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Teoría Junguiana
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Enrique Galán Santamaría
Editorial Manuscritos
Dirección editorial:
Elena Diez de la Cortina
Diseño y maquetación:
María Rubio
COLECCIÓN JUNGUIANA
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, la reproducción total o parcial de esta obra,
sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes.
© edición electrónica: noviembre 2014, editorial Manuscritos
© Enrique Galán
ISBN-13: 978-84-943176-5-1
Bitland Producciones S.L.
Calle Domingo Rodelgo, 43, 16
Morata de Tajuña 28530 - Madrid
Presentación
2. Psicología analítica
Una vez situada históricamente la obra de Jung llega el momento de
presentarla conceptualmente, aunque Jung siempre se consideró un
empírico que forjaba hipótesis para explicarse los hechos, mostrándose en
contra de los sistemas psicológicos.
Para Jung lo fundamental es el alma, lugar de la experiencia. La
experiencia psicológica cobra una formulación consciente que se apoya en
la tradición, la mayor de las veces inconsciente, expresada por la consciencia
colectiva que está inscrita en el lenguaje y las artes, la religión, la filosofía y
los diversos modos de conocimiento, las costumbres, etc. Desde esa
formulación el sujeto debe hacerse cargo de sus mundos interno y externo
en los que desenvolverse.
Jung subraya la noción de psique objetiva, expresada palmariamente en
las formaciones de lo inconsciente, que revelan los limites de la consciencia,
nuestra psique subjetiva. Entiende la consciencia como un cono de luz que
ilumina esa psique inconsciente y que funciona estableciendo oposiciones
que crean un campo energético de realidad y sentido.
Así pues, Jung define una serie de opuestos, basados estructuralmente en
dos: consciencia/inconsciente e individual/colectivo. Estos y todos los
demás sistemas de opuestos mantienen una relación energética por
circulación de la libido. Siguiendo los destinos de esta energía se asiste a la
transformación psicológica.
Dicha transformación se denomina proceso de individuación. Consiste
en devenir quien se es, realizar el destino propio, autorrealizarse o, en otras
palabras, hacerse consciente del sí-mismo como centro de la psique objetiva
personal. Para ello el individuo debe diferenciar entre interno y externo,
entre consciente e inconsciente, individual y colectivo, desde su nido
familiar a su personalidad cumplida a lo largo de su biografía.
Jung señala que partimos de lo inconsciente colectivo -la constitución
psíquica de la especie- sumergidos en la inconsciencia de la participation
mystique hasta ir constituyendo un yo, que se inicia al final de la fase
presexual, hacia los tres años, y va experimentando su transformación a lo
largo de la vida debido a la ampliación de la consciencia.
Este complejo del yo, el conjunto de emociones y representaciones
conscientes de nosotros mismos, es descentrado continuamente por una
psique inconsciente con la que mantiene una relación complementaria,
expresada tanto en forma de conflicto como de compensación. La relación
del yo con lo inconsciente es semejante a la que mantiene con la realidad
objetiva en su adaptación vital. Lo conocido y lo desconocido van
trenzándose en la vida de cada cual madurándole, creándole.
Jung considera que hay un plan individual -como el genoma propio- que
busca su realización consciente. Este plan debe tejerse en la interfaz de dos
objetividades, interna y externa, que son una en el Unus mundus. Ese plan es
el proceso de individuación, un continuo diferenciar e integrar fenómenos
psíquicos.
La primera diferenciación entre externo e interno implica la retirada de
la proyección y de la introyección. Eso supone conocer las vías de
conocimiento utilizadas y el ámbito de elección, es decir, la tipología que
hay detrás de ese sujeto de conocimiento.
La categorización que ofrece esta tipología permite situar los contenidos
psicológicos según atiendan al interior o al exterior
(introversión/extraversíón) y según accedan a la consciencia por la vía
arracional (sensación/intuición) o por la racional (pensar/sentir). Estas
cuatro funciones mantienen una dialéctica que se unifica en la función
transcendente, creadora de símbolos. Jung hipotetiza que cada actitud y
función se contrapesa con su opuesta desde lo inconsciente, estableciéndose
así un equilibrio de sentido unitario.
En la primera parte de la vida el individuo tiende más bien hacia la
expansión sensorial extravertida del puer, que permite la individualización
del sujeto, mientras la segunda tiende más a la introversión reflexiva del
senex, pero cada individuo va usando en los distintos momentos de su vida
esas actitudes y funciones de modo más o menos constante.
Los diferentes tipos actitudinales (extravertido, introvertido) se
multiplican con los funcionales (intelectual, sentimental, sensorial, intuitivo).
Ello permite una primera aproximación a las diferencias interindividuales.
Estás diferencias se equilibran y compensan en las relaciones personales,
de las que brota la persona, más o menos coincidente con el yo freudiano.
Esta instancia crea necesariamente una sombra, lo inconsciente freudiano,
donde está todo lo reprimido y no desarrollado. La dialéctica entre persona y
sombra permite captar la existencia de un yo, consciente de la existencia de
un inconsciente.
Si el yo mantiene relación con el exterior gracias a la persona, lo hará con
el interior gracias a la contraparte sexual (sicigia ánima/ánimus). La
captación de la contraparte sexual del indviduo pone a éste en contacto con
la unidad propia, la completud, expresada en el sí-mismo.
De manera formal, puede describirse el proceso de individuación como
la dialéctica que se establece entre la persona y la sombra para diferenciar al
yo, entre éste y la sicigia ánima/ánimus para diferenciar al sí-mismo y entre
éste y el alma del mundo para captar el Unus mundus.
Esta dialéctica ni es lineal ni va acompañada necesariamente de
bienestar psíquico. Por el contrario, supone bastante sufrimiento y sólo de
forma puntual puede captarse su direccionalidad (la «centroversión» de E.
Neumann). Enfermedades y crisis existenciales adquieren así un sentido
personal como posibilidades para hacerse consciente de lo individual. La
clave sigue siendo la relación entre consciencia e inconsciente o, en términos
formales, la capacidad del complejo del yo para diferenciar el aspecto
arquetípico que constituye el núcleo de sus diversos complejos.
Para lograrlo, el primer paso es captar el contenido inconsciente -es decir,
un contenido consciente que contrasta con la idea que tenemos de nosotros
mismos. El más claro elemento de lo inconsciente es el sueño, no siempre
recordado por escapar de nuestras categorías conscientes. El sueño se
presenta como una formación simbólica que exige un trabajo
hermenéutico. Para Jung el símbolo es una articulación de contenidos
conscientes e inconscientes (conocidos y desconocidos) con una finalidad. Es
decir, tiende al futuro, al contrario de lo que ocurre en Freud.
Desde un punto de vista energetista, el símbolo aparece como un
transformador de libido, permite pasar de un contenido a otro tendiendo
puentes entre aspectos que son investidos por esa libido, experimentada
emocionalmente. Esos aspectos se sitúan en los distintos niveles (yo,
complejo, arquetipo), lo que permite su elucidación.
Está en primer lugar el registro consciente, la asociación libre freudiana,
que saca a la luz lo preconsciente (recuerdos, ideas, vivencias…). La relación
entre ese registro de la consciencia personal con los contenidos de la
consciencia colectiva -el orden simbólico de una cultura-, la
«amplificación», dota de un contexto a dichos contenidos, ofrece un
significado. El siguiente paso consiste en integrar tales significados en el yo a
través de una decisión tanto intelectual como moral.
Si el símbolo brota del interior, los procesos sincronísticos se sitúan en el
exterior. En la acausalidad postulada por Jung se ofrece otra fuente de
significado. Si se dan esas coincidencias de sentido entre estados interno y
externo es porque el sí-mismo está conectado con el alma del mundo a
través del cuerpo y su misterio, que Jung define como aspecto «psicoide» de
la psique. La sincronicidad, que se manifiesta por doquier, puede ser
captada a través de las mancias y su aritmética cualitativa.
Así pues, atendiendo al mysterium coniunctionis que es toda vida individual,
con sus continuas y polivalentes transformaciones, la imagen antropológica
que se desprende de las investigaciones junguianas da cuenta de los
diferentes ámbitos de experiencia (cósmico, familiar, social, relacional,
personal), en los que se despliega, se forja, el alma. Un movimiento de
diferenciación e integración de opuestos, el alquímico solve et coagula que
permite acceder conscientemente a la totalidad que somos como individuos
y cosmos.
Atender a la evolución del alma supone traspasar el ámbito de la
psicología para acercarse a las otras formas de conocimiento. En ese
sentido, la psicología analítica bebe de muchas fuentes. La representación
concreta de esa interdisciplinariedad son los Encuentros Eranos, que desde
1933 hasta 1988 han ido reuniendo a primeras figuras de las ciencias
naturales y humanas en un objetivo común de integración de saberes y
perspectivas.
Jung tuvo así en la última etapa de su trabajo una colaboración
inmejorable para acceder a la información que le permitía validar su
hipótesis de un inconsciente colectivo que hace a la Humanidad una con el
cosmos. La totalidad de la consciencia de la Humanidad en su decurso era
la base inconsciente de la psique individual. ¿Qué responsabilidades se le
plantean entonces al individuo?
El aspecto ético que se desprende de esta imagen antropológica no fue
desatendido por Jung. De ahí su interés por la religión y las distintas
confesiones, en general la mitología, como escenario propio del alma.
Entendiendo las confesiones como recipiente de las proyecciones de los
arquetipos, veía en ellas grandes sistemas psicoterapéuticos, aunque bien
sabía que el hombre moderno ya no podía entender la dogmática: el
símbolo había muerto. El peligro de reprimir lo religioso en el individuo,
más acá y más allá de las confesiones, estaba provocando cada vez mayores
catástrofes sociales al conducir directamente a la masificación.
El acercamiento de Jung a lo religioso se sitúa en las antipodas de Freud.
Lejos de entender la mitología como un desplazamiento de las represiones
individuales, Jung la contemplaba como la objetivación de las fuerzas que
mueven la psique humana, la imagen de los arquetipos en su interrelación.
La represión de lo religioso restaba al alma posibilidades de
representación, de imaginación. El empobrecimiento psíquico de una época
que ha erradicado lo noción de alma se compensa así desde lo inconsciente
con una fantasmagoría que enloquece a los individuos, forzando su
atención. Entramos en la psicopatología.
3. Psicopatología y psicoterapia
C. G. Jung era psiquiatra. Un psiquiatra que comienza su andadura en
1900, en uno de los mejores centros asistenciales de ese momento, la Clínica
Psiquiátrica Burghölzli, cuyo primer director fue Griesinger mediado el siglo
XIX.
Eso significa que Jung estuvo desde el principio rodeado de pacientes de
muy distinto nivel de gravedad y contó con toda la información psiquiátrica
del momento, con Kräpelin y Bleuler como figuras. Eso suponía integrar la
psiquiatría descriptiva y experimental con la psicoterapia psicoanalítica. Es
decir, la psiquiatría dinámica moderna tiene en Jung su pionero indiscutido,
al ser el primero que ofrece una explicación psicoanalítica de la psicosis.
El gran descubrimiento clínico de Jung es ver en el delirio y la
alucinación mitos y su gran capacidad es saber encontrar esos mitos en la
historia de la Humanidad. Con ello se revelaba que la psique humana total
está en cada individuo de forma inconsciente. La formación de la
personalidad consistía en hacer consciente esa base inconsciente
transpersonal desde la que el individuo se enfrenta al mundo.
Jung entiende la psicopatología como el intento del individuo para
hacerse con su propia verdad. El síntoma se considera un símbolo -la mejor
expresión posible de lo desconocido-, cuyo significado se encuentra yendo
del síntoma al complejo y de ahí al arquetipo para hacer conscientes las
experiencias psicológicas en sus diversos niveles.
El primero es emocional, señalando el movimiento de la libido. Este
movimiento puede ser progresivo o regresivo, extravertido o introvertido,
con efectos tanto positivos como nefastos. Es el momento concreto el que
establece el significado, el valor.
Para Jung, la salud psíquica estriba en la capacidad de vivir la completud,
ser capaz de equilibrar los opuestos psíquicos, hacerse cargo del sentido de
la transformación. Así, la psicopatología es una llamada de atención sobre el
estado psíquico y ofrece las claves para volver al equilibrio.
Un segundo nivel es el relacional. Aquí se ponen en juego las
proyecciones que surgen del encuentro de distintas tipologías. El amor y el
odio aparecen, las funciones de cada miembro de la relación se
interpenetran, interactuando tanto las consciencias como los inconscientes
en toda relación.
El tercer nivel es imaginal. Aquí la psique objetiva se muestra en las
distintas formaciones de lo inconsciente. Es el nivel del arquetipo, de la
representación del pattern of behaviour que determina el significado.
Prácticamente, el individuo es en este nivel un espectador de los
movimientos psíquicos que se dan en él con una emocionalidad numinosa.
Con lo dicho hasta aquí podemos definir desde Jung la psicopatología
como una perturbación de la relación entre el yo y lo inconsciente, bien por
debilidad del yo (abaissement du niveau mental), que da lugar a las neurosis, por
fragmentación de yo (esquizofrenia) o inflación del yo (paranoia) o por una
fortaleza especial de lo inconsciente, ligada al soma.
Así, en la neurosis se produciría una regresión de la libido ante un
obstáculo vital, produciéndose escisiones (histeria) y fijaciones (obsesión). El
yo tiende a identificarse con la persona y es llevado por la sombra. Los
complejos inconscientes se manifiestan autónomamente al desligarse de la
consciencia, que sólo puede proyectar y racionalizar.
En la psicosis el proceso de agrava. La consciencia se desestructura, el yo
se disuelve en gran parte en lo inconsciente y éste toma el mando. Los
arquetipos, con su impersonalidad y amoralidad, determinan la vida del
sujeto, presa de los contenidos colectivos.
Jung siempre pensó, como tantos otros, que la desestructuración del yo
era tan fuerte que habría que pensar en una toxina cerebral para explicar
tanta desorganización. Sin embargo la recuperación del brote psicótico de
modo natural señala que al menos hay una posible metabolización de esa
hipotética toxina. De cualquier modo, la lectura arquetipal de la locura la
torna comprensible.
Una noción nosológica que se encuentra a lo largo de la obra de Jung es
la «inferioridad psicopática». Ese ámbito entre la normalidad y la patología
es de interés relevante para la comprensión de la psicología colectiva. Aquí
el yo individual se funde en la consciencia grupal en un estado de
participation mystique en cuyo seno se mueven los arquetipos. El individuo
proyecta en lo común su sombra, que se objetiva como sombra colectiva en
las grandes irracionalidades humanas asociadas a la destrucción. Esa
proyección de la sombra deja al individuo sin espesor, con la persona como
único rasgo de personalidad.
Con esta mínima nosología la psicología analítica puede situar la
gravedad de los distintos trastornos psíquicos y orientar su práctica
terapéutica. Se trata es un diálogo entre la consciencia y lo inconsciente.
El peso recae evidentemente en la consciencia, que debe ser educada
para poder captar y elaborar los contenidos inconscientes que aparecen de
forma espontánea, en aras de esa la flexibilidad necesaria para que el yo
entienda su relación con el sí-mismo. Desde ese eje yo/sí-mismo encuentran
un sentido los complejos que personalizan los arquetipos y puede
entenderse su conflictiva dialéctica.
La metodología junguiana para procurar este diálogo se apoya en el
análisis de los sueños y la «imaginación activa». Respecto a los primeros,
Jung considera que constituyen una autorepresentación dramática del
estado de la psique inconsciente, que compensa al de la psique consciente
hacia una completud psíquica (no una perfección). Los sueños se expresan
simbólicamente y elucidar esos símbolos supone no sólo la asociación sino la
amplificación y el estudio de series de sueños, que revelan la transformación
psíquica.
La imaginación activa consiste en dar forma creativa a los contenidos
inconscientes, objetivándolos. La reflexión sobre esas configuraciones
objetivas y las emociones que suscitan permiten hacer consciente lo
inconsciente y ver un sentido de las transformaciones ligadas al proceso de
individuación.
Por lo tanto, la psicoterapia junguiana parte de la atención al proceso de
individuación para comprender el entrelazamiento de consciencia e
inconsciente que se expresa en cualquier fenómeno psíquico, educando a la
consciencia para que pueda captar y hacerse cargo de la psique objetiva.
Esta psicoterapia es fundamentalmente individual y se basa en la relación
psicoterapéutica. El núcleo de esta relación es la transferencia, que Jung
entiende como un cuaternio compuesto por la consciencia y lo inconsciente
de analista y analizando, que crean así una estructura completa que remite
al sí-mismo. La retirada de las proyecciones que conforman la transferencia
no es fácil y el arte consiste en diferenciar los aspectos personales
proyectados como complejos de núcleo arquetípico.
Este proceso transforma (y trastorna) tanto al psicoterapeuta como al
paciente, en un vaivén de los aspectos patológicos entre ambos. De ahí que
el arquetipo del psicoterapeuta sea Quirón, el sanador eternamente herido
que enseña la vía para acceder al propio sanador interno. Este aspecto
curativo es el sentido de la vida de cada cual, el designio del sí-mismo para
realizarse. Un sentido elusivo del que se van haciendo conscientes destellos
cuando el individuo se sabe en su centro, en su tao.
Por lo tanto, la psicoterapia junguiana no busca tanto curar una
enfermedad sino hacer conscientes los contenidos inconscientes que
aparecen en todo trastorno psíquico, entendido más bien como una crisis
existencial de crecimiento que señala puntos de inflexión en el proceso de
individuación.
Esta autorrealización del carácter, que sólo es consciente en una pequeña
medida, encuentra por ello en la psicopatología momentos privilegiados
para comprender el trasfondo de nuestra psique, para captar el sentido de
nuestra vida.
La psicología analítica se ha desarrollado desde la muerte de Jung
siguiendo tres enfoques principales: clásico, centrado en la amplificación,
evolutivo, que atiende sobre todo a la emergencia de sí mismo, y arquetipal,
que atiende más bien a la danza de los distintos arquetipos en el individuo.
2. La noción de inconsciente en C. G. Jung (2007)
1. Textos relevantes
En primer lugar, estableceré una breve lista bibliográfica de aquellos textos
de Jung que presentan explícitamente su formulación de lo inconsciente.
Hay que tener en cuenta que la obra de Jung se extiende de 1896 a 1961,
esto es, cubre sesenta y cinco años de investigación psicológica desde una
perspectiva clínica. Para orientarse en este amplio periodo deben
diferenciarse varias fases, definidas según predominan en esta investigación
unos u otros fenómenos de lo inconsciente.
La época de capacitación psiquiátrica de Jung, durante la primera
década del siglo XX, en la clínica Burgöhlzli dirigida por E. Bleuler, está
representada por su tesis de licenciatura (1, 1), publicada en 1902, y su tesis
doctoral (2, 5), publicada en 1906, que alumbra la noción psicoanalítica de
complejo, argumentada a partir de la psiquiatría experimental.
Ya en contacto directo con Freud, en 1907 sale a la luz su ensayo sobre la
demencia precoz (3, 1) y al año siguiente su pequeño texto sobre la psicosis
en general (3, 2), que constituyen la primera aplicación del psicoanálisis,
pensado para tratar las neurosis, a las psicosis. Esta época freudiana de Jung
se extiende hasta 1913.
La modificación necesaria que experimenta la teoría psicoanalítica en su
adecuación a la psicosis conduce a Jung a proponer en su Transformaciones y
símbolos de la libido (5), publicada entre 1911 y 1912, sus dos hipótesis
mayores: (a) la libido no es una energía exclusivamente sexual, sino psíquica
en general; (b) hay contenidos psíquicos inconscientes en el individuo que
no pueden remitirse a sus experiencias biográficas, ni la infancia es la edad
determinante. Allí habla por primera vez de un inconsciente suprapersonal
o impersonal, colectivo. El resultado de esa propuesta es su expulsión del
psicoanálisis.
En la constitución de su ‘psicología analítica’, Jung empieza con un
esbozo de topografía psíquica, “La estructura de lo inconsciente” (7, 4), que
vio la luz en 1916 y que sería ampliado una década después con el título Las
relaciones entre el yo y lo inconsciente (7, 2), y un texto más elaborado, “Sobre lo
inconsciente” (10, 1), publicado en 1918, al que sigue un año después
“Instinto e inconsciente” (8, 6), donde aparece por primera vez el término
‘arquetipo’.
En 1926, cinco años después de Tipos psicológicos (6, 1), que marca un hito
en su carrera, publica Lo inconsciente en la vida normal y patológica (7,1),
reelaboración de un escrito de 1912 (7, 3), que se centra en los aspectos
históricos y conceptuales del concepto clave de la psicología profunda.
También de los años veinte proviene “La estructura del alma” (8, 7). Cierra
este ciclo “El concepto de inconsciente colectivo”, de 1936 (9/1, 2).
Pero será en su contribución a los Encuentros Eranos de 1946 donde
ofrezca la más acabada presentación de lo inconsciente, con el título “El
espíritu de la psicología”, ampliado en 1954 como “Consideraciones
teóricas acerca de la esencia de lo psíquico” (8, 8). Este mismo año revisa
Tipos psicológicos, su tratado de psicología.
Conviene recordar que a partir de los años treinta Jung se apoya en la
alquimia para orientar sus estudios y argumentar sus hipótesis, dotando de
contexto histórico su propia investigación. Sus anteriores planteamientos
van ganando en profundidad y extensión, mostrando las oportunidades que
presenta su modelo para la delimitación de la psique.
A sus monografías sobre arquetipos básicos (madre, niño, niña, pícaro,
sacrificio, desarrollo, cuaternidad…) se le suman los grandes tratados sobre
el sí-mismo (Aion en 1951 [9/2]) y el proceso de individuación (Mysterium
coniunctionis en 1955-56 [14]), además de su descripción de Un mito moderno
(1958 [10, 15]), propio de nuestra era tecnológica.
2. Teoría de lo inconsciente
La noción de inconsciente surge como respuesta a los planteamientos
cartesiano y kantiano relativos a la razón, fundamentándose en el estudio
del sueño y la locura, esto es, la imaginación y la pasión. Filósofos y médicos
en Inglaterra, Alemania, Francia, entre ellos los padres de la psiquiatría y de
la psicoterapia, crearán esa tradición en la que Freud constituye un punto
de inflexión.
Jung se referirá en distintas ocasiones a cómo la primera noticia de una
psique inconsciente, en Leibniz y Kant, dará lugar a un amplio desarrollo
en Schelling, Carus o von Hartmann de una filosofía de lo inconsciente,
cuya influencia es evidente en la psicología de lo inconsciente de Jung.
Jung sigue la vía abierta por Freud al rechazar la hipnosis, que desde
Mesmer a Bernheim había sido la vía de contacto con lo inconsciente en la
psicoterapia, y en su concepción de un inconsciente dinámico pulsional. La
psicosis revela la existencia de un inconsciente que no es freudiano ni
adleriano, que no está sujeto a represión ni es mera ficción defensiva. Un
inconsciente transpersonal que revela la existencia de una psique objetiva
expresada mediante fantasías mitológicas que funcionan como categorías
kantianas (10, §13).
Lo inconsciente es una hipótesis psicológica y se trata de un concepto
límite (6, 1, “definiciones”) que viene determinado por los límites de la
consciencia y su unilateralidad temporal obligada. Por eso “resulta del todo
imposible indicar cuál es la extensión de lo inconsciente ni el estado de los
contenidos psíquicos inconscientes “ (Ibíd.), por lo que “no existe ninguna
esperanza de que la validez de cualquier enunciado sobre los estados o
procesos inconscientes pueda ser científicamente demostrada” (8, § 417).
Sólo podemos captar lo inconsciente por sus indicios en síntomas, sueños o
en proyección, en el otro o en el cosmos.
Intentaré presentar la teoría junguiana según los siguientes aspectos: (a)
topografía de la psique, (b) estructura del sujeto, (c) dinámica psíquica y (d)
formaciones de lo inconsciente.
1. Epistemología en Jung
Carl Gustav Jung, nacido en 1875, comienza en 1900 su vida profesional
bajo la supervisión de Eugen Bleuler, director de la Clínica Psiquiátrica
Universitaria Burghölzli, en Zürich. Sus primeras investigaciones se centran
en el estudio de lo que hoy denominamos parapsicología (presentando en
1902 su tesis acerca de los “llamados fenómenos ocultos”), y sobre los
“complejos sentimentalmente acentuados”, cuyo tratamiento
pormenorizado constituye el núcleo de su Psicología de la demencia precoz,
publicada en 1907. No hay que olvidar que en 1900, a petición de Bleuler,
lee a fondo La interpretación de las sueños, de Freud, recién publicada.
Los hechos que captan la atención de Jung se refieren claramente al
mundo psíquico inconsciente, en lo que tiene de involuntario y
transpersonal. Con la mirada puesta en la clínica, en el tratamiento de las
alteraciones psíquicas, se inspira en las obras no sólo de Freud, sino de Janet
y de aquellos autores que están en la base de toda esa problemática
'espiritista' tan cara al fin de siglo decimonónico (Bergson, Teosofía), surgida
como reacción a la confianza cientificista (físico-química, positivista,
evolucionista) que permitió el amplio desarrollo de las ciencias durante el
siglo XIX.
Para llevar a cabo dichos trabajos Jung se apoya fundamentalmente en
los planteamientos de la psicología experimental, puesta a punto por
Fechner a partir del impulso pionero del gran Wundt.
En una síntesis de la psiquiatría descriptiva de la época con la psicología
cientificista, Jung intenta arrojar alguna luz sobre los indicadores objetivos
de la existencia de una vida psíquica inconsciente, suficientemente tratada
por la filosofía romántica (Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, von
Hartmann), uniéndose así de forma natural a la vía abierta por Freud, autor
más proclive a planteamientos anti-filosóficos y positivistas, en pos del
conocimiento científico de lo inconsciente.
Será precisamente la idea de una psique inconsciente la razón de una
transformación epistemológica radical: “Si efectivamente el sujeto del
conocimiento, es decir la psique, posee también una forma de existencia
obscura, no accesible inmediatamente a la conciencia, todo nuestro
conocimiento debe ser imperfecto en un grado indeterminado” (1946,
p.113).
No es simplemente la determinación social e histórica de los límites del
conocimiento, subrayada por la sociología del conocimiento (Marx, Weber,
Dilthey), o la teoría del conocimiento kantiana con sus “a priori” universales
de la consciencia, sino también la dinámica entre consciente e inconsciente
la que hay que calibrar en todo proceso de conocimiento, como puede
palparse con ocasión de la alteración psíquica en sus diversos grados de
gravedad. Aunque sabemos que sólo un tenue velo separa un delirio
paranoico de una teoría científica o filosófica, no nos engañamos, sin
embargo, sobre sus diferencias y resultados.
Pudiera verse en esas palabras transcritas la idea de un conocimiento
cierto, exento de errores. Pero no debemos desorientarnos por una simple
cita. Cuando Jung escribe eso, a sus 71 años, ya ha levantado el edificio de
su psicología arquetipal (aunque el término es de James Hillman) mediante
sus estudios sobre la alquimia y apoyado en las distintas reflexiones que ha
llevado a cabo el psicólogo suizo sobre sus propios presupuestos. Es ya muy
consciente de la existencia de una psique objetiva, lo inconsciente colectivo,
que determina en su despliegue el tipo de conocimientos que aparecen en la
consciencia, tanto individual como colectiva.
Lo que sobre todo quiere subrayar es la posibilidad de transformaciones
en la consciencia: “Si tomamos seriamente en consideración la hipótesis de
lo inconsciente, debemos darnos cuenta de que nuestra imagen del mundo
sólo puede ser de índole provisional. Si en el sujeto de la percepción y el
conocimiento se produce una transformación tan fundamental como la que
significa la existencia de otro sujeto que no es igual al consciente, debe
surgir una imagen del mundo distinta de la anterior” (1946, p.123).
La importancia de este aserto funda toda la psicoterapia analítica.
Mediante la confrontación con su propio inconsciente puede el sujeto
sufriente descubrir la economía de sus síntomas y las potencialidades vitales
que se esconden tras ellos. Es decir, puede transformar su mundo, su realidad
psíquica, según el sentido vital que le marca su propia biografía.
Aunque el énfasis puesto sobre 'lo inconsciente' responde a la
problemática histórica de contestación a la psicología académica,
conciencialista, no podemos dejar de llamar la atención sobre el carácter
epistemológico del objeto del psicoanálisis -entendido en sentido amplio, no
exclusivamente freudiano.
Consciente/inconsciente es una pareja a de contrarios referidos a un acto
cognitivo -percibir, apercibirse, percatarse, sentir como existente. Podemos
pensar por ello que el núcleo del pensamiento psicoanalítico en sus orígenes
se sumerge en la problemática gnoseológica fundamental, ofreciendo una
respuesta a este tema tradicional en la filosofía, aunque no sea ese el
objetivo fundamental de esta “ciencia paradójica”, como la denominó
Ortega y Gasset, centrada en el ámbito psicoterapéutico.
Ninguna psicología puede escapar de esta problemática, pues es un
aspecto primordial de la psique humana, capaz de evolucionar de forma
específica gracias a la formación de símbolos, como demuestra su historia.
Precisamente el papel de la psicología, sea cual sea su tendencia, es
delimitar las posibilidades de conocimiento de lo Real: “Para la ciencia es
indispensable saber cómo es el mundo 'en sí', pero tampoco la ciencia puede
eludir las condiciones psicológicas del conocer, y la psicología, en particular,
es la que más debe considerar esas condiciones” (1928, pp.38-9).
Generalmente se define el conocimiento como un proceso que vincula,
según una relación teórica y técnica determinada, a un 'sujeto de
conocimiento' con un 'objeto de conocimiento'.
La evolución de la filosofía (filosofías) y la ciencia (ciencias) nos ha llevado
a subrayar en la actualidad el aspecto relacional más que el elemental-
cosístico. Aún así cada propuesta de conocimiento determina un objeto
formal a partir de sus teorías y presupuestos.
Objeto que siempre sabemos reducido en relación a la complejidad de lo
Real: “En el momento en que uno se forma un concepto de una cosa,
consigue captar uno de sus aspectos, pero generalmente cae al mismo
tiempo en la ilusión de haber captado el todo. A menudo no se advierte que
una captación total es completamente imposible. Ni siquiera un concepto
sentado como total es total, pues él mismo es una entidad con propiedades
imprevisibles” (1946, p.112). Todo el relativismo está aquí implícito. Y con
el relativismo el anti-reduccionismo que supuso la ruptura de Freud y Jung.
Con todo, no hemos caracterizado aún lo que Jung entiende por
conocimiento. Bien asentado sobre los presupuestos kantianos (el idealismo
trascendental), Jung no se engaña sobre el carácter incognoscible de las
realidades últimas, tanto en lo referido al sujeto como en lo concerniente al
objeto.
Sabe que “la psique es realidad por excelencia” (1951. p.77), que “todo
cuanto podemos llegar a saber consiste en materia psíquica. La psique es el
ser más real porque es el único ser inmediato. El psicólogo puede referirse a
esta realidad que es la realidad psíquica” (1934, p.21).
Por lo tanto, cualquier apreciación empieza por una consciencia de los
límites personales del conocimiento. Es la temática de la ecuación personal, que
motivó la recomendación de Jung, en 1910, de que todo analista estuviera
previamente analizado antes de ejercer profesionalmente -descubrir su filtro
del conocer y sus puntos ciegos. Temática que le condujo a la redacción de
Tipos psicológicos (1921).
Coherente con esta visión de la primacía de lo psíquico en el acto del
conocer (siempre propio de un sujeto, esto es, subjetivo), su definición del
conocimiento tiene lo mejor del cartesianismo: “Todo conocimiento es el
resultado de imponer cierto tipo de orden sobre las reacciones del sistema
psíquico a medida que llegan a la conciencia, orden que refleja el
comportamiento de una realidad metapsíquica, es decir, de lo que es en sí
mismo real” (1946, p.115-6).
El problema es el carácter de ese 'reflejo', verdadera 'construcción' que
surge del encuentro de una psique, que determina con su intencionalidad el
recorte de lo Real que denomina 'objeto', con ese objeto que se vive como
transubjetivo. Captar la intencionalidad inconsciente será precisamente el
objetivo del psicoanálisis en su vertiente clínica, base empírica de todo este
entramado conceptual que cuenta con un siglo de existencia.
En este sentido, el conocimiento como tal es exclusivamente subjetivo.
No sólo por la determinación de ese recorte sino por el movimiento
introvertido que exije el conocimiento para ser tal: “la abstracción es un
movimiento de la libido hacia la introversión” (1921, II, p.195), abstracción
que funda el conocimiento, ya que “el estado de una referencia absoluta al
objeto equivale a una total exteriorización del proceso consciente, es decir, a
una identificación entre sujeto y objeto, con lo que toda posibilidad de
conocimiento queda anulada” (Íbid, I, p.316).
En suma, Jung parte de que sólo conocemos de lo real aquello que la
psique determina como tal, pues ella es la única realidad inmediata.
La influencia platónica está presente ya en esta versión del mito de la
caverna. Si en la psique podemos diferenciar niveles conscientes e
inconscientes, el conocimiento vendrá determinado por la acción de la
dinámica entre tales niveles.
Caracterizar esa estructura en perpetuo movimiento es precisamente la
razón de ser de la psicología de lo inconsciente, a la que Jung dedicó su vida
partiendo de los hechos que iba descubriendo en su contacto con todo tipo
de personas (pacientes más o menos graves, conocidos, familiares, colegas y
conciudadanos, comunidades etnológicas) y con la psique histórica,
atesorada en la historia de las religiones, los mitos, el arte, las filosofías y
ciencias.
Precisamente su propuesta, según estos planteamientos, es que existe una
psique objetiva en relación dialéctica con la realidad objetiva, constituyendo
las dos caras de una misma moneda, como lo explicitaría mediante su
concepto de sincronicidad, del que más adelante hablaremos con mayor
detalle.
Lo que quiero subrayar es que Jung comprende claramente las
implicaciones epistemológicas que se desprenden de la hipótesis de lo
inconsciente, intentando poner a punto una psicología que permita captar
lo que hay de común en cada hombre (en lo somático como en lo psíquico)
más allá de las diferencias individuales de todo orden. Diferencias que él
siempre señaló para evitar el reduccionismo proyectivo.
Parte de sus estudios estuvieron dedicados precisamente a captar las
proyecciones subjetivas sobre el objeto y la importancia de las mismas. Por
ejemplo, su investigación de la alquimia, ese sueño de la humanidad en
tránsito hacia la objetividad científica, la mirada objetiva, le permitió
conceptualizar el proceso psíquico que funda la consciencia moderna y las
consecuencias que de ello se han derivado.
2. Epistemología de Jung
“Creía estar haciendo ciencia natural en el mejor sentido, comprobar
hechos, clasificar, describir conexiones causales y funcionales, y terminé
descubriendo que me había envuelto en una red de consideraciones que
llegaban mucho más allá de toda ciencia natural, hasta entrar en el campo
de la filosofía, de la teología, de la ciencia comparada de las religiones y de
la historia del espíritu” (1946, p.161).
La antigua distinción entre 'ciencias del espíritu' y 'ciencias de la
naturaleza', que Dilthey forjó para delimitar metodologías y objetos,
desaparece en la psicología, sobre todo si ésta es una práctica terapéutica
que va más allá de la descripción psiquiátrica clásica.
No es tanto un tránsito desde unas ciencias a otras, como se podría
considerar desde un criterio clasificatorio, sino que en la psicología,
entendida como ciencia, nos encontramos con la paradoja clásica de
identidad entre sujeto y objeto de conocimiento. La mirada objetiva, cuanto
más precisa es, más se identifica con la mirada subjetiva: “La psicología
realiza la tendencia de lo inconsciente a volverse consciente (...) Ella misma
debe suprimirse como ciencia y justamente en ese acto alcanza su objetivo
científico” (1946, p.171).
Por eso todas esas “psicologías sin alma”, pretendidamente científicas.
como el conductismo, pierden en su intento el objeto psicológico al
somatizarlo. materializarlo conducidos por la mirada objetiva, donde lo
subjetivo no es tenido en cuenta, transformándose en una psicología animal
o formal, no-humana.
Tener presente la paradoja no significa resolverla. Ni falta que hace, pues
es precisamente esa situación paradójica la única capaz de producir un
dinamismo productivo.
Para una ciencia tan joven como la psicología -y con un pasado no
científico tan imponente- la tentación del fisicalismo ha sido inmediata. La
sorpresa vendría curiosamente de la transformación de la física tras los
descubrimientos y conceptualizaciones cuánticas: “La física mostró al
psicólogo que ella podía desenvolverse con una aparente contradictio in adiecto.
Alentado por este ejemplo, pudo atreverse el psicólogo a solucionar este
problema lleno de contradicciones, sin tener el sentimiento de caer a causa
de su aventura fuera del mundo del espíritu científico-natural” (1946,
p.129).
No sería sólo el ejemplo, sino algo mucho más importante, la posibilidad
de que psicología analítica y las físicas cuántica y relativista estuvieran
hablando de lo mismo, lo que relacionaría profundamente a las ciencias del
sujeto y del objeto en una intrincada red conceptual que hoy sigue
dirigiendo el esfuerzo científico, teniendo en David Bohm, Costa de
Beauregard, Fritjof Capra o Edgar Morin sus más conocidos representantes.
Veremos en el siguiente apartado cómo explicita Jung estos planteamientos.
Nos encontramos ahora en el intento de situar al lector en la
epistemología que hubo de utilizar Jung para enfrentarse a la constitución
de su perspectiva científica. Que no va precisamente por el lado del
formalismo exclusivo, insuficiente: “el discurso científico abstracto coquetea
con la esperanza de que un buen día sus conceptos intuitivos puedan
resolverse en ecuaciones algebraicas” (1951, p.27). Jung seguía con mucho
cuidado la evolución de la física y de la química, no sólo por lo indicado
anteriormente, sino porque le era prioritario comprender el concepto de
energía, que nuclearía su idea de la psique.
Los estudios científicos sobre la energía ocuparon gran parte del siglo
XIX, dentro de la denominada termodinámica. En 1807 Thomas Young
habla por vez primera de la 'conservación de la energía' , aunque habrá que
esperar a 1845 para que Robert Mayer enuncie el primer principio de la
termodinámica referente a ese punto. El segundo principio, concerniente a
la conocida 'entropía', parte de las intuiciones de Sidi Carnot hasta ser
enunciado en su generalidad por Rudolph Clausius en 1865.
En la frontera del siglo se hablaba ya de una sola energía y una variedad
de presentaciones (térmica, electromagnética y nuclear). Conocimientos que
Jung poseía cuando redacta Sobre la energética del alma, publicado en 1928,
donde presenta su visión energetista de lo psíquico.
Para él, “los procesos psíquicos aparecen como compensaciones
energéticas entre espíritu e instinto” (1946, p.150)
Jung considera que la energía no es sólo un concepto físico, sino una
vivencia psicológica definida en términos metafísicos (el mana melanesio), lo
que le autoriza a señalar que se trata de una cosa-en-sí, incognoscible en
cuanto tal, al igual que lo inconsciente.
Ya en 1916 adelanta un pensamiento que prepara su epistemología
arquetipal: “La idea de la energía y de su conservación tiene que ser una imagen
primordial que dormitaba en el inconsciente colectivo” (1916, p.86). Se trata aquí,
evidentemente, de una concepción macrofísica de la energía,
complementada en la obra de Jung a partir de los años 40 con la
concepción microfísica propia de la mecánica cuántica.
Este tema ha sido estudiado en profundidad por Leonardo Verdi-
Vighetti, en un artículo dedicado a investigar esta progresión de una a otra
concepción de la energía en Jung: “una inspirada en la ciencia física
newtoniana, utilizando los conceptos clásicos de diferencia de potencial,
conservación de la energía e incremento de entropía; la otra, basada en la
nueva física, referida a la microfísica cuántica (derivada de las
investigaciones de Plank, Bohr, Heisenberg, Pauli, etc.), centrada en el
principio de complementariedad, que trastorna nuestra visión familiar de la
coordinación espacio-temporal” (Verdi-Vighetti, resumen).
Sin embargo, Jung consideró desde un principio que la relación entre
consciente e inconsciente es fundamentalmente complementaria, al hacer
recaer su atención sobre la compensación, como explicita en su teoría
onírica. No es difícil que confluyera, e intentara responder, creo, a Bohr.
Al optar por una visión energetista de la psique sigue a Freud, aunque
desmarcándose de la visión mecanicista de este último y extendiendo el
concepto de libido más allá de la sexualidad -a pesar de la amplitud que
tiene esta última para el primer psicoanalista.
La metáfora energetista que subyace a su teoría de la libido permite
conceptualizar ordenadamente la dinámica psíquica según los avatares de
dicha energía. En su artículo de 1928 indica cuatro aspectos del movimiento
libidinal: (1) progresión/regresión, en la base de la
adaptación/individuación; (2) extraversión/introversión según su dirección
al objeto o el sujeto; (3) desplazamiento de la libido, siguiendo el esquema
de la conservación de la energía y sus transformaciones; (4) formación de
símbolos, el gran trabajo de Jung, definidos por entonces como “una
maquinaria psicológica que transforma energía” (1928, p.69).
Esta visión energetista está matizada por una nota de su artículo de 1946:
“Los fenómenos psíquicos tienen un aspecto energético que es precisamente
lo que hace posible que se los califique de 'fenómenos'. Pero de ningún
modo pretendo afirmar que el aspecto energético abarca o explica toda la
psique” (1946, p.180). En un momento en que información es idéntica a
neguentropía, gracias a la cibernética y sus sistemas hipercomplejos, la
energía está definida de forma más cualitativa hasta llegar a conformarse en
significado, el meollo de lo psíquico, presente a lo largo de la escala naturae.
Pero Jung no se engaña en cuanto al peligro que entraña la visión
demasiado clara (apolínea) que permiten los conceptos: “Todo concepto
aplicado se hipostasía inevitablemente, hasta contra nuestra voluntad, lo
cual, sin embargo, no nos debería hacer olvidar nunca que se trata de un
concepto” (1928. p.46).
De ahí la importancia que otorga al “valor del sentimiento”, verdadero
termómetro de la significación subjetiva de los eventos psicológicos, como se
encargó de subrayar desde su primera idea de los “complejos
sentimentalmente acentuados”.
En el lenguaje junguiano de las funciones de la consciencia
(pensar/sentir, percibir/intuir), lo anterior significa que “hacen falta, pues,
por lo menos las dos funciones ‘racionales' para trazar un esquema
suficientemente aproximado de un contenido psíquico” (1951, p.41).
Esa es la razón del dualismo que subrayan todos los estudiosos del
pensamiento de Jung, aunque se trata de un dualismo referido al sujeto, no
al objeto, como se desprende de esta larga cita de Aion : “La psicología sabe
que los opuestos equivalentes son condiciones indispensables e inherentes al
acto de conocimiento, sin lo cual serían imposibles las diferenciaciones. Pero
no es precisamente verosímil que algo tan ligado al acto de conocimiento
sea eo ipso también una propiedad del objeto. Uno puede pensar más bien
que es primariamente nuestra conciencia la que nombra, evalúa y quizá
hasta crea las distinciones allí donde ni siquiera hay distinción perceptible”
(1951, p.72), por lo que no podría imputársele a su psicología un dualismo
metafísico.
He traído a colación las funciones psicológicas a las que Jung dedica un
voluminoso libro en 1921, Tipos psicológicos. En él se describen la
'introversión' y la 'extraversión' como direcciones básicas de la libido, según
tengan al sujeto o al objeto como diana.
Sobre esas disposiciones o actitudes personales, que Jung ve
relativamente estables pero que hoy entendemos más ligadas a la posición
temporal y contextual del sujeto, se organiza la dialéctica de las funciones de
la consciencia (que nada impide ver también como propias de lo
inconsciente, como él señala explícitamente). Organizadas en una
'estructura a dominante' (Althusser) y que dan lugar a una serie de tipos
psicológicos según sea determinante una u otra de las funciones.
La noción de 'tipo psicológico' es importante no tanto por lo que tiene de
caracteriológica sino porque permite acceder a la ecuación personal del sujeto
de conocimiento. No es lo mismo conocer de forma irracional, a través de la
sensación o la intuición, o de forma racional, mediante el pensar y el sentir.
La variabilidad de perspectivas ante lo Real encuentra aquí una útil
conceptualización que aboca a un relativismo complementario, opuesto al
dogmatismo reduccionista tan querido de toda escolástica.
A fin de cuentas, “no puedo abstraer nada del objeto si no es en virtud de
una constelación conceptual subjetiva” (1921, II, p.195), teniendo en
cuenta, sin embargo, que “el sujeto básico tiene mucha mayor amplitud que
el yo al abarcar también al inconsciente” (Ibid, II, p.149)
En su estudio de la psique Jung se ve obligado a definir una serie de
conceptos para dar razón de los hechos que se le presentan en su
investigación. Fundamentalmente psicoterapéutica, no lo olvidemos.
Se le ha reprochado a Jung una marcada tendencia hacia la metafísica
que haría de él un compañero de viaje de todos los irracionalismos, además
de apartarle de cualquier práctica que se considere científica. Esta visión
olvida no sólo las numerosas apreciaciones epistemológicas de Jung y sus
explícitos planteamientos empíricos y pragmáticos (“la verdad no es eterna:
es un programa” -1921, I, p.85-) sino su concepción de lo psíquico: “La
actividad propia de la psique, que no puede explicarse ni por reacción
refleja a una excitación sensible, ni considerándola órgano ejecutivo de ideas
externas, es, como todo proceso vital, un continuo acto creador. La psique
crea la totalidad cotidianamente. Sólo una expresión encuentro para
designar esta actividad: fantasía” (1921, I, p.75).
Para un planteamiento burdamente materialista la fantasía sólo puede
entenderse como una negación del conocimiento, entendido éste como
reflejo de lo Real. Cuando queremos captar las evoluciones de este mundo
de fantasías -'imaginario' en el sentido de Bachelard o 'imaginal' (Corbin)-
debemos adecuar nuestros instrumentos a ese objeto evanescente y proteico.
Freud diferenció a causa de ello entre contenidos manifiesto y latente del
sueño -como lo hizo Chomsky con su 'competencia' y 'performance' o Thom
con su 'pregnancia' y 'saliencia'. Pues no podemos captar más que las
patentizaciones en nosotros de lo Real, pero sin confundir a éste con
aquéllas.
En relación al mundo psíquico inconsciente, tanto Freud como Jung,
hijos ambos de un Schopenhauer que tiñó con sus interpretaciones sus
lecturas de Platón y Kant, no se hacían ilusiones. En palabras de Jung, “no
hay esperanzas de que la validez de lo que se afirma sobre estados o
procesos inconscientes pueda ser comprobada científicamente” (1946, p.
158).
Aunque se está refiriendo aquí a una práctica científica que hoy se ha
modificado profundamente gracias no sólo a las investigaciones
psicoanalíticas en su abanico de perspectivas, sino también a la evolución de
la física, la matemática y demás ciencias de la Naturaleza. Como dice un
comentarista actual, Jung “tenía conciencia a priori del carácter ilusorio de la
objetividad reivindicada por el empirismo” (Maillard, p. 414).
Para este mismo autor, “la teoría de Jung crece abiertamente sobre las
perspectivas de la epistemología contemporánea y, al esforzarse en integrar
los residuos de las teorías anteriores, presenta hoy un carácter mucho más
sintético y, al menos virtualmente, más fecundo que la de Freud, que
permanece más o menos encerrada en una concepción del hombre cuyas
deficiencias no logra borrar ninguna puesta al día” (Maillard, p.427).
Al no ser mi interés una comparación entre Freud y Jung, sino más bien
una complementación que ya Jung subrayó al hablar de métodos analítico-
reductivo y sintético-constructivo, sólo retengo de la cita anterior la
actualidad epistemológica de la perspectiva junguiana, precursora del
“constructivismo” de la teoría de la comunicación y del cognitivismo actual
(de Piaget a Varela). Pero va más allá.
Pues lo que abre es la vía a una lógica arquetípica y arquetipal del
descubrimiento, sea o no científico, que supera al individuo al referirse
también a la especie humana en su conjunto y al cosmos en que habita.
Se ha aplicado esta forma de ver a varios descubrimientos científicos.
Son famosos los sueños de Descartes que, entre otras cosas, inauguran la
geometría analítica. También se ha estudiado el descubrimiento de Kekulé,
que funda la bioquímica al describir el anillo bencénico a partir de un
uroboros aparecido en un ensueño. M.-L. von Franz ha investigado la historia
de las matemáticas desde esta perspectiva arquetipal, en un intenso libro
titulado Número y tiempo (1970), siguiendo la idea de Jung sobre el número:
“arquetipo del orden, que se ha hecho consciente”(1952, p.52)
3. Epistemología junguiana
Una vez tratadas, aunque sea sumariamente, las posiciones de Jung frente a
la epistemología que se desarrolla en su época -casi la nuestra, pues muere
en 1961- y las concepciones básicas del edificio teórico de su perspectiva
sobre lo písiquico, creo que puede encararse la problemática sobre el
conocimiento a que da lugar su pensamiento.
Conviene traer a la memoria algunos de los conceptos capitales de Jung
que tocan el núcleo de este asunto. Desde el supuesto de la existencia de un
sujeto trascendente al yo, el sí-mismo, que engloba a consciente e
inconsciente individuales, podremos entender el papel de la 'proyección' y
del 'símbolo' en el conocimiento. Por otro lado, la hipótesis del 'arquetipo' , y
la consiguiente constelación arquetípica, desemboca en la cuestión de la
'sincronicidad', término con el que Jung estudia el sentido objetivo.
Para Jung, “lo esencial es la experiencia, no su ilustración o su
elucidación intelectual, que sólo tienen sentido y utilidad cuando el acceso a
la experiencia original se ve obstaculizado” (1956, p.350). Es la experiencia
personal la única fuente de conocimiento con que cuenta el individuo a lo
largo del proceso vital que le haya tocado realizar en su biografía. Sin
embargo, la experiencia, aunque apoyada en la vivencia, no puede
identificarse con esta última. Sólo cuando se dota de significado y sentido a
las vivencias se puede hablar de experiencias, como bien conocemos los
psicoterapeutas, testigos privilegiados de esa elaboración.
Las vivencias, de características muy personales, surgen en el encuentro
del sujeto con su mundo -ámbito en el que se despliega su psique-, donde
pueden delimitarse dos aspectos: interior, pulsional-arquetípico y exterior,
objetual-social. Qué sea interior y qué exterior no es muchas veces
fácilmente definible. El cuerpo será el paradigma de lo interno y el objeto
material el paradigma de lo externo. Pero el cuerpo está cubierto de
simbolismo lingüístico y el objeto material de proyección psicológica.
Veámoslo con mayor detalle.
El gran descubrimiento freudiano surge al intentar comprender la
histeria. En esta alteración psíquica el cuerpo no responde como podría
esperarse según los conocimientos médicos.
Músculos y órganos internos, funciones, presentan un comportamiento
que no guarda relación con el estado somático, neuroendocrino: parálisis sin
afección neurológica, erupciones dermatológica de etiología
incomprensible, etcétera. El conjunto rutilante de las conversiones histéricas
describen un cuerpo erógeno, cuya lógica no es tanto somática como discursiva.
Tal es el origen del psicoanálisis.
A la primera aproximación freudiana, interesada reductivamente en el
síntoma, Jung añade su perspectiva sintética, centrada en el símbolo. El
conflicto freudiano se resuelve en la complementariedad junguiana. Sin negar la
visión causalista de Freud, Jung se ve impelido a defender el aspecto finalista
de lo psíquico para hacer justicia a la riqueza desplegada por la Humanidad
en su filogénesis e historia.
Cobra entonces en Jung una importancia fundamental el símbolo,
conceptualizado de forma bastante más amplia que la permitida por la
visión freudiana: el instrumento, tanto individual como colectivo, para
enfrentar los opuestos y lo desconocido.
En el proceso de conocimiento el símbolo tiene un papel primordial,
como ha sido subrayado por las diferentes teorías que hay sobre el
particular. Desde la fórmula matemática, formal, a las metáforas de la
poesía más intimista, desde los símbolos religiosos tradicionales hasta las
personalísimas imágenes oníricas, nuestras formas de conocer se apoyan en
el símbolo para hacerse cargo de toda realidad cuya materialidad se nos
escapa. La psique, que se maneja con elementos no materiales, con
representaciones, mantiene una continua actividad simbólica. El símbolo es,
pues, vehículo de todo conocimiento.
Las formas de conocimiento estarán sesgadas por la tipología
(extraversión/introversión en conjugación con pensamiento/sentimiento y
sensación/intuición) y por la constelación arquetípica del momento
(monoteísmo/politeísmo), originándose una imagen (conceptual e icónica,
significativa), que puede expresarse de formas diversas, de la conversión
histérica a los símbolos religiosos, y en soportes diferentes: los distintos
objetos de la creatividad humana.
No es momento de presentar aquí la teoría junguiana del símbolo. Baste
con decir que para Jung es una expresión de la unión de contrarios, esto es,
de la coincidentia oppositorum, la síntesis hegeliana.
Es un intento de armonizar los contrastes en que se presenta lo Real a
nuestra consciencia discontinua: “Los opuestos son propiedades extremas de
un estado, merced a las cuales éste puede ser percibido como real” (1946, p.
151). De ahí que el símbolo sea “la mejor formulación posible de una cosa
relativamente desconocida” y que “en cuanto alumbra su sentido, es decir,
en cuanto se encuentra la expresión que formula mejor que el símbolo la
cosa buscada, esperada o presentida, puede decirse que el símbolo muere”
(1921, II, p.282).
Surge por lo tanto el símbolo de un intercambio de posibilidades
(conscientes/inconscientes) que buscan una integración. Será la función
transcendente (“función compleja, compuesta de otras funciones [mediante la
que se] maniobra el tránsito de una a otra disposición”) la fuente de los
símbolos, tanto individuales como colectivos.
Ahora bien, la determinación de algo como símbolo es el resultado de la
disposición simbólica, la capacidad hermenéutica del hombre, que va a la par
de su capacidad analítica, semiótica.
Todo conocimiento se balancea entre estos dos polos
(metonímico/metafórico, diferenciador/unificador). Será fundamental la
conjugación de esos dos polos en todo conocimiento, incluso para el más
burdo empirismo, necesitado de la comparación para determinar la
especificidad de algo.
Decimos que hay un “conocimiento objetivo” para referirnos a la
existencia del objeto independientemente de un sujeto. Sin embargo, no hay
más conocimiento que el que detenta el sujeto, relacionado significativamente
con su objeto, sea una presa, un regalo o un sueño, por ejemplo.
La ficción de un conocimiento objetivo en sentido fuerte fue contestada
por Kant, barrida por los filósofos románticos del XIX, descalificada por el
psicoanálisis y disuelta por la física cuántica. Las diferentes sociologías del
conocimiento y las nuevas epistemologías (de Bachelard a Bateson) han
desarrollado las implicaciones de este redescubrimiento arquetípico del
sujeto frente al dominio de un objeto pretendidamente desubjetivado por la
ficción empirista que dio lugar a la perspectiva científica del XVI. Es el
“reencantamiento del mundo”.
¿Qué papel tiene el pensamiento de Jung en este proceso? Dedicó casi 30
años de su vida al estudio de la alquimia por una razón básica para el tema
que nos ocupa: los alquimistas proyectaban en la materia sus vivencias
inconscientes. Es decir, en la materia se reflejaba lo psíquico de sus
investigadores. ¿Qué es esta proyección?.
El concepto psicoanalítico de proyección hace referencia a la percepción
por parte del sujeto de aspectos inconscientes suyos en el objeto.
La universalidad de este fenómeno, tanto en sentido freudiano (“ver la
paja en el ojo ajeno...”) como en sentido junguiano (“diferenciación y
separación entre sujeto y objeto” -1921, I, 375-), le dota de una importancia
psíquica fundamental. Es a través de la proyección como tomamos contacto
con la realidad subjetiva de forma objetiva.
En psicoterapia uno de los objetivos continuos es la retirada de la
proyección, pues dificulta cualquier relación produciendo sufrimiento. En el
campo más abstracto del que ahora no ocupamos, la proyección (y su
contrario, la introyección) es la forma que tenemos de entrar en contacto
con el objeto, “humanizándolo”. Esto es, haciéndolo accesible a nuestras
categorías.
Ante el peligro de esa “identidad” (en sentido junguiano de
indiferenciación) surge la perspectiva científica, una gran crítica de la
proyección al 'falsar' sus presupuestos : “Operar una proyección es siempre
hacer consciente algo de forma indirecta, debido a que la conciencia opone
un obstáculo, constituido siempre por ideas de naturaleza tradicional que
toman el lugar de las experiencias reales, impidiendo de este modo que se
produzcan” (1955, p.113). No está muy lejos este pensamiento del
“obstáculo epistemológico” de Bachelard.
En este proceso de retirada de la proyección (una posibilidad de captar el
error) es crucial el símbolo, pues en él se ventila la dialéctica entre lo
subjetivo y lo objetivo (sea objetividad externa o interna).
En lo que tiene de síntesis de contrarios es dialectizador, transformando
la energía en imagen. En lo que toca a un enfrentamiento con lo
desconocido abre el paso a la ampliación de consciencia, sin la que no hay
conocimiento, cambio ni transformación.
Podemos pensar el símbolo como expresión de la existencia de un sujeto
más allá del yo, el sí-mismo, saliendo al paso de los procesos defensivos del
yo, que dificultan gravemente la posibilidad de conocimiento.
En suma, hay un primer nivel en la epistemología junguiana, que toca al
sujeto del conocimiento en sus aspectos individuales: ecuación personal
según la tipología (o el momento tipológico) que determina las formas de
proyección e introyección, a resolver por retirada de la proyección, y
elaboración de la introyección con el concurso del símbolo, es decir,
comprendiendo el símbolo que nuclea esa proyección/introyección. Así, el
paso del flogisto al oxígeno en el progresar de los símbolos, por ejemplo.
Otro segundo nivel concierne a los contenidos arquetípicos. Aquí nos
salimos del aspecto personal basándonos en el concepto de 'sincroncidad'.
Es sabido que Jung habla por vez primera de estos fenómenos en 1930,
refiriéndose al trabajo de R.Wilhelm, el traductor al alemán del I Ching. La
sincronicidad es el núcleo de todas las mancias y, por ello, el acceso a un
significado objetivo, más allá del yo: “Estamos tan habituados a considerar
el significado como un proceso o contenido psíquico, que nunca se nos
ocurre suponer que también pueda existir fuera de nuestra psique (...) Si
tomamos en consideración, pues la hipótesis de que un mismo significado
(trascendental) pueda manifestarse simultáneamente en la psique humana y en la
disposición de un acontecimiento externo e independiente, entramos en conflicto con
nuestras tradicionales opiniones científicas y epistemológicas” (1952, pp. 81-
82)
La sincronicidad es una hipótesis que Jung estudió durante 20 años antes
de sacarla a la luz con ocasión de los Encuentros Eranos de 1951, y en
forma de libro un año después junto a la lectura arquetipal de Pauli sobre
Kepler (Jung, 1952).
Su trabajo en profundidad sobre la alquimia y las progresivas
identificaciones que veía entre el objeto de la psicología analítica y el de la
mecánica cuántica le llevaron a hipotetizar la existencia de una ley física
complementaria a la causalidad.
Partiendo del libro de las mutaciones chino y de la idea alquimista del
unus mundus Jung encontró en Wolfgang Pauli, premio Nobel de física en
1945 por su principio de exclusión (que responde, desde la física de una
época atroz, a la vieja pregunta “¿Por qué hay algo en vez de nada?”), un
colaborador ideal: lo suficientemente neurótico como para necesitar una
vuelta a sí mismo, lo suficientemente inteligente como para poder explicar
en términos arquetipales los descubrimientos de Kepler.
Jung afirma que “la sincronicidad no es una opinión filosófica, sino un
concepto empírico que postula un principio necesario para el
conocimiento” (1952, p.115). Tiene muy presente, por supuesto, que “por
fielmente que los hechos concuerdan con nuestra intuición de los mismos,
los principios explicativos no son más que formas de consideración, es decir,
fenómenos inherentes a la actitud psicológica y a las condiciones generales
apriorísticas generales del intelecto” (1928, p.13).
Pero la 'sincronicidad' es precisamente la suspensión de esas kantianas
'condiciones generales apriorísticas del conocimiento', que nos sujetan al
causalismo determinista al considerar independientes espacio y tiempo.
Tras Einstein, el espacio-tiempo es un continuo donde la energía se
identifica en momentos puntuales (c2) con la materia. La energía
indestructible (conservación de la energía, física newtoniana) se transforma
en el continuo espacio-tiempo (física einsteiniana) así como el causalismo
aristotélico y científico conjuga con la sincronicidad mística en una
ordenación de pares de opuestos (cuaternio) tan queridos de Jung, empeñado,
como buen investigador, en la cuadratura del círculo.
Cuadratura que señala con una cruz de sentido la relación existente
entre el mundo físico del objeto y el mundo psíquico del sujeto, hasta
convertirse en una identidad: “Como la psique y la materia están contenidas
en uno y el mismo mundo y además están en contacto permanente y
descansan en última instancia sobre factores trascendentales, no sólo existe
la posibilidad sino también cierta probabilidad de que materia y psique sean
dos aspectos distintos de una y la misma cosa. Los fenómenos de
sincronicidad apuntan, según me parece, en esa dirección, ya que tales
fenómenos muestran que lo no-psíquico puede comportarse como psíquico
y viceversa sin que exista entre ambos un vínculo causal” (1946, p.159).
Este vínculo acausal pasa por el arquetipo, “pues el arquetipo es la forma,
introspectivamente discernible, de un ordenamiento psíquico a priori. Cuando un
proceso sincronístico lo asocia con él, cae dentro del mismo patrón
fundamental, en otras palabras, también está 'ordenado' ” (1952, p.121).
Más adelante escribirá que la sincronicidad es “un aspecto de la unidad
del ser que puede designarse con la denominación de unus mundus” (1955,
p.63).
Este unus mundus medieval, tan caro a la alquimia como evidente para la
mística, nos habla de un significado objetivo, esto es, de la existencia en la
“materia de una psique latente” (1946, p.181).
El viejo sueño gnóstico-alquimista de acceder al anima mundi, el Alma del
Mundo, y por ende a una psique objetiva, lo expresaba Jung en el ecuador
de este siglo XX que termina, con su idea de sincronicidad. En ella físicos y
psicólogos se encuentran ante un mismo objeto teórico y el paradigma
cartesiano cede su puesto a otra epistemología: el paradigma holográfico
que físicos, biólogos, psicólogos e historiadores de la cultura están utilizando
en la actualidad para elaborar una imagen intelectual que haga justicia a la
complejidad de lo Real. Un orden del que sólo sabemos que es tan evidente
para nuestra experiencia como imposible de cernir conceptualmente.
A partir de estos planteamientos, el devenir psíquico humano reproduce
en cada individuo los tres pasos que subrayaba el alquimista del
Renacimiento Gerardus Dorneus (Gérard Dorn): primero, la conjunción
entre alma y espíritu; segundo, la conjunción del alma-espíritu con el
cuerpo; tercero, y último, la unión de ese compuesto cuerpo-alma-espíritu
(la estructura trinitaria de san Agustín) con el unus mundus.
Tal es el mysterium coniunctionis que da título al último gran libro de Jung,
tan teórico como clínico, tan integrador como original, tan tradicional como
vanguardista. Paradójico al igual que sus otros escritos. Conjugar esos
opuestos será la obra de cada individuo y de la colectividad. Atravesados
por contradicciones cuya superación libera las beneficiosas energías de
curación.
En los términos junguianos, esos tres pasos pueden expresarse de la
siguiente manera: (1) retirada de las proyecciones, (2) confrontación con lo
inconsciente y (3) síntesis de consciente e inconsciente.
Se trata del proceso de individuación, que aboca en la realización del sí-
mismo, tan irrepresentable como la substancia del objeto. Jung sostiene la
“suposición de una identidad del ser psíquico y del ser físico” (1956. p.341),
e incluso llega a más: “El fondo común de la microfísica y de la llamada
psicología profunda es tanto físico como psíquico, es decir, no es ni lo uno ni
lo otro, sino que constituye un tercer término, una naturaleza neutra que
sólo puede ser aprehendida, en el mejor de los casos, de una manera alusiva,
pues su núcleo es trascendental” (1956, p.343).
En suma, el conocimiento aparece en la perspectiva junguiana como un
ir y venir del objeto al sujeto: la retirada de las proyecciones realizadas sobre
el objeto es la realización de la sombra, es decir, la asunción del inconsciente
personal.
La confrontación con lo inconsciente nos señala la objetividad psíquica, la
danza de los arquetipos en pos de su articulación e integración. La síntesis
de consciente e inconsciente quiebra la barrera entre sujeto y objeto,
expresión complementaria de una realidad trascendente a ambos, más allá
de las antinomias.
Por ello, “toda investigación que intente determinar la naturaleza del
estado inconsciente encuentra la misma dificultad que la física nuclear: el
acto de observación modifica el objeto. No existe de entrada ningún método
preparado para aprehender objetivamente la naturaleza propia de lo
inconsciente” (1955, p.118). La filosofía oriental expresa muy claramente
todo esto en muchas de sus propuestas.
Enfrentados a ese límite de nuestros conocimientos, Jung recomienda,
“ante la limitación de las facultades humanas, admitir que nuestras ideas
metafísicas son ante todo imágenes y opiniones antropomórficas que en
absoluto aluden a los hechos trascendentales o sólo pueden hacerlo de
manera muy hipotética” (1956, p.353). Todos los símbolos están ahí para
verificarlo.
En el camino del conocimiento vamos haciendo conscientes contenidos
inconscientes. Nos enfrentamos con emociones, representaciones, imágenes
de una realidad trascendente desplegada en antinomias sujeto/objeto.
Mediante el símbolo dotamos de sentido y orden a la complejidad de lo
Real, a sus niveles y articulaciones, a la creatura que surge del pleroma.
La psicoterapia, cuyo objetivo es atisbar la existencia de un hipotético sí-
mismo, se hace así modelo epistemológico: “La integración de contenidos
inconscientes en la conciencia, que representa la operación fundamental de
la psicología compleja, significa un cambio de principio en cuanto elimina la
soberanía de la conciencia subjetiva del yo y lo enfrenta con los contenidos
inconscientes colectivos. La conciencia del yo aparece como dependiente de
dos factores: primero, de las condiciones de la conciencia colectiva, o sea de
la conciencia social, y segundo, de los arquetipos o dominantes
inconscientes colectivos. Estos se subdividen fenomenológicamente en dos
categorías: la instintiva y la arquetípica. La primera incluye los impulsos
naturales, la otra aquellas dominantes que entran en la conciencia como
ideas generales” (1946, p.162).
Ya para terminar, quiero hacer notar que Jung empezó su vida
profesional estudiando el carácter de una médium, prima suya, como forma
de llegar a comprender la complejidad de la psique, capaz de viajar en el
tiempo y el espacio. Al final de su vida, hipotetizando una ley del significado
objetivo, volvía a esa problemática.
Su ciclo vital, que ha dejado tras de sí una extensa y compleja obra,
expiró al tiempo que un rayo hendía el árbol bajo el que se sentaba en sus
últimos años, recluido en su torre de Bollingen. Una “coincidencia de
sentido”, que eso es la sincronicidad, signaba así el pensamiento de un
hombre que intentó llevar hasta sus últimas consecuencias la idea de una
psique inmanente a la materia, con la que se confunde en el pleroma.
No dudó en seguir el planteamiento epistemológico clásico, que hubiera
firmado incluso Popper: “Todo investigador debe documentar lo mejor
posible sus descubrimientos y puntos de vista, pero también ha de aventurar
ocasionalmente una hipótesis, a riesgo de equivocarse. Pero, al fin y al cabo,
los errores configuran mayormente los fundamentos de la verdad y, cuando
uno no sabe qué es una cosa, representa ya ganar en conocimiento el saber
lo que no es”(1952, p.282).
Se enfrentó al reduccionismo causalista en el saber sobre el sujeto y se vió
llevado por la misma aventura espiritual que seguía el saber sobre el objeto.
Actualmente, a 40 años de la hipótesis de David Bohm, a 10 de El Tao de
la Física, de Fritjof Capra o de Entre el cristal y el humo de Henri Atlan, siguen
siendo válidas estas palabras: “La psicología puede hoy otorgarse la
denominación de ciencia, algo que es una enorme concesión por parte del
espíritu. Lo que eso supone para las otras ciencias de la naturaleza,
particularmente la física, es un asunto del futuro” (1956, p.848).
4. Bibliografía
MAILLARD, Claude
1984 “La psychologie de Jung”, en Cahiers de l'Herne: C. G.Jung. París, 1984
JUNG, Carl Gustav
1916 Lo inconsciente. Losada, 1976
1921 Tipos psicológicos. 2 tomos. Sudamericana, 1985
1928 “Energética psíquica”, en Energética psíquica y esencia del sueño. Paidós.
1954
1934 “El problema fundamental de la psicología contemporánea”, en
Realidad del alma. Losada, 1968
1946 “Consideraciones teóricas sobre la naturaleza de la psique”, en
Arquetipos e inconsciente colectivo. Paidós, 1987.
1951 Aion. Paidós, 1988.
1952 La interpretación de la naturaleza y la psique. Paidós, 1983.
1955 Mysterium coniunctionis. Tomo I. (v.fr.) Albin Michel, 1980.
1956 Mysterium coniunctionis. Tomo II. (v.fr.) Albin Michel, 1982.
VERDI-VIGHETTI
1986, 7 “La conzecione dell'Energia in Jung e nella Física Contemporanea”,
en Psichiatria e Psicoterapia Analitica.
4. Las relaciones entre el yo y el inconsciente (1993)
2. Consciencia e inconsciente
La psicología profunda se presenta en un principio como psicología de lo
inconsciente. Al caracterizar las alteraciones psicológicas como un conflicto
entre contenidos conscientes e inconscientes, puestos en evidencia mediante
hipnosis, era fundamental conocer la constitución de ese hipotético
inconsciente, únicamente inferible por las fallas de la consciencia.
A ello se dedicarían Janet, Bernheim y Freud, todos ellos seguidores de
Charcot en un principio, haciendo de la histeria su principal objeto de
investigación. Sabemos qué caminos eligieron estos primeros investigadores
de lo inconsciente, que encontraban en William James un sólido valedor de
tales estudios.
Lo que a nosotros nos interesa es seguir los meandros de la evolución de
Jung, quien elige la vía del experimento de asociación de palabras para
encontrar los modos y estructuras de lo inconsciente.
Con su noción de complejo sentimentalmente acentuado, autónomo
respecto a la consciencia, encuentra la llave para internarse en esa terra
ignota. El complejo viene definido como un conjunto de emociones y
representaciones que determinan un significado. A Jung le interesa
sobremanera el aspecto sentimental, pues ahí se encuentra el valor
psicológico de la significación y, por lo tanto, la razón de las conductas
erradas a que generalmente conduce la alteración psicopatológica.
Pero este concepto, tan útil para explicar toda la psicopatología, incluidas
las psicosis, no es suficiente para elaborar una psicoterapia. Ahí es donde
Jung recurre a Freud, que en esas fechas ya conoce la importancia de la
transferencia tanto para la emergencia de contenidos inconscientes en la
consulta como para la orientación del trabajo clínico.
La riqueza de esta relación profesional e intelectual dio por resultado la
difusión internacional del psicoanálisis y, lo que es más importante, la
delimitación del amplio dominio de lo inconsciente.
Pero así como Freud quedó excesivamente apegado a la “cuestión
sexual” de su época y su ambiente cultural, la Viena finisecular, que le
permitía establecer una línea de contacto entre la biología del instinto y la
psicología de la pulsión, centrando todo en el individuo y su psique
personal, pronto a Jung se le hizo demasiado estrecha esa perspectiva, que
abandonaba los contenidos históricos de la especie, precisamente donde
Jung pudo encontrar el ámbito de comparación para las significaciones
personales.
Jung se separa de Freud en su consideración de lo inconsciente, al
contemplarlo compuesto tanto por contenidos reprimidos desde la
consciencia como por elementos subliminales o que aún no han llegado a
ella.
Frente a la visión patologizante de un primer psicoanálisis, que veía en lo
inconsciente el cubo de la basura de lo rechazado socialmente, Jung
comprendió que en lo inconsciente se encontraban los tesoros del desarrollo
individual.
Para Jung “el inconsciente es un proceso puramente natural, por un lado
sin propósito, pero por otro con esa capacidad de orientación que es
característica de todo proceso energético” . Es decir, lo inconsciente
mantiene un continuo dinamismo, independientemente de nuestra
consciencia de él. Las pruebas de este aserto se encuentran en los sueños y
las fantasías, así como en la sintomatología. El objetivo de Jung es conocer
ese dinamismo, yendo más allá del ’conflicto’ freudiano.
Jung define una primera tópica psicológica que va de la consciencia a lo
inconsciente colectivo pasando por lo inconsciente personal. En sus
conferencias de 1934, por ejemplo, da una imagen acabada de esta
estratificación, delimitando las funciones de la consciencia, las disposiciones
de base y los contenidos por los que se nos hace accesible lo inconsciente.
Para él lo fundamental es la relación entre consciencia e inconsciente,
que define como compensatoria y complementaria, entendiendo que la
psique, esa “contradictoria multiplicidad de complejos”, se autorregula
espontáneamente. Y para calibrar esa autorregulación, considera que es
fundamental seguir la evolución de las fantasías, frutos espontáneos de la
psique, “formas determinadas” de la libido, que considera “idéntica a las
imágenes de la fantasía”.
Esas imágenes corresponden a vivencias personales pero también de
especie. Tal es su gran descubrimiento y su hipótesis central, tan fértil, de
inconsciente colectivo. Pues al poder establecer una relación entre imagen y
estrato psíquico se puede calibrar el estado de la psique individual y,
paralelamente, el de la psique colectiva.
Para terminar este apartado, quisiera subrayar que en este libro,
dedicado a la investigación del proceso de individuación, Jung define la
consciencia como un proceso de diferenciación, lo que explica su carácter
discontinuo y bipolar.
3. Individual y colectivo
Desde el momento que Jung capta que existe un estrato impersonal en lo
inconsciente, “cuánto es propiamente colectivo en nuestra psicología”, lo
fundamental va a ser para él comprender la constitución del individuo
psicológico, la individuación. Parte para ello de lo más superficial, la
persona, ese “compromiso entre individuo y sociedad”.
Aunque en este libro define la persona con una cierta perspectiva
invalidante, como una defensa más que un modo de relación con el otro, no
hay que olvidar que sin persona no hay posibilidad de encontrar un lugar
en lo social.
Esta persona se constituye a base de identificaciones de importancia
fundamental en la primera parte de la vida. Por eso considera la persona un
“recorte de la psique colectiva”, válida para la relación y comunicación.
Sólo cuando se produce una identidad entre el yo como lugar de la
consciencia y la persona aparecen los problemas psicológicos por asfixia de
la propia consciencia, que pierde la conexión con la psique como totalidad.
En el proceso de individuación el primer paso será entonces la
desidentifícación del yo con la persona: “para el desarrollo de la
personalidad es requisito indispensable la estricta diferenciación de la psique
colectiva, pues una diferenciación defectuosa opera una inmediata
disolución de lo individual en lo colectivo”. Al no tratar en este libro sobre
la sombra, establece una dialéctica entre persona y ánima/us, al entender
que tanto una como otra figura tienen un carácter de intermediario (con la
sociedad en el caso de la persona, con lo inconsciente colectivo en el de la
contraparte sexual). De ahí que la descripción de esta sicigia esté teñida de
una visión patologizante y, en varios casos, machista, como corresponde a la
Europa de entreguerras.
A nosotros nos interesa en este apartado calibrar cómo la diferencia entre
psique personal y colectiva ofrece un instrumento psicológico cardinal.
Al constituirse la individualidad como diferenciación de lo colectivo, la
consciencia y la conciencia cobran una importancia que en Freud no tenían,
pues existía el escollo de identificar conciencia con superyó (y algo de eso
puede verse en la perspectiva lacaniana de lo simbólico y sus resultados) sin
poder diferenciar qué aspectos del superyó corresponden al sí-mismo, y la
consciencia con la defensa ante el ello.
Para Jung, la psique colectiva se compone también de consciencia e
inconsciente, con la misma autorregulación y complementariedad que se
aprecia en el individuo. Las figuras que corresponden a esas categorías que
él llama arquetipos, históricamente constituidos, determinan el bagaje
psicológico de cada individuo, que tendrá que enfrentarse con su
consciencia (lacunar, discontinua, al modo del archipiélago) a la riqueza
psicológica que bulle en su interior.
Por ello, Jung considera que hay que ampliar la consciencia, prepararla
para la confrontación con las fantasías internas y dotarla de los instrumentos
necesarios que permitan encarar este proceso de complejidad creciente. En
eso consiste su clínica.
4. Individuación y psicoterapia
El libro del que estoy tratando es fundamental para calibrar la idea
junguiana de psicoterapia. Pues, dicho de modo sencillo, la psicoterapia
junguiana se basa en la diferenciación de lo consciente y lo inconsciente y
de lo individual y lo colectivo. Es decir, la confrontación del yo, como lugar
de la consciencia, con la totalidad de la psique, en aras de la realización del
sí-mismo.
Recomienda Jung primeramente la experiencia, empezando por el
terapeuta: “Quien quiera conocer el alma humana […] debe echar a andar
por el mundo con corazón humano […], vivir en carne propia el amor y el
odio, la pasión en todas sus formas”.
El segundo consejo es el del “respeto por la individualidad del prójimo”,
olvidando cualquier intento adaptador y represivo, pues “en la práctica del
tratamiento es de extrema importancia no perder de vista el objetivo de
desarrollo individual”.
Al definir la psicopatología como una identificación del yo con la persona
o con las figuras de lo inconsciente colectivo, el fin claro es la construcción
de la individualidad, no por parte del psicoterapeuta, sino del propio
paciente: la individuación.
Sin olvidar que “el conflicto aparentemente individual del enfermo se
revela como un conflicto de su entorno y de su tiempo, (por lo que) la
neurosis no es propiamente sino un intento individual (fracasado, por cierto)
de resolver un problema general“ , Jung encuentra en la diferenciación de lo
individual y lo colectivo la llave que permitirá al paciente salir de sus
esclavitudes psicológicas.
Para ello vuelve a la fantasía, esa “función psíquica que tiene un valor
propio e irreductible, con raíces tanto en los contenidos conscientes como en
los inconscientes, tanto en lo colectivo como en lo individual”.
Entendida como “símbolo operante”, la fantasía revela con nitidez el
estado de la psique individual (y colectiva). De ahí que pusiera a punto ese
instrumento terapéutico (y de investigación) conocido como imaginación
activa.
Es básico en ese proceso una determinada actitud de la consciencia y de
la conciencia, una posición moral de compromiso e interés por ser uno
mismo: “faltando la disposición sin reservas de la voluntad y el empeño
absolutamente serio del paciente, toda curación es imposible. No hay
curaciones mágicas de neurosis”.
El primer paso es la realización de la persona. Ello abre la puerta a los
contenidos inconscientes que estaban en forma de sombra, que da paso al
conjunto del mundo de los arquetipos.
Pero el peligro de ser poseído por lo inconsciente colectivo se acrecienta.
Ahí es fundamental tratar a las figuras de lo inconsciente con la seriedad de
toda relación, también con el sentido del humor, “esa cualidad
verdaderamente divina en el hombre”.
El objetivo es asimilar, esto es, conocer, comprender y elaborar, esos
contenidos que brotan de nuestro inconsciente. Asimilación consciente,
pues, de nuestra totalidad psíquica. Pues “el objetivo de la individuación no
es otro que liberar al sí-mismo, por una parte de las falsas envolturas de la
persona y, por la otra, de la fuerza sugestiva que ejercen las imágenes de lo
inconsciente”.
En este proceso es de radical importancia lo que Jung denomina función
transcendente, cuna de los símbolos, presente en todas las articulaciones
internas, en la integración de los opuestos.
La función transcendente permite poner en relación lo consciente y lo
inconsciente, lo conocido y lo desconocido, como la función trascendente
matemática relaciona números reales e imaginarios. Jung asocia esta función
básica con la filosofía alquímica, aunque será mucho más tarde cuando
investigue en este particular.
En suma, la psicoterapia junguiana parte de un respeto total por el
individuo y de una relativización de la figura del psicoterapeuta, que debe
abstenerse de toda soberbia de interpretar (aunque con esta palabra se
refiere a los excesos de la ortodoxia freudiana, reduccionista y muchas veces
totalitaria) y aceptar con humildad sus desconocimientos.
La actitud del terapeuta es más bien la de alguien que acompaña con
solicitud a un individuo en un trayecto de su proceso de individuación, con
sus accidentes y saltos, sus retrocesos y avances. Pues no nos es dado
conocer lo que más puede convenirle a un individuo más allá de lo que éste
puede dar a entender con sus comunicaciones y su conducta.
La oferta del psicoterapeuta se apoya en la idea de “que la gente venga a
su propia vida” y la ayuda que pueda prestarle desde el punto de vista
humano e intelectual. La compasión y el soporte, la información de aquellos
datos relevantes para el estado puntual del paciente y la paciencia que surge
de la comprensión de la riqueza psicológica son los aspectos relevantes.
De este modo, “el verdadero final del análisis sólo se alcanza cuando el
paciente posee un conocimiento suficiente del método para mantenerse en
contacto con el inconsciente y el bastante saber psicológico para poder
comprender con aproximación la línea vital así indicada”.
5. Individuación (1996)
1. Esquema
0. Concepto y antecedentes
0.1 Autorrealización del sí-mismo
0.2 Aristóteles y la ecceidad medieval
0.3 Schopenhauer y el incipiente orientalismo
1. El proceso vital
1.1 Edades de la vida
1.2 La coincidentia oppositorum
1.3 El árbol
2. Los contrarios
2.1 Consciencia/inconsciente
2.2 Individual/colectivo
2.3 Sujeto/objeto
3. La cruz de la individuación
3.1 Puer/Senex
3.2 Ánima/ánimus
3.3 Símbolo y función transcendente
4. Sí-mismo
4.1 Individualidad
4.2 Totalidad
4.3 Empiria
5. Sincronicidad
5.1 Psique objetiva
5.2 Kairós
5.3 Las mancias
6. Sufrimiento e iniciación
6.1 El sufrimiento como señal
6.2 El sacrificio
6.3 El peregrinaje del alma
7. Individuacíón y psicoterapia
7.1 Del síntoma al arquetipo
7.2 Los grados de la conjunción
7.3 Transferencia
2. Texto
Si hay en Jung un concepto cardinal, en el variado rosario de términos que
nos ofrece su obra, ese es el de proceso de individuación. En él se concreta
el mysterium coniunctionis, esa continua articulación de contrarios mediante la
cual se crea la trama de toda biografía.
Jung parte del individuo y a él se dirige. Sabe que cada individuo es una
multiplicidad que difícilmente logra encontrar el punto donde los opuestos
se anulan en una síntesis total que constituye el ser en el despliegue de sus
entes. Pero sólo el individuo crea, goza, sufre. Naciendo y muriendo a su
hora para dejar una estela definitoria entre esos momentos que determinan
su existencia. Estela que produce su correspondiente ondulación -en el
mundo, en los otros- hasta deshacerse en lo aperion que soporta lo real, al
que ofrece una forma, un espacio-tiempo.
No es extraño que Jung se centre en el individuo, como buen clínico que
ejerció durante la primera mitad del siglo XX. Precisamente su trabajo
psicoterapéutico irá en la dirección de una integración de las diversas
oposiciones internas, la multiplicidad a que tal generación dual da lugar, en
el Uno con el que debe habérselas el yo para entender su destino, su sentido.
Ese Uno es el sí-mismo, unidad de sentido de la psique (consciente e
inconsciente) de cada cual, transcendente a la consciencia. Consciencia
discontinua en su dinámica que soporta a un yo que, gracias a ella,
transforma las vivencias en experiencias. Inconsciente continuo y potencial,
complemento de aquélla en la totalidad que nos determina como sujetos de
nuestra existencia. La danza entre consciencia e inconsciente, opuestos y
complementarios, constituye al individuo psicológico, cuyo centro hipotético
es el sí-mismo.
Por todo ello el proceso de individuación supone la síntesis conceptual de
la psicología analítica, como claramente aparece en la última gran obra de
Jung, Mysterium coniunctionis, publicada una década después de la II Guerra
Mundial.
Para Jung, el proceso de individuación es la autorrealización del sí-
mismo, es decir, el despliegue de la propia individualidad a lo largo de la
vida. Jung considera que el sí-mismo está desde un principio y, como el
organismo, lleva en si el conocimiento de la especie, con el cual el individuo
enfrentará las condiciones concretas de su vida.
Este concepto de ser individual surge en la filosofía griega, siendo
Aristóteles quien lo desarrolla de modo abstracto, y la posterior escolástica
cristiana ofrecerá su formulación más acabada. La Ilustración, como hija de
las ciencias mecanicistas del Renacimiento, hará de él su centro, mientras
Schopenhauer, en contacto con las primeras traducciones filológicas
occidentales de los escritos sagrados orientales, señalará su aspecto
constrictivo, en un pensamiento típicamente romántico.
De ahí lo tomará Jung para conceptualizar el proceso transpersonal de
constitución del individuo psicológico, en el doble juego de diferenciación y
de integración que conforma la vida humana.
La individuación es, pues, en una primera concepción, un proceso
natural que se confunde con la biografía. Una biografía que se despliega en
el tiempo, siguiendo las edades que la biología determina y la sociedad
significa.
Niñez, juventud, madurez, senectud son momentos empíricos que, salvo
en las trágicas excepciones de las vidas truncadas, suele pasar cada cual en
su deambular por este mundo. Todas ellas arquetipos, modos precisos de
vivir que constituyen una cierta ley, soportan un sentido.
La niñez, con la dependencia que la caracteriza, es el momento del
aprendizaje de la naturaleza del cuerpo propio en sus entornos, ante el
espectáculo de sus pasmosas evoluciones que conducen a la pubertad. En
ésta, con la maduración sexual que implica la adolescencia, el joven hace su
aparición, ya con un casi total control de su cuerpo pero necesitado de
espíritu, de la tradición, desde la que vive su relación simbólica con la
realidad. Es el momento de las iniciaciones que llevan a la madurez y a las
responsabilidades sociales que la definen.
Esta primera etapa es ascendente y extravertida, preparación para
hacerse con la vida y sus entresijos naturales y sociales. A las identificaciones
del aprendizaje temprano siguen las diferenciaciones, tan propias de la
adolescencia, para armonizarlas en una persona social capaz de
responsabilidad.
Alcanzado ese mediodía de la vida, en distintas edades según las culturas
antropológicas e históricas y que en Occidente suele cifrarse en los 40,
comienza el descenso del sol, con el horizonte puesto en la muerte.
La madurez, con su autonomía y autodeterminación, continúa su
marcha hasta hacerse senectud, cuando las limitaciones ocupan el primer
plano, las dependencias se hacen necesarias de nuevo y la consciencia se
vuelve progresivamente hacia el interior, en una introversión muchas veces
depresiva. El miedo a la vida será el origen general de las neurosis de la
primera parte de la existencia, el miedo a la muerte lo será de la segunda.
El conjunto de identificaciones y diferenciaciones van dando lugar a los
opuestos psicológicos, cuya integración consciente es lo que se conoce como
proceso de individuación, la consciencia de la inviduación natural.
En ese proceso los diversos opuestos entran en compensación, como
conflicto aparente y complementariedad básica, hasta darse su coincidencia,
su intervención común en la configuración lo real, esto es, de aquello que
nos afecta, haciendo así justicia a la totalidad.
El árbol será la imagen que Jung utilice para señalar este proceso de
crecimiento psicológico, al igual que una semilla se hace ese y no otro árbol,
un zigoto ese y no otro animal. El árbol, con sus raíces en la la oscuridad de
la tierra, el tronco con sus ramas, hojas y frutos creciendo hacia el cielo, la
sombra de su copa dibujando un territorio en el suelo, es un símbolo general
que cubre un gran campo semántico, debido a su pertenencia a los tres
reinos -lo que hace de él un axis mundi- y a su crecimiento continuo, que
sirve, gracias a la dendrocronología, para fechar el pasado remoto. Del
árbol del Edén al Yggdrasil de la mitología nórdica, del árbol cabalístico y
de toda combinatoria lógica al árbol de los seres, etc.
Los contrarios con los que debe vérselas el individuo en la construcción
de su biografía son de diversos tipos. En primer lugar, la oposición entre
dentro y fuera, esto es, entre sujeto y objeto, en la que se funda el
conocimiento mediante un acto de consciencia. En segundo lugar, la
diferencia antitética entre individual y colectivo, el uno y lo múltiple. En
tercero, la oposición entre consciencia e inconsciente.
A partir de esos opuestos básicos, en su relación complementaria, Jung va
a construir su perspectiva conceptual. La primera oposición, que surge de
nuestra organización de lo real, es la tarea que tiene ante sí el recién nacido.
Su absoluta identificación originaria con la madre irá dando paso a
progresivas identificaciones, cuya frustración real exigirá la contraparte de
la diferenciación. Es lo que se conoce como individualización,
correspondiente al ámbito de las relaciones humanas.
En cuanto a su aspecto gnoseológico, la oposición sujeto-objeto se anula
en la mística. Los momentos en los que esa anulación adquiere la forma de
una coincidencia de sentido, en la que entra en suspenso la ley de
causalidad, Jung los denomina sincronísticos, pues se da identidad de
significado en el interior y el exterior del individuo.
La oposición individual/colectivo se expresa en el campo social
fundamentalmente, reproduciendo la oposición psicológica
identidad/identificación, con sus procesos de introversión/extraversión y
diferenciación/asimilación. Dicha oposición no es, por lo tanto, únicamente
exterior al sujeto, sino interior.
La oposición consciencia/inconsciente, el campo específico de la
psicología profunda, es el centro de la atención junguiana, pues subsume las
otras oposiciones. Así, hay consciencia e inconsciente objetivos y subjetivos,
consciencia e inconsciente individuales y colectivos.
Jung plantea que la relación entre consciencia e inconsciente es
compensatoria, siendo reflejo la una de lo otro, por lo que el diálogo entre
estos dos grandes territorios de la psique podrá abocar a la totalidad
psicológica. Lo que en un principio es conflicto, oposición, sigue una lógica
complementaria.
Lo inconsciente se expresa en forma de proyecciones, además de sueños
y símbolos. Según se trate de lo inconsciente personal o de lo inconsciente
colectivo, las distintas formaciones de lo inconsciente constelan complejos o
arquetipos.
La consciencia se amplía si se hace cargo de estos contenidos, ya sea
desde el individuo o la colectividad. Generalmente la consciencia, sea
individual o colectiva, prefiere reprimir los contenidos inconscientes, pero
los síntomas, sean sociales, psíquicos o físicos, vienen a reconducir la
atención, el interés (libido) hacia lo escondido tras esas producciones.
Así pues, el individuo, en su existencia trágica, debe ir diferenciando los
polos de la oposición e integrándolos, en un continuo proceso de
transformación y crecimiento, tan personal como la huella dactilar.
El enfrentamiento con el mundo, natural o social, da lugar a procesos
proyectivos, cuya comprensión intelectual y vital permite tomar consciencia
de la verdadera individualidad. El yo, único lugar caracterizado por la
consciencia y la responsabilidad, debe ir conociendo su exterior tanto como
su interior, ambos objetivos, es decir autónomos respecto a nuestros deseos
conscientes.
En ese juego de maduración mediante la articulación de contrarios, el yo
se hace con el mundo exterior mediante la proyección, que puede retirar
gracias al conocimiento del mundo interno, la psique objetiva.
En esta psique se encuentran los arquetipos que permiten configurar lo
real, dotándolo de una forma que corresponda a la naturaleza del sujeto.
Esos arquetipos, incognoscibles en su esencia -como la psique- pero
reconocibles en su aparición imaginal, se hacen personales en los complejos
del individuo, habitantes de la sombra.
Las oposiciones aparecen en forma de cuaternios o cuaternidades,
ofreciendo una imagen de totalidad, perfectamente expresada en el
mándala y en el témenos y en su integración en forma de cuadratura del
círculo. Ahí se delimita un centro (mándala) y una clausura en la dirección
de los puntos cardinales (témenos).
Uno de esos símbolos que determinan centro y direcciones enfrentadas es
la cruz o el aspa, universalmente distribuidas. La cruz de la individuación
puede ser descrita como la relación continua, en la vida del sujeto, de las
dos oposiciones propias del desarrollo humano: el crecimiento vital y la
diferenciación sexual, expresadas en términos junguianos en las parejas
puer/senex y ánima/ánimus, que mantienen una relación dialéctica en
forma de cuaternio.
El puer es lo potencial, lo expansivo, lo creciente, lo renovador. Su fulgor
encandila, pues Apolo es su arquetipo, pero su sombra es la nada, el inicio
sin final. Su opuesto, el senex, es el viejo, con sus limitaciones, su
profundidad, su actualización, cuyo arquetipo es Saturno, asociado al
tiempo. Su aparente aspecto negativo (la nigredo) encubre la máxima
riqueza, la sabiduría, la constructividad, la obra.
Esta danza que tiene un sentido vertical, del instinto al espíritu, se
contrapesa con la que realizan horizontalmente el ánimus y el ánima,
representando la vida en su nivel anímico, energético, creador. El ánimus,
como epítome de lo masculino, permanece en lo inconsciente de la mujer, y
tiende a confundirse con el espíritu. El ánima, presente en lo inconsciente
del hombre, es la feminidad primordial que tiende a identificarse con el
alma.
La vida de cada cual, en sus múltiples vivencias, hace aparecer estos
personajes, bien como figuras internas bien como configuraciones externas
dentro del mundo familiar y social, ofreciendo su riqueza a toda biografía,
con sus correspondientes transformaciones.
Esas transformaciones son la prueba palpable de la dialéctica continua
entre estas figuras. El lugar central definido en esas transformaciones es
precisamente el sí-mismo, entendido como proceso, como realización en el
tiempo.
Tales figuras nos son conocidas gracias a los símbolos que las vehiculan,
donde consciente e inconsciente, individual y colectivo, subjetivo y objetivo
encuentran una formulación. Formulación paradójica, enigmática, como es
propio de las antinomias unidas en pos de una unidad, de esa totalidad que
permite la comprensión, la iluminación.
Los símbolos, sean individuales o colectivos, surgen precisamente para
hacer cognoscible lo desconocido, ordenado lo desordenado, articulando en
el uno lo múltiple. Siempre tienden a un más allá en donde nuestros límites
nos impiden penetrar. De ahí que Jung diera el nombre de función
transcendente a la creadora de los símbolos.
Esa función transcendente, quintaesencia de las funciones psicológicas
gracias a las cuales nos orientamos en la vida, sólo puede provenir de un
centro donde se dé un conocimiento de lo deconocido para el yo, del sí-
mismo.
El sí-mismo es el origen y el resultado del proceso de individuación, del
juego entre los contrarios psicológicos en su cuaternio. Cuaternio que da fe
de una totalidad tanto como de una individualidad. Esa unión de lo joven y
lo viejo, lo masculino y lo femenino, en uno mismo y en el grupo, que es
toda vida humana, es una dialéctica de lucha y amor, de separación y
unión, de desgarramiento y articulación, de armonía y disarmonía, de
conflicto y complementariedad.
Como tal, el sí-mismo, en cuanto centro regulador de la psique que
mantiene en relación lo consciente y lo inconsciente, es transcendente a la
consciencia y no puede ser aprehendido de modo racional. Pero sí puede
expresarse en imágenes que nos dan idea tanto del proceso como de los
momentos de unificación de contrarios. Para investigar estas imágenes del
sí-mismo son muy útiles las series oníricas y las creaciones de la imaginación
activa, contextuadas en la mitología y en la biografía.
Hasta que Jung no empezó a comprender la alquimia no pudo dar
noticia de la objetividad del proceso de individuación. En la imaginería de la
alquimia, en su delirante conceptualización, Jung encontró las fases de un
proceso que dura tanto como la vida del individuo (que sepamos) y que
explica la existencia de personalidades individuales a partir de un proceso
único de especie.
La inmersión de Jung en la alquimia tiene una importancia múltiple,
pero aquí sólo me referiré a la imagen que ofrece la alquimia del proceso de
constitución de la unidad desde la multiplicidad.
Los tres grados de la conjunción en los términos del alquimista del XVI
G.Dorn (alma/espírítu; alma-espíritu/cuerpo; alma-espíritu-cuerpo/alma
del mundo) le sirven a Jung para caracterizar el proceso de individuación: el
yo se constituye en la confrontación de la persona con la sombra, el sí-
mismo se intuye en la confrontación del yo con la sicigia ánimus/ánima,
que lleva de forma natural a la conjunción del sí-mismo con el orden
cósmico, el alma del mundo platónica, con la aparición del sentido objetivo,
la sincronicidad, expresión de unus mundus.
La sincronicidad revela así una psique objetiva no-humana. La
sincronicidad da fe del momento oportuno, kairós, que puede ser
comprendido por las mancias, a las que en su momento se uniría la filosofía
hermética, gran sombra de la consciencia racionalista ilustrada y que está
extendiéndose actualmente por doquier, tanto de forma crítica (la
investigación histórica y conceptual respetuosa) como acrítica (las ofertas de
salvación que encubren un peligroso complejo de poder en los “salvadores”)
El círculo vital que conduce del nacimiento a la muerte, en un devenir
donde el ser está omnipresente en sus variables entes, aparece como una
vida trágica, de cumbres y valles, éxitos y fracasos, orientación y confusión,
de alegría y sufrimiento.
El intento actual de negar el sufrimiento es contestado por los hechos
sociales conocidos por todos. El deseo de felicidad con el que ingenuamente
nos movemos se enfrenta con la cruda realidad de nuestro malestar. Por eso
el sufrimiento se hace objeto central de muchas de las actividades humanas,
de la religión a la medicina, del arte a la técnica, de la filosofía a la
psicoterapia.
Para la psicología analítica, como para toda psicoterapia, el sufrimiento
es un bien precioso que guarda en sí lo más anhelado del individuo. El
sufrimiento señala los momentos puntuales de la transformación vital y
debe ser tratado con respeto.
Acogiendo maternalmente al sufrimiento e indagando en él
paternalmente éste va dejando sus bienes intelectuales y morales en la vida
del sujeto.
Los diversos modos del sufrimiento, según se refieran al pasado
(depresión), presente (ansiedad) o futuro (angustia), junto al dolor físico,
representan el peregrinaje del alma hacia su lugar natural junto al espíritu,
el sentido, alcanzando la sabiduría que despeja la amargura. En todo
sufrimiento hay sacrificio, abandono y desesperación, muerte y renovación,
razón y sinrazón, que expresan el significado que damos a nuestras vidas, el
sentido que las mueve.
Por ello, toda psicoterapia comienza con el sufrimiento, la nigredo, la
confusión, el conflicto aparentemente irresoluble, hasta ir comprendiendo la
lógica que hay detrás de la negra bruma de la tristeza, la parálisis de la
ansiedad o el desbocamiento de la angustia.
La comprensión que puede alcanzarse en la psicoterapia es una cierta
diferenciación de complejos y arquetipos y una idea más o menos intuitiva
de la existencia de un centro regulador, el sí-mismo, desde el cual podemos
encontrar un lugar en el mundo.
Así pues, la psicoterapia se hace una práctica iniciática, una iniciación a
sí mismo en donde se asiste al espectáculo en el que cada cual va escalando
los peldaños de su propia vida, del nacimiento a la muerte.
La idea del proceso de individuación surge de forma natural de la
psicoterapia, tan centrada en la experiencia vital, tan atenta a los conflictos
y significaciones, tan dependiente de la noción de sentido. De algún modo,
la psicoterapia, aunque no puede cubrir un proceso de individuación, sí
puede abrir una vía a la concepción del mismo por el propio sujeto.
En la psicoterapia se va del síntoma al arquetipo en alas del juego
transferencial propio de esta labor. El síntoma, entendido como el resultado
de un conflicto, como símbolo de una situación, surge de la confrontación
de las diferentes instancias, sea la persona con la sombra, el yo con su
contraparte sexual (la sicigia ánimus/ánima), del sí-mísmo con el alma del
mundo. En esa confrontación brotan las imágenes que vehiculan la libido,
produciéndose símbolos, constelaciones diversas.
El síntoma remite a una dialéctica entre complejos. Esos complejos sólo
pueden entenderse dentro de una dialéctica mayor, arquetípica, que les da
su sentido. Siguiendo ese hilo, conceptualmente se dan como fases los tres
grados de la conjunción, hasta que el sujeto sufriente adquiere la
comprensión del sentido de su sufrimiento, pudiendo asumir las
responsabilidades a que se vea abocado para resolverlo.
Todo ello transcurre en la psicoterapia, si todo va bien, dentro de una
relación humana entre psicoterapeuta y paciente. Esa relación, asimétrica,
permite la aparición de la transferencia/contratransferencia, en la cual se
van constelando los diversos arquetipos que están interviniendo en el drama
del paciente.
Ese nivel transferencial, hecho de proyecciones, de preconcepciones y
emociones muchas veces incomprensibles, es el dominio propio de la
psicoterapia, de donde surgió la obra de Jung que conocemos como
psicología analítica.
6. Memoria e individuación (1996)
Así como el marino, cuando el mar irritado ruge furiosamente levantando monstruosas olas
que cubren el horizonte, permanece sentado en su barco, tranquilo y confiado en su débil
embarcación, así el hombre, en un mundo lleno de dolores, permanece aislado y sereno,
porque pone su confianza en el principio de individuación, o sea en la manera que como
individuo tiene de ver las cosas considerándolas en su mera fenomenalidad.
Los fenómenos transpersonales descritos por los distintos autores, y el conjunto de explicaciones barajadas para dar
cuenta de ellos, han ampliado la noción de psicología propia de la época histórica que conocemos como
Modernidad, forjada a lo largo del Renacimiento.
A partir de entonces se establece una nueva definición de lo racional, basada en las premisas derivadas del
pensamiento científico creado en el proceso que va de Copérnico a Newton. Siendo racional lo que puede ser
expresado algebraicamente y reproducido mediante experimentos, lo irracional pasará a ser aquello que escapa a
las formas de explicación científicas.
De este modo se constituye el paradigma científico galileano, con su concepción cuantitativa de las
matemáticas -métrica- y su idea de observación, donde se privilegia la concepción de objeto. Es el momento del
experimentalismo (F. Bacon) y del valor de la experiencia (Hobbes), que evolucionará hacia el empirismo (Locke),
dominante en nuestro modo de encarar lo Real, asimilado en este primer racionalismo con la res extensa cartesiana.
La aplicación de este paradigma al sujeto ha llevado a la psicología a un callejón sin salida, como puede verse
en el conductismo e incluso en el cognitivismo. Al hacer del sujeto un objeto, todo aquello que no puede observarse
no es ente de razón, negándose su existencia objetiva, su valor de realidad. De ahí la reducción operada en el
conductismo, donde se identifica psique y conducta, y en el cognitivismo, que define la psique como mera
computación.
Por su parte, el psicoanálisis, al hacer operativa la noción de inconsciente, dio el primer paso hacia una
concepción de la psique que integraba en ella lo racional y lo irracional, aunque definidos de un modo diferente al
que exigía el paradigma galileano.
Si el psicoanálisis clásico, freudiano, busca los modos de influencia de lo irracional -concebido como lo no-
aristotélico- en lo racional, el psicoanálisis junguiano (psicología analítica), al introducir su hipótesis de un
inconsciente colectivo, no contempla lo inconsciente como lugar de lo irracional -entendido como carente de
forma-, sino precisamente como psique objetiva, regida por una racionalidad más profunda que la que actúa en la
consciencia. Se introduce así el espíritu en el ámbito de la psicología científica.
La noción de inconsciente colectivo permite entender la vida del sujeto individual como un proceso personal
de asimilación conflictiva de la psique colectiva. Psique que es el resultado del deambular histórico de la especie
humana y que, al igual que la historia biológica, está presente en cada hombre.
De esa psique objetiva brota la materia psíquica con la que lidiar conscientemente para labrar la propia
biografía, en un acto creativo que no suele tratarse como tal. Esta psique objetiva, compuesta por el cúmulo de
experiencias cognitivas, afectivas, emocionales y corporales de la especie, se considera estructurada en arquetipos, o
patrones de configuración del significado. Eso explica lo impreciso de sus contornos, constituyendo una pura
potencialidad que irá actualizándose según las circunstancias personales y su variación biográfica.
1. Memoria
Es legítimo denominar esta psique objetiva Memoria, es decir, el conjunto de imágenes creadas por la multiplicidad
de los miembros de nuestra especie para hacerse cargo de sí y del mundo, entendiendo imagen como toda forma
significativa que permite conformar un cosmos.
La imagen interna surge espontáneamente a la manera de una revelación, gracias a la cual lo que hasta ese
momento era inconsciente se torna consciente. El trabajo de la consciencia hará posible que esas imágenes se
organicen en forma de ideas y creaciones artísticas, constituyendo el orden simbólico que caracteriza a las diversas
comunidades históricas
Los lugares propios de la Memoria son por lo tanto la religión, la poesía, el arte y la filosofía.
La religión, en su función lata de conformador del sentido, trae a la luz los grandes estructuradores psíquicos
en forma de dogmas -la verdad revelada o desvelada- y propone una serie de ritos que introducen orden en la vida
de las comunidades y sus miembros.
La poesía y el arte, expresión inmediata y elaborada de las imágenes internas, aseguran una plasmación del
significado consciente -las formas de ver.
Finalmente, la filosofía -como pensar-, realiza el trabajo de transformación de imágenes en ideas, que a su vez
pueden hacerse operativas en la forma de técnica, modo privilegiado que tiene el hombre para realizar sus
proyectos.
La Memoria es pues el fundamento de todo conocimiento posible, de toda transformación de significados, de
toda fenomenología psíquica. Un fundamento que encuentra su expresión natural mediante símbolos y que,
modulado individualmente en el enfrentamiento con lo Real (externo e interno), da lugar a la personalidad del
sujeto, a su biografía.
La concepción junguiana de símbolo, unión de contrarios que tiende al futuro, vale tanto para los símbolos
colectivos como para los que surgen en la intimidad del individuo.
Lo conocido y lo desconocido encuentran una expresión común en esas “imágenes enigmáticas” (Huarte de
San Juan) que la consciencia se ve obligada a asimilar si no quiere ser destruida.
Es decir, el símbolo -cuando actúa como tal, no como emblema de una confesión, institución, etc.- abre la
puerta a lo desconocido, a lo posible o potencial, desencadenando la imaginación consciente.
El símbolo habla de los límites de la consciencia en su enfrentamiento con lo desconocido (sean deidades
sociales, arquetipos psicológicos o realidades materiales) y de la energía necesaria para transcender esos límites.
El símbolo es pues el resultado de la función transcendente, en cuanto que ésta permite transcender los límites
de la consciencia, ampliándola, mediante la articulación de los opuestos psíquicos.
En el individuo, los símbolos aparecen por doquier en la fantasía, encontrando su máxima expresión en el
mundo onírico. El sueño, como fuente de imágenes, se expresa en un lenguaje simbólico.
Frente a un sueño -el relato consciente del recuerdo de un sueño, su contenido manifiesto- la consciencia debe
realizar un duro trabajo si quiere comprender algo -su contenido latente. La elusiva significación de las imágenes
oníricas nunca se capta en su totalidad y sólo aceptando un sentido en las mismas puede lograrse algún
entendimiento.
En los sueños la psique se renueva, al transformar la relación consciencia/inconsciente, como se renueva
parcialmente el organismo entero al dormir.
A los sueños de contenido más o menos personal hay que añadir los “grandes sueños”, donde aparecen
arquetipos, imágenes y temas impersonales o colectivos.
Por lo tanto, mediante el sueño podemos acceder no sólo a nuestro inconsciente personal sino a lo inconsciente
colectivo, a lo imaginal (H.Corbin), a la Memoria que nos sirve de substrato psíquico.
Por esa razón el sueño, “vía regia a lo inconsciente” (Freud), “gema de lo inconsciente” (Jung), ha sido para la
Humanidad la manera lógica de relacionarse con lo primordial, habiendo sido considerado como oráculo,
medicina, revelación o guía.
Específicamente, es de sumo interés la frecuente relación conceptual que históricamente se ha establecido entre
sueño y locura, pues en la locura -sea ésta lo que sea- brotan símbolos a borbotones sin que puedan ser organizados
por la consciencia individual ni, muchas veces, comprendidos por quienes se ven enfrentados, natural o
profesionalmente, a un delirio, una alucinación o cualquiera de las formas en que se vehiculan los contenidos,
generalmente arquetípicos, que moviliza cualquier alteración mental, sea temporal, aguda o crónica. Una
alteración que suele serlo del yo, desplazado en esos momentos de su lugar.
2. El yo
Es el yo, como complejo psíquico dotado de consciencia, el encargado de penetrar el sentido de los símbolos, de las
vivencias en que estos comparecen a la captación del sujeto. El yo debe vérselas con el exterior y el interior, en un
juego sin fin de modulaciones y transformaciones que están en la base de la adaptación (acomodación/asimilación)
a los diferentes entornos y estados que atraviesa cada cual en su vida.
La parte externa del yo es la persona, arquetipo de lo social en el individuo, aquello que le permite reconocerse
en los grupos de pertenencia y referencia. En el interior, el doble especular de la persona, la sombra, establece una
primera dialéctica psíquica persona/sombra que dota de profundidad al yo.
El yo, o consciencia, funciona pues como una charnela entre exterior e interior, objetivo y subjetivo, bueno y
malo, tanto en el vivir cotidiano de cada cual como en lo relativo a las creaciones de la colectividad humana. La
tendencia a identificar al individuo con el yo y a éste con la persona, proceso propio del cristianismo, ha provocado
una visión reductora del hombre que intenta ser sobrepasada por la psicología transpersonal.
El yo ejerce su función en el nivel existencial. Por eso el arquetipo personalizado del yo es el héroe, preso de su
existencia y sujeto a las fases vitales y sus correspondientes cambios. El yo que actúa en el nivel existencial, entre
crisis y remansos, apela a una esencia interior que actúa como un determinante de posibilidades.
Esa esencia donde lo colectivo (Memoria) y lo individual, lo específico de uno, se conjugan, se denomina en
psicología analítica sí-mismo, el arquetipo de la individualidad psicológica, de su totalidad psíquica.
La biografía, desde un punto de vista psicológico, es por lo tanto el resultado de la dinámica entre el yo y el sí-
mismo, entre la existencia, con sus actualizaciones, y la esencia, con sus potencialidades. Esta dinámica es lo que se
conoce como proceso de individuación.
Se trata del desenvolvimiento vital y su cúmulo de diferenciaciones e integraciones psicológicas de las grandes
antinomias presentes continuamente en nuestro deambular: objetivo/subjetivo, consciencia/inconsciente y
colectivo/individual.
A lo largo de ese proceso van constelándose los diversos arquetipos (personales y cósmicos), vividos desde lo
inconsciente personal en forma de complejos (representaciones y emociones en amalgama de significados) con los
cuales debe habérselas el yo.
Generalmente los complejos están proyectados y es la retirada de la proyección lo que permite ampliar la
consciencia, transformar el yo. Este proceso de autorrealización del sí-mismo, que se confunde con la biografía
vivida en profundidad, implica necesariamente conflicto, dado el juego de contrarios que supone.
El conflicto, el conjunto de conflictos que dinamizan nuestra existencia de la cuna a la tumba, se vive en
sufrimiento y, con suerte, desemboca en el éxtasis de la comprensión.
3. Sufrimiento
Aunque una corriente de opinión prefiere no distinguir entre dolor y sufrimiento, debido a que todo dolor (físico)
está vehiculado psicológicamente hasta el punto de constituir una alucinación (miembro fantasma), es útil
diferenciar entre sufrimiento, de carácter psicológico exclusivamente, y dolor, experimentado corporalmente y del
que se puede, en la mayoría de los casos, describir su aspecto biológico.
La utilidad estriba en que el sufrimiento remite inmediatamente a la significación que adquieren para el sujeto
sus diversas fuentes existenciales. Es esta significación, fenómeno psicológico nuclear, lo que debe atenderse en los
otros hechos psíquicos asociados al sufrimiento, sean fantasías, ideas, recuerdos, emociones, afectos...
Siguiendo la significación que se halla presente en las distintas formas del sufrimiento -referido al pasado
(melancolía relativa a la pérdida), presente (ansiedad que acompaña al conflicto de intereses) o futuro (angustia
como expectativa negativa)- puede accederse a los complejos de base y sus correspondientes núcleos arquetípicos.
Las ricas formas del sufrimiento, tanto como las del placer, están moduladas arquetípicamente, lo que las hace
comprensibles (el duelo o el éxtasis, por ejemplo).
La Memoria -como lugar de los arquetipos- y la memoria -modo individual de consciencia de sí- están
presentes en cada sufrimiento personal. No sólo aparece la memoria en el aspecto depresivo del sufrimiento,
centrado como está en la pérdida (de un ser querido, de las capacidades personales , de la salud, etc.) y, por lo
tanto, en el recuerdo de lo poseído y perdido, sino que en los otros dos aspectos señalados anteriormente, ansiedad
y angustia, también se movilizan la Memoria, que ofrece una configuración del significado, y la memoria, gracias a
la cual tenemos noticia de nuestra naturaleza individual, nuestro drama personal.
Ante el sufrimiento cada cual puede tomar diferentes posturas a lo largo de la vida: negarlo o refocilarse en él,
racionalizarlo o comprenderlo, etc.
Entre estos modos de reacción hay uno que interesa particularmente por el papel que ocupa en lo
transpersonal: la ilusión. La ilusión puede ser tanto el vehículo de defensa ante lo Real penoso como el modo de
aprehensión y comprensión del sufrimiento.
Con la ilusión podemos escapar aparentemente de éste, construyendo espacios mentales en los que el
sufrimiento no tiene lugar, como recrear lo Real de tal manera que aparezca la riqueza imaginal de este
sufrimiento que nos sobreviene, expresada en las fantasías que lo vehiculan, con su cohorte de significaciones y
emociones puestas en juego.
En la ilusión puede delimitarse una lógica simbólica, dado que a su través formulamos una solución futura de
aquello que nos embarga.
La ilusión se apoya en ese “principio de irrealidad” (Bachelard) que está en la base de la creatividad.
Religiones, utopías, literatura, mitologías, trampantojos, enamoramientos… revelan el gran valor que posee la
ilusión para la economía psíquica.
Frente a los intentos racionalistas que conciben la ilusión exclusivamente como una pura y simple mentira,
despojando así a la verdad de toda adherencia emocional, los pueblos no han dejado nunca de sumergirse en ella
como medio de evitar la clausura del pensamiento y la vida.
Pues el velo de Maya, a pesar de la visión puritana con que suele pensarse, es el tapiz en el que se desarrolla
nuestra existencia. Sólo en el compromiso con ese mundo cambiante es posible experimentar los sentimientos de
desamparo y exaltación, de tragedia, que abren la vía a la comprensión de la profundidad de ese misterio que es la
physis.
La physis, formulación jonia del cosmos accesible a nuestro sentidos, la Naturaleza, se revela como “lo que es”.
Para una metafísica estática, la realidad pura y simple, que nos soporta y se nos enfrenta, queda descalificada por
su impermanencia esencial.
Se facilita así la crueldad, la falta de respeto, la rapiña con que nos comportamos con la Naturaleza desde el
paradigma experimental baconiano, donde lo fundamental es el control. No se capta, desde ese estatismo
representado por Parménides, que lo Real es dinamismo, conflictividad, transformación, sorpresa, como subraya
Heráclito.
Un misterio a vivir, no un enigma a responder en aras del poder de dominio. La ilusión permite salvaguardar
el misterio, crear múltiples formas de ver, comprender, sentir, imaginar, escapando así de la sedimentación absoluta
del significado en un agujero negro psíquico.
En su encuentro con la physis, el hombre, esa condensación de consciencia reflexiva en el seno del universo,
nunca observa de modo desinteresado. En la configuración de las formas con las cuales nos hacemos con lo Real, el
hombre proyecta sus ilusiones, sus intuiciones, sus imágenes internas, sus arquetipos, transformando la cosa-en-sí
en cosa-para-mí, aquello que necesitamos para vivir y para morir.
En ese escenario donde se proyecta nuestro ser múltiple lo primero que captamos es la inermidad individual.
Debilidad que surge del desconocimiento de nuestra potencia natural. Afortunadamente, la aventura que es toda
vida personal se encarga de mostrarnos esa riqueza, ese poder.
Un poder que en parte llamamos espíritu y que se manifiesta ante nuestros ojos como el orden absoluto que
caracteriza a physis, denominado Brahman o Alma del Mundo. Ese orden es la posibilidad de consciencia, de todo
conocimiento parcial en las distintas especies, pues es pura Consciencia.
Por ello, la consciencia reflexiva humana, lejos de ser una casual singularidad en el universo, y de la que
incluso se niega su substancia material, es el modo en que este universo adquiere una voz: el espíritu, vehiculado
por la palabra.
4. Psique objetiva
De ahí que sean tan imprecisos los limites de la psique. Platón primero, Descartes en el origen de la Modernidad
que nos conforma, establecieron para la psique un estatuto ajeno a la materia y, de ese modo, ésta se vio privada de
su grandeza.
Hoy parece que esas dicotomías, tan atacadas por los místicos de todo tiempo y pelaje, no pueden mantenerse
sin negar varias evidencias científicas y sociales.
En el campo científico, la materia oscura, que emerge de un vacío pleno, al modo de lo apeiron de
Anaximandro, desafía las mentes de nuestros cosmólogos.
En el ámbito moral, la quiebra de la racionalidad ilustrada puede percibirse tanto en la vida política cotidiana
y su corrupción estructural como en la cotidianidad de cada cual, con la constante “creación de ignorancia”
(W.R.Bion). Esta situación crítica plantea nuevas preguntas, exige nuevas respuestas. Son estas evidencias las que
nos obligan a renovar la definición de psique.
Si la psique no es sólo la consciencia reflexiva sino fuente de imágenes espontáneas, basta con captar las leyes
de la constitución de dichas imágenes para poder extender la noción de psique más allá de la especie humana,
incluso más allá de la vida.
Pues toda imagen implica un sutil juego de diferencias. La delimitación de una diferencia cualquiera puede
entenderse como acto psíquico: la ruptura de simetría, la valencia química, la membrana celular, el árbol, el útero
de los mamíferos, la palabra, la herramienta, la noción de dios... todo ello, como ejemplo mínimo de la variabilidad
y riqueza de physis, es un hecho psíquico, instaura una significación.
Para la especie humana, el animal que habla, la significación, con su par emoción/representación, lo es todo.
Esa significación se introduce en forma de significado lingüístico en nuestra consciencia individual y colectiva,
constituyendo el tesoro de las lenguas y las tradiciones culturales. Tradiciones que conforman las sociedades en las
que todo individuo nace y encuentra su lugar. No hay individuo de nuestra especie que pueda ser humano sin el
socius.
Esta colectividad que nos acoge y rechaza, que nos espolea y paraliza, sea en su forma empírica de sociedad o
como inconsciente colectivo en el seno de cada cual, es la cuna de la creatividad individual y el lugar de
constitución del orden simbólico. Es tal la riqueza de esta colectividad (para el hombre puede datarse al menos en
tres millones de años), que el individuo corre el peligro de verse disuelto en ella.
5. Sobre lo transpersonal
Como se dijo anteriormente, el modo en que el individuo se relaciona con la sociedad donde se desenvuelve va
creando el par antitético persona/sombra.
La evolución histórica del concepto ’persona’ tiene un interés fundamental para una psicología que se
autodenomina transpersonal. En los albores de nuestra cultura occidental este concepto aparece ligado al mundo
de Dioniso, al teatro, al “orgiasmo” (Nietzsche). Es el mundo de la representación pública, perfectamente
expresada en esa máscara con la que el actor cubre su rostro para indicar que es un personaje que se hace oír por y
para el otro.
La derrota del mundo pagano a manos del cristianismo ha hecho de la ’persona’ algo bastante diferente. La
persona es, sobre todo a partir de la Escolástica medieval (Boecio en su origen), el lugar de la responsabilidad del
sujeto ante los demás. Eso obliga al individuo a identificarse con su aspecto social, a reducir su psique a consciencia
y su consciencia a conciencia moral.
El individuo sufre bajo esa presión a que se ve obligada su psique, gran parte de cuyos contenidos son
relegados a un escenario de sombras, donde llevan una existencia larvada. Esos contenidos que pugnan por salir a
la luz solemos vivirlos con el pavor del que por su causa se siente aislado del grupo social, idealizado como si se
compusiera de leyes y normas.
Este concepto de ’persona’ determina la definición de la psicología transpersonal. Desde ahí transpersonal es
todo aquello que va más allá de la concreta experiencia consciente individual en el marco de una cultura epocal.
Es decir, transpersonal será toda vivencia que rompa los estrechos moldes de un pensamiento originariamente
cristiano, con su cuota de monoteísmo, agresión a la materia y jerarquía de poder político, que privilegia la muerte
frente a la vida, la uniformidad frente a la variabilidad, la esperanza frente a la memoria, la sujección frente a la
libertad.
Esta identificación de ’persona’ con ’individuo’, que a mi entender se da en la psicología transpersonal, ha
olvidado la lección junguiana, produciéndose bastantes desatinos y falsos problemas.
No es momento de profundizar en ello, pero tanto la idea de transpersonalidad como grupalidad y la
ingenuidad cristiana que se esconde tras la “falacia pre/trans” están desdibujando algunas investigaciones
transpersonales, orientándolas hacia ese espiritualismo torpe e ideológico que tanto encandila a los incautos.
La evolución de la idea de transpersonalidad nos puede ayudar a comprender un proceso general que ya ha
sido bien analizado en la creación científica.
De una recopilación de datos de distinto rango en ámbitos como la psicoterapia, la etnobotánica, la
parapsicología, la psicosomática, la biología, la física y la historia de las religiones, en manos de algunos autores lo
transpersonal se está transformando en una espiritualidad entre academicista y defensiva (ante lo pulsional) que
mitifica la noción de espíritu hasta reproducir los más falsos moralismos de sacristía, las ideologías prêt-â-porter
que dan una cierta legitimidad a esa persona (en sentido junguiano) desconectada de su sombra, de su “doble
infernal” (P. Solié).
Para mí, que parto de la hipótesis junguiana de la existencia de un inconsciente colectivo en la psique de cada
individuo, lo transpersonal es intraindividual, pues en el interior de cada quien se agita el cosmos en su conjunto, la
physis.
No hay un espíritu desligado de la materia, más allá de ésta, sino que ese espíritu es el modo en que la materia
hace oír su voz. No en vano lo transpersonal es en primer término una psicología y un intento de comprender a
través del estudio de la psique humana el misterio de la Naturaleza.
Como siempre, volvemos a encontrarnos con la ilusión y su doble cara defensiva e iniciática. Es la huida de la
tragedia cotidiana en busca de una paz ilusoria que nos ahorraría el duro trabajo de ser quienes somos, de
desplegar en existencia nuestra esencia.
Despliegue que no sigue una linealidad formal, sino que tiene más bien la forma de un fractal, con sus
numinosos huecos, sus sorprendentes regularidades, su luz y sus sombras.
Aunque en esa ilusión, esa mentira social que nos salvaría de nuestra ignominia personal -como bien puede
contemplarse en el supermercado espiritual denominado Nueva Era, donde lo transpersonal tiene el mejor de los
stands-algo se nos está diciendo a los habitantes de este fin de milenio occidental.
Levantado nuestro orden simbólico sobre las ruinas del mundo antiguo, poblado de dioses y démones, de los
cuales hasta hoy nos hemos reído con una suficiencia insensata, nuestra propia dinámica histórica nos ha
conducido a un callejón sin salida.
Los sistemas sustentados en falsas oposiciones (sujeto/objeto, contingente/necesario, interior/exterior,
cultura/Naturaleza, espíritu/materia, bueno/malo. . . ) nos nublan la mirada impidiéndonos reconocer el sentido
evidente de lo Real.
Enfangados como estamos en contradicciones morales que serían ridículas si no fueran fuente de sufrimiento y
destrucción, intentamos zafarnos de physis, para acabar cayendo siempre en los tormentos que ella nos tiene
reservados con el fin de que agucemos nuestra visión, cargada de miedo.
El mundo antiguo, que el cristianismo se propuso desecar para sus fines, vuelve de nuevo en su eterno retorno,
como ocurrió en aquel Renacimiento hermético-cabalista que el pensamiento moderno, aliado con la Reforma y
un catolicismo corrupto, político, sofocó para producir este “mundo desencantado” (M. Weber), en el que
esperábamos encontrar la libertad para no hallar al final sino destrucción sin cuento: burocratismo en las
metrópolis, desgarramiento en las colonias, rapacidad con la Naturaleza, doble moral en nuestra vida social y
abandono de sí en manos del colectivismo.
Es este mundo antiguo, esa aurora de la consciencia humana, el que intenta encontrar una formulación en el
pensamiento transpersonal. Se redescubre la metempsicosis, el éxtasis, el politeísmo, las correspondencias entre
macro y microcosmos, a démones y ángeles, el carácter divino de physis, la magia... La Memoria ya no puede ser
contenida por las estrechas miras cristianas, con su opacidad para el Mal que tanto mal realiza.
6. Individuo
Esta Memoria, que desborda las categorías de la Modernidad y su desprecio de lo religioso, y que ahora se cuela
por doquier en comportamientos individuales y colectivos, vuelve a la consciencia colectiva, abandonando su
reclusión en lo inconsciente colectivo.
Para el individuo, la posibilidad de comprender que allí donde se manifiesta su patología se encuentra la
riqueza psíquica de la especie, el aumento de libertad es evidente. Libertad que es conocimiento, comprensión,
consciencia. Requisitos necesarios para el verdadero ejercicio de la responsabilidad.
Sin responsabilidad individual, es decir, de cada quien para consigo mismo, cualquier acción es ciega, banal,
inexperta, incluso maligna. La responsabilidad, que nace de la libertad, obliga a un largo camino de errores,
fracasos, vivencia de los limites, sufrimiento... pues es en el lado negativo de la existencia donde comprobamos el
valor que tienen las diversas facetas de lo Real que afecta a nuestras vidas.
Ese ejercicio de conquista de la libertad interior es uno con el proceso de individuación. El sujeto que asume
conscientemente lo propio, más allá de su persona, de su consciencia colectiva, se encuentra con la dinámica de
autorregulación que Jung denomina sí-mismo.
Un sí-mismo que vincula a cada individuo al sentido general, no sólo de la especie sino del cosmos, como se
desprende del junguiano concepto de sincronicidad, una nueva forma de entender, en la segunda mitad del siglo
XX, las correspondencias sutiles y maravillosas que mantienen autopoiéticamente este universo infinito.
Frente a la fascinación por lo nuevo, que no suele ser muchas veces otra cosa que lo desconocido y olvidado, y
que tanto tiñe de infantilismo iluso el proyecto transpersonal, la psicología analítica nos recuerda que lo que
aparentemente fue expulsado de la historia se encuentra en la Memoria y que ésta mora en lo más recóndito de
cada cual.
Considere el lector lo que mejor le parezca, crea lo que estime menester, pero no olvide que la Humanidad, en
su variabilidad cultural e histórica, no ha dejado de enfrentarse con el enigma de su propia existencia, de su
verdadera naturaleza, y que del paleolítico nos han llegado esas manos de artista dibujadas en las paredes, primeras
firmas en la aventura humana, primera plasmación del hecho individual consciente.
Hoy, cuando somos atraídos furiosamente por el punto Omega (Teilhard de Chardín), creando noosferas
tecnológicas como Internet, globalizando nuestra economía o comprendiendo la radical unidad de la especie
humana, es el momento de cuidar enormemente al individuo, su libertad y responsabilidad, su esencia, si no
queremos transformarnos en granos de arena de un desierto donde quede enterrada para siempre la vida, la
variabilidad, la gozosa danza de la energía mercurial.
Sólo desde esa individualidad construida a lo largo de la biografía, con sus simas y cimas, con sus aspectos
conscientes e inconscientes, podremos hacernos con el universo y ofrecerle nuestros dones.
Con todo ello no quiero sino señalar los peligros que percibo en algunos de los actuales desarrollos de la
psicología transpersonal, con su ilusionada curiosidad por todo aquello que ha sido reprimido en nuestro eón
cristiano y su última formulación a manos de la Ilustración, dentro de cuyo orden simbólico -ateo, cientificista,
racionalista y absolutista- vivimos.
Estos peligros los veo reflejados en el espiritualismo y la noción de supraconsciencia, con la ciega omnipotencia
a que tienden, acorde con el titanismo de nuestra época.
Considero que la atención al espíritu debe hacerse a través de un cuidado del cuerpo y las condiciones
materiales de la existencia, pues es la materia, con su complejidad inaudita, la realidad del espíritu. Materia no
reducida a lo regido por la gravedad sino aceptada en su amplitud de physis, de la que la cultura humana es una
realización más, integrada con las otras.
Consecuentemente, la noción de supraconsciencia, que establece un rango superior a la materia de aquello
que no es sino la evidencia de physis, en manos del pragmatismo evolucionista occidental da pábulo a todo tipo de
visiones ilusas y tecnológicas, como el intento de controlar los sueños (sueño lúcido), recuperar vidas anteriores,
superar la enfermedad y la muerte, “transformar el mundo” y salir airosos en la huida de nuestros límites y
contradicciones a través de una visión omnipotente que constituye el reverso defensivo de nuestra impotencia real.
Sólo si no perdemos de vista esta impotencia, vivida individualmente en los múltiples fracasos que conlleva
toda biografía, esto es, nuestra sombra, tal vez podamos alcanzar esa posición de serenidad de la que habla la cita
de Schopenhauer con la cual se inicia este escrito.
NOTAS
1 La cifra en negrita remite al número de volumen de la Obra completa, la segunda cifra al número
de párrafo, si va precedida del signo de párrafo §, o al número de documento en ese volumen si
no presenta signo distintivo.