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Juan Luis Vives

LA FORMACIÓN DE LA MUJER CRISTIANA

Capítulo II

EL RESTO DE LA NIÑEZ

1. Una vez que haya sido destetada la niña y comience a hablar y caminar, debe jugar y
divertirse siempre en compañía de niñas que tengan su misma edad, ante la presencia de
la madre, de la nodriza o de una mujer virtuosa de edad un tanto madura, con el imperativo
de moderar sus juegos y las diversiones que le pide su corazón y de encauzarlos hacia la
honestidad y la virtud. No debe permitirse la presencia de ningún jovenzuelo, ni tampoco se
les debe acostumbrar a divertirse con los muchachos, ya que por ley natural nuestro amor
se inclina muy obcecadamente hacia aquellos con quienes pasamos los ratos durante
nuestra niñez y con los que compartimos las diversiones. Esta inclinación es mucho más
acusada en la mujer puesto que está dotada de unas cualidades más proclives al placer.
En esa edad, en la que no se distingue el bien del mal, no es posible enseñarle todavía la
realidad del mal, sino que su alma, inexperta aún, ha de sustentarse con sanas ideas.

Es pestilente el parecer de aquellos que desean que sus hijos no ignoren tanto el bien
como el mal. Ellos argumentan que de esta manera alcanzarán con mayor efectividad la
virtud y evitarán los vicios. ¿Cuánto más conveniente y útil resulta no sólo no cometer
acciones malas sino ni tan siquiera saber que tales acciones existen? ¿Esto no nos reporta
una felicidad mucho mayor? ¿Quién no ha oído, al menos en conversación, que todos
nosotros nos convertirnos en unos desgraciados desde el mismo instante que los [Pg. 42]
primeros padres del género humano conocieron qué cosa era el bien y qué cosa era el
mal? 38 Ciertamente aquellos padres, que no quieren que sus hijos desconozcan e ignoren
el mal, merecen que sus hijos lo conozcan, y así, cuando éstos se arrepientan de haber
cometido una mala acción, recuerden que saben que obran mal precisamente porque sus
padres se lo enseñaron.

Tampoco debe aprender la muchachita palabras impúdicas o lascivas, ni gestos poco


decorosos cuando todavía es ignorante de muchas cosas, porque los reproducirá después
que haya crecido y cuando conozca mejor la realidad de la vida. A muchos en la vida
cotidiana les sucede que, sin ser conscientes ni reparar en ello, repiten habitualmente
aquellas expresiones y gestos a los que están acostumbrados y, aunque a veces se
resisten y ponen mucho empeño en reprimirse, caen siempre en los mismos vicios y
reinciden en las mismas acciones contra su propia voluntad. Con mayor frecuencia se
reproducen los males de aquéllos cuyo espíritu es mucho más tenaz.

Procuren los padres no aprobar ninguna acción indecorosa, que las muchachitas hayan
cometido, ni con risas, ni con palabras, ni con gestos o celebrándolo con besos y abrazos,
algo que resultaría mucho más feo. La muchacha se esforzará en repetir continuamente
todo aquello que a los padres les sea especialmente agradable. En los primeros años de su
existencia todo ha de ser casto y puro, al menos para apoyar sus costumbres, que, por
decirlo de algún modo, toman raíces a partir de los hábitos que se van forjando en esa
primera edad infantil.

Me complace transcribir algunas palabras de Cornelio Tácito sobre el carácter de los


antiguos romanos: «Hace ya mucho tiempo cada cual educaba a su hijo, nacido de una
mujer casta, no en la habitación de una mujer comprada, sino en el regazo y entre los
brazos de su propia madre, cuya tarea más destacada y merecedora de encomio era velar
por el bien de la casa y estar al servicio de sus hijos. Por otra parte, se escogía, entre la
parentela más cercana, una mujer algo mayor, al calor de cuyas costumbres se
encomendaba toda la descendencia de cualquier familia y en su presencia no estaba
permitido decir palabras que se considerasen feas, [Pg. 43] ni hacer nada que pareciera
deshonesto; ella, a su vez, moderaba con un aire de pureza y modestia no sólo sus
aficiones y costumbres sino también los momentos de relajo y las distracciones. La historia
nos cuenta que Cornelia, la madre de los Gracos, Aurelia, la madre de César y Accia, la
madre de Augusto estuvieron al frente de la educación de sus hijos y consiguieron que
estos llegaran a ser personajes sobresalientes. Esta disciplina y esta austeridad llegaban
hasta tal extremo que, intactas e irreprochables y sin que la propia naturaleza de cada uno
de ellos se torciera hacia los abismos de la corrupción, hizo arraigar instantáneamente las
artes nobles en lo más profundo de sus corazones» 39. Estas son las palabras de C.
Tácito. Por esta exposición se evidencia con qué sistema y con qué procedimientos
lograron alcanzar los antiguos aquellas esplendorosas virtudes que nosotros, ahora, ni
siquiera somos capaces de contemplar con nuestros ojos. Tácito dice estas cosas de los
varones. ¿Cuánto mayor celo, pensamos nosotros, no se pondría en la formación de las
mujeres?

Por consiguiente, debe permanecer alejada de las diversiones que exige esa edad, e
igualmente de todo cuanto signifique un obstáculo para una correcta educación,
procurando que ningún atisbo de indecencia arraigue en sus espíritus ni se aficione
demasiado a la garrulería. Sin embargo, desde esa temprana edad medite, como si de un
juego se tratara, aquellas cosas que en el futuro van a redundar en su provecho; reciba los
consejos y estímulos a través de fábulas cortas y castas; manténgase alejada del contacto
con las muñecas 40, porque, en cierto modo, son remedo de la idolatría, y despiertan y
acrecientan la pasión de las mujeres por los peinados y el acicalamiento. Mejor aconsejaría
yo esos juguetes, fabricados con estaño o con plomo, que reproducen todos los utensilios
del ajuar doméstico y de los que aquí en Bélgica hay una gran cantidad. Este es un
entretenimiento agradable para la niña y, a la vez, haciendo otra cosa, va aprendiendo los
nombres y los usos de cada uno de ellos.

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