Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Abraham Verghese
Abraham Verghese. A Touch Of Sense. Health Affairs ~ Volume 28 , Number 4
El otoño pasado volví a casa después de un largo día en el hospital, me derrumbé
en el sofá, levanté los pies y encendí la televisión. Tristán, mi hijo de once años
pronto se dejó caer a mi lado y pasó una pierna sobre la mía, como lo hacemos
para ver juntos la televisión. Su mano empezó a explorar ociosamente mi oreja,
sacudir mi cartílago tiroides (él lo llamaría mi manzana de Adán), tironeó mi
nariz y rizó mi cabello. Fijó sus ojos en las imágenes de la pantalla,
aparentemente sin darse cuenta de la actividad de sus dedos. Era como si mi
cuerpo fuera solo una extensión del suyo. Aprecio esos momentos con él,
sabiendo que muy pronto va a ser como sus hermanos mayores (ahora en sus
veinte años) a quienes les resulta difícil tocar a papá, si no es por dinero. Yo soy
el que llega a ellos, rodeo sus hombros con mi brazo, en un intento de atraerlos
de nuevo a una intimidad física que sienten que han superado. La cercanía
exploratoria de Tristán me recordó un tema que he estado pensando, muy
relacionado con mi trabajo de enseñar a los estudiantes de medicina y los
residentes sobre cómo hacer el examen físico, y lo que es el sentido del tacto.
Al final resultó que esa noche, en las noticias televisivas, Tristán y yo estábamos
viendo otro tipo de contacto; primero uno y después el otro aspirante a la
presidencia estaban estrechando las manos de los concurrentes. Con las manos
de mi hijo entrelazadas con las mías vi de nuevo esta escena familiar como si yo
fuera un antropólogo que había tropezado con un ritual tribal. Una maraña de
manos extendidas con urgencia hacia los candidatos (pero hacia nadie más ─
ciertamente hacia ninguno de sus propios vecinos), los que trataban de abrazar a
tantas manos extendidas como podían. La multitud parecía hambrienta, como si
intentara obtener algo tangible de los candidatos. La línea que separa el orden
del desorden, la alegría del maltrato, es muy delgada. Los que no podían tocar
las manos de los candidatos se contentaban (si estaban suficientemente cerca)
con tocar su espalda o los brazos o, y en un caso, sin querer, una cabeza. Desde
mi perspectiva antropológica, esto parecía fantástico: maniobras extrañas para
tocar a alguien al que nunca habían visto. Yo me pregunté cómo se sentirían los
candidatos al respecto. Yo quisiera saber ¿cómo se sienten los candidatos ante
esta situación? ¿Qué significa tocar? ¿Se sintieron vulnerados? ¿Emocionados?
"La creencia reinante es que merece muy poco la pena revisar al paciente,
ya que ninguno de los hallazgos sirve."
Para mi, la idea que se me ocurrió de que el tacto es mucho más que tocar es útil,
porque me ofrece un arma para un largo conflicto. En las dos últimas décadas he
notado que en Estado Unidos tocamos cada vez menos y menos a nuestros
pacientes: el examen físico, la semiología a la cabecera del enfermo ha
disminuido hasta convertirse en una farsa. En las historias clínicas que llevan los
médicos se lee “nervios craneanos dos a doce intactos” o “no hay
hepatoesplenomegalia” o, “reflejos intactos”─pero yo no apostaría a que esto sea
así. Cuando uno mira el trabajo de los residentes, la técnica que se observa es
pobre y raramente permite arribar a una conclusión válida. Recientemente, un
estudiante me escribió, “honestamente, cuando estoy haciendo el examen físico
siento que solo estoy haciendo movimientos.” La creencia reinante es que
merece muy poco la pena revisar al paciente, ya que ninguno de los hallazgos
sirve.
Debido a que las resonancias magnéticas, los angiogramas y las imágenes PET
brindan imágenes increíbles del interior del cuerpo, han creado la ilusión de que
no hay otra manera de “ver” el cuerpo. Por esta razón, cuando un médico
experimentado muestra un montón de hallazgos en el cuerpo y luego hace
deducciones que los relaciona con una historia coherente, siempre parece
sorprender a los estudiantes. No es casual que el famoso detective de ficción Sir
Arthur Conan Doyle fuera creado a partir de su profesor clínico, el legendario
Joseph Bell. Citado por Conan Doyle, en una ocasión Bell dedujo que una mujer
había venido de Burntisland, había cruzado esa mañana con el ferry, que había
salido con 2 niños pero que había dejado a uno por el camino, que en su trayecto
había tomado un atajo por Inveleith Row y el Jardín Botánico, y que trabajaba en
una fábrica de linóleo—todo esto derivado de la astuta observación y deducido
aun antes de que la paciente se sentara para ser examinada.
Del mismo modo, nosotros, que no solo somos capaces de tocar sino también de
ver y confirmar con imágenes, deberíamos ser cien veces más perspicaces a la
cabecera del paciente que Osler y Bell; nuestros instrumentos sensoriales—tacto,
vista, audición, olfato—deben perfeccionarse con la riqueza de la
retroalimentación tecnológica que nos señala cuándo estamos acertados y
cuándo estamos equivocados. Esto es lo que debe suceder pero, ay!, la verdad es
lo contrario. Hemos regresado a la edad del oscurantismo, a los días del barbero
cirujano, en los que no se intentaba ver en el interior del cuerpo (no se conocía el
método) de manera que para todas las dolencias el tratamiento era la sangría, la
aplicación de ventosas o los purgantes.
Pero esa noche, frente al televisor con mi hijo, yo descubrí una nueva
dimensión para el examen a la cabecera del paciente, una que yo había
pasado por alto. Al defender solamente el valor diagnóstico del examen
físico, aplicando los argumentos de la medicina basada en la evidencia, o
dando valor a las características del bazo o la auscultación de un tercer
ruido cardíaco, perdí lo que realmente es importante: el tacto.
El examen físico implica que un individuo le da permiso a otro para que toque su
cuerpo desnudo para explorar las zonas más quisquillosas o privadas. Por lo
tanto, cuando hablamos del examen físico hablamos de confianza, de un
privilegio sagrado. Puedo recordar ocasiones en las que visité a pacientes
difíciles o agraviados, o pacientes verborrágicos o hipocondríacos, en las que el
desarrollo de la entrevista cambió cuando comencé a hacer una revisación
minuciosa. En otras ocasiones, tuve la sensación de que el examen había sido
fluido, había llegado a ser casi una danza, en la cual el paciente fue un activo
participante, y fue el mismo examen el que trajo este cambio.
Cuando tenemos que pensar realmente acerca de cuánto vale un estudio y cómo
se pagará, la habilidad semiológica a la cabecera del paciente se transformará en
un modo importante de decir con cierta certeza, por ejemplo, que no es necesario
hacer un ecocardiograma cuando se ausculta un soplo cardíaco particular. El
médico experto y prudente tendrá gran importancia para el futuro de la práctica
médica estadounidense como lo será el automóvil híbrido en las rutas
americanas.
Pienso que el problema es que nadie toma a su cargo esta misión dentro de la
educación médica. Existe una clara responsabilidad en mi escuela (carrera) de
medicina y de otras por el curso introductorio que enseña el diagnóstico físico a
los estudiantes de primer y segundo año de medicina (a menudo a través de la
práctica en sí o con actores que representan a pacientes estandarizados). Pero
luego se detiene. Ningún departamento se ocupa de esta visión para que los
estudiantes clínicos desarrollen la capacidad de aplicar y perfeccionar las
habilidades diagnósticas necesarias a la cabecera de pacientes reales.
Hay una escena indeleble que vuelve a mí con frecuencia y sin invitación. Pero
al recordarla mientras escribo esto, ya no estoy angustiado; me ha tomado todos
estos años hallar consuelo en este recuerdo; se remonta a la época en que yo
hacía visitas regulares a los enfermos internados que morían de SIDA en la era
previa a la terapia moderna. Yo recuerdo el rechazo, el sentido de fracaso que
me envolvía al hacer los pases de sala o una visita domiciliaria. Yo nunca sabía
qué hacer ni qué decir. Fuera de esa incomodidad y vergüenza, yo cumplía el
único papel que conocía a la cabecera del paciente: le tomaba el pulso, luego le
bajaba suavemente el párpado para ver el color de la membrana mucosa, luego
examinaba la lengua, percutía el tórax con la mejor técnica, auscultaba los
pulmones y palpaba el abdomen—mi ritual. Recuerdo tantos pares de ojos de
tantas personas—todos ellos muertos hace ya tiempo, sus nombres todavía
presentes, frescos en mi lengua—enormes ojos atormentados en órbitas
ahuecadas, observando cómo como yo hacia el examen físico. Y cuando ya
había terminado, yo partía para hacer lo mismo al día siguiente.
En este punto, recuerdo a un paciente que no era más que un esqueleto encerrado
en un piel encogida, incapaz de hablar, su boca con costras de cándida resistente
a los medicamentos usuales. Cuando me vio, en lo que resultó ser sus últimas
horas en la tierra, sus manos se movieron como en cámara lenta mientras yo me
preguntaba qué había sido hasta ese momento, sus dedos de palo se dirigieron
hacia la camisa del pijama, buscando a tientas los botones. Yo me di cuenta de
que deseaba mostrarme su tórax: era un ofrecimiento, una invitación. Yo no la
rechacé. Lo percutí, lo palpé y lo ausculté.
Creo que sin duda debe haber sabido que entonces eso era vital para mí, como
parecía ser necesario para él. Ninguno de los dos podía saltearse ese ritual, el
cual no tiene nada que ver con la detección de los crepitantes en los pulmones o
el hallazgo del ritmo de galope de la insuficiencia cardíaca. No, este ritual fue el
mensaje que el médico necesitaba transmitir a sus pacientes, aunque sabe Dios,
al final, parece que en nuestra arrogancia lo hemos olvidado, lo hemos alejado,
como si con la explosión del conocimiento, el mapeo completo del genoma
humano, nos hemos adormecido olvidando que el ritual es catártico para el
médico y necesario para el paciente, olvidando que el ritual tiene un significado
y un mensaje singular para transmitir al paciente. Y el mensaje que yo entonces
no entendía, aun habiéndolo enviado, y que comprendo mejor ahora, es el
siguiente: yo siempre, siempre estaré ahí, voy a ver a través de esto, nunca te
abandonaré, estaré contigo hasta el final.