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De: 

La mala vida (2007)

Una noche queríamos comprar


merca y entré a un conventillo
de tres o cuatro pisos,
las escaleras circulares daban
a los palieres anchos y en las puertas
de las habitaciones había mesas
donde atendían los punteros. ¿Qué pasa
si no vuelvo? pensé, nadie se entera.
Una mujer sacudía su vestido
apoyada en la baranda y un pendejo
paseaba en un triciclo.  Trancé, después me fui
y como si fuera
a convertirme en la estatua de sal
del Evangelio o en la chica
de piedra del Abasto, no miré atrás
al descender. Pura superstición
o miedo de andar
mostrando el miedo. No sé, fijé la vista
y sin chistar
bajé.  Me acompañaba un eco que era mezcla
de risas, voces, cacerolas, una vida
de esas donde nadie
está solo. Podía imaginarme un patiecito
con piso de baldosas, el interior roído
de un living comedor, la tele
prendida, una familia.
Yo a veces siento
envidia de esas cosas.
No hay luz en este cuarto, lo que se dice
luz, apenas lamparitas de color que se duplican
en fracciones de espejo.  Y antes el corredor
rojizo, una mujer que sale de una “suite”
y no nos mira, nosotros dos subimos la escalera
finita y alfombrada.  No se parece a nada
este lugar, fue tan distinto acariciarte
en Mediomundo. Te llevé hasta el tablón
detrás del escenario y en la tormenta
me enganché las medias.  Había astillas
y polvo, la madera crujía como una puerta
de hotel abandonado. No me paré a pensar,
no tuve miedo. Era más noche que esta noche
aquella oscura y se escuchaba, no el hilo musical
sino el ritmo estridente viniendo de la pista.
Adentro del barullo, en un globito
me respirabas, cerca ¿Quién sos ahora?
Mi novio no, y ya sé que así te engaño:
preferiría quedarme con lo puesto pero cedo,
campera, minifalda, botitas de gamuza.
Mis cosas son más mías que mi cuerpo
y todo cuelga ahí, en el respaldo de una silla
chueca.  De pronto esta mentira en la que creo
ser dueña del desastre no me importa. Ya
terminaste y te guardás el Prime
en una palma. “¿Está pinchado?”, pregunto
pero jurás que no y lo mirás, solito. Corriéndote
el flequillo das la cara, y me decís  “no va a ser mío
si te pasa algo, el forro está entero y además
no te podrías contagiar de mí ninguna cosa.
A simple vista te das cuenta que soy
sano”. No digo una palabra. Desde acá
te veo ir hasta el baño, arrojar los residuos
en el tacho y abrir un grifo
oxidado. Escucho caer el agua todavía,
que hace diez años te lavó las manos.
Si tu grito es un ladrido
Indio Solari

Criaba labradores en su casa,


todo el fondo era de ellos. Jardín no había,
ni césped, tierra rasa y a la sombra del árbol
una hamaca “para tirarme a leer
ciencia ficción”. Me lo imagino libro en mano
con las piernas cruzadas y los perros
rodeándolo como una alfombra negra.
Una noche, después de llenar tachos
con agua y alimento entró a su cuarto
y se coló unas pepas. “Vos te burlás, yo quiero
saber del más allá” decía y no pensé
que hablaba en serio. Fanático del género,
desde el barrio de Villa Urquiza organizó
su propio viaje a las estrellas y de ese plan
sideral no tuvo dudas. Se quedaron los perros
varados en el fondo de la casa,
ladrando por tres días como buscando ayuda.

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