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Guerras santas

Olavo de Carvalho

Bravo!, noviembre de 2000

Gran parte de las culturas antiguas concedía a los jefes, a los guerreros y a los
poderosos el derecho de librarse, cuando lo considerasen oportuno, de los
débiles indeseables. Niños, ancianos y enfermos podían ser matados por el
simple capricho de hombres jóvenes y saludables que no querían trabajar para
sustentarlos. Así fue durante milenios. Fue así en Egipto, en Babilonia, en el
Imperio Romano, en China, en la Arabia pre-islámica. Fue así entre los celtas,
germanos, vikingos, africanos, mayas, aztecas e indios brasileños. Fue así casi
por todas partes. El número de inocentes enterrados vivos, quemados,
entregados a las fieras o despedazados en rituales sangrientos en nombre de
esa ley bárbara es incalculable.

Una humanidad entera fue eliminada del camino de los fuertes, ambiciosos y
triunfantes señores de antaño.

La masacre permanente sólo fue interrumpida gracias a la acción de dos


fuerzas que emergieron tardíamente en el escenario de la Historia: el
cristianismo, en Occidente y el islamismo en Oriente. Antes de ellas, el
judaísmo ya conocía la incondicionalidad del "No matarás". Pero el judaísmo no
es una religión proselitista: los judíos, nación minoritaria, se limitaron a
practicar entre sí un modo de vida más elevado y más humano, sin poder o
pretender enseñarlo a los pueblos vecinos. (El budismo y el hinduismo también
tuvieron acceso a verdades similares, pero su caso es especial y lo dejaré para
analizar en otra ocasión.) Esencialmente, gracias a la moral cristiana y a la ley
musulmana el universal derecho a la vida, revelado inicialmente a los judíos, se
convirtió en patrimonio de todos los hombres.

No ha habido, a lo largo de la historia, ningún hecho más decisivo. Pues no


produjo solamente una extensión cuantitativa del derecho a la vida. Al
ampliarse a grupos de personas que antes no lo disfrutaban, o que lo
disfrutaban solamente como concesión de otras personas, experimentó una
radical mutación cualitativa: pasó de relativo a absoluto, de condicionado a
incondicionado y a condicionante. Se convirtió en el primero de todos los
derechos, del que derivan todos los demás.

Conceder al ser humano un derecho cualquiera, de propiedad o de herencia,


por ejemplo, negándole al mismo tiempo el derecho a existir, no es, de hecho,
más que una broma demoníaca. Pero esa broma fue el "script" verdadero de
las vidas de millones de seres humanos.

Hoy en día cualquier niño comprende que la prioridad del derecho a la vida es
algo simplemente lógico, que brota de la naturaleza misma de las cosas. Los
apóstoles de los "derechos humanos" lo consideran una obviedad elemental, el
presupuesto indiscutido e indiscutible de sus discursos.
Pero pocos se acuerdan de que el reconocimiento de esa obviedad natural no
fue ni natural ni obvio. Para propagarlo, fue necesario vencer las resistencias
prodigiosamente obstinadas de las culturas antiguas. Monjes, predicadores,
santos fueron masacrados en todos los lugares a donde llevaron ese mensaje,
tan evidente en sí mismo como hostil a toda organización social fundada en la
prioridad de otros derechos: derechos de sangre, derechos territoriales,
derechos de casta. Para muchas culturas, ceder en ese punto era abdicar de
instituciones, leyes, privilegios milenarios. Era autodestruirse, era diluirse en la
unidad mayor de la cultura recién llegada, portadora de la nueva ley. Muchos
pueblos supieron adaptarse a la transición sin grandes pérdidas,
transformándose ellos mismos en portavoces de la mejor noticia que nunca
antes había recibido la humanidad. Otros se obstinaron en la defensa de
derechos imaginarios. Por eso fue necesario destruir sus culturas.

En cada guerra emprendida por los ejércitos cristianos e islámicos contra las
naciones que rechazaban su ley, fueron garantizadas, a costa de la muerte de
unos miles de soldados, las vidas de millones de sus descendientes. La
amplitud de esa obra salvadora es inconmensurable. Jamás un bien tan
fundamental fue legado a tantas generaciones de seres humanos.

Por eso esas guerras fueron santas. Por eso fue santa la voluntad de dominio
que fortaleció más a los portadores del nuevo derecho universal que a los
defensores de las costumbres locales. La mayoría de los descendientes de los
pueblos derrotados, que hoy, movidos por una añoranza artificial y simulada,
disfrutan de los derechos recibidos de los vencedores para hacer apología de
las culturas derrotadas y condenar su destrucción como un crimen
innominable, si los vencidos hubiesen triunfado, simplemente no existiría. En
algún punto de la historia de sus familias la continuidad de su línea ancestral
habría sido interrumpida: su bisabuela habría sido sepultada viva, su
tatarabuelo entregado a las fieras, el tatarabuelo de su tatarabuelo
estrangulado en la cuna o abandonado en el suelo hasta morir de hambre --
todo con las bendiciones de reyes, hierofantes y tradiciones venerables.
En cada grupo de indios que aparecen gritando contra la destrucción de su
cultura ancestral, una cosa es cierta: si no hubiese sido destruida, muchos de
ellos no habrían vivido para ver la luz del día.

Yo mismo, descendiente de celtas y germanos, con mucha probabilidad no


estaría aquí escribiendo, si algún monje cristiano no hubiese detenido en el aire
el brazo del sacerdote bárbaro, erguido para el sacrificio de uno de mis
antepasados.

Por eso, alegar los "derechos humanos" como argumento para condenar la
destrucción de culturas que vivieron de ignorarlos y de despreciarlos no es sólo
un contrasentido lógico, sino una mentira existencial. Si los derechos del ser
humano son primarios e incondicionales, los derechos de las culturas tienen
que ser, necesariamente, secundarios y relativos. Para que los hombres sean
iguales en derechos, es necesario que entre las culturas prevalezca no la
igualdad, sino la jerarquía que coloca en el lugar más alto a aquellas que
reconocen la igualdad de los hombres, empezando por la incondicionalidad del
derecho a la vida. Entre la igualdad de los hombres y la igualdad de las
culturas hay una incompatibilidad radical, que solamente puede ser ignorada
por una ideología autocontradictoria, esquizofrénica y perversa.

No obstante, esa ideología es la que prevalece hoy en la enseñanza y en los


medios de comunicación, induciendo a niños y jóvenes a rebelarse, en nombre
del derecho y de la libertad, contra las condiciones sin las que ese derecho y
esa libertad jamás habrían podido llegar a existir.
Transmitir semejante ideología a las nuevas generaciones es escindir las
inteligencias en formación, abriendo un abismo infranqueable entre su visión
estereotipada del pasado histórico y su percepción de la realidad presente. Es
destruir de raíz la posibilidad de toda conciencia histórica, y, con ella, las
condiciones de acceso a la madurez intelectual responsable.

Es verdad que el discurso que incrimina a las grandes culturas que


humanizaron el planeta está de moda, que repetirlo hace que un profesor brille
ante sus alumnos -- o ante las cámaras -- como modelo de individuo moderno y
de mente abierta. Pero ¿hasta cuándo nosotros, padres, tenemos que tolerar
que la inteligencia de nuestros hijos sea sacrificada en aras de las vanidades
de profesores que no saben lo que dicen?

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