merca y entré a un conventillo de tres o cuatro pisos, las escaleras circulares daban a los palieres anchos y en las puertas de las habitaciones había mesas donde atendían los punteros. ¿Qué pasa si no vuelvo? pensé, nadie se entera. Una mujer sacudía su vestido apoyada en la baranda y un pendejo paseaba en un triciclo. Trancé, después me fui y como si fuera a convertirme en la estatua de sal del Evangelio o en la chica de piedra del Abasto, no miré atrás al descender. Pura superstición o miedo de andar mostrando el miedo. No sé, fijé la vista y sin chistar bajé. Me acompañaba un eco que era mezcla de risas, voces, cacerolas, una vida de esas donde nadie está solo. Podía imaginarme un patiecito con piso de baldosas, el interior roído de un living comedor, la tele prendida, una familia. Yo a veces siento envidia de esas cosas. No hay luz en este cuarto, lo que se dice luz, apenas lamparitas de color que se duplican en fracciones de espejo. Y antes el corredor rojizo, una mujer que sale de una “suite” y no nos mira, nosotros dos subimos la escalera finita y alfombrada. No se parece a nada este lugar, fue tan distinto acariciarte en Mediomundo. Te llevé hasta el tablón detrás del escenario y en la tormenta me enganché las medias. Había astillas y polvo, la madera crujía como una puerta de hotel abandonado. No me paré a pensar, no tuve miedo. Era más noche que esta noche aquella oscura y se escuchaba, no el hilo musical sino el ritmo estridente viniendo de la pista. Adentro del barullo, en un globito me respirabas, cerca ¿Quién sos ahora? Mi novio no, y ya sé que así te engaño: preferiría quedarme con lo puesto pero cedo, campera, minifalda, botitas de gamuza. Mis cosas son más mías que mi cuerpo y todo cuelga ahí, en el respaldo de una silla chueca. De pronto esta mentira en la que creo ser dueña del desastre no me importa. Ya terminaste y te guardás el Prime en una palma. “¿Está pinchado?”, pregunto pero jurás que no y lo mirás, solito. Corriéndote el flequillo das la cara, y me decís “no va a ser mío si te pasa algo, el forro está entero y además no te podrías contagiar de mí ninguna cosa. A simple vista te das cuenta que soy sano”. No digo una palabra. Desde acá te veo ir hasta el baño, arrojar los residuos en el tacho y abrir un grifo oxidado. Escucho caer el agua todavía, que hace diez años te lavó las manos. Si tu grito es un ladrido Indio Solari
Criaba labradores en su casa,
todo el fondo era de ellos. Jardín no había, ni césped, tierra rasa y a la sombra del árbol una hamaca “para tirarme a leer ciencia ficción”. Me lo imagino libro en mano con las piernas cruzadas y los perros rodeándolo como una alfombra negra. Una noche, después de llenar tachos con agua y alimento entró a su cuarto y se coló unas pepas. “Vos te burlás, yo quiero saber del más allá” decía y no pensé que hablaba en serio. Fanático del género, desde el barrio de Villa Urquiza organizó su propio viaje a las estrellas y de ese plan sideral no tuvo dudas. Se quedaron los perros varados en el fondo de la casa, ladrando por tres días como buscando ayuda.