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Juan Luis Vives

LA FORMACIÓN DE LA MUJER CRISTIANA

Capítulo V

ESCRITORES QUE DEBEN LEERSE Y ESCRITORES

QUE DEBEN RECHAZARSE

1. San Jerónimo, cuando escribe a Leta sobre la formación de Paula, le dice lo siguiente:
«Que no aprenda a oír nada ni hablar nada que no conduzca al temor de Dios» 78. No
cabe duda que tomaría la misma decisión sobre el tema de la lectura. Se ha generalizado
la costumbre, a pesar de tratarse del peor hábito pagano, de que los libros escritos en
lengua romance no se ocupen de ninguna otra cuestión más que de guerras y
enamoramientos, y todos ellos se escriben de esta forma para que los lean quienes están
ociosos, tanto hombres como mujeres. Pienso que ni siquiera hay que dar
recomendaciones, si hablamos exclusivamente entre cristianos. ¿Qué podría yo decir
acerca del enorme peligro que entraña ese mal si lo que hacemos es acercar al fuego paja
y troncos secos? Pero estos libros se escriben para ociosos. ¡Como si el ocio no fuera un
estímulo, ya de por sí bastante considerable, para todos los vicios y necesitara que se le
añadieran teas con las que el fuego se extendiese poderosamente por todo el cuerpo del
hombre y lo convirtiera en llamas! ¿Qué tiene que ver una muchacha con las armas, siendo
así que tan sólo el nombrarlas es motivo de vergüenza para ella misma? Alguien me ha
contado que en ciertos lugares existe la costumbre, entre las doncellas nobles, de
contemplar con gran fruición los espectáculos de armas y emitir incluso juicios valorativos
sobre las propias armas y los esforzados [Pg. 66] varones; estos, a su vez, respetan y
valoran mucho más el juicio emitido por ellas que por ellos. No parece probable que sea
recatado el espíritu de una mujer cuyos pensamientos se han centrado en las armas, en los
músculos y en la fuerza varonil. ¿Qué lugar le queda a la indefensa, inerme y débil castidad
entre tanta reciedumbre? La mujer que piensa en estas cosas llenará de ponzoña su
corazón, de la que son indicio clarísimo esta preocupación y estas palabras.
Esta enfermedad es mortal y no sólo me veo obligado a ponerla al descubierto, sino a
aplastarla y hacerla desaparecer para que no moleste a las demás con su pestilencia y las
corrompa con su contagio. Así pues, dado que al cristiano no le está permitido empuñar las
armas a no ser en caso de imperiosa necesidad y extrema angustia, ¿le estará permitido a
la mujer, si no utilizarlas con sus manos, algo que sería ciertamente mucho más grave, al
menos admitirlas en su corazón? Además, ¿por qué me hablas de amores que nada tienen
que ver ni contigo ni conmigo?; ¿por qué, estando tú desprevenida y muchas veces siendo
consciente y de forma deliberada, vas bebiendo esos halagos y esos encantos
emponzoñados, siendo así que algunas, a quien no les queda ya nada de juicio, se
entregan a la lectura de esa clase de desatinos para buscar muy dulcemente la propia
satisfacción con elucubraciones amatorias de ese tenor? A estas mujeres más les valiera
no sólo no haber aprendido jamás a leer sino haber perdido los ojos para no leerlas y los
oídos para no escucharlas. ¿Cuánto mejor hubiera sido que éstas, como dice el Señor en
el Evangelio, hubieran entrado ciegas y sordas en la vida eterna en vez de ser enviadas al
fuego eterno con ambos ojos y ambas orejas? 79

2. Una mujer de esta condición es tenida por necia entre los cristianos hasta el punto que
también debería avergonzar a los bárbaros y ser rechazada por ellos. Por esto yo me
asombro mucho más de que los sagrados predicadores no proclamen a gritos estas
cuestiones, siendo así que con frecuencia censuran pequeñas tropelías con los mayores
acentos trágicos. Me sorprende también el que unos padres santos consientan esto a sus
hijas y los maridos a sus esposas, y que las costumbres y las instituciones de los pueblos
[Pg. 67] no le presten la menor atención al hecho de que las mujeres con la lectura y los
poderes públicos no sólo atiendan a la actividad judicial y los pleitos, sino también a las
costumbres tanto públicas como privadas. Por lo tanto, seria razonable que, mediante unas
leyes concretas, se prohibiera cantar al pueblo esa clase de canciones libinidosas y
desvergonzadas. Parece como si en la ciudad no pudiera contarse nada que no fuera
vergonzoso y que ningún hombre probo sería capaz de escucharlo sin ruborizarse o
ninguna persona honesta sin indignarse. Da la impresión de que aquéllos que componen
cancioncillas de esta clase no tienen más miras que corromper las costumbres públicas de
nuestra juventud, no de manera diferente a la de quienes emponzoñan con veneno las
fuentes públicas. ¿Qué costumbre es ésta de que una canción, cuando está desprovista de
picardías, deja de ser apreciada? Por eso sería congruente que tanto las leyes como los
magistrados se preocuparan de estos pormenores.

Deberían igualmente ocuparse de los libros pestíferos, como son, en España, Amadís,
Esplandián, Florisando 80, Tirant lo Blanch y Tristán 81, cuyas locuras nunca tienen final y
de los que a diario salen títulos nuevos; la alcahueta Celestina, madre de necedades y
cárcel de amores 82; en Francia, Lanzarote del Lago, Paris y Viana, Ponto y Sidonia, Pedro
de Provenza y Magalona y Melusina, señora implacable 83; en Bélgica, donde yo vivo,
Florio y Blancaflor, Leonela y Canamoro, Curial y Floreta, Píramo y Tisbe 84; existen otras
en lenguas romances traducidas del latín, [Pg. 68] como las muy estúpidas gracias del
Poggio 85, Euríalo y Lucrecia y el Decamerón de Boccaccio 86. Todos estos libros los
escribieron unos hombres ociosos, que hacían mal uso de los días de descanso,
ignorantes, entregados a los vicios y a la inmundicia y me sorprendería si en ellos se
encontrase algo que deleitara, a no ser que las inmoralidades nos sedujeran sobremanera.
No se puede esperar erudición de unos hombres que ni tan siquiera han contemplado la
sombra de la propia erudición. Cuando están narrando, ¿qué placer puede haber en
aquellos relatos que ellos van ideando con tanto descaro y tan plagados de necedades?
Este, él solo, mató veinte hombres, aquél treinta; otro, después de ser traspasado por
innumerables heridas y abandonado ya como muerto, de repente vuelve a la vida y, al día
siguiente, devuelto a su salud y a sus fuerzas primeras, en un combate singular derrota a
dos gigantes y se presenta cargado de oro, plata, seda y joyas en tanta cantidad que una
nave de transporte es incapaz de cargar.

3. ¿Qué locura resulta ser guiado o ser atrapado por estos placeres? Además, en ellos no
se demuestra absolutamente nada si exceptuamos algunas palabras sacadas de los más
recónditos arcanos de Venus, que se suelen decir en el momento oportuno con la intención
de impresionar y conmover a la mujer que amas, si por casualidad se muestra uno algo
más perseverante. Si dichos libros se leen para esto, sería mucho mejor que se escribieran
libros de alcahuetas (con perdón para nuestros oídos), porque en otras cuestiones, ¿qué
pensamientos profundos pueden emanar de la pluma de un escritor privado de toda
cualidad intelectual buena? Nunca he oido decir a nadie que semejantes libros le gusten,
excepción hecha de aquéllos que jamás han tocado buenos libros.
También yo los he leído alguna vez y no he encontrado vestigio alguno de buenos
propósitos o de mejor inteligencia. Yo tendría, ciertamente, confianza en aquéllos que los
ensalzan de esta guisa, y de los que personalmente conozco a varios, si afirmaran lo
mismo después de haber saboreado los pensamientos de Séneca, Cicerón, San Jerónimo
o las Sagradas Escrituras y no tuvieran [Pg. 69] tampoco costumbres completamente
corruptas. Porque muchas veces el único motivo que les induce a alabar semejantes libros
es que ven reproducidas en ellos, como si de un espejo se tratara, sus propias costumbres
y disfrutan de que se aprueben y reconozcan. Finalmente, aunque se tratara de
razonamientos muy agudos o de cosas agradabilísimas, sin embargo no quisiera yo que el
placer estuviese mezclado con veneno, ni que mi mujer se viera estimulada hacia la acción
vergonzosa. Ha de producirnos ciertamente risa la locura de esos maridos que permiten a
sus mujeres que, con la lectura de libros de semejante tenor, se hagan depravadas con
más astucia.

¿Qué voy a decir de esos escritores ineptos e ignorantes, cuando Ovidio prohibe a todo el
que quiera permanecer alejado de las costumbres depravadas que se familiarice con los
más agudos y los más sabios poetas griegos y latinos que cantaron las delicias del amor?
¿Qué puede decirse más agradable, más dulce, más suave, más ingenioso, más trabajado
y más pulido en todo género de conocimiento que lo que expresaron los poetas Calímaco,
Filetas de Cos, Anacreonte, Safo, Tibulo, Propercio y Cornelio Galo? 87 Grecia entera, toda
Italia, todo el orbe de la tierra admiró la genialidad y la inspiración poética de todos ellos,
sin embargo Ovidio recomienda a los hombres puros que los rechacen, diciendo, en el libro
segundo de su obra «Sobre los remedios del amor», estas palabras: «Lo diré contra mi
voluntad: no toques los poetas amorosos. Yo mismo ataco despiadadamente mi propia
obra. Huye de Calímaco, quien no es contrario al amor, y tú, nacido en Cos, también
perjudicas en unión de Calímaco. Cierto es que Safo me hizo mejor para con mi amiga;
tampoco la musa Theia 88 concedió amores ásperos. ¿Quién ha podido leer impunemente
los poemas de Tibulo o los tuyos, Propercio, que no te preocupaste más que de Cintia» 89.
Al final invita a que se le evite [Pg. 70] también a él y dice esto: «Mis versos tienen un no sé
qué de parecido con todos ellos 90.
Realmente tienen semejanza con los otros y por esa razón un buen emperador le condenó
a un merecidísimo destierro en el país de los getas, si bien es verdad que en este caso nos
sorprende la severidad de esa época o del propio Príncipe 91.

Nosotros vivimos en una ciudad cristiana, pero, ¿quién, hoy en día, se enoja, ni siquiera
levemente, contra el autor de unos versos parecidos?, ¿quién no le muestra su simpatía?
Platón expulsa de la república de hombres buenos que él ideó a los poetas Homero y
Hesíodo 92. Pero, ¿tienen estos poetas algún aspecto indecente si los comparamos con el
«Arte de amar» de Ovidio, obra que todos nosotros leemos, tenemos entre manos,
devoramos y aprendemos de memoria? Hay maestros que la leen a sus discípulos; otros,
con los comentarios que hacen sobre la obra, abren el camino de la maldad. Si es evidente
que Augusto desterró a Ovidio, ¿habría permitido que permanecieran en la ciudad los
comentaristas del poeta? A no ser que creamos que es mucho mejor escribir relatos
vergonzosos que explicarlos y, con ello, fecundar con semillas tan honestas 93 los jóvenes
espíritus de la adolescencia.

Es desterrado todo el que falsifica los pesos y las medidas; es llevado a la hoguera todo el
que adultera las monedas y tergiversa un documento. ¡Cuánto ruido para cosas tan poco
importantes! En cambio, el corruptor de la juventud es honrado en toda la ciudad e incluso
proclamado maestro de sabiduría. La mujer, por tanto, debe desdeñar toda esta clase de
libros, como si se tratara de una víbora o de un escorpión; si hay alguna que se sienta
subyugada por la lectura de estos libros hasta el punto de no querer soltarlos de las manos,
no sólo se le deben sustraer a la fuerza sino que, si de mala gana y contra su voluntad
hojea otros mejores, se ha de poner la máxima atención, tanto por parte de los padres
como de los amigos, en que deje de leerlos todos para que [Pg. 71] se deshabitúe a las
letras y, si se puede lograr, las olvide completamente, porque es más razonable carecer de
una cosa buena que hacer mal uso de ella.

La mujer honesta ni debe tomar en sus manos tales libros ni contagiar su boca con
cancioncillas y, en la medida que esté a su alcance, hará todo lo posible para que otras
sean iguales a ella, obrando bien al tiempo que dando buenos consejos; añade también a
estas cosas lo siguiente: y, si está en su mano, dando órdenes y preceptos.

4. Tal vez alguien pregunte qué libros se han de leer. A nadie le pasa desapercibido el
nombre de algunos títulos, como los Evangelios de Señor, los Hechos de los Apóstoles y
también sus Epístolas, los libros históricos y morales del Antiguo Testamento, las obras de
San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, San
Hilario, San Gregorio, Boecio, San Fulgencio, Tertuliano, Platón, Cicerón, Séneca y otros
parecidos 94. Para poder interpretar algunos autores deberán ser consultados doctos y
sensatos varones. La mujer ni debe seguir ciegamente su propio juicio, ni, impregnada de
un ligero baño de conocimientos y saberes literarios, admitir falsedades por verdades, lo
pernicioso por lo saludable, lo necio y lo insensato por lo serio y lo reconocido. Ella siempre
se mostrará deseosa de vivir más rectamente, pero, cuando se trate de juzgar, deberá ser
meticulosa; sobre los temas dudosos no emitirá juicio alguno, sino que se acogerá a
aquello que sepa que está aprobado por la autoridad de la Iglesia o por el sentir unánime
de los mejores pensadores. Debe siempre recordar y tener presente que San Pablo tuvo
motivos para prohibir a las mujeres la tarea de enseñar y la posibilidad de hablar en la
iglesia; decía él que tenían que estar sometidas a sus maridos y, además, aprender en
silencio lo que fuera necesario 95.

No se verá privada de la lectura de poetas la mujer que siente pasión por los versos. Podrá
leer a Prudencio, Arator, Próspero, Juvenco, Paulino 96, que no ceden mucho terreno ante
los más [Pg. 72] antiguos. Hallará, en efecto, en estos autores dignos de leerse todos los
pensamientos más agudos, más ricos, los que producen un placer mayor y más seguro. En
una palabra, el alimento del alma más agradable. Todas aquellas cosas que son
provechosas no sólo para la vida sino que inundan de un asombroso deleite el espíritu y la
mente.

Por lo tanto, puntualmente durante los días festivos y de cuando en cuando en los no
festivos, deben leerse o escucharse aquellos pensamientos que elevan la mente hacia
Dios, que adaptan el corazón humano a la paz cristiana, que mejoran nuestras costumbres.
Lo mejor será, antes de salir a los oficios divinos, leer en casa el Evangelio y la Epístola
correspondiente al día y, si dispones de ello, con el añadido de un pequeño comentario.
Habiendo cumplido con los oficios sagrados, cuando hayas regresado a casa y te hayas
ocupado de los trabajos caseros, suponiendo que estés obligada a tomar parte en alguno
de ellos, con ánimo sosegado y tranquilo lee alguna página de las que antes hemos
hablado, si es que sabes leer, pero si no sabes, escúchalas. Haz lo mismo algunos días
festivos, sobre todo si no te lo impiden otras ocupaciones que necesariamente tengas que
realizar en casa, incluso más si tienes los libros a mano y sobre todo si, entre los días
festivos, se presenta un intervalo mayor del acostumbrado. No vayas a creer que la Iglesia
ha instituido los días festivos para que puedas jugar y conversar, en tus horas de ocio, con
tus iguales, sino para que, con una atención mayor y un espíritu más relajado, pienses en
Dios, mientras dure esta vida nuestra, que es tan breve, y en la otra sempiterna del cielo.

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