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mundo capitalista ofrece cuatro posibilidades ante la contradictoria realidad capitalista,
es decir, cuatro modos de naturalizar el capitalismo. Estas corresponden a cuatro
estrategias civilizatorias que ofrece la modernidad capitalista y que no están aisladas
una de otra, sino que se combinan entre sí, dentro del abanico de “construcciones del
mundo” histórico en la época moderna. Estas atienden a distintos ethos. En primer
lugar, se encuentra la contemporánea identificación afirmativa y milítate con la
pretensión de creatividad que tiene la acumulación del capital. Esto es, representar
fielmente intereses del proceso socio-natural de reproducción, cuando realmente supone
represión y deforma al estar al servicio de la potenciación cuantitativa y cualitativa de
uno mismo, del autodisciplinamiento individual. En este proceso de
autodisciplinamiento, emergen rápidamente las fuerzas productivas del capitalismo.
Echevarría, en este caso, habla de un ethos realista en tanto que “realmente existente”,
refiriéndose a la imposibilidad de un mundo alternativo, predominante en el orden
capitalista. Seguidamente se encuentra un ethos que está en la misma línea militante,
pero a la inversa, es decir, no respecto a a la afirmación del valor sino del valor de uso.
La valorización se acerca a la realización de la forma natural, por lo que el capitalismo
se transfigura en su contrario, en este sentido, según Echevarría, es un ethos romántico.
En tercer lugar, encontramos que la espontaneidad capitalista se vuelve el resultado de
una necesidad trascendente, y se compensa la propia existencia efectiva. Así, se
configura una existencia distanciada y comprensiva con el trágico destino de la realidad
material, por lo que aparece el ethos clásico. Ya, por último, surge el ethos barroco,
contrario al clásico en tanto que necesidad trascendente del hecho capitalista. Es el más
crítico en este sentido, pues mantiene una visión inaceptable del orden capitalista. No
obstante, el concepto de lo barroco en Echevarría radica de una afirmación de la “forma
natural” del mundo de la vida que, paradójicamente, parte de la experiencia capitalista
ya vivida. Esto último supone que, en un primer momento hay un desencanto y,
simultáneamente, una afirmación del mismo como insuperable, según Echevarría “el
comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo: en la
experiencia de que la plenitud que el buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena
de otra cosa que de los frutos de su propio vacío” (Echevarría, 1998: 44).
Con esto, desde el ethos barroco se abre la posibilidad a restablecer las cualidades de la
riqueza concreta “reinventándolas como cualidades de segundo grado”. Echevarría en
este punto relaciona su concepción del ethos barroco con el erotismo de Bataille:
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aprobación de la vida (el caos) dentro de la muerte (el cosmos). La manera de ser
moderno es barroca en tanto que se accede a la creación de otra dimensión de lo
cualitativo. Por ello, lo barroco ha sido clave para poner a prueba a la vez que revitalizar
la tradición occidental europea, a través de su fidelidad al canon clásico en crisis, tras
cada nueva oleada destructiva proveniente del resultado capitalista. Según Adorno, el
arte barroco ha conseguido desarrollar su propia ley formal. Con todo esto, lo que
Bolívar propone es lo barroco en tanto que forma de vida en el capitalismo que se
resista a la lógica del valor de cambio (la circulación de las mercancías en el mercado),
a partir del valor de uso (la estetización de la vida), que en la tradición marxista viene a
referirse a la “forma natural” de los objetos dentro del consumo, que pasan a
distinguirse por materialidad y su utilidad. Ciertamente los objetos en el barroco poseen
una carga simbólica inconfundible, llevan consigo material identitario, y tienen
importante lugar en rituales religiosos y políticos. En esta línea, Echevarría da un paso
más allá de la tradición marxista para desarrollar un valor de uso que también se refiera
la forma natura de una vida con autonomía respecto al mercado (1998: 154). Es decir,
Echevarría propone una sociedad más alejada del mercado: pasar de la “crítica a la
economía política” a la “crítica del conjunto de la vida moderna” (Echeverría, 2011:
12). En su definición de lo barroco también cobra importancia la asociación del ethos
barroco con Latinoamérica, ya que su historia se configura desde la destrucción y la
conquista del imperio español y católico, y porque el ethos barroco ha permitido la
creación exhaustiva de nuevas formas. No obstante, la organización del ethos barroco en
este caso de la modernidad tampoco escapa de los órdenes capitalistas. Si bien, la
cultura colonizada no solo tuvo que rendirse ante la occidental supremacista, sino que
también hubo de adaptarse a su civilización para salvaguardar su vigencia identitaria,
como estrategia de supervivencia que condujo al mestizaje, junto con una teatralización
de su identidad. Por lo tanto, la configuración de lo barroco, o lo neobarroco, en
Latinoamérica es contraria a Europa, Echevarría lo define como una suerte de espejo
invertido de la modernidad protestante e ilustrada, en tanto que el barroco
latinoamericano supone aplacar la lógica del valor de cambio a partir de potenciar el
valor de uso. De acuerdo con Walter Benjamin (cit. en Echevarría, 1998: 50), lo barroco
está asociado a la mortalidad y a la ausencia, su comportamiento barroco supone
reafirmar la consistencia del mundo, descubriendo con ello, su propia inconsistencia.
Siguiendo lo que David Ferris en The Cambridge Introduction to Walter Benjamin
(2008) argumenta “la alegoría en el barroco, marcada tanto por la arbitrariedad del signo
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como por la muerte, giraba en torno a la ausencia de aquello a lo que se refería” (150).
En América del sur, los pueblos indígenas rehicieron su vida en el poscolonialismo (o
bien, neocolonialismo) en “el espacio de la muerte” (Espinosa, 2012: 71), teatralizaron
su identidad desde el mestizaje, “inventándose una vida dentro de la muerte”
(Echeverría, 2010: 214); de forma que lo barroco pasa a ser una fuerza constitutiva en
Latinoamérica a la hora de mantener su legado ante la amenaza de la cultura
colonizadora dentro del proceso de mestizaje, de forma que lo barroco es una
articulación híbrida. Aunque según Echevarría, la lógica barroca privilegia la forma
natural de la vida frente al valor de cambio, tiranía de una equivalencia que cosifica la
multitud de objetos de mercado. Por tanto, lo barroco y su pasión por lo múltiple, es
transgresor en tanto que arruina la lógica de mercado mediante el disfrute del valor de
uso, la pluralidad y la materialidad de los objetos.
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la configuración de cualquier alternativa civilizatoria. Es preciso, por tanto, cuestionar
lo incuestionable y buscar nuevos horizontes.
Dentro de las Filosofías del Sur, la Filosofía de la Liberación alcanza importancia, junto
con otros dos ejes claves, Filosofías de la Interculturalidad y Pensamiento decolonial;
con especial atención al territorio latinoamericano. En el clima de América del Sur, a
partir de los años sesenta, en los que gran parte del planeta estaba experimentando una
gran intensidad de movimientos revolucionarios y de liberación. En América Latina de
los sesenta se vuelve más próxima su relación con los EEUU, tras la revolución cubana
y la crisis de los misiles en Cuba. El clima político se retrata por la intensidad de
cambios sufridos junto con una inmensidad de conflictos que fueron resultado de la
configuración de nuevas corrientes filosóficas que primeramente reivindican la
potenciación de su subjetividad, una redefinición de su identidad, la defensa de su
cultura vernácula ante el vacío que dejaba el marco de la filosofía occidental de
entonces a la hora de enfrentarse con la situación de América Latina, era necesario
elaborar nuevas propuestas desde el propio territorio periférico respecto al núcleo
occidental. Respecto a esto último, se evidenció tras la categorización del primer,
segundo y tercer mundo (el excluido), en los que América Latina fue encasillada,
llamando posteriormente a los países “en vías de desarrollo”, desde la condescendencia
y la falsa promesa de las teorías desarrollistas de las oligarquías de los países
occidentales que se aprovechan de los subdesarrollados mediante sistemas de
explotación heredados de la colonización.
Así pues, se necesitaba elaborar nuevas salidas, un nuevo pensamiento y una nueva
acción, en todos los ámbitos incluidos el literario (véase el boom latinoamericano) que
fuese más allá de las propuestas europeas y buscase su independencia. En esta línea
destaca Adolfo Sánchez Vázquez, exiliado español participe del marxismo
latinoamericano que ponderaba una relectura no dogmática de Marx, también cercano a
la teoría gramsciniana. Es decir, formó parte del marxismo latinoamericano centrado en
recoger la herencia de Marx sacándola de un enfoque eurocéntrico que se evidenciaba
en el mismo marxismo y especialmente en el marxismo soviético, con lo que pagaba su
factura la propia revolución cubana.
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La filosofía de la liberación aparece tras la revolución democrática de corte socialista
que trató de llevar a cabo la Unidad Popular de Chile. La piedra angular de esta filosofía
propicia la reivindicación de lo autóctono y la configuración de procesos
emancipatorios con las comunidades latinoamericanas como protagonistas, asumiendo
su condición de sujetos políticos, de forma que la teoría se enfoca a una praxis, acción
holística y colectiva como un proceso de largo recorrido y numerosas vertientes. Aquí
encontramos a Ignacio Ellacuría como otro impulsor de la Filosofía de la Liberación,
destacado por Filosofía de la realidad histórica y por sus aportaciones a la teoría de la
praxis que abrió paso a un repensar categorías como la verdad praxeológica conectando
con los planteamientos de Marx y la relación entre teoría y praxis. Aunque
verdaderamente Ellacuría bebe de Xavier Zubiri.
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por otros cauces sociales. Todo esto despierta gran cantidad de debates ejecutados por
grandes figuras como Enrique Dussel, exiliado como el antropólogo Néstor García
Canclini y el semiólogo argentino Walter Mignolo. Dussel, respaldado e influido por el
apoyo del filósofo francés Emmanuel Lévinas, autor de Totalidad e infinito, que concibe
la filosofía e incluso la filosofía primera como ética. Si bien, Lévinas parte de la
metafísica de la alteridad cuestionando la propia metafísica occidental reconociéndola
como “filosofía de la violencia”, y cuestionando el concepto de libertad de
responsabilidad más allá del liberalismo clásico. Se centra así en la necesidad ética de
considerar al otro, que directa o indirectamente (siendo un “tercero”) nos interpela, está
en el afuera, tras los márgenes del reconocimiento. Heredero de esto, Dussel, también
de antecedentes judíos, defendía una liberación desde la periferia, de los excluidos, más
concretamente el otro colectivo de la América Latina, paradigma no eurocéntrico.
Reelabora así la filosofía de Levinas para enmarcarse en la necesaria praxis colectiva,
de la que posteriormente habla Zygmunt Bauman en La cultura como praxis (1973) en
los pueblos latinoamericanos que quedaron fuera de la totalidad del mundo. Se defendía
con ello, una liberación de las periferias sin relación de dependencia, pues las republicas
independizadas en el s. XIX, no gozaban de independencia económica o cultural.
Dussel va construyendo poco a poco su corpus filosófico, considerando asimismo la
teoría del teólogo Leonardo Boff, destacando su conexión entre la ecología y la teología
de la liberación en relación a las raíces amazónicas en Brasil. Por otro lado, Dussel,
junto con Santiago Castro-Gómez y su Crítica de la razón utópica (1984) se inscribe en
el debate sobre las conexiones entre filosofía de la liberación y posmodernidad,
concepto puramente occidental y eurocéntrico para los países que no han experimentado
el paradigma de la modernidad sino más bien su cara oculta mediante el colonialismo: el
ego coguito se precede por el yo conquisto. En efecto, el sujeto que posee la razón es el
mismo sujeto que domina, paradójicamente, el sujeto occidental moderno que opta por
el progreso, se implica en un proyecto que supone la explotación de otros países y de
distintas prácticas de violencia que ha denunciado el pensamiento decolonial al que se le
unirá posteriormente la crítica feminista configurando el puente entre colonialismo y
patriarcalismo (cara oculta de toda la filosofía occidental).
Dussel también ofrece la noción de transmodernidad en Filosofías del Sur (2015), con
la que planea cómo atravesar la modernidad más allá del post, desde el lado de quienes
la sufrieron, una suerte de emancipación colectiva hacia una modernidad alternativa y
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su revisión crítica en plena crisis de la modernidad pues, como ya se ha ilustrado, sus
conceptos (metafísica, sujeto, razón) han de redefinirse. De la mano de Dussel
encontramos aquí a Boaventura de Sousa Santos que propone el concepto
“posmodernidad de resistencia” en El milenio huérfano (2005).
De acuerdo con Catherine Walsh, cabe señalar que la interculturalidad tiene una
significación en América Latina, destacando Ecuador, ligada a la resistencia de los
indígenas y de los negros hasta la construcción de un proyecto “social, cultural, político,
ético y epistémico orientado a la descolonización y a la transformación. Es el cauce más
eficaz para tal construcción, en tanto que otras propuestas como el asimilacionismo o el
multiculturalismo son innecesarias y etnocéntricas. En efecto, la interculturalidad es
más que un discurso que ampara la comprensión del movimiento colonialista, sino que
es una lógica construida desde la diferencia, la diferencia colonial que atiende a
descolonizar las estructuras y paradigmas dominantes como la estandarización cultural
que construye el conocimiento “universal” de Occidente (Walsh, 2007: 51).
Y, sin embargo, actualmente aún reside un narcisismo colectivo, en el que las relaciones
interculturales quedan atravesadas por intereses mediáticos. Por ello, el problema no
radica de que la interculturalidad sea imposible, pues es más que evidente nuestras
raíces mestizas, cada individuo es resultado de un intercambio cultural y racial, véase la
obra de Héctor Silveira. El núcleo del problema es la prolongación de una jerarquía en
dichos intercambios. También Néstor García Canclini hace un examen de las relaciones
desiguales en los procesos de hibridación cultural. Y es que ciertamente, el discurso
sobre interculturalidad ha de hacerse desde la periferia, posición subalterna desde donde
se reivindica la igualdad, como América Latina. Es necesario que desmarque del
carácter occidentalista que aún tiene. Ahora bien ¿hasta qué punto es posible esta
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demarcación de la cultura occidental desde la que se ha gestado la noción de
interculturalidad? De forma paralela encontramos la cuestión de todo derecho universal,
planteado desde los países etnocéntricos. E incluso regresando al origen el propio
concepto de lo universal es paradójico, teniendo en cuenta la existencia de periferias,
como toma cuenta el filósofo Balibar respecto a un sistema capitalista que es excluyente
y mediante el consumismo gesta un falso corte universalista. Lo universal atiende a lo
diverso, a la pluralidad de diferencias -línea ya esbozada por Spinoza-por lo que es
irrevocable la articulación de la diversidad (lejos de la estrategia capitalista) que supone
la interculturalidad, véase la obra de Walter Mignolo Historias locales/diseños globales.
Mignolo apuesta así por la articulación de lo diverso, de las diferencias culturales que
configuran la realidad de la humanidad en su pluralidad. Si la interculturalidad supone
el reconocimiento de la alteridad, lo conveniente, como sostiene Dussel, es dar la
palabra a aquellos previamente silenciados. Este dar la palabra viene a significar, como
se ha esbozado con Habermas, otorgar la condición de sujeto y se hable de igual a igual.
De tal modo, la interculturalidad cuenta con fuertes razones que la defienden.
Ciertamente, la propuesta de reconocimiento implica la lucha contra las desigualdades
que la obstaculizan, por lo que alcanza un impacto en el marco ético político a escala
mundial. Es decir, el nuevo paradigma intercultural supone una madurez de la
conciencia cultural que se enfrente al etnocentrismo y a las reducciones etnicistas, sino
que cada cultura se observe desde su complejidad y el entrecruzamiento de unas con
otras, como sostiene Luis Villoro. Igualmente, esto ha de ser compatible con la decisión
de todo individuo a alejarse de su raíz cultural. Raúl Fornet‐Betancourt defiende la
objeción de conciencia del individuo que no quiera agregarse a las prácticas culturales
que le han sido asignadas. La interculturalidad, a grandes rasgos, significa la
eliminación de prejuicios, a la desacralización de ciertas culturas imperantes y la
aceptación de las diferencias, al desarrollo de la ética discursiva habermasiana.
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a través de la fuerza reconciliadora del diálogo racional desarrollando el concepto de
razón comunicativa para lograr la síntesis entre Ilustración y fe. El filósofo aboga así
por la traducción de los contenidos religiosos al plano filosófico político, lo cual se lleva
a través de la ética comunicativa. Y así, la practica de la interculturalidad permite
alcanzar un núcleo ético común a la vez que un núcleo de valores transculturales que
ponderan un nuevo universalismo moral caracterizado por estar gestado desde abajo, ser
dialógico y defender las diferencias. Desde el motor intercultural, es posible configurar
una normativa que se base en la justicia y la moral universal mediante el consenso
inclusivo y democrático a escala mundial. Esto afirma que la interculturalidad también
está asociada la cuestión política de los derechos humanos universales cuyas
pretensiones de universalidad puedes tejerse a través de la tarea intercultural de forma
más eficaz. E igualmente, otra tarea político moral de la interculturalidad es la
necesidad que lleva consigo de recuperar la memoria, especialmente en el caso de los
pueblos colonizados que aún arrastran el trauma de las prácticas de esclavitud iniciadas
siglos atrás. El diálogo entre culturas ha de hacerse cargo también de la herencia
histórica de cada una, el reconocimiento de la alteridad supone el reconocimiento de su
sufrimiento y de su marginación, de forma que la comunicación dialógica sea equitativa,
desde posiciones simétricas.
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lo que ofrecen otras culturas, es una de las tareas más importantes hoy en día, dada la
importancia del reconocimiento y del giro decolonial a nivel educativo.
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nueva metafísica gestada desde la diversalidad, desde el sentido de la humanidad
universal. La interculturalidad precisa de este pensamiento fronterizo, para devenir en
interculturalidad fronteriza cuyo eje angular sea la dignidad humana de todo individuo.
Reelaborar dialógicamente el principio de justicia (del que ya habla Rawls) contando
con la presencia de culturas fronterizas que han sufrido la injusticia. De hecho, es
determinante para ello el pensamiento de las colonias reprimidas en tanto que se
encuentran claves emancipatorias del propio proyecto de la modernidad y su
colonialidad de poder -véase la crítica de Aníbal Quijano-, remodelan el pensamiento
occidental en clave inclusiva contra la “colonialidad de poder” en aras de una
desrepresión de las relaciones en el mapa geopolítico y el sistema-mundo.
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Bibliografía
- Pérez Tapias, Jose Antonio. n/f. “¿Es posible el diálogo intercultural tras siglos
de injusticia?”. Universidad de Granada.
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- Walsh, Catherine. 2007. “Interculturalidad y colonialidad del poder. Un
pensamiento y posicionamiento “otro” desde la diferencia colonial”, El giro
decolonial (Ed. Castro-Gómez, S; Grosfogel, R.). Bogotá: Serie encuentros
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