siente el deseo de volver a ver su hámster tristemente
fallecido, entonces -a u n cuando los hámsteres no tengan fines que
frustre el cese perm anente de su existencia y no sean lo suficiente­
mente sofisticados cuando se forman deseos como para que el cese
perm anente de su existencia sea de por sí malo para ellos- sería
menos que ideal para Rachel encontrarse en el Cielo con que su
hámster tampoco ha sido devuelto a la vida. Un Cielo sin el hámster
de Rachel no sería tan bueno, desde su punto de vista, que un Cielo
que fuera igual en todos los aspectos pero que incluyese a su hámster.
Desde luego, para cuando Rachel llegue al Cielo sus ideas a este res­
pecto podrían haber cambiado. Pero no tengo motivos para pensar
que lo harán. No hay nada de malo en que Rachel quiera volver a

158
ver a su hámster. Por lo que no veo razón para que si existiera un
Dios, no devolviera a Rachel su hámster sin otro motivo que el de
que Rachel, por entonces una habitante del Cielo, quisiera que así
lo hiciera. No hay ningún valor intrínseco en la continuación de la
vida del hámster de Rachel más allá de la tierra, pero habría algo de
valor en satisfacer el deseo de Rachel de volver a ver a su hámster si
de hecho hubiera un deseo que ella siguiera teniendo.
Que ciertos animales de un determ inado nivel de sofisticación
dejen de existir para siempre (un nivel considerablemente por de­
bajo de la media del de los seres humanos) sería malo para ellos y
por tanto si hay un Dios, deberían compartir también la vida eterna.
K1 cese perm anente de la existencia de otros animales cuyo nivel de
sofisticación esté incluso por debajo de este, sería malo para aquellos
que se preocupan por ellos, por lo que si hay un Dios, ellos también
compartirán la vida eterna. Algunos humanos, sin embargo, están
bien por debajo del nivel medio de sofisticación, no solo de los hu­
manos, sino también de estos animales inferiores. ¿Qué pasa con los
fetos, los seres humanos con graves retrasos mentales, y los niños que
mueren antes de alcanzar el nivel de sofisticación necesario como
para que el cese perm anente de su existencia sea algo malo para
ellos? ¿Deberían concluir los teístas que ellos también compartirán
la vida eterna?
Todo niño que haya nacido ha tenido una madre, alguien que casi
con toda certeza ha albergado el deseo de ver a ese niño crecer y con­
vertirse en un adulto plenamente satisfecho y feliz. Si este deseo suyo
se ha frustrado por la muerte en último término del niño, entonces
-aun cuando esta muerte ocurrió antes de que el niño haya desarrolla­
do un nivel de sofisticación mental suficiente como para tener como
Iines cosas de las que le privaría dejar de existir para siempre, o para
albergar deseos que el futuro le deparara, y por tanto antes de que el
niño dejara de existir para siempre pudiera ser en sí malo para é l- Dios
tendría entonces buenas razones para disponer que este niño crezca
en una vida eterna, en la que se reunirá con su madre. ¿Qué pasa con
esos niños que no fueron objeto de tales deseos incluso por parte de
sus propias madres? ¿No queremos que entren en la eternidad? Si al­
guno de nosotros queremos (y la mayoría así lo queremos), entonces
son los objetos de deseos (nuestros) que harían que fuera malo que

159
no entrasen en el Cielo y por tanto, si hay un Dios, se aseguraría de
que también entraran.
Se podría pensar que todo esto suena «demasiado bien para sei
verdad». Según mi argumento, si hay un Dios, dispondrá las cosas
de forma que todos los seres humanos que hayan nacido (y muchos
que no lo hayan hecho, m uriendo desconocidos antes de nacer) e,
incluso de forma más contenciosa, muchos animales -incluidos los
animales de poca sofisticación- disfruten de vida eterna con él, pues
sería bueno para ellos y para todos aquellos que se preocupan de
ellos si sus muertes no fueran el final. Pero de hecho es justamente
porque nuestra intuición nos dice que sería mejor que pasara esto,
que deberíamos inferir que -según el teísm o- es verdad que ocurri­
rá. En lugar de ser demasiado bueno para ser verdad, es demasiado
bueno para ser falso.
Desde luego, se podría sospechar y con razón que lo anterior
representa justam ente que he m andado de vacaciones a nuestras
imaginaciones morales. Nuestras intuiciones acerca de lo que signi­
fica ser un perro apenas si constituyen el punto de partida para un
argumento relativo a la naturaleza de la realidad moral y de la vida
eterna. Pero, al igual que debemos empezar cualquier argumento
partiendo de premisas, al abordar los hechos morales, debemos em­
pezar por nuestras intuiciones morales. Si sus intuiciones son como
las he descrito antes, son como las mías y como las de otras muchas
personas y si son sólidas, podemos asegurar sin tem or a equivocar­
nos que, según el teísmo, dado que Dios ha creado a las personas, se
trata entre otras cosas de criaturas para quienes dejar de existir para
siempre sería malo (y de varios o tíos animales con la suficiente con­
ciencia de sí mismos como para que el hecho de dejar de existir para
siempre sea malo para ellos); y puesto que nos ha dado la capacidad
para preocuparnos por las criaturas, incluidas aquellas que carecen
del nivel de sofisticación para ser personas o para preocuparse de
sí mismas, debe hacer extensiva la vida eterna a todas esas criaturas.*

He venido sugiriendo que dado que es mejor volver a vivir en el


Cielo tras la muerte, de haber un Dios, se aseguraría de que toda la
gente así lo hiciera (y también se aseguraría de que lo hicieran mu

160
«lias criaturas que no son personas). Pero ya hemos visto en distintas
partes de nuestro argum ento que hay algo más que es beneficioso
para las personas: que son libres para elegir aquello que no es lo
mejor para ellos y esto abre la posibilidad de dudar de que para el
teísmo todas las personas disfrutarán de esta vida eterna.
Imagine que es un médico que ofrece a un paciente -el Sr. A -
im determinado tratamiento que sabe que le iría muy bien. Si, ha­
biéndoselo explicado detalladamente, el Sr. A sin embargo no le da
permiso para tratarlo, resulta admisible decir que no debe aplicarle
dicho tratamiento. El beneficio de respetar la libertad de A pesa más
i|tie el beneficio de tratarlo. Resulta plausible también sostener que
es así en caso de que fuera un tratamiento a vida o muerte.
¿Podría ser mejor para Dios respetar nuestra libertad si optáramos
libremente, digamos, por el tormento eterno en el Infierno, en lugar
de por la dicha eterna en el Cielo? Desde luego no sería lo mejor para
nosotros optar por evitar una vida eterna en el Cielo ju n to a Dios
para así poder ir al Infierno en su lugar. Pero podemos elegir hacer
aquello que no es lo mejor para nosotros y, como ya hemos visto, po­
der hacerlo así es una capacidad que tenemos cuando existimos en
circunstancias en que nuestro conocimiento de la verdad del teísmo
n o es perfecto. Sin embargo, esta última cláusula nos lleva a una res­
puesta negativa a nuestra pregunta, o mejor aún nos lleva a pensar
quc la pregunta no se ha planteado bien.
Una perfecta revelación de la existencia de Dios y de su volun-
i.id es una «oferta» que nadie puede rechazar libremente porque
<-n cuanto nos damos cuenta de que se nos hace dicha oferta (una
i ondición necesaria previa a que podamos renunciar libremente a
.•Igo es que sepamos a qué estamos renunciando) reparamos en que
tena inmensamente irracional que la rechazáramos. Como ya hemos
visto, las personas son, entre otras cosas, esencialmente racionales;
n i la medida en que seamos irracionales, socavamos nuestra condi-
<ion de personas. Por tanto, por necesidad conceptual, nadie puede
-•■i inmensamente irracional para siempre como lo serían si -per
m/Mosibile- fueran a optar, plenam ente conscientes de su elección,
|mr rechazar la dicha eterna en el Cielo y en su lugar quedarse eter­
namente en el Infierno. El hecho de que una persona renuncie a la
(lidia eterna en el Cielo revela que tal persona no ha com prendido

161
bien aquello a lo que está renunciando. De esto se infiere que si en
el Juicio Final todos seremos plenamente conscientes de la existen­
cia de Dios y de su voluntad, ninguno de nosotros será libre como
para responder a la oferta de una vida eterna y perfecta comunión
con él de otra forma que no sea aceptándola incondicionalmente. V
llegar -dichosos o dolientes- a dicha conciencia es precisamente lo
que constituye la esencia de ese juicio al que se nos somete. El mismo
acto de comparecer ante Dios en el Juicio Final disipará cualquier
sombra de duda acerca de su existencia y voluntad; así se disipará
cualquier sombra de irracionalidad de nuestra respuesta a ello. En
este juicio, no podremos por tanto renunciar a aceptarle. ¿Podría él
rehusar aceptarnos a pesar de todo?
Algunas personas han hecho cosas tan atroces que merecen un
castigo terrible, un castigo que no recibieron a este lado de la tierra.
Adolf Hitler y jo sep h Stalin serían dos ejemplos evidentes. Pero
no podemos pensar que hasta estos dos monstruos cometieron tan
atroces crímenes que solo sería adecuado un castigo de duración
infinita y, en mi opinión, el castigo inherente a su comparecencia
ante Dios en el Juicio Final sería en sí todo lo que la justicia pudiera
demandar.
Si conocen el cuento Peer Gynt, de Henrik Ibsen, puede que re­
cuerden la recepción que da la Sombra al pródigo protagonista a
su regreso. La Sombra pone de manifiesto que a causa de que el
pródigo nunca desarrolló un carácter que le hiciera merecedor de
recompensa alguna en el Cielo o de que incurriese en ninguna deu­
da que debiera pagar en el Infierno, su destino es sencillamente verse
despojado de la personalidad que posee y fundirse en materia prima
para la construcción de otros. Es difícil imaginar cómo podrían ser
más diferentes de esto las actitudes que admitimos como posibles
para el padre en la parábola de Jesús del hijo pródigo15. Cuando
nos enteramos de la decisión del hijo pródigo de volver a casa y
entregarse a la misericordia de su padre, esto nos lleva a considerai
la posibilidad de que el padre bien pueda, justam ente enojado, re­
nunciar a admitirle simpUciteren la casa familiar; o tal vez que pueda,
con un cierto sentido férreo de la justicia, acordar contratarlo como
ayudante hasta que haya saldado su deuda y así lograr por medio
de su esfuerzo ponerse a la altura del herm ano mayor que no fue

162
pródigo. A lo largo de la historia hay una actitud que nunca se ad­
mite ni como posibilidad, concretamente que el padre no recono­
ciera que hubiera nada en su hijo que lo hiciera m erecedor de una
respuesta, no lo reconociera como un hijo que lo ha traicionado y
cuya traición exigiera una respuesta por ambas partes. En el fondo,
desde luego, las expectativas que tenemos respecto al padre se nos
revelan inadecuadas para su carácter. Nos enteramos de que cuando
el hijo «todavía estaba a una cierta distancia, su padre lo vio y tuvo
compasión, y corrió a abrazarlo y besarlo». Se ordenó a los sirvientes
que lo vistieran con la mejor túnica; le pusieron un anillo, le dieron
«alzado para los pies; y se celebró en su honor la fiesta más suntuosa
<|ue pudo costear su padre.
Como ocurre en cualquier arrependm iento, la miseria y humi­
llación del hijo en el momento en que decide volver a su padre son
exactamente proporcionales al egoísmo y la vanidad que se le con­
sintieron previamente, y podemos estar seguros -si no absolutamente
seguros- de que la misma horrible ecuación se operará en nosotros
en el ardiente Infierno de la conciencia de nosotros mismos que
debe de acom pañar a cualquier juicio final. Cuando comparece­
mos ante la gloriosa presencia de Dios, cuanto peores seamos, más
infernal nos parecerá ese fuego purificador mientras consume en
llamas nuestras inmerecidas egolatría y presunción. Pero de la misma
manera en que el reconocimiento de nuestros pecados es una con­
dición previa necesaria para poder optar por apartarse de ellos, es
«le esperar que semejante ineludible reconocimiento de los pecados
ruando estemos ante Dios en el Ultimo Día tenga el mismo efecto en
nosotros. No se está en mejor posición para reconocer y por tanto
responder al am or incondicional que cuando reparamos en nuestra
incapacidad para satisfacer condición alguna establecida como pre­
misa para el amor. Aparecer despojados totalmente desnudos y ser
abandonados y humillados con razón a causa de nuestra deliberada
ignorancia y de nuestras acciones frente a alguien que aun así nos
ama, es humillarnos ante nosotros mismos; y estar humillados así
en relación con nuestra valoración de nosotros mismos y con todo
i eparar en que un ser de infinita importancia nos ve como infinita­
mente valiosos, sería suficiente, en mi opinión, para que cualquiera
se volviera hacia ese ser.

163
Recuerden el resultado de la elección del obispo de Los miserables
de Víctor Hugo, cuando los gendarmes le llevan a je a n Valjean para
que imparta justicia, después de haberle descubierto con los cubier­
tos robados al obispo. Cuando el obispo dice a los gendarmes que
los cubiertos fueron un regalo, finge su sorpresa de que Valjean haya
olvidado llevarse los candelabros que también eran parte del regalo
y se los pone también en las manos, lo que causa mayores estragos
en la fría alma de Valjean de lo que cualquiera de los gendarmes
hubiera podido causar si el obispo hubiera actuado como no pode­
mos evitar pensar que habríamos actuado nosotros, arrancándole
los cubiertos de las manos y diciendo a los gendarm es que actuaran
con todo el rigor posible. No es que el imperativo del am or usurpe
las exigencias de la justicia; es que el imperativo del am or perfeccio­
na lo que dem anda la justicia. Las lágrimas que derram a Valjean
más adelante por haber pisado la m oneda del m uchacho saboyano
fueron más amargas -y beneficiosas para é l- que cualquiera que
hubiera podido derram ar si el obispo le hubiera entregado a los
gendarmes.
Tal vez, como el hijo cuando regresa a su padre, consideramos
que solo Dios puede condenarnos o condenar a los demás. Quizás
pensamos que ni nosotros hemos vuelto los ojos a Dios aún ni lo han
hecho los demás. Tal vez albergamos la esperanza de que de algún
modo podamos ser perdonados y entremos en la casa de Dios y de
que lo mismo les ocurra a los otros. Pero ya consideremos que nos
merecemos la condena o que estamos destinados al Cielo, sugiero
que los teístas deben esperar con cierto temor y al mismo tiempo
atreverse a esperar que ambas consideraciones son ciertas para todos
nosotros. Si el teísmo está en lo cierto, somos todos Valjeans espe­
rando a comparecer ante el obispo; puede que algunos ya se hayan
vuelto hacia él y este juicio pueda parecerles una breve dicha; otros,
más como Valjean, no se volverán hasta que les lleven allí y este en­
cuentro puede parecerles algo cercano a una eterna tortura. Pero
de hecho es algo que pasará para todos, una vez se haya cumplido
su irreversible labor perfeccionadora. A todos nos espera un gozo
eterno una vez perfeccionados en el otro lado.
Nadie merece ver el rostro de Dios y seguir con vida, pero eso no
implica que nadie pueda verlo y siga vivo. Más bien, nadie puede vei

164
el rostro a Dios y, al comprobar que es el rostro del am or absoluto
plenamente consciente de la terrible ruina de la naturaleza humana
de la persona a quien ama, no dejar de sentirse tan conmovido por
d io que deseara vivir eternam ente.

Así mi mente, toda suspendida,


miraba fijamente, atenta, inmóvil,
y siempre de mirar sentía anhelo.

Quien ve esa luz de tal modo se vuelve,


que por ver otra cosa es imposible
que de ella le dejara separarse;

Pues el bien, al que va la voluntad,


en ella todo está, y fuera de ella
lo que es perfecto allí, es defectuoso.

Han de ser mis palabras desde ahora


más cortas, y esto solo a mi recuerdo,
que las de un niño que aún la leche mama.

No porque más que un solo aspecto hubiera


en la radiante luz que yo veía,
que es siempre igual que como era primero;

mas por mi vista que se enriquecía


cuando miraba su sola apariencia,
cambiando yo, ante mí se transformaba.

En la profunda y clara subsistencia


de la alta luz tres círculos veía
de una misma medida y tres colores;

Y reflejo del uno el otro era,


como el iris del iris, y otro un fuego
que de este y de ese igualmente viniera.

165
¡Cuán corto es el hablar, y cuán mezquino
a mi concepto!, y este a lo que vi,
lo es tanto que no basta el decir «poco».

¡Oh, luz eterna que sola en ti existes,


sola te entiendes, y por ti entendida
y entendiente, te amas y recreas!
El círculo que había aparecido
en tí como una luz que se refleja,
examinado un poco por mis ojos,

en su interior, de igual color pintada,


me pareció que estaba nuestra efigie:
y por ello mi vista en él ponía.

Cual el geómetra todo entregado


al cuadrado del círculo, y no encuentra,
pensando, ese principio que precisa,

estaba yo con esta visión nueva:


quería ver el modo en que se unía
al círculo la imagen y en qué sitio;

pero mis alas no eran para ello:


si en mi mente no hubiera golpeado
un fulgor que sus ansias satisfizo.

Faltan fuerzas a la alta fantasía;


mas ya mi voluntad y mi deseo
giraban como ruedas que impulsaba
Aquel que mueve el sol y las estrellas16.

De esta forma se completa mi análisis de las propiedades acciden­


tales que todos los teístas coinciden en atribuir a Dios. Dado que hav

166
un universo, según la esencia del teísmo Dios debe ser -necesariamen­
te- su creador. Dado que hay criaturas en el universo, como no puede
ser de otra manera algunas cosas serán buenas para ellas y otras malas
según sea la forma en que Dios -com o algo en realidad contingénte­
las ha creado; por tanto él debe ser la fuente última de valor moral
y de otro dpo para ellos. En virtud de su condición de ser simpliciter
personas, como no puede ser de otra manera creer en la verdad sobre
cuestiones importantes como la existencia de Dios y su voluntad es
Imeno para ellas y por tanto no hay otra posibilidad sino que Dios se
les revelará y las hará partícipes de su voluntad, en este mundo, pero
solo si optan por buscarlo. Una de las cosas que serían malas para
las personas es dejar de existir para siempre al m orir y por tanto él
debe ofrecer vida eterna en el Cielo ju n to a él tanto a las personas
ionio a cualquier criatura que no sea persona para la que también
sería peijudicial dejar de existir para siempre (bien por derecho pro­
pio o porque haya personas u otras criaturas que se preocupen por
días). Es más, esta oferta de vida eterna en el Cielo ju n to a él es una
oferta que ninguna persona será capaz nunca de rechazar en último
término. En el fondo, no podemos eludir el amor de Dios pues al
comparecer ante él en el Juicio Final, su existencia y voluntad se tor­
narán ineludibles para nosotros; será demasiado tarde por tanto para
cualquier ejercicio de libertad de elección de otra cosa que no sea
hit perfectos, de otra cosa que no sea hacer lo que ineludiblemente
m*u lo más razonable, doblegarse y alabarlo para siempre. Para todos
.iqueHos que aún no hayan «vuelto sus ojos hacia él» -aquellos que
110 se hayan comprometido a conocer su voluntad y cumplirla- que se
les doblegue así en el Juicio Final será más o menos infernal, pero no
será eterno para nadie; y a todos les aguarda la plenitud absoluta más
.illa de esto. En otras palabras, estas cuatro propiedades accidentales
mui todas necesarias por el hecho de que Dios ha creado un universo
i on personas libres de ser menos que perfectas en él. Una vez que
incorporamos al teísmo (dada la contingencia de la libertad absoluta
ilc Dios) el hecho de que hay un universo con personas en él que son
libres de ser menos que perfectas, se derivan todas estas propiedades
.ircidentales y por tanto podría decirse que son meros aspectos de la
tola propiedad de la condición de creador último en lo que respecta
.il mundo que Dios ha creado en realidad.

167
De la misma forma que decíamos al final del capítulo 3 que la
sola y simple propiedad de la divinidad, la de ser la persona más
perfecta posible, implicaba las nueve propiedades esenciales «dife­
rentes» de Dios, y que estas podían entenderse como aspectos de
la misma, podemos decir ahora que las cuatro propiedades acci­
dentales «diferentes» se infieren todas de la afirmación de que la
persona más perfecta posible ha creado un m undo con personas
en él libres de ser menos que perfectas. Dado que nadie desearía
negar que hay un universo y que en él hay personas libres de sci
menos que perfectas, ningún teísta que sepa perfectam ente lo que
está diciendo deseará negar que Dios posee cualquiera de esta»
propiedades accidentales.

*
Tenemos por tanto en la esencia de las principales religiones
monoteístas -judaismo, cristianismo e islamismo- una afirmación
coherente, simple y sustancial con implicaciones coherentes, simples
y sustanciales.
Creer que Dios existe es creer que existe la persona más perfecta
posible, un ser que es personal, trascendente, inmanente, omnipoten­
te, omnisciente, eterno, absolutamente libre, absolutamente bueno y
necesario. Creer que tal ser existe nos da una razón para respetar el
m undo en que vivimos como su cuerpo y creación; tratar de conocci
su voluntad respecto a nosotros en este mundo y adecuar nuestras vi­
das en consonancia con ella; temer un Juicio Final en el que nuestra»
vergonzosas faltas se pondrán de manifiesto; y con todo revestimos
de gloria a partir de entonces para compartir con él la vida eterna.
Si algún ser querido viaja en avión y nos enteramos de que el
avión se ha estrellado y que solo una persona de los cien que via­
jaban ha sobrevivido, es razonable que esperemos que el supervi­
viente sea nuestro ser querido, pero no resulta razonable creer que
probablemente lo sea; es poco probable. Si un malvado dictadoi
viaja en avión y nos enteramos que el avión se ha estrellado y que
la mayoría de las personas a bordo han sobrevivido, es razonable
creer que él probablem ente haya sobrevivido, pero poco razonable
esperar que haya sobrevivido (asumiendo que lo haya pintado lo su
ficientemente malvado y que tal vez haya falseado algunos detalles),

168
es probable que así sea. La naturaleza de Dios y sus implicaciones
n i nosotros en caso de que existiera son suficientes por tanto para
que sea razonable que esperemos que Dios exista y para que resulte
irrazonable que esperemos que no exista. Afirmo que la naturaleza
de Dios y las implicaciones que tiene en nosotros son tales como
para que sea razonable esperar que exista e irrazonable que no
exista porque, de la coherencia de la concepción teística de Dios
lal y como hemos venido elaborándola, podemos concluir que es
posible lógicamente que exista y, de las implicaciones para nosotros
de un concepto del que se haya abstraído tal contenido, podemos
concluir que sería sumam ente beneficioso para nosotros que de
verdad existiera. ¿Qué podría ser mejor para nosotros como indivi­
duos o de forma colectiva que tras esta vida se nos reuniera a todos
en una vida eterna en la que encontraríam os la plenitud absoluta?
I>ado que esto es lo que la existencia de Dios supondría para cada
uno de nosotros, resulta irrazonable no esperar que haya un Dios.
Si nos enteram os de que un avión que transporta a alguien que
guarda el secreto de la plenitud eterna y definitiva se ha estrellado,
es razonable m antener la esperanza de que esta persona se haya
salvado en la medida en que exista la posibilidad de que se haya
Nalvado. Desde luego, el hecho de que igualmente sea sumam ente
lazonable albergar la esperanza de que Dios exista no implica que
sea muy razonable, o incluso más razonable de lo que lo habría
sido en otras circunstancias, creer que él realm ente existe. Y dado
el caso, debemos tener cuidado.
Cuando esperamos -razonable o irrazonablem ente- que una de­
terminada conclusión sea cierta, esto nos puede llevar a descuidar
e l análisis de las credenciales de los argumentos que nos llevarían
.1 tener motivos para suponer que de hecho sea cierta, y a tardar
n i considerar dichos argumentos que nos llevarían a tener motivos
pata suponer que no sea cierta. Dado que es sumamente razonable
esperar que Dios exista, debemos por tanto ser mucho más cuida­
dosos de lo habitual al revisar los argumentos a favor y en contra de
su existencia. Pero al haber llamado la atención sobre este peligro
lo que hemos hecho es prevenimos para afrontarlo. Todo lo que
leñemos que hacer es seguir caminando despacio, protegiendo la
llama que nos guía y nos ayuda a recorrer nuestro vacilante camino

169
lo mejor que sabemos. Casualmente, todo lo que necesitamos hacer
es todo lo que podemos hacer.
Hemos analizado lo que significa la afirmación principal del teís­
mo y lo que significaría para nosotros de ser verdad. La pregunta que
surge ahora es por tanto simple y fascinante: ¿es verdad?
De esta cuestión nos ocuparemos en adelante.

170
P a r t e II

La existencia de Dios
6

A rgum entos a favor y en contra


d e la ex isten cia d e D ios

En los primeros cinco capítulos, he analizado las propiedades


de Dios que todos los teístas coinciden en atribuirle. He llamado la
atención sobre lo que a primera vista son problemas conceptuales
asociados a estas propiedades. Sin embargo, los análisis -d eb o ad­
mitir que breves- de los mismos me han llevado a concluir que los
problemas conceptuales que plantean las propiedades divinas sobre
las que coinciden todos los teístas no son en absoluto insuperables,
y en verdad no son mayores que los asociados a las propiedades de
otros muchos entes que creemos que existen. De haberme dedicado
a escribir un libro sobre la naturaleza de los átomos, la civilización o
la belleza, no me habría encontrado con menos problemas concep­
tuales de los que me he encontrado al analizar la naturaleza de Dios;
de hecho, me habría topado con muchos más. Por eso he concluido
que la frase «Hay un Dios» tiene un claro significado: indica algo
determinado y sustancial, y algo que de hecho es simple de por sí.
Que Dios, en caso de existir, sea simple es importante en relación
con los argumentos a favor y en contra de la existencia de Dios que
me dispongo a tratar, dado que es un canon de racionalidad que en
igualdad de condiciones preferimos teorías más simples a las más
complicadas. Permítanme ilustrarlo.
Supongan que esta mañana se han encontrado una carta dirigida
a su vecino en su felpudo. Que la carta estuviera allí sería algo que
necesitaría una explicación. La explicación que todos entenderíamos
como más racional sería que alguien la había dejado allí por error,
lomando su casa por la de su vecino. Sin embargo, habría otras expli­
caciones posibles del hecho de que la carta estuviera en su felpudo.
Aquí va una:

173
Un equipo de monos ninja entrenados por un despiadado cerebro crimi­
nal dejó a propósito la carta en su felpudo en lo que constituye la primera
parte de un endemoniado plan para provocarle una crías de identidad, a
consecuencia de la cual el cerebro espera poder acceder a su cuenta ban-
caria, utilizando sus fondos para llevar aún más lejos sus diabólicos planes
de dominar el mundo.

Esa sería también una explicación, pues de ser verdad explicaría


la presencia de la carta dirigida a su vecino sobre su felpudo. ¿Por
qué entonces pensaríamos que alguien que creyese la hipótesis de
los «monos ninja» sería menos razonable que alguien que creyese la
hipótesis del «cartero equivocado» a tenor de la prueba presentada
en realidad, una carta para su vecino tirada en su felpudo? En mi
opinión, es porque la hipótesis del cartero equivocado es más sim­
ple. Alguien podría argum entar que la prueba de la experiencia no
relacionada con la simplicidad es relevante en este caso, es decir,
la prueba de que según nuestra experiencia es muy difícil entrenar
a los monos para que lleguen a ser ninjas. De ser así, tal vez fuera
mejor un ejemplo en que alguien tenga que decidir entre dos hipó­
tesis, una de las cuales propone un solo ente y la otra propone dos
de un determinado nivel de complejidad y con la probabilidad an­
terior, por ejemplo, si -p o r algún motivo- alguien se viera obligado
a proponer al menos un ente que sea un m ono ninja, consideraría
una extravagancia injustificable proponer más de uno'. Tomamos la
simplicidad como una guía hacia la verdad. En general, necesitamos
la simplicidad para superar un problema que se conoce habitual­
mente como el «problema de la indeterminación de la teoría por
los datos».

Imaginen que quieren investigar cómo varió la propiedad y con la


propiedad x. Así que han medido y para distintos valores de xy han
representado estas medidas en un gráfico. El tipo de gráfico que
obtuvieron figura en la ilustración 1.
Según esta prueba, ¿qué hipótesis relativa a la relación entre x
e y sería más razonable que creyesen? Sería la hipótesis de que x es
igual a y.

174
¿Pero por qué no x igual a Fy, donde F es la función que descri­
biría esta línea curva que atraviesa todos los puntos (ilustración 2)?

y
5-|
4-
3-
2-
1-
i --------- 1---------- r T i
1 2 3 4 5 *

Ilustración I

Ilustración 2

Esta línea atraviesa todos los puntos que constituyen su prueba.


En ese sentido, explican igualmente bien su prueba. ¿Eso hace que
resulte igualmente razonable creerlo según la prueba? Podemos ver
que si decimos «Sí» a eso, entonces -dado que se puede trazar un
número infinito de líneas a través de un núm ero finito de puntos-
tendríamos que afirmar que cualquier evidencia hace que nos resulte
igualmente razonable creer en cualquier núm ero infinito de hipóte­
sis. Pero obviamente eso sería absurdo. Por tanto, cuando decidimos
lo que resulta más razonable creer basándonos en una determinada
prueba, no nos limitamos a buscar una posible «explicación» en el
sentido de algo que se «guste a todos los datos, sino algo más. ¿Qué es
este algo más? La simplicidad. Decimos que es más razonable creer la

175
hipótesis de que x es igual a y basándonos en esta evidencia porque
es la teoría más simple que explica la evidencia -u n a línea recta es
más simple que una línea curva.
A veces el trazo de la simplicidad en una teoría es tan grande que
hace que optemos por una teoría que de hecho no explica toda la
evidencia y que nos sintamos racionales al hacerlo. Consideremos
un gráfico en el que hay miles de puntos de datos sobre la línea
descrita como x igual a y, y solo uno fuera de ella. ¿No afirmaríamos
que lo que es más racional creer en esas circunstancias sería que x
igual a y, y que el resultado que no puede cuadrarse con esta teoría
es erróneo, pues esa vez no medimos bien x o y? Yo mantengo que
lo afirmaríamos. Aunque no tuviéramos otro motivo para pensar
que esa vez medimos mal x o y que el hecho de que los valores que
obtuvimos para ellas no podrían cuadrarse con la teoría más simple,
seguiríamos apoyando la teoría de que medimos mal x o y. Por tanto,
igual que podemos explicar nuestra evidencia, nos servimos de la
simplicidad como guía a la verdad de una hipótesis.
La hipótesis de que hay un Dios es por tanto una hipótesis que
es razonable m antener en tanto en cuanto que la naturaleza de
Dios es simple y que hay pruebas que necesitan explicación y que
su existencia probaría. He argumentado que la naturaleza de Dios
es simple. En breve me dispongo a analizar si hay alguna prueba
que necesite explicación y que demostraría la existencia de Dios. Si
averiguo que no hay tal prueba, la simplicidad de la hipótesis de que
hay un Dios pasará a ser un punto discutible. De la misma forma que
si de hecho no hubiera habido sobre su felpudo una carta dirigida
a su vecino esta mañana, el hecho de creer que entregar por error
una carta en otra dirección es una hipótesis relativamente simple
constituye un punto discutible. Por otro lado, si averiguo que se da
el tipo de prueba necesaria, la simplicidad de la hipótesis de que hay
un Dios será crucial para descartar como igualmente razonables otras
hipótesis más complicadas que podrían presentarse como opciones
igualmente buenas para explicar esa prueba.
Por tanto, la pregunta es: ¿Hay alguna prueba que nos proporcio­
ne argumentos para creer que hay un Dios?

176
*
Los argumentos son aquello que pretende establecer la evidencia
que nos da motivos para creer algo y en principio los buenos argu­
mentos son para mí aquellos que de hecho nos dan modvos para
creer en sus conclusiones. En breve, rem endaré esta definición de
los buenos argumentos, pero se acerca bastante para ser el prim er
intento y es un buen punto de pardda.
Voy a detenerm e un momento a describir la naturaleza de los
buenos argumentos. Al hacerlo, me propongo establecer qué argu­
mentos busco para responder a la pregunta «¿Hay alguna prueba
que nos proporcione un motivo para creer que hay un Dios?», por
lo que aunque la mayoría de lo que afirmo les resultará familiar a
aquellos que ya hayan estudiado filosofía, les animo a no saltarse el
resto de este capítulo.
La naturaleza de los argumentos consiste en pasar de una o más
afirmaciones -conocidas como premisas- a otra afirmación -conoci­
da como conclusión-. Las premisas establecen la evidencia que crea
las razones para creer en la conclusión. Se dice que un argumento es
«deductivamente válido» solo si la conclusión se deriva de las premi­
sas en el sentido de que es imposible que la conclusión sea falsa y las
premisas sigan siendo todas verdaderas. En otras palabras, al decir
que un argum ento es deductivamente válido lo que estoy diciendo
es que no puede llevar de la verdad de las premisas a la falsedad
de la conclusión. Definitivamente hay argumentos deductivamente
válidos para la existencia de Dios. Este es uno:

Todo lo que el Papa cree un dogma es verdadero.


El Papa cree que es un dogma que Dios existe.
Por tanto, Dios existe.

Este argumento es deductivamente válido. Desde luego que alguien


podría pensar que ambas premisas no son verdadetas, pero el punto
clave al evaluar la validez deductiva no es si las premisas son de hecho
verdaderas o no, sino si es posible o no que las premisas de este argu­
mento sean verdaderas y aun así la conclusión sea falsa; por tanto, este
argumento es deductivamente válido para la existencia de Dios. He
aquí otro argumento deductivamente válido para la existencia de Dios:

177
Cézanne pintó a Gauguin.
Cézanne no pintó a Gauguin.
Por tanto, Dios existe.

Las premisas de este argumento se contradicen, por lo que no


pueden ser las dos verdaderas. Es imposible que las dos premisas del
argumento sean verdaderas y la conclusión falsa porque es imposible
que las dos premisas de este argumento sean verdaderas. Por tanto,
este argum ento no puede llevar a la falsedad de la conclusión par­
tiendo de la verdad de las premisas pues no puede partir en absoluto
de la verdad de las premisas, por lo que debe ser deductivamente
válido conforme a la definición estándar.
A la vista de estos dos ejemplos, podemos comprobar que no solo
estamos buscando argumentos deductivamente válidos para la existen­
cia de Dios a la hora de dar con buenos argumentos para la existencia
de Dios. ¿Qué más puede ser necesario?
Se dice que un argum ento es «deductivamente sólido» solo si es
deductivamente válido y todas sus premisas son verdaderas. ¿Bastaría
la solidez deductiva de por sí para que un argum ento fuera bueno?
Si hay un Dios, entonces definitivamente también hay argumentos
deductivamente sólidos para la existencia de Dios. Por ejemplo:

Si están leyendo este libro, entonces hay un Dios.


Están leyendo este libro.
Por tanto, hay un Dios.

Si hay un Dios, independientemente de que estén leyendo este libro


o no, hay un Dios, por lo que realmente es verdadero que si están leyen­
do este libro, hay un Dios. Por tanto si hay un Dios, la primera premisa
es verdadera. Están leyendo este libro, por lo que la segunda premisa es
también verdadera. Por último, si hay un Dios, la conclusión es verda­
dera dado que la conclusión solo dice que hay un Dios. Por lo tanto, si
hay un Dios, este argumento no tiene afirmaciones falsas en ninguna
de sus premisas y es deductivamente válida, pues tiene la estructura «si
p, entonces q; p\ por lo tanto, q», que es una estructura que no puede
partir de la falsedad para llevar a la verdad. Luego, si hay un Dios, este
es un argumento deductivamente sólido para la existencia de Dios.

178
Pero se trata de un argumento que no consideraríamos bueno
incluso aunque pensáramos que hay un Dios. Esto es porque somos
reacios a calificar de bueno un argumento si tenemos que saber la
verdad de la conclusión antes de poder considerarlo deductivamente
sólido. Luego este argumento nos muestra que no solo estamos bus­
cando argumentos deductivamente sólidos para la existencia de Dios
a la hora de dar con buenos argumentos para la existencia de Dios. Lo
que estamos buscando -se podría sugerir- son argumentos deductiva­
mente sólidos de la existencia de Dios que puedan reconocerse como
tales sin tener que saber antes que hay un Dios.
Un argumento deductivamente sólido de la existencia de Dios
cuya solidez deductiva fuera más obvia de lo que es la existencia de
Dios sería un buen argum ento de la existencia de Dios. Este tipo de
argumento sería una prueba deductiva -herm ética- de que hay un
Dios en el sentido de que sería un argumento que nos mostrase que
si fuésemos a admitir que las premisas eran ciertas, nos contradiría­
mos si siguiéramos negando que hay un Dios; y sería un argumento
que emplease premisas y razonamientos que nos resultasen más evi­
dentem ente correctos que la conclusión de que hay un Dios.
¿Bastaría con esto para satisfacer nuestro deseo de dar con moti­
vos para creer que hay un Dios? No, no basta.

Acabamos de com probar que hay muchos argumentos deducti­


vamente sólidos que no son buenos. También hay muchos buenos
argumentos que no son deductivamente sólidos. Piensen en este
argumento:

Hallaron a Andy de pie en una habitación cerrada con d cuerpo de Bob,


momentos antes de la muerte de Bob.
Se o y ó a Andy gritar: «Te voy a matar, Bob», momentos antes de que
sonara un disparo.
Hablan matado a Bob de un disparo.
Andy tenia en la mano una pistola aún humeante cuando le hallaron.
Las primeras palabras de Andy al ser descubierto fueron: «Acabo de
matar a Bob».
Por tanto, Andy mató a Bob.

179
Creo que todos estaríamos de acuerdo en que es un buen argu­
mento. Cualquiera que aceptase la verdad de todas las premisas pero
negase la conclusión también estaría siendo muy poco razonable. Al
aceptar la verdad de las premisas nos comprometemos —so pena de
caer en la irracionalidad—a aceptar la verdad de la conclusión. Sin
embargo, no nos compromete a aceptar la verdad de la conclusión
por miedo a caer en una contradicción. El argum ento no es deduc­
tivamente sólido incluso aunque todas las premisas fueran verdad,
porque no es deductivamente válido. Es posible que pudiera hacer­
nos partir de la verdad de las premisas para llegar a la falsedad de la
conclusión —no es probable, pero sí posible.
Piensen en esta posibilidad: Andy quería disparar a Bob; se lo
gritó a Bob; y sacó una pistola con la intención de matarlo. Sin em­
bargo, un tal Charlie -q u e desde el jardín apuntaba a Bob a través de
la ventana abierta con un rifle de francotirador con silenciador- dis­
paró primero, matándolo. Andy -frustrado al ver que se le negaba la
oportunidad de matar él mismo a Bob- disparó a Charlie, provocan­
do así el sonido del único disparo que se oyó. Cuando descubrieron
a Andy con la pistola humeante, decidió en cuestión de segundos
que aunque Charlie le había negado el placer de ser él mismo quien
matara a Bob, quería que Charlie lograra escapar, por lo que mintió
y dijo que había sido él quien acababa de matar a Bob.
Esto -aunque im probable- es una posibilidad y por tanto debe­
mos admitir que la verdad de las premisas no garantiza la verdad de
la conclusión. Sin embargo, la verdad de las premisas hace bastante
improbable que la conclusión sea falsa, tan improbable que a buen
seguro lo consideraríamos un buen argumento para la culpabilidad
de Andy. Puesto que este argumento eleva la probabilidad de su
conclusión sobre la verdad de sus premisas lo que hace que su con­
clusión sea probablemente más verdadera que falsa, merece que le
confiramos una especie de título honorífico; vamos a llamarlo «in­
ductivamente válido», para emparejarlo desde el punto de vista ter­
minológico con «deductivamente válido». Así, podríamos definir un
argumento inductivamente sólido como aquel que es inductivamen­
te válido y solo tiene premisas válidas. Un argumento inductivamente
válido de la existencia de Dios que podría reconocerse como tal sin
necesidad de basarse en la asunción de que hay un Dios no cons-

180
lituiría una prueba irrefutable de que haya un Dios, pero sería un
argumento que nos mostrase que en caso de querer admitir que las
premisas fueran verdaderas, seríamos irracionales si persistiéramos
en negar que hay un Dios; y emplearía premisas y razonamientos
que nos parecerían más evidentemente correctos que la conclusión
de que hay un Dios. Un argumento inductivamente sólido de la
existencia de Dios que podría reconocerse como tal sin necesidad de
basarse en la asunción de que hay un Dios sería por tanto un buen
argumento de la existencia de Dios.
Obviamente, hay una diferencia clave entre un argum ento que
eleva la probabilidad de su conclusión hasta cierto punto, pero no
hasta el punto de que su conclusión sea más probablemente verda­
dera que falsa, y el hecho de elevarla hasta el punto de que su con­
clusión pase a ser más probablemente verdadera que falsa. Piensen
en este argumento:

Andy odiaba a Bob.


Por lo tanto, Andy mató a Bob.

Este, tenderíam os a decir, no es un buen argum ento puesto que


(además de no ser -evidentem ente-deductivam ente válido) carece
de la propiedad que estamos denom inando validez inductiva: la ver­
dad de las premisas -b ueno, en este caso solo de u n a - no hace que
la conclusión sea más probablem ente verdadera que falsa. Pero el
hecho de que Andy odiaba a Bob increm enta de p or sí muy ligera­
mente las posibilidades de que lo matara. Si odian a alguien, es más
probable que puedan m atar a esa persona que si no lo hacen; el he­
cho de que Andy odiara a Bob respalda inductivamente, podríamos
decir, la conclusión de que lo mató. Por supuesto, sigue siendo más
probable que no maten a nadie de lo que es que maten a alguien
que odian, y seguramente por esta razón podríamos decir que li­
mitarnos a llamar la atención sobre el hecho de que Andy odiaba a
Bob no nos va a brindar de por sí un buen argum ento para concluir
que mató a Bob, ni de por qué el nivel de respaldo inductivo que
da la premisa a la conclusión no es lo bastante grande como para
hacer que el argum ento sea inductivamente válido.
Todo esto demuestra que mi prim er intento p o r definir un buen

181
argumento -com o aquel que nos aporta motivos para creer en la
conclusión- no está muy acertado. No calificaríamos de buenos a
muchos argumentos que de hecho deberían aceptarse por apor­
tar motivos para creer en una determ inada conclusión, porque los
motivos que dan -a u n siendo motivos- no son buenos motivos. Au­
mentan la probabilidad de la conclusión -tal y como lo he expuesto,
la respaldan inductivamente-, pero la conclusión sigue teniendo
menos probabilidades de ser verdadera que falsa con respecto a la
verdad de las premisas. No son argumentos válidos deductivamente
ni argumentos inductivamente válidos. Por tanto, una definición
de un buen argumento mejor de la que inicialmente he dado sería:

Un buen argumento es aquel cuyas premisas hacen más probable que


improbable su conclusión, y cuyas premisas y razonamientos son más ob­
viamente correctos que su conclusión.

Esta sería por tanto una definición que incluiría todos los argu­
mentos de la existencia de Dios deductivamente e inductivamente
sólidos que pudieran reconocerse como tales sin necesidad de ba­
sarse en la asunción de que hay un Dios.
Por último, una serie de argumentos que de por sí respaldara
inductivamente una determinada conclusión pero ninguno de los
cuales considerado de forma aislada elevase la probabilidad de la
conclusión más del cincuenta por ciento y, por tanto, por sí mismos
no contaran como inductivamente sólidos podrían, al considerarse
en su conjunto, elevar la probabilidad de la conclusión más del cin­
cuenta por ciento y así considerados en su conjunto generar lo que
podría denominarse un «argumento acumulativo del caso» para su
conclusión que fuera inductivamente sólido y por ende bueno.
Por lo tanto, eso es lo que sugiero que deberíamos considerar
como nuestro objetivo cuando argumentamos a favor y en contra de
la existencia de Dios, buenos argumentos. Y eso es lo que entiendo
que queremos decir con buenos argumentos.
Ahora me gustaría explicar por qué estamos interesados en buscar
buenos argumentos de la existencia de Dios (y, en su debido momen­
to, de su inexistencia) y de dónde asumiré que partimos al considerar
algunos argumentos supuestamente buenos.

182
*
Algunas de nuestras creencias se basan en otras creencias por
argumentos que creemos son del tipo que acabamos de describir,
estableciendo estas otras creencias la prueba que constituye nuestro
motivo para tener las creencias que se basan en ellas. Sin embargo,
dado que ninguno de nosotros (excepto Dios, de existir) puede te­
ner un núm ero infinito de creencias, que es lo que -p o r reducción
al absurdo- se necesitaría si fuésemos a basar cada una de nuestras
creencias en al menos una de las otras por medio de un argum ento
de uno de estos üpos, debe de ser que algunas de nuestras creencias
son «infundadas», son básicas. Es intelectualmente respetable que
tengamos ciertas creencias (pues es intelectualmente ineludible)
sin que las basemos en otras creencias que tenemos como eviden­
cias de aquellas. Resulta entonces natural preguntar qué creencia o
creencias es aceptable tener como básicas; en otras palabras: «¿Cuál
o cuáles son “propiamente básicas”?». En el contexto de lo que nos
atañe en este libro, es natural preguntar si creer que hay un Dios
podría considerarse propiamente básico. Esta es la pregunta a la que
ahora nos vamos a referir brevemente.
Ciertamente, algunos filósofos han mantenido que «creer en Dios
sin prueba ni argumento alguno bien podría ser enteram ente correc­
to, racional, razonable y adecuado»2, y si bien en principio me inclino
a estar de acuerdo con ellos, no creo que nadie que lea esto sea una
persona para la que creer en Dios pueda resultar propiamente básico
así planteado.
Para algunas personas en determinadas culturas en ciertas épocas,
creer que hay un Dios ha sido en verdad algo básico. Podemos ima­
ginamos a un huérfano, criado en un monasterio aislado del m undo
en la Edad Media. Nunca ha oído hablar del «ateísmo» o del «agnos­
ticismo» como posibilidades; nunca se le ha planteado para que lo
piense argumento alguno a favor o en contra de la existencia de Dios.
Aunque los monjes que le acompañan no dejan de hablarle de Dios,
no considera su testimonio como una prueba de que lo que dicen es
verdad -nunca utiliza el hecho de que digan estas cosas como pre­
misa de un argumento a favor de la verdad de lo que sea que estén
diciendo-. Se limita a creer lo que dicen crédulamente. Su creencia
de que hay un Dios es una creencia que nunca se le ha ocurrido que

183
pueda ser cuestionada o justificada. Por tanto, para este huérfano
creer que hay un Dios es algo básico.
De modo que creer que hay un Dios podría ser básico; se diría que
la única pregunta que podemos plantar es: «¿Podría considerarse
propiamente básico creer que hay un Dios?». Desde luego, cada cual
es muy libre de aseverar que es propiamente básico pensar que la
creencia de que hay un Dios es siempre algo propiamente básico,
y que por tanto contestar afírmadvamente a la pregunta de si la
creencia de que hay un Dios podría ser algo propiam ente básico
no exige esfuerzo argumentativo alguno por su parte. Pero si no
contemplamos esta posibilidad, entonces al contestar a la pregunta
necesitaremos emplear algún argum ento a favor de la basicalidad
propia y dar algunos argumentos que aclarasen por qué deberíamos
pensar que la creencia de que hay un Dios sadsface en general estos
criterios o los satisfaría ajuicio de alguien si se dan las circunstancias
adecuadas. Si nos apartamos del consenso de los que consideran
la creencia en Dios como algo propiamente básico, y establecemos
que para que una creencia sea propiamente básica debe ser nece­
sariamente verdad, cualquier argumento que diga que la creencia
de que hay un Dios es o podría ser propiamente básica dependerá
de que se establezca que hay un Dios, y por tanto aquel que tenga
una buena razón para pensar que la creencia de que hay un Dios
es o podría ser propiamente básica no será la clase de persona para
quien pensar que la creencia de que hay un Dios es propiamente
básica, no será la clase de persona que considera que su creencia de
que hay un Dios no se basa en otras creencias, más básicas, por me­
dio de algún argumento. Pero si seguimos estando de acuerdo con
aquellos que afirman que la creencia en Dios es algo propiamente
básico, y no consideramos que una creencia debe ser verdad para
poder ser propiamente básica, resulta imposible dar una explicación
satisfactoria de en qué consiste la «propiedad» de su basicalidad.
Dado que «propiedad» es un preconcepto -e n este contexto significa
una cualidad que es bueno que tenga una creencia- y dado que
nuestras creencias básicas son precisamente aquellas que no pode­
mos explicar por qué las tenemos, la única buena cualidad potencial
que podrían tener nuestras creencias básicas (en virtud de la que
podríamos conferirles el preconcepto de propiedad) es la verdad.

184
Dado que por tanto resulta verosímil (según el consenso existente
entre los filósofos que analizan este asunto con mayor entusiasmo)
considerar que una creencia debe ser verdad para ser propiamente
básica, nos encontramos en algo parecido a un callejón sin salida
sobre la cuestión de la conveniencia de considerar básica la creencia
de que hay un Dios, pero -e n lo que respecta a los lectores de este
libro- podemos ver que la cuestión ha pasado a ser irrelevante. El
hecho de que la creencia de que hay un Dios podría ser propiamente
básica para alguien depende de si podría ser o no básica para ellos y
de si la creencia de que hay un Dios podría no ser básica para cual­
quiera que estuviese leyendo este libro. Cualquiera que esté leyendo
este libro no estará en una posición análoga a la del huérfano criado
en un monasterio aislado de la Edad Media. Habrán conocido a teís­
tas, ateos y agnósticos. Habrán escuchado argumentos a favor y en
contra de la existencia de Dios y habrán reflexionado sobre ellos. Ha­
brán empezado a relacionar su creencia en la existencia de Dios; su
creencia en la no existencia de Dios; o su creencia en que deberían
dejar de razonar sobre si existe o no un Dios, con otras creencias que
tienen acerca de estas cuestiones, creencias que considerarán más
básicas. Si creen que hay un Dios (o que no lo hay) y les dicen que
esta creencia podría ser propiamente básica, solicitarán argumentos
para suponer que podría serlo, argumentos que ju n to con su inter­
pretación revelarán -m ediante las consideraciones esbozadas- que
ellos mismos no son personas para quienes la creencia sea básica, de
hecho no son personas que consideren la creencia como propiamen­
te básica. Si hay alguien para quien creer que hay (o no hay) un Dios
podría ser propiamente básico, no somos esas personas. Para bien
o para mal, necesitamos argumentos si queremos seguir adelante3.
Puesto que tenemos que seguir adelante mediante la argumentación,
necesitamos tener una ¡dea clara del punto del que partimos.
Coloquialmente hablando y desde luego en el debate tradicio­
nal sobre la cuestión, los teístas son aquellos que creen que hay un
Dios; los ateos son aquellos que creen que no lo hay; y los agnósticos
son aquellos que ni creen que haya un Dios ni que no lo haya. Sin
embargo, la etimología de «agnóstico» propicia una desviación de
su uso coloquial. Podríamos decir que los agnósticos son aquellos
que creen que no saben si hay o no un Dios; es posible que crean

185
no obstante que lo hay o que crean que no lo hay. Según esta in­
terpretación del agnóstico, por tanto, es bastante posible que los
teístas o los ateos sean agnósticos. Un agnóstico teísta, por ejemplo,
creería que hay un Dios pero también pensaría que su creencia de
que hay un Dios no tuvo lo que quiera que sea que debe incorporar
una verdadera creencia para convertirse en conocimiento. Hasta
hace relativamente poco en la historia de la filosofía, esto podría
parecer lo mismo que el hecho de que él o ella creyera que carecía
de las razones adecuadas a favor de su creencia de que hay un Dios,
basándonos en la asunción de que nuestro agnóstico estuviera bien
al corriente (y conforme con ella) de la visión generalizada de la na­
turaleza del conocimiento. Sin embargo, recientemente ha habido
cierto replanteamiento de la naturaleza del conocimiento a resultas
del cual la mayoría mantendría que se podría tener conocimiento de
algo sin las razones apropiadas (o de hecho sin razones en absoluto)
para creerlo y que se podría tener razones apropiadas (de hecho
razones contundentes) para creer algo sin conocerlo incluso aun
cuando fuera verdad, por lo que la postura ha pasado a ser en cierto
modo más complicada. Acabamos de analizar una manifestación de
dicha complicación: la tesis de que creer que hay un Dios podría
ser propiamente básico. No obstante, he aventurado que cualquiera
que esté leyendo esto habrá pensado en la existencia de Dios antes;
cualquiera habrá acumulado un «trasfondo de conocimientos» a
partir de su experiencia y de la de los demás; cualquiera habrá em­
pezado a relacionar su creencia en Dios o la ausencia de esta con su
trasfondo de conocimientos y por tanto habrá empezado a alejarse
de lo que se podría denom inar la «posición por defecto», en la que
ni se cree que se tenga buenas razones para creer que haya un Dios
ni se piensa que se tenga buenas razones para creer que no lo haya.
Dado que este trasfondo de conocimientos y las reflexiones de las
personas sobre él van a ser muy variables y al escribir debo dirigir­
me a ustedes en su conjunto más que como personas individuales
-cuando por supuesto no habría necesidad alguna de dirigirme
a ustedes al escribir (podríamos limitarnos a ch arlar)- tengo que
elegir un punto de partida comprometido para mi argumento. Me
voy a dirigir directam ente a unos lectores hipotéticos más bien,
aquellos que aún están en la «posición por defecto» de la siguiente

186
forma: (a) ni creen que haya un Dios ni creen que no lo haya; y (b)
creen que no hay más razón para creer que hay un Dios de la que
hay para creer que no hay un Dios, ni más razón para creer que no
lo hay que la que hay para creer que sí. Aunque teniendo en cuenta
el precedente y la razón podría decirse que esto es «agnosticismo»,
debido al controvertido tema de la naturaleza del conocimiento, yo
lo voy a denominar la «posición del cincuenta por ciento». Cojan una
moneda. Láncenla al aire. Déjenla aterrizar sin mirar de qué lado ha
caído. ¿Qué creen que habrá salido cara o cruz? ¿Qué piensan sobre
las razones que tienen para creer que ha salido cara o que ha salido
cruz? Comprobarán que ni creen que vaya a salir cara ni que vaya a
salir cruz; lo que creen es que hay un cincuenta por ciento de pro­
babilidades de que salga cara y un cincuenta po r ciento de que salga
cruz porque solo hay dos opciones -cara o cruz (habrán observado
que no se ha caído de can to )- y reconocen que no hay razón para
pensar que una sea más probable que la otra. Están en la posición
del cincuenta por ciento respecto a que haya salido -digam os- cara,
l a posición del cincuenta por ciento análoga con respecto a la afir­
mación de que hay un Dios es una posición que, si bien es probable
que no sea exactamente el punto del que parta en realidad ninguno
de ustedes, será una posición que minimiza las oportunidades de que
haya alguien que se sienta excluido por estar muy alejado de m í por
lo que afirmo que es relevante para ellos.
Si de hecho parten de la posición del cincuenta por ciento, en­
tonces cualquier argumento que sostenga inductivamente la conclu­
sión de que es verdad que hay un Dios es de por sí, desde luego, un
argumento inductivamente sólido a favor de la verdad del teísmo.
Y cualquier argumento que sostenga inductivamente la conclusión
de que es falso que haya un Dios es de por sí un argumento induc­
tivamente sólido de la falsedad del teísmo. Si tienen argumentos
inductivamente sólidos para ambas partes, tienen que contrastar los
unos con los otros para averiguar si tienen más razones de peso para
creer en unos o en otros, de tener alguna. (Es posible que acaben
volviendo a la posición del cincuenta por ciento.)
Permítanme seguir con la introducción de los argumentos que
voy a analizar.

187
*
A lo largo de la historia del pensamiento ha habido un gran nú*
mero de argumentos que han pretendido dam os razones para pen­
sar que hay un Dios. La división de estos tres argumentos en tres
clases que hizo Kant resulta muy oportuna. En prim er lugar, están
los que parten de la experiencia determ inada (alguna característica
concreta del m undo); en segundo lugar, los que parten de la expe­
riencia indeterm inada (el m ero hecho de que hay un m undo); y en
tercer lugar, los que parten de categorías puras a priori (argumentos
que parten simplemente del concepto de Dios). Por tanto, en la pri­
m era clase pondríamos aquellos argumentos a favor de la existencia
de Dios que parten de alguna condición del universo, por ejemplo,
que está ordenado; que tuvo un principio; que contiene verdades
morales; que contiene las verdades morales concretas que él esta­
blece; que contiene varios milagros o noticias de milagros; que la
gente tiene experiencias religiosas en él; y así sucesivamente. En
la segunda clase podríamos poner el argum ento cosmológico, que
parte del mero hecho de que hay un universo. En la tercera clase,
pondríamos el argum ento ontológico, que parte sencillamente de
la reflexión sobre el concepto de Dios.
A excepción del argum ento ontológico, todos estos argumen­
tos de la existencia de Dios pueden presentarse como buenos dado
que son deductivamente sólidos de forma más obvia que la verdad
del teísmo; o como buenos porque son inductivamente sólidos de
forma más obvia que la verdad del teísmo; o -aunque no puedan
considerarse buenos de forma aislada- como que tienen premisas
verdaderas e inductivamente sostienen la verdad del teísmo de for­
ma más obvia que la verdad del teísmo, es decir, como argumentos
que contribuyen positivamente a lo que potencialmente constituye
un buen argumento acumulativo del caso a favor de la existencia de
Dios. El argumento ontológico solo puede presentarse como algo
que pretende ser bueno al tratarse de un argumento deductivamente
sólido que puede reconocerse como tal sin necesidad de apoyarse en
la asunción de que hay un Dios.
Solo disponemos de un espacio de tiempo finito, por lo que debo
centrarme en un núm ero manejable de argumentos. He elegido los
argumentos que voy a analizar teniendo en cuenta lo verosímiles que

188
me parecen a prim era vista. No se puede analizar cada argum ento
que se propone o se podría proponer en el futuro; uno tiene que
optar por una especie de preselección guiándose por su propio
«instinto visceral» filosófico. Y mi instinto visceral me ha llevado
a considerar y también a rechazar en último térm ino argumentos
que su instinto visceral les habría desaconsejado llegar siquiera a
considerar en prim era instancia; mis disculpas por lo que a ustedes
les parecerá un retraso innecesario. Si esto me ha llevado a ignorar
un argum ento que su instinto visceral les hubiera llevado a tener en
cuenta, es algo que potencialm ente constituye un motivo más grave
de queja. No obstante, puedo añadir además un punto que no se
verá sustentado por completo hasta el final: este tipo de omisiones
no puede afectar a la sensatez de mi conclusión. Los argumentos
que voy a tener en cuenta son suficientes como para garantizarlo.
Voy a considerar e! argum ento ontológico, el argum ento a di­
señar, el argumento cosmológico, el argum ento de la experiencia
religiosa y el argumento de los supuestos milagros como argumen­
tos que pretenden darnos un buen motivo para creer que es cierto
que hay un Dios. Luego, analizaré el problema del mal como un
argumento que pretende dam os una buena razón para creer que
es falso que haya un Dios. Cada uno de estos argumentos ocupará
un capítulo de los que restan. Por último, en el capítulo final, voy a
analizar la relación existente entre tener la creencia d e que hay un
Dios y tener fe en Dios.

189
7
El argum ento o n to ló g ico

El argumento ontológico fue planteado por san Anselmo hace


casi mil años1. La esencia del argum ento se puede exponer muy
brevemente:

1. Dios, por definición, es un ser perfecto.


2. Es mejor existir que no existir.

Por lo tanto, Dios existe.

En un razonamiento, las condiciones se pueden fijar como uno


quiera y la premisa 1 solo da a conocer un aspecto -y, como ya he
expuesto, el principal- la definición teísta de Dios. Si hay algo in­
correcto en el razonamiento, debe de estar en la premisa 2. Pero la
premisa 2 a prim era vista también parece correcta. Consideren la
pregunta ¿qué sería mejor: que se evaporara por el efecto de una
pistola de rayos y dejaran de existir o que continuaran existiendo?
Por pequeño que sea el beneficio o el placer que reciba al leer
esto, dudo que piense que sería mejor si no existiera. Por supuesto,
todos nos podemos imaginar una situación en la que la vida de al­
guien fuese tan mala como para que fuera mejor no existir-el chico
de Esparta del que les hablé en un capítulo anterior se encontraría
en una situación así-. Sin embargo, si la persona en cuestión tuvie­
ra una posición acomodada en todos los aspectos, sería mejor que
existiera a que no existiera; y está claro que Dios va a estar en una
posición lo suficientemente holgada en todos los sentidos, por lo
tanto será mejor para él (y para nosotros) si existe. Afirmar que es
mejor existir que no existir parece entonces (objeciones nimias e
irrelevantes aparte) correcto.

190
Ambas premisas del argumento ontológico parecen claramente
ser verdaderas; explicadas en conjunto parecen conducirnos, de una
manera deductiva y válida, a la conclusión de que Dios existe, la cual
no era una verdad indiscutible. Si Dios es por definición perfecto,
entonces -dado que es mejor existir que no existir- tendrá que exis­
tir. Es imposible que ambas premisas sean verdad y la conclusión
falsa, por consiguiente las dos premisas son verdaderas. Parece pues
que tenemos un razonamiento sólido para probar la existencia de
Dios, solidez que es más evidente que la misma existencia de Dios. El
argumento ontológico retine todas las cualidades para ser un buen
argumento. Parece serlo, pero ¿es así?

*
Es más fácil descubrir que algo no funciona con el argumento on-
lológico que describir exactamente qué es lo que no funciona. Una
forma de ver si algo ha fallado sería considerar que si funcionara, se
podrían crear razonamientos parecidos ad infínítum que probaran
la existencia de cualquier entidad que uno quisiera mencionar. Per­
mítame mostrarle un ejemplo.
El mayordomo de la Sala Común para académicos de mi univer­
sidad es muy bueno m anteniendo todo bajo control. Por ejemplo,
en una ocasión, recién admitido como miembro de la Sala Común,
estaba cenando en la mesa principal. Llegó el plato principal -q u e
sirve el mayordomo en servicio de plata-. Yo era uno de los primeros
a los que se servía y tras coger una porción de la bandeja, hice ade­
mán de ir a servirme una segunda. El mayordomo se inclinó ligera­
mente y me aconsejó sotlo voce: «Una se considera suficiente, señor».
Me molestó, pero dejé la segunda porción en la bandeja, que siguió
avanzando en sus manos hasta el final de la mesa, donde se sentaba
el tutor superior. Cuando llegó allí, me di cuenta de que la bandeja
contenía el núm ero exacto de porciones de manera que el tutor
superior -el último en ser servido- cogía la última. Si me hubiera
servido una segunda porción, el profesor se habría quedado sin plato
principal; todos los ojos de la Sala Común habrían rastreado de una
forma infalible su camino hasta el origen del problema. En última
estancia, se habrían ñjado en mí, masticando tan campante mis dos
porciones. De no haber sido por la oportuna intervención del ma-

191
yordomo, mi carrera en la universidad habría sido más bien corta.
Como ven el mayordomo de la universidad es bastante bueno sa­
cando a la gente de embrollos. Pero incluso él no es el mejor mayor­
domo; no puede llegar a ser un Jeeves para Wooster*, lo cual es más
un indicio de lo mucho que yo soy un Wooster que de lo poco que él
es un Jeeves. De cualquier manera, la reflexión sobre este incidente
me hace pensar que estaría bien tener en la vida un mayordomo a su
lado, dispuesto a ayudarle con sabios consejos sotto voce. Definamos
el concepto de «Jeeves» como el mejor mayordomo que se pueda
tener. De m anera que, Jeeves -p o r definición- estará cerca siempre
que pueda necesitarlo.

1. A Jeeves lo defino como el mejor mayordomo posible.


2. Si hay un análisis mejor del argumento ontológico que este, sería
mejor que Jeeves estuviera a su lado, entregándoselo.

De lo que se deduce que Jeeves debe estar ahora a su lado, entregándole


un análisis mejor del argumento ontológico que este.

Este argumento parece tan bueno como el argumento ontológico


para explicar la existencia de Dios. La prim era premisa presenta mi
definición de «Jeeves», nada que argum entar aquí. La segunda pre­
misa informa de que si hubiera tal cosa como un análisis mejor del ar­
gumento ontológico que este, al ser mejor, usted estaría leyendo ese
mejor análisis, de igual modo un mayordomo mejor sería aquel que
estuviera a su lado con este análisis. Esto se entiende muy fácilmente.
Sin embargo de estas dos premisas se deduce que Jeeves está a su
lado con un análisis mejor que este. Búsquelo. Está ahí, ¿no? La única
manera de escaparse de la conclusión de que esté aquí es alegando
que este es el mejor análisis posible que uno pueda presentar sobre
el argumento ontológico. Yo podría estar satisfecho con semejante
conclusión, pero dudo de que usted lo esté.
La objeción que dice que si el argumento ontológico funciona-

* Serie de televisión británica adaptada de las historias de Jeeves, de P. G. Wo-


dehouse. Wooster es un aristócrata y rico ocioso que es ayudado en sus aventuras
sociales por el indispensable mayordomo Jeeves. (N. d elT .)

192
ra, entonces el argum ento sobre «Jeeves» y otros similares también
funcionarían, se llama «objeción por saturación» al argumento on-
lológico; si el argumento ontológico funcionara, sobrecargaríamos
H universo con toda clase de entidades como Jeeves.

Algo no funciona con el argumento ontológico. Pero ¿qué exac­


tamente?
Para empezar, la premisa 1 es bastante ambigua. ¿Utiliza el térmi­
no «Dios» para distinguir algo y después atribuirle una propiedad,
aunque una esencial, de la misma manera que usted diría que este
libro es por definición algo que tiene páginas? Si es así, no podría­
mos saber si al término «Dios» se le ha atribuido una propiedad sin
saber antes la conclusión de este argumento, que hay un Dios, de
manera que no se puede saber si la premisa 1 es verdadera con más
seguridad que la conclusión, que hay un Dios. Esto sería suficiente
para desestimar la reivindicación de que el argum ento ontológico
aun siendo sólido sea válido. Sin embargo, si la premisa 1 no utiliza el
término «Dios» para distinguir algo al que atribuirle una propiedad,
debe entonces significar algo así como «si hay un Dios, entonces es
por definición perfecto», pero si es este realmente el significado de
la premisa 1, entonces aunque se pueda considerar verdadera sin
necesidad de saber con antelación que hay un Dios, no puede sus­
tentar la conclusión de que Dios exista, como m ucho la conclusión
de que, si hay un Dios, entonces él existe. Este resultado es bastante
insustancial. De todos modos ya sabíamos eso. A pesar de mi entu­
siasmo inicial, la premisa 1 es muy discutible.
Siendo esta una razón suficiente para rechazar el argum ento on­
tológico, para que resulte completo, debemos echar un vistazo a la
premisa 2. En esta ha recaído la mayor parte de las críticas filosófi­
cas. La segunda premisa reza «es mejor existir que no existir». ¿Qué
objeciones encontramos en ella?

*
Podemos andam os por las ramas, pero al final uno llega a lo que
ya apuntó Kant: la existencia no es un predicado. Déjeme explicar
lo que Kant quería decir.

193
Ya he hablado anteriormente de este libro y de las dos propiedades
esenciales que tenía: una de ellas era que usted lo estaba su jetando.
Supongo que ahora tendrá la misma propiedad. Lo que plantea Kant
sería que aunque es una propiedad bonafide del libro el que lo sujete,
no lo es que exista; es decir que la existencia no es un predicado, o
dicho de otro modo, la existencia no es una propiedad que los objetos
tengan. De manera que las siguientes frases mías son verdad (deduz­
co): «este libro lo está sujetando» y «este libro existe», pero según Kani
hay una diferencia crucial entre ambas frases. La primera predica algo
del libro. Elige el libro y afirma que tiene una propiedad, la propiedad
de estar siendo sujetado. La segunda frase, a pesar de la similitud gra­
matical con la primera, no la tiene. No elige el libro y le confiere una
propiedad, la propiedad de existir. ¿Qué hace entonces? La contesta­
ción es un poco más complicada, para ello tengo que reforzar a Kant
con algo afirmado por un filósofo posterior, Goulob Frege, y me va a
llevar un rato exponer todas las ideas necesarias para entender a Frege.
En prim er lugar haré una distinción entre lo que llamaré objetos
concretos y objetos abstractos. Ejemplos de objetos concretos serían
cosas como este libro, la silla en la que está ahora sentado, y su mano
derecha. Ejemplos de objetos abstractos serían la naturaleza de la edu­
cación, bs errores del gobierno actual sobre b naturaleza de b educación,
las consiguientes políticas aplicadas a las universidades, y -dejando a un
lado mis preocupaciones personales- el número cinco. ¿En qué nos
basamos a la hora de decidir si un objeto es concreto o abstracto?; es
más, ¿nos basamos en algo? (puede que la distinción sea algo rústica,
inexplicable en relación con cualquier otra cosa). La pregunta no
es fácil de responder pero afortunadamente no necesitamos por el
momento responderla, suponiendo, como creo, que todos tenemos
bastante clara la distinción a través de estos ejemplos.
Con esta distinción a mano vamos a considerar los objetos con­
cretos como son las sillas que hay en la habitación en la que está.
Supongamos que hay tres. Es lógico que agrupe las sillas en su mente,
para la discusión, en un conjunto. El conjunto de sillas en la habita­
ción es un objeto abstracto, y sus componentes son objetos concretos.
El conjunto de sillas como objeto abstracto tiene propiedades que
sus componentes, como objetos concretos, no tienen. Tiene la pro­
piedad de poseer la cuarta parte del núm ero de componentes, que

194
como objeto abstracto constituyen el conjunto de las patas de las si­
llas que hay en su habitación. Las sillas individualmente como objetos
concretos no tienen una cuarta parte del núm ero de componentes,
no tendría sentido. Las sillas como objetos concretos e individuales
en la habitación tienen propiedades que el conjunto de sillas como
objeto abstracto no tiene. Cada una de ellas, supongo, tiene asientos
tapizados. El objeto abstracto, es decir, el conjunto de sillas no tiene
asientos tapizados; esto tampoco tendría sentido.
Ahora, piense en estas dos frases mientras las lee: «las sillas en
esta habitación tienen asientos tapizados» y «las sillas en esta habi­
tación son tres». Si no se piensa con detenimiento se podría decir
que ambas frases tienen el mismo sujeto -las sillas- y predican cosas
diferentes sobre el sujeto, tener asientos tapizados y ser tres. Pero
con la ayuda de Frege podemos ver que el verdadero sujeto de las
dos frases es diferente, a pesar de la similitud gramatical. La prime­
ra frase considera los objetos concretos, las sillas en la habitación,
como el sujeto; la segunda considera el objeto abstracto como es el
conjunto abstracto de las sillas como el sujeto. La primera nos dice
que las sillas de la habitación tienen una propiedad, la de tener
asientos lapizados; la segunda nos dice que el conjunto de sillas en
la habitación tiene la propiedad de tener 3 componentes. Con esto,
leñemos las herramientas necesarias para entender la interpretación
de Frege sobre la existencia.
Piense en la frase «Las sillas en esta habitación existen». ¿Cuál es
d verdadero sujeto de la frase? ¿Son los objetos concretos, es decir,
las sillas en la habitación? No.
¿Es el conjunto de sillas? Sí. Afirmar que las sillas en la habitación
existen es afirmar que el conjunto de sillas no tiene cero componen­
tes. Afirmar «X existe» no es afirmar algo sobre X. Es decir algo sobre
i‘l objeto abstracto que conforma el conjunto de cosas seleccionadas
por el concepto X y es afirmar que no es el conjunto con cero com­
ponentes. De manera que según Kant y Frege, la existencia no es una
propiedad de los objetos concretos; la existencia no es algo que los
objetos hagan, como respirar, aunque más calladamente. Más bien
cuando se dice que X existe, se afirma algo, no sobre X, sino sobre
d conjunto de X y lo que se afirma es que el conjunto de X no es un
conjunto vacío, el conjunto con cero componentes. Si hay un Dios,

195
el conjunto de Dioses no es un conjunto vacío, pero el hecho de
que el conjunto de Dioses no sea el conjunto vacío no es una certe­
za sobre Dios; no es una propiedad de Dios como objeto concreto
que el objeto abstracto, que es el conjunto de Dioses, no este vacío.
Una vez demostrado, con la ayuda de Kant y Frege, que la existen­
cia no es una propiedad de Dios aunque este exista, la premisa 2 del
argumento ontológico se viene abajo. Si la existencia no es una pro­
piedad de Dios aunque Dios exista, entonces no puede ser una propie­
dad que sería mejor que él tuviera.
¿Cómo explicar nuestra intuición de que dejar de existir sería
malo? Ya hemos visto que sería malo dejar de existir porque frus­
traría el crecimiento personal y las aspiraciones de una persona. Al
no haber existido, no se frustraría ningún crecimiento personal ni
aspiraciones, de manera que aunque no sea bueno que a uno se le
haya traído a la vida, la muerte sería mala si significara dejar de existir
para siempre, esta es la razón por la que si hay un Dios, se aseguraría
de que nuestras muertes no signifiquen dejar de existir para siempre.
No es malo para el herm ano que nunca tuve que nunca existiera;
sería malo para las hermanas que sí tengo si dejaran de existir.
Resumiendo mis conclusiones sobre el argum ento ontológico: la
prim era premisa es verdadera, en ambas interpretaciones, si y solo
si el teísmo es verdadero; es falso si se entiende que sería necesario
que el argumento fuera válido deductivamente para el teísmo en el
caso de que el teísmo sea falso. Esto es suficiente para concluir que
el argumento ontológico no es un buen argum ento para el teísmo.
La segunda premisa es falsa si la existencia no es un predicado, y no
lo es. El argumento ontológico entonces falla de dos maneras como
argumento deductivo.-com enzando como lo hace con categorías
puras a priori- y al no poder convertirse en un argumento inductivo.
Por lo tanto concluyo que el argum ento ontológico no nos propor­
ciona ninguna razón para creer que la afirmación «hay u n Dios» es
verdadera.

*
Esta es la versión «clásica» del argum ento ontológico y es tan
fundamental que las otras versiones que difieren de esta corren el
riesgo de no ser tenidas en cuenta. Sin embargo, si pensamos que

196
la esencia del argum ento ontológico procede de «categorías puras
a priori», podemos entonces reconocer argumentos diferentes de la
versión clásica que sin embargo merecen ser considerados versiones
del argumento ontológico. Cerraré el capítulo hablando de estos
argumentos con un ejemplo muy generalizado. Antes, sería úül decir
dos cosas sobre la noción de mundos posibles, en el sentido en el que
se utilizan para la presentación de esta clase de argumentos.
Comencé el libro utilizando la palabra «mundo» para referirm e
al universo físico como un todo, de m anera que pudiera describir la
perplejidad que todos sentimos en algún momento de nuestras vidas
cuando contemplamos el m undo como un todo; el m undo como un
todo suscita de alguna manera una pregunta para la cual Dios puede
ser la respuesta. «Mundo» en este sentido significa «universo»; con
este significado de «mundo» Dios no podría ser un residente; si él
existe, existe fuera del mundo; debe hacerlo con el fin de explicarlo.
Lo im portante es resaltar que el concepto de mundos, cuando ha­
blamos de m undos posibles, en este contexto es diferente. Mundos
posibles en este contexto se entiende como aquello en lo que todo
pudiera ser o pudiera haber sido. Entonces, al menos a primera
vista, parece posible que haya un Dios de la clase d e la que hemos
hablado en la primera mitad del libro, y lógicamente es posible que
no lo haya. Ninguna de ellas implica una contradicción en térmi­
nos generales. Si esto es correcto -utilizando el nuevo concepto
de m undo-, podríamos decir que hay un m undo posible en el que
el universo físico (el m undo en mi significado original) es como
es y hay un Dios por encima y hay un m undo posible en el que el
universo físico es como es y no hay un Dios por encima. Dios es un
residente del prim er m undo pero no del segundo.
Los teístas consideran que el m undo real es el prim ero -e l uni­
verso físico más Dios (y quizás otros seres sobrenaturales)- y los fisi-
calistas consideran que el m undo real es el segundo -sim plem ente
el m undo físico como un todo12.
Piense en este argumento:

1. Es posible que Dios exista, es decir, exista en algún mundo posible.


2. Si Dios existe en algún mundo posible, entonces existe en cada mundo
posible.

197
Por lo tanto, Dios existe en cada mundo posible, incluido el mundo real,
ergo, él realmente existe.

Las premisas de este argumento parecen correctas. Después de


todo acabamos de m encionar que es posible que Dios exista, que
es lo mismo que decir que existe en algún m undo posible. Es más,
aunque no fuera una de las propiedades esenciales de Dios, dado
que será mejor existir por necesidad que por contingencia, si hay
un Dios, tendrá esta forma de existencia, existirá en cada mundo
posible. De modo que las premisas parecen correctas y la conclusión
parece inferirse de una forma deductiva.
También aquí quizás la mejor manera de advertir si algo falla con
este argumento es ver que si funcionara, un argumento paralelo tam­
bién funcionaría, uno que no querremos decir que funcione. En este
caso, el motivo por el que no querremos decir que funciona no es
porque su funcionamiento «saturaría» el universo, sino porque no
podemos decir que ambos argumentos funcionan ya que el segundo
es incompatible con el primero. Este es el argumento paralelo:

1. Es posible que Dios no exista, es decir, no exista en algún mundo


posible.
2. Si Dios no existe en algún mundo posible, entonces no existe en cada
mundo posible.

Por lo tanto Dios no existe en cada mundo posible, incluido el mundo


real, ergo, realmente no existe.

Seguramente tenemos tanta razón (sin darlo por sentado) para


creer la premisa 1 del argumento paralelo como para creernos la
premisa 1 del argumento original. Los cinco primeros capítulos han
dejado claro que el concepto de Dios es intrínsecamente consistente;
nos describe una entidad que es posible que exista desde un punto
de vista lógico y que es posible que no exista desde un punto de vis­
ta lógico. De manera que algo falla con esta versión del argumento
ontológico. ¿Qué falla?
La respuesta está en la ambigüedad de la palabra «posible» y la
noción de mundos posibles. Los primeros capítulos han establecido

198
que el concepto de Dios es consistente, o sea, la existencia de Dios
es lógicamente posible, lo que equivale a decir que no hay inconsis­
tencia en afirmar que Dios existe. Esto es equivalente a la existencia
de Dios en algún mundo lógicamente posible, entonces miremos la
premisa 1 del argumento original de esta forma: es posible desde un
punto de vista lógico que Dios exista, es decir, existe en algún mundo
lógicamente posible.
Como tal, podemos estar de acuerdo con la premisa 1. Pero el que
Dios exista en algún m undo lógicamente posible (y hasta en un nú­
mero infinito de ellos) no significa que exista en todos los mundos
lógicamente posibles, como sugiere la premisa 2. Más bien, que la
no existencia de Dios es también lógicamente posible; no hay incon­
sistencia al decir que Dios no existe. O sea si Dios no existe en algún
mundo lógicamente posible, no existe en un número infinito de ellos.
Por lo tanto podemos desestimar la premisa 2 y con ella el argumento.
Si entendemos la palabra «posible» como metafisicamente posible,
entonces debemos aceptar la premisa segunda. Si Dios existe en algún
mundo metafisicamente posible, entonces existe en cada mundo meta-
lísicamente posible porque si hay un Dios, él es aquel del que depende
todo lo demás metafisicamente. Pero entonces no tenemos ninguna
razón para aceptar la primera premisa, la que dice que es metafisica­
mente posible que Dios exista. El que creamos o no que esto es verdad
depende de si creemos o no en Dios. De manera que esta interpreta­
ción del argumento ontológico también falla como argumento válido.
Todas las versiones del argum ento ontológico no respetan la di­
ferencia categórica entre m aniobrar dentro de un concepto y descu­
brir si ese concepto tiene o no instanciación*. Si vamos a encontrar
evidencia de la existencia de Dios -u n a razón para creer que hay un
Dios-, tendremos que tener en cuenta algo más que el simple con­
cepto de Dios. ¿Dónde miramos? En el único lugar donde podemos:
el m undo que se supone que ha creado. Miraremos si ha dejado
alguna evidencia de su existencia. A muchos les ha parecido que así
ha sido. Pasemos entonces al argumento a diseñar.

199
8

El argum ento a diseñar

Déjeme comenzar parafraseando una de las presentaciones más


conocidas sobre este argumento, de un señor llamado William Paley'.
Supongamos que usted y yo estamos paseando p or un brezal y mi
pie tropieza con una piedra. Me pregunta cómo creo que la piedra
ha llegado ahí. Contesto que es probable que haya estado allí desde
que esta parte del m undo se creó -y a menos que sepa mucho sobre
geología- será difícil averiguar si estoy o no en lo correcto. Continua­
mos paseando. Seguidamente mi pie tropieza con un reloj. En la épo­
ca de Pailey hubiera sido un reloj de bolsillo, pero como podemos
modificar la historia ligeramente, déjeme decir que mi pie tropezó
con un reloj como el que imagino lleva puesto en su muñeca al leer
esto. Echele un vistazo. Piense un momento en su montaje, en todas
las piezas y engranajes que contiene. Me pregunta lo mismo. ¿Cómo
imagino que el reloj ha llegado allí? No se me ocurriría responderle
lo mismo que anteriormente. Si lo hiciera -p o r poco que supiera de
relojería-, enseguida se daría cuenta de que estoy equivocado. ¿Por
qué esta falta de explicación no puede ser igualmente válida para la
piedra y el reloj?
La respuesta es que el reloj, a diferencia de la piedra, muestra
claras señales de diseño; es un complicado mecanismo construido
con algún propósito. Un ser inteligente -incluso uno que no haya
visto nunca antes un reloj- si se encuentra con uno, llegaría a la
conclusión de que una mente lo diseñó con un fin. Ahora piense
en el universo como un todo. ¿Es más parecido a una piedra homo­
génea y uniforme o a un reloj variable y complicado? Los planetas
rotan sobre sus ejes para que la noche siga al día, y rotan alrededor
del Sol para que las estaciones se sucedan unas a otras. El sistema
solar es parte de una galaxia, la Vía Láctea, que a su vez rota, etc.;

200
ruedas dentro de ruedas. ¿No se asemeja esto, sospechosamente, a
un reloj? Todas se ajustan de una manera precisa en relación con la
otra, se podría pensar que se ajustan con algún propósito. Y de igual
forma que si hay un reloj, hay un relojero, si hay un propósito hay
un promotor. ¿No deberíamos concluir entonces que el universo
fue diseñado por un agente sobrenatural con un poder infinito?
Deberíamos. Este -e n cualquier caso- es el argum ento a diseñar3.

El argum ento a diseñar tiene una larga historia. Podría decirse


que hay una versión en uno de los salmos; san Pablo parece haber
respaldado una versión del argum ento en su Carta a los Romanos3;
e incluso Kant, aunque la rechazó, llegó a decir que el argumento
merecía ser mencionado siempre con respeto.
Me va a llevar bastante tiempo hablar del argum ento a diseñar ya
que alguno de los puntos que sirven para este argum ento servirán
igualmente para otros que mencionaré más adelante y con los que
se encontrará en sus lecturas y reflexiones. Si dedico algún tiempo
en aclararlos ahora, usted y yo progresaremos más rápidamente des­
pués.
El crítico más im portante del argum ento a diseñar es David
Hume. Hume enum era una serie de puntos. Los he dividido d e una
manera un tanto forzada con el propósito de hacer mi discusión más
fácil. Estos son cuatro de los puntos de Hume:
En prim er lugar, Hume señala que el argum ento a diseñar es un
argumento por analogía, de manera que el argum ento solo será tan
bueno como similar sea la analogía. Hume sostiene que la analogía
entre el universo y los artefactos humanos no es muy similar: el uni­
verso no es precisamente como un reloj; es más bien como, digamos,
una verdura, algo que no muestra las marcas del diseño de una forma
tan evidente como lo hace un reloj.
En segundo lugar, Hume afirma que aunque la analogía entre
el universo y los artefactos humanos hubiera sido similar, otras hi­
pótesis podrían igualmente haber explicado el orden del universo.
Podría haber sido un comité de semidioses el que creara el mundo;
o podría haber sido el primer intento de un dios infantil, que aún no
posee los poderes teístas de Dios; o podría haber sido algo así como

201
una araña gigante tejiendo el mundo, a modo de telaraña; o, en fin,
puede seguir inventando hipótesis. Dios podría explicar el orden
en el mundo, pero hay un núm ero infinito de otras hipótesis que
podrían explicarlo, de manera que no podemos decir que estemos
forzados a suponer un Dios.
En tercer lugar, aunque la existencia del sufrimiento en el mundo
pudiera ser compatible (o mejor armonioso) con la existencia del
Dios teísta -es decir, aunque el problema del mal, que discutiré más
adelante, tuviera una respuesta-, es irrazonable inferir una causa per­
fecta de un efecto imperfecto. Solo debería atribuir a la causa aquellas
propiedades estrictamente necesarias para explicar el efecto que ol>
serva. La proposición de un ser que es omnipotente y perfectamente
bueno sería una exageración explicativa. Sería como si, basándose en
este escrito, llegara a la conclusión de que soy el mejor filósofo desde
Sócrates. La hipótesis de que soy el mejor filósofo desde Sócrates po­
dría ser compatible con este escrito, pero no podría deducirse de él.
(No dude en estar en desacuerdo con la úldma parte de esta opinión
cuando discuta este libro con otros.)
En cuarto lugar, la hipótesis teísta es inservible como hipótesis,
ya que no podemos razonar sobre características desconocidas del
universo, como por ejemplo la probabilidad de respuestas a una ora­
ción y la probabilidad y naturaleza de una vida después de la muerte.
¿Qué nos llama la atención de estos puntos? Creo que el primero
es bueno o al menos podemos pulirlo hasta conseguir algo bueno,
los otros tres no son buenos y no se puede hacer nada con ellos. Al
menos esto es lo que voy a empezar contándole. Más adelante voy a
refrendar un argumento que podría parecerse a una versión reto­
cada del segundo punto de Hume. Por ahora miremos el segundo,
tercero y cuarto puntos para librarnos de ellos según algunas inter­
pretaciones.
En mi lista, el segundo punto de Hume nos dice que hay un nú­
mero infinito de hipótesis que podrían explicar de igual modo el
orden en el mundo. ¿Por qué no es este un buen punto? En una
palabra: «simplicidad».
Hay otras explicaciones aparte de la teísta que explican el orden
en el universo pero -com o demostró mi disertación sobre las dos ex­
plicaciones acerca de una carta dirigida a tu vecino que acabó en tu

202
puerta- la existencia de un número infinito de explicaciones para un
testimonio no nos hace pensar que es irrazonable creer en la expli­
cación más sencilla. La hipótesis de un Dios es esencialmente simple,
más simple sin duda que las otras hipótesis que Hume sugiere. No
se puede decir entonces que estemos forzados a suponer un Dios; y
esto es suficiente para demostrar que el argumento a diseñar desde el
punto de vista deductivo no puede ser un argumento válido; es más,
no puede ser deductivamente sólido. Pero entonces el argumento a di­
señar no necesita aspirar a ser un argumento deductivo. Puede aspirar
a ser un argumento inductivo y, si es así, es una incógnita si puede o no
ser inductivamente sólido -esto es, demostrar que es más probable que
haya un Dios a que no lo haya- o si, en el caso de que no estuviera a la
altura, podría ser un argumento que contribuyera de alguna manera
en un sólido argumento del caso acumulativo para esta conclusión.
Esta misma simplicidad obra en contra del tercer punto de Hume,
de forma que suponer el Dios teísta es una exageración explicativa.
Al contrario de lo que dice Hume, no siempre es racional atribuir
a una causa solo aquellas propiedades necesarias para explicar el
efecto particular que observamos.
¿Cree usted que solamente tiene la capacidad de leer este libro en
este momento, que no tiene la posibilidad de dejarloy en su lugar irse
a la tienda más cercana? Por supuesto que no. Se atribuye todas aque­
llas capacidades que serían comunes en un ser humano de su edad y
estado general de salud, aunque la mayoría de estas capacidades no
sean necesarias para explicar los efectos particulares que observa, lo
que sea que esté haciendo en ese momento. ¿Por qué atribuirse pro­
piedades que no son necesarias para explicar los efectos particulares
que observa? Porque es lo más sencillo. Se poriría decir que sabe que
tiene capacidades que no está utilizando en este momento porque
recuerda haber hecho uso de ellas en el pasado; quizás le parezca
obvio que no haya barreras para formarse y obrar en situaciones si­
milares usando de nuevo esas mismas capacidades. Y aunque uno
debería observar, aunque solo de pasada, que esta misma inducción
necesitaría del principio de simplicidad para pasar del hecho de ha­
ber tenido estas capacidades en el pasado al hecho de tenerlas ahora
(¿por qué no pensar que de repente está paralizado y todavía no se ha
dado cuenta?), si se encontrara con algo muy diferente de cualquier

203
otra cosa con la que se haya topado antes y esta mostrara solo una
capacidad, no consideraría razonable atribuirle otras capacidades.
Esta falta de seguridad está justificada porque sabe que nuestras ca-
pacidades están limitadas hasta cierto punto por las leyes naturales.
Pero si elimina estos conocimientos, como se debe hacer en el caso
del creador de las leyes naturales, las consideraciones de simplicidad
le conducirán directamente al Dios teísta. Antes que proponer un ser
con suficiente poder como para crear solo este universo y nada más y
dejar sin explicar lo que constriñe a este ser, la simplicidad nos dicta
que no se deberían atribuir límites al poder de este ser. Un Dios infi­
nito es una hipótesis más simple que una que proponga un numero
finito de seres sobrenaturales o mecanismos (o incluso un solo ser o
mecanismo)4. La hipótesis teísta, como he explicado, es simple. De
manera que a menos que tengamos razones especiales para suponer
que la explicación del orden del universo no es omnipotente y per­
fectamente buena-com o la que nos proporcionaría el problema del
mal-, no es irrazonable preferir la hipótesis teísta a otras hipótesis,
todo lo contrario. Esto descarta el segundo y tercer punto de Hume.
El ctiarto punto de Hume dice que la hipótesis teísta no sirve para
razonar sobre características desconocidas del universo, como por
ejemplo la posibilidad de respuestas a una oración de petición o la
posibilidad y naturaleza de la vida tras la muerte. Esto parece -au n ­
que sea verdad (y como ya estamos viendo no lo e s)- irrelevante.
Porque no puede ser una buena crítica a un argumento el que su
conclusión no le permite inferir otras cosas interesantes.
Considere este argumento:

Se encontró a Andy solo en una habitación cerrada con el cuerpo de


Bob, momentos antes de la muerte de Bob.
A Andy se le escuchó gritar: «Te voy a matar, Bob», momentos antes de
que sonara un disparo.
Bob había muerto de un disparo.
Andy tenía en sus manos un arma humeante cuando le encontraron.
la s primeras palabras de Andy al ser descubierto fueron: «Acabo de
matar a Bob».

Por lo tanto, Andy mató a Bob.

204
No es «na crítica a este argumento que la hipótesis de que Andy
matara a Bob no puede ser útil a la hora de deducir características
desconocidas de Andy y Bob. ¿Qué pensaría como miembro de un
jurado si, después de que el fiscal le haya convencido de la verdad de
todas las premisas de este argumento, el abogado defensor de Andy
basara su caso, para defender al acusado de su declaración de «no
culpable», en que la hipótesis de que Andy mató a Bob no le permi­
tía inferir nada con respecto al «controvertido» tema de si Andy y
Bob habrían estado o no alguna vez de clubes juntos en Brighton?
Pensaría, «podría ser verdad, pero es irrelevante». De manera que
podemos desechar la afirmación segunda, tercera y cuarta de Hume.

Esto nos deja con el punto primero de Hume. Hume sostenía que
el universo no lleva marcas de diseño de una forma tan clara como
las lleva un reloj. ¿Es esto convincente?
Imagine por un momento que es David Hume. Acaba de termi­
nar una partida de backgammon -algo que le ha distraído durante
un rato de los complejos temas filosóficos- cuando un hom bre se
acerca. Tiene aspecto de ser un entusiasta religioso. Se prepara para
una batalla filosófica. Pero, antes de que pueda empezar, le lanza el
primer golpe dialéctico diciéndole:

Supongo que usted, Hume, diría que es «solo suerte» que tenga un par
de ojos; que es debido solo a la «buena fortuna» que estos ojos tengan len­
tes, que permiten que la luz se concentre en mis retinas, retinas que «por
casualidad» se encuentran al fondo de cada ojo y «por pura chiripa» están
conectadas a los nervios ópticos, nervios que a su vez están «por suerte»
conectados a las partes del cerebro que «por fortuito azar» están adaptados
para procesar la información que suministran. ¡Venga ya!, todo esto de la
suerte y la coincidencia es ridiculo. Está claro que toda esta complicada es­
tructura se parece más a una máquina construida por una inteligencia que a
algo que se ha improvisado por casualidad. Si no lo admite del universo en
general, entonces lo tiene que admitir de nuestros cuerpos -nuestros cuer­
pos son mucho más parecidos a los relojes que a las piedras-. Y si se parecen
más a los relojes, es el colmo de la irracionalidad resistirse a la conclusión de
que tiene que haber algo muy parecido a un relojero detrás de su creación.

205
Hoy en día -e n el siglo X X I - es difícil valorar el golpe t a n demo­
ledor que esta clase de afirmación le habría parecido a un contem­
poráneo de Hume de haber estado presenciando esta discusión. Por
supuesto no toda esta información habría estado disponible para
un contem poráneo de Hume, pero incluso en la época de Hume,
cuando la gente ponía las manos en el corazón -figurativa o quizás
literalmente hablando-, se sentían obligados a admitir que el cuerpo
hum ano se parecía más a una máquina que a cualquier otra cosa y
una vez que uno ha hecho esto, el paso hacia la idea de una mente
creadora de máquinas es irresistible. De manera que usted, David
Hume, se queda pasmado ante semejante golpe.
Es hora de ayudarle un poco en nuestra batalla imaginaria viajan­
do en el tiempo hasta un descubrimiento que llegó algo después en
la historia de las ideas: la teoría de la evolución por selección natural.
La teoría de la evolución por selección natural parece demostrar
que algo que se parece a una máquina más que a ninguna otra cosa
podría obtenerse sin la ayuda de una mente creadora. Como imagino
que conoce las líneas generales de la teoría no la expondré aquí5.
Si usted, Hume, hubiera oído hablar de la teoría de la evolución
por selección natural, habría devuelto el golpe de la siguiente ma­
nera:

Partes del universo -especialm ente los animales- se parecen en efecto a


artefactos humanos, que según nuestra experiencia tienen diseñadores. Es
verdad. Sin embargo, ahora tenemos una explicación naturalista de cómo
se podría generar esta apariencia de diseño en ausencia de un diseñador:
la evolución por selección natural. Los animales y las plantas se reproducen
con alguna que otra mutación aquí y allá, mutación que citando se adapta de
forma concluyente, tiene más probabilidad de transmitirse a la generación
siguiente, creando con el tiempo la apariencia de diseño para el medio en
el que se encuentran sin (necesariamente) la realidad del diseño. Pensamos
en la evolución en un contexto biológico, pero argumentos parecidos se
pueden aplicar de una forma más amplia; bajo la influencia de la gravedad,
una masa caótica que gira se condensará finalmente para formar planetas y
similares. Podemos explicar ejemplos de orden natural mediante estas leyes
naturales; en virtud de estas no hay necesidad de proponer un diseñador6.

206
Este golpe aterriza directamente en la barbilla de su oponente; se
tambalea. ¿Está derrotado? No. Puesto que para explicar el orden,
por ejemplo, del sistema visual humano en términos naturalistas uno
tiene que referirse a otra clase de orden, las leyes de la evolución, o,
de forma más general, las leyes de la naturaleza.
El prim er punto de Hume, ahora ya retocado, admite que la mate­
ria en la que las leyes de la naturaleza operan está ordenada, pero es
porque las leyes de selección natural han intervenido en ellas, cam­
biando de un estado de relativo desorden a otro de reladvo orden. El
orden mostrado por estas leyes de selección natural se puede expli­
car según las leyes biológicas, suponemos; y el orden que muestran
las leyes biológicas podría explicarse según el orden de ciertas leyes
químicas; y el orden de estas leyes químicas según el orden de otras
leyes físicas. Pero este proceso debe parar en algún momento, con
las leyes fundamentales de la naturaleza. Y las leyes fundamentales de
la naturaleza serán expresiones de orden, que por la naturaleza del
caso (el ser fundamentales) no se pueden explicar de una manera
naturalista. Aquello que es necesario para explicar todo lo demás de
una forma naturalista no puede explicarse de forma naturalista. De
manera que usted, Hume, incluso tras golpear a traición al defensor
del argumento a diseñar con la teoría de la evolución, queda aun
así orden en el m undo físico -e n el nivel más fundam ental- que no
tiene una explicación naturalista. No puede evitar dejar su flanco
expuesto. El defensor del argumento a diseñar tiene una oportuni­
dad. Y se lanza al ataque.
Según el leísmo, el orden en el m undo físico en última instancia
se puede explicar en cuanto a Dios. Dios tenía la ¡dea de crear un
universo como este, lo que explicaría el orden, que son las leyes
fundamentales de la naturaleza. Habiendo explicado el orden que
son las leyes fundamentales de la naturaleza, el resto del orden en el
universo -com o podría admitir el defensor del argumento a diseñar­
se puede explicar de una forma naturalista en relación con estas leyes
fundamentales y sus ramificaciones.
Como acabamos de ver, admitir esto implica que el defensor del
argumento a diseñar puede desdeñar la teoría de la evolución como
¡rrelevante. La evolución explica algo de este orden, pero lo hace
de acuerdo con las leyes naturales, que son ejemplos de orden. Aun

207
asf, a Dios se le necesita para explicar el orden que conforman las
leyes fundamentales de la naturaleza, el orden que explica por qué
es posible la explicación naturalista.
¿Cómo habría respondido Hume a esto? Y aquí llegamos a lo que
llamaré el punto quinto de Hume.
El punto quinto de Hume es un ejemplo de la clase de argumento
que se puede presentar de diferentes formas para contraatacar mu­
chos de los argumentos sobre la existencia de Dios. Lo podríamos
llamar «¿Cómo conseguir que su argumento se pare en Dios?».
Si es el orden lo que necesita de explicación, como parece pensar
el defensor del argumento a diseñar, entonces, aunque el orden, que
son las leyes fundamentales de la naturaleza, podría ser explicado
a través de la idea que Dios tuvo para crear el universo, al final que­
daría algo de orden sin explicar, la idea del universo en la mente de
Dios. Partiendo de que es el orden el que necesita una explicación
-y que es el principio sobre el que el defensor del argumento se
basa para llevarlo desde el universo a Dios- esta idea en la mente
de Dios (que debe estar tan ordenada como lo está el universo que
creó) debe de tener una explicación. Podría obtenerse de un super-
Diós, que ordenó la mente de Dios. Pero entonces se necesitaría un
supersuperDiós que ordene la m ente del superDiós y que este a su
vez ordene la mente de Dios, y así sucesivamente. Es obvio que esto
generaría una regresión infinita, sin justificación para p araren Dios
antes que después. Tenemos que reconocer entonces que -e n cual­
quier historia que contem os- va a ver algo de orden que no tiene ex­
plicación. Una vez admitido esto, aquellos que afirman que el orden
mental expresado por la mente divina no necesita de explicación no
salen mejor parados, ¡ntelectualmente hablando, que aquellos que
dicen que el orden físico expresado por las leyes fundamentales de
la naturaleza no necesita de explicación. En realidad, están en peor
situación. Si en última instancia vas a aceptar que hay algún dpo de
orden que no dene explicación, ¿por qué llegar hasta Dios antes
de localizar ese ejemplo?; ¿no sería más sencillo parar en las leyes
fundamentales? Por muy sencillo que sea Dios, un modelo en el que
aparezca él más las leyes fundamentales es más complicado que uno
en el que aparezcan solo las leyes fundamentales.
Este argumento parece muy convincente en contra del argumento

208
a diseñar y, mutatis mutandis, de otros tantos. Sin embargo, el defen­
sor del argumento a diseñar no necesita abandonar la lucha todavía.
Él o ella podrían dar otro paso.
Uno de ellos sería afirmar que una regresión infinita no es ne­
cesariamente mala; en el caso de una mente infinita, es bastante
aceptable. La idea de Dios con respecto al universo es un caso de
orden que se explica mediante otra idea en su mente y esta a su vez
se explica mediante otra idea en su mente; y esta mediante otra; y así
ad infinítum. No hay necesidad de un «superDiós» o algo parecido;
la mente infinita de Dios tiene todos los recursos que uno querría
desear para proporcionar una cadena infinita de explicaciones. Des­
pués de todo hay una justificación para parar en un Dios infinito
antes que en un universo finito.
Otra alternativa sería afirmar que no es el orden como tal el que
requiere de una explicación, sino el orden físico. Las leyes fundamen­
tales de la naturaleza son un ejemplo del orden físico; el orden en la
mente de Dios es un ejemplo de orden mental; el prim ero requiere
de una explicación, el segundo no. ¿Cuál es esta diferencia entre el
mundo físico y el mental para que el prim ero necesite de una expli­
cación y el segundo no?
La mejor manera de defender esta afirmación es sostener que el
orden mental - a diferencia de la materia física^- se puede autoorde-
nar. Esto obviamente no convence a quien piense que no hay nada
que contrastar entre las mentes y la materia física, de manera que el
defensor del argumento a diseñar tendrá además que defender la
idea de que las mentes están hechas de una sustancia diferente a la
materia física. Llegados a este punto, podemos pensar que el defensor
se sale del campo de la filosofía de la religión para adentrarse en el de
la filosofía de la mente. Este no es el momento propicio para seguirle.
Déjeme llamar su atención y esbozar un argumento para mostrarle
que es un camino que podría gustarle seguir. Es el dualismo de la
sustancia de lo que tiene que estar convencido antes de encontrarse
con el punto quinto de Hume. Ya hemos visto algunas razones por
las que la gente está a favor del dualismo de la sustancia; aquí tiene
otro argumento. Es una simplificación de la teoría que reclama que
somos enteramente físicos. Lo explicaré en segunda persona.
Si fuera totalmente físico, entonces todo lo que hace sería o como

209
consecuencia del azar, es decir, ser encausado, o estar causado por su
estado físico anterior y su interacción con el medio ambiente, a su
vez su estado físico anterior estaría causado por el azar o su estado
un momento antes y su interacción con el medio ambiente, etc., y
así hacia atrás en el tiempo hasta antes de su nacimiento. O sea que
si fuera enteram ente físico, nunca elegiría realmente. En cada caso
de aparente elección, el azar sería responsable; o las circunstancias
físicas fuera de su control (originadas antes de su nacimiento) de­
terminarían la manera de comportarte; o sería una mezcla del azar y
circunstancias fuera de su control. Podrías pensar que podías haber
elegido hacer algo diferente a lo que sea que hizo, pero de hecho la
única manera de haber podido elegir otra cosa sería si el azar hubiera
desempeñado un papel diferente, pero entonces no hubiera sido el
resultado de tu elección el que hiciera algo diferente, hubiera sido
el resultado de este azar.
Por lo tanto si fuera enteram ente físico nunca habría hecho una
elección auténtica. Pero esto es inadmisible, o sea, es absurdo decir
que es enteram ente físico. Debe tener una parte que no sea física,
algo que pueda inducirse e inducirle a hacer cosas, es decir, una
parte no física que se autoordene, el alma.
Por supuesto, uno puede resistirse a esta conclusión y aceptar con
resignación lo que he descrito como afirmación «absurda», el no
haber hecho nunca una auténtica elección; o bien pensar que esta
afirmación absurda es cierta. Pero es un duro golpe para alguien con
sentido común. Piense por un momento si preferiría continuar leyen­
do este libro o dejarlo para hacer otra cosa, digamos bailar. Considere
las ventajas e inconvenientes de cada opción: el libro se puede poner
interesante y es mejor no retrasarse en averiguarlo; el baile puede ser
divertido y el libro no va a salir andando si descansa un par de minutos.
Ahora haga una cosa o la otra; o continuar leyendo, o bailar y después
volver al libro. ¿Lo ha hecho? Bien. Hiciera lo que hiciera, ¿puede
realmente creer que no pudo elegir y en su lugar hacer lo otro? ¿Cree
realmente que el que hiciera una cosa en vez de la alternativa fue el
resultado del azar? Hay gente que lo cree, pero la mayoría no.
Bueno, entonces hay un argum ento a favor del dualismo de la
sustancia. Puede que sea bueno o no. Le dejaré que reflexione sobre
ello.

210
Como he venido argumentando, es una condición necesaria, para
que crea que el argum ento a diseñar es un buen argumento, tener
una solución al punto quinto de Hume. Esto podría exigir que ten­
ga un buen argumento sobre el dualismo de la sustancia basado en
premisas independientes a las del argum ento a diseñar, pero si el
prim er paso por el que he abogado es válido, también podría no
serlo. Imagine que el quinto punto de Hume pueda vencerse de
una de estas maneras, ¿debería aceptar que el argum ento a diseñar
es sólido desde el punto de vista inductivo o, si esto fallara, como
un apoyo inductivo a la conclusión teísta? Veremos. Voy a abordar
una respuesta a esta pregunta mediante un desvío, con una versión
particular del argumento a diseñar que aún no he mencionado.

El argumento a diseñar se llama a veces el «argumento del dise­


ño». No me gusta este nombre, me parece que elude el problema. Si
uno admite que hay un diseño, como se hace implícitamente con el
título, entonces no se puede negar que hay un diseñador, ya que
el diseño -a diferencia de la apariencia de diseño- conceptualmente
implica un diseñador. Por eso uno podría preferir utilizar términos
como «argumento a diseñar». Ahora quiero introducir otro término.
El término es «buen afinamiento». Al igual que con el título «argu­
mento del diseño», los títulos «argumento a partir del afinamiento»
o «argumento afinador» me parece que eluden el problema.
Por desgracia, se da el particular de que terminaré uniéndome
al consenso llamándolo «buen afinamiento», aunque niegue que
haya un afinador, y como si uno admite que ha habido afinamiento,
no se puede negar -sin contradecirse- que hay un afinador no está
claro qué nombre deberíamos dar a este argumento. lam entable­
mente no hay un sustituto a mano para «buen afinamiento» en la
literatura, de manera que me quedaré con el nombre no tan idóneo
de «buen afinamiento» y llamaré a este argum ento «argumento del
buen afinamiento». Mientras todos recordemos, aparte de la ligera
torpeza lingüística, que no hay nada absurdo en decir «Creo que
hay un buen afinamiento, pero no creo que haya un afinador» no
habrá problemas. De la misma manera que hemos aceptado el título
«argumento del diseño» o «argumento diseño» y estamos de acuerdo

211
en decir «admito que hay un diseño, pero no que hay un diseñador».
¿Qué es entonces esto a lo que voy a llamar de ahora en adelante
«buen afinamiento»?
Los científicos han descubierto que determinados componentes
del universo -las llamaremos condiciones de frontera- y de las leyes
de la naturaleza que dictan cómo el universo evoluciona dentro de es­
tas condiciones de frontera necesitan tener valores que estén dentro
de un radio muy pequeño para que en el universo sea posible la vida.
Por ejemplo, el consenso científico dice que el universo se originó
con el Big Bang hace unos quince millones de años aproximadamen­
te. Los científicos han descubierto que la velocidad de la expansión
desde el Big Bang tenía que caer dentro de un radio muy pequeño
para que ni se expandiera tan deprisa de manera que las estrellas,
planetas y semejantes nunca evolucionaran, ni se expandiera tan
despacio de manera que los mismos resultados se cumplieran. Si las
estrellas y planetas nunca se hubieran constituido, la vida no podría
haber sido posible. Los números exactos para que los parámetros
dentro de los cuales esta y otras constantes deben darse si queremos
que la vida sea posible es algo en lo que no se está de acuerdo, pero
sí se está de acuerdo en que son muy limitados; no exageraríamos si
dijéramos que sería uno en un millón. Por supuesto, los científicos
no pueden repetir el Big Bang o cambiar los valores de las constantes
en las leyes de la naturaleza en sus laboratorios, por eso se las llama
constantes. Pero pueden llevar a cabo simulaciones por ordenador
con valores diferenciales, y cuando lo hacen se encuentran que si
uno alterara cualquiera de estas constantes, incluso una fracción de
una fracción de un porcentaje, no sería posible la vida en el universo.
El caso es que si las leyes de la naturaleza y las condiciones iniciales o
de frontera hubieran sido en lo más mínimo diferentes a lo que son
ahora, la vida nunca se hubiera podido originar. Considerando esto,
¿se podría describir el universo como «bien afinado» para la vida?7
Ahora veamos la otra idea, es un principio de razonamiento. En
su forma más elaborada se llama «el teorema de Bayes». No necesi­
tamos explicarlo en profundidad para ver qué papel juega, así que
lo describiré de una forma un tanto improvisada8.
El teorema de Bayes explica que si tenemos un hecho A, este sería
más probable si otro hecho -B - se obtuviera, entonces debería de-

212
ducir que tiene un motivo de A para pensar que B se obtiene, y que
este motivo es proporcional a lo improbable que sea A; que B lo haría
mucho más probable; y lo probable que B sería. Voy a volver a utili­
zar un ejemplo anterior para mostrar cómo funciona este principio.
Imagine que se encuentra por la mañana una carta en su felpu­
do dirigida a su vecino. La mayoría de las mañanas no se encuentra
ninguna carta (me imagino). De manera que al suponer que había
pasado esta mañana estaríamos suponiendo que con anterioridad un
evento improbable como este había ocurrido. Un hecho improbable
necesita de una explicación. En base a esta evidencia, ¿qué hubiera
sido lógico pensar?
Vamos a aplicar el teorema de Bayes a este problema. Debería
considerar aquellas hipótesis que resultasen más probables para en­
contrar una carta en su felpudo. Hay un número infinito de ellas. Sin
embargo, deberíamos aplicar la preferencia: su cartero se equivocó y
le dejó la carta por error. Esta es la hipótesis más simple para explicar
este hecho: el que su cartero se equivoque (leyendo mal el nombre,
no dándose cuenta de que tenía esta carta ju n to a otra también
dirigida a usted, o algo así) hace más probable que encuentre una
carta en su felpudo dirigida a su vecino; y no es tan improbable que
su cartero de alguna forma se haya equivocado. De m anera que, de
acuerdo con el teorema de Bayes, sería lógico que usted dedujera
del hecho de haber encontrado esta carta que su cartero se habría
equivocado de una de estas maneras, no con seguridad por supuesto
(no podemos descartar a las tortugas ninja), pero lo consideraría
como la hipótesis más probable. Por supuesto, si su cartero no se
hubiera equivocado en el pasado, esto disminuiría la probabilidad
de que se equivocara en esta ocasión en relación con lo que hubiera
ocurrido en el caso de que cometiera estos errores con regularidad,
pero incluso si nunca hubiera cometido errores en el pasado, el que
haya cometido un error sería más probable que ninguna de las otras
alternadvas, tortugas ninja, etc., aun así sería lógico creer que esta
era la explicación más probable.
Deduzco pues que el buen afinamiento es un hecho y el teorema
de Bayes es un principio de racionalidad. No voy a argüir con nin­
guno de ellos.

213
*

Ahora permítanme exponer la versión del argumento a diseñar


utilizando estos conceptos más abiertamente.
El buen afinamiento que los científicos han descubierto muestra
que es extremadamente insólito que el universo estuviera ordenado
de tal forma como para que sea posible la vida que se da en nuestro
universo. Sería bastante más probable que estuviera ordenado así si
el proceso mediante el cual surgió estuviera bajo el control de un
Dios.
Por consiguiente, a partir del buen afinamiento del universo -y
mediante el teorema de Bayes- tenemos razones para creer que hay
un Dios.
Quiero com entar tres posibles críticas a este argumento. (No voy
a citar el hecho de que el universo «está bien afinado» en el séntidn
expuesto antes o el hecho de que el teorema de Bayes es un principio
de racionalidad.) Estas tres interpretaciones están estrechamente re­
lacionadas, pero será útil explicarlas por separado antes de juntarlas.
En prim er lugar, alguien podría decir algo así:

Por supuesto, el universo es apto para la vida, esto no debería sorpren­


dernos. No estaríamos aquí para pensar en ello si no lo fuera. Aquello que
es una condición necesaria de que estemos aquí no requiere de explicación.

Puede que haya visto la película Pulp jiclion. En ella, hay una
escena en la que dos sicarios están charlando. De repente alguien
entra de sopetón desde la habitación contigua con un gran revól­
ver. Antes de que puedan reaccionar, les dispara las seis balas a
bocajarro. May una pausa. Le miran, se miran y miran a la pared
detrás de ellos; increíblem ente todas las balas les han esquivado.
Matan al hom bre que acaba de intentar asesinarles. Después sigue
una discusión entre los dos sicarios sobre la trascendencia o no de
lo ocurrido para la racionalidad de la creencia religiosa.
No repetiré la discusión aquí palabra por palabra, ya que no se lle­
va a cabo con la, por así decirlo, rigurosa coherencia a los cánones de
la exactitud terminológica que uno esperaría encontrar en un libro,
aunque sea de introducción, de filosofía de la religión. Aun así, le
diré que uno de los sicarios desdeña lo que acaba de pasar como un

214
hecho que no necesita explicación; el otro lo interpreta como algo
que necesita de una explicación en relación con Dios. Déjeme supo­
ner que todos pensamos que es increíblemente improbable que seis
balas disparadas a dos personas a bocajarro fallen. ¿Con qué sicario
se solidarizaría (asumiendo que pueda solidarizarse con un sicario)?,
¿con el que lo desdeña como algo que no necesita explicación o con
el que piensa que necesita una explicación?
Antes de decirle con quién me quedo yo, señalaré que este pun­
to es relevante para otro argum ento de la existencia de Dios. Si sus
simpatías están con el sicario que piensa que las cosas que son una
condición necesaria para que nosotros estemos aquí no requieren
de explicación, entonces no va a tener ninguna simpatía por el ar­
gumento cosmológico, que pide una explicación de por qué hay un
universo. Si sus simpatías están con este sicario, anotará este punto,
ya que no volveré a mencionarlo, cuando lleguemos al argumento
cosmológico en el próximo capítulo.
Mis simpatías están con el sicario que dice que, al menos prima
facie, requiere de alguna explicación. Es la improbabilidad del hecho
lo que requiere de una explicación y el que no haya gente en par­
ticular que busque o decida no buscar una explicación de un hecho
improbable, si este hecho improbable no hubiera sucedido es una
¡rrelevancia9.
Considere otro ejemplo que resalta esto de una manera más clara
que el ejemplo del sicario y que debo a Richard Swinburne:
Un terrorista le ata en una habitación donde también hay una
máquina. La máquina está unida a una bomba que, si explota, le
matará. Ve al terrorista colocar diez paquetes de cartas dentro de la
parte superior de la máquina. Le dice que la máquina barajará con­
cienzudamente las cartas y seleccionará diez al azar y las dejará caer
en una pequeña bandeja en la parte delantera. Solo en el caso de que
esas diez cartas sean todas ases de corazones la bomba no explotará.
El se va. La máquina comienza a runrunear. La primera carta sale,
es un as de corazones; la segunda, otro as de corazones; la tercera,
un as de corazones; etc. De hecho, las diez son ases de corazones. La
máquina se para; la amenazadora luz roja de la bomba se cambia a
verde. Ha sobrevivido.
¿No precisaría esto de una explicación? Las probabilidades de

215
repartir diez ases de corazones en fila si la máquina funcionaba como
dijo el terrorista son increíblemente pequeñas y el hecho de que algo
increíblemente improbable ocurra exige una explicación -m ediante
el teorema de Bayes- en relación con algo que lo haga menos impro*
bable, por ejemplo que la máquina seleccione las cartas de manera
que dé preferencia a los ases de corazones. Si el terrorista viniera y
desdeñara su supervivencia como algo que no requiere de explica­
ción, como el no ser un hecho que le indujera a sospechar que la
máquina no era tal como se la había descrito, usted le despacharía
pronto, incluso más pronto de lo que estaría predispuesto a hacer
siendo como es un terrorista. Desde luego no hubiera podido ver
otro resultado, pero podría haberlo habido y hubiera sido mucho
más probable -si lo que el terrorista le contó era verdad-. O sea, del
hecho de haber sobrevivido, tiene razón para creer que lo que el
terrorista le contó no era correcto.
No creo que la prim era objeción al argum ento del buen afina­
miento funcione. El buen afinam iento-si es realmente improbable-
es un hecho que requiere de una explicación. Algo que deberíamos
reconocer a esta altura es que dado que es verdad que no podríamos
haber observado un universo donde la vida no fuera posible en el
sentido en el que lo es el nuestro, a menos que tengamos razones para
pensar que semejante universo es improbable, el hecho de que tengamos
semejante universo no precisa de una explicación. Para entender
esto, piense que si el terrorista hubiera puesto todos los ases de cora­
zones dentro de la parte superior de la máquina, su supervivencia no
le hubiera garantizado el que creyera que la máquina no funcionaba
como él sugirió. Imagine esta otra situación:
Se encuentra de repente en la calle tumbado en el suelo, sin re­
cordar cómo llegó allí; lo último que recuerda es ir andando despreo­
cupadamente. Un hombre que le observa le dice que se desmayó,
pero que ha conseguido reanimarle con un bote de sales aromáticas
que nota que está moviendo bajo su nariz. Si lo que dice es verdad,
usted no podría sino haber visto un universo donde algo como este
hombre habría actuado de forma similar a como él le cuenta que
ha actuado, de una forma propicia a que recobre el conocimiento.
Por supuesto, en vez del hombre podría haber sido un proceso na­
tural en el que la sangre retom a a su cabeza mientras está recostado;

216
o una señora echándole agua a la cara; o una de entre otros millares
de posibilidades, pero, dado que se despertó, tenía que despertarse
en un universo que propiciara su despenar de una m anera u otra.
El hecho de que recobrara el conocimiento para encontrar algo (en
este caso a alguien) que parece haber actuado de una forma que
propicie el que recobre el conocimiento no requiere de una expli­
cación a menos que tenga evidencia de una experiencia previa que
hiciera improbable que hubiera ocurrido algo así. Quizás la tenga en
el caso de mi ejemplo: ¿qué probabilidades hay de que se encuentre a
alguien que lleve un bote de sales minerales en el siglo XXI? Bastante
improbable diría yo. En cualquier caso vemos que hay algo bueno
que podemos extraer de la prim era objeción al argum ento del buen
afinamiento. Con permiso de la objeción en su fórmula original, la
cuestión no es que aquello que es condición necesaria de que uno
lo observe no necesita de explicación (puede, si es improbable), la
cuestión es que a menos que uno tenga razón a priori para creer
que aquello que es una condición necesaria de que uno lo observe
es improbable, esta no necesita de una explicación. Ahora bien, aun­
que demos por sentado esto, podría parecer que deja el argumen­
to intacto. (Después de todo, la realidad del buen afinamiento es
precisamente haberse encontrado accidentalmente u n conjunto de
leyes y condiciones de frontera muy improbables, no exageraríamos
si dijéramos una en un millón.) Este punto es crucial; veremos p o r
qué en un momento. Antes, veamos la segunda objeción.
¿Por qué pensar que un universo bien afinado para la vida sería
más probable con la hipótesis de la existencia de Dios que lo sería sin
su existencia?
Un problema para el defensor del argum ento es que no va a ser
posible establecer que un universo bien afinado es improbable me­
diante los mismos métodos que le llevan a establecer, por ejemplo,
que es improbable encontrar una carta de su vecino en su felpudo.
Es solo como resultado de la relativa frecuencia de no encontrarse
carta alguna que sea obvio la improbabilidad de encontrarse una.
Dado que a lo largo de muchos días su experiencia ha sido del tipo
ninguna-carta-para-mi-vecino-en-mi-felpudo, está justificado al pen­
sar lo improbable que sería encontrar esa carta y sin embargo cuando
encuentra una, tiene razón al pedir una explicación mediante una

217
hipótesis que la hiciera más probable, como el que su cartero se haya
equivocado. ¿Cuán improbable es que haya un universo bien afinado
para la vida? No está claro que esta pregunta tenga sentido, pero
alguien puede sostener que lo que está claro es que aunque tenga
sentido, no puede haber tenido experiencia alguna relevante para
justificar la respuesta necesaria si se quiere poner en marcha el ar­
gumento, es decir «muy improbable». Como acabamos de comentar,
por necesidad, no puede haber tenido experiencia alguna del tipo
no-bien afínado-para-la-vida. Sin embargo quizás esta preocupación
es irrelevante: no necesitamos la respuesta «muy improbable»; solo
necesitamos la respuesta «relativamente improbable», porque-com o
vimos- la hipótesis del cartero que se equivoca puede aún salir ga­
nando aunque fuera muy improbable que cometiera un error; solo
tenía que ser relativamente más probable que hiciera eso que cual­
quiera de las otras posibilidades que pudieran explicar igualmente
lo que ocurrió.
Considere también esta posibilidad: Llega a casa y encuentra que
algunas de sus letras magnéticas que recuerda haber dejado esparci­
das al azar en la puerta de su frigorífico desde que las compró hace
una semana, ahora dicen: «Ceci n ’est pas un frigidaire». Considera
dos hipótesis, la primera que las letras por pura casualidad al ser ro­
zadas con su codo formaron la frase; la segunda, que su amigo -q u e
le visitó ayer y al que dejó solo en la cocina durante unos m inutos-
las ordenó de esta manera. Con estas pruebas es razonable que crea
en la segunda hipótesis aunque puede que sea bastante improbable
que su amigo las colocara así; nunca le ha visto hacer semejante
cosa. El hecho es que aunque sea muy improbable que las colocara
así, es relativamente más probable que lo hiciera él a que se hubieran
colocado así mediante fortuitos codazos. ¿Por qué? Porque hay al
menos una razón por la que su amigo las podría haber colocado así,
para hacerle reír. De esta manera podemos sostener que antes que
ser razonables y creer que este argumento es bueno, tenemos que ser
razonables y creer que si hay un Dios, tendrá al menos alguna razón
para crear un universo bien afinado a crear otra clase de mundo o
ninguno. Pero ¿somos sensatos al creer esto?
Presumiblemente el defensor del argumento contestará a esta
clase de preguntas usando analogías con ejemplos de los que tenga­

218
mos una clara experiencia, ejemplos que ilustren que valoramos la
creación de la vida como un fin en sí mismo. Habiendo aclarado esto
él o ella pueden sostener que sí hubiera un Dios, sería más probable
que favoreciera la creación de un universo donde sea posible la vida
que uno donde no lo sea o ningún universo; y de esta manera esta­
blecer que la hipótesis de que haya un Dios aumenta la probabilidad
de que exista un universo bien afinado como el nuestro, este universo
bien afinado entonces -m ediante el teorema de Bayes- nos condu­
cirá a estar a favor de la hipótesis teísta. ¿Hay algo en la naturaleza
de la bondad que dictara el que Dios prefiera crear un m undo con
criaturas como nosotros a un m undo con otra clase de criaturas, un
mundo deshabitado, o ningún mundo?
Quizás haya analogías o experimentos del pensamiento que reve­
len que pensamos que es bueno crear un m undo capaz de preservar
la vida - o quizás (más específicamente) seres libres, inteligentes y
moralmente sensibles- más que un m undo incapaz de hacer esto.
Quizás los hay, pero yo no he encontrado ninguno.
Piense en esta situación: Es un astronauta. Un día está trabajando
en un planeta lejano bastante parecido a como era la Tierra hace
muchos millones de años, con lo que los biólogos llamarían caldo
primigenio removiéndose bajo cielos tormentosos.
Las condiciones son las adecuadas para que suija la vida, pero
todavía no se ha formado. (Las últimas investigaciones sugieren que
esto es una simplificación de toda la biología involucrada, pero no
necesitamos preocupam os por esto.) Tiene una antena que debe
colocar en algún lugar para m andar una señal de vuelta a su nave
espacial en órbita. Hay dos lugares que son idóneos para m andar la
señal. La podría colocar en el lugar A, donde es más probable que
la alcance un rayo; lleve algo de electricidad a la piscina donde está
el caldo primigenio; y de esta manera ayudar a este planeta a desa­
rrollar vida. (El rayo no estropearía la antena de todas formas.) O
bien, la podría colocar en el lugar B, en un afloramiento rocoso sin
ningún caldo alrededor. Las dos posiciones están a igual distancia
de su lugar actual; la antena funcionaría bien en ambos lugares, y
usted estaría a salvo en cualquiera de los lugares que eligiera: la única
diferencia es que si la coloca en el lugar A -com o una consecuencia
de mandar su señal-, es más probable que cree vida -con la ayuda de

219
las condiciones preexistentes- que si la coloca en el lugar B. Vamos a
suponer, además, que esta vida es probable que evolucione a lo largo
de millones de generaciones y desarrolle seres libres, inteligentes
y moralmente sensibles como nosotros. ¿Le produciría una buena
sensación pensar que ayudaría a crear esta clase de vida antes que
dejar que el planeta fuera una roca estéril, una buena sensación
que no estaría basada en su valoración de haber hecho lo más razo­
nable? Pongamos por caso que no lo haría; descubre al reflexionar
sobre ello que, dejando a un lado el grado de satisfacción que podría
conseguir por haber hecho lo más razonable, no se sentiría mejor si
pusiera la antena en A que si la pusiera en B (o al revés).
Ahora, con todos estos rasgos del experimento del pensamiento:
¿Tiene más motivos para situar la antena en A que los que tiene para
situarla en B?
Vamos a necesitar una respuesta positiva a preguntas como esta
si queremos tener alguna esperanza de estar justificados al pensar
que si hubiera un Dios, tendría una buena razón para crear un uni­
verso bien afinado y de esta m anera ser capaces de crear un buen
argumento que vaya del buen afinamiento en este universo, usando
el teorema de Bayes, a la existencia de Dios. Puede que tenga una
intuición diferente a la mía, pero personalmente creo que la respues­
ta sería «No». No tiene más motivos para colocarla en A que los que
tiene para colocarla en B. No voy a elaborar un argum ento extenso
para persuadirle a que piense como yo, en parte porque me temo
que estamos llegando a los límites a los que el argum ento nos puede
llevar. Pero antes de dejar esta objeción, deberíamos considerar tres
puntos que parecen apoyar mi intuición.
El primero, no conocemos otro planeta habitado en el universo;
puede que haya uno, puede que haya billones, pero no los cono­
cemos. Adelantémonos unos cuantos miles de años en el tiempo,
al momento en el que viajamos en naves espaciales explorando el
universo. ¿Consideraríamos cada planeta habitado que nos encontrá­
semos como evidencia a favor del teísmo y cada planeta deshabitado
como evidencia en contra?
Seguro que no. No más que si consideráramos cada isla habitada
o habitable que descubriéramos en el Pacífico como evidencia de su
existencia y cada isla deshabitada como evidencia en contra.

220
Segundo, suponga que nos encontramos a una pareja felizmente
casada y conversamos con ellos. Nos cuentan diversas cosas sobre
ellos, incluyendo que han decidido no tener niños. Cuando pregun­
tamos que si esto es para destinar sus recursos a aum entar el número
o bienestar de otra gente, descubrimos que no. Ni tampoco es para
posibilitarles perseguir algún proyecto con el que no estamos de
acuerdo. Su decisión de no tener niños, por lo que podemos adivinar,
no tiene otra intención que la de que haya menos criaturas inteligen­
tes, libres y moralmente sensibles en el mundo. ¿Tiene ahora peor
opinión de ellos? Por supuesto que no.
Tercero, ¿qué razón podría tener Dios para crear algo (un universo
sin vida, un universo bien afinado para la vida, un conjunto de seres
angélicos y etéreos, o cualquier otra cosa)? Ser Dios no significa que
alguna de estas cosas pudiera cumplir una necesidad insatisfecha, y
el que no existieran antes de que las creara significa que difícilmente
podían haber satisfecho necesidades previas m ediante su creación.
En resumen, es complicado ver la correlación que hay entre el que
su amigo quiera que se divierta al colocar las letras magnéticas en la
puerta de su frigorífico, y la razón que Dios podría tener para hacer
algo y, es más, crear algo. No sugiero que Dios no podía haber creado
el m undo porque habría sido muy poco razonable hacerlo. A veces,
hacemos cosas sin aparente razón y esto no las hace poco razonables.
Sin embargo, sugiero que la mejor explicación para el teísmo podría
ser que mientras la libre elección de Dios explica por qué existe el
universo, el que Dios eligiera esto, antes que otra cosa, es algo para
lo que no hay explicación.
Tendría que pensar que podría estar de acuerdo con estos pun­
tos, que tiene un buen motivo para colocar la antena en el lugar
A antes que en el B, antes de tener que vérselas con el reto del ar­
gumento a diseñar, estableciendo que Dios habría tenido una buena
razón por la que crear vida. Si como yo piensa que no tiene más razo­
nes para colocarla en A antes que en B, entonces parece que este es el
final del argumento para usted. Volviendo al tercer punto en contra
del argumento del buen afinamiento, este es el punto en el que hay
diferentes hipótesis que podrían explicar el buen afinamiento.
Este punto se parece mucho al segundo punto de Hume, el que
podría rechazarse simplemente refiriéndonos a consideraciones de

221
simplicidad. Quiero volver a él y ver si puedo retocarlo un poco me­
diante una hipótesis alternativa a la teísta, una que sea tan simple
como ella, y que explique de igual forma todos los datos. Y creo que
puedo.

Creo que todos estamos familiarizados con la afirmación de que


si le das tiempo suficiente a un m ono escribiendo a máquina, al
final tecleará las obras de Shakespeare, por ejemplo frases con el
mismo tipo de letra de una edición de las obras de Shakespeare. De
manera que si un día entráramos en una habitación y encongáramos
a un mono, sentado escribiendo a máquina, y -e n tre un montón
de papeles en el suelo- encontráramos una copia de las obras de
Shakespeare, no deberíamos preguntam os el porqué más allá del
mono, a menos que tuviéramos razones para creer que el m ono no
llevaba allí mucho tiempo o que la copia de los trabajos de Shakes­
peare estuviera sospechosamente cerca del m ontón de papeles. Por
supuesto tendríamos una razón para imaginarnos esto. Los monos
tienen una esperanza de vida corta con relación a la cantidad de
tiempo que se podría sugerir como viable para que tecleando de
una forma fortuita resultara en una frase con sentido y menos aun
en algo similar al trabajo de un genio. Pero podemos ignorar esta
disimilitud. Imaginemos por el bien de la analogía que vivimos en un
mundo donde no tenemos razón alguna para no creer que los monos
son eternos o que hay un núm ero infinito de ellos escribiendo a má­
quina. Basado en esta suposición, el descubrimiento de los trabajos
«de» Shakespeare no requiere de una explicación más allá del mono.
De igual manera, el que a menos que las condiciones de frontera
y las leyes de la naturaleza tuvieran una característica particular no
podrían haber generado vida, no debería exigirnos una explicación
mediante Dios, a no ser que tengamos razón para creer que no hay
un núm ero infinito de universos cada uno con un núm ero infinito
de posibles condiciones de frontera y leyes de la naturaleza. Al igual
que un número infinito de universos infinitamente variables explica­
ría la existencia de cualquier universo con su particular conjunto de
condiciones de frontera y leyes de la naturaleza, así mismo un mono
con una vida infinitamente larga o un núm ero infinito de monos

222
mortales con máquinas de escribir podrían explicar la existencia
de cualquier «obra literaria». Por lo tanto la hipótesis de que hay
un núm ero infinito de universos cada uno de los cuales genera un
ejemplar del núm ero infinito de posibles conjuntos de condiciones
de frontera y leyes naturales, explicaría la existencia de este universo
así como la hipótesis teísta.
La hipótesis de que hay un núm ero infinito de universos, cada
uno de los cuales instancia uno del núm ero infinito de posibles con­
juntos de condiciones de frontera y leyes naturales, pudiera parecer
a primera vista mucho más complicado que la hipótesis de que hay
un universo y un Dios, pero ¿es realmente más complicado? Las
consideraciones de simplicidad operan tanto en tipos de entidades
así como en ejemplos de un tipo. ¿Cuál es entonces la hipótesis más
simple, la que propone un núm ero infinito de universos infinitamen­
te variables o la que propone a Dios y este universo? La prim era es la
más sencilla basada en tipos de entidades; solo hay un tipo de cosa:
universos. La segunda es la más sencilla basándose en ejemplos de
tipos; hay solo dos ejemplos, cada uno de dos tipos de cosas: la pri­
mera Dios y la segunda el universo. ¿Cuál es la más sencilla? Yo diría
que se prefiere la simplicidad en cuanto a tipos a la simplicidad en
cuanto a ejemplos y de esta manera la hipótesis de un núm ero infi­
nito de universos infinitamente variables es realmente más sencilla
que la hipótesis teísta.
Si cree que podría estar en desacuerdo conmigo, considere esto:
se encuentra en una habitación donde, por lo que puede ver, hay
monos sentados escribiendo a máquina.
Una persona a su lado sugiere la hipótesis «Hay un número infi­
nito de monos sentados con máquinas de escribir»; otro dice «Hay
un número finito de monos y al menos algo no-mono sentado con
máquinas de escribir». ¿Por qué se decantaría?
Seguro que se inclinaría por la primera hipótesis, aunque supone
infinitamente más ejemplos que la segunda, que propone un tipo más.
¿Por qué entonces las dos explican de igual manera la información?
Debe de ser la simplicidad, ¿no? Por supuesto mi ejemplo corre el pe­
ligro de fallar debido a la información previa que no podemos evitar
importar. Sabe que no puede haber un número infinito de monos en
esta habitación porque no hay una habitación tan grande; cada mono

223
ocupa un espacio y la habitación tendría que ser infinitamente gran­
de. Tendremos que recordar que nos imaginamos que este tipo de
disimilitudes tienen sentido; suponemos entonces que no hay ra­
zón para dudar de la posibilidad de un núm ero infinito de monos
sentados con máquinas de escribir en una habitación. El ejemplo
nos sirve -si comparte mi intuición de preferir el núm ero infinito
de monos al núm ero finito más algo no-m ono- para ilustrar que
preferimos la simplicidad con respecto al tipo a la simplicidad con
respecto al ejemplo.
En esta línea de pensamiento, más preocupante es el hecho de
que no observamos universos «hasta donde alcanza la vista»; obser­
vamos un universo (hasta donde alcanza la vista). De m anera que
alguien puede alegar que nuestra situación sería algo parecido a
entrar en una habitación y encontram os una copia de las obras «de»
Shakespeare; una persona a nuestro lado sugiere, basándose en la
evidencia, que hay un núm ero infinito de monos sentados con má­
quinas de escribir; y otra sugiere que hay algo, un genio artístico.
De repente esta hipótesis parece más convincente dada la evidencia,
incluso deshaciéndonos de cualquier conocimiento previo que «nos
predisponga en contra de los monos». Pero esta respuesta pasa por
alto el acuerdo de discutir la prim era objeción al argum ento del
buen afinamiento: no podíamos sino haber observado un universo
apto a la vida y a menos que tuviéramos una razón a priori para
pensar que esto es improbable, el hecho de que nuestro universo
sea apto a la vida no puede necesitar de una explicación. En una
hipótesis «multiverso» con un núm ero infinito de universos infinita­
mente variables, cada uno de estos universos es igualmente probable
(porque cada uno es real). La situación es equivalente a una en la
que nosotros no podemos acceder a una habitación a menos que la
puerta la abra un portero que la abrirá únicamente si hay una obra
de literatura preparada para que la leamos. En la única habitación en
la que se nos permite entrar gracias al portero encontramos una obra
de literatura esperando a ser leída. Con esta prueba, una persona que
está con nosotros sugiere que solo existe esta habitación, esta obra y
un genio; y otro sugiere que hay un número infinito de habitaciones,
cada uno con un manuscrito (copiado, por la información que tene­
mos, a máquina de escribir por monos) y así es que dada la naturale­

224
za de los porteros, no podemos curiosear en las otras habitaciones y
ver el galimatías que se ha tecleado en las páginas de los manuscritos.
Volvamos al ejemplo de Swinburne. Si el terrorista hubiera proba­
do su máquina de barajar cartas con mucha gente, entonces el que
funcionara una vez no necesitaría de una explicación más allá del
hecho de que ha sido probada muy a menudo; y el equivalente al
conocimiento previo (por ejemplo, que los terroristas no se saldrían
con la suya si probaran estas máquinas con mucha gente) respaldan­
do la improbabilidad anterior de haberlo intentado muchas veces no
está ahí en el caso del universo. Si el terrorista hubiera probado su
máquina un núm ero infinito de veces, por supuesto alguien se ha­
bría salvado. Si hay en última instancia un multiverso de un número
infinito de universos infinitamente variables, alguien se encontrará
con un universo apto para la vida.
Resumamos: si el orden del universo es un hecho que necesita de
una explicación y por lo tanto una que lógicamente apunte fuera del
universo como lo conocemos, lo más simple es suponer que señale a
una serie de universos infinitos cada uno de los cuales instancia uno
de entre un número infinito de posibles conjuntos de condiciones de
frontera y leyes de la naturaleza,0. Esta hipótesis será más sencilla que
la hipótesis de que existe este universo, o incluso otros cuantos uni­
versos, y un Dios. Propone más ejemplos -m ás universos- pero menos
tipos de cosas; solamente universos. Por supuesto nunca podremos
reunir evidencia en contra de la existencia de un núm ero infinito
de universos infinitamente variables en una investigación científica
llevada a cabo dentro de nuestro universo, cualquiera que sean las
características naturales que se descubran de nuestro universo (que
las condiciones de frontera y las leyes de naturaleza son de una mane­
ra u otra); la hipótesis de «ningún Dios, sino un número infinito de
universos infinitamente variables» será capaz de explicarlos también
como la hipótesis «Dios más este universo únicamente». No podemos
por lo tanto considerar que el argumento a diseñar aumente la pro­
babilidad de que exista Dios, por lo que no es posible considerarlo
como un buen argumento y tampoco pensar que puede contribuir
en la elaboración de un buen argumento del caso acumulativo sobre
la existencia de Dios. Mi conclusión es por lo tanto que el argumento
a diseñar no nos da ninguna razón para suponer que hay un Dios.

225
Pero alguien puede pensar que «la hipótesis de ningún Dios sino
un número infinito de universos infinitamente variables» no explica*
ría todo lo se necesita explicar; ¿por qué existe esta clase de número
infinito de universos, y no un núm ero infinito de universos que ten*
gan conjuntos de condiciones de frontera y leyes de la naturaleza que
no sean aptos para la vida, o ningún universo? Sin duda la existencia
de este conjunto infinito de universos necesita de una explicación.
Quizás, pero el hecho de que haya un núm ero infinito de universos
infinitamente variables no es ya un ejemplo de orden, de manera
que pedir una explicación no es pedir una explicación de orden. En
otras palabras, esta línea de interrogatorio se sale del campo del ar­
gumento a diseñar y entra dentro del territorio de nuestro próximo
argumento: el argumento cosmológico11.

226
9

El argum ento cosmológico

Voy a comenzar con la presentación del argumento cosmológico


que hizo Frederick Copleston en un debate radiofónico con Ber-
trand Russell1. Así lo explicaba Copleston:

Lo primero de todo, debería decir que sabemos que hay al menos unos
cuantos seres en el mundo que no contienen la razón de su existencia. Por
ejemplo, yo dependo de mis padres, del aire, de la comida, etc. En segundo
lugar, el mundo es sencillamente la totalidad real o imaginada o el total de
objetos individuales, ninguno de los cuales contienen la razón de su exis­
tencia. No hay un mundo distinto al de los objetos que lo forman, como
tampoco la raza humana es algo diferente de sus miembros. Por lo tanto, ya
que los objetos o hechos existen, y ningún objeto de la experiencia contiene
la razón de su existencia... la totalidad de los objetos debe tener una razón
fuera de ella. Esta razón debe ser un ser existente. Este ser, o es él mismo
la razón de su propia existencia o no lo es. Si lo es, pues bien. Si lo no es,
debemos ir más allá. Pero si continuamos hasta la infinidad, entonces no hay
explicación posible para la existencia. De manera que para poder explicar
la existencia, debemos llegar a un ser que contiene la razón de su propia
existencia, esto es, que no pueda ser inexistente.

Hay algo a primera vista convincente en este argumento. Me pa­


rece intuitivamente evidente que el universo es contingente: no solo
podría no haber sido como es, sino que podría no haber sido. Y siem­
pre que nos topamos con algo que podría no haber sido como es o
no haber sido, parece razonable preguntarse ¿por qué es así? Y ¿por
qué es?, y-este es el principio de razón suficiente- podemos esperar
que la realidad nos proporcione una respuesta a estas preguntas
(incluso aunque no estemos siempre preparados para encontrar una

227
respuesta). El principio de razón suficiente en su contexto más gene­
ra) (contexto que, como veremos, el defensor del argumento cosmo­
lógico tiene buena razón para eludir apoyarlo) dice que para todo
que sea de una forma determ inada pero podría haber sido de otra
manera, hay una razón de por qué es así y no de otra forma. Confieso
que este principio me parece creíble -a l menos inicialmente.
A veces, la pregunta ¿por qué es así? se puede contestar mediante
las investigaciones de la realidad que llevan a cabo los científicos.
Sin embargo -com o hemos visto en nuestro debate sobre el argu­
m ento a diseñar- la explicación científica depende de las leyes de la
naturaleza para las cuales - a un nivel muy básico- no hay una expli­
cación naturalista. Cuando llegamos al final de la explicación cientí­
fica de por qué el universo es como es, podemos o bien decir que no
hay explicación para estas leyes fundamentales (son la primera causa
esencial), o bien podemos explicar su existencia mediante un núme­
ro infinito de universos infinitamente variables (y decir que el hecho
de que existe ese conjunto de universos antes que otro es la primera
causa esencial); o bien podemos explicar cómo son mediante Dios2.
Ya he expuesto que el orden del mundo, si es que requiere de alguna
explicación, nos empuja a pensar en una explicación no mediante
Dios sino mediante un núm ero infinito de universos infinitamente
variables, a menos que tengamos razones independientes para creer
que este conjunto de universos es menos probable de ser una prime­
ra causa de lo que lo es Dios. Pero la hipótesis de un núm ero infini­
to de universos infinitamente variables nos dejaría con una pregunta
aparentem ente lógica: ¿Por qué existe este universo? Si la pregunta
se responde mediante la existencia de un conjunto infinito de uni­
versos infinitamente variables, entonces podemos preguntar simple­
mente ¿y por qué existe este conjunto de universos infinitamente
variables? Que haya un núm ero infinito de universos infinitam en­
te variables parece también un hecho conüngente. Podría haber sido
un núm ero finito de universos; podría haber sido un núm ero infini­
to de universos que fueran todos iguales. Sea cual sea la m anera de
fragmentarlo, parece que al final sobra algo de la trama explicativa
que no es teísta, algo que necesita de una explicación, explicación
que solo se puede conseguir contando una trama explicativa diferen­
te, una teísta.

228
¿Qué se puede decir de este argumento?

*
La primera objeción que quiero plantear al argumento cosmológi­
co es una versión de la objeción «¿Cómo conseguir que el argumento
se pare en Dios?».
El argum ento cosmológico parte del hecho de que el universo es
contingente -vamos a aceptarlo por el m om ento- y después continúa
la argumentación utilizando la versión más generalizada del princi­
pio de razón suficiente, el que reza que siempre que haya contingen­
cia debe haber una explicación -aceptem os también esta versión del
principio, por el m om ento-, por consiguiente el argum ento cosmo­
lógico debe term inar con algo que no sea contingente si va a parar­
se en algún momento. Y este algo es Dios. Dios al contrarío que el
universo es necesario. Vale, podría pensar uno. La necesidad -com o
hemos discutimos en un capítulo anterior- es una de las propiedades
esenciales de Dios. Pero podríamos preguntar a la hipótesis teísta si
Dios como ser necesario, necesariamente, creó o no este universo. Si
lo hizo, entonces como lo que un ser necesario necesariamente crea
es tan necesario como él, este universo es necesario, lo contrarío a
la premisa original del argumento. De hecho no necesitamos dete­
nernos en esta línea de pensamiento, ya que según la versión teísta
-m anteniendo lo que es otra de las propiedades esenciales de Dios,
su perfecta libertad- Dios como ser necesario elige de una manera
contingente crear el universo.
De esta forma el universo al final del argumento teísta es tan con­
tingente como lo era al principio; Dios podría haber decidido no
crearlo. Hasta ahora todo bien. Pero de esto podemos deducir que
el argumento teísta tradicional admite un elemento de contingencia
en Dios. A esta altura uno puede objetar que el principio que con­
duce del m undo contingente al ser necesario que es Dios sería que
la contingencia necesita de explicación. ¿Cómo puede ser entonces
aceptable detenerse en un ser que contiene él mismo contingencia?
Necesitaríamos un superDiós, y un supersuperDiós, etc. Aquí el de­
fensor del argumento debe dar otro paso, paralelo a uno de los dos
que ya he ensayado al discutir el argumento a diseñar. El defensor del
argumento cosmológico podría señalar que en la mente infinita de

229
Dios están -hipotéticamente- los recursos que no hay -hipotéticamente- en
el universo para poder sostener una cadena infinita de explicación.
(Nota: esto se apartaría del espíritu del argumento de Copleston,
que no permite que una cadena infinita de explicación cuente como
explicación y que necesita una premisa extra, que el universo no es
por sí solo capaz de contener una cadena infinita de explicación.) O
bien, él o ella podría distinguir entre contingencia en la materia físi­
ca, que requiere de explicación, y contingencia en la materia mental,
que no la requiere, o al menos no la requiere cuando nos referimos
a la libre elección que realizan las partes de esta materia mental, las
mentes. Como es evidente ahora nos encontramos en un área que
se sale del campo de la filosofía de la religión y se adentra en el de la
filosofía de la mente. A estas alturas solo necesitamos observar que
de una manera u otra el defensor del argumento cosmológico no
puede respaldar el principio de razón suficiente en su sentido más
general: si él o ella quiere detener el argumento cosmológico, debe
aceptar que la contingencia en la sustancia infinita y /o la sustancia
mental no requiere de explicación.

El argumento cosmológico se basa pues en dos premisas: que el


universo es contingente (y posiblemente finito, dependiendo de la
forma en la que el defensor adapte el principio de razón suficiente
para que el argumento cosmológico se detenga) y que donde quiera
que haya contingencia (en la materia finita y /o física) debe haber
una explicación. Miraré ambas premisas en orden, empezando con
la premisa de que el universo es contingente.

Que usted esté leyendo este libro es, parece, un hecho contin­
gente. No hay necesidad de que nadie lo lea. Entonces -m ediante
el principio de razón suficiente, que asumimos por ahora para el
argum ento-, yo puedo prudentem ente preguntar a cualquiera que
lo esté leyendo por qué lo está haciendo. ¿Por qué lee esto?
F.1 principio de razón suficiente nos asegura que tengo razón al
creer que esta pregunta tiene una respuesta. Supongamos que sabe la
respuesta y que me escribe contándomela; supongamos también que

230
todo el mundo que lo lea me escribe con las respuestas. ¿Cuál sería su
reacción si habiendo recibido todas las diferentes explicaciones, les
escribo a cada uno diciendo: «Bien, esto explica por qué cada uno de
ustedes de forma individual ha leído el libro, pero hay una pregunta
más que la razón asegura responder y me gustaría que todos conside­
raran. I-a pregunta es ¿por qué todos ustedes -com o una totalidad-
lo leyeron?». Pensará que la razón no garantiza respuesta alguna a
esta pregunta, más allá de la respuesta recibida a la pregunta de por
qué lo habían leído individualmente; todo lo contrario. Mientras la
presencia de cada miembro contingente del conjunto de gente que
constituyen los lectores del libro esté explicada, ipso facto el conjun­
to total se explica. No hay un hecho «sobrante», por así decirlo, que
necesite de explicación una vez que cada miembro contingente del
conjunto ha recibido su explicación (aunque podríamos hacer otra
pregunta, por ejemplo: «¿Por qué la gente lee libros de filosofía de
la religión?», y lo trataremos en un momento).
Ahora, con este resultado, vamos a admitir por un momento que
el universo está compuesto de varias partes contingentes como ex­
plica Copleston; el universo es un total de cosas contingentes. De
mi ejemplo y con el permiso de Copleston no se deduce que haya
contingencia con respecto a todo el universo que requiera de una ex­
plicación, incluso con el principio de razón suficiente. Si cada parte
contingente del universo se explicara sin referencia a Dios, ipso facto
el universo como un total contingente se explicaría sin referencia
a Dios. La pregunta entonces es: ¿Puede cada parte contingente del
universo explicarse sin referencia alguna a Dios?
Bueno, algunas partes contingentes del universo podrían más o
menos explicarse sin referencia a Dios. Ya hemos visto que el que
lea el libro es contingente y puede explicarse en relación con otra
cosa que no sea Dios, el que quiera leer un libro de filosofía de la
religión, quizás. El que quiera leer este tipo de libro también es un
hecho contingente y como tal -d e acuerdo con el principio de ra­
zón suficiente- necesita de una explicación (o no, si se acepta que
la contingencia en la sustancia mental no requiere de explicación).
Pero podría perfectamente tener una explicación, supongamos que
quiere aprender sobre la filosofía de la religión. Y el que intente
aprender sobre la filosofía de la religión es también un hecho con-

2S1
tingente. Que también podría tener una explicación, ¿no? Quizás esc
profundo y constante anhelo por alcanzar la verdad en cuestiones
fundamentales siendo autodidacta de la mejor m anera que es capaz
o quizás, alternativamente, el que tenga que presentarse a algún
examen sobre filosofía de la religión.
¿El proceso de explicar algo contingente en el universo en cuan­
to a otra cosa se mantiene siempre incompleto o necesita parar en
algún momento? Podría parecer que no desde un punto de vista. Y
este punto de vista es el determinismo.
En el determinismo, el estado del universo en una época posterior
-todo lo que es cierto del universo en ese m om ento- se puede expli­
car en cuanto a su estado en una época anterior y el funcionamiento
de las leyes de la naturaleza. De esta manera, si el determinismo es
verdad, caria cosa contingente que sucede -hasta el último detalle-,
el suceso y la naturaleza de sus detalles se pueden explicar en cuanto
al estado anterior del universo (y de las leyes de la naturaleza). Cada
miembro del conjunto infinito de cosas contingentes que forman
este universo se explica en cuanto a otro miembro del conjunto; ipso
facto, el universo como un todo contingente se explica sin tener que
referirse a un ser necesario como Dios. Uno podría pensar que para
asegurar esta conclusión necesitamos añadir al determinismo la tesis
de que el universo tiene una edad infinita, pero podría decirse que
no es necesario. Incluso si el universo tuviera una edad finita, aun así
podría haber pasado por un núm ero infinito de fases, al igual que el
año actual es un núm ero finito de días y aun así ha pasado a través
de un núm ero infinito de momentos.
Ahora bien, la primera reacción que uno tiene al oír todo esto
es que al suponer que el determinismo es cierto y, si esto también
se requiere, que el universo tiene una edad infinita, estamos dando
por sentadas unas cuantas cosas que los científicos reconocen más o
menos como falsas. Habrás oído hablar de la interpretación de Co­
penhague sobre diversos fenómenos cuánticos y de la teoría del Big
Bang. No es el momento de exponerlos en detalle. Afortunadamente
no tenemos que entrar en estos temas ya que incluso un determinista
que cree en la edad infinita del universo puede lógicamente pre­
guntarse «¿Por qué hay un universo determinista y temporalmente
infinito antes que un universo indeterminista, un universo tempo-

232
raímente finito, o simplemente un universo?». ¿Qué pasa con las
condiciones de frontera y leyes de la naturaleza? Podrían haber sido
diferentes. No es una necesidad lógica que el Big Bang comenzara
todo de la forma en que lo hizo (si asumimos que lo hizo) o que cada
cuerpo sólido atraiga a otro con una fuerza proporcional al cuadrado
inverso de su separación, etc. «¿Son las condiciones de frontera y las
leyes de la naturaleza metafísicamente necesarias?» Si contestáramos
«Sí», la contingencia desaparecería, pero también se evaporaría todo
lo demás -ya no será contingente que lea este libro; no podía sino
haberlo leído, ya que las condiciones de frontera y leyes de la natu­
raleza necesitarían que lo leyera y ellas son necesarias-. Asumiendo
que no queremos ir por este camino, al menos la pregunta funda­
mental debe mantenerse. Como mucho la podríamos posponer si
aprobamos la tesis del número infinito de universos infinitamente
variables; esta hipótesis explicaría la existencia de un universo con
alguna característica natural -determ inista/indeterm inista; tempo­
ralmente infinito/tem poralm ente finito; con la gravedad operando
de una manera u otra; y así sucesivamente-. Pregunta: ¿Por qué existe
este universo en concreto? Respuesta: Porque cada universo posible
existe. Aunque realicemos un barrido, en esencia la misma cuestión
permanece: ¿Por qué este en vez de nada?
El que «este» se refiera al universo particular en el que vivimos o
a u n conjunto infinito de universos infinitamente variables no varía
la pregunta ya que el «este» con el que nos quedamos sigue siendo
contingente.
Quizás alguien pueda alegar que no estamos en condiciones de
com prender que el universo en todos sus detalles, o en sus condicio­
nes de frontera y leyes, o quizás en el conjunto infinito de universos
infinitamente variables, no es contingente, es necesario. O al menos
-y esto bastaría para oponer resistencia a la premisa del argumento
cosmológico- no podemos tener una razón irrefutable para pensar
que alguna de estas cosas no sea necesaria. Pero aunque alguien lo
pueda defender, es difícil de creer. El universo en sus detalles parece
contingente; negar que sea contingente en sus detalles es contrario
a nuestras intuiciones sobre cada hecho que tomamos como contin­
gente. Cree que podría no haber leído este libro; cree que podría no
haber existido; y así sucesivamente. Yo también lo creo, si el universo

233
fuera necesario en todos sus detalles, todos estos pensamientos y
otros muchos similares tendrían que ser incorrectos. Por supuesto, se
puede decir que son las condiciones de frontera y las indeterministas
leyes naturales las que son necesarias, todo lo demás sería (debido
al indeterminismo) contingente, pero, aunque no del todo apropia­
do, aun así parece incorrecto porque parece como si las condicio­
nes de frontera y leyes de la naturaleza podrían haber sido también
diferentes. De la misma manera que nosotros podemos pensar en
la posibilidad de no haber existido, por ejemplo, imaginando un
m undo en el que nuestros padres hubieran elegido no tener niños,
también podemos pensar congruentem ente en la posibilidad de no
haber existido imaginando unas condiciones de frontera y /o leyes de
la naturaleza que no pudieran crear vida. Esto es justo lo que hacen
los científicos al discutir sobre el buen afinamiento del universo. Por
supuesto, si ya hemos decidido que la aparente coherencia de estas
«posibilidades» es engañosa, como guía a lo que es posible, porque
el universo en todos sus detalles y /o las condiciones de frontera y
leyes de la naturaleza son necesarias -contrario a la hipótesis teísta
que les tiene supeditados a la voluntad creativa de Dios-, entonces
entenderemos esta apariencia como un indicio de nada más que
confusión por nuestra parte. Sin embargo, al igual que no podemos
dar por sentado estar a favor del teísmo, tampoco podemos dar por
sentado estar en contra del teísmo. A estas alturas, se deben aceptar
las propias intuiciones sobre lo que se puede razonablemente pensar
según vayan surgiendo; y se deben tomar como una guía a lo que
es realmente posible (después de todo, no tenemos otra guía). Des­
graciadamente para el defensor del argumento cosmológico aunque
no haya una forma de sostener este punto sin que se tome como
premisa, sí parece haber algo de apoyo intuitivo y prerreflexivo para
que «este» sea contingente, no importa lo grande que sea, o si se
refiere a los detalles del universo; o a sus condiciones de frontera o a
las leyes de la naturaleza; o incluso al conjunto infinito de universos
infinitamente variables. Todos «estos» parecen intuitivamente tener
contingencia, contingencia que también encontraremos en la deci­
sión de Dios para crear a «este», si adoptamos en última instancia la
hipótesis teísta.
Por lo tanto termino diciendo que hay bastante apoyo intuitivo y

234
prerreflexivo para la primera premisa del argumento cosmológico9.
Vayamos a la segunda premisa.

Se puede negar el principio de razón suficiente en su forma res­


tringida, la que se necesitaría para el argumento. Uno puede pre­
guntarse sensatamente por qué tenemos este universo -si este es el
punto de partida preferido- o por qué tenemos un conjunto infinito
de universos infinitamente variables, pero no se deduce del hecho de
que se pueda formular una pregunta que esta deba tener una res­
puesta. Si accedemos a que haya contingencia en el mundo, entonces
al final debemos llegar a la primera causa para cada versión explicati­
va, un hecho contingente que no tenga explicación. Quizás no haya
explicación de este universo contingente y finito o -si se prefiere-
del contingente aunque infinito número de universos infinitamente
variables. Pensar así sería rechazar la forma restringida del principio
de razón suficiente que el defensor del argumento cosmológico ne­
cesita, el principio que requiere que la contingencia en el total finito
de la sustancia física que es el universo (o si suponemos un núm ero
infinito de universos infinitamente variables, el total infinito de la
sustancia física que es el multiverso) tenga una explicación. ¿Es este
el camino que debe seguir el adversario del argumento? Bueno, uno
podría preguntarse ¿no se beneficia el principio que dice que siem­
pre que se da contingencia de esta clase debe haber una explicación,
del apoyo intuitivo de nuestro razonamiento diario? Buscar explica­
ciones para algo que es meramente físico que no necesitaba haber
ocurrido, diría, es la señal de una mente racional.
Imagine lo que pensaría si de repente, con un ligero estallido,
apareciera un plátano pequeño -d e la nada- entre su cabeza y este
libro. Se sostiene en el aire por un momento rotando ligeramente.
Entonces desaparece con un estallido parecido. ¿Consideraría irrazo­
nable pensar que debe haber una explicación para este hecho con­
tingente? Por supuesto que no. Al contrario. Pensaría que la razón le
habría dictado creer que había una explicación aunque averiguarlo
resultara imposible. Todos los días nos ocurren cosas cuyos motivos
son tan inextricables que no los descubrimos y quizás nunca podre­
mos descubrirlos (dada las limitaciones en nuestras capacidades de

235
percepción e intelecto), pero esto no nos convence de que todo lo
que ocurre no tiene una razón. Se puede argum entar que mientras
sea muy probable que el principio se pueda aplicar a cualquier hecho
físico, esto es compatible con el que sea probable que no se pueda
aplicar a cada hecho o «al gran hecho físico» que es el total de todos
los otros hechos, pero me parece que el defensor del argumento
puede responder reclamando que aplicamos este principio a cual­
quier hecho que nos encontremos no porque creamos probable que
el principio sea «verdad», sino más bien porque entendem os que
actuar sobre el principio es constitutivo de racionalidad en nuestras
relaciones con la realidad física como tal, grande o pequeña, finita
o infinita.
Negar el principio de razón suficiente en la forma que el defen­
sor del argumento cosmológico necesita no es el camino a tomar
por el adversario. Si este universo o -si se prefiere como punto de
partida- el conjunto infinito de universos infinitamente variables es
contingente, necesitamos una explicación.
Pero, uno podría igualmente preguntarse: «¿No hay científicos
que negarían que el principio de razón suficiente se puede aplicar
a toda la materia física?». Ciertamente; algunos -e n verdad la ma­
yoría- de los que se especializan en mecánica cuántica nos dicen
que a un nivel submicroscópico y dentro de parámetros impuestos
por ciertas leyes determinados sucesos son genuinamente aleatorios.
Un átomo determ inado se descompone en un momento determi­
nado. ¿Por qué lo hace en ese momento, y no unos segundos antes
o después? «No hay una razón», dicen los científicos. Ahora, este
consenso entre los científicos que estudian estos fenómenos no es
un obstáculo insalvable para aquellos que mantienen la validez del
principio de razón suficiente en esta área. No hay una razón obvia
para pensar que los científicos serán mejores filósofos de la ciencia
que los pájaros ornitólogos y existen interpretaciones de estos fenó­
menos disponibles «con una variable oculta», interpretaciones que
nunca podrían demostrarse falsas, es lo que pasa con las variables
que se suponen estar «ocultas» (también se puede dar la posibilidad
de que resulten falsas -com o ha ocurrido-). Pero podemos dejar de
lado todos estos temas en el contexto actual, ya que el mero hecho
de que exista esta opinión entre científicos con una buena función

236
cognoscitiva es suficiente para dem ostrar que no puede ser constitu­
tivo de racionalidad pensar que el principio de razón suficiente tiene
un alcance universal en el m undo de la sustancia física finita. Puede
tener un alcance universal en el m undo de las «prendas de confec­
ción de tamaño medio», pero en ningíin otro sitio. Se podría estar
de acuerdo con el consenso entre los científicos y dejar el principio
de razón suficiente «para usarlo más adelante». Podríamos decir
«está bien, hay verdadera aleatoriedad en la sustancia física a un nivel
cuántico, pero ¿por qué es el m undo aleatorio de esta forma? Los
diferentes resultados tienen probabilidades relacionadas con ellos y
esto es todo lo que se puede decir para explicar por qué cualquiera
de ellos ocurrió. Vale. Pero ¿por qué esas y no otras probabilidades?
¿Por qué cualquier aleatoriedad en vez de deterministno?». Estas
son preguntas sensatas. El hecho que se puede observar aquí es que
una vez que uno ha renunciado a la aplicación universal del princi­
pio de razón suficiente en la materia física alegando que a un nivel
submicroscópico no se puede aplicar, entonces no hay necesidad
de suponer que estas preguntas sensatas tienen respuesta. Si uno se
pregunta por qué el m undo es de tal forma que a un nivel cuántico
hay cosas a las que no se les puede aplicar el principio de razón
suficiente, uno debería considerar la posibilidad de que el m undo
realmente es como se ha admitido.
A pesar del entusiasmo expresado anteriormente, no es en ab­
soluto insostenible suponer que el principio de razón suficiente no
se mantiene sin excepción en el m undo de la sustancia física. La
apelación al tamaño, «pero estos sucesos cuánticos son tan peque­
ños y el universo en su totalidad es tan grande», no nos detiene; el
universo era muy pequeño en un principio, muy, muy pequeño en
el Big Bang.
Schopenhauer criticó al defensor del argumento cosmológico por
tratar el principio de razón suficiente como a un taxista al cual uno
puede despedir tan pronto se llega al destino deseado. Aunque
uno puede eludir la acusación implícita en esta analogía simplemen­
te cogiendo el taxista adecuado para el trayecto (podríamos decir
que el principio de razón suficiente no tiene excepciones solo en el
m undo de la sustancia física y confiar en que, una vez se llegue a
Dios, el taxista se despedirá), siempre y cuando el taxista que uno

237
elija no sea el elegido por toda la gente racional -e l principio es ex­
plícitamente negado por la mayoría de los científicos que estudian
en un área particular de la física-, el argumento apenas puede ser
convincente. De hecho, la cosa no pinta nada bien para que el argu­
mento cosmológico se considere un buen argum ento a favor del
teísmo. En el fisicalismo, el universo físico finito y contingente es todo
lo que hay, o quizás un número infinito de universos infinitamente
variables; no hay una explicación de por qué esto existe en lugar de
otra cosa o nada; esto es lo que viene a ser el fisicalismo. Entonces
cualquier principio que establezca que hay una razón, una entidad
explicativa fuera de la sustancia física es directamente incompatible
con el fisicalismo. De ahí que un argumento que comience con este
principio da por sentado estar en contra del fisicalismo. No se puede
tener un buen argumento en contra de la opinión de que la sustancia
física no necesita de una explicación asumiendo como premisa el
principio de que la sustancia física no necesita de explicación4.

*
El argum ento cosmológico no puede por lo tanto considerarse
un buen argum ento para probar la existencia de Dios. Aunque es
convincente sugerir que el universo es contingente en sus detalles
y en sus condiciones de frontera y leyes naturales; y de la misma
manera decir que un conjunto infinito de universos infinitamente
variables serían contingentes, no hay obligación racional ni siquiera
presión por nuestra parte para aceptar esta contingencia como algo
necesario de explicación. El principio de razón suficiente en la forma
necesaria para llevarnos desde grupos de materia física a tina entidad
explicativa fuera de ella, no puede sostenerse como algo constitutivo
de racionalidad y su adopción asumiría como premisa estar en contra
del fisicalismo.
El argumento cosmológico no puede respaldar de una manera
inductiva la conclusión de que hay un Dios; por esta razón no es un
buen argumento y no puede contribuir en la elaboración de un buen
argumento del caso acumulativo para probar la existencia de Dios.
El argumento cosmológico no nos proporciona ninguna razón para
creer que hay un Dios.
La sensación de que el m undo como un todo es una pregunta

238
que necesita de respuesta y una respuesta que solo Dios nos podría
proporcionar es un sentimiento sincero que muchos, si no la mayoría
de la gente, han tenido al menos una vez en sus vidas. Me atrevo a
decir que todos al leer esto se identificarán con un comentario de
Darwin, contado por el duque de Argyll después de que Argyll dijera
a Darwin que era imposible no inferir un Dios del mundo: «Me miró
detenidam ente y dijo: “Bien, esa sensación me viene con una fuerza
incontenible; pero otras veces”, y negó con la cabeza, añadiendo,
“parece pasarse”»5. A veces la sensación de que el mundo tísico como
un todo es una pregunta que necesita de respuesta nos azota con una
fuerza incontenible; otras veces parece «pasarse». Pero al principio
del libro vaticiné que lodo el m undo leyendo el libro tendría esta
sensación en algún momento. Cuando uno considera la posibilidad
de que además de este universo pudiera haber un número infinito de
otros, cada uno de los cuales generaría uno de los posibles conjuntos
de condiciones de frontera y leyes naturales, la propensión a esta sen­
sación no desaparece; sencillamente se realoja. Responder a «¿Por
qué este universo existe?» con «Porque todo universo lógicamente
posible existe» da lugar a que uno se pregunte «¿Pero por qué existe
todo universo lógicamente posible?». Me atrevo a decir que todo el
que se sienta desconcertado con la contemplación del m undo físico
como un todo se sentirá igualmente desconcertado con la contem­
plación de un conjunto infinito de estos mundos. Sin embargo, esta
sensación no es una razón para creer que el m undo o conjunto de
mundos necesitan la explicación de su existencia en cuanto a un Dios
necesario, a menos que el sentimiento que provoque sea una razón
por sí sola para creer que hay tal Dios. Incluso aunque uno no pueda
tener un buen argumento en contra de la opinión de que la sustancia
física no necesita de explicación asumiendo como premisa el prin­
cipio de que la sustancia física necesita de una explicación, quizás
sí se podría tener un buen argum ento asumiendo como premisa
las sensaciones que provocó, si esta sensación pudiera entenderse
como una razón para pensar que lo hizo. Para establecer ese punto
se requiere un argum ento diferente al argum ento cosmológico; se
necesitaría un argum ento de la experiencia religiosa. Y lo próximo
será examinar este argumento.

239
10

El argum ento de la experiencia religiosa

Me gustaría empezar contándole el comienzo de una historia de


ficción1.
Un día, un montañero, Nunez, escalando con un grupo de amigos
en los Alpes, se resbala. Sus amigos le ven caer, caer y caer -p o r la
ladera de la montaña y a través de las nubes, hasta pererle de vista-.
Entienden que no es posible que haya podido sobrevivir y que no
hay manera de recuperar su cuerpo. A su pesar le dan por m uerto y
vuelven a casa. Sin embargo Nunez no está muerto.
Los árboles y la nieve han frenado su caída de m anera que en
realidad ha aterrizado al pie de la montaña en un profundo y ancho
valle con cortes y magulladuras de poca importancia. Caminando
hacia el centro del valle a medida que los árboles son menos den­
sos, puede ver que está rodeado de montañas infranqueables por
todos los lados excepto uno, que a su vez está incomunicado con
el m undo exterior por el derrum be de una antigua montaña. Más
adelante ve que no está solo. En el centro del valle hay un pue­
blo, me imagino que aislado del m undo exterior durante miles de
años. Del pueblo salen caminos a intervalos regulares como rayos
de una rueda, y mientras baja a pie por uno de estos caminos hacia
el pueblo, un hom bre sube a su encuentro. AJ acercarse Nunez se
horroriza al ver que donde debieran estar los ojos, hay solo piel lisa;
el hom bre es congénitam ente ciego.
Nunez está a punto de hablar cuando el hom bre le saluda; ha
debido de oír las pisadas de Nunez. Con alguna dificultad, consiguen
entenderse. El hombre -piensa N unez- habla una versión viciada de
su lengua; Nunez -piensa el hom bre- habla una versión viciada de su
lengua. Sea como sea, el hombre es amigable y acompaña a Nunez al
pueblo. Al acercarse, otros vecinos, que también sufren de la misma

240
ceguera congénita, salen de sus casas, sin ventanas, a su encuentro.
Nunez pregunta al hombre si todos los vecinos son ciegos, pero le
resulta difícil conseguir que el hombre entienda la pregunta. Ni el
hombre ni el resto de los vecinos parecen entender el concepto de
vista o ceguera, claro u oscuro, etc. Al final, Nunez consigue pre­
guntar si alguno de los vecinos tiene ojos, término que él introduce
haciendo que el hombre le toque los ojos. £1 hombre retrocede
horrorizado, pero rápidam ente se disculpa por haber mostrado
abiertamente tanto asco por lo que supone es una desafortunada
deformidad de Nunez.
El hombre le asegura a Nunez que nadie en el pueblo ha tenido
el infortunio de tener en sus caras esos protuberantes y rezumantes
bultos.
Se convoca una reunión del pueblo a prim era hora de la mañana,
Nunez se sorprende al enterarse que será en una hora. Le sorprende
porque está anocheciendo. Al hablarlo con el hombre, se entera
de que los vecinos consideran lo que él -N u n ez- llamaría noche
como el día, y lo que él llamaría día como la noche, pensando que
lo mejor es irse a la cama a descansar cuando calienta y levantarse a
trabajar cuando refresca. Piensa que teniendo en cuenta su cegue­
ra parece una medida bastante razonable. Mientras cae la noche y
Nunez espera la supuesta reunión matinal, se acuerda y reflexiona
sobre un refrán que oyó en su juventud, concluyendo que aunque
nunca pueda llegar a escapar del valle, pronto podría convencer a
los sumamente razonables vecinos que con su sentido extra debería
obtener un puesto de responsabilidad en la comunidad. El refrán so­
bre el que reflexiona es: «En el país de los ciegos, el tuerto es el rey».

La pretensión de tener un sexto sentido -espiritual- no es en ab­


soluto inusual. Los estudios revelan que la mayoría de la gente en
Gran Bretaña afirmaría haber tenido al menos una experiencia que
describirían como sobrenatural, el tipo de experiencia más común
sería sobre Dios2. No voy ahora a considerar lo que sería razonable
creer si un día le pareciera haber tenido una de estas experiencias
religiosas. «¡El que le pareciera a usted que hay un Dios sería una
buena razón para creer que existe Dios? Esta apariencia no necesita

241
ser la clásica «visión de Dios», una figura gloriosa que aparece en
el cielo o una voz resonante que habla desde un arbusto ardiendo.
Podría ser ese sentimiento, difícil de expresar, de que el m undo físi­
co como un todo (o cualquier conjunto de estos mundos) necesita
de alguna clase de explicación, una explicación que el Dios teísta
podría proporcionar; o ese sentimiento aun más impreciso de que
se necesita una explicación que solo nos podría proporcionar algo
esencialmente diferente y fuera de este mundo. Cada una de estas
son experiencias religiosas ya que señalan hacia un reino muy dife­
rente al m undo físico con el cual nos topamos en nuestra actividad
diaria mediante nuestros cinco sentidos. ¿Las experiencias religiosas
como estas nos proporcionan evidencia de que haya tal mundo?
Richard Swinbume ha materializado lo que me parece que es el
principio epistemológico relevante en su libro La existencia de I)io&. El
lo llama el «principio de credulidad». A grandes rasgos el principio
de credulidad afirma:

Si le parece a un sujeto que algo es así, entonces -todas las otras cosas
siendo iguales- es razonable que él o ella crean que realmente sea así.

Esta no es la cita exacta de Swinbume, pero es muy parecida.


1.a frase «todas las otras cosas siendo iguales» engloba aquellas
consideraciones especiales que hacen que el sujeto tenga más razón
al creer que lo que a primera vista le parece el caso probablemente
no lo sea, que al creer que lo que a primera vista le parece el caso
realmente lo sea. Suena un poco farragoso, pero no es tan confuso
como parece. Déjeme darle un par de ejemplos para aclararlo. Todas
las otras cosas no serían iguales si uno supiera que acaba de entrar
por una puerta que dice «Entrada al Salón de la Ilusión» o si uno
supiera que acababa de beber diez tequilas de golpe seguidos de
dietilamida de ácido lisérgico -LSD-. Pero en ausencia del conoci­
miento de estas condiciones especiales, esto es, condiciones que uno
conoce por experiencia o testimonios que han demostrado llevar a
experiencias engañosas, uno debería ser crédulo, debería creer que
el m undo es como parece ser. Si parece que hay un libro delante de
usted, esta es a prim era vista una buena razón para creer que hay
un libro delante. Si le parece que p quiere decir q, esta es a primera

242
vista una buena razón para que crea que p quiere decir q. Y debería
creer aquello para lo que, a prim era vista, tiene un buen motivo
para creer, a menos que tenga motivo para creer que hay conside­
raciones especiales del tipo todas-las-otras-cosas-no-siendo-iguales.
Este es el principio de credulidad.
Pregunto ahora: ¿Qué razón tenemos para pensar que es más
razonable recopilar nuestras creencias de acuerdo con el principio
de credulidad que de acuerdo con otro principio?
Podríamos com pendiar nuestras opiniones de acuerdo con un
principio más escéptico que el principio de credulidad. Como por
ejemplo:

Si a un sujeto le parece que algo es así, entonces es razonable que él


o ella crean que ese es el caso si y solo si él o ella tienen un argumento
deductivo que muestre que no hay manera de que puedan ser engañados,
un argumento que comience con premisas indiscutibles y emplee un razo­
namiento que ni siquiera un todopoderoso demonio pueda confundirle.

Aquellos de ustedes que hayan estudiado a Descartes se habrán


encontrado este tipo de «rigorismo» epistémico; y habrán visto adon­
de les lleva, al solipsismo del mom ento actual -la opinión de que la
única cosa que uno puede saber es que la m ente de uno existe en
el mom ento en el que está pensando-. El principio de credulidad
dice, en efecto: «(ionfia en el m undo de las apariencias a menos que
tengas razón para no hacerlo»; Descartes señala: «No confíes en el
m undo de las apariencias a menos que tengas razón para hacerlo».
Podría parecer que no hay nada que decir a favor del principio de
Swinbume sobre el de Descartes excepto que el de Descartes hace
progresos en cualquier área imposible. Como dice Hume con res­
pecto a la fiabilidad general de la percepción hacia el final de su
primera Investigación: Es una cuestión de hecho el que si las percep­
ciones de los sentidos las producen objetos externos, asemejándose
a ellos, ¿cómo determ inar esta cuestión? Sin duda por medio de la
experiencia, como todas las otras cuestiones de naturaleza parecida.
Pero aquí la experiencia está, y debe permanecer, muda. La mente
no tiene ninguna otra cosa presente excepto las percepciones, y no
puede alcanzar ninguna experiencia de su conexión con los objetos.

243
La suposición de semejante conexión por lo tanto no está fundamen­
tada en el razonamiento.
Parece pues que el principio de credulidad no puede ser de­
fendido sin que se tome como premisa y podría llevarle p or mal
camino (podría ser un cerebro en un tanque alim entado de expe­
riencias ilusorias; los científicos podrían confundirle con el más
simple de los razonamientos que intente) incluso aunque uno
pueda suspender su uso por un m om ento en una discusión en la
que haya varios escenarios del tipo «cerebros en tanques», en el
día a día uno confía rotundam ente en el principio de credulidad
y se considera racional al hacerlo. Y deberíamos recordar que esa
apariencia en la que uno confía aquí no es una apariencia simple­
m ente sensorial; si le parece que x es consistente (o inconsistente)
con y, tiene que tomarlo como razón suficiente para creer que x
realmente sea consistente (o inconsistente) con y, si no, no podría
utilizar nunca lo que sus experiencias le proporcionan en cualquier
tipo de argum ento.
Si la filosofía de la religión no quiere convertirse en epistemología,
debemos ignorar el escepticismo de aquellos que sostienen que no
hay razón para creer que exista un Dios pero cuyos únicos argumentos
son los que los escépticos exagerados nos proponen no teniendo mo­
tivo alguno para creer que hay algo fuera de nuestras mentes en este
momento. La señora que escribió a Bertrand Russell diciendo «Soy
solipsista y es una postura filosófica tan buena que me sorprende no
encontrar a más gente que la siga» no le ayudaba en su filosofía escép­
tica de la religión. Si nos dejamos «dividir» por la clase de escepticismo
cartesiano, de hecho estaremos aceptando algo parecido al principio
de credulidad. En ese sentido, Swinbume tiene razón al sugerir que
el principio de credulidad es un principio de racionalidad; y aunque
desde un punto de vista exigente como el de Descartes o Hume uno
podría ser racional al no aceptarlo, desde el punto de visto del día a
día cualquiera que seriamente dudara que la mayor parte del tiempo
el mundo es como parece ser, que se puede confiar en nuestra razón,
etc., sería irracional.
De manera que sugiero que aceptemos el principio de credulidad.

244
*
Dado el principio de credulidad, si le parece que está teniendo
una visión de Dios, en virtud de esta experiencia tiene motivo para
creer que existe un Dios a menos que tenga motivo para creer que
todas las otras cosas no son iguales, que están presentes consideracio­
nes especiales. Si le parece que el m undo físico como un todo debe
tener una explicación en cuanto a algo que se encuentre más allá, es
lógico pensar que dene tal explicación, a menos que estén presentes
consideraciones especiales. Si cuando medita en la posibilidad de un
núm ero infinito de mundos infinitamente variables, también llega a
la conclusión de que requiere de una explicación, entonces es lógico
pensar que sería algo que requeriría de una explicación, a menos
que estén presentes consideraciones especiales.
Unas palabras acerca de las consideraciones especiales y de si te­
nemos razón o no para creer que siempre estén presentes en el caso
de las experiencias religiosas.
La mayoría de la gente que tiene visiones de Dios es gente muy
normal: tienen familias, disfrutan de la comida y de la compañía
de otros, no son lo que llamaríamos - a falta de un término m ejor-
«chiflados religiosos». Los otros elementos de su aparato sensorial
parecen prepararles bien para poder funcionar en el m undo social
y físico de cada día. ¿Por qué suponer que esto -q u e se podría con­
siderar como un sexto sentido- no les pone en contacto con una
realidad espiritual superior, sino que más bien es alguna anormali­
dad específica y alucinógena? La mayoría de la gente que tiene la
intuición de que hay algo en la contingencia de cualquier conjunto
de universos que requerirían de explicación mientras que no habría
nada en la contingencia de una decisión que necesitara de una ex­
plicación, son tan sanos como aquellos que tienen la intuición de
que no hay nada en parücular sobre la contingencia de, digamos,
un conjunto infinito de universos infinitamente variables. ¿Por qué
pensar que les pasa algo?
Suponga que los científicos fueran a descubrir una sección del
cerebro que fuera diferente en aquellas personas que tuvieron ex­
periencias en las que les parecía que Dios les hablaba. Las pruebas
revelarían que los científicos podían quitar esa sección del cerebro
sin dañar al paciente y si lo hacían, en adelante, estas experiencias

245
no se repetirían. ¿Demostraría esto que las experiencias religiosas an­
teriores no eran verídicas? No. Los ojos de Nunez son considerados
por los nativos del País de los Ciegos como bultos desafortunados
que le dificultan a la hora de involucrarse en la realidad, dejando
pasar demasiado calor en su cabeza. ¿Qué ocurriría con la capacidad '
de Nunez para tener experiencias visuales si un día el médico del
pueblo en el País de los Ciegos le quitara los ojos? Obviamente desa­
parecería. Esto no demuestra que la vista de Nunez no era verídica.
Si los científicos fueran a descubrir diferencias en los cerebros de
aquellos que tienen las típicas experiencias religiosas, la duda de si
catalogar esta sección del cerebro como un órgano sensorial o una
deformidad específica y alucinógena no se decidiría simplemente
por su descubrimiento. Lo que vale para el descubrimiento de una
sección de cerebro vale para muchas otras cosas que se toman como
consideraciones especiales que obran en contra de la experiencia
religiosa, por ejemplo el que las experiencias religiosas ocurran a
m enudo a aquellos que son miembros de una comunidad religiosa,
el que normalmente ocurran tras largos periodos de oración, etc. A
menos que aquellos en estas putativas circunstancias especiales sean
incapaces de adquirir las creencias correctas mediante sus otros senti­
dos, lo que no suele ocurrir (el ayuno sería quizás la excepción), estas
llamadas consideraciones especiales podrían tomarse como premisas
para debilitar las, en principio, buenas razones para creer que haya
un Dios que proporciona a esta gente las experiencias religiosas.
Y, de nuevo, debemos recordar que hay una especie de experien­
cia religiosa, un «instinto natural» filosófico que considera que el
universo y cualquier cosa parecida necesita de una explicación en
cuanto a Dios o algo similar, que puede y de hecho ocurre a mucha
gente cuando experimentan lo que se podrían llamar condiciones
ideales epistémicas -recostados y reflexionando sobre lo que acaban
de leer en un libro de filosofía de la religión- Recuéstese; reflexione
un rato.

Un argum ento más convincente en contra de la veracidad de


las experiencias religiosas, y por tanto de la lógica de entender el
haber tenido una experiencia religiosa como una razón para creer

246
en lo que la experiencia parece revelar, nos lo proporcionaría si
aquellos que experim entaron las experiencias religiosas tuvieran
una probada incapacidad para adquirir las creencias correctas más
a m enudo que las incorrectas mediante este «sentido» espiritual. Y
no es ilógico pensar que se podría generar tal argumento mostrando
que la diversidad en los contenidos de las religiones del m undo es
tan grande que según la doctrina de cualquiera de ellas la mayoría
de la gente que llegue a las creencias basándose en sus experiencias
religiosas deben ser creencias falsas.
Considere esta situación: Está con unos amigos al lado de una
carretera desierta para ver un rally de coches. Tras unos minutos,
un coche pasa ruidosamente y a usted le parece que es de color
azul. Esta apariencia es -p o r medio del principio de credulidad- una
buena razón a prim era vista para creer que el coche es en realidad
azul, dado que no tiene motivo para creer que todas las demás cosas
no son iguales: es de día, tiene una vista de la carretera perfecta, al
igual que sus amigos, etc. Por lo tanto cree razonablemente que el
coche es azul. Hasta aquí todo bien.
Dígale al señor que está a su lado que cree que el coche azul que
acaba de pasar es un Jaguar original del modelo S. Le mira algo
desconcertado: «Sí, es unjaguar, pero no era azul; era rojo fuerte».
La señora de al lado confirma su declaración: «Desde luego rojo».
Alguien más se mete en la conversación: «Por supuesto, era rojo»;
otro dice, refiriéndose a su declaración: «Tiene razón».
¿Qué sería lo lógico pensar ahora sobre el coche? Retirar su opi­
nión de que el coche es -probablem ente- azul y sustituirlo con la
opinión de que el coche es -probablem ente- rojo. En la medida en
la que lo que a usted le parece que es así se contradice con testimo­
nios numerosos y consistentes de otros testigos independientes, tiene
razón para pensar que están presentes consideraciones especiales
(aunque usted no pueda verlas) y por lo tanto ser más escéptico
sobre su primera opinión; si los testimonios son suficientemente
numerosos, consistentes e independientes, debería retirar su primera
opinión y sustituirla con la opinión de estos otros. Si los testimonios
de los otros no son muy numerosos, unánimes o suficientemente
independientes, entonces debería suspender su opinión.
Déjeme cambiar la situación ligeramente para resaltar este último

247
punto. Como decíamos antes, le parece que el coche que acaba de
pasar a toda velocidad era azul y cuando se lo comenta al hombre
de al lado contesta que era rojo fuerte. Sin embargo, la señora de
al lado dice: «Espere un momento, era negro azabache». Alguien
más añade: «Era amarillo con lunares rosas»; otro comenta: «¿Qué
coche?». ¿Qué sería lo más lógico pensar ahora acerca del coche? En
la medida en la que lo que a usted le parece que es así se contradice
con los testimonios de otros, tiene razón para mostrarse escéptico
sobre la veracidad de sus percepciones. Sin embargo, si estos testi­
monios se contradicen entre ellos hasta el punto de que no puede
indinarse por una afirmación más que por otra, es lógico que se ciña
a su primera afirmación como la más acertada aunque decrezca la
probabilidad de que sea correcta por algún margen -quizás conside­
rable-, un margen tan importante que debería suspender su opinión.
Si el testimonio colectivo de sus pares no vale para nada a la hora
de aconsejarle sobre el color del coche -es demasiado diverso como
para apoyar una opinión en particular- vuelve a creer que (asumien­
do la confianza en nuestra memoria) ciertamente le pareció que el
coche era azul. (No puede estar tan seguro de que lo que les pareció
a los demás ser el color que dicen fuera así.) Aunque ahora debería
ser más escéptico sobre esto de lo que lo era antes de escuchar el
testimonio de sus pares, debería creer que es más probable que sea
azul que cualquier otro color (que, por supuesto, es compatible con
creer que es más probable que sea de cualquier otro color antes que
azul). Si tuviera que apostar dinero, lo apostaría por el azul, pero al
ponerlo en el azul pensaría que es más probable que pierda su dine­
ro a que no lo pierda, y en este sentido suspende su opinión sobre el
color del coche. Ante testimonios que choquen con su experiencia
aunque sean tan inconsistentes -p o r decirlo así- como para «neu­
tralizarse», tiene razón al ceñirse a su primera opinión pensando
que es probablemente más verdadera que cualquier otra alternativa,
aunque su certeza decrezca hasta el punto de suspender su opinión.
A estas alturas, la solidez inductiva de lo que podríamos llamar
«el argumento de haber tenido experiencias religiosas» depende de
ciertas contingencias empíricas que tienen que ver con lo numero­
sos, variables y mutuamente exclusivos que sean los contenidos de
los testimonios de aquellos que aseguran haber tenido experiencias

248
religiosas, asunto que no está dentro del campo de la filosofía de la
religión. También depende de lo numeroso que sea el testimonio
de aquellos que aseguran haber tenido «experiencias irreligiosas»,
es decir, experiencias que parecen revelar que no hay nada que ex­
plicar fuera de la sustancia física. Si cuando al reflexionar sobre el
m undo como un todo o sobre la posibilidad de un conjunto infinito
de mundos infinitamente variables le parece a uno que es más un
todo inteligible que una pregunta en busca de respuesta, se ha tenido
una «experiencia irreligiosa», una experiencia que revelaría que no
hay un m undo sobrenatural.
Además de las experiencias religiosas, en la balanza también se
deben colocar lo que llamo experiencias irreligiosas, experiencias
que parecen revelar al sujeto que la realidad principal es solo física.
¿Qué es lo que hace que estas experiencias se consideren experien­
cias de la ausencia de lo sobrenatural, y no simplemente la ausencia
de experiencias de lo sobrenatural? Si alguna vez ha sufrido la sepa­
ración de un ser querido por elección propia o por muerte, sabrá
de lo que le hablo. Su esposo/a, novio/a le ha dejado y vuelve a los
lugares donde fueron felices, lugares en donde surgió el amor. Siente
su ausencia cuando mira alrededor. Sus padres han muerto. Va a su
casa para resolver sus asuntos. Al andar por la casa, siente un «vacío»
que ellos habrían llenado. En cada uno de estos casos, no se trata
de que no le parezca que la persona(s) en cuestión esté(n) allí, se
trata de que le parece que la persona(s) en cuestión no está(n) allí.
Hay experiencias como esta en el ámbito religioso, pero también es
verdad que solo les ocurren a aquellos que ya han tenido visiones
de Dios: es solo a aquellos que han tenido visiones de Dios y creen
en él los que son capaces de sentir su ausencia, al igual que si ha
estado enamorado de una persona que no está ahora a su lado en el
lugar donde estuvieron juntos o ha convivido con sus padres ahora
fallecidos y en cuya casa se encuentra ahora, cuando sentirá su au­
sencia. Y, por supuesto, esto hace que la gente que experimenta «la
ausencia de Dios» interprete estas experiencias como un problema
perceptivo, y no como una mejor percepción del hecho de que Dios
después de todo no existe. Pero a veces interpretan estas experiencias
de la segunda manera -e n los momentos más sombríos de las oscu­
ras noches del alma, por así decirlo-, pero incluso si ninguno de los

249
que tuvieron estas experiencias ateas o irreligiosas las interpretaron
como evidencia en contra de la existencia de Dios, todavía podría ser
conceptualmente posible que el mismo tipo de experiencia la tuviera
alguien sin el esquema interpretativo del teísmo aquel que se compo­
ne de experiencias previas sobre Dios. Si me diera una descripción lo
suficientemente detallada de su esposo/a, novio/a o padres, ahora
ausentes, y luego me dejara en los lugares que le hacían sentir su
ausencia, es posible desde un punto de vista conceptual que sintiera
-y no tiene razón para dudarlo- su ausencia, y no que no pudiera
sentir su presencia. Parece entonces que hay al menos la posibilidad
de un argumento a partir de la «experiencia ateísta» en contra de
la existencia de Dios y en general de la «experiencia irreligiosa» en
contra de la existencia de un reino sobrenatural, es decir a favor del
fisicalismo. Si la mayoría de la gente fuera a tener experienciás que
revelaran la no existencia de algo más allá de lo físico, esto constitui­
ría una buena prueba -y por supuesto para cualquier persona rara
dispuesta a discrepar- de que no hay un Dios. Si contem plando el
mundo físico considerado como un todo (o como la posibilidad de
un metauniverso de mundos infinitamente variables), la mayoría
de la gente sintiera que no es como una pregunta a la que hay que
responder, sino que sería como un todo inteligible, esto constituiría
una prueba de que no hay un reino sobrenatural.
Es importante volver a resaltar que el hecho de que el mundo
físico no les llame la atención (o la posibilidad de un metauniverso)
como algo similar a una pregunta no sería suficiente; eso sería la
ausencia de una experiencia. Necesitarían que el m undo físico (el
metauniverso) les pareciera algo totalmente opuesto a una pregunta,
algo similar a un todo explicativo. Pero si estas experiencias se dan,
también tienen que sopesarse con las experiencias religiosas de la
humanidad4. Y por supuesto el «instinto natural» filosófico de que
este universo contingente, o el metauniverso contingente de uni­
versos infinitamente variables, es preferible como «primera causa»
al Dios del teísmo eligiendo con libertad, es algo que mucha gente
habrá tenido al leer el capítulo anterior.
A veces no se puede deducir nada de un silencio, pero otras sí.
Cuando uno grita en una habitación oscura «¿Hay alguien ahí?», y
el silencio es la única respuesta, esta es en sí una pequeña prueba de

250
que no hay nadie allí. Por supuesto supone una evidencia si supone­
mos que cualquier persona que estuviera allí hubiera interpretado
el que le pidiéramos mostrarse como una razón para hacerlo, pero
en el teísmo es verdad que Dios interpretará el que le pidamos mos­
trarse como una razón para hacerlo. Hemos visto que tiene motivo
para que comencemos desde una posición de distancia epistémica
de él, pero también hemos visto que dene motivo para respetar y
prem iar nuestra elección de buscarle. El simple hecho de pregun­
tarle que se deje ver no puede ser una razón concluyente para que lo
haga, y este es el motivo por el que preguntar a Dios que se deje ver
y recibir como respuesta silencio no es una prueba de que no exista.
Pero dado que el pedirle que se deje ver debe darle algún motívo
para hacerlo, el que le preguntemos y que aparentemente recibamos
como respuesta silencio, debe consumir alguna evidencia de que
Dios no existe. Si cuando usted desea sinceramente que de haber un
Dios él y su voluntad se revelaran más plenam ente y -esperando oír
alguna respuesta- recibe como tal solo silencio, entonces eso es un
motivo para suponer que no hay un Dios. De igual manera, cuando
en sus momentos más reflexivos considera el universo físico como
un todo (o un metauniverso de universos infinitamente variables),
y le parece que no es en absoluto misterioso -sino como un todo
sencillo, completo e inteligible antes que una pregunta en busca de
respuesta- entonces este es un motivo para suponer que el fisicalismo
es verdad y el parecer religioso falso.
Tengo que dejar mi conclusión de manera más bien hipotética. Si
le parece que hay un Dios y el testimonio en contra no es abundante
ni consistente, podría ser razonable creer que hay un Dios. Si, por el
contrario, hay testimonios numerosos y unánimes de que -según sus
experiencias- usted está equivocado, debería aceptar que probable­
mente esté equivocado y que - a pesar de lo que le pareció que era
el caso- probablemente no hay Dios.
Si el testimonio de otros es tan inconsistente que ni apoya ni debi­
lita la afirmación de que hay un Dios -si, como digo «se neutraliza»—,
entonces podría resultar razonable creer que sus experiencias incre­
mentan la probabilidad de que haya un Dios. Si por alguna razón
tuviera que apostar su dinero en algún sitio, sería muy sensato que
lo invirtiera en Dios.

251
Las apariencias pueden ser engañosas, de m anera que ningún
argum ento basado en su experiencia religiosa será alguna vez un
argum ento deductivam ente sólido para p robar la existencia de
Dios. Siempre habrá una posibilidad de que le está llevando d e la
verdad a la falsedad; «le parece que X» siem pre va a ser compati­
ble con «es falso que X» para los valores d e X en los que estamos
interesados. Pero un argum ento basado en su experiencia religio­
sa -si ha tenido u n a - podría en principio ser un buen argum ento
inductivo para la existencia de Dios. Si no funciona, podría apoyar
inductivamente la existencia de Dios. Si esto no funciona, podría
apoyar la falsedad del fisicalismo. Merece la pena volver a hacer
hincapié en que una gran cantidad de gente ha tenido lo que según
mi análisis es una experiencia religiosa, d e hecho anteriorm ente
vaticiné que todo el m undo leyendo este libro habrá tenido una: la
sensación de que el m undo físico o un conjunto de estos m undos
considerados como un todo es una contingencia para la que es más
necesaria una explicación que determ inar el tipo de contingen­
cia sobrenatural. Esto parece revelar a aquellos que la tienen que
hay un m undo sobrenatural más allá del natural; esta experiencia
constituye una pequeña prueba a favor de la creencia religiosa y
en contra de la fisicalista.

*
Consideremos ahora lo que sería razonable que alguien que no ha
tenido experiencias religiosas o irreligiosas crea cuando se enfrenta
a los testimonios de aquellos que dicen haberlas tenido, cuando se
enfrenten a lo que uno podría llamar «el argumento de los testimo­
nios de otras personas sobre sus experiencias religiosas» o «el argu­
mento de los testimonios de otras personas sobre sus experiencias
irreligiosas». Si nunca ha tenido una experiencia que le pareciera
que se trataba de Dios, o de su ausencia, ¿qué sería lo más lógico
pensar cuando una de estas personas que han tenido una visión de
Dios o una visión de la ausencia de Dios se lo contara? Voy a razonar
que la respuesta establece un paralelismo entre pregunta y respuesta.
¿Qué sería lo lógico pensar cuando una persona ciega de nacimiento
oye a alguien decir que tiene un sentido extra, que le capacita para
percibir diferentes cosas sobre el m undo del color?

252
Nunez -com o sin duda habrá adivinado- encuentra bastante más
dificultad de la que en un principio había previsto en demostrar a
los habitantes del País de los Ciegos que él dene acceso a un aspecto
de la realidad que ellos ignoran. Le tachan rápidamente de «loco»
-aunque en un aspecto muy limitado de su vida- e ignoran lo que a
ellos les parece una incoherente verborrea.
Si lee la historia original de Wells, me imagino que le sorprende­
rá lo razonables que fueron con el comportamiento de Nunez. Sus
otros sentidos son más refinados que el de Nunez y por lo tanto la
vista no parece darle ninguna ventaja sobre los demás. No es capaz
de demostrarles, sin ser susceptible de reinterpretación, que las pa­
labras que él utiliza reconocen auténticas propiedades de los objetos
con los que están en contacto. Para ellos, él está despierto durante la
noche, y duerm e durante el día. Es muy torpe dentro de sus vivien­
das (te acordarás de que no tienen ventanas, están totalmente en la
oscuridad). Y tiene dos deformidades físicas en la parte delantera
de su cabeza, deformidades que según sus médicos son la causa de
su obsesión, al dejar pasar demasiado calor al andar de un lado para
otro durante la noche, calor que aturde su cerebro. Por el contrario
sus vidas parecen marchar sobre ruedas, sin eso llamado «color»,
algo de lo que habla un hombre solitario y aparentem ente loco que
ha aparecido en sus vidas.
Ahora piense en la situación de aquellos que nacen ciegos en
nuestra sociedad. Estos, al contrario que los nativos del País de los
Ciegos, no desestiman las conversaciones sobre lo que llaman «color»
como verborrea incoherente. Consideran que aquellos a su alrededor
tienen acceso privilegiado a un aspecto de la realidad que ellos igno­
ran. Les llaman «videntes» y aceptan, basándose en la consistencia
de sus testimonios, la verdad de sus afirmaciones, y los términos
que ellos, no podemos evitar pensar, no pueden com prender muy
bien. En nuestra sociedad aquellos que nacen ciegos aceptan que los
cielos son azules (a veces), que la hierba es verde, etc., basándose
simplemente en la consistencia de los testimonios de los que están
a su lado. Teniendo en cuenta esto, me imagino que le sorprenderá
lo poco razonables que serían si no lo aceptaran. Si alguien que nace
ciego en nuestra sociedad insiste en que aquellos a los que se llama
videntes están -aunque solo de forma lim itada- locos y que todo ese

253
discurso sobre el color es una verborrea sin sentido se consideraría
el colmo de la irracionalidad.
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre los dos casos?, ¿por que
es razonable que los nacidos en el País de los Ciegos ignoren los
testimonios de Nunez sobre la existencia de un m undo de color y
es irrazonable que los ciegos de nuestra sociedad ignoren nuestro
testimonio?
Creo que una diferencia importante es que en el País de los Cie­
gos Nunez es el único testigo de la existencia y la naturaleza del mun­
do del color, mientras que en nuestra sociedad hay muchas personas
que se describirían como videntes y -u n segundo punto im portante-
no solo son numerosos, sino que todos coinciden sobre la naturaleza
del m undo del color. Si tenemos solo un testigo de un hecho, somos
más cautelosos al aceptar lo que dicen como verdadero que si tene­
mos muchos testigos independientes cuyo testimonio coincide en
lo esencial. Por sí sola, la cantidad de personas independientes que
dicen ver no sería suficiente, ya que una persona ciega que escuchara
testimonios numerosos pero contradictorios acerca del m undo del color
sería sensata al suspender su opinión.
Pero, de hecho, en nuestra sociedad el testimonio de los videntes
además de ser numeroso es muy consistente. De lo que -si mi ana­
logía es apropiada- se deduce que en la medida en la que haya un
núm ero sustancial de gente que declare de forma consistente sóbre­
la existencia y la naturaleza de un m undo espiritual, esto sería una
razón para que aquellos que no hayan tenido experiencia alguna de
este tipo crean que exista y que tiene tal naturaleza. Por otro lado,
uno tendría que sopesar en la balanza testimonios en los que el tes­
tigo hubiera experimentado la ausencia de un m undo sobrenatural
para determ inar cuál sería el que tendríamos más motivo para creer.
Hay una salvedad más que me gustaría introducir.
Considere esta situación: Está viendo la televisión en la habitación
de un hotel de los Estados Unidos de América. Cambia a un canal
en donde un hombre de mediana edad elegante, aunque vestido de
una forma ligeramente llamativa, está hablando directamente a la cá­
mara. Le clava su fascinante mirada y le dice: «¡El Señor me dice que
usted -sí, USTED que está viendo la televisión desde la habitación
del hotel- debería coger su chequera ahora mismo y mandarme un

254
cheque de diez dólares!». Se sobresalta momentáneamente y cuando
está a punto de cambiar de canal, la cámara se mueve hacia un plano
más amplio que incluye a un enorm e coro de góspel detrás, de unas
doscientas personas. Corean al unísono la melodía del Aleluya: «Sí,
Dios lo quiere. Sí, Dios lo quiere. Sí, Dios lo quiere. Mándele un
cheque».
Supongamos que antes de ver este programa de televisión no
tenía ninguna opinión acerca de si hay o no un Dios, o de la valía de
esta persona. ¿Qué sería lo lógico pensar ahora? Tiene doscientas
una personas declarando de una forma consistente que hay un Dios
y que quiere que le mande diez dólares a quienquiera que sea este
tipo. En cualquier otro caso en el que la verdad de una declaración
fuera epistemológicamente indiferente para usted, no exigiría que
doscientas una personas declararan que eso fuera cierto antes de
creérselo. ¿Sería poco razonable si le ignora y despreocupadamente
cambia de canal? Por supuesto que no, y la razón es fácil de adivi­
nar. Es la misma razón por la que uno sospecha de los agentes in­
mobiliarios; trabajan a comisión. Se puede razonablemente pensar
que este sacerdote evangelista de la tele tiene un motivo engañoso
para decir lo que dice. Exista Dios o no, o quiera que le mande diez
dólares o no, este sacerdote evangelista de la tele y sus colegas del
coro tendrían una razón engañosa para decir que Dios existe y que
quiere el dinero.
Por lo tanto, debería matizar mi conclusión diciendo que en la
medida en la que aquellos que tienen experiencias religiosas sean
numerosos y hablen de manera coherente sobre la naturaleza de la
realidad espiritual que describen, es razonable, para aquellos de no­
sotros sin experiencia religiosa o experiencia irreligiosa, tomamos su
testimonio como una razón para creer en la verdad de lo que cuentan
sobre la naturaleza de este m undo espiritual a menos que se suponga
tengan un motivo oculto y engañoso para hacemos creer lo que creen.
Esto da lugar a una pregunta: ¿Cómo podemos despejar la sospe­
cha de que existe un motivo oculto y engañoso? Parece haber una
forma relativamente sencilla: torturar al testigo hasta la muerte.
Si bajo la amenaza de ser torturado, o -aú n m ejor- si mientras se
le tortura, un testigo persiste en declarar sobre la existencia y natura­
leza de un mundo espiritual, entonces podríamos descartar cualquier

255
motivo engañoso. Desde luego, mucha gente se retractaría de afir­
maciones que saben que son verdaderas si se les torturara a muerte
por sostenerlas. A mí no me tendrían que torturar mucho tiempo
para retractarme de cualquier afirmación que quieran especificar.
Pero epistemológicamente lo útil de torturar a la gente es que nadie
persistiría con una afirmación en la que no creyeran con total certeza
si supieran que les estaban torturando por ello: torturar a la gente
puede significar que no escuchamos el testimonio de muchos otros
que hubieran sido sinceros testigos de la existencia y naturaleza de
un mundo espiritual, pero sin duda significará que no oiremos el tes­
timonio de los que no son sinceros. O al menos eso parece a primera
vista. Pero no necesitamos entrar en si torturar a las personas sería o
no epistemológicamente útil como parece a primera vista; aquellos
con un mínimo de sensibilidad moral habrán adivinado una posible
objeción a torturar a la gente con el fin de favorecer nuestra inves­
tigación de la filosofía de la religión, objeción que prevalece sobre
cualquier otra razón epistemológica; no es moralmente aceptable
torturar a la gente hasta la muerte. La tortura es algo malo y nues­
tra intuición nos hace saber claramente que lo bueno de aum entar
nuestro acceso epistemológico hacia las verdades de la filosofía de la
religión no es lo suficientemente importante como para justificarlo.
De manera que, moral mente, aunque fuera o no útil, no podemos
hacerlo. Por supuesto, esto no nos impide (o al menos no lo hace
sin más razonamiento) considerar los testimonios de aquellos que
han sido ya torturados, y no por nuestra culpa, y mantuvieron el
testimonio de sus diferentes afirmaciones religiosas.
Dejando de lado las herramientas de la tortura, algún consuelo
epistemológico puede ser (aparte quizás de algún que otro sacerdo­
te evangelista de la tele) la dificultad de ver los motivos engañosos
que la gente pueda tener cuando hablan sobre la existencia y la na­
turaleza de una realidad espiritual o sobre su ausencia. No parece
haber ninguna razón de por qué la preocupación epistemológica
sobre la posibilidad de que se den motivos engañosos debería ser
mayor en el campo del testimonio de las experiencias religiosas o
irreligiosas que en el campo de cualquier otra clase de testimonio^.
De m anera que termino diciendo que en la medida en la que se
puedan descartar en la práctica motivos engañosos, en la medida en

256
la que no se haya tenido experiencias irreligiosas, en la medida en la
que haya un gran número de testigos independientes, y en la medida
en la que estos testigos declaren de una forma consistente sobre la
existencia y la naturaleza de un m undo espiritual, es razonable para
aquellos de nosotros que no hemos tenido experiencias religiosas
aceptar su testimonio como motivo para creer en la verdad de lo que
dicen sobre la naturaleza de este m undo espiritual.
En la medida en la que no podamos descartar motivos engañosos,
en la medida en la que nosotros hayamos tenido experiencias irreli­
giosas, en la medida en la que aquellos que dicen tener experiencias
religiosas son contadísimos y se expresen de forma contradictoria
sobre la naturaleza de la realidad espiritual, es razonable para aque­
llos de nosotros que no hayamos sufrido la lata de estas experiencias
religiosas entender su testimonio como un motivo para creer que
existe una condición especial, poco frecuente y alucinógena (o me­
tafísica y algo distorsionada de la intuición), que hemos tenido la
suerte de no haber contraído.
A estas alturas, el argum ento de los testimonios de otras perso­
nas sobre sus experiencias religiosas regresa a aquello con lo que
los filósofos odian involucrarse, los hechos empíricos. ¿Hasta qué
punto hay un gran número de testigos independientes? ¿Hasta qué
punto podemos descartar que tengan motivos engañosos? ¿Hasta
qué punto hemos tenido nosotros experiencias irreligiosas? ¿Hasta
qué punto estos testigos declaran de una forma consistente sobre la
existencia y naturaleza de un m undo espiritual; hasta qué punto
son estas experiencias distintivamente teístas a diferencia de que
sean de algún m undo espiritual impersonal? ¿Hasta qué punto las
experiencias irreligiosas les perjudican? Investigar estas preguntas
llevaría mucha introspección, llevaría otro libro, y nos saldríamos
del campo de la filosofía de la religión. En este contexto, debo dejar
otra vez la conclusión hipotética. Si tuviéramos a nuestra disposición
los testimonios adecuados, el argum ento de la experiencia religiosa
interpretado como el argumento de los testimonios de otras personas
sobre sus experiencias religiosas podría proporcionar razones para
creer que existe un Dios. Estas razones no podrían nunca llegar a ser
un argumento deductivamente sólido a favor de la existencia de Dios,
porque lo que a la gente -incluso aun siendo una inmensa cantidad

257
de gente- le parece ser de una manera en esta cuestión, podría no
ser así; las apariencias pueden ser engañosas. De manera que un ar­
gumento de los testimonios de otras personas sobre sus experiencias
religiosas a favor de la existencia de Dios podría ser como mucho un
argumento inductivamente consistente. Pero si tuviéramos a nuestra
disposición los testimonios adecuados, podría darse el caso, y, aun
no siendo exactamente así -si los testimonios fueran demasiado es­
casos o inconsistentes como para plantear la probabilidad de que
sea más probable que exista Dios a que no exista-, un argumento
como este podría respaldar inductivamente la conclusión teísta, es
decir, plantear la probabilidad de que sea verdad hasta cierto punto.
Como tal, un argumento de los testimonios de otras personas sobre
sus experiencias religiosas podría en principio formar parte de un
inductivamente sólido argumento del caso acumulativo a favor de
la existencia de Dios. Y, por supuesto, mediante razonamiento aná­
logo un argum ento de los testimonios de otras personas sobre sus
experiencias irreligiosas podría inductivamente apoyar la conclusión
ateísta o formar parte de un sólido caso inductivo y acumulativo a
favor de la no existencia de Dios.

*
Como he estado argum entando, si tiene una experiencia que le
parece como de Dios y en circunstancias en donde no se da ninguna
condición que de alguna manera pueda afectar su aparato sensorial,
es razonable creer que existe un Dios a menos que haya suficiente
testimonio de otras personas (o sus propias experiencias) sobre la
no existencia de un Dios. Si su intuición filosófica reflexiva le dice
que es más probable que haya una contingencia sin explicar en la
mente de Dios que en un universo o conjunto de universo, entonces
es razonable que crea que existe un Dios a menos que exista sufi­
ciente testimonio de otras personas sobre la no existencia de Dios
(u otros «vencedores» de su credo -es decir, buenos argumentos en
contra de la existencia de Dios-) y usted crea que haya contingencia
en el universo6. Pero incluso si no ha tenido semejante experiencia
religiosa, mientras no haya tenido suficientes experiencias ateístas
o irreligiosas, si un núm ero suficiente de personas cuya integridad
(es decir honestidad) no tiene motivo para cuestionar declaran de

258
una forma consistente e independiente que hay un Dios, no sería
más sensato si negara la afirmación de que hay un Dios que si una
persona nacida ciega en nuestra sociedad negara las afirmaciones
que el resto de nosotros hacemos sobre los colores de los objetos
(en ausencia de otros vencedores). Por supuesto, si ha tenido una
experiencia ateísta o irreligiosa, tendrá que sopesarla con el testi­
monio de cualquier experiencia teísta o religiosa que consiguien­
tem ente tenga y con el testimonio colectivo de las religiones de la
humanidad. Si hay otros «vencedores», por ejemplo, un argum ento
aparentem ente sólido e inductivo sobre la no existencia de Dios a
partir de la existencia del mal en el m undo, tendrá que sopesar­
lo en el balance total. Con esto llego a la conclusión de que -d e ­
pendiendo de ciertas contingencias em píricas- el argum ento de
la experiencia religiosa podría proporcionar buenos motivos para
creer que existe Dios, y el argum ento de las experiencias ateístas
e irreligiosas podría proporcionar un buen motivo para creer que
no existe Dios. Claro, si empiezas desde, lo que he denom inado
con anterioridad, la posición a partes iguales, entonces cualquier
argum ento que apoye de una m anera inductiva la conclusión de
que hay un Dios, aunque sea mínimamente, es un sólido argumento
inductivo. Estas razones podrían hacer del argum ento de la expe­
riencia religiosa un buen argum ento (aunque en conjunto podría
haber más motivo para no creer que exista Dios, si tenemos vence­
dores incluso más poderosos). De igual manera, el argum ento de la
experiencia irreligiosa podría proporcionarle buenas razones para
creer que no existe Dios. ¿Cuál de estos argumentos que podrían ser
buenos en principio lo son en la práctica? Debe investigar y decidir.
Pero terminaré refiriéndome a lo que seguiría si sus investigaciones
resultaran como las mías7.
El testimonio colectivo de la humanidad en lo que concierne a
las experiencias religiosas es innumerable en relación con el de las
experiencias irreligiosas. Mucha más gente afirma haber tenido ex­
periencias acerca de la presencia de un m undo sobrenatural que de
la ausencia de este. Pero aunque relativamente abundante, también
es relativamente desigual. Las coincidencias en estas experiencias
religiosas -y aquí debemos incluir a aquellos adeptos de las religio­
nes que no ven el m undo sobrenatural como personal- son sencilla­

259
m ente que existe un m undo sobrenatural (desde luego, si no, no se
contarían como experiencias religiosas), que no es malévolo, y que
ponerse en contacto con él es de vital importancia. Como tal, este
testimonio colectivo de la humanidad no nos proporciona un motivo
concluyente para preferir una religión antes que otra. Sin embaigo,
aun así, nos da una razón (dado que los testimonios son muy nu­
merosos y proceden de gente cuya integridad no tenemos p o r qué
cuestionar) para suponer que el fisicalismo es falso. Tenemos motivo
para pensar que hay un m undo sobrenatural además del físico, un
m undo que explica por qué hay u n m undo físico que describir y por
qué hay un nosotros que lo describe, una esfera sobrenatural que no
se opone a nuestro bienestar y hacia el que necesitamos orientam os
de una manera adecuada si queremos encontrar nuestro propósito
final. Pero simplemente con un estudio del testimonio colectivo de
la humanidad, no podemos llegar a una conclusión menos imprecisa
sobre la naturaleza del m undo sobrenatural y por consiguiente cómo
orientam os de una manera adecuada hacia él. Tenemos razones
para creer que el fisicalismo es falso; no tenemos ninguna razón
para favorecer una religión en particular antes que otra8. Pero quizás
los testimonios de aquellos que apoyan una religión deberían tener
más peso que los que apoyan otra, no porque sean más numerosos
o tengan más integridad, sino porque hay hechos en particular que
se podrían explicar mejor si esa religión fuera verdadera, o -m ejor
a ú n - hay hechos en particular que solamente si esa religión fuera
verdadera se podrían explicar. Esta línea de pensamiento nos lleva
al próximo argumento que consideraremos.

260
11

El argum ento d e los testim onios


sobre supuestos m ilagros

Los Evangelios nos dicen que Jesús fue crucificado, murió y fue
enterrado. Hasta aquí, no hay nada inusual en la historia. Pero los
Evangelios continúan diciéndonos algo más: que tres días más tarde
Jesús se levantó de entre los muertos. Seguramente solo Dios podría
haber realizado semejante hazaña; de este m odo los Evangelios nos
dan razones para creer que hay un Dios; y que este Dios ha refren­
dado una religión -e l cristianismo- por encima de las otras. Esta es
una versión del argum ento de los relatos sobre aparentes milagros.
Nuestro amigo David H um e es el crítico más im portante en esta
línea de argumentación y en este capítulo me voy a centrar en lo
que dice.
En prim er lugar, tenemos lo que llamaré un argum ento a priori
de Hume en contra de la racionalidad de creer en milagros basa­
do en el testimonio de otros. Aquí Hume expone que en principio
ningún testimonio es lo suficientemente bueno como para que ra­
zonablemente creas que se ha producido un milagro. En segundo
lugar, tenemos lo que llamaré argumentos a posteriori de Hume en
contra de la racionalidad de creer en milagros basados en el testi­
monio de otros. Hay cuatro, y de ellos se deduce que los testimonios
que tenemos de los milagros no son nada buenos. Examinaré estos
argumentos en orden.

El argum ento a priori de Hume

La definición de Hume más detallada de milagros está en una


nota a pie de página' donde dice:
Un milagro puede definirse de una manera precisa como uno trans­

ito
gresión de una ley déla naturaleza mediante la xmluntad particular de una
deidad o mediante la interposición de algún agente invisible.
Esto parece bastante razonable. Un evento inusual, por fortuito
que sea, no sería propiamente un milagro. Es verdad que si conside­
ramos aquellos desastres en los que habiendo m uerto mucha gente
una o dos personas sobreviven en contra de todos los pronósticos, su
supervivencia se suele llamar milagrosa en los testimonios de sucesos.
Sin embargo, reconocemos que este uso del término en sentido
estricto es incorrecto, una exageración a efectos dramáticos. Para ser
rigurosos, insistiríamos en que solo si su supervivencia no fue causada
por algo fortuito sino por alguien benévolo y por alguien benévolo
que no actuó en contra de todos los pronósticos, sino en contra de
las leyes de la naturaleza, en ese caso deberíamos llamarlo genuina-
mente milagroso. La definición de Hume parece captar estas ideas2.
En el texto principal que precede a la nota en la que Hume defi­
ne los milagros, él comenta que las personas prudentes sopesan su
creencia de acuerdo con la evidencia. Esto también parece sensato.
Si toma como verdadero aquello que sus pruebas indican que es falso
o si toma como falso aquello que según sus pruebas es verdadero,
está usted siendo claramente irrazonable.
Habiendo planteado este punto, Hume continúa definiendo las
leyes de la naturaleza como lodo aquello que se ha establecido me­
diante la experiencia constante. ¿Por qué cree que es una ley de la
naturaleza que el agua hierva a 100 grados centígrados (al nivel del
mar)? Porque eso es lo que usted y miles de personas han experimen­
tado de una forma constante en el pasado. Las leyes de la naturale­
za entonces, por definición, tienen una experiencia constante que
siempre se mantiene. Si no, no se llamarían leyes de la naturaleza,
se llamarían algo así como «leyes generales» o «muy buenas gene­
ralizaciones».
Con todos estos argumentos, tenemos todos los materiales para
construir el argum ento a priori de Hume en contra de la racionali­
dad de creer en milagros basado en el testimonio de otros.
El relato de un milagro es según la definición de Hume -entre
otras cosas- un relato en el que una ley de la naturaleza no se ha
mantenido. Esto es lo que lo convierte en un relato de un milagro y
no en un relato de un evento inusual y fortuito. O sea que el relato

262
de un milagro es un informe de algo que, de haber ocurrido, habría
ido en contra de aquello para lo que tiene la mejor de las pruebas.
Cuando sopesa su opinión de acuerdo con la evidencia, o sea, cuan­
do está siendo prudente, debe creer que cualquier noticia que oiga
sobre el acontecimiento de un milagro probablemente no es verdad,
que ese milagro probablemente no ocurrió.
Como Hume explica: un milagro es una violación de las leyes de la
naturaleza; y así como la experiencia sólida e inalterable ha estable­
cido estas leyes, la prueba en contra de un milagro, desde la misma
naturaleza del hecho, es tan sólida como cualquier argum ento de la
experiencia que nos podamos imaginar.

*
Hay unas cuantas cosas que le podrían preocupar a uno sobre el
argumento de Hume. Quiero empezar llamando la atención sobre
cómo los argumentos paralelos son incorrectos. El primer punto que
voy a crear en contra del argum ento a priori de Hume es más bien
análogo a la objeción por saturación del argum ento ontológico.
Considere este escenario: Usted es el catedrático Nolloth de Plá­
tanos en la Universidad de Oxford.
Ha estado experim entando con plátanos toda su vida y no ha
visto nunca un plátano recto; tiene por lo tanto experiencia sólida
e inalterable -com o Hume d iría- de que los plátanos son siempre
curvados. Como catedrático Nolloth de Plátanos también es crítico
de los artículos que aparecen en su publicación profesional, Top
Banana. Un día Top Banana le manda un artículo para que haga
una reseña. Está escrito por respetados expertos en plátanos de
otra institución; han hecho críticas anteriorm ente de sus informes
y casi siempre han sido realmente excelentes. Lee el artículo y en
resumen afirman haber encontrado un plátano recto. El artículo
parece escrito por eruditos (muchas notas a pie de página y acróni-
mos); cuando se pone en contacto con ellos, dan su palabra de ser
sinceros, etc., etc.
Según el argumento de Hume, ¿qué debería creer? Bien, un plá­
tano recto es algo que contraviene una ley de la naturaleza, ya que
las leyes de la naturaleza son -según H um e- aquello que su sólida
e inalterable experiencia ha determinado, y su sólida e inalterable

263
experiencia ha sido siempre que los plátanos son curvados. Entonces,
debería pensar que estas personas están equivocadas o deliberada*
m ente le engañan. Debería hacer una bola con el artículo y tirarlo a
la papelera. Tero eso sería demasiado intolerante. Si no fuera capaz
en ciertas ocasiones de ser razonable y creer a aquellos que le con­
taran algo contrario a su experiencia, entonces la ciencia como un
ejercicio de colaboración no existiría nunca. Ningún científico po­
dría entonces sacudirse sus prejuicios con informes de otros, porque
en la medida en que estos informes contradijeran esos prejuicios,
simplemente los desestimarían. Así es que hay algo que no funciona
con el argum ento de Hume. ¿Qué es?
Algo que puede haber estado preocupándole es que Hume define
las leyes de la naturaleza como aquello que la experiencia constante
ha establecido; pero las leyes de la naturaleza son las leyes que la na­
turaleza en realidad sigue y lo que la experiencia constante establece
son ideas en nuestras mentes de lo que son estas leyes.
Vamos entonces a distinguir entre lo que llamaré «leyes objetivas
de la naturaleza» y lo que llamaré «leyes subjetivas de la naturale­
za». Las leyes objetivas de la naturaleza son las leyes que el universo
realmente sigue (a menos que Dios u otro agente sobrenatural in­
tervengan1) y a las que las teorías científicas tratan de aproximarse,
y con cada generación se van aproximando cada vez más. Las leyes
subjetivas de la naturaleza por el contrario son, en términos gene­
rales, las leyes «establecidas» tomando la ley más sencilla para que
armonice con la que ha sido nuestra sólida e inalterable experiencia
hasta la fecha; las leyes subjetivas son nuestras teorías científicas de
lo que son las leyes objetivas.
Una vez que hemos distinguido entre leyes subjetivas y objeti­
vas, la definición de Hume sobre los milagros, donde simplemente
menciona las leyes de la naturaleza, debe parecem os terriblemente
ambigua. Habiendo hecho esta distinción, debemos pues intentar
«ordenar» la definición original de Hume sobre los milagros pregun­
tándonos si un milagro se debe entender como una transgresión de
una ley objetiva o una transgresión de una ley subjetiva. Parece que
tendríamos que elegir la primera. Para que sea un auténtico milagro,
a diferencia de un hecho que podría tomarse por un milagro, tiene
que trasgredir lo que es en realidad -independientem ente de lo que

264
cada uno piense- una ley de la naturaleza, esto es, tiene que ser un
hecho que trasgreda una ley objetiva.
¿Por qué son las leyes objetivas las que deberían figurar en una
versión «revisada» de la definición de Hume? Hay dos razones. La
primera, las leyes subjetivas varían de una persona a otra; de un día
a otro; y en general a medida que la ciencia va progresando. No
queremos que la condición de un hecho como es el milagro sea tan
variable. La segunda, muchas otras cosas que no desearíamos des­
cribir como milagros trasgreden leyes subjetivas -aquello que nos
obliga a abandonar teorías científicas que eran previamente sólidas
pero que ahora resultan excesivamente simples.

Con lo ya expuesto hasta ahora, uno podría pensar que el único


problema que hay con el argumento de Hume es que necesitaríamos
revisar su definición de milagros:
Un milagro puede definirse exactamente como una transgresión
de una ley objetiva de la naturaleza mediante la voluntad particular de
una deidad o mediante la interposición de algún agente invisible.
Sin embargo, una vez que la hemos revisado, aparece un proble­
ma. Es imposible saber con total certeza si cualquier hecho cuenta
como milagro o no basándose en esta nueva definición. Hablando
desde un punto de vista epistemológico, solamente tenemos acceso
a las leyes subjetivas -recuerde, nuestras leyes subjetivas son nuestra
mejor conjetura de lo que realmente son las leyes objetivas- y no
podríamos afirmar con total seguridad si un hecho en particular
cumple con la descripción de milagros de la definición revisada.
No obstante, esta consecuencia no es fatídica para el argumento
de Hume. Hay gran cantidad de cosas de las que se pueden formar
creencias razonables sin certeza; y, como voy a exponer, esta es una
de ellas.
En realidad, uno puede distinguir entre un evento que, de ocurrir,
s e rá contrarío a toda su experiencia hasta la fecha y, aun así, no sería
un milagro, por ejemplo un plátano recto, y un acontecimiento que,
de ocurrir, no solo sería contrarío a toda su experiencia, sino que
también sería un milagro, por ejemplo una resurrección. ¿Cómo se
puede hacer esto?

265
Hay dos partes en la respuesta a esta pregunta. Parte de la respues­
ta radica en el hecho de que uno toma la simplicidad de la hipótesis
como guía hacia la verdad, y la hipótesis «Hay un Dios más las sen­
cillas leyes objetivas de la naturaleza» podría ser más simple que la
hipótesis «No hay un Dios, pero hay leyes objetivas de la naturaleza
mucho más complicadas». La otra parte radica en el hecho de que
uno puede llegar a adquirir algunas creencias razonables sobre la
clase de hechos que Dios, de existir, tendría una buena razón para
llevar a cabo.
Déjeme considerar la prim era parte y volver al ejemplo de las
crónicas de la resurrección de Jesús en los Evangelios. Si estos rela­
tos (y debo acentuar «si») son de una cantidad y calidad suficiente
como para justificar el que uno crea que los hechos descritos proba­
blemente ocurrieron, entonces uno se encuentra con una elección:
o creer que la ley subjetiva «cuando uno está muerto, está muerto»4
no es probablemente una ley objetiva, sino que tiene que modificar­
se y por lo tanto complicarse: Jesús resucitó, pero este es un hecho
explicable de m anera natural. O bien creer que «cuando uno está
muerto, está muerto» es realmente una ley objetiva, pero que un
Dios o ser sobrenatural intervino en esta ocasión para infringirla.
Si las versiones del Evangelio son suficientes en cantidad y calidad,
decantarse por alguna de estas explicaciones dependerá de sopesar
lo bien contrastada que la ley subjetiva está y lo simple que es que
haya un Dios o ser sobrenatural.
Hay otra complicación, desgraciadamente: lo que se considera
suficiente en cantidad y calidad dependerá de la probabilidad que
uno ha asignado anteriormente a la existencia de Dios. Para mante­
ner las cosas simples, voy a seguir suponiendo que todos empezamos
desde una posición media.
La ley subjetiva de la naturaleza que dice que cuando uno está
muerto está muerto está muy bien respaldada por la experiencia.
Dios -com o he expuesto- es una entidad relativamente simple de
suponer, desde luego más simple que cualquier otra entidad sobre­
natural. Cuando hablamos de las versiones de los Evangelios sobre
la resurrección de Jesús, uno maneja testimonios de un hecho que,
de haber ocurrido, habría contravenido una ley subjetiva cuya vera­
cidad está determinada por una gran cantidad de pruebas. Entonces

266
es lógico pensar que si los Evangelios son de una cantidad y calidad
lo suficientemente grande como para que sea sensato creer que los
hechos descritos ocurrieron, uno debería quedarse con la ley más
sencilla -cuando estás muerto, estás m uerto- y ver el hecho no como
prueba de que las experiencias de uno hasta la fecha no han sido lo
suficientemente amplias como para conseguir que las leyes subjetivas
se aproximen lo suficiente a las leyes objetivas, sino como prueba de
que hay un Dios, algo que no es intrínsecamente tan complicado
como para reducir la probabilidad general de la hipótesis con la que
trabajamos por debajo de la hipótesis que dice que las leyes objetivas
de la naturaleza con respecto a la muerte no son del tipio cuando
estás muerto, estás muerto.
La pregunta de por qué se da este caso con la resurrección y no
con el plátano recto m e lleva a la segunda parte de la respuesta. Es
razonable creer que, si hay un Dios, es más probable que haga re­
surrecciones milagrosas que enderezamientos de fruta milagrosos.
No voy a argum entar esto; más bien daré un nom bre a la diferencia
entre estos dos casos, es una diferencia de «importancia existencial».
Hechos existencialmente importantes son los hechos que Dios -si
existiera- encontraría más razonable realizar. No es fácil expresar
exactamente qué viene a ser la importancia existencial, piero esto no
importa mucho para los fines de nuestra investigación, ya que todos
entendem os claramente cuándo se daría y cuándo no. Un plátano
recto no sería existencialmente importante; un hom bre que había
afirmado ser Dios y que habiendo estado tres días m uerto vuelve
a la vida sería existencialmente importante. Cuando hablamos de
testimonios de un hecho que, de haber ocurrido, no habría sido exis-
tencialmente im portante -p o r ejemplo, el hallazgo de un plátano
recto-, sería lógico pensar que si los testimonios tienen un estándar
lo suficientemente alto como para creer que ocurrieron, razonable­
mente deberíamos pensar que la ley más simple «los plátanos deben
ser rectos» no es en realidad una ley objetiva.
Cuando hablamos de testimonios de im hecho que, de haber ocu­
rrido, habría sido existencialmente importante, como la resurrección
de Jesús, sería lógico piensar que si los testimonios llegan a un nivel
lo suficientemente im portante como para pensar que el aconteci­
miento ocurrió, deberíamos pensar que la ley más simple «cuando

267
uno está muerto, está muerto» es en realidad una ley objetiva, pero
Dios ha intervenido para cancelarla. Es más probable que un agente
sobrenatural lleve a cabo una violación existencialmente importante
de una ley objetiva y natural que una existencialmente insignificante.

*
Algunas de las cosas que he dicho sobre el argumento a priori de
Hume son bastante enrevesadas. He estado intentando hacer mala*
barismos con un número de conceptos a la vez y no me sorprendería
si hubiera perdido la pista de dónde estaban algunos de ellos cuando
tenía en la mano a los otros. Por lo tanto lo que he pensado hacer es
exponer lo esencial de mi argumento en una analogía:
Ha estado viendo a diferentes equipos jugar a un juego en parti­
cular. Para ayudarle a visualizarlo, déjeme contarle que es como el
fútbol pero tiene reglas más complicadas. Para m antener todo rela­
tivamente sencillo por el momento, establezco que hay un aparato
llamado «inhibidor de ilegalidad», que lleva cada jugador y que evita
que los jugadores hagan movimientos ilegales. Usted sabe con abso­
luta certeza que cada jugador lleva un inhibidor de ilegalidad. (No
me pregunte cómo lo sabe; es solo un artificio para que la analogía
funcione.)
Ha visto cientos de partidos y basándose en lo que ha visto le han
ido surgiendo teorías sobre las reglas que los jugadores siguen. Ha
apuntado estas teorías en su libreta y las va corrigiendo en vista de
sus experiencias en partidos posteriores. Lo que ha escrito en su
libreta es lo que podríamos llamar leyes subjetivas del juego. Las
leyes subjetivas que ha escrito no son solo su mejor estimación de las
reglas que los jugadores deben seguir dado que llevan inhibidores
de ilegalidad, por ejemplo «no toques la pelota con tus manos», tam­
bién son su mejor estimación de las reglas que están cumpliendo, por
ejemplo «intentar llevar la pelota hacia la meta del adversario», y ha
sido capaz de formular estas reglas porque siempre ha visto equipos
muy motivados, esto es, equipos formados por personas que intentan
hacer todo lo que está en sus manos para que su equipo gane. (No
me pregunte cómo sabe que siempre ha visto equipos bien motiva­
dos; es otro artificio para continuar con la analogía.) Estas reglas son
para usted una buena guía de lo que pasará de un momento a otro;

268
le ayudan a predecir patrones de juego, etc., de una forma muy pre­
cisa. Esto es el equivalente a científicos desarrollando, mediante el
experimento y la observación, un conjunto de leyes subjetivas sobre
la naturaleza que les permíta e n te n d e r-e n gran medida—el pasado
y predecir -e n gran m edida- el futuro.
Al no ser Hume, no ha confundido sus reglas subjetivas del juego
con las reglas objetivas, las reglas que los jugadores realmente están
siguiendo. Sabe que las reglas subjetivas del juego, aunque son una
buena guía de las leyes objetivas, es probable que tengan errores en
al menos algunos detalles.
Ahora bien, descubre cuatro periódicos viejos, cada uno de los
cuales contiene una noticia de un partido en particular. De hecho,
aunque las cuatro noticias están claramente escritas p o r diferentes
autores, nota alguna sospechosa similitud en la redacción -quizás
uno o dos se han copiado, piensa-. Esto sería el equivalente a en­
contrarse con los cuatro Evangelios. Las cuatro noticias de los pe­
riódicos cuentan una historia muy coherente —aunque difieren en
pequeños detalles- y hablan m ucho sobre un ju g ad o r en particular
y los movimientos que hizo en ese partido. Las noticias afirman que
realizó muchos movimientos, que -se da cuenta al compararlos con
sus notas- cuadrarían con sus reglas subjetivas. Pero las noticias tam­
bién están de acuerdo en afirmar que este jugador hizo un núm ero
sustancial de movimientos que, se da cuenta, no cuadran con sus
reglas subjetivas. Si sus reglas subjetivas son correctas y las noticias
son correctas, entonces el jugador tiene que haber estado haciendo
movimientos ilegales (lo cual es imposible, dado que todos llevan
el inhibidor de ilegalidad). De manera que mientras defienda la
suposición de que todos los jugadores siempre llevan inhibidores de
ilegalidad, hay dos opciones: o creer que las noticias son erróneas, el
jugador no hizo esos movimientos, o creer que sus reglas subjetivas
son erróneas; si sus reglas subjetivas son erróneas, el jugador podría
haber hecho los movimientos sin hacer nada ilegal. Por supuesto,
puede optar por la exageración explicativa y creer ambas, pero va­
mos a ignorarlo.
¿Qué debería creer? Según el argum ento a priori de Hume debe­
ría no creer en las noticias. Como ya he razonado, la pregunta «¿Qué
debería creer?» no puede decidirse a priori: depende. Por un lado,

269
tendrá que ver lo consistentes e independientes que parecen las
noticias en un examen más detallado y si algún testimonio exterior
apoya la historia (o la debilita); y, por otro lado, tendrá que tener
en cuenta lo bien confirmadas, según sus observaciones, que están
las leyes subjetivas, de acuerdo con las noticias se infringieron. Si las
noticias son muy coherentes, independientes y están respaldadas por
numerosos testimonios exteriores, y si las leyes subjetivas que atesti­
guan una infracción no están muy bien confirmadas por sus observa­
ciones, entonces debería creer las noticias y considerar que sus leyes
subjetivas son incorrectas. Si las noticias son bastante inconsistentes,
su consistencia parece depender en gran medida la una de la otra; y
no están respaldadas por numerosos testimonios exteriores; y si las
leyes subjetivas atestiguan una infracción y están bien contrastadas
por sus observaciones, entonces debería creer que sus leyes subjetivas
son correctas y las noticias son incorrectas.
Ahora volvamos a considerar el inhibidor de ilegalidad, el apara­
to que evita que los jugadores hagan cualquier movimiento ilegal.
Esto sería el equivalente a que ninguna fuerza sobrenatural podría
triunfar sobre cualesquiera que fueran las leyes objetivas de la na­
turaleza.
Si fiexibilizo la suposición de que usted sabe con absoluta certeza
que cada jugador lleva siempre un inhibidor de ilegalidad, ¿qué sería
lo más lógico creer entonces al leer las noticias? Esto es equivalente
a flexibilizar la suposición -e n la que Hume parece en algunos mo­
mentos imprudentem ente confiar en su argum ento- de que sabes
con absoluta certeza que no puede haber un Dios. Si fiexibilizo esta
suposición, üene tres opciones en vez de dos cuando lea las noticias:
podría pensar que las noticias son erróneas, el jugador no llevó a
cabo esos movimientos, o podría creer que las noticias son correctas
y son sus leyes subjetivas las que están equivocadas. Pero también
tiene la opción de que las noticias no sean erróneas, el jugador hizo
esos movimientos; sus leyes subjetivas tampoco son erróneas, esas
jugadas eran ilegales; y es que el jugador no llevaba el inhibidor de
ilegalidad. Este jugador pudo rom per las reglas del juego. ¿Sería
sensato quedarse con la última de estas opciones? Podría serlo; no
podemos descartarlo a priori. Y de nuevo dependerá de lo consis­
tentes y a la vez independientes que sean las noticias entre sí; qué

270
pasa si disponemos de un testimonio exterior y hasta qué punto
sus observaciones corroboran las leyes subjetivas. Si las noticias son
en gran medida consistentes entre sí además de independientes, si
existe algún testimonio creíble que las apoye, y si las leyes subjetivas
que atestiguan una infracción están corroboradas por sus observa­
ciones, entonces estos hechos antes que abrirse paso en direcciones
opuestas, forzándole a hacer algún delicado equilibrio y decidir entre
no creer las noúcias o no creer las reglas subjetivas, se convierte en
razonable creer ambas. Debería creer que las noticias son en gran
medida precisas, que sus reglas subjetivas son en gran medida pre­
cisas en ese punto, y que el jugador en cuestión podría rom per las
reglas; no llevaba un inhibidor de ilegalidad. El equivalente es por
supuesto que si los testimonios del Evangelio son en gran medida
consistentes entre sí además de independientes, si existe un testimo­
nio exterior creíble que los apoye, y si sin embargo las leyes subjetivas
de la naturaleza que atestiguan una infracción (por ejemplo, la ley
cuando uno está muerto, está muerto) están corroboradas mediante
sus observaciones, entonces, antes que estos hechos le empujen en
direcciones opuestas, forzándole a hacer algún delicado equilibrio y
decidir entre no creer en los Evangelios o no creer en las leyes sub­
jetivas de la naturaleza, creer ambas opciones se convierte en algo
razonable. Debería creer que los Evangelios son bastante precisos,
que sus leyes subjetivas de la naturaleza son precisas en este punto
en cuestión (cuando uno está muerto, está m uerto realmente es una
ley objetiva de la naturaleza) y que la persona en cuestión podría
infringir las leyes de la naturaleza.
Parece que el argumento a priori de Hume en contra de la ra­
cionalidad de creer en milagros basados en los testimonios de otros
falla. Si es irracional creer en una determinada noticia o conjunto de
noticias de un milagro, será por razones a posteriori peculiares de esa
noticia o conjunto de noticias. En un momento, pasaré a considerar
el argumento a posteriori de Hume en contra de la racionalidad de
creer en milagros basado en el testimonio de otros. Pero primero
quiero decir algo más sobre la noción de testimonio exterior que he
utilizado en mi discusión anterior y no he explicado.

271
*

¿Qué tenía en m ente cuando hablé de testimonio exterior? Déje­


me darle un ejemplo.
Imagine que las noticias sobre el partido hubieran hablado de uno
de los movimientos que el jugador en cuestión habría hecho, movi­
miento que habría sido ilegal -si sus reglas subjetivas son correctas-
señalando los postes de la portería con una significativa marca de
peculiar forma. Usted va y mira a los postes y encuentra que hay una
marca como la descrita en las noticias. Por supuesto, muchas otras
cosas podrían haber hecho esa marca, de manera que la marca no es
de ninguna manera una prueba de que las noticias sean ciertas, pero
hasta cierto punto apoya de manera inductiva las noticias. La marca
respalda las noticias en la medida en que no hay explicaciones alterna­
tivas creíbles. Acuérdese del teorema de Bayes. Cuando buscamos un
testimonio exterior que respalde, digamos las versiones de los Evan­
gelios sobre la resurrección, necesitamos buscar hechos que sean más
obvios que la misma resurrección, y hechos que obtengan su mejor
explicación de haber ocurrido una resurrección como la descrita en
los Evangelios. Un hecho que reúne estos criterios sería la existencia
de la primera Iglesia, que en este contexto se puede tomar como un
importante grupo de personas que afirmaron que Jesús había resuci­
tado y estaban preparados a sufrir e incluso morir por mantener esta
creencia poco tiempo después de que ocurriera el hecho putativo.
(Acuérdese del posible valor epistémico de un testimonio mantenido
bajo tortura.) Investigar estos argumentos me conduciría a toda una
serie de áreas distintas a la filosofía de la religión. En este contexto, es
suficiente señalar que son esta clase de hechos los que tenía en mente
cuando hablaba de un testimonio exterior que pudiera estar disponi­
ble para respaldar, o en su ausencia minar, un determinado testimonio.
Pasemos ahora a los argumentos a posteriori de Hume.

Argumentos a posteriori de Hum e

Hume tiene cuatro argumentos a posteriori en contra de la racio­


nalidad de creer en milagros basado en el testimonio de otros. Los
trataré en el orden en el que él los presenta.

272
Primero, y citando a Hume, «no se puede encontrar, en toda la
historia, un milagro avalado por un núm ero suficiente de hombres
de tal incuestionable buen juicio, educación y saber como para pro­
tegernos contra sus delirios; de tal indudable integridad como para
colocarlos fuera de toda sospecha con respecto a cualquier plan que
puedan tener para engañar a otros».
Por supuesto, no se puede encontrar en toda la historia un hecho
-incluso el más m undano- avalado por un núm ero suficiente de
gente cuyas cualidades nos puedan proteger contra -e n el sentido de
hacerlo imposible- la falsedad. Lo que quiere decir Hume entonces,
si no es lo obvio que dependemos del testimonio cuando estamos
juzgando la historia antigua y que el testimonio en principio puede
ser engañoso, debe de ser que los testigos de los milagros tienen menos
cualidades para el buen juicio, la educación, el saber y la integridad
que los testigos de otros hechos y esta es una razón para sospechar
más de sus testimonios que de los tesümonios de estos otros testigos.
Hay dos preguntas que uno podría plantear. Sin seguir un orden
específico, primero, si las cualidades que Hume selecciona como
relevantes a la hora de valorar la fiabilidad de los testigos son tales
que es posible considerarlas como tal, y en segundo lugar, sí es posi­
ble suponer que aquellos que declaran sobre hechos milagrosos no
están dotados con cualidades propias de testigos fiables como los
que declaran en otros hechos más mundanos. Déjeme empezar con
la prim era cuestión.
Un amigo me habló hace poco de su comparecencia en la corte
de un tribunal. Su coche y el de alguien más habían estado involucra­
dos en un accidente; él dijo que era culpa suya, es decir, de ella; ella
dyo a su vez que era culpa de él. No había otros testigos y él ganó el
caso. Le pregunté qué argum ento había utilizado su abogado para
convencer al magistrado que su palabra era más creíble que la de
ella. «Bueno», dijo, «sorprendentemente, el factor que más influyó al
magistrado en su decisión fue que yo era médico y ella peluquera».
Uno podría pensar que si uno es magistrado habría considerado
que es menos probable que un médico cometa errores con respecto
al código de circulación, etc., y quizás es menos probable que engañe
deliberadamente más que las peluqueras, pero no es otra cosa que
esnobismo lo que le llevaría a pensar de esta manera. ¿Qué pasa con

273
la lista de cualidades que según Hum e debe tener un testigo fiable?;
¿son razonables o son una señal de cierto esnobismo?
Cuando habla de lo que hace bueno a un testigo, Hume menciona
prim ero el buen juicio, que sin duda es algo bueno: el buen juicio
debe ser la clase de juicio que hace a una persona fiable en sus opi­
niones, si no, no se llamaría «¿«enjuicio», se llamaría «mal juicio» o
algo parecido. Hume tiene razón pero de una forma intrascendente.
No hay nada sustancial en su caracterización de lo que es un buen
testigo. Llegamos a algo sustancial cuando da a entender que un
buen testigo tendría que tener educación y saber. Esto sí es algo
sustancial, pero ¿es creíble?
Soy miembro de una universidad y en ese sentido me he encon­
trado a mucha gente cuya educación y saber no se pueden poner en
duda, pero en cuyo testimonio sobre algún asunto fuera de su cam­
po de especialidad yo confiaría menos que en el de una peluquera.
Estoy pensando en gente como el estereotipo de profesor uni­
versitario que sabe todo lo que hay que saber sobre alguna oscura
materia y sin embargo no sabe en qué día de la semana estamos. El
que la educación y el conocimiento sean relevantes para la fiabilidad
de un testigo depende m ucho de lo que estén presenciando y en el
caso de los milagros, pienso, la clase de cosas que se presencian no
son la clase de cosas para las que la educación y el conocimiento
sean muy relevantes. Por ejemplo, no se necesitan mucha educación
y conocimiento para descubrir que alguien ha muerto y tener más
educación y conocimiento no mejora de m anera significativa la ha­
bilidad para clasificar a una persona como viva o muerta. Hay que
reconocer que la adecuada educación y conocimiento -educación y
conocimiento médico- podrían capacitar a una persona para decidir
con más precisión si alguien está muerto o vivo en casos dudosos,
pero la mayoría de los casos no son dudosos y por consiguiente la
educación y el conocimiento son en gran medida irrelevantes. De
manera que -aunque me duela admitirlo, como alguien que ha de­
dicado su vida a la educación y al conocim iento- encuentro poco
convincente la reivindicación implícita de Hume de que la buena
educación y el conocimiento son necesarios para considerar a un
testigo fiable a la hora de declarar sobre milagros.
¿Y la integridad para evitar que un testigo nos engañe delibera-

274
damente? Este, por el contrario, parece ser adecuado, pero solo en
la medida en la que el buen juicio lo era. La integridad en este con­
texto se debe entender como un bono para transmitir la verdad en
la medida en la que uno la sepa (teniendo motivos honestos); como
tal es una propiedad que tendrán los testigos fiables. De manera
que la lista de cualidades de Hume para aum entar la credibilidad de
los testigos es o insustancial -com o el buen juicio y la integridad- o
dudoso -com o la buena educación y el conocimiento-. El primer
argumento de Hume a posteriori viene a ser la afirmación de que los
testigos de milagros tienden a ser menos fiables que los testigos de
otros acontecimientos más mundanos. Para defender esta afirmación
debe señalar características de los testigos de milagros que nos dieran
motivos para creer esto, sin embargo, no ha tenido éxito.
Continuamos con el segundo argumento de Hume.

*
Hume sostiene que el sentimiento de maravilla que provoca el
contemplar milagros es agradable, y es tan agradable que nos con­
fiere una tendencia engañosa a creer en las noticias de milagros.
En otras palabras, la gente quiere que las historias de milagros sean
verdad porque les haría sentir mejor y el hecho de que quieran que
sean verdad les lleva a dar a las historias de milagros más crédito
del que merecen. Voy a razonar que existe este sentimiento del que
Hume habla, pero que no tiene, en general, los efectos epistémicos
peijudiciales que él describe.
Considere esto: Había un chico en mi colegio que se fue de vaca­
ciones a Tailandia. Allí, en mitad de la noche se despertó y notó una
gran araña picándole en la frente; se deshizo de ella; los tailandeses
del lugar le dijeron que la araña no era venenosa; su herida pron­
to cicatrizó y volvió al Reino Unido. Aparentemente todo iba bien.
Aparentemente.
Al cabo de unos días, la m ordedura empezó a hincharse; la ma­
ñana prevista para ir al médico a mirárselo, estando de pie frente
al espejo del cuarto de baño se apretó la hinchazón y esta explotó:
salieron docenas de pequeñas arañas.
Esta historia me la contó un amigo de clase hace muchos años;
cuando me la contó, la consideré como una historia verdadera; de

275
hecho, el chico se llamaba como alguien dos años mayor que yo que
acababa de dejar el colegio. Confieso que no tengo mucha idea de si
es verdad o no. Sin embargo, he disfrutado mucho más contándole
la historia de la araña tailandesa, como si fuera verdadera, que si se
la hubiera contado anteponiendo la frase «le voy a contar una his­
toria que un amigo mío se inventó», o contándole una historia que
sé que es verdad sobre cómo tramité el seguro del coche la semana
pasada. Por lo tanto - a la m anera de una afirmación autobiográ­
fica, pero una que coincidirá con la mayoría de la gente leyendo
esto-, informo de que Hume tiene razón: me produce un cierto
placer pensar en relatos extraordinarios, algo que me incentiva a
considerarlos y contarlos independientem ente de su veracidad. Esto
me lleva a estar de acuerdo con Hume en que, en general, nos en­
cantan los relatos extraordinarios, algo que posiblemente nos lleve
a retrasar de alguna manera la comprobación de sus referencias.
Sería una desilusión si supiera que el relato de la araña tailandesa
es falso, así que no puedo evitar tener esperanzas en que nadie me
cuente que es una imposibilidad biológica, esperanza que me pone
en peligro epistémicamente, ya que puede muy bien convenirse en
la esperanza de que nadie me cuente que es una imposibilidad aun­
que lo sea. Hasta aquí, estoy de acuerdo con Hume. Pero aunque
por lo general nos encanten los relatos extraordinarios, no es ni
mucho menos un rasgo psicológico universal. Hume parece haber
sido alguien que tuvo lo contrario, un odio hacia ellos; la evidencia
la encontrará en cada página de la sección décima de su Investiga­
ción. Tampoco es este un apego irresistible en la mayoría de aquellos
que lo tenemos. Aunque obtenemos un placer peculiar al pensar
en un relato extraordinario y este placer disminuye algo si sabemos
que el relato no es verdadero, nuestros procedimientos epistémicos
no se corrom pen por ello de una forma significativa. Psicológica­
m ente es bastante posible que aunque uno obtenga un gran placer
al creer algo, uno perm anece epistémicamente diligente a la hora
de evaluar las razones a favor y en contra de creer la historia y esta
posibilidad psicológica es una realidad para la mayoría de la gente.
Nunca he investigado la verosimilitud biológica de la historia de
la araña tailandesa porque nada significativo depende de que sea
verdadera o no. Si algo sustancial apareciera independientem ente

276
de si la historia de la araña fuera verdad o no, investigaría impar-
cialmente sus referencias. Piense que pasada la edad de, digamos,
ocho años no muchos creemos en Papá Noel, aunque supondría un
enorm e placer hacerlo.
De manera que, aunque estoy de acuerdo con Hume en que a
la mayoría de la gente le encanta lo extraordinario, no pienso que
sea tan corrosivo como él sugiere a la hora de hacer una valoración
objetiva. De hecho, me parece que su efecto es probablemente in­
significante.

*
Miremos el tercer argum ento a posteriori de Hume. De nuevo,
le citaré: «Constituye una sólida suposición en contra de todas los
relatos sobrenaturales y milagrosos el que abunden principalmente
entre naciones ignorantes y bárbaras». Hume continúa hablando
sobre cómo los relatos de milagros van disminuyendo según se va
avanzando en la historia, hasta acercarnos a lo que él llama «las
épocas ilustradas».
Este tercer argumento a posteriori de Hume tiene un matiz de
esnobismo parecido al prim ero, pero veamos más allá y admitamos
que es un argumento razonable. Tendremos que adm itir que nues­
tros antepasados ignoraban -e n relación con nosotros- cómo fun­
cionaba el mundo natural. Las cosas que ahora no tenemos ninguna
dificultad en explicar de una forma naturalista habrían supuesto un
desafío para ellos, sus leyes subjetivas eran menos aproximadas a las
objetivas que las nuestras. Aunque no sea una verdad necesaria, espe­
raríamos que a medida que las leyes subjetivas de una civilización se
aproximan más y más a las leyes objetivas, menos hechos las contra­
vendrían y de esta forma estarían disponibles para la interpretación
como infracciones de las leyes objetivas, ya que mientras la infracción
de una ley objetiva es lo que se necesita para que algo se considere
un milagro, la infracción de una ley subjetiva es lo que se necesita
para llamar la atención como algo potencialmente milagroso. De
manera que, sin considerarme de ninguna manera un esnob, parece
que podemos decir que nuestros antepasados, de manera compren­
sible pero errónea, consideraron como milagros cosas que ahora no
se considerarían como tal (y quizás de vez en cuando a la inversa,

277
aunque no me detendré en esto). Por consiguiente podríamos espe­
rar encontrar más relatos milagrosos en la Antigüedad que en una
época más cercana; y en la actualidad, podríamos esperar encontrar
muchos más entre aquellos con una ciencia natural menos desarro­
llada que la nuestra. Tenemos que admitir que este es un argumento
razonable. Sin embargo, lo razonable del argumento llega hasta aquí.
Algunas cosas que en el pasado habrían desafiado una explicación
naturalista y por lo tanto se habrían considerado razonablemente
como milagros, no lo son ahora y por consiguiente cuando leemos
las versiones que nos han llegado del pasado es lógico que las recla-
sifíquemos. Deberíamos darles (si consideramos razonable creer que
ocurrieron) la explicación naturalista que tenemos ahora a nuestra
disposición. Sin embargo, hay otros relatos del pasado que continúan
desafiando cualquier explicación naturalista y, es más, continuarán
desafiándola. De manera que deberíamos continuar dando a estos
relatos (si consideramos razonable creer que ocurrieron) una expli­
cación de tipo sobrenatural. Ahora sabemos mucho más sobre las
enfermedades psicosomáticas (y de como, en principio, se pueden
curar con psicoterapia) que lo que sabíamos hace cientos de años.
De manera que algunos hechos que han llegado a nosotros de hace
muchos siglos y que testigos contemporáneos describieron como
casos de demonios que eran exorcizados mediante intervención mi­
lagrosa ahora deberíamos considerarlos (si creemos que ocurrieron)
casos de psicoterapia comprimida.
También sabemos más sobre la muerte hoy que lo que la gente
sabía hace cientos de años y por lo tanto sabemos cómo la falta de
oxígeno puede rápidamente causar un daño irreversible al cerebro:
en cuestión de minutos desde que el corazón para de bombear, el
cerebro se daña irrevocablemente. De manera que un hecho descrito
por un testigo contemporáneo como el caso de un hombre que se
levanta de entre los muertos después de tres días (si admitimos que
ocurrió) es un hecho para el que aún hoy no podemos encontrar
una explicación naturalista. Es más, dado que ahora conocemos la
velocidad con la que el cerebro se daña irrevocablemente una vez
que el corazón ha parado de bombear, es razonable suponer que
nunca podremos explicar semejante hecho de una forma naturalista.
Si nos quedamos dentro del fisicalismo, debemos creer que nunca

278
ocurrió; si creemos que ocurrió, debemos abandonar el fisicalismo.
Por consiguiente, será relativamente fácil cribar las historias de hechos
que fueron razonablemente aceptados como milagrosos en su tiempo
pero que ahora podemos explicar de una forma naturalista, de hechos
que no pudieron ser explicados de una forma naturalista entonces;
no se pueden explicar de una forma naturalista ahora; y no se podrán
explicar de una forma naturalista en el futuro; y por lo tanto son, si
alguna vez se produjeron, auténticos milagros.

*
El cuarto argumento de Hume es, y repito textualmente una vez
más: «En las cuestiones de religión, lo que es diferente es contrario;
y ... todo milagro, por lo tanto, supuestamente foijado en cualquiera
de estas religiones ... como su ámbito directo es establecer el sistema
particular al cual es atribuido; de forma que tenga la misma fuerza,
aunque más indirectamente, para derrocar a cada uno de los otros
sistemas». Los relatos de milagros que hacen los seguidores de las
diferentes religiones son afirmaciones de lo que Hume denomina
«hechos contrarios»; se minan la credibilidad el uno al otro; se «anu­
lan unos a otros». Este cuarto argumento a posteriori de Hume se
suele llamar «el argumento de Hume contrario a los milagros».
La premisa decisiva suprimida en este argumento es que el orden
sobrenatural -quizás un orden teísta sobrenatural- no puede ser
aquel que permita milagros auténticos en el contexto de una varie­
dad de religiones.
Me imagino que el argumento de Hume para esta premisa sería
que Dios sabría que los milagros se entienden como apoyo de las afir­
maciones doctrinales de las diferentes religiones en el contexto en
el que ocurrieron y si una religión fuera más verdadera que la otra,
a Dios le gustaría limitar su actividad milagrosa al contexto de esta
religión para no engañar a la gente innecesariamente. Los ángeles
y otros seres sobrenaturales parecidos estarían constreñidos en sus
operaciones, pennitiéndoles Dios llevar a cabo milagros siempre en
apoyo de su religión favorita. Es más, los seguidores de cada religión
están comprometidos a creer que una religión -la suya- es más ver­
dadera que las otras, que es la favorita de Dios.
Esta no es evidentemente una línea de pensamiento poco razo-

279
nable. Sin embargo, uno puede apearse de ella en varias ocasiones
antes de llegar a su destino. Se puede suponer que Dios no vio una
razón concluyente como para limitar sus intervenciones milagrosas
al contexto de la religión más adecuada; permitir que la gente sea
inducida a error en sus opiniones religiosas podría ser un precio
que merece la pena pagar por los beneficios que algunos milagros
traerían consigo.
Ya hemos visto que comenzar desde una situación de ignorancia
sobre su existencia y voluntad es un precio que Dios podría pensar
que merece la pena pagar para dam os la libertad de elegir hacer no
lo mejor que podamos por otra persona y elegir lo que sabemos que
no debemos hacer a otra persona. Una forma de lograr esto sería
repartir los milagros entre un núm ero de religiones, algo que pre­
sumiblemente produciría muchos beneficios secundarios. O bien (o
además), uno podría suponer que los milagros en algunas religiones
los llevan a cabo ángeles malos, con la intención de desviar a la gente
de la religión verdadera, Dios no les obligaría a pesar de ser algo en
contra de su voluntad ya que respeta su libre albedrío. Uno p o d rá
incluso sugerir que la noción de que una de las religiones monoteís­
tas sea más verdadera que otra y por lo tanto sea la favorita de Dios
es errónea. De hecho las diferentes religiones monoteístas son todas
por igual caminos válidos para llegar al Dios verdadero.
Cualquiera de estas jugadas le permitiría a uno escapar del argu­
mento de Hume contrario a los milagros y todas son viables. Pero
todas vienen con un precio; es imposible sostener (como hicieron
los contem poráneos de Hume a m enudo) que una religión en par­
ticular podría tener algún favoritismo entre los elementos del reino
sobrenatural simplemente por los relatos de milagros que tiene a
diferencia de la escasez de relatos de milagros que tienen otras. Si,
por ejemplo, uno es un cristiano pluralista y bastante liberal, y no
tiene en cuenta que las afirmaciones de milagro de una religión
en particular puedan debilitar aquellas asociadas con la religión
propia porque, como diría, «hay muchos caminos hacia la misma
montaña», entonces es imposible poder defender que tu religión
se pueda considerar el camino más directo hacia Dios cuando está
basado simplemente en los relatos de una resurrección. Si seguimos
por este camino, uno compra la racionalidad de creer que Jesús re-

280
sucitó comerciando con la convicción de que creer que él resucitó
es mucho más im portante para la salvación, a menos que uno pueda
defender la afirmación de que los relatos sobre la resurrección de
los Evangelios son más numerosos, consistentes y están mejor apo­
yados mediante evidencia externa que las historias de milagros de
otras religiones.
En términos generales, acabo diciendo que el asalto desde múl­
tiples flancos de Hume al argum ento de los supuestos milagros le
ha asegurado al menos una victoria limitada. Ha demostrado que a
menos que los milagros de una religión estén avalados por mejores
testigos y /o tengan mejor evidencia externa a su favor que los de
otra, no es razonable preferir una religión a otra basándose solo en
la frecuencia de milagros que se supone que tuvieron lugar. Hume
no ha demostrado que es siempre irracional creer en milagros ba­
sándose en el testimonio de otros. Su argum ento a priori falla, y
sus preocupaciones a posteriori, aunque en mayor o m enor medida
legítimas, podrían en principio satisfacerse. El que se cumplan o no
depende de hechos cuya investigación va más allá del ámbito de este
libro. Como con el argum ento de la experiencia religiosa entonces,
debo dejar mi conclusión de m anera hipotética.
No podemos nunca esperar que un argum ento de los testimonios
de supuestos milagros sea un buen argumento deductivo para probar
la existencia de Dios. Aunque tengamos en cuenta que el hecho en
cuestión ocurrió y que fue un milagro auténtico según la definición
revisada de Hume, podría haber sido otro agente sobrenatural en vez
de Dios el responsable de ello. Sin embargo, un argum ento de los
testimonios de supuestos milagros podría en principio ser un válido
argumento inductivo para la existencia de Dios; y si no estuviera a
la altura, podría contribuir de alguna m anera en la construcción
de un inductivamente sólido argumento del caso acumulativo para
probar la existencia de Dios. El que en la práctica lo logre depende
de las consideraciones que ya he descrito anteriormente. Si se tiene
suficiente éxito en este sentido, se podría ir más allá y tener una ra­
zón para creer que el fisicalismo es falso y que algún punto de vista
religioso pueda ser verdadero, hasta el punto de llegar a favorecer
una opinión religiosa más que otra.

281
*
Hemos llegado al final de nuestra investigación sobre los argu­
mentos a favor de la existencia de Dios. Sería apropiado resumir lo
que he establecido hasta ahora.
Empecé mi investigación defendiendo que el concepto de Dios
que comparten las religiones monoteístas es coherente. La afirma­
ción «hay un Dios» es la afirmación de que existe la mejor persona
posible, una persona que es trascendente, inmanente, omnipotente,
omnisciente, eterna, perfectamente libre, perfectamente buena y
necesaria. Él creó el mundo; es una fuente -e n realidad la fuente-
de valor para nosotros; se nos ha revelado en el mundo; y nos ha
ofrecido vida eterna. He sostenido que aunque hay claras dificul­
tades conceptuales con estos atributos divinos, no son de ninguna
m anera insalvables. De hecho, investigándolas, se disuelven fácil­
mente y la afirmación de que hay un Dios se revela como simple; a
primera vista, podría ser verdad; podría ser falsa. Si fuera verdad,
tendría ciertas implicaciones sobre cómo deberíamos vivir: respe­
tando el m undo natural como si fuera el cuerpo de Dios; aquellos
de nosotros que tenemos vidas que son lo suficientemente buenas
como para desear que continúen siéndolo deberíamos buscar su
voluntad de manera que podamos mostrarle nuestra gratitud por
el regalo de una vida continua; deberíamos esperar un Juicio Final
en el que nuestros fracasos para llegar a ser perfectos quedaran al
descubierto; sin embargo, deberíamos esperar que después de este
juicio de perfeccionamiento compartiremos la vida eterna con él en
el Cielo. La consistencia y el contenido del concepto teístico de Dios
son tales que hacen muy razonable el que tengamos esperanza de
que exista. Una vez expuesto esto, continué examinando si hay o no
alguna prueba para creer que existe, alguna evidencia que justifique
esta esperanza.
Empecé debatiendo por qué la simplicidad de Dios que expuse en
los primeros cinco capítulos es im portante a la hora de valorar cual­
quier argum ento a favor de su existencia. Tomamos la simplicidad
de una hipótesis como una guía hacia la verdad cuando decidimos
entre diferentes hipótesis que explican de igual m odo la evidencia.
A continuación, definí qué es lo que deberíamos considerar a
la hora de buscar esta evidencia: buenos argumentos. Un buen ar­

282
gumento, como he explicado, es aquel cuyas premisas hacen que
su conclusión sea más probable a que no lo sea, y cuyas premisas
y razonamiento son más correctos que la verdad de su conclusión.
Aunque en principio haya alguien (aparte de Dios) para quien creer
en Dios es algo elemental (esto es, no está basado en argumento al­
guno), alegué que nadie leyendo este libro es una de esas personas;
nosotros necesitamos buenos argumentos. Teniendo todo esto en
cuenta, consideré primero el argumento ontológico.
Pronto se hizo evidente que el argumento ontológico fallaba de
dos maneras a la hora de ser un buen argumento. Como lo formulé,
la primera premisa no podría ser verdadera si interpretamos que
sería necesario que el argumento fuera válido antes de que se sepa
la conclusión, que hay un Dios, y la segunda premisa no podría ser
verdadera porque presupone que la existencia es una propiedad,
lo cual es falso. Otras «versiones» del argum ento ontológico que
emplean la noción de posibles mundos tampoco son buenas, ya que
dependen de la ambigüedad que el concepto de mundos posibles
tiene en este contexto. Por consiguiente, propuse que si vamos a
encontrar alguna evidencia de la existencia de Dios, debemos pasar
de considerar el concepto de Dios a mirar al universo, que según el
teísmo se supone que él ha creado. ¿Ha dejado alguna evidencia de
su existencia?
El argum ento a diseñar que enuncia una forma de dar una res­
puesta afirmativa a esta pregunta en realidad no nos da más razones
para suponer que hay un Dios que el argum ento ontológico. Como
he expuesto hay un núm ero de puntos a los que se puede objetar
del argum ento a diseñar, pero un motivo por el que no consigue
incluso apoyar inductivamente la afirmación de que hay un Dios es
que, aunque todas las otras objeciones podrían vencerse, sería más
lógico creer que no hay un Dios sino un número infinito de universos
infinitamente variables, ya que esta sería una hipótesis más sencilla
que la hipótesis teísta (que consiste en este o un núm ero m enor de
universos y un Dios) con igual capacidad para explicar la ordenación
natural del mundo. Como apunté, aun así, esto le dejaría a uno pre­
guntándose qué explicaría la existencia de un núm ero infinito de
universos infinitamente variables. Sin embargo, en el sentido en el
que el hecho putativo -la existencia de un núm ero infinito de uni­

283
versos infinitamente variables- sobre el que nos estaríamos preocu­
pando no sería un ejemplo de orden, nos saldríamos del campo del
argumento a diseñar y entraríamos en el del argum ento cosmológi­
co, el argumento que ve la simple existencia de cualquier universo
- o si se prefiere la existencia de un núm ero infinito de universos
infinitamente variables- como prueba de la existencia de Dios.
Por consiguiente, continué examinando el argum ento cosmoló­
gico. De nuevo, expuse que se podría objetar al argum ento en varios
de sus puntos (el más importante sería que el principio de razón
suficiente en el que se apoya no es de hecho aceptado por un gran
núm ero de científicos).
Por lo que llegué a la conclusión de que el argum ento cosmoló­
gico no nos da más razones para suponer que hay un Dios que el
argumento ontológico o el argumento a diseñar. Aun así, la intuición
base del argumento cosmológico de que hay algo sobre el universo
en su totalidad o en cualquier conjunto de universos que necesita
de una explicación y que no tendría que ver con una decisión en la
mente de Dios para crear el universo es una intuición que muchos, si
no la mayoría de la gente, ha tenido, algo que sin duda explicaría el
atractivo del argumento cosmológico. Lo que dio lugar a la sospecha
de que quizás el mero hecho de tener esta intuición, cuya verdad es
incompatible con el fisicalismo, es en sí misma una prueba a favor de
la falsedad del fisicalismo y por lo tanto en apoyo del teísmo (y por
supuesto de una gran cantidad de otras opiniones sobrenaturales).
Esto a su vez llamó nuestra atención hacia el argumento de la
experiencia religiosa. Aquí encontramos posibilidades de progresar,
que esta y otras «apariencias» tienen que ser aceptadas como prueba
a favor de la existencia de Dios, y de igual manera las experiencias
irreligiosas y ateas tienen que entenderse como evidencia en contra
de la existencia de Dios. Tenemos que tener en cuenta no solo nues­
tras propias experiencias, si las hay, sino las experiencias colectivas
de todas las personas. Obviamente investigar estos temas requeriría
mucha introspección y consideración de una gran cantidad de mate­
rial que se encontraría fuera del campo de la filosofía de la religión.
Aunque no proporcioné ningún material, sí indiqué que una investi­
gación revelaría que predominan los testimonios a favor de un mun­
do que está más allá y que explica el m undo físico (y que explicaría

284
un número infinito de mundos físicos infinitamente variables); este
mundo no es malévolo y no hay nada más importante para alcanzar
nuestro propósito final que orientarnos bien hacia él. Sin embargo
(y aquí expuse más que razoné), el testimonio de la humanidad es
demasiado variado como para concluir algo más. Si estoy en lo co­
rrecto, la experiencia religiosa revela que tenemos una buena razón
para creer que el fisicalismo es falso, pero no nos deja ver ninguna
razón para preferir un punto de vista religioso antes que otro.
Seguidamente examiné el argumento de los testimonios de su­
puestos milagros para intentar cerrar esta laguna. Me centré en los
argumentos de Hume y concluí que, a pesar de sus defectos, le ha­
bían concedido un éxito limitado. A menos que los testimonios de
los milagros de una religión sean mayores en cantidad o calidad, o
tengan más prueba exterior a su favor que aquellos de las otras reli­
giones, el argumento contrario a los milagros de Hume muestra que
no es racional preferir una religión a otra basándose simplemente
en los relatos de milagros que la religión posee. Sin embargo, vale la
pena comentar que es desde luego compatible con el que sea razo­
nable preferir una religión antes que otra basándose en otras carac­
terísticas. Y lo que es más importante, Hume no consigue demostrar
que siempre es irrazonable creer en el relato de los milagros basado
en el testimonio de otros.
De esta m anera -y de nuevo dependiendo de los resultados de
la consideración de una gran abundancia de material fuera del ám­
bito de la filosofía de la religión-, un argum ento d e los milagros
puede ser un buen argumento a favor de la existencia de Dios o,
si falla, puede contribuir positivamente a un buen argum ento del
caso acumulativo a favor de la existencia de Dios. Y puede que -si
los testimonios de los milagros de una religión son de una cantidad
y calidad mayor- haya suficiente evidencia ahí afuera como para que
tengamos una buena razón para preferir la opinión de una religión
antes que la de otras.
De manera que el argumento ontológico, el argumento a diseñar
y el argumento cosmológico no nos proporcionan ninguna razón
para pensar que es verdad que hay un Dios. El argumento de la ex­
periencia religiosa y el argumento de los testimonios de supuestos
milagros podrían proporcionamos razones para pensar que es verdad

285
que hay un Dios. Estas razones no podrían, en principio, formar un
buen argum ento para la existencia de Dios en el sentido de prueba
«hermética» de que hay un Dios. Sin embargo, podrían, en principio
-quizás de forma aislada o en combinación-, formar buenos argu­
mentos o un buen argumento para la existencia de Dios en el sentido
de hacer más probable que haya un Dios a que no lo haya. Tengo que
dejar mi conclusión sobre el valor de estos argumentos como una
conclusión del tipo «podría en principio», el que estos argumentos
en la práctica nos proporcionen estas razones dependerá de si se dan
los testimonios y experiencias adecuados, algo que está más allá del
ámbito de este libro, aunque yo ya he adelantado algunas de las afir­
maciones -sin pruebas- que revelaría una investigación de este tipo.
Esta no es ni mucho menos una lista exhaustiva de todos los argu­
mentos que la gente ha presentado, o a fortiorí podría presentar, que
afírmen mostrar pruebas para creer que «Hay un Dios». Pero sí son
estos los argumentos que a primera vista me parecieron más convin­
centes y los que disfrutan de un apoyo más generalizado. También
me da la impresión de que otros argumentos que la gente tenga o
pudiera tener deben tener en común con estos unos rasgos funda­
mentales. Comenzarán o desde una experiencia particular, como
alguna característica del mundo; o comenzarán desde una experien­
cia indeterminada, como el simple hecho de que hay un mundo; o
comenzarán con categorías puras, a priori, del concepto de Dios.
Espero haber trazado las razones que, mutatis mutandis, puedan ser
empleadas para demostrar que los argumentos que comienzan de
una de estas dos últimas formas no sean modos de recopilar eviden­
cia a favor de la existencia de Dios. También espero haber demos­
trado cómo ciertas variantes de los argumentos que comienzan de la
primera de estas maneras pueden, en principio, constituir un buen
camino para recopilar pruebas que demuestren la existencia de Dios.
Ahora llega el mom ento de exponer el más importante de los
argumentos que pretende dam os una razón para creer que no hay
Dios: el problema del mal.

286
12

El problem a del mal

En este capítulo veremos «/argumento en contra de la existencia


de Dios, el problema del mal. ¿Por qué lo llamo «el» argumento en
contra de la existencia de Dios? ¿He tratado ya el tema? ¿Ha echa­
do en falta que lo haga? ¿Se ha saltado un capítulo o dos sin darse
cuenta?
De la misma manera que Kant dividió los argumentos a favor de
la existencia de Dios en tres categorías: los que comienzan con una
experiencia determinada, los que comienzan con una experiencia
indeterminada, y los que comienzan con categorías puras a priori,
también se podrían dividir todos los argumentos en contra de la
existencia de Dios en tres clases: los que empiezan desde la expe­
riencia determinada, que serán versiones del problema del mal, en­
tendiendo el mal de una manera lo suficientemente amplia; los que
comienzan desde la experiencia indeterminada, del simple hecho de
la existencia del universo; y los que comienzan desde las categorías
puras a priori, esto es, los que buscan demostrar que hay incoheren­
cia en el concepto de Dios.
Cuando digo que el problema del mal es «/argumento en contra
de la existencia de Dios, es porque creo que ya he tratado argumen­
tos de categorías puras a priori, esto es cualquier argumento que
buscara establecer la incoherencia del concepto de Dios, en los cinco
primeros capítulos, donde expuse que la frase «hay un Dios» tenía
sentido. Se podría razonar a favor de la no existencia de Dios desde la
experiencia indeterminada, esto es, del simple hecho de la existencia
del universo, confiando en el principio de que si hubiera un Dios,
tendría una buena razón para no crear universo alguno. Sin embar­
go, considerando nuestro análisis de lo que significa ser perfecta­
mente bueno, uno podría desechar tales argumentos rápidamente:

287
no parece verosímil decir que Dios (si existiera) habría estado bajo
la obligación de no crear un universo o que le hubiera hecho algún
bien no crear un universo. ¿Por quién hubiera tenido obligación de
hacerlo? ¿A quién le hubiera hecho bien? Si, hipotéticamente, no
hubiera habido nadie más, no se puede decir precisamente que se
sintiera obligado consigo mismo a no crear o a perjudicarse trayendo
a otros al mundo.
La única clase de argumento en contra de la existencia de Dios
que queda es una versión de un argumento que comience con una
experiencia determinada, con un rasgo del mundo que sea a primera
vista un motivo para suponer que el Dios teísta no hubiera querido
crear, un rasgo al que, en otras palabras, podríamos llamar «mal» si
permitimos que la palabra «mal» incluya cualquier cosa que es en
algún sentido mala.
Es importante enfatizar la amplitud en el uso de la palabra «mal»,
ya que mal en el uso cotidiano sugiere intención malévola, algo que
no tiene relación con el sentido más amplio vigente aquí, donde
además de los males morales (cosas malas por las cuales los agentes
excepto Dios son moralmente culpables, por ejemplo asesinos), ha­
bría males naturales (cosas malas por las cuales ningún agente aparte
de quizás Dios es moralmente culpable, por ejemplo muertes por
enfermedad). Si entendemos el mal en el más amplio de los sentidos,
entonces la existencia del mal en el mundo parece -al menos a pri­
mera vista- buena prueba de que Dios no existe, en realidad parece
una prueba aplastante de que Dios no existe.

1. Dios es por definición omnipotente y perfectamente bueno.


2. El mal es por definición aquello que es hasta cierto punto y en cierto
sentido malo.
3. Dios, siendo omnipotente y perfectamente bueno, nunca podría estar
obligado o tener alguna razón para producir o permitir que se produzca algo
que fuera hasta cierto punto y en algún sentido malo, por ejemplo el mal.
4. De manera que si existiera un Dios, no existiría el mal.
5. Hay mal.
6. Ergo no hay Dios.

288
Presentado así, el problema del mal es un argumento deductiva­
mente válido. Las premisas no solo hacen la conclusión -núm ero
6 - probable; la hacen cierta. De esta manera el teísta-comprometido
a negar el núm ero 6 - debe negar una de las premisas o más de una.
Las premisas 1 y 2 son afirmaciones de definición; la primera es
-com o hemos visto- cierta de un Dios teísta: omnipotencia y perfecta
bondad son constitutivos de la concepción teísta de Dios. La segun­
da informa del significado más bien forzado del «mal» operativo en
el argumento. En un argum ento se pueden definir las condiciones
como se quiera, de manera que no hay nada que alegar a este punto.
Los teístas no pueden negar la premisa 1 ni la 2.
La núm ero 3 parece bastante verosímil, al menos inicialmente.
Las cosas malas son precisamente aquellas para las que no existe una
buena razón de por qué crearlas o permitir que se creen son hasta
cierto punto y en cierto sentido malas. Ya hemos visto, al discutir
la perfecta bondad moral de Dios, que Dios siempre hace aquello
para lo que tiene más motivos. Por lo que la definición del mal nos
garantiza que él nunca tendrá una buena razón para crear algo malo
y su omnipotencia nos garantiza que nunca se encontrará en una
posición en donde tenga que permitir que ningún mal ocurra.
La núm ero 4 es una conclusión secundaria: se deduce de la 1, la
2 y la 3. De m anera que los teístas no pueden negar la 4 a menos que
él o ella hayan negado una o más de una de entre la 1, la 2 y la 3.
La núm ero 5 es obviamente correcta. Si no lo cree así, pida a
alguien que le ayude con la filosofía de la religión golpeándole tan
fuerte como pueda en las partes más delicadas de su cuerpo: eso le
hará cambiar de idea. Recuerde que estamos hablando del mal en un
sentido amplio que incluye cualquier cosa que es en algún sentido
mala y, como tal, el dolor físico ciertam ente es un mal.
Dadas las premisas 1-5, la conclusión de que no existe Dios, la
número 6, cae deductivamente.
Las premisas y la validez deductiva de este argumento son más
correctas que su conclusión: que Dios no existe. En otras palabras,
parece que el problema del mal es un buen argumento para la no
existencia de Dios. ¿Hay alguna manera de que el teísta pueda demos­
trar que no es bueno? Yo razonaré que sí. De hecho, expondré que
la existencia del mal no respalda la reivindicación de que no existe

289
Dios. Mi estrategia será examinar lo que la perfecta bondad de Dios
le exige en su creación y mostrar que esta es mucho menos de lo que
el defensor del problema del mal (como argumento que apoya el
ateísmo) imagina1.

*
La idea tradicional teísta concibe a Dios sin ninguna restricción -
perfectamente libre- en el mundo que crea. Pero, como hemos visto,
la perfecta libertad de Dios difiere de nuestra imperfecta libertad
en que él no puede hacer aquello que no debería hacer y, es más,
debe hacer siempre lo mejor para sus seres (siempre que lo mejor
exista) o el mejor conjunto de cosas (siempre que haya dos o más
igualmente buenos y ninguno mejor). A algunos les ha parecido de­
ducir de esto que si existiera un Dios, habría creado el mejor mundo
posible lógica y metafísicamente (si hay uno que es el mejor de todos
los mundos posibles) o el mejor conjunto de mundos (si hay dos o
más igualmente buenos y ninguno mejor). Y si aceptamos el princi­
pio de que no se puede justificar moralmente el hacer una cosa en
particular si se sabe que hay algo mejor y podría valer igualmente,
tendríamos que concluir que si no hubiera de entre todos los mun­
dos posibles ninguno que fuera el mejor (o el mejor conjunto), Dios
-para preservar su perfecta bondad- no tendría que hacer nada, ni
crear ningún mundo*. Si aceptamos este argumento llegaríamos a
la conclusión de que el teísta está comprometido a que este mundo
sea el mejor o el mejor conjunto de mundos posibles. Pero de hecho
no deberíamos aceptar este argumento, aunque algunos teístas (en
particular Ixibniz) lo han aceptado. No funciona porque la perfecta
bondad de Dios implica únicamente que él haría lo mejor (o mejor
conjunto) si hay algo así para sus series.
Antes de la creación de un universo, no había, hipotéticamente, se­
res alrededor por quienes Dios podría plantearse hacer lo mejor o el
mejor conjunto de cosas; no había seres que pudieran beneficiarse o
sufrir de la continua ausencia de un universo o de su creación. Noso­
tros en particular, al no existir, no estábamos en una posición mejor
o peor que la que estamos ahora -u n estado cuya mejora o empeo­
ramiento Dios podría poner en práctica dándonos vida-. No estába­
mos en un estado mejor o peor antes de la creación del universo no

290
porque estábamos en el mismo estado, sino porque no estábamos en
ningún estado -n o existíamos todavía-. Y aunque podría ser bueno
o malo para aquellos que todavía no existen pero existirán si uno no
hace ciertas cosas por ellos (por ejemplo, ahorrar algo de dinero o
no para su educación), no puede ser bueno o malo darles vida. Por
lo tanto no se puede decir que Dios tendría una razón para crear el
m undo producto de la perfecta bondad hacia sus seres. Su perfecta
bondad es una cuestión de satisfacer plenam ente las demandas de
amor hacia sus seres, y antes de que creara el universo, no había seres
que le hicieran semejantes demandas5.
La situación terrenal análoga que se me ocurre es la elección a la
que se enfrentan la mayoría de las parejas cuando deciden tener o
no un hijo. Si se especificaran varias condiciones (que no hay riesgos
de salud para la madre, que tener un hijo no sería ruinoso para la
pareja o reduciría de alguna manera su capacidad de cumplir con
sus obligaciones, etc.), entonces es razonable suponer que ni hay
ninguna obligación ni sería mejor tenerlo o abstenerse de tenerlo:
deberían ser moralmente indiferentes. No pueden mostrar amor por
su «posible hijo» mediante la decisión de concebir o no, para hacer
a ese posible hijo real. No es supererogatorio si tienen o no un hijo.
Imagine ahora que está disponible una droga. No cuesta nada,
no tiene efectos secundarios, y su consumo afecta a los gametos de
una persona de forma que cuanta más droga se toma, el niño que se
conciba será más sano, más inteligente, etc. Con la llegada de esta
droga, ninguna pareja está bajo la obligación y tampoco es mejor
para ellos abstenerse de tener un hijo solo porque sea cierto ahora
que de cualquier hijo que tengan siempre podrían tener «uno me­
jor» si consumen esta droga. De m anera que, por analogía, si fuera
verdad que de cualquier m undo posible Dios pudiera siempre crear
uno mejor, no se deduciría que su perfecta bondad le obligaría a
no crear un mundo. Podría ayudar a hacerle entender este último
punto si le presentara al asno de Leibniz, un burro hipotético que
es un primo cercano de un burro más famoso, el asno de Buridán.
El asno de Buridán era un burro que, al encontrarse en una posi­
ción equidistante de dos nutritivos fardos de heno, pensó correcta­
mente que no tenía más razón de comer uno que otro. Y así llegó a
la conclusión de que la única cosa razonable que podía hacer era no

291
comer ninguno, por lo que se murió de hambre. El asno de Leibniz
era un burro que se encontró en una posición equidistante de un
núm ero infinito de fardos de heno, de manera que para cada uno
de estos fardos de heno había uno más nutritivo. Entonces pensó
correctamente que de cualquier fardo de heno que comiera tendría
menos motivos de comerse ese fardo que tendría de comerse otro.
De esta manera concluyó que la única cosa razonable que podía ha­
cer era no comer ninguno, por lo que se murió de hambre.
De modo que, si hay de entre todos los mundos posibles uno que
es el mejor, Dios ni está bajo la obligación ni tampoco es superero­
gatoriamente bueno para él crearlo, ya que antes de su creación
no había seres hacia los que sentirse obligado o ser supererogato­
riamente bueno. Si no hay de entre todos los mundos posibles uno
mejor, Dios no está bajo ninguna obligación y tampoco es superero­
gatoriamente bueno crear nada porque de cada m undo que crea es,
hipotéticamente, cierto que podía haber creado uno - o un núm ero
infinito- mejor. Hasta aquí, parece que la perfecta bondad de Dios
no le constriñe en la clase de m undo que crea. ¿Podemos al menos
concluir que la perfecta bondad de Dios le obligaría a crear una
criatura en el mejor de todos los mundos posibles (si hay uno que
es el mejor) o en el mejor conjunto (si hay dos o más que son igual­
mente buenos, y ninguno es el mejor)? Una respuesta afirmativa
sería mucho más verosímil, al menos inicialmente (en un momento,
razonaré en contra de ello).
Si un burro se encontrara en una posición equidistante de un
número de fardos de heno pero uno de esos fardos fuera el más
nutritivo (o dos o más fueran el conjunto «más» nutritivo), el burro
no sería muy sensato si sabiéndolo eligiera comerse otro fardo di­
ferente a este (o uno de estos). En comparación, algunos sostienen
que aunque exista el mejor o el mejor conjunto de todos los mundos
posibles para un determ inado ser, la perfecta bondad de Dios le exi­
ge solamente que debe elegir el m undo de entre aquellos que son lo
«suficientemente buenos»; un m undo es lo suficientemente bueno si
la criatura lleva una vida que no es tan mala que hubiera sido mejor
si nunca hubiera existido. Pero esto no me parece creíble porque,
por las razones esbozadas anteriormente, la noción de que un ser
pueda estar mejor (o peor) si nunca antes había existido parece con­

292
fusa. Es tan confusa como si dijera que el herm ano que nunca tuve
es más alto, menos alto o de la misma altura que las hermanas que
sí tengo. El herm ano que nunca tuve no está en la escala de estatura
de, digamos, cero metros y cero centímetros; no está en la escala de
estatura. De manera que su altura no se puede comparar con las
alturas de las hermanas que realmente tengo y que -al ser reales-
sí tienen alturas determinadas en esta escala. Por supuesto, puedo
decir cosas como «si hubiera tenido un hermano, lo más probable
es que hubiera sido más alto que una de mis hermanas», pero, tal y
como son las circunstancias, el hermano que nunca tuve no es ni más
alto, ni menos alto, ni de la misma altura que mis hermanas ya que
no existe. De igual manera, el hermano que nunca tuve no está ni
peor, ni mejor ni igual que las hermanas que sí tengo. Por lo tanto,
un ser que existe no está mejor, ni peor ni disfruta del mismo nivel
de bienestar que si él, ella o ello nunca hubiera existido.
Si entre todos los mundos posibles existe uno que es el mejor
para un ser determinado, aunque Dios hubiera sido moralmente
indiferente a la hora de crear o no a ese ser, si él lo crea, tiene motivo
para crearlo en ese m undo antes que en cualquier otro; y si hay un
conjunto de mundos que son los mejores, tiene razón para crearlo
en uno de estos antes que en cualquier otro.
Por supuesto, aunque fuéramos a decir esto, no podríamos direc­
tamente llegar a la conclusión de que el teísmo está comprometido
a que este m undo sea el mejor o el mejor conjunto de todos los
mundos posibles para cada uno de nosotros. Quizás para un ser (que
exista) cualquiera que sea el m undo en el que exista, siempre hay
otro m undo posible en el que ese ser podría haberse encontrado
que hubiera sido mejor para él. Como hemos visto en el caso de los
padres que podían tomar una droga para «mejorar» el tipo de niño
que concebían y con el asno de Leibniz, la perfecta bondad de Dios
no le obligaría a no crear a este ser. Su perfecta bondad solo le obliga
a hacer lo mejor o el mejor conjunto de cosas para este ser donde
sea posible.
Podría ocurrir que no hubiera un m undo que sea el mejor o el
mejor conjunto de entre lodos los mundos posibles para nosotros,
y entonces la bondad perfecta de Dios le daría carta blanca no solo
para creamos o no, sino en qué m undo crearnos una vez que haya

293
decidido creamos. La situación sería como una versión más desa­
rrollada de la historia del asno de Leibniz. Aunque tristemente el
asno de Leibniz no se dio cuenta, tenía carta blanca para elegir qué
fardo de heno comer. Pero de todos los mundos posibles si hay uno
que es el mejor o el mejor conjunto para nosotros, entonces aunque
Dios sea capaz, sin apartarse de la perfecta bondad, de no creamos,
deberíamos decir a prim era vista que no tendría carta blanca en lo
que se refiere al m undo en que creamos. ¿Por qué? Porque, como ya
hemos visto, tiene un buen motivo para crear a cada uno de nosotros
en el m undo que sea el mejor (o el mejor conjunto de mundos) de
entre todos los posibles m undos si este existe. El que los teístas vean
el m undo como la creación de Dios podría comprometerles a que
este sea el mejor o el mejor conjunto de todos los mundos posibles
para cada uno de sus seres o a que no sea el mejor o el mejor con­
ju n to de todos los mundos posibles para aquellos de sus seres que
no lo crean así. Pero, de hecho, como voy a sostener, ni siquiera les
obliga a esto. Podemos empezar a verlo preguntándonos lo siguiente:
¿El hecho de que la bondad perfecta de Dios le haga crear el me­
jo r o el m ejor conjunto de todos los mundos posibles para sus seres
significa que debe crear para cada ser individualmente el mejor o
el mejor conjunto de lodos los m undos posibles (si hay tal m undo),
o implica que para los posibles m undos cada uno con un conjunto
de seres, si los crea debe crearlos en el mejor o mejor conjunto de
todos los mundos posibles considerados en su totalidad? Yo me
quedo con la última observación y que podría hacer esto último sin
hacer lo anterior. Siendo esto así, podemos concluir que la perfecta
bondad moral de Dios no le exige crear un ser en el mejor (o uno
del mejor conjunto) de todos los mundos posibles incluso si este (o
estos) existieran. Su razón para crear un ser en particular, en el que
sería el mejor o mejor conjunto de m undos posibles, podría pesar
m is o estar compensada por iguales motivos para hacer lo mismo
por otros seres.
Considere dos universos posibles, A y B, en cada uno de los cuales
viven dos seres, P y Q. En el universo A, el ser P tiene la libertad de
hacer aquello que no es lo mejor que podría hacer p or Q y libertad
para hacer ciertas cosas que no debería hacer a Q. Ya hemos visto que
tener esta clase de libertad es bueno para P. Para tener esta libertad

294
sobre Q, P debe tener más poder que Q e n algunos aspectos y que Q
no tenga ciertos poderes. Por ejemplo, si P va a tener la libertad de
insultar a Q, Q no puede tener la capacidad de parar el insulto sim­
plemente queriéndolo. En el universo B, los papeles están invertidos:
Q tiene poder sobre P en igual medida y en el mismo sentido que P
lo tiene sobre Q en el m undo A. Si estas son las únicas diferencias
entre los universos, podemos decir que A es un universo mejor para
el ser P que B hasta cierto punto, e, pero no es tan bueno para Q,
y el m undo B es mejor para Q que A pero menos bueno para P en
la misma medida, e. Por supuesto, Dios podría crear P y Q en dos
universos diferentes, pero no puede crearlos en dos universos dife­
rentes y darles esta libertad para influenciarse mutuamente; tener
esta libertad para influenciarse mutuamente exige que estén en el
mismo universo.
Pongamos por caso ahora que A es el mejor de todos los universos
posibles para P, y B es el mejor de todos los universos posibles para
Q. Con lo que hemos dicho antes, estos hechos le dan un motivo a
Dios para crear a P en A antes que en ningún otro sitio y a crear a Q
en B antes que en ningún otro sitio, pero es lógicamente imposible
que Dios actúe teniendo en cuenta ambos motivos, cuando estos
motivos son igualmente sólidos, solidez determinada por e. ¿Qué le
dictaminaría a hacer su perfecta bondad en este caso? ¿No crear a
ninguno? Si fuera este el caso, nunca podría crear un universo en el
que uno o más seres tuvieran la libertad de influenciarse para bien
o para mal. Pero esto no parece correcto. Imagine esto:
Es un cuidador de burros. Su manada es pequeña. Solamente
tiene dos burros, P y Q. Un día se encuentra con sus dos burros a
una distancia equidistante de dos fardos de heno. El fardo A sería
algo mejor (hasta cierto punto, é) para el burro P que el fardo B y
algo peor (hasta el mismo punto, e) para el burro Q que B; el fardo
B sería algo mejor (mediante e) para Q que el fardo A y algo peor
(mediante é) para P que A. No puede arrear a P hasta el fardo A y a
Q al fardo B; tiene que elegir entre los dos fardos. ¿No debería haber
evitado meterse en esta situación en prim er lugar? No parece claro
que estuviera bajo la obligación de no dejarse meter en esta situa­
ción. De hecho parece claro que no lo estaba. Hay una debilidad en
la analogía, si no lleva a sus burros a algún fardo ambos se morirán

295
de hambre. Quitemos entonces la disimilitud suponiendo que es un
cuidador de burros potencial; está a punto de elegir si crear o no
un conjunto de burros. Sabe que por cada conjunto de burros que
contenga más de un miembro, un día tendrá que enfrentarse a esta
elección. ¿Debería entonces crear uno o ningún burro, asegurándose
de esta forma que nunca se va a ver en una situación como la descrita,
donde tenga que hacer algo no tan bueno como lo que podría hacer
por uno de sus burros? No está claro que no debería, especialmente
si al crear dos o más burros, da a cada burro algo bueno -p o r ejem­
plo la posibilidad de una amistad con otro b u rro - que no hubiera
podido tener de haberlo creado a él solo.
Como ya hemos visto, para los seres finitos (aunque no para Dios)
la libertad de no ser tan perfecto de dos maneras (hacer menos de
lo que podríamos y menos de lo que debiéramos p or alguien) es un
bien; es bueno que lo tengamos. Por supuesto, como también hemos
visto, no es la única cosa que es o sería buena que tuviéramos, la
capacidad de evitar ser insultado por otros simplemente deseándolo
sería algo bueno. De m anera que la perfecta bondad de Dios no le
obligaría a no crear el m undo A o el m undo B, aun cuando cada uno
de estos mundos tenga como rasgo el no ser el mejor de todos los
posibles mundos para las criaturas en él y existieran hipotéticamen­
te mejores mundos posibles para cada uno de sus seres.
Si lo bueno de la libertad para no ser tan perfecto el uno con el
otro exigiera crear seres en un m undo con algunos males, entonces
la perfecta bondad de Dios podría permitirle crear un m undo en el
que haya males necesarios. (No podría obligarle a hacerlo ya que
él siempre será perfectamente libre para no crear ningún mundo,
y seguir siendo lo único existente.)
Pero no todos los males los causan agentes actuando libremente
de m anera censurable. Al igual que los asesinos a sangre fría, hay
muertes debidas a una enfermedad o un accidente. ¿Cómo se ex­
plican en el teísmo lo que podríamos llamar «males naturales» a
diferencia de los «males morales»?

*
Mi argumento es que los males naturales son el resultado nece­
sario de seres libres que viven en un m undo gobernado por leyes

296
naturales y estas son las leyes necesarias para que haya un m undo
con agentes que disfruten de la libertad de ser no tan perfectos el
uno con el otro. Los males naturales son los ineludibles rasgos que
acompañan a las leyes naturales, siendo estas leyes naturales los me­
dios necesarios para la bondad de esta clase de libertad.
Suponga, por ejemplo, que P desea ejercitar su libertad de elegir
hacer lo que sabe no es lo mejor que podría hacer a Q. De hecho
sabe que es algo que no debería hacer a Q. Le causa a Q diez minutos
de espantosa agonía solo porque no le gusta la pinta de Q. O P con­
seguirá su deseo, en cuyo caso Q se encontrará con que los hechos
naturales no sirven sus intereses de una manera tan perfecta; Q se
encontrará sin suficiente poder para parar a P - o Q será capaz de
bloquear las malévolas intenciones de P-, en cuyo caso P verá que los
hechos naturales no sirven sus intereses de una manera tan perfecta;
P no tendrá suficiente poder para dañar a Q com o le gustaría. Si un
agente va a tener la libertad de elegir hacer el mal a otro, debe tener
más poder que el otro en el ámbito relevante. Y el que un agente ten­
ga más poder que otro debe ser el resultado de hechos que no están
dentro de su poder determinar, por ejemplo los hechos naturales.
Uno puede decir entonces que los males naturales son una conse­
cuencia necesaria prevista pero no deliberada de crear seres libres
en un mundo con leyes naturales; leyes naturales que son necesarias
para que estos seres libres sean capaces de elegir influenciarse el
uno al otro para bien o para mal. Las leyes naturales proporcionan
el ruedo en el que los agentes libres pueden interactuar, y un rasgo
necesario de este ruedo es el mal natural4.
De esta forma, nuestra libertad para ser no tan perfectos requiere
tanto de males naturales como de males morales. Esto puede que no
sea del consuelo del teísta. El que Dios pueda crear a algunos que
sufran en un sistema de seres libres interrelacionados no significa
que está moralmente justificado al crear este sistema en donde los
seres libres sufren hasta el punto que sufren algunos seres en este
mundo. Quizás aunque sea bueno que sus seres tengan la libertad
de influenciarse de esta manera; no es un beneficio que justifique
los males que tenemos en este mundo, el nivel de sufrimiento que
alguno de sus habitantes soportan.
Y quizás -incluso si es lo suficientemente bueno como para justi­

297
ficarlo- Dios no tiene derecho a crear un sistema en el que algunos
sufran hasta ese punto.
Vayamos ahora a tratar estas preocupaciones. Para hacerlo será
útil introducir la noción de un bien «compensando» un mal.
La noción de un bien compensando un mal es más bien proble­
mática y no solo porque epistémicamente no esté siempre claro si
un bien realmente compensa un mal. También es confusa porque
el bien compensable puede no ser de la misma clase que el mal y
por lo tanto no se puede decir que lo compensa de alguna manera
cuantificable. Se entenderá mejor si les pongo un ejemplo.
Imagine que tiene que hacer una elección. Puede convertirse
en un escultor o en un pintor. Suponga que también sabe (no me
pregunte cómo lo sabe) que si elige ser un escultor será un gran
escultor -al mismo nivel de Fidias o Henry M oore-, pero tendrá de
vez en cuando un dedo magullado cada vez que su martillo falle al
cincelar la piedra. También sabe que si elige ser pintor será un pintor
mediocre, con menos dedos magullados que si fuera un escultor. Y
aparte de estas diferencias cada una de estas vidas será la misma.
Si esta fuera la elección a la que se enfrenta, creo que estaríamos
lodos de acuerdo en que el dolor físico de unos pocos dedos magu­
llados estaría compensado por el bien mayor de ser un gran escultor,
y no solo compensaría a otros: le compensaría a usted también. Que
sea un gran escultor, aunque implique sufrir el dolor de tener de vez
en cuando unos cuantos dedos magullados, supondría una vida me­
jo r que la que tendría si fuera un pintor mediocre pero con menos
dedos magullados. De m anera que el bien de ser un gran escultor es
un bien mayor que el mal de unos pocos dedos magullados, pero el
placer físico de ser un gran escultor no puede fácilmente compararse
con el dolor físico de unos dedos magullados. Así que, aunque en un
sentido ser un gran escultor compense el dolor físico de tener unos
cuantos dedos magullados, esta es una clase de remuneración que
no puede constituir una compensación en una balanza ordinaria.
Ahora bien, uno podría llegar a ser un gran escultor sin magu­
llarse ningún dedo y aunque eso no ocurra nunca en la práctica, no
es el magullarse los dedos lo que hace de usted un gran escultor, es
el tener unas habilidades que uno desarrolla a la vez que se magulla
algún dedo en el proceso. La magulladura de los dedos es un rasgo

298
adjunto y contingente de un medio contingente con el fin de llegar
a ser un gran escultor. Déjeme suponer por un momento que el que
tenga unos cuantos dedos magullados más que la media es físicamen­
te necesario para que sea un gran escultor por algún motivo -quizás
no sepa manejar las herramientas adecuadamente a menos que su
cuerpo haya aprendido a hacerlo de manera instintiva llevando a
cabo actos que magullen sus dedos por encima de la m edia- Si un
motivo como este lograra que fuera un gran escultor, entonces el ma­
gullarse los dedos sería un rasgo adjunto, físicamente necesario de lo
que sería de hecho el único medio para llegar a ser un gran escultor.
En este caso podemos decir que el buen fin de ser un gran es­
cultor justificaría los rasgos malos que acompaña al medio; los com­
pensaría. Por supuesto, incluso entonces, el mal adjunto del único
medio que hay para llegar a ser un gran escultor no sería lógica o
metafísicamente un rasgo necesario del único medio lógica o metafí-
sicamente posible para lograr este iin -Dios podía haberle otorgado
milagrosamente la habilidad instintiva de manejar las herramientas
sin que lo haya aprendido en la «Escuela de la vida», por así decirlo-.
No obstante, el ejemplo sirve para ilustrar la cuestión de que un cier­
to beneficio puede compensar un cierto mal cuando este mal es o un
medio o un rasgo que acompaña al medio, y que esta compensación
no consiste en dar a uno una mayor cantidad de lo mismo de lo que
el mal le ha privado.
Considere ahora esta historia: Habíá una vez un pequeño cerva­
tillo -llamémosle «Bambi»—que se quedó atrapado en un matorral
del bosque. Bambi forcejeó durante un rato, pero al final se dio
cuenta de que no podría salir del matorral por sí solo. No hay por
qué preocuparse. Esperó a que su amigo, el conejo Thumper, pasara
dando brincos juguetonam ente (como era su costumbre) y le ayu­
dara. Desgraciadamente, ese día Thum per estaba brincando en otro
lugar del bosque mientras un incendio forestal se originaba cerca
de Bambi. Bambi berreó tan alto como pudo, intentando atraer la
ayuda de Thum per; pero T hum per se encontraba lejos y el fuego
se aproximaba cada vez más. No había nada que el nervioso Bambi
pudiera hacer; forcejeó con furia para poder escapar, pero en vano;
el fuego le alcanzó y lentam ente comenzó a quemarlo vivo. Al final,
Bambi acabó m uriendo con un espantoso dolor; nadie encontró su

299
cuerpo. Todos los demás animales del bosque llevaban una vida tan
despreocupada que ni siquiera pensaron adonde podría haberse ¡do
Bambi; incluso Thum per continuó dando brincos juguetonam ente
como siempre había hecho. Fin.
El fuego desde luego no era el medio para lograr un buen final
para Bambi y si nadie descubre lo que le ha pasado a Bambi y nadie
piensa en su ausencia, entonces no puede tener ningún efecto sobre
nadie; ipso facto, no puede ser un medio que beneficie a alguien. De
manera que el fuego del bosque que mata a Bambi no es un medio
que logre un beneficio que lo compense. Pero esto no significa que
no se pueda compensar.
El que Bambi sufra un mal que no pueda ser compensado en este
mundo no significa que sufra un mal que no pueda ser compensado y
punto. Como hemos visto, en el teísmo hay otro mundo, tras este, en
el que estos cabos sueltos se ordenan. Hay algo gratamente hermético
en esta medida. A menos que haya alguna absurdidad conceptual
al sostener que Dios podría disponer que Bambi entrara en el cielo
tras esta vida, en el teísmo hay razones de todo tipo para pensar que
es verdad que Dios lo dispone así; y seguramente no podemos tener
un motivo para creer que en este reino celestial no pueda haber bie­
nes compensatorios. El cielo, después de lodo, tiene una duración
infinita. Todo lo que alguien sufre en una vida finita ante mórtem,
tiene que ser posible ser compensado por ello en una vida infinita
post mórtem.
Concluyo con esto que cualquier mal que un ser sufra en este
m undo puede ser compensado por Dios en el próximo. Por su­
puesto, al afirmar que cualquier mal que le ocurra a un ser en una
vida finita pueda ser compensado por Dios en una vida infinita post
mórtem no significa admitir que todos los males en el m undo son
necesarios como medios para lograr esos bienes compensatorios.
En nuestro ejemplo, Dios podía haber dispuesto que Bambi fuera
al Cielo -y de esta manera obtener los bienes que constituyen la
compensación- tras una muerte rápida e indolora, pero entonces
no hubiera necesitado que estos bienes celestiales le compensaran
por algo, serían bonificaciones. ¿No hubiera sido esto mejor? Obvia­
mente sí. Si el teísta estuviera comprometido a que no hubiera un
mal en el m undo que no fuera necesario como medio para lograr

300
un buen fin que funcionara como compensación, el teísmo sería
entonces insostenible. Sin embargo, el teísta -com o hemos visto- no
está comprometido con esto. El o ella están comprometidos a que
no haya un mal en el mundo que no sea necesario como medio para
lograr un buen fin que lo compense o como un rasgo acompañante
de tal medio. La muerte de Bambi no fue un medio para lograr un
buen fin, para Bambi o cualquier otro, pero fue una consecuencia
de las leyes de la naturaleza operativas en el universo en el que vivía,
las leyes de la naturaleza serían necesarias como medio para lograr
el bien que es la libertad de los seres en un universo en el que no son
tan perfectos el uno con el otro. Tener esta clase de libertad requiere
de, como hemos visto, leyes naturales -p o r ejemplo, leyes que operan
independientem ente de la voluntad de un ser-, y estas leyes deben
dar lugar a males naturales, sufrimiento por el que ningún agente es
responsable (aparte de, quizás, Dios). La única pregunta que queda
es si Dios tiene derecho a crear un universo en el cual seres como
Bambi sufran hasta el punto que Bambi sufrió como resultado de las
leyes naturales, cuyo funcionamiento tendría como consecuencia
lograr un bien mayor para ios seres en su conjunto. ¿La perfección
moral de Dios le obligaría a no crear un m undo donde las criaturas
sufrieran de esta manera como resultado del sistema? No estamos
hablando de si tiene el derecho a crear un universo en el que utiliza
algunos seres como un medio para lograr la libertad de otros (en el
caso de Bambi no se usa como medio para el fin de nadie), sino de
si tiene el derecho a crear uno donde deje a la naturaleza «seguir su
curso» y de esta forma generar el sufrimiento de Bambi, sufrimiento
que es una consecuencia prevista pero no deliberada de las leyes de
la naturaleza que él crea y que son tan necesarias como el medio para
lograr la libertad de algunos de sus seres5.

Considere esta situación: Es un profesor a cargo de un grupo de


niños que está en el recreo. Hemos acordado que es bueno que estos
niños tengan la libertad de no hacer lo mejor que pueden el uno al
otro y que hagan lo que no deberían el uno al otro. Siendo esto así,
se queda en un rincón del patio y les deja que inventen yjueguen a
sus juegos, en vez de interrumpirlos incesantemente para que no se

301
entrom etan el uno con el otro y ordenarles «por su propio bien».
Vamos a suponer que deja que este razonamiento le guíe. Se queda
a un lado. De vez en cuando, ve que algunos niños eligen usar la
autonomía que ha generado para inventar juegos que implican el
que algunos sufran hasta cierto punto.
Podríamos decir que hay víctimas de su sistema laissez-faire. Va­
mos a poner un ejemplo: uno de los niños es elegido por la ley de
la calle a estar entre dos fuegos para un juego. Es un rol bastante
menos divertido que otros, e implica sufrimiento: de esta m anera el
niño elegido sufre hasta cierto punto como resultado de su sistem a
Quizás esta experiencia le ayude en el desarrollo de su carácter;
pero puede que no. Vamos a suponer que no y que tampoco en esta
ocasión se genera ningún otro bien mayor para el niño o los niños.
Ve lo que ocurre. Mantiene la distancia. No interviene. Estas even­
tualidades son, después de todo, una consecuencia prevista pero no
intencionada del sistema laissez-faimque ha adoptado. El sufrimiento
del niño no es en sí mismo un medio para conseguir un bien mayor
como compensación. No ha utilizado al niño como un medio para
nada, pero ha permitido que el niño sufriera cuando podía haberlo
parado.
¿Tenía derecho a dejar que esto pasara? Bueno, creo que la res­
puesta depende de un núm ero de cosas. Una de ellas es cuánto
sufrimiento ha padecido realmente el niño. Si el juego que permi­
tió que los niños desarrollaran fuera del estilo de William Golding
con la implicación de que el que estaba entre dos fuegos acabara
muerto, entonces obviamente debería haber intervenido; hubiera
actuado mal si dejara que los niños a su cargo tuvieran tanta libertad
y poder el uno sobre el otro. Si, por otro lado, el sufrimiento fuera
relativamente menor -el que se olvida cinco minutos después del
comienzo de la siguiente lección-, entonces me parece que la res­
puesta es que no hubiera hecho nada malo al adoptar esta actitud
laissei-faire, permitiendo que este n iñ o /a sufra hasta ese punto. El
n iñ o /a podía haber tenido un recreo mejor, pero no tiene ningún
motivo para quejarse.
De manera que la pregunta debe ser: ¿Qué determina la canüdad
de mal que tiene derecho a dejar que sufran los seres con su sistema?
Sugiero que hay tres factores a considerar.

302
El prim ero depende de lo bueno que sea el resultado final del
sistema. Si es realmente bueno para estos niños tener la cantidad de
libertad que el sistema proporciona, entonces estará más justificado
moralmente que haya permitido que sufran cuando podía haber
intervenido. Si, por otro lado, no es tan importante que aquellos
tengan o no el nivel de libertad que su sistema les proporciona, esta­
rá menos justificado moralmente el que haya permanecido distante
mientras uno de ellos sufría como resultado de haber dado a los
otros ese nivel de libertad. Podía haber intervenido, haber parado
el sufrimiento, y de ese modo no privar a alguien más de algo tan
valioso. Este es uno de los factores.
El segundo depende de su capacidad e intención de proporcionar
compensación a aquellos que sufren con el sistema. Si sabe que des­
pués del recreo se termina, compensará a aquellos que han sufrido,
estará más justificado moralmente el que permita que sufran hasta
ese punto.
En cambio, si usted sabe que no va a compensar a los que sufren
del dolor que han pasado, estará menos justificado moralmente que
le permita sufrir hasta ese punto.
El tercero depende de si la gente en cuestión ha rehusado parti-
cipar en su sistema. Si, conociendo el sistema de la is s e z fa ir r que iba
a adoptar, los niños estuvieran de acuerdo en participar, estaría más
justificado moralmente el que les someta a ello. En cambio, si, al oír
la clase de sistema a adoptar, un niño o niña le hubiera preguntado
si se podían quedar dentro durante el recreo, estaría moralmente
menos justificado el que eche al niño al patio de todos modos.

*
Dejemos estos tres factores sobre la mesa por un momento y vol­
vamos a considerar las cosas desde la perspectiva de un niño.
Imagine ahora que en vez de ser el profesor es un niño. Al lle­
gar al colegio un día, le saluda el director. «Hoy», le dice, «es un
día especial. Tienes que elegir en qué patío quieres jugar». Hay un
núm ero de patíos. En cada patío, la profesora supervisora adoptará
un cierto nivel del sistema laissez-faire. En el patío uno es cero. Cada
movimiento del niño está totalmente controlado por las asistentes,
que guían las extremidades de los niños mediante los trajes de algo­

sos
don que llevan. Ningún niño tiene libertad para no ser tan perfecto
en su relación con los demás, pero, por otra parte, nadie sufre como
resultado de las elecciones que hacen otros. El patío uno garantiza a
aquellos que están en él que no sufrirán nada en absoluto. En el patío
dos, hay cierta libertad. Cada diez minutos, a cada niño se le quita
el uniforme de algodón y se le deja diez segundos para actuar como
desee, por lo que de vez en cuando algún niño utiliza su autonomía
para golpear a otro. El patío tres tiene un poco más de autonomía y
por lo tanto hay más posibilidades de sufrir que en el patío dos, etc.
«Hay otra particularidad de este metasistema que seguimos hoy»,
dice el director. «Cada persona que sufra será compensada por todo
el sufrimiento cuando acabe el recreo. De modo que aquellos que
han estado en el patío uno no necesitarán compensación. Algunos
de los que han estado en el patio dos habrán sufrido como resultado
del sistema y por lo tanto necesitarán alguna compensación, pero por
término medio no tanto como los que han sufrido en el patío tres y
así sucesivamente. Quiero subrayar que ningún niño -independien­
temente del patío en el que hayan estado- saldrá del colegio al final
del día pensando que no han sido adecuadamente recompensados
por su sufrimiento.»
Agradece al director la información sobre su metasistema y piensa
en qué patio se inscribirá.
¿Es el patio uno el único que lógicamente elegiría?
Creo que la respuesta es «No». Lojustifícaré después. Antes quie­
ro hablar a los que ahora ya serán una gran mayoría de ustedes que
se están impacientando con mi analogía por otra razón.

Hay una diferencia crucial entre la analogía del director y nuesu o


caso. Dios no nos preguntó a ninguno si nos importaba estar dentro
del universo que creó. El director -p o r así decirlo- no nos pedía
elegir un patío al comienzo del día; simplemente nos mandaba a
uno, este, por ejemplo.
Alguien puede objetar que incluso aunque aceptemos que se cum­
ple la primera condición (que en conjunto el nivel de libertad del
que disfrutamos realmente merece el nivel de sufrimiento necesario)
y la segunda también (Dios puede y nos proporciona a todos sufí-

304
ciente compensación por nuestros sufrimientos en la vida después
de la m uerte), la tercera no se cumple. Dios no nos preguntó de an­
temano si estañamos dispuestos a participar en el sistema que estaba
a punto de crear. Esa es una disimilitud crucial entre Dios y el caso
del director. Y demuestra que Dios no tenía derecho a ponernos en
este mundo. Y es verdad que existe esta disimilitud, pero hay otra
también crucial. Dios no pudo -p o r necesidad- habernos pregun­
tado con antelación a nuestra existencia si estaríamos dispuestos a
sufrir o no el mal que implicaría nuestra existencia en este mundo
por la sencilla razón de que no existíamos. ¿Esto le libra, moralmente
hablando, en relación con la tercera condición?
¿Podemos encontrar una analogía que guíe nuestras intuiciones
morales en este caso? Creo que sí. La analogía es, una vez más, la
elección de tener niños o no tenerlos.
El nuestro es un mundo donde hay un riesgo importante de que
cualquier niño que traigamos al m undo sufra. No podemos garan­
tizar que el sistema en general merezca la pena, o que vayan a ser
compensados suficientemente si sufren, y no podemos preguntar a
nuestros hijos antes de que nazcan si están dispuestos o no a venir
a este mundo bajo estos términos. Sin embargo, no nos considera­
mos bajo la obligación de no tener niños. Ciertamente no nos consi­
deramos bajo la obligación de no tener niños simplemente porque
no podemos preguntarles antes de tenerles si querrían o no nacer.
De manera que concluyo que a Dios -p o r necesidad- el hecho de
no poder actuar como el director, y preguntarnos antes de nuestra
existencia si estamos preparados o no a aceptar los riesgos que nos
traerá esta existencia, le libra moralmente hablando en relación con
la tercera condición.
Dios se ha librado de la tercera condición y puede fácilmente
cumplir la segunda; como hemos comentado, cualquier cantidad
finita de sufrimiento al que un ser se somete en este m undo debe
ser compensado en una vida eterna post mórtem, algo que, como
vimos en la primera mitad del libro, Dios debe hacer extensivo a
todos aquellos seres para los que sería bueno hacerlo.
La única pregunta que queda ahora es si este nivel de libertad no
tan perfecto del que disfrutamos merece el sufrimiento que conlleva.
¿Cómo responder a esta pregunta?

305
Desgraciadamente, la respuesta a esta pregunta dependerá ente­
ramente de la probabilidad que uno ha asignado antes al teísmo. Si
el anfitrión de una cena le pregunta a uno si le gustaría probar un
plato que es muy diferente a lo que comería después y que algunos
disfrutan aunque a otros les disgusta enormemente, la respuesta ra­
zonablemente dependerá de si este plato se lo ofrecen como una
opción en los aperitivos o en el plato principal. Si le dicen que es
una opción en el aperitivo y le aseguran que el sabor (si resulta ser
desagradable) se quita rápidamente con la bebida que acompaña al
plato principal, uno no dudaría en probarlo. Si, por el contrario, le
dicen que el plato es una opción en el plato principal (y no habrá
postre), sería razonable rechazarlo. No es que uno sea más reacio
a los riesgos, es solo que el riesgo sería más grande en términos
relativos, a lo que sería relativo si fuera más pequeño. De manera
similar, si uno ve el sufrimiento en este m undo como el preludio a
una vida infinita y de perfecta realización en presencia de Dios, la
oportunidad de disfrutar de una libertad de la que no podremos
disfnitar cuando estemos ante Dios en el Cielo valdrá el sufrimiento
que conlleva. Sin embargo, si uno ve este m undo como todo lo que
hay, la opinión diferirá. Parece pues que la mera existencia del mal
no puede tomarse por sí sola como evidencia en contra de la existen­
cia del Dios teísta, solo sería así si consideramos la hipótesis de que
no hay vida compensatoria después de la muerte, hipótesis que es
falsa en el teísmo precisamente debido a la omnipotencia y perfecta
bondad de Dios.

*
Déjeme contarle algo sobre un aparato de innovadora tecnología
que ha sido instalado en el lomo del libro que está sujetando6. (Si no
lo está sujetando, cójalo.)
Este libro está conectado -a través de Internet- a un ordenador
que tiene un programa llamado «La mejor vida posible». Si aprieta
el libro tan fuerte como pueda entre ambas manos, implantará sin
dolor dentro de sus manos electrodos que enviarán señales a su cere­
bro de manera que las ideas que tiene toman forma en el ordenador
mediante un programa. Se sumergirá inmediatamente en un mundo
virtual. No se dará cuenta, porque su mundo virtual empezará siendo

306
muy similar al m undo real. Le parecerá que no decidió apretar el
libro (o quizás que lo apretó pero no pasó nada), y que todavía está
sentado en la habitación leyendo, etc. Pero después de un rato en el
mundo mrtual (no en el m undo real), un buen amigo entrará a toda
prisa por la puerta para anunciarle que ha ganado la lotería. En el
m undo real, tal cosa no ocurriría -estaría sentado con el libro entre
sus manos y un rictus más bien fijo en su cara, ajeno a lo que le rodea,
una fuente de curiosidad para cualquiera que aparezca.
De vuelta en el mundo virtual, no le parecerá extraño que haya
ganado la lotería. No podrá reflexionar sobre si todo esto es o no
«demasiado bueno para ser verdad», porque el ordenador le habrá
implantado una falsa memoria en la que compra el boleto y supri­
mirá - o mejor desviará- su razonamiento. 1.a libertad de no hacer
lo que sería más propicio para su felicidad será eliminada desde ese
momento -sin dolor, de inmediato y del todo- porque el ordenador
le puede guiar a través del m undo virtual con más efectividad, en el
sentido de lo que es mejor para conseguir su felicidad, que lo que
usted mismo sería capaz de hacer. De manera que en el m undo vir­
tual le parecerá que ha elegido aprovechar la oportunidad; reparte
vasos de champán a sus amigos y familiares (que han aparecido);
y -d u rante las semanas siguientes- emplea sus ganancias en hacer
inversiones que al final del mes le han dado suficiente poder político
como para unir a todos los gobiernos y conseguir la paz mundial.
Creerá que ha encontrado cura a todas las enfermedades y sacará a la
venta un número uno de una versión de Sittingon top of the world. Por
supuesto, todo esto solo ocurrirá en el m undo virtual. En el m undo
real, lo que habrá pasado es que habré conectado su cuerpo a un
goteo intravenoso en un extremo (alimentándole fluido nutritivo)
y un catéter del otro (eliminando desechos). Durante el resto de su
vida, mientras en el m undo virtual las cosas van viento en popa, en
el m undo real se irá consumiendo, y aquellos que utilicen la habita­
ción tendrán que cambiar la bolsa de nutrición y de desechos cada
semana.
Mientras decide si apretar el libro o no, no hay necesidad de
preocuparse de que sus amigos y familiares no estén tan felices de ver­
le enganchado a la máquina de realidad virtual: también tengo libros
para ellos. Si decide apretarlo, les haré apretar sus libros de manera

307
que estén en sus propios m undos virtuales, m undos donde pensa­
rán que son líderes del m undo, estrellas del pop, o cualquier otra
cosa.
Asumiendo que cree todo esto, ¿sería irracional no apretar el
libro? Si me pregunta, le respondería negativamente; diría que ob­
viamente no es muy irracional pensar que la libertad lo vale7. Me
atrevo a decir que todos leyendo esto estarán de acuerdo conmigo en
contestar negativamente a la pregunta. Pero podemos imaginamos
a gente que discrepe de nosotros; es más, podemos imaginar que
si nuestras propias vidas fueran mucho peor de lo que son ahora,
daríamos una respuesta diferente.
Considere por ejemplo que está en una mesa de tortura, a punto
de ser torturado durante veintitrés horas y media al día durante el
resto de su vida, con solo un espacio de media hora al día en el que
pueda alcanzar sus objetivos. Si le ofrecieran la posibilidad de apre­
tar el libro y de esta manera evitar las veintitrés horas y media de
tortura renunciando a cualquier libertad, obviamente sería bastante
irracional no apretar el libro, piense que la media hora de libertad
no compensa el sufrimiento que conlleva. Ahora imagine reducir en
los próximos días el tiempo que estará en la mesa de tortura hasta
que lleguemos a un punto de inflexión en el que le es indiferente
apretar el libro o no.
Quizás es extraño suponer que existe un punto de inflexión -a n ­
tes que la cuestión se vuelva indeterm inada-, pero vamos a intentar
no preocuparnos por esto. Una vez que hemos acordado una canti­
dad aproximada que más o menos equilibraría la libertad corolaria,
imagine que le dicen que sufrir una leve, pero no desdeñable, tortu­
ra (¿digamos cinco minutos al día?) es la única m anera de conseguir
la libertad para el resto de la humanidad. Este hecho inclinaría la
balanza de una forma decisiva a favor de no apretar el libro. El bien
de la hum anidad compensaría el sufrimiento que le acontecería
como individuo. Por supuesto, no le compensaría personalmente;
compensaría al conjunto de personas que constituyen «el sistema
como un todo». Dicho esto, puede que no encontrara razonable
aceptar el sacrificio (a menos que le aseguraran una compensación
después de la vida). Pero el que sea o no prudente o sea razonable
que elija hacer este sacrificio en esta situación, el hecho es que ha-

308
cer el sacrificio sería mejor que no hacerlo. En general, un sistema
en el que le forzaran a realizar este sacrificio merecería la pena, y
por lo tanto sugiero que si los sufridores van a ser compensados por
su sufrimiento y si fueran a ser informados debidam ente de ante­
mano, razonablemente habrían elegido participar en él (porque
en general habrían visto que el sistema lo merece), sin embargo, si
no se les puede preguntar de antem ano ya que todavía tienen que
ser creados, uno está m oralm ente justificado al crear tal sistema.
Si todo esto es correcto, la perfecta bondad de Dios le perm ite
crear universos con toda clase de males en ellos. Si hay seres para
los que hay un m undo de entre todos los mundos lógicamente
posibles que es el mejor o el mejor conjunto, él podría crear tales
seres en m undos que no fueran los mejores o uno de los mejores
conjuntos de mundos. Podría dejar que los seres sufrieran de mane­
ras que no les produzca ningún bien a ellos ni produzcan un bien
mayor a nadie más. La única cosa que la perfecta bondad de Dios
le impide hacer es crear un m undo de seres que sufran de m anera
infinita en un momento determ inado o un m undo con seres como
Tántalo o Sísií'o destinados a sufrir hasta cierto punto a perpetuidad.
Una cantidad infinita de sufrimiento no se puede nunca compensar
(ni siquiera por Dios), se refiera a un ser individual o al sistema en
su totalidad. Pero obviamente el nuestro no es un m undo en el que
los seres puedan sufrir de manera infinita en un m om ento d eter­
minado ni uno en el que haya seres inmortales destinados a sufrir
durante toda la eternidad (bueno, es obvio que no es la última,
fiero ciertam ente no tenemos motivos para creerlo así: ¿con cuán­
tos sufridores inmortales se ha topado? -ten g a en cuenta que una
negación de la doctrina tradicional del Infierno parece necesaria
para que este punto pase-).
En el teísmo, como hemos visto, después de nuestras vidas finitas
aquí existe una vida eterna en el más allá. Para cada criatura que
sufra, llegará un día en el que dicen que como individuos su sufri­
miento será compensado y en el que serán capaces de ver cómo el
sufrimiento encaja dentro de un todo mayor que merecía la pena.
Ese día, incluso aquellos que se derrum baron sobre las ruedas gira­
torias de la máquina darán gracias a Dios.

309
*
Si recuerdo bien, Heródoto cuenta una historia del déspota bár­
baro Jeijes, hablando en la corte con un general sobre sus planes
para invadir Grecia. Jeijes pregunta al general cuántos hombres cree
que los griegos necesitarían reunir antes de que osaran combatirle en
batalla. El general le pregunta a Jeijes si quiere una respuesta que le
agrade o la verdad. Jeijes solicita la verdad. El general le dice que si
los griegos tienen diez mil hombres, entonces lucharán con diez mil
hombres; si tienen solo mil, entonces llevarán mil al campo de bata­
lla; si solo tienen cien, entonces esos cien le harán frente. Jeijes no
se lo cree, ya que planea invadirles con la armada más grande que el
mundo haya vistojamás. Si estos griegos estuvieran bajo el férreo con­
trol de un tirano, como él, piensa, entonces quizás podrían lanzarse,
incluso con todo en contra, por el miedo al tirano y a su látigo. Pero
estos griegos, como ha oído, son hombres libres y la libertad es el
fin de la disciplina. El general contesta que los griegos efectivamente
son libres, pero solo porque tienen un jefe al que respetan más de
lo que podrían tem er a un tirano. Este jefe es su deber. Le escuchan
y le obedecen. Y lo que él exige es siempre lo mismo: no replegarse
ante el barbarisino, por muy grandes que sean los inconvenientes;
más bien, avanzar contra ello, perm anecer firmes en sus puestos, y
conquistar o morir.
Un m undo sin mal sería un m undo donde podríamos convertir
cada espada en una reja de arado; sería un m undo donde nunca
necesitaríamos luchar porque nunca habría nada por lo que mere­
cería la pena luchar. Un m undo con malvados bárbaros es un mundo
donde hay gente por la que merece la pena luchar; es un m undo en
el que necesitamos espadas así como rejas de arado; y es un m undo
en el que se nos presenta la elección de lanzarse a la batalla contra los
bárbaros como los griegos libres u obedecerles sumisamente como
harían los cobardes esclavos de un déspota bárbaro. Somos libres
de elegir ser héroes o villanos, sacrificamos o salvar nuestro propio
pellejo, hacer nuestro deber o eludirlo".
¿Sería una vida sin males mejor que una vida llena de tales elec­
ciones? Ciertamente sería más fácil -p e ro la vida en el mundo virtual
que antes le he descrito es más fácil que una vida en el m undo real
y no creo que piense que sería mejor entrar en el m undo virtual-.

310
El patío uno no es la única elección razonable. ¿Una vida con males
peores que los que tenemos en nuestro m undo y por lo tanto más elec­
ciones sería mejor que una vida con menos males pero menos elec­
ciones? ¿Es el patío con número infinito la única elección razonable?
Mientras se asciende en los números del patio uno va consiguiendo
más libertad, pero como consecuencia uno recibe más y más males.
Sin embargo, si este mal se compensa en todo el sistema con el
bien de la libertad corolaria y cada sufridor será en última estancia
compensado individualmente por su sufrimiento en la vida después
de la m uerte, entonces -com o esta libertad es un b ien - uno debería
decir «Sí», el patío con el núm ero infinito es la única elección racio­
nal. Sin embargo, mi analogía aquí falla de nuevo -Dios no podría
haber creado un patío infinito-. Por necesidad, cualquier ser que
Dios pudiera haber creado habrían sido seres con una cantidad finita
de libertad (en virtud de su necesaria omnipotencia, ninguna cria­
tura puede ser tan libre como él). O sea que si el teísmo es correcto,
a Dios se le presentó la elección de crear nada; crear un m undo sin
esta libertad pero sin mal (el Cielo sin más); o crear un m undo con
una cantidad finita de libertad y por lo tanto con males, un m undo
en el que él compensa a cada persona por su sufrimiento en la vida
después de la muerte (un mundo como el nuestro, al que le sigue
el Cielo). El que nuestra experiencia nos dé razón para creer que,
si existe, ha elegido la última opción, sin embargo, no nos da razón
alguna para creer que él no existe.
Por lo tanto llego a la conclusión de que el argum ento de la exis­
tencia del mal para llegar a la no existencia de Dios no se presta a ser
un buen argumento deductivo; ni tampoco se presta a ser un buen
argumento inductivo; ni el mal apoya de manera inductiva la afirma­
ción de que no existe Dios. La incidencia del mal en el m undo no
nos proporciona ningún motivo para pensar que no existe un Dios.

*
A veces se censura que ofrecer una «solución» al problema del
mal como yo he hecho en este capítulo embota nuestra conciencia
del mal o al menos em bota nuestra motivación para combatirlo,
cualquiera de ellos proporcionaría un motivo moral para objetar al
mismo proceso de em prender una teodicea como la que he esboza-

Sll
do en este capítulo9. Esta acusación puede ser admitida en contra
de algunas teodiceas, pero no en contra de la que yo he perfilado.
Como hemos visto, todo lo que el teísmo se compromete a decir es
que en términos generales el sistema merece la pena. Conciliar la
existencia del mal en el m undo con la existencia del Dios teísta de
la manera aquí esbozada no tiene por qué disminuir nuestra concien­
cia de casos concretos del mal o eliminar nuestra motivación para
esforzarse en combatirlos. La teodicea descrita es compatible con la
aceptación de que en el m undo actual hay muchos males que son
completamente gratuitos, que no conducen a ningún buen fin; hay
muchos males que son parcialmente gratuitos en el sentido de que
aunque conduzcan a un buen fin, que en principio no se podía haber
conseguido sin ellos, conducen a un buen fin que no es lo suficiente­
mente bueno como para compensar los males que ha causado; y hay
muchos males que son prescindibles, o sea que aunque conducen
a un buen fin que les compensa, este se podía haber conseguido
sin ellos. Podríamos estar bajo una obligación o podría ser un bien
supererogatorio eliminar algunos de estos males.
Resumiendo, justificar a Dios frente al dem onio no es justificar al
demonio frente a Dios, si somos lúcidos conceptualmente, tampoco
el justificar a Dios frente al demonio erosionará nuestra motivación
de cumplir con nuestras obligaciones y llevar a cabo buenos actos su­
pererogatorios para combatir el mal. Si el teísmo está en lo correcto,
llegará un día en el que todas las espadas se convertirán en rejas de
arado, y si el teísmo está en lo correcto, ese día todavía no ha llegado.
Por ahora, estamos llamados a actuar como griegos libres.
Como creo que sería innecesariamente malo por mi parte no ha­
cerlo, me veo obligado a contarle dónde creo que nos deja todo esto.
Lo haré en el próximo capítulo examinando la naturaleza de la fe.

312
Conclusión

Quiero terminar investigando una pregunta: ¿Qué relación existe


entre creer que hay un Dios y tener fe en Dios?

Fe

Uno podría considerar que creer que hay un Dios y tener fe en


Dios son una y la misma cosa. Déjeme llamar a esta teoría «La fe es
creer que»1.
Llegaré a la conclusión de que la fe es en parte una cuestión de
creer que hay un Dios, pero no solo es esto -todavía hay más al res­
pecto-, Antes de que lo haga, necesito enfrentarm e a dos argumen­
tos que la gente a veces utiliza para sostener que la fe no tiene nada
que ver con creer-que. Ambos empiezan por el hecho incuestionable
de que las religiones teístas exaltan la fe - a uno se le alaba por tener
fe y se le critica por no tenerla.
La teoría «La fe es creer que» tiene que tener en cuenta el he­
cho de que se exhorta a la fe y al hacerlo necesita comprometerse
con dos afirmaciones. La primera, la teoría «La fe es creer que» se
compromete a que sea bueno creer que hay un Dios. Solo si fuera
bueno creer que hay un Dios tendría sentido recom endar a alguien
que adquieran y mantengan esa creencia. La segunda, la teoría «La
fe es creer que» se compromete a que el que uno crea que hay un
Dios no es algo que se puede adoptar mediante un acto o actos de
voluntad. Solo si está en mí poder adquirir y m antener la creencia
de que hay un Dios, tendría sentido recomendar a alguien lo mismo.
Uno puede poner en duda ambas afirmaciones y por consiguiente
poner en duda la teoría de «La fe es creer que».
Primero voy a examinar las razones para pensar que esta teoría

313
no es correcta porque creer que hay un Dios no parece ser algo tan
bueno.
Si aceptamos que creer la verdad es algo bueno, entonces ten­
dremos que aceptar que si hay un Dios sería bueno creer que existe.
Pero ¿es posible m antener que sería tan bueno como la percepción
que tienen de la fe los seguidores del judaismo, del cristianismo y del
islam? Si no lo fuera, sería un golpe para esta teoría. Por supuesto,
no sería un golpe mortal; podría ser que la teoría estuviera en lo
cierto y que son los partidarios del judaismo, cristianismo y el islam
los que tendrían una opinión sobrevalorada de lo beneficioso que
sería creer que hay un Dios.
De manera que un argumento en contra de la idea de que creer
que hay un Dios es algo bueno no puede demostrar que la teoría
«La fe es creer que» es incorrecta; como mucho puede demostrar
que no puede ser suscrita por judíos, cristianos y musulmanes si no
están dispuestos a rebajar su valoración sobre la bondad que supone
tener fe en Dios. Veremos si podemos encontrar un argum ento que
pueda hacer incluso eso.
Hay un pueblo en Devon llamado Brampford Speke. Me atrevo
a decir que no lo creía antes de que se lo mencionara. Pero supon­
gamos que le muestro suficiente evidencia de su existencia como
para convencerle. Si aceptáramos que las creencias verdaderas son
buenas, entonces tendríamos que decir que le he beneficiado hasta
cierto punto al transmitirle esta creencia. Pero ¿cuánto? No mucho,
podría pensar; le habría beneficiado más si le hubiera dado veinte
libras. Por lo tanto, tener la convicción verdadera de que hay un
pueblo en Devon llamado Brampford Speke es algo bueno para us­
ted, pero no es algo muy bueno. ¿Por qué pensar que si hay un Dios,
creer en él será algo mucho mejor que creer que hay un pueblo en
Devon llamado Brampford Speke? En la teoría de «La fe es creer
que» tendría que ser bastante mejor (jara justificar todo el elogio que
la fe recibe en las religiones teístas. Bueno, alguien puede posible­
mente razonar que si hay un Dios, él es más importante en una escala
absoluta que los pueblos de Devon porque es nuestro benefactor lo
que conlleva un deber de gratitud hacia él. De manera que, si hay un
Dios, creer que existe es algo mejor que creer que hay un pueblo en
Devon llamado Brampford Speke. Ya hemos visto que esta sugerencia

314
es convincente, ¿pero hasta qué punto pueden los teístas sostener
de una manera consistente que creer que hay un Dios es mejor que
creer que hay un pueblo en Devon llamado Brampford Speke?
Si existe Dios, podría mostrarse de una forma más obvia de lo que
ha hecho hasta ahora. Es más, si existe Dios, podría revelarse ante
cada uno de nosotros de una manera directa y rotunda, convencién­
donos de su existencia más allá de cualquier duda. Esto es precisa­
mente lo que ocurrirá según el teísmo en el Juicio Final. En la medi­
da en la que fuera algo bueno creer que existe, Dios tendría un buen
motivo para lograr de esta forma u otra que creyéramos que él existe,
de m anera que el hecho de que mucha gente no crea que él existe
es un buen motivo para suponer que no puede ser tan bueno creer
en su existencia. Así que el teísta -según el argum ento- no puede
estar convencido de que sea algo tan bueno creer que haya un Dios
y por consiguiente si se aferra a la afirmación de que tener fe es algo
muy beneficioso, tendrá que abandonar cualquier versión de la fe
que equipare tener fe con creer que hay un Dios, esto es tendrá que
abandonar la teoría «La fe es creer que». No le sorprenderá saber
que no creo que este argumento funcione; ya hemos visto por qué.
En la medida en la que Dios permita que su existencia y natura­
leza se manifiesten a un agente ñnito, resta valor a la libertad de ese
agente para elegir no ser tan perfecto.
Cuanta más incertidumbre hay sobre la existencia de Dios, mayor
posibilidad hay de poder elegir libremente entre lo bueno y lo malo,
lo correcto y lo incorrecto. No es inverosímil sugerir que merece la
pena perderse lo bueno de saber con absoluta certeza que hay un
Dios al menos durante nuestras vidas en la tierra, si tendremos este
bien en la vida después de la muerte. Según el teísmo, esto es preci­
samente lo que pasará.
El principio que dice que si a alguien le parece x, esta es en sí una
buena razón para esa persona y para cualquiera a quien se lo cuente
creer esa x; hace del argumento de la experiencia religiosa y del argu­
mento de los testimonios de supuestos milagros buenos argumentos
para el teísmo, y hace del argum ento de la experiencia ateísta y la
experiencia irreligiosa buenos argumentos para el ateísmo. Esto nos
llama la atención sobre la necesidad que tiene el defensor de cual­
quier religión de explicar cómo el hecho de que su religión sea cierta

315
es compatible con la realidad de que a la mayoría de la humanidad
no le parezca que sea así. Este problema es especialmente obvio para
los teístas. Todo judío, crisüano y musulmán cree que su variante del
teísmo es más verdadera que la de los otros; que todas las religiones
monoteístas son más verdaderas que las no monoteístas; y que todas
las religiones son más verdaderas que el físicalismo. Sin embargo,
todos creen en un Dios bueno, un Dios que seguramente desearía
que todas sus seres tengan las creencias religiosas adecuadas antes que
lo que el judío, cristiano o musulmán deben ver como las alternati­
vas: aproximaciones toscas (el judío, cristiano o musulmán pueden
considerar su religión como una aproximación más o menos tosca
a la verdad; tienen que ver a aquellas variantes del monoteísmo que
no sean la suya propia como algo incluso más tosco, si no se conver­
tirían a otra religión); sobre todo creencias falsas (las religiones no
monoteístas no son ni siquiera «aproximaciones toscas», piensan);
o creencias totalmente falsas (físicalismo). Por lo tanto, los teístas
deben resolver lo que podríamos llamar «El problema de las otras re­
ligiones y el físicalismo»2: cualquier variante del teísmo, cuya verdad
sea inconsistente con (o simplemente menos probable) la existencia/
la cantidad/la variedad de otras religiones y /o el físicalismo, está
amenazada ya que la gente se suscribe a una variedad de religiones y
al físicalismo. Hemos visto la solución que nos da la variante del teís­
mo que se encomienda a nosotros como la más defendible en terreno
independiente en la parte 1; según esta versión la salvación definitiva
no está determinada por la precisión de la metafísica ante mórtem
de una persona. Como hemos discutido, en el teísmo, uno debería
llegar a la conclusión de que todos en última instancia encontrarán
la salvación, por muy erróneos o inexistentes que sean sus puntos de
vista religiosos durante sus vidas terrenales y, aunque la precisión en
estas opiniones es muy importante -después de todo son cuestiones
importantes-, no es literalmente una cuestión de vida o muerte. No
es improbable, entonces, que haya una gran cantidad de personas
que no sean teístas durante sus vidas en la tierra con la intención de
darnos la clase de libertad descrita antes; por supuesto, dado que se­
gún el teísmo es bueno ser teísta, es probable que cualquiera que use
esta libertad para decidir buscar a Dios será recompensado encon­
trándole y a este punto volveremos en un momento.

316
A estas alturas podemos ver que estas razones son suficientes
para rechazar el prim er argum ento que considera que la teoría «La
fe es creer que» no es correcta, esto es, el argum ento que afirma
que al ten er la fe una m ención de honor, debe ser algo muy bueno
tenerla, pero el hecho de que no todos creamos que hay un Dios,
cuando si existiera podría fácilmente hacernos creer que existe,
es una razón para suponer que no puede ser tan bueno creer que
haya un Dios. Ya he expuesto que Dios podría tener buenos motivos
para no dejam os creer que existe (en esta vida) aunque fuera muy
bueno para nosotros, de la misma manera que podría tener buenas
razones para dejam os no ser del todo buenos el uno con el otro (en
esta vida) aunque esto fuera igualmente bueno.

*
La segunda razón que uno podría proponer para rechazar la teo­
ría «La fe es creer que» es que el creer-que no está bajo el directo
control de la voluntad y por lo tanto su tenencia o carencia no es
algo por lo que a uno se le puede alabar o culpar. Déjeme examinar
este argumento detenidamente.
Le daré un millón de libras a cualquiera que al leer esto y no
esté en Brampford Speke pueda creerse -aunque sea solo p or un
m om ento- que está en Brampford Speke sin ir allí. Si no está en
Brampford Speke, ¿quiere creer que está allí? Si cree que mi oferta
es auténtica, entonces probablemente la respuesta es «Sí». Un millón
de libras vendrían muy bien y una falsa y breve convicción de que
está en Brampford Speke no debería causar muchos inconvenientes.
¿Por qué no se puede creer que esté en Brampford Speke sin ir allí?
¿Es sencillamente una peculiaridad de su psicología el que no pueda
hacerlo? En otras palabras, ¿es lógicamente contingente el que creer-
que no esté bajo el control directo de la voluntad? No lo es. Como
ya hemos visto, sus crees-que son sus creencias acerca de cómo es el
mundo. Si eligiera intentar adquirir un determinado creo-que sim­
plemente por dinero, entonces sabría que estabas eligiendo intentar
adquirir un creo-que mediante un mecanismo con el que obtendría
con más probabilidad un creo-que falso que uno verdadero, es decir,
un mecanismo diferente al que pondría su creo-que en contacto
con como es el mundo. Pero si supiera que esa era la manera en la

317
que iba a adquirir un estado mental particular, entonces no podría
pensar que, sea cual sea el estado mental al que llegó, este fuera el
resultado de un creo-que, porque sabría que ese estado mental no
estaría relacionado con como es el mundo, y sus crees-que tienen que
ser estados mentales que estén relacionados con como es el mundo
de m anera que haya más probabilidad de que sean verdaderos que
falsos. No puede considerar un estado mental como una creencia de
que está en Brampford Speke a la vez que se da cuenta de que no tie­
ne un motivo verdadero para tener ese hecho mental ya que solo se
pueden considerar crees-que aquellos estados mentales que tengan
alguna relación auténtica con el m undo, eso es lo que hace que los
hechos mentales sean creer-que antes que otra cosa.
De manera que los creer-que no se pueden adquirir mediante
actos directos de la voluntad. ¿Acaba esto con la teoría de «La fe es
creer que»? No. Ya que hay muchas otras cosas que no se pueden
conseguir mediante actos directos de la voluntad, pero por los que
sin embargo a uno se le puede elogiar por haberlo adquirido, por
ejemplo, el conocimiento de la filosofía de la religión. No puede
decidir simplemente: «voy a adquirir conocimiento de la filosofía
de la religión», sentarse, expresar su em peño en hacerlo y lograrlo.
Tiene que leer libros, pensar sobre los temas, etc. Pero el que no pue­
da adquirir el conocimiento de la filosofía de la religión mediante
actos directos de la voluntad no hace irrazonable el que un equipo
de examinadores le elogie por haberlo adquirido, o le censure si
no lo ha conseguido. Los creer-que sobre la filosofía de la religión
se pueden adquirir mediante actos/ indirectos de la voluntad. Los
puede adquirir leyendo libros, etc. Y puede directamente mostrar
su voluntad de embarcarse en estas actividades.

No habiendo encontrado razón alguna para rechazar la teoría


de «La fe es creer que», quiero ahora considerar otra opinión sobre
la naturaleza de la fe, y que podríamos llamar la teoría de «La fe es
creer en». Argumentaré que deberíamos creer en una opinión com­
puesta: la teoría «La fe es creer en y creer que».
Considere esta frase:

318
Yo creo que el gobierno tiene una política que fomenta el que la gente
considere la educación universitaria como un simple aprendizaje para el
«mercado de trabajo», pero no creo en esta política.

Esta frase tiene sentido. De hecho no solo tiene sentido, es verdad.


¿Qué estoy queriendo expresar? Bueno, estoy diciendo que aunque
yo creo que cierta cosa (en este caso una política) existe, no creo que
debería existir. Creer que es un compromiso intelectual; creer en es
un compromiso moral o existencia!, confianza en una persona, una
manera de proceder, un conjunto de ideales. Me siento incapaz de
adquirir un compromiso moral con la política del gobierno debido
a un compromiso anterior con algo que veo como diametralmente
opuesto a esto -la verdadera educación-. Por lo tanto, aunque soy
(dolorosamente) consciente de que esta política existe, no creo en
ella en absoluto. Es más, no sería inexacto decir que aunque estoy
firmemente convencido de que existe descreo fervientemente en ella.
De esta manera creer-que no requiere de creer-en. Uno puede
creer que algo existe aunque no crea en ello; de hecho uno puede
descreer en ello. ¿Necesita el creer-en de creer-que? ¿Puede uno
creen-en (o descreer-en) algo aunque no se cree nada de ello?
No, no se puede, por la sencilla razón de que el creer-en (o des­
creer-en) tiene que tener algún tipo de creer-que asociado a ello para
que actúe, algo así como un asidero por el que agarrar aquello en
lo que se está creyendo (o descreyendo), y estar seguro de que eso
es en lo que uno cree y no otra cosa o nada. No se puede uno com­
prometer con algo en lo que no se tiene ninguna convicción; si no
¿cómo podríamos saber que era eso con lo que uno se comprometía
antes que su opuesto? De manera que hay una asimetría: creer-que
no necesita de ningún creer-en, pero creer-en requiere de al menos
algo de creer-que. Esta es la razón por la que, si se siente atraído a la
teoría de «La fe es creer en», tendrá que combinarla con la opinión
de que «La fe es creer que». Los creer-en necesitan de los creer-que,
y por consiguiente si la fe es una cuestión de creer-en, también debe
ser una cuestión de creer-que*.
Creer-en puede mantenerse a un cierto nivel mientras que la cer­
teza de creer-que vacila. Considere mi creer-en la oposición al des­
plazamiento en la mentalidad de la gente del concepto de educación

319
por el de aprendizaje: si pasa una semana sin que nadie en el poder
empuje el programa de atacar a las universidades que están atareados
con una visión alternativa, mi convicción de que esta es la política
del gobierno podría vacilar. Pensaría que sería más probable que
me quedara dorm ido en una reunión del profesorado (no del todo
improbable) y que habría sufrido alguna pesadilla. Pero mientras mi
convicción de que hay algo a lo que oponerse podría crecer y men­
guar, mi creer-en oponerm e a ello (si existe) permanece inamovible.
En vista de esto, vemos que no será posible creer en Dios sin creer,
al menos de una forma indecisa, que hay un Dios, pero puede ser po­
sible creer que hay un Dios y sin embargo no creer en él. Si existe el
Demonio, él creerá que hay un Dios con mucha menos indecisión que
nosotros, pero descreerá fervientemente en Dios; él está comprometi­
do con otra serie de ideales y objetivos. Por supuesto creer que hay un
Dios -u n ser que es, entre otras cosas, omnipotente y perfectamente
bueno- aunque no se crea en él, esto es, no comprometerse con él
moral o existencialmente, es irracional. Pero los agentes iinitos tam­
bién pueden ser irracionales, a veces intencionadamente. Hay gente
muy inteligente que se compromete con lo que no debe: Cumplir con
el cuno de la manera más eficiente (no tengo ni idea de lo que significa)
puede reemplazar a la Educación como un objetivo de una facultad,
incluso una facultad de filosofía; El ejercicio de vaioracwn de la investi­
gación de la facultad puede reemplazar a Pensando de la mejor numera
que se puede. Lo mismo puede ocurrir cuando hablamos de religión,
donde -según el teísmo- es incluso más peligroso. Se puede creer que
hay un Dios, y sin embargo priorizar otras cosas que están por encima
de él: la religión y sus símbolos4, etc. El nombre de esta tendencia es
«idolatría» y la idolatría religiosa es, según el teísmo, el peor de los
pecados ya que está en el origen de todos los otros pecados.
Fe en Dios es por lo tanto una combinación de creer que hay
un Dios y creer en él. No es posible creer en Dios mientras no se
crea que él existe, pero es posible (aunque sumam ente irracional)
creer que existe y no creer en él.
Por supuesto, dado que es bastante irracional, la única manera de
no creer en él es no estar absolutamente convencido de que existe.
(El Demonio, después de todo, se inclinaría a tener al menos algu­
na duda.) Como ya he expuesto, una revelación de la existencia de

320
Dios disiparía toda posibilidad de no creer en él. Según el teísmo no
creer en Dios lleva inevitablemente a la idolatría, que es la suprema
entrega moral o existencia! a algo menos meritorio que Dios. La fe
en Dios es lo contrarío a la idolatría. No sorprende entonces que
desde el punto de vista teísta a uno se le encomie a tener fe. Tener
fe representa la «conversión» a la voluntad de Dios que constituye el
origen de todas las demás obligaciones, y que hará que el Juicio Final
sea celestial antes que infernal. (Recuerda que el término «infernal»
no implica castigo eterno.)
Como he argumentado, la solidez de creer en Dios permanecería
inalterable aun cuando la certeza de que haya un Dios flaquee. Ahora
quiero examinar qué nivel «mínimo» de creer-que se necesita para
que uno pueda razonablemente tener fe en Dios. Defenderé que
mientras usted crea que es más probable que haya un Dios a que no
lo haya, eso es suficiente para que razonablemente crea en él y por
consiguiente tenga fe en él5.

*
Imagine que al leer esta página yo entrara en la habitación en la
que está leyendo con una botella descorchada de champán ofrecién­
dole una copa para celebrar que está a punto de term inar el libro.
Leería el resto del libro diligentemente, y consideraría que merecía
(o más bien que necesitaba) al menos una copa. Tan pronto hubiera
vaciado la copa, un hom bre con uniforme de policía entraría a toda
prisa. Me pondría las esposas mientras le cuenta que he envenenado
su bebida y que a menos que beba inmediatamente el antídoto que
ha traído morirá. Le miraríá estupefacto y le diría: «¡No se fíe de él!
No es un verdadero policía; le reconozco de los periódicos como un
famoso envenenador. No hay duda de que intenta envenenarle con
lo que él llama el antídoto. No lo beba». ¿Qué sería lo más lógico
creer y hacer?
Podría modificar los detalles de la historia para «equilibrarla» de
la siguiente manera. Si de la manera en la que le he presentado el re­
lato, le pareciera obvio creerme a mí en lugar de al supuesto policía,
hubiera añadido detalles del upo: mientras examinaba al supuesto
policía, le parecería casi seguro que le reconocía de una fotografía
en el periódico local en la que él era presentado como el nuevo

321
policía de ronda en su vecindario. Si por el contrario le pareciera
obvio que debería fiarse de este supuesto policía antes que de mí,
entonces hubiera añadido otro tipo de detalles: mientras le exami­
naba, estaría casi seguro de que le reconocía de una fotografía en el
periódico local donde se informaba sobre un peligroso prisionero,
recién escapado del manicomio de la zona.
Déjeme suponer que he hecho unos ajustes a la historia de mane­
ra que resulte más lógico creer que yo le estaba diciendo la verdad
en lugar del supuesto policía. Que sería más razonable creer que la
bebida que le había ofrecido no estaba envenenada y que la bebida
del policía lo estaba. Con estos detalles, ¿hay algo o alguien al que o
a quien encontraría lógico creer-en, al que le hubiera hecho objeto
de lo que estoy llamando compromiso moral o existencia!, el objeto
de su confianza? Sí, obviamente yo. Si fuera más probable que yo le
estuviera contando la verdad antes que el supuesto policía, sería más
lógico que depositara su confianza en mí, que siguiera mis indica­
ciones y no bebiera el supuesto antídoto, antes que seguir las suyas
y beberlo. Considerando que es solo algo más probable que yo le
estuviera contando la verdad en vez del policía, lo más lógico sería
que depositara su fe en mí. Si la situación hubiera estado equilibrada
a partes iguales, entonces no hubiera sido irrazonable que depositara
su fe en mí o en el supuesto policía, pero tampoco sería del todo
razonable. Tal y como era la situación, era -solo algo- irrazonable
depositar su fe en el «policía». Era -solo algo- verdaderamente ra­
zonable depositar su fe en mí1’.
Vamos a aplicar esto al argumento de Dios.
Desde luego no sería razonable llevar a cabo acciones que solo y
en íiltima instancia tienen sentido suponiendo que hay un Dios (por
ejemplo, cantar canciones de alabanza los domingos en la iglesia)
cuando está clarísimo que la suposición es falsa. Pero en el caso de la
existencia de Dios, como ya he explicado, esto no es así. Mi analogía
del veneno pretende mostrar que si la probabilidad de que haya un
Dios está justo por encima del punto medio, es irrazonable no tener
fe en él. Si se queda en el punto medio, entonces no sería irrazonable
tener fe en él, pero tampoco sería irrazonable tener fe en otra cosa.
Si se baja hasta justo por debajo del punto medio, será irrazonable
no tener fe en otra cosa, comprometerse con otra ideología u otra

322
sene de ideales. O quizás no, si la probabilidad de que haya un Dios
es mayor que la de cualquier otra hipótesis7.

*
Quiero terminar considerando un argumento bastante inusual de
manera que resulte irrazonable no tener fe en Dios. Voy a abordar
el argumento de una manera un tanto indirecta, así que por favor
tenga paciencia conmigo.
Imagine esta situación: Se encuentra en una carrera de caballos
y está eligiendo dónde apostar su libra. Por alguna razón, time que
apostar, de manera que ninguna objeción moral al juego de por sí
será relevante.
Es una carrera con dos caballos, caballo A y B. Ambos caballos tie­
nen la misma posibilidad de ganar por la forma física, etc. Se acerca
al corredor de apuestas y le pregunta cómo van las probabilidades.
Le cuenta algo bastante extraño.
No está ofreciendo probabilidades como tal, ya que no puede
decidir qué caballo tiene más posibilidades de ganar. Sin embargo,
puede proponerle varias opciones. Si apuesta el dinero en el caballo
A y gana, le dará un millón y una libra, de manera que -com o se
ha quedado con una libran habrá ganado un millón de libras. Si lo
apuesta en el caballo A y pierde, se queda con su libra y no ganará
nada, o sea, habrá perdido una libra. Si lo apuesta en el caballo B y
gana, le habrá cogido la libra pero se la devolverá, ni gana ni pier­
de; si lo apuesta en el caballo B y pierde, él habrá cogido su libra y
no le devolverá nada, de m anera que estará otra vez una libra por
debajo de la apuesta. Es más, si lo apuesta en el caballo B y pierde,
le golpeará la cara repetidamente. Bastante raro, lo sé, pero es mi
ejemplo y hago con él lo que se me antoja. Eche un vistazo otra vez
a los caballos y a su forma física, a los jinetes y a lo que se le ocurra;
pero aun así no puede decidir quién tiene más posibilidad de ganar.
Tiene que apostar. ¿En dónde sería lógico apostar su dinero?
Sin duda la respuesta es en el caballo A. Aunque no tenga un
verdadero motivo para creer que el caballo A ganará al caballo B, su
motivo se lo proporcionan los beneficios que el corredor ha acor­
dado darle si tuviera un verdadero motivo para poner su dinero en
el caballo A. Si lo pone en el caballo A, entonces -e n el peor de los

323
casos- saldrá perdiendo una libra y -e n el mejor de los casos- saldrá
ganando un millón de libras. Si lo pone en el caballo B, entonces -en
el peor de los casos- le golpearán en la cara repetidam ente y -e n el
mejor de los casos- ni ganará ni perderá.
Vamos ahora a cambiar la situación. De nuevo se encuentra en
una carrera de caballos. Es una carrera de dos caballos, caballo A y
caballo B. Estudia su forma física, etc. y no tiene más motivo para
creer que ganará el caballo A que lo tiene para creer que ganará el
B; y no tiene más motivo para creer que ganará el caballo B que lo
tiene para creer que ganará el A. Hasta aquí, es la misma situación
que antes. Saca su libra, se acerca al corredor y le pregunta por las
probabilidades. Le cuenta algo todavía más extraño que lo que le
contó anteriormente.
No puede apostar al caballo que cree que ganará; tiene que ad­
quirir un creer-que sobre el caballo que ganará. No hay probabilida­
des, sino los siguientes beneficios. Si cree que el caballo A ganará y
en efecto gana, entonces le dará un millón de libras. Si cree que el
caballo A va a ganar y no gana, no le dará nada. Si cree que el caba­
llo B ganará y en efecto gana, tampoco le dará dinero. Y si cree que
el caballo B ganará y no gana, le golpeará en la cara repetidam ente.
Está a punto de quejarse de que los creer-que no están bajo el
control directo de la voluntad y como no tiene motivos verdaderos
para creer que un caballo ganará antes que el otro entonces no hay
forma de adquirirlos. Adelantándose a esto, el corredor señala a un
hipnotizador que tiene un stand al lado del suyo. El hipnotizador
le dice que por una libra le puede hipnotizar para creer cualquier
cosa y eliminar de su memoria la visita que le ha hecho de manera
que retenga el estado mental como un creer-que. 1^ dice que hasta
ahora no le han decepcionado sus servicios. «Será porque nunca le
había visto antes», dice. «Eso es lo que usted cree», dice él. Señala
una fotografía en la pared de su stand, una de entre muchas bajo un
cartel que dice «Clientes Satisfechos». En la fotografía usted sonríe
de oreja a oreja saliendo de su stand. No recuerda en absoluto que
se la hicieran ni haber estado en su stand anteriormente.
¿Qué sería lógico hacer en esta situación? Sin duda la respuesta
lógica sería pagar al hipnotizador para que pueda hipnotizarle y
hacerle creer que el caballo A va a ganar.

324
*

Ahora plantearé una situación en la que no tiene más motivo para


creer que hay un Dios que lo tiene para creer que no lo hay y que no
tiene más motivo para creer que no lo hay que lo tiene para creer
que lo hay, lo que llamo la posición media. ¿Qué debería creer? O
creerá que hay un Dios o no lo creerá; es una carrera de dos caba­
llos. (Para esta carrera de dos caballos, notara que he puesto creer
que hay un Dios por un lado y ni creer que hay un Dios ni creer que
no hay un Dios en el otro lado. Según la terminología tradicional,
el teísmo estaría en un lado y el agnosücismo ju n to con el ateísmo
en el otro.) Como ya expuse anteriorm ente, aunque sea posible
creer que hay un Dios y sin embargo no creer en él, es claramente
irracional no creer en él si uno cree que existe, por lo tanto puedo
decir que para la gente razonable esta es una carrera de dos caba­
llos entre tener fe en Dios y no tener fe en Dios. Si se encuentra en
una posición media, entonces por definición no cree que haya un
motivo verdadero para tener fe en Dios, pero quizás haya motivos
deshonestos para tener fe en Dios.
Vamos a contemplar ambas posibilidades en orden. Primero, su­
ponga que acaba creyendo que hay un Dios y -siendo razonable-
consecuentemente cree en él. Esto equivaldría a tener fe en Dios.
Tener fe en Dios es algo que, como casi todos los seguidores de las
diferentes religiones teístas reconocen, aumenta sus posibilidades de
entrar en el Cielo y disfrutar eternam ente de felicidad absoluta. Este
es por tanto el posible beneficio de tener fe en Dios: una mayor pro­
babilidad de disfrutar de una felicidad infinita. La posible desventaja
es que se pierda unos cuantos placeres terrenales. Si es usted un judío
o musulmán, se perderá los placeres de los sándwiches de beicon; si es
cristiano, quizás estará los domingos por la mañana en misa en vez de
en la cama escuchando programas de entretenimiento por la radio. O
sea, no parece que se vaya a perder mucho. De manera que tener fe
en Dios es como creer que el caballo A ganará; si su caballo gana -si
hay un Dios- tiene más posibilidades de conseguir una recompensa
mucho mayor que el dinero apastado. Si tiene fe en Dios y no hay un
Dios -si los otros caballos ganan, por así decirlo-, entonces solo pierde
su apuesta, que no era mucho de todos modos. Ahora consideremos
la posibilidad de que haya un Dios y que no crea en él. La mayoría

325
de las religiones teístas coinciden en que no tener fe en Dios es una
manera infalible de terminar en el Infierno, en una eternidad de
tormentos. Esta es la posible desventaja; ¿cuáles son los posibles bene­
ficios? Puede obtener unos cuantos placeres terrenales, por ejemplo
sándwiches de beicon de vez en cuando o escuchar esos programas
de la radio, es decir, no mucho. Nadie se ha lamentado en su lecho
de muerte de no haber comido muchos sándwiches de beicon o es­
cuchado suficientes programas de entretenimiento por la radio. Si
hay un Dios y no tiene fe en él, puede perder infinitamente más que
lo que puede ganar. No tener fe en Dios es como creer que el caballo
B ganará. Si empieza desde una posición media, entonces tener fe
en Dios le ofrece lo que debe de considerar como un cincuenta por
ciento de posibilidades de ver aumentada su posibilidad de alcanzar
una felicidad infinita y un cincuenta por ciento de posibilidades de
perderse unos cuantos placeres terrenales; y creer que no hay un Dios
le ofrece lo que debe considerar como un cincuenta por ciento de
posibilidades de aumentar su probabilidad de sufrir tormento infinito
y un cincuenta por ciento de posibilidades de no perderse innecesa­
riamente unos cuantos placeres terrenales. ¿Qué sería lógico hacer
en estas circunstancias? Tiene que correr el riesgo, pero -sobre todo
cuando las apuestas están igualadas- también tiene que examinar las
posibles ganancias o beneficios de sus opciones. Evidentemente, tiene
que conseguir tener fe en Dios. Debería empezar buscando un hipno­
tizador; y deprisa, porque -com o alguien más sabio dijo una vez- no
sabes ni la hora ni el día en que tu alma será reclamada. La muerte
puede sobrevenir en cualquier momento y lo que puede suceder en
cualquier momento podría suceder hoy, podría suceder ahora.
¿Qué sacamos de este argumento, que en su forma original se
llama «la apuesta de Pascal»?

*
Parece que para aceptar la conclusión de un argumento del tipo
la apuesta de Pascal, uno tendrá que aceptar que las posibilidades,
sus probabilidades y sus beneficios son más o menos como lo que
he indicado. Uno tendrá que creer que es posible que haya un Dios;
y uno tendrá que creer que si hay un Dios y uno tiene fe en él, au­
mentarán más las probabilidades de conseguir un plus de infinidad

326
que de que disminuyan las posibilidades de conseguir un plus de
infinidad en el caso en el que uno no tenga fe en él. Si uno pensara
que es imposible que haya un Dios, entonces la apuesta de Pascal no
puede ofrecerle nada.
Pero como ya he razonado, no es imposible que haya un Dios.
De esto trataban mis primeros capítulos al establecer la coherencia
de la concepción teística de Dios. De manera que puedo quitarme de
encima esa preocupación. Si uno piensa que si hay un Dios es tan
probable que castigue a aquellos que tienen fe en él y recompense
a aquellos que no la tienen como que compense a aquellos que la
tienen y castigue a aquellos que no la tienen, entonces de nuevo un
argumento del tipo de la apuesta de Pascal no podría ofrecerle nada.
Por lo tanto, si hay un Dios, ¿cuál de las dos sería la más probable?
¿Qué recompensará a aquellos que tienen fe en él y castigará a aque­
llos que no la tienen o qué recompensará a aquellos que no tienen fe
en él y castigará a aquellos que la tienen? Bien, de las dos, yo diría que
la obvia sería la primera, que recompensará a aquellos que tienen fe
en él y castigará a aquellos que no la tienen. Dios es por necesidad
bueno; la fe implica creer que hay un Dios, algo que si Dios existe
es una convicción verdadera. Es bueno creer ia verdad; y es malo
castigar a gente que haya hecho cosas buenas; por lo tanto si hay un
Dios y no va a recompensar y castigar a la gente de igual m odo tras
su muerte, basándose en si han tenido fe o no en él, no va a castigar
a aquellos que han tenido fe en él; si va a castigar a alguien p o r ha­
ber tenido fe en él o no, castigará a aquellos que no tenían fe en él.
Por supuesto uno puede defender que Dios no necesita de nin­
gún modo castigar o recompensar a nadie por haber tenido o no
fe en él. Ya hemos visto anteriorm ente que mientras en el teísmo
aquellos que todavía no se han convertido a Dios tendrán un Juicio
Final más punible que aquellos que lo han hecho, este castigo será
una autorrealización de sus propios defectos y-com o estos no serán
infinitos- no será un castigo eterno. Y según el teísmo, la felicidad
eterna nos espera a todos tras el juicio. En otras palabras, resulta bas­
tante inverosímil insistir en que los beneficios por tener fe en Dios y
no tener fe en él son como los descritos en el argumento del tipo la
apuesta de Pascal que he estado exponiendo. Si uno se convence de
que si hay un Dios, todo el mundo acabará igualmente en el Cielo

S27
(hayan tenido fe o no en él durante sus vidas terrenales), entonces
el falso motivo para tener fe en Dios que el argum ento del tipo la
apuesta de Pascal nos ofrece se ve debilitado. Está debilitado pero
no enteram ente destruido. Y un motivo para hacer algo aun siendo
débil sigue siendo un motivo.
Si hay un Dios, entonces después de todo, es malo no tener fe
en él, y eso significa que los que no tienen fe en él recibirán algún
castigo más, ceteris paribus, que aquellos que la tienen. No es lógico
pensar que será un castigo eterno, pero sería lógico pensar que será
un castigo lo suficientemente grande como para compensar los in­
convenientes (si hay alguno) que traería tener fe en este mundo.
Pero de hecho tener fe en este m undo no conlleva grandes incon­
venientes; más bien lo contrario, trae beneficios. ¿No muestran los
estudios que la gente que tiene fe en Dios lleva una vida más feliz y
sana que aquellos que no la tienen?8
¿No es posible sugerir que estos estudios muestran que tener fe
en Dios trae bastante más felicidad que lo que se pierde uno al no
tomarse algún que otro sándwich de beicon o no escuchar los progra­
mas de entretenim iento en la radio? No tengo tiempo de examinar
estos estudios aquí; investigarlos concienzudamente pertenecería
más bien a la psicología o quizás a la sociología de la religión. Pero
si estos estudios evidencian que (dejando de lado por un momento
si hay o no un Dios) aquellos que tienen fe en Dios en general se be­
nefician hasta cierto punto en este mundo, entonces (si hay un Dios)
como podemos estar seguros de que no sufrirán por haber tenido
fe en él en el próximo mundo, podemos decir que disponemos de
un motivo falso del tipo la apuesta de Pascal para hacer aquello que
aum ente nuestras posibilidades de tener fe en Dios.
¿Debería entonces soltar este libro como si fuera una patata ca­
liente y salir corriendo hacia un hipnotizador al que pagaría por
hacerle creer que hay un Dios (y por supuesto hacerle olvidar que
la única razón por la que tiene la consiguiente fe en Dios era porque
había ido a verle)? No. Porque hay una alternativa: la oración. Como
Kenny explica: no hay razón por la que alguien que tenga dudas so­
bre la existencia de Dios no deba rezar pidiendo ayuda y guía sobre
este asunto como se hace sobre tantos otros. Algunos encuentran di­
vertida la idea de un agnóstico rezando a un Dios de cuya existencia

328
duda. Seguramente no es más irrazonable que un hombre a la deriva
en el océano, atrapado en una cueva o perdido en las montañas, que
pide a gritos ayuda aunque puede que nunca le oigan o dispare una
señal que puede que nunca sea vista9.
Antes que salir corriendo hacia un hipnotizador, uno podría salir
corriendo hacia una sinagoga, una iglesia o una mezquita y rezar una
oración. En realidad no hay prisa por salir corriendo hacia ningún
sitio. Uno puede rezar allá donde esté sentado en ese momento. (Re­
cuerde, si hay un Dios, es omnipresente.) ¿Qué clase de oración se
debería rezar? Bueno, las palabras exactas no importarían, mientras
que el contenido sea una petición dirigida a Dios pidiéndole ayuda
para tener fe en él.
Imagine que empieza a rezar. Cada noche antes de irse a dormir,
se arrodilla al lado de su cama, junta las manos y comienza a hablar,
dirigiendo sus observaciones a Dios. Cada noche reza lo siguiente:
«Dios, por favor, ayúdame a tener fe en ti». Entonces espera para
escuchar alguna respuesta, preguntándose «¿Noto algo?». Si lo hace,
piensa si es algo que le revela la presencia de Dios o más bien le in­
dica su ausencia, y si no lo percibe, considere si ha escuchado lo su­
ficiente. Hace esto cada noche durante una semana. Empieza desde
un punto medio, esto es empieza la primera noche pensando que es
igual de probable que haya un Dios a que no lo haya. ¿Qué debería
pensar en esta primera noche sobre el proceso de la oración? ¿Que
es un proceso que le puede infundir una convicción verdadera sobre
si hay o no un Dios o que es una forma de autohipnosís que podría
infundirle una convicción verdadera sobre si hay o no un Dios pero
no tiene nada que ver con la verdad?
Si no hay un Dios, y como resultado de la oración llega a creer
que lo hay, no sería un proceso que ha llegado a la verdad, todo lo
contrarío: es una forma de autohipnosís que le ha inducido una falsa
creencia, creencia que no es del todo peijudicial y de hecho puede
ser beneficiosa, pero no obstante una falsa creencia. Pero si hay un
Dios, y como resultado de la oración llega a creer que él existe, po­
dría quizás seguir llamando al proceso un tipo de autohipnosis, de
hecho hay un Dios «detrás» de esto y de todos los demás procesos
naturales, asegurándose que la creencia es una creencia verdadera.
Si no hay un Dios, y llega a creerlo como resultado de rezar y de no

329
conseguir respuesta alguna, o percibiendo su ausencia, lo que se pro­
duce es una creencia verdadera. Y si hay un Dios, llegar a creer que
no lo hay como resultado de la oración y de escuchar como respuesta
nada, o lo que parece la ausencia de tal ser, lo que se está producien­
do es una falsa creencia. Al estar en una posición media, considera
que rezar puede ser un proceso verdadero para llegar a adquirir una
creencia mediante las consideraciones trazadas anteriorm ente en la
discusión sobre el argumento de la experiencia religiosa e irreligiosa.
Ahora bien, haya un Dios o no, uno admitirá —me atrevo a d e ­
cir- que rezar a Dios para tener fe en él aumentará las posibilidades
de acabar creyendo que hay un Dios y, si se es equitativo, acabar
teniendo fe en él. Tras unas noches rezando, es estadísticamente
probable que llegue a creer que es algo más probable que haya un
Dios a que no lo haya. Aunque estadísticamente improbable, és po­
sible, sin embargo, que no haya percibido ninguna respuesta a su
oración; habrá tenido la ausencia de una experiencia que describiría
«como si» de Dios. También es posible, aunque más improbable,
que haya experimentado la ausencia de Dios. Nada de lo que pueda
haber experimentado entonces le habrá dado motivo alguno para
creer que este proceso de rezar a Dios para que se revele en caso
de que exista no sea verdadero. Justo lo contrario; todo lo que haya
experimentado, incluso la ausencia de una experiencia, aum entará
su valoración sobre la fiabilidad de este proceso para ponerle en
contacto con la suprema verdad metafísica. Se encontrará encerrado
dentro de lo que considerará epistemológicamente como una espiral
virtuosa de oración, que aumenta continuam ente su fe en Dios o
aum enta continuam ente la certeza de que no existe. Si es la última,
sería algo extraño continuar llamando a este proceso oración, más
bien lo llamaríamos meditación o algo así, ya que «oración» -al igual
que «conversación»- presupone al menos que hay un cincuenta por
ciento de probabilidades de que haya una persona escuchando. Pero
esto no es más que una nimiedad terminológica. Su experiencia o
ausencia de experiencia razonablemente le llevará a concluir que
este proceso (mejor llamarlo oración o meditación) es veraz. A di­
ferencia de la situación con el hipnotizador en la pista de carreras,
no habrá necesidad de que se olvide de cómo ha llegado a tener fe
en Dios o seguridad de su inexistencia. Solo en el caso de que estas

330
experiencias fueran desiguales (por ejemplo, durante unas noches le
pareciera que había un Dios, y durante las siguientes no) la confianza
en este proceso podría verse dañada.
Pero esta variación con el tiempo favorecería el ateísmo, ya que
si hubiera un Dios tendría una buena razón para no permitir que el
proceso de la oración tenga tales resultados.
Lo que se deduce de todo esto es que al igual que debemos re­
flexionar algo más sobre la filosofía de la religión, deberíamos pensar
igualmente algo más sobre la religión comparada, la psicología de la
religión, la sociología de la religión y la teología. Y, después de haber
meditado sobre todo ello durante un tiempo, podríamos perfecta­
mente concluir que el tínico camino razonable es dejar de hacerlo y
comenzar a rezar10.

331
N otas

Introducción

1 Por supuesto que esta forma de definir las religiones resulta controvertida;
todo en este tema lo es. Una implicación conflictiva podría ser que el platonismo
podría considerarse una religión bajo este punto de vista. Sin embargo, no pongo
objeción alguna a este respecto: el platonismo, a mi entender, es obviamente una
religión, aunque no precisamente una de esas que uno profesa (si bien, algunos
de sus elementos se encuentran en religiones que la gente profesa). Confieso mi
más absoluta ignorancia sobre el budismo Thcravada; tal vez, no tenga compromiso
ontológico alguno con la existencia de un reino sobrenatural y revelador. De ser así,
no parece poco sutil por mi parte sugerir que no se trata de una religión, una vez
comprobado que afirmar que no es una religión no le obliga a uno a creer que no
pueda tratarse sin embargo de una «filosofía de vida»; esto es, una forma de ver el
mundo que describen las ciencias naturales y una serie de prácticas y rituales que
lo acompañan. En mi concepto de la esencia de las religiones, todas ellas engen­
dran filosofías de vida en este sentido (siempre que, a diferencia del platonismo,
de verdad haya gente que las profese), pero no todas las filosofías de vida se basan
en las religiones. Como ya he dicho, sé muy poco del budismo Theravada, pero el
marxismo sería un ejemplo de una filosofía de vida que no se basa en la religión.
Consulten también, más adelante, la nota sobre la profundización en la noción de
fisicalismo.
1Esto no quita para que el fisicalismo llegase a constituir una «opción» digna de
consideración desde el punto de vista racional en la cultura popular occidental de
la última parte del siglo X X , de una forma que nunca se había dado antes; con todo,
a comienzos del siglo xxi, aún es una visión que compane una reducida minoría.
s Incluso habiéndome limitado tanto el ámbito de actuación, omitiré o esboza­
ré apenas cienos temas que otras líneas de pensamiento considerarían esenciales
en sus planteamientos; una descripción general libre de los condicionamientos
de tener que desanollar un argumento dentro de los límites citados es la de M.
Peterson et al. (eds.), Philosophy of Religión, SeUcted Readings, OUP, 2000, obra que
les recomiendo.
4 J. Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, «Epístola al lector», trad. de Luis
Rodríguez Aranda, FCE, México 1999.

333
5 Si se busca una introducción a un estilo de filosofía de la religión bastante dife­
rente, una buena opción sería leer Faiih and Reason de Stephen Mulhall, Duckworth,
1994; de hecho, es la mejor opción.

Capítulo 1

1 Desde luego, cualquier teísta con el que se topen creerá que Dios posee más
propiedades que esta (si son cristianos, por ejemplo, creerán que Dios se encamó
en Jesús y que su muerte expió de alguna forma los pecados de la humanidad) y
que estas otras propiedades -dando por sentado que la creencia en ellas es lo que
distingue a los seguidores de una de las religiones monoteístas de los seguidores de
otra- serán las que a menudo figuren en primer lugar cuando los teístas describan
sus creencias. Nadie, es decir nadie ajeno a una facultad de filosofía, se describiría
como un «teísta»; se describiría como judío, cristiano, musulmán, o algo similar; y
al preguntarles en qué creen, lo natural es que empezasen a hablar de lo que creen
en contraste con los creyentes de una de las otras religiones monoteístas. A pesar
de que son objeto valioso de multitud de discusiones filosóficas, no me voy a ocupar
aquí de ninguna de las doctrinas religiosas particulares de las diferentes religiones
monoteístas; me centraré en lo que las une, no en lo que las separa.
* Hay varias clases de necesidad (y posibilidad). Existe la necesidad lógica o
conceptual (y la posibilidad); la necesidad metafísica (y la posibilidad); y la necesi­
dad física (y la posibilidad), por citar tres de ellas. Lo lógico o conceptualmente
posible es aquello cuya descripción en su totalidad no implica una contradicción.
Así, es lógica o conceptualmente posible que todos los solteros sean felices y es ló­
gica o conceptualmente imposible que todos los solteros estén casados. La necesidad
metafísica (y la posibilidad) es una noción más controvertida. De momento, bastara
con un ejemplo. (Por desgracia, tiene que ser una noción controvertida, pues no
hay necesidades metafísicas que no lo sean.) Es metafísicamente imposible que la
obra La máquina del tiempo de H. 0. Wells sea una historia real. No es lógica o con-
ceptualmenle imposible dado que no hay contradicción (o al menos no debería
haberla) en una descripción completa de un incidente sobre viajar atrás en el tiem­
po, pero sin embargo es imposible que dichas historias sean verdad y la imposibili­
dad de que sean verdad no se deriva de las leyes de la naturaleza que rigen nuestro
universo, como sería el caso si habláramos de la imposibilidad de construir una nave
espacial capaz de acelerar a la velocidad de la luz. (Una descripción más detallada
de un argumento a favor de la existencia de necesidades metafísicas se incluye en
mi análisis de la propiedad divina de la necesidad.) Lo físicamente posible es aque­
llo que es coherente con las leyes de la naturaleza y las condiciones o límites origi­
nales del universo; lo físicamente necesario es aquello -de ser algo- que se deriva
de estas. Las propiedades esenciales de Dios son propiedades tanto lógica o concep­
tualmente necesarias como metafísicamente necesarias de Dios. Es lógica y con­
ceptualmente imposible que Dios no tenga todas estas propiedades en caso de que
exista, porque forman parte de la definición de Dios y, dado que una de estas pro­

334
piedades, de la que nos ocuparemos a su debido tiempo, es que él existe por nece­
sidad metafísica, resulta metafísicamente imposible que no tenga estas propiedades.
Trataremos esto con más amplitud en el capítulo 3.
5 Esta forma de entender la doctrina de la simplicidad divina no se parece mu­
cho a la de santo Tomás de Aquino, su máximo exponente; para él, dicha doctrina
equivale a reivindicar que las nueve propiedades que he dado por separado de
hecho se pueden identificar unas con otras en Dios -la omnipotencia de Dios es
su omnisciencia, es su eternidad, etc.-. Más allá. Dios puede llegar a identificarse
con su propiedad.
1 Génesis l8:22-ss., S. Guijarro Oporto y M. Salvador García (cds.), trad. total­
mente revisada con amplias notas e introducciones, Atenas, PPC. Sígueme. Verbo
Divino, Madrid I992.
5 Un análisis muy interesante sobre el asunto de lo mucho o poco que se pierde
en caso de que los teístas dejasen de atribuir a Dios la propiedad del carácter perso­
nal, nos lo brinda Hugh Rice en su Cod and Goodness, OUP, 2000, passim.
6 Se podría afirmar que cualquier concepto que admita casos dudosos es, por
definición, un concepto vago. Esto se me antoja una buena definición -«técnica»
tal vez- de vaguedad, pero deja intacto mi argumento sustancial. Concedo por tanto
que el concepto de carácter personal pueda parecer vago en este sentido técnico
(en tanto que admite casos dudosos), pero creo que es plausible afirmar que no es
vago en el sentido no técnico con el que se emplea en el texto principal y en la vida
diaria (en tanto en cuanto admite también casos no dudosos). Por tanto, para poder
entender este último punto extrínseco, en lugar de cualquier otro caso obviamente
no dudoso de carácter personal, animo al lector a pensar en él o en ella.
7 D. Dennett, «Conditions of Personhood», capítulo 14 de su obra Bramslorms.
Harvcstcr Press, Brighton 198).
8 Sin embargo, no resulta extraño describir a alguien como una persona con
convicciones incluso estando sumido en un plácido sueño. Imagínense que tropie­
zan con el Papa cuando está sumido en un plácido sueño. Si les preguntan sobre él,
¿cree este hombre en Dios?, lo más natural sería contestar «Sí», aun cuando demos
por sentado que esté verdaderamente inconsciente -es decir, sin actividad mental
consciente de ningún tipo- en ese momento. Por tanto, creer en algo no parece
necesitar que se cuestione dicha creencia ante nuestra atenta mirada mientras se
asevera tal creencia o algo parecido; más bien, basta con estar dispuesto a aseverarlo
en caso de darse las circunstancias adecuadas, como por ejemplo si se nos despierta
y se nos plantea la pregunta relevante. Si esto es así, entonces incluso la mayoría de
los que duermen plácidamente tienen creencias.
9 Si realmente es inaceptable no considerar personas a los fetos y a seres huma­
nos con un profundo retraso mental, tendré que desdecirme un tanto y reconocer
que estas propiedades psicológicas son suficientes (aunque no necesarias) para
el carácter personal. Esta retirada táctica no afectaría a la configuración estraté­
gica general de mi argumento (de hecho, podría representar un avance en otro
frente, como podrá verse más adelante), si bien -a la luz de las consideraciones
presentadas en el texto principal- no veo motivos para llevarla a cabo, en este

335
momento. Introduzco aquí la advertencia «en este momento» porque sería razo­
nable que les surgieran un par de preguntas: dado que los seres humanos tienen
diferentes niveles de propiedades de carácter personal, ¿no deberíamos pensar
que poseen diferentes niveles de significación moral, a tenor de la visión presen*
tada en el texto principal? ¿Y no resulta obvio que no deberíamos pensarlo? Si
asumimos que la respuesta correcta a la segunda pregunta es «Sí», se diría que la
visión del texto principal podría estar equivocada: aunque solo implicase que la
respuesta a la segunda pregunta fuera «No», en caso de que quisiéramos vincularla
con la visión de que el grado de posesión de propiedades de carácter personal
determina el grado de significación moral, lo que parece ser la única alternativa,
una visión «aceptable» (que una vez que tenemos cierto nivel de cualidades de
carácter personal, obtenemos significación moral completa y cualquier aumento
en las cualidades del carácter personal desde ese momento no nos da derecho
a más) parece igualmente problemática, dado que algunos seres humanos con
un profundo retraso mental solo cuentan con el mismo nivel de cualidades de
carácter personal que objetos obviamente impersonales y sin significación moral
alguna. Para terminar con esto, pienso yo, tendríamos que embarcamos en el tipo
de «derivación» metafísica que he tratado de evitar para facilitar la presentación,
manteniéndome al nivel de estas propiedades. Una «derivación» que en último
término podría llevamos a pensar que la única visión capaz de proporcionamos
todas las respuestas que nuestra intuición ética nos demandaba era la visión es­
piritual. A pesar del tenor del texto principal (especialmente en lo tocante a la
indeterminación), la verdad es que me parece comprensible que haya quien se
sienta obligado a seguir este camino. Yo mismo tengo la (irme convicción ética de
que todos los seres humanos poseen la misma significación moral, la misma inde*
pendientemente de lo bajo que estén situados en la escala de las propiedades del
carácter personal (no me convence en absoluto la idea de que un asesino de un
niño con discapacidad mental pueda ser responsable de una acción menos m ata
que un asesino de un miembro de una facultad de filosofía). Y estoy totalmente
convencido también de que la muerte indolora de cualquier animal no humano
es siempre de por sí menos m ala que la muerte indolora de un ser humano. Esta
tendencia mía podría etiquetarse -en particular, aquellos que disintieran de ella-
como «espccieísmo». La única forma posible de defender el «especieísmo» es, a
mi entender, suscribir la visión espiritual.
10Esta forma de presentar las cosas muestra una propensión a tratar la indeter­
minación como ontológica, no cpistémica; si es o no la forma correcta de tratar el
lema dependerá del resultado de la investigación metafísica expuesta al final del
apartado anterior y en la nota precedente.
11 lx>s lectores atentos interesados en la filosofía moral habrán notado que hay
aquí un vínculo entre la esencia del carácter personal y las objeciones de la «Inte­
gridad» al consecuencialismo.
12Los lectores atentos interesados en la filosofía moral habrán reparado en que
se da aquí una solución al problema de la amoralidad.
,s Para tratar de entender mejor esta afirmación, véase también J. A. T. Robinson,

336
Exploratum inío God, SCM, 1967, y A. Thalcher, «The Personal God and a God who is
a Person», Rrligious Studies 21 (1985).
H Confróntese con la obra de G. Jantzcn, Ber.oming Divine: Tmuards a Feminisi
Philosophy of Religión, Manchester University Press, 1998.
11 Debo confesar que hay cierta dificultad en la noción de lo directo tal y como se
emplea en el criterio de noción directa y control directo. A grandes rasgos, la idea es
que si, por ejemplo, intento mover una mariposa que está dentro de una campana
de cristal, deslizando la campana, desplazando también a la mariposa, tendré que
mover la mano hacia la campana. A menos que tenga algún tipo de discapacidad,
será algo directo; no necesitaré mover conscientemente nada antes para poder mo­
ver la mano. Por tanto, moveré la campana, de forma menos directa pues primero
he debido mover la mano. Entonces, la mariposa se moverá como consecuencia,
un resultado mucho menos directo aún de mi acción básica al mover la mano. Me
permito sugerir que todos tenemos un concepto intuitivo tosco de la noción de lo
directo empleada aquí, un concepto suficiente para el argumento del discurso prin­
cipal como para seguir adelante. Pero hemos de reconocer que el análisis de esta
noción es difícil. Resulta tentador analizar la verticalidad de la que hablamos como
una cuestión de proximidad a lo que desencadena el resultado en cuestión. Sin
embargo, de sucumbir a dicha tentación, habría algunas consecuencias nada desea­
bles. Tendríamos que concluir que nada podría considerarse como nuestro cuerpo
según el detenninismo absoluto, y seguro que no queremos admitir el hecho de que
tenemos cuerpos únicamente para dar por supuesta la falsedad del detenninismo
absoluto. (Por supuesto se trataría de una suposición metafísica más que lógica y los
dualistas sustanciadlas tendrían poco que temer al respecto, es más, es posible que
el dualismo sustancial tuviera un argumento del que beneficiarse.) Personalmente,
creo que una línea de análisis más prometedora sería la de considerar lo directo
como una cuestión de lo que uno necesita -conscientemente- hacer. Incluso aun
cuando esto no estuviera exento de problemas. Cuando conducimos un coche, es
probable que no pensemos en cosas como: «Bien, primero tengo que mover las
manos para poder mover el volante, para así hacer que el coche gire a la derecha».
Como mucho, pensamos cosas como: «Debo guiar el coche hacia la derecha», y a
menudo ni eso siquiera. El conductor no acompaña con pensamientos conscientes
el tiempo que dura d trayecto en coche ni las maniobras relativamente complicadas
que efectúa. Conforme al análisis de lo directo sugerido y la consideración posterior,
el coche en sí tendría que tomarse por una extensión -temporal, eso sí- de nuestro
cuerpo en esos momentos, algo que a primera vista parece además contrarío al
sentido común. Me inclino a pensar que así es.
16Sin duda, también resulta de interés para nosotros en cuanto que filósofos si
es metafíisicamente posible que esto ocurra, pero esta es una de esas cuestiones que,
en aras de una mayor claridad en la presentación de mi principal argumento, trato
de mantener «en segundo plano».
17 Un seguidor del dualismo sustancial podría afirmar, a buen seguro, que las
personas como ustedes y yo somos «sustancias esencialmente incorpóreas» o algo
.similar, sin embatgo -asumiendo la habitual versión interaccionista del dualismo

337
sustancial- dado que estas «sustancias esencialmente incorpóreas» interaccionan
causalmente de forma directa con pedazos de materia relativamente apartados, tam­
bién podría concluir que no somos incorpóreos en este momento; desde luego, el
dualista podría sostener que es metafísicamente posible que podamos convertimos
en tales sustancias, porque nuestra parte esencial es inmaterial, y no hay necesidad
metafísica alguna que suponga, por ejemplo, que esa parte deje de existir cuando
desaparezcan nuestros cuerpos.
'* Hay numerosos estudios de casos sobre esto. El más famoso es el de Morton
Prince, The D issociatfon o f a Perscmality, Longmans, 1905. Para un análisis de primer
orden, es muy recomendable consultar la obra Real People, Clarendon. 1988, de
Kathleen Wilkes, en especial el capítulo 4.
19Para una buena incursión sobre la coherencia de tal sugerencia, consulten The
Quest fo r E teniity, Penguin, 1984, pp. 109-ss., d e j. C. A. Gaskin.
90No está claro si esto de por sí será suficiente como para demarcar el teísmo res­
pecto al panteísmo, la visión de que Dios es el universo. Es posible que el concepto
teístico de la independencia ontológica de Dios del universo, tal y como sugieren
la propiedad divina de la necesidad y desde luego la de creador supremo (sobre las
que volveremos más adelante), deba traerse a colación aquí para dejar bien claras
las diferencias entre ambos.

Capitulo 2

1La resptiesta correcta a la cuestión matemática planteada es aproximadamente


684.171.000.000.000.000.000.000.01)0.000.
J Tal y como lo recuerdo, la kriptonita en realidad suprime los superpoderes de
Supermán, haciéndolo mortal, pero no lo mata exactamente. Mis disculpas a los se­
guidores del personaje a los que haya podido irritar mi forma de tratar tales detalles.
3 Esto es algo precipitado. Hay algunas preguntas que requerirán otras conside­
raciones además. Por ejemplo, es posible que el estado actual de las cosas suponga:
que opten libremente por seguir leyendo el libro, a pesar de que el autor les haya
señalado algunas de sus deficiencias; espero que este sea un estado de cosas que
vayan a provocar. ¿Podría Dios provocarlo? Para responder a esta pregunta obvia­
mente necesitaríamos de un análisis de lo que supone que elijan algo libremente
y de si sería posible o no que alguien pudiese hacer que otro elija libremente algo;
de ser así. Dios también podría: en caso contrario. Dios no podría.
* Para conocer algunas interesantes variaciones sobre el tema de que la omnipo­
tencia debería entenderse como la capacidad para tener el mayor poder que pueda
existir, consúltese T. Flint y A. Freddoso, «Maximal Power», A. Freddoso (ed.), The
E xistente a n d N ature o f God, Notre Dame, Ind., 1983; J. Hollinan y G. Rosenkrantz,
«Omnipotence Redux», Philosophy a n d Phenam m alogcal Research 49 (1988), y E. Wie-
renga, The N ature o f God, Comell University Press, 1989.
* Este planteamiento sobre la omnipotencia presenta algunas paralelismos con la
visión de que deberíamos partir de la base de la bondad absoluta de Dios, lo que su­

338
pone un límite a sus poderes. Pero si -como yo lo planteo- no todas las capacidades
son poderes, una interpretación adecuada de la naturaleza de poderes e inclinacio­
nes naturales (en tanto que subconjuntos de capacidades mutuamente exduyentes
y exhaustivas) podría llevarnos a una interpretación correcta de la omnipotencia
y a una interpretación de la forma en que esto implica la bondad absoluta. Véase
G. Schlesinger, «On the Compability of the Divine Attributes», Religious Studies 23
(1987), y cf. A. Freddoso (ed.), TheG odofPhilosophers, cap. 7, OUP. 1979,yT. Monis.
•Maximal Power», en A. Freddoso (ed.), T h eE xn ten rea n d N a tu reo f God, Notre Dame,
Ind., 1983. Para una refutación sostenida de mi interpretación, véase W. Morrison,
«“Are Omnipotence and Necessary Moral Perfcction Compatible”, Reply to Maw-
son». Religión* S tu d ies 39 (2003); y W. Morríston, «Power, Liability, and the Free Will
Defcncc. Reply to Mawson», Religión* S tu d ies 41 (2005).
6 l a mayoría de los filósofos encuentran útil distinguir entre frases, proposicio­
nes y afirmaciones, y la explicación que dan vendría a ser más o menos así: imagi­
nen una situación en la que la frase «El actual rey es calvo» se pronuncie en reinos
diferentes: podríamos decir que se trata de frases diferentes en cada caso porque
se refieren a reyes diferentes, pero en tanto en cuanto que el sentido de «El actual
rey es calvo» permanece invariado en los distintos momentos en que se pronuncia
la frase, podríamos decir que la proposición expresada es la misma. Imaginen ahora
una situación en que la frase «El actual rey es calvo» se pronuncie durante el reinado
del rey Tim Primero, y la frase «El rey anterior era calvo» se pronuncie durante el
reinado del rey Tim Segundo, teniendo en cuenta que el rey Tim Segundo sucedió
en el trono al rey Tim Primero. Podríamos decir entonces que se han usado dos
frases diferentes para hacer la misma afirmación (se ha hecho referencia en ambas
ocasiones al rey Tim Primero y se ha dicho lo mismo de él) pero, en la medida en
que resulta evidente que las dos frases no son sinónimas, podríamos decir que se
han expresado dos proposiciones distintas.
Por tanto, en resumen, una frase es una serie de palabras limitadas, en el lengua­
je escrito, por puntos, etc., y puede distinguirse en el nivel simbólico (una situación)
y en cuanto al tipo (más de una situación con la misma tipografía). Es posible que el
mismo tipo de frase no se utilice siempre para expresar la misma proposición. Una
proposición es aquello expresado por una frase enunciativa plena de sentido, tal
que esas dos frases enunciativas del ejemplo con el mismo significado que pueden
pronunciarse para expresar el mismo significado, pero que tal vez no necesaria­
mente den lugar a la misma afirmación. Una afirmación es aquello que indica una
proposición expresada mediante una frase enunciativa de sentido completo, tal que
si dos proposiciones atribuyen las mismas propiedades a los mismos objetos, dan
lugar a la misma afirmación. Para un análisis más detallado de estos temas, véase E. J.
Lemmon, «Sentenccs, Statements and Propositions», en ñritish A naütycal Philosophy,
B. Williams y A. Montefiore (eds.), Rouüedge & Kegan Paul, 1966, y S. Wolfram,
Philosophical I-ogic, Routledge, 1989.
Resulta esencial algún tipo de distinción como esta si queremos resolver el pro­
blema de cómo Dios puede saber lo que sé cuando sé que Yo estoy a q u í ahora. Dios
conoce las verdades que un ser puede decir acerca de sí mismo sirviéndose de la
primera persona y de conceptos de indexkalidad como «aquí» y «ahora», pero por
supuesto él mismo no llega a estas verdades a través de las mismas tirases y proposi­
ciones; por tanto, deben ser afirmaciones que en el fondo llevan implícita la verdad.
7 Más adelante matizaré esta interpretación de la bondad de Dios, pero por el
momento no se pierde nada con esta simplificación.
a Este argumento (y parte de lo que sigue) parte de un concepto particular de
lo que es ser «realmente libre», uno al que normalmente se conoce como «liberta-
rismo», que no debe confundirse con la ideología política del mismo nombre. El
liberíarismo es la visión de «consenso» entre los teístas en general y sin duda alguna
entre los teístas temporalistas; como tal, podríamos asumirlo en aras de este argu­
mento. Pero un temporalista que estuviera deseando dejar de lado la afirmación de
que somos libres en este sentido podría, desde luego, evitar este argumento para
ampliar la ignorancia divina (si bien, por el argumento del párrafo anterior del
texto principal, él o ella aún necesitarían postular cierta ignorancia divina). Véase
C. Campbell, In D efin » o f Free WilL Alien ¿ Unwin, 1967; R. Sorajbi, Tim e, C rtalion,
a n d tke C antinuum , Duckworth, 1983;J. Kranvig, The Passibility o f a n AU-Knowmg (iod,
Macmillan, 1986; A. Plantinga. «On OckhanTs Way Out», Faith a n d PhÜosaphy (1986), y
J. R. Lucas, TheFuturr, Blackwell, 1989, para planteamientos imaginativos y diferentes
de este problema.
9 Si Dios sabe de forma intemporal que daremos un ejemplar de este libro
a nuestro mejor amigo, entonces podría haber hecho que un profeta predijese
hace quinientos años que lo haríamos, pero una de dos: hubiera dejado abierta la
posibilidad de que este profeta se equivocase (en cuyo caso podríamos conservar
la posibilidad de hacer otra cosa distinta a lo profetizado), o bien hubiera evitado
cualquier posibilidad de error y así hubiera desterrado cualquier posibilidad de
hacer otra cosa que no fuera lo profetizado. Los atemporalistas deben admitir, en
otras palabras, que un Dios intemporal podría privar a sus criaturas de la libertad
y que tendría que hacerlo (al menos hasta cieno punto -n o tendría necesidad de
limitar otras cosas irrelevantes para la profecía-) si quisiera hacer que una profecía
fuese infalible. Pero esto no parece problemático, l a capacidad de Dios para dotar
a un profeta de un poco de preciencia infalible de nuestras acciones no interfiere
en nuestra libertad para realizar dichas acciones, en la media en que él no ejerza
esa capacidad. El único problema surge si situamos de forma efectiva en el tiempo
y antes de nuestra acción a un «profeta» infalible y omnisciente, como ocurriría si
concebimos a Dios como temporal y etemo.
"Véase, por ejemplo, el exhaustivo trabajo de B. Leftow, Tim e a n d FJemily, Cor-
nell University Press, 1991. Pero contrástese A. Padgett, (iod, F tem ity a n d th eN a iu rea f
Time, St Martin's Press, 1992, y R- Swinbume, The (ihristian God, OUP, 1994.
11 El Génesis 6:6-8 dice: «Yvio Jehová que la maldad de los hombres era mucha
en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de
continuo solamente el mal. * Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la
tierra, y le dolió en su corazón.7Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los
hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves
del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho.8 Pero Noé halló gracia ante los

340
ojos de Jehová». Un cieno tipo de creyente literal de esta historia podría udlizarla
por supuesto como «prueba» de que no solo el Dios del teísmo tradicional podría
equivocarse, sino que do hecho lo hace. Pero entonces este tipo de creyente tendría
dificultades para dar una interpretación satisfactoria desde el punto de vista religioso
al final de la historia, donde Dios promete no volver a hacer nunca nada parecido.
La promesa de Dios sería como si un policía fuera a prometer no volver a arrestar
nunca a una persona. Desde el momento de la promesa en adelante Dios y el policía
tienen que tocar madera para que la humanidad/esa persona no hagan nada que
pueda ponerles en la «incómoda» posición de que sus únicas opciones sean romper
sus promesas o mantenerlas aunque haciendo conscientemente menos de lo que
es su obligación. Para discusiones recientes sobre el tema, véase Clark Pinnock el
al., The Openness o f God: A B ibliral Challenge lo the ’IYaditional U nderstanding o f God,
InterVarsity Press, 1994.
12C. Taliaferro (cd.), Conlemporaty Philosophy o f Religión, Blackwell, 1998, p. 219;
se trata de una adaptación de su formulación en God, Tim e a n d Knowledge, Comell,
1989, p. 197.
13Aparte de renunciar al kantismo extremo, no es necesario nada más de nuestra
concepción de la deidad para que mi argumento tenga sentido, pues mi argumento
muestra cómo un Dios temporal podría hacer algo que no solamente no logre ser
bueno (según cualquier concepción no kantiana verosímil), sino que además sea
en sí mismo malo (según cualquier concepción no kantiana verosímil), de hecho
algo moralmcnte catastrófico.
HVéase John Sanders, «Why Simple Foreknowledgc OfFers No More Providential
Control [lian the Openness of God», fa itk and Philosophy 14 (1997).
13Véase, por ejemplo, Boecio, /ai consolación de la filosofía, trad. de Pedro Rodrí­
guez Santidrián, Alianza, Madrid 1999, v. 6.
16Véase E. Stump y N. Kretzmann, «Etemity»,youma/ o f Philosophy 78 (1981), pp.
429-458 para un desarrollo de esta crítica.

Capítulo 3

1Utilizo el término «desea» para evitar entrar en el problema de si es correcta


o no, a grandes rasgos, una «teoría de la acción deseo-satisfacción», teoría que
establece que siempre hacemos aquello que creemos que satisfará nuestro mayor
deseo. 1.a afirmación de que en caso de ser libres haremos siempre lo que desee­
mos pretende tener en cuenta la veracidad de dicha teoría, pero también tener
en cuenta su falsedad como en el caso de que -como podría decirse- en aras del
deber deseáramos actuar en contra de todos nuestros deseos. La afirmación de que
la libertad es simplemente el poder de provocar lo que deseamos parece refutarse
con ciertos ejemplos de personas con capacidades muy restringidas pero deseos
igualmente o quizá más limitados. Sin embargo, la afirmación de que la libertad
requiere la capacidad para hacer lo que deseamos es mucho más plausible y es todo
lo que necesito para mi argumento.

341
* La propiedad que llamo bondad absoluta de Dios se denomina a veces «omni-
benevolencia», literalmente, todo buena voluntad. Puesto que Dios no está limitado
al actuar conforme a lo que desea por falta de poder o ignorancia, su omnibenevo-
lencia necesita enseguida de su omnibeneficencia, literalmente, todas sus obras son
buenas. Pero ninguno de estos términos logra captar el hecho de que no solo todo
lo que hace Dios es bueno, es que nunca hace otra cosa que no sea absolutamente
buena, por lo que prefiero el término «bondad absoluta» para describir este rasgo
de la concepción leística de Dios. El concepto de bondad absoluta por el que se
aboga en el texto principa) plantea varias preguntas importantes. Podría afirmarse
que supone que Dios creará el mejor mundo posible si es que lo hay. Y si no existe
el mejor mundo posible -n o solo porque hay paridad entre ellos, sino porque hay
infinitos mundos mejores posibles, cada uno mejor que el anterior—,¿qué es lo que
implica -d e haber algo- la bondad absoluta de Dios que haga? Estas cuestiones se
tratan de forma separada en el capítulo 12.
* Esto es una simplificación. Podríamos hacer algo supererogatorio por una
causa, como por ejemplo la difusión del comunismo, sin tener en mente el bien de
nadie en particular, de hecho, tal y como ilustra este ejemplo, mientras pensamos
en el bien de cualquier persona como subordinado a esta causa.
4 Este ejemplo puede parecer innecesariamente confuso por otro motivo: en
él, el «dueño legítimo» del dinero es tan despreciable y usted está tan necesitado
que no está del todo claro que no hay ninguna razón plausible que justifique que lo
correcto sea devolverle el dinero. ¿Acaso no sería mejor el ejemplo si el propietario
legítimo hubiera sido una persona más agradable, de forma que lo que presentase
fuese un mero contraste entre el interés propio y los intereses (o derechos) de los
demás? Por desgracia, no puedo hacer esto. Cuanto menos grave y agobiante sea la
amenaza que les planteo y cuanto menos acomodado haga al propietario legítimo,
menos obvio resultará, en el fondo, que sea razonable quedarse con el dinero. De
la misma manera, aunque no resulte tan obvio, por alguna razón a primera vista
plausible cuanto más agradable haga al legítimo propietario, menos correcto le pa­
recería devolverle el dinero. Esto es porque hay algo de verosímil en la sugerencia
de que si pudiera creer razonablemente que el legítimo propietario le hubiera
dado el dinero de haberle explicado su posición y habéiaelo pedido, está moral­
mente justificado que se lo quede incluso aun cuando se diera el caso de que no le
explicase nada ni le pidiera el dinero. Con el fin de contrarrestar esta objeción al
ejemplo por presentar un conflicto entre lo que es, en el fondo, razonable hacer y
lo que es moralmente correcto hacer en el primer momento, hago por tanto mayor
la amenaza para usted, menor la necesidad de dinero del legítimo propietario, y al
legítimo propietario muy tacaño.
*Esto podría no resultar tan obvio. Si nuestro disfrute de vida eterna no depende
de haber sido perfectos en esta vida (tal y como ocurre en cualquier visión leística
admisible, no solo en la versión que respaldo en un capítulo posterior), entonces
podría parecer que sería razonable preferir el goce presente (inmoral) a la miseria
presente (moral). (A alguno podría venirle a la cabeza la célebre oración de san
Agustín: «Señor, hazme casto, pero todavía no».) Pero de hecho no resulta razonable

342
objetivamente si, como discuto más adelante será el caso en el teísmo, en el Juicio
Final todas las veces en que de forma culpable no fuimos perfectos serán expuestas
con toda crudeza mientras estamos ante Dios. Desde esa perspectiva legítimamente
vergonzosa, haremos bien en juzgar cualquier pecadillo, por muy gratificante que
fuera en su momento, afirmando que no valió la pena.
4 Esto no significa negar que haya algunas cosas que serían buenas y que por
lógica deberíamos querer, pero que no pueden provocarse, ni siquiera un ser om­
nipotente puede hacerlo, sin actuar de forma inmoral. Según el teísmo, hubiese
sido bueno para Nietzsche haber amado a Dios a lo largo de su existencia terrenal,
pero -supongamos, lo que no resulta inverosímil- que hubiera sido malo que Dios
hubiese intervenido directamente para que Nietzsche lo hiciera, pues tal interven­
ción hubiera obligado a vulnerar la autonomía de Nietzsche, algo que de por sí
hubiera sido un error. Se diría que hay tres posibilidades. La primera, podría ser
que lo bueno de que Nietzsche hubiese amado a Dios a lo largo de su existencia
terrenal pesara más que el mal de vulnerar su autonomía, algo que habría sido
necesario de haber intervenido Dios (en cuyo caso habría resultado inmoral que
Dios no interviniese para hacer que Nietzsche lo amara). La segunda, podría ser
que estuviesen equilibrados (en cuyo caso Dios debería haberse mostrado moral­
mente indiferente acerca de si intervenir o no). En tercer lugar, podría ser que la
maldad de la intervención hubiera sido mayor que la bondad de la consecuencia
que produjo (en cuyo caso hubiera sido inmoral que Dios interviniese). No hay nada
en esto que impida a Dios hacer lo que quiera que sea que le demande la bondad
absoluta, aunque del hecho de que Nietzsche obviamente no amara a Dios a lo largo
de su existencia terrenal, podamos inferir que para los teístas la primera de estas
posibilidades pasa por no ser real.
7Se podría pensar que estamos ante una dificultad para la propiedad divina de
la libertad absoluta consecuencia de la concepción de libertad que nos ha guiado
hasta aquí (según la cual para que exista auténtica libertad tiene que ser posible que
un agente haga otra cosa distinta a la que él o ella hace en realidad) tras decidimos
por afirmar que Dios goza por necesidad de bondad absoluta. Pero de hecho la
capacidad para hacer algo distinto es bastante compatible con estar necesitado de
hacer lo que moralmente es perfecto en tanto en cuanto se aprecie la perfección
moral de Dios: que Dios debe hacer lo mejor (o lo mutuamente mejor) por sus
criaturas siempre que sea posible. Antes de la creación de un mundo, la bondad
absoluta de Dios no dicta nada respecto a lo que debe hacer (pues no hay criaturas);
tiene todas las posibilidades abiertas ante él. Una vez errado un universo, sigue sin
dictarle nada si ha creado uno en el que no haya criaturas o existan criaturas por
quienes no se pueda hacer lo mejor (o lo mutuamente mejor) y. por supuesto, si no
ha creado tal universo, eso en sí será la consecuencia de su elección consciente de
no hacerlo. Volveremos sobre estos puntos, y los matizaremos someramente, más
adelante al analizar el problema del mal.
* Para una explicación más detallada de la propiedad de la necesidad, con la
que básicamente estoy de acuerdo, véase J. Hoffman y G. Rosenkrantz. The D ivine
Attributes, Blackwell, 2002. cap. 4.

$43
Capítulo 4

1Los saduceos, una secta religiosa judía de la época de Jesús, no sostenían tra­
dicionalmente que Dios nos ofreciera vida eterna, por lo que sería más adecuado
decir que la inmensa mayoría de los teístas están de acuerdo en este último punto.
Sin embargo, dado que la mayoría de los teístas que sí creen que Dios nos ofrece
vida eterna es tan amplia, me permito hablar de «todos los teístas», siempre que se
trate del texto principal.
*No parece que haya ningún obstáculo para que Dios otorgue a sus ángeles (de
haber alguno) poder para crear «ex nihilo», es decir, a partir de ninguna materia
preexistente, pero aún dependerían de él para tener este poder, por lo que no serían
los creadores últimos de nada que hubiesen creado. Si entendemos «ex nihilo» en
«crear ex nihilo» como «de la nada» en el sentido de no depender de nada, enton­
ces la frase típica «crear de la nada» tiene el mismo significado que mi «creación
legítima».

Capítulo 5

1 Véase j. Shaw, «The Application of Divine Commands», Religiotis Síudies 35


(1999), para un excelente análisis de otros tantos motivos por los que Dios podría
desear de manera razonable cambiar el estatus moral de ciertas acciones.
* Por ejemplo, D. Z. Philips, Death and ImmortalUy, Macmillan, 1970, passim, y A.
Flew, The ¡*mumptim of Atheism, Elek/Pemberton, 1976, cap. 9.
9En una encuesta Gallup de principios de los ochenta, el sesenta y siete por cien­
to de los americanos revelaron creer en la vida tras la muerte y hasta un cincuenta
y tres por ciento de aquellos que manifestaron no estar relacionados con ninguna
actividad religiosa de forma regular dijeron que no obstante creían en la vida des­
pués de la muerte (G. Gallup, Adventures in Immortality, McGraw Hill, 1982, pp. 201,
202). El diez por ciento de los ateos (ingleses) creen en la inmortalidad según una
encuesta (D. Martin, A Sodologt of Knglish Religión, Heincmann, 1967, p. 102).
4 En lo sucesivo, usare la palabra «muerte» para referirme a muerte clínica.
9 E. Hirsch, The Concept of Identily, OUP, 1982, cap. 1, y A. Quinton, The Natun of
Things, Routledge & Kegan Paul, 1973, pp. 63-ss., por ejemplo, ambos consideran
que el caso del desmontaje del motor es un caso de un motor que deja de existir y
luego vuelve a existir de nuevo.
6 Una complicación que surge es que las parles utilizadas por una persona bien
podría usarlas otra -u n problema concreto en el caso de los caníbales cuyas partes,
imaginamos que en un caso extremo, podrían ser partes que previamente pertene­
cían a otros, sus víctimas-. ¿Cómo podría Dios resucitar tanto al caníbal como a su
víctima? Una respuesta obvia es que podría hacerlo de forma secuencial. Pensemos
en esta analogía. Imaginemos que udlizo un cierto número de piezas del Lego para
hacer un avión; luego, lo desmonto y utilizo las piezas para hacer un coche; luego
vuelvo a desmontar el coche en las piezas que lo componen. Según la visión sobre

344
la que estamos trabajando, si ahora quisiera volver a colocar las piezas exactamente
igual a como estaban dispuestas, para mí sería como recrear el avión. Si quisiera
desmontar el avión de nuevo y colocar las piezas de la misma forma en que estaban
dispuestas a continuación, para mí sería como recrear el coche. Así -con un plazo
temporal infinito por delante- podría realizar estas tareas infinidad de veces, dando
al avión y al coche una «vida» eterna, aunque intermitente. Ahora bien, estas vidas
jamás se superpondrían la una a la otra. ¿Podría Dios dar una vida eterna al caníbal
en la que se encontrase con sus víctimas? Por mi parte, no veo por qué no, según
esta teoría -si bien, es algo más conflictivo-. Supongamos que vuelvo a disponer
las piezas y compongo el avión. Luego tomo una pieza del avión y la pongo aparte,
colocando en el avión otra pieza cualitativamente igual a la primera. En mi opinión,
esto no destruiría la identidad del avión. A continuación repito este proceso hasta
que el avión está hecho de piezas totalmente distintas de las que originalmente lo
formaban, dejando a un lado un montón de piezas, montón que ahora ya no va a
utilizarse para componer el avión, por lo que puede utilizarse para recrear el co­
che, un coche que entonces puede existir de forma simultánea al avión que sigue
existiendo. Que el avión podría sobrevivir de esta manera a la sustitución gradual
-y total al final- de sus piezas es la afirmación más controvertida según la cual la
posibilidad de que Dios pueda reunir a los caníbales con sus víctimas depende de
la tcorfa flsicalista que estamos considerando.
7 Esto quiere decir en relación con un marco de referencia que incluye tanto a
la Tierra como a Alfa Centauro.
* En la literatura, la gente que opta por esta idea se muestra reacia a realizar de
hecho esta estipulación, pues piensan que es justo porque sabemos todo lo arriba
mencionado, debemos saber lo que importa, de ahí que tomar tal decisión sea, en
el mejor de los casos, superfluo y, en el peor de los casos, susceptible de distraemos
de lo que realmente interesa.
* El realismo como una política general sobre la naturaleza de la constitución
de la identidad de todas las cosas parece innecesariamente pesimista en lo que se
refiere a nuestras oportunidades para explicar la identidad y el cambio, y nadie
se ha atenido a él. Por otro lado, el antirrealismo como política general sobre la
constitución de la identidad de todo parece refutarse a sí mismo obligatoriamente;
incluso hasta el más recalcitrante antirrealista debe permitir que sus explicaciones
se paren en algún momento si es que desea acabar de presentarlas alguna vez y así
poder dar alguna. Si la identidad de ay ó, de basarse ontológicamente en algo, se
va a basar en las relaciones entre cosas diferentes de a y ó, digamos c y d, entonces
podríamos preguntar en qué se va a basar la identidad de c y d, y en virtud del
principio que se acaba de proponer, en caso de que se vayan a basar en algo en
absoluto, de nuevo debe ser en las relaciones entre cosas de un tipo diferente, e y
f . De este modo, o bien la regresión es infinita o circular, o bien ciertas identidades
deben tomarse como de por sí primitivas, infundadas, e inexplicables; en cualquie­
ra de los dos primeros casos no se habrá dado una explicación satisfactoria de las
identidades «superiores» haciendo referencia a las «inferiores». Por lo tanto, debe
asumirse que hay ciertas identidades primitivas desde el punto de vista ontológi-

345
co en cualquier teoría sobre la identidad de las personas o cualquier otra cosa.
“ Este es básicamente el escenario descrito por J. Hick en Death and E tem al Life,
Collins, 1976, cap. 15, y en otra parte, tal y como lo da a entender la verdad de la
doctrina de la resurrección del cuerpo.
11 Supongo que se eliminarán las imperfecciones.
11El argumento a favor del dualismo de la sustancia del realismo, tal y como se
ha bosquejado brevemente en el texto principal, se basa en una transición desde
lo que se percibe como lógicamente posible hacia aquello que por tanto tenemos
buenos motivos para creer que es metafTsiramcnte posible. El único principio en
que deberá basarse el dualista de la sustancia para realizar esta transición es que la
posibilidad lógica aparente constituye necesariamente a primera vista una buena
razón para creer en la posibilidad metafísica. Es necesario aceptar este principio
para que pueda prosperar cualquier argumento a su favor o en su contra: por lo
tanto, no se le puede negar. El argumento del dualista de la sustancia presenta esta
estructura: «Que X es lógicamente posible es una buena razón para suponer que X
es metafísicamente posible; los experimentos mentales establecen que X es lógica­
mente posible y por tanto que una buena razón para creer que X es metafísicamente
posible; la posibilidad metafísica de X implica la verdad del dualismo de la sustancia;
por lo tanto, tenemos buenos motivos para suponer que el dualismo de la sustancia
es correcto». O, más concretamente, dado que ( I) parece lógicamente posible que
podamos conocer todos los hechos físicos y psicológicos, pero desconocer el hecho
de la persona, entonces (2) tenemos buenos motivos para creer que los hechos
físicos y psicológicos no son el hecho de la persona; son dos hechos diferentes
desde el pumo de vista de la metafísica; y dado que (2), entonces (S) las personas
tienen una parle inmaterial, una sustancia del alma, con la que se van a identificar
en esencia. Rechazar las modalidades en las que se basa el dualista de la sustancia
para esgrimir su argumento como posibilidades siquiera lógicas parece precipitado
a la vista de nuestras intuiciones espontáneas a favor del realismo. Si bien Margare!
Wilson escribe que «el hecho de que podamos concebir esa p no implica que esa
p sea siquiera (lógicamente) posible: iodo lo que se sigue de esto (en el mejor de
los casos) es que aún no hemos dado con contradicción alguna en p» (M. Wilson,
Descartes, Roulledge & Kegan Paul, 1978, p. 191), cabe destacar que si Wilson se
aferrase al principio que subyace a esta conclusión como una condición necesaria
para la justificación epistémica, nunca podría llegar a conclusión alguna sobre lo
que, efectivamente, es posible y (por tanto), en rigor, real. (Shoemakcr hace la mis­
ma observación en su O n a n Arrument jar D ualista, C. (Jinet y S. Shoemakcr [cds.],
K now ledgeand M ind, OUP, 1983, p. 248.) El dualista de la sustancia puede responder
legítimamente a cualquier amenaza sobre (1) en estas líneas con la acusación de
que si no podemos utilizar nuestras intuiciones para opinar sobre la posibilidad
lógica, entonces es que estamos en muy baja forma epistémica. Parece un principio
de racionalidad aceptar que, tras considerarlo convenientemente, si algo parece
lógicamente posible en relación con un lema, entonces ipso fa d o el dualista tendrá
una buena razón para creer que es lógicamente posible. (Consulten mi análisis
posterior sobre el principio de credulidad en el texto principal.) Cualquiera que sea

346
la acusación sobre lo inadecuado del grado de reflexión empleado formulada contra
el dualista de la sustancia, lo podrá rebatir tomándose más tiempo para considerar el
tema. El experimento mental de su viaje a Alfa Centauro parece establecer que no
es lógicamente imposible que las personas se equivoquen, incluso estando al tanto
de todos los hechos físicos y psicológicos, acerca de si usted ha sobrevivido o no.
Imagino, por tanto, que el mejor punto en el que fijamos es el paso entre (1) y (2).
Se diría que un fisicalista podría negar sencillamente que el paso entre (1) y (2) esté
justificado, aseverando que, en efecto, se nos va a identificar totalmente con algún
elemento físico nos demos cuenta o no alguna vez de esto y por lo tanto empecemos
a decirlo -hay un porcentaje correcto de una determinada área de materia física
(supongo que alguna división de nuestros cerebros) que forma parte de nosotros-y
de ahí que (1), tal vez, al expresar una posibilidad epistcmica no exprese más de una
posibilidad metafísica de lo que se expresa al señalar una muestra de lo que es, de
hecho, agua y al decir «Podría conocerlo todo sobre esa materia en lo que respecta
a su condición de HvO, y aun así no saber que se trataba de agua; por tanto, ser
agua, no puede ser sencillamente ser HsO». Se diría que esta es la posición de D.
M. Armstrong (él afirma que «la existencia incorpórea parece ser una suposición
perfectamente inteligible» en su obra A MaUrialiit Theory of the Miné, Routledge &
Kegan Paul, 1968, p. 19). Sin embargo, creo que en el fondo esta postura tampoco
servirá. El terreno de la posibilidad lógica cedido al dualista de la sustancia llevará al
final a la capitulación total del dualista ajeno a la sustancia o al dogmatismo abierto.
Aquel que se oponga al dualismo de la sustancia necesitará, si acepta a los dualistas
de la sustancia en su ámbito lógico, erigir apresuradamente (y hasta dogmática­
mente) sus propias modalidades de rr para evitar que crucen fácilmente desde el
terreno cedido, que desee reservar para sí, al de la posibilidad metafísica. Definir
estas necesidades metafísicas en las que sí será abiertamente dogmático como los
experimentos mentales aceptados por ambas partes que establecen que es lógica­
mente posible que se pudiera conocer todos los hechos físicos y psicológicos, y aún
así desconocer los hechos personales (esta aceptación fue la que animó al dualista
ajeno a la sustancia a admitir al dualista de la sustancia en el terreno de la posibilidad
lógica al principio), parecería una prueba evidente de que esto es metafísicamente
posible también, independientemente de lo que la ciencia pueda descubrir en el
futuro -sencillamente porque nuestras tendencias realistas nos llevan a pensar que
la ciencia (metafísicamente) siempre podría estar equivocándose-. En respuesta a
«Esto no es más que un ejemplo de falacia del hombre enmascarado», se diría que
el dualista de la sustancia puede replicar «Podría ser, pero ¿qué otra razón podría­
mos tener para creer que no lo es?». Desde luego, en la medida en que carezcamos
de tendencias realistas, tenemos la solución antirrealista fácil al problema de cómo
podríamos sobrevivir a nuestra muerte tal y como se describe en el texto principal.
15 Muy a menudo, una persona no muere antes de que el cuerpo humano al
que está asociado experimente una serie de cambios como, por ejemplo, un paro
cardíaco. Pero esto no es así universalmente. Piensen de nuevo en la definición de
carácter personal elaborada en el capítulo 1. Por esta razón, lo que ocurre cuando
alguien pasa a un estado vegetativo persistente es que pierde todo interés en la vida

347
en el sentido extremo de perder su carácter personal; la persona muere pero el
cuerpo continúa. Cuando afirmamos que si la muerte es el final eso es malo para la
persona, deberíamos dejar claro que no nos referimos a la muerte biológica sino a la
personal. Tal vez quepa señalar que esto no implica ciertas cosas que se podrían dar
por sentadas. No implica que tengamos carta blanca para tratar a los pacientes en
estados vegetativos persistentes pues, después de todo, no son personas. No supone
que podamos, por ejemplo, mantenerlas con vida solo para usarlas como bancos de
órganos para aquellos humanos que aún son personas. Recuerden el análisis sobre
cómo cosas que no son personas pueden sin embargo contar desde el punto de
vista moral. Tal vez no podamos mostrar al paciente que es un cuerpo humano en
estado vegetativo persistente el debido respeto si le tratamos como un depósito de
órganos para los pacientes que son personas. Quizá sí podamos. La relación aquí
elaborada no nos compromete con ninguna alternativa de estas ni con todas las
demás complicadas situaciones de este ámbito. Véase la obra de James Rachcl, The
Ends of Life, OUP, 1986, sobre estos temas.
14Algunos -como Bernard Williams («The Makropukos Case: Reflcctions on tbe
Tedium of Immortality», Probiem of theSelf, CUP, 1973)- se muestran impresionados
por la idea de que, aun cuando algún tipo de vida tras la muerte podría ser benefi­
ciosa para las personas, una vida eterno tras la muerte se convertiría por necesidad en
algo indeseable para cualquiera que la soportase. «Nada sería peor para la eternidad
que algo que haga que el aburrimiento sea inimaginable. ¿Qué podría ser? Algo que
podría garantizarse que fuera totalmente absorbente en todo momento... Si, care­
ciendo de una concepción de la actividad absorbente garantizada, nos limitamos a
tratar de apartar de nuestro pensamiento la reacción al aburrimiento, ya no estamos
concibiendo una mejora de las circunstancias, sino un empobrecimiento de la con­
ciencia de las mismas» (ibid., p. 95). El argumento de Williams merece considerarse
más de lo que yo voy a hacer aquí. No obstante, se pueden hacer dos observaciones
brevemente. En primer lugar, adorar a Dios con toda la gloria de la visión beatífica
es precisamente el tipo de actividad absorbente garantizada que reclama Williams.
Desde luego -y este es un punto sobre el que vuelvo en el texto principal- resulta
complicado para nosotros en el estado ame mórtem sobrevenido describir esa visión
de forma que nos resulte obvio en el estado ame mórtem sobrevenido por qué es­
taría garantizado que fuera absorbente para toda la eternidad. Las noticias que nos
anunciaba John Newton en las conocidas palabras «Cuando hayamos estado allí diez
mil años, brillando como el sol, no tendremos menos días para cantar la alabanza a
Dios que cuando empezamos» [del himno «Amazing Grace»], debo admitir que no
las recibo del todo con el grado de entusiasmo que habitualmente produce en mí el
canto de himnos, incluso el canto de himnos de John Newton. Pero este defecto es
un defecto de carácter e imaginación (y muy probablemente de oído musical) por
mi parte, no una incoherencia o inverosimilitud de la doctrina; de hecho, mi defecto
y la dificultad que de él resulta es precisamente lo que esperaríamos del teísmo. Esto
me lleva a la segunda observación. En segundo lugar por tanto, no resulta obvio
que sea cierto que el hecho de que alguien pase el tiempo meditando la reacción
al aburrimiento de una situación vaya a suponer siempre un empobrecimiento de

348
su conciencia de la misma. Como sabrá cualquiera que haya enseñado filosofía, los
alumnos pueden aburrirse incluso hasta cuando la materia que se esté enseñando
no lo garantice en absoluto. Es un defecto que tienen (y tal vez algo revelador de
que como educadores no hemos hecho todo lo que podríamos). Privar a alguien
de su capacidad para aburrirse indebidamente no implica un empobrecimiento de
su conciencia del objeto que por lo demás podría encontrar aburrido; implica más
bien una mejora. No tengo gustos musicales cultivados y por ello encontraría mucho
menos aburrida una ópera de Gilbert y Sullivan que una de Wagner. Sin embargo,
tengo la cultura suficiente como para asentir a la afirmación de Mark TWain de que
la música de Wagner es mucho mejor de lo que suena. Si, como bien logran captar
las palabras de Twain, no puedo imaginar cómo podría ser eso, estoy preparado
para pensar que eso es precisamente porque no tengo una educación musical; y al
no tenerla, no esperaría ser capaz de imaginar cómo sería convertirme en el tipo
de persona que podría escuchar a Wagner sin aburrirme un tanto, %menos que de
forma bastante artificial «apartara con el pensamiento» el aburrimiento. Pero, por
muy artificial que sea, puedo alejar de mí esta reacción y reparar al hacerlo en que
-asumiendo la certeza del aforismo de Mark Twain- si tal cambio fuese a operarse
en mí, habríá estado bastante lejos de sentirme empobrecido en mi apreciación de
lo que fuera lo que estaba escuchando.
19 Lucas 15:11-ss.
16Dante Alighicri, Divina Comedia, estrofa final de «Paraíso», trad. de Luis Mar­
tínez de Merlo, Cátedra, Madrid 1988.

Capítulo 6

1 Hay un principio nada controvertido que podría asemejarse al de la simplici­


dad en el que me baso aquí. Según este principio no conflictivo, una hipótesis que
es más simple por arriesgar menos es más susceptible de ser cierta que otra que sea
más complicada por arriesgarse más. Por ejemplo, una hipótesis que dijera que al
menos un mono ninja estaba implicado es más susceptible de ser cierta que la hi­
pótesis que dijera que solamente un mono ninja estaba implicado, pues la primera
se infiere de la segunda pero no viceversa. No obstante, esta clase de «simplicidad»
relativa obviamente no es más que una relativa falla de concreción de la hipótesis
en cuestión. El principio de simplicidad más controvertido en el que me baso es
aquel en virtud del cual entre dos hipótesis igualmente específicas, la primera que
un solo mono ninja estaba implicado y la segunda que eran exactamente dos monos
ninja los que estaban implicados, la primera, al proponer menos entidades, es más
simple que la segunda y por tanto más susceptible de ser cierta.
* A. Plantinga, «Rcason and Belief in God», en A. Plan tinga y N. WoltcrstoríT
(eds.), Faith and Ratúmality: Reason and Bdiejm God, Notre Dame, Ind., 1983, p. 17.
3 El argumento del texto principal para desviarse del consenso existente entre
los que discuten el tema de la basicalidad propia de la creencia en Dios que sostiene
que para que una creencia sea propiamente básica es necesario que sea verdad, es

349
excesivamente parco; el argumento que lo circunscribe hasta el punto de que para
alguien que haya oído hablar de los agnósticos y ateos, creer en Dios no pueda
ser algo propiamente básico, lo que también se aparta de la opinión generalizada
entre los que debaten el tema de la basicalidad propia de la creencia en Dios, es
aún más exiguo. Se podrían añadir dos puntos que ayudarían a suavizar el ceño
fruncido de todos aquellos que hayan llegado hasta esta nota al pie. En primer
lugar, contra este consenso, sostendría que hay algo impropio desde el punto de
vista epistémico acerca de continuar manteniendo una creencia de forma básica
cuando se nos presentan evidencias en su contra. Acierta Hume cuando afirma que
los sabios (es decir, apropiados desde el punto de vista epistémico) adecúan sus
creencias a las pruebas. En segundo lugar, hay algo psicológicamente imposible en
no comportarnos como nos animaría a creer que es cpistémicaincnte apropiado
este humeanismo (al menos en el caso que nos ocupa). Permítanme ilustrar los dos
puntos mediante un ejemplo.
Supongamos que la policía se presenta un día en su puerta y le presenta pruebas
de que ha robado un banco el día anterior; las pruebas son tan contundentes que
convencerían a cualquier juez más allá de toda duda de su culpabilidad. Se queda
atónito, pues resulta que tiene -al menos al principio- lo que podría decirse un
recuerdo nítido de haber pasado todo el día de ayer visitando un museo lejos del
banco, en la otra punta de la ciudad. Nada nos impide conjeturar que la creencia
de que pasó todo el día anterior en el musco era, sin duda alguna antes de que
llegara la policía, una creencia básica para usted (es decir, no se basaba en otras
creencias, creencias que podrían plasmarse al decirse a sí mismo algo como: «Tengo
la ligera impresión (le recordar haber comprado un billete para el museo y ver en
esc momento que tenía fecha de ayer; por lo tanto -dada la habitual fiabilidad de
mi memoria y demás...-, lo más probable es que ayer comprara el billete y visitara el
museo»). El que la policía acudiera a su puerta y le presentara todas esas pruebas en
su contra no le obliga, así lo argumentarían algunas, a buscar argumentos o pruebas
que rebatan las pruebas que ellos presentan; ni tampoco le motivaría por necesidad
psicológica a hacerlo; por tanto su creencia de que pasó el día de ayer en el museo
puede seguir siendo propiamente básica. Sin embargo, las dos afirmaciones que
conducen a esta conclusión me parecen manifiestamente inverosímiles. En primer
lugar, me llama la atención que por mucho que confiara inicialmentc en su creen­
cia de que pasó el día anterior en el museo, debería tener más dudas sobre ello de
las que tenía antes de que se le presentase esta prueba. (Pensar de otra manera es
convenir con una forma de prejuicio humeano que situaremos en su tratamiento
del testimonio del suceso de milagros, donde uno considera adecuado enterrar
ciertas creencias verdaderas tan profundamente en los fundamentos de su estructura
noética que descarta la posibilidad de verse alguna vez subvertido por testimonios
contrarios u otro tipo de evidencias.) En segundo lugar, no solo debería, sino que
además tendría que tener más dudas, si bien confieso que una cierta inercia noética
a la que todos estamos sujetos (todos somos sencillamente perezosos) significa que
esto depende de la contundencia de las pruebas. Hagamos realmente contundentes
las pruebas, de forma que venza esa inercia. Imagine que la policía le muestra imá-

350
({enes de las cámaras de vigilancia que parecen recoger a alguien idéntico a usted
robando el banco. Es más, las cámaras tienen sonido; escucha una voz exactamente
igual que la suya que pertenece a la persona idéntica a usted. La voz le dice a la
cámara: «Tras este delito, un cómplice me va a lavar el cerebro para que se me
borre cualquier recuerdo de haberlo cometido y en su lugar tendré la sensación
de haber pasado el día de hoy visitando un museo en la otra punta de la ciudad.
Ja, ja, jal». ¿Acaso no es realmente posible desde el punto de vista psicológico que
esto le haga cuestionarse, aunque solo sea un poco, su confianza inicial en que
pasó el día de ayer en un museo en la otra punta de la ciudad (a menos, claro está,
que siguiera las tesis de Locke acerca de la identidad personal)? Incluso aunque
no hubiera acumulación de pruebas alguna capaz de obligarle -con el lin de seguir
siendo racional- a sustituir su creencia de que ayer estuvo visitando el museo por la
de que ayer robó el banco (y me sorprende que pudiera haber prueba lo bastante
contundente para conseguirlo), me resulta obvio que cualquier prueba debería
rebajar su confianza en su creencia inicial al menos hasta cieno punto y cualquier
prueba sustancial lo haría, y-lo que es más importante-obligarle a relacionarla con
otras creencias que tuviera, haciendo que ya no considerase esa creencia básica, aun
cuando siguiera teniéndola. Si todavía la tuviera, habría empezado a respaldarla con
otras creencias como, por ejemplo, que este tipo de lavado de cerebro fuera más
improbable que alguien que falsificase las imágenes de las cámaras de vigilancia,
etc. Una consecuencia de la opción libremente aceptada supondrá que aquellos
que lean una nota al pie de un capítulo a mitad de un libro titulado «Creer en
Dios» deben haber vencido igualmente cualquier inercia noética inicial sobre el
proyecto de considerar los fundamentos, las razones o la ausencia de ellos a favor
de su creencia de que hay un Dios, su creencia de que no lo hay o su incapacidad
para dar forma a una creencia en uno u otro sentido.

Capítulo 7

1Si quiere leer su versión, le ayudará saber que está en su libro, Proslogion, cc. 2
y ss. Su traducción está disponible en varios lugares, uno de ellos es en el Pmslogion
de St Anselmus Canluarimm, Eunsa, Pamplona 2(X)2.
* Para un tratamiento más extenso sobre el concepto de mundos posibles y esta
versión del argumento mitológico, ver P. Van Inwtgen, Metaphysics, OUP, 1993, c. 5.
Es un libro de primera en todos los aspectos, y muy recomendado.
Más adelante, desarrollo el concepto de fisicalismn de tal manera que esta carac­
terización de las creencias de los fisicalistas no sería necesariamente verdad. Llamo
la atención sobre esto en otra anotación.
5 Véase A. Planünga, The Naturr of Necessity, OUP, 1974.

351
Capítulo 8

1Si desea leerlo en la versión original, le ayudará saber que está al comienzo de
su libro. Natural Theologj (disponible en varias ediciones, una de ellas es SPCK, 1837).
2 Hay otro grupo de argumentos que podrían considerarse variantes del argu­
mento a diseñar, pero que merecen ser tenidas en cuenta; en ellos es un rasgo de
nuestras mentes y no (o además de) el mundo externo lo que se considera como
prueba de la existencia de un diseñador extrauniversal. Dios. Esta idea encuentra
su expresión de diversas formas en C. S. Lewis, Milagros, Encuentro, 1992, c. 3; R.
Taylor, Metaphysics, Prentice Hall, 1992, c, 10; R. Walter Kant, Routledge, 1978, c. 11;
y A. Plantinga, «An Evolutionary Argumcnt Against Naturalism», IjOgos 12 (1991);
Warrant and Proper Function, OUP, 1993, c. 12; y Naturalism Defeateei (artículo sin
publicar, disponible en http://www.homstead.com/philofrcligion/files/alspaper.
htm, obtenido el 29 de marzo de 2005). Una colección de ensayos centrados en la
versión del argumento de Plantinga, pero que tiene relevancia en todo el campo,
se puede encontrar en J. Beilby (ed.), Naturalism Defeated?, Comell, 2002. (Hay un
argumento paralelo interesante en R. Swinbume, EpistemicJmtijkatíon, OUP, 2001, c.
2, donde argumenta que uno no puede explicar el valor de creencia verdadera -en
contraposición a útil- basándose en una explicación físicalista de la mente, como
un argumento paralelo porque es una mera explicación físicalista de la mente que
Swinbume considera directamente amenazada por ella.)
Es difícil generalizar, pero cada una de estas versiones del argumento a diseñar
sugiere que en el físicalismo (o en cualquier otro excepto el teísmo), la probabili­
dad de que nuestras mentes sean fiables (o fiable en un área en particular que el
defensor del físicalismo esté comprometido a verlos como fiables) es o inescrutable
o pequeña; más pequeña que lo sería considerando la falsedad del físicalismo, o más
pequeña que en la hipótesis religiosa preferida. (Obviamente uno puede combinar
estas conclusiones de diferentes formas, por ejemplo, uno puede exponer -como
hace Plantinga- que es o pequeña o inescrutable.) Además de las consideraciones
generales expuestas en el texto principal, hay una variedad de cosas que el físicalista
podría decir para responder a este argumento en sus diferentes versiones. Quizás el
primer paso que él o ella hagan es sugerir que según el físicalismo, que es bastante
compatible con la teoría de la evolución mediante selección natural, aquellos seres
con mentes más aptas para obtener creencias verdaderas tendrán más probabilida­
des de sobrevivir durante más tiempo y por lo tanto de procrear que aquellos con
mentes menos aptas para adquirir estas creencias; por lo que es más probable que
transmitan a posteriores generaciones las características que induzcan a adquirir
estos dogmas verdaderos. Por ejemplo, un hombre de las cavernas con la creencia
verdadera de que sería mejor huir de un tigre de dientes de sable que está delante
de él tendría más probabilidades de sobrevivir al encuentro y procrear que uno con
la creencia falsa de que sería bueno darle con un palo al tigre de dientes de sable
delante de él.
Con el tiempo, esperaríamos haber «generado dentro de nosotros» estos mecar
nismos que induzcan a tener creencias verdaderas. No hay fiabilidad «sobrante» una

352
vez que hemos contado la versión correcta de esta historia evolucionista. En contra
de todo esto, los defensores del argumento arguyen que sí hay alguna fiabilidad
«sobrante», pero no se ponen de acuerdo sobre cuánta y dónde está dicha fiabili­
dad. Algunos aceptarían que esta clase de historia basta para explicar algunos de
los mecanismos que inducen a las creencias verdaderas, por ejemplo, explicaría por
que hemos tenido creencias verdaderas en el pasado o quizás las tenemos sobre los
tigres de dientes de sable, pero razonan que no podría explicar por qué seguiremos
teniéndolas en el futuro (el futuro no puede haber sido relevante para la evolución)
o por qué tenemos creencias verdaderas sobre otras cosas, por ejemplo, la metafísica,
especialmente lo que es según el punto de vista del oponente la verdad del física-
lismo; las creencias verdaderas sobre estos temas no pueden transmitir una ventaja
evolutiva (léase Walter). De forma alternativa, el defensor del argumento podría
mantener que la evolución selecciona por el comportamiento, lo que no está nece­
sariamente relacionado de ninguna manera con la creencia verdadera. Un hombre
de las cavernas con la creencia falsa de que sería bueno darle con el palo a un tigre
de dientes de sable delante de el, pero que también creyera erróneamente que la
mejor manera de golpear a algo con un palo era salir corriendo, hubiera sobrevivido
de igual modo (véase Plantinga). El adversario del argumento tiene que admitir
como posible que su historia evolutiva después de todo no deja ninguna fiabilidad
sobrante y la mejor manera de mantenerlo es, me parece, admitir que las creencias
verdaderas en algunas áreas y/o situaciones no se adaptan de una forma concluyente
(en términos evolutivos) pero que estas áreas y/o situaciones son contadísimas y por
lo tanto según el físicalismo podríamos esperar que esta facultad se adapte de una
forma concluyente y extienda la fiabilidad cognitiva dentro de estas extrañas áreas
y situaciones, consiguiendo ahí también creencias verdaderas. Esto no bastará para
enfrentarse al argumento de Walker, por lo que se necesita una discusión detallada
del problema de la inducción. Véase D. Stalker, Gnu!, Opon Court. 1994. Véase
también J. Foster, The Diwne ¡.anmaker, OUP, 2004. Mis disculpas a los aficionados a
estos argumentos, ya que esta discusión habrá sido dolorosamente corta. A los que
estén interesados les remito a los debates de Beilby en Naturalism Defealed.
9 Romanos 1:20.
4Como uno tiene que suponer al menos un ser, podría ser más simple suponer
un número infinito de seres. Sin embargo, no puede haber un número infinito de
seres infinitos y poderosos; por lo tanto la simplicidad te llevará en última instancia
a suponer un ser con infinito poder antes que un número infinito de seres cada
uno con una cantidad finita de poder, ya que la última hipótesis nos dejaría con un
número infinito de hechos sin explicar sobre la fmitud de cada ser. Aunque puede
leer mi «hipótesis sobre el multiverso» más adelante.
9 Una introducción muy amena al tema es la obra de Richard Dawkins, El gen
egoísta, trad. de Juana Robles Suárcz, Salvat, Barcelona 1994.
6 Es tentador ver una división impermeable entre la historia biológica y la plane­
taria, pero The Carne ofLife sugiere otra cosa. Véase Martin Gardner, «The Faniastic
Combinations of John Convway's Nueva Solitaire Carne “Ufé”», Scientific American
22S (1970).

353
7 VéaseJ. Barrovv y F. Tipler, The Anthmpic Cosmological Principie, OUP, 1986. Véase
también John Leslie, Universa, Roudedge, 1989, para una interpretación diferente;
y Hugh Rice, God and Goodness, OUP, 2000.
* Richard Swinbume da una detallada descripción en su libro The Existente of
God, Clarendon, 1979, pp. 64-ss.; o la segunda edición, Clarendon, 2004, pp. 66-ss.
9 Algunos filósofos son muy escépticos sobre si se puede hacer esta pregunta de
una forma coherente. Véase, por ejemplo, la forma tan resuelta en que Bede Rundle
aborda la cuestión en su obra Why There is Something Rnther Ihan Nothing, OUP, 2004.
10 Consúltese por su gran interés «Epicurean Objection to Swinbume», de A.
O'Hear, en su obra Experience, ExplantUion and Faith, Routhledge & Kegan Paul,
1984, pp. 135-143.
11 Merece la pena señalar que, a diferencia de la idea central del argumento en
mi libro, maniobrar de esta forma en contra del argumento a diseñar puede for­
zamos a suponer un orden extrauniversal y por lo tanto aceptar que hay un sólido
argumento a diseñar a favor de la existencia de un ordenador. Aunque es verdad
que la hipótesis del número infinito de universos infinitamente variables podría
explicar el buen afinamiento de las leyes de la naturaleza, hay (podríamos decir
tres) otros rasgos en estas leyes que no se pueden explicar tan claramente: las leyes
de la naturaleza son simples, son Indias, y son universales en su alcance (dejando
de lado los milagros por el momento). Dado que sobrevivimos lo suficiente como
para reproducirnos, alguien puede sostener que no podríamos sino ser capaces de
entender y predecir el mundo hasta cierto punto; por lo tanto, es imposible que con­
templemos un universo del que no podemos entender al menos algo. Sin embargo,
nuestro actual conocimiento de las leyes de la naturaleza supera con mucho lo que
se requeriría para sobrevivir y reproducimos. Después de lodo, animales inferiores
a nosotros sobreviven y se reproducen sin conocimiento alguno de las leyes de la
naturaleza y las plantas sobreviven y se reproducen sin ningún conocimiento de estas
leyes. En segundo lugar, los físicos están de acuerdo en que las leyes de la naturaleza
según las cuales nuestro universo funciona son bellas. Simplicidad y belleza están
conectadas estrechamente y si aceptamos en este argumento que no son dos puntos
diferentes, es más, como indicación de lo omnipresente y profunda que los físicos
consideran a la belleza, es interesante ver como los mismos físicos consideran la
elegancia de una teoría física como prueba de su veracidad. En tercer lugar (o en
segundo si agrupamos juntas la simplicidad y la belleza), podría haber habido más
excepciones a las leyes de las que parece haber; no nos hubiera dificultado en gran
medida que la ley de la gravedad, por ejemplo, dejara de operar de vez en cuando de
una forma arbitraría en un lugar reladvamente reducido y después se restableciera
por sí misma. Pero da la casualidad de que no üene excepciones. Aunque se puede
alegar que este punto es algo diferente, la consistencia contribuye a la simplicidad
y a la belleza. Pero no necesitamos decidir esto aquí, ya que podemos reunir estos
factores para nuestra discusión. Al agruparlos juntos, nuestra situación sería como
si nos hubieran dejado entrar en una habitación, cuya puerta solo se abrirá si hay
alguna literatura aceptablemente comprensible; y al entrar, nos encontramos no
solo algo aceptablemente comprensible, sino una obra de arte sencilla, bella y to­

354
talmente consistente. De todos los conjuntos de leyes de la naturaleza que serían
aptos para la vida en un sentido amplio, muchos no son tan simples, bellos o sin
excepciones como lo son las leyes de la naturaleza en nuestro universo. El hecho
de que nuestras leyes tengan este rasgo (estos rasgos) requiere de una explicación.
Partiendo de estos puntos, parece haber posibilidades para un argumento, no desde
el buen afinamiento de las leyes de la naturaleza, sino desde su simplicidad, belleza,
y /o universalidad hasta llegar a un ordenador extrauniversal.
Uno podría ubicar esta explicación extrauniversal proponiendo una ley de
«supematuraleza» que selecciona de entre un conjunto infinito de posibles univer­
sos infinitamente variables un subconjunto (¿quizás infinito?) de universos reales.
Pero esto sería un ejemplo de orden en el sentido en el que distribuiría las proba­
bilidades de manera desigual entre todas estas posibilidades y tendría preferencia
por conjuntos de leyes naturales simples, bellas y sin excepción. Lo que resulta
de esta ley de la supematuraleza sigue siendo un conjunto de universos variables.
pero son variables dentro de unos parámetros impuestos por ellos al tener que obedecer leyes
relativamente simples, bellas y universales. Por ot ra parte, esto supondría proponer un
conjunto de cosas parecidas a lo que existe ya -nuestro universo- y como tal tendría
la simplicidad de su lado al compararlo con la hipótesis teísta como una explica­
ción del orden del universo. Pero, por otra parte, a diferencia de la hipótesis del
multiverso de la que se habla en el libro, esta hipótesis dejaría un caso de orden sin
explicar -hay que reconocer un orden a este nivel (más allá incluso de las leyes de
la naturaleza) que uno no podría haber tenido una experiencia que te diera motivo
para creer que requeriría de alguna explicación- y si uno ha admitido ya que hay
motivo para creer que el orden en la sustancia mental no necesita de explicación,
entonces hay razones de simplicidad en contra de esta hipótesis (y a favor de la
hipótesis teísta); sería más sencillo decir que solo había una clase de orden sin
explicar, el orden en la sustancia mental, antes que dos, una en la sustancia mental
y otra en los principios que dictan los parámetros dentro de los cuales el conjunto
infinito de universos reales se crean a partir de un conjunto infinito más grande
de posibles universos. Y la hipótesis teísta, con este argumento del dualismo de la
sustancia como algo seguro, podría suponer una cosa más de algo que ya sabemos
que existe, una mente que se autoordena, de manera que el hecho de que la alter­
nativa suponga un número infinito de cosas de una clase ya existente (universos
gobernados por leyes relativamente simples, bellas y universales) no representa
ninguna ventaja comparativa. Por lo tanto parece que un buen argumento del
dualismo de la sustancia podría hacer del argumento a diseñar, interpretado como
un argumento desde la simplicidad, belleza y/o universalidad de las leyes naturales,
un buen argumento a favor de la existencia de Dios; si esto falla, podría convertirse
en un argumento que contribuiría de alguna manera en un argumento del caso
acumulativo para defender la existencia de Dios.
Volvamos a la segunda objeción de la versión del buen afinamiento del argumen­
to a diseñar que discutí y veamos cómo se aplica a esta versión, ya que en el libro
insinué que era fatal. ¿Tendría Dios un buen motivo para crear un mundo cuyas
leyes naturales fueran simples, bellas y universales? De nuevo, podría ser difícil ver

355
algún motivo, pero esto no significa que nos rindamos ame el hecho de que dado
que las mentes pueden hacer cosas arbitrarías para las que no hay explicación, un
argumento que nos deje con inexplicabilidad esencial en una mente podría sin em­
bargo parecer más aceptable que una que nos deje con inexplicabilidad esencial en
cualquier otro sitio. Y no es ten difícil ver la razón que Dios podría tener para crear
un universo con gente y leyes relativamente simples, bellas y universales como sería
ver qué motivo podría tener para crear un universo con gente en él.
Un universo con gente que pueda entender (las leyes son simples); disfrutar
(son bellas) y planear (son universales, de manera que el mundo alrededor actúa
de forma arbitraría) sería un universo donde la gente estaría mejor que en uno en
donde no pueden ni entender (las leyes son complicadas) ni disfrutar (son feas); y
no puedan planear (no son universales). Si Dios hubiera decidido arbitrariamente
crear un mundo con gente en él, tendría una buena razón para crearlo con leyes
naturales simples, bellas y universales.
Quiero señalar dos cosas brevemente, l a primera es que el principal peligro de
esta versión del argumento a diseñar está en el hecho de que el defensor tendrá
que hacer que la simplicidad, la belleza y la universalidad no sean necesarias para la
gente sino simplemente buenas; si fueran necesarias, esta versión se replegaría de
nuevo en una versión del buen afinamiento que tenemos motivos para rechazar. Me
temo que esto no se puede hacer. Pero justificar este temor llevaría mucho tiempo,
así que déjeme suponer que se extravía, que podríamos razonablemente creer que
todos esos conjuntos de leyes naturales aptos para la vida en un sentido amplio no
son tan simples, bellos o sin excepciones como son las leyes naturales en nuestro
universo. Entonces me llama la atención que la «solución» al problema del mal que
más tarde expondré se verá simultáneamente debilitada en la medida en que el
argumento a diseñar se vea respaldado, porque existen muchas clases de cosas que
serían buenas para la gente y que Dios claramente no nos ha dado (por ejemplo,
no somos conscientes intuitivamente desde el nacimiento de las leyes físicas). Si este
segundo punto es correcto, entonces, independientemente de que pierda el temor
a que esta versión del argumento a diseñar se repliegue de nuevo en una versión
del buen afinamiento, el apoyo en general para la conclusión en mi libro no se verá
afectado. Reforzar el argumento a diseñar como argumento a favor de la existencia
de Dios de esta forma implicará reforzar el problema del mal como argumento en
contra de la existencia de Dios. A pesar de haberlo alcanzado por un camino que no
conduce a nada, esta no es una conclusión que nos sorprenda. Cuanto más se per­
mita que los rasgos del mundo natural sirvan como evidencia a favor de la existencia
de Dios, más se permite que estos mismos rasgos sirvan como evidencia en contra.

Capítulo 9

1 Está reimpreso totalmente en Bcrtrand Russell, Why I am not a (Cristian and


OtíurEssays on RrÜgion and Related Subjects, Unwin, 1979, cap. 13.
1Entiendo que aquellos que reclaman que las leyes de la naturaleza son metafísi-

356
cántente necesarias pertenecen al primer bando; según ellos constituye una primera
causa el que estas leyes y no otras, que sean lógicamente posibles, deban ser reales.
s Se podría pensar que esto no se entiende si «este» se refiere al conjunto infi­
nito de universos infinitamente variables. Si nuestras intuiciones, expresadas hasta
ahora en el párrafo del libro en el que está esta nota, son correctas, este multiverso
es un contingente total hecho de universos contingentes. Anteriormente discutimos
que, según Copleston, mientras cada miembro del total de cosas contingente esté
explicado, ipso facto el total se explica (no «sobra» ninguna contingencia por así
decirlo) y también sugerimos que es suficiente a la hora de explicar nuestro univer­
so apelar al todo (recuerda el final del párrafo anterior del libro: «Pregunta: ¿Por
qué existe este universo en particular? Respuesta: porque cada posible universo
existe»). Esto nos hace pensar: podemos entonces responder a la pregunta ¿por
qué existe este multiverso (todo universo posible)? con la respuesta «porque el
universo particular 1 existe; el universo particular 2 existe; el universo particular
3 existe; etc., ad ¡nfinítum», y así no dejar nada sin explicar; la existencia de cada
universo en particular se explica mediante la existencia del multiverso y la existencia
del multiverso se explica a través de la existencia de cada universo en particular. No
parece que a pesar de lo que hemos dicho anteriormente en contra del argumento
de Copleston haya una contingencia «sobrante» en este ejemplo (como la había
en el ejemplo usado en contra de él: el que la gente lea libros), la contingencia en
este caso es que hay universos. Para entender esta «mctaconúngencia», considere
esto: entra un día en una librería buscando un libro has u n te raro de filosofía de la
religión. El hombre de detrás del mostrador nota su falta de confianza al acercarse
y, antes de hablar, le dice que no le decepcionará; tendrá cualquier libro que esté
buscando. Pide un ejemplar de Cnrren Dios, de T.J. Matvson. Desaparece detrás de
una pu eru y, antes de que esta se cierre, vuelve con un ejemplar en su mano. Se
sorprende. «Déjeme que le explique cómo es que tengo un ejemplar», dice. «En esta
tienda, cada libro que es posible, es real. Es más, puedo buscaren mis estantes con
una sorprendente rapidez. De manera que siempre consigo de forma instantánea
el libro que mis clientes desean. Preguntó por Creeren ¡has, y ¡helo aquíl» Lo tira en
el mostrador con una fioritura añadiendo: «Tiene el mismo precio que todos mis
libros, un número infinito de libras (tengo unos costes muy altos)». Se disculpa y
explica que como solo tiene un número finito de dinero, después de todo no podrá
comprar el libro. Mira de forma comprensiva y le dice: «Me pasa a menudo». Antes
de salir, le pregunta: «Puedo entender, dada su política de precios, por qué los tiene,
¿le puedo preguntar cómo es posible que tenga semejante colección de libros en
primer lugar?». Contesta: «Es muy sencillo. Quizás me ayude a explicárselo si le digo
que cada libro tiene un número (me ayuda a encontrarlos rápidamente). Por lo que
tengo libro 1; libro 2; libro 3; etc. ad infinítum. El total que compone mi colección de
libros no es más que la suma de sus partes y, como tengo todas las partes, entonces
ipso facto tengo el total». Usted está cada vez más sorprendido. «Sí», dice, «pero
¿cómo encuentra usted, por ejemplo...», mira en el lomo del ejemplar de Creer en
Diosen el mostrador y nota que es el número 278.949, «...el número 278.949 aquí?».
Él le mira ahora desconcertado. «Bien, acabo de explicárselo cuando lo he sacado.

S57
En esta tienda, cada libro que es posible, es real; el libro 278.949 es posible, por lo
tanto es real. Y tengo cada libro que es posible, porque tengo el libro 1,2,3,4, etc.,
ad infinítum.» Hasta aquí, ha explicado todo por lo que le ha preguntado, al menos
una vez. Pero ahora imagine que cambia de táctica: «¿Por qué una librería, en vez
de, digamos, un hotel? ¿Por qué un número infinito de libros en vez de un número
infinito de habitaciones?». Ahora, parece que ha dado con un hecho contingente
que tiene que explicar. Quizás no necesite explicarlo (quizás sería suficiente decir,
«Bien, eso es una causa primera»), pero si lo va a explicar, necesita renunciar a los
datos que ya ha mencionado. De hecho, esto es lo que hace. Contesta: «Bueno, un
Sr. Hilbert dirige el hotel de la localidad. Y si supiera lo complaciente que es, se
daría cuenta de que realmente no hay necesidad de un segundo».
* Los lectores pueden haberse dado cuenta de que me baso en una noción de
iisicalismo ligeramente más amplia que la que introduje al principio del libro al
plantear el punto «las cosas son incluso peor». Empecé definiendo el fisicalismo
como la opinión de que el universo físico en el que nos encontramos es todo lo que
hay; no hay nada fuera de él que lo explique. Ahora considero como una opinión
fisicalista la idea de que hay un número infinito de tales universos infinitamente
variables aparte de este y que este mulliverso explicaría la existencia de nuestro
universo. lx>s otros puntos importantes que se mencionan en el libro (y el rechazo
del argumento cosmológico como un buen argumento o como una posible contri­
bución para un buen argumento del caso acumulativa) no se apoyan en esto. Sin
embargo, me extiendo en esta interpretación del fisicalismo ya que me parece el
camino correcto a seguir si queremos preservar la distinción mutuamente exclusiva
y exhaustiva entre el punto de vista fisicalista y el religioso, ya que la persona que
propone un número infinito de universos infinitamente variables tiene una «visión
del mundo» mctafísicamente rica, pero esta visión no es religiosa. Si este es el car
mino a seguir, necesitamos describir qué es en lo que cree la gente religiosa como
tal que no sea simplemente una «entidad explicativa extrauniversal», porque el
mulliverso en el que creen estos fisicalistas es la misma clase de cosa; la diferencia
es que el fisicalista o no propone explicación alguna del universo físico o propone
una explicación esencialmente parecida (más universos físicos) para los que no hay
una explicación; el religioso propone algo cualitativamente diferente, en el caso del
teísta, un Dios para el cual no hay explicación. Es esta diferencia la que hace que la
navaja de Ockham establezca que una explicación fisicalista del orden del universo
en cuanto a un mulliverso como el descrito en el libro se prefiera a la explicación
teísta (o cualquier otra explicación religiosa). (O al menos lo establece teniendo en
cuenta esta evidencia solamente; puede haber otras pruebas que lleven a preferir la
explicación teísta; y a ello iremos más adelante.)
5 F. Darwin (ed.), Life and iM ttn of Charles Darwin, John Murray, 1888, i. 316 n.
Véase la propia valoración de Darwin sobre la posibilidad de usar este sentimiento
como razón para creer, ibid., p. 312. También véase por ejemplo J. J. C. Smart en
A. Flew y A. Maclntyre (eds.), New Essays in Philosophical Theology, SCM, 1955, p. 46.

358
C apítulo 10

1He hecho una adaptación más bien libre de la obra de H. G. Wells. Elpaís de los
riegos (trad. de Javier Calvo, Acantilado, Barcelona 2004) que ha sido reimpresa en va­
rias ediciones de sus trabajos, principalmente bajo el nombre de Short Slories. aunque
a veces aparece recopilada bajo el título de The Time Machine and OtherShort Slories.
* Véase D. Hay y A. Morisy, «Reports of Ecstatic, Paranormal, or Religious Expe-
riencc in Greal Britain and the United States - A Comparison ofTrends», /ourna/for
the Srientijic Study ofReligión 17 (1978). La disposición de la gente para confesar estas
experiencias depende del estilo de la investigación, una conversación más íntima
y personal conseguirá mejores resultados que una encuesta tradicional. Véase D.
Hay, «"The Biology of God”: What is the cuirrent Status of Hardy's Hypothesis?»,
InternationalJourpp.nalfor the Psycholagj of Religión (1994).
3 Primera ed., pp. 254-ss., segunda ed., pp. 303-ss. Cf. W. Rowe, «Religious Expe-
ricnce and the Principie of Credulity». ¡ntemationalfaumalfor PhUosophy ofReligión 13
(1982); G. Guiting, Religious Bdiefand Religious Sccpticism, Notre Dame, Ind., 1982; C.
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God, Gomell University Press, 1991; K. Yandell, TheEpistemology ofReligious Experimce,
CUP, 1993; yj. Gcllman, Experimce of God and the Ratianality ofTheistic fíelief Cometí
University Press, 1997.
4Cf. J. Gellman, Experimce of God and the Rationatity ofTheistic Hetief Comell Uni­
versity Press, 1997, cap. 3. Véase también su Mystical Experimce of God: A Phitasophical
Inquiry, Ashgatc, 2001.
5Por otro lado, la gente podría tener alicientes deshonestos para creer en Dios,
por ejemplo creer que si Dios existe les recompensará por creer en él y si no les
recompensa no saldrán perdiendo mucho en todo caso. Volveremos a estos temas
en el último capítulo.
3 Que necesite añadir esta última premisa y que usted también piense que hay
contingencia en el universo, convierten en una buena pregunta si este argumento
cuenta o no como un argumento de la experiencia religiosa o un reactivado ar­
gumento cosmológico; pero por buena que sea, no sacamos nada sustancial. Lo
importante es evitar el cómputo doble.
7 William James, la s variedades de la experiencia religiosa. Península, Barcelona
2002, es la fuente clásica y un buen punto de arranque para esta investigación. Un
debate de primera dase sobre este argumento sería el de Carolina Franks Davis en
su libro The eiñdmtial Forre of Religious Experimce, OUP, 1989; llega a una conclusión
parecida a la mía, pero esa no es la única razón por la que pienso que es un debate
de primera clase.
* Cf. A. O ’Hear, Experimce, Explanation and Eaith, Roulledgc & Kegan Paul, 1984,
cap. 2.

359
Capítulo II

1Se encuentra en la edición estándar de «Enquiñes» (investigaciones), titulada


Enquiña Conceming Human Undenlanding and Conceming the Principia ofMoráis, Selby-
Bigge (ed.), Clarendon, 1989, p. 115. Todas las citas de Hume en este capítulo vienen
del c. X de su primera Enquiry (investigación), capítulo dedicado a los milagros.
*Tenga en cuenta que un milagro no requiere que lo lleve a cabo alguien bené­
volo como he comentado. Habiendo hecho esta aclaración, en realidad seguiré a
Hume en este punto en el libro y no incorporaré el que lo haga alguien benévolo en
la definición revisada de milagro que yo propongo. Véase mi artículo «Miracles and
Laws of Nature», Religious Studies 37 (2001), para una discusión más pormenorizada
sobre las deficiencias de la definición de milagros de Hume.
5 Este paréntesis es importante ya que sin él se corre el riesgo de hacer que los
milagros mediante la mera estipulación sean algo imposible; corren el peligro de
ser definidos como excepciones a las regularidades sin excepciones.
4 Mi intención es que se tome como una simplificación para algo del estilo de
«Cuando tu cerebro ha sufrido cambios x, y, z no puede nunca llevar a cabo procesos
a, b, o , en donde x, y, z especifican cambios que están claramente en el lado «muer­
to» de clínicamente muerto y los procesos «a, b, o son procesos que le colocarían
claramente en el lado vivo.

Capítulo 12

1 Hay una reserva a mi conclusión. Las experiencias ateístas e irreligiosas son


consideradas males en el teísmo (inducen a error a aquellos que las tienen sobre
temas importantes) y, como ya he expuesto anteriormente, estos males nos propor­
cionan una buena razón para creer que el teísmo es falso; de hecho se consideran
males para el teísmo por ofrecemos estas razones. Estas experiencias escapan a mi
«solución» del problema del mal y deberían tomarse como razones para creer que
no hay un Dios. Mediante un argumento parecido, la verosimilitud del problema del
mal para la gente es un mal que escapa a mi solución, es decir, la demostración de
que el problema del mal no es en última instancia convincente -un tanto sorpren­
dentemente-, no debilita el hecho de que inicialmente el que parezca posible (para
muchos, si no la mayoría) sea una razón suficiente para suponer que no hay un Dios.
* De acuerdo con la idea de Leibniz de mundo pasible no pudo evitar «crear un
mundo», aunque uno en el que él solo existe. Uso «mundo» en este contexto para
referirme a todo aquello que realmente sea creado por Dios en el sentido descrito
anteriormente.
5 Cf. el tratamiento de Adanis a este problema en R. M. Adams. «Must god Crea-
te the Best?», PküosopkicalReuiewHl (1972). Véase también W. Rowe, «Can God be
Free?», Faith and Philosophy 19 (2002).
4 Véase mi artículo «TÍie Possibility of a Free Hill Defence for the Problem of
Natural Evil», Religious Studies 40 (2004), y D. Basinger, «Evil as Evidence against

360
God's Existence», en M. Peterson (ed.), The Problem of Evil: Selected Readings, Notre
Dame, Ind., 1992.
9Cf. W. Rowe, The Philosophy of Religión, Dickenson, 1978, pp. 88-ss.
6Cf. R. Nozick, «Expcrience Machina», en Anarrhy, State and Utopia, Basic Books,
1977.
7 Por supuesto, puede que esta máquina le príve a uno de otras cosas aparte de
la libertad y que es la pérdida de estas lo que cimenta esta elección. Si le preocupa
el que vaya a tener menos creencias verdaderas en la máquina, no lo haga; eso
se puede arreglar fácilmente. El ordenador llenará su cerebro de contenidos de
la Enciclopedia Británica, de manera que tenga más creencias verdaderas en el
mundo virtual que en el mundo real. La máquina incluso podría proporcionarle
más creencias verdaderas sobre su vida actual (por ejemplo, metiendo un millón
de sucesos biológicos en su estómago o algo parecido), pero no podría aportarle la
auténtica satisfacción de muchos de sus deseos (a menos que cambiara los deseos
por el sentimiento que acompañaría creer que está haciendo varias cosas), ya que
en la máquina no resolvería los problemas del mundo, solo le parecería que lo ha
hecho. En relación con esto, la máquina tampoco puede proporcionarle auténtica
satisfacción (a diferencia de la sensación de satisfacción auténtica) o auténticas
relaciones (a diferencia de la ilusión de una autentica relación); me parece que es
imposible hacer hipótesis sobre estas dos últimas pérdidas alterando los detalles de
la máquina, por lo tanto, el «aigumento de la máquina de placer» no es concluyente
para evaluar la libertad.
8 Cf. J. Hick, Evil and the God of Ixtue, Harpcr 8c Row, 1977, pp. 327-328.
8 Véase, por ejemplo, C. Mesle,/oAn Hicks Theodiey: A Piocess Humanist Critique,
Macmillan, 1991.

Conclusión

1Para una discusión concienzuda de la relación entre creer-que y creer-en, véase


H. H. Price, «Belicf “In” and Belief “that"», ReUgious Studies I (1965). En este artícu­
lo, Price trata de demostrar que creer-en no se reduce a creer-que. Como queda
claro en el libro, simpatizo con su idea principal, aunque no veo la necesidad de
negar que una simplificación pueda tener éxito. Se podría decir que o creer-en no
es reducible a creer-que, como Price sugiere, o que lo es, pero los criterios para
que uno convenza cuando afirma creer en algo son el hecho de si sus acciones de­
muestran una tendencia a hacer esa cosa/apoyar esa causa/etc. Los criterios para
que uno crea que algo es verdad serían el tener una determinada actitud hacia una
afirmación, esto es, una tendencia a afirmarlo en las circunstancias adecuadas, etc.
l t » criterios para que uno crea en algo son el tener una actitud particular hacia una
acción/ideal/persona, etc., esto es, la tendencia a ejecutar una acción/luchar para
estar a la altura de un ideal/respetar a esa persona, etc. Mientras se este de acuerdo
en este punto, el que la idea de Price sea correcta o no, es intrascendente. Véase
también el buen debate de A. Kenny en What isfaitht, OUP, 1992. Igualmente resulta

361
interesante el reciente y muy destacable Faith wiíh Reason, OUP, 2000, de Paul Helm.
* A veces el problema del fisicalismo se escinde del problema de las otras reli­
giones y se le da un tratamiento diferente bayo el título «El problema de la divina
ocultación»; véase, por ejemplo, J. Shellenberg, Divine Htddenness and Human Reason,
Comell, 1993, y D. Howard-Snyder y P. Moser (eds.), Divine Hiddenness, CUP, 2001.
Como queda claro en mi amterior debate sobre la evidente fuerza de la experiencia
irreligiosa (y como pondrá de relieve mi conclusión), creo que la estructura del
argum ento que va de la divina ocultación a la no existencia d e Dios es inductiva­
mente válido y por lo tanto es potencialmente un buen argum ento en contra de la
existencia de Dios. El problema de las otras religiones es el tema de una trabajada
com ente de literatura, entre los que destacan J . Hick con su An Interprrtation o f
Religión, Palgrave Macmillan, 2004, y Peter Byme con su Prolegómeno to Religious
Pturalism, Macmillan. 1995. Para un análisis perspicaz de la opinión de Hick, véase
C. Insole, «W hyjohn Hick Cannot, and Should Not, Stay out ofjam Pot», Religious
Studies 36/1 (2000); para un análisis menos perspicaz de Byme, véase mi «BymeY
Religious Pturalism», InternationalJournalJar Philosopky o f Religión. Hick responde
a sus críticos en su Dialogues in The Philosophy o fRetinan, Palgrave Macmillan, 2004.
5 Véase también el magnífico Reason and Conmitment de R. Trigg, CUP, 1973.
4 Entre los teístas, priorizar la religión y sus ceremonias por encima de Dios, para
lo cual la adoración pretende actuar como el vehículo más adecuado, es la forma de
idolatría más fácil entre aquellos que hacen verdaderos esfuerzos para evitar caer
en ella. También es una de las formas más perniciosas de la idolatría, que está en la
raíz de la intolerancia entre los seguidores de las distintas religiones del mundo. Los
teístas deben recordar siempre que no son las creencias sobre Dios el objeto propio
de adoración y alabanza: es el mismo Dios. De manera que cuando Cupitt afirma
que «la religión prohíbe que haya cualquier realidad extra religiosa de Dios» en su
libro Tahing Leavt of Cod (p. 96), si esto es correcto, está siendo idolátrico-es idolá­
trico pensar en Dios como algo interno a una religión-. Si uno es judío, cristiano o
musulmán, la Única visión de su religión compatible con conservarla es aquella que
la concibe como la respuesta a un Dios que trasciende la religión. El debate entre
los realistas y los antirrealistas es un debate entre diferentes filósofos de la religión;
no es un debate entre los religiosos, pues estos en tanto que tales no pueden sino
concebir el antirrealismo como idolatría. Cotéjese la obra de Keith Ward, Holding
FasI lo (¡od, SPCK. 1982, con la obra de Cupitt, God and Realista, Ashgate, 2003; Peter
Byme es también muy perspicaz y desde luego inteligible en esto. Mi visión de la
cuestión puede verse en «Rcligions, Truth, and the Pursuit of Truth: a Reply to
Zamulinski», Religious Siudies 40/3 (2004).
5 De hecho creo que mientras crea que la hipótesis de Dios es más probable
que cualquier otra alternativa, incluso si la probabilidad asignada es menos del
cincuenta por ciento (esto es. si piensa que una disyunción formada por todas las
alternativas es más probable), puede que sea razonable que tenga fe en Dios, pero
a mí me basta con argumentar directamente a favor de la afirmación con menor
probabilidad del texto principal.
* Una ligera modificación de la historia resulta en una moral diferente. Supon­

362
gamos que la posibilidad de que lo que el «policía» llama antídoto envenenado sea
cero, mientras que la posibilidad de que el champán esté envenenado sea pequeña
pero no cero, digamos un cinco por ciento. En estas circunstancias, sería lógico to­
mar el antídoto, esto es, confiar en el supuesto policía. Véase también mi anotación
anterior y la posterior discusión de la apuesta de Pascal.
7Véanse las dos anotaciones anteriores.
*Véase, por ejemplo, L. Francis, «Religión, Neuroticism, and PSychotism», en J.
Schumaker (ed.), Religión and Mental Health, OUP, 1992.
* A. Kenny, The God c f the Philosophen. Clarendon 1979, p. 129.
10Al llegar al final de mi argumentación, se me ocurre que podría ser útil remitir
a los lectores interesados a un par de libros que tratan el mismo tema que yo he
intentado cubrir, pero en una dirección muy diferente. En lo que a esto se refiere,
así como por sus méritos, son recomendables Philosophy afReligión, Dickenson, 1978,
de W. Rowe, y The Non-Existence o f God, Routledge, 2004, de N. Everitt.

363
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378
índice analítico

Abrahán 28, 29, 63,64 eternidad


afirmaciones 60-62, 339-340 (n. 6) atempo ral ismo 62-85
argumento tempo ralismo 62-85
a diseñar 200-226, 354-356 (n. 11) existencia
bueno 177-182 necesidad de Dios 104-107
caso acumulativo 182 no es un predicado 193-196
cosmológico 215, 227-239 experiencia
deductivo 177-182 irreligiosa 249-252, 255-259, 360
inductivo 180-182 (n. 1, cap. 12)
ontológico 190-199 religiosa 240-260
asno de Buridán 291
asno de Leibniz (el) 291-294 fe 313-330
fisicalismo 13,14,352-353 (n. 2), 358
Bayes (teorema de) 212-214 (n. 4), 362 (n. 2)
bondad 78410, 88-104, 119-126, 154-160 fiases 6062,339-340 (n. 6)
buen afinamiento 211-226 enunciativas 339 (n. 6)
indicativas 61
carácter personal 28-37,335 (nn. 5,6 F rrgt, G . 194-196
y 9)
C ielo 134-136, 154-170,325,327 H um e, D . 156.157,201-211.243,244,261-
compensación 298-308 281,360 (nn. I y 2 ,cap. I I )
contingencia 227-238
C opksU m , F. 227,230,231,357 (n. 3) idolatría 320,321,362 (n. 4)
creación incorporeidad 45-49,8083
del mundo 111-114 indeterminación d e la teoría por los
de valor 114-126 datos 174-176
creer-en 319-322,361 (n . I) infalibilidad 61,62. 76-79
creer-que 317-324,361 (n. I) Infierno 136,154-170,326,327
criterio de basicalidad propia 183,184, inmanencia 45-49,8083
349-350 (n. 3)
Jesú s 162,261,266,267,272,280,334 (n.
D escartes, R . 60,140,243.244,346 (n. 12) 1)
Juicio Final 135,136,162-168

37»
Kant, I. 92, 105,188, 193-196, 201, 287
Kenny, A. 328, 361 (n. 1), 363 (n. 9)

leyes
de la naturaleza 112-114, 206-212,
222-226, 261-271
objetivas 264-271, 277
subjetivas 264-271, 277
libertarísmo 79, 340 (n. 8)

milagros 261-281

necesidad
física 104-106, 334 (n. 2)
lógica 104-106, 198, 199, 334 (n. 2)
metafísica 104-106,198, 199, 334-335
(n. 2)

objetivismo en la ética 88-92


omnipotencia 50-60, 71-85
omnipresencia 45-49, 80-83
omnisciencia 60-80

Palay, IV. 200,352 (n. 1)


Pascal (apuesta de) 326-331
Plantinga, A. 349 (n. 2), 352-353 (n. 2)
principio de credulidad 242-245,247
principio de razón suficiente 227-231,
235-238
problema del mal 287-312,360 (n. 1,
cap. 12)
proposiciones 60-62, 339-340 (n. 6)
religiones 14, 15, 333 (n. 1)
revelador 127-134

Schopenhauer, A. 14, 237


Séneca 56, 57, 59
simplicidad divina 26,107-110,174-176,
202-204, 222-224, 349 (n. 1)
subjetivismo en la ética 88-92
Swinbume, R. 215, 225, 242-244, 340 (n.
10), 352 (n. 2), 354 (n. 8)

teísmo 25, 187, 188


Tiüich, P. 37
trascendencia 39-49, 80413

vida eterna 134-165, 348-349 (n. 14) ■

380

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