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Cuestionario Crítica y Cultura

Máster en Filosofía Contemporánea. 2021


Ana Vargas Ortega

1.Aportaciones de Bolívar Echeverría en cuanto a crítica y propuesta desde su


análisis del "ethos barroco".

Bolívar Echevarría, filósofo marxista ecuatoriano-mexicano hace un riguroso análisis


del barroco latinoamericano en La modernidad de lo barroco (1998), que alcanza su
auge en el siglo XVII como motor del proyecto filosófico y político de la construcción
de una alternativa a la modernidad, un proyecto poscapitalista. En este punto,
Echevarría destaca por introducir el concepto del barroquismo en los debates
intelectuales de Latinoamérica en torno a la posmodernidad de los años ochenta, dando
cuenta de una consumada modernidad. Lo barroco, entendido entonces como una
manera de vivir caracterizada por el exceso, la ineficacia del orden económico, la
sacralización a la vez que la profanación, y estetización de la vida. Si bien, junto con
otros filósofos como Deleuze, se centra en lo barroco entendido como vía de
desestabilización en la construcción protomoderna de la razón occidental. El barroco,
entendido como concepto, se define por su continuidad entre materia y espíritu contraria
al dualismo cartesiano. Así, Echevarría hace una síntesis historiográfica de la
modernidad, inaugurada en los siglos XII y XIII, una historia de la civilización europea
que confluye con el concepto de lo barroco, presentado como un ethos, en tanto que “un
principio de construcción del mundo de la vida” que, en el caso del barroco, viene a
promulgar la consistencia social y la vigencia histórica. Si bien, a Echevarría le resulta
interesante la categoría teórica de lo barroco ya que atiende a la preocupación por la
crisis civilizatoria contemporánea y, además, obedece al deseo de pensar una sociedad
poscapitalista como utopía alcanzable. Por tanto, el ethos barroco pasa a ser una
categoría teórica que, de acuerdo con Echevarría, es determinante para la historia
colonial y poscolonial de Latinoamérica, de manera que es contingente a una visión
crítica y una nueva propuesta.

Ahora bien, en la construcción contemporánea del mundo de la vida, es innegable el


hecho histórico de la realidad capitalista, una suerte de segunda naturaleza cuyo ethos
asegura la armonía de la existencia cotidiana. En palabras de Echevarría, vivir en el

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mundo capitalista ofrece cuatro posibilidades ante la contradictoria realidad capitalista,
es decir, cuatro modos de naturalizar el capitalismo. Estas corresponden a cuatro
estrategias civilizatorias que ofrece la modernidad capitalista y que no están aisladas
una de otra, sino que se combinan entre sí, dentro del abanico de “construcciones del
mundo” histórico en la época moderna. Estas atienden a distintos ethos. En primer
lugar, se encuentra la contemporánea identificación afirmativa y milítate con la
pretensión de creatividad que tiene la acumulación del capital. Esto es, representar
fielmente intereses del proceso socio-natural de reproducción, cuando realmente supone
represión y deforma al estar al servicio de la potenciación cuantitativa y cualitativa de
uno mismo, del autodisciplinamiento individual. En este proceso de
autodisciplinamiento, emergen rápidamente las fuerzas productivas del capitalismo.
Echevarría, en este caso, habla de un ethos realista en tanto que “realmente existente”,
refiriéndose a la imposibilidad de un mundo alternativo, predominante en el orden
capitalista. Seguidamente se encuentra un ethos que está en la misma línea militante,
pero a la inversa, es decir, no respecto a a la afirmación del valor sino del valor de uso.
La valorización se acerca a la realización de la forma natural, por lo que el capitalismo
se transfigura en su contrario, en este sentido, según Echevarría, es un ethos romántico.
En tercer lugar, encontramos que la espontaneidad capitalista se vuelve el resultado de
una necesidad trascendente, y se compensa la propia existencia efectiva. Así, se
configura una existencia distanciada y comprensiva con el trágico destino de la realidad
material, por lo que aparece el ethos clásico. Ya, por último, surge el ethos barroco,
contrario al clásico en tanto que necesidad trascendente del hecho capitalista. Es el más
crítico en este sentido, pues mantiene una visión inaceptable del orden capitalista. No
obstante, el concepto de lo barroco en Echevarría radica de una afirmación de la “forma
natural” del mundo de la vida que, paradójicamente, parte de la experiencia capitalista
ya vivida. Esto último supone que, en un primer momento hay un desencanto y,
simultáneamente, una afirmación del mismo como insuperable, según Echevarría “el
comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo: en la
experiencia de que la plenitud que el buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena
de otra cosa que de los frutos de su propio vacío” (Echevarría, 1998: 44).

Con esto, desde el ethos barroco se abre la posibilidad a restablecer las cualidades de la
riqueza concreta “reinventándolas como cualidades de segundo grado”. Echevarría en
este punto relaciona su concepción del ethos barroco con el erotismo de Bataille:

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aprobación de la vida (el caos) dentro de la muerte (el cosmos). La manera de ser
moderno es barroca en tanto que se accede a la creación de otra dimensión de lo
cualitativo. Por ello, lo barroco ha sido clave para poner a prueba a la vez que revitalizar
la tradición occidental europea, a través de su fidelidad al canon clásico en crisis, tras
cada nueva oleada destructiva proveniente del resultado capitalista. Según Adorno, el
arte barroco ha conseguido desarrollar su propia ley formal. Con todo esto, lo que
Bolívar propone es lo barroco en tanto que forma de vida en el capitalismo que se
resista a la lógica del valor de cambio (la circulación de las mercancías en el mercado),
a partir del valor de uso (la estetización de la vida), que en la tradición marxista viene a
referirse a la “forma natural” de los objetos dentro del consumo, que pasan a
distinguirse por materialidad y su utilidad. Ciertamente los objetos en el barroco poseen
una carga simbólica inconfundible, llevan consigo material identitario, y tienen
importante lugar en rituales religiosos y políticos. En esta línea, Echevarría da un paso
más allá de la tradición marxista para desarrollar un valor de uso que también se refiera
la forma natura de una vida con autonomía respecto al mercado (1998: 154). Es decir,
Echevarría propone una sociedad más alejada del mercado: pasar de la “crítica a la
economía política” a la “crítica del conjunto de la vida moderna” (Echeverría, 2011:
12). En su definición de lo barroco también cobra importancia la asociación del ethos
barroco con Latinoamérica, ya que su historia se configura desde la destrucción y la
conquista del imperio español y católico, y porque el ethos barroco ha permitido la
creación exhaustiva de nuevas formas. No obstante, la organización del ethos barroco en
este caso de la modernidad tampoco escapa de los órdenes capitalistas. Si bien, la
cultura colonizada no solo tuvo que rendirse ante la occidental supremacista, sino que
también hubo de adaptarse a su civilización para salvaguardar su vigencia identitaria,
como estrategia de supervivencia que condujo al mestizaje, junto con una teatralización
de su identidad. Por lo tanto, la configuración de lo barroco, o lo neobarroco, en
Latinoamérica es contraria a Europa, Echevarría lo define como una suerte de espejo
invertido de la modernidad protestante e ilustrada, en tanto que el barroco
latinoamericano supone aplacar la lógica del valor de cambio a partir de potenciar el
valor de uso. De acuerdo con Walter Benjamin (cit. en Echevarría, 1998: 50), lo barroco
está asociado a la mortalidad y a la ausencia, su comportamiento barroco supone
reafirmar la consistencia del mundo, descubriendo con ello, su propia inconsistencia.
Siguiendo lo que David Ferris en The Cambridge Introduction to Walter Benjamin
(2008) argumenta “la alegoría en el barroco, marcada tanto por la arbitrariedad del signo

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como por la muerte, giraba en torno a la ausencia de aquello a lo que se refería” (150).
En América del sur, los pueblos indígenas rehicieron su vida en el poscolonialismo (o
bien, neocolonialismo) en “el espacio de la muerte” (Espinosa, 2012: 71), teatralizaron
su identidad desde el mestizaje, “inventándose una vida dentro de la muerte”
(Echeverría, 2010: 214); de forma que lo barroco pasa a ser una fuerza constitutiva en
Latinoamérica a la hora de mantener su legado ante la amenaza de la cultura
colonizadora dentro del proceso de mestizaje, de forma que lo barroco es una
articulación híbrida. Aunque según Echevarría, la lógica barroca privilegia la forma
natural de la vida frente al valor de cambio, tiranía de una equivalencia que cosifica la
multitud de objetos de mercado. Por tanto, lo barroco y su pasión por lo múltiple, es
transgresor en tanto que arruina la lógica de mercado mediante el disfrute del valor de
uso, la pluralidad y la materialidad de los objetos.

La hibridez de lo barroco reside en la conjunción de la tradición por lo expuesto


anteriormente, y su relación paralela con la modernidad. La modernidad de lo barroco
se encuentra en distintos aspectos, ejemplos fundamentales son el giro paradigmático
que supuso el barroco en cuanto a su autonomía: ya que no se orientaba hacia la
salvación sino hacia la experiencia estética; asimismo, la concepción del sujeto atiende
más al libre albedrío que se prolongará hasta la modernidad. Carlos Espinosa, en El
barroco y Bolívar Echeverría: encuentros y desencuentros (2011), agrega el carácter
urbano y global del barroco, además de ser de las primeras culturas planetarias. Ahora
bien, pese a afirmar su hibridez, Echevarría no confiere un mayor espacio a lo referente
a la posmodernidad y el capitalismo tardío donde predomina el consumismo y
determina la imagen mediática que lo llevan a tener numerosas similitudes con el
barroco (véase Baudrillard). Y es que, paradójicamente, el triunfo del valor de cambio,
propio del consumismo actual, ha conducido a una perspectiva neobarroca, en tanto que
guarda similitudes con el barroco de comienzos del capitalismo del siglo XVII. Pese a
que Echevarría proponga un valor de uso propio del barroco referido a la
heterogeneidad y la multiplicidad que ofrezca valor simbólico a cada objeto sin
pretensión de mercantilizarlo como hace el valor de cambio; el valor de uso guarda
relación también con el consumismo utilitarista y la idolatría de la mercancía.

Es así como se ha ilustrado la propuesta rigurosa de Echevarría de buscar nuevas


alternativas poscapitalistas desde la vigencia del barroco. Precisamente en
Latinoamérica se ha demostrado la necesidad de tradiciones propias de su cultura para

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la configuración de cualquier alternativa civilizatoria. Es preciso, por tanto, cuestionar
lo incuestionable y buscar nuevos horizontes.

2. Fuentes, contexto y potencia crítica de la Filosofía de la Liberación


latinoamericana.

Dentro de las Filosofías del Sur, la Filosofía de la Liberación alcanza importancia, junto
con otros dos ejes claves, Filosofías de la Interculturalidad y Pensamiento decolonial;
con especial atención al territorio latinoamericano. En el clima de América del Sur, a
partir de los años sesenta, en los que gran parte del planeta estaba experimentando una
gran intensidad de movimientos revolucionarios y de liberación. En América Latina de
los sesenta se vuelve más próxima su relación con los EEUU, tras la revolución cubana
y la crisis de los misiles en Cuba. El clima político se retrata por la intensidad de
cambios sufridos junto con una inmensidad de conflictos que fueron resultado de la
configuración de nuevas corrientes filosóficas que primeramente reivindican la
potenciación de su subjetividad, una redefinición de su identidad, la defensa de su
cultura vernácula ante el vacío que dejaba el marco de la filosofía occidental de
entonces a la hora de enfrentarse con la situación de América Latina, era necesario
elaborar nuevas propuestas desde el propio territorio periférico respecto al núcleo
occidental. Respecto a esto último, se evidenció tras la categorización del primer,
segundo y tercer mundo (el excluido), en los que América Latina fue encasillada,
llamando posteriormente a los países “en vías de desarrollo”, desde la condescendencia
y la falsa promesa de las teorías desarrollistas de las oligarquías de los países
occidentales que se aprovechan de los subdesarrollados mediante sistemas de
explotación heredados de la colonización.

Así pues, se necesitaba elaborar nuevas salidas, un nuevo pensamiento y una nueva
acción, en todos los ámbitos incluidos el literario (véase el boom latinoamericano) que
fuese más allá de las propuestas europeas y buscase su independencia. En esta línea
destaca Adolfo Sánchez Vázquez, exiliado español participe del marxismo
latinoamericano que ponderaba una relectura no dogmática de Marx, también cercano a
la teoría gramsciniana. Es decir, formó parte del marxismo latinoamericano centrado en
recoger la herencia de Marx sacándola de un enfoque eurocéntrico que se evidenciaba
en el mismo marxismo y especialmente en el marxismo soviético, con lo que pagaba su
factura la propia revolución cubana.

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La filosofía de la liberación aparece tras la revolución democrática de corte socialista
que trató de llevar a cabo la Unidad Popular de Chile. La piedra angular de esta filosofía
propicia la reivindicación de lo autóctono y la configuración de procesos
emancipatorios con las comunidades latinoamericanas como protagonistas, asumiendo
su condición de sujetos políticos, de forma que la teoría se enfoca a una praxis, acción
holística y colectiva como un proceso de largo recorrido y numerosas vertientes. Aquí
encontramos a Ignacio Ellacuría como otro impulsor de la Filosofía de la Liberación,
destacado por Filosofía de la realidad histórica y por sus aportaciones a la teoría de la
praxis que abrió paso a un repensar categorías como la verdad praxeológica conectando
con los planteamientos de Marx y la relación entre teoría y praxis. Aunque
verdaderamente Ellacuría bebe de Xavier Zubiri.

Resalta la importancia de que se le añada la categoría de liberación -véase la obra de


Horacio Cerutti Horacio sobre la historia de la filosofía de la liberación- en tanto que la
filosofía como tal no es capaz de ofrecer alternativas ante la problemática
latinoamericana. Si bien, es una corriente muy cercana a la teología de la liberación, que
radicó en la Iglesia tras la conferencia del episcopado latinoamericano en Medellín en
1968, proponía una nueva perspectiva del mundo cristiano en defensa de una
comunidad de base y una inserción de sus miembros en los movimientos
revolucionarios, con fenómenos como el chileno “Cristianismo por el Socialismo” y con
notables figuras como el cura Camilo Torres, miembro del Ejercito de Liberación
Nacional colombiano. Si bien, la teoría de la liberación hay que plantearla teniendo en
cuenta la existencia de centros y periferias, divididas por la estructura de clases que
afecta al engranaje del propio discurso. América Latina, tras años de desarrollo
occidental, continúa arrastrando conflictos surgidos entonces en tanto que no se habla
de desarrollo mundial, sino parcial, nos encontramos con un neocolonialismo como
motor de las economías capitalistas de las potencias occidentales. Existen, en este
sentido, las teorías de la dependencia, críticas respecto a dicha situación desequilibrada
propia del capitalismo. En relación a estas teorías, aparece la Filosofía de la Liberación
de corte critico respecto al desarrollo occidental de corte imperialista y neocolonial.

Ciertamente, en los cimientos de la Filosofía de la Liberación se encuentra la


preocupación a nivel ontológico en torno al sujeto, resultado de la defensa de su
subjetividad, junto con la preocupación categórica en torno a los conceptos de pueblo o
clase, e incluso el propio concepto de revolución, que no tiene por qué ser armada sino

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por otros cauces sociales. Todo esto despierta gran cantidad de debates ejecutados por
grandes figuras como Enrique Dussel, exiliado como el antropólogo Néstor García
Canclini y el semiólogo argentino Walter Mignolo. Dussel, respaldado e influido por el
apoyo del filósofo francés Emmanuel Lévinas, autor de Totalidad e infinito, que concibe
la filosofía e incluso la filosofía primera como ética. Si bien, Lévinas parte de la
metafísica de la alteridad cuestionando la propia metafísica occidental reconociéndola
como “filosofía de la violencia”, y cuestionando el concepto de libertad de
responsabilidad más allá del liberalismo clásico. Se centra así en la necesidad ética de
considerar al otro, que directa o indirectamente (siendo un “tercero”) nos interpela, está
en el afuera, tras los márgenes del reconocimiento. Heredero de esto, Dussel, también
de antecedentes judíos, defendía una liberación desde la periferia, de los excluidos, más
concretamente el otro colectivo de la América Latina, paradigma no eurocéntrico.
Reelabora así la filosofía de Levinas para enmarcarse en la necesaria praxis colectiva,
de la que posteriormente habla Zygmunt Bauman en La cultura como praxis (1973) en
los pueblos latinoamericanos que quedaron fuera de la totalidad del mundo. Se defendía
con ello, una liberación de las periferias sin relación de dependencia, pues las republicas
independizadas en el s. XIX, no gozaban de independencia económica o cultural.
Dussel va construyendo poco a poco su corpus filosófico, considerando asimismo la
teoría del teólogo Leonardo Boff, destacando su conexión entre la ecología y la teología
de la liberación en relación a las raíces amazónicas en Brasil. Por otro lado, Dussel,
junto con Santiago Castro-Gómez y su Crítica de la razón utópica (1984) se inscribe en
el debate sobre las conexiones entre filosofía de la liberación y posmodernidad,
concepto puramente occidental y eurocéntrico para los países que no han experimentado
el paradigma de la modernidad sino más bien su cara oculta mediante el colonialismo: el
ego coguito se precede por el yo conquisto. En efecto, el sujeto que posee la razón es el
mismo sujeto que domina, paradójicamente, el sujeto occidental moderno que opta por
el progreso, se implica en un proyecto que supone la explotación de otros países y de
distintas prácticas de violencia que ha denunciado el pensamiento decolonial al que se le
unirá posteriormente la crítica feminista configurando el puente entre colonialismo y
patriarcalismo (cara oculta de toda la filosofía occidental).

Dussel también ofrece la noción de transmodernidad en Filosofías del Sur (2015), con
la que planea cómo atravesar la modernidad más allá del post, desde el lado de quienes
la sufrieron, una suerte de emancipación colectiva hacia una modernidad alternativa y

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su revisión crítica en plena crisis de la modernidad pues, como ya se ha ilustrado, sus
conceptos (metafísica, sujeto, razón) han de redefinirse. De la mano de Dussel
encontramos aquí a Boaventura de Sousa Santos que propone el concepto
“posmodernidad de resistencia” en El milenio huérfano (2005).

3. Más allá del asimilacionismo y del multiculturalismo. Razones a favor de la


interculturalidad.

De acuerdo con Catherine Walsh, cabe señalar que la interculturalidad tiene una
significación en América Latina, destacando Ecuador, ligada a la resistencia de los
indígenas y de los negros hasta la construcción de un proyecto “social, cultural, político,
ético y epistémico orientado a la descolonización y a la transformación. Es el cauce más
eficaz para tal construcción, en tanto que otras propuestas como el asimilacionismo o el
multiculturalismo son innecesarias y etnocéntricas. En efecto, la interculturalidad es
más que un discurso que ampara la comprensión del movimiento colonialista, sino que
es una lógica construida desde la diferencia, la diferencia colonial que atiende a
descolonizar las estructuras y paradigmas dominantes como la estandarización cultural
que construye el conocimiento “universal” de Occidente (Walsh, 2007: 51).

En cambio, el asimilacionismo atiende a parámetros reduccionistas e incluso opresores


que es necesario superar. Este termino viene a significar la integración del otro
adaptándose y por tanto, afirmando la cultura hegemónica de forma que su cultura de
origen se pierde. Es propia de sociedades imperialistas que no aceptan los valores
culturales ajenos haciendo que el otro pierda sus pautas identitarias y culturales. Lejos,
por tanto, del intercambio dialógico. En el escalón consiguiente encontramos la
acepción de “multiculturalismo” que afirma la existencia de múltiples culturas en un
mismo territorio, pero no llega a lograr su pretensión de convivencia, en tanto que cada
cultura está apartada de otra socialmente. Es decir, el resultado del multiculturalismo ha
sido la estratificación de una comunidad según sus valores culturales. J.T. Levy habla de
un “multiculturalismo del miedo” es decir, miedo a un mundo peor, una suerte de temor
hobbesiano en el que se llega a un acuerdo para salvaguardar la vida propia, frente al
otro, que induce miedo. Por ende, tampoco existe verdaderamente un diálogo. Aquí
encontramos la teoría del choque de civilizaciones de Samuel P. Huntington que da
cuenta del etnocentrismo permanente en Occidente. El planteamiento de Huntington fue
formulado tras la guerra fría y, sin embargo, aún continúa vigente, teniendo en cuenta la
imperante presencia de las fronteras, véase Estados amurallados. Soberanías en declive
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(2015) de Wendy Brown. Aunque una sociedad se defina a sí misma como multiétnica,
las minorías sociales en una comunidad siguen separadas, como investiga Giovanni
Sartoris. Asimismo, el multiculturalismo encaja muy bien en las estructuras
neocoloniales que atienden a un mercado globalizado y capitalista, que necesita el
aislamiento del individuo incapacitándolo para la socialización democrática.

No obstante, puede haber alternativas de reconocimiento, arrojando la vista hacia el


diálogo intercultural que ha de ser reelaborado de forma conveniente para la democracia
y la igualdad. Sin caer por ello en el imperativo intercultural, del que habla Raimon
Panikker, entendido como una obligación moral para lograr los acuerdos y vivir en
común. Pero ¿por qué no se ha articulado ya, triunfalmente, la interculturalidad? La
perspectiva neocolonial sigue presente en tanto que el reconocimiento de la alteridad no
se ha ejecutado plenamente, la mirada continúa etnocéntrica y por ello no hay un
verdadero reconocimiento del otro que incapacita la clave dialógica de la ética
discursiva defendida por Gadamer, o Habermas. Para este último, la ética discursiva no
se configura desde los postulados teológicos universalistas, sino desde la razón
comunicativa. La comunicación configura una intersubjetividad, una relación
comunicativa sujeto-sujeto. Es decir, junto con el discurso, lo que Habermas defiende es
la emancipación del sujeto por medio de la racionalidad crítica que va de mano de un
consenso argumentado. Con esto, lo que intenta Habermas es defender una razón
comunicativa universal y una ética discusiva fundamental para construir la legitimidad
democrática. En este sentido León Olivé habla de “interacción transcultural” que
permita desarrollar normas jurídicas suficientemente consensuadas, además de valores
éticos asumidos en común.

Y, sin embargo, actualmente aún reside un narcisismo colectivo, en el que las relaciones
interculturales quedan atravesadas por intereses mediáticos. Por ello, el problema no
radica de que la interculturalidad sea imposible, pues es más que evidente nuestras
raíces mestizas, cada individuo es resultado de un intercambio cultural y racial, véase la
obra de Héctor Silveira. El núcleo del problema es la prolongación de una jerarquía en
dichos intercambios. También Néstor García Canclini hace un examen de las relaciones
desiguales en los procesos de hibridación cultural. Y es que ciertamente, el discurso
sobre interculturalidad ha de hacerse desde la periferia, posición subalterna desde donde
se reivindica la igualdad, como América Latina. Es necesario que desmarque del
carácter occidentalista que aún tiene. Ahora bien ¿hasta qué punto es posible esta

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demarcación de la cultura occidental desde la que se ha gestado la noción de
interculturalidad? De forma paralela encontramos la cuestión de todo derecho universal,
planteado desde los países etnocéntricos. E incluso regresando al origen el propio
concepto de lo universal es paradójico, teniendo en cuenta la existencia de periferias,
como toma cuenta el filósofo Balibar respecto a un sistema capitalista que es excluyente
y mediante el consumismo gesta un falso corte universalista. Lo universal atiende a lo
diverso, a la pluralidad de diferencias -línea ya esbozada por Spinoza-por lo que es
irrevocable la articulación de la diversidad (lejos de la estrategia capitalista) que supone
la interculturalidad, véase la obra de Walter Mignolo Historias locales/diseños globales.
Mignolo apuesta así por la articulación de lo diverso, de las diferencias culturales que
configuran la realidad de la humanidad en su pluralidad. Si la interculturalidad supone
el reconocimiento de la alteridad, lo conveniente, como sostiene Dussel, es dar la
palabra a aquellos previamente silenciados. Este dar la palabra viene a significar, como
se ha esbozado con Habermas, otorgar la condición de sujeto y se hable de igual a igual.
De tal modo, la interculturalidad cuenta con fuertes razones que la defienden.
Ciertamente, la propuesta de reconocimiento implica la lucha contra las desigualdades
que la obstaculizan, por lo que alcanza un impacto en el marco ético político a escala
mundial. Es decir, el nuevo paradigma intercultural supone una madurez de la
conciencia cultural que se enfrente al etnocentrismo y a las reducciones etnicistas, sino
que cada cultura se observe desde su complejidad y el entrecruzamiento de unas con
otras, como sostiene Luis Villoro. Igualmente, esto ha de ser compatible con la decisión
de todo individuo a alejarse de su raíz cultural. Raúl Fornet‐Betancourt defiende la
objeción de conciencia del individuo que no quiera agregarse a las prácticas culturales
que le han sido asignadas. La interculturalidad, a grandes rasgos, significa la
eliminación de prejuicios, a la desacralización de ciertas culturas imperantes y la
aceptación de las diferencias, al desarrollo de la ética discursiva habermasiana.

Asimismo, la interculturalidad supone una propuesta de laicidad de Estado, proyecto


iniciado en la Ilustración bajo el nombre de secularización, que nunca llegó a
completarse. Si bien, la laicidad que mana del paradigma intercultural como prioridad el
diálogo y entendimiento entre culturas, sin pretender la abolición de la religión, como
apoya Hans Kung, el diálogo interreligioso es sumamente importante para fundamentar
el dialogo intercultural. También lo considera Habermas, que habla de la contribución
axiológica de las “religiones públicas” (Casanova, 1994) en la construcción democrática

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a través de la fuerza reconciliadora del diálogo racional desarrollando el concepto de
razón comunicativa para lograr la síntesis entre Ilustración y fe. El filósofo aboga así
por la traducción de los contenidos religiosos al plano filosófico político, lo cual se lleva
a través de la ética comunicativa. Y así, la practica de la interculturalidad permite
alcanzar un núcleo ético común a la vez que un núcleo de valores transculturales que
ponderan un nuevo universalismo moral caracterizado por estar gestado desde abajo, ser
dialógico y defender las diferencias. Desde el motor intercultural, es posible configurar
una normativa que se base en la justicia y la moral universal mediante el consenso
inclusivo y democrático a escala mundial. Esto afirma que la interculturalidad también
está asociada la cuestión política de los derechos humanos universales cuyas
pretensiones de universalidad puedes tejerse a través de la tarea intercultural de forma
más eficaz. E igualmente, otra tarea político moral de la interculturalidad es la
necesidad que lleva consigo de recuperar la memoria, especialmente en el caso de los
pueblos colonizados que aún arrastran el trauma de las prácticas de esclavitud iniciadas
siglos atrás. El diálogo entre culturas ha de hacerse cargo también de la herencia
histórica de cada una, el reconocimiento de la alteridad supone el reconocimiento de su
sufrimiento y de su marginación, de forma que la comunicación dialógica sea equitativa,
desde posiciones simétricas.

4. Crítica del eurocentrismo desde el pensamiento decolonial.

En sus postulados sobre el pensamiento decolonial, Walter Mignolo señala que su


objetivo, valga la redundancia, es la decolonialidad del poder, algo que también muestra
Aníbal Quijano al hablar de descolonización epistemológica, entramada mediante una
“distinta racionalidad”: “Pues nada menos racional, finalmente, que la pretensión de que
la específica cosmovisión de una etnia particular sea impuesta como la racionalidad
universal, aunque tal etnia se llama Europa occidental” (Cit. en Mignolo, 2007: 30;
Quijano, 1992: 447). Siguiendo a Mignolo, la genealogía de la decolonialidad se
remonta a la emergencia propia ante un dominio moderno-colonial (es decir: naciones
que dominan, explotan y marginalizan) a escala mundial. Ante esto, es necesario el
pensamiento decolonial, que trascienda la diferencia colonial y se construya sobre las
fronteras que refuerzan la colonialidad de poder del mundo eurocentrista. El
decolonialismo, implica desmontar el eurocentrismo y una defensa del neocolonialismo.
De tal forma, Catherine Walsh habla de interculturalidad en clave de herramienta
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conceptual para organizar la diferencia colonial, junto con las políticas de la
subjetividad y la descolonización del poder colonialista. Así, defiende que la
interculturalidad conduce a procesos de construcción de un “paradigma otro” pensado a
través de la praxis política. Dicho paradigma cuestiona y además modifica la
colonialidad de poder, ofrece una nueva vía para pensar la diferencia mediante la
descolonización y la configuración de una sociedad totalmente distinta a la eurocéntrica
para desarrollar un movimiento étnico-social desde la igualdad. Catherine Walsh va
más allá y aporta la noción “interculturalidad epistémica”, una nueva episteme más
verdadera, un nuevo conocimiento como práctica política que se enfrente a la
hegemonía geopolítica de conocimiento en el que se encuentra un “racismo epistémico”
en palabras de Mignolo. Esto se gesta mediante configuraciones conceptuales cuyo
conocimiento radique de la diferencia colonial y su enfoque sea, por tanto, critico social.
En efecto, el eurocentrismo tiene connotaciones peyorativas en tanto que no considera
la diversidad de los pueblos en Latinoamérica, destacando en caso de Walsh, los
ecuatorianos e indígenas. Frente al eurocentrismo de las democracias occidentales o del
norte global, se propone un nuevo proyecto democrático anticolonialista, anticapitalista,
antiimperialista y antisegregacionista, sino que garantice la máxima participación de los
pueblos de la periferia (49). Dussel habla de construir una “antipolítica” (11) a partir de
una “práctica emancipatoria” resultado de la responsabilidad del Otro.

Es importante, asimismo, considerar el poder transformativo de la universidad como


lugar donde se produce el sentido. La institución de la universidad está atravesada por el
capitalismo transnacional, y, por tanto, por los intereses biopolíticos occidentales y
biocolonialistas de forma que, en palabras de Juan Camilo Cajigas, la diferencia
colonial se reactualiza. El planteamiento decolonial juega, pues, un importante papel a
la hora de desmontar los esquemas eurocentristas también en la universidad. De tal
forma que se subviertan las disciplinas de conocimiento reconociendo las jerarquías del
sistema moderno-colonial, hacia un método de conocimiento transdisciplinar y
transcultural. Así, el giro decolonial se adscribe al cambio de paradigma en la
universidad (encontramos, de nuevo, la necesidad de una interculturalidad epistémica),
que altere las concepciones incluso del propio sujeto, del propio ser-en-el-mundo
desmarcado de la dialéctica de reconocimiento imperial destacada por el reconocimiento
del hombre blanco como privilegiado al adquirir el sentido. Como sostiene Maldonado-
Torres, el reconocimiento de la diferencia colonial y ya no sólo de la existencia, sino de

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lo que ofrecen otras culturas, es una de las tareas más importantes hoy en día, dada la
importancia del reconocimiento y del giro decolonial a nivel educativo.

5. De la modernidad a la transmodernidad. Memoria y justicia desde las periferias.

Volviendo al planteamiento de Dussel, el paradigma intercultural de diálogo entre


culturas, requiere la asunción de que, pese a estar en un mundo globalizado y
postmoderno, hay países o culturas que no han experimentado la modernidad y sus
ventajas, sino más bien, su lado oculto, el colonialismo como fuerza motora para que el
proyecto moderno se llevase a cabo. Por tanto, la presente crisis occidental de la
modernidad no es simétrica en todos sitios, sino que existen periferias que no han vivido
la modernidad, como estudia Castro-Gómez desde Colombia o como pasó en España,
que se quedo por detrás de otras potencias en la carrera del progreso moderno. Aparece
entonces lo que Dussel denomina “transmodernidad”, que viene a ser como una suerte
de post-postmodernidad o, como alega Boaventura de Sousa Santos, como una
"postmodernidad de oposición", pues la ausencia de un proyecto moderno abre nuevas
vías de desarrollo en plena crisis de esta, ofreciendo posibilidades a las propias
periferias, que, desde las resistencias organizadas, son capaces de pensarse y actuar en
colectividad. Walter Mignolo llama a esto “paradigma otro” refiriéndose al pensamiento
de las culturas fronterizas y reprimidas por el poder colonial durante la modernidad que
ofrece un desprendimiento y una apertura de pensamiento. Así, el mapa geopolítico ha
de tener en cuenta el paso del pensamiento mestizo al fronterizo, del que habla W.
Mignolo, entre otros. La frontera ha pasado a ser espacio identitario, a la formación de
una subjetividad fuera de los mecanismos hegemónicos occidentales de pensamiento: el
muro es una metáfora orgánica en tanto que cumple la función dentro del cuerpo. Como
explica Anna Freud, el espectáculo del muro, retóricamente invierte y desplaza multitud
de factores que alteran la identidad nacional, supone un entrecruzamiento identitario que
otorga valor a las diferencias (como son las coloniales). Esto confiere que la
interculturalidad tiene un potencial epistémico, de una epistemología fronteriza que
trabaja el límite del conocimiento subordinado por la colonialidad de poder, de tal suerte
que el conocimiento occidental es trasladado a la perspectiva periférica del
conocimiento y su concepción política y ética (Walsh, 2002a, pp. 27-28). Así pues, lo
fronterizo conduce a nuevos procesos de autorreconocimiento, autocomprensión, una

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nueva metafísica gestada desde la diversalidad, desde el sentido de la humanidad
universal. La interculturalidad precisa de este pensamiento fronterizo, para devenir en
interculturalidad fronteriza cuyo eje angular sea la dignidad humana de todo individuo.
Reelaborar dialógicamente el principio de justicia (del que ya habla Rawls) contando
con la presencia de culturas fronterizas que han sufrido la injusticia. De hecho, es
determinante para ello el pensamiento de las colonias reprimidas en tanto que se
encuentran claves emancipatorias del propio proyecto de la modernidad y su
colonialidad de poder -véase la crítica de Aníbal Quijano-, remodelan el pensamiento
occidental en clave inclusiva contra la “colonialidad de poder” en aras de una
desrepresión de las relaciones en el mapa geopolítico y el sistema-mundo.

Se habla pues, de interculturalidad en tanto que giro epistémico ya que implica la


configuración de nuevos conceptos desde la diferencia colonial que posibiliten, además
del diálogo, la construcción de nuevas concepciones político-sociales. Ciertamente,
también significa la relectura de la historia, al construir un nuevo relato que incluya las
realidades periféricas, lo que ocurrió contado desde su legado. Para ello, es
determinante el papel de la memoria de estas nacionalidades, marginadas entonces, para
desarrollar un enunciado intercultural y periférico.

*Ver consideraciones acerca de la memoria en cuestión tercera

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decolonial (Ed. Castro-Gómez, S; Grosfogel, R.). Bogotá: Serie encuentros

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