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Literatura y epifanía

Poemas
Jacobo Fijman “La adoración de los magos”
Rubén Darío “Los tres reyes magos”
T.S. Elliot – “La travesía de los reyes magos”
Jorge Guillén – “Epifanía”
Luis Cernuda – “La adoración de los magos”

Relatos
“Las ofrendas” – Matías Ruiz Barlett
“El primer milagro” – Azorín (1927)
“Los tres caminantes” – Gabriel Miró
“La adoración de los Reyes” – Valle Inclán
Rubén Darío – “Los tres reyes magos” (en Cantos de vida y esperanza)
– IV –
-Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso.
Vengo a decir: La vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina Estrella!
-Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo.
Existe Dios. Él es la luz del día.
La blanca flor tiene sus pies en lodo.
¡Y en el placer hay la melancolía!
-Soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro
que existe Dios. Él es el grande y fuerte.
Todo lo sé por el lucero puro
que brilla en la diadema de la Muerte.
-Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.
Triunfa el amor y a su fiesta os convida.
¡Cristo resurge, hace la luz del caos
y tiene la corona de la Vida!
LA TRAVESÍA DE LOS REYES MAGOS (T. S. ELIOT)

“Pasamos mucho frío en el camino,


la época del año más difícil
para emprender un viaje, y más uno tan largo:
los caminos cubiertos de nieve, el tiempo gélido,
el momento más crudo del invierno”.
Los camellos estaban irritados, con las patas deshechas;
se negaban a andar, echándose en la nieve
que empezaba a fundirse. A veces extrañábamos
nuestros palacios de verano en las laderas, las terrazas
y las muchachas suaves como seda que nos traían sorbetes.
Después los camelleros comenzaron a gruñir y a quejarse,
y a irse, y a exigir su alcohol y sus mujeres;
y luego no podíamos mantener las fogatas encendidas de noche,
faltaban los refugios en donde cobijarse,
y las ciudades eran hostiles y los pueblos poco hospitalarios,
y las aldeas sucias y los precios
que nos pedían en ellas muy exagerados:
pasamos una dura travesía.
Al final, preferíamos viajar toda la noche,
durmiendo a ratos, mientras al oído
nos cantaban las voces que decían
que todo aquello era una locura.

Luego, al alba, bajamos hasta un valle templado,


húmedo, por debajo de la línea de nieve, donde ya se sentía
el olor de los árboles, y había un arroyuelo y un molino
que agitaba las aspas cortando la tiniebla,
y contra el cielo bajo había tres árboles.
Y vimos a un caballo blanco, viejo,
alejarse al galope por el prado.
Después llegamos hasta una taberna
que tenía unas hojas de parra en el dintel;
junto a la puerta abierta, seis manos suplicantes
hacían tintinear moneditas de plata,
al tiempo que unos pies daban patadas a los odres vacíos.
Pero nadie nos supo brindar información, así que continuamos
hasta llegar, de noche –y ni un momento antes–,
al lugar indicado; se podría decir que era satisfactorio.

Todo esto fue hace mucho tiempo, según recuerdo,


y lo haría otra vez, pero quiero dejar esto asentado:
¿nos embarcamos en tamaña travesía para ver
un Nacimiento o una Muerte? Hubo
un Nacimiento, sí. Tuvimos prueba de ello
y no quedaron dudas. Yo había visto antes
nacimientos y muertes, pero entonces
me habían parecido diferentes;
para nosotros este Nacimiento
fue como una agonía amarga y dolorosa,
como la Muerte, nuestra muerte. Luego
marchamos de regreso a estos Reinos, nuestras tierras,
pero nunca volvimos a sentirnos
a gusto con el orden de las cosas,
entre una gente extraña aferrada a sus dioses.
Me sentiría dichoso de encontrar otra muerte.
Epifanía – Jorge Guillén (Clamor)
Llegan al portal los Mayores,
Melchor, Gaspar y Baltasar,
se inclinan con sus esplendores
y al Niño adoran sin cantar.
Dios no es rey ni parece rey,
Dios no es suntuoso ni rico.
Dios lleva en sí la humana grey
y todo su inmenso acerico.
El cielo estrellado gravita
sobre Belén, y ese portal
a todos los hombres da cita
por invitación fraternal.
Dios está de nueva manera,
y viene a familia de obrero,
sindicato de la madera.
El humilde es el verdadero.
Junto al borrico, junto al buey,
la criatura desvalida
dice en silencio: No soy rey,
soy camino, verdad y vida

 
LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS – Luis Cernuda

VIGILIA

Melchor

La soledad. La noche. La terraza.


La luna silenciosa en las columnas.
Junto al vino y las frutas, mi cansancio.

Todo lo cansa el tiempo, hasta la dicha


Perdido su sabor después amarga,
Y hoy sólo encuentro en los demás mentira,
Aquí en mi pecho aburrimiento y miedo.
Si la leyenda mágica se hiciera
Realidad algún día…

La profética
Estrella, que naciendo de las sombras
Pura y clara, trazara sobre el cielo,
Tal sobre faz etíope una lágrima,
La estela misteriosa de los dioses.
Ha de encarnarse la verdad divina
Donde oriente esa luz.

¿Será la magia,
Ida la juventud con su deseo,
Posible todavía? Si yo pienso
Aquí bajo los ojos de la noche,
No es menor maravilla; si yo vivo,
Bien puede un Dios vivir sobre nosotros.
Mas nunca nos consuela un pensamiento,
Sino la gracia muda de las cosas.

Qué dulce está la noche. Cuando el aire


A la terraza trae desde lejos
Un aroma de nardo, y como un eco
El són adormecido de las aguas,
Siento animarse en mí la forma vaga
De la edad juvenil con su dulzura.

Así el tiempo sin fondo arroja el hombre


Consuelos ilusorios, penas ciertas,
Y así alienta el deseo. Un cuerpo solo,
Arrullando su miedo y su esperanza,
Desde la sombra pasa hacia la sombra.

Mas tengo sed. ¡Lágrimas de la viña,


Frescas al labio con frescor ardiente,
Tal si un rayo de sol atravesara
La neblina! ¡Delicia de los frutos
De piel tersa y oscura, como un cuerpo
Ofrecido en la rama del deseo!

Señor, danos la paz de los deseos


Satisfechos, de las vidas cumplidas.
Ser tal la flor que nace y luego abierta
Respira en paz, cantando bajo el cielo
Con luz de sol, aunque la muerte exista:
La cima ha de anegarse en la ladera.

Demonio

Gloria a Dios en las alturas del cielo,


Tierra sobre los hombres en su infierno.

Melchor

Sin que su abismo lo profane el alba,


Pálida está la noche. Y esa estrella
Más pura que los rayos matinales,
Al dar su luz palpita como sangre
Manando alegremente de la herida.
¡Pronto, Eleazar, aquí!

Hombres que duermen


Y de un sueño de siglos Dios despierta…
Que enciendan las hogueras en los montes,
Llevando el fuego rápido la nueva
A las lindes de reinos tributarios.
Al alba he de partir. Y que la muerte
No me ciegue, mi Dios, sin contemplarte.

II

LOS REYES
Baltasar

Como pastores nómadas, cuando hiere la espada


del invierno,
Tras una estrella incierta vamos, atravesando
de noche los desiertos,
Acampados de día junto al muro de alguna
ciudad muerta,
Donde aúllan chacales; mientras, abandonada
nuestra tierra,
Sale su cetro a plaza, para ambiciosos o charlatanes
que aún exploten
El viejo afán humano de atropellar la ley, el
orden.
Buscamos la verdad, aunque verdades en abstracto
son cosa innecesaria,
Lujo de soñadores, cuando bastan menudas
verdades acordadas.
Mala cosa es tener el corazón henchido hasta
dar voces, clamar por la verdad, por la justicia.
No se hizo el profeta para el mundo, sino el
dúctil sofista
Que toma el mundo como va: guerras, esclavitudes,
cárceles y verdugos
Son cosas naturales, y la verdad es sueño, menos
que sueño, humo.

Gaspar

Amo el jardín, cuando abren las flores serenas


del otoño,
El rumor de los árboles, cuya cima dora la luz
toda reposo,
Mientras por la avenida el agua esbelta baila
sobre el mármol
Y a lo lejos se escucha, entre el aire más denso,
un pájaro.
Cuando la noche llega, y desde el río un viento
frío corre
Sobre la piel desnuda, llama la casa al hombre,
Hecha voz tibia, entreabiertos sus muros como
una concha oscura,
Con la perla del fuego, donde sueño y deseo
juntan sus luces puras.
Un cuerpo virgen junto al lecho aguarda desnudo,
temeroso,
Los brazos del amante, cuando a la madrugada
penetra y duele el gozo.
Esto es la vida. ¿Qué importan la verdad o el
poder junto a esto?
Vivo estoy. Dejadme así pasar el tiempo en
embeleso.

Melchor

No hay poder sino en Dios, en Dios sólo perdura


la delicia;
El mar fuerte es su brazo, la luz alegre su sonrisa.
Dejad que el ambicioso con sus torres alzadas
oscurezca la tierra;
Pasto serán del huracán, con polvo y sombra
confundiéndolas.
Dejad que el lujurioso bese y muerda, espasmo
tras espasmo;
Allá en lo hondo siente la indiferencia virgen
de los huesos castrados.
¿Por qué os doléis, ¡oh reyes!, del poder y la
dicha que atrás quedan?
Aunque mi vida es vieja no vive en el pasado,
sino espera;
Espera los momentos más dulces, cuando al alma
regale
La gracia, y el cuerpo sea al fin risueño, hermoso
e ignorante.
Abandonad el oro y los perfumes, que el oro
pesa y los aromas aniquilan.
Adonde brilla desnuda la verdad nada se necesita.

Baltasar

Antífona elocuente, retórica profética de raza


a quien escapa con el poder la vida.
Pero mi pueblo es joven, es fuerte, y diferente
del tuyo israelita.

Gaspar
Si el beso y si la rosa codicio, indiferente hacia
los dioses todos,
Es porque beso y rosa pasan. Son más dulces
los efímeros gozos.

Melchor

¡Locos enamorados de las sombras! ¿Olvidáis,


tributarios,
Cómo son vuestros reinos del mío, que aún
puedo sujetaros
A seguir entre siervos descalzos, el rumbo de
mi estrella?
¿Qué es soberbia o lujuria ante el miedo, el
gran pecado, la fuerza de la tierra?

Baltasar

Con tu verdad pudiera, si la hallamos, alzar


un gran imperio.

Gaspar

Tal vez esa verdad, como una primavera, abra


rojos deseos.

III

PALINODIA DE LA
ESPERANZA DIVINA

Era aquel que cruzábamos, camino


Abandonado entre arenales,
Con una higuera seca, un pozo, y el asilo
De una choza desierta bajo el frío.
Lejos, subiendo entre unos riscos,
Iba el pastor junto a sus flacas cabras negras.
Cuando tras de la noche larga la luz vino,
Irisando la escarcha sobre nuestros vestidos,
Faltas de convicción, las cosas escaparon
Tal en un sueño interrumpido.

Padecíamos hambre, gran fatiga.


Al lado de la choza hallamos una viña
Donde un racimo quedaba todavía,
Seco, que ni los pájaros habían
Querido. Nosotros lo tomamos:
De polvo y agrio vino el paladar teñía.
Era bueno el descanso, pero
En quietud la indiferencia del paisaje aísla,
Y añoramos la marcha, la fiebre de la ida.

Vimos la estrella hacia lo alto,


Que estaba inmóvil, pálida como el agua
En la irrupción del día, una respuesta dando
Con su brillo tardío del milagro
Sobre la choza. Los muros sin cobijo
Y el dintel roto, se abrían hacia el campo,
Desvalidos. Nuestro fervor helado
Se volvió tal viento de aquel páramo.

Dimos el alto. Todos descabalgaron.


Al entrar en la choza, refugiados,
Una mujer y un viejo sólo hallamos.

Pero alguien más había en la cabaña:


Un niño entre sus brazos la mujer guardaba.
Esperamos un dios, una presencia
Radiante e imperiosa, cuya vista es la gracia,
Y cuya privación idéntica a la noche
Del amante celoso sin la amada.
Hallamos una vida como la nuestra humana,
Gritando lastimosa, con ojos que miraban
Dolientes, bajo el peso de su alma
Sometida al destino de las almas,
Cosecha que la muerte ha de segarla.

Nuestros dones, aromas delicados y metales


puros,
Dejamos sobre el polvo, tal si la ofrenda rica
Pudiera hacer el dios. Pero ninguno
De nosotros su fe viva mantuvo,
Y la verdad buscada sin valor quedó toda,
El mundo pobre fué, enfermo, oscuro.
Añoramos nuestra corte pomposa, las luchas y
las guerras,
O las salas templadas, los baños, la sedosa
Carne propicia de cuerpos aún no adultos,
O el reposo del tiempo en el jardín nocturno,
Y quisimos ser hombres sin adorar a dios alguno.

IV

SOBRE EL TIEMPO PASADO

Mira cómo la luz amarilla de la tarde


Se tiende con abrazo largo sobre la tierra
De la ladera, dorando el gris de los olivos
Otoñales, ya henchidos por los frutos maduros;

Mira allá las marismas de niebla luminosa.


Aquí, año tras año, nuestra vida transcurre,
Llevando los rebaños de día por el llano,
Junto al herboso cauce del agua enfebrecida;

De noche hacia el abrigo del redil y la choza.


Nunca vienen los hombres por estas soledades,
Y apenas si una vez les vemos en el zoco
Del mercado vecino, cuando abre la semana.

Esta paz es bien dulce. Callada va la alondra


Al gozar de sus alas entre los aires claros.
Mas la paz, que a las cosas en ocio santifica,
Aviva para el hombre cosecha de recuerdos.

Tiempo atrás, siendo joven, divisé una mañana


Cruzar por la llanura un extraño cortejo:
Jinetes en camellos, cubiertos de ropajes
Cenicientos, que daban un destello de oro.

Venían de los montes, pasados los desiertos,


De los reinos que lindan con el mar y las nieves,
Por eso era su marcha cansada sobre el polvo
Y en sus ojos dormía una pregunta triste.

Eran reyes que el ocio y poder enloquecieron,


En la noche, siguiendo el rumbo de una estrella,
Heraldo de otro reino más rico que los suyos.
Pero vieron la estrella pararse en este llano,

Sobre la choza vieja, albergue de pastores.


Entonces fué refugio dulce entre los caminos
De una mujer y un hombre sin hogar ni dineros:
Un hijo blanco y débil les dió la madrugada.

El grito de las bestias acampando en el lleno


Resonó con las voces en extraños idiomas,
Y al entrar en la choza descubrieron los reyes
La miseria del hombre, de que antes no sabían.

Luego, como quien huye, el regreso emprendieron.


También los caminantes pasaron a otras tierras
Con su niño en los brazos. Nada supe de ellos.
Soles y lunas hubo. Joven fuí. Viejo soy.

Gentes en el mercado hablaron de los reyes:


Uno muerto á regreso, de su tierra distante;
Otro, perdido el trono, esclavo fué, o mendigo;
Otro a solas viviendo, presa de la tristeza.

Buscaban un dios nuevo, y dicen que le hallaron.


Yo apenas vi a los hombres; jamás he visto
dioses.
¿Cómo ha de ver los dioses un pastor ignorante?
Mira el sol desangrado que se pone a lo lejos.

EPITAFIO

La delicia, el poder, el pensamiento,


Aquí descansan. Ya la fiebre es ida.
Buscaron la verdad, pero al hallarla
No creyeron en ella.

Ahora la muerte acuna sus deseos,


Saciándolos al fin. No compadezcas
Su sino, más feliz que el de los dioses
Sempiternos, arriba.
Las ofrendas – Matías Ruiz Barlett

-¿Y esa mochila que trajiste?


-Nada, nada -respondió Tobías, asumiendo desde el vamos que había sido un error
llevar esa noche los perfumes. En serio, ¿a quién se los iba a ofrecer? “Es otro síntoma
más de que no estoy muy bien”, pensó.
La idea no había sonado tan ridícula, y eso era lo preocupante, cuando se preparó esa
misma tarde para salir de su casa, tomar el tren hasta la estación de Retiro y desde allí
caminar unas doce cuadras hasta la casa de Rosario. “Yo me llevo unas muestras en una
mochila”, pensó. “Me hago el distraído, que las llevé de casualidad, cuento como si
nada que estoy vendiendo perfumes, deslizo que son de buena calidad, invito a probar y
quién te dice consigo un par de ventas”.
Pero apenas llegó, apenas la anfitriona preguntó por la mochila, Tobías reculó y no
mencionó el tema durante toda la velada. Dejó la mochila en una habitación junto a su
abrigo. Trató de reponerse a la decepción que sentía de sí mismo y disfrutar, pero no lo
consiguió del todo.
Rosario Soñora había organizado en su casa una cena aniversario por los cuarenta
años de egresados de la Escuela Número 7. Tobías había perdido contacto con la gran
mayoría de sus ex-compañeros, y la idea de un reencuentro no lo entusiasmaba, pero no
tenía nada mejor que hacer. Llegó puntual. Ya había bastante gente y fue recibido con
más afecto del que pensaba. El tiempo pasa, es cierto, pero el tiempo compartido deja
huella y eso no se borra tan fácilmente.
Otros fueron llegando y el humor de Tobías mejoró con la comida y las charlas. Fue
surgiendo en él la curiosidad de saber qué había sido de la vida de los otros. Lamentó
mucho enterarse de la muerte de Ramiro Fraga, por un cáncer de riñón, dos años antes.
Le contaron también que Carmen y Francisco habían vuelto del exilio con el regreso de
la democracia y todavía seguían juntos. Le contaron de los hijos, los nietos, los
sobrinos, los logros y los desafíos superados.
El problema era cuando le preguntaban a Tobías por su vida durante los años
transcurridos. “¿Por dónde empiezo?”, decía, con una sonrisa irónica pero disimulando
que la pregunta que hacía era lastimosamente real, que le hacía girar la mente y la
imaginación con la velocidad de sonido, y que debía enfrentar la fuerte tentación de
mentir.
No mintió, aunque atenuó los efectos y repercusiones de lo vivido. Se había separado
de Juana hacía poco. “La vida misma”, dijo, cuando le preguntaron el porqué. Sus dos
hijos andaban bien, cada uno en lo suyo. Omitió la parte de que casi no los veía. Y tenía
trabajo, vendía perfumes para la empresa de su suegro. Sí, a pesar de la separación
todavía trabajaba para su suegro. Cuando quisieron saber más sobre su trabajo, cambió
de tema. No quería contar que salía a la calle a vender, puerta a puerta, abordando gente
en las plazas o en los trenes. Quiso dejar librado a la imaginación de los demás que
atendía en un cómodo local.
Tobías estaba ya por la quinta vez que repetía su historia ante otro ex-compañero
cuando entró Bernabé Tasari a la casa. Tobías se puso de pie para saludarlo, y ambos se
dieron un abrazo fuerte, sentido, y algo culposo. No se dijeron nada en especial, pero
cuando la noche les dio la ocasión de apartarse un poco de los demás hacia el jardín, con
una copa de vino en cada mano, pudieron conversar.
-No hay derecho, hermano, tanto tiempo -empezó Bernabé.
-Sí, la verdad. No hay derecho.
-Estamos grandes, canosos, gordos.
-Y pelados. En tu caso.
Bernabé rió como reía cuando tenía dieciocho años. Fuerte, hacia afuera, con la boca
abierta mostrando todo. Todavía conservaba esa impronta de firmeza, de ser duro y
resistente a pesar de la edad. Y de esconder detrás de esa coraza una ternura muy
profunda.
-¿Y? ¿Cómo estás vos? -preguntó.
Y Tobías, quizás harto de haber disfrazado el relato de sus años demasiadas veces
durante la noche, quizás porque a Bernabé no le podía mentir, contó todo. “Estoy en la
lona, hermano” comenzó su historia, que duró casi una hora. Que Juana se había hartado
de él, que siempre discutían por las mismas cosas hasta que le dijo que se quería separar
y que lo mejor era que él se fuera a vivir a otro lado. Que él no discutió, ni lloró, ni
peleó. Que se organizó y se fue a un departamento de un ambiente. Que sus hijos, que
ya viven cada uno con su pareja, no hicieron mucho escándalo por la separación.
Que su suegro le permitió conservar el vínculo con la empresa, pero solo como
proveedora de los perfumes. Que de la venta se tiene que ocupar él solo, como pueda.
Que le encantaría hacer otra cosa, pero está cerca de los sesenta años, fue vendedor toda
su vida y no sabe por dónde ir.
Que cuando se fue a vivir solo se dio cuenta de que estaba bastante solo en la vida. Y
no entendía por qué había perdido tanto el contacto con los demás. Que se preguntaba si
no era justamente eso lo que Juana detestaba de él.
Que apenas vendía algunos perfumes. Que estaba pagando el alquiler con ahorros.
Que comía poco y que no renovaba su ropa. Que no le encontraba mucha salida al
asunto.
Bernabé lo escuchó con atención, tomando y recargando su copa de vino y la de
Tobías, pero con moderación, más como una excusa para que la historia continuara que
para provocar una borrachera. Ninguno de los otros ex-compañeros se acercó durante
toda la conversación, se notaba a la distancia que estaban hablando de cuestiones
personales que sólo se resolvían de a dos.
Cuando Tobías terminó, no sin cierto agotamiento, Bernabé suspiró fuerte y no dijo
nada. Hubo unos instantes de silencio, hasta que Rosario, que quizás estaba esperando
un corte en ese diálogo un poco disruptivo que dos de sus invitados estaban teniendo en
el jardín, llamó a todos a brindar y comer la torta preparada especialmente por ella.
Tobías y Bernabé se sumaron al grupo.
Media hora más tarde, se empezaron a ir los primeros invitados. Tobías aprovechó la
movida y se preparó para salir. Buscó su abrigo y casi se olvida la mochila. En la puerta
lo detuvo Bernabé.
-¿Estás en auto?
-No, me voy a Retiro a tomar el tren. Si salgo ahora llego al último...
-¡Yo también! -dijo, con un entusiasmo que Tobías no entendió-. Vamos juntos.
Salieron a la calle y caminaron en silencio. Recién a las tres cuadras, Bernabé habló.
-Siento mucho todo lo que te pasó hermano. Es muy difícil… No sé realmente qué
decir.
-Está bien… -dijo Tobías.
-No, no está bien. No está bien estar solo. No está bien tener miedo de lo que puede
pasar el próximo mes. Un carajo está bien. Y tus hijos… tendrías que poder verte con
ellos más seguido. Porque si Juana no quiere, Juana no quiere, está bien. Pero ellos…
-Es que ya están con sus cosas.
-Y vos sos su papá, hermano. Llamalos. ¿Les contaste lo que te pasa? ¿Saben…?
-Muy poco.
-Bueno, ahí tenés. Que lo sepan. Que se hagan cargo también, bastante hiciste por
ellos en algún momento.
-No sé, no sé…
-¿Son personas de bien?
-Sí. Los dos.
-Entonces bastante hiciste. No te quites mérito, hermano.
-No sé por dónde arrancar. Esa es la verdad -dijo Tobías, y por unas cuadras nos
hablaron más.
Cuando ya tenían a la vista el enorme edificio de Retiro, Bernabé quiso continuar la
conversación.
-Empecemos porque no estés solo. ¿A qué estación vas?
-Vivo cerca de la estación San Martín. Me tomo el que va para José León Suárez.
-Yo me tomo el mismo, pero me bajo antes, en Drago… ¿querés venirte para casa?
Tobías sintió que la invitación estaba completamente fuera de lugar.
-Pero… es muy tarde. ¿vos no seguís viviendo con tu familia?
-Sí, con María y mi hijo. Pero no importa. Ellos no van a tener problema.
-¿Tenés un hijo? Qué lindo… perdón, no te pregunté nada de tu vida en toda la
noche, hablé solo yo.
-No importa, hermano. Estás preocupado y no quiero dejarte solo.
Tobías estaba por conmoverse y decidió cortar el tema rápidamente.
-No, gracias. En serio.
-Entonces me tenés que prometer que me vas a llamar. A cualquier hora. Cuando sea.
O te venís directamente a mi casa. En serio te lo digo. Sin preavisos. Te tomás el tren, te
bajás en Drago, caminás tres cuadras y venís. Ahora te anoto mi dirección y mi teléfono.
Si yo no estoy, le decís a María quién sos y entrás y me esperás. Si no hay nadie,
esperás en la puerta, alguno va a llegar en algún momento.
-Es demasiado.
-No se hable más -dijo Bernabé, escribiendo en un papel los datos-. Vos y yo éramos
muy amigos.
Bernabé le entregó el papel a Tobías y este giró la conversación hacia otro lado,
amparado en que ya entraban en la estación. No quería llorar delante de Bernabé.
Cruzaron los molinetes y entraron en el andén. Casi no había nadie esperando la
formación. Entraron los dos en el último vagón y se sentaron juntos, en silencio. Una
mujer sosteniendo un bebé recién nacido estaba sentada más adelante. Unos asientos
más allá, un negro muy alto, con un bolso que probablemente estuviera lleno de
baratijas, cinturones y relojes. Dos señoras que no paraban de hablar estaban sentadas
detrás. Y, antes de que se cerraran las puertas, entró un hombre de unos cuarenta años,
flaco y con el pelo enmarañado en gruesas rastas, que llevaba un morral del cual
asomaban varillas de incienso de muchos colores. Se mantuvo de pie, apoyado en uno
de los caños y escuchando música en sus auriculares.
El tren partió. Unas estaciones después el silencio fue demasiado incómodo para
Tobías. Sentía que quería corresponder a la oferta tan espontánea y afectuosa de
Bernabé.
-¿Cómo se llama tu hijo? -preguntó, cuando se detuvieron en Colegiales.
-Mateo. Es un sol.
-Qué bueno. ¿Tiene…?
-Diecisiete años. Lo tuvimos ya de grandes con María.
-¡Mirá vos!
-Es que antes teníamos otro… Alfredo se llamaba. Falleció en un accidente cuando
tenía quince.
Tobías no supo qué decir. Miró hacia abajo. De repente sentía mucha vergüenza.
-Lo lamento mucho.
-Gracias.
Siguieron en silencio hasta que el tren llegó a Drago y allí Bernabé se levantó y miró
fijo a Tobías.
-Cuando sea. Te venís. Estoy hablando en serio.
Tobías sólo pudo asentir y Bernabé se bajó del tren.
Casi inmediatamente después de que el tren se puso en movimiento, Tobías notó que
el hombre de rastas estaba mirando algo con detenimiento. Tobías estaba todavía
demasiado conmovido por todo lo que acababa de ocurrir, pero la curiosidad le sirvió
como vía de escape y trató de descubrir qué pasaba.
Enseguida pudo darse cuenta de que el hombre de rastas estaba mirando a la mujer
con el bebé. Definitivamente, la miraba fijo. Tobías no entendía por qué, sólo podía ver
la parte de atrás de la cabeza de la mujer y de su bebé desde donde estaba, pero el
hombre de los inciensos la podía mirar de frente. Y era evidente que algo le estaba
llamando mucho la atención.
Unos segundos después, el tren llegaba a la estación Urquiza. Se bajaron las dos
señoras de atrás y no subió nadie. El tren arrancó y el hombre de las rastas se sacó los
auriculares y avanzó hacia la mujer. Tobías no sintió miedo de que algo grave pudiera
ocurrir. Tanto el hombre de rastas como el negro que estaba más adelante eran
vendedores ambulantes, como él. Carismáticos, un poco personajes, un poco
románticos, un poco caraduras, un poco excluidos… pero claramente inofensivos. Algo
le debía estar pasando a la mujer.
El hombre de rastas se puso en cuclillas al lado de ella y le empezó a hablar. Puso
una mano sobre su codo y sonrió con ternura. Tobías concentró toda su atención en
tratar de oír lo que pasaba, en medio de traqueteo del tren sobre las vías.
-¿Qué pasa?… Bueno, tranquila… Entiendo… Es… lindo el bebé…. Es hermoso…
mirá cómo duerme… no pasa nada…
Cuando el tren llegó a la estación Pueyrredón y hubo un silencio profundo mientras
las puertas se abrían, nadie subía, nadie se bajaba, y las puertas se volvía a cerrar,
Tobías pudo notar que la mujer lloraba amargamente. Y, al parecer, el negro también lo
oyó, porque se dio vuelta, vio la escena y se quedó mirando, con los ojos bien abiertos.
El hombre de rastas siguió hablando.
-Está bien… está bien… mirá -dijo mientras abría su morral-. Te regalo esto... Son
especiales... de citronela… sirven para los mosquitos… lejos del bebé… en la
habitación…
La mujer levantó la mano como para rechazar el regalo, pero el hombre de rastas
sonreía tan firmemente que se vio obligada a aceptar. Y ella rompió a llorar todavía más
fuerte. El negro y Tobías, cada uno desde sus respectivos lugares, se levantaron y fueron
hacia ella.
Era casi una adolescente, morocha y de ojos redondos y mojados. En sus brazos
estaba el bebé, un varón, profundamente dormido, envuelto en una manta. Como no
podía parar de llorar, el hombre de rastas habló por ella.
-Salió hoy del hospital con su hijo recién nacido. Nadie la vino a buscar… en la
familia no estaban muy de acuerdo con el embarazo. Estuvo deambulando un poco
durante el día, haciendo tiempo y al final se tomó el tren y va hasta la terminal, a José
León Suárez, vive por ahí.
-¿Y el padre? -preguntó Tobías.
El hombre de rastas hizo un gesto con la cabeza que bien podía significar “no
existe”.
-Está un poco asustada por cómo la van a recibir -continuó.
La mujer lloraba y asentía ante la historia. Tenía en su mano el paquete de inciensos
de color verde. El tren se detuvo en la estación Miguelete. Nadie bajó y nadie subió.
-Es precioso -dijo Tobías, mirando al niño. La mujer dejó de llorar para agradecer el
cumplido.
El negro, que no dijo ninguna palabra hasta entonces, volvió a su lugar. Había dejado
allí su bolso, lo abrió, removió adentro y sacó algo dorado y brillante. Volvió y le tendió
a la mujer un reloj de oro falso.
-Para él -dijo, en un castellano cerrado y grave, señalando con la cabeza al niño-.
Para cuando crezca.
La mujer se quedó sorprendida y boquiabierta. Quiso decir que no, pero el hombre de
rastas intervino.
-Es un regalo.
La mujer lo tomó. El negro se sentó entonces, en un asiento cercano, en silencio.
El tren estaba por llegar a San Martín. Tobías miraba la escena y algo le decía que no
se podía bajar así nomás. La mujer ya estaba más tranquila, pero todavía sollozaba y
acunaba al bebé con movimientos cortos y rápidos. El tren llegó a la estación. Tobías
miró las puertas abrirse, permanecer abiertas ante la noche oscura y la estación
iluminada y vacía. Miró al niño y aprovechó el silencio.
-¿Cómo se llama? -preguntó. Las puertas del tren se cerraron.
-Elías -contestó la madre. El tren siguió avanzando y hubo varios minutos de
silencio.
-Yo te puedo acompañar hasta tu casa, si querés -dijo el hombre de rastas, de repente.
-No, está bien, gracias. No hace falta. Ya es bastante. Gracias por los regalos -dijo,
mirándolos a los tres. Todavía no había guardado los inciensos y el reloj de oro, los
apretaba en las manos contra el cuerpo del bebé.
Tobías sintió mucha vergüenza. No tenía nada para ofrecer, salvo un poco de dinero,
lo cual consideró totalmente fuera de lugar. Miró otra vez los regalos. Justo en el
momento en que el hombre de rastas ofrecía ayuda para guardarlos en la cartera de la
mujer, Tobías sintió que una vieja historia, de esas que se escuchaban mucho cuando era
chico, resonaba en su cabeza como una melodía pegadiza.
“Oro, incienso… Oro, incienso y mirra. Oro, incienso y mirra. Oro, incienso y mirra.
¿Qué carajo será la mirra?”.
Tobías abrió los ojos y regresó a su asiento. Ahí estaba su mochila, apoyada en el
suelo, candidata al olvido una vez más. La tomó y fue hacia la madre. Abrió el cierre,
sacó los tres frascos pequeños de perfume y habló.
-Te regalo los tres. Este, el rosado, es para vos. Es de imitación, pero es muy rico. No
lo uses cuando estés amamantando al bebé, el olor lo puede confundir, se tiene que
acostumbrar a tu olor natural… pero si alguien te lo tiene por un rato, si podés descansar
o salir a caminar un poco… ponete detrás de las orejas y en las muñecas y… en serio,
está bueno. Este otro violeta es para él, pero tenés que guardárselo un tiempo. Recién a
partir del año le podés poner un poquito en la nuca, después de bañarlo. Es suave, va
bien con los chicos. Y este otro, el verde… hacé lo que quieras. Es fuerte, para hombre,
con mucho aroma a madera… no sé, regalalo, vendelo, tiralo. Es tuyo.
Los ojos de la mujer se iluminaron. Sabía que era en vano tratar de rechazar este
nuevo regalo así que sonrió con fuerza y dijo “gracias”, bajando los ojos por un instante.
Miró al hombre de rastas, que le adivinó la intención y le pidió los perfumes a Tobías
para guardarlos en la cartera.
El tren llegó a San Andrés. Un grupo de jóvenes entró al vagón, hablando en voz alta
y riendo. Fueron a sentarse más atrás, pero la irrupción hizo que tanto la mujer como el
negro, el hombre de rastas y Tobías hicieran un profundo silencio. El tren continuó su
camino y ya nadie hablaba. Solo estaban sentados cerca, la mujer acunaba al bebé, y
ellos miraban la escena.
En un momento, los jóvenes que estaban más atrás levantaron mucho la voz.
Entonces el negro se puso de pie, los miró y los hizo callar con firmeza, señalando al
bebé que dormía. Ellos respondieron bien, notaron la presencia del bebé a la distancia y
bajaron la voz.
El tren superó las estaciones de Malaver, Villa Ballester y Chilavert, y ya estaba
cerca de la terminal. Tobías se preguntó si el negro y el hombre de rastas también
habían decidido ignorar el destino original de su viaje en algún momento del trayecto.
Cuando llegaron a José León Suárez, el grupo de jóvenes bajó rápidamente. Los tres
esperaron a que la mujer se pusiera de pie y recién entonces bajaron con ella. Salieron
del andén y allí ella se despidió.
-Vivo a dos cuadras, ya está bien hasta acá. Gracias por todo.
-Te acompañamos -insistió Tobías.
-No. En serio. Necesito estas dos cuadras, estar sola con él antes de llegar. Gracias.
Los tres aceptaron. La vieron irse, caminar bajo la luz de la calle, hasta desaparecer
doblando en una esquina. Hubo unos segundos de silencio y el hombre de rastas, que
parecía renovado de energía y carisma, fue el primero en hablar.
-Bueno… qué forma de terminar el día, ¿no? ¿Todos saben cómo volver a sus casas?
Ya no salen más trenes de acá.
Tobías corroboró entonces que todos habían ido más allá de sus paradas. Su
experiencia de años de vendedor recorriendo la provincia fue de utilidad, sobre todo
para el negro que estaba realmente perdido. Después de recomendarse colectivos, de
que el hombre de rastas se comprometiera a acompañar al negro a la parada
correspondiente, y de despedirse estrechándose las manos, Tobías quedó solo. Caminó
algunas cuadras bajo la noche estrellada, hacia la avenida, cargando la mochila vacía y
con la profunda sensación de que algo significativo había ocurrido. O estaba por ocurrir.
Llegó a la avenida y encontró rápidamente la parada. Se paró junto al poste y, por las
dudas, chequeó la información escrita sobre las calles que los colectivos de esa parada
recorrían. Tres colectivos pasaban por allí. Uno lo llevaba a su casa. Otro iba para el sur.
Y el otro iba para capital. Miró las calles que recorría este último y pensó...
“Este me dejaría ahí nomás de lo de Bernabé”.
El primer milagro – Azorín (1927)
La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito
del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera
una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El
anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos
fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa
claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca. El anciano cierra la puerta con
un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento,
por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del
pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para
labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índice –el de la
mano derecha- pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el
viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que esté siempre cerrada. Se detiene
un momento el viejo; da una voz de pronto; le enardece la cólera; acude un criado; el
viejo impropera al criado, se acerca a él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre
servidor, y prorrumpe en palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su
camino. De pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan.
La cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por este
camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda, comiendo pan -pan
salido, indudablemente, de la despensa-, y han dejado caer unas migajas. Y ahora su
cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la mujer del viejo, los hijos, los criados,
todos, todos, le rodean suspensos, temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con
sus gritos, con sus denuestos, con sus improperios, con sus injurias.
La hora de cenar ha llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que
llegan todas las noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta- cuenta
menudísima, detallada- de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin
que sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que
han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los labrantines se
desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y todos sienten ante él un
profundo pavor.
El pastor se ha retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al
pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El pastor
apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega, después de la
jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del huerto y se presenta al
amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano, un poco impaciente, se ha sentado
a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor. La cosa es verdaderamente extraña. A un
criado que tarda en traerle una vianda -retraso de un minuto-, el anciano le grita
desaforadamente. El criado se desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos
del viejo se muestran despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe –la caída de un plato-,
la casa se va a venir abajo con el vociferar colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y,
en efecto, media hora dura la terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta;
trae cara de quien va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del
día.
-¿Ocurre alguna novedad?- pregunta el viejo al pastor
El pastor tarda un instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto,
indeciso, al señor.
-Ocurrir, como ocurrir- dice al cabo-, no ocurre nada…
-Cuando tú hablas de eso modo es que ha ocurrido algo…
-Ocurrir, como ocurrir… -repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.
-¡Sois unos idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua?
Habla, habla…
Y el pastor, trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los
carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los alrededores. Los
carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien; si, han pastado como
todos los días… El viejo se impacienta.
-¡Pero, idiota, acabarás de hablar! – grita colérico.
Y el pastor dice, repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada;
pero en el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era -establo y era
propiedad del señor-, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que no había
visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.
El viejo, al escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se
acerca al pastor y le grita:
-¿Gente en el establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se
respeta ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?
El establo son cuatro paredillas ruinosas; la puerta -de madera carcomida, desvencijada-
puede abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la era. Ha
entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la noche; tal vez estén
viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la propiedad, en la sagrada propiedad del
viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora la tormenta de cólera es tan grande, más grande,
más estruendosa que antes. Sí, sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al
pobre anciano; todos, descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han
propuesto que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es
terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una propiedad
–casa o tierra – de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho tan peregrino,
estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a remediarlo, a echar del
establo a esos vagabundos.
¿Qué gente era? – le pregunta al pastor
Pues eran…, pues eran -replica titubeante el pastor- pues era un hombre y una mujer.
¿Un hombre y una mujer? Pues ahora veréis.
Y el viejo de la larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha
puesto en camino hacia la era próxima al pueblo.
La noche es clara, límpida, diáfana; brillan –como las moneditas de oro antes– las
estrellitas en el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va
caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el callado
en el suelo. La silueta del establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre
el cielo de un azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta
está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el viejo
penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego, despacito, se va
acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo resplandor. El anciano va
a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos vivarachos están cerca del angosto
hueco. La mirada del anciano penetra en lo interior. Y, de repente, el viejo lanza un
grito, un grito que se esfuerza, un segundo después, por reprimir. La sorpresa ha
paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la admiración, a la
admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano está clavado junto a
la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo es anhelosa. Jamás ha visto el
viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano contempla no lo han contemplado, sin
duda, nunca ojos humanos. No se aparta la mirada del viejo del interior del establo.
Pasan los minutos, pasan las horas insensiblemente. El espectáculo es maravilloso,
sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino
espectáculo? Tiene la sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos
días, muchos años… El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.
Regresaba lentamente, absorto, meditativo, el vino a su casa de la ciudad. Han tardado
en abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado caer
la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra de reproche.
Con la cabeza baja, reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma.
Su mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha derribado
un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El anciano no ha dicho nada.
La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero. La sorpresa, el asombro ante la
insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a todos. El anciano, encerrado en un
profundo mutismo, se ha sentado en un sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre
el pecho, ha estado meditando un largo rato. Le han llamado después –como se llama a
un durmiente- , y él, con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha
dejado llevar hasta la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana
siguiente, el viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la
puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la más
leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un monstruo se ha
trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están alarmados; no pueden
imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al viejo; durante su paseo, por la
noche, a la era, al establo, algo ha debido de ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es
acaso más terrible que las cóleras de antes; acaso pueda ser anuncio este abatimiento de
algún grave mal. Todos miran, observan, examinan al anciano en silencio, recelosos,
inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y la mujer, al cabo,
dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El coloquio es largo, prolijo; el
viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo, tras el mucho porfiar, con dulzura, de la
mujer ha puesto, para hablar, para hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro
se pinta en la cara de la esposa.
¡Tres reyes y un niño! – exclama sin poder contenerse.
Y el anciano le indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la
mujer callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la
buena señora qué es peor, si lo de antes – la cólera de antes – o esta locura, sí, locura, de
ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente; durante su paseo nocturno
debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se difunde por la casa la noticia de que
la mujer del anciano conoce el secreto de éste; preguntan los hijos a la madre; la madre
se resiste a hablar; al cabo, pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del
padre. Y la exclamación no se hace esperar.
- ¡Qué locura! ¡Pobre!
La servidumbre se enteran de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no
se atreven, por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que
lleva en la casa treinta años, pregunta a la hija. Y la hija, poniendo sus labios a la par del
oído de la anciana, le dice unas palabras.
¡Oh, qué locura! ¡Pobre, pobre señor! – exclama la vieja.
Poco a poco la noticia se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco;
padece una singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente,
compasivamente, cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo!
¡Pobre señor!
Y el viejo de la larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en
profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona la
persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados; tiene palabras
dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados, recelosos, entristecidos –
sí, entristecidos-, le miran con mirada larga y piadosa. El señor se ha vuelto loco; no
puede ser de otra manera. ¡Tres reyes en un estado! La mujer, inquieta, va a buscar a un
famoso doctor. Este doctor es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los
simples, de las piedras y las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han
conducido a presencia del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño
dócil y débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus
costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le ha
revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el doctor ha movido
la cabeza, asintiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a los despropósitos de un
loco.
-Sí, sí –decía el doctor-. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.
Y otra vez tornaba a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la
mujer del anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:
-Locura pacífica, sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí,
pero pacífico.
Esperemos…
LOS TRES CAMINANTES – Gabriel Miró – Figuras de la pasión (1916-1917)
Los tres caminantes
Se les veía en los fríos azules de las bóvedas, en los escalones de sol de Sión y de
Ofel, en las costanas arrabaleras, en el trajín de los paradores... Otros vinieron con
mitras de pieles, con nutras de lumbres, con mitras de lino y, en medio, el globo de los
Sassanidas; mitras armenias, frigias, medas, persas... Se apartaban por las rutas de
Ptolemaida y de Ascalón; y, después, las ciudades de Idumea, de Fenicia, de Libia, de
Italia se los llevaban para embeberse del poder de sus maleficios, del secreto de su
estrellería. Dominaban el Mundo; y el Mundo los devoraba. Ellos no. Balthásar, Gaspar
y Melchor no salían de Jerusalem, escudriñándolo todo; embelesándose y desconfiando
de todo.
Y bajaron a Xystus, la plaza de claustros blancos, tan íntimos y frágiles entre las
combas del puente de Tyropeon y el cubo cimero de la torre Antonia. Los soportales del
Sanhedrín, las escarpas del Templo resudan el oro de sus piedras viejas. Encima, la
tarde palpita coronada de palomas de los columbarios que fundó Herodes. Pasaban
fariseos tenebrosos y oblicuos; saduceos avenidos con los extraños que menosprecian el
país del Señor y quieren amistad con la corte judía; mercaderes y contratistas,
centuriones de la Castra hiberna de Siria que reposan de sus jornadas financieras y
militares; atenienses nómadas que siguen a los patricios en sus viajes, les redactan sus
epístolas, les componen tonadas para sus Mimos, llegan a probar que Homero nació en
una colina de Roma...- Y la bojiganga griega que representaba en la Parthia «Las
Bacantes», arranca del tirso de Agavé el mascarón de Penteo, y clava en la pina la
cabeza de Craso que ha traído el sátrapa vencedor de las águilas romanas.
Plaza honda de mármoles; remanso de ocios; brillos de literas, de cotas, de yelmos.
Los felats de andrajos y mataduras, paran sus jumentos; abren los cofines de higos y
dátiles, las seras de membrillos, de granadas, de melones y uvas de invierno. Y las
manos y las ropas de los gentiles se llenan del olor de los campos de las Doce Tribus.
Gritos y diálogos en idiomas arcaicos y colonizadores: el arameo, el syrocaldaico,
el griego, el latín, el nabateo... Se ve la pronunciación de cada lengua, de cada dialecto
hasta en los ademanes, en la risa, en la vivacidad y atmósfera de los corros de gentes.
Se comentan las actas diurnas recién desenrocadas de las valijas de Italia, los
versos de Cátulo, la prosa de Varron, el libro de Cayo Macio copiado para las
provincias, el primer recetario de conservas, de guisos y condiduras.
Los magos se asomaban como si empujasen un postigo ajeno. Ahogadero de
túnicas, de mallas, de paños duros, de lienzos esponjosos. La multitud se les curvó
tocando las losas con los dedos juntos. Les aclamaba con el ¡Salve, Salve!, y, de pronto,
hacía un rebote echándoles el conjuro asirio: ¡Hilka, Hilka: Bercha, Bercha!
Y según entraban Melchor, Balthásar y Gaspar, iban los romanos encogiéndose. El
romano está siempre en Roma; y en Roma se niega la divinidad con Epicuro y se
sacrifica en todos los altares.
Pero Melchor, Balthásar y Gaspar venían tan remendados que todos volvieron a la
bulla. Cuando Gaspar dijo que caminaban desde un monte de Oriente en busca de la
felicidad de los hombres, se aupó un mancebo gritando:
-¡Buscando la nuestra salimos nosotros de Occidente!
Afirmaron la aparición de la estrella profética; y un tribuno recitó a Horacio:
-...Micat inter omnes / Julium sidus, velut inter ignes / Luna minores.
Los saduceos remedaban una consternación ritual. «El Señor guió a Israel, de día
con la columna de nube; de noche, con la columna de fuego». No se complacerían en las
estrellas para no caer en el pecado de adorarlas. Podían decir con el justo: «No miré al
sol ni a la luna llevándome la mano a mi boca». Y los fariseos les huroneaban desde el
agobio de sus ropones.
Se precipitó un filósofo de Alejandría, de piel de difunto. Había mendigado la salud
a los esenios que claman como los onagros en las peñas roídas del Mar de Sal, a los que
traen la gracia en sus pomos y talismanes. Medianeros entre Dios y el nombre eran los
astros. Los magos sirven su culto; que ellos le remediasen o le dijesen por qué si el
hombre necesita su bien no lo tiene, y si no ha de tenerlo, ¡por qué lo desea!
Un escriba como un cabrón tiñoso le increpó que siguiera esperando. «El que ha de
venir, vendrá».
Y el otro se torcía como los endemoniados.
-¡Quién la retarda, quién la retarda!
-No os fiéis, caminantes, de las gentes del Lacio. Allí, el cónsul, la matrona, el
legionario, el esportillero se alimenta del prodigio de los sacerdotes de Asia que les
llegan a lomo de las naves piratas, y les teme y les odia. No os fiéis de mí; pero tampoco
de los que se atan los pulsos con las tiras de las Escrituras. En Jerusalem os desdeñarán,
y se han tendido mostrando las nalgas bajo los dioses corpulentos del Éufrates. Sus
frentes son cisternas de sabiduría. A uno del Sinedrio, que porfió en averiguar las
ocultas palabras de Ezequiel, le dieron trescientos odres de aceite para su lámpara, y se
le secó en vano la luz de sus vigilias...
La burla del retórico embistió las sectas y escuelas semitas. Se aullaban
gesticulando, maldiciéndose con el furor de casta que regocija a los gentiles. Y entre
roscas de paños les chilló un rabbi:
-¡Vuestros senadores se arrapan y se escupen como rameras! -Y volviose a los
magos pidiéndoles noticias de los hebreos que viven bajo los sauces donde Tobías daba
su pan al prójimo.
Nikolao declamó:
-Tobías su hijo tuvo a un ángel de maestro de la magia. Sacó del Tigris un barbo
que medía tres codos. Quizá fuese el lucio de cabeza cuadrada. Con el humo del
corazón y del hígado libró a una mujer del mal que le consumía los maridos, siete
maridos, en la noche de bodas. Con la hiel ungió los ojos de su padre, Tobías el viejo,
quitándole la nube que se los cegaba...
Se interpuso un patricio de subastas, recosido de cicatrices de gladiador:
-¿Tobías el viejo, Tobías el misericordioso? Socorrió con dineros a un pariente
pobre, sin descuidarse de que le firmara la cédula de préstamo ni de cerrarla en su
arquilla. ¡Porque no se olvidará Israel de lo suyo!
Se le arremolinaron los ensayalados:
-¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! -Y quedose crispada una
mano como la pata de un cuervo y se arrastró un gañido de bofes amargos:
-¡Visión de Daniel: cuatro bestias ruines; tres han pasado; la última nos escarba con
sus pezuñas inmundas! ¡Pero si el leopardo puede mudar sus manetas y la sierpe su piel,
nuestro pueblo soltará su oprobio!
Y gritó un centurión de gordas pulseras:
-¡Así lo suelten los judíos de Roma que viven de sus bancos y balanzas de mugre!
Surgió Rabbi Schammaï con sus escolares flacos, hirsutos como lobeznos:
-¿No estalló la revuelta de la Galia degollando a los banqueros romanos? País de
logreros, de publicanos y exactores... Los procónsules llevan las «águilas» para devorar
las carroñas de las ciudades hambrientas. ¡De hambre hicisteis morir a los magistrados
de Salamina en sus sillas de mármol!
Soldados, funcionarios, negociantes se agrupaban con el entono coral de su raza,
como si cada uno tuviese sus lictores y sacase los brazos entre la púrpura de su toga. Las
voces parecían vibrar en el Foro: «El universo era provincia romana»... «Roma daba lo
que no quiso quitar».
Y reventó la risa de Schammaï.
-¡Craso se arremangó llevándose hasta la sal y los panes de nuestro Templo! ¡Por
eso el «héroe», con las manos llenas, no pudo vencer a los parthos! -Y escupió junto al
centurión de los puños enjoyados diciéndole:- ¡Se te oyen los grilletes de tu abuelo!
La injuria se enroscó en la sangre latina. La dueña del Mundo reduela la humanidad
a servidumbre, y con ella formaba sus cortejos y poblaba sus colonias. Circulación de
collares de hombres: Roma los recibía esclavos y los devolvía ciudadanos romanos.
De cada rogle talar subía un clamor:
-¡La viña quedó sin seto ni choza que la guarden!
-¡Vienen pueblos con sus arcos tirantes, las uñas de sus potros como pedernal!
-¡Nuestros príncipes cantaradas de ladrones!
Y los extranjeros, libertos o hijos de libertos, gritaban:
-¡Si no podéis resistir, mataos! -les arrojaron nombres ilustres de suicidas:-
Scappula se quemó vivo. Quintilius Varus se hunde la espada de su esclavo. Labeon se
cava la fosa, se hiere y cae besando la tierra...
-¡Ninguno como nuestro Razías que se abrió el vientre, se rasgó más con los dedos,
se arrancó entrañas y con sus manojos golpeaba las bocas de los gentiles!
-¡Asemejadle vosotros!
Y bramó Schammaï:
-¡Todos los días mueren creyentes en loa patios de Herodes! Los rompen a cincel,
los tuercen como cuerdas, los aspan, los taladran...
Algunos saduceos decían:
-También el rey David se sirvió de la sierra, del hacha, del rastrillo, de los hornos
de cal, de las ruedas de carro...
Los griegos sonreían junciosos y sutiles a los israelitas y, después, a sus amos. Sus
amos soslayaban el tumulto; y los hebreos les seguían compactos, con la terquedad de
su rencor y de su desventura.
Judea desbordaba de funcionarios de Italia, como Bithinia antes de ser totalmente
romana. Judea tributaba al César; pero vivía Herodes. Llagado, podrido, revolcándose
en su estiércol, vivía...
Y los extranjeros buscaron otra vez a los pobres magos.
No estaban. Su desaparición les enfoscó de recelos supersticiosos. Roma exprimía
el Oriente, pero se le resbalaba su misterio. Más recóndito aún Israel, intacto siempre
como su Dios.
Tampoco estaba Nikolao. Y los porches de Xystus fueron quedándose en una
soledad sensitiva, mientras el cielo se incendiaba de luna llena.
Entonces, por los portales de Herodes se hundía un tropel de su guardia bárbara; los
galos con máscaras de crestones cornudos rebanándoles la testa, y los hopos de crines
cayéndoles de la nuca. Lentos, estruendosos empujaron a Gaspar, Balthásar y Melchor
por tránsitos murales, por cámaras de techos translúcidos.
En el fondo de una alcoba, redonda, sin resaltos, sin hornacina ni mueble ni tela
que sirviesen de escondederos, en su mullido, el rey comía a puñados con ansia que le
pringaba todo, hambre voraz que le hinchaba y extinguía. Dignatarios, oficiales,
enfermeros, pálidos por la clausura, apretaban sus fauces para no recoger todo el olor de
enfermedad, olor adherido a su túnica, a sus unas, a su paladar, tragándolo hasta con el
aire de los jardines que aspiraban escapándose, de noche, a las terrazas. Náusea, hedor y
perfumes del rey que aborrecían sumisos.
-¿No buscabais a Basileos? -Y las palabras de Nikolao se oían como un susurro
lejano y muelle.
Gaspar adelantose con el ímpetu de su juventud virgen:
-¡Ese no es el rey de la estrella de la profecía!
El lacerado estuvo mirando entre sus mechones desteñidos de adobos al hombre de
Ur. De tanto acecharle le creció el ahogo de su calentura. ¡Una profecía! Su reino se
originaba en su sangre. ¡Las voces de los agoreros cogidos al manto roto de los reyes de
Judea, no llegaban a la Jerusalem suya! Se incorporó, y tuvieron que valerle. Estrujó sus
vendas rascándose las ingles que soltaban unas simientes menudas, anilladas; y se le
quedó una mirada de ferocidad lastimera, la mirada tan humana de las bestias que
padecen sin remedio.
No le importaban los viejos profetas, y se desesperó preguntando el cómputo de la
aparición del lucero. ¿Brillaba porque había ya nacido ese rey o porque había de nacer?
Los caminantes decían que la estrella estaba prometida desde lo hondo de los tiempos;
la estrella brotó una noche en el aire del Mundo, y ellos comenzaron a seguirla. ¿Dónde
estaba el Señor?
Un viejo de párpados escaldados se postró ofreciéndole a Herodes:
-Yo podré repetirte las Escrituras.
Y el rey gritó enloquecido que le trajesen las fojas auténticas.
¡Demasiada inquietud por un astro en un cielo cuajado de luces, de constelaciones,
de signos divinales! Y Nikolao sonreía suave y fisgón.
-¡Palpé las sienes de esta buena gente, y yo te digo que no sentí las sacudidas que
daban las de Zoroastro! Mejor te divertirán refiriéndote de sus reyes antiguos que iban a
una fiesta de caza como si saliesen a las guerras de Egipto. No como tú, Basileos, con la
túnica y el perfume del triclinio. Tu potro, tu jabalina, tu valor rompían el breñal...
¡Acosabas, matabas por la delicia del peligro!
Herodes se recostó bajo las memorias de los días felices de su salud.
Delante del lecho, de espaldas a los tres magos, Nikolao bruñía las anécdotas, y
todo el silencio se tendió dócilmente como un tapiz de su figura.
-...Las ciudades les despedían con plegarias y ofrendas. Sus reyes han de
estrangular leones con sus dedos, han de traspasar tigres con su lanza, «la palabra de su
mano», porque así confirman su linaje. Escuadras de ojeadores empujan a la fiera. El
rey aguarda impasible en su carro de oro, dentro de un valladar. Y el león viene
tambaleándose, con las garfas ya roídas, castrado de su furor por el brebaje que bebió en
la poza de su querencia. El rey lo ahogará sin caérsele la tiara, sin perder un rizo de su
barba, sin torcérsele una joya...
Resonaron las duras sandalias del escriba de los ojos enfermos.
Le arrebató el rey un brazado de pergaminos. Los descogía, los cotejaba mordiendo
palabras, y soltaba unos textos y tomaba otros.
«Le veré, pero no ahora. Le miraré, pero no de cerca. Una estrella se alzará de
Jacob...».
-¡Oráculo de Balaam! -Y el viejo volvió a enrollar la voluta de membrana.
Herodes abrió los escritos de Isaías, de Jeremías, de Baruch, de Abdías, de
Micheas...
«¡Por qué clamas! ¿No hay rey en ti?».
Y buscaba más.
«Ahora se han juntado y dicen: Sea devorada y profanada. Sacien nuestros ojos sus
deseos en Sión... ¡Hija de bandas y cuadrillas: con vara golpean el rostro del que juzga a
Israel... Mas, tú, Bethlem, Efrata, párvula entre millares de Judá, tú no serás siempre la
humilde porque de ti ha de salir el que domine a mi pueblo!».
-¡Bethlem! ¡Bethlem! -Lo dijo muchas veces, preguntándoselo a sí mismo. Se le
colgó ese nombre de su risa floja. De tanto repetirlo tuvo a la aldea bajo su parpadeo de
estupor. Nunca había reparado en Bethlem. Y lo aborreció por eso. Lo aborrecía
temiéndole porque nunca desconfió de su calma pastoral. En Samaria, en Galilea, en
Judá, en la Dekápolis, al borde de los desiertos y del mar, en las quebradas abruptas, en
la vera del Jordán había lugares facciosos, chafados siempre por sus cohortes, y siempre
revueltos como sacres. Pero Bethlem dormido en las calladas claridades de su
inocencia...- ¡Ahora, de esa inocencia se desprendía la culpa! -Bethlem tan frágil, tan
dulce...- Así pudo disimular el secreto, un secreto tan envejecido que venían a
contemplarlo desde un país remoto... Y odió a los tres caminantes. Les miraba en la
boca, en el cuello, en el costado... Y sus validos y su guardia también les miraban en la
boca, en el cuello, en el costado... y rápidamente se volvían al rey esperando su ademán
feroz que precipitaba en la muerte...
Silencio con un temblor de ojos y de respiraciones. Y el silencio acercó los alaridos
de las casernas. Melchor, Balthásar y Gaspar se acordaron de Schammaï: «Todos los
días mueren creyentes en los patios de Herodes». No morían, como los romanos, por
vanagloria, «porque se amaban a sí mismos más que a su propia vida», sino por la
indomable pureza de su pueblo y de su cielo.
De pronto, apareció un árabe como un cobre verde, recremado. Y el rey se acogió a
ese hombre, el curandero nuevo, auténtico o astuto que los herodianos cogían de todas
las comarcas.
El ismaelita desnudó los fermentados ijares de Herodes. Estuvo catándole
blandamente las postemas. Se inclinó a Nikolao, y le habló de las aguas de Callirrhoé
que exprimen la podredumbre. «Haná, el hijo de Sebeón, pasturando los asnos y mulos
de su casa, descubrió los hontanares milagrosos. Nacían hirviendo entre rocas de
basalto; se derrumbaban por margas moradas donde crecen los orobanques de color de
azufre, las crucíferas de las murallas y se petrifican los troncos de los palmitos que se
van desmenuzando en arenas...».
-¡A Callirrhoé!
El árabe siguió sin reparar en el grito de Herodes. Conocía los diez ojos de las
fuentes. Llevó a extranjeros que ya manaban el tuétano por los bubones, y volvían con
el gozo de la salud...
-¿Romanos? ¡Romanos antes que yo, valiéndose de lo mío! ¡A Callirrhoé! ¡A
Callirrhoé con ése atado a mi litera! -Y en seguida se olvidó de todo gritando de
hambre, de hambre de perro que le roía las entrañas. Engullía vomitándose con la avidez
y saciedad de su vientre abrasado, hinchado, podrido.
-¡Echadles que me miran como a un lobo, y ellos llevan el cielo estrellado en las
palmas de sus manos!
Un siervo guió a Melchor, Balthásar y Gaspar por los pasadizos rojos de teas. A
veces se contenían escuchando.
-Son los que derribaron hoy el águila de oro del dintel del Templo. Han de durar
hasta la madrugada. Les quitan, un rato, los escudos candentes, pero les hurgan en las
carnes derretidas y así no mueren y no paran de bramar; y el rey les oye...
Poco a poco se perdían los rugidos entre los pliegues y curvas de sillares
empapados de un sudor de albañal.

Luna de enero que cincela con frío la tierra. Los cactos, los terebintos, las aradas,
todo hilado de claridad; y el camino de Bethlem desnudo en el helor del aire inmóvil.
Pasó estrujando la quietud el galope de una cuadrilla del rey. Ráfagas de acero y
crines, aletazos de mantos, humo de jadeo y polvo.
Después las tres figuras blancas más lentas y solas en la noche de luna.
Por las ciudades, por los yermos, por todas las vertientes del Mundo se precipitaban
los afanes de los hombres. Camino de Bethlem les rodea la paz como un nimbo de
lámpara. Y la estrella en medio de la creación para sus ojos. Únicamente para ellos se
les apareció en la soledad celeste de la cumbre que les ha dejado en la soledad humana.
Resaltaron las piedras que amontonó Jacob sobre la sepultura de Raquel; y la
sombra tan vieja se tendía concretando el desamparo. Temblaba el silencio como un
corazón. Y cuando pasaron de allí, la blancura de los tres caminantes parecía más tierna,
y sus palabras y las pezuñas de los camellos se oían exactas, bruñidas de rodar hasta los
últimos hondos y rasos de la noche; la noche de una inocencia, de una respiración de
felicidad como si ya no fuese menester el lucero divino.
¿No sentían ya una dicha que no es realidad gozosa sino su transparencia en un
momento bueno, callado, intacto hasta de la estrella que les ha traído? Fortaleza de la
misma fragilidad. Desincorporarse su deseo, hiriéndolo por afirmarlo. A la vista de
Bethlem la estrella les palpitaba tan suya que nada más abriendo su mano la perderían...
Ellos solos, cerca del prodigio. Y se les plegó la frente mirándose. ¿Sería una
estrella como todas las estrellas? Las estrellas eran idea y signo de Dios para los magos,
mientras otros hombres tallaban imágenes de dioses y las coronaban de rosas, y Dios
permanecía invisible para todos. ¿Sería una estrella que traspasó el firmamento y
volvería a hundirse y volvería a lucir para otros ojos cuando los suyos estuviesen ya
vacíos como los ojos de los profetas que la prometieron?
Blancos, solos en medio de la salina de luna. Parados. Y la estrella también. ¿Se
han parado ellos antes o la estrella?
Calma de Bethlem cerrada entre paredones, terrados y bóvedas.
La pureza de su cima, la gloria de sus países, sus jornadas, todo lo iban recordando
junto a la aldea dormida en la humilde blancura de la cal. ¡Y si se volviesen sin llegar
del todo! No se lo dijeron; pero como si lo hubiesen oído pensaron entonces que los
siglos de mirada humana a lo recóndito del cielo, la expectación de los corazones, el
pasado suyo, todo era verdad por la verdad del lucero.
Ansiedad de los corazones... Tardes en la estepa del Éufrates; arribo a Tapsaco;
noche de Tadmor, cuando se decían: ¡Qué lejos aún de la tierra deseada! Ya estaban:
recibían su olor, su relente, su luna. Y se imaginaban en el comienzo del camino
pronunciando: ¡Cuánto falta!
Lo recóndito del cielo... Miles de fojas de ladrillos contenían las enseñanzas
astronómicas, arrancadas de generación en generación al firmamento para desceñir el
misterio de las criaturas... Y ya no les quedaba sino un instante, un poblado rural, el filo
del límite...
Tan sabios de astros y miraban el cielo como los demás hombres.
Les pareció que toda la noche se les echaba en brazos asustada por el viento del
amanecer. Nubes redondas, translúcidas en las frentes de los montes. Plateaban
escarchados los olivares; se estremecían las higueras y las vides cristalizadas de frío. Y
pasó por la soledad un plañir de mujeres. Escapaban las voces de la aldea y volvían
desde los ecos de las piedras de Raquel: «Voz fue oída en Ramá. Clamor y sollozo.
Raquel lloraba sus hijos desde su sepulcro».
Aguijaron sus camellos. Crujían las correas y carcasas. Volaban las esclavinas de
armiños remendados. Les retumbaron los pulsos. Y al entrar en Bethlem crecieron las
imploraciones y encima botó un estrépito de caballos.
La noche se velaba y se desnudaba de nieblas, con una hermosura siempre virginal,
sin tocarla el rencor ni la desgracia de los hombres.
Desde las azoteas, desde los setos y tapiales asomaban grupos de mujeres llevando
a sus hijos pequeños crispados por la agonía, con las ingles abiertas, con las gargantas
rasgadas como corderos de leche, y la sangre enfangaba la tierra de luna.
Gaspar, Balthásar y Melchor subían las manos, y las familias les maldijeron. Les
veían demacrados y pobres, pero invocaban la misma estrella que la turba del rey
señalaba cuando degolló a los hijos.
Lejos, en el albergue, se torcían los rojos corazones de las hogueras. Y en el portal
se les cayeron las carroñas exhaustas de sus bestias. Llamaron los tres caminantes. Les
recibió un husmo de castas, un tufo de hachones y fogariles, un olor agrio de frutas que
se derretían, un aliento de intemperies cobijadas toda la noche». Ganados y recuas
rodeando los posos. Judíos en oración, inmóviles, hacia Jerusalem. Soldados,
mayorales, trajineros disputándose armas, aparejos, rameras. Despertaban las caravanas
a punto de abrirse en una rosa de rutas y climas. Como en todos los paradores. Seguir;
comenzar; volver en curvas de río por la misma planicie. Ahora estaría la cumbre de
ellos ungida de las esencias de la madrugada, como en los tiempos de su quietud, antes
de la aparición de la estrella. Como entonces y sin ellos; sin poder retornar a entonces.
Se internaron por corredores cavados dentro de la colina que sostiene la obra de la
caravanera. Salían hatos, acémilas, familias... Después todo se quedaba recogido, tierno
de la flor del alba; y por una pared rota bajaba muy grande el lucero. En lo último del
refugio había un rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de olor
de majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre despertando el rescoldo no como los
magos hacían con el fuego divino de sus losas, sino como fuego terrenal creado para el
bien de los hombres. Conversaban mirando a una rinconada donde se guarecía un
matrimonio de Nazareth: la mujer lisa, frágil de recién parida, aniñada por la
maternidad; el marido tostado, maduro, con sayal foscor y el paño de su frente desatado,
y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba que principiaba a encanecer.
Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y aviar el hijo, y después se lo
pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban reflejando los gordos ojos de la jumenta
que les trajo de su país y los de un buey echado detrás del pesebre que volvía su cuerna
moviendo despacio las quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro
caliente; y cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.
Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron pasmados a los tres aparecidos.
¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras ajadas, extenuados, envejecidos de
tanto caminar. Vendrían de las orillas del cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado
de montes azules.
Gaspar, Balthásar y Melchor se arrimaron poco a poco entre garbas de lena y
atadijos y vasijas del ajuar de la familia de Nazareth, hasta postrarse en el pajuz.
El hijo soltose del pecho. Y Balthásar le dejó delante un terrón de oro; Gaspar, un
alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra. No dijeron nada. Callando era más
clara la suavidad de su cansancio en el descanso. Así, con el silencio de su boca
respondían al silencio interior de su vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían
bajado de su cumbre lejana para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones
para ver un matrimonio artesano con un hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca
habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al mundo, y se
encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. No se calcinaría el misterio ni
el deseo. No se les vería regresar con la estrella apagada.
Siempre los tres magos camino de Bethlem, con el lucero llagándoles los ojos.
La adoración de los reyes – Ramón del Valle Inclán (Jardín umbrío, 1903)
Vinde, vinde, Santos Reyes
vereil, o joya millor,
un meñino
como un brinquiño
tan bunitiño
qu’á nacer nublou o sol!
Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y
desde la puesta del sol, guiados por aquella luz que apareció inmóvil sobre una colina,
caminaban los tres Santos Reyes, jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura
apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la
pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear
los recamados mantos: el de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de
púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que
caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una
mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y
entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban
en fila: Baltasar, el egipcio, iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el
pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la
ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las
coronas hicieron oración sobre las arenas.
Y Baltasar dijo:
– ¡Es llegado el término de nuestra jornada!…
Y Melchor dijo:
– ¡Adoremos al que nació Rey de Israel!…
Y Gaspar dijo:
– ¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!…
Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la puerta
Romana y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido El Niño. Allí
los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces:
– ¡Abrid!… ¡Abrid la puerta a nuestros señores!
Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y
sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:
– ¡Cuidad de no despertar al Niño!
Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos que
permanecían inmóviles ante la puerta llamaron blandamente con la pezuña, y casi al
mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de
calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y
nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas
como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de
Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios
blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió
con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:
– ¡Pasad!
Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a
inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos
sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un
armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja de centeno, sonrió
en sueños. A su lado hallábase la Madre, que lo contemplaba de rodillas con las manos
juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego y como en el lago
azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre
la cuna sus alas de luz y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los
tres Reyes se postraron para adorarle, y luego besaron los pies del Niño. Para que no se
despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes
como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus
dones: Oro, Incienso y Mirra.
Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:
– Para adorarte venimos de Oriente.
Y Melchor dijo al ofrecerle Incienso:
– ¡Hemos encontrado al Salvador!
Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:
– ¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!
Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies
del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron
de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más
bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un
cántico:
– ¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!
Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y
húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas dispersas, y los
molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules
y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los
caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de
Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viajero
cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y
el humo blanco parecía salir de entre las higueras… Los esclavos negros hicieron
arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se
tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una
niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era
éste el cantar remoto de las voces:
Camiñade Santos Reyes
por camiños desviados,
que pol’os camiños reaes
Herodes mandou soldados.

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