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Matías

FERNANDO PONCE DE LEÓN


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© 2014, Herederos de Fernando Ponce de León
© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, diciembre de 2014


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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

Presentación
Matías: cincuenta años después
José Luis Díaz-Granados
Prólogo
Sobre un libro prohibido
Fernando Garavito

Matías
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Presentación
Matías: cincuenta años después

Los lectores de novelas, que hoy somos muchos, al contrario de hace


cincuenta años cuando se publicó su primera edición, nos vamos a
reencontrar con una obra singular en todos los aspectos. Se trata de Matías, la
novela con que Fernando Ponce de León (1917-1998), su autor, dio un viraje
sin precedentes al modo de narrar en Colombia al presentar con gran destreza
literaria el comportamiento secreto de sus personajes, lo que significó un
serio desafío a la pacata moral de los “loteadores de paraísos y nirvanas” de
que hablara Jorge Zalamea, o sea, a la moralina siniestra de los pretendidos
administradores de la verdad y el bien en la acartonada aldea cultural de
entonces.
Desde luego que Colombia había tenido antes algunos autores audaces y
desinhibidos. Silva en De sobremesa había intentado una suerte de novela
cosmopolita que, sin embargo, se perdía en las más sesudas disquisiciones
intelectuales de su protagonista. Vargas Vila era un iconoclasta perenne que
hacía persignar a sus coterráneos, pero se había dejado llevar más por sus
pasiones políticas y anticlericales que por el rigor literario y estético. El
mismo José Eustasio Rivera en La vorágine se había internado como ninguno
en la procelosa selva de las pasiones humanas, pero en ocasiones la
desmesura lírica devoraba al narrador más que la misma jungla. Eduardo
Zalamea Borda había descrito en lenguaje descarnado y retador la totalidad
de las emociones inconfesables, y por otra parte, Osorio Lizarazo había
intentado reinventarlas dentro del primigenio mundo urbano de los años
treinta. Por su parte, Fernando Ponce de León asumió el reto sin ambages y lo
plasmó sin ningún titubeo en esta novela marginal y rebelde que lo colocó
desde entonces entre los más importantes y significativos narradores del país.
Me atrevo a afirmar que es muy posible que su novela hubiera sido
eclipsada por el alarido nadaísta, ya que el primer manifiesto firmado por
Gonzalo Arango, coincidió con la aparición de Matías hace cincuenta años.
Seguramente a los medios de comunicación y a los compulsivos reseñadores
de libros les pareció más eficaz la explosiva irrupción del escándalo nihilista
que la sosegada sucesión de revelaciones arteriales de la novela de Ponce de
León. Sin embargo, esta tuvo, por fortuna, lectores atentos y rigurosos que la
supieron valorar en su justo momento, así como también padeció la censura
de la Iglesia Católica y el rechazo de los que detentaban el poder de discernir
entre el bien y el mal, encasillando en esto último a la novela que nos ocupa.
Pero de todas maneras, medio siglo después —habiendo pasado el
fenómeno del boom de la novela latinoamericana que descubrió ante nuestros
ojos las infinitas posibilidades técnicas y confesionales de la narrativa—,
volver a leer Matías nos refrenda la asombrosa frescura y actualidad de su
relato, su lenguaje escueto, elegante y sin ningún tipo de inhibiciones para
mostrarnos la descarnada realidad de la conducta humana, en la Bogotá de los
años cincuenta que da sus primeros pasos para convertirse en metrópoli y en
donde todo lo que se asocia con lo violento, lo morboso, lo perverso o lo
depravado, por ser tan innato a millones de hombres y de mujeres en el
mundo, resulta ser al mismo tiempo uno de los elementos liberadores de la
conciencia gracias al manejo literario exorcista que le da su autor.
En este sentido, Matías es la primera novela colombiana que pone de
presente el comportamiento secreto, oscuro y transgresor del hombre, como
uno de los componentes fundamentales de la mejor literatura del mundo.
El narrador, Toti o Tomás, es un niño ciego que va creciendo mientras
recrea la vida cotidiana y sus alrededores, a través del sentido del oído y del
olfato, —el olor faulknereano—, hijo de una mujer fea y repugnante varios
años mayor que el padre, un joven bien plantado pero aficionado al alcohol y
a las mujeres. Los días y las noches son harto sombrías, entre peleas, insultos,
humillaciones por sus histriónicos apellidos —Quimbay y Villacuadrada—,
donde el tiempo se diluye, se estira, casi pudiéramos decir, al amaño del
narrador. Es un tiempo infinito que no gira, que se adormece en su intensa
oscuridad. En medio de la inseguridad y el terror, el narrador se aferra a la
madre, la siente, la acaricia, la desea, y no la cambiaría por nada, ni siquiera
por la vista. Se aferra también a Matilde, su hermana, con quien tiene su
primera experiencia sexual. Ella es quien le revela el mundo de la luz, de los
colores, de la vida a quien no puede conjugar el verbo ver. Vienen la
adolescencia, la primera juventud, la masturbación, las borracheras, el vómito
como exorcismo cuando se fuga del Instituto, sus amigos, Floro, Matías
Cordero, la homosexualidad, Josefa, y todas aquellas vivencias, incluidas la
violencia verbal y física, el sadismo, la deslealtad y la prisión, experiencias
no sólo de las cosas que le sucedieron sino las confesiones arteriales de su
personalidad prohibida, de su conciencia oculta.
Esta novela que Fernando Ponce de León escribió en la soledad de su
estudio y frente a una crítica literaria inexistente —salvo dos o tres
comentaristas y un solo Hernando Téllez—, llega hoy a las manos de los
lectores colombianos y de habla hispana como una obra nueva y fresca que se
preparara a inaugurar la segunda década del siglo XXI. Precursora del actual
universo narrativo en Colombia, Matías se reedita en un buen momento
dentro del panorama literario actual, no sólo porque muestra un acertado
manejo de los personajes y su ambientación bogotana, sino por el correcto
tratamiento de los acontecimientos allí descritos, por su textura secreta y su
estilo ameno y directo, ejemplar en el manejo del estilo y audaz en el torrente
delirante y exacto de cada vivencia pública o privada, lo que la sitúa como
una de las novelas cardinales de la literatura colombiana de todos los
tiempos.

José Luis Díaz-Granados


Prólogo
Sobre un libro prohibido

Si me fuera posible determinar la forma como los nuevos lectores de esta


novela van a seguir su derrotero, preferiría que mi intromisión en el tema,
levemente indebida, se leyera al final del último capítulo, con el exclusivo
propósito de formularles una sola pregunta: ¿por qué creen ustedes —les diría
— que la jerarquía católica incluyó a Matías en el “Índice” de los libros
prohibidos publicado a comienzos de la segunda mitad del siglo XX? Me
parece oír las respuestas: por el incesto entre Tomás y su hermana, diría
alguno; por las relaciones homosexuales entre los ciegos, diría el otro; por la
masturbación de un día sí y otro también de los protagonistas, diría un
tercero; por el conjunto de perversiones que aquí se exponen, diría el último.
Y es posible que haya un poco de todo eso: nuestros clérigos salen muy poco,
por acción o por omisión, del territorio del sexto mandamiento. Pero hay algo
más. Para precisarlo debo hacer una cita:
“¿Será cierto que estoy aquí?” —escribe Fernando Ponce al final del
capítulo XX—. Posiblemente ni Josefa, ni Floro, ni Matías viven ni han
vivido, sino que en mi oscuridad he inventado estas vidas para llenar mi
vacío. Quizá yo tampoco estoy aquí, sino en otra parte, en el espacio, en la
noche. Seguramente soy una vida terminada que pugna por volver a vivir, o
una vida que no ha principiado a caminar por el mundo. Si mis ojos vieran y
pudieran aprisionar en la retina las imágenes de las personas que me rodean,
así seguramente tendría una idea de esta realidad…”. Y, líneas más adelante,
añade: “sentí deseos de coger el cuchillo de Matías y liquidarlos… Pero,
¿será cierto que están aquí?… Volví a oír los sollozos de Josefa y el resuello
tranquilo de Matías. Sí, ahí están. Pero, sin embargo, yo puedo ser solamente
un invento para su uso particular, algo así como una esponja que personifica
y recoge todas sus angustias, todas sus maldades, todos sus pecados. Puedo
ser solamente algo que llevan cerca de ellos, como una maleta en donde se
esconde todo lo putrefacto de sus vidas”.
Empirismo. Mejor, Berkeley. Pese a su fe en Dios, Berkeley entró por la
puerta grande del Índice de los libros prohibidos. No hay un mundo físico.
Dios es la causa de todo lo que nos rodea, pero nosotros no podemos estar
seguros de eso que nos rodea. La causa última de la idea que tenemos de lo
material es el alma de cada quien. Tomás, el protagonista, duda de su
existencia: ¿he inventado estas vidas para llenar mi vacío? “Quizá yo
tampoco estoy aquí, sino en el espacio, en la noche”. Esa mirada singular
sobre su entorno, lo lleva a nombrar el mundo de otra manera. Esa es su
mayor virtud. En esa nominación, las herramientas que emplea son un estilete
con el que separa tejidos, corta cartílagos y macera nervios en letargo, con el
propósito de llegar a la esencia de nuestro comportamiento colectivo y
romper miedos ancestrales frente a la necesidad de decir. Pero ese decir, pese
a su extraordinario vigor, no es sólo el retrato del entorno. Es, mejor, su
relación con el mundo de las ideas. Berkeley, por ejemplo. Fernando Ponce
no hace ningún alarde de su conocimiento. Reflexiona sobre los temas
eternos de la literatura en palabras esenciales, soñadas por un hombre
elemental que sólo puede ver en el mundo de las ideas. “El convencimiento
de que existía por encima del hombre un Ser sobrenatural que había hecho las
cosas a su voluntad —escribe al comienzo del capítulo IX—, que desde
arriba distribuía los bienes y los males de la tierra y que disponía de la vida
eterna, era la posición más cómoda que había descubierto e ideado el hombre
para quitarse de encima esa permanente incógnita sobre el ser, sobre de
dónde venimos y para dónde vamos. No tener preocupaciones ni
interrogantes, no romperme la cabeza pensando por qué había nacido, por qué
me había vuelto ciego, qué sería de mi cuerpo después de la muerte, qué
significación tenía mi vida. Dios venía a ser como un fruto necesario de la
incapacidad y pereza del hombre para proseguir la búsqueda de la razón de la
existencia y del verdadero significado del nacimiento y de la muerte”.
“Esa permanente incógnita sobre el ser”. Tal es la reflexión que
permanece como un sedimento después de la lectura. De la mano de
Fernando Ponce atravesamos un mundo sórdido, poblado de vómitos y
desperdicios. Pero, a partir de ahí, nos lo dice él mismo casi con angustia,
también son posibles el pensamiento y la poesía. ¿Qué es lo que no puede ver
el personaje que él crea, ese Golem misterioso, ciego y miserable, que, como
el de Borges, no nos podrá decir “las cosas que sentía / Dios, al mirar a su
rabino en Praga”? No puede ver lo que los demás vemos en el mundo de los
sentidos, pero ve, con claridad meridiana, lo que no vemos los demás por
estar precisamente en el mediocre oficio de mirar. En el Instituto, Tomás
piensa que “las voces de los ciegos suenan como el viento”. Ese es su mundo
interior, el que tiene sólo para sí, el que no comparte con nadie. Es un mundo
aplastado por el afuera, porque este último, con sus situaciones ordinarias y
categóricas, se convierte en una obsesión. Pero podemos seguir su derrotero
sensible en el espejo. En él, en el mundo interior de este personaje singular en
nuestra literatura, los ciegos son “monstruos donde el soplo divino no llegó, o
llegó mutilado”. Monstruos. Tres años después de Matías, Ernesto Sábato
demostrará en Sobre héroes y tumbas, la tesis que, con su discreción
invariable, sentó el escritor colombiano: “Detrás de los ojos inútiles de un
ciego puede esconderse un monstruo, un alma perversa”, escribe en el
capítulo VII, que es, con exactitud, el “universo tenebroso” que recrea
Fernando Vidal en su Informe sobre ciegos. Y luego, la reflexión necesaria
acerca de esa monstruosidad: “Tal vez si todos nos confesáramos que somos
monstruos, podríamos contemporizar y respetar nuestros defectos; pero como
todos aparentan ser buenos, cuando son perversos, simulan ser generosos,
cuando son avaros, entonces cada uno tiene su serpiente escondida y lucha
con ella hasta morir”.
Fernando Ponce lucha con su serpiente escondida, la palabra, hasta
morir. Para ello, como Tomás, tiene un “clavo de ciego” con el que explora el
mundo. “Mi temible clavo”. Ese es el instrumento de la venganza de su
personaje y de su propia venganza, por la soledad y el abandono que ambos
padecen. El ciego es implacable. Da muerte al gato de su hermano en una
forma que estremece por su crueldad. Se venga, en su oscuridad, de la mirada
que no tiene. Se venga también de la frialdad de las palabras. Se apoya sobre
la maldad para separarse de los demás. “No quería lástima”, dice después de
la muerte del gato. “Prefería el odio”. Y añade: “Nunca he podido amar sin
hacer daño… He sentido placer con lo que otros sufren”.
Aquí hay un dominio inequívoco de la psicología de sus personajes.
Matías es el ser femenino de la pareja homosexual. La madre es la aventurera
que, siendo vieja y fea, ha entregado la mediocridad de su posición social, de
su apellido, a un filipichín de barriada (alguna vez, entre nosotros, fue
habitual ese tipo de perfiles). Floro es, sin fisuras, el chulo abusivo y cobarde
que sobrevive en el espacio vacío del cafetín. Matilde, la hermana, busca y se
atemoriza pero termina por gozar de la posesión sexual del “indefenso”. Y,
detrás de ese universo, la monotonía de la vida urbana, con un automatismo,
que responde a los estímulos que el pordiosero ciego ha creado para sí
mismo: “Todo el mundo igual, matemático —reflexiona en el capítulo XIV
—, a la misma hora, por el mismo andén, con la misma velocidad, con el
mismo taconeo, con el mismo carraspear. Así desde que nacen hasta que
mueren, como piezas de una máquina, como autómatas”.
Esa es la ciudad, su ciudad, el espacio del que se ha hablado para ubicar
a esta novela en el comienzo de lo urbano. Me parece esencial que hoy se
reconozca, sin ambages, que Fernando Ponce, con Matías, contribuyó en su
momento a fijar los nuevos derroteros de la narrativa en Colombia. Sé que a
comienzos de la segunda mitad del siglo XX, aquella buscaba asirse de
alguna manera al acelerado proceso de urbanización que vivía el país, del que
sólo entendía una de sus peculiaridades, el atropello, marcado por la
violencia, la desigualdad, el desconocimiento de los derechos humanos, pero,
sobre todo, el dogma. Pero no sobra decir que Fernando Ponce es un escritor,
de manera que sólo aborda esos fenómenos a partir de su compromiso con la
palabra. Por eso, hay algo más que una simple descripción de las miserias y
de las injusticias. Hay una reflexión, un punto de quiebre con lo que lo rodea.
“Me han dicho mil veces que hay unos que siempre están arriba y otros que
están debajo —escribe en el capítulo XI—, que hay ricos y pobres, que se
necesitan revoluciones, muertes, guerras, que el mundo está colmado de
injusticias, que el cura habla de la caridad pero no la hace, que los políticos
hablan de la justicia social pero tampoco la aplican cuando pueden hacerlo,
que los menesterosos hablan de la venganza y de la muerte de los ricos y de
sus patrones, pero que cuando están enfrente de ellos agachan la cabeza,
lustran sus botas, no dejan de ser lo que son. He hecho mi propia versión del
hombre en su mundo: animal doméstico y parlanchín”.
Ese parlanchín es el que interpreta ante los demás la tragicomedia diaria
de la mendicidad, el que padece la vida maloliente de los suburbios, el que se
codea con los miserables a quienes dominan, al igual que a los poderosos, el
amor, la lujuria, los celos, el odio, la falta de futuro. Es ese parlanchín, ese ser
doméstico, el que tiene sueños de muerte, de crímenes, de horrores. “Los
crímenes en estas guaridas parecen naturales y la autoridad siente alivio de
que nos matemos unos a otros para evitarse el trabajo de aprisionarnos o
matarnos ellos”. Todo eso es el glú–glú que queda después de que la mugre,
la miseria abusiva, el miedo, los pasajes inmundos, sin sanitarios, sin aire,
con su espeso olor de vómitos y sus pisos melcochudos por la mezcolanza de
los desperdicios, escapa por la boca de las alcantarillas. Pero hay otro, el que
no ve, que siente lo que se debe sentir, y llora con lo que debe ser llorado, y
ríe con lo que mueve a risa. Ese otro, silencioso y marginal, es el que elabora
el mapa mental de todas las calles que conoce (“todas las calles que conozco
/ son un largo monólogo mío”): “He aprendido a amar a mi ciudad como
ninguna otra persona puede hacerlo: con el tacto, con caricias, recorriendo
con mis manos las arrugas de las paredes, los detalles de las puertas, los
muros de los edificios, las verjas de complicada filigrana de las quintas, la
corteza brusca de los árboles… Conozco mi ciudad mejor que los que ven,
porque la mayoría de veces ellos ven sin ver, oyen sin oír y huelen sin oler…
porque son autómatas que alargan la mano, que abren los labios, que sonríen,
que repiten durante cincuenta u ochenta años las mismas frases”. Ese es su
universo. Un universo secreto, en el que deja de comer para purificarse, para
convertirse en un santo moderno, sin que nadie llegue a darse cuenta de su
sacrificio. Es en esa indiferencia, en ese “no darse cuenta”, donde se
relaciona con el mundo de los parlanchines. Él sabe que también lo es, que,
como parlanchín, le tiene miedo a la soledad y al silencio, y se siente un
estorbo. Es en ese mundo donde Tomás embaraza a Josefa, y donde vive con
ella un amor que obedece a los parámetros de la sociedad en la que se
desenvuelve la vida de los marginados. Pero Tomás, sólo él, sale, echa una
mirada, y regresa a su mundo de sombras. En él se olvida de los eructos que
provoca la cerveza y de los trapos sucios. Y piensa. Veinte años antes de que
Saramago ponga en funcionamiento su maravillosa máquina de palabras,
Fernando Ponce, ese escritor marginal de un país marginal que hace una
literatura marginal sobre seres marginales, escribe: “Y esa mujer se ha
acostado con alguno, de eso no cabe la menor duda, como puede suceder en
otros casos cuando es posible que sean habladurías o por lo menos que nadie
pueda decir que lo ha visto o que él lo ha hecho; pero en este caso no cabe la
menor duda porque los vecinos han visto crecer su vientre durante nueve
meses, han oído su llanto y su parto y ahora oyen y ven los gritos y la carita
del crío. Y todo esto no habría pasado si en cierto momento, de noche o de
día, no importa, ella no se hubiera acostado debajo de un hombre y este no
hubiera hecho las cosas completamente. Después posiblemente se puso de
pies y se bajó las enaguas y sencillamente siguió allí cerca durmiendo, pero
su vientre empezó a crecer”. Qué maravillosos ecos los que crea la literatura.
Leo sobre los seres que hacen el sueño y el ensueño de Fernando Ponce, y me
remonto, por el río profundo de las palabras, hasta el Memorial del convento,
donde el vientre de Blimunda, comienza a crecer. Ese, el río incesante de la
creación literaria, que toca la sensibilidad y la memoria de uno u otro sin
saber cómo, sin saber por qué.
He dicho varias veces, casi como la voz que clama en el desierto, que
Fernando Ponce es un escritor insular y singular en la literatura colombiana
del siglo XX. Creo que una nueva lectura crítica de Matías podrá demostrar
la validez de mi aserto.

Fernando Garavito
Santa Fe, noviembre 22 de 2009
A mi hijo Diego
siempre ausente
El autor
I

Nací el día anterior al Génesis, al de esa extraña aventura que llenó los ojos
de luz y de avaricia y convirtió al hombre en la criatura más desgraciada de la
Creación y sin haber conocido cosa distinta de las tinieblas, quedé confinado
por vida a ella.
(…) que en el principio de los tiempos el genio del bien y del mal, el
gran subconsciente, ego universal, vagaba en las profundidades de las
sombras. Tendía incansablemente sus enormes alas y recorría distancias
inmensurables entre la oscuridad reinante sin encontrar nada diferente de
tinieblas y caos. Aguas cenagosas apozadas hacía miles de años lo cubrían
todo. Que no era sino un solo gran sobrevolar entre tinieblas sin encontrar un
sitio seco en donde posar las garras, ni un cerebro en donde incubar la
desventura, ni un rebaño con quién compartir la inmensa soledad del
milenario genio, que navega en la nada portando el tremendo lote de
inconformidad humana, hasta que suspendiendo el vuelo en mitad del infinito
insondable dijo, en un acto supremo de ambición e inconformidad: “Hágase
la luz”, y la luz fue hecha y lo que era negrura se tornó en incoloro y lo que
no existía no estaba allí de manera inexplicable y vio que ahora era un
abismo de luz insegura en donde no se veía nada, ni existía nada fuera de
minúsculas manadas de lobos lánguidos que con los dientes fuera de las
encías se perseguían unos a otros destrozándose y devorándose mutuamente,
mientras los pequeñuelos olisqueaban entre los guijarros en busca de una
brizna de hierba inexistente. Entonces asustado y desilusionado de la
pequeñez y opacidad de la luz, hundió las garras entre sus cuencas y extrajo
los ojos y se refugió en la oscuridad para siempre…
Nací, repito, el día anterior a esta extraña e increíble aventura y de ahí en
adelante mi vida ha sido un tejemaneje de todos los diablos, casi pudiera
decirse que sin principio ni fin. Sin embargo, he aguzado mi sensibilidad a tal
extremo que he sacado emoción hasta de las cosas más extrañas y
monstruosas, y ahí voy por mi camino a trancones; pero la verdad es que mi
vida ha sido lo que llaman una “cosa maldita”. Mi nacimiento no fue la luz, la
vida completa, la alegría. Mi principio fue como el final de todo ser humano:
la noche, la oscuridad, el alma errante en las tinieblas en busca de algo, de la
luz, de una respuesta a los millones de “porqués” que han surgido de mi vida.
Sencillamente, fui ciego casi desde mi nacimiento.
Mis padres formaban un matrimonio que jamás ha debido hacerse. Si
alguna vez, hace varios años, sintieron el amor, la piquiña del deseo carnal, si
fueron jóvenes alguna vez, porque siempre he tenido la sensación de que
nunca lo han sido, entonces, si alguna vez fueron así, han debido acostarse,
amarse y sentir los estremecimientos del coito, sin comentar el error de pagar
con todas sus vidas el crimen del amor, de la mutua satisfacción del deseo.
Mi madre era lo que se llama “de una buena familia”. Apellidos algo
altisonantes que habían ocupado con frecuencia espacio en las listas de
invitados o asistentes a fiestas sociales que aparecían en los periódicos.
También podía ser por algún saldo de importancia en los bancos o dos o tres
propiedades de algún valor, o cosas por el estilo que forzosamente convertían
a una familia en distinguida. A veces eran los herederos de algún viejo amigo
de un presidente, que había sido beneficiado con la explotación de algún
renglón de licores nacionales u otra industria productiva y había logrado
enriquecerse hasta el estado de lograr convertirse en “de buena familia”. Pero
los más eran los descendientes de antiguos generales o próceres de la
Independencia, pero que en ese entonces ya eran pobres decrépitos, rezagos
de un hombre ilustre de hacía un siglo. A estas gentes de buenas familias las
unía su mutuo odio y rivalidad. Se soportaban, se encontraban con frecuencia
en los salones distinguidos de la ciudad, pero en el fondo, el descendiente del
prócer se sentía más importante, de sangre más pura que el heredero del
destilador de aguardiente, del productor de chicha o del explotador de algún
jugoso ramo de la industria departamental. A su vez estos últimos, miraban
con desprecio a los primeros, porque estos no vivían sino de glorias pasadas,
cuya autenticidad se ponía en duda, sin poseer ni un centavo en el bolsillo. La
lucha era muda, por la espalda, con sátiras, con calumnias inventadas por
viejas rezanderas o solteronas sin oficio; pero lo cierto era que la balanza
principiaba a inclinarse a favor de los que tenían dinero, sin que importara la
manera como este se hubiera conseguido, ni el más o menos desconocido
origen de la familia. Entonces muchas familias, hasta hacía muy poco
distinguidas y tenidas en cuenta para toda fiesta social, iban pasando, entre
resentimientos, odios y amarguras a segundo lugar, es decir, el sitio que
debían ocupar en una sociedad moderna, en la cual los negocios y el dinero
eran lo primordial y donde los apellidos y los pergaminos resultaban, por sí
solos, de muy poca utilidad. Las familias rezagadas en estas transformaciones
sociales, se trasladaban modestamente a algún barrio pobre de la ciudad, es
decir, dejaban esa vida ficticia en la cual el presupuesto familiar resultaba una
bicoca y la diferencia faltante se convertía en vales en la tienda de la esquina,
en cheques chimbos en manos de sastres, dueños de bares y almacenes de
modas, y en préstamos, conseguidos a base de disculpas, mentiras y
melindres a los vecinos.
Mi madre venía de alguna de estas familias caídas en desgracia. Esto por
lo menos es lo que he logrado entender y creo que aun si hubiera tenido el
sentido de la vista, lo habría entendido lo mismo, porque estas cosas son de
oír y no de ver y así lo entendí un día que mi madre conversaba con alguna
amiga y comentaban:
—Pero fíjate Berta, es alto y buen mozo, parece que fuera de buena
familia.
Y mi madre contestó en voz baja, como para no ser oída:
—Sí, así es. Pasan cosas raras, por ejemplo, fíjate en el hijo de Roberto.
Qué familia más buena la suya, y ahí lo ves qué muchacho tan feo, parece de
la plaza de mercado. Pero al fin y al cabo para qué le sirve a una ser de buena
familia, si estamos tan sobadas.
De una manera o de otra, estoy seguro que mi madre era vieja y fea.
Cuando se casó con mi padre debía de tener por lo menos diez años más que
él. No comprendo por qué se hizo ese matrimonio tan desigual. Tal vez tenía
derecho a una quinta parte de la herencia de mi abuela, que consistía en una
casa vieja en Santa Bárbara y además algunas accioncitas de las que era
poseedora, pero de esto último no estoy completamente seguro porque jamás
oí hablar claramente de este aspecto de nuestra vida. Ese asunto de por qué se
hizo determinado matrimonio o se dejó de hacer, nunca es bien claro. Cada
persona da una versión a su manera y, sin embargo, queda en el fondo algo de
inconformidad, un vacío inexplicable.
Para mí fue una gran sorpresa descubrir que mi madre era vieja y fea,
especialmente lo último, porque este aspecto de la vida humana me era
completamente desconocido. Como no veo, no puedo hacer comparación
entre una persona y otra y por mí mismo descubrir la fealdad y la belleza.
Creía que la gente era toda igual, exactamente igual, como hecha en un
mismo molde, por lo menos en lo físico. Más tarde comprendí que esta
apreciación era falsa, porque así como yo distinguía por la voz a mis
hermanos y padres, así como yo había aguzado tanto el olfato, que hasta por
los olores los distinguía también, así mismo, como tenían voces y olores
diferentes, era lo más seguro que tuvieran diferencias físicas. Pero todas estas
cosas son confusas para un ciego novato como era yo cuando estaba
pequeñito. Descubrí esta dolorosa experiencia de lo feo y lo bello un día
lluvioso. Tenía cinco años. Todo el día había estado cayendo una lloviznita
menuda y persistente. Me entretenía sentado en el corredor sobre un
cajoncito, oyendo el cantaleteo del agua en la canal. Cuando apenas
lloviznaba, el agua muy escasa parecía alegre y se deslizaba saltona y
cantarina. Me gustaba mucho que lloviera para oírla, porque para un ciego no
oír nada a su alrededor es como para uno que ve, la oscuridad. Acerqué
entonces mi cajoncito a la columna y me complacía en juntar la oreja al frío
metal de la canal para oír más cerca la musiquilla del agua. Oyéndola allí al
pie deslizarse era como si la estuviera viendo. Sentía en la piel de la oreja un
cosquilleíto que me lo producía el agua al deslizarse por el otro lado. A veces
recorría la mano hacia abajo y hacia arriba, hasta donde alcanzaban mis
brazos de cinco años, y acariciaba la canal por todos los contornos, para
imaginarme cómo era, de qué estaba conformada, y mi tacto se había
principiado a educar de tal manera que ya descubría si estaba pintada, si las
uniones estaban correctamente soldadas, si había deficiencias en la superficie
o si había quedado algún agujerito por donde el agua se escapaba.
De pronto se desgajó un fuerte aguacero y el ruido en la canal se
convirtió en un gargareo atronador. Caían rayos y en mi oscuridad se
formaban ráfagas de luz. El tronar era constante y los granizos del tamaño de
garbanzos. Empecé a sentir que me salpicaba agua y corrí mi cajoncito
nuevamente al interior del corredor y volví a sentarme en mi actitud
acostumbrada.
A poco oí fuertes golpes en la puerta de la calle. Esperé un rato, no
porque un ciego dude jamás de lo que ha captado por sus sentidos, sino para
ver si mi madre o alguno de mis hermanos salían a abrir. Pero nada, los
golpes volvieron a escucharse, algo angustiosos. Mi madre no había oído
porque el ruido del agua, el granizo y los truenos no lo permitían. No pasaba
lo mismo conmigo, porque mis sentidos habían comenzado a educarse en tal
forma que no se me escapaba ni el ruido de un gusano al deslizarse. Entonces
me puse en pie y fui a abrir la puerta. Conocía toda la casa bastante bien y
llegué derechamente, sin tropiezos, a la puerta de la calle, y abrí.
—¡Ah! Es el cieguito —dijeron casi a unisón—, qué tan querido; sabe
abrir la puerta.
No dije nada. Me llené de indignación. “Viejas desgraciadas —debí de
pensar—. ¿Acaso no tengo nombre, no me llaman mis padres y mis
hermanos, Tomás, Toti? Ciego no es nada”. Sí. Esto debí de pensar entonces,
pero no recuerdo si fue así o no; en todo caso, creo que desde cuando
principié a darme cuenta de la vida, he tenido este genio irascible que me ha
hecho sufrir tanto. De cualquier manera, no dije nada y me quedé quieto en el
sitio donde estaba.
Las visitantes, que eran dos viejas gangosas, se abalanzaron al interior
de la casa, mientras comentaban:
—Aquí por lo menos no nos mojamos.
Sus ropas olorosas a vieja y empapadas, me rozaban y me mojaban la
cara. Entonces sentí la repulsión y el asco que sólo pueden originarse en una
sensibilidad muy fina o en un olfato muy conocedor, y retiré la cabeza
bruscamente hacia atrás y me golpeé contra la pared. Me sentí un poco
atontado, pero las viejas no se dieron cuenta, ya corrían bullangueras por el
zaguán. Luego se metieron en la sala, jadeantes, ateridas, sacudiéndose y
exprimiéndose el agua de sus ropas. Oía el ruido de sus manos al deslizarse
por sus vestidos con el ánimo de sacudirlos un poco y después, cuando entré,
mis pies que estaban descalzos, encontraron en el suelo muchos pocitos de
agua helada. Hubiera querido gritar: “Viejas inmundas, ustedes han
empapado el piso por donde tengo que caminar todo el día como un preso en
su celda”, pero no dije nada, ni tenía entonces edad para decir, ni pensar estas
cosas; esto solamente lo he pensado mucho tiempo después.
Corrí al interior de la casa como un murciélago en un zarzo, esquivando
asientos, columnas, cajones con ropas sucias, mesitas con tazas de matas;
llegué a la cocina y le dije a mi madre:
—Han llegado unas viejas. Están en la sala.
—No se dice viejas, unas señoras, mijito —replicó mi madre en tono de
fingido regaño, y después para sí:
—¡Qué guama! Ahora que estoy tan ocupada. ¿Quiénes serán?
Mi madre no me preguntaba nunca quiénes eran, porque suponía que
para un ciego era completamente imposible saber esto. Sin embargo, estaba
engañada. Uno se acostumbra tanto a su situación que se da mañas para
conocer a todo el mundo. Y he oído decir muchas veces que la vista engaña y
estoy convencido que el tacto, el oído, el olfato de un ciego, no fallan nunca.
Si fallaran, los ciegos seríamos como una especie de meteoros locos, sin
rumbo, sin ubicación en el mundo de los que ven. Afortunadamente no es así.
Y como digo, estaba engañada, porque aun sin abrir la puerta, sabía quién
golpeaba, ya por la manera de hacerlo, ya por oír su voz: si era la dueña de la
tienda de la esquina que venía a cobrar la cuenta; si era mi tía Concha o
algunas otras personas. Mis conocidos no eran muchos, ocho o diez, porque a
mi casa iba muy poca gente; pero bastaba con que fueran dos o tres veces,
para que ya quedaran para siempre en mi archivo. Muchas veces iba a donde
mi madre y le decía:
—La busca en la puerta nuestra vecina, la señora de Izquierdo.
Entonces mi madre me acariciaba llena de ternura:
—Cómo es de inteligente mi chinito, cómo ha aprendido a conocer a la
gente.
Pero estas cosas se le olvidaban y sistemáticamente evitaba preguntarme
y me ofendía sin darse cuenta.
Mi madre se lavó las manos en el chorro de agua de la pila del patio,
seguramente se secó con la falda o con el limpión, y se encaminó a la sala.
Yo me agarré a sus faldas, no porque fuera incapaz de ir solo, sino porque por
la costumbre, o porque sentía un poco de complejo delante de mi madre, o
sencillamente porque me parecía más fácil así, siempre que estaba con alguno
de mis familiares, prefería usarlo como lazarillo. Así agarrado de las faldas de
mi madre fui con ella hasta la sala.
Desde la cocina oía que las viejas conversaban y cuchicheaban. Claro
que no entendía de lo que trataban, pero a medida que nos acercábamos
empecé a entender:
—Desde que se casaron no han comprado muebles nuevos. ¿Ah? Yo no
recordaba que fueran estos. Están tan viejos y tan sucios. Esta gente se ve que
es muy sucia y más con ese niño ciego que se la pasará haciendo porquerías
en todas partes.
Mi madre no oía nada de esto porque las personas que tienen el uso de
sus cinco sentidos tienen que repartir entre ellos su capacidad sensitiva,
mientras que los ciegos solamente la repartimos entre cuatro y entonces los
tenemos más aguzados, más potentes, más útiles.
Viejas malditas. Viejas sucias. ¿Por qué hablaban así? ¿Qué autoridad
tenían para ello? Yo a esa edad era un niño aseado que no me hacía en los
calzones; en cambio, sí había percibido el olor de ellas cuando entraron, a
excrementos y a toda clase de emanaciones. ¿Por qué tenía que asociarse a un
niño ciego con todas las porquerías y suciedades? Este era un vicio de todo el
mundo y estas viejas hediondas no hacían sino seguir la corriente; pero esto
no calma mi ira y el deseo que siento ahora, de vengarme, de estrangular
estos monstruos que se creían con derecho a ofenderme, porque en ese
tiempo yo no entendía la barrera que en la imaginación de la gente hay entre
un niño con sus cinco sentidos y uno que no tiene sino cuatro, barrera que
hace que si en una reunión aparece un olor desagradable, es el niño ciego
quien lo ha producido; si aparece un rayón en la pintura nueva del corredor,
es el niño ciego quien lo ha hecho, en fin, si en el vestíbulo aparece un
montículo de excrementos, es también el niño ciego quien se ha ensuciado
allí. Es decir, todo lo malo, todo aquello que no tenían el valor de achacárselo
a otra persona; toda la porquería, todo el fastidio, toda la incomodidad, se
acumulan sobre el niño ciego de la familia. Los padres, los hermanos, los
familiares, los amigos de la casa, todos sin excepción, piensan en la manera
de eliminar al niño ciego, no por la lástima que les produce, sino por fastidio,
por incomodidad, por el inconfesable deseo de no tener estorbos. Pero
ninguno se lo confiesa, ninguno habla de ello claramente. Se les sale a la
vista, me figuro, como se les salen a la lengua en esas expresiones que oí
tantas veces: “Pobrecito angelito de Dios”. “Pueda ser que Nuestro Señor se
apiade de él”. ¡Bandidos! Todos, quisieran que resbalara y se desnucara; que
de golpe se cayera al aljibe de la casa, en fin, que lo atacara un mal corto, sin
dolores ni sufrimientos y que el niño muriera. ¿Para qué sirve un ciego? Para
nada. Eso creen, y tal vez si uno hubiera muerto muy pequeñito, mejor al
nacer, no sería de lamentarlo; pero ya cuando la vida está robustecida, ya
cuando las pasiones, el amor y el odio en alegre comadrería han echado raíces
en la vida de uno, entonces ya no se puede morir; ya se tiene que vivir para
sufrir o para gozar, o para gozar sufriendo; para sentir remordimientos, para
sentir odios, para derramar lágrimas de ternura y de amor y para que el
cuerpo se llene de vicios y erotismos, para escanciar toda la vida, para
vencerla, para no entregarle a la tierra sino un guiñapo.
Cogido de las faldas de mi madre entré en la sala y fui a sentarme en una
silla al lado opuesto de donde sabía que estaban sentadas las viejas. No
alcanzamos a entrar, cuando las dos mujeres se pusieron en pie y se
abalanzaron sobre mi madre:
—Berta, cuánto gusto de verte. Hacía tiempo, tiempo que no te veíamos;
pero estás igual, no te ha pasado un año.
—No sé cómo con este brete de la casa no se acaba una —contestó mi
madre algo halagada.
—Y, ¿cómo están todos tus hijos y tu marido? A él sí hace tiempo que
no lo vemos —continuaron las viejas.
—Todo bien, gracias a Dios —contestó mi madre y prosiguió—: Camilo
sigue lo mismo. No cambia. Todos los días más joven y más alegre.
—Ajá, como dicen: “genio y figura hasta la sepultura”. ¿Lo mismo de
enamorado y fregado como siempre?
Aquí venía el espolazo, el pinchazo de estas viejas perversas a mi
madre. Ella debió comprenderlo así y se calló cohibida o resentida; entonces
una de las viejas se apresuró a atenuar:
—Así, así son todos los hombres, no se conforman con una sola.
Mi madre siguió en silencio un rato. Yo notaba que estaba un poco
embarazada con el tema. Por fin dijo:
—Bueno, ¿y ustedes qué tal? Cuenten, cuenten algo, ¿Su mamá bien?
Hacía años que no las veía. Como no vienen nunca a visitarla una, porque es
po… Frenó en seco.
—Se va pasando el tiempo y no vuelve una a visitar a las amigas
queridas. Pero no es falta de deseo, se muere una de ganas de verlas, de
charlar un rato, de hablar un poco de todo el mundo, pero no queda tiempo.
Todo se va en deseos. Pero vieras, mamá está irreconocible, la muerte de
papá ha acabado con ella. Pobrecita, fue un golpe terrible para todos, pero
especialmente para ella. Como tú debes saberlo, Francisco está hace ya cerca
de un año en el extranjero, se fue a estudiar.
De pronto se oyó un ruido en la cocina como de algo que se está
achicharrando y hasta la sala llegó el olor característico de la leche quemada.
Entonces mi madre se puso en pie presurosa:
—Perdónenme un momentico, se está derramando la leche.
—Qué pena —gimieron las dos viejas—; no te preocupes, nosotras nos
vamos ya. Sólo queríamos verte un momento y escampar de este aguacerón
que se desgajó de un momento a otro.
—No, no. No se pueden ir así tan pronto —dijo mi madre con poca
sinceridad—; es un momento nada más, bajo la jarra de la leche y ya vengo.
Mientras decía esto abandonaba la sala presurosa, con un ruido de
faldas.
Todo quedó en silencio. Solo oía el ruido de mi madre corriendo por el
corredor y el derramarse de la leche a intervalos. Ya principiaba a escampar y
el agua en la canal volvía a aclarar la voz. Yo estaba quietecito y callado en
mi asiento como los niños ciegos, bobos o atrasados de todas las casas del
mundo a quienes siempre les gusta correr detrás de los mayores y estar en
todas las visitas sirviendo de complejo a los de la casa y de mortificación a
los extraños. Al principio la gente se mortifica de verlos siempre en todas las
visitas ocupando el asiento más visible como sombras de personas, como
partículas de hombres; pero al rato los olvidan por completo hasta no verlos,
hasta ignorar su presencia. Al comienzo la conversación, casi siempre, versa
alrededor de ellos, de su desgracia, de los conceptos de los médicos, de las
sumas gastadas en los remedios, del dolor, de cómo principió la enfermedad
o comenzaron a notarse las deficiencias, de que es el más querido; y tras de
esta repetición de cosas dichas por miles de veces, de esta farsa detrás de la
cual solamente un ciego descubre la hipocresía, viene el olvido físico. No se
vuelve a tocar el tema, porque ya está rebosado, porque ya está escanciado
hasta las heces.
Muchas veces escuché en silencio el relato de mi propio infortunio. Mi
madre explicaba a sus amigas con minuciosidad de detalles las circunstancias
de la pérdida de mis ojos. Contaba esta triste historia, de memoria,
introduciendo cambios imperceptibles, palabras nuevas, pero manteniendo la
esencia igual, hasta convertirse en algo así como la repetición de una lección
monótona y larga. No le importaba mi presencia; ella era quien más me
olvidaba físicamente a fuerza de no verme en todo el día. La historia la
aprendí de memoria, como he tenido que aprenderlo todo.
Una de las viejas principió a hablar en voz baja pero suficiente como
para que cualquiera que estuviese cerca hubiera oído:
—La misma, la misma. Siempre tan fea, tan horrible. Sólo que ahora
está más vieja y se empieza a arrugar.
—Sí. Pobre Berta, ha sufrido mucho. Tanta desgracia. Así es mejor no
casarse una.
—¿Quién la mandó ponerse en cacería de ese hombre? Una mujer fea
casi repugnante, sin cuerpo, sin nada que le pueda gustar a un hombre. Y más
un tipo como Camilo, joven y bien plantado. No, no. Ella tiene la culpa.
Yo oía en silencio. Esta última vieja era perversa, se adivinaba que
odiaba a la humanidad, que se hubiera lanzado sobre mi madre, sobre
cualquiera otra persona menos mala que ella con el menor pretexto, para
estrangularla. Cuando hablaba alguna persona así, como aquella, yo me
llenaba de angustia, se me apretaba el corazón, adivinaba el peligro. Era algo
así como cuando uno sabe que en un cuarto hay un animal venenoso: entra
temeroso, se escurre pegado a la pared, siente por todas partes su perversa
presencia, teme acercársele, tocarlo, herirlo con el resuello. A todo momento
tiene la carne de gallina esperando el zarpazo. Así me sentía yo aquel día, en
presencia de esa vieja venenosa. Hubiera querido huir pero sin que me viera:
escaparme como por encanto.
En aquel tiempo yo hacía esfuerzos para imaginarme una vieja como
esta, pero sólo se formaba en mí una figura borrosa, con mil bocas para
ofender y morder, con mil uñas para desgarrar, con mil ojos para lanzar
llamas y verlo todo.
—No, pobrecita —contestó la otra—; a mí me consta que él la buscaba
mucho. Creo que estaba enamorado. A los hombres no hay nada que les guste
permanentemente. No sé, no sé, pero siempre me pareció que la quería; a no
ser que fingiera por interés a los cuatro centavos que ella tenía.
—Eso, eso…
El ruido de mi madre que se acercaba hizo que esa vieja maldita no
volviera a tener el gusto de decir horrores contra ella. Tan sólo alcanzó a
lanzar ese “Eso, eso…” que por sí solo hacía prever todo lo que iría a decir.
Las viejas todavía hablaron un rato, especialmente haciendo elogios de
la casa, de cómo estaba mi madre de bien y otras hipocresías que yo no oí
completamente porque estaba obsesionado con la idea de que mi madre era
fea, horrible. En mi cabeza daban vueltas las ideas, pero para un ciego es
completamente imposible imaginarse algo feo. Puede darse cuenta de una
cosa áspera, de las arrugas, una nariz chata, pero de unos ojos feos, de una
boca sin gracia, de un pelo espantoso, de un color enfermizo, de unas piernas
cascorvas, como he oído decir tantas veces. Tiene solamente una idea
abstracta de que lo feo es algo desagradable a la vista, como un mal olor a la
nariz o una materia viscosa al tacto, pero nada más.
Un rato después resolvieron marcharse. Yo no esperaba más sino eso.
Todavía en el zaguán y en la puerta conversaron un momento y las oí
despedirse llenas de amabilidades y rogar a mi madre que fuera a verlas algún
día. No había escampado totalmente y el agua producía la musiquilla en la
canal. En mi ciudad llovía mucho, y cuando un día amanecía lluvioso, era un
caso excepcional que el sol lograra filtrarse y que la lluvia cesara por
completo.
Tan pronto como mi madre entró me precipité hacia ella. Estaba lleno de
temores y de tristeza, pero no era como en esos casos cuando estamos llenos
de zozobras, y sin embargo resultan vanas todas las pesquisas que hacemos
en nuestro interior, en nuestros actos, en nuestros recuerdos, para lograr saber
qué ha producido esa desazón que nos embarga. No, no era así. Sabía
perfectamente que mi angustia, que mi tristeza, habían sido originadas por el
hecho de saber que mi madre era fea, horrible, como habían dicho las viejas.
Hoy pienso que entonces he debido echármeles encima, insultarlas, arañarlas,
sacarlas corriendo de mi casa, porque no tenían derecho a decir eso de mi
madre, porque no era justo que destruyeran la bella imagen que yo tenía de
ella. Pero entonces me quedé quieto, mudo, ignorado por todos, como están
siempre los niños ciegos.
—¡Mamita, mamita! —le grité por fin mientras me agarraba a de su
falda.
—¿Qué te pasa mijito, por qué gritas así? —preguntó mi madre mientras
me acariciaba el cabello.
—Nada mamita… Siéntese y me alza. Quiero que me alce —le contesté
lloriqueando, no como lloriquean fingidamente todos los niños para que la
mamá los siente en las rodillas, sino porque realmente sentía la necesidad de
hacerlo.
—No, no Toti, ahora no puedo. ¿Qué son esas cosas? No ves que estoy
haciendo oficio en la cocina.
Yo sabía que cuando mi madre decía que no, no había esperanzas de que
accediera. Por otra parte, ella casi nunca me alzaba, ni me acariciaba. A
veces, cuando sabía que estaba sentada, me le subía a la fuerza, mientras ella
protestaba y terminaba por consentirme, por besarme y muchas veces sentí
que sus mejillas se humedecían. Me quedé callado entonces y agarré con
fuerza la mano que todavía me acariciaba el cabello. La recorrí toda, sin
soltarla, por las falanges, por las uñas duras y romas, por la palma áspera por
el trabajo cotidiano, por el dorso suave y principiando a arrugarse. Quería
arrancar de esas manos algo, saber por ellas si mi madre era fea y qué era ser
fea. Pero no descubrí nada.
—Suéltame, dijo, ¿no ves que estoy haciendo oficio? —volvió a repetir
mi madre—. ¿Por qué lloras? Estás nervioso, te pasa algo raro. ¿Qué es lo
que quieres? No pongas pereque.
Mi madre quedó unos segundos, enfrente de mí, como esperando una
respuesta, y contesté:
—Nada.
Me quedé un rato quietecito donde estaba, cabizbajo, sin saber qué
hacer: si volver a mi cajoncito y sentarme, si ir al solar de nuestra casa y
jugar con greda húmeda, o si correr a un rincón a llorar y llorar. Tal vez
quedé inconscientemente pensando en ese absurdo “no ves” que me había
dicho mi madre y que muchas veces después me lo han repetido. ¿Por qué esa
ceguera de los que ven, de los que tienen todos sus sentidos completos para
no comprender que para el ciego no existe el verbo ver y que su uso lo
mortifica, que para aquel a quien le han amputado las dos piernas no existe el
verbo caminar, ni para el que ha nacido mudo existe tampoco el verbo
hablar? “No ves…”. “No ves…”, miles de veces repetido. Ya hecho un
hombre, también en muchas ocasiones, no he contenido la cólera y he
gritado:
—No, no veo. No puedo ver, soy ciego. ¡No sea imbécil!
No recuerdo qué hice después, en la media hora siguiente; lo cierto es
que más tarde estaba en la cocina, al pie de la hormilla, cogido de los ladrillos
tibios. Mi madre andaregueaba de un lado para otro produciendo ruido de
vasijas o meneando la china para avivar el fuego, y no dejaba de decirme:
—Quietecito Toti. No vayas a meter la mano porque te quemas. La
candela es roja y quema. Sabía que ella estaba preparando el chocolate de sus
onces. Siempre a esa hora lo hacía, pero aun cuando no lo hiciera en ese
momento, lo habría sabido porque el olor de las comidas no me engaña. Ni
menos ese de cacao, oloroso, suave, que despierta deseos de beberlo.
Después la oí batir con fuerza y destreza el molinillo dentro de la olleta:
luego el chorrito del chocolate al caer en la taza y por último que mi madre se
sentó en un pequeño taburete a tomarse las onces. Entonces me acerqué, cogí
sus rodillas y quedé en silencio. Ella sorbía y mascaba pan sin decir palabra,
casi como si me hubiera olvidado por completo, pero de pronto dijo:
—Ahora te dejo un sobradito, ¿oyes Toti?
—No, no quiero —contesté.
—¡Ah! ¿No quieres? Mejor para la olleta que no haya cacao.
—Quiero una sopita nada más.
Mi madre me la alcanzó a los labios sin contestar.
Yo no esperaba sino el momento cuando ella hubiera acabado de
tomarse el chocolate para saltarle a los brazos, y así lo hice apenas sentí que
ponía la taza encima de la mesa que estaba a su alcance. Ella forcejeó un
poco, pero al fin yo quedé acunadito en su regazo y bien agarrado de sus
ropas.
¡Cuán feliz me sentía allí! Metido entre las faldas tibias de mi madre.
Percibiendo su olor fuerte a mujer, a yerbabuena, a ropas limpias, a jabón de
la tierra que me gustaba tanto. Pese a que yo era grandecito, tenía la
sensación de que me perdía en su amplio regazo. Venían a mi mente
recuerdos, tal vez prenatales, o de cuando era muy pequeñito, y no hubiera
querido por ningún motivo salirme de allí. Cómo sería de feliz ahora. Cuánto
diera en estos momentos por poderme meter, siquiera fuera por milésimas de
segundo, en ese acogedor regazo de mi madre y llorar un poco. Pero, aún de
pequeño me costaba trabajo conseguirlo, debía hacerlo de sorpresa y casi a la
fuerza: pero aun así yo era feliz.
Me arrebujé bien, encogí las piernas, hubiera querido haber sido
pequeñito para esconderme en un pliegue de su ancha falda. Metí las manos
en las arrugas de la blusa, en los pliegues de sus tiernos y carnudos pechos y
sentí la tibieza de su epidermis, las sinuosidades de su piel, ya arrugada, pero
siempre hermosa para mí. Entonces ella dijo:
—¿Qué es eso, mijo? Saca de ahí las manos. Las tienes muy frías.
Saqué las manos y me puse a recorrer su cara. Esa cara fea, horrible, de
la cual había oído hablar a las viejas de la visita. Recorrí con manos ávidas de
conocer y de enviar su mensaje a mi interior, todas las sinuosidades de la cara
de mi madre: su barbilla fina, sus pómulos salientes con la piel tensa, sus
mejillas flojas y arrugadas, con ligerísimos montículos seguramente
erupciones de la piel o lunares, su frente pequeña, grasienta y angosta, sus
cejas que se unían con el pelo que le cubría la frente casi en su mayor parte,
sus ojos pequeños cercados de pestañas lisas y tiesas, su nariz de huecos
grandes, con vellitos en la punta que no se escapaban a mi tacto, un poco
áspera y hundida donde se une con la frente, así como dicen que son las
personas chatas. Luego recorrí su boca carnuda, grande, de labios rajados y
con abundante bozo. Hubiera querido meter los dedos en su boca y
cerciorarme del tamaño y del orden de sus dientes, pero ella protestó:
—¿Qué es esa manoseadera, mijo? Estése quieto o si no lo bajo.
Entonces retiré la mano de su boca y busqué sus orejas y metí los dedos
entre sus pliegues duros y cartilaginosos. Descubrí que la piel era áspera y
posiblemente llena de mugre acumulado hacía mucho tiempo. Los saqué con
rapidez, mientras ella reía nerviosa:
—Toti, me haces cosquillas. ¿Qué es esa tocadera que te ha dado hoy?
No contesté nada, como si no hubiera oído. Todos mis sentidos estaban
en mis pequeñas manos de niño. Nada me hubiera hecho desistir de mi
empeño. Si mi madre hubiera tratado de arrancarme de su regazo, tal vez la
hubiera arañado, le hubiera dicho esa terrible ofensa que había aprendido
aquel día: vieja horrible, vieja asquerosa. Pero todo habría sido obra de la
rabia, de dientes para afuera, porque yo amaba a mi madre y sólo me hubiera
empujado a ofenderla la cólera, la frustración de un deseo, de ese sublime
afán de conocer y descubrir la vida, sus formas, las cosas que nos han sido
negadas a los ciegos por la misma razón de la imposibilidad para conocerlas
por completo.
Por último, metí los dedos en sus cabellos lisos, algo mantecosos y
abundantes. Cogí aquellos pelitos cortos que nacen en la nuca y deslicé mis
manos por su cuello flaco y arrugado.
Ya había tocado todo. No había quedado un rinconcito de la cara, del
cuello, del cabello de mi madre donde mis manos no hubieran recorrido, pero
su mensaje había sido confuso. Ya sabía de las sinuosidades de ese montículo
de carne que se llama nariz; ya conocía la extensión y algunos detalles de
esas grietas en la piel que se llaman ojos y boca; no desconocía detalle de ese
par de aletas tan caprichosamente estructuradas, que se llaman orejas, pero no
sabía nada de la belleza ni de la fealdad.
Me acomodé mejor en el regazo de mi madre, crucé los brazos y quedé
en silencio. Pensativo y todo lleno de incógnitas cerré los ojos que siempre
permanecían abiertos innecesariamente y traté de adormilarme entre suspiros.
—¿Qué te pasa hoy, mijito? —me preguntó mientras ponía su mano
tibia sobre mi mejilla.
—Nada, mamita—. Y después, incorporándome un poco:
—¿Tú eres fea?
—¿Qué son esas preguntas, mijo? Eso no se les pregunta a las mujeres
nunca.
—Dímelo, dímelo. Quiero saberlo.
—Ni fea, ni bonita —replicó por fin, mientras me empujaba para que me
bajara—. Bájate ya. Tengo que hacer mucho. Ya te alcé un rato.
Me defendí un momento agarrándome de su blusa, de las mangas de su
camisa, pero al fin ella terminó por colocarme en el suelo y ponerse en pie.
Hubiera querido gritar y llorar para que me tuviera siquiera un segundo más
entre sus brazos, sólo para acariciarla, para darle un beso, para decirle que la
quería mucho, que no la cambiaría por nada, ni por la vista, que era la única
luz que tenía adentro. Ese análisis mudo que acababa de hacer, que había
resultado completamente infructuoso me tenía avergonzado. Pobrecita. ¿Qué
me importaba a mí que fuera fea o bonita, si yo no tenía ojos para verla y la
imagen que de ella tenía en mi interior era la más hermosa? Nada.
Ella salió de la cocina y quedé solo, paradito en el sitio en donde me
había puesto. Absorto y un poco más ciego que de costumbre, no sabía qué
hacer. Ya no estaba preocupado por su fealdad, pero sentía un enorme deseo
de llorar. Entonces corrí fuera de la cocina, pasé por el corredorcito de
ladrillos fríos, entré en nuestra alcoba, trepé en la cama de mi madre, que era
donde yo dormía, me arrinconé lo mejor que pude y lloré, lloré.
II

Mi padre llegaba por las tardes a la misma hora. Por ahí a las siete de la
noche. Pero esto no era seguro todos los días, aun cuando había cierta
regularidad. Algunas veces no llegaba en toda la noche y mi madre trabajaba
aquellos días hasta más tarde, impaciente y mortificada. Se acostaba ya bien
avanzada la noche, pero dormía muy mal porque se levantaba a menudo con
cualquier pretexto y recorría la casa en camisa de dormir. Pobrecilla. Nunca
se acostumbró a las ausencias nocturnas de mi padre, pese a que estas, con el
discurrir del tiempo, fueron haciéndose cada vez más frecuentes.
De cualquier manera, la llegada de mi padre por las tardes constituía casi
mi única alegría del día. Lo esperaba dando vueltas por el corredor, en el
zaguán o al lado de la puerta. Conocía sus pasos desde la esquina y cuando
los oía, me lanzaba a la puerta, corría el picaporte y la abría. El frío de la calle
y el viento se colaban en mi casa envolviéndome, arremolinándome los
cabellos y cortándome la piel. Me quedaba quieto en la puerta con mis ojos
ciegos dirigidos hacia el lugar por donde mi padre debía venir. Sus pasos
largos se iban acercando. Cuando ya no me cabía duda de que estaba muy
cerca, agitaba mis brazos y gritaba: “¡Papacito, papacito!”. Entonces me
cogía de la mano y entrábamos los dos en la casa. Ya dentro me acariciaba, y
algunas veces me daba un paquetico con dulces o galletas. Luego se sentaba
en el corredor a leer los periódicos o a conversar con mis hermanos mayores
de las tareas del colegio y de nimiedades de esta naturaleza.
Con mi madre no pasaban del saludo:
—¿Qué has hecho, Berta?
—Nada, nada. Trabajar es lo único que se hace aquí y bregar con las
necesidades. ¿Y a usted cómo le ha ido hoy?
Él no contestaba nada, como si no hubiera oído, y seguía en lo que
estaba. Sabía perfectamente que cualquier contestación podría generar una
riña con ella y prefería el silencio. Pero algunas veces llegaba malhumorado,
lo notaba desde la puerta porque no me daba la mano y me empujaba por la
nuca: “Adentro, mijo. Adentro, ya es tarde”. No me acariciaba como de
costumbre y se metía en su cuarto o principiaba a trajinar con herramientas
arreglando una cosa u otra. Luego venía, cuando se presentaba la oportunidad
porque mi madre entraba en el mismo cuarto o pasaba por donde él estaba, el
saludo de costumbre. Entonces ella contestaba más o menos lo mismo y él
gritaba enfurecido:
—¡Qué, ¿no hay más contestación, sino un sartal de quejas y vainas?!
—Entonces, ¿qué quiere que le conteste? ¿Qué estoy feliz, que tenemos
la plata a rodo, que me la paso en visitas y con las amigas?
No aguantaba la rabia:
—¡Carajo!, ¿y usted cree que yo me la paso rascándome la barriga?
Nada de eso. Todo el día de la Ceca a la Meca jodiéndome para levantar la
plata para que traguen ustedes. ¿Eso te parece divertido?
Así seguían alegando y peleando todo el resto del día. A veces parecía
que ya se habían olvidado, pero de pronto mi madre refunfuñaba o decía
cualquier cosa y volvía a prenderse la candelada. Los niños nos
arrinconábamos por ahí asustados, pero ellos nos olvidaban por completo
mientras peleaban y no economizaban vocablos. Todavía en la alcoba y
mientras se desvestían, seguía el alegato. A veces se gritaban a la cara hasta
parecer que llegarían a las manos, pero nunca fue así. Por último venía la
calma y sólo se oía el sollozar ruidoso de mi madre.
Siempre he creído que todas las peleas de mis padres se debían a la
diferencia de edades que existía entre ellos. Cuando se casaron, mi padre era
unos diez años menor que mi madre. De ahí que fue un error que este
matrimonio se efectuara. Esto lo oí decir miles y miles de veces a muchos de
los familiares y amigos que de vez en cuando nos visitaban. Desde luego que
siempre en voz baja y cuando no había nadie de la casa cerca, pero siempre
estaba yo en algún rincón sentado, quietecito, silencioso como de costumbre,
y ellos me olvidaban por completo y hablaban como si estuvieran solos.
Dicen que al principio la resistencia de mis abuelos fue enérgica y
parecía que no cederían jamás, seguramente pensaron que su hija Berta ya era
entrada en años, que su genio se hacía insoportable en la casa, que podía
desembocar en un histerismo peligroso, que había tenido muchos novios que
habrían despertado sus deseos y, por último, que era tal su amor por Camilo,
que cualquier día no sería raro que se saliera de la casa con él o que cometiera
alguna torpeza. En todo caso, la oposición fue mermando hasta desaparecer
por completo y los amoríos entraron en el monótono período de las visitas
reglamentarias, de las charlas con toda la familia, de la vigilancia permanente
de mi abuela o alguna de mis tías, de los apretones de mano y de los besos a
escondidas. A veces, en toda una visita, ni una sola oportunidad.
Así las cosas, el deseo debió de empezar a hacerse irresistible, hasta que
la temperatura subió al punto donde los actos deben cumplirse y entonces mi
padre propuso, entre coloreos y timideces, que le concedieran la mano de mi
madre. La propuesta no tuvo que repetirla. No le contestaron ni sí, ni no. Sólo
le preguntaron la fecha, y el casorio se hizo en el menor tiempo posible, sin
fiesta, sin invitados, en la mayor intimidad. Nada de los sueños dorados de
los abuelos: un fiestonón, todo lo mejor de la sociedad invitado, la mejor
orquesta de la ciudad. Todo en secreto, tratando de ocultar el matrimonio a
las grandes amistades de otros días, como si se tratara de alguna falta o
deshonor en que hubiera incurrido la familia, sólo por el hecho de que mi
padre se llamaba Camilo Quimbay, y no por lo de Camilo, porque ese
nombre les gustaba mucho, no por ser el nombre de él, sino porque había sido
el de mi bisabuelo. Lo de Quimbay era lo que les parecía espantoso. Ese
apellido Quimbay con el de Villacuadrada que era el de mi madre, resultaba
de una combinación horrible. Mi abuela y mis tías por mucho tiempo no se
acostumbraron a pronunciarlo sino entre dientes, bajando los ojos, tratando
de buscarle una manera diferente de decirlo, un sonido menos feo.
Mis abuelos y mis tías y tal vez mi propia madre debieron de exagerar,
después del matrimonio, la repulsión y vergüenza que les producía el
apellido, el origen y la familia de mi padre, hasta hacerles imposible la vida y
tornarse odiosos ellos mismos.
¿Qué más podía hacer mi padre? ¿Qué habría hecho cualquiera otra
persona en caso igual? Nada diferente. Comenzar a sentir odio por sus
suegros y cuñados, que lo despreciaban y hasta delante de él se resistían a
pronunciar en debida forma su apellido. Se les salía a la cara que se llenaban
de vergüenza cuando presentaban a mi padre a alguno de sus antiguos amigos
o parientes, cuando no optaban por dejarlo plantado, en silencio a un lado, sin
presentarlo, sin poder intervenir en la conversación, cortado y ofendido.
Recuerdo que un día llegó mi padre temprano; mi madre había salido y
no había regresado. Él se sentó en el corredor con las piernas estiradas hacia
el patio y yo me senté a su lado. Lo oía ojear un periódico con cuidado para
no darme un codazo en la cara. Él no decía nada y yo permanecía callado. Al
poco rato llegó mi madre.
—Llegaste temprano hoy —dijo ella.
—Sí. Me salí temprano del trabajo. Me sentía mal.
—Ah, sí.
—Y, ¿a dónde fuiste hoy? —preguntó él.
—Estuve donde mamá. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos;
figúrate que…
Mi padre no dejó terminar:
—No quiero figurarme nada de esa gente. No me hable de ellos.
—Entonces, ¿para qué me preguntas en dónde estuve? ¿No es para que
te conteste? Por otra parte, es mi familia.
—Sí, pero ya te lo he dicho, que de esa gente no quiero oír hablar.
—Esa gente, esa gente —contestó mi madre en voz alta, casi sarcástica
— es mi familia, y no tienes por qué expresarte de esa manera de ellos.
—A ver, ¿por qué no? ¿Qué me importa a mí que sean tus familiares, tu
taita, tu mama, tus hermanos?
—Sí, pero es mi familia. Usted, Camilo, es el menos autorizado para
hablar mal de ellos… Es mejor callar...
Entonces mi padre no contuvo la rabia y se puso en pie colérico.
—¡Carajo, ya he dicho que no quiero oír que me nombre a toda esa
porquería de sus familiares!
—¿Porquería? Ja… Ja… Quién lo viene a decir —replicó hiriente mi
madre.
—Sí, porquería. Mierda. ¿Qué se creen ustedes que son? ¿Bajados de las
estrellas? Nada, nada. Los parieron igual que a todo el mundo. ¿De qué le han
servido a usted? De nada. Solamente de motivo de peleas entre los dos. Para
hacernos la vida insufrible. No son sino inflados, pero incapaces de ganarse
la vida honradamente.
—¡Mientes! —gritó mi madre—; no los quieres porque no son unos
peones como tú. Siempre nos han querido, pero tú desde el principio te has
alejando de ellos y los has odiado. No solamente me has hecho desgraciada,
sino que quieres que no me trate con mi familia.
—¡Cállese, imbécil! —gritó más fuerte mi padre—. Usted es una bruta.
¿No ve que nos desprecian, que se avergüenzan de nosotros? ¿Que ocultan,
como si fuera un pecado, la existencia de nuestro niño ciego? ¿Que desde un
principio han antipatizado conmigo porque no soy un afectado como ellos,
porque no vivo hablando de los apellidos, porque no soy amigo de Fulanito o
de Zutanito? Pero cuantas veces han tenido necesidades, porque son unos
incapaces de ganar la plata, sí han ido a mi oficina a pedirme dinero prestado,
y para pagármelo sí no se acuerdan.
Parecía que se irían a las manos, pero de los gritos no pasaban. Sonaban
trastos y asientos que mi padre, colérico, tiraba con fuerza. Mi madre
lloriqueaba entre insultos. Yo, asustado, me refugié en un rincón todo lleno
de zozobra, temblando de miedo. No podía seguir trasegando entre sus
piernas porque de pronto recibiría un golpe o el impacto de alguna vasija o
mueble. Creía que en el fondo era culpable de toda esta riña, que mi
existencia parasitaria, que mi pequeño mundo de sombras era la causa de sus
odios y disputas.
Nació en mí la idea de huir de mi casa. Parecía increíble un pensamiento
de esa naturaleza en un pobre ciego. Huir de su casa. Emprender camino sin
lazarillo, sin luz, sin tener su tacto acostumbrado a las costras de las paredes,
a los huequecillos de las puertas y las ventanas, a las pequeños señas en los
andenes. ¿Cómo busca la comida el ciego? ¿Cómo se guarece del agua? ¿En
dónde duerme? Desde luego que es muy difícil al inicio, pero después resulta
tan fácil como que un perro recorra cientos de kilómetros desconocidos para
regresar a su casa, guiado sólo por el olfato.
Huir de esa casa donde a menudo se me recordaba de una manera
inconsciente, pero torpe, que era un ciego, que era un inútil, que constituía un
verdadero problema para mis padres, no sólo en esa edad, sino cuando ellos
fueran viejos, que sería durante toda mi vida un obstáculo a su felicidad y una
carga económica. Huir fue mi obsesión. Hacerlo cuanto antes. No volverlos a
oír ni a sentir. Conocer la voz de otras personas y saber qué piensa el resto
del mundo de un pobre ciego. Cómo se expresan de uno aquellas personas
que, por no tener ningún arraigo con uno, no lo ven como una especie de
tumor inoperable. No sé cuándo principié a pensar firmemente en huir, si
aquel día de la riña de mis padres o si me fui saturando de cosas, de angustias
incomprendidas, de odios, de tristezas, de complejos, hasta tomar esa
determinación que posiblemente cambió mi destino.
Estas escenas de incomprensión y resentimiento se repetían
frecuentemente. Debiera haberme acostumbrado, pero no. Siempre me
causaban la misma angustia, igual tristeza. No me pasaba como a mi madre,
que olvidaba por completo estos arrebatos de ira, sino que se grababan en mi
imaginación de forma indeleble. Estas escenas quedaban en mi conocimiento,
en mi archivo de hechos de la vida. Los ciegos no podemos olvidar nada
porque no tenemos la oportunidad de volverlo a vivir. No es como la vista
que olvida todo, pero que tiene la posibilidad de volver a ver las cosas y
refrescar su recuerdo. Nosotros tenemos que grabar los detalles y
conservarlos frescos en la imaginación por toda la vida.
III

Me fui acostumbrando a la constante protesta de quienes me rodeaban,


especialmente los mayores, contra el tiempo, como si fuera el culpable de
todo, como si fuera el elemento frustrante, insalvable e ingobernable de la
humanidad. “La vida se acaba en un momento. Ya en la cara se nos ven los
años y no podemos echar pie atrás, no podemos volver a ser niños. Ahora hay
otros jóvenes que galantean y quieren formar hogares, otros niños que llenan
los parques y los carruseles y otros muchachos que colman los bancos de los
colegios y universidades”. Decían en voz quejosa, muchas veces llena de
suspiros. Y sé que miles de poetas y escritores han agotado páginas
condoliéndose de ese sucederse de luz y oscuridad, luz, oscuridad, oscuridad,
luz. Sé que a todos se les agita el corazón de amargura, de tristeza, de
resignación, cuando ven que la vida pasa y que no la pueden detener; ese
girar de sucederse el día y la noche oyendo las campanas del reloj que les
recuerda, no que un día principia o que una nueva hora se inicia, sino las
horas y los días muertos, los días irreparables, los días que avanzan en
formación india, sin detenerse, sin disminuir la marcha, hacia la eternidad
infinita.
Pero yo no he tenido esas enormes preocupaciones. No me he
complicado en esas divagaciones y pensamientos que suscita la luz en su
alternación con la oscuridad, y la intersección del sesentavo minuto de una
hora con el primero de la siguiente. Mi tiempo se diluye, se estira, casi
pudiéramos decir, a mi amaño. Puede decirse que a veces lo detengo y que
toda la vida lo he olvidado. No lo veo pasar, no lo veo amenazarme. No me
recuerda otros tiempos, ni otros días de sol, ni otras mañanas iguales, ni otras
nubes parecidas, ni otros atardeceres. Mi tiempo es infinito y no gira: se estira
y se adormece en su intensa oscuridad.
Sin embargo, de pronto, un día cualquiera, descubría que mis manos
alcanzaban los objetos que estaban encima de la cómoda o en el tercer
entrepaño de la despensa; que estirándome entre la cama alcanzaba a tocar
con los pies los tobillos de mi madre; que podía subirme con facilidad al
poyo de la ventana. Y así, cosas por el estilo. Pensaba para mis adentros: “Me
estoy volviendo un hombrecito”. Como lo había oído decir a mis padres. Pero
como no tenía contacto con mis hermanos mayores o con otros niños, mis
costumbres no se modificaban y permanecía estacionario en las pocas cosas
que había aprendido a hacer cuando pequeño. Mis padres hablaban con
frecuencia de llevarme a estudiar a un instituto para ciegos, de hacer algo
conmigo para que no me quedara “como un animalito”. No sé si secretamente
querían solamente deshacerse de mí llevándome a alguna casa de esas para
ciegos, donde pasara la vida sin constituir un estorbo en el mundo de los
videntes, o si de buena fe querían que aprendiera algo. Él decía:
—Bueno Berta, Toti está muy grande, ya es necesario decidirnos. En el
Instituto de Ciegos les enseñan a leer con una escritura en relieve y ya tienen
libros completos escritos así. También les enseñan oficios.
—Pero, ¿para qué necesita aprender un ciego? ¿Para qué le sirve eso en
la vida? Si viera sería distinto; no vale la pena. Esa escritura no le sirve en la
vida práctica —contestaba mi madre.
Él insistía:
—Pero Toti no se puede quedar sin aprender algo. Si todo el mundo
pensara como tú, los institutos de ciegos estarían desocupados; pero vieras la
cantidad de niños y hombres ciegos que hay allí.
—¡Ah! ¿Ya has ido? No habías contado.
—Sí, fui el otro día. Siempre vivo preocupado con este problema. Aun
cuando no aprendiera nada, allá se entretendría más que aquí. Estaría en su
medio y no se sentiría acomplejado. Por otra parte, nosotros no podemos
seguir…
—Tienes razón. Posiblemente estaría muy bien. Hay que hacer la
diligencia. Este niño se está volviendo muy grande, ya no sé qué hacer con él.
Muchas veces hablaron de esto, más o menos en el mismo tono y en la
misma forma, y siempre llegaban a ponerse de acuerdo en que sería mejor
enviarme para alguna parte. Era de las pocas veces que hablaban en santa
paz, porque ambos estaban de acuerdo en que yo constituía un estorbo. Había
dejado de ser una desgracia, para convertirme en un problema de fácil
solución.
Tendría ya diez años. Mis extremidades se iban alargando. Mi madre
decía: “Este niño va a ser muy alto, y un hombrón”. Me gustaba oír decir
estas cosas. Despertaban en mí un poco de cosquilleo y de vanidad personal,
si es posible que un ciego tenga vanidad personal. Después de oír decir algo
por el estilo, me metía en mi cuarto y auscultaba con cuidado y con
curiosidad mis pies huesudos, mis pantorrillas llenas, mis piernas donde el
vello principiaba a nacer y los músculos a formar montecitos, mi sexo, los
testículos arrugados, mi estómago donde me parecía descubrir exceso de
barriga, el pecho, el cuello, los brazos. Así todo mi cuerpo, ávido de
conocerme y descubrir mis adelantos.
Pese a que ya estaba grandecito, seguía con la costumbre de esperar a mi
padre por las tardes en la puerta. Tenía que llenar mis momentos de algo, y
esos minutos que iban de esa hora en que la tarde se enfría un poco por el
ocultamiento del sol y el momento de tomar la comida, los tenía destinados a
esperar a mi padre en la puerta de la calle. En ocasiones me sentaba en el
umbral, pero la mayoría de las veces permanecía de pies, alerta, nervioso.
Esta costumbre hube de terminarla, muy a mi pesar.
Era un sábado. Pese a mi ceguera conocía ya los días, porque había
aprendido a saber cuáles eran los quehaceres de mi madre cada día. Así, sabía
si estaba contando la ropa sucia y haciendo con ella un montón, era porque
aquel día era lunes; si por la noche pedía a mi padre el dinero para la comida,
era porque estábamos en miércoles. Al día siguiente iba al mercado y
entonces sabía que era jueves. Los viernes era preciso que mi madre iba a la
iglesia. Y los sábados y domingos eran los más conocidos por mí, porque mis
hermanos mayores no iban a sus escuelas y se la pasaban haciendo ruido,
jugando y peleando todo el tiempo.
Así que era un sábado. Mis hermanos jugaban a ladrones y policías y
hacían un ruido de todos los diablos en la casa: “Pa… pa…, lo maté. Está
fuera de combate”. Corrían por toda la casa, golpeaban las puertas, se
escondían debajo de las camas y entre las cómodas. Mi madre gritaba:
“¡Muchachos, déjenme la vida tranquila! Van a desbaratar la casa. ¡Dios mío,
qué muchachos tan insoportables! Cuándo volverá a ser lunes para que se
vayan para la escuela”, y así por el estilo. Me llenaba de alegría de oírlos
jugar. Cuánto hubiera dado por jugar siquiera un rato con ellos. Correr,
esconderme, gritar. Se me llenaba el pecho de angustia, de tristeza. ¡Qué
desesperación que produce la impotencia! Apretaba los puños y hundía las
uñas en la pared, en la madera del marco de la puerta, en las cobijas de mi
cama, en lo que tuviera a mi alcance. Cualquier acto para satisfacer mi
amargura, para protestar ante alguien, para pagarlas con alguna cosa. Pero era
ciego, ciego para siempre y mi universo era yo mismo; nada me rodeaba, era
yo solo, con mi tierno cuerpo, con mi angustia, metido en una gran bola
negra. No me quedaba más recurso que reprimir la amargura y refugiarme en
alguna parte donde mis hermanos no me alcanzaran en sus carreras, mi
tiraran al suelo y me maltrataran.
Mi alcoba, es decir, la de mis padres, tenía una ventanita alta que daba al
solar de nuestra casa. Cuando era pequeño no alcanzaba ni siquiera a tocar
con la punta de los dedos el poyo de la ventana, pero sabía que allí existía
porque mi madre la abría de par en par por las mañanas y yo sentía la
circulación del aire en el cuarto. También de noche a veces la abría cuando
mi padre llegaba con tragos y el olor a aguardiente o cerveza la mortificaba;
es decir, creo que no era precisamente que no aguantara el olor, sino que en
esta forma demostraba su inconformidad y su protesta porque hubiera bebido.
Pero otras veces también la abrían de noche porque mi padre llega del mal
humor y decía que el cuarto olía a diablos y que era imposible dormir en una
alcoba sin ventilación. En el hueco de esa pequeña ventana resolvía meterme
para librarme de los empujones de mis hermanos.
Abrí la ventana y me acomodé en el hueco. Mi cabeza tocaba arriba, mis
rodillas trancaban contra la pared de enfrente, pero me sentía cómodo. Estaba
con frío, por la ventana se coló el sol tibio. Me froté las manos alegre, algo
nervioso. Allí permanecí casi toda la tarde quietecito, sin mirar para ninguna
parte porque un ciego no tiene para dónde mirar. Mis hermanos jugaron toda
aquella tarde y yo los oí con curiosidad desde el hueco de la ventana. A veces
entraba alguno corriendo a nuestra alcoba y se escondía detrás de la cómoda,
debajo de la cama, entre la canasta de la ropa sucia. Yo sabía en donde se
había escondido, pero, ¿cómo lo sabía? Es imposible explicarlo. Por el ruido
de las cosas, por el lugar de donde venía el sonido. No sé por qué, pero estoy
seguro que siempre sabía en dónde estaba escondido. Luego entraba,
cautelosamente, otro de mis hermanos a buscarlo. Oía sus pasos desde
cuando se estaba acercando a la puerta, cuando se asomaba a hurtadillas,
cuando entraba en puntas de pies. Me llenaba de la emoción de los dos: de
quien estaba escondido y de quien lo buscaba. Qué hormigueo, qué angustia.
Parecía que yo fuera quien estaba oculto. El más imperceptible ruido lo oía.
Aquellos pequeños sonidos del resuello agitado, del frote de ropa contra la
pared, de las manos al rozarse y hasta el de los párpados al cerrarse, todos
esos ruidos que pasan inadvertidos para los que ven, porque su principal
sentido son los ojos, no se escapaban para mí porque mi mundo es el oído.
Luego los pasos quedos del otro, acercándose o alejándose del sitio del
escondite. ¡Qué emoción! El corazón se me salía del pecho. Luego, de un
momento a otro, el policía descubría al ladrón y daban gritos: “Pa, pa.
¡Entréguese! Cuclí libertados. No, no vale, usted había visto dónde me
escondí”. Tenía que apretarme el pecho para resistir los golpes del corazón.
Salían corriendo, agitados, alegando, nerviosos y yo me quedaba allí en el
hueco de la ventana bañado por un poco de sol y con la sangre hirviendo por
la emoción. Y así muchas veces.
Pronto el sol se ocultó y empecé a sentir que me enfriaba. Mis hermanos
habían dejado de jugar y alegaban en un rincón. Entonces bajé de la ventana
y fui a la puerta de la calle a esperar a mi padre. Algunas veces llegaba tarde,
pero generalmente era muy cumplido. Siempre lo esperaba hasta cuando mi
madre gritaba ordenándome que me entrara. Primero estuve un buen tiempo
de pies y luego me senté. Inicialmente pasaba mucha gente, posiblemente
empleados que regresaban de su trabajo. Hablaban, cuchicheaban, reían y se
oía el ruido de sus pasos y de sus ropas. Luego ya no pasaban sino pocas
personas. Eran por lo menos las ocho de la noche. Mis hermanos estaban en
el comedor y oía sus voces y sus alegatos. Mi madre se había olvidado de mí,
sin duda alguna porque ya era tarde.
Por fin oí que mi padre venía. No me cabía la menor duda. Su taconeo
me era familiar; pero ahora venía conversando con otro señor que lo
acompañaba y no me podía equivocar. Hablaban en voz alta.
—Pero tú eres muy pendejo, te dio por salirte. Si la vaina estaba buena.
—No jodas más con eso. ¿Por qué no te quedaste allí? No te agarré para
sacarte —contestó mi padre, de mal genio.
—Todo porque tú siempre terminas peleando en todas partes. ¿Cómo
querías que te dejara solo? Yo te había llevado allí. No sabes tomar.
—Carajo, no jodas más, te he dicho. O ¿quieres pelear ahora conmigo?
El buscapleitos eres tú. Estaba jarto. Todos son una partida de mierdas, no me
sentía cómodo. Habría terminado por agarrarme.
El tono de mi padre era agrio. Yo que lo conocía sabía que estaba a
punto de estallar. Pero ya estaban casi en nuestra puerta y le grité mientras
agitaba mi mano: “¡Papá, papacito!”.
Nadie contestó, pero mi padre y su amigo se callaron. Ya estaban
enfrente de mí y volví a gritar: “¡Papá, papacito!”.
Pasaron por delante de mí, creo que sin mirarme. Mi padre comentaba
algo que no entendí por mi estado de confusión. Me había puesto en pie y los
seguí con la cabeza.
El amigo de mi padre preguntó:
—¿No es a ti a quien llama ese niño?
—Voy a orinar allí contra esa cerca —fue toda la contestación de mi
padre, y siguieron caminando.
Contiguo a nuestra casa había un solar con cerca de alambre y allí oí que
se detenían. Entonces volví a gritar:
—¡Papacito!, aquí estoy, ¿no me has visto?
Tampoco hubo contestación y entonces resolví ir tras él. Bajé el umbral
y comencé a caminar por el andén cogido de la pared. Estaba lleno de temor.
Era la primera vez que me atrevía a moverme de nuestra casa. Con la mano
izquierda recorrí toda la pared, la ventana, la canal que bajaba a la calle, hasta
que la pared se acabó y mi mano quedó en el vacío. La derecha iba delante de
mí como una antena destinada a anunciarme los obstáculos. Quedé parado
allí, más desconcertado todavía. No sabía qué hacer. Estaba al pie de mi casa
y no era más sino volverme; pero sabía que mi padre estaba allí cerca, que no
me había oído y quería llegar a donde él estaba. Mis manos vagaban
buscando algún punto de apoyo, pero no había nada a mí alrededor. Perdí
hasta la noción de la distancia y me pareció que estaba lejos de mi casa. ¡Qué
soledad tan absoluta! Me llené de susto y volví a gritar: “¡Papito, papito!”,
pero mi padre se obstinaba en no contestarme. Sabía que estaba muy cerca.
Conversaba con su amigo de mujeres y obscenidades que entonces yo no
comprendía. Oía el ruido de su orinar abundante. Hasta mí llegaba el fuerte
olor a orines, pero no me respondía. Entonces me resolví a seguir hasta
agarrarme de sus ropas y di un paso más, con tan mala suerte, que allí se
acababa el andén y aun cuando el piso estaba ahí no más, di un traspié y rodé
por el suelo.
Me sentí como cuando pequeñito me caía de la cama mientras dormía, y
me puse a gritar con todas mis fuerzas. En un segundo estuvo mi padre cerca
de mí y me alzó.
—¿Qué andabas haciendo por aquí? ¿Dónde está tu madre? —me dijo
en tono brusco.
No sabía qué contestar y guardé silencio. Me limpió el vestido mientras
decía:
—Qué modo de gritar, qué escándalo. Te estás volviendo insoportable.
Berta no sirve ni siquiera para eso.
Yo seguía callado. Posiblemente había cometido una falta, pero no
comprendía cuál había sido. Mi padre me regañaba y me apretaba el brazo
con fuerza, hasta casi hacérmelo doler. Él no era así conmigo, me tenía
mucha consideración y permitía que hiciera cuanto yo deseaba. Pero aquel
día estaba del mal humor y tal vez por esto se olvidaba que yo era ciego, que
era muy natural que hubiera rodado allí, que sólo había querido ir tras él por
cariño.
El amigo también se había acercado veloz y salió en mi defensa:
—No tiene nada, no te pongas así; bastante te pregunté si a quien el niño
llamaba era a ti y te hiciste el pendejo.
—Y, ¿a ti qué te importa carajo? —gritó mi padre cada vez más
colérico.
—Puede haberse lastimado.
Y cogiéndome de sorpresa por la barbilla y levantándomela:
—Le ha pasado algo en los ojos. Mira cómo los tiene.
Rapé de sus manos fuertes mi cara y la escondí. No se había dado cuenta
que yo era ciego y creía que me había hecho algún daño en los ojos. Me sentí
deprimido. Mi padre estaba mudo y en el modo de apretarme, en el temblor
de su mano, conocí que estaba enfurecido. Por fin gruñó:
—Ya te he dicho que no te importa, no tiene nada.
—Pero puede haberse maltratado, no seas bruto —respondió el amigo
sin darle importancia al tono grosero de mi padre.
—¡Maldita sea —gritó mi padre de nuevo—; ya te he dicho que no te
importa! Bien puedes irte, nos veremos mañana. Es mi hijo, puedo hacer de
él cuanto se me dé la gana.
—Ah, ¿es que es…?
—¡No, no es nada —gritó mi padre— no seas imbécil! Me estás sacando
de paciencia.
Luego me soltó y comprendí que se encaraba a su amigo.
—El imbécil eres tú y el que está saliendo de paciencia soy yo. Te
calientas por todo. No tengo por qué aguantarte.
—Pues no me aguantes y vamos a rompernos el alma.
—Tú eres un alharaquiento no más. Ya no tienes amigos por tu grosería.
Te da pena decir que tienes un niño ciego. Lo dejas llamándote en la puerta.
Lo sientes que te sigue y, conociendo el peligro, lo dejas sin contestarle.
—Mientes, no oí, no lo vi.
—Sí lo viste y yo te dije que te estaba llamando. Te da pena que sea
ciego. Eres un infeliz. Nunca me habías contado que tuviera un niño así. Por
eso no quieres que venga a tu casa. Eso no es un pecado.
Luego oí que se golpeaban en la cara y rodaban por el suelo, hechos un
nudo. Nuestra calle era una pendiente de tierra. Por allí rodaron hasta un poco
más abajo. Quedé mudo, sin saber qué hacer, en el sitio en donde me había
dejado mi padre. No tenía ningún punto de apoyo a mi alrededor y en vano lo
busqué. Algunos transeúntes pasaban y se detenían al verlos pelear. Gruñían
en el suelo, se insultaban y se golpeaban, pero afortunadamente esto no duró
mucho y se pusieron en pie y cada uno cogió su camino. Mi padre volvió a
mi lado jadeante, acalorado y todavía con rabia, me cogió del brazo, con más
fuerza que antes y me llevó a la casa, en silencio. Sólo se oía su resuello
fuerte y su jadear. Por su mano me transmitía su calor y el temblor que le
corría por el cuerpo.
Ya dentro de la casa me estrujó con todas sus fuerzas y me dio una
palmada en la cara mientras me gritaba lo más fuerte que pudo:
—¡No vuelvas a salir a la calle a esperarme, carajito! Te envuelvo a
fuete la próxima vez que te encuentre en la puerta.
Se había agachado y me gritaba en la cara. Tenía un fuerte olor a
cerveza y me salpicaba saliva caliente. No cabía la menor duda que estaba
algo borracho; de otra manera, tal vez no hubiera armado el escándalo que
armó. Él no era así normalmente, o simplemente no lo conocía. Yo apenas lo
sentía dentro de la casa y lo oía pelear con mi madre, pero todo esto me
parecía normal. Muchas veces le hallaba la razón y me ponía de su parte en
las riñas, pero fuera de casa no sabía qué hacía ni cómo se portaba, y esta
actitud me sorprendió.
Me escapé de sus manos y corrí veloz al interior de la casa, a refugiarme
en mi cama, que era el único sitio donde me sentía seguro, con tan mala
suerte que tropecé contra una mesa con una mata. Todo rodó por el suelo. La
taza de la mata se volvió mil pedazos. El estrépito fue terrible. Me golpeé en
la cara en forma tal, que debiera haberme puesto a llorar; pero mi susto era
tan grande, que no me detuve allí y seguí en carrera para mi cuarto.
Mi madre y mis hermanos habían salido y permanecían callados.
Estaban asustados de ver a mi padre así de bravo. Pero al rato renació la
calma. Mi padre se sentó en un rincón, callado y triste. Mis hermanos
principiaron a conversar, mientras se acostaban, porque ya era muy tarde. Yo
sollozaba fuerte entre mi cama. Llegó mi hermana Matilde, se sentó a mi lado
y empezó a consentirme:
—Toti, no seas bobo, no ha sido nada. ¿No te das cuenta que papá está
borracho y que es un patán? No ha sido nada. No llores.
Me arrebujé entre las cobijas. Duré un rato para dormirme y oí como mi
madre insultaba y hostigaba a mi padre:
—Borracho. ¿Ese es el ejemplo que les da a sus hijos? ¿No ve que no
tienen zapatos ni qué ponerse, y usted bebiendo?
Él no contestaba nada. Parecía que no estuviera allí, y sin embargo
estaba en un rincón, sentado. Mi madre continuaba con su cantaleta:
—Venirle a pegar al muchachito. ¿No ve que es ciego? Siquiera respete
eso. Viene de beber y tirarse la plata a desfogarse con él.
Luego oí que mi padre se ponía en pie y en silencio salía, después el
golpe fuerte de la puerta y por unos momentos su taconeo calle abajo. No
había dicho nada y yo sentía lástima por él. No sé por qué comprendía que
había sido un momento de ofuscación y que su silencio denotaba que estaba
triste y arrepentido. Me puse interiormente de su parte y sentí rabia contra mi
madre que lo había insultado y obligado a salir de casa a aquella hora.
Mi padre no volvió aquella noche. De esto me di cuenta a la mañana
siguiente porque no sentí su presencia. Él se quedaba en nuestro mismo
cuarto en una cama contigua a la de mi madre y mía. No oí su resuello, ni su
roncar, ni en la mañana el ruido de sus cobijas cuando él se destapaba y se
ponía en pie. Me llené de remordimiento. Me parecía que yo era el culpable
de todo y hubiera querido esconderme debajo de la tierra para que nadie me
viera. Y aumentó mi tristeza cuando a la hora en que mi padre todas las
mañanas venía a mi cama a darme una sopa de pan mojado en chocolate, no
llegó. Sustos de niño. Yo no tenía nada de qué arrepentirme no había hecho
nada malo, pero me sentía muy triste porque mi padre nunca había sido así
Mi madre se acercó a mi cama y me dijo:
—Ya va para medio día y no te levantas, dormilón. Tampoco te has
desayunado. Bueno, bueno, arriba; tengo que tender la cama y arreglar el
cuarto.
Mientras decía esto me quitó las cobijas y me jaló de un brazo. No hice
resistencia ni dije nada. Obediente, me senté en la orilla de la cama y
principié a vestirme. De pronto mi madre dijo:
—Se te ha puesto negro el golpe que te diste ayer. Sí…, y está hinchado.
Qué hombre tan bruto y canalla que es tu papá…
—Él no tuvo la culpa, yo me golpeé al correr —la interrumpí de mala
manera.
No dijo nada más. Suspiró hondo y la sentí alejarse por el corredor hacia
la cocina.
En todo aquel día no llegó mi padre a la casa. Mi remordimiento
aumentaba. A la hora del almuerzo mis hermanos pelearon, se gritaron e
insultaron en la mesa precisamente porque él no estaba. Si hubiera estado se
habrían comportado de otra manera. Como siempre, alguno habría alegado
porque no le dieron tal o cual cosa, porque le dieron más poco o porque no le
tocó la pega del arroz; pero de ninguna manera habrían armado la zambra que
formaron aquel día. Yo nunca alegaba por la cantidad de comida que me
daban, porque no tenía punto de comparación. A veces, cuando alguno de mis
hermanos alegaba porque la papa le había resultado muy pequeña, metía la
mano en mi plato y tocaba la papa pequeñita para darme cuenta si era grande
o chica. Me hubiera gustado meter la mano en el plato de alguno de mis
hermanos para tener un punto de comparación, pero nunca me atrevía a
hacerlo y me he quedado con la sensación de que mi comida era muy poca
por la misma razón que yo no podía alegar.
Mi madre estuvo todo el día de mal genio y callada. Conmigo habló
menos que de costumbre. Se notaba que estaba preocupada porque mi padre
no había vuelto. Posiblemente remordimiento o angustia de pensar que
pudiera no regresar. Cuando mis hermanos se pelearon en la mesa, ella les
gritó:
—¡Mal educados! No respetan a nadie. Parecen marranos en la mesa.
¿En el colegio no les dicen nada de esto? Cuando venga Camilo le daré las
quejas para que los envuelva a fuete. Verdaderamente la desesperan a una. Él
tiene razón en casi destutanarlos.
Comprendí que en este momento mi madre reconocía su error del día
anterior y, al mismo tiempo, que le hallaba la razón de haberme castigado.
Aquella tarde no quise salir a esperarlo a la puerta, y no volví a esperarlo
nunca; pero por la fuerza de la costumbre me estuve, a la hora en que debía
llegar, rondando por la puerta, dando vueltas por el corredor. Había olvidado
todo por completo. Ya no quería sino oírlo llegar y correr a su encuentro. No
había pasado nada y seguía queriéndolo tal vez más que a las otras personas
de la casa.
Como la noche anterior, no llegó temprano y sentí el temor de que no
volviera nunca. Cómo me haría de falta su taconeo varonil, su voz tierna, su
resuello fuerte en la noche. Si no hubiera llegado al poco rato me hubiera
echado a llorar.
Lo oí cuando venía como en la esquina. Mi oído se adiestraba cada vez
más, mi olfato se iba amaestrando. Era como un perrillo de aquellos que
olfatean, oyen y presienten la presencia de su amo desde cuando viene como
a dos o tres cuadras de la casa y principian a corretear de alegría, a ladrar, a
meter ruido. Así mismo, me puse alegre y grité a mi madre:
—¡Ya viene papá!
—Síí —noté en su tono la alegría porque llegara—. Déjalo que llegue.
Venía como la noche anterior, con sus tragos. Cuando abrió la puerta dio
varios traspiés al entrar. Después, cuando me acerqué y lo cogí por una
manga, tomé nuevamente un olor a licores.
Ya estaba grandecito y él no necesitaba acuclillarse para hablarme. Se
agachó un poco y me besó con ternura mientras me decía:
—¿Qué hay, mijito?
—Camina nos sentamos allí y me echas algún cuento. Ya eres grande,
debes saber muchos.
Fuimos a un rincón del corredor y él se sentó. Pensaba permanecer a su
lado en pie, pero él, cogiéndome por la cintura me sentó en las rodillas. Así
acostumbraba hacerlo cuando yo estaba pequeñito, pero ya hacía mucho que
esto era sólo un recuerdo. ¡Cómo me sentía de alegre! Como si hubiera
perdido un ser querido y lo hubiera vuelto a encontrar.
—Mete la mano aquí en el bolsillo —me dijo en tono alegre.
Me apresuré a meterla, pero no había nada.
—No, en ese no, en el otro. No seas bobeco.
La metí en el otro y encontré un paquete grande de dulces, más grande
que de costumbre.
—¿Son dulces, son dulces? —pregunté lleno de alegría.
—Sí, son para ti, te los ha traído tu papá.
—¿Todos para mí?, ¿no debo dar a mis hermanos?
—Si quieres darles, está bien, pero los he traído para ti únicamente.
Qué alegre que estuve aquel día. Permanecí largo rato en las rodillas de
mi padre, comiendo dulces, conversando nimiedades, jugando al caballito.
Era una compensación al mal trato que me había dado el día anterior y qué
bien compensado que quedaba. Por mi mente no pasó aquel día lo que había
sucedido el anterior y mucho tiempo después tampoco volví a recordarlo,
pero mi cerebro es como una placa fotográfica y todo aquello iba quedando
grabado, imborrable. Es un negativo en donde recojo todas mis impresiones,
para irlas revelando poco a poco y en el transcurso de los años.
Por fin me puso en el suelo, se paró y se fue a nuestro cuarto a saludar a
mi madre. Él seguía de buen genio, y ella había permanecido callada, metida
en su cuarto. Seguí detrás de él.
—¿Qué tal misia calentura? —le dijo mientras entraba y se le acercaba,
creo que cariñoso.
—Divinamente, ¿no me ve, señor borrachín? —contestó mi madre en
tono de fingida bravura.
Mi padre estaba muy cerca de mi madre y creo que mientras trataba de
besarla, le dijo:
—Siempre le hago falta. Estuvo preocupada, creyó que no iba a volver.
Todavía nos queremos un poco.
—Qué querernos, ni qué diablos —gritó mi madre—; hoy siguió
bebiendo y tirándose la plata. Está hediendo a trago y viene a echarme sus
babas.
Mi padre estaba de espaldas al pie de una cama colocada en un rincón;
entonces mi madre le dio un empellón, mientras se escapaba de sus manos.
—Borracho otra vez. Qué jartera, un hombre borracho eternamente.
Cuando no viene a pegarles a los muchachos es a babosearla a una.
Mi padre se cayó sobre la cama y esta se desfondó con un estrépito
atroz. Todos corrimos, hasta yo, a ayudarlo. Había quedado hundido, con la
cabeza contra la pared y las piernas en alto. Mi madre también corrió a
auxiliarlo llena de angustia y él principió a reírse a carcajadas. Así duró un
rato riéndose y haciendo ruidos. Mi madre salió para la cocina algo cortada, y
nosotros entre todos lo ayudamos a salir, entre risas y juegos; unos de una
mano, otros de la otra, el otro del saco o del cinturón y yo me conformé con
jalar de un pie que fue lo único que encontré.
Luego se encaminó a la cocina y trincó en un rincón a mi madre y la
besó sonoramente. Ella refunfuñó un poco, pero se dejó. El sacó unos billetes
y se los entregó. La armonía quedó sellada. Qué alegres que estuvimos
aquella noche mientras comíamos. Mi padre seguía alegre y echó chistes y se
chanceó con todos. Mi madre también estaba contenta. Mis hermanos
conversaron como loros, en voz alta, haciendo un ruido de todos los diablos;
pero mi padre no estaba de genio para regañarlos. Qué bueno era que mis
padres estuvieran así. No tenía uno que estarse escondiendo como si hubiera
cometido alguna falta o para no recibir un empellón. No tenía uno que estar
con el corazón apretado, con la carne de gallina, con la lengua enmudecida
esperando la tormenta.
Aquella noche no dormí bien por las emociones del día. Oí que mis
hermanos conversaron un rato en su alcoba, a la gente que pasaba por la
calle, el chisporroteo de los últimos leños en el fogón de la cocina; me di
cuenta cuando mi padre se pasó a nuestra cama y se escurrió entre las cobijas.
Luego los besos y los cuchicheos. El ruido de las manos al deslizarse. El
revoltillo de las sábanas y los cuerpos al acomodarse. Después los resuellos
jadeantes. Aceceo de bestia cansada, de anciano asmático. Crujir de maderas.
Chirriar de nuestra vieja cama. Besos, muchos besos.
Volvió la calma y me dormí. Muchas veces antes había oído ruidos
similares, pero ignoraba qué era aquello. Entonces tampoco sabía nada, pero
comprendía que había algo por aprender y que en adelante tendría sueño
liviano para oír siempre.
IV

Me dolían los puños y las manos de golpear la puerta, de empujar y de jalar.


La garganta se me destrozaba de gritar. Pero nadie oyó mis golpes ni mis
gritos. O posiblemente muchos los oyeron como si no los hubieran oído. “Es
el cieguito de los vecinos”, o “un muchacho consentido, maleducado que le
hace falta rejo”, pensarían.
Esto pasó hace muchos años, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Ya
tenía diez años y me dejaron solo aquel día en casa.
Era la primera vez que me quedaba solo y tenía verdadero terror a esta
experiencia. No terror de eso que sienten las demás personas: pánico a ver
espantos, a que sus pequeños y grandes pecados y faltas adquieren figura en
la soledad y los asusten con sus mil muecas y con sus mil verdades
inconfesadas. No, no era miedo de este, era miedo al silencio, horror a sentir
mi mundo deshabitado. Temor de no oír el ruido familiar de mi madre en la
casa y las voces sonoras de mis hermanos. Miedo a todo lo contrario del que
sienten los que ven. Ellos sienten miedo de los ruidos y de estar acompañados
por alguien desconocido, invisible. Yo sentía miedo a la soledad y al silencio.
Sentía el más ardiente deseo de que me pasara algo, de herirme, de
desaparecer. Que llegaran mis padres y me hallaran muerto, o aterido de frío
en un rincón, o que no me encontraran nunca y que su remordimiento no
acabara jamás. Ilusiones de niño. Creer que de esta manera me vengaría de
mis padres. Desde luego que les daría un poco de desazón al inicio, pero
luego gozarían de haberse desembarazado del niño ciego, del estorbo. Seguía
pensando en algo de venganza, pero venganza contra mis padres que no
tenían nada que ver en lo que me estaba pasando. Yo recordaba bien que mi
madre había recomendado mucho al salir: “Jueguen aquí en la casa. No me
salgan de la puerta ni un paso. No me dejen a Toti solo ni un minuto. Jueguen
con él”. Entonces ¿Qué culpa tenía ella de que me hubieran dejado solo?
Ninguna. Mis hermanos habían desobedecido y contra ellos debía dirigirse mi
venganza. Pero yo no pensaba ni un minuto en ellos sino en mis padres.
Golpeé y grité un rato más, pero no lloré. Me había hecho el propósito
de no volver a llorar nunca, por lo menos con ese llanto que busca
compasión, que pretende conseguir determinados fines, con ese llanto de
miedo por el castigo. Nada más indicado que los ojos de un ciego para llorar.
Si por allí no entran la luz, ni las cosas, ni el paisaje, ni la vida; si por allí no
salen la alegría, ni el amor, ni la inteligencia. Entonces, ¿para qué sirven esos
orificios en la cara? Pero había jurado no volver a llorar. Mis ojos no tendrían
ni ese uso, sólo servirían para causar asco, repulsión o compasión. Después
he vertido a escondidas, donde no me han visto, muchas lágrimas; pero la
mayoría de las veces, de ira, y, algunas, de angustia y de incertidumbre.
Di el último puñetazo a la puerta y me dirigí a mi cuarto rápido, resuelto
y colérico. Traería mi clavo o ese caprichoso hierro que había encontrado
hacía algunos días, para forzar y destrozar la puerta. Mi temible clavo. No
había nada que se le resistiera. Cuando escarbaba en el corredor, entre los
ladrillos, llegaba a aflojarlos hasta poderlos sacar con facilidad.
—¡Por Dios! —gritaba mi padre—, ¿quién está desbaratando la casa
así? Cuando nos mudemos me van a cobrar un mundo de reparaciones.
Todo fue inútil. Subí con facilidad el picaporte de la parte baja. La
puerta cedía pero muy poco. La chapa estaba con llave y el pasador de arriba
me era completamente imposible zafarlo. Mi rabia se iba enfriando, se hacía
reflexiva y práctica. La puerta no la podría abrir, y aun cuando lo lograra,
¿Qué haría calle abajo en la oscuridad, sin ver, a tientas? Era mejor no. Allí
en la casa podría hacer algo más útil a mi venganza. Recordé que hacía
algunos días la casa se había llenado de olores a barnices y aceites y que unos
hombres habían estado haciendo resanes y repintando parte de las paredes.
Mi madre había hablado mucho de que la pintura estaba fresca y
recomendaba que tuvieran cuidado.
—A quien llegue a rayar una pared o a ensuciar el vestido con la pintura,
lo dejo sin onces una semana —había dicho enérgica.
—Berta, usted me avisa si alguno de estos muchachos pinta o daña las
paredes porque lo envuelvo a rejo —había dicho mi padre.
Estas amenazas eran suficientes para que mis hermanos se abstuvieran
siquiera de arrimarse a las paredes; pero yo me sentía como una persona
aparte de todo el mundo. Para mí no eran esas recomendaciones. Yo podía
destruir y hacer cuanto me viniera en gana y nunca me decían nada o bastaba
con que afirmara que no había sido para que mi madre lo creyera y para que
mi padre no lo pusiera en duda. Esta predilección me hacía fuerte en la casa y
hasta cierto punto respetado. Abusaba un poco de la ventaja y aprovechaba
para ejercer pequeñas venganzas.
El olor a pintura fresca llenaba toda la casa, se metía por las narices en
tropel. Me encantaba, como me gusta todavía, pero aquel día se me colaba
hasta los tuétanos, pegajoso, penetrante hasta hostigarme. Hacía varios días
que habían pintado la casa, pero el trajín diario y mis juegos solitarios no me
habían dejado percibir completamente el olor. Solamente aquella tarde
empezó a penetrar a sus anchas por mi olfato y esto hizo que mi venganza se
dirigiera contras las paredes.
No lo pensé mucho. Tenía en la mano mi poderoso clavo. Me quedé
quieto pensando en qué lugar haría los daños: “¿adentro en los corredores o
en el zaguán?”. Me decidí por el último lugar, porque lo verían apenas
llegaran y además allí era donde mis hermanos acostumbraban jugar con una
pelota de trapo, cosa que no habían vuelvo a hacer desde cuando había
pintura nueva. Así que me pareció un sitio indicado porque después podría
decir a mis padres que los culpables eran mis hermanos que se habían puesto
nuevamente a jugar con la pelota.
Me encaminé al zaguán. No se oía ni un alma, porque creo que ni el
ruido de un alma se me habría escapado. El fuego en la cocina debía de estar
apagado porque no me llegaba su chisporroteo. A veces el ruido de los pasos
de algún transeúnte en la calle. Yo distinguía qué clase de transeúnte pasaba:
si eran unos pasos largos firmes, eran algún hombre; si era taconeo picadito y
corto, era alguna mujer joven; pero si eran lentos, arrastrados, como
buscando seguridad, era algún anciano o anciana. El sucederse de los
transeúntes me trajo el temor de que pudiera llegar alguna persona de mi casa
y que tuviera que tragarme mi venganza, o guardarla por algunos días o
esperar a que ella se disolviera. Entonces llegué resuelto al zaguán con la
rabia crecida y atizada de nuevo y me puse a correr mi clavo por las paredes a
ambos lados, a enterrarlo, a hacer palanca, a desbarrancar. Con los pies me
ayudaba dando patadas. Así duré un rato, luego guardé mi arma en el bolsillo
e hice correr mis manos por las paredes. Todo me parecía poco, hubiera
querido no encontrar un centímetro sin tropezar con algún rasguño, con un
hueco, con alguna zanja honda; pero, claro que era bastante el daño que había
hecho y quedé satisfecho.
Volví a mi cuarto y guardé el clavo. Luego limpie mi vestido que
posiblemente había quedado sucio con el polvillo de la pared y por último
salí al corredor y me senté allí.
Un poco de rabia mezclada con tristeza me embargaba. Había minutos
en mi vida en los cuales me acordaba que era ciego. Todos los demás de la
casa veían. Me palpitaba el corazón fuerte y las lágrimas pugnaban por
salirse. Era tremendo pensar en estas cosas, pero no me sucedía sino por
segundos, minutos, casi siempre después de una cólera, después de oír que
mis hermanos se iban, cuando estaba solo sin mis ruidos familiares y
comprendía que me faltaba algo muy grande. Pensaba que si tuviera la vista
me sería muy fácil ejercer mis venganzas a cabalidad, pero caía en la cuenta
que si fuera así entonces corretearía con mis hermanos, saldría a la calle,
jugaría con ellos, podría ver las papas en mi plato a la hora de comida y
alegar si ellas eran más pequeñas que las de los demás, y así no tendría
motivos de venganza ni de odio. Me imaginaba oírlos corriendo y peleando
por allá, en otra parte, pero en mi oscuridad no entraba cómo serían sus
movimientos, cómo las cosas que los rodeaban. A veces me dolía la cabeza
de tanto pensar en esto y querer aprisionar y ordenar la idea que tenía a la
vista, pero no podía retener en la imaginación las varias cosas e ideas que
tenía de ella, ni mucho menos concatenarlas unas con otras. Era como un
problema algebraico para quien no ha estudiado álgebra y sólo entiende a
medias algunas fórmulas. Continuamente molestaba a mi madre o a mi
hermana Matilde con mis preguntas sobre qué era ver.
—Matilde, explícame qué es lo que ves. Cómo se ve —le dije un día
mientras estábamos sentados en la orilla de mi cama.
Matilde quedó callada. Yo comprendía que buscaba una manera fácil de
hacerme entender.
—Es muy difícil de explicar, por lo menos para mí —dijo por fin.
—Pero debes estar viendo algo; dime cómo ves —insistí.
Matilde carraspeó un poco. Noté que estaba embarazada con esta
exigencia mía.
Uno ve las cosas con los ojos, como son, con su forma. Uno tiene los
ojos cerrados y todo es oscuridad, pero los abre, y la luz, las cosas, los
colores se meten en los ojos.
— ¿Sííí? —pregunté como si no comprendiera.
—Sí, todo es luz. Uno ve la cama donde estamos sentados con las
cobijas y todo, ahí arrimada al rincón y las dos paredes que la trancan. Por
ejemplo, aquí está la virola de la cama —me cogió la mano y me la llevó
hasta hacérmela tocar. La recorrí por todos lados y ella guiaba mis dedos por
las tallas; eso es una virola, un adorno de la cama.
—¿De qué es la virola, quién la hace? —pregunté.
—El carpintero la hace con sus herramientas. Es de madera, toda la
cama es de madera, las mesas de noche, los armarios, la mayoría de los
muebles de una casa son de madera. La virola es bonita, está bien tallada, es
negra y brillante.
—¿Qué es negra y brillante? —pregunté recio.
—Negro es un color y brillante es que brilla, que tiene visos.
—¿Qué es color negro? —volví a preguntar de mal genio.
Matilde calló un rato. No sabía cómo explicarme. A un ciego hay cosas
que no se le pueden precisar o que todo esfuerzo por hacerlo resulta inútil
para dar una idea exacta de lo que se quiere.
—Tengo que hacer mis tareas —dijo mientras se ponía en pie.
—No, no quiero que hagas las tareas —exigí y la agarré fuerte por la
muñeca y volví a hacerla sentar a mi lado—. Quiero que me digas qué es
negro.
—Bueno…, son los colores, es uno de los colores. Hay rojo, azul, negro
y muchos más, pero tú no los puedes conocer, ni yo darte una idea de ellos...
—vaciló un poco como si fuera a decir algo que no se atrevía y calló de
nuevo.
—¿Qué ibas a decir? Dímelo.
—No iba a decir nada, nada.
—Sí, sí, dímelo, no seas mala —la volví a sujetar por la muñeca para
que no se fuera.
—Tú solamente conoces un color, el negro. Esa oscuridad que hay en
tus ojos es el color negro. Cuando uno cierra los ojos ve el color negro; luego
cuando los abre, ve el blanco, la claridad. Tú, en cambio, tanto con los ojos
cerrados como abiertos, ves lo mismo, el color negro, la oscuridad.
Instintivamente cerré y abrí los ojos.
—Sí, está bien —le grité enfurecido—, vete ligero de mi lado. Ahora sí
ve a hacer tus lecciones.
Mi hermana se puso en pie y se encaminó a su cuarto.
Haría media hora que mis hermanos habían salido y que estaba solo,
pero me parecía una eternidad. Seguía sentado en el corredor aguzando mi
oído, sin saber qué hacer. Sentía en mis dedos el fastidio de la cal y la arena
que había arrancado en el zaguán. La cabeza se me llenaba de ideas,
preguntas y recuerdos. De pronto sentí que se me acercaba Caifás, el gato de
Ambrosio, y que me rozaba las piernas; el contacto de su piel afelpada,
suave, deliciosa de tocar, que su espinazo se arqueaba y que su cola se erguía,
mientras se frotaba contra mis piernas. Así duró un rato, luego dio un brinco,
suave, ágil, silencioso y se colocó en mis rodillas. Después de algunas vueltas
quedó quieto.
La cabeza se me llenaba de ideas. “¿En dónde andarán mis hermanos?
Daría algo por estar con ellos, por oírlos. Siempre hice bastante daño en las
paredes. Mi madre llorará cuando vea la pintura y mi padre insultará, pero yo
les diré que fue Ambrosio jugando y peleando con los demás. Sí, que fue él,
que me odia y maltrata. Él, que me empujó en el zaguán y luego cerró la
puerta con llave. Esto que veo es negro. Es el único color que conozco.
¿Cómo será el del gato? Ambrosio no olvida que quise quitarle su monedero
y que lo mordí cuando me lo arrebató. Tal vez algún día llegue a estar solo y
venga a buscar mi compañía y entonces me vengaré”. Empecé a correr las
manos por el espinazo, el cuello y la cabeza del gato. Qué suavidad, qué
delicia. Ni se movía, parecía que no respiraba. Se oía a intervalos su ronquido
tranquilo.
Ya no me sentía tan solo. Me acompañaba el gato. Su respirar era tan
imperceptible que nadie lo hubiera notado; sin embargo, a través de mis
piernas me llegaba el movimiento de su barriga dilatándose y contrayéndose.
Corrí nuevamente la mano por su lomo sedoso y él roncaba más fuerte
mientras meneaba la cola.
Parecía que mi cólera se apagaba. Por lo menos no me acordaba que
todos habían salido, que me empujaron con fuerza en el zaguán y cerraron la
puerta con llave. De pronto dejé de acariciar a Caifás, y un recuerdo, una
idea, me azotó la mente. El gato era de Ambrosio. Era su adoración. Lo había
llevado muy pequeñito y mis padres habían protestado, pero al fin, a
regañadientes, aceptaron que el animal se quedara en nuestra casa. Ambrosio
le daba sopas de pan y le dejaba de sus alimentos. El gato dormía en la misma
cama de Ambrosio, a los pies, arrebujado encima de las cobijas. Cuando
Ambrosio llegaba por las tardes de la escuela lo primero que hacía era
buscarlo y se ponía a consentirlo.
Quedé quieto. Un temblor recorría mi cuerpo y una angustia me agitaba
de nuevo. Otra vez volví a sentir odio hacia todos y deseos de venganza.
“¿Lo haré o no lo haré?”, pensaba. Caifás roncaba tranquilo en mis piernas.
“Sería la mejor revancha. Ambrosio sufriría mucho y con él todos mis
hermanos y mis padres, porque todos quieren al gato”. Mis manos se
crispaban. “Pero aparte del desquite, debe ser emocionante, agitado.
Posiblemente no se defienda mucho. Estoy solo. Todos me odian. Me
vengaré para que no lo vuelvan a hacer nunca, para que sepan que soy capaz
de desbaratar la casa”.
Veloz crispé mis manos en el cuello del gato y principié a apretar. Me
parecía que era el cuello de Ambrosio al que estaba apretando. Sentía odio,
un recién nacido pero inmenso odio por Caifás. El animal había dado un
brinco y clavaba las uñas de sus cuatro garras sobre mis piernas. La tela
delgada de mis pantalones no hacía resistencia a sus veinte uñas filudas.
Bufaba frenético y encrespado como lo había oído en presencia del perro. La
casa se llenaba de maullidos, unas veces lastimeros y otras enfurecidos. A
veces me parecía que era un niño quien lloraba. Y apretaba más duro para
que todo terminara. Las garras hundiéndose en mis piernas, pero ahora eran
solo las de sus patas, porque las de sus delicadas manos se hundían y tiraban
zarpazos a mis muñecas. Seguía apretando. Luego sentí que principiaba a
sangrar en un brazo y que el gato trataba de alcanzar mi cara y me puse en
pie. Caifás se contorsionaba en el aire con igual o más vitalidad que al
comienzo. Parecía como que se fuera a escapar de mis manos. Daba revuelos
y sentía que sus uñas casi me alcanzaban la cara, mientras su cola agitada me
rozaba las mejillas y los ojos. Ya sus patas alcanzaban mis ropas o mis brazos
y se asían con fuerza a tiempo que con sus manos tenaces trabajaba en mis
muñecas descarnadas.
Me dolían los dedos de tanto apretar. Se me iban adormeciendo e
insensibilizando. ¡Qué angustia! Caifás no decaía en su vigor. Se defendía,
maullaba, bufaba, tiraba dentelladas, se acortaba y se estiraba como caucho.
“No me dejaré vencer por un gato infeliz”, pensé; “Ya me duelen los dedos y
las manos y este animal sigue lo mismo, y yo que creía que no haría
resistencia. Si lo llego a soltar, a aflojar siquiera un poco, coge más fuerzas y
se me va. No me perdonaría yo mismo, jamás esta imbecilidad”.
Ahora ya no sentía odio ni hacia Ambrosio, ni hacia mis hermanos, ni
hacia mis padres. Tal vez sería que no me acordaba de ellos en ese momento,
que no podía ocuparme de nada diferente. Todo el resentimiento se dirigía
hacia el gato que me tenía las ropas destrozadas y las carnes rasgadas. Quería
liquidarlo lo antes posible, sentir la rigidez de su cuerpo afelpado
enfriándose, tocar sus uñitas afiladas y sacar de ellas los jirones de mi piel.
“No seré tan pendejo como para soltarlo. Ya no puede resistir más porque, de
lo contrario, alguien llega o mis fuerzas se acaban. Primero me muero que
soltarlo antes que esté muerto”. Hice un esfuerzo y apreté un poco más.
Principió a ceder su agresividad y entonces apreté con más fuerza. Su cuello
abultado y suave se perdía entre mis manos. Sentía como si los dedos ya se
fueran a unir con las palmas de las manos. “Parece como que se le fuera a
separar la cabeza. Ya no tengo qué apretar y sin embargo este puerco gato
sigue defendiéndose”.
De un momento a otro la resistencia terminó. De súbito, como si no
hubiera muerto de asfixia sino de un ataque al corazón, su cuerpo quedó
quieto, estirado hacia abajo, colgando de mis manos. Sin embargo sus uñas
quedaron hundidas en mis muñecas. Un hilito de sangre o algo tibio llegó a
mi piel desde su boca silenciada.
Mis manos estaban como pegadas una contra la otra. Los dedos, como si
fueran garfios de acero, torcidos como un resorte. No sé si sería
imposibilidad de abrirlas o que inconscientemente no quería dejar de apretar.
Un alivio mezclado de tristeza me invadía porque el combate había
terminado, porque el silencio volvería, porque la soledad, ahora sí, era
absoluta. Tanto deseo de acabar pronto, de no sentir el cuerpo del gato
defendiéndose y sus uñas buscando mis carnes y mis ropas, y después hubiera
dado una parte de mi vida, tal vez la mitad, quizá toda, porque no hubiera
terminado el desigual combate. Tenía la frente cubierta de sudor y las
muñecas me sangraban. Regresaron los deseos de llorar de rabia. Hubiera
querido que mi casa estuviera llena de gatos, lanzarme en su persecución y
estrangularlos a todos. Tal vez no era precisamente que mi condición fuera
mala. Estos arrebatos los tenía por momentos, a veces por horas, pero luego
pasaban y no me volvía a acordar de ellos durante días, meses, años.
Todavía seguía apretando. “¿Qué haré ahora con este gato? ¿En dónde
lo meto?”, pensaba en estas cosas cuando oí ruidos en la calle y luego que
golpeaban a nuestra puerta. Era mi madre, no cabía la menor duda. Ella
siempre llevaba la llave, pero por pereza de buscarla en su gran bolso relleno
de chucherías, prefería golpear para que le abrieran. Sin pensarlo, como la
cosa más natural del mundo, aflojé la mano izquierda y con el cuerpo del gato
balanceante en la otra, corrí al interior de la casa y, sin dudarlo ni una vez, lo
eché en la alberca. Volví corriendo a mi cuarto y me arrebujé en el rincón de
la cama de mi madre, sin preocuparme por los golpes en la puerta.
Me haría el dormido. Escondí las manos debajo del cuerpo para que no
me las vieran sangrando o rasguñadas. Me asaltó la idea de que los gatos
tienen siete vidas y que podía de golpe aparecer tranquilo por ahí encima de
un asiento, roncando; pero la deseché porque nunca he creído en estas
habladurías, ni en los duendes, ni en los espantos, ni en las almas en pena. Se
hizo patente el ardor en las muñecas y en las piernas en donde las uñitas
aguerridas del gato se habían clavado. Oí que mi madre entraba haciendo un
alboroto de todos los diablos. Y yo que pensaba hacer el papel de que estaba
dormido, me sumí realmente en un sueño, profundo, tranquilo, sin zozobras
ni pesares.
V

No volvieron a dejarme solo en casa. Siempre se quedaba conmigo alguno de


mis hermanos, pero más frecuentemente mi hermana Matilde.
Hablar de todo el escándalo y gritería que se formó al día siguiente en
mi casa por la muerte del gato y la destrucción de las paredes, es innecesario.
Asumí una actitud reservada y huraña. De los daños a las paredes
tranquilamente eché la culpa a Ambrosio y a mis otros hermanos, y mis
padres me creyeron o fingieron que creían. De lo del gato no hablé ni una
palabra. No sabía nada. Oí las lamentaciones y lloriqueos de Ambrosio y de
todos por la muerte de Caifás y por los castigos que les hicieron, y permanecí
casi todo el día en mi cama alegre y tranquilo.
Sin embargo, creo que desde entonces principié a sentir que era otra
persona, que se me trataba de manera diferente. Mis hermanos no volvieron a
meterse conmigo para nada. Rehuían mi presencia. Ninguno volvió a jugar
conmigo ni a servirme de lazarillo cuando jugábamos a las escondidas.
Cuando llegaba a donde ellos estaban, inmediatamente oía el cuchicheo y que
todos salían. Era como un animal feroz o pestilente o portador de alguna
enfermedad espantosa. ¡Cosa extraña! Esta posición de enemigo de todos, de
persona odiada y repudiada, me agradaba más que si estuvieran rodeándome
para consentirme o complacerme. Me sentía fuerte y temido. Sabía que mis
hermanos conocían de qué era capaz y que mis fuerzas iban aumentando.
Prefería sentirme como fiera acorralada buscando pequeñas venganzas por
cosas que no me habían hecho y haciendo males, que como niño ciego,
inválido, rodeado de los cuidados fingidos con que se rodea al bobo de la
casa. Nada. No quería lástima, prefería el odio. Esta situación me daba la
oportunidad de pensar todo el día en qué mal les haría. Ese odio y esa
antipatía que sentían por mí y que yo recibía con beneplácito interior, me
servía al mismo tiempo de pretexto para hacerles males sin fin, para
romperles sus juguetes, para esculcar incansablemente en sus escondrijos y
en sus maletas hasta hallar sus cuadernos, sus lápices y sus tintas y
romperlos, botarlos y derramarlos. No había sitio en donde se pudiera ocultar
alguna cosa que el ciego no la encontrara, porque conocía la casa como
ninguno de ellos y al fin terminaba por hallarla. Mis padres no se daban
cuenta de la situación tirante que existía entre mis hermanos y yo. Los
pobrecitos eran miopes o ciegos para muchas cosas. Sólo sabían repartir
golpes en un momento de ofuscación y quejarse de la situación. Cuando se
formaba un zafarrancho salían en mi defensa. “Él no ha sido, no puede haber
sido”, sostenían la mayoría de las veces; pero si el asunto era tan evidente que
no se podía negar que yo fuera el causante, decían entonces: “¿Para qué lo
odian?, ¿por qué no juegan con él? Pobrecito, permanece todo el día solo, no
tiene con quién jugar, no tiene hermanos sino enemigos”.
Pero la actitud de mis padres también era un poco de dientes para afuera.
Muchas veces me hacía el dormido o simplemente me escondía en algún
cuarto vecino y escuchaba lo que hablaban.
—Berta, ¿qué hacemos con este muchacho? Hay que tomar alguna
resolución.
—Sí, hay que hacer algo. Se está volviendo un hombre.
—Sí, qué tristeza que haya perdido sus ojos. Es un muchacho bien
desarrollado. Va a ser un machazo.
—Es el más buenmozo de todos —decía mi madre y jipiaba un poco.
Luego en tono bajo, como en secreto, no queriéndose confesar la verdad:
—Pero ¿sabes? Estoy preocupada con él. Me parece que se ha vuelto de
muy mal carácter.
—Así ha sido siempre —replicaba mi padre.
—Sí…, pero no es eso. Me parece que ahora es malo, perverso. No hace
sino males y daños a sus hermanos. Los pobres se aguantan muchos regaños
por él. Tal vez sería bueno reprenderlo y corregirlo un poco; de lo contrario,
será desgraciado después.
Yo no estoy todo el día en la casa —decía mi padre apesadumbrado.
Luego quedaba callado un rato, en un silencio lleno de zozobra e impotencia.
Por fin decía:
—Sí, hay que hacer algo. Se está volviendo un hombre. Ya tiene trece
años. Mañana iré al Instituto para Ciegos.
Ellos no comprendían que mi desarrollo corporal y mental iban
desacordes y que, como lo he dicho antes, mi tamaño ya no era como para
andar detrás de mi madre buscando la manera de subirme en su regazo. Mi
cuerpo ya no era el de un niño, pero mi modo de ser y temperamento
caprichoso continuaba siendo los de un hijo pequeñito y mimado.
Mi hermana Matilde era la única persona que me acompaña de buena
voluntad. Horas enteras pasaba con ella haciéndole miles de preguntas.
Hostigándola con mis exigencias. No se mortificaba, me tenía paciencia.
Mientras mis hermanos jugaban o salían en tropel a la calle, ella se quedaba
conmigo o por lo menos en la casa, y yo la oía haciendo oficio, ayudando a
mi madre, aplanchando la ropa. A través de ella comprendí y aprendí muchas
cosas.
—Matilde, dime, ¿cómo es el Instituto para Ciegos?
—¿Quién te ha hablado de él? ¿Para qué quieres saber cómo es?
—Anoche oí a mis padres que hablaban de meterme allí. Me hice el
dormido mientras hablaban, pero tú no les dirás nada, ¿no es cierto?
—Bueno, está bien, no les diré. Tampoco es un crimen. El Instituto para
Ciegos es una casa donde viven todos los niños que no ven, como tú.
—Y, ¿en dónde está el Instituto?
—Lejos de aquí, en otro barrio.
—¿Qué es lejos?
—Que hay que caminar mucho para llegar hasta donde está. Es
necesario coger un tranvía para ir allá porque uno se cansaría si se fuera a pie.
Hay que recorrer muchas calles.
—Y, ¿qué hay en las calles?
—Casas como la nuestra. Casas y más casas a lado y lado de la calle.
Tapias que encierran los lotes sin construcciones y tiendas.
—Y, ¿en dónde se coge el tranvía?
—¿Para qué quieres saberlo? —preguntaba mi hermana Matilde,
intrigada, pero luego contestaba:
—En una esquina, en el paradero. El tranvía va por una calle. El
paradero queda a unas tres cuadras de aquí, de nuestra casa. Ahora y lo verás:
se bajan dos, se voltea a la derecha una y luego se camina a la izquierda otra.
No, no son tres, son cuatro cuadras.
—Sí; y, ¿qué son cuadras?
—Caramba. Tú preguntas mucho Toti. La vuelves loca a una. Hay que
tener a la mano un diccionario para explicarte tantas cosas. Bueno, las calles
son una cosa larga sin interrupción. Hay otras calles que van en otro sentido y
entonces se encuentran las esquinas y se forman las cuadras.
Me quedaba callado sin haber entendido. Mortificado y cabizbajo.
—No, no comprendo —entonces Matilde me cogía la mano y con su uña
me trazaba en la palma dos o tres rayas en un sentido y otras tantas en el otro
sentido. Yo sentía un poco de cosquilla.
—¿Ves?, así son las calles. Unas van para un lado y las otras para otro.
Allí donde se encuentran son las esquinas y el trecho que va de una esquina a
otra es una cuadra. Se forman cuadraditos —con la uña me los trazaba en la
palma de la mano—. Y las casas tienen el frente para los lados. ¿Ahora sí
entendiste?
—Sí, sí; está claro.
Ella se ponía en pie y seguía sus oficios, mientras yo quedaba quieto
ordenando en mi cabeza las cosas que acababa de aprender. No se me podía
olvidar nada y esto debía quedar en orden. Ya principiaba a comprender
cómo era la ciudad, y esto era de muchísima necesidad para un hombre ciego
que necesita vivir allí por muchos años valiéndose por su propia cuenta. En la
cabeza hacía esquemas y todos los días crecía más y más mi curiosidad de
salir a la calle, llegar a las esquinas, montar en un tranvía y oír su ruido
estridente.
Una tarde hacía calor. Desde meses antes no oía llover. Mis padres con
frecuencia hablaban del verano que ya iba para muy largo, que las plantas del
solar se achicharraban de calor, que las reservas de agua de la ciudad se
habían agotado y que solamente muy pocas horas del día había agua en
nuestra casa. Nadie podía desperdiciarla. Mi madre repartía pocillos por
turnos, para que cada uno de mis hermanos se bañara la cara y se mojara los
cabellos. Mi juego favorito, que era abrir la llave de la pila y meter la mano y
mojarme hasta los puños de la camisa, no pude volver a hacerlo. Me moría de
desazón. Llegaba a la pila, y metía mis manos dentro de ella, hasta donde
alcanzaba a curvarse mi cuerpo sin llegar a caerme; pero no lograba tocar ni
siquiera con la punta de los dedos el poco de agua estancada. Metía entonces
un palo, lo rebullía y oía un pequeño chapoteo en el fondo.
Mi espíritu destructivo había desaparecido o, por lo menos estaba
aquietado en mi interior. Hacía tiempo que ya no abría huecos en las paredes
ni en el piso. Ya conocía la tierra, la cal, los adobes y los ladrillos y era poco
el interés que sentía por esas cosas. Mi clavo permanecía guardado.
Estaba solo en mi casa con mi madre. Ella remendaba algunas ropas en
el corredor, sobre un cajón y yo a su lado, sentado en el suelo, tocaba una
flauta que me habían regalado. Mi oído no era del todo malo, como no debe
ser el de ningún ciego. Sacaba aires populares y de moda que oía en la vitrola
o que me llegaban de las casas vecinas. Mi madre me hacía gracia y
comentaba con sus amigas y con mi padre que yo tenía una facilidad enorme
para la música. Pero a veces mi modo de tocar era tan persistente y
prolongado, que mi pobre madre se desesperaba como aquel día.
—Mijo, por Dios, deje de tocar más esa flauta. Me tiene borracha.
—¿No te gusta lo que toco?
—Sí, sí me gusta pero no tan seguido. Descansa un rato.
—Y entonces ¿qué me pongo a hacer? —pregunté.
Mis entretenciones se habían ido acabando. Me desesperaba. No sabía
materialmente qué hacer. Pasaba horas enteras quieto en un solo sitio sin
hacer nada. Pensaba cosas y más cosas sin un orden lógico.
Mi madre quedó en silencio por un momento.
—Entonces sigue tocando Toti, porque qué vamos a hacer —dijo por fin
con tono de sacrificio, y yo volví a tocar mi flauta lo más fuerte que pude.
Golpearon en la puerta de la calle y me puse en pie despacio para ir a
abrir. Sabía que era alguno de mis hermanos que andaban por la calle en
jugarreta con los vecinos. Jugaban a los casados, a las escondidas, a los
cocinados.
Era mi hermana Matilde. Apenas abrí entró como una tromba y cerró la
puerta fuertemente. Acezaba un poco. Noté que venía agitada, posiblemente
de tanto jugar. Se paró en frente de mí. Yo estaba contra la pared. Luego se
acercó y ciñó todo su cuerpo contra el mío y me besó en la boca de una
manera rara y desconocida para mí. Me quedé en silencio y ella me abrazó
mejor y volvió a besarme largamente. Estaba ardiente y agitada. A través de
mis ropas y de las suyas sentía el temblor de su carne.
—Ahora jugaremos un rato, Toticito —me dijo mientras me soltaba y
corría al interior de la casa.
Quedé quieto en donde estaba sin saber qué hacer. Presentía que
acababa de descubrir algo que no lograba ordenar en mi cabeza. Un
presentimiento de algo agradable y terrible al mismo tiempo. Sentía todavía
la sensación del cuerpo de Matilde pegado al mío, pero sus besos me habían
dejado indiferente.
—¡Toti, ¿qué haces ahí en el zaguán?! ¿Dónde te has metido? —
exclamó mi madre con indiferencia.
Cuando me oía haciendo ruido no decía nada, pero cuando me quedaba
silencioso, siempre quería saber qué estaba haciendo. Se figuraba que
tramaba algún mal, y la mayoría de las veces tenía razón.
Sin contestar volví a su lado, me senté nuevamente donde estaba y torné
a tocar mi flauta. Pensaba un poco en el temblor del cuerpo de Matilde y me
llenaba de curiosidad por conocer cuál sería el hecho que presagiaba el calor
de la carne, el temblor de los pechos y los besos, así como me los acababa de
dar mi hermana. Pero luego olvidé con la misma prontitud con que había
nacido en mí la curiosidad.
Poco después, mi madre se puso en pie y entró en nuestra alcoba. La oí
que abría la cómoda y sacaba alguna de sus prendas de vestir. Había dejado
de tocar mi flauta para oír mejor qué hacía. No me cupo la menor duda que
iba a salir a la calle. Primero, el cambio de sus chinelas por los zapatos;
después, el armario que se abre para sacar el sobretodo, y en seguida el ruido
de quitar la tapa de la caja de polvos y al poner la peinilla sobre la mesa.
—¡Matilde, mija! —dijo en voz alta—, voy a salir un momento. Voy a
comprar unos hilos y de paso entro un rato a la iglesia. Ya ni a la casa de
Dios voy nunca, parezco hereje.
—Bueno mamá.
—Pero cuida a Toti bien. Juega con él para que no se aburra. No lo dejes
hacer daños.
—Bueno mamá —volvió a repetir Matilde—, ahora me pongo a jugar
con él y…
Noté inmediatamente una vacilación en su voz y recordé los besos que
me había dado y el temblor de su cuerpo, pero no sentí curiosidad, ni deseo
de nada.
Mientras mi madre se encaminaba a la calle, volví a poner en mi boca la
flauta y principié a tocar de nuevo. Ensayaba y repetía una canción que había
oído el día anterior, pero no lograba sacarla completa. Había una parte en
donde no conseguía dar la nota precisa de enlace y repetía las notas
anteriores.
Toti, ven jugamos un rato —dijo Matilde desde su cuarto. Hacía rato la
había oído allí. No sé qué hacía, pero estaba seguro que no había salido.
No contesté y seguí tocando mi flauta de una manera incansable.
Entonces Matilde volvió a llamarme:
—¿No quieres venir, Toti? Si no vienes ahora no volveré a jugar
contigo.
Esta amenaza de mi hermana era terrible para mí, aun cuando sabía que
no la cumpliría jamás. En todo caso, era la única persona con quien
conversaba, con quien jugaba, tal vez era la persona a quien quería más que a
mi madre. Sufría cuando la regañaban o alguno de mis hermanos le pegaba o
le hacía algún mal.
—¡Ya voy, ya voy!, no te pongas brava —le grité mientras corría a su
cuarto.
Matilde era apenas un año largo mayor que yo, y quizá por esta razón
éramos los más amigos. Por aquella época tenía quince años. Estaba en la
escuela con mis hermanos, pero faltaba mucho porque era la persona que
reemplazaba a mi madre en los quehaceres. En todas las casas hay alguna
hermana más hacendosa, más trabajadora que las demás y que termina por
echarse encima los trabajos de la casa y apersonarse de tal manera que se
vuelve dominante y regañona. Sus estudios se van al diablo, las calificaciones
resultan pésimas y, por último, termina por retirarse del colegio cuando
apenas sabe leer, escribir y las cuatro operaciones. Si se trata de fiestas, es la
primera que se preocupa porque sus hermanas vayan bonitas y bien
arregladas, pero ella se queda como sirvienta de adentro, arreglando y
limpiando la casa. Si se trata de un paseo, nunca hay lugar para ella en el
vehículo o dinero para el tranvía y ella misma insinúa que se queda para no
complicar las cosas. Nunca se le compra un vestido nuevo, sino se le
acomodan y remiendan los de las otras hermanas con plena aceptación y
satisfacción de ella. Así era mi hermana Matilde, pero no porque fuera fea,
mal conformada, menos graciosa o algo por el estilo, que son las razones que
en el fondo determinan estas situaciones, sino porque alguna de mis
hermanas debía ser, y era Matilde, la menor de las mujeres.
Muchas veces me he roto la cabeza pensando cómo sería, qué mueca
graciosa haría su cara y sus ojos al reírse, cuál su caminar, cómo se vería el
conjunto de su cuerpo; pero estas cosas no las puede imaginar un ciego. Los
seres amados no son nuestros, sino por partes, parcialmente. Lo que
aprisionamos por un momento, esa parte nos pertenece por ese momento; lo
que usamos por unos segundos; eso es nuestro por esos mismos segundos.
Luego el objeto se nos escapa y cuando ya no está cerca, cuando nuestras
manos no pueden aprisionarlo, ya nos es ajeno.
Matilde era bonita, no me cabe la menor duda. Aun cuando me dijera lo
contrario, no lo creería. Después he conocido otras mujeres, muy pocas, y
hasta donde mi tacto no me engaña, nunca he vuelto a sentir el roce de algo
igual. Pero nunca he podido amar sin hacer daño. Mi amor se ha convertido
muchas veces en una terrible obsesión de venganza porque soy ciego, porque
los demás tienen sus ojos buenos, porque me creen inútil, porque pienso que
me aman por misericordia o por lástima. Pero, en fin, como soy, he sido
siempre. He gozado más con la revancha, con el mal, que con el amor. No
estoy arrepentido de nada. El desquite, el mal, la tortura a los demás son
sentimientos más fuertes que el amor y la ternura, o por lo menos en mí las
cosas han sido invertidas, y he sentido placer con lo que otros sufren. Para la
gente ya no soy un mero ciego incapaz, soy un hombre peligroso. Esto me
hace sentir mejor, pero ahora no es el caso. Lo pasado, pasado. Es necesario
preparar nuevos actos para matar el tiempo, sin calcular ni pensar mucho en
su calidad moral o sentimental. Después de cumplidos se sabe cómo fueron,
quizá se despierte un hormigueo en la sangre, pero también viene el olvido.
Pero ya he dicho que este no es el caso y no hay para qué hablar. Lo
importante es que mi hermana Matilde era bonita. Esa es la sensación que he
tenido siempre.
Entré en el cuarto en busca de Matilde y me encaminé a su cama. Antes
no sabía que estuviera allí, pero cuando llegué al umbral me di cuenta que era
en su cama en donde estaba. Me acerqué y ella cogiéndome la mano me jaló
un poco. La busqué con las manos mientras me sentaba en la orilla. Estaba
boca arriba, un poco temblorosa. Me acosté a su lado y sentí sus labios. El
tiempo dejó de moverse. Pronto el acto terminó y el telón cayó sobre mi
inocencia. Me encontré sombrío, mudo, estirado a la orilla de aquel abismo
de fuego inapagado.
—Y, ¿así es como se juega a los casados? —pregunté curioso,
únicamente por molestar, porque comprendía que ese juego lo hacía Matilde
solamente conmigo. Estaba como enferma, su cuerpo le exigía que lo hiciera.
No podía tenerme más que el cariño corriente a un hermano, pero mi calidad
de ciego era una seguridad para ella.
—No, con los demás es un juego muy diferente. Se pasea, se hacen
cocidos y… hasta se besa uno, pero nada más —dijo mientras me empujaba y
se sentaba en la cama.
Luego, en tono asustado:
—Cuidado vas a contarle esto a alguien, ni a mamá. No volvería a jugar
contigo ni a quererte.
Le prometí sinceramente que no lo haría y me ofreció algunos dulces y
que al día siguiente volveríamos a jugar a los casados. No puse objeción.
Después, cuando todo había terminado, empecé a sentir deseos de repetirlo.
Comprendí que aquel juego debía conducir a algo trascendental, a algo que
ponía la piel arrozuda y que llenaba de emociones. Ya Matilde había salido
del cuarto y la puerta de la calle se abrió. Mis hermanos entraron en tropel
gritando.
Al día siguiente Matilde me regaló los dulces, pero no hablamos del
juego. Así pasó como una semana. A veces recordaba y sentía un vago deseo,
pero lo olvidaba casi inmediatamente. A mí esta clase de diversiones no me
atraían, y me entusiasmaba más cualquiera otra cosa. El contacto con mi
madre o con alguno de mis hermanos me hacía recordar las diferencias que
había descubierto entre mi cuerpo y el de Matilde. Me llenaba de curiosidad y
de un deseo indefinido; hacía la composición de lugar y quedaba indiferente.
Ocho días después, volvimos a quedar solos en casa. Matilde y yo.
Como si no esperáramos más sino esa oportunidad, no bien se cerró la puerta
de la calle, corrimos el uno al lado del otro. No sabía bien por qué hacía esto
y en mi interior me confesaba que no sentía ningún deseo; pero había una
fuerza extraña que me empujaba hacia ella.
Cuando estuvimos el uno cerca del otro no supe qué decir, y me quedé
callado. Fue ella quien volvió a tomar la iniciativa:
—Toticito, ¿volvemos a jugar a los casados?
—Bueno.
Fuimos a la cama y nos acostamos. Las escenas se volvieron a repetir,
pero no necesité tanta insinuación de Matilde. Ya sabía qué debía hacer y qué
era lo que ella quería que le hiciera, y lo hice con tal agresividad, que sintió
miedo de que las cosas pudieran llegar más allá de un juego, y se escapó
mientras protestaba:
—Contigo no se puede jugar, eres muy patán. Casi me haces daño. Me
has apretado muy duro.
—No lo volveré a hacer, pero tenemos que jugar nuevamente a los
casados, otro día —dije frío.
No sé por qué se me ocurrió prometerle que no volvería a ser así de
agresivo, cuando sabía que siempre sería lo mismo, que en mí había un
ímpetu que no necesitaba sino un ligero empujón para desbocarse y volverse
incontenible, insaciable. Un ciego no tiene por qué prometer nada, siempre
debe ser un menor de edad; pero aquel día hice la promesa para no cumplirla.
Después, muchas veces, he vuelto a ofrecer cosas y más cosas y tampoco las
he cumplido. He descubierto el hechizo que produce en el hombre la
promesa. Esta prodigiosa palabra que da esperanza, que abre puertas, que
consigue dinero, que ofrece hasta la vida eterna, pero que jamás se cumple.
Desde aquel día, no tuve más obsesión que estar solo con Matilde. Ella
rehuía un poco mi compañía para no recordar o hablar de aquellas cosas, pero
yo la buscaba a cada momento. Comprendía el peligro y yo sabía que debía
hacer algo y que era capaz de hacerlo.
Volvimos a tener otra oportunidad y la iniciativa fue toda mía. Ella no
quería ese día jugar a los casados sino a cualquier otra cosa, pero yo la
convencí sin mayores dificultades. En el fondo también lo deseaba. Me
exigió que no fuera patán ni brusco o de lo contrario no jugaría, y se lo
prometí con tono de ruego; pero cuando la volví a tener junto a mí en la
cama, olvidé y procedí como un hombre cavernario. Volvió a escaparse de
mis manos y de la cama, sudorosa y asustada.
—No volveré a jugar contigo nunca. Oye, Tomás. ¡Eres un descarado!
—me gritó.
—Tienes que volver a jugar —le respondí fríamente, con la seguridad de
que tendría que hacerlo, quisiera o no.
No volví a dormir a derechas ni a tener paz. El deseo había nacido en mí
con todas sus fuerzas y me carcomía. Olvidé mis juegos de costumbre. Por
las puntas de mis dedos, por mi piel ya cubierta de vello penetraba y se
regaba en todo mi cuerpo el recuerdo de Matilde, de su cuerpo tierno y
apretado. Su voz y sus palabras: “Me haces daño, no seas descarado”,
resonaban en mis oídos y sentía el deseo de martirizarla, de hacerla gritar, de
oírla llorar entre mis brazos, debajo de mi cuerpo. Me torné indiscreto y
torpe. La perseguía en todas partes. Se me olvidaba que solamente yo era el
ciego y a cualquier hora o lugar la acariciaba y trataba de besarla.
—No moleste, Toti —decía Matilde en voz baja, cortada.
—¿Qué es eso? —protestaba mi madre—; no molestes así a tu hermana.
—Y tú quítate de ahí, no lo busques, no te estés cerca de él, no me
mortifiques todo el día con tu “No me toque, no me moleste”.
Quedaba cortado y silencioso. Me costaba trabajo contener mi rabia.
Permanecía todo el día enfurecido y callado. Solamente ahora comprendo que
si no hubiera sido por las protestas de Matilde y los regaños de mi madre,
habría sido capaz de tumbarla delante de todos e irme encima feroz. Tal era
mi torpeza y mi obcecación que no respetaba nada, no me importaba nada.
A veces Matilde soportaba por un rato mis manoseos, reía y disimulaba.
Un apretón de manos o un roce de sus mejillas, no buscado por mí, me hacía
comprender que ella estaba deseosa como yo. Eso no pasaba sino cuando
estábamos acompañados, pero si estábamos solos en mi cuarto, en la sala o en
el solar se descaraba un poco, me dejaba hacer y cuando ya la temperatura
llegaba a la calentura necesaria, se escapaba de mis manos y corría hacía
donde estuvieran mi madre o alguno de mis hermanos.
—Matildita, ¿cuándo jugaremos a los casados? —le preguntaba casi
como un ruego.
—No, yo no vuelvo a jugar contigo así. Ya te lo he dicho. Jugaremos a
cualquier otra cosa —contestaba decidida.
—Tienes que jugar o si no yo le cuento a mamá.
—¿Qué le cuentas, ah?
—Lo que hemos hecho las otras veces. Lo que tú me enseñaste.
—No Toticito, no vayas a hacer eso. No sacarías nada y yo no volvería a
jugar contigo. Además, no hemos hecho nada malo. Así se juega a los
casados.
—¡Ah!, si no tiene nada, ¿por qué me ruegas que no cuente? Voy a
contarle ya —me ponía en pie y me encaminaba a la cocina.
—No, no. Cuidado le vas a contar —me suplicaba mientras me agarraba
por el saco.
—Entonces tienes que jugar conmigo a los casados.
—Te regalo dulces y lo que me pidas.
—No, no quiero dulces ni nada, quiero jugar a los casados.
Por fin aceptaba asustada:
—Está bien, Toti, cuando volvamos a estar solos jugaremos a los
casados.
Se volvió un juego peligroso en el cual yo notaba que ella llevaba la
peor parte. Permanecía asustada y temerosa de que yo hablara. Pobrecilla…
Debía de sufrir un poco, pero esto me tenía sin cuidado. Quería complacerme
a mí mismo, darle gusto a lo que mi cuerpo pedía y no tenía nadie más con
quién hacerlo sino con ella.
La oportunidad no se presentaba y ya habían pasado algunos meses
desde la última vez. Yo no dejaba de atizar y mantener viva la llama del
recuerdo y del temor de Matilde. Cuando notaba que ella estaba fría y tenía la
convicción de que no volvería a jugar a los casados conmigo, aprovechaba la
presencia de mi madre y le decía en voz baja:
—Le voy a contar.
—No, no seas malo Toti —me rogaba.
Me dirigía a mi madre:
—El otro día Ma…
Sentía el temblor y oía los ruegos de Matilde:
—Te daré gusto en todo lo que quieras, pero no cuentes.
—No. Yo voy a contar.
Y repetía a mi madre:
—El otro día Matilde me…
Volvía a oír la voz de Matilde:
No. Toticito, camina al solar y jugamos un rato. Te regalaré algo que te
guste mucho.
Nos íbamos para el solar. Las escenas se repetían cortas e interrumpidas
porque desde el corredor nos podía ver alguien, y Matilde terminaba por
escaparse. Yo maldecía de mi madre, de mis hermanos, de esos ojos terribles
de todos los de mi casa que nos descubrían en todas partes, que no nos
dejaban solos en un rincón jugando al amor. Era un motivo más para que
odiara los ojos. Si antes sentía envidia y deseos de venganza, simplemente
porque ellos veían y yo no, ahora mi dolor era mayor cuando esos ojos
servían para estorbarme el placer. Hubiera querido lanzarme encima de mis
padres y mis hermanos y con mis uñas y mi clavo sacarle esos ojos que me
obstaculizaban y que me veían. Que quedáramos todos ciegos para que
desapareciera la indiscreción y que cada uno en su rincón o donde a bien lo
tuviera, se agitara sobre la amante, se metiera los dedos en las narices, se
espulgara su sexo, se mordiera las uñas, sin oír voces de censura, de regaño y
desaprobación. Acabar con la cárcel de los ojos. La liberación estaba en la
oscuridad donde el defecto no existe, donde no hay nada que criticar, donde
cada cual tiene su mundo de tinieblas impenetrado por nadie; pero la
oscuridad para todos, porque para uno solo era la injusticia, la desigualdad.
Por fin volvimos a tener otra oportunidad. Era un día entre semana y mis
hermanos se habían ido para el colegio. Desde la hora de almuerzo mi madre
le había dicho a Matilde que por la tarde no podía ir a la escuela porque ella
tenía que salir a hacer unas compras. Matilde, que nunca protestaba y
obedecía callada y hasta con gusto, aquel día se defendió como pudo: que no
podía dejar de asistir a las clases porque estaban muy cerca de los exámenes;
que había dejado su costura; que aquella tarde una niña debía pagarle cinco
centavos. Mi madre no contestaba nada, lo cual quería decir que tendría que
quedarse en casa. Matilde continuaba defendiéndose. Yo estaba al pie de ella
y comprendía que hubiera dado cualquier cosa por marcharse a la escuela,
que tenía miedo de mí, que presentía que algo iba a pasar. Bajé la mano y le
pellizqué un muslo.
—Si no te quedas, cuento —le dije en voz baja. Sentí que le cubría el
cuerpo un temblorcito ya muy conocido por mí y luego aceptó sin decir nada
más.
Perdí el apetito y se apoderó de mí un desasosiego que no me dejaba
tranquilo. Descolgué una mano en el muslo de Matilde. Ella me metió un
pellizco tan fuerte que tuve que retirarla. Me puse en pie sin haber comido
nada y caminé hacia mi cuarto. Quería estar solo con mis temblores y mis
deseos. Hubiera querido arrancarle al día las horas que faltaban para que mis
hermanos se fueran a la escuela y mi madre saliera a hacer sus compras para
encontrarme con Matilde a solas. El tiempo no pasaba. Traté de entretenerme
con algo, de pensar en otra cosa y por un rato me abandonó el escalofrío que
me cubría.
No recuerdo qué hice en aquellas horas ni cómo no me ahogué con mi
propia agitación. Ya serían las cuatro de la tarde y estábamos Matilde y yo en
la cama jugando a los casados. Ella no había vuelto a hablar conmigo desde
la hora del almuerzo. Tan pronto como salió mi madre corrí en su busca.
Estaba en la cocina lavando las ollas. Le dije:
—Vamos a tu cuarto —ya no como un niño que quiere jugar, sino como
un hombre. Ella aceptó sin decir nada. Se sentó en la orilla de la cama,
temblaba y su carne estaba caliente. La empujé y ella por su cuenta se acostó
y me hizo sitio a su lado.
Aquella tarde, como a las siete, y mientras mis hermanos comían en el
comedor y mi madre les servía, lo volvimos a hacer en el solar y entonces
gozamos por igual, pero esta fue la segunda y última vez.
VI

Los días siguientes pasaron sin ninguna otra oportunidad. Me sentía tranquilo
y cambiado. Una alegría desconocida hinchaba mi pecho y me hacía frotar las
manos con nerviosismo de satisfacción. Pero eso fue por un día o dos,
máximo; después principié a sufrir mucho. Había crecido en mí la pasión y el
deseo de estar otra vez con Matilde, pero la oportunidad no se presentaba y
ella no ponía de su parte tampoco. Se escondía todo el día o salía con mis
hermanos a la calle con el menor pretexto. A veces sentía deseos de coger a
alguna de mis otras dos hermanas. Hasta llegué a acercármeles y tratar de
jugar con ellas, cosa que no hacía nunca. Llegué a cogerles las piernas y a
tocarles la cintura pero en son de juego. La una era flaca de piernas y muy
alta, me aventajaba bastante en tamaño, y la otra era muy gorda y maloliente.
No me atreví a seguir adelante, no por esos defectos, sino porque no
encontraba ambiente propicio en ellas y temía un escándalo.
Qué martirio el de aquellos días. Permanecía nervioso e irascible,
escarbando por toda la casa, buscando algo para desahogar mis deseos. Era
una situación insoportable. Me sentía incómodo y era fácil que mi madre o
mis hermanos notaran mi estado. Mi vida había encontrado un fin, una
manera de desenvolverse sin la desesperante monotonía de siempre. ¿Qué
más podía hacer un ciego? Era lo único que me pertenecía: mis deseos, mi
cuerpo, mis pasiones. Pero qué dificultad para encontrar la contraparte donde
saciar mis ímpetus. Cómo me haría sufrir este bien que había descubierto,
esta única cosa inagotable, mía.
Sea que mi madre se hubiera dado cuenta o simple coincidencia, uno de
esos días siguientes oí que mi padre al levantarse le dijo:
—No olvides que hoy vamos al Instituto.
—Ah, sí, ya lo había olvidado, me da angustia en el corazón de pensarlo,
pero este muchacho así ya no se aguanta.
Mi padre guardó silencio por un momento. Me pareció que suspiraba.
—No hay más remedio, pero nos va a hacer mucha falta. Debes tenerlo
arreglado y listo; a las once estaré aquí. Saldré más temprano del trabajo para
hacer esta diligencia.
—Está bien —gimió mi madre—. Aprovecharemos para darnos cuenta
de qué les dan de almuerzo y los veremos a todos reunidos en el comedor.
Mi padre no comentó nada y salió.
Desde las diez comenzó mi arreglo. Me dieron un baño completo de
cuerpo, cosa que hacía meses no pasaba, me peinaron y me pusieron un
vestido que no había usado sino muy pocas veces, y, como es de suponerlo,
ya me quedaba estrecho y muy altos los pantalones; me habían comprado
para aquel día unos zapatos. Me echaron gomina en el pelo porque dizque mi
cabello era como de erizo y se paraba en la coronilla.
—¿A dónde me van a llevar? —pregunté de pronto a mi madre.
Ella no sabía que decir, pero al fin contestó:
—A una casa en donde hay muchos niños y te enseñarán muchas cosas.
—Al Instituto para Ciegos, ¿no es cierto?
Mi madre se trabó toda:
—No, no… Sí, al Instituto, pero es una casa muy bonita.
Sentí un poco de alegría. La emoción de salir por primera vez a la calle.
La sorpresa de oír y sentir otro ambiente y otras personas. Organizaba en mi
interior proyectos de excursiones investigativas por todos los rincones y sitios
del Instituto, de esculcar los cajones de los otros niños, de encontrar nuevos
juegos y conocer muchas cosas diferentes de las que hasta entonces conocía.
Decían que era una casa grande, de varios pisos y tendría mucho en donde
divertirme. Subiría escaleras. Habría muchos niños con quienes jugar. De
pronto me vino a la cabeza la idea de que no volvería a estar solo con
Matilde, y el pecho arrancó a saltarme de angustia. Esa angustia que sienten
los que ven cuando una persona se ha muerto porque no la volverán a ver
nunca. Las personas morían para mí cuando dejaba de oírlas, de poder
tocarlas, de sentirlas cerca de mí. Tuve el deseo de ponerme a gritar y a
forcejar como un condenado a muerte, y luego todo se resolvió en una
enorme tristeza y un deseo vehemente de sentarme y ponerme a llorar. Cómo
me habría hecho de bien haber llorado un poco. La tristeza sólo tiene una
manera de salir, y es con lágrimas; de otra manera se transforma en odio, en
desesperación. Haría cualquier cosa para no marcharme, para volver a casa;
pero si no conseguía esto, huiría del Instituto para que no me volvieran a
encontrar nunca, para que mi madre recorriera la ciudad angustiada
buscándome y sufriendo, así fuera por unos pocos días, mientras le llegaba la
conformidad y la alegría de haberme perdido. Volvían a mi mente las escenas
con Matilde, la muerte del gato, los juegos de mis hermanos, el rincón de la
cama de mi madre, el roncar de mi padre. Hacía fuerza para no llorar porque
a un ciego debe bastarle con ser ciego y no agregar a esto la debilidad y el
espectáculo del dolor. Oí a lo lejos el ruido de un tranvía.
—Y, ¿montaremos en tranvía?
—Sí, sí —se apresuró a contestar mi madre con alegría fingida.
Y volví a quedarme callado. Sentía deseos de montar en el tranvía.
—Sí, pero no quiero irme para el Instituto —dije voluntarioso.
—Pero no te vas a quedar allí; sólo vamos a hacer un paseo para que tú
conozcas y…
No la dejé terminar:
—¿Cómo conozco? ¿¡Cómo me doy cuenta!? —chillé.
No supo qué contestar. Tartamudeó un poco y luego entró en su cuarto.
Después la oí que gimoteaba y que se sonaba. Sentía un poco de alegría.
Mi padre llegó a la hora convenida y salimos casi inmediatamente. No
volví a decir nada, estaba ansioso por salir a la calle. Hasta la puerta salí de la
mano de mi madre, pero ya afuera, mi padre dijo:
—Déjamelo, yo lo llevaré.
—Sí, pero hay que andar despacio y con cuidado con él —advirtió mi
madre.
—Ya lo sé —refunfuñó mi padre—. No hay para qué recomendar tanta
bobería.
Primero me cogió por el brazo un poco duro y luego me indicó que más
bien me apoyara en el suyo para que me sintiera más seguro. Así lo hice y
principié a caminar con mucho temor y dudando.
—No, Toti, así no, camina como lo haces en la casa. Todo es plano y sin
obstáculos. Para eso voy contigo, para no dejarte meter en un hueco, tropezar
o dar un mal paso.
Los dos íbamos adelante. Mi madre detrás. La oía caminar algo
pesadamente. Ya se iba volviendo vieja o tal vez era el excesivo trabajo en la
casa. Mi padre caminaba muy de prisa. Parecía de mal genio.
—No camines así de ligero, recuerda que el niño es… —dijo mi madre.
Él no contestó nada, disminuyó un poco la marcha. Noté,
definitivamente, que iba de mal genio. Había llegado a la casa de buen humor
y parlanchín, pero ya todo había cambiado. ¿Qué habría en el fondo?
¿Tristeza por llevarme camino del Instituto para Ciegos, por no volverme a
ver, o simplemente vergüenza con sus amigos, con los vecinos por ir de
lazarillo de su pobre hijo ciego? Me vino a la mente el recuerdo de la noche
en que llegó con su amigo, cuando peleó con él y yo me caí. Pensé que debía
de ser vergüenza el origen del mal genio de mi padre y me turbé un poco;
tropecé donde no había contra qué tropezar, y si él no me hubiera sujetado
por el brazo y mi madre agarrado por el saco, habría ido a parar al suelo.
—¡Mijo, por Dios! —gritó mi padre muy enojado—. Si va conmigo,
camine con confianza.
—Ahora no vaya a ponerse a gritarlo y tratarlo mal —refunfuñó mi
madre detrás.
—¡Carajo, usted no se meta! —la increpó mi padre mirando para atrás.
—No sea bruto. ¿No se da cuenta que no ve? —masculló en voz baja mi
madre.
Seguimos en silencio. Yo no hablaba nada porque no tenía nada que
decir y porque iba atento para no volver a tropezar. Pero qué difícil es para un
ciego que sale por primera vez, acomodarse a ese mundo extraño de las calles
y los ruidos. Sabía que iba con mi padre y que él me llevaba por buen
camino, pero no me podía acostumbrar. A veces tanteaba con la otra mano en
el espacio, y mi padre me jalaba para indicarme que no era necesario, que allí
iba bien, hubiera querido que me soltaran y me dejaran solo. Yo seguiría por
mi cuenta, pero sin sentir la angustia de no poder investigar despacio por
dónde iba. De golpe paraba mi padre y me decía:
—Hay un escalón, baja aquí, no es muy alto.
Yo bajaba. Habíamos llegado a una esquina. Atravesábamos la calzada y
luego:
—Aquí sube un escalón.
Yo subía y seguíamos rápido sin detener un momento la marcha.
Llegábamos a otra bocacalle y yo principiaba a conocerlas, a presentirlas. Un
cruce de corriente de aire, una ligerísima ráfaga de viento, un ruido que de
pronto llegaba a mis oídos, cualquier detalle me hacía comprender que
habíamos llegado a una esquina. Para un ciego son importantes estos detalles,
porque tiene que valerse de ellos. Los demás, los que ven, no notan estas
cosas, ni necesitan notarlas. Otra bocacalle. Recordaba las explicaciones que
Matilde me había dado de las calles y la forma de las cuadras. Sentía un poco
de nostalgia de no estar cerca de ella, pero mi curiosidad y mi emoción de
andar por la calle eran tales, que la olvidaba casi inmediatamente.
Paramos en una esquina. Oía ruido de personas cerca de nosotros. Oía el
estruendo de los tranvías al deslizarse por la calle con su traqueteo de juguete
viejo, de patín sin engrasar.
—Aquí tomaremos el tranvía —me dijo mi padre alegre, casi al oído.
—¿Cuándo? ¿Ya? —pregunté.
—Ya, ya va a parar, ¿no lo oyes?
Sentí un miedo enorme. Algo se venía encima de mí como un monstruo
produciendo un ruedo estridente. Me eché hacia atrás y grité “¡Mamá!”. Ella
me cogió por el brazo.
—No te asustes mi chinito, no es nada, es el tranvía; ¿no dizque querías
montar en él?
No contesté nada. Seguía temblando. El tranvía paró en frente de
nosotros chirriando. El ruido se me metía en los tuétanos. Dejé de temblar y
me tranquilicé.
Nunca olvidaré aquel momento de miedo. Luego, ya en el tranvía, volví
a sentir nuevamente temor, pero me fui familiarizando y terminé por sentir
verdadera alegría de montar en él. Qué hamaqueo, hacia un lado y hacia el
otro; qué modo de crujir las maderas; qué frotarse de los espaldares contra los
asientos, pellizcándole a uno las ropas. Iba en medio de mis padres agarrado
de sus vestidos. Ya era un niño grande para andar con esos miedos y
boberías, pero no había salido nunca de la casa y no tenía la culpa. Mis
padres me han debido sacar desde más niño para acostumbrarme al ruido, al
movimiento, al mundo en el cual debía vivir. Después he montado algunas
veces en los tranvías, pero no han sido muchas. He tratado que mi mundo no
sea muy grande y de moverme en él sin vehículos, ni problemas. Prefiero
caminar kilómetros, rendirme, que se me ampollen los pies de andar todo el
día, a montarme en un tranvía en donde pierdo la noción de la distancia,
donde mis antenas no funcionan, donde permanezco perdido en un laberinto
sin salida. La cabeza me da vueltas y me siento indefenso y extraviado. ¡Qué
desgracia!
—Señor, ¿en dónde vamos?
—En la calle catorce.
—Gracias. ¿Me hace el favor de avisarme cuando lleguemos a la
veinticinco?
—Sí.
—Gracias otra vez.
—Me ayuda a bajar…
—Gracias nuevamente.
Luego el cobrador, cada minuto:
—Señora favors…, el señors…
—Ya pagué.
Y así mil veces. No, no resisto estos vehículos.
Media hora después nos bajamos del tranvía. Di dos o tres tropezones y
pensé que me podía caer. Estaba atontado y la cabeza me daba vueltas. Esto
pasó durante unos pocos segundos y mis padres no se dieron cuenta.
Caminamos otras varias calles, seis exactamente, y llegamos al Instituto para
Ciegos. Yo llevaba las cuentas de las calles en la imaginación. Tenía ya
hecho en la cabeza el mapa del camino recorrido, por lo menos de mi casa al
tranvía y de este al Instituto. Me creía capaz de recorrer estas distancias solo,
y todavía creo que lo haría. Un ciego tiene que guardar cuidadosamente los
mapas de los caminos que recorre para desandarlos o volverlos a caminar
cuando lo necesite. Con un ciego no se puede jugar a la gallina ciega, porque
todos sus sentidos se han aguzado para orientarlo y saber qué ha hecho y en
donde está, cómo ha llegado hasta allí y qué debe hacer para ir a donde
quiera.
La puerta estaba abierta y subimos unas escaleras empinadas hasta el
segundo piso. Subí apoyado en el brazo de mi padre, por un lado, y por el
otro del de mi madre. No me causó ninguna emoción subir escaleras.
Después, cuando bajé me impresionó un poco. Sentí vacío e inseguridad, y si
no hubiera estado bien agarrado a la baranda habría rodado hasta el primer
piso.
Nos recibió en una oficina un señor muy amable, de voz muy afectuosa.
—¡Ah! ¿Este es Tomasito nuestro nuevo amigo?
—Sí, como no —contestó mi padre.
—Hoy hemos venido para conocer y que lo conozcan. La venida
definitiva será otro día —se apresuró a decir mi madre, seguramente porque
había notado que un temblor de angustia me invadía.
—Qué lástima que no se quede. Mañana tendremos varios juegos y
diversiones que seguramente le gustarían mucho. Pero bueno, con frecuencia
hacemos estas cosas y él tendrá oportunidad de divertirse —dijo el señor con
tono persuasivo.
—¿Te fijas? —me dijo mi madre casi echándome la saliva en la cara—
aquí gozarás mucho.
Y luego dirigiéndose al señor:
—¿No es cierto que hay muchos niños con quienes se puede jugar?
—Cerca de cincuenta. Aquí el niño que llega no quiere volver a su casa.
Esta aseveración me dejó indiferente. Nada de esto me entusiasmó. Era
más fuerte la nostalgia de dejar mi casa. El ambiente me parecía húmedo y
frío. Todas las cosas del mundo no me habrían convencido de quedarme con
gusto allí. A lo lejos oía en el patio a los niños jugando y conversando y
sentía un poco de curiosidad, pero luego volvía la hostilidad a mi corazón.
Nos llevó al comedor. Íbamos por un corredor en donde las pisadas
sonaban huecas en el silencio. El señor me había colocado una mano sobre la
espalda muy cerca de la nuca y me guiaba con suavidad, sin violentarme,
cariñosamente.
—Bueno, y ¿cuántos años tienes?
—Catorce —contesté.
—No, todavía no los ha cumplido, se puede decir que son trece y medio
—se apresuró a rectificar mi padre.
—Pero pareces de más edad, eres un completo hombre, pronto te saldrá
barba —dijo chancero y agradable.
Qué tristeza me causó el comedor. No se oía sino el ruido de las
cucharas contra los platos y alguno que sorbía. Todo era decencia y
disciplina. Ni un grito de protesta, ni un asiento que rodara, ni un insulto, ni
un forcejeo. Evoqué inmediatamente las horas de almorzar y comer en mi
casa y el corazón me saltó del deseo de estar allí, junto a mis hermanos.
Donde no hay ruidos, gritos y alguien que cante o que llore, o que ría, o que
maldiga, parece que la vida se hubiera escapado o que estuviera escondida. El
silencio es muerte para un ciego, es tristeza, es olvido.
—¿Oyes qué niños tan educados? Ni un grito. Todos juiciosos comiendo
como gente decente —me dijo persuasiva mi madre.
—Prefiero mi casa, me gusta el ruido —respondí brusco.
—Pero esto es únicamente a la hora de las comidas. Luego en el patio
juegan y gritan —intervino el señor.
—No me gusta el silencio a ninguna hora —fue todo cuanto contesté.
Luego me callé, no quise volver a hablar nada. El deseo de que mis padres
resolvieran regresar a mi casa me invadía.
Desandamos por el mismo corredor. Al pasar por una ventana el señor
insinuó a mis padres que miraran desde allí el patio de recreos. Así lo
hicieron y comentaron que les parecía muy bueno y que yo me iría a amañar
mucho.
—Entonces vamos a tomar los datos. Hay que llenar una tarjeta —dijo el
señor, cuando ya estuvimos de nuevo en la oficina.
—Muy bien. Lo podemos hacer ahora; con eso, cuando volvamos, ya
estará todo listo —comentó mi madre.
El señor preguntó mi nombre y apellidos completos, la fecha de mi
nacimiento y otra vez mi edad; si había hecho algunos estudios, si sabía
siquiera contar en los dedos; si padecía alguna enfermedad especial y, por
último, algunos datos sobre mi ceguera. Todo lo contestaba mi padre de
manera segura y rápida. Sólo cuando hablaron de mis ojos mi madre quiso
intervenir de manera rotunda y contar ella los detalles. Sentí amargura.
Seguramente haría el recuento completo, con todos los detalles viejos y los
que ella fuera añadiendo; volvería a hacer las acostumbradas exclamaciones y
lloraría nuevamente, porque todas estas cosas eran la sal de la historia; pero
mi padre intervino y acabó en un momento.
Una vez terminado, mis padres se pusieron en pie. Yo también lo hice.
Quedaron en silencio. Notaba algo en el ambiente que me transmitía angustia.
Imaginaba el nudo que se hacía en la garganta de mis padres y que no los
dejaba hablar. El señor tenía práctica en estas cosas y no dejó que el silencio
echara a perder el engaño.
—¡Ah! Pero se me olvidaba mostrarles lo más interesante: el salón
donde les enseñamos a leer y los talleres. Caramba. ¿Ustedes se pueden
demorar un poquito para conocer estas cosas? Iremos solos para que nos
rinda. Tomasito se quedará aquí un rato, yo mandaré alguna persona para que
esté con él.
Mi madre se acercó y me besó en la boca. Sus mejillas estaban húmedas:
—Mijito, ya venimos, vamos con el señor a ver el salón de clases.
Tienes que ser muy juicioso.
Salió apresuradamente de la oficina.
Mi padre también se acercó y me besó en la frente, cogiéndome con las
dos manos por las mejillas. Sus manos grandes y fuertes temblaban. Luego
me abrazó. No decía nada, pero yo notaba que con su abrazo, que con su
temblor, quería decirme algo. “Hijo, nos vamos. Te dejamos solo. Tengo el
corazón destrozado de tristeza. Las lágrimas se me escapan; pero no tengo
nada qué hacer. Debo dejarte”. Al fin me soltó y salió. Su mano se había
deslizado en mi bolsillo, dejando algo allí.
Quedé aturdido. Lo había comprendido todo. Los oía alejarse por el
corredor y luego descender las escaleras. Mi madre se sonaba ruidosamente.
Iban en silencio con su enorme abatimiento, pero sin remordimiento por su
canalla engaño. Sin pensar en mi amargura y mi dolor; sólo los ocupaba la
tristeza de ellos, su desgracia. Oí que el señor volvía a subir las escaleras y
supuse que vendría por mí, pero pasó de largo por la puerta y sus pasos se
perdieron en el corredor.
Estaba estremecido de tristeza y rabia. Sentía deseos de gritar y llamar a
mis padres y decirles que no me dejaran allí, que era innecesario, que quería
vivir siempre con ellos, que no ocupaba espacio. No hice nada de todo esto.
Me toqué el pecho y sentí miedo de mi agitación. Se me salían las lágrimas y
me apresuré a secarlas; pero no me pude contener, metí la cara entre las
manos y lloré un momento. Mis manos se empaparon como si las hubiera
metido en una poceta de agua. Pero ese que lloraba era el niño mimado e
indefenso que ya sólo era un recuerdo en mí. Algunas veces ha aparecido en
mí ese ser endeble y tierno, y he rehusado la idea de que ese hombre también
sea yo. Había olvidado el dolor y sólo sentía rabia.
¿Por qué ese engaño para traerme y dejarme abandonado aquí? ¿No era
yo un hombre a quien se le podía hablar? Y ese viejo imbécil que había
ayudado, ¿por qué se prestaba para engañarme? Qué bueno hubiera sido
regresar con mis padres para la casa. Ahora iría en el tranvía
hamaqueándome. Ellos estarían ahora, posiblemente, sentados el uno al lado
del otro sin decirse nada. Cada uno tratando de no suspirar y hacer con su
silencio más intensa su tristeza; pero en el fondo ambos alegres pensando que
había sido fácil deshacerse del estorbo.
Todo esto y miles de cosas más pensaba sin poder desecharlas de la
mente. Tenía la cara caliente de la rabia y el odio que sentía por mis padres.
No me quedaría allí y les haría la vida insufrible, hasta donde me fuera
posible.
Oí un ruido en el corredor y me estremecí. Ya vendrían y yo había
perdido mi tiempo en lloriqueos. Los pasos se alejaron por otro corredor y
sentí que el alma me volvía al cuerpo. Salí de mis reflexiones vanas. No
pensé más qué podía haber hecho y qué podía haber sido, sino qué debía
hacer en adelante. Metí las manos en los bolsillos para hacer un inventario y
saber con qué contaba, qué cositas de esas que yo amaba me harían
compañía. No tenía sino dos pañuelos; uno en un bolsillo de los pantalones y
otro en el bolsillo del pecho. Desconocía todo lo de ese vestido que casi
nunca me ponían. Lo sentí frío y extraño y pensé que cómo me hubiera
gustado tener mi vestido viejo. Tropezó mi mano con un papelito arrugado y
me llené de alegría: era lo que mi padre me había dejado en mi bolsillo. Un
billete, no sabía de cuánto, pero en todo caso era un billete. “Cómo me
gustaría tener mi clavo aquí”, pensé y me decidí antes de que el señor
volviera y fuera tarde para hacerlo.
Me puse en pie, caminé hacia donde había oído que mis padres se
habían dirigido. Allí debía de estar la puerta de salida. Procedería con soltura
y rapidez, y así lo hice pero tropecé contra una de las hojas de la puerta y por
poco me rompo la cara. Me acerqué despacio y con miedo a la escalera.
Nunca había bajado escaleras y me sentía receloso. Pero estuve de buena
suerte porque encontré el pasamanos y por él me guié hasta alcanzar la
bajada.
Un siglo me pareció que había durado el descenso de la escalera, pero
tenía que hacerlo con cuidado, bien agarrado del pasamanos, tanteando
primero con el pie. Me sentía como suspendido por una cuerda.
Suspiré hondo cuando estuve abajo. No se oía ruido de personas por los
corredores del Instituto. Seguramente el hecho de que allí todos fueran ciegos
evitaría que me vieran huir.
La puerta estaba enfrente, lo recordaba y, fuera de eso, sentía el aire que
entraba, de manera que con pocos pasos estuve en ella. Me detuve irresoluto.
Sabía que habíamos llegado por el lado izquierdo, pero esto mismo me hacía
dudar de coger por allí, porque pensaba que cuando salieran a buscarme se
encaminarían hacia ese lado y me localizarían con facilidad. Sin pensarlo
más, bajé el umbral y principié a caminar al lado derecho. Pero qué dificultad
tan enorme para avanzar. Las manos estaban bien, iba con ellas pegado al
muro; pero con los pies era diferente. Tenía que tantear con la punta del
zapato el terreno que iba a pisar, antes de afianzarlo. Qué instinto de
conservación el que se despierta en los ciegos. Al principio luchamos un
poco, pero después presentimos los obstáculos y los peligros.
Muy cerca de la puerta estaba la esquina. Crucé y me dispuse a caminar
con más confianza. Era un muro largo, liso, sin puertas ni ventanas. Hacía
parte del edificio del Instituto, posiblemente era la pared del patio de recreo.
Al llegar a la otra esquina cambió el tipo de construcción y me di cuenta de
que era una casa por las cornisas, la puerta, las ventanas y principalmente por
la canal que bajaba pegada a la pared. Crucé esta nueva esquina y volví a
caminar toda una calle sin obstáculos, pero cuando llegué a la otra esquina,
me di cuenta de que si seguía cruzando siempre a mi derecha, daría la vuelta
completa y volvería a encontrarme en la puerta del Instituto. Me detuve allí a
pensar cómo atravesaría la calle. No me había tropezado en todo el recorrido
con nadie. Era bien extraño que por allí no pasara gente, pero realmente era
muy poca. Después supe que el Instituto quedaba en un sitio, no despoblado,
pero sí retirado de la ciudad y muy poco habitado. Oí a lo lejos el ruido de un
tranvía y sentí alegría. Efectivamente el ruido venía por la calle por donde yo
iba. No me cupo la menor duda de que debía atravesar la calle y seguir
derecho. Transcurrían los minutos que parecían siglos y nadie pasaba. Tenía
que pedir ayuda a alguien para cruzar la calzada. Agucé mi oído pero nadie se
escuchaba por ningún lado. El silencio me llenaba de impresión y
desconcierto. Me acerqué a la orilla del andén y me puse a tantear con la
punta del pie. Hubiera querido bajar en cuatro patas como lo hacía cuando
estaba pequeño: primero los pies y después las manos. Los ciegos debiéramos
caminar en cuatro patas olfateando, como los perros; tal vez así nos
evitaríamos muchos porrazos, nos rendiría más. Pero, ¿qué afán puede tener
un ciego? Ninguno. En la oscuridad no existe el tiempo ni el espacio.
No era alto y bajé sin dificultad. Principié a caminar derecho para no
desviarme del camino. La calzada era de tierra. El pasto crecía por la falta del
paso de vehículos. Me enredé un poco y di un traspié. Me repuse y seguí
titubeando, pero de pronto sentí que una mano me cogía por las muñecas y oí
una voz que me decía:
—Yo le ayudaré a pasar.
Era un chiquillo. Me llené de alegría.
—Gracias. Suéltame, es mejor que yo me coja de ti.
El chico no dijo nada, solamente me soltó y puso su manita frágil entre
la mía. Tendría siete años. Sujeté su mano pequeñita que me transmitía un
calor nuevo. Me sentí hecho un viejo junto a aquel niño. Hacía muchos años
que no tenía punto de comparación, es decir, nunca, porque yo era el último
de la casa. La cuba, esa desgraciada cuba de mi casa, el niño, el nené; pero
solamente en ese momento, cuando sentía cerca de mí un niño tan pequeño,
me di cuenta de que yo hacía mucho que había dejado de serlo. Una oleada
de rubor me cubrió y sentí un temblor de angustia: me iba volviendo viejo
entre mi túnel.
—Suba despacio —me dijo el chico, y así lo hice. Ya estábamos en el
andén del otro lado. Hizo fuerza para que lo soltara.
—Ya estamos en el andén, no le dé miedo. Ahora sí suélteme, tengo que
irme.
—Acompáñame hasta el tranvía y te regalaré algo —le dije.
—No, no puedo, tengo que volver a mi casa. Suélteme ya.
Apreté un poco más la mano del niño.
—¿Para dónde vas?
—A la tienda a comprar un pan para el almuerzo de mi papá.
—Ayúdame a llegar al tranvía. Es la primera vez que vengo por aquí y
no conozco el camino —le dije tierno pero sin soltarlo.
—No puedo, si no llego pronto, mamá me regañará. Más bien espéreme
y volveré.
Sentí la impotencia de las palabras y me llené de ira. Apreté más la
mano del chico.
—Suélteme, me duele la mano —dijo forcejeando.
—Pues entonces llévame al tranvía —le dije autoritario.
—No puedo, tengo que volver pronto a casa con el pan.
Me acerqué hacia donde estaba su cara, agachándome:
—Tienes que llevarme hasta el tranvía. No has querido por las buenas,
tendrás que hacerlo a la fuerza. No te soltaré. Llamaré a un policía y te
entregaré a él. Por la noche te jalaré las patas por debajo de las cobijas. Le
diré al diablo que venga por ti esta noche.
Sentí que el chico temblaba de susto sin moverse de su sitio.
—¿Qué prefieres? O no te haré nada y me llevarás hasta el tranvía, ¿ah?
—añadí en mejor tono.
No contestó nada y empezó a caminar despacio sirviéndome de lazarillo.
Oía el ruido de los tranvías ya más cerca. El chico me preguntó:
—¿Usted es un ciego malo, no es cierto?
No quise contestar. Una revoltura de ideas se me hizo en la cabeza sobre
lo malo y lo bueno, pero no saqué nada en claro. Solamente me defendía en la
oscuridad. Si las palabras y los ruegos no servían para conseguir lo que
buscaba, tendría que usar de la fuerza a mi manera. Así lo haría siempre. Si
esto se llamaba maldad, tendría que ser malo, ese era mi destino; pero
quedarme acorralado, perdido en las calles de los videntes, oyendo cómo la
gente se desplazaba a mi alrededor con soltura y facilidad, nunca, así me
convirtiera en el terror de los niños. Seguíamos caminando. Ya estábamos
muy cera.
—El coco no asusta a los niños buenos. Mamá me lo ha dicho —
argumentó.
—Sí, es cierto; pero si tú no me dejas arriba en el tranvía, serás un niño
tonto y el diablo te jalará las patas esta noche —gruñí.
—¿Pero no ve señor que lo estoy llevando? —preguntó el chico
atemorizado.
—Está bien —le contesté tranquilizador.
Llegamos a la calle del tranvía y el chico dejó de caminar.
—Bueno, ya estamos aquí —dijo tímido.
—Está bien, ahora esperémoslo —contesté.
Bajamos el andén y cruzamos con cuidado. Tropecé contra los rieles y
los durmientes dos o tres veces y el pobre niño se vio a gatas para poderme
sostener. Parecía que nos iríamos al suelo los dos, pero no pasó nada. Los
dedos de los pies se me alcanzaron a lastimar por encima de los zapatos y
quedé adolorido. Inicialmente estuve un poco temeroso respecto del sitio
donde debía tomar el tranvía, pero aquel cruce de la calzada con las carrileras
me hizo comprender que el chico estaba en lo cierto. No recordaba haber
pasado por allí con mis padres, precisamente porque nos habíamos
desmontado al otro lado. Quedamos un rato parados en el andén. Volví a oír
que el tranvía se acercaba como una tromba; torné a sentirlo parando casi
encima de mí, crujiendo y haciendo trepidar la tierra. El niño me acercó al
tranvía y, guiándome la mano me dijo:
—Agárrese de aquí con una mano. Con la otra del otro lado. —Así lo
hice.
Algunas personas gritaron:
—Un momento, es un cieguito. —Nadie contestó.
Me aferré bien y subí un escalón. Alguien me cogió por el brazo y me
indicó dónde debía sentarme. Mi lazarillo quedó en el andén. Ni me tomé el
trabajo de decirle gracias o adiós. El vehículo arrancó veloz con un ruido de
cadenas debajo. Un ruido infernal. Alcancé a oír que el chico gritaba:
—¡Adiós cieguito!
VII

—Ole, despiértese —me decía una voz de mujer mientras me rebullía fuerte
por un brazo.
Escuchaba pero no tenía conciencia de lo que oía. Estaba metido debajo
de tierra. Las nalgas me dolían, estaban adormecidas. Algo se enterraba en mi
espalda. Levantaba la cabeza y volvía a dejarla caer.
—Cieguito, despiértese. Han venido por usted. Es su papá y su mamá.
Están ahí en la tienda.
La cabeza me dolía. No podía abrir los ojos. Los párpados me pesaban.
Pero, ¿para qué necesita un ciego abrir los ojos? Para nada. Lo lógico sería
que permaneciera con los ojos cerrados, ya que por allí no entra nada; así
evitaría el espectáculo de sus ojos enfermos; pero hay algo que no permite
que permanezcan cerrados. Se abren por su cuenta. Solamente la noche y el
sueño los cierran.
Las ansias me retorcían el estómago. El dolor de cabeza se había
definido y estaba localizado detrás de la frente, sobre los ojos. Abrí los
párpados, y como si fuera el botón que conectara todos los otros sentidos, me
fui dando cuenta y comencé a oír.
—Pobrecillo, está muy dormido. Debe estar muy cansado. Siga usted
misma, señora.
—Yo sí te lo dije —decía una voz de hombre— que era un niño perdido.
Qué debíamos buscar a sus padres porque se veía que era de familia bien.
—Sí mijo —respondió la mujer— procedimos como unos sabios.
Y dirigiéndose a otra persona:
—Si viera señora cómo lo hemos tratado de bien. Qué cuidados. Qué
consideraciones.
Quería ponerme en pie, pero un relajamiento de los músculos, una
desobediencia de todo el cuerpo, una irresolución no me dejaban hacerlo. No
sabía materialmente dónde estaba. Empecé a tocar todo lo que me rodeaba,
pero no conocía nada, mi cerebro no me ayudaba a recordar y a ubicarme.
Recosté la cabeza y cerré los ojos y dormí una fracción de minuto, y me
desperté sobresaltado; pero no había pasado nada. Traté de poner en orden
mis ideas y recordé que estaba en la trastienda dormido sobre unos bultos de
papa. Volví a tocar a mi alrededor y ahora sí reconocí la aspereza de los
costales de fique, llenos de montículos de la papa. Las ideas se me fugaron y
volvió el revoltillo a la cabeza. Sentía los oídos tapados; sin embargo oía
bien, sólo que lo que oía continuaba sin grabarse en mi cerebro, no tomaba
forma en mi imaginación.
Mi madre me cogió de un brazo y me ayudó a incorporarme. La cabeza
se me reventaba del dolor, la sentía quintuplicada y oscilante. Volví a tocar a
mi alrededor y me senté en un bulto de papa. No tenía ánimo para estar de
pie, y sentado al menos no me dolía tanto la cabeza.
—Toti, ¿qué te pasa? Soy tu mamá, vamos a casa; ¿cómo has podido
hacer esto?
No contesté nada. No sentía ni rabia, ni mansedumbre, todo me era
indiferente; sólo tenía ansias y dolor de cabeza. Mi madre se acercó más a mí
y me metió las manos por debajo de los brazos haciendo fuerza para pararme.
—Vamos a casa, Toti; allá te acostarás en tu cama, no puedes seguir
aquí.
—Déjenme un momento —le dije haciendo un esfuerzo para no
trasbocar.
—No seas tonto, Toti; párate y vámonos a casa —insistió terca.
La empujé con todas mis fuerzas hasta separarla de mí un poco...,
“deja…”, —traté de decirle, pero una pluma de vómito me obstruyó la boca.
—¡Mira cómo me ha vuelto este muchacho! —gritó entonces—; ¡está
borracho! ¿Qué es esto? ¡¿Quién le ha dado trago?! ¡Cochino!
Agaché la cabeza y seguí vomitando. El estómago se contraía. No podía
respirar por las narices, estaban taponadas. Creí que me moriría. No tenía ya
nada en el estómago y persistió el pujo del vómito exprimiendo las tripas.
Parecía que se me iban a salir los intestinos. Las contracciones iban del
estómago a la garganta y allí acababan dolorosamente, sin nada para vomitar.
Una saliva dulce me inundaba la boca. Empecé a sentir que el paño de mis
pantalones se humedecía en las piernas y en las bocamangas.
Mi padre, que había permanecido callado hasta ese momento, tanto que
yo creía que no estaba allí, intervino:
—Déjame, Berta; yo lo llevaré.
—¡Ahora sí!, ¡cuando ya me volvió así! —protestó mi madre colérica y
prosiguió—; mire cómo estoy de vómito. El único chiro que tiene una para
salir a la calle.
—Los escándalos e insultos déjalos para la casa. Ahora vamos a
llevarnos a este muchacho —interrumpió brusco mi padre.
—Espere por lo menos a que lo limpie. Se ha untado hasta la coronilla
—replicó mi madre, mientras se dedicaba a refregarme la ropa.
Me acercó a la mano un pañuelo:
—¡Suénate y límpiate la boca siquiera!, ¡sucio! —me gritó.
Mi padre me cogió por un brazo:
—¡Vamos mijo! —me ordenó con dureza—, en casa podrás acostarte.
Su mano apretaba como una tenaza y me transmitía la rabia que lo
dominaba. Seguramente le provocaba golpearme, pero no se atrevía allí
delante de extraños, o le parecía injusto. Detrás de los ojos inútiles de un
ciego puede esconderse un monstruo, un alma perversa. Pero la gente se
resiste a creer estas cosas; la maldad es un privilegio de los que ven. Para
nosotros sólo queda la lástima y la compasión. Hubiera querido que mi padre
me golpeara, me hiciera daño, sólo para tener motivo de odiarlo.
No hice la menor fuerza, me puse en pie y comencé a andar a su lado.
La cabeza todavía me dolía, pero me daba cuenta de todo.
Mientras caminaba por la calle al lado de mis padres, todos en silencio,
me puse a reconstruir los hechos. Parecía que todo lo sucedido desde dos días
antes era una especie de sueño, que nada había pasado realmente. Pero luego
las ideas cogieron firmeza en mi cabeza y recordé todo con claridad.
Cuando me acomodé bien en la banca del tranvía dejé que me llevaran
sin preocupaciones y me entretuve con el ruido y el hamaqueo. Ráfagas de
viento y ligeros cambios en las resonancias me hacían comprender que se
terminaba una calle encajonada y se pasaba por una bocacalle.
—El joven, favors —dijo el cobrador.
Saqué el papel que había metido en mi bolsillo mi padre y lo entregué;
luego me alcanzaron a la mano una manotada de monedas, y las guardé
alegre en el bolsillo. De pronto me pareció que ya había transcurrido un
tiempo suficiente como para bajarme y estar cerca de mi casa. Todavía no
entiendo por qué, si mi deseo era huir, que no volvieran a verme nunca, había
cogido el mismo camino y quería bajarme más o menos donde debía haberme
montado con mis padres. Tal vez un poco de miedo y el cariño que debía
sentir por ellos y mis hermanos, aun cuando me esforzaba en negármelo a mí
mismo. No me he detenido jamás a investigar estas raras reacciones del
corazón humano, esta manera como el subconsciente violenta a la voluntad.
A menudo pasa, y entonces hacemos lo que no queremos y sentimos odio por
nuestras acciones y dolor por nuestra debilidad. Aquel día me dejé llevar por
el subconsciente.
—¿En dónde vamos ya? —pregunté a mi vecino.
—En la calle quinta —contestó
Era una pregunta inútil porque yo no sabía en qué calle vivíamos.
Solamente mi sentido de orientación o el recuerdo del tiempo que había
transcurrido en el tranvía con mis padres, me podían indicar que estábamos
cerca.
—Tengo que bajarme en la próxima calle —dije sin pensarlo un minuto
—; le ruego ayudarme.
Mi vecino timbró para que el tranvía se detuviera, y luego me ayudó a
bajar y me acercó a la pared para que quedara apoyado en algo. Dije
secamente:
—Gracias —y el señor seguramente subió de nuevo al tranvía.
Quedé un rato parado donde me dejó el señor. Mientras estuviera cerca a
la pared me sentiría tranquilo. Mientras mis manos tocaran algo con
continuidad por dónde orientarme y guiarme, no había nada que temer. Pero
cuando quedaba en el vacío, sin nada de dónde asirme, era como si el mundo
se me escapara y quedara en el vacío girando como un meteoro. Cuantas
veces tuve esta angustiosa sensación. Era como si de pronto me cortaran las
antenas o las cuerdas que me unían a la Tierra. Luego he aprendido a valerme
del bastón para buscar contacto con las cosas y para investigar en mi camino
antes de andarlo.
Di unos dos o tres pasos y volví a detenerme. No quería andar a la loca
sin saber bien hacia qué lado me encaminaría. Recordé que así como había
tenido que pasar al otro lado para coger el tranvía, así mismo debía atravesar
ahora la calzada para estar más cerca de mi casa. “Pero entonces, ¿qué gracia
tiene esto?” —me puse a pensar—, “posiblemente llegaría a mi casa o por lo
menos me encontrarían con mucha facilidad, y esto no es lo que yo quiero.
¿No he pensado muchas veces en huir? Entonces, ¿qué? Ahora que lo he
hecho voy a ponerme a rondar por mi casa. Sería un imbécil. Bueno, tampoco
debo alejarme mucho. Puede pasarme algo”. Duré un rato luchando con estos
pensamientos que violentaban mi deseo de no volver a oír ni sentir a mis
padres. Por fin resolví que no me iría muy lejos, pero que tampoco pasaría al
otro lado para hacer menos posible mi encuentro. Todo esto en la suposición
de que estuviera cerca de mi casa. Una rara certidumbre me indicaba que no
debía estar muy lejos. El olfato, el ruido, el aire, no sé. Sentía el corazón un
poco agitado.
Inicié mi camino a lo largo de la calle. Era muy diferente de las calles
cercanas al Instituto. Por allí se sentía movimiento y pasaba a menudo gente
que tropezaba conmigo. Oía a los chicos jugando en la calzada y las mujeres
hablando en voz alta en las casas. Me sentí animado. Al terminar la calle
crucé sobre mi izquierda y seguí derecho. Pensaba seguir siempre la guía de
la pared aunque diera una vuelta y volviera a mi punto de partida, pero de
pronto una construcción me obstruyó el paso y la pared cruzó sobre la
derecha. Me impresionó un poco, pero resolví seguir hasta donde me llevara
el muro sin separarme de él un momento. No había caminado veinte pasos,
cuando volvió a cruzar nuevamente a la derecha. Seguí despacio. Se oía ruido
de personas. Había muchas puertas, casi seguidas, algunas abiertas. Tropecé
varias veces con cajones, asientos o personas que permanecían al pie de sus
cuartos sobre el andén. El aire se arremolinaba en aquella especie de casa en
donde yo estaba metido.
—Pobre cieguito. Quién sabe para dónde irá —oí que decía una mujer
de voz desarticulada.
Los chicos seguían jugando, ahora con más libertad, en la mitad de la
calzada. Me pareció que eran muchos. Varias veces tropecé de manos a boca
con gente de mal aliento. “Perdone”, decían como sin querer, y se apartaban a
mi paso. Debía de haber por allí mucha miseria porque el mal olor se
escapaba por las puertas: olor a bacines de orines, a excremento de niños, a
comidas, a perros sarnosos, a chocolate humeante, a leche quemada. Me
corría afán de salir de allí. Sentía repulsión por aquel lugar desconocido
donde temía la presencia de gentes que me mirarían pasar con la indiferencia
y el odio que sienten por los menesterosos, por los mendigos. No llegaba a la
esquina. Sentí miedo de estar entre un túnel sin salida. ¿Qué haría allí
metido? Por fin llegué a la esquina. La pared cruzó a la izquierda y me llegó
viento de una nueva calle. Después supe que aquello era un pasaje en donde
vivía gente en cuartuchos sin sanitarios, ni cocina, ni patio, ni nada. Me
horroricé un poco de haber pasado por allí, pero luego me he acostumbrado a
aquellos lugares donde cada cual pone su miseria y sus vicios a disposición
de los demás. He vivido en algunos de esos recovecos. De esos pasajes no se
sale sino para otro igual o peor. Tienen sus tentáculos para atraer a los
miserables y acabarlos de hundir.
Caminé tranquilo a lo largo de la calle nuevamente. En mi imaginación
veía el recorrido que acababa de hacer y me pareció natural. Ahora la pared
cruzaría nuevamente a la izquierda y todo seguiría conforme a la explicación
que Matilde me había dado de las manzanas. Así fue. Resolví que no daría
vueltas alrededor como era mi primer deseo, sino que buscaría la manera de
cruzar al otro lado y seguir por allí. Me atemorizaba un poco volver a
meterme en ese pasaje. Seguramente la gente se mortificaría de verme otra
vez.
—¿Me ayuda a pasar al otro lado? —pregunté tímidamente, casi en voz
baja, varias veces, pero nadie contestó. La gente necesita que la griten o que
le rueguen para hacer los servicios. Grité con todos mis pulmones:
—¡¿No hay nadie que me ayude a pasar al otro lado?!
Una mano fuerte de hombre empezó a guiarme y caminé confiado.
—Baje aquí, no es muy alto —así lo hice—. Dé un paso alto —obedecí
y subí el andén del otro lado.
—Gracias, —y sentí deseo de que se quedara conmigo un rato
contándome historias o indicándome qué debía hacer. Un ansia de
confidencias me invadía. El señor soltó mi brazo y se alejó sin decir una
palabra.
Di tres vueltas alrededor de la manzana sin tropiezos ni problemas. Las
monedas tintineaban en mi bolsillo. Las sentía pesadas, golpeando contra mi
pierna. Empezó a hacer frío. La noche ya debía de estar muy cerca. Nunca
había caminado tanto y mis músculos estaban tensionados y las piernas
cansadas. Me senté en el umbral de una puerta. Estaba aterido de frío y
temblaba. Tal vez todo no era frío, sino angustia y tristeza de no saber qué iba
a hacer. Sentía miedo de la noche sin ruidos y sin voces, sin puertas ni
ventanas abiertas y sin niños jugando en la calzada. “¿Qué haré ahora?”, me
preguntaba, pero no sabía qué contestarme. Me arrepentía de haber huido,
pero luego reflexionaba que esto era lo que debía hacer, que no podía
quedarme eternamente metido en una casa donde estorbaba, ni tampoco irme
a un instituto donde posiblemente me tratarían con dureza. “Debo
preocuparme de comer algo y buscar, antes de que llegue la noche, un lugar
en dónde dormir. Posiblemente me tocará hacerlo en la calle”. Se hacía
entonces patente la dureza de los ladrillos en donde estaba sentado, el viento
frío. Me invadía el temor a la noche que me esperaba y cómo a mi
imaginación llegaba la idea de mi cama con colchón y con cobijas, el
calorcito que sentía por la noche, el roncar de mi padre. “Debo tratar de hacer
algo. En todo caso, no volver a casa por mi propia cuenta; que ellos me
busquen. Pero, ¿cómo podría llegar? ¿Y si estoy muy lejos? ¿Si no pueden
encontrarme? ¿Si mis padres no saben que he huido del Instituto y no tratan
de buscarme? Inconscientemente deseaba que todas estas cosas pasaran así,
para sentirme solo definitivamente y valerme por mí mismo; pero se
apoderaba también de mí un miedo enorme de que sucedieran. “No debo
pensar estas cosas porque me lleno de temores y termino por ponerme a llorar
como un niño. Es mejor pararme de aquí y buscar alguna tienda en dónde
comer algo y pedir que me dejen arrinconar en algún lugar. Una noche pasa
pronto y mañana resolveré qué debo hacer definitivamente. Mañana mis
padres deben encontrarme y…”. Interrumpí esos pensamientos que
terminaban en el círculo vicioso del deseo de regresar a mi casa y me puse en
pie resuelto a hacer algo.
Recordé que en una puerta abierta había oído ruidos de gente comprando
y bebiendo. Seguramente era una tienda y me encaminé hacia allí. Desde
antes de llegar oí las voces de hombres. Ahora hablaban más fuerte y todos al
tiempo. Me acerqué tímido.
—Aquí, ¿qué es? —pregunté recargado contra el marco de la puerta, sin
subir el umbral.
Adentro las voces se callaron un momento y un hombre dijo burlón:
—El Country, viejo, no te molestes.
No entendí y quedé en silencio sin moverme. Pensé que debía seguir
buscando, pero otro hombre salió en mi defensa.
—Una tienda, no le hagas caso.
Y luego dirigiéndose al que había hablado primero:
—No seas mierda, ¿no ves que es un cieguito?
Hubo un ligero silencio y un “¡Aaahh!” de todos. Luego sentí que me
cogían solícitos y me conducían al interior de la tienda. Oía sus voces
cascadas de borrachos, su aliento alcohólico al pie de mi cara, su saliva que
me salpicaba, sus manos callosas que me querían ayudar. Estaban en ese
estado de borrachera en el cual el hombre se vuelve comunicativo y generoso,
y el uno me metió en el bolsillo un billete, el otro una moneda, el otro pidió
pan y bocadillos. Me sentaron en un asiento al pie del mostrador y principié a
comer con glotonería. Metí mi mano en el bolsillo donde me habían echado
el dinero y toqué con curiosidad. Encontré billetes y varias monedas. Sentí
alegría y pensé que la vida no era muy difícil para un inválido y que estaba
muy cómodo allí.
—¿Se toma una cervecita el cieguito? —me preguntó uno de los
hombres, mientras me ponía su mano pesada en el hombro.
—Qué le vas a dar cerveza a ese niño —dijo la dueña de la tienda—; eso
es para ustedes, viejos borrachos.
—Pero si él quiere, ¿a usted qué le importa? Déje que los clientes hagan
lo que se les dé la gana —dijo un hombre que debía de ser el marido de la
tendera.
—A ver, di, ¿quieres una cerveza, ah? —me preguntó nuevamente el
hombre.
—Sí, sí quiero —dije tranquilo.
Bebí a pico de botella. Era algo amarga pero en general no me disgustó.
Los hombres seguían bebiendo y hablando en voz alta, sobre muchas cosas,
queriendo cada uno decir la última palabra, A ratos no los oía, ni pensaba
tampoco en nada. Ellos no volvieron a hablar conmigo, parecía que me
habían olvidado; pero cada vez que pedían una tanda exigían que me
sirvieran a mí también una cerveza. Inicialmente se peleaban a tiempo de
pagar, porque todos querían hacerlo de su bolsillo; luego se olvidaron y
ninguno volvió a hablar de eso.
Más tarde llegó a la tienda un muchachón. Lo conocí por su voz de
hombre, no bien definida. Levantó la tapa del mostrador, abrió la portezuela,
muy cerca de mí, y entró en la tienda. Trató de “mamá” a la tendera y supe
que era su hijo.
—Qué hubo, mijo; ¿saliste tarde de la escuela?
—Sí, mamá, me castigaron y me dejaron una hora más.
Sentí deseos de ser su amigo. Me acordé de mis hermanos que también
estaban en la escuela y me asaltó el deseo de estar en mi casa con ellos. Lo
oía caminando de un lado para otro detrás del mostrador. Seguramente sacaba
panes, dulces, trozos de panela y comía a sus anchas y sin control, como buen
hijo de tendera. Lo envidiaba. “Cómo habrá de cosas extrañas y nuevas para
tocar y descubrir en una tienda”, pensaba lleno de curiosidad.
—Y este niño, ¿es de alguno de los señores? —preguntó de pronto.
Comprendí que también quería ser amigo mío, que buscaba la manera de
hablarme.
—¿No te das cuenta que es un cieguito? —contestó su madre, y pensé
que era una vieja estúpida que contestaba lo que no le habían preguntado.
Luego prosiguió:
—Llegó a comprar alguna cosa y estos viejos borrachos se han dedicado
a darle cerveza. Pobrecito, es como de tu edad. ¿Tú lo habías visto por aquí
en el barrio?
—No —contestó seco el muchacho y luego se me acercó.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó con amistad.
—Tomás —dije después de titubear un poco. Eso de “Toti” no estaba
bien para un chico ya grande y menos para decírselo yo mismo a un
muchacho recién conocido.
—¿Y tu apellido? —volvió a preguntar.
—Quimbay, —mi apellido no lo usaba jamás para nada. Sólo oía de vez
en cuando en la casa hablar de él. Me extrañó que me lo preguntara.
Sin comentar nada nuevo, me dijo:
—Yo me llamo Floro Cañas, es decir mi nombre es Florentino pero todo
el mundo me dice Floro.
Abrió la portezuela del mostrador y cogiéndome del brazo:
—Esto apesta a trago, camina adentro y conversaremos.
Desde el primer momento me di cuenta de que sería mi amigo por
muchos años y me sentí alegre de haberlo encontrado. Era un muchacho
travieso y audaz, hablaba de todo con suficiencia y esto me gustaba.
Ya dentro de la tienda me sentí algo mejor. Dejé de tomar cerveza y los
borrachos se olvidaron de mí; ni notaron mi ausencia. Había un patio
pequeño en el interior por donde se colaba el viento con el frío de la noche.
Olía a carne asada y a otras comidas. Unos pericos hacían ruidillos, tapados
en la jaula con una cobija. Nos sentamos en el corredor y Floro me contó a
media voz que aquella tarde no había ido a la escuela, que había recorrido
bares y cafés y que inclusive había jugado billar. Que hacía parte de un grupo
grande de muchachos que con frecuencia capaban escuela porque eso de
estudiar era muy jarto, y que bebían cerveza y aguardiente, pero fuera de sus
casas, porque allí sus padres no se lo permitían. Que lo creían un santo, pero
que era mucho lo que sabía ya.
Me sentí animado por encontrar aquel amigo tan conocedor. El pecho se
me llenaba de amargura de no poder decir que yo también sabía mucho, de
relatar aventuras, de aparecer como malo y recorrido. Para no quedarme atrás
le conté que tenía un hermano que era un machazo, que le tenían miedo en la
cuadra y que él también sabía mucho.
—¿Cómo se llama? —me preguntó interesado—. Tienes que
presentármelo. Me gustan los muchachos bien machos.
—Ambrosio, es algunos años mayor que yo.
—¿Ambrosio Quimbay?
—Sí, claro, ¿lo conoces?
—Estamos en la misma escuela. Es compañero —dijo de manera fría.
Comprendí que no eran amigos. Posiblemente habían peleado o tenían
rivalidad en alguna cosa. En todo caso, sentí la alegría de haber podido hablar
de Ambrosio como de un muchacho que se igualaba o aventajaba a Floro en
aventuras. Por un momento sentí placer de ser su hermano, me pareció que lo
quería enormemente y pensé que cuando volviera a casa trataría de que él
fuera mi amigo, que conversáramos y que me contara sus andanzas.
Tomé confianza pronto con Floro y le confié que me habían llevado
aquella mañana al Instituto para Ciegos y que había resuelto huir de allí,
porque ya no era un chiquillo como para que me trataran así no más.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.
—Catorce —le contesté.
—Yo tengo diez y seis largos, casi te llevo tres —comentó.
Sentí sed y deseos de beber más, pese a que la cabeza me daba vuelvas.
Afuera se oían los hombres vociferando.
—Quisiera tomarme otra cerveza —le dije.
—¿Te gusta beber mucho? —me preguntó sorprendido.
—No, es la primera vez, pero me ha gustado.
—¡Ah! Eres un novato —rió como si hablara con un chiquillo—. Yo te
conseguiré una.
Se fue y volvió al minuto con una cerveza.
—Se la he robado de encima del mostrador a los borrachos. Ya están
casi todos dormidos.
Seguimos conversando de cosas sin importancia que ya no recuerdo
bien. Me contó más aventuras y me habló algunas cosas obscenas. Todas las
noches se escapaba de su cama, que quedaba en el mismo cuarto donde
dormían sus padres, y se acostaba con una muchachona que tenían para el
servicio. Que era una mujer guapa y que hacía las cosas muy bien. Por su
casa no había pasado sirvienta de la cual no hubiera él dado cuenta desde la
primera noche. Me ruboricé un poco, pero para no quedarme atrás le relaté
mis asuntos con mi hermana Matilde.
—No seas bruto, eso no se hace con los de la familia —me dijo.
—Para un ciego lo mismo da la familia o los que no lo son —le
contesté.
—Pues sí —repuso, y luego, muy interesado, me preguntó detalles de
mis relaciones con Matilde, su edad, si sabía en dónde vivíamos y muchas
cosas más. No economicé detalles y me llené de voluptuosidad. Creo que lo
mismo debía de estar Floro. Me fatigaba con sus preguntas sobre Matilde y
yo comprendía a la clara que él abrigaba la esperanza de poder hacer lo
mismo con ella.
Ya Floro se había robado por lo menos diez cervezas de los borrachos.
La cabeza me daba vueltas. Intenté pararme y comprendí que no podía
hacerlo. Floro había bebido también, pero muy poco y a escondidas, porque
de vez en cuando los viejos salían de la tienda al patio, a buscar en dónde
orinar, cuando no lo hacían en el poste que quedaba enfrente de la tienda.
Ellos habían entrado al grupo de los borrachos y todos, inclusive la madre de
Floro, bebían por parejo, hablaban, manoteaban o se dormían. De pronto me
preguntó:
—¿Tú tienes plata?
—Claro —contesté hipeando, mientras metía la mano al bolsillo y
sacaba los billetes y las monedas que me habían regalado los borrachos—; y
más si quieres —dije metiéndola ahora en el otro bolsillo y sacando las
monedas restantes del billete que me había dado mi padre.
—¿Tú pides limosna? —me preguntó.
—No hombre, no seas tan pendejo, si apenas hoy salí de mi casa. Esto
me lo regaló mi padre —no quise confesar que los borrachos me habían dado
dinero.
—Bueno, pero no tiene nada. Dicen que es un buen negocio, pero se
necesita ser uno cojo o algo por el estilo. Por ejemplo tú, como eres ciego, lo
puedes hacer muy bien.
Me pareció sin importancia esto y no comenté. La cabeza seguía
dándome vueltas. Hacía rato que no bebía.
—¿Por qué no me prestas ese dinero? Es decir, no me lo prestas, me lo
das para un negocio en compañía. Yo me voy a jugar billar y hago apuestas,
sé la manera de casarlas bien, y nos podemos ganar dos o tres veces de lo que
tú tienes ahí. Tu dinero te lo devolveré completo, más la mitad de lo que
ganemos.
—Está bien—le contesté.
—Tú te quedarás a vivir aquí con nosotros. Convenceré a mis padres de
que te dejen y gozaremos mucho y nos haremos ricos —me dijo como para
convencerme definitivamente, pero era innecesario.
Él mismo metió las manos en mis bolsillos y sacó los billetes y las
monedas. Lo dejé hacerlo. No sentía apego por aquel dinero que me habían
regalado los borrachos creyéndome un cieguito mendigo. Sólo apreté en mi
mano el saldo de monedas que me habían devuelto del billete que me había
dado mi padre, no por avaricia, sino porque él me lo había regalado. Una
oleada de angustia y de tristeza se me metió en el corazón y los ojos se me
llenaron de lágrimas. Los sequé y se volvieron a llenar. Hice un esfuerzo y
logré evitar ponerme a llorar.
Floro se fue. Seguramente se despidió de mí y me dijo que nos veríamos
al otro día, como dicen todos los que ven, pero yo no me di cuenta de nada.
No supe hasta cuándo estuve allí en el corredor y si seguí sentado en la
butaca o me caí al suelo. Seguramente los padres de Floro me recogieron y
me acomodaron encima de los bultos de papa en un cuarto.
En toda la mañana siguiente no me desperté ni los padres de Floro se
preocuparon por hacerlo. Ellos también debieron dormir hasta tarde.
Solamente Floro salió temprano, como de costumbre, para la escuela. A su
regreso, a medio día, informó a sus padres que había hablado con mi hermano
Ambrosio y que por la tarde vendrían por mí. Y así fue.
Como lo suponía, no estábamos lejos de mi casa. Unas ocho cuadras
apenas. Las recorrimos despacio porque me sentía muy mal. Mi padre me
llevaba del brazo forzándome un poco, pero posiblemente no de manera
intencional. Mi madre iba al otro lado diciendo cosas para sí sola, porque mi
padre no contestaba, ni preguntaba, ni decía nada.
Mis hermanos se arremolinaron a mí alrededor para hablarme,
preguntarme, tocarme, como si fuera un náufrago, pero al rato ya me habían
olvidado.
Me sentía destemplado y enfermo y me encerré en mi cuarto. Busqué mi
cama. Hacía como un año que no dormía con mi madre. Ya estaba muy
grande y me habían armado un catrecillo en su mismo cuarto, al pie de sus
camas. No lo encontré. Lo habían desarmado desde el mismo día anterior, tan
pronto como mi madre había regresado a casa después de dejarme en el
Instituto. Comprendí que ya en aquella casa no había lugar para mí. El cuarto
posiblemente quedaría más amplio y con más espacio para la circulación.
Desde aquel momento pensé que ya sobraba y tendría que volver al Instituto,
posiblemente para siempre; por eso, cuando a la mañana siguiente, mi padre
me reconvino y me habló seriamente de que debía llevarme nuevamente, que
allí conseguiría amigos, estudiaría y aprendería a ser útil y valerme por mí
mismo, no hice la menor objeción, no sentí amargura y contesté que cuando
ellos quisieran volvería. No deseaba vivir más en su compañía.
Mi madre vio cuando yo estaba buscando mi cama. Comprendía que ya
no estaba allí, pero seguía buscándola a tientas sin decir nada.
—Tu cama la desarmamos ayer, hacía mucho estorbo. Por esta noche
acuéstate en el rincón de mi cama, como lo hacías antes.
No contesté nada y me metí gateando al rincón de la cama de mi madre.
Me arrebujé encima sin meterme debajo de las cobijas y sin quitarme la ropa.
Demoré un buen rato en dormirme. El dolor de cabeza había vuelto y no
me dejaba conciliar el sueño. Me estiré y metí la mano en el bolsillo. Busqué
mis monedas restantes del billete que me había dado mi padre, pero no
encontré nada. Comprendí que Floro, no contento con el dinero que le había
dado, cuando estuve completamente caído de la borrachera, me había quitado
las monedas también. “Ah ladrón”, pensé sin rencor. Me pareció gracioso.
Recordé el negocio que me había propuesto y sentí deseos de oírlo y que me
contara cómo le había ido aquel día en el juego.
La obsesión de Floro no me dejó dormir un rato. Era mi primer amigo y
me sentía orgulloso de tenerlo. Oía su voz afable y persuasiva, voz todavía
algo aflautada. “¿Cuándo lo volveré a oír?”, me preguntaba, pero era bien
probable que no nos volviéramos a encontrar nunca. “Si él me buscara sería
fácil, pero él debe tener poco interés en un ciego. Muy aburrido. Con un
ciego es muy poco lo que se puede jugar. Sin embargo, yo le di mi dinero —
olvidaba voluntariamente el robo que me había hecho de las monedas— y
tengo que saber cuántas han sido las utilidades para repartirlas”; “¿tú pides
limosna?”, volví a oír su voz.
Me dormí con la amargura de que mi primer amigo sólo lo hubiera sido
por unas horas y que como yo era ciego no podría encontrarlo nunca.
“Mañana hablaré con Ambrosio de él. Me haré amigo de Ambrosio que es un
machazo. Le enviaré razones a Floro y él vendrá a verme”.
VIII

Mi segundo amigo fue Matías Cordero. Matías, porque nació en el mismo día
de ese santo y lo demás sobra. Matías a solas, porque en el pequeño círculo
en donde nos movíamos no se necesitaba de los apellidos.
Volví al Instituto tranquilo, casi contento. Sentía la curiosidad, ahora sí,
de conocer otros muchachos y hacerme a otro mundo. Lo que me había
ofendido y hecho huir fue el engaño de mis padres, que no hubieran tenido la
franqueza de decirme que me llevaban al Instituto para siempre, que me iban
a dejar allí. El ardid de la visita, de conocer, de ver a los niños en el comedor,
y por último, de ir a acabar de conocer el edificio y todo lo demás, me había
ofendido justamente. Pero cuando volví era diferente. Me dijeron claramente
que nos íbamos para el Instituto y que debía quedarme allí. Hicieron, sin
engaños, la maleta con mis cositas que la vez pasada no habían llevado para
hacerlo al día siguiente, y me dijeron que me despidiera de mis hermanos.
Otra vez fueron conmigo mi padre y mi madre. Volvimos a tomar el tranvía,
recorrer, subir y bajar andenes. Todo me pareció normal y conocido.
—Ajá, otra vez Tomasito por aquí. Ahora sí no vamos a volver a dejarlo
solo. Es un chico trabajoso —dijo entre chancero y enérgico el director
cuando volvió a vernos.
—Nada de trabajoso. Mi muchachito es un angelito. Lo viera usted en la
casa. Lo dejaron mucho tiempo solo la vez pasada y se asustó. Seguramente
salió en busca de usted y se perdió. Con seguridad eso debió pasar —me
defendió mi madre.
Mis padres se despidieron sin llanto ni consternación. Me prometieron
que irían a verme los domingos y que de vez en cuando me llevarían a casa.
Respondí que estaba bien, sin dar mayor importancia a las promesas. Sabía
que debía quedarme allí y me corría afán de que todo terminara pronto, sólo
para saber qué pasaría después. Sentí hasta un poco de alegría cuando mis
padres salieron y me dejaron solo con el director.
Ocho días después conocí a Matías. El director me tenía desconfianza
por la pilatuna de haber huido y hacía que me vigilaran más de lo necesario.
Durante los primeros ocho días permanecí en el segundo piso del edificio,
asistiendo a clases, oyendo conferencias y aprendiendo a conocer algunas
herramientas. No me forzaban porque yo estaba en proceso de adaptación.
Desde arriba oía a los otros muchachos en el patio o en el solar del Instituto,
jugando o conversando durante las horas de descanso; pero a mí no me
dejaban bajar con todos porque el director lo había prohibido.
Me moría de deseos de bajar al patio, pero no decía nada. Cuando no me
bajaban sus razones tendrían y no debía dar mi brazo a torcer. Al fin un día
me llevaron, despacio para que no rodara por las escaleras. No eran las
mismas que yo conocía, sino unas que comunicaban a un patio interior.
¿Qué puede hacer un ciego en un patio? Nada o exactamente lo mismo
que puede hacer en un salón o en un corredor. Nuestro espacio no está
limitado por paredes, ni ventanas, ni columnas. Nuestro círculo es de pocos
pasos a nuestro alrededor. ¿Cómo podía buscar a alguna persona para jugar o
sencillamente jugar? No lo sabía. Me quedé en el sitio en donde me dejaron,
aguzando mis oídos. Se oían voces de chicos hablando, pero nadie jugaba.
Me habían engañado. Para nosotros no existía ese jugar estrepitoso de mis
hermanos, ese correr por los pasillos y esconderse, ese treparse a los muebles
y a los árboles, ese perseguirse de unos a otros en el juego de las gambetas.
Sentí una amargura enorme. No sé por qué me había forjado la ilusión que
allí se jugaba de otra manera, que algo extraño pasaba y que los ciegos, ya en
comunidad, se entendían mejor para jugar que un ciego y uno que no lo fuera.
Cerca de mí había un grupo de niños que hablaban. No sé por qué las
voces de los ciegos suenan como el viento, como si no hablaran con nadie,
como si se dirigieran a ellos mismos. Frases inconexas, monosílabos,
interjecciones, pero ningún tema se ahonda ni es duradero, por lo mismo que
nos falta conocer todo lo que nos rodea. Nuestro léxico es corto y nuestros
temas son reducidos. Posiblemente si no hubiera estado entre ciegos alguien
se habría acercado a conversarme, a invitarme a jugar; pero nadie me veía,
ignoraban mi presencia. Si yo viera me habría acercado, los buscaría, me
habría acomodado junto a ellos para que notaran mi presencia. El ciego tiene
que tragarse su amargura y llenarse de complejos. Busqué un lugar y me
senté desilusionado. Mejor estaba arriba y allí me movía con propiedad.
Durante las horas de descanso esculcaba los puestos de los vecinos y les
quitaba cuanta cosa dejaban. Si era en el dormitorio, palpaba las camas
vecinas, metía la mano debajo de las cobijas y los colchones, tomaba los
olores. En fin, había más que hacer allí que en el patio. Me quedé quieto, con
las manos una entre la otra escuchando mientras mi desazón aumentaba.
La ceguera trae consigo la soledad y no se sabe qué será peor. Poco a
poco me he acostumbrado a esta tremenda soledad de mis primeros años.
Tenemos que volvernos introvertidos y callados. Nos sobra la voz en la
mayor parte de la vida. Nuestro mundo está en el cerebro; pensar, imaginar
cosas, recordar y volver a recordar palabras, sensaciones, objetos que
tocamos, voces que se apagaron a nuestro lado, canciones que se metieron en
nuestros oídos. Permanecer como estatuas horas y horas, sin movernos, sin
hablar, como antes, pero con el cerebro trabajando a toda máquina, con el
corazón alegre o triste, o hinchado de vivir imaginativamente.
Sentí que alguien se me acercaba y se sentaba a mi lado. El piso era de
tierra endurecida, sin vegetación. Tierra quebrada con montículos. Luego me
puso una mano sobre la rodilla.
—Por fin te dejaron bajar, ¿no? —preguntó.
Toda la rabia contenida porque me habían aplicado este estúpido castigo
se me reveló:
—No, estoy todavía arriba —contesté irónico.
—Qué bobo eres. ¿No te has dado cuenta de que bajaste las escaleras?
Estás aquí en el patio de recreo. Ya no estás castigado —volvió a decirme.
Su voz reflejaba ingenuidad y dulzura. Verdaderamente se había tragado
mi respuesta y trataba de sacarme del error. Mi rabia desapareció.
—Sí, hombre; ya me he dado cuenta de eso. El bobo eres tú —dije de
mejor genio.
Matías rió:
—Sabes mucho. ¿Cómo es que te llamas?
—Tomás.
—Ah, sí, Tomasito —dijo súbitamente.
—Quisiera aprender a jugar, porque esto así sentado uno es muy jarto —
dije.
—Ya hoy van a tocar la campana y no hay tiempo. Mañana te meteré en
los juegos con los otros. Seremos amigos y ya verás que pasaremos muy
bueno.
Subíamos la escalera. Yo iba asido a su mano derecha y de su izquierda
se cogía otro chico.
—Y ¿cómo te llamas para buscarte? —le pregunté
—Matías Cordero. Puedes gritar mi nombre cuando necesites algo.
Nos hicimos amigos. Él me prefería para todos los juegos, y cuando nos
guiaba cogidos de la mano el uno del otro, en cadena, para no tropezarnos ni
perdernos, yo era quien se agarraba de él e iba a su lado conversando. Matías
no era locuaz como Floro, ni tenía tantas aventuras para contar, no había
recorrido tanto mundo, ni podía salir del Instituto para hacer negocios y
jugar. Era ingenuo y algo introvertido. Se me antojaba que podría hacer de él
cuanto quisiera y en cierta manera era verdad. Era un inválido a medias, sin
las ventajas de un inválido completo. Veía algo, pero borrosamente y sin que
este sentido le sirviera para valerse sino muy medianamente. Sentía por
nosotros los ciegos la lástima que sienten los que ven perfectamente. Estaba
convencido de que veía más de lo que realmente veía, como todos los que
ven. Tenía un corazón dulzón, ingenuo y vulnerable. Sentía afición por la
caridad, más por placer que por caridad, también como todos los que tienen
sus sentidos completos. No tenía aguzados el olfato, el tacto y el oído como
nosotros los ciegos, porque veía un poco. Pobrecillo, era un ciego a medias,
pero sin sus habilidades y sus compensaciones. Había quedado a mitad de
camino entre la luz y la oscuridad, estaba en la penumbra.
Matías me contó toda su historia. Era hijo de un señor que tenía una
tienda de granos en la plaza de mercado. Él le ayudaba en la venta y también
en todos los quehaceres de la tienda. Pero un día que trataba de bajar una lata
de manteca que estaba en un entrepaño alto, se le había venido encima una
panela y le había caído en el ojo derecho. El dolor había sido tremendo, pero
no creyeron que pasara nada, fuera de un pistero corriente. El dolor había
persistido durante varios días, el ojo lloraba, no lo podía abrir y cuando
lograba hacerlo, con esfuerzos, notaba que veía muy mal por él. A todas éstas
Matías ya era un chico de once años. Su padre no le daba mucha importancia
al golpe y no se decidía a gastar el valor de una consulta médica. Solamente
un mes después se resolvió, pero era tarde porque el ojo ya estaba perdido y
había principiado a interesar al izquierdo. El médico aconsejaba operar
inmediatamente para sacar el ojo dañado antes que fuera tarde y pudiera
quedar ciego por completo. Su padre volvió a las dilaciones y tampoco creía
bien y dudaba que fuera necesario gastar dinero en una operación que podría
valer buena plata. La fuerza de las circunstancias lo obligó, pero también fue
tarde, porque el otro ojo estaba casi perdido ya. Solamente la rapidez y
habilidad del médico lograron conseguir que no lo perdiera por completo y
que un hilito de luz borrosa quedara entrando, toda la vida, por su ojo
pichoso. Del otro lado le había quedado un hueco feo por donde supuraba a
veces. El médico había aconsejado ponerle un ojo de vidrio, pero su padre,
tan duro para soltar el dinero y para decidirse a gastarlo, había resuelto
quedarse indefinidamente en la indecisión y no volvió a hablar del asunto.
Después había decidido mandarlo para el Instituto de Ciegos porque ya no le
servía para nada, y de vez en cuando iba a verlo.
Me conmovió la historia de Matías, no porque hubiera quedado medio
ciego, circunstancia sin la cual no hubiera sido nunca mi amigo y ayudante,
sino porque estas cosas sucedieron así. Yo había perdido los ojos en forma si
se quiere parecida, pero rodeado de otras situaciones. No me había visto
oportunamente un médico bueno, sino un tegua disfrazado de médico. No se
había economizado dinero y por otra parte yo era muy pequeño y no podía
decir qué sentía, ni qué me dolía. Pero a Matías habrían podido perfectamente
evitarle el mal, curarlo. ¿Por qué no se había decidido rápidamente su padre?
¿Por qué tenía un padre tan estúpido? En fin, esto es humano; pero entonces,
¿por qué el médico no se resolvió a hacer la operación inmediatamente aun
sin paga? Tal vez si todos nos confesáramos que somos monstruos,
podríamos contemporizar y respetar nuestros defectos; pero como todos
aparentan ser buenos, cuando son perversos, simulan ser generosos, cuando
son avaros, entonces cada uno tiene su serpiente escondida y lucha con ella
hasta morir.
Era fines de abril y en el Instituto había movimiento. A un grupo de
niños ciegos se les enseñaba todas las tardes doctrina, catecismo y la vida de
Nuestro Señor. Yo oía con interés estas cosas, pero no lograba saber bien de
qué se trataba. Un día me resolví a preguntarle a Matías:
—Oye, Matías, ¿cuándo vendrá aquí al Instituto Nuestro Señor?
—¿Cuál Nuestro Señor? —preguntó Matías extrañado.
—Ese de quien habla todos los días la señorita que viene por las tardes.
—Qué preguntas las tuyas —rió Matías—. Ese es Dios y siempre está en
todas partes.
Quedé callado. No entendí nada. Me pareció extraño y resolví en
adelante poner más atención a lo que decía la señorita para darme mejor idea.
No quería hablar más de aquello, pero Matías me preguntó de sopetón,
intrigado:
—¿Tú no has hecho la Primera Comunión?
—No sé qué será eso —contesté simplemente.
—¿Cómo no vas a saber? Ya estás muy grande. Seguramente no te
acuerdas— inquirió mientras me cogía del brazo.
—No, no es que no me acuerde. A mí no se me olvida nada —quedé un
rato en silencio y de muy mal genio, y luego le grité a la cara:
—¡A los ciegos no se nos olvida nada! ¿En-tién-des? ¡No sé qué es eso!
—y bajando la voz pero como un gruñido amenazante:
—No me jodás más con tu preguntica, maricón de mierda.
Matías no respondió nada, y continuó asido de mi brazo. Su mano
temblaba. Me hubiera gustado que se pusiera bravo, que reaccionara para
trabarme con él en pelea, pero no fue así.
—Vamos al comedor —me dijo con cariño—, ya es hora de la comida.
Caminó por el corredor guiándome de la mano.
Mi mal genio pasó en un momento. Antes de llegar al comedor ya estaba
completamente tranquilo. Sentía caminar a mi lado a Matías y comprendía
que era muy bueno y que yo lo quería mucho. Hubiera querido pedirle
excusas, rogarle que me perdonara; pero no lo hice porque jamás he hecho lo
que la conciencia me indica que debo hacer, sino lo que impulsivamente
siento el deseo de hacer.
Al día siguiente me preguntó el director si era verdad que yo no había
hecho la Primera Comunión y le contesté que sí era cierto, que no sabía qué
era aquello y que me gustaría hacerla. El director debió quedar boquiabierto
porque se alejó protestando y hablando a solas del descuido de mis padres, de
mi edad y de mi estatura. Me sentí acomplejado y como si hubiera cometido
una falta.
Eso fue un lunes, y el miércoles llegaron mis padres. Me alegré porque
creí que venían a visitarme y seguramente me traerían golosinas; pero estaba
equivocado porque no era día de visitas, ni me habían traído nada porque no
se les había ocurrido. Los había llamado el director. Me puse de mal genio.
El director habló con ellos largo rato y los regañó por el descuido de
dejarme llegar casi a los quince años sin hacer la Primera Comunión, y
completamente abandonado, como si no fuera una criatura del Señor sino un
animalito. Mi madre se disculpaba, lloriqueando, con los muchos quehaceres
de la casa, por la cantidad de hijos, con la pobreza, por las dificultades para
llevar a un cieguito a la doctrina; pero creo que la verdad era olvido. Del niño
bobo, ciego o degenerado nadie se acuerda, ni para bañarlo por las mañanas,
ni para comprarle vestidos, ni para llevarlo a las fiestas, ni para enseñarle
nada. Cuando más se olvide, menos se sufre pensando en su desgracia. Esto
puede tener algo de justificación.
Mi padre permanecía callado mientras mi madre hablaba como una
cotorra, pero sin decir nada. Estaba cerca de mí y me acariciaba la cabeza.
Por un momento recordé cuando era pequeño y me sentaba en sus rodillas.
Sentí un poquito de nostalgia, pero me pasó. Por fin mi padre se resolvió
a decir algo:
—Bueno, no me parece tan grave el asunto. Un niño como Toti no
necesita de estas cosas. Es un alma buena e inocente que no tiene
oportunidades de pecar…
—Nada, nada —interrumpió el director—; el pecado lo traemos adentro,
no es necesaria la luz, se puede pecar de pensamiento.
—Bueno, esa es la teoría general —respondió mi padre con tono
contrariado—, pero el caso particular de mi hijo es que es un niño bueno y
que es más inocente que muchos niños de cinco años. Sí señor, un niño ciego
de quince años es como un niño de siete años que ve.
No estuve de acuerdo con mi padre, pero él continuó:
—¿Qué necesidad hay de meterle en la cabeza a un niño la idea del
pecado? Cuanto más tiempo la ignore, menos deseos sentirá de pecar. Qué
tanta vaina de comuniones y curas para un niño como Toti que tiene su
castigo en vida. Se necesitaría estar uno todo el día desocupado para llevarlo
a doctrinas, rosarios, sermones y para que se confesara y comulgara todos los
días como quieren los curas.
Un extraño orgullo por mi padre me erizó la piel. Él no era nunca así.
Jamás lo había oído hablar con tanta locuacidad y desenfado y menos en
contra de los curas. Posiblemente estaba indigesto de algunas lecturas, y eso
era todo, o que realmente se iba volviendo descreído de ver tanta cosa en
contra de la justicia divina. Me gustó oírlo hablar así.
El director estaba trabado, de mal genio. No sabía qué contestar y optó
por no tratar más el tema del descuido de mis padres y de mi edad.
—Bueno, señor; entonces, ¿usted qué opina: lo preparamos para que
haga la Primera Comunión el quince del mes entrante con los otros niños, o
no?
—Claro, claro señor director —dijo mi padre en tono cortado—, ni qué
ponerlo en duda, que la haga.
—Deben traerle un vestido nuevo y algo de plata para las cintas y los
cirios, que nosotros nos encargaremos de eso para que resulte uniforme y no
disfrazado el conjunto. Claro que con este niño, ya tan grande parecerá el
papá de los otros niños y no se verá bien, pero qué vamos a hacer.
—Eso no tiene nada —dijo mi padre persuasivo—; no esperaba que
usted se preocupe tanto, señor director. Me parece preferible que el Señor
llegue a un corazón, aunque tarde, a que no llegue nunca.
El director no contestó nada y mis padres se despidieron con la promesa
de regresar a los pocos días con el vestido y el dinero.
Desde aquella misma tarde encargaron a una señorita para que me
enseñara de manera excepcional la doctrina. A más de esto, entré a formar
parte del grupo de niños a quienes se instruía todos los días.
Al fin llegó el esperado día de la Primera Comunión. Mis padres
llegaron temprano y me ayudaron a vestir. Mi madre me limpió los ojos
dizque porque los tenía muy sucios y llenos de piches. Aprovechó para decir
entre dientes que en el Instituto eran unos descuidados.
El día anterior me había confesado. ¡Qué momento de ofuscación!
—Di tus pecados —me dijo el sacerdote con dulzura.
No me salía ni una palabra, no acertaba a encontrar mis faltas. No sabía
qué era pecado. Todo lo hacía instintivamente y a la medida de las exigencias
de mi organismo, de mis deseos, de mis caprichos. El padre salió en mi
ayuda.
—¿Nunca has robado alguna cosita?:
Le conté de las bolitas, trocitos de lápiz y borradores, papelitos y
boberías que había quitado a mis hermanos y a los compañeros.
—¿Nunca has poseído o hecho algo con una mujer?
Me sonrojé y me llené de voluptuosidad recordando a mi hermana
Matilde. Le conté todo sin temor. Luego le relaté lo del gato de Ambrosio, lo
de las paredes recién pintadas de mi casa, lo de la huida del Instituto, la
borrachera con Floro, la grosería que le había dicho a Matías y no recuerdo
qué más. El padre se horrorizó de mis alcances y me reprendió duramente.
—Tienes que ser un niño bueno. No puedes volver a hacer todas esas
cosas que son pecados muy graves —dijo.
No contesté nada. Me dio la absolución y me puso como penitencia
rezar todas las noches, durante ocho días, cinco padrenuestros con los brazos
en cruz y me despidió para confesar al niño que seguía en turno.
Ya he dicho que mis padres llegaron temprano aquella mañana, pero
olvidaba decir que llegaron acompañados de todos mis hermanos. La casa
había quedado sola aquel día. Todos iban a comulgar, en parte por costumbre,
y en parte porque resultaba de buen augurio comulgar todos juntos el día de
la Primera Comunión del niño ciego de la casa. Había un recogimiento, un
temblor en sus voces, unos silencios angustiosos a través de los cuales se
transmitía por la piel, por el aire, por los pensamientos, un deseo enorme, una
súplica angustiosa al Señor: “Devuélvele los ojos a Toti; repite el milagro
bíblico o llévatelo ahora que es un santo, y pide todo lo que quieras, exige
todos los sacrificios que tu infinita bondad desee”.
Tenía la piel arrozuda cuando entré en la capilla del barrio. Debía ser
muy temprano porque el frío era húmedo y penetrante. Por la puerta de la
capilla salía el olor a incienso y a flores. La música del armonio y las voces
de los niños cantores se dilataban en el pequeño recinto. La gente
cuchicheaba a nuestro paso. Yo comprendía cuál era su comentario y su
angustia. “Señor, apiádate de estas criaturas. Pobrecillos angelitos”.
Salí lleno de un recogimiento que era más hecho a fuerza de voluntad
que por sentirlo realmente. Sabía que este era un acto trascendental y que
aquel debía ser el día más feliz de mi vida y me lo gritaba continuamente en
mi interior para no olvidarlo, para convencerme a mí mismo de que era así.
La hostia no me había sabido a nada. Sentía temor de que mi curiosidad, la
inconsistencia de mi fe, me hubiera obligado a tratar de mascarla por un
momento. No había sentido esa entrada física del cuerpo del Señor que había
creído que sentiría. No sentía tampoco esa posesión espiritual que de mi
corazón debía haber hecho Dios. “¿Estaría mal preparado, para este gran
acto?”. Pero todos estos pensamientos los desechaba y sólo quedaba en mí la
idea fija de que debía ser un santo desde aquel mismo día. No me confesé
nada a mí mismo, no quise que la duda abriera brecha en mi mente, me negué
a ser lógico como había sido siempre, y me sumí en el más absoluto
recogimiento y abstracción de que puede ser capaz un ciego.
Volvimos al Instituto y desayunamos en las mismas mesas de siempre,
pero acompañados por los padres y hermanos de los niños ciegos. Mis
hermanos me colmaron de atenciones y caricias. Cada uno me había llevado
un regalo.
Pero todo pasó. Mis padres y mis hermanos se marcharon alegres y
alborotados. Me quitaron el vestido de la Primera Comunión y me volvieron
a poner la especie de overol que usaba en el Instituto. Todo el día lo pasamos
en el patio, conversando y jugando.
Llegó la noche y volvimos a nuestras camas de costumbre. Me senté
encima de mi catre con los pies anudados y me puse a hacer inventario de los
regalos del día: dos libritos para oír misa, una medallita con cadena —todavía
la conservo—, una camándula, diez o quince estampitas que me habían
regalado los compañeros, y como un tesoro, un billete que me había
entregado mi padre.
Todo quedó en silencio. Oía a lo lejos el ruido ronco del río.
Posiblemente había crecido aquel día porque nunca lo había oído sonar tan
fuerte y la gente decía que sólo un hilito de agua bajaba por entre las piedras.
Me arrebujaba en mi cama sin poder dormir por las emociones del día; cada
rato metía mi mano debajo de la almohada y tocaba el librito, la camándula o
la medallita. Y yo que nunca había sentido miedo de nada, sentía temor de
mis pecados, angustia de pensar que algún alma en pena, algún diablillo
travieso o el mismo diablo grande en persona pudiera arrebatarme de mi
cama y jalarme los pies.
IX

Sólo Dios sabe cuántos esfuerzos he hecho para ser completamente bueno y
santo. Me parecía la posición más cómoda y aconsejable para un ciego: ser
un beato. Vivir dedicado a la contemplación de Dios, a la oración, soportar
con absoluta resignación mi ceguera como si fuera realmente una cosa puesta
allí por el Señor para hacerme expiar no sé qué pecados o para hacerme más
difícil el camino de la gloria eterna. El convencimiento de que existía por
encima del hombre un Ser sobrenatural que había hecho las cosas a su
voluntad, que desde arriba distribuía los bienes y los males de la Tierra y que
disponía de la vida eterna, era la posición más cómoda que había descubierto
e ideado el hombre para quitarse de encima esa permanente incógnita sobre el
ser, sobre de dónde venimos y para dónde vamos. No tener preocupaciones ni
interrogantes, no romperme la cabeza pensando por qué había nacido, por qué
me había vuelto ciego, qué sería de mi cuerpo después de la muerte, qué
significación tenía mi vida. Dios venía a ser como un fruto necesario de la
incapacidad y pereza del hombre para proseguir la búsqueda de la razón de la
existencia y del verdadero significado del nacimiento y de la muerte.
Cuanta duda surgía en mi imaginación la desechaba. Hubiera querido
extraer para siempre de mi ser la inteligencia, la sensibilidad, los
sentimientos, el subconsciente, para convertirme en una especie de saco de
carne en donde no existieran sino movimientos reflejos y que se fuera
envejeciendo, arrugando, contrayendo, hasta llegar a la muerte en la más
completa ignorancia y santidad. Yo estaba puesto en el mundo por el Señor,
para que Él me viera recorrer mi camino desde el nacimiento hasta la muerte,
en medio de sacrificios y amarguras. Mi destino, como el de toda la
humanidad, era inexorable y resultaba inútil agregar a las torturas y a las
amarguras del cuerpo, las culebrillas del pensamiento, de la incógnita, de la
curiosidad, del deseo de descifrarnos. Resolví que no volvería a comer al
desayuno sino medio pan. Me daban uno completo y era mi bocado favorito,
pero no volvería a comer sino la mitad. El resto quedaría encima de la mesa.
Así lo hice en medio de la sorpresa de los muchachos del servicio y de mis
compañeros que se daban cuenta de mi desgano. Renuncié a medio vasito de
leche que me daban a la hora del almuerzo y a la taza de agua de panela que
tomaba encima de las comidas, y así a buena parte de mis alimentos.
Principiaría por mortificar y domesticar mi cuerpo que exigía muchas cosas
prohibidas por la Iglesia. Todo cuanto me daban resultaba poco para mi
excesivo apetito y se me ocurrió que ahí existía o una gula organizada, o una
tendencia muy acentuada a ella. La templanza era una hermosa disciplina que
me ocasionaba retorcijones de tripas.
Me iba volviendo flaco y débil. Permanecía de un genio de todos los
diablos y tenía que luchar para reprimirme. Yo, que siempre había sido fuerte
y sano, me enfermé de decaimiento y tuve que guardar cama con una fiebre
desconocida. Mis padres fueron a visitarme y el médico también. El director
atribuía mi falta de apetito al crecimiento. El médico conceptuó que había
perdido el apetito como consecuencia de un rebote biliar y recetó varias
drogas estimulantes para provocarlo. Mis padres ni supieron informar si yo
había sufrido de ataques del hígado, si alguna vez había dejado de comer
como ahora, ni nada por el estilo; se limitaron a estar de acuerdo con el
diagnóstico del médico y a demostrar enorme preocupación. Y yo, que sentía
que los intestinos se me retorcían de hambre, que con gusto me hubiera
comido todo cuanto me pusieran al alcance, sentía desilusión de la
humanidad. “¿Cómo es posible —me gritaba en mi interior—que no
descubran que es un sacrificio que estoy haciendo, que estoy en el camino de
la purificación de mi cuerpo, que soy un santo moderno?”. Pero nada. Un
santo pasa inadvertido entre los hombres. Puede ser un enfermo, un
maniático, un loco, un resentido, o acomplejado, un pobre de espíritu que
merece un tratamiento terapéutico; pero de ninguna manera es un santo.
Cientos de años después, cuando ya no existen ni los huesos, cuando quienes
lo conocieron y aguantaron sus necesidades y locuras, han muerto, los
hombres resuelven que era un santo, hacen su historia a su amaño, envidian a
quienes vivieron en su época, y se dedican a hacer excavaciones para
localizar los restos. Me rebelaba contra esta idea. Quería ser un santo, pero
que mis padres, mis hermanos, mis compañeros, el director, todos se dieran
cuenta de que lo era. Pero nadie se daba cuenta y me indicaban tratamiento de
enfermo corriente. La tristeza y la desilusión me invadían.
Tres días duré en la cama, más por debilitamiento que por fiebre u otra
enfermedad, y me levanté. Me sentía con un poco de flojera en las piernas y
creí que tal vez en el fondo sí estaba enfermo de algo. Desde luego que el
médico andaba equivocado en el diagnóstico, pero posiblemente sí debía de
tener algo malo. Hice el propósito de volver a comer mi pan completo al
desayuno. A la mañana siguiente, mientras llegaba la hora del almuerzo,
resolví que me tomaría la leche; así lo hice, y después del almuerzo, pensé
que lo indicado, para que no descubrieran que había derramado los remedios
debajo de la cama, era tomarme mi taza de agüepanela. Desde aquel día me
decidí, no a comer, sino a devorar cuanto me daban. El médico conquistó
gran prestigio por haberme curado tan rápidamente y todos quedaron muy
contentos. Se me aumentó la ración de comida para compensar mi falta de
apetito anterior. La conciencia me remordía, pero pensé que la intención es la
que vale y que yo la había tenido firme y la había puesto en práctica en tal
forma que había llegado a enfermarme. El Señor tendría que recibir este
primer lote de mis sacrificios como algo que verdaderamente me aseguraba
por lo menos una tercera parte de la gloria. En adelante practicaría otra
disciplina que no tuviera nada que ver con el estómago ni con los alimentos,
que eran cosa indispensable para poder subsistir y hacer sacrificios dignos de
un santo.
Todo fue inútil. No fue culpa mía. No había nacido para ser un santo.
Hice todo lo posible y no lo conseguí. Mi carne resultó más fuerte que mi
alma, pero de esto no tengo yo enteramente la culpa. Dios ha debido dotarme
de fuerzas superiores para conseguir mi objetivo, pero me abandonó o nunca
quiso ayudarme. De estas experiencias no he sacado sino resentimientos y
desconfianza. Seguramente un ciego no puede llegar a comprender
plenamente la existencia de Dios porque no ve aquellas cosas maravillosas de
la naturaleza que el hombre adjudica a su mano divina. No ve nada de los
animales, ni los astros, ni los ríos, ni la perfección de las flores, ni el milagro
del mar, ni nada. Sólo tiene que reducirse a su cuerpo, a sus sentidos
disponibles que son precisamente los que conducen al goce de la carne.
Con Matías no me había vuelto a tratar con confianza porque estaba
consagrado a Dios, pero él siempre me buscaba y sentía hacia mí una
atracción extraña. Yo rehuía su compañía cuando estábamos a solas, porque
también sentía algo que tiraba en mi interior hacia él. Sólo lo usaba como
lazarillo en compañía de los otros ciegos. Matías era el niño más bueno del
Instituto. Cuando nos hablaban o dictaban alguna conferencia en la cual se
exaltaban las buenas costumbres, el nombre de Matías era traído a cuento
como modelo de virtudes, de buen corazón, de honestidad. Y en cuanto se
refería a cosas de religión era intransigente. No faltaba jamás a la misa,
rezaba los rosarios, ayudaba al cura como acólito, sabía de letanías, del
dogma, de milagros. En mi imaginación lo relacionaba muy íntimamente con
Dios, con la vida eterna y con los curas. Él me acompañó a hacer los
primeros nueve viernes. Era casi un santo. Pero entonces, ¿por qué me
causaba temor su compañía? No sé, pero hay cosas que no es necesario
hablarlas sino que ellas se transmiten a través de la piel con sensaciones, con
presentimientos, con cosquilleos en la sangre, y esto lo siente con mayor
fuerza un ciego.
Un día salimos al solar de atrás del Instituto. Era un solar de pasto y
arbustos que en pendiente descendía hasta el río. Allí se jugaba mejor que en
el patio, pero el director consideraba que era un terreno muy quebrado y que
revestía peligros para los ciegos. Salíamos de vez en cuando y nos
dedicábamos a trenzar lazos. Aquel día Matías me llevó a un sitio aparte de
los otros niños y me dijo que nos sentáramos. Oía las voces y los ruidos de
los otros ciegos pero algo distantes. Más cerca oía el río. De pronto me dijo:
—Te voy a enseñar una cosa muy buena.
Después no recuerdo qué más habló, sólo sé que insistió mucho, que me
indicó muchas maneras; pero yo, fiel a mi propósito de no pecar, no quise
hacer, ni ensayar nada. Matías me rogaba débil y posiblemente cortado.
—¡No! —le grité—, ¡no lo hago! —y me puse en pie.
Matías se paró también, me cogió de la mano y caminamos en silencio.
Yo no quería hablar de aquello, pero Matías volvió a hacerlo:
—No le vayas a decir al director.
—Se lo diré —respondí con convicción.
El corazón se me apretaba de felicidad y satisfacción porque había
logrado vencer la tentación de hacer lo que Matías quería que hiciéramos. Era
un paso decisivo. Sentía, al mismo tiempo, una extraña sensación de malestar
al pensar que Matías no era el santo que yo creía. Rezaba, comulgaba,
ayudaba a la misa y todo, pero cometía pecados, y bien grandes.
No dije nada al director, no porque me hubiera hecho el propósito de no
decirle, sino porque no volví a pensar en vengarme de Matías. Ese había sido
un sentimiento de un momento: vengarme de él porque ponía en peligro mi
santidad, mi comunión de hacía dos días, mi propósito de no darle el gusto al
cuerpo sino al alma, aun cuando esta última no exigía nada de mí.
Desde el primer momento que me acosté aquella noche no hice sino
pensar en lo que había tratado de enseñarme Matías. Cerraba los ojos y metía
la cabeza debajo de las cobijas para buscar el sueño. Un sueño pesado, súbito,
que era lo único que podía salvarme; pero no llegaba. Mis pensamientos, mis
sentidos alertados no lo dejaban llegar. El deseo me carcomía. Juré mil veces
que no lo haría, que era una hermosa oportunidad de sacrificio, y hasta gocé
pensando que se me hubiera presentado. Maldije a Matías que me había
indicado cómo se hacía aquello y volví a pensar que le diría al director. El
sueño ocupaba ya zonas de mis pensamientos y me cerraba los oídos; las
piernas se aflojaron; pero súbitamente mi cuerpo volvió a gritar y la sangre
golpeó fuerte en mis sienes.
Lo hice, lo hice. No sé en qué momento preciso, pero lo hice. No sé
cuándo mis manos se zafaron de las redes del pensamiento y lo hicieron todo.
Fueron minutos, segundos o tal vez siglos, pero no sé en qué momento
pasaron. Mi cuerpo se azotó en la cama, las maderas crujieron, las cobijas se
arremolinaron en mis piernas, sentí que algo era extraído del cerebro, que
toda mi vida se había refugiado en un solo punto de mi organismo. Volvió la
flojedad y mi cuerpo flácido se regaba en la cama. Una enorme tristeza me
embargaba. El corazón latía débil. ¡Qué desilusión, qué arrepentimiento!
Grité en mi interior, que era un imbécil, un marica, un degenerado y juré no
volverlo a hacer.
Matías buscó mi compañía al día siguiente, seguramente para
disuadirme de mi propósito de hablar con el director o para controlar mis
movimientos y evitar que lo hiciera; pero yo no quería estar con él y saqué
toda clase de disculpas para quedarme en el cuarto, en el salón, en fin, donde
estuviera. Creía que lo que había hecho la noche anterior se reflejaba en mi
cara en la misma forma que en mi cabeza se manifestaba en una especie de
embotamiento. No quería hablar con Matías porque tal vez él podía descubrir
en mis palabras la verdad y yo aspiraba a seguir como un niño bueno y santo,
sin vicios, ni pecados, aun cuando en la intimidad fuera como todos los
muchachos. No había logrado vencer la tentación, y aunque mi propósito era
no volverlo a hacer, comprendía que estaba muy lejos de llegar a ser un
santo; pero un santo de verdad, un santo delante de la gente y a espaldas de
ella.
La noche siguiente volví a sostener la misma lucha contra la tentación,
pero sucumbí nuevamente ante el mal. Y no solamente lo hice al acostarme,
sino que lo repetí a la madrugada. Y así seguí todas las noches sin volver a
tener combates con la tentación, sino cediendo ante ella sin necesidad de
luchar. Ya no pensaba que aquello era pecado, me parecía normal. Esperaba
ansioso la hora de acostarme para hacerlo. Durante el día muchas veces me
metía al inodoro y me dedicaba a mi vicio solitario. Llegó a tal estado mi
afición, que en los bancos, mientras los profesores indicaban alguna cosa, yo
escurría mi mano por debajo del pupitre y me masturbaba. Algunas veces me
sorprendió el grito del profesor.
—¿Qué hace ahí usted, Tomás? ¡Saque la mano del bolsillo y póngala
encima del pupitre!
Quedaba mustio, no entendía lo que me decían, me llenaba de vergüenza
y prometía no volver a hacerlo, pero nunca lo cumplía. En ocasiones no
necesitaba usar mis manos; bastaba el sólo roce contra alguna cosa, el
pensamiento forzado un poco, recostándome contra el pupitre o contra la
mesa, y sentía la emoción y los estertores y me humedecía. Afortunadamente
ya todo eso pasó y he recorrido otros vicios; pero en aquella época fue
tremendo.
Al fin resolví no ocultarlo más a Matías. Ya me había descarado
bastante. Al sacerdote no se lo confesaba, para evitarme los consejos siempre
iguales que me daba. Se lo conté un día que me llevó al lavamanos para que
me bañara la cara. Sabía que no había nadie por allí y se lo dije.
Inmediatamente me cogió del brazo entusiasmado y me preguntó que cómo
me había parecido.
No se separó de mí en todo el día y a la hora en que salimos al solar a
trenzar lazos me cogió del brazo y me empujó a donde habíamos ido la
primera vez. Fui de buena gana. Nos sentamos. No hubo palabras. Él a mí y
yo a él. Y así muchas veces más en cada oportunidad que se nos presentaba o
cuando íbamos al baño.
Pero las cosas no pararon allí. Una noche yo estaba medio adormilado
cuando sentí que alguien me tocaba y me desperté. Me llené de temor porque
me había vuelto miedoso y no pensaba sino en espantos y, como ya lo he
dicho, cosas de esas que solamente llegaron a atormentarme después de las
épocas en que hice la Primera Comunión. Brinqué en la cama asustado.
Posiblemente era ya de día y yo seguía acostado.
—No te asustes, soy yo —me dijo.
—¿Qué? ¿Ya es de día? —pregunté todavía nervioso.
—No seas pendejo, apenas acabas de acostarte.
—Entonces, ¿qué?
—No hables alto porque nos oyen —su voz era un cuchicheo
tembloroso en donde se descubría la emoción, la angustia, la electricidad que
precede al pecado; esa emoción, esa angustia, esa electricidad por la cual yo
gustoso sacrificaría la mitad de mi vida.
—Bueeno —le dije casi con el aliento, y sentí ya la emoción de la
complicidad.
—Vengo para que durmamos juntos —dijo mientras jalaba las cobijas
que se enrollaban en mi cuerpo.
—Bueeeno —volví a decir y me corrí para hacerle sitio a mi lado.
Todo fue sucediendo de una manera fácil, casi natural. El calor de su
cuerpo me recordó a mi hermana Matilde. Él se quitó primero los calzoncillos
y yo después. Me dijo que lo hiciera primero con él y que después él lo haría
conmigo, y así lo hicimos. Qué poca diferencia que hay para un ciego entre
un hombre y una mujer. Le faltaban aquellos montículos de carne apretada en
el pecho y le sobraba el apéndice del sexo, pero todo lo demás lo encontré
igual. Matías era diferente a mí; no tenía vello en los muslos, su boca era
carnosa como la de Matilde y su cuerpo redondo y parejo. Lo hicimos con
frenesí y con pasión y no extrañé nada de Matilde.
Desde entonces dejé mi vicio solitario y lo sustituí por este nuevo. Todas
las noches Matías pasaba a mi cama, y si no lo hubiera hecho, habría sido
capaz de pararme e ir a buscarlo; pero nunca hubo necesidad de ello. Detrás
de los matojos en el solar y cuando íbamos al baño con cualquier pretexto, lo
hacíamos. Llegué a sentirme débil y a rogar a Matías que espaciáramos el
asunto, pero él me exigía mucho. Se puso enojado y recuerdo que desde
entonces cogió conmigo esas maneras femeninas de exigirme cosas y ciertas
atenciones que solamente yo recordaba que mi padre las exigía para mis
hermanas. Siempre me pedía que yo lo hiciera con él y casi nunca pedía que
me dejara hacer lo mismo; pero las veces que me lo rogó no encontré
inconveniente y también le saqué algo de gusto.
Mil veces me he roto la cabeza pensando si en todo esto había algo de
malo, y siempre he hallado la misma respuesta: que en un ciego la
satisfacción del deseo no es pecado; que su vida es de los sentidos y que
cuanto más se sensibilicen y se relajen, hacen comprender mejor y vivir más;
que somos como animales en estado larvario, como fetos grandes,
hermafroditas, monstruos donde el soplo divino no llegó o llegó mutilado;
que no tenemos el sentido de la selección y la diferenciación; que no se nos
ha concebido sino un camino para comprender que vivimos: el sexo.
No importa; he gozado y le he sacado a mi amada oscuridad el gusto que
no logra extraerle el vidente a su luz. Mi vida refugiada en mis dedos ha sido
despertada, guiada, precipitada al abismo y rescatada de él por ellos,
milagrosas antenas por donde entra todo lo que me rodea a torrentes. No he
vuelto a pensar ni a romperme la cabeza para definir si hago mal, ni permito
que el pensamiento martirice mi carne.
X

—Cámbiate esa ropa y péinate que ha venido tu primo a verte —me dijo el
director.
Me quedé callado pensando cuál sería mi primo. Sí había oído hablar
muchas veces de que mi padre tenía hermanos y hermanas, y que ellos tenían
hijos, pero no recordaba que alguna vez hubieran ido a nuestra casa.
—¿No oíste? —me preguntó el director.
—Sí, ya voy —contesté cortado.
“Qué primo ni qué diablos. No debe de ser a mí a quien buscan. Yo no
tengo a nadie”, pensé mientras me cambiaba de vestido. Era cierto: no tenía a
nadie. No sé qué habría hecho sin la amistad de Matías. Desde los días de mi
Primera Comunión, las visitas de mis familiares se habían ido espaciando.
Mis hermanos no volvieron nunca, luego mi padre, tampoco volvió. Siempre
preguntaba a mi madre por qué él no venía, pero no faltaba alguna disculpa.
Disculpas baladíes: disculpas siempre iguales; disculpas que me helaban el
corazón. Lo cierto era que al hijo ciego se iba olvidando. Al niño ciego se le
había arrancado de los pensamientos, de las preocupaciones, de las
obligaciones y de todo para dejar la vida más libre, más expedita. Mi madre
fue alejando las visitas y no puedo decir que no volviera, pero ya a veces
pasaban dos meses sin oírla. De pronto, en mitad de la semana, me
entregaban un paquetico.
—Tú mamá vino a verte, pero como hoy no es día de visita, no te hemos
avisado. Te dejó estas golosinas.
Recibía y me quedaba callado. Me palpitaba fuerte el corazón y me
parecía oír su taconeo camino de la esquina para esperar el tranvía. Cómo me
hubiera gustado haberla oído, haber tocado sus manos arrugadas, haberle
preguntado por mi padre y por mis hermanos, pero no era día de visitas y no
me habían llamado.
Los días de visita eran los más tristes para mí. Me quedaba solo en el
salón, mientras mis compañeros salían alegres a oír a sus familiares. Aguzaba
el oído para tratar de escuchar el ruido en el salón de visitas, pero no
alcanzaba a llegar nada. El silencio me rodeaba. Trataba de hacer algo.
Buscaba en los cajones, sacaba de debajo de mi colchón o de entre mis
bolsillos las cositas que más me gustaban para tratar de entretenerme, pero
sólo lo conseguía a medias. Las horas se me hacían eternas. De pronto oía en
el corredor el tropel de los muchachos que volvían y corrían a la puerta. Me
agarraba del brazo de Matías y lo acosaba a preguntas sobre sus padres, sobre
lo que habían contado, sobre todo cuánto habían hablado. Él me relataba
todo, pero me parecía poco y me enfurecía pensando que me ocultaba algo.
Sin saber en qué momento dejábamos de hablar y nos dedicábamos a comer
golosinas de las que los padres de Matías le llevaban en cantidad abundante.
A Matías nunca dejaban de ir a verlo los días de visita. Me contaba que su
madre no dejaba de llorar y que su padre la consolaba diciéndole que antes
diera gracias a Dios porque Matías veía un poco, porque podría estar como
todos los otros niños del Instituto que no veían ni pizca. En todas las visitas
se repetía la misma escena.
Un día de visita Matías me convidó a que saliera con él. Sus padres
tenían deseos de conocerme y les daba mucha tristeza que me quedara solo
mientras los otros chicos salían para estar con sus parientes. No se me había
ocurrido antes, pero eso era lo indicado, no había razón para quedarme solo
en el salón. Desde aquel día principié a salir a todas las visitas con Matías.
Sus padres eran ordinarios y simples. Notaba la diferencia que existía entre
ellos y los míos, tanto en lo que hablaban como en la forma como lo decían;
pero en cambio eran buenos y querían mucho a su hijo. Mis padres podían ser
más pulidos, de mejor familia, pero sus sentimientos eran muy inferiores. Los
padres de Matías eran muy buenos. A veces llevaban un paquetico especial
para mí, con golosinas, me daban palmaditas en la espalda y me conversaban.
—¡Matías! —grité. Y tuve que gritar dos veces porque él no contestaba.
Al fin oí el ruido de sus pasos y al tiempo su voz diciéndome:
—Ya voy, Toti; no grites más.
—Ven, acompáñame, que ha llegado a visitarme dizque un primo.
Apenas oí su voz lo reconocí y lo busqué con las manos para abrazarlo:
—Floro, eres tú Floro, ¿no es cierto? Cómo me gusta oírte.
—Yo había prometido que vendría a verte y aquí me tienes de cuerpo
presente. ¿Cómo has sabido que soy yo?
—Ahí está el chiste —contesté alegre—. ¿No sabes que los ciegos
vemos con el recuerdo? Podrían haber pasado cincuenta años y te habría
reconocido lo mismo.
—Pero hace dos o tres años que nos conocimos y sólo nos vimos una
vez.
—Sí, debe hacer ese tiempo, pero a mí me parece ayer. Estabas en la
época de los gallos en la voz; ahora, ya la tienes de hombre completo.
—Te traigo un paquete de cigarrillos. ¿Tú fumas?
—No, pero ganas no me han faltado. De todas maneras, déjamelos y te
los agradezco.
Cogí el paquete de cigarrillos y los metí al bolsillo. Me sentía feliz con
las perspectivas de fumar.
Quedamos un rato en silencio porque yo no sabía de qué hablar y a
Floro parecía que le estorbaba algo para hacerlo. Le presenté a Matías y se
saludaron fríamente. Luego le pregunté por el negocio de las apuestas de
juego de billar.
—Ah, sí —me contestó—, ya ni me acordaba de eso. Perdí esa noche
todo. Ese no era un buen negocio. Ahora te tengo uno muy lindo.
—Pero yo no tengo dinero —contesté desalentado.
—No importa. No se necesita de dinero. Ahí está lo bueno, por esto te
digo que es un negocio lindo.
De pronto me dijo al oído:
—Quisiera hablar a solas contigo. Dile a tu amigo que nos deje un rato.
Después le contaremos de qué se trata.
—Puedes hablar tranquilamente delante de él. Es mi mejor amigo —le
contesté en voz alta.
—Síí… Pero…, de todas maneras, me gustaría hablar contigo —dijo
notoriamente incómodo.
Matías insinuó que iría a hacer algo y que volvería por mí. Lo dijo por
su cuenta y yo comprendí que estaba ofendido.
Cuando estuvimos solos, Floro me preguntó que si yo había vuelto a
huir del Instituto y tuve que confesar que no. Luego me dijo que me tenía el
negocio de vender lotería que era una cosa redonda. Él me daría los billetes y
yo los vendería. Que los ciegos éramos los pintiparados para este negocio
porque a la gente le gustaba buscar la suerte en la miseria, en la desgracia, en
los jorobados y deformes y en los ciegos. Me pareció natural que los hombres
normales tuvieran estas raras aficiones.
No dejé que terminara de contarme el negocio, cuando ya lo había
aceptado. Veía una esperanza, la única probabilidad de salir de la monotonía
del Instituto que me enloquecía.
Luego me dijo que tendría que huir del Instituto. Acepté feliz, y
convinimos que en la siguiente visita vendría para que combináramos
definitivamente el día, la hora y la forma de hacerlo.
De pronto sentí que me corría un frío por las sienes y seguramente me
puse pálido. Me acordé de Matías y sentí que el corazón se me apretaba.
—Pero tengo que irme con Matías —le dije resuelto.
—No hombre, no podemos meter a todo el mundo porque se dan cuenta
aquí y no puedes huir.
—Matías es mi mejor amigo, no puedo dejarlo. Me comprometo a
convencerlo para que huya. Cómo él ve un poco por un ojo me ayudará a
buscar la hora mejor para salirnos.
Floro guardó silencio. Yo notaba que estaba buscando argumentos para
disuadirme de mezclar a Matías en el asunto. Por fin dijo:
—No me gusta tu amigo.
—Pero ¿por qué? Lo acabas de conocer.
—Sí, pero noto algo raro en él. Creo que no nos llevaremos bien.
No supe qué contestar, pero comprendí que entre ellos, podía nacer una
rivalidad. Seguramente Matías tendría el mismo concepto de Floro. Así lo
confirmé después. Había oído decir que los hombres se odiaban o se querían
desde el primer momento y no me pareció rara la actitud de Floro para con
Matías. “¿Será verdad que se leen los pensamientos en los ojos? No sé, pero
los hombres suelen odiarse a primera vista. Hay algo de presentimientos, de
adivinación o tal vez nada de todo esto, sino sólo el instinto de rapiña, de
acechanza, la fiera agazapada que hay en todos…”. Floro interrumpió mis
pensamientos.
—Ahora, para el negocio de la lotería es un inconveniente que vea. La
gente prefiere al completamente ciego, no le gusta el hombre que ve a
medias.
Tampoco tuve qué argumentar a esto y pensé que había algo para lo cual
era un inconveniente ver y una ventaja ser ciego. Me solacé con este
pensamiento y sonreí irónico.
—¿De qué te ríes? —me preguntó disgustado.
—De nada. De pensar que el defecto de Matías es ver y el mío es no ver.
Floro no entendió y se quedó callado. Yo no sabía qué argumentar para
convencerlo de que debíamos incluir en el programa a Matías; pero estaba
resuelto a no huir sino con él.
—Bueno, Floro de todas maneras yo acepto lo que me propones pero
con Matías. Tú no conoces lo bueno y servicial que es. Para mí es la luz, mi
lazarillo, casi como un sirviente. A lo mejor te resulta bueno para vender
lotería y…
—Tú no necesitas quién te guíe —me interrumpió—; para eso estoy yo
o mi mujer.
—¡Ah! ¿Te casaste?
—No, hombre, me saqué una sirvienta y vivo con ella.
—Al fin qué: ¿con Matías, o no? Yo no puedo dejarlo aquí.
—Bueno, está bien —aceptó por fin Floro algo de mala gana—.
Entonces, de acuerdo con lo hablado, dentro de ocho días estoy aquí para que
me informes el día y la hora. Por sí o por no, debes decir que soy tu primo.
Hay que evitar que malicien.
—Convenido —dije alborozado y me froté las manos con alegría.
—Convenido —repitió Floro. Se despidió y salió.
Trabajo me costó convencer a Matías del proyecto. Él estaba amañado
en el Instituto, sus padres iban cada ocho días a verlo y le llevaban golosinas,
nuestras relaciones llenaban sus necesidades; pero al fin convino y se
entusiasmó con el plan. La salida del Instituto era verdaderamente sencilla. Si
hubiéramos hablado con Matías desde un inicio, al otro día mismo de la visita
de Floro habríamos podido huir sin problemas. “Es más fácil que se salga un
tigre de su jaula que un pobre ciego de su cárcel, aun cuando le dejen todas
las puertas abiertas”. Eso piensan los que ven.
Fueron ocho días de ansiedad, de emociones y de planes. Matías me
hizo prometerle que nunca nos separaríamos y que nuestras relaciones
seguirían como de costumbre. Se angustió cuando le conté que con Floro
vivía una mujer, pero le dije que nosotros no permaneceríamos en la casa de
Floro sino por la calle y que en fin de cuentas era un negocio y si no nos
convenía podríamos dejarlo y seguir por nuestra cuenta. El todo estaba en
salir de allí y formarnos una vida nueva, independiente y ganar dinero para
diversiones. Pero, ¿si Floro no volvía? Nos daba angustia de sólo pensarlo.
Floro regresaría conforme lo había prometido, porque no tenía para qué ir a
proponernos ese negocio y después no volver. Pero si no volvía no
importaba, ya habíamos hecho el plan y de todas maneras nos iríamos solos y
nos organizaríamos de cualquier forma, aunque fuera pidiendo limosna. Con
Matías sería fácil cualquier cosa. Seríamos como una sola persona con tres
ojos dañados y con un rayito de luz. La naturaleza había sido mezquina con
nosotros y no nos había dado para entre los dos sino una pequeña y turbia
lucecita, pero por ella nos guiaríamos para recorrer el mundo. No podíamos
separarnos porque nos necesitábamos. Éramos náufragos prendidos a un
mismo leño.
No fue necesario hacer nada diferente de lo convenido porque Floro
llegó cumplidamente el día de visita. Me volvió a llevar un paquete de
cigarrillos y también uno para Matías. Convinimos los detalles. Eran bien
sencillos: al levantarnos al día siguiente dejaríamos hecho un atado con
nuestras ropas y demás cosas; a las diez, a la hora del recreo, subiríamos con
pretexto de ir al inodoro, todos los salones estarían desiertos y sacaríamos
nuestros paquetes y saldríamos sin tropiezos. Nadie nos vería, ni nos oiría.
Como en tierra de ciegos el tuerto es rey, Matías era, ni más ni menos que un
rey.
Casi no puedo dormir aquella noche y lo mismo le pasó a Matías. Me
levanté como atontado y nervioso. Matías arregló sus cosas y después me
ayudó con las mías. Todo quedó listo para la hora convenida y esa hora llegó
de un momento a otro. No falló nada, todo funcionó como si fuera un
mecanismo. En el Instituto nadie podía pensar que íbamos a huir. ¿Cómo es
posible que un ciego huya? ¿Para qué se fuga un ciego de un lugar donde lo
tiene todo, es decir, todo lo que ellos creen que un ciego debe tener? No
conocen la infinita soledad de un ciego. También queremos vivir.
Precisamente el hecho de no ver nos hace inconformes y alimenta en nosotros
el deseo de conocer, de movernos por el mundo, pegados a los edificios como
larvas, sin importarnos nada.
Me cogí del brazo de Matías y descendimos las escaleras conocidas, por
donde nos bajaban cada quince días para llevarnos en fila india por las
callejuelas del barrio hasta la capilla, por donde había huido la primera vez.
La calle me recibió con un golpe de sol en la cara. Hacía viento y las hojas de
los eucaliptos de los lotes vecinos sonaban.
—¿Dijo que hacia la derecha? —preguntó Matías.
—Sí, hacia la derecha —contesté.
Nos lanzamos a caminar nerviosos. El aire era diferente y el sol luchaba
con el viento para calentarnos, pero no tenía frío sino un temblor de miedo,
de emoción por la aventura. Me pareció que hacía siglos que estaba enterrado
en el Instituto, que era la momia de un hombre prehistórico que se había
levantado para recorrer y conocer el mundo, que el sol no había entrado
jamás al Instituto, que el viento no recorría sus encajonados corredores, que
el ruido del roce de las hojas se detenía en las puertas. No volvería nunca, ni
muerto, al Instituto. En adelante no querría sino la calle, calles y calles
siempre diferentes, con olores nuevos, con voces y gritos desconocidos.
—¿No ves a Floro? —pregunté impaciente.
—Me parece que está en la esquina, pero no puedo ver bien si es él.
Floro nos salió al encuentro. No había fallado a la cita.
—Muy bien muchachos. Cumplidos como relojes. Yo llegué un cuarto
de hora antes por siaca. ¿No hubo problemas?
—Ni el menor —respondimos casi al tiempo.
Se metió en medio de los dos y nos dijo que nos cogiéramos de su brazo.
—Ahora vámonos, como tres hermanos, como tres amigos.
Caminaremos unas dos cuadras y esperaremos un taxi… Sí, un taxi; el tranvía
es muy lento e incómodo. El día de gastar se gasta, y para librar a unos
amigos de un caserón de estos bien vale la pena hacerlo.
Ni Matías ni yo sabíamos qué comentar ni qué decir. Permanecimos
callados y Floro tampoco volvió a hablar. Cada uno se metió en su caparazón
con sus pensamientos, persiguiendo sus ideas, tratando de enlazarlas,
buscando de qué hablar, como si jugara a las adivinanzas. Así anduvimos
todo el camino. Floro dijo al chofer del carro:
—Al Barrio de Egipto, carrera segunda este con calle décima.
El carro arrancó y se me ocurrió que me batían entre una coctelera. Me
acordé de cuando me sanjuaneaban para que dijera alguna cosa, de cuando se
hundían las tablas de nuestra cama y caíamos al suelo entre un estrépito.
El carro comenzó a subir con un esfuerzo que se transmitía a todos.
Primero le pusieron segunda, por último primera, y sin embargo subió muy
lentamente con estertores en el carburador, con golpeteo de válvulas.
—Cruzar a la derecha en la próxima calle —dijo Floro.
Sentí un alivio enorme. Ya no soportaba el esfuerzo que hacía junto con
el motor del carro. Si no llegábamos a aquella esquina, la máquina no
aguantaría más: se pararía el motor y el carro rodaría calle abajo en reversa.
Por fin cruzó con el último esfuerzo, con un estornudo en el carburador,
con un temblor fuerte en el motor, y se paró.
—Pero aquí si no entro yo; es un pasaje y me toca echar reversa —dijo
el chofer.
—Está bien —dijo Floro—, nos bajamos aquí.
Abrió la portezuela y nos ayudó a bajar, nos llevó hasta el andén y
regresó para pagar la cuenta del taxi.
Caminamos cogidos de su brazo otra vez. Volví a oír ruido de niños en
la calzada, a tropezar con gentes sentadas en butacas en las puertas, volví a
percibir ese olor seco a suciedad y recordé el pasaje que había recorrido en mi
primera huida del Instituto. En la esquina se oía el ruido intermitente del
arranque del carro, pero no prendía. Todavía dentro del cuarto seguí oyendo
como por diez minutos, y me figuré cómo maldeciría ese chofer por habernos
llevado, porque el carro se le había recalentado.
—¿Por aquí cerca es tu casa? —pregunté a Floro.
—No, esto es otro barrio, yo vivía en Las Cruces y esto es Egipto.
—Pero cerca de tu casa hay un pasaje como este, yo recuerdo, ¿no es
cierto?
—Hombre, sí, pero en la cuadra siguiente; ya no recordaba. ¡Pero qué
memoria tienes!
Floro abrió el candado, empujó la puerta y nos guió para que no
cayéramos al bajar el escalón de la entrada. Un aire pesado de vómitos, de
aguardiente, de medias sucias, de yodo, nos saludó y se regó en la calle. Sentí
deseos de salir corriendo, no me pude reprimir y dije:
—Huele mal aquí.
—Sí, el aire comprimido. No venía a dormir desde el viernes. Por otra
parte, Josefa no está aquí desde hace ocho días y no hay quién haga el aseo.
No contesté nada y mi fui acostumbrando a ese olor. Desde entonces
debí aceptarlo, pegado a mis narices, a mis ropas y a mi epidermis como un
ungüento indispensable. Hoy día se ha acostumbrado tanto mi olfato que a
veces no percibo ningún olor, o a fuerza de olerlo ya no me impresiona. Tal
vez si de un momento a otro dieran un revoltillo en nuestros cuartos, sacaran
las camas, las mesas y todos los muebles y barrieran, lavaran y desterraran la
porquería, la pesadez del ambiente me haría falta.
Eran dos cuartos pequeñitos. El uno detrás del otro. El primero menos
pequeño que el segundo. Este último con una ventanilla alta por donde
entraba el aire de un patio. Posiblemente allí había una puerta que
comunicaba con el patio de la casa, pero debieron de taparla y sólo dejaron la
ventanilla en la parte alta. Por allí oí riñas, insultos, forcejeos y cosas terribles
en el patio, porque este estaba rodeado de muchos cuartuchos en donde vivía
gente de toda pelambre, de todas las clases de oficios y vicios, pero nivelados
por el común denominador: miseria. Allí, en ese segundo cuarto, estuvo
siempre, en un rincón, la hormilla donde Josefa hacía los alimentos.
Floro nos dijo que tocáramos y conociéramos a nuestras anchas el
apartamento, que no había ningún peligro. Así lo hicimos, pero el aire pesado
y maloliente me siguió mortificando por algunos minutos. Extrañaba el aire
fresco y abundante del Instituto, el olor a eucaliptos, a pinos y al jardín que se
regaba por todo el edificio, a pesar de que antes hubiera creído lo contrario.
Apenas era medio día y Floro salió a buscar alimentos y media canasta
de cerveza para festejar nuestra llegada.
Comimos y empezamos a beber, y así pasamos toda la tarde. Floro dijo
que ya aquel día no había necesidad de trabajar y que era mejor comenzar
desde el día siguiente, que nos explicaría bien el negocio y beberíamos un
poco más.
A Matías no hubo necesidad de darle mayores indicaciones porque él
veía, pero a mí si tuvo Floro que explicarme muy bien. Me enseñó cuál era un
billete completo de lotería, y cuál era una fracción; cuánto valía un billete
completo y cuánto un décimo o un vigésimo. Luego, valiéndose de monedas,
me indicó el valor de ellas. Me aconsejó que pidiera siempre sencillo para
evitar dar vale y agotó los recursos para enseñarme a distinguir entre un
billete de un peso y uno de cinco, pero fue imposible. Aún hoy, después de
tanto tiempo, después de haber recibido y manoseado tantos billetes, no
puedo distinguirlos porque son del mismo tamaño, del mismo peso, del
mismo papel y mis dedos no logran diferenciarlos.
Todo pasó aquella tarde como una nebulosa. Bebimos sin control, como
autómatas, con esa pasión que pone el hombre en el alcohol. Me emborraché
pronto y volví a sentir la cabeza dándome vueltas como la primera vez.
Matías se embriagó y le dio por llorar, y ese llanto de Matías, de un niño
mimado, de alma débil, de ver a quien le hace falta una madre, casi me hace
brotar también las lágrimas. Me acerqué y le dije que no fuera bobo que yo
estaba allí, que seguiríamos queriéndonos como siempre, que no nos
separaríamos nunca. Floro salió y trajo morcillas y más cerveza. Cominos y
bebimos más. Sentí frío y Floro cerró la puerta. Cesó el ruido en las
vecindades.
XI

Por fin llegó aquel día. Ese primer día de iniciar mi experiencia como hombre
frente al trabajo, que tanto había esperado desde cuando Floro fue al Instituto
y me propuso huir para ser libre y trabajar. Llegó y pasó y vino la tarde. El
frío, el cambio de temperatura se adhirió a mi piel anunciándome la vecindad
de la noche. En la mañana, en el medio día y parte de la tarde, el sol había
calentado generoso y me había sentido alegre y confiado. Pese a que usaba un
sombrero viejo de Floro, la piel de la cara se me había tostado. Luego el sol
se fue y un viento frío y penetrante lo había reemplazado. Pero todo había
sido un éxito. Se agotaron los billetes desde muy temprano y sólo esperaba
con emoción y alegría que llegara Floro para que viera mis habilidades. No
demoraría, estaba seguro, porque él lo había prometido y ya era muy tarde.
Metía la mano en el bolsillo y tocaba y retocaba las monedas producto
de la venta del día. Había sido fácil. Temprano me despertó Floro. Un
embotamiento me invadía, como me sucedió la vez pasada y la cabeza
parecía que se me fuera a reventar. Me dieron una pastilla y volví a dormir un
rato para despertar casi completamente sano. Entonces me vestí, Floro
preparó algo de desayuno y salimos a trabajar. ¡Qué calle aquella! Empinada
como una pared. Floro en el centro y los dos cogidos de sus brazos, así
bajamos dando traspiés. Andenes empinados, escalerillas de ladrillo,
escalones altos al pasar las calzadas empedradas. Unas cinco cuadras así y en
seguida calles sin tanto declive y en mejor estado. Grababa en mi cabeza el
plano del camino recorrido: tantos pasos hasta llegar a la esquina, tantas
cuadras a la derecha, tantas a la izquierda, otra vez tantas a la derecha y así
hasta llegar. Esto no se me olvidaría jamás, y allí, mientras esperaba a Floro,
en medio de la seminoche y del frío, pensaba y repasaba en mi imaginación el
plano que tenía en la cabeza y me creía completamente capaz de regresar solo
si Floro no aparecía; pero no hubo necesidad, ni ese día, ni en muchos días
más, y las líneas de mi plano cerebral se fueron grabando hasta hacerse
imborrables.
Floro nos recomendaba, mientras bajábamos, mucho cuidado y
desconfianza de todo el mundo. Mucha gente era incapaz de robar a uno que
viera y escogía a los ciegos. No debíamos entregar los billetes de lotería sino
cuando ya tuviéramos en las manos el dinero completo. De golpe podían
recibir el billete y echar a correr y sin poder uno hacer nada. Nuestros gritos
no servirían de nada. Tal vez alguien se acercaría a preguntarnos qué pasa o a
echarnos una moneda al bolsillo, pero los demás se reirían de la habilidad del
ladrón, de la cara del ciego, o sencillamente creerían que se trataba de un
ciego comediante que gritaba para llamar la atención. De todas maneras, él
estaría cerca de nosotros o nos daría continuamente vueltas para evitar
cualquier cosa.
Yo no tenía que hacer nada especial, solamente gritar todo el día:
“¡Lotería para hoy!”. “¡Cómprele su billete al cieguito!”. “¡El cieguito le trae
la suerte!”. “¡El último que le queda al cieguito”. Eso era todo, pero debía
repetirlo sin descanso, hasta la fatiga. Matías, en cambio, debía hacerse el
completamente ciego, porque de lo contrario, la gente no creería en su suerte.
Floro le dio unos anteojos negros para que allí detrás se ocultara ese rayito de
luz que entraba por una de sus pupilas, para que la gente no fuera a descubrir
que no era totalmente desgraciado y rehusara su mercancía. Además, debía
gritar lo mismo que yo. A cada uno nos dio un garrote grueso para que
hiciera las veces de báculo, para que golpeáramos en el piso adelante y nos
diéramos cuenta por dónde íbamos, si de golpe teníamos que movernos por
orden de la Policía o algo por el estilo, para que tocáramos las paredes y nos
diéramos cuenta de las puertas y de que íbamos pegados a ellas para no ir a
caer a la calzada y, por último, para que nos defendiéramos de los muchachos
callejeros y de los perros.
Al fin llegó Floro, ya venía con Matías.
—Qué hubo, Tomás; ¿cómo te fue? —me preguntó mientras me
ayudaba a ponerme en pie.
—Vendí todos los billetes. Si hubiera tenido más, más habría vendido.
Terminé desde temprano.
—Muy bien —me dijo golpeándome cariñoso en el hombro, y percibí su
aliento de cerveza.
—¿Por qué no viniste en toda la tarde? Ya me estaba entumiendo de frío
—le dije.
—Estuve con unos amigos en una tienda y me tomé unas cervezas.
Cuanto más tarde estén por ahí sentados, abandonados, que parezca que
tienen frío, es mejor el negocio.
No dije nada y sentí desilusión. Estiré la mano y busqué a Matías.
Quería tocarlo, saber que estaba allí, que tenía a mi amigo cerca y sentí
deseos de estar solo con él, para conversar, para preguntarle cosas.
—¿Qué hubo Matas? —le dije cariñosamente, así por el nombre de
Matas, que era el que usaba en confianza con él. ¿Te fue bien? ¿Sentiste
también frío?
—Bien…, bien —dijo a secas, y sentí que su mano me apretaba con un
sentimiento parecido al mío.
Echamos a andar calle arriba. Floro siempre al centro. Estaba eufórico y
alegre. Conversaba de mil cosas que no oí porque iba metido en mis
pensamientos. Ni Matías ni yo decíamos nada, pero él ni caía en la cuenta de
ello. Había tomado más de una cerveza. De pronto dijo:
—Bueno, muchachos: metámonos a esa tienda y tomamos algo. Hay que
festejar el éxito de hoy. Mañana será otro día, pero ahora a divertirnos un
poco.
—¡Sí, sí! —contesté entusiasmado como si acabara de salir de un sueño,
y él nos metió casi a empujones en la tienda.
No había nadie y Floro llamó y golpeó en el mostrador hasta que la
dueña salió. Bebí casi de un solo viaje la primera cerveza. Quería beber
mucho y seguido. Tenía adentro un sentimiento que me hubiera gustado
ahogar. Desde aquel día me acostumbré a beber todos los días. No siempre
hasta emborracharme, pero a beber. Primero cerveza, luego aguardiente y
ahora cualquier cosa que me den. Me encantan esas remembranzas, esas
voces antiguas que vuelven a mis oídos, ese atropellarse de ideas y
sentimientos inconexos, inexplicables, absurdos, esos gritos que salen de mi
garganta para decir algo que no logro expresar.
Bebimos bastante; por lo menos, la mesa alrededor de la cual nos
habíamos sentado, en un santiamén quedó llena de botellas. No había casi
espacio para poner los vasos. Floro habló largo rato de estupideces sobre el
hombre. Matías hablaba poco y no se quitaba de mi lado. Y yo sentía deseos
de saltarle a alguien al cuello y estrangularlo para oír algo diferente, para
hacer algo. De pronto entraron varios hombres a la tienda y pidieron también
cerveza y se arrinconaron a conversar.
—Sabes compadre, que hace días que pienso en las vainas de la vida —
se notaba que ya estaba borracho cuando le había dado por hablar de la vida,
del destino del hombre y cosas por el estilo.
—No seas pendejo, ¿por qué te pones a pensar estas vainas? Las cosas
de la vida no las entienden ni los instruidos, ¿qué vas tú a pensar en eso? —
contestó el otro y sentí el gorgoreo que hizo después la cerveza en su
garganta al beberla a pico de botella.
—No, no creas —insistió el otro—; siempre estudié algo y he leído. Por
ejemplo, mira: ¿por qué está uno debajo y otros encima? ¿Por qué unos
tienen plata y uno vive jodido?
—¡Ah! Pues porque ellos son ricos y están encima y porque nosotros
estamos debajo y jodidos. ¿Eso llamas pensar de cosas de la vida? Eso no es
nada importante. Desde el origen del mundo ha sido así. Tendría uno que
ponerse a pelear con sus padres porque no fueron de lo que llaman gente bien
y ellos a pelear con nuestros abuelos, y así hasta cuando la gente principió a
vivir, y allí tendría que ponerse a pelear con Dios que al fin de cuentas fue
quien hizo las cosas así. Eso lo piensa todo el mundo sin necesidad de
instruirse. Te han dado los tragos por hablar pendejadas.
—Tú no entiendes estas cosas —volvió a decir el primero—; cualquier
cosa es importante en la vida. ¿Qué no es importante pensar en que uno está
jodido? Claro que lo es. Uno arranca pensando eso y de allí se van enlazando
otras cosas; se comienza a odiar a alguien o a todo el mundo; se empieza a
dudar de lo que dicen los curas; se principia a no creer ni en el cariño, ni en la
fe, ni en nada. Cualquier día se puede hacer una revolución y que se voltee la
torta.
—Hermano, es mejor “El vivo al bollo y el muerto al hoyo”, es decir,
trabajar y tragar y más nada —dijo el otro algo fastidiado, y luego:
—No hablemos de esto, ¿quieres? Bebamos sin amargarnos.
—Está bien, no hablemos más —contestó el otro y volví a oír el
gorgoteo de la cerveza y luego el raspar de las cerillas y el humo del
cigarrillo llegó a mis narices con su olor insinuante. Saqué mi paquete y
prendí también uno.
Para mí no existían diferencias entre unos y otros, ni sabía si estaba
debajo o encima, ni si mi vestido era mejor que el de otro. Hasta mí no
llegaba el tormento de la desigualdad social y todavía no me ha llegado en
carne viva; sólo he sentido su roce caliente sin que haya llegado a
desgarrarme. ¿Cómo podía yo hacer o establecer punto de comparación entre
mi vida, mi ropa, mi cuartucho, mi cama, mis necesidades y las de los otros?
De ninguna manera. He sido salvado de este pecado original de la envidia, el
egoísmo, la avaricia y la ambición. Me han dicho mil veces que hay unos que
siempre están arriba y otros que están debajo, que hay ricos y pobres, que se
necesitan revoluciones, muertes, guerras, que el mundo está colmado de
injusticias, que el cura habla de la caridad pero no la hace, que los políticos
hablan de la justicia social pero tampoco la aplican cuando pueden hacerlo,
que los menesterosos hablan de la venganza y de la muerte de los ricos y de
sus patrones, pero que cuando están enfrente de ellos agachan la cabeza,
lustran sus botas, no dejan de ser lo que son. He hecho mi propia versión del
hombre en su mundo: animal doméstico y parlanchín.
Me entretuve un momento y los hombres habían vuelto a conversar pero
yo no había oído. Tal vez lo habían hecho en voz baja. No sé, pero reían.
Cesaron de reír, volví a oír que bebían y otra vez el ruido de la cerilla. De
pronto el primero dijo:
—Si uno llegara a ser de los que mandan, ministro…, presidente, cómo
haría de cosas…
—Ah, eso es otra cosa —replicó el otro—; eso sería de lo lindo. ¡Ah! A
cuánta gente jodería uno, cuánto hijueputa de estos de ahora sabría lo que es
estar debajo, tener que mirar para arriba, quitarse el sombrero para saludar.
Sentarse uno encima y cagarse en todos.
Su voz destilaba odio. Me daba la sensación que se sentía ya encima
vengándose de todo el mundo. Y ese era el que no quería hablar de la vida, ni
pensar en esas cosas, pero ya había salido el monstruo, ya estaba más bebido,
ya la cerveza le ayudaba a ubicarse socialmente. No sé cuántas cosas pensé
en un momento. Quizá no pensé nada, ya estaba también subido de tragos y
no me pude contener y me puse a gritar algo que no recuerdo y que debió ser
deshilvanado y absurdo. Me perdí en la borrachera colectiva y sólo oía un run
run que se agigantaba y se convertía en un murmullo universal, que Floro
seguía pidiendo cerveza; que éramos otros, que estábamos en una nebulosa.
Debieron de pasar horas o segundos, no tengo conciencia de ello. Floro
gritaba de pies. Yo me tambaleaba a su lado. Matías estaba perdido en un
bosque de timidez.
Sentí un bofetón y oí que uno de los hombres me decía:
—Cieguito, pero cieguito hijueputa.
Tiré un trompadón hacia el lado en donde estaban los hombres y le di a
alguien fuerte por la cabeza. No sé a quién sería, pero le di. En seguida se
armó el barullo: los hombres tiraban trompadas y sentí el roce de una; Floro
repartía puños y por último oí que se armaba de una botella. En estas
intervino la dueña de la tienda y el asunto se calmó. Había entrado más gente
y en la puerta se formaba un corrillo que comentaba.
No sé en dónde estuvo metido durante todo este tiempo Matías, no lo oí
decir nada. Posiblemente se arrinconó lleno de susto. Yo sabía que era
incapaz de pelear, ni de palabra ni de obra. Pobrecillo, debió de temblar
angustiado como una mujer, pero allí estábamos Floro y yo, que éramos
capaces de desbaratar cualquier cosa.
Floro nos cogió del brazo y salimos por entre la gente que estaba en la
puerta. Los hombres vociferaban adentro. La dueña de la tienda gritaba un
poco y la gente en el andén protestaba contra los cobardes que se habían
atrevido a pegarle a un cieguito indefenso e inofensivo.
Ya, cuando estuvimos lejos de la tienda, Floro nos contó riendo que le
había roto las narices a uno y al otro le había puesto un ojo negro; pero que lo
más importante de todo había sido que nos habíamos salido sin pagar la
cuenta que valía por lo menos cinco pesos.
Desde el día siguiente he debido darme cuenta de cómo serían en
adelante las relaciones comerciales entre Floro y nosotros, pero no lo
comprendí sino cuatro o cinco días después.
Cuando me levanté por la mañana lo primero que hice fue meter la mano
en el bolsillo para comprobar si allí estaba el dinero de la venta de la lotería.
Floro no me había preguntado por él y yo quería entregarle cuentas para saber
si todo estaba bien y cuánto habíamos ganado. El dinero me tenía sin
cuidado. Francamente, no necesitaba nada, no sabría qué comprar con él,
pero quería sentir entre mis manos algunas monedas de mi propiedad. Pero en
el bolsillo no había ni un centavo. Un sudor frío de enguayabado me cubrió la
frente. Puse mi cerebro a trabajar a toda máquina para recordar qué había
hecho, si alguien me había metido la mano en los bolsillos, si durante los
tragos había tenido alguna caída o algo por el estilo y había perdido el dinero.
No recordé nada y sólo conseguí que me comenzara a doler la cabeza.
Esculqué todos los bolsillos, pero nada: no tenía ni un centavo. Sentí angustia
de tener que hablar con Floro y confesarle que el dinero se había perdido,
pero cuando él se me acercó y me dijo:
—Qué hubo, Tomasito: ¿cómo te sientes después de los tragos?
Le pregunté de sopetón:
—¿Tú sacaste el dinero de mi bolsillo?
—Sí, claro, ¿por qué? —contestó tranquilamente como si fuera de lo
más natural del mundo.
—No era necesario que me esculcaras, yo te lo iba a entregar —dije
disgustado.
—Todo te fastidia, tienes que dejar de ser tan peleador —me dijo en
tono de reconvención, y agregó:
—Ya hace rato que me levanté, tenía que ir a comprar algo para comer y
no tenía ni un centavo.
—Bueno, está bien, no fue más. Ahora eres tú el que no debe calentarse
—le dije de buen genio.
Desayunamos en silencio, y cuando íbamos a salir en busca de los
billetes de lotería de aquel día —porque Floro se había olvidado de
conseguirlos desde la tarde anterior y tendríamos que ir a pedírselos a un
revendedor—, se me ocurrió preguntarle:
—Bueno, Floro: ¿y ganamos algo en la venta de ayer?
Quedó un minuto callado, como buscando alguna disculpa:
—Claro, ganamos, pero…, siempre es bueno pagarle a la vieja de la
tienda la cuenta de la cerveza de ayer, ¿no les parece?
—Eso les iba a decir yo —dijo Matías—; no hay para qué robarse uno
esos centavos cuando comienza a trabajar, de golpe nos puede ir mal.
—No, eso es lo de menos. Yo conozco muchos que hacen mal y les va
bien, mientras a otros que hacen bien les va como a los perros. Lo que pasa es
que esa vieja es buena, a veces me fía, y lo más grave es que tenemos que
pasar por allí todos los días.
No se habló más de eso. Entendimos que el dinero que habíamos ganado
solamente alcanzaba para pagarle a la vieja de la tienda.
Después, varios meses más tarde, supe por Josefa que la vieja le había
gritado en plena calle que su mozo era un ratero y que tenía dos ciegos
amaestrados para robar y armar pelea en el momento de pagar las cuentas.
Entonces comprendí que Floro nos había engañado desde aquella primera vez
y sentí rabia, no con él, sino conmigo mismo por haber sido tan imbécil y
falto de malicia de no haberlo dudado desde entonces.
A Matías también lo había esculcado Floro; luego la disculpa de que
necesitaba dinero para comprar el desayuno, era falsa. Eso lo entendimos sin
necesidad de comentarlo. Íbamos almacenando en nuestro interior todos estos
pensamientos e impresiones para conversarlas cuando estuviéramos solos,
pero había pocas oportunidades porque Floro nos colocaba en sitios
diferentes de la ciudad y por las noches estaba siempre con nosotros.
Así pasaron varios días. Los billetes de lotería se vendían todos. Por la
noche Floro nos pedía todo el dinero y nos explicaba que había una pequeña
utilidad pero que sólo alcanzaba para los alimentos que tomábamos. Otras
veces la ganancia era mejor, pero aparentemente, porque como los billetes no
se habían sacado de la agencia sino eran tomados de un revendedor, éste era
quien ganaba la mayoría. Nunca sentía en mi bolsillo ni un centavo mío, pero
tanto a Matías como a mí nos faltaba valor para decirle a Floro que debía
dejarnos algo de las utilidades diarias.
Matías fue quien primero habló de este problema un día que Floro había
salido a buscar alimentos:
—Mira, Toti; Floro nos explota. No es posible que nunca nos quede
nada para nosotros. Nos sacó del Instituto para hacer con nosotros un negocio
y vivir él sin trabajar —me dijo en voz baja, pese a que nadie nos podía oír.
Yo comprendía que era así, pero no quería condenar a Floro, y por otra
parte me sentía un poco responsable de todo porque yo había convencido a
Matías de huir. Sentí un remordimiento con mezcla de rabia. Rabia, no contra
Floro, sino contra Matías porque me decía algo que yo sabía que era cierto
pero que no tenía el valor de confesármelo.
—Hay que esperar un poco, siempre al inicio no debe de haber mucha
utilidad. Fíjate que él hace todos los gastos de comida, paga la pieza y todo.
Sí, y también hemos bebido mucho estos días —le dije para disimular.
—¿Comer llamas esto de un mendrugo de pan tres veces al día? Todo se
va en beber, porque Floro es un borracho.
Se me acercó cariñoso y me cogió una mano.
—Toti, yo quiero que veamos la manera de irnos por nuestra cuenta. No
volver al Instituto, pero vivir solos. Floro nos explota y yo le he ido cogiendo
antipatía.
Su voz era tierna, aflautada, no porque la tuviera así, sino porque en los
ratos de intimidad conmigo la hacía así. Comprendí que lo que quería Matías
era que estuviéramos solos para volvernos a acostar como lo hacíamos en el
Instituto. Ya llevábamos varios días sin hacer nada, no por falta de deseos,
sino de oportunidades. Era claro que le hacía falta. A mí también, pero menos
que a él. Comprendí perfectamente que Matías empezaba a sentir no sólo
antipatía sino odio por Floro porque estorbaba nuestras relaciones. No era el
asunto del dinero, esto lo tenía sin cuidado, porque era generoso hasta el
extremo; era el asunto sentimental, los celos del tiempo que nos robaba, de su
presencia constante, lo que hacía nacer en su interior el odio.
—Sí, Toti, debemos irnos. Yo conozco al viejo que le da los billetes y
podemos hablar con él para que nos los dé directamente —volvió a insistir
Matías.
No pude contradecirle más:
—Sí, tienes razón. Matías; Floro nos explota un poco, pero es buen
amigo y vivimos muy bien aquí en su compañía —le dije persuasivo.
No sé qué extraña fuerza no me dejaba desprender mi vida de esa
carroña de hombre. Me gustaban sus historias, su mezcla de pendenciero y
prudente, su afición a beber y sus promesas de llevarme a donde hubiera
mujeres públicas.
Matías se quedó callado y soltó mi mano. Noté que estaba triste o
disgustado conmigo; entonces le propuse:
—Lo que sí podemos hacer, Matas —y bajé la voz—, es esconder algún
dinero por las tardes, antes de que llegue Floro. ¿Qué tal te parece?
—Sería mejor dejarlo solo. Eso de coger uno su utilidad como robando,
no me gusta —dijo tranquilamente.
—Si es nuestra utilidad, entonces no es robo. ¿No te fijas, Matas? Él no
lo notará porque nosotros le entregaremos el dinero juiciosamente todas las
tardes, como de costumbre. Más adelante, cuando hayamos juntado unos
pesos, podremos irnos y trabajar independientemente.
Esta última promesa le pareció buena y aceptó alegre. Lo oí que se
frotaba las manos satisfecho. Yo también había quedado entusiasmado con la
perspectiva de esconder siquiera cincuenta centavos diarios y juntar para
trabajar por nuestra cuenta. Desde luego que la posibilidad de dejar a Floro
no me gustaba porque quería tener trato con otras personas, conocer más
gente, mujeres y hombres que supieran un poco más de la vida que un ciego,
o por lo menos que tuvieran la versión que de ella tienen los videntes. La
perspectiva de quedarme solo con Matías me angustiaba.
Convinimos que desde aquella misma tarde esconderíamos siquiera
cincuenta centavos cada uno; pero para evitar que, por ser monedas, nos las
encontrara, era mejor que un día escondiera uno un peso y al otro día el otro.
Aquel primer día lo escondería yo.
Como a las cuatro escondí el billete. No había lugar a confusiones
porque, por consejo de Floro, yo había resuelto recibir billetes pero solamente
de un peso para evitar que me pudieran engañar. Entre las entretelas del forro
del saco quedó muy bien. Cada rato metía el dedo y lo tocaba allí bien
doblado y seguro. No había la menor posibilidad de que Floro lo encontrara,
ni aun en la suposición de que supiera que tenía escondido dinero. Esperaba
nervioso la hora de regresar a nuestro cuarto, no por el hecho de entregar las
cuentas a Floro, sino por el placer de hacer que Matías metiera su dedo y
tocara el billete.
Más temprano que de costumbre llegó Floro. Venía nervioso y
mortificado. Sentí cuando me puso la mano en el hombre y se quedó un rato
callado.
—¿Qué hubo? —le dije tranquilo.
—Se han llevado a Matías —dijo tratando de ser indiferente.
—¿¡Quién se lo ha llevado!? —le grité angustiado y sentí que un nudo
se me hacía en la garganta.
—Un señor y una señora. Los papás. Eso de andar con hijos de familia
es una vaina.
—Pero, ¿cómo fue? ¿Cómo lo encontraron?
—Muy sencillo, pasaron por la calle y lo vieron. Yo no sabía que tenía
que esconderlo donde no lo viera nadie. Los anteojos negros seguramente
sirvieron para que no lo reconocieran sino solamente hoy, porque dijeron que
hacía días lo buscaban. Parecen unos buenos viejos. Lo abrazaron y lo
besaron. La mamá se puso a llorar de alegría. Hasta yo me enternecí.
—¡Ah! —exclamé dubitativamente—. ¿Y no dijo nada? ¿Se fue
tranquilo?
—Al principio no quería irse, pero luego lo convencieron. Los viejos me
dieron la dirección de la casa para que vayamos a verlo. Él me entregó un
billete que le quedaba y el dinero. Yo le metí en el bolsillo dos pesos. Me
gusta el muchacho, es bueno y dócil.
—Nos va a hacer mucha falta. Ya estoy acostumbrado a su compañía —
dije desconsolado.
—No te preocupes. Ya lo convenceremos de que vuelva con nosotros —
dijo seguro.
Floro fue a hacer algunas diligencias y prometió que regresaría
inmediatamente por mí. Aquella tarde no trabajaríamos más y nos iríamos
para la casa. Claro, no era un día como todos, no teníamos ánimos para hacer
nada más. La perspectiva de irnos solos me angustiaba. No sentir la
presencia, no oí la voz de Matías, me llenaba de tristeza.
Toda clase de pensamientos se cruzaban por mi imaginación. Estaba
asustado. Instintivamente metí mi dedo en la entretela y saqué el billete de a
peso y lo puse con el resto del dinero. Necesita de Floro más que de cualquier
otra cosa y tenía que asirme a él para no quedarme solo.
XII

Algunos días después llegó Josefa. Floro no me anunció nada o seguramente


no lo sabía, pero una noche al regresar me dijo mientras nos acercábamos al
cuarto:
—Debe de haber llegado Josefa, porque el cuarto está abierto y ella es la
única que tiene llave.
—¡Ah! ¿Sí? ¿En dónde estaba? —pregunté indiferente.
—En el campo con sus familiares. Es de un pueblo de Santander, pero
no recuerdo ahora su nombre —calló un momento como buscándolo y luego
siguió hablando:
—Ahora sí la cosa cambia. Vamos a comer en orden y ante todo, sopa.
Ella es quien cocina.
—Desde afuera se la oía trajinando para poner las cosas en orden y
cuando llegamos a la puerta dejó de hacer oficio y vino a nuestro encuentro:
—¿Qué hubo, Florentino? —dijo con su voz chillona, que me fastidió
desde el primer momento. Eso de “Florentino” en vez de Floro me pareció
duro.
—¿Qué es eso de “qué hubo”, después de casi un mes sin vernos? —dijo
Floro, y entonces ella se le acercó y oí que se besaban y que usaba el “mijo”
cariñosamente.
—Luego Floro me presentó, y ya adentro, sentados y cómodos, le contó
alegre nuestra huida del Instituto y que Matías se lo habían llevado sus
padres. Josefa oía callada. Se notaba que no le gustaba la nueva organización
de la vida de Floro, pero cuando trató de decir algo, él le dijo que después
hablarían, que por ese momento era mejor pensar en la comida.
Yo, que siempre había dormido en el primer cuarto en un colchón en el
suelo, cerca de la cama de Floro, desde aquel día pasé a dormir al cuartico
interior.
Por la noche Floro y Josefa cerraron la puerta que comunicaba con mi
nuevo cuarto y oí que conversaban. Luego el tono de la conversación fue
subiendo y entendí cuando Josefa le decía que estaban muy bien así solos
como antes de ella irse. Él le dijo que yo, y Matías cuando volviera, no
hacíamos ningún estorbo y en cambio trabajábamos para ellos.
—¿No ves que ellos no necesitan sino comer y dormir? Y en cambio
venden mucho más que uno porque a la gente le gusta comprarles a los
ciegos —le dijo Floro.
—¿Y la ropa? ¿No vale nada? Si ahora es muy difícil ganar uno para
vivir de todo a todo, es decir, comer, dormir y vestirse. O una cosa o la otra,
pero todo ni qué pensarlo. Aunque trabaje uno todo el día de sol a sol —
argumentó Josefa.
—Pero ellos no necesitan ropa. Cuanto más desarropados estén, la gente
les comprará más. Tú no sabes de negocios. No debes opinar de esto.
—¿Y usted sí sabe harto, no es cierto? —dijo Josefa enfadada—. Tuve
que irme porque no era capaz de mantenerme. Ahora consiguió quien trabaje
para usted y por eso me llama. Ha debido dejarme tranquila en mi casa.
—Carajo ¿volvió peor que antes? Creí que le había sentado el paseo. Es
mejor que no hablemos porque usted es un animal y terminamos por pelear.
—¡El animal es otro, ¿oyó!? —gritó Josefa—, usted es un zángano que
no es capaz de mantener a una mujer y así quiere tener más.
Oí claramente uno, dos bofetones y que Josefa rodaba por el suelo.
—Y le meto su fuetera si me sigue jodiendo —gritó Floro enfurecido.
Ella no volvió a decir nada. Oí que se quitaban las ropas y que se metían
en la cama. El crujir de las maderas, el respirar jadeante. Comprendí que
habían olvidado la riña y que se dedicaban al amor. No puede dejar de hacer
lo que tiene que hacer un hombre solo.
Parece que el amor selló el pacto sin palabras. Josefa no volvió a hablar
del asunto y la mayoría de las veces me olvidaba físicamente. Hablaba de
muchas cosas íntimas con Floro, como si yo no estuviera presente.
Floro tuvo un cambio completo con la llegada de Josefa. Dejó de ser
afable conmigo. No volvimos a demorarnos por las noches bebiendo en las
tiendas dizque porque lo que yo ganaba no alcanzaba para andar de parranda.
Su genio se fue haciendo insoportable y yo tenía que permanecer callado para
evitar molestias. No peleaba conmigo, pero el instinto me indicaba que allí
había una hoguera en potencia y que era mejor evitar. Desde cuando Matías
había regresado con sus padres me sentía solo y arrinconado. No tenía con
quién conversar. Nunca había sido tímido, pero allí, con esa gente extraña,
me sentía acoquinado y temeroso. Principié a sentir miedo de quedar solo.
Ellos no me decían nada, inclusive no me trataban mal, pero yo presentía que
algo no marchaba bien. Un día hubo la primera pelea.
La venta de lotería seguía normal y con éxito. Entonces, una tarde que
Floro estaba algo conversador porque había bebido y mandado a traer cerveza
para Josefa y para mí, resolví decirle:
—Mira, Floro: yo necesito que me dejes algo de utilidad todos los días.
—¿Cómo dices? —me preguntó de mal genio.
—Que de los que ganamos en la venta de lotería necesito que me dejes
siquiera cincuenta centavos diarios —respondí decidido.
—Carajo, ¿cree usted que está ganando millones? Apenas alcanza para
lo que se traga, y falta —dijo casi a gritos.
—Puede calentarse o lo que quiera, pero yo necesito que me quede algo.
Yo no puedo trabajar para todos —dije enfurecido.
—Véanlo, malagradecido. Lo saco y lo enseño a trabajar y ahora dizque
me mantiene —se calló un momento—. ¡Miente, maricón, miente! ¡Usted
apenas gana lo que se traga!
Estaba enfurecido. Él no era violento, pero ese día por los tragos, lo
estaba. Vociferaba y gritaba en tal forma, que me atemoricé y resolví
quedarme callado, pero él seguía gritando:
—Malagradecido, desgraciado, ¡que dizque manteniéndome! No
necesito de usted, ¿oye? Lo he ayudado por lástima, por cariño. No más sino
por eso. No necesito de usted, ciego bellaco. ¡Lárguese de aquí ya mismo!
¡Váyase a mantener a otro!
Se puso en pie y empezó a empujarme hacia la puerta.
—¡Salga de aquí, ciego maldito, hijueputa; no quiero verte más soy
capaz de darte en la jeta…!
Josefa había permanecido callada. Posiblemente le daba miedo meterse
en el asunto porque sabía que Floro las pagaría con ella, pero cuando vio que
él me daba empellones para sacarme de la pieza, intervino a mi favor:
—Tampoco es para tanto, Florentino. Todo ese escándalo porque pide
que le den algo. Estás borracho. ¿A dónde quieres que vaya a esta hora, ya
más de las ocho y ciego? No seas bruto —lo cogió por el brazo y lo sentó.
Todo se fue calmando. Floro se dejó caer en la cama y pronto lo oí
roncando. Entré en mi cuarto y me eché a dormir lleno de amargura y de
rabia contenidas. Quería pensar muchas cosas, pero no pude.
Todo lo que no pude pensar, ordenar en mi imaginación, como en tres
horas de insomnio aquella noche, porque la excitación y la rabia no me
dejaban, lo puse en claro en un minuto a la mañana siguiente mientras
encorvado, me bañaba la cara en una palangana con agua fría. “Sí, me
vengaré de este infeliz. Matías tenía razón, es un explotador que no sabe
trabajar y quiere que uno lo haga por él. Desde hoy mismo principiaré a
esconder siquiera un peso y después, cuando tenga suficiente dinero, me iré
de su lado, y si se opone, lo mataré”. Este último pensamiento me horrorizó
un poco, pero esto sucedería solamente en el caso de que él se opusiera y
desde luego que habría muchas maneras de evitarlo. No es para tanto.
Cuando, más tarde, se levantó y oí su voz, cuando se me acercó y me
entregó bruscamente los billetes y ordenó a Josefa que me llevara a la esquina
de la calle trece con la carrera séptima , porque él no pensaba salir aquel día,
cuando me dijo con su voz de capataz que lo del día anterior se olvidaba,
pero que no volvería a aguantar envalentonadas mías, entonces comprendí
que sí era capaz de matarlo, que desde aquel momento lo odiaría, que ya no
me dejaría separarme de él, no el cariño y agradecimiento, sino el deseo de
venganza, pero una venganza completa.
Josefa fue tierna conmigo mientras me conducía al sitio en donde debía
vender la lotería aquel día. Me dijo que Floro se había exaltado un poco, pero
que me quería. Que a veces le daban esas furias, pero que le pasaban en un
minuto, se olvidaba de todo, y se arrepentía. Que en el fondo era muy bueno.
—Ya verás que no volverá a pasar lo de anoche. Me dio mucha rabia
con él y lástima contigo —me dijo, mientras me apretaba la mano.
No hablé en todo el camino. Ninguno de todos esos argumentos me
hacía modificar mi resolución de venganza. Empezaría por esconder el dinero
y después ya vería lo demás.
Todo el día tuve el suplicio de mi imaginación. Esta imaginación feraz
de los ciegos. Estas ideas que no son interrumpidas por la luz, por los objetos
que los ojos encuentran, por los movimientos externos, por los colores. Estas
ideas que se alargan, se retuercen, cobran fuerza, se vuelven casi reales, se
pasean libremente por nuestro cerebro como monstruos enjaulados. Lo
mataría, le robaría. Mataría a Josefa para vengarme en el ser que él amaba,
botaría los billetes de lotería, le metería fuego al cuarto, me volvería para el
Instituto, le pediría a alguien que me llevara a mi casa para rogarle a
Ambrosio que viniera a defenderme. Un hielo de tristeza y remembranza me
envolvió cuando recordé mi casa. Luego me llené de miedo de sólo pensar en
volver a vivir como antes, de quedarme solo, de vivir lejos de Floro, de
perder la posibilidad de encontrarme con Matías, y deseché la idea de todo
acto inmediato y violento. Pacientemente esperaría hasta tener buena cantidad
de dinero y la oportunidad de una venganza que no resultara más perjudicial
para mí que para Floro.
Por la tarde escondí entre la entretela del saco un billete de un peso,
Quedaba muy bien escondido, no había por qué tener preocupaciones. Estuve
alegre hasta el momento en que llegó Floro por mí y me pidió cuentas,
entonces me puse nervioso, pero esto solamente lo noté yo porque Floro no
dijo nada. Cuando le entregué el dinero oí que contaba dos veces.
—¿Te queda algún pedazo por vender? —me preguntó.
—No. Todo lo he vendido. ¿Falta dinero o qué?
—Sí, parece que falta —contestó.
Me esculqué cuidadosamente todos los bolsillos, toqué por encima y
volví a esculcar.
—Nada, no sé por qué puede faltar. No recuerdo nada especial. Hoy no
he contado el dinero, pero se me hace raro. Cuenta nuevamente. ¿No hay dos
billetes de un peso? —dije.
—Sí, si hay dos —contó nuevamente el dinero y dijo por fin:
—Bueno, no hay importancia. Vámonos.
Su voz no denotaba ni rabia, ni complacencia. El guayabo lo tenía en ese
estado de relajación en el cual no importa nada. Me cogí de su hombro y nos
encaminamos a nuestro cuarto. Él no volvió a decir nada, ni yo tampoco. No
cabía de felicidad con mi billete metido entre las entretelas y él, posiblemente
no pensaba ya en el faltante.
Cuando llegamos al cuarto, noté en la puerta que ya estaba de mal genio.
Algo que había pensado durante el camino. Mal humor por falta del dinero.
Algo que había visto. La voz chillona de su mujer. No sé, pero llegó
malgeniado.
—Ya llegamos —me dijo bruscamente mientras sacudía su hombro para
que quitara mi mano.
—Ya lo sabía —le dije tranquilamente.
—¡Ah! ¿Sí? Muy bueno que ya sepa en dónde es para que se venga solo
cuando uno esté enfermo y jodido y no tenga quién le ayude.
Comprendí que esto último eran indirectas para Josefa, quien
posiblemente no había querido ir por mí. Me figuré la escena y lamenté no
haber estado presente.
Entré en mi cuarto y él se sentó en un cajón y se quedó callado. Al poco
rato Josefa sirvió la comida y entonces Floro me llamó. Ya le había pasado el
mal genio y conversaba con Josefa, un poco alegre. Mandó por una cerveza y
oí que le daba una palmada sonora en las nalgas. Me sentí también alegre y le
pregunté:
—Bueno, ¿y no has ido por Matías? Hace falta para el negocio y…
—¿Cuál negocio? —me interrumpió.
—Para la venta de lotería y para mi compañía. Es un buen amigo —dije
tranquilamente.
La franqueza de mi respuesta le cortó la rabia. Tal vez si yo trato de
disimular lo que había querido decir, lo del negocio, él hubiera aprovechado
para enfurecerse y hacer alguna escena, pero como le ratifiqué lo que había
querido decir desde un principio, solamente contestó:
—Ah, sí.
Quedó un rato callado y luego prosiguió:
—Se me perdió el papelito donde apunté la dirección. He ido más o
menos por donde recuerdo que es, pero no he encontrado.
Quedamos todos callados, entonces él continuó:
—Mejor así..., con tus problemas basta. ¿Para qué echarse uno encima
vainas y ayudar a la gente y después ver su ingratitud? —suspiró.
No respondí ni una palabra porque cualquier cosa que hubiera
contestado podría armar la candelada. Floro no era así, pero desde ese día se
me metió en la cabeza que por cualquier cosa me buscaría molestia.
Hice un esfuerzo para quedarme callado porque sentía deseos de
insultarlo y golpearlo. Nunca antes había frenado mis impulsos, ni había
evitado disgustos y molestias porque me divertían, pero desde entonces
resolví que en mis relaciones con Floro sería tranquilo y aguantaría mucho
para evitar cualquier fricción que pudiera obligarme a marcharme de su lado.
Todavía tenía dentro de mí ese optimismo que me ha hecho capaz de hacer
cualquier cosa, de ganarme la vida, de no necesitar de nadie, de ser terco
hasta conseguir mi objetivo; pero entonces estaba resuelto a aguantarle todo
con el solo aliciente de esperar una oportunidad para vengarme. En mi
interior había crecido en pocas horas el odio por Floro. No sé si era una cosa
vieja, un sentimiento antiguo contra él, uno de esos sentimientos que uno no
puede definir si son odio o afecto, ni tampoco descubrir la palabra, el gesto,
el hecho que los originó. Las mismas palabras, frases, chanzas, dichos de
Floro que hasta el día anterior me parecían graciosos y me gustaba oír,
comenzaron a parecerme ridículos, repetidos, innecesarios, hasta
desesperarme. Su voz, su olor, todo lo que hacía me fastidiaba. Debiera
haberme ido para otra parte, alejarme de su lado; pero comprendí también
que él me buscaría en cualquier lugar donde estuviera para mantenerme
prisionero explotándome, para ponerme a trabajar de mañana a tarde, para
vivir con el fruto de mis ventas de lotería y descansar en su cuarto durmiendo
hasta tarde, o recorriendo los barrios de gente adinerada en conquista de
sirvientas. El destino nos había unido para sus fines de padecimiento y
exterminio; él para explotarme, ofenderme y vivir como un zángano, de mi
trabajo, y yo para vengarme algún día, en un momento, no me importaba el
tiempo que todo esto durara, bien valía la pena esperar con paciencia, como
se espera algo agradable.
En los dos días siguientes resolví no repetir mi aventura de esconder
dinero, porque eso despertaría sospechas. Era necesario escalonar las faltas de
dinero porque no encontraba manera de justificarlas. Al cuarto día decidí
volver a esconder otro billete. Doblé el uno con el otro y los metí entre la
entretela. Palpé bien por encima para darme cuenta si se notaba el bulto, pero
todo quedaba correctamente. A mi tacto no se escapa la exacta proporción de
un montículo, de una arruga, de un objeto.
Cuando llegó Floro resolví anticiparme y no esperar que él notara el
faltante y le dije:
—Mira por aquí a mí alrededor a ver si hay algún pedazo de lotería.
Hoy, mientras daba unas vueltas, los puse sobre la rodilla y el viento se los
llevó. Claro que la gente corrió a ayudarme pero no sé si los recogerían todos,
me pareció que faltaba alguno.
Floro buscó a mí alrededor y luego dijo:
—No, no hay nada.
—Bueno, tal vez es impresión mía nada más. Cuenta el dinero y así se
sabrá —le dije mientras se lo entregaba.
No contestó nada y se puso a contar. Luego, cuando terminó me dijo:
—Sí, falta un peso.
—¡Ah! ¡Qué vaina! Entonces sí se perdió alguno. A mí se me metió en
la cabeza que faltaba y así se los dije a las personas que por aquí estaban,
pero dijeron que no había nada más. Callé con un creciente atortole y un
temblor de azogue que no sé si pasaría inadvertido para Floro.
—Te estás volviendo un imbécil, carajo. La poca utilidad la dejas
perder.
No volvió a decir nada y yo me cuidé de tampoco hacerlo, porque una
vez terminado el amago de tempestad era mejor no buscarlo de nuevo sino
gozar interiormente del engaño y de la habilidad para mentir.
Subimos la calle, el uno al lado del otro, sin decirnos palabra. Cuando ya
llegábamos, Floro me amenazó fríamente:
—No quiero que vuelva a pasar esto. ¿Oyes? No respondo.
Tampoco contesté una palabra y puse todas mis fuerzas interiores en
movimiento para controlar mi deseo de saltarle al cuello y gritarle:
“Hijueputa, ¿qué cree que soy yo? Un hombre como usted, pero no como
usted, sino un hombre de verdad y no un zángano”. Acorralé mis ímpetus, y
los arrinconé en el depósito de mis odios con la esperanza de la venganza.
¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Insultarlo y golpearlo para que él hiciera lo
mismo conmigo, con la ventaja de que él veía donde me golpeaba y yo no, y
que él terminaría por ganarme? Era mejor aguantar. Volvió a pasar por mi
cabeza la idea de marcharme de su lado y evitar disgustos. Vivir tranquilo en
otra parte; pero sabía que viviría siempre con el remordimiento de haberme
dejado ofender y humillar sin haber reaccionado. Otra vez volvió a ser más
fuerte el instinto de venganza y pensé que cuantos más motivos tuviera, más
justificada sería y más gozaría de ella.
XIII

Mi oscuridad se iba poblando de seres incorpóreos que me devoraban


lentamente. Los vicios, el sadismo, las sensaciones se vigorizaban, nacían
solos y se afirmaban en mi aislamiento, que cada día era mayor. Así duraba
horas rascándome un carranchín que me había salido en la espalda, sin
importarme la escoriación y el ardor que me quedaba después de alguna de
aquellas feroces arremetidas. Al principio me mortificaba esa comezón que
avanzaba de la espalda hacia la cintura, pero hoy no sé qué haría en mi
soledad sin ella. La necesito cuando el silencio, como un gusano en crisálida,
se ha metido en mi alma; cuando me hace falta alguna emanación, o
contracción, o espasmo, o rasquiña, o dolor, para que me arranque de la zona
de los pensamientos y me recuerde que vivo, que tengo un cuerpo. Ese es mi
verdadero mundo: el de la sangre corriendo de arriba abajo, cruzándose,
cosquilleando sin cesar; el de los nervios prisioneros entre la carne apretada,
tensionándose y contrayéndose, formando palpitaciones, produciendo
emociones; el de los gases en apretujados círculos recorriendo los intestinos y
buscando salida; el de las comezones de la piel, y el de todo ese conjunto de
mil movimientos y sensaciones que producen voluptuosidades, deseos
lúbricos, pasiones, amor y odio, alegría y amargura, envidias, ideas de
venganza, ambiciones. Es mi mundo y es igual al de todos; sólo que esos
todos permanecen con su verdad escondida pensando que son los únicos
solazándose del engaño y sin descubrir que este, aquel, el de más allá, todos,
están representando la misma comedia. Si no fuera así, si el hombre no
mantuviera oculta su podredumbre, dejaría de amarse él mismo e iría
extinguiéndose de melancolía por la falta de la vanidad y la soberbia.
Aquella tarde me rascaba la espalda, pero ese sexto sentido que me ha
ayudado siempre y del cual ya he hablado, principió a indicarme que algo iba
a pasar, que alguien se acercaba y que iba a tener alguna emoción. Todo
estaba alerta y mi carne se tornaba de gallina en la expectativa. Oí unos pasos
y pensé: “¿Sí, viene hacia mí, no me cabe la menor duda y es…”. No alcancé
a pensarlo, ya su mano había cogido la mía y su voz aflautada me decía:
—Toti, Toti, qué alegría de volver a tenerte junto.
Lo palpé por todas partes, recorrí su cuello y su cabeza y apreté su mano
caliente y temblorosa. La emoción no me dejaba hablar. Hice un esfuerzo
para que no se notara el temblor en mis palabras:
—Matías, mi querido Matías. Sabía que volverías, pero no sé por qué
demoraste tanto.
—Esperando la oportunidad para huir sin que me vieran mis padres.
—Se me ponía. Creí que te habían vuelto a meter al Instituto;
cuéntamelo todo —le pedí.
—Sí, pero primero tú tienes que contarme si me has pensado, si te he
hecho falta…, si te ha faltado…, aquello —su voz se aflautó más hasta
parecer de mujer, su mano apretaba la mía. Sentía su aliento en la cara y
pensé que podría besarme.
—¿Para qué preguntas eso, Matías? ¿No te has dado cuenta de lo
emocionado que estoy?
Pensé que realmente me había hecho mucha falta, que me sentía triste
sin su compañía, pero aquello me pareció que no me había faltado mucho; yo
me bastaba solo y con la imaginación llenaba los vacíos de mi soledad. Sin
embargo aquella noche comprendí que sí me había hecho falta.
Luego Matías me contó todo cuanto había hecho en aquel tiempo; cómo
sus padres lo tenían vigilado, pero se aburrían con él en casa porque ya
habían creado el hábito de estar solos y sin problemas. Su mamá se quejaba
un poco de la situación, que, de buena antiguamente, se había tornado en muy
mala. Pero quien más protestaba de la situación era su padre. Todos los días
maldecía porque tenía que comprar dos panes más al día. Varias veces le
había dicho que tendría que volver al Instituto, pero ante sus rotundas
negativas no había vuelto a insistir. Él sabía que cualquier día tomaría la
determinación, y que una vez sucedido esto, no habría poder humano que
convenciera a su testarudo padre de lo contrario; entonces había tomado la
resolución de aprovechar la primera oportunidad y huir de su lado y
buscarme. Todo esto, desde luego era el motivo secundario del asunto,
porque en el fondo lo fundamental era el enorme vacío que mi ausencia
formaba en su vida. No dormía pensando en mí, no tanto por la falta de las
aberraciones que nos ligaban, como por la tristeza de pensar que yo estuviera
solo y sin una persona quien me ayudara con cariño y sin el interés de
explotarme.
Floro se demoró aquella tarde en llegar y resolvimos irnos los dos solos.
Matías conocía perfectamente el camino y yo también habría podido
recorrerlo sin compañía. Mientras subíamos las empinadas calles
conversábamos de miles de cosas sin importancia. Le conté que hacía días
que había llegado Josefa, la mujer de Floro, y que vivía en el mismo cuarto
con nosotros, que era una mujer como todas. Que al comienzo había sentido
fastidio por ella pero que en el fondo, aparte de tener una voz chillona, no era
tan mala y que preparaba bien la comida. Que desde entonces yo dormía solo
en el cuartico anterior, en donde estaban el fogón y las cosas inservibles.
Matías se calló. Así anduvo como media cuadra. Yo sabía que algo le
había disgustado.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.
—No me gustan las mujeres —me dijo con un amaneramiento que me
hirió un poco.
—Pero es una mujer buena, que hace todo el oficio.
—No importa, no me hables de las mujeres —dijo con un tono de rabia
que yo no conocía en él; y luego se puso casi a gritar:
—¡No me hables de mujeres, las detesto, las odio! Mejor vuelvo a casa
—hizo el ademán de soltar mi mano y marcharse.
—Pero, ¿qué te pasa, Matas; estás enfermo? No entiendo por qué esa
furia, nunca te había oído hablar así —le dije mientras lo cogía por el brazo.
—Así soy, así soy, no pienso cambiar. Tú no me conoces —dijo con voz
tierna, afeminada.
Seguimos en silencio para no hablar más de eso. Sentí repulsión por
Matías porque hacía escenas y daba gritos como una mujer. ¿Habría
cambiado algo en mí o en Matías? No lo sabía. El hombre deja de amar lo
que ha amado o deja de odiar lo que ha odiado en fracción de segundos. Me
daban ganas de azotar a Matías para verle llorar como una mujer y tener
motivo de azotarlo más y, por último, cuando ya hubiese saciado mi rabia,
poseerlo con furor y a través del odio llegar al amor. Sentía estremecimientos
de un sadismo extraño. Los pensamientos se volcaban por mis venas,
desordenadamente, y estoy seguro que si no hubiera hecho un esfuerzo para
desechar mis ideas y controlar mis sensaciones, el solo pensamiento, el solo
temblor de mi carne, me hubiera hecho llegar al espasmo allí en la calle,
erizado contra una pared. Por fortuna no fue así. Ni tampoco era odio lo que
sentía por Matías. Lo seguía queriendo como a un amigo a quien se estima
mucho, como a un hombre igual a mí, tratando de olvidar durante el día sus
arrebatos y remilgos de mujer. Por la noche era diferente: lo amaba y gozaba
con él como con una amante.
Había olvidado contarle que tenía dinero escondido, conforme lo
habíamos planeado, y que aquel día había guardado otro peso; pero ya
cuando llegábamos a la esquina del pasaje me detuve y se lo conté. Luego le
hice coger el rollito con tres pesos por encima del paño del vestido. Entonces
me preguntó si Floro seguía lo mismo y le contesté que igual o peor y que por
eso estaba escondiendo el dinero.
—Lo que yo te decía: nos explota. No creas que nos estima ni que haya
querido ayudarnos, sólo quiere vivir a nuestras costillas. Por ahora, claro que
debemos estar un poco de tiempo cerca de él, pero luego debemos trabajar
solos y vivir solos también —dijo.
—Sí Matas, después debemos dejarlo —contesté no muy seguro.
Josefa nos recibió de buen genio y hasta alegre. Al contrario de lo que le
pasó conmigo, no le disgustó que Matías hubiera llegado. Lo saludó como a
viejo amigo, rindió un poco de sopa con agua y echó una papa más en la olla,
y presurosa organizó otro colchón para Matías, en el cuartico de adentro,
junto al mío.
Floro llegó como una hora después. Venía de un genio de todos los
diablos porque creía que yo me había perdido o había resuelto separarme de
su lado llevándome el valor de todos los billetes de aquel día. Mi presencia
no lo calmó sino que lo excito más.
—Bonita me la ha hecho, ¿no? —dijo enfurecido—. ¿Por qué no me
avisó que pensaba venirse adelante? Me ha dejado en una esquina como un
pendejo, sin saber qué hacer y buscándolo por todas partes.
—Tienes razón, no lo pensé, pero…
No me dejó terminar:
—Tú sabes que a los policías a veces les da por recoger a los ciegos, a
los lisiados, a aquellos que no pueden defenderse o salir corriendo. Les hace
piquiña que la gente trabaje. No quieren ver sus llagas al descubierto. Ayer
recogieron a varios y pensé que lo mismo te habría pasado a ti.
—Te demoraste un poco, y luego la llegada de Matías me puso tan
contento que resolví venirme con él.
—Ah, sí, ¿cómo estás Matías? —no lo había saludado como si no lo
hubiera visto— ¿Cómo fue para venirte?
—Muy sencillo: esperé una oportunidad de estar solo y salí a la calle y
me vine. Estaba aburrido en mi casa sin hacer nada. Me gusta vivir con
ustedes. Se aprende algo, se vive más.
—Ajá, pero Tomás parece que no opina lo mismo y…, —se calló para
ver si yo respondía, pero se quedó esperando. No sé por qué, pero comprendí
que iba a pasar algo.
Quedamos en silencio un rato porque no sabíamos de qué conversar. Me
hubiera gustado meterme en mi cuarto con Matías y conversar algo, pero
todavía no habíamos comido y allí adentro no había en donde sentarse uno.
Floro se puso a preguntarle a Josefa sobre algunas ropas que necesitaba para
el día siguiente y a alegar un poco porque no había panela para el desayuno.
Yo había olvidado entregarle el dinero de la venta de la lotería de aquel día.
Él tampoco había dicho nada, pero de pronto como que se acordó y al mismo
tiempo como si la telepatía existiera, sentí el peso de las monedas en el
bolsillo.
—Oye, Tomás: dame el dinero de hoy —me dijo.
Se oía a Josefa preparando los platos para la comida, y entonces ella
dijo:
—Déjenlo para encima de comida, ya les voy a servir.
—De una vez es mejor —dijo Floro—. Usted vaya sirviendo que nadie
le está cogiendo las manos.
Le entregué el dinero y una fracción de billete que había quedado sin
vender. Inmediatamente se puso a gritar:
—¡Carajo, se tiró todo! Claro, claro, por no esperarme se vino sin
vender todo. ¿¡No sabe que el día que se juega la lotería hay que estarse uno
hasta más tarde y entregar los billetes antes que se juegue!? Ya mañana no lo
reciben. Se perdió la plata sólo porque al niño no se le dio la gana esperarme.
No dije nada. Matías permanecía callado. Josefa había servido el primer
plato de sopa y se lo iba a entregar a Floro, pero él le gritó:
—¡Maldita sea!, ¿no ve que tengo las manos con plata? Póngalo por ahí
encima de algo, no me lo meta por la jeta.
—Perdone su merced, su excelencia —dijo Josefa entre burlona y
disgustada—. Káiser, ¿qué le han hecho hoy para que esté con ganas de
armarle la camorra a alguien?
—Cállese, no joda más —le dijo Floro ya de mejor genio.
Le oí contar y recontar el dinero. No decía nada, pero noté que él sabía
que faltaba. Oí cuando metió las manos al bolsillo. Su silencio me disgustaba
más que sus gritos. Me puse a pensar que sí no había estallado en aquel
momento era porque algún plan o algo se le había ocurrido. El estómago me
temblaba de nervios. Oí que cogió el plato y que principió a comer
chasqueando. Después, entre cucharada y cucharada, volvió a hablar, pero ya
la rabia había desaparecido o por lo menos la disimulaba. Dijo que era
increíble que se hubiera quedado sin vender ese número tan lindo, terminado
en tres. Que esos eran los que primero se vendían. Que posiblemente la
lotería terminaría en tres. Se calló un momento y comprendí que había
pensado que aquel podía ser el número premiado y que se alegraba de que, de
una manera tan inesperada, pudiera ganarse la lotería. Luego dijo que no
habría sido más sino gritar que tenía un terminado en tres para haberlo
vendido inmediatamente. Hizo una pausa y también comprendí que pensaba
que yo no tenía manera de saber que era un terminado en tres el que me
quedaba; pero yo sí sabía que era ese el número porque llevaba la cuenta de
todos los billetes que vendía para saber en qué número terminaban los que no
se habían vendido.
Por aquel día se disipó la borrasca, pero del día siguiente no pasaría.
Me desperté abotagado, con los sentidos embotados. Casi no puedo abrir
los ojos por el exceso de lagañas. Oí voces en el cuarto vecino y comprendí
que ya Floro y Josefa se habían levantado. Pensé que era tarde y
efectivamente lo era. Me puse en pie y me vestí de prisa sin cuidar de
bañarme la cara ni nada. No había ningún afán, nadie me estaba llamando,
pero sentí temor por haber dormido tanto. Hoy, a la distancia, comprendo que
todo eso era miedo a Floro. Cogí mi saco y me quedé quieto con él en la
mano. Alguien lo había cogido durante la noche, no me cabía la menor duda.
Un ciego sabe cómo deja sus cosas, no hay posibilidad de que se equivoque
en esto. Podría haber pasado un mes en cama sin vestirme, y sabría la forma
precisa en que había dejado colocadas mis ropas. Como un golpe me llegó la
idea: “Floro, el dinero, su furia, sería capaz de pegar”, y simultáneamente mi
mano tocó el sitio de las entretelas vacío. La sangre se me subió a la cabeza y
me lancé al cuarto de Floro con el ánimo de insultarlo y exigirle la
devolución del dinero.
—No sea abusivo, ¿por qué me esculca? —le grité desde la puerta.
—¡Y usted no sea ratero, ciego hijueputa! —me contestó Floro
amenazante, y mientras se dirigía hacia donde yo estaba.
—¿Conque se le perdían los billetes? ¿Qué se los llevaba el viento?
¿Qué si había billetes de un peso? Embustero, ladrón.
—¡Ese dinero es mío! Me lo he ganado. ¡Explotador, cabrón! —le grité
y simultáneamente sentí un violento bofetón en la cara. Me fui de medio lado
y alcancé a agarrarme de la puerta; de lo contrario, habría ido a parar al suelo.
Quedé atontado del golpe, y con la mejilla adormecida. Un diente se me
enterró en la carne y se formó una herida que me sangraba entre la boca.
Fracción de segundos. Todos estábamos quietos. Sentí que Floro estaba
enfrente de mí desafiante esperando que yo dijera algo más para golpearme
de nuevo, entonces levanté veloz el pie y lancé de frente una tremenda
patada. La carne del estómago cedió frente a mi zapato. Floro cayó lejos entre
un ruido de asientos, de la cama y la mesa de noche. Trató de decir algo pero
no pudo porque el resuello le faltaba. Doblado contra el suelo pujaba
queriendo hablar.
Josefa empezó a manotearme en la cara:
—¿Por qué le decís cabrón? ¿Será contigo con quien me acuesto? Ciego
sucio, marica. Malagradecido, eso es lo que eres.
No contesté nada. Estaba atontado todavía por el bofetón y en la espera
de que Floro se repusiera y se me fuera encima. Josefa no dejaba de
insultarme y cada vez parecía más furiosa: por último me gritó:
—¡Cabrón será tu taita! —y luego me propino un bofetón en el mismo
lado donde Floro me había golpeado.
—Déjamelo a mí, tú no te metas en estas vainas.
Empezó a golpearme por todas partes. Yo trataba de esconder la cara,
pero siempre recibía los golpes. Me defendía tirando puños y patadas pero la
mayoría caían al vacío. Por último me tambaleé un poco y caí. Floro se me
fue encima y siguió golpeándome: entonces grité a Matías:
—¡Matías, ven, ayúdame!
Oí que salía del cuarto posiblemente con algo en la mano y al mismo
tiempo que Josefa las cargaba contra él. No lo oí más y después él mismo me
contó que se había arrinconado muerto de miedo ante las amenazas de Josefa.
Nunca había recibido tantos golpes. Ya estaba atontado y Floro no se cansaba
de pegarme e insultar. Me seguía defendiendo y, aunque mis fuerzas eran
mayores, la falta de la vista me colocaba en una desventaja notoria ante
Floro. La nariz me sangraba. Por fin logré agarrarle alguna parte y principié a
apretar con todas mis fuerzas. Floro dejó de golpearme:
—¡Ay, ay, suélteme!
¡Ah, cobarde! Cómo gritaba como una mujer, después que se había
cebado en mí. Apreté más.
—¡Josefa, Josefa! alcánzame un cuchillo para matarlo, ¡pronto, pronto,
para matarlo! —gritaba con todas sus fuerzas.
Cobarde, miserable, no le bastaba ser hombre y tener sus ojos para
vencerme, para golpearme a su gusto, para cebarse encima de mí, ahora
quería un cuchillo, un arma, ayuda de alguien.
—¡Hijueputa cobarde! —le grité y apreté con todas mis fuerzas.
Floro no se defendió más, ni me golpeó más, ni pidió más armas; sólo se
quejaba adolorido. Entonces dejé de apretar, lo solté, me puse en pie y
busqué el platón para lavarme la cara y reponerme un poco.
Floro se puso en pie.
—Vámonos a desayunar a la tienda de la esquina; no quiero estar aquí
porque soy capaz de matar a este mierda —le dijo a Josefa.
Ambos salieron vociferando y lanzando con fuerza la puerta.
Matías se me acercó y me alcanzó un trapo para secarme la cara. No
decía nada. Tenía todavía esa mezcla de miedo y de vergüenza por haber sido
cobarde. Solícito me ayudaba pero no se atrevía a hablar, seguramente
tampoco era capaz de mirarme a la cara.
Después del baño me sentí mejor, claro que muy adolorido pero aliviado
por el agua. La rabia se me había quitado. Entonces nos pusimos con Matías
a buscar algo para comer, pero no había nada, ni un trozo de pan. Teníamos
que tomar alguna determinación. Ambos sabíamos eso, pero ninguno
hablaba. La idea estaba en la cabeza dando vueltas, pero ninguno se atrevía a
decirla. No podía seguir la vida así; tampoco teníamos ni un centavo. Había
que hacer algo. Por fin, no recuerdo quién habló, pero nos pusimos a hablar
de ello. Era insufrible, Floro era un cobarde explotador, solos nos iría mejor.
¿Pero cuándo nos iríamos? No habíamos pensado en eso, pero resolvimos
que sería de una vez, no dejarlo para otro día, porque no lo haríamos nunca.
Nos pusimos a reunir nuestras cosas y ropas para hacer jotos con ellas.
Callados, cada uno con el temor de dejar aquel lugar y lanzarse a la buena de
Dios por la calles.
Como una hora después, regresó Josefa sola. Ya teníamos todo listo y no
sé por qué no nos habíamos ido, Josefa empezó a trabajar en la hormilla, a
prender el fogón y a lavar las tazas y los platos.
—He traído el desayuno de ustedes y ya lo estoy preparando —dijo
indiferente.
—Pero nosotros nos vamos ya —dijo Matías.
—Eso sí es asunto de ustedes. Me parecen muy bobos. Floro es así, raro
a veces, pero es bueno y los quiere. Aquí les mandó a cada uno unos billetes
de lotería y me dijo que estaba arrepentido de lo que había pasado. Vainas del
mal genio. Debe de estar malo del estómago.
No contestamos nada, pero nos quedamos allí esperando el desayuno.
Como si estuviéramos de acuerdo, ninguno de los dos volvió a decir nada del
viaje; pusimos nuestros jotos a un lado de la mesa y nos pusimos a sorber el
chocolate caliente y a morder pan. Josefa rebullía trastos en el fogón. Matías
me dijo en voz baja:
—Nos tragaremos esto y nos vamos.
—Espera —le contesté.
—¿Cómo que espera? Te acaban de dar una muenda y piensas quedarte
aquí. Has perdido la vergüenza —replicó.
—Nos dimos por parejo. Él terminó por chillar y pedir ayuda. No jodas
con tanta vaina. Es mejor malo conocido que bueno por conocer. Tengo un
plan, pensémoslo mejor hoy.
Nos quedamos callados comiendo cada cual su trozo de pan. Josefa
producía un ruido conocido orinando en un vaso de noche.
Me puse a pensar: “Dios mío, pero, ¿por qué me he vuelto así? ¿Por qué
me voy a estar aquí agarrado a esta gente como si no tuviera más? Podría
volver a mi casa y seguramente ellos sentirían alegría de verme. Yo era más
violento antes, cuando estaba más pequeño; no he debido soltar a Floro sino
hacerlo gritar, apretar más, hundir las uñas hasta arrancarle todo de un tirón.
¿Acaso no soy un pobre ciego que está en desventaja con todo el mundo? Él
me golpeó primero cobardemente, porque no puedo ver cuándo me tiran los
puños para escaparlos; así que me estaba defendiendo en circunstancias
inferiores. ¿Y los tres pesos? ¿No son fruto de mi trabajo? Todo no puede ser
para tragar. Tal vez podemos huir esta tarde con la plata de los billetes, toda
completa. Sería un gran golpe, pero no podría vengarme de Floro. La
venganza debe ser algo que no se borre del recuerdo, algo que duela toda la
vida como el dolor de haber sido injustamente tratado, como la impotencia,
como la humillación. La muerte es tan rápida, que no alcanzan a sentir el
arrepentimiento, a saber que es una venganza. Sí, eso de malo tiene, pero en
cambio borra el dolor que la originó. No debiera quedarme aquí, sino
marcharme para otra parte, conforme lo dice Matías. Evitar estas vainas, pero
no puedo, no me decido, no me atrevo. Hay algo que me une, que me agarra.
A pesar de todo, me siento feliz y cómodo aquí. Josefa no es mala, a Floro sí
lo odio. Pero debiera irme y evitar. ¿Para qué, para qué me quedo aquí? No
tiene objeto”.
Era la verdad, debiera haberme ido de allí con Matías y formar tolda
aparte. Quizás el rumbo de mi vida habría sido diferente. Habría vagado por
las calles y plazas al lado del rayito de luz que entraba por el ojo de Matías,
como un miserable invertido, como un mendigo despreciable… Pero acaso,
¿qué he sido? Lo mismo y lo mismo habría sido de todas maneras y en
cualquier parte donde hubiera nacido. Pero me habría podido ir, debiera
haberme ido, por una sola vez huirle al problema, a la tragedia, al dolor; pero
no lo hice. Ya toda mi rabia se había escondido en mi corazón, ya había
logrado dominarme. Sólo quedaba refugiada en un rincón la fría venganza,
rejuvenecida, vigorizada, cada vez más consciente, más tenaz, más segura de
sí misma. Había cambiado mi temperamento violento, mi sangre caliente, por
la fría reflexión.
XIV

No se repitió una escena de violencia como la que he relatado, por lo menos


con las mismas razones, pero el orden de las cosas cambió. Floro súbitamente
resolvió no seguir el mismo procedimiento, no ponerse bravo, no reñir con
nosotros, sino sencillamente vigilarnos como se vigila a los empleados a
quienes no se les tiene confianza. Con esto bastaba y se evitaba molestias. En
adelante, entre él y Josefa ejercieron un completo control sobre nosotros.
Permanecían a cierta distancia espiando nuestros movimientos y se acercaban
frecuentemente a ver cómo iban las cosas. Daban vueltas alrededor de
nosotros como moscas. En esta forma evitarían que escondiéramos el dinero
y que tratáramos de huir. Eran algo así como nuestros carceleros. Debíamos
trabajar para ellos. Floro sabía que no me iría de su lado y que Matías estaría
donde yo estuviera. Creía que tenía miedo de perder su apoyo y su control,
que había nacido para vivir con él, trabajando para él, algo así como un perro
o un hijo tonto. Posiblemente imaginaba también que en el fondo yo le tenía
cariño y respeto, y no se figuraba que lo único que me tenía a su lado era el
deseo de vengarme. El día que cumpliera mi propósito me iría tranquilo y sin
temores.
No obstante la vigilancia, por las mañanas, muchas veces notábamos
que nuestras ropas habían sido esculcadas. Otras veces, cuando Josefa no
podía ayudar en la vigilancia o cuando Floro se quedaba en el cuarto
durmiendo por pereza o porque estaba enguayabado, cuando llegábamos por
la tarde, no tenía Floro el menor inconveniente en palparnos y esculcarnos
por todos los lados hasta quedar convencido de que no había escondido ni un
centavo. Sostenía que no ganábamos sino apenas lo que nos comíamos y lo
del arrendamiento. Cada cuatro días nos daba un paquete de cigarrillos y
siempre decía que esto era de su bolsillo porque nuestras utilidades eran
solamente para comer. De ropa, ni hablar, cada vez estábamos peor. Decía
que los pobres están divididos en dos grupos; que estos grupos se encuentran
en un punto desde el cual los que están primero luchan permanentemente por
superarse, vestirse bien, aun cuando no tengan dinero, elevarse a la posición
de los que están más arriba y derivar cada día mayores utilidades y conquistar
las ventajas de las altas esferas sociales. Los del segundo grupo parten de allí
mismo pero hacia abajo, cada vez más hondo, más miserables, más sucios,
más desgraciados, porque esto favorece a sus intereses. Los segundos deben
derivar su sustento de los primeros, ya sea por el robo o la misericordia,
porque los ricos están muy defendidos. La humanidad no perdona los
términos medios: quiere la miseria absoluta con sus porquerías, o la riqueza
absoluta con sus porquerías también. En estas condiciones, nosotros
debíamos estar cada vez peor vestidos, lo cual favorecía notoriamente el
negocio.
Cada vez Floro nos daba menos cantidad de billetes para la venta. Sus
negocios principiaron a ir mal. El genio se le puso irascible porque había
perdido el crédito con los que le suministraban los billetes. Todo lo achacaba
a la excesiva carga que constituíamos para él, pero en realidad era que bebía
mucho y los domingos se iba con Josefa a divertirse a las fondas.
Los primeros días los billetes se acabaron en la mañana y entonces Floro
nos indicó que el resto de la tarde pidiéramos limosna: que era bueno irnos
ejercitando en este oficio, porque al paso que íbamos, no se podría seguir
vendiendo lotería. Y así sucedió desde pocos días después.
Una mañana, Floro nos informó que no había definitivamente más
billetes, que solamente tenía algunos atrasados y que estaba tratando de
cambiarles bien la fecha para venderlos; pero que esto tendría que hacerlo él
personalmente en los cafetines poco alumbrados, y desde esa mañana, hace
ya muchos años, principió este curioso negocio en el cual cuanto más se
recibe más se odia, porque la caridad es la medida de la vanidad o de la
calidad de los pecados, cuando no es el fruto de la riqueza fácil.
Floro nos fue adiestrando como amaestran a sus monos los
saltimbanquis; por las mañanas, cuando la gente va de prisa para sus oficios o
en diligencias, cuando tienen el estómago lleno, era necesario gritarles, hacer
bulla, tocar alguna música, cantar algo lastimero para que lo vieran a uno,
porque de lo contrario no lo verían o tratarían de no verlo. Había gente a
quien era necesario hacerle sentir al limosnero por todos los sentidos: verlo,
oír sus gritos, oler su miseria, y si era necesario tocarlos para que volvieran a
mirar. A medio día, cuando la gente está con el estómago vacío y desesperada
por el hambre, debíamos permanecer callados con los pies estirados para
estorbar el paso de los que no quisieran vernos, con los brazos descolgados,
con la cabeza reclinada, adormecida, sobre el hombro, dando la idea completa
de debilitamiento, del hambre: si nos daban algo, levantar la mano
trabajosamente, y luego dejarla descolgar con desaliento. Así la gente, bajo la
acción del hambre del medio día, se acordaría del hambre ajena. Por las
tardes volver a cantar y a tocar algo. Repetir miles de veces: “¡Una limosna,
por el amor de Dios!” “Una limosna para el cieguito”. “Una migaja de pan”.
Y si daban algo: “Dios le dé su salud”. “La Virgen lo socorra”. Y en el
pensamiento, si la moneda fuera de poco valor: “Miserable, hambriento,
hijueputa: ojalá te quiebres una pata o te mueras de piojos”. Y si la moneda
fue de bastante valor: “Al fin diste algo hijueputa, ladrón, pero me tocó
gritarte todos los días, oírte, sentirte pasar irresoluto”. Ya en la tarde, cuando
la gente iba menos de prisa, pero rendida de la jornada diaria, con el frío de la
noche vecina colándose por sus ropas, era necesario aprender a tiritar, a
temblar de frío, a castañear los dientes, a que se erizara nuestro vello para que
aquel que algo tiene recuerde que el frío hiere a todo el mundo y más al
menesteroso y que no es solamente a él.
Floro nos enseñó cuanto pudo, a la medida de sus ideas; lo demás lo he
ido aprendiendo poco a poco en el oficio: quejarse uno adolorido mientras
con una mano se frota los riñones; gritar y desvanecerse en medio del espanto
y auxilio de la gente; simular todo un ataque de epilepsia con babaza y todo;
endurecer los dedos y templar la mano en forma que parezcan paralizados o
estirar una pierna para aparecer cojo o permanecer todo un día así; hacer
preparar una llaga y acondicionarla sobre la pierna; espulgarse en la calle y
matar piojos inexistentes. Todo, todo esto es necesario aprender en esta
complicada profesión de mendigo. Cualquier otro oficio es menos pesado que
este, en el cual la tensión nerviosa es permanente. Se termina la tarde con la
garganta seca de pedir, con los músculos dormidos y adoloridos de estar toda
una tarde o un día en una misma posición. Hay que recurrir a todos los
inventos del engaño, de la farsa para llegar al corazón de la gente, estar alerta
para lanzar el dardo en el momento preciso. Aprender que el que regala
quiere ver a su mendigo siempre en la misma posición, cada vez más
inválido, cada vez más débil, cada vez más sucio y miserable, para sentir la
satisfacción de que se hace la caridad a quien la necesita y que no se ha sido
engañado. No hay nada que ofenda más al que tiene algo y que por tanto cree
que es más vivo que todo el mundo, que descubrir que su ciego no es ciego, o
que su paralítico camina mejor que él, o que la llaga de su pobre es postiza, o
que el epiléptico no lo es. Ningún oficio tan complicado y que necesite más
recursos que este de mendigo. Cuántas veces oye uno que unos pasos ligeros
se aproximan, que disminuye la velocidad cuando descubren al mendigo, que
se paran frente irresolutos, que siguen unos pasos no bien convencidos de
hacer la caridad. En este momento preciso en cuando hay que redoblar los
quejidos y exagerar la debilidad, hacer más notoria la invalidez, rascar la
llaga, para que el irresoluto se resuelva. Muchos se deciden y se acercan con
una moneda y la echan en la tacilla; otros caminan unos pasos todavía
dudosos, oye uno que se meten la mano al bolsillo, se acercan, se esculcan y
se alejan rápido sin echar limosna. “¡Ah, malditos aquellos que dudan o que
su avaricia no dejan que su caridad venza, o que no se dejan engañar, o que
no tienen pecados gordos para lavarlos con las limosnas o que no sienten la
certidumbre de que aquella limosna les puede traer el bien o ganarles el
cielo!”.
Matías resultó muy hábil para los instrumentos musicales y para cantar.
Tenía disposición. Yo lo oía desde las dos cuadras que casi siempre nos
separaban durante el día. Distinguía —entre el ruido de los vehículos y el
bullicio de la gente— su canto de canciones populares o melodramáticas en
tono lánguido y cansado, acompañado del tiple, la dulzaina y la maraca. Todo
lo hacía al tiempo con maestría dudosa, pero lo hacía. Cesaba el sonido de la
dulzaina y tomaba el aliento y principiaba su voz doliente; terminaba el canto
y se repetía el sonido melancólico de la dulzaina.
Sus padres lo buscaron dos o tres veces e insistieron para que regresara a
su casa donde tenía de todo, en vez de estar por las calles de mendigo; pero él
no quiso volver a su lado. Prefería la miseria en que vivíamos, las
humillaciones de Floro, su explotación, el odio que crecía en su interior
contra Floro, y todo se lo tragaba sólo para estar a mi lado. Cuánto me ha
querido, cuánta pasión ha sentido por mí. Pobrecita criatura sin definición.
Yo también lo he querido mucho, y si bien a veces no encontraba en mi
interior, de manera clara, el afecto hacia él, sé que para defenderlo, para
evitarle un mal, me habría hecho matar.
Yo, en cambio, no aprendí nada. Mi antigua disposición para la flauta
había desaparecido por completo. De canto, ni hablar. Mil veces ensayé, no
tanto por el deseo de hacerlo, como porque Floro me forzaba para que
aprendiera algo de esto que daba muy buenos resultados para pedir limosna;
pero fue inútil porque no tenía ni facilidades ni voluntad para hacerlo. Me
pasaba los días enteros quieto, estirado en el andén, con las espaldas contra
un muro frío de cualquier edificio, con la mano estirada. Siempre callado, sin
lloriquear, ni hacer ruidos. Mi boca no se abría sino para pedir unas cuantas
veces al día: “Una limosna”. Todas esas otras frases que me había enseñado
Floro me parecían humillantes y largas. No daba las gracias cuando me
tiraban la limosna porque sentía rabia al hacerlo, y los resultados de este
sistema eran buenos. Por las tardes, al contar el dinero recogido en el día,
siempre resultaba más cantidad que la de Matías, pese a que él cantaba y
tocaba. Mucha gente quiere hacer la caridad, pero no oír las odiosas palabras
con que el mendigo da las gracias. Hacer la caridad sin fastidiarse, ni
mortificarse, sin oír las falsas palabras o deseos del ciego o del paralítico.
Esto fue al comienzo; después me principió a aburrir y tuve que aprender
trucos, fingir y volverme comediante.
Aprendí a conocer y a distinguir a mucha gente, que poco a poco se me
fue haciendo familiar. El taconeo seguido y menudo de una señorita que me
daba limosna todas las mañanas. Posiblemente salía de la misa y llegaba
presurosa a su oficina que quedaba en el edificio al pie del cual me arrimaba
para mendigar. Su voz suave y de mujer de más de cuarenta años siempre me
dijo lo mismo: “Toma, cieguito”. Seguramente era una solterona, que pagaba
sus malos pensamientos con limosna. El borracho que salía todas las mañanas
del café de la esquina con su tufo aguardentoso, con su caminar vacilante:
“Tomá, carajo, para que te metás un trago y rogués para que Dios siga
protegiendo a sus borrachos”. Siempre me decía lo mismo. Me hubiera
gustado ser como ese hombre o por lo menos haberme podido meter dentro
de él y saber qué hacía, cómo vivía, cómo ganaba para vivir, por qué bebía
tanto. La vieja de enaguas largas cuyo ruido contra las piernas distinguía
desde la esquina. Pasaba todas las mañanas. En su fatiga, en su voz jadeante,
en su modo de pujar, sabía que llevaba un canasto o un bulto, posiblemente
con sus vituallas para el mercado o con frutas para venderlas en las esquinas.
No sé. “Buenos días, cieguito; de regreso te doy algo. Ruega para que me
vaya bien hoy”. Regresaba ya casi en la noche y siempre me dejaba la
moneda que me había prometido en la mañana. Y así miles. Todo el mundo
igual, matemático, a la misma hora, por el mismo andén, con la misma
velocidad, con el mismo taconeo, con el mismo carraspear. Así desde que
nacen hasta que mueren, como piezas de una máquina, como autómatas.
Cuando me dediqué a pedir limosna en forma definitiva porque Floro no
volvió a tener billetes de lotería o los cogía para venderlos él, un día oí que se
acercaba alguien con un caminado que me era familiar. El corazón se puso a
saltar dentro de mí. “Tiene que ser él. No puede ser otra persona”, pensé
emocionado. Cuántos recuerdos se precipitaron sobre mí en ese momento.
Detalles de cuando era pequeñito, de la casa de mis padres, de mis hermanos,
de sus juegos, de todo ese pequeño mundo imborrable de mi infancia. No oí
nada a mí alrededor, aparte de esos pasos conocidos que se acercaban. Luego
se hicieron vacilantes y por un segundo se callaron. Posiblemente se detuvo
para mirar y cerciorarse de que a los lados no había mucha gente o algún
conocido. Por último se acercó:
—Toti, mijo —me dijo en voz baja, seguramente para que nadie más
sino yo oyera, mientras me cogía por el brazo con un temblar de emoción en
sus dedos—, vamos por allí que quiero hablar contigo.
Me puse en pie veloz como un caucho.
—¡Papá, eres tú…!, eres…
—Sí, sí —me cortó en el acto—. No grites tanto.
Si no me hubiera contestado así tan cortante, me le hubiera lanzado a los
brazos y habría llorado un poco porque sentía necesidad de hacerlo. Hubiera
vuelto con ellos, si no definitivamente, por lo menos para oír a mi madre y a
mis hermanos, para palpar las paredes y las puertas de mi casa, para recorrer
la cocinilla y el pequeño patio, para tocar las canales del agua y meter las
manos en la alberca de agua helada, pero no pude. Su sí cortante y rápido que
me pedía que no hablara en voz alta para que nadie se diera cuenta de que era
mi padre, me secó los ojos y me enfrió el corazón. No respondí.
Principiamos a caminar. Él adelante y yo detrás guiado de su mano,
como cualquier persona a un ciego, sin hablarme. Sólo un pequeño temblor
en sus manos. Me llevó a la vecindad, a un lote que servía de parqueadero de
automóviles, y me dijo:
—Oye, Toti, no tienes para qué seguir pidiendo limosna. Vuelve a la
casa. Qué dirá la gente que lo conoce a uno y que te ve en estas.
—Estoy bien así solo. No quiero volver a la casa. Allí hago estorbo y
sirvo de descrédito a la familia.
Mi padre insistió de muchas maneras para que regresara. Me contó que
los negocios iban muy bien y que próximamente se irían para una casa mejor
y más grande; que mamá quería verme y que lloraba mucho por mí; que
todos me querían. Fue inútil, yo no quise volver con ellos. No argumenté
nada más: sencillamente no quería. Mi padre parecía mortificado y furioso
conmigo. Por fin resolvió marcharse y no me rogó más.
—Está bien, si no quieres vivir con nosotros, es cosa tuya. Tomá —y me
metió en el bolsillo un billete.
Decidió alejarse, dejándome en el solar de parqueaderos. Entonces le
grité:
—¡Papá!, ¡papá…!
—Volvió a acercarse:
—A ver, ¿qué quieres?
—Llévame a donde estaba —le dije.
Me cogió de la mano y volvimos a donde estaba. Por el camino sentía el
bultico que formaba en el bolsillo el billete que mi padre había deslizado allí.
“¿Para qué este dinero? Esta noche me lo quitará Floro, pasó por mí mente
como una ráfaga y cuando llegamos al sitio de partida, metí la mano veloz y
sacándolo se lo alargué:
—Cómprale con este dinero unos aretes a Matilde —le dije.
—No, eso es para ti, que te hace falta. Aquí tengo para comprarle los
aretes.
—No necesito nada, cómpraselos con este dinero —insistí.
—Cómo, ¿no necesitas dinero? Preguntó sorprendido mi padre.
—No —contesté secamente y me senté en el sitio donde todavía estaba
el calor de mi cuerpo.
Se alejó. Oí hasta cuando se perdieron en la distancia sus pasos
conocidos, amados. Esos pasos que me hacían tan feliz, cuando era
pequeñito. No los he vuelto a oír nunca. No sé qué será de su vida.
Posiblemente muchas veces me había visto vendiendo billetes de la lotería y
le parecía que eso no estaba mal, pero cuando me vio pidiendo limosna no
pudo resistir y trató de llevarme a la casa. Hizo lo que pudo, aun cuando yo
constituyera un estorbo en la familia. Si no acepté, mejor para ellos. Había
cumplido con su deber y esto le servía de alivio. Muchas veces he sentido
nostalgia de ellos, pesar de no haber accedido a la insistencia de mi padre,
pero han sido segundos, minutos. En general, no me han hecho falta. A veces
he oído a lo lejos, en la calle, pasos, voces, risas que me los recuerdan y me
hacen poner la carne de gallina y saltar el corazón. Es alguno de mi casa que
ha pasado por la esquina. Seguro que me ha mirado desde lejos de soslayo
para que sus amigos no se den cuenta. Cuántas veces no esquivarían pasar
por mi lado, buscarían otra calle o se devolverían. Cuántas otras no echarían
una moneda en mi tacilla, sin mirarme, sin hablar. Sí, sí; así debe haber
pasado muchas veces.
Seguí al lado de Floro aguantando sus esculques diarios sin hacer
oposición. No volvimos a pelear, pero tenía que someterme a entregarle la
totalidad del dinero que recogía. Él me vigilaba o me hacía vigilar de Josefa.
Como no había el control de los billetes de lotería, habría podido esconder
dinero; pero, por esa misma razón, ellos cuidaban más y hacían más severas
sus requisas a mis vestidos. De vez en cuando llegaban con un traje viejo que
les habían regalado y decían que lo habían comprado. Nunca alcanzaba el
dinero que ganaba para nada diferente de comer y pagar mi rincón en la
pieza. Eso decía Floro; pero, en cambio, él bebía con frecuencia y paseaba los
domingos. También con nosotros bebía algunas veces, pero eran pocas.
Parecía que todas nuestras rencillas se hubieran olvidado. Hacía mucho
tiempo que no pensaba en mi venganza y que mansamente trabajaba para
Floro. Él volvió a ser afable, mientras no hubiera de por medio un centavo, y
sin dejar de vigilarnos y requisar nuestras ropas; pero un día Matías me dijo:
—Bueno, Toti, ¿vamos a quedarnos toda la vida al lado de esta gente?
¿A trabajar para ellos hasta que estemos viejos?
Todo en mi interior dio un vuelco. El odio y el deseo de venganza que
estaban apenas dormidos se despertaron. Comprendí que era un imbécil;
recordé que el cosquilleo de las pasiones era lo único que me hacía feliz; que
había dejado enfriar en mí el deseo de la revancha y que por eso mi vida se
había vuelto larvaria.
—No, no puede ser, hay que hacer algo —le contesté casi a gritos.
Desde aquel mismo día escondía entre mis ropas, en la cabecera de mi
colchón, el cuchillo más filudo que tenía Josefa para la cocina. Ella haría un
escándalo cuando no lo encontrara, pero yo permanecería como una tumba.
XV

Cuando Floro me rebulló con el pie por las nalgas para que me levantara con
su acostumbrado: “Es tarde, la plata no viene a buscarte a la cama, es
necesario salir a buscarla”, le contesté apenas levantando la cabeza:
—Hoy no puedo salir, me siento enfermo.
Era verdad, me sentía enfermo desde hacías días. Cansancio, dolor en
los huesos, escalofríos. Muchas veces había sentido lo mismo, pero entonces
no era tan fuerte y ese estado de malestar favorecía notoriamente el negocio.
Me quedaba en la calle contra el muro de granito de algún edificio,
tembloroso con los dientes castañeando, y mi platillo se llenaba de monedas.
Así había pasado el día anterior; pero era tal mi malestar, que no aguanté y
recorrí las calles solo hasta llegar a nuestro cuartucho.
Era la primera vez que recorría por mi cuenta el camino de nuestra
vivienda y demoré casi el doble del tiempo usual; pero qué cantidad de
sensaciones agradables las que iba sintiendo a medida que encontraba esas
señas que yo había almacenado para cuando me tocara esta experiencia: una
pared de ladrillo de determinada esquina, otra pañetada, un andén alto, uno
bajito, un trayecto pavimentado, otro de ladrillo, o de piedra; un ladrillo que
se asomaba por la esquina de una construcción; una esquina donde había un
reloj cuyo tic-tac me era familiar; la tienda del zapatero con su continuo
martillar, la carpintería con su olor a cola y el ruido del cepillo deslizándose
sobre la madera; la tienda donde había ido algunas veces y de donde se
escapaba un perfume a fritanga. Todo, lo conocía de memoria y aquel día
tuve el gusto de irlos encontrando en mi camino, lleno de alegría, como
cuando se encuentra un objeto que parecía perdido para siempre, o una
persona a quien se ama y no hemos vuelto a oír. Acariciaba mis pequeñas
señas, esos mojones que estaban colocados en el mapa que tenía en la cabeza
del camino a nuestra casa. Muchas veces en mitad de la cuadra me asaltaba la
idea de que no iba por donde era; me devolvía unos pasos y luego seguía
decidido hasta la esquina; despejaría mis dudas, buscaría las señas y,
evidentemente, allí estaba el huequito en la pared, la ventana arrodillada, la
cañería del acueducto destapada, la cornisa del zócalo; descubría de pronto el
golpear del carpintero, o me llegaba el olor de una fábrica de jabón de tierra.
No tenía cómo perderme.
He aprendido a amar a mi ciudad como ninguna otra persona puede
hacerlo: con el tacto, con caricias, recorriendo con mis manos las arrugas de
las paredes, los detalles de las puertas, los muros de los edificios, las verjas
de complicada filigrana de las quintas, la corteza brusca de los árboles.
Conozco los ruidos familiares que se repiten todos los días y descubro desde
cuadras antes los olores de las casas, de los árboles, del taller de herrería, de
la tienda en donde hacen crispetas y melocotadas y se consigue el carbón, el
alpiste y el achiote, de la taberna donde venden licores. Conozco mi ciudad
mejor que los que ven, porque la mayoría de veces ellos ven sin ver, oyen sin
oír y huelen sin oler. Les presentan una persona y al otro día no la recuerdan,
porque son autómatas que alargan la mano, que abren los labios, que sonríen,
que repiten durante cincuenta u ochenta años las mismas frases.
Cuando llegué, Josefa estaba sentada sobre un cajón, en la puerta,
remendando en compañía de una muchachona vecina. Las oí conversar desde
la esquina. No alcanzaba a distinguir qué hablaban, pero la voz de Josefa,
chillona y penetrante, la distinguiría en una manifestación. La otra voz no me
era familiar.
Josefa me vio cuando llegaba y corrió a mi encuentro para ayudarme. La
otra siguió sentada.
Entramos los tres en tropel al cuarto. Me sentía verdaderamente enfermo
y cansado y tenía escalofríos.
—¿Por qué no esperaste a Floro? Es todavía muy temprano, apenas son
las cinco.
—Me siento enfermo. Hace días que se lo repito, pero no lo cree.
Primero está el negocio. No importa matar a la gallina de los huevos de oro.
—No seas flojo. Tú eres todo un hombre…, súbitamente se calló, como
a quien se le ocurre algo, y luego dijo:
—No te había presentado a mi amiga Rosa María —y como para
ilustrarme respecto a ella:
—Vive aquí mismo en el pasaje, no tiene sino quince años, es una buena
amiga y…, vieras que cuerpecito, ya se lo quisieran muchas muchachas
empingorotadas.
Nos saludamos con las frases corrientes. Me gustó su voz. Josefa volvió
a hablar:
—Acércate a Rosa María, conversen, sean buenos amigos, hacen buena
pareja.
Obedecí. Sentí su presencia muy cerca de mí. Su resuello suave, que ella
misma ni sabía que existía, yo lo oía. Su olor a mezcla de mujer y trastos de
cocina e ingredientes de comidas, se metía suave y continuo por mis narices.
Me sentía enfermo. Quería que me dejaran entrar a mi cuarto para acostarme.
No tenía apetito, sino cansancio y dolor en los huesos. Estuve un rato en
silencio al pie de Rosa María. Ella reía y hablaba algo con Josefa.
Un ciego puede tocar todo lo que quiera porque su mundo es el tacto;
entonces estiré mi mano para palpar a Rosa María, para cerciorarme por mis
propias manos de la descripción de Josefa. Hasta ahora tenía una idea a
medias de ella; necesitaba complementarla. Mi mano encontró una manotada
de carne apretada. La recorrí un poco.
—No me toque, no me gusta —dijo enérgica y me quitó la mano.
—Déjalo —dijo Josefa—, ¿no ves que es ciego? Eso no tiene nada,
quiere conocerte.
Volví a poner mi mano en el montecillo de carne, apreté un poco y pasé
al otro.
—Puede ser ciego o lo que sea, pero es un hombre y no me gusta que me
toquen ahí —dijo Rosa María, y dándome un empujón salió del cuarto sin
despedirse.
—¿Se ha disgustado? —pregunté a Josefa.
—Claro, ¿no ves que le estabas cogiendo las tetas? A esa edad los
pechos son como el trompo de poner, que recibe todos los golpes y sin
embargo es lo más sensible y más débil; después que uno suelte eso, suelta lo
demás; allí se sienten todas las ganas.
Me senté un momento en la cama de Josefa y hubo un corto silencio que
llené de recuerdos. Mi casa, mis padres, mi hermana Matilde que se metía por
mi tacto y llegaba a mi cabeza o salía de mi cabeza y llegaba a mi tacto.
Sentía en la yema de los dedos su cuerpo. Recordé a Matías y sentí asco.
Ahora estaba, a más de enfermo, triste.
Josefa se acercó:
—¿Qué tal te fue hoy? ¿Estaban misericordiosos los ricos?
—Muy bien. Así enfermo uno, el papel es más completo. A la gente le
da terror ver a un enfermo y dan limosna para que Dios los libre de los males,
así el pordiosero reviente. Darían cualquier cosa porque todas las plagas
cayeran sobre el limosnero con tal de librarse ellos de un rasguño.
—Muestra a ver cuánto hiciste hoy —dijo Josefa decidida.
Metí la mano en mi bolsillo y de una sola manotada saqué todas las
monedas y se las alcancé.
Empezó a contar, primero en voz alta y luego para ella sola, pero yo
seguí la cuenta por el ruidillo de las monedas, cuatro con cincuenta y cinco,
cuatro sesenta y cinco, cuatro setenta, y así hasta seis con veinte. Luego oí
cuando ella separaba unas monedas y las echaba en el bolsillo de su delantal
y esto lo confirmé cuando me entregó el saldo y noté a las claras que sobraba
campo en mi mano y que el peso era inferior.
Me di cuenta de que se había robado uno o dos pesos, pero me hice el
bobo y no dije nada. Sentí la inmensa alegría de que por lo menos ella, ya que
yo no podía, le robara a Floro. Comprendí que desde aquel momento sería mi
aliada, que le tenía las cuerdas cogidas, que conseguiría de ella todo lo que
quisiera. Los dos, de acuerdo, podríamos guardar mucho dinero y cualquier
día, inclusive, irnos.
—Estoy enfermo, me voy a acostar de una vez —dije mientras me
encaminaba a mi cuarto.
—Sí, sí, acuéstate temprano, Toti; yo te llevaré tu comida a la cama y te
haré un buen sudorífico. Ya verás cómo mañana amanecerás al hilo.
Estaba alegre, se notaba a leguas; Floro no le daba nunca un centavo y la
tenía más sometida que a nosotros porque, a más de aguantarle sus malos
genios, sus gritos, sus puñetazos y de no recibir sino apenas lo necesario para
medio comer, tenía que acostarse con él. No sé si para ella esta era la única
compensación.
Me escurrí entre las cobijas, optimista. Seguía enfermo pero ahora
estaba alegre.
—¡Eso son mañas tuyas, levántate y a trabajar! ¡El que no trabaja no
come! —gritó Floro cuando le dije que no podía salir aquel día porque estaba
enfermo.
Todo se revolvía en mi interior. “Miserable, bandido. No tengo derecho
ni a enfermarme. Todos los días más y más plata”.
—No importa, carajo, no trago; pero no salgo a trabajar hoy porque
estoy enfermo.
—Deja la pereza, hombre —dijo Floro de mejor manera, mientras me
cogía por un brazo y trataba de ponerme en pie.
—No es pereza, es que estoy enfermo. ¿No tengo derecho a
enfermarme?
—Pues el que no trabaja no come hoy, ya lo sabe. Yo no soy el taita de
ustedes para mantenerlos.
Josefa intervino:
—Hombre, no seas terco, Toti está enfermo, tiene fiebre, yo lo toqué
anoche. ¿Cómo quieres que salga hoy?
—Ajá. ¿También usted? No se meta en lo que no le importa. Yo manejo
a estos carajos, a usted la tengo para hacer la comida y para abrir las piernas,
no para que me enseñe qué debo hacer.
Se trabaron en una discusión como todas, llena de palabrotas, de gritos,
de ruido de trastos y latas. Le grité lleno de furia:
—¡Pícaro, ladrón, cabrón!, —y otras cosas, pero él estaba entretenido en
la pelea con Josefa y no oyó. Luego oí bofetones y alguien que rodaba por el
suelo. Floro salió del cuarto gritándole:
—¡Puta, malagradecida! —y Josefa quedó lloriqueando en un rincón.
Me froté las manos entre las cobijas, alegre. Josefa sería mi aliada, no
cabía la menor duda. De ahora en adelante convenía que Floro la tratara cada
vez peor, que la golpeara todos los días, que le diera menos dinero. Tenía que
aprovecharla cuando estuviera ofendida, no importaba que por la noche el
traqueteo de su cama me anunciara que todas las diferencias y peleas habían
sido zanjadas.
Josefa dejó de llorar y se puso a hacer sus oficios. Floro regresó un rato
después. Entró sin decir nada, llamó a Matías y salió nuevamente con él.
Todo quedó en paz, no se oía sino el ruido de Josefa arreglando el
cuarto. Me dormí nuevamente con un sueño profundo. Qué delicia que era
estar entre las cobijas a esas horas en las cuales siempre estaba ya sentado en
los andenes con la mano estirada esperando una limosna.
Josefa me despertó como dos horas después.
—Ya es casi medio día y no has desayunado, Toti —me dijo, mientras
me ponía el plato entre las manos.
Me senté en la cama y principié a comer con buen apetito. Me sentía
completamente sano y optimista. Nada de escalofríos, nada de fiebre. Estaba
muy bien.
—Te agradezco la defensa que me hiciste esta mañana con Floro. Me
sentía muy malo, creí que no podía ir a trabajar; sin embargo, ahora estoy
mejor.
—No importa, quédate aquí, me harás compañía, me jarto siempre sola.
Floro es un desconsiderado con ustedes.
—Sí, un zángano que quiere vivir a costillas de uno, y no solamente eso
sino un cobarde que les pega a las mujeres. Esta mañana te golpeó, ¿no es
cierto?
—Sí.
—No tienes por qué dejarte. Si yo viera, la cosa sería diferente —me
quedé callado un momento y ella también.
—Cobardón. ¿Recuerdas cómo chillaba aquel día que lo agarré por
donde sabemos?
—Así son todos con la mujer, con la que les cocina y les ve la ropa,
machos, atrevidos, entrenan sus trompadas y sus bofetones, pero por la calle
sacan el culo en la primera oportunidad.
Salí al sol y me senté en un cajón. Josefa se quedó adentro haciendo
oficio. Los chiquillos jugaban en el pasaje. De todas las puertas salían olores
a comida. El zapatero canturreaba y de la parte baja de la ciudad subía un
rumor de bocinas, de golpes, de tranvías. Me estuve allí hasta cuando el sol
calentó mis huesos y sentí sed; entonces entré nuevamente al cuarto y le dije
a Josefa:
—Deja de hacer tanto oficio. Hagamos de cuenta que este es un día de
fiesta. Vamos a la tienda y tomamos cerveza.
—Pero, ¿con qué plata? ¿Tú tienes algo?
—No.
—¿Entonces?
—Tú tienes como dos pesos. Ayer los retiraste de lo que recogí en el
día.
—¡Mientes! —gritó enfurecida.
—No te calientes, yo estoy de tu parte. Por mi boca no lo sabrá Floro.
Yo oí cuando cogiste las monedas y cuando las echaste en el bolsillo del
delantal: después me di cuenta que las escondiste en la caja del bicarbonato y
que la pusiste en la repisa.
—Josefa no contestó nada. Quedó cortada, sin saber qué decir. Volví a
hablar:
—Por mí no te preocupes. Siento más gusto en que la plata quede en tus
manos que en las de Floro. Podríamos todos los días esconder algo para entre
los dos.
Tampoco contestó nada. Seguramente sostenía una lucha interior entre
reconocer que era cierto o buscar alguna disculpa, una mentira que me dejara
plantado. Proseguí:
—Fíjate cómo te golpeó esta mañana. Es un bellaco.
La oí que se encaminaba a la repisa y sacaba las monedas. Luego las
echó en el bolsillo y acercándoseme dijo:
—Vamos, pareces un espía, todo lo sabes. Me figuro que no puedo
rascarme sin que te des cuenta.
Reí de buena gana. Era hombre importante y de cuidado. No se me
escapaba nada. Cerramos la puerta y cogimos calle abajo. Ella se había
puesto el sobretodo. Callábamos, pero Josefa estaba de buen humor. Eso se
sabe en la manera como camina uno, como resuella, como bambolea los
brazos.
Entramos en la tienda, bajamos los tres escalones y nos sentamos en un
banco, en un rincón, uno cerca del otro.
—Denos una cerveza en dos vasos —dijo Josefa.
Bebí de un solo viaje. Estaba seco. Josefa pidió otra. Prendí un cigarrillo
y ofrecí a Josefa. Ella no quiso la primera vez, pero cuando ya había bebido
la segunda cerveza, aceptó. Nunca la había sentido fumando, pero aquel día
estaba alegre y se puso a chupar. Quién sabe cómo lo haría; en todo caso,
carraspeaba y tosía con frecuencia.
Principió a hablar mucho y me contó cómo se había ido a vivir con
Floro, los malos tratos que yo conocía, en donde vivía su familia, cómo Floro
permanecía enfurecido porque no quedaba embarazada; pero ella sabía que
era culpa de él porque a ella, cuando estaba en el campo con sus padres,
mucho antes de conocer a Floro y de venir a la ciudad, la había preñado un
primo, pero había abortado. Me rogó que no fuera por ningún motivo a contar
esas cosas a Floro porque sería capaz de matarla. Ella le tenía mucho miedo y
conocía hasta dónde podía llegar.
Hablaba como una cotorra y pedía cerveza cada vez que terminaba una.
Yo conversé poco porque no tenía de qué hablar, pero cuando lo hacía era
para sembrar la cizaña entre ella y Floro. Estaba efusiva, me apretaba los
brazos, me daba empujones, se reía y me echaba saliva en la cara.
Mi oscuridad se llenaba de recuerdos que aparecían como meteoros y
desparecían antes que yo lograra saborearlos: mi casa, Matilde, la primera
vez que bebí con Floro en la tienda de sus padres, el Instituto, Matías, la vez
que bebimos y peleamos en una tienda vecina en donde estábamos. Minutos,
horas enteras que no escuchaba la voz de Josefa, o que la oía sin oírla. Metido
en mí oscuridad tratando de aprisionar las ideas, de concretar algo, de asirme
a algo.
Josefa canturreaba, con voz chillona y destemplada, tonadas de su tierra,
cuando yo volví a darme cuenta en dónde estaba.
—¿Qué hora es? —le pregunté, y la tendera respondió desde detrás del
mostrador:
—Las cuatro.
—Vámonos, vámonos dijo angustiada—. Con razón que tengo tanta
hambre. Esta hora y sin hacer el almuerzo. Floro debe haber venido y Matías
se debió de quedar esperando la sopa.
Alegó con la dueña de la tienda por la cuenta, pero por fin dio los pesos
y quedó en que al día siguiente le llevaría el resto. Yo la esperaba en la puerta
orinando contra un poste. Nos cogimos del brazo y bamboleándonos, bien
apretados, caminamos hacia nuestro cuarto.
—Floro no ha venido, o por lo menos no se nota que haya estado —dijo
alegre Josefa.
Cerró la puerta cuando entramos, cosa que casi nunca hacía. El fogón
estaba apagado. Nos quedamos un rato en silencio uno enfrente del otro.
Cada uno sabía qué era lo que quería, pero sin decirlo, ni tomar la iniciativa.
Por fin ella habló:
—Me siento borracha y aquí no hay nada para tragar. No tengo ánimo
para ponerme a prender el fogón. Ahora saldremos a comer pan y chorizos y
meternos otras cervezas por allí —dijo mientras se estiraba en su cama.
Me senté en la orilla y principié a acariciarla. No dijo nada, pero cuando
traté de besarla hizo resistencia y no se dejó. Aquella carne era más floja que
la de Matilde, pero no importaba; al fin y al cabo también era mujer. Traté de
forzarla, pero nuevamente me rechazó con las manos, sin hablar. Me
enderecé y desistí de mi intento. Oía su resuello agitado.
Se metió un amado silencio entre los dos. Cada uno por su cuenta. Un
silencio de aquellos que se pueblan de voluptuosidades, de maneras, de
posibilidades, de composiciones de lugar, de deseos que excitan la carne. Un
silencio de aquellos que ablandan toda resistencia a base de imaginación, que
tienen más poder que todos los argumentos, que todas las palabras, que todas
las lágrimas, que todos los ruegos. Un silencio de aquellos que de un
momento a otro juntan la mano esquiva a la mano ardorosa, que hacen que la
boca que no hemos podido lograr, busque la nuestra.
Su mano buscó mi mano y su boca buscó mi boca. Pero solamente esto.
Ella hizo todo lo que quiso conmigo, pero no dejó que yo hiciera todo lo que
hubiera querido hacer con ella.
—Eso no puedo hacerlo. Yo vivo con Floro y quiero serle fiel.
—Él no lo sabrá nunca, no seas boba.
—No importa, de golpe lo sabe. Ponerle los cuernos, eso no. No quiero.
Ella trabajó muy bien, pero yo quedé lleno de amargura, de rabia
contenida, de deseos insatisfechos, de vergüenza. Me provocaba golpearla,
insultarla, decirle que era una corrompida, que ella era quien no podía dar
hijos porque era una machorra, que era una puta; pero no dije nada. Arreglé
mis ropas y me puse en pie. Ella siguió acostada en la cama.
—Tú no debías buscar mujeres —me dijo ofensiva.
—¿Por qué, no soy un hombre como todos?
—Sí, pero eres marica.
—¡Mientes! —le grité enfurecido. Pensaba írmele encima y golpearla,
pero me trancó:
—No te calientes, la mitad de los hombres son así y la otra mitad
quisieran serlo o por lo menos ensayar.
Guardé silencio, conteniendo mi rabia y Josefa prosiguió:
—¿Ahora dirás que no haces tus porquerías con Matías?
—Nooo… —traté de negar, pero no pude y ella volvió a decir:
—No puedes decir que no, yo los oigo todas las noches y también los he
visto.
Que lucha interior la que sostuve en aquel momento. Muchas veces me
había hecho la reflexión de que esto no tenía nada, que a un ciego no se le
puede negar nada. Que las cosas que le cuadraban bien eran aquellas que los
hombres timoratos llaman pecados, aquellas que producen sensaciones
agradables, el sadismo, las aberraciones. Lo que llegara a su alcance. Que
además el hombre en su intimidad, no es tan honesto y santo como lo pregona
a los cuatro vientos. Luego todo estaba justificado en mí.
Estaba atontado con tantas ideas. Sentí que el calor de la vergüenza
afloraba en mí y no pude negarlo:
—Sí, es cierto; pero, ¿cómo piensas que un ciego consiga una mujer que
lo quiera y que se acomode a vivir con él?
Josefa debió sonreír, como quien dice: “qué ciego tan tonto”.
—Muy fácil, buscándola. Hay por montones. Casi todas necesitan su
hombre.
—A un ciego le es casi imposible encontrarlas —dije desconsolado—.
Además, entre tanto hombre, pocas son las que se deciden por una persona
como yo.
—No seas bobo —me dijo golpeándome en la espalda—; eso no
importa. Todas las mujeres necesitan uno, pero no todo el hombre: sólo una
parte de él y, es tal la necesidad, que se aguantan el resto que no es más sino
malos genios, malos tratos, poca plata, bofetones, y eso sin contar con los que
son bien feos, mancos, sin una oreja, con la jeta hedionda, con granos, con
eczemas, con males, tuertos. Tú apenas eres ciego y por lo demás estás muy
bien.
—Todo te parece fácil —le contesté—, pero cuando se es ciego, es
diferente. No tengo oportunidades. Ahí no más te puedes dar cuenta: trato de
conseguir que tú te acuestes conmigo, tú, que eres la única mujer que tengo a
mi alcance y que me gustas, que vives en el mismo cuarto, y no te dejas;
parece que me odiaras.
—No, eso no, yo no puedo; tú sabes que vivo con Floro y el hecho de
que estés aquí con nosotros complica las cosas. Tal vez si vivieras en otra
parte sería más fácil, pero aquí en el mismo sitio, en la misma cama, no, ni
pensarlo. Busca otra mujer, hay muchas, yo estoy con Floro. Te quiero, pero
no puedo. Ahí está la muchacha que te presenté ayer, Rosa María, trabájala,
es virgen y está de primera, como dicen los hombres.
Sentí en las yemas de los dedos el contacto de sus pechos, la
consistencia de su carne. Oí su voz diciendo: “No me gusta que me toquen
ahí”.
—Síí, voy a ensayar —contesté no muy seguro, pero sentía un verdadero
deseo de hacerlo. Conseguirla para mí solo, para mi uso, poder golpearla
cuando quisiera. ¿Y Matías? Que se fuera al diablo, al carajo, o que buscara
otro. Todo me parecía fácil.
—Yo te ayudaré —se apresuró a decir Josefa—. La voy a invitar con
frecuencia cuando tú llegues. Además, vive aquí no más en el pasaje y tú
puedes visitarla.
—Pero, ¿cómo hago? —pregunté torpe.
—Eso sí es asunto tuyo cómo lo haces. De todas maneras yo trato de
convencértela.
Aquel día se inició la amistad con Josefa. Antes me disgustaba su voz,
pero desde entonces me comenzó a gustar. Antes sentía casi odio por ella, por
ser la mujer de Floro, por ayudarle a explotarnos, pero desde aquel día
principié a quererla. Nos volvimos íntimos. Nos teníamos las cuerdas cogidas
mutuamente: yo, el robo de los dos pesos a Floro y los ardientes besos que
nos habíamos dado, y ella, mis deseos y mis propuestas de traicionarlo. El
nudo estaba echado. No éramos amigos porque cada cual temiera al otro, sino
porque, en el fondo, ya nos amábamos, no importaba que ella no lo confesara
y que prometiera ayudarme a conseguir otra mujer.
Desde ese momento convinimos que en adelante yo le entregaría,
cuando me llevara el almuerzo, un peso de las limosnas recogidas. Iríamos
juntando aquel dinero, no sabíamos para qué fin determinado, no lo
confesábamos, pero cada cual comprendía para qué sería.
XVI

Me acuclillé y estiré los brazos a los lados. Por allí no se me escaparía, era
imposible. De pies sería incapaz de atajarla, se pasaría por debajo, pero así
no. Tendría que saltar y eso no lo haría. Las paredes y las cosas debían estar
muy cerca de mis manos porque mis dedos sentían su presencia.
Ya no gritaba protestando y diciendo que no en todos los tonos. Ahora
callaba porque había descubierto que su voz la denunciaba, me indicaba el
sitio en donde se escondía. Pero este era uno de los muchos engaños que hace
la imaginación, una falsa apreciación, porque yo sabía en dónde estaba: allí
en el rincón, con su carne arrozuda, acurrucada, tratando de contener el
resuello. La oía y lo sabía todo.
La oscuridad seguramente era casi completa, sólo debía de entrar un
poco de luz por la ventanuca, pero este era mí elemento, la oscuridad, como
el fondo del mar para los peces, como las cavernas para los reptiles.
Pero, ¿qué hago aquí? ¿No comprendo que posiblemente en el momento
preciso yo estaré agotado y no podré hacer nada? ¿No sé acaso que estas
cosas no pueden ser forzadas sino sólo tener una apariencia de forzadas?
Todo esto he debido preguntarme, pero nada. Estaba como dicen los que
ven, ciego de ansiedad, de pasión. No podía detenerme a pensar, ni tampoco
hacía el esfuerzo para hacerlo. Era el hombre de las cavernas, era una mezcla
de amor y de venganza. Si hubiera pensado, pero no podía. Si acaso lo hacía,
todo era condicionado a la consecución de un solo fin; pero posiblemente no
pensaba nada, apenas sentía el deseo tremendo, una pasión. El pensamiento
es para llenar los momentos fríos, para darle al cuerpo aquellas cosas que
quiere y que no puede alcanzar, una especie de juego de solitario que ha
inventado el hombre para no morir de tedio; pero allí era el hombre sobre el
hecho, sobre la presa y no cabía el razonamiento, sino la sangre caliente, los
músculos tensos, la pasión tremenda.
El enorme esfuerzo y la tensión habían hecho desaparecer mi estado de
erección. Sabía, o mejor, algo extraño me lo indicaba vagamente, que sería
tarde. Era algo sabido desde el principio de mi ser, como una cosa que tenía
adentro sin haberla descubierto, que me indicaba que posiblemente —y era lo
más seguro—, en el preciso momento ya no podría reaccionar, que mi sangre
y mi esfuerzo concentrados en la búsqueda y en la lucha, ya no encontrarían
los elementos de ternura y calma que necesitaba el acto.
¿Todo habría principiado aquel día cuando regresé temprano a nuestro
cuarto y encontré allí a Rosa María con Josefa? ¿Cuándo mi mano se posó sin
intención sobre sus pechos? ¿Cuándo oí su voz diciendo: “Puede ser ciego o
lo que sea, pero es un hombre y no me gusta que me toquen ahí?”. No lo sé.
No puedo ubicar precisamente cuándo principió, si fue entonces o el día
siguiente o el día anterior. Las ideas, las obsesiones, entran en uno sin saber
cuándo, ni en dónde, como las enfermedades, como las niguas. De pronto
comienza a sentir uno una rasquiña, una fiebre, un malestar en el cerebro y
descubre que allí está la idea, la obsesión completa, formada, robustecida,
fuerte, y la encuentra natural y le parece que la ha tenido allí desde siempre,
desde antes de nacer. ¿Cuándo entró? No se sabe. Un diálogo corto, una
remembranza, un olor, el roce de algo, una voz, un grito a la distancia, un
vientecillo, el ruido de las hojas de un árbol… ¡Quién sabe! Quizá nada de
todo esto sino sólo mi imaginación al llenar la oscuridad con mi juego de
solitario.
De cualquier manera, no importa; allí estaba ya en mi mente, al otro día,
la obsesión de poseer a Rosa María con furia, con pasión, de volver a poner
mi mano sobre sus pechos duros. Era como un punto fijo en mi imaginación,
sembrada allí de manera indestructible y que me acompañaría por mucho
tiempo. Que no era más sino encontrarla y poseerla, que ella estaría dispuesta
en cualquier momento, que después lo haríamos todos los días y que
tendríamos hijos. Me parecía descubrir algo distinto en mí, algo desconocido,
tal vez un esbozo de amor: una angustia, un desear que el tiempo pasara, un
hormigueo al recordar su voz. Todo minuto parecía una eternidad. Si hubiera
tenido mis ojos buenos, si hubiera visto, tal vez habría olvidado, quizás el
cúmulo de cosas que se meten por los ojos hubiera entretenido mi
imaginación en otras cosas, posiblemente no hubiera vuelto a recordar; pero
no era así y mis obsesiones se convertían en obstáculos movibles que iban
delante de mí, estorbando y dificultado el camino y tenía que vencerlos ya
con el amor, ya con el odio, o bien con la muerte. Ese era mi dilema.
Desde aquella misma tarde me hice el propósito de regresar temprano a
nuestra pieza. No era necesario que esperara a que Floro me condujera; ya
había hecho la experiencia de viajar sólo una vez y me sentía capaz de
seguirla haciendo. Por otra parte, quería comenzar a independizarme. De ese
momento en adelante mi gran secreto sería mi obsesión por Rosa María. El
nudo que habíamos hecho con Josefa por nuestras intimidades y que al
principio me pareció que nos uniría de tal forma que no podríamos
separarnos en adelante, ya, al otro día, se me había olvidado casi por
completo y de él solamente quedaba en pie nuestro pacto de sustraer de lo
que yo recogiera diariamente uno o dos pesos. Hasta allí no más iría nuestra
amistad; por lo demás, yo rehuía su conversación y su trato por miedo a que
descubriera mi secreto. Desde luego que ella debía saberlo todo muy bien
porque me veía llegar temprano, pero de todas maneras yo desviaba los temas
para evitar hablar de lo que verdaderamente me interesaba. Josefa
comprendía que yo no quería hablar de Rosa María, y aceptaba discreta. Y
ambos sentíamos el hormigueo del deseo de hacerlo porque ese era nuestro
secreto, nuestro convenio. Nos callábamos y yo sabía que queríamos hablar
de eso, que las palabras estaban en la punta de la lengua en equilibrio como
saltimbanquis, que ya iban a soltarse solas, que ya me iba a decir:
—“Bueno, y ¿qué hubo de Rosa María?”.
—“Ahí vamos” —le habría contestado y dejaría unos puntos
suspensivos que permitirían la conversación.
—“Ajá —me habría dicho—; y no cuentas nada”.
Habría sonreído lleno de emoción, con modestia, queriendo decir algo
más con mi sorna, con mi sonrisa. No contestaría nada y entonces ella habría
vuelto a decir:
—“Desembucha, hombre, no te quedes como una tumba. ¿La has
visto?”.
Por qué ese “visto” lo usan para todo, para saber si uno ha hablado con
alguien, si uno se ha acostado con alguna, si ha pasado alguna persona.
—“Sí, claro; eso está muy adelantado” —habría contestado con ese
descaro que usan los hombres para dar a entender que han llegado más allá de
donde realmente van, que ya han conseguido lo que está muy lejos de ser
conseguido, para convertir una sonrisa, un beso, un apretón, en la entrega
total.
—“Ajá, ¿entonces ya ha soltado algo? Ya te lo decía, necesita,
necesita…”, —su voz habría sido de esas voces llenas de ansiedad y de
deseo, de aquella mezcla de envidia y de alegría. Ya conocía cómo era Josefa,
cuando trataba de esas cosas; su voz se volvía sinuosa, alargaba las palabras
allí donde significan un acto voluptuoso; después se iba canturreando.
—“Soltado algo no es palabra” —habría dicho yo canallamente.
Cómo me hubiera gustado que la verdad fuera así como yo la habría
contado, o siquiera una parte de ella. Me habría librado de la ansiedad, del
sufrimiento. Pero la realidad era otra.
La primera tarde regresé temprano. Josefa estaba sola. Durante el
camino había venido haciendo esfuerzos mentales para que Rosa María
estuviera con Josefa y me parecía lo más natural. “Si está allí será fácil”.
Pensaba y repensaba cómo la abordaría, como le hablaría de amor. Mil veces
la misma fórmula en diferentes formas y cuando llegué, ya en la puerta,
descubrí que no sabría cómo empezar. Pero Josefa estaba sola remendando
una camisa.
—¿Conque te quedó gustando el asunto? —dijo y se puso a reír
nerviosamente.
Me quedé callado y creo que me puse colorado como dicen los que ven
cuando se sube el calor a la cara. ¿En dónde estaba mi vergüenza, mi modo
de ser descarado, esa agresividad tanto en los actos amorosos, como al recibir
ofensas y frases cortantes? No sé. Estaba tembloroso y no sabía qué
responder. No comprendía qué había querido insinuar Josefa: si me había
quedado gustando lo de Rosa, lo de beber cerveza, lo de sustraer diariamente
dinero, si regresar temprano a casa o si hacer tentativas con ella en la cama.
Tal vez quería decir todo. Hay frases con las cuales se dicen muchas cosas sin
decir ninguna claramente. Frases con las cuales se recuerdan situaciones, se
despiertan deseos, se causa tristeza, se pone la carne de gallina, se hace reír y
llorar. Frases como corrientes de ríos que se bifurcan y que va cada jirón a
sitios diferentes. Seguramente quiso decirme todo como encubriendo una
falta o recordándola, posiblemente quiso recordar eso, o, quizás, únicamente
lo último. Su voz nerviosa, suave, como encubriendo una falta o
recordándola. Estoy seguro de que si en ese momento me le hubiera acercado
y la hubiera besado y empujado a la cama, todo habría sido fácil. El tono de
su voz, un como olor que se regaba en el cuarto, un silencio acusatorio, un
temblor en mi carne, que estoy seguro que era igual en la de ella, todo me
indicaba que podría hacerlo, que Josefa no esperaba sino ese momento.
Seguí en silencio y ella también. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Me
divertía con ese juego de temblores de cuerpo. Y sé que habría podido
conseguirlo todo, pero mi mente estaba en el cuerpo de Rosa María.
Saqué el dinero que había recogido aquel día y le dije:
—Retira lo que creas necesario para guardar y devuélveme el resto.
Así lo hizo y oí el tintineo de las monedas y el ruidillo al guardarlas en
su delantal. Recibí el saldo y me encamine a la calle tanteando por los
muebles.
—¿Te vas para la calle otra vez? —me preguntó.
—Sí —contesté un poco agrio.
—¿No te provoca tomar una cerveza? Todavía es temprano.
—No, no quiero —volví a responder.
Me encaminé hacia el interior del pasaje, que era precisamente en
sentido opuesto al que siempre seguía para dirigirme a la ciudad. Por allí
nunca se me había ocurrido pasar. Ya hacía tiempo que no investigaba nada,
que mi interés por escudriñar en la vida ajena, por meterme en las piezas de
los demás y esculcar, había desaparecido. Ya no me quedaba tiempo sino
para salir a la madrugada camino de la ciudad y regresar de noche rendido.
Sentí una emoción de cosa nueva y recordé, por un momento, mi primera
salida del Instituto y mis andanzas hasta meterme en la tienda de los padres
de Floro. Si no hubiera estado él allí aquel día, o si yo no hubiera entrado
precisamente en la tienda de sus padres y, si, aunque él hubiera estado allí y
la tienda fuera la de sus padres, yo hubiera tenido el coraje de salir tan pronto
como me comí el pan, el curso de mi vida habría sido otro. Quién sabe qué
estaría haciendo y en dónde viviría. Hay momentos decisivos en los cuales se
escoge inconscientemente un camino u otro y uno vuelve mentalmente
muchas veces al punto de partida y quisiera, como el jugador que lo ha
perdido todo, que le dejaran la oportunidad de echar a rodar los dados una
vez más, que todo fuera mentira o ilusión y que de un momento a otro los
ganadores le dijeran: “Hombre, no has perdido nada, todo era un chiste, toma
tu dinero”. Pero eso no pasa nunca y sentimos angustia de no poder andar por
el camino que no se ha escogido, sin dejar de caminar por el sendero por
donde vamos. Nos perdemos en lamentaciones interiores preguntándonos por
qué fuimos por ese camino, por qué no cogimos uno de los otros muchos que
había, por qué se nos ocurrió el más malo, pero ya es tarde y ya hemos caído
en la emboscada y la vida es sólo azar.
Pero, de cualquier manera, esa era la casa de los padres de Floro; allí
estaba él y yo me demoré dentro más de la cuenta, y el mostrador de la tienda
era de madera y tenía hendiduras, grabados con navajas y con puntilla, y yo
gozaba haciendo recorrer mis dedos por los huequecillos y quizás por eso
demoré hasta cuando a los borrachos se les ocurrió darme cerveza y mis
dedos siguieron deslizándose sobre las hendiduras, rayas y turupes del
mostrador y luego llegó Floro y sentí la presencia de algo trascendente en mi
vida y en vez de detenerme allí y no seguir, esperé su voz y su amistad y cogí
mi camino definitivo. Y ahora estaba allí en la calle, camino del cuartucho de
Rosa María, pero no sabía cuál era. No importaba: sin ojos también se llega a
todas partes. Y ahí en el otro cuarto quedaba Josefa ardorosa, mirándome
salir y sabiendo que yo me encaminaba en busca de otra mujer. Y Josefa era
la mujer de Floro y él era el mismo que había conocido aquella tarde en la
tienda de sus padres.
Hubiera querido matar a Josefa para que no me mirara salir, porque
estoy seguro que se quedó parada observándome. Sentí el cosquilleo de su
mirada en la espalda. Estrangularla para que no adivinara mis pensamientos,
para que no descubriera mi deseo naciente. Pero, ¿acaso Josefa no era la
misma persona que me había aconsejado conquistar a Rosa María, que me
había dicho que toda mujer necesita su hombre y que me hizo pensar que
Rosa María necesita de mí? Claro que era ella, pero hasta de ella quería
ocultar mi ardor. Quería gozar a solas como el lobo en el bosque con una
presa fresca. Sin embargo, se quedó allí parada mirándome salir, con una
mezcla de rabia y de compasión, pensando posiblemente: “Pobrecillo, se la
tragó entera”.
Ya había avanzado unos cinco pasos y oí que me gritaba:
—¡Es la tercera puerta, por esta misma mano!
—¿Qué te importa? —gruñí.
No dijo nada más. Posiblemente se quedó todavía un rato tratando de
descubrir por qué me había indicado cuál era la puerta del cuarto de Rosa
María. Tal vez sintiendo rabia por haberlo hecho. Sin saber por qué lo hizo y
diciéndose con ira: “Imbécil, ¿por qué le he indicado el camino y la puerta si
estoy enamorada o por lo menos quiero acostarme con él?”.
Hubiera querido no haber oído la indicación de Josefa y por mis propias
mañas haber llegado hasta la puerta de Rosa María. Recorrer todo el pasaje
de un lado a otro y al fin descubrir su puerta. Quería encontrarla pero al
mismo tiempo hubiera deseado no encontrarla así de un sopetón, sin esfuerzo.
Sentía cobardía de afrontar el momento y hubiera querido trajinar toda
aquella tarde, y por fin llegar a una puerta y detenerme como guiado por una
mano y posiblemente tener la certeza de que aquel era su cuartucho, e
interiormente engañarme diciéndome que allí no era o que sería mejor dejar
eso para el día siguiente.
Pero ya lo había dicho y no podía detenerme. Comprendí que Josefa se
había asomado a la puerta y sentía sus ojos en mi nuca. Se cercioraría de que
no me equivocara de puerta, porque su inconsciente continuaba posesionado
del terreno y quería que yo encontrara a Rosa María. Me fui tanteando por el
andén. Una puerta abierta y un olor a cebollas que se escapaba, el ruido de
una vasija con poca agua hirviendo en el fogón. Otra puerta y el llanto de un
niño de pocos días que se reventaba de tanto gritar. Nadie se oía en el cuarto.
“¿Estará solo?”. Me pegunté innecesariamente mientras un olor a pañales y
ropas sucias se metió en mis narices. “Este debe ser de la mujer del vende
periódicos. ¿Será hijo de él o de otro? He oído decir que es algo putona y
también sé que él la golpea casi todos los días. Debe estar sucio, untado de
mierda por todas partes. Y esa mujer se ha acostado con alguno, de eso no
cabe la menor duda, como puede suceder en otros casos cuando es posible
que sean habladurías o por lo menos que nadie pueda decir que lo ha visto o
que él lo ha hecho; pero en este caso no cabe la menor duda porque los
vecinos han visto crecer su vientre durante nueve meses, han oído su llanto y
su parto y ahora oyen y ven los gritos y la carita del crío. Y todo esto no
habría pasado si en cierto momento, de noche o de día, no importa, ella no se
hubiera acostado debajo de un hombre y este no hubiera hecho las cosas
completamente. Después posiblemente se puso de pies y se bajó las enaguas
y sencillamente siguió allí cerca durmiendo, pero su vientre empezó a
crecer”.
Por fin la puerta de Rosa María. Estaba cerrada. Me detuve un momento
y agucé el oído. Pensaba, para engañarme, para sacar el cuerpo a este
encuentro, por timidez, que allí no había nadie, que aun cuando no estuviera
equivocado, de todas maneras, Rosa María no estaría, que a lo mejor era un
chasco que me quería hacer pasar Josefa. “Sí, eso es lo más posible, estoy
seguro de que es así, pero no me daré por vencido; seguiré buscando, estoy
seguro que aquí en el pasaje sí vive”, me dije, y resolví seguir de largo. Di un
paso y oí que Josefa me gritaba:
—¡Ahí es, golpea!
Me detuve. “Oh, si pudiera estrangularla”. Quería conseguir a Rosa
María pero a mi manera. “Ahora querrá hasta ayudarme a bajarle los
pantalones. Perra corrompida”. Sentía que mis dedos se crispaban de ira, pero
ya no podía hacer nada. Ella seguía en la puerta y volvió a gritarme:
—¡Golpea, ahí es!
Me acerqué y golpeé tímidamente con la coyuntura de los dedos.
Inmediatamente sentí como cuando el sol, que nos abrasa, es ocultado por
una nube fresca; los ojos de Josefa se habían ido de mi espalda.
Nadie contestó ni salió a abrir porque mis golpes fueron tan quedos que
no era posible que los hubieran oído. Volví a golpear con más ánimo y oí que
alguien se acercaba. Miles de ideas se agolparon en mi mente y me puse a
temblar. Nada había claro. No sabía qué iría a decir. Se abrió la puerta y
súbitamente pensé en la mujercita que todas las mañanas pasaba camino del
mercado y que me regalaba una moneda. El olor a obesidad, el ruido de sus
faldas largas, tal vez su voz o posiblemente todo, o el conjunto. No puedo
decir cuál de las circunstancias, pero hubo algo que golpeó mi recuerdo. No
era ella sino sólo un ligero parecido, no sé qué, un algo que me la hizo
recordar. Sin embargo, la mamá de Rosa María también era verdulera de la
plaza. Eso me dijeron después, pero yo desde ese mismo momento supe que
era así. Me dijeron que usaba faldas largas y que era obesa, pero también
desde el primer instante lo había sabido. No sé qué me había indicado todo
esto, quizás algo de acezo en su voz, que sus palabras salían de una boca que
estaba algo más abajo que la mía, como la de aquella mujer que me daba
limosna, porque sus palabras subían. Para un ciego es infalible la ubicación
del lugar de donde viene la voz. Si me pusiera a desmenuzar mis recuerdos
no sacaría nada en claro, pero todo lo sabía desde entonces. De pronto volví a
oír su voz:
—No, no hay nada, mijito.
—No vengo a pedir nada, es que… Es que…
No podía golpear a ninguna puerta sin que esto pareciera una petición de
limosna, pero eso estaba bien en las casas del centro de la ciudad; mas allí, en
el sitio de las pocilgas, de donde salían los menesterosos y los limosneros que
cubrían la ciudad, era infantil creer que yo fuera a pedir algo. Hubiera
querido huir, correr calle abajo, pero no supe qué decir y me quedé parado
trancando con una mano la puerta que ella trataba de cerrar. Luego volví a oír
su voz acezante:
—Entonces, ¿qué quieres? Estoy ocupada, habla ligero.
Ahora ya no fue esta la voz de la mujercita que pasaba por las mañanas
camino del mercado y que me regalaba una moneda. Esta fue la voz de la
mamá de Rosa María.
—Es que busco a Rosa María ¿Ella está? —pregunté resuelto.
—¿Para qué la quieres? Yo soy su mamá.
—Le traigo una razón de Josefa, mi cuñada, la de aquí abajo.
No sé por qué mentí y dije que era cuñada. Tal vez me parecía más
natural que yo fuera hermano de Floro o que por lo menos sería mejor para
mí que así lo creyeran ellos. Fue la única vez que dije eso y en ese momento
me pareció que era cierto.
—Bueno —repuso y se encaminó al interior dejando la puerta abierta.
—¡Rosamar! —gritó y sentí una felicidad de que la llamaran Rosamar
—, te busca el cieguito de aquí abajo.
Ahora fue como un bofetón. Eso del cieguito me apocaba. Nunca como
aquel día y como en aquel momento sentí tan verdadera amargura de ser
ciego.
Su presencia llenó el vano de la puerta. Allí estaba, podía estirar mi
mano y tocarla, pero no lo hice. Había oído su carrerilla desde un patio
interior donde estaba la cocina y el lavadero y luego cuando súbitamente se
detuvo en la puerta y se quedó mirándome. Hubiera dado algo por saber qué
pensaba de mí, si el corazón le decía algo, si había algo en mí que le gustaba
o si sentía asco y repulsión; pero las mujeres ocultan muy bien estos
sentimientos y pueden aparentar la más fuerte aversión hacia la persona que
aman o demostrar un falso amor a quien verdaderamente repudian. Conmigo
era más fácil porque no veía la mímica de su cara, el colorearse o palidecer de
las mejillas, la mirada huidiza.
Ella quedó en silencio. No sé qué esperaba o qué pensaba, pero su
turbación en aquel momento me gustó; creí que significaba un principio de
amor, algo de terreno ganado, complicidad. Yo también callaba, simulando
que no sabía que ya estaba allí, pero bien que lo sabía. No quería hablar
primero porque no sabía qué decir. Seguí quieto, callado, como esperando, y
al fin ella habló:
—¿Qué hay...?
Qué vocecita dulce y ronqueta. Cómo esos puntos suspensivos quedaron
colgando en el aire. Su imaginación inactiva debió meterse torpemente en el
laberinto de los nombres masculinos para encontrar el mío. Yo corrí en su
ayuda.
—Tomás —y estiré mi mano para saludarla.
—Ah, sí… Tomás... Sí, sí Toti…
Mi mano quedó un segundo quizá diez, veinte o treinta en el aire, quieta,
con un hormigueo en la punta de los dedos, con un borboteo de la sangre en
las venas, como aquellas manos de santos que algunas veces toqué hasta
cansarme, hasta conocer su forma y su posición, en la iglesia del Instituto
para Ciegos. Manos quietas, siempre iguales, siempre como suplicando algo
o esperando una moneda u otra mano; manos que han perdido la continuidad
y el enlace con los seres humanos, manos solas donde se ha detenido el
tiempo. Sí, así las sentí aquel día cuando Matías me dijo en el recreo que los
santos tenían formas y que estaban en la iglesia sobre pedestales de madera y
cemento siempre quietos, mirándonos y vigilando nuestros actos. Entonces
corrí por entre los niños, tropezando y cayendo hacia el interior del edificio.
Matías me gritó:
—¿¡A dónde vas, Toti!? Espera, yo te acompaño.
—Al baño —contesté y seguí mi camino.
Pero no era al baño a donde iba, sino a la iglesia. En la puerta se me
llenaron los pulmones del olor a incienso y jazmines. Y me fui por la pared
tanteando, y me metí en el confesionario y todo lo toqué y retoqué. Y seguí
hasta encontrar el pedestal de una estatua. Subí mis manos por el cemento
frío y las recorrí por los lados hasta darme cuenta que era cuadrado y que
tenía esquinas y arriba y abajo cornisas. Luego mi mano empezó a subir por
las arrugas de las túnicas, túnicas frías donde el calor humano no ha existido
jamás, que sólo recuerdan algo para los que pueden ver. Pero mi mano no
alcanzó más arriba de las pantorrillas de los santos y entonces busqué un
banco, lo arrimé y me trepé sobre él para terminar mi investigación. Y lo
pude hacer completamente. Conocí la representación de un santo y encontré
arrugas llenas de polvo donde mi mano sensible se estremeció. Y toqué esas
caras sin arrugas, sin calor, sin grasa, y esas manos sin uñas y sin la
callosidad del uso, y esos ojos donde una sola mirada ha quedado petrificada,
esos ojos que sólo podían compararse con los míos.
—¿No me das la mano? —pregunté a Rosa María con voz de
complicidad.
—Claro, ¿por qué no? —repuso mientras metía su mano en la mía.
Apreté un segundo, así me pareció en ese momento, pero posiblemente
fue más de un segundo, y tal vez varios, porque ella me dijo secamente:
—Suéltame.
Con el dedo índice busqué su brazo, pero sólo toqué esa parte donde los
tendones parece que se arremolinaran para entrar en la muñeca. Hubiera
querido soltar su mano y dejar la mía deslizarse por su brazo lleno y apretado,
hasta arriba, hasta el sobaco, hasta el hombro redondo. Deseaba que fuéramos
amigos viejos, que ya nos perteneciéramos y que yo hubiera podido recorrer
mi mano por donde quisiera y abrazarla y besarla en la boca; pero la solté sin
decir nada.
Volvió el silencio y ambos esperábamos algo, pero no sabíamos qué era.
Por fin dijo:
—Bueno, pues, ¿y para qué me buscas?
—¿No me haces entrar? —Fue lo que se me ocurrió responderle.
—¿Para qué? Aquí puedes decirme lo que necesites —repuso
tranquilamente y me di cuenta que no era por ofenderme, sino porque era así,
porque en esas covachas no existe la cortesía. Porque esa gente habla y
procede instintivamente, así como los perros orinan en las calles o menean la
cola.
—No, nada, sólo quería descansar un poco, estoy rendido y no hay nadie
en mi cuarto. Han dejado cerrado —dije con tal naturalidad, que yo mismo
me sorprendí de la facilidad con que se puede mentir.
—Ah, claro, sigue —me dijo presurosa mientras me cogía nuevamente
la mano y me conducía al interior del cuarto—. Siéntate aquí en la cama, no
hay dónde más. Puedes estar ahí todo el tiempo que quieras. Yo me entro a
hacer oficio.
—¿Por qué no te sientas aquí conmigo y conversamos? —le dije, pero
estaba convencido de que no lo conseguiría, y así fue. Ella contestó:
—¿Hablar de qué? No sé. Nos aburriríamos y tengo mucho que hacer.
Estiré la mano para cogerla y convencerla de que se sentara, pero cogí el
vacío, como muchas veces me ha pasado. Ya no estaba allí. Oí su caminar
hacia el interior del otro cuarto y su voz que decía:
—Ahora vuelvo.
Me quedé quieto, sin tocar nada, sin ánimo, como si acabara de recorrer
un largo camino y mis músculos estuvieran relajados. Mis hombros se
escurrían sin fuerza para sostenerse erguidos. Mi columna vertebral se dobló
y sentí que mi estómago se acomodaba a su nueva posición. Lo indicado
hubiera sido haber salido de allí inmediatamente porque mi objetivo estaba
perdido, porque no se me ocurría nada, porque no sabía cómo iniciar; pero
me quedé allí. Mi imaginación se llenaba de ideas. “He debido decirle a qué
venía, que la buscaba a ella. Claro que he debido hacerlo, pero no se pudo, no
dio campo, no alcancé ni a abrir la boca. Sí, hubo un momento, pero entonces
me puse a pensar en el santo del Instituto para Ciegos. Pero fueron segundos
y de todas maneras el tiempo fue muy poco. Posiblemente si se lo digo no me
deja entrar. Y, ¿ahora qué? Aquí sentado con los deseos consumidos,
perdidos en el fondo de mi cuerpo. Si hubiera estado sola quizás habría sido
mejor, pero con la mamá no se puede pensar en nada. Eso es, eso es. ¿Qué
estará haciendo? No he vuelto a oír su ruido. Posiblemente está lavando la
ropa. Pero, ¿para qué me pongo a pensar estas cosas, para qué busco a Rosa
María, Rosamar, ni a Josefa, ni a nadie? Ahí tengo a Matías y a mis manos.
No busques lo difícil porque le pierdes el gusto a lo poco que tienes. Sí, claro,
debiera ser así pero no puedo, tengo la obsesión de que sea mía, y todos los
hombres tienen mujeres para acostarse con ellas y yo también puedo. Si
regreso a nuestro cuarto, allí está Josefa y sé que hoy sí le…, o no. Lo
consigo todo. De esto estoy seguro, no cabe duda, pero sus carnes están
flojas, relajadas, usadas y manoseadas por Floro en esas noches en que oigo
el crujir de su cama que parece que se fuera desbaratar y el jadear, ese jadear
inconsciente, ese jadear que no se parece a ningún otro. Maldita angustia,
inútil búsqueda en la noche. Debiera estar vacío, sin imaginación, sin
pensamientos… Pero hay diferencia, ésta no sabe todavía. “No importa, no
me gusta que me toquen ahí”. ¿Qué estará haciendo? Si no estuviera la vieja,
seguro que lo conseguiría…”.
Me llené de excitación. Y esos deseos que habían huido cuando sentí
desilusión, volvieron a la superficie con sus mil temblores, como diminutos
reptiles que se paseaban debajo de mi piel. Me puse a palpar la cama. Una
cama dura de aquellas que no tienen entre las tablas y el cuerpo humano sino
un viejo colchón de fique, orinado, maloliente, adelgazado hasta desaparecer.
Una colcha en orden y una almohada sin funda, grasienta y endurecida, y un
olor a mugre y a sudores. Seguramente aquella no era la cama de Rosa María
sino la de su mamá; pero aun cuando fuera la suya, habría olido lo mismo.
Era de suponer que allí se acostaban las dos, madre e hija en nudo, ateridas en
las noches frías, aunque era demasiado angosta y la vieja muy robusta.
Posiblemente allí acostada Rosamar habría sentido hormigueos en la sangre.
Recorrí la mano por la colcha sin importarme el olor. No resistía ya más, me
puse en pie y me encaminé hacia la calle para huir sin intentarlo, pero seguro
de que aquel día no conseguiría ya nada. Sentí una de esas rabias de
impotencia que he sentido muchas veces en mi vida.
—¿Ya se va? —me preguntó cuando abrí la puerta de la calle. Una de
aquellas preguntas imbéciles que hace la gente: “¿Ya llegó”?, cuando ven a la
persona en frente de ellos y es imposible que no haya llegado; “¿Ya se cortó
el pelo?”, cuando ven que ya se lo ha cortado. Deseé gritarle; “¡No, estoy ahí
sentado en la cama esperando a que usted le dé la gana de atenderme!; ¡estoy
aquí en la cama sentado sorbiendo por las narices todos sus olores y
porquerías!; ¡estoy ahí en la cama sentado como un idiota oyendo el jadear de
todas las mujeres del mundo, con la ilusión de estirar mi mano y encontrar su
cuerpo tendido esperándome, y sin embargo solo, cada vez más solo!”. Pero
no dije nada de todo eso, sino solamente:
—Sí, ya descansé.
—¡Ah!, ¿así de pronto?
—Creo que ya llegó Josefa y usted está ocupada.
Se quedó silenciosa y no me agarré del marco de la puerta y subí el
escalón, sin decir nada más, con el deseo de correr calle abajo, de no oír su
voz, ni sentir su presencia. Pero tampoco me dejé guiar por estos deseos, sino
que le dije como sin interés, como de despedida, como sin importarme que mi
pregunta quedara sin contestación:
—¿Te gustaría que viniera mañana otra vez?
—Bueno. ¿Por qué no? —contestó sin vacilar.
—¿Y estará aquí tu mamá?
—No lo creo, casi nunca está a esta hora; hoy ha sido una cosa rara.
—Y conversaremos un rato, ¿no te entrarás a hacer oficio y me dejarás
ahí sentado hecho un tonto?
—Vamos a ver —dijo prometedora.
—Me gustaría conversar contigo mucho y que fuéramos amigos y estar
cerca de ti…
Volvió un tramo de silencio y presentí que iba a decir algo desagradable,
un no, un para qué, un no tengo nada qué hablar con usted, y no quise
esperar. Sentí deseos de huir como de un peligro, de un no, de dejar todo así
en suspenso para luego darme a mí mismo la contestación que hubiera
querido que ella me diera, para forjarme la ilusión que ella deseaba lo mismo
que yo y que su silencio era un pacto para el día siguiente.
—Hasta mañana Rosamar linda —dije, y principié a caminar calle abajo
sin esperar respuesta. Posiblemente ella trató de decir algo pero no alcanzó
porque yo había avanzado más de tres pasos o porque estaba en un momento
de esos en que le preguntan a uno algo que no esperaba y no sabe qué decir.
Oí que cerraba la puerta con fuerza y sentí como cuando en la soledad se
produce un golpe o un sonido de un plato que ha caído empujado por una
mano extraña; algo así sentí, pero olvidé y seguí alegre, optimista. No sabía
cómo, pero en un segundo le había dicho todo lo que hubiera querido durara
horas, bien cerca de ella, diciéndoselo; lo que había planeado mil veces y
pensado y repesando sin encontrar las frases, sin hilar la forma.
Seguía acuclillado, con los brazos extendidos moviéndome lentamente
hacia el objetivo, con mis piernas en arco. El silencio era completo, pero allí
estaba ella conteniendo el resuello y, sin embargo, el ruidillo del aire
entrando por sus aletas abiertas, el roce de su vientre tensionándose contra
sus ropas; yo los oía. Ya había olvidado el amor, sólo era una fiera atrapando
a su víctima, para arrancarle un sí.
—Ya, ¿ya les abro? —preguntó Josefa al otro lado de la puerta.
Nadie contestó. Pero ese, “¿ya les abro?” había sido igual a aquel, “¿qué
hubo ya la tienes convencida?”, que me dijo esa primera tarde cuando regresé
de donde Rosamar. Empujé la puerta y estaba allí parada, sin hacer nada,
solamente esperando que yo llegara y me hizo la pregunta. Su voz y su
intromisión no me disgustaron como antes. Estaba optimista sin saber la
razón, porque presentía que el terreno era duro de arar y que mi hierro tal vez
no sería el que abriera el surco en su tierra. Optimista porque yo mismo me
había dado la respuesta.
—No, no hubo nada. No se quiso estar conmigo ni un momento
contesté.
—¡Qué presunción! —exclamó Josefa con ira.
—Hay muchos hombres normales con sus ojos, ¿por qué va a escoger a
un ciego? —argumenté sin rencor o por lo menos sin demostrarlo.
—¿Conque esas tenemos? ¡Ajá!, ¿no le gustas? ¿Qué le provocará a la
guaricha? ¿Un príncipe, algo bajado de las estrellas?
—No sé —contesté, sabiendo que ella no me había preguntado todo eso,
sino que lo había dicho como para sí misma.
—Ya verá —dijo amenazadoramente—. Tú sigues visitándola por las
tardes a ver si la convences, pero de todas maneras tienes que acostártele
encima algún día, por las buenas o por las malas, para bajarle el moño.
Era evidente que Josefa estaba ofendida, pero no sabía por qué. Rosamar
no le había hecho nada. No creo que estuviera defendiendo mi partida, sino la
de ella. Se había hecho el propósito de vengar en Rosa María el desdén que
yo le había hecho. Estaba celosa y no se detenía a reflexionar; lo que contaba
era verla perdida, saber que la había poseído un ciego repugnante y
posiblemente ver que su vientre se engrosaba y poder difamar de ella con las
vecinas.
Allí terminó nuestra conversación y yo sabía que Josefa sería capaz de
muchas cosas, pero no de tanto.
Al otro día volví temprano como lo había ofrecido. Josefa me arregló un
poco el cuello y la corbata. Sentí cariño por ella, que se preocupaba por mí.
Desde cuando estaba pequeñito y mi madre me colocaba encima de la cama y
me acicalaba, nadie lo había hecho jamás.
Ya me había pasado ese estado de celos, de reserva con Josefa y ahora la
sentía como mi aliada, mi cómplice. Le pregunté:
—¿Tú sabes si la vieja está con Rosamar?
—Ajá —me dijo burlona—, ¿conque ya le dices Rosamar? ¿Quién te
dijo que la llaman así?
Descubrí en su pregunta otra vez el odio y la rabia y me apresuré a
explicarle:
—Oí que la mamá la llamaba así y me gustó. Pero dime si la vieja está
ahí.
—No la he visto llegar. No creo que esté.
Efectivamente, no estaba, y así me lo dijo Rosamar cuando abrió la
puerta.
Se repitió la escena del día anterior, volví a sentarme en la cama.
Rosamar otra vez se entró a hacer sus oficios pero regresó casi
inmediatamente y se sentó a mi lado. Le dije que me hablara, que me contara
algo. Entonces me contó que su mamá trabajaba de vivandera en la plaza de
mercado y que ella cuidaba la casa, que hacía los alimentos y que a la hora
del medio día bajaba hasta la ciudad a llevarle el almuerzo; que no tenía papá
o que por lo menos no lo conocía, que era lo mismo; que era hija de su mamá,
nada más. Me extrañé un poco pero me explicó que hay miles de hombres, de
niños, que no tienen padre o que, así lo tengan, la gente se empeña en decir
que no lo tienen y que los mismos padres escurren el bulto y los niegan, sólo
por el hecho de que el cura no ha echado una bendición y cobrado una suma.
—¡Ah! ¿Entonces tu mamá no tiene marido? —le pregunté.
—Amigos nada más.
—¿Pero no viven aquí?
—A veces cuando mamá toma cerveza llega medio borracha con alguno
y…
—¿Se quedan aquí? —pregunté intrigado.
—Sí, casi siempre, y no hay nada que me choque más, porque me toca
dejarles mi rincón en la cama de mi mamá y dormir en el suelo en un
colchón.
—¡Ah! ¿Entonces tú duermes con tu mamá aquí en esta cama?
—Sí, pero cuando viene alguno tengo que emigrar. A veces a la
madrugada me llama para su cama porque está sintiendo frío y ya se ha ido el
amigo. Sí, así pasa casi siempre, se van a la madrugada, pocos con los que
amanecen aquí.
—¿Y son muchos?
—No, no —se apresuró a contestar—. Tres no más. El compadre, que es
muy generoso conmigo; mi padrino, que nunca me regala nada pero en
cambio siempre quiere cogerme las piernas cuando mi mamá no está
presente, y don Vicente, que tiene un puesto de quesos en la plaza.
—¿Y vienen juntos muchas veces?
—No seas tonto, Toti —me dijo mientras me golpeaba una pierna—,
cómo se te ocurre. De uno en uno, pero eso no es todas las noches; a veces
pasan ocho días sin que venga ninguno. Creo que cada uno está convencido
de que nadie más viene. Mi madre me recomienda mucho cuidado y que no
cuente nada porque de lo contrario no hay manera de pagar el cuarto, aun
cuando el cuarto solamente lo paga el compadre y los otros no dan nada; pero
ella siempre dice así.
—¿Y tú también tienes tus amigos? —le pregunté con confianza y
ánimo.
—¿Para qué? —contestó.
—Para acostarte con ellos y no sentir frío por las noches.
—No necesito, no siento frío —dijo secamente.
—Bueno… Pero para lo demás también —insistí.
—¿Qué es lo demás? —preguntó cortante.
—Pues lo que hace tu mamá con los amigos. ¿No los has oído cuando
apagan la luz?
Guardó silencio un momento como recordando y aproveché para poner
mi mano encima de una de sus piernas. Me corrió escalofrío por el cuerpo,
pero sólo tocaba sus ropas. Debajo sentía la pierna apretada y distendida
porque estaba sentada en la orilla de la cama y los mulos recibían el peso del
cuerpo. Movía los pies para un lado y otro hasta tocarme a veces. No
reaccionó, no dijo nada, estaba indiferente, como si no hubiera sentido, como
si hubiera sido la mano de un niño. Y por fin, como si de un momento a otro
hubiera recordado algo, como si hiciera rato que buscara una pregunta o una
respuesta dijo:
—¿Y por qué me pregunta eso usted?
—No, por nada —me apresuré a contestar—; como tu mamá lo hace.
—Sí, pero ella es una mujer hecha y derecha y yo…
—Pero eso no tiene nada, lo hacen todas las mujeres desde niñas —dije
para disculparme.
Y ella, como si no hubiera oído mi anterior afirmación, sino como si
siguiera con su anterior frase, prosiguió:
—… yo no es que sea una china chiquita, pero no soy una…
Se calló un momento y supe la palabra que encerraba su silencio…
—No me provoca y quiero casarme.
—¿Estás virgen? —pregunté torpemente, mientras apretaba un poco su
muslo.
Bruscamente quitó mi mano y se puso en pie. Sentí su cara cerca de la
mía y traté de cogerla pero ella me repudió con fuerza.
—Eso no le importa a usted ni tiene por qué preguntármelo. Usted es…
Su voz se calló y yo supe qué adjetivo correspondía a ese silencio.
—¡Corrompido! Aquí no me venga con esas vulgaridades. Vaya busque
a otra, por la calle hay muchas, allá por la plaza de mercado. A esas sí les
gusta y…
—Pero…, pero… —la interrumpí para calmar su cólera, pero no se me
ocurría nada y tartamudeé un poco. Por fin no sé si me acordé de lo que me
había dicho Josefa o simplemente no encontré otra palabra, otra frase y le
dije:
—Pero eso no tiene nada. Todas las mujeres necesitan un hombre y tú
ya estás en edad de que lo necesites.
—¡No, no necesito a nadie! —gritó enfurecida y sentí su saliva en mi
cara y el viento de sus manos manoteando—. Ya le he dicho que no soy lo
que usted cree, haciéndose el pendejo porque no ve.
Después un poco calmada:
—El día que necesite busco a otro y no a usted.
Sentí como un latigazo en la cara. Ese “otro”, era uno que viera, que
tuviera sus ojos buenos. Oí cuando caminaba airosa hacia el interior. Me puse
en pie y salí en busca de la calle tanteando por la cama y por el aire. Cuando
ya estaba en la puerta oí que ella volvía.
—Hasta luego —le dije.
—Hasta luego —contestó mientras se acercaba posiblemente no para
estar cerca de mí sino para cerrar la puerta.
—¿Puedo volver mañana? —le pregunté.
—¿Para qué? No tenemos nada que hablar ni hacer los dos. Lo que usted
busca no lo va a conseguir aquí. Cualquier día encuentra a mi mamá de mal
genio y esto termina mal.
—No importa, por ti corro cualquier riesgo. Me gusta tu voz, me gusta
cómo eres, creo que te quiero… Es que soy bruto para hablar, pero tú debes
perdonar…
Callaba y yo insistí:
—¿Sí puedo venir mañana?
—Bueno, venga a ver —dijo mientras me empujaba un poco y cerraba la
puerta.
Insistí al día siguiente, pero me cansé de golpear y no abrieron la puerta.
Posiblemente no estaba allí. Volví otro día y entonces salió y conversamos en
la puerta porque no me hizo entrar. Sólo fue un ratico, algo insignificante y
no alcancé a decir nada. De pronto me empujó:
—Váyase, ahí viene mi mamá y es para cosas —me dijo mientras
cerraba la puerta. Caminé apresurado calle abajo.
Y volví el último día. Traía toda clase de planes: empujarla un poco —
ella haría resistencia— y entrar en el cuarto y cerrar la puerta tras de mí. Ya
adentro todo sería fácil. No sería cosa de hablar sino de actuar, acariciar y
decirle una que otra frase de amor. Golpeé y simultáneamente oí que
hablaban fuerte en el interior:
—Déjame, yo abriré la puerta y acabaré con esta vaina de una vez —
decía la mamá de Rosamar.
—No, no, yo le diré que no vuelva, pero de buenas maneras, le tengo
lástima, pobrecito —insistió Rosamar.
Quedé frío. Hubiera debido abandonar aquel lugar, evitar dolores a mi
alma, pero resolví quedarme quieto esperando no sé qué, como si
desconociera lo que podría suceder.
—Tú quédate ahí haciendo tu oficio; yo le cantaré la tabla a este ciego.
—No es necesario, yo le diré que no vuelva. Le tengo lástima —volvió a
insistir Rosamar y sentí odio por ella.
La puerta se abrió y me di cuenta que la figura de la mamá de Rosamar
llenaba el vano. Un olor a legumbres y delantal sucio me golpeó la cara.
—Buenas tardes —dije tímido.
—Vea, señor —principió a decir sin contestar mi saludo—, usted no
tiene por qué venir aquí cuando mi muchacha está sola. —Su tono era
golpeado pero no muy bravo—.
Luego noté que se acaloraba un poco.
—… ni mucho menos a hablármele de lo que ha venido a hablarle. Eso
propóngaselo por allá a su mamá.
—Pero…, —traté de decir, pero no me dejó hablar.
—¡Nada de peros! Usted ha creído que porque la muchacha está sola es
porque no tiene a nadie y que usted puede venir a hacer lo que le venga en
gana, pero se equivoca. Porque no ve aquí un hombre que le rompa el alma,
cree que no hay pantalones, pero taca burro, para eso estoy yo, que me los sé
amarrar y que le canto la verdad.
Pensé por un momento en todo lo que me había contado Rosamar y en
los hombres que llegaban por las noches a acostarse con la vieja y sentí
deseos de gritarle: “¡Usted qué amarrarse los pantalones ni qué nada!, sin
pantalones es que la encuentran los tres mozos cuando vienen a quedarse con
usted por las noches, delante de Rosamar, sin vergüenza y sin importarle el
jaleo de toda la noche”. Ella continuó:
—¿¡Qué se está creyendo usted, ciego sucio!? ¿Que mi muchacha es una
cualquiera? Putas hay muchas por la calle —y esto último lo dijo un poco
más bajo como para aparentar que Rosamar no debía oír, pero
suficientemente alto como para que lo oyeran a veinte metros a la redonda.
—Vaya búsquelas. Cuando la muchacha esté en edad le buscaré marido
que sepa trabajar o que por lo menos vea.
Seguí allí en pie sin contestar nada y sin moverme. La vieja subía de
tono y se enfurecía. Tuve deseos de saltarle al cuello y estrangularla delante
de todo el mundo, sin que me la pudieran quitar de las manos.
—No quiero verlo más por aquí. La próxima vez lo sacaré a punta de
agua caliente y garrote. ¿Qué se está creyendo usted? ¿Que mi muchacha lo
quiere porque le tiene lástima, porque no sabe de la vida, porque es una
pendeja? ¿Eso lo autoriza a usted a venir a joder todas las tardes y a no
dejarla hacer oficio?
—¡Rosamar! —gritó hacia adentro—, ¿no es cierto que tú le tienes asco
y lástima, y que por eso que lo dejas venir?
La vieja insistió:
—Venga para acá, mija; tienes que contestar si es cierto que le tienes
asco y lástima, tú misma, para que se acabe la jodetería.
Y como la muchacha no contestaba ni venía:
—¡Venga inmediatamente!, no puede hacer quedar mal a su mamá, o ya
sabe lo que le pasa.
—Sí, sí, es cierto —gritó Rosamar desde adentro—, pero ya es bastante,
no hay para que insultar más.
La vieja cerró la puerta con fuerza y oí cuando se reía adentro:
—Conque lo único que puedes levantar es un ciego como este, estás
jodida, mija.
Me quedé todavía un buen rato quieto en la puerta, queriendo ordenar
mis ideas, como perdido en el camino pero ya cansado de buscar y tantear.
Ese “Bueno, venga a ver” que me había dicho los días anteriores para aceptar
que volviera al día siguiente. Ese “Sí, es cierto, pero ya es bastante…”, que
acababa de oír. Todo era lo mismo, el mismo frío, la misma indiferencia.
¿Por qué desde el principio no había entendido y sentido todo el frío de ese
“Bueno venga a ver” que entonces me pareció sincero, significativo, casi
amoroso, y que ahora en ese momento, parado enfrente de la casa de
Rosamar, con las mejillas acaloradas, descubría que era una contestación de
resignación, algo así como un acto de caridad? Entonces descubrí detrás de
ese “Bueno, venga a ver” un “Pobrecillo, cieguito sucio, cree que yo puedo
ser su querida”. ¡Pero si para ella es mejor que lo haga conmigo! —pensaba
— con un ciego que no denunciaría su filiación después de la posesión como
lo hacen casi todos los hombres. Un ciego que no la ve, ni puede mostrarla
con el dedo, ni mirarla con esa mirada que dice: “Tú te acostaste un día
conmigo”. Un ciego por cuyo lado podría pasar tranquila, sin sonrojarse,
airosa, aun en compañía de otro hombre. Un ciego a quien se le puede ser
infiel mientras él no descubra en sus pechos, en su cuello, en su boca, otro
sabor, otro olor, el sudor de la infidelidad, porque entonces la mataría. Y la
vieja puta acostándose cada noche con un hombre diferente y rompiendo casi
la cama con sus brincos delante de su hija y ahora dándoselas de honesta, de
que es la guardiana de una virginidad, que no sé si existe, pero que está
expuesta a que cualquier noche el querido de la mamá, deje a la vieja
dormida o estrangulada en su cama, o perdida en el alcohol y caiga sobre el
junco donde la hija no ha podido dormir por el jaleo en el catre de su madre,
por el temblor de su carne, por la atención de sus oídos buscando las voces y
los resuellos y los besos y los jipeos, y entonces reciba al compadre o al
padrino y ya no solamente se deje coger las piernas y los pechos sino que se
le entregue desesperada de deseo. Eso, eso es lo que pasará, si no ha pasado
ya, pero a mí me repudian: “Ciego sucio”. “Sí, sí, es cierto, pero…”. “Bueno,
venga a ver”. Todo sonaba en mis oídos con fuerza. Me encaminé hacia
nuestro cuarto. Las piernas me temblaban por la excitación y tenía un nudo
en la garganta. Me lo tragué como tantas veces lo he hecho, a falta de una
persona o animal en quien desfogar mi ira.
***
No volví nunca a buscarla, pero ahora la tenía allí muy cerca, casi en
mis manos. Hubiera querido que ella no hiciera resistencia sino que viniera
hacia mí con amor. Cuando se sintió encerrada conmigo en el cuarto trató de
convencerme con palabras, unas de ruego y otras de amenaza, pero yo estaba
sordo a más de ciego. Me le fui encima y la besé a la fuerza y la palpé veloz
como queriendo hacer todo de una vez, no dejar zona donde mis dedos no
anduvieran. Olía a cocina pero el amor tiene algo de puerco y asqueroso.
Entonces trató de convencerme a puñetazos y gritos. No me importaba nada,
ni los gritos ni los golpes; caían sobre mí cómo peloticas de lana. Seguía
buscando su cuerpo. Por último había adoptado la táctica de huir en silencio,
de meterse en aquel rincón, detrás de los trastos de una cama vieja que no se
podía armar, de unas tablas y de un barril inservible y que Josefa guardaba
para leña de nuestro fogón. Allí creía burlar mi búsqueda, pero yo sabía desde
antes, desde cuando empezó a huir de mí, que terminaría por meterse allí,
entre esa humedad del rincón y el olor a orines que emanaba de ese lugar que
era nuestro sanitario nocturno. Sabía que se metería allí y que yo obstruiría la
salida.
Permanecía quieto, acuclillado, con las manos extendidas, fiero como
una culebra toreada. Pero detrás de toda esta fiereza, de esos actos de animal,
sabía que estaba el amor, ese amor que me hacía recordar su voz, no olvidar
ni su olor; ese amor que me había hecho llenar los ojos de lágrimas pensando
en ella; ese amor que me indicaba que yo haría cualquier cosa por ella, que
robaría para llevarle regalos, que muchas veces había guiado mis pasos para
volver hasta su puerta y que empujaba mi mano a golpear; pero que no lo
había hecho. Todo eso era amor y también mis instintos de ese momento, el
deseo de apretar hasta reventar, de morder hasta hacer gritar, porque el amor
es una amalgama de todas las ternuras y todas las crueldades, de todo lo bello
y todo lo repugnante.
Empecé a acercarme al rincón con los brazos extendidos hasta que sentí
la pared y las tablas viejas. Los bajé porque ya no necesitaba tenerlos
horizontalmente. Entonces supe que ya no se me escaparía y que las cosas
irían a suceder, no sabía cómo, pero que sucederían.
Cuando la punta de mis dedos, y después mi mano completa la
alcanzaron por un hombro, ella volvió a decir:
—Déjame o grito.
—Grite todo lo que quiera, no me importa —respondí.
Ella estaba acurrucada en el rincón pero se puso en pie rápidamente y
empezó a tirarme puñetazos y patadas. Recibía los golpes y no me importaba
nada, pero en una de esas sentí rabia y le asesté un tremendo bofetón en plena
cara. No sé por qué lo hice, hubiera querido no haberlo hecho, pero no tuve
tiempo de pensar, de evitarlo. Como si mi mano y mi brazo fueran un
mecanismo loco que hubiera perdido el control del resto de la máquina, se
levantaron y se lanzaron hacia el frente y encontraron al final la mejilla de
Rosamar.
Hubo un pequeño silencio y ella dejó de agredirme y se puso a llorar.
Entonces me acerqué y la toqué por todas partes y la trinqué y besé sus ropas
y sus cabellos y todo cuanto encontré. Forcejeamos tesoneramente, la tiré al
suelo y tropezó con la pared y las tablas. Nos trabamos en una tremenda
lucha en silencio. Ella no decía nada porque el esfuerzo de hablar podía
disminuir tiempo y fortaleza en sus manos, en sus músculos, y en sus piernas
para la lucha que sostenía. Yo destrozaba, apretaba, abría, golpeaba, besaba y
jadeaba. De pronto sentí que todos mis esfuerzos eran insuficientes para
evitar lo que ya iba a suceder, que toda la concentración de mi cerebro y mis
pensamientos eran poca cosa ante la inminencia de lo que iba a pasar. Los
estertores llegaron, mis músculos se relajaron. La apreté un poco y
convulsioné un rato contra la parte de su cuerpo que encontré, lleno de
amargura y odio.
Todo pasó en un minuto y volvió la estabilidad a mi cuerpo. Entonces
me llené de ira y deseos de matar y me puse a golpearla por todas partes y
con todas mis fuerzas. De pronto sentí que el fruto se abría, que la carne
estaba caliente, que su cuerpo se acomodaba debajo del mío; pero ya era tarde
y tuve deseos de estrangularla y busqué su cuello y empecé a apretar. Ella se
sacudió aterrada, se escapó de mis manos y huyó por debajo de las tablas
entre un ruido atronador de maderas y latas que caían. Me quedé buscando
enloquecido, recibiendo palos y latas y gritando:
—¡Puta, puta!, ¡guaricha, me las pagarás!
Josefa abrió la puerta y sentí el aire que entraba.
Rosamar huyó despavorida. La oí tropezar y correr, abrir la puerta y
dejarla abierta, correr calle arriba.
XVII

Regresábamos del juzgado. Nos habían citado para las nueve de la mañana,
pero el juez sólo llegó a las once. Me había entretenido oyendo toda esa
gente, especialmente mujeres, que llevan litigios ante los jueces y que en la
antesala comentan y vociferan. Todas son enemigas pero antes fueron
amigas, llegaron a intimidades. De pronto los celos se sintetizaron en un
bofetón, el viento se llevó un pañuelo a la casa de la vecina y esta lo
escondió, el niño mayor de la comadre se entró y robó un pan, la amiga le
pegó un garrotazo al perro de la otra o los chicos se trabaron a puños.
Entonces nació la enemistad y llegan al juzgado con la rabia fresca y con un
odio tremendo. Se oyen amenazas, arriadas de madre, frases cortantes, echada
en cara de pequeños favores, recuerdos de momentos en los cuales la amistad
o la pasión han llegado a sus límites. Reconstruyen los hechos cada vez con
mayores detalles y todas han visto, pero en el fondo nadie estaba presente y la
verdad ha sufrido tales aumentos y disminuciones, que ya no se encuentra.
Hay veces que parece que llegaran a las manos, pero luego se calman, para
esperar el fallo de la justicia. Otros enemigos conversan casi amigablemente
y de pronto surge en la conversación algo que se refiere al motivo de disgusto
y vociferan. Y el juez llega y todos quieren hablarle al tiempo y entonces hay
que poner orden y hacer colas. Como fieras apenas domadas, obedecen y
aguantan, entre gruñidos, las órdenes y los malos tratos de los funcionarios de
la justicia, oyen sumisas cuando el juez las regaña, gritando, haciendo
alusiones obscenas, riéndose de lo que fue motivo de rencilla, empujando y
hasta ofendiendo la dignidad de los litigantes. Muchas veces las ofensas que
causaron el disgusto con el amigo, con la amiga, con el marido, con el primo,
con la comadre fueron menores que las que reciben del juez.
***
Aquella noche, es decir, la noche de mi lucha inútil con Rosamar,
cuando la mamá llegó la hija la recibió con el cuento de que entre Josefa y yo
habíamos tratado de forzarla. La vieja no fue más sino oírla y corrió a nuestra
puerta a golpear y a gritar.
Floro había llegado y se preparaba para acostarse. Oí cuando dejó de
quitarse sus ropas y quedó en silencio como interrogando y posiblemente
mirando hacia la puerta.
—¿Y esta vaina qué es? ¿Es con nosotros? —preguntó de mal genio.
Pensaba decirle cualquier cosa, pero no alcancé porque Josefa principió
a hablar:
—Lo que pasa es que… Y ahora no te vayas a calentar, porque ya no se
puede contar nada…
Los gritos de la vieja atronaban afuera. Posiblemente habría un corrillo
de gente en la calle, pese a que ya era noche.
—Bueno, hable, hable de una vez, no joda con tanta advertencia —dijo
Floro y Josefa repitió:
—Lo que pasa es que la Rosa María, la hija de la vieja que vive aquí
arriba, la que tiene puesto en la plaza, anda persiguiendo a Toti por todas
partes. Lo ve y se le van los ojos. Cuando llega por las tardes viene dizque a
hacer visita. Y esta tarde, cuando llegamos, Toti se quedó aquí y yo salí a
comprar el pan para el desayuno, entonces llegó Rosa María y se le metió
directamente al cuarto. Con toda seguridad que vio cuando salí y aprovechó
para entrarse. Se puso a arrimársele y a manosearlo hasta que él sintió
arrechera. Entonces cerró la puerta y puso manos a la obra. Cuando vio que
no era ningún pendejo y que estaba bien armado le dio miedo y se puso a
gritar y a llorar. Ahí duraron un rato haciendo fuerza, cada uno para su lado,
y habrían tenido tiempo para hacer todo lo que hubieran querido porque la
tienda de la esquina estaba cerrada y me tocó casi ir hasta el centro, pero la
muchacha siguió asustada y gritando y en esas llegué, oí los gritos y abrí la
puerta. Ella salió por cerca de mí sin saludarme ni despedirse, con el rabo
entre las piernas y toda llorosa. Toti estaba en el rincón, detrás de las tablas,
buscándola todavía. Eso es todo y por eso la vieja viene a hacer escándalo.
—¡Carajo!, las vainas en que lo meten a uno ustedes —dijo Floro, no de
mal genio. Y luego, dirigiéndose a mí:
—Bueno, ¿pero le alcanzaste a hacer algo?
—No, no pude —contesté.
—¡Ah, pendejo! —exclamó mortificado.
—Pero con ese modo de gritar, ¿cómo se podía? —dije disculpándome.
—Los gritos y los llantos no importan, todas lo hacen así durante las
primeras diez veces y algunas toda la vida, pero se les da dos o tres bofetones
para que griten por algo y al momento abren las piernas.
—Así lo hice, pero cuando cedió era tarde porque ya no podía aguantar.
Con esta maldita oscuridad…
—Qué lástima. Yo sí he visto unas dos veces a la carajita y está buena…
—comentó y quedó en silencio.
Comprendí que decía para sus adentros: “Me le pondré al corte y no se
me escapará”.
La vieja seguía insultando en la puerta, pero ya no con tanto furor como
al principio y Josefa preguntó si abría, pero Floro le contestó que no, que
dejara, que al fin se cansaría y se iría a dormir o que creería que no había
nadie allí. Todo esto lo dijo en voz baja y me pareció descubrir que era un
cobarde. Luego, como para disculparse:
—Mañana vendrá con la boleta para el juzgado. Hay que ponernos de
acuerdo para lo que se va a contestar al juez —se quedó pensando un poco y
luego:
—Hay que decir que tres tardes seguidas, con esta, se le metió al cuarto
mientras tú salías en busca del pan y que la última tú encontraste la puerta
cerrada y que abriste porque oíste ruido, pero no gritos, sino ruido y porque la
puerta nunca se cierra, y que cuando abriste ella salió corriendo. Que eso es
todo lo que sabes. Si te preguntan qué la encontrabas haciendo los otros días,
les dices que siempre estaba por ahí afuera haciendo que trajinaba con los
trastos de cocina. Y dices, así no te lo pregunte, que has visto que la
muchacha mete hombres a su cuarto mientras no está la mamá. Que no te
consta qué hacen, pero que en todo caso, sí los has visto entrar. Luego,
dirigiéndose a mí:
—Y tú, Toti, dices más o menos lo mismo, pero agregando que mientras
estaban solos ella se te arrimaba y te besaba, que la última vez fue ella quien
cerró la puerta y que, claro, como tú eres hombre, te dieron ganas y..., que
cuando estaban ya listos había llegado Josefa y había abierto la puerta. Que
Rosa María, salió asustada diciendo “ciego corrompido”, para disculparse y
que tú te quedaste con los crespos hechos.
Quedamos de acuerdo. A Josefa le pareció magnífico el plan y yo lo
acepté sin decir nada, pero en el fondo sentía rabia contra mí mismo por
prestarme a estas mentiras. Me parecía que nada era indigno de contar, y que
buscar a una mujer y tratar de poseerla, por todos los medios de la persuasión
o de la fuerza, no era un crimen sino una cosa natural. Por otra parte,
Rosamar no me había buscado. Sabía que la quería a pesar de que en ese
momento, cuando se desmayó debajo de mí, cuando ya era incapaz de
poseerla, hubiera sido capaz de matarla porque me pareció una burla ceder
cuando todo esfuerzo sería inútil. Pero eso había sido en ese momento de
rabia, momento ya pasado y revuelto en esos recuerdos que no causan odio,
ni amor, ni remordimiento, ni venganza. Yo la quería. Mi lucha por
conseguirla también era amor. Y no dije nada, no protesté por el sartal de
mentiras que entre Floro y Josefa habían armado. He debido decirles: “No, lo
de los hombres que entra Rosamar por las tardes a su cuarto, eso sí no deben
decirlo, es mentira y la puede perjudicar. Disculparnos sí, pero calumniarla
así, no”. Pero no dije nada, ni en ese momento, ni después ante el juez cuando
Rosamar lloriqueó gritando que era mentira, que nunca lo había hecho, y
cuando oí el sonoro bofetón que la vieja le asestó en la cara. No dije nada y,
sin embargo, ahora creo que entonces pensé hacerlo, pero tal vez ni siquiera
lo intenté. Sólo ahora, mucho después, me parece tan lógico haberlo hecho,
que he llegado al convencimiento de que fue entonces cuando lo pensé.
***
Ante el juez todo pasó como lo habíamos previsto: la vieja principió a
hablar como una cotorra, sin puntos, ni comas, ni resuello. Jadeaba. Estaba
enfurecida. Contaba todo en desorden, pero más o menos como había sido.
Aumentaba y exageraba, pero eso no empeoraba las cosas. Josefa se reía y
soltaba exclamaciones como para sí, como queriendo decir: “Vieja
embustera. Verá quién sale ganado”. De pronto habló el juez:
—Un momento, un momento, no tanto escándalo. ¿Usted es la agredida?
—No, yo no, pero es mi muchacha, que es lo mismo —contestó la vieja.
—Entonces no hable usted, déjela que hable ella —dijo el juez de mal
genio.
—Sí, pero soy la madre y puedo hablar por ella —insistió la vieja.
—¡Ya le he dicho que se calle! —sentenció el juez—. Si sigue
irrespetando a la autoridad la hago meter al calabozo.
La vieja guardó silencio a regañadientes y todos comprendimos que el
juez ya había fallado en su interior y que ese fallo era en su contra.
Seguramente habría mirado a la contraparte, que éramos nosotros, y habría
llegado al convencimiento de que éramos inocentes con sólo vernos. Un
pobre cieguito no puede causar males, ni perseguir a nadie, ni forzar a nadie,
sólo puede esperar lo que le acerquen, lo que le llevan a sus manos. Sobre un
pobre cieguito Dios ha puesto toda la dulzura, la resignación y la pureza.
Rosamar habló en orden y relató todo como había sido. Su voz me
encantaba y pensé: “Pero no han debido armar este escándalo. Si yo la quiero
y me casaría con ella”. Luego comprendí que ya no era lo mismo, que su voz
sólo me llegaba con el embrujo con que llega a los pobres niños que piden
limosna al pie de las puertas de los circos, el ruido de las trompetas y los
platillos; como algo que no se verá de cerca nunca.
—Dígale lo de los bofetones y que quería matarla —intervino la vieja.
—¡Déjela que hable sola! ¡Usted no se meta! —vociferó el juez.
—Dígale lo de la rotura del vestido y de toda la ropa —insistió la vieja,
como si no hubiera oído.
—¡O se calla o la hago sacar de aquí! —volvió a gritar el juez.
Rosamar terminó de hablar y el juez, dirigiéndose a mí, preguntó:
—¿Qué opina usted de la acusación? ¿Es cierto o no?
—No —contesté secamente.
Luego, dirigiéndose a Josefa:
—Y usted, ¿qué dice de la acusación, que usted la engañó y la encerró
en la pieza?, ¿ah?
—Eso es una calumnia. Usted doctor no conoce qué clase de gente es
esta. En el pasaje hemos hecho todo lo posible para sacarlas de ahí —
contestó Josefa y comenzó con su relación de los hechos de acuerdo con lo
convenido, al pie de la letra, sin desviarse, sin dudar. Entonces fue cuando oí
el bofetón que la vieja le dio a Rosamar y su lloriqueo. Cuando ya iba
terminando, el juez la interrumpió cansado:
—Un momento, vamos a ver. Jovencita —dirigiéndose a Rosamar—,
pero acláreme este punto: Tomás, su presunto seductor, ¿pudo usar de usted
ese día, es decir, la violó o la poseyó?
—¡Eso sí no! —chilló la vieja—; mi Dios, que es muy grande, la
favoreció. Mi muchacha está buena todavía.
—Déjela contestar a ella —ordenó el juez.
—No, no hizo nada; fuera de besarme, nada más —contestó Rosamar
tímida y cortada.
—¿Entonces para qué tanto escándalo y tanta perdedera de tiempo?
Vengan al juez cuando haya verdadero motivo; pero eso de un forcejeo con
culpa o sin ella, pero sin consecuencias, sin violación, sin embarazo ni nada,
eso no es como para hacer perder el tiempo a la justicia cuando hay tanto
trabajo.
Todos quedamos callados y sorprendidos del desenlace de las cosas y de
la inusitada decisión del juez, como esperando algo más; pero nada, el juez se
conformó con ponernos una caución de cinco pesos por si volvíamos a
pelearnos y nos sacó casi a empujones del despacho.
Así terminó todo. Cada uno cogió su camino. La vieja salió protestando
con su muchacha y la oí todavía hasta la mitad de la cuadra regañando a
Rosamar y amenazándola con una muenda que muy seguramente se la dio.
Nosotros salimos en corrillo: Floro callado, y yo comprendía que, tras su
silencio, sus ojos estaban en los pechos y piernas de Rosamar. Josefa,
satisfecha, reía de nada y hablaba en voz alta del asunto como para que la
vieja y la chica la oyeran. Yo iba callado entre los dos. Cogimos calle arriba.
Josefa dijo:
—Salió todo bien. De eso de justicia sí sabe el Floro.
—Salió muy bien —contesté yo.
—¿Si oyeron el bofetón que le dio la vieja a la Rosa María? Se le puso
la cara roja y le quedaron los dedos pintados.
—Sí, oí, pero eso no me hace gracia. No era necesario decir esa mentira
— protesté.
Floro permanecía en silencio.
—Tú no sabes de la vida, Toti —me dijo repuso entonces Josefa,
mientras me apretaba el brazo—. En eso de justicia hay que decir de todo, sin
titubear, sin colorearse, cosa que parezca cierto, o si no se lo traga a uno la
tierra.
Sin mediar palabra, Floro me dejó en la esquina pidiendo limosna y
acompañó a Josefa algunas cuadras, pero luego la dejó sola. Entonces, como
si estuviéramos de acuerdo, ella se devolvió para buscarme y yo me encaminé
para nuestro cuarto en su búsqueda, y nos encontramos en el camino. Yo
había pensado que así sucedería y tenía razón.
—¡Qué trabajar ni qué carajo!, con este día tan lindo; vamos a tomarnos
una cerveza —me dijo.
Pero ya estábamos ambos en camino sin hablarnos, cada uno con la
misma idea entre la cabeza: tomarnos una cerveza o unas y después… quién
sabe.
—Está bien —contesté, y me agarré de su brazo.
—El Floro está verraco conmigo por todas estas vainas. Dijo que bajara
por ti y Matías. Es seguro que llegará a medianoche —me explicó para que
nos sintiéramos cómodos.
—Pero él se tragó la mentira completa; ¿no lo oíste cómo alegó en el
juzgado?
—Sí, pero él es así, se calienta porque descubre que tiene que creer y
que la verdad puede ser otra —contestó—; y luego eso le pasa, entre la cama
todo se olvida, y si no que siga así y busque otra, ya estoy jarta de él.
No contesté, ni hablamos nada más en todo el trayecto. No sabíamos qué
decirnos. Andábamos de prisa como si tuviéramos algo urgente qué hacer.
Teníamos la certeza de que algo pasaría y que hacia ese algo caminábamos de
afán, sin saber por qué. Algo que estaba en la sangre, sepultado bajo miles de
pensamientos. Y sabíamos que cualquier cosa nos desviaría del objetivo: una
demora, un desacuerdo, un encuentro, una acción anticipada. Todo sería de
un momento a otro y por eso callábamos, para no apartar nuestra atención de
su objetivo, para no interrumpir nuestros pensamientos que tenían una meta
fija.
Llegamos a la tienda y pedimos una cerveza cada uno y la bebimos de
un solo tirón. Nos sentamos un momento, pero no estábamos de ánimo para
estar sentados y nos pusimos de pies. Pedimos otra cerveza y la bebimos
bogada. Estaba fría, sentía calor y sed. Josefa pagó y salimos eructando. Se
hubiera podido creer que nuestro afán era por llegar a la tienda y sentarnos a
beber hasta embriagarnos, pero no era eso y seguimos calle arriba cogidos del
brazo, en silencio, con pasos rápidos.
Josefa abrió el cuarto y entramos. Después cerró, y como si no
esperáramos más sino eso, nos abrazamos y empezamos a besarnos con
ardor. Rodamos a la cama todavía sin hablarnos. No habíamos tenido tiempo
de quitarnos las ropas. Nada. Parecía que todo el afán del mundo se hubiera
metido en nuestra sangre. Y así lo hicimos por la primera vez, con avidez,
con furor, con poder, con locura y en silencio.
¿Cuántas veces la traicioné mientras la poseía? No lo sé, pero mi
obsesión, todos mis pensamientos, eran para Rosamar, para sugestionarme
hasta creer que quien estaba allí debajo era ella. Luego la olvidé y me
acostumbré a sentir igual placer pensando que era Josefa.
Quedamos satisfechos y extenuados, uno al lado del otro en la cama.
Duramos un rato sin hablar, pero ya no teníamos ansiedad ni afán, ya
sabíamos qué era lo que queríamos, pero un minuto antes de hacerlo ninguno
de los dos habría sido capaz de confesárselo. Entonces fue cuando por fin
hablamos, pero no de eso, porque eso no necesitaba explicaciones ni
palabras, sino de Rosamar, y fui el primero en hacerlo cuando cometí el error
de preguntarle, como quien no quiere la cosa:
—Bueno, y, ¿cómo fue el asunto de convencer a Rosamar de meterse en
mi cuarto? Cuéntame.
Ella guardó silencio, como dudando de hacerlo, y luego empezó a
hablar.
—Eso no tiene importancia, ya pasó, ahora somos los dos. No sé por qué
seré tan boba y me puse a levantarte mujer, cuando sabía que en el fondo te
amaba. Hemos podido evitarnos todo si desde el principio…, aquel día
que…, fue muy fácil…, pero no hay para qué hablar de eso, es asunto
pasado…, ahora somos los dos.
—Sí, tienes razón, no hay para qué hablar de eso —contesté, pero de
dientes para afuera. Adentro me moría de que hablara, de conocer todos los
detalles, hablar y hablar sin cesar de Rosamar, porque no quería perderla de
la imaginación ni del recuerdo; pero toda conversación de ella parecía que
había sido cancelada por Josefa y con mi falso desinterés había contribuido a
ello, por lo menos por aquel día, si no hubiera sido porque Josefa también
hablaba de dientes para afuera y en verdad sentía el hormigueo de hablar de
Rosamar, para solazarse de su habilidad para engañarla y colocarla a un paso
de perderse.
—Pero, ¿para qué quieres hablar de ella? ¿Te interesa tanto? —preguntó
con deseo manifiesto de seguir hablando.
—No, ya no, era sólo para saber cómo pasó todo y cómo fue posible que
de un momento a otro entrara en mi cuarto en forma tan inexplicable y
sorpresiva. Claro que tuve dudas y curiosidad cuando tú me dijiste que no
saliera del cuarto ni hiciera ruido y que estuviera escondido; pero no pensé
que fuera para eso. Después, cuando cerraste la puerta y me gritaste desde
afuera: “¡Ahí está Rosa María!, ¡enséñale para qué es que Dios te dio esa
vaina!”, comprendí un poco, pero no he salido de la sorpresa.
Se puso a reír y luego, sin dejar de hacerlo, se me echó encima y empezó
a besarme. Sentí asco y deseos de golpearla. No quería que me besara, ni que
me tocara, ni que se riera, ni que hablara de nada que no fuera de Rosamar.
Sentía un afán tremendo de hablar de ella. Callaba para no demostrar mi
interés. Por fin me dejó y volvió a acostarse a mi lado, boca arriba, como
estaba antes.
—¿Recuerdas aquel día cuando me contaste que la vieja te había echado
a la calle y que la muchacha había dicho que te tenía lástima? —me preguntó.
—Sí, estaba lleno de ira, hoy ya no siento nada, ni me importa, ya no la
recordaba —repuse.
—Bueno, eso eres tú, pero yo, que siempre te he querido, no lo he
olvidado y desde ese mismo momento hice el propósito de tenderle la celada
para entregártela indefensa, para que la violaras o la mataras, como quisieras
—su voz se había llenado de ira—. Para que le metieras un hijo, un hijo de
ese hombre por quien ella sólo sentía lástima y repugnancia…
—No exageres —interrumpí tajante—; no es para tanto, ella lo hizo
forzada por la vieja.
—Pero otra cosa me dijiste entonces. Yo sé cómo es esa gente. Ya había
oído el runrún. Parece que estuvieras loco por ella y yo aquí dándote gusto.
¿No quieres que te hable de la se-ño-ri-ta?
—No me importa nada, un carajo, habla lo que quieras —respondí
tratando de ser indiferente.
—Pues bien, desde ese día me puse a pensar cómo haría para metértela
en el cuarto… —dudó un momento—. ¡Carajo!, y haberse salido sin que le
hicieras nada. Cuando los oí forcejeando, tuve varias veces la intención de
entrar y tenértela o que la amarráramos, pero pensé que con ese tamaño que
tienes te bastaría solo y más cuando ella es tan menudita. Pero he debido
hacerlo porque el asunto era hacerle el daño, si acaso no se lo han hecho ya.
Tragué saliva e hice fuerza para no sentarle un bofetón.
—Todavía, cuando abrí y salió llorosa y cuando oí que jipiaba adentro
creí que le habías logrado hacer el mandado.
Yo callaba y recordaba todos los detalles de aquel día. Ella,
posiblemente, como era la primera vez, resistió más y cuando ya aflojó,
cuando el deseo venció la resistencia, fue tarde. Debió sentir por unos
momentos un tremendo amor por mí, ese amor que no es sino deseo
incontrolado, que la forzaba a entregárseme a pesar del odio y la repugnancia.
Y luego… Tal vez más odio.
Interrumpiendo mis pensamientos, Josefa prosiguió:
—Al día siguiente pasó la vieja con la muchacha como camino de la
plaza. Pensé que en adelante no volvería a dejarla sola en el cuarto, pero un
rato más tarde vi que Rosa María volvía sola con algunas compras. Me alegré
mucho, abrí la puerta bien y me cuadré en el marco con la mayor naturalidad:
“Hola Rosita, ¿cómo te va?”, le dije todo lo más melosa que pude. Venía con
media libra de arroz en una mano y una panela en la otra. “Será bien, misiá
Josefa, gracias”, me contestó y parecía que iba a seguir de largo, pero yo la
tranqué: “Carambas, ya casi no saludas, ni has vuelto a hacerme visitas”.
Entonces se detuvo cordial: “Que va, misiá Josefa, lo mismo que siempre: a
usted era a quien no había vuelto a ver ni oír”. Hablamos de muchas cosas sin
nombrarte para nada y yo me la devoraba con la vista y con los pensamientos.
Creo que en ese momento parecía un hombre ante una muchacha así, sólo
que el hombre siente deseos de hacer otras cosas y yo sentía deseos era de
destriparla. De golpe me acordé que ella estaba loca por aprender a tejer, ya
me lo había dicho en otra ocasión, y le dije: “Qué hubo, ni más el aprendizaje
del tejido, ¿no?”. “Pero ¿con quién?”, repuso. “Pues conmigo”, le repliqué
ligerito. “Pero usted no me había dicho que supiera tejer”, contestó muy
segura. “Cómo no, te lo había dicho, pero no te recuerdas; inclusive, te
prometí enseñarte”, insistí y antes que contestara: “No es más sino que
vengas por las tardes, me ayudas un rato a remendar; tú no sabes la cantidad
de ropa que sale para tres hombres y te voy enseñando lo poco que sé, que
tampoco es mucho”. Vieras cómo se sonrojó cuando menté hombres. Luego
se le iluminó la cara de alegría. Quedamos en que vendría desde esa misma
tarde y se marchó contenta. Me froté las manos satisfecha. Sabía que desde
aquella tarde iría sin falta. Yo de tejidos la verdad es que es muy poco lo que
sé. Una vez, por allá en el campo, llegó una comadre de mi mamá y me
estuvo enseñando, pero como no se demoró sino tres días en nuestra casa, fue
muy poco lo que aprendí; pero tú conoces mi lengua. Y así fue. Comenzó a
venir, remendábamos entre juntas la ropa y yo le enseñaba lo que medio sé y
ella estaba convencida de que yo era una verdadera maestra. Hasta la vieja,
una tarde que pasó por aquí, cuando acerté a salir, me echó una sonrisa como
quien dice: “Mil gracias, señora”. Charlábamos y entre conversación y
conversación le hablaba de la necesidad que tiene una muchacha como ella de
buscar un hombre, ya para que se casara o por lo menos para que se hiciera
cargo de ella. Se quedaba callada y se coloreaba. La sangre le debía hervir.
Yo continuaba: “Una no sabe lo que le reserva el destino y hay que ponerse a
gozar de una vez. De golpe cae uno en manos de un canalla que le meta dos o
tres hijos y la deje botada; entonces, si una está ya vieja, se la tragó la tierra;
pero si es joven todavía, ahí no le faltará otro. “Yo no entiendo todavía de
esas cosas bien, estoy muy joven y puedo esperar. Ya llegará el momento”,
contestó despreocupada. Yo volví a la carga: “Qué joven ni qué nada, entre
más pronto mejor; es la única manera de sacarle gusto a la vida. ¿Qué edad
tienes ya?”. “Quince años, los cumplí hace dos meses”, contestó. “¿Te parece
que estás niñita? Cuando yo cumplí los quince ya hacía tres años que me
habían perdido y ya sabía mucha cosa y había gozado mucho. ¿Cuánto hace
que te vino la regla?”. Rosa María se coloreó y no quería contestar: entonces
le dije: “No seas pendeja, no estás hablando con hombres sino entre mujeres,
con una amiga que es como tu mamá”, sonrió y contestó: “Ya hace más de un
año y…”. No la dejé terminar: “¿Y qué esperas, entonces?”. Aquel día no
hablamos más de eso sino de otras cosas para que no se ahuyentara. Al otro
día volvió a la hora precisa y se puso a remendar ropa. Noté que se sonrojaba,
pero no dije ni mú. Ella seguía callada dale que dale al remiendo, cada vez
más colorada. Yo sabía que en su mente bullían las ideas y que el deseo había
nacido en su cuerpo. No sé si sería por todo lo que yo le dije el día anterior o
si era cosa vieja como sería lo más natural. Ella no dijo nada de esto, pero
estas cosas no hay necesidad de decirlas ni regarlas a los cuatro vientos; eso
se conoce por encima, en el color de la cara, en el brillo de los ojos, en la
ansiedad de los labios, como se conoce a una persona enferma, a uno que
tiene fiebre. Y seguí callada para dejar que sus pensamientos llenaran el
silencio. Hay que meter el pinchazo y dejar que lo demás lo haga la
imaginación. Ella fue quien primero habló del asunto: “He estado pensando
en todas esas cosas que me dijo ayer”. “Ajá”, gruñí y seguí haciéndome la
desentendida. “¿Y usted es casada con su marido?”. “No, no; eso no
conviene. El hombre la respeta y trata mejor a una cuando no están casados,
porque una puede irse cuando le venga en gana, mientras que casada tiene
que aguantar y callar. De golpe se sinvergüencean y una puede buscar otro”.
“Ah, sí, tiene usted razón. Sin embargo, yo siempre he pensado en casarme
bien casada, con bendición, cura y todo”.
***
Pensé que yo sería el hombre para casarme con Rosamar, bien casado,
con bendición, cura y todo. Pero ciego ¿cómo llegaría hasta el altar? Tendría
que ser ella mi lazarillo desde antes de casarnos. Entrar de su mano a la
iglesia sería desagradable, la gente a nuestro paso se compadecería de mí,
pero les causaría mucha más lástima una muchacha que se hiciera cargo de
un ciego. No faltarían quienes rieran para adentro como si yo viera, pensando
en la cornamenta que me iría a nacer, si no era que ya la tenía. Luego, una
vez casados, ella todo el día sola, tendría muchas oportunidades para serme
infiel, porque mientras estuviera yo en la casa sería como si la estuviera
viendo. Sabría qué estaría haciendo y qué dejaría de hacer. Mantendría la
puerta cerrada para que ningún hombre la viera al pasar y para poderla poseer
cuando me viniera en gana. Luego los pensamientos se aquietaban en mi
imaginación como los chicos en el salón de estudio, después del recreo. Sólo
me quedaba la ansiedad en la carne como un hormigueo que se va perdiendo
en las venas; desilusionado y sin haber llegado al paroxismo. Restaba un
palpitar desfalleciente como puñitos de niño, residuo de aquel golpear
acelerado y fuerte que acompañaba a mis pensamientos como nota de fondo,
precipitándose o aquietándose al compás de los actos y circunstancias que mi
cabeza iba creando. Había cerrado los ojos y debajo de mis párpados se
perdían mis pupilas inútiles, purulentas, con recuerdos de aquello bello azul
que hablaba mi madre. Parecería entonces así como cualquier otro hombre
dormido, rendido al lado de su hembra. Oía el runrún de la conversación de
Josefa y me adormilaba. Sentía de golpe que ponía su mano sobre mi pecho,
no para despertarme, ni para nada, sino como un acto cualquiera, impensado,
innecesario. Me sobresalté un poco, pero ella no notó nada; siguió hablando
como si su oficio fuera hablar sin importarle si yo le contestaba o la oía, pero
la paz ya había llegado a mi alma.
***
—…“hay hombres fuertes, sanos, que provocan, como Matías, como
Toti…”. Puse adelante a Matías, no porque él en realidad sea un hombre que
valga la pena, sino para que ella no creyera que te estaba haciendo la
propaganda. Vieras cómo se puso como un tomate. Me miró queriendo decir:
“¿Y qué? ¿Para eso es tanta charla?”, pero me hice la imbécil y seguí: “…
como Floro, como muchos, porque no todos los hombres sirven y uno puede
de golpe caer en manos de un marica, y eso sí es el acabose”. Me callé para
no cansarla y ella fue quien prosiguió: “¿Y usted quiere a Floro, es decir, a
don Floro?”. “Claro, eso ni dudarlo; es el hombre hecho a mi medida, macho
y trabajador. No hay mujer que más quiera a su hombre, ni que le sea más fiel
de pensamiento y obra. Hombres así son los que hay que conseguir, educados
y de buenas maneras, respetuosos y cumplidores”. “Y entonces ¿por qué no
se casa con él?”, preguntó la tonta después de tragarse todos los elogios que
le hice del Floro. “Ah, eso es otra cosa”, me apresuré a contestarle; él no me
lo ha propuesto, ni yo a él, es decir jamás, ni antes de reunirnos, hemos
hablado de eso. ¿Para qué? ¿Tú crees que eso sirve para algo? La bendición
del cura no modifica en nada el asunto: el mismo amor, o más, la misma
fidelidad, o más, los mismos hijos, cuando los hay, el mismo trabajar y
contarse uno sus vainas, el mismo comer y dormir. Y si no es así, por lo
menos se le quita a la vida ese constante remordimiento por todo lo que se
hace”. “Sí, pero está muy lejos de Dios y se va después para el Infierno”,
insistió crédula. “Qué Infierno ni qué diablos. Eso hay que esperar uno a
morirse para saberlo y no insistir en vivir el Infierno o el Cielo desde la
Tierra. Todo tiene su momento: aquí, a gozar y joder; allá, a sufrir, si se gozó
mucho aquí o a gozar, si se sufrió mucho en la Tierra. ¿No es lo mismo gozar
aquí y sufrir allá, que sufrir aquí y gozar allá?”. Se quedó callada con la duda
hormigueándole en la cabeza y aceleró a la hechura de la muestra del tejido
que le había puesto. Me pareció que quería huir de mí, de mi cuarto, y
entonces, para atenuar: “Usted mijita no sabe de la vida porque está muy
joven y porque, por otra parte, le falta alguien que la ayude; yo, desde los
doce, ya sabía tanto como una vieja. Una reza y sufre y cumple con la Iglesia
y así debe ser, pero cada día peor, hasta que llega un momento cuando se
convence de que Dios no se acerca a los pobres por más que estos se mueran
rogándole y amándolo, y que sólo está al lado de los ricos. Termina una, no
por no quererlo, pero sí por lo menos por dejarlo de lado y tratar de conseguir
con las manos y con el cuerpo lo que con los rezos no se alcanza”. Se puso en
pie y salió corriendo del cuarto. No le vi la cara porque no me dio tiempo de
hacerlo. Dejó el tejido sobre la cama. Oí cuando entraba en su pieza y
trancaba. No sé qué le pasaría, no sé, si sería miedo de beata por lo que
acababa de oír, temor a la confesión, al cura, o aquel miedo que sentimos las
mujeres cuando queremos entregarnos, miedo que resulta siempre menos
potente que el deseo. Tratamos de huir, pero nos acercamos al peligro;
decimos que no, pero buscamos la boca del hombre; gritamos y pataleamos y
sin embargo estamos desmadejándonos y entregándonos. Y no es comedia”.
***
Me repugnaba todo esto que decía Josefa entre torpe y elocuente. O yo
había cambiado o solamente el amor por Rosamar me hacía sensible a estas
cosas y procederes que en casi todas las circunstancias de mi vida me han
llenado completamente. Hubiera querido pararme y huir como lo había hecho
Rosamar. No oír más, taponarme los oídos; pero nunca he tenido este recurso
que tiene la humanidad de huir de la presencia de las personas que les
disgustan, no oír aquellas cosas que no quieren escuchar. ¿Cómo huye un
ciego? ¿Cómo se precipita calle abajo corriendo como los ladrones? ¿Cómo
corre y se esconde en la esquina, en una tienducha, en una guarida? ¿Cómo
busca la soledad y el silencio sin que estos terminen por aniquilarlo? Ese ha
sido mi destino; oírlo todo así me hiera, estar siempre con alguien aunque lo
odie.
***
—¿Estás muerto o dormido? ¿No oyes o te has tragado la lengua? —me
gritó Josefa empujándome con su hombro a punto de botarme de la cama.
—¡No, carajo!, ¡¿por qué tengo que estar hablando?! —le grité también.
—Perdone, mi amo —dijo sardónica mientras trataba de ponerse en pie
para alejarse.
Entonces la agarré por el brazo y la apreté con todas mis fuerzas,
mientras la tiraba a mi lado.
—Continúa hablando, contándomelo todo. No importa, quiero oírlo todo
—le supliqué.
Se tendió otra vez a mi lado y continuó de mal genio y sin entrar en
muchos detalles:
—Al otro día volvió antes de la hora convenida. Y sabía que si no
volvía, y creía que sería así, no volvería nunca más y nos habríamos quedado
con los crespos hechos; pero cuando la vi llegar más temprano que todos los
días, arregladita y con la sangre en las mejillas, comprendí que tenía ganada
la partida. “Sí que estás linda hoy, cualquier hombre se volvería loco por ti”,
le dije mientras le daba una palmadita cariñosa en las nalgas. Ahí si se puso
como una amapola: “Eso qué, misiá Josefita, si no tiene una a nadie”.
“¿Cómo que nadie?”, le dije entre regaño y chiste; aquí no más hay dos
hombres sueltos. No contestó nada y meneó la cabeza como cuando uno
quiere decir: “Sí, pero no me gustan”.
***
Sentí como una opresión en el pecho, como si de pronto me hubieran
colocado encima un peso enorme, cuando Josefa dijo lo último. Es mentira de
esta canalla, de esta perra para ensañarme contra ella. Y si no es mentira, es
natural que Rosamar no fuera, de buenas a primeras, a confesar que me
quería. ¿Por qué venía? ¿Qué buscaba diferente de mi persona? Ahora sí debe
odiarme, aun cuando la mujer siempre siente un poco de simpatía por el
hombre que ha tratado de seducirla y odio por quien la ha despreciado. Ella
continuó ajena a todo.
***
—“Entonces vamos a trabajar”, le dije y ella contestó: “No, ahora voy
para el centro, tengo una cita con mi mamá, quería que viera usted misiá
Josefa mi vestido nuevo”. Efectivamente, tenía vestido nuevo, lo había visto
desde el primer momento, pero no había querido hablar de ello. “Ah, sí, ya lo
había visto; te queda lindo; el cuerpo se te ve muy bien”, contesté y,
evidentemente, era un vestido bonito y también era cierto que se le ceñía al
cuerpo y le quedaba muy bien. “Qué lástima; para hoy tengo unas muestras
que me dieron de tejidos muy bonitas”, dije como por no dejar, porque
realmente no tenía tales muestras ni nada, ni me importaba si venía o no
aquel día. Ella dijo entonces: “Con mamá vamos a una visita nada más; yo
podría venir un poco más tarde, es decir, por ahí a las cinco o cinco y media”.
Pensaba decirle que no, que lo dejáramos para el día siguiente. Pero de un
momento a otro me llegó un pensamiento. Comprendí que la oportunidad no
podía ser mejor y que debíamos aprovecharla. Hacía días que pensaba cómo
haría en el momento preciso para combinar las cosas sin que ella se diera
cuenta, sin que maliciara. Creo que se me iluminó la cara de alegría, pero una
tonta de esas no cae en la cuenta de nada. Le dije vacilante y algo exaltada,
como si ya en ese momento fueran a pasar las cosas: “Pero, ¿si de golpe no
vienes, o se te hace tarde? Sería mejor dejarlo para después”. Sentí temor de
que desistiera, pero ella insistió. “No, de ninguna manera, estaré aquí
cumplidamente”. “Entonces, ¿vienes sin falta? Porque de lo contrario yo
también tengo que salir, le dije para asegurarme de que no faltaría. “Puede
estar segura, misiá Josefita; aquí estaré entre cinco y cinco y media”. Salió
alegre, casi corriendo y yo también, sin más ni más, cogí mi chiro de
sobretodo y corrí calle abajo a buscarte. Te sorprendió que llegara tan
temprano. Te dije que tenía una sorpresa. ¿Recuerdas?
***
Ella continuaba hablando. Me fue adormeciendo mientras Josefa se
regodeaba en ese largo, innecesario, sórdido relato de sus argucias para
llevar, poco a poco a Rosamar hasta mi oscuro cuartucho.
***
—… me quedé afuera esperándola y llegó como un clavo, precisa…, yo
había taponado las rendijas…, las mujeres no gritamos tan fuerte en esos
casos…
***
Qué asco en el fondo del sueño. Empezó a reír satisfecha al recordar las
peripecias. Ahora estaba seguro que era mala, perversa, vengativa, casi igual
a mí; pero yo tenía justificación por mi ceguera, ella no. El hielo entraba
hasta muy adentro y hubiera querido no haberla conocido nunca.
—¡Basta ya! —le dije, e hice ademán de ponerme en pie; entonces ella
volvió a echarse encima de mí y empezó a besarme entre risas. Quería huir,
pero no sabía para dónde escapar. Sentía una mezcla de amargura y
voluptuosidad. Josefa estaba ardiente. La narración la había excitado.
Ya era casi de noche, el frío entraba en el cuarto por las rendijas. Me le
eché encima y principié a morderle los labios con furia hasta hacerla chillar…
XVIII

Una mañana, Matías dijo que se iba para su casa. Floro hizo el escándalo, lo
trató de malagradecido, de maricón y de todo cuanto se le vino a la cabeza;
pero Matías no contestó nada ni modificó su determinación de marcharse.
Luego recurrió a la persuasión por buenas maneras, pero también fue inútil.
Floro salió temprano, como lo hacía desde algún tiempo atrás, dizque
para un puesto que tenía de policía o detective, o algo por el estilo, cosa que
no le obstaculizaba para llegar al cuarto, de improviso, a cualquier hora del
día, siempre colérico, investigativo, como si presintiera algo, como animal
que busca el rastro. Matías terminó de hacer un atado con sus ropas y salió
sin decir nada. Después de haber anunciado a Floro que se marchaba para su
casa, no había vuelto a abrir la boca. Yo estaba en un rincón lleno de angustia
y haciendo fuerza para que dijera algo, para saber por su voz qué le pasaba.
Era mi amigo, mi hermano, y entre los dos había muchas cosas que un ciego
no olvida. Lo quería y tuve amargura de que nos abandonara, de no volver a
sentir su presencia y su voz cerca mí por las noches, de perder esa especie de
último recurso que tenía en él para cualquier día huir al amparo del hilito de
luz que entraba por uno de sus ojos, de tener alguien sobre quién volcar mi
inconformidad, no precisamente en este momento cuando me sentía lleno de
satisfacción, sino cualquier día cuando los hechos se precipitaran sobre Floro
y sobre mí o cuando Josefa resolviera abandonarme. Su presencia era el
último eslabón que me quedaba con mi vida pasada, con el Instituto, con mi
familia y no quería perderlo. Josefa le espetó desde adentro, con sorna y
furia:
—¡Adiós señorito…, maricón desagradecido…, cuidado encuentra en el
camino algún hombre que lo seduzca…, marica!
Me abalancé sobre ella y le di un bofetón en plena cara.
—No lo insultes, si él es maricón, en cambio tú eres…
—Dilo, dilo, no te dé miedo. Lo defiendes porque tú también eres
marica.
—Bastante te he probado que no lo soy… —volví a sentir miedo de
decírselo—, ¡puta desagradecida! —Me decidí por fin.
Sentí que me aruñaban la cara, le metí un rodillazo en el estómago, la
dejé teniéndose la barriga a dos manos y salí en busca de Matías.
—¡Matías, Matías!, ¡espérame! —le grité hacia abajo esperando oír sus
pisadas en la calle.
Quedé un momento desconcertado con las manos en expectativa y con el
corazón golpeándome en el pecho. No quería perder a mi amigo. Que se
fuera, si así lo quería, pero que habláramos, que quedáramos como antes. De
pronto oí su voz aflautada, del lado de arriba, del interior del pasaje:
—¿Para qué me buscas? Tú no me necesitas ya.
—Sí, espérame, quiero hablar contigo.
—No, tú tienes que irte a tullir de frío contra el cemento de la calle para
traerle la comida y la bebida a tu amo y a esa…
Vencí la ofuscación que por un momento me invadió. Ya estábamos
cerca el uno del otro. Me agarré de su brazo.
—No hay necesidad que te vayas, Matías; o por lo menos, si te vas,
quiero que los dos no peleemos. No tengo nada que ver con ellos, soy tu
amigo, soy cosa diferente.
Falsamente insistí para que no se fuera, pero en el fondo quería que se
marchara para quedar con más libertad en mis relaciones con Josefa; que se
fuera de todas maneras, pero sin pelearnos los dos. Huir de su presencia, del
hilito de luz de su ojo, pero conservar al amigo, al casi hermano. Me sentía
agitado, nervioso. Si Matías de pronto hubiera desistido de abandonarnos,
estoy seguro que lo habría convencido nuevamente de que debía marcharse,
buscar una vida independiente, liberarse de la explotación de Floro.
—Tú no me necesitas, ahí ya estás entretenido… —dijo afectadamente.
—¿Entretenido con qué? —le pregunté deseoso de que me confesara
que sabía lo de Josefa, para decirle que sí, que era cierto, que no podíamos
seguir indefinidamente así, que él debía cambiar y buscar una mujer, que le
ayudaría a conseguirla, que él era más que un hermano para mí; pero que no
se metiera en mi vida, que eso no le importaba un carajo y que cuidadito con
ir a soltarle a Floro algo, porque sería capaz de matarlo.
—¡Con nada! —contestó secamente rehuyendo mi invitación a que lo
dijera, a que se desahogara y me desarmó para decirle todo cuanto quería,
para contarle aquel secreto, si no lo sabía, que me llenaba el pecho y pugnaba
por salirse.
—¿Para dónde te vas? —le pregunté sin insistir más y sin saber qué otra
cosa decir.
—Aquí no más a otro cuartucho de este pasaje.
—¿Solo?
—No, con un amigo.
—¡Ah!
—Sí, allí creo vivir más tranquilo y sin ver tanta cosa.
Me quedé callado y empecé a caminar a su lado. La cabeza se me
llenaba de pensamientos que me causaban risa: “ver tanta cosa”. Qué ridículo
resultaba. Qué ironía. Él sufría porque veía algo que le mortificaba. Si
hubiera sido ciego habría sido más feliz y habría seguido con nosotros.
En cambio yo sufría porque no veía nada, porque hubiera sido feliz con
el punto sano de sus ojos por donde entraban las cosas con sus formas y sus
dimensiones, con ver la cara de Josefa y los muslos de Rosamar.
—¿Seguiremos de todas maneras lo mismo? —le pregunté.
—Lo mismo que antes, imposible. Sólo como amigos —contestó.
—Pero con el amigo con quien vas a vivir no debes hacer lo mismo que
conmigo —le dije en forma de consejo, con un naciente hormigueo de celos
en el pecho.
—¿Por qué no? —contestó tranquilo y con el ánimo de mortificarme.
—No seas imbécil, no puedes seguir haciendo el papel de marica.
Pórtate como un macho. ¡Busca mujeres! —bramé mientras le apretaba el
brazo con deseos de rompérselo. Ya los celos me dominaban. Me invadía el
deseo de renunciar a Josefa y volver a su lado, de acostarme con él en las
noches y llenar las horas de aberraciones. Experimenté los mismos
sentimientos de celos, o tal vez más fuertes, que los que puede despertar una
mujer.
—No me aprietes así, me maltratas, ya estamos enfrente de mi cuarto,
nos pueden ver —dijo Matías afeminado.
Lo solté con ira e hice el ademán de marcharme bruscamente de su lado.
Di un paso en la calzada, que allí era honda, sin que yo lo supiera, y caí entre
las piedras. Matías trató de agarrarme por el saco, mientras me decía:
—Cuidado, Toti, te matas.
Luego corrió en mi auxilio. Le metí un empellón con más rabia y di otro
paso en la calle, pero tropecé contra una piedra y volví a caer. Me puse
nuevamente en pie y de tropezón en tropezón llegué al andén, y principié a
caminar calle abajo. Matías se quedó allí o entró en su cuarto. No lo sé, ni
tiene importancia.
No había desayunado todavía, pero no me importó. No sentía apetito.
Pasé de largo por nuestra puerta. Adentro no se oía nada.
Llegué hasta mi sitio de pedir limosna sin darme cuenta del menor
detalle del camino, como anda uno cuando está borracho, cuando existe
apenas un asomo de conciencia, como un pequeño residuo de instinto de
conservación que lo defiende de hacer alguna barbaridad, pero que no fija en
la mente detalles ni recuerdos precisos del recorrido. Entonces uno se
pregunta si se habría podido matar o llegar a otra parte, si hubo alguna mano
que guió nuestros pasos, a qué hora o en qué momento pasamos por tal tienda
o tal esquina, cómo hicimos para introducir la llave por el huequecillo de la
cerradura. Y sin embargo, todo lo hice solo, sin ayuda, y lo volvería a hacer
mil veces por instinto de orientación, por costumbre, como los ciegos, como
los autómatas.
Pasé todo el día en una mezcla de tristeza y mal genio. Nunca antes se
habían acumulado sobre mi cabeza más claramente los recuerdos de mis
padres y mis hermanos y del Instituto. Sin que se lo pidiera a mi cabeza, los
recuerdos salían del fondo, como niños cogidos de la mano. Me parecía
verlos venir pequeñitos, agrandarse, volverse enormes, pasar por frente de mí
y perderse. Cómo me hubiera gustado retener cada recuerdo, aprisionarlo,
jugar con él como si fuera un pedacito de barro o un guijarro y soltarlo sólo
cuando me hubiera aburrido. Las monedillas caían en mi sobrero viejo, en mi
cajita de lata y de mis labios salían automáticamente las gracias de
costumbre, las tres clases de gracias que daba, las gracias que sonaban como
debe de sonar siempre el chapoteo del agua cuando cae una piedra en ella:
“Nuestro Amo lo favorezca y le dé la Gloria”. “Dios se lo pague”. “El Señor
lo bendiga”. ¿Por qué salía el uno o el otro? No lo sé, no me he puesto a
averiguarlo; salía como se escapa de los chicuelos cualquier grito.
Aquel fue uno de esos días en los cuales he sentido tristeza, cuando las
lágrimas se han asomado a mis pupilas, con vigor, para inundar mi cara;
cuando he sentido deseos de ser pequeñito y estar acunado en el regazo de mi
madre, allí cerca de su pecho, entre el calor de su carne y las cobijas, mientras
mis hermanos mayores se arreglaban, entre riñas, para ir a la escuela. Pero
todo lo he vencido para ajustarme a la realidad, para vivir el momento.
El día pasó. Nadie fue a llevarme el almuerzo como era la costumbre. En
la tarde tampoco llegó nadie por mí. Floro, porque había cogido el hábito de
que lo hiciera Josefa, y esta, porque estaba enfurecida conmigo. Recogí mi
sombrero y mi lata, eché las monedas al bolsillo y me encaminé a nuestro
cuarto con el corazón frío, sin emociones, sin esperanzas. No sentía ya rencor
contra Matías, sino un rescoldo de cariño y una especia de tranquilidad
porque ya no vivía con nosotros y yo podía proceder con Josefa como me
viniera en gana.
—Buenas tardes, mi señora Josefa —le dije en chanza, cuando llegué.
—Buenas noches, excelencia, doctor Tomás —contestó burlona—. ¿No
logró convencer a su marica de que regresara para que me reemplazara? —
continuó.
—No hablemos de eso, ¿quieres? Ya pasó. Lo estimo como a un
hermano —contesté.
—Está bien, doctor —contestó burlona nuevamente. En su voz no había
rabia, más bien me invitaba.
Un estrecho silencio nos separó y sentía que todo mi cuerpo se
encaminaba en su búsqueda, a tiempo que ella se acercaba a mí. Nos pusimos
a besarnos el uno pegado al otro, de pies. Luego nos sentamos en la orilla de
la cama y entonces fue cuando Josefa me dijo:
—¿Sabes que estoy enferma?
Sentí como un apretón en el corazón y mi pulso se aceleró. Una íntima
satisfacción con hormigueo de sangre se regaba en mi cuerpo reemplazando
la voluptuosidad. No necesitaba más, toda explicación era innecesaria. Me
parecía que debiera haberlo sabido mucho antes, sin necesidad de que ella me
lo dijera, desde el mismo momento en que lo sembré; pero allí, mi don de
presentimiento, de adivinación, no había funcionado. Si lo hubiera
presentido, si algo en mi interior me hubiera siquiera planteado el asunto: “Tú
puedes de golpe tenerlo, como todos los hombres y puede ser tuyo y puedes
tocarlo y darle un nombre y oírlo”, entonces posiblemente yo me habría
respondido: “Ya está, estoy seguro de que ya está”. Y no me hubiera
sorprendido en el momento que me lo dijo.
Callaba metido entre el túnel de mis recuerdos y mis pensamientos.
Parecía como si mis ojos ciegos se hubieran hundido por entre las cuencas y
ahora viajaran tras de mi sangre caliente por las venas, por las arterias. Sentía
que mis manos querían recorrer el vientre donde estaba el hijo recién
engendrado, para que a través de mis dedos me llegara su minúsculo palpitar.
Todo lo sabía ya como si hiciera años que lo supiera, como si no fuera ella
quien me lo acabara de decir; pero quería oír algo más de sus labios,
arrancarle la verdad. Y le dije descuidado, como si no entendiera:
—¿Enferma de qué?
Debió mirarme con unos ojos que decían: “Imbécil, ¿no comprendes?”.
—Das lástima —respondió disgustada—. Hace un mes que no me viene.
¿Para qué insistir más? ¿Por qué no volcar de una vez mi emoción? Pero
perseveré como un obseso en empañar mi alegría con la duda, con la
ignorancia:
—¿Que no te viene qué?
—Maldita sea —exclamó— contigo no se puede hablar, no entiendes
nada o te haces el pendejo.
Trató de ponerse en pie y dejarme allí; entonces la cogí con cariño por el
brazo y le supliqué:
—No te calientes, no sé qué quieres decir, no me has explicado bien.
Dime qué tienes, qué es lo que no te viene, de qué estás enferma.
Me embargaba la angustia de que pudiera marcharse sin decírmelo por
su propia boca. Tendría que confesármelo a mí mismo. Había hecho tan bien
mi papel, que yo mismo principiaba a dudar si sería eso u otra cosa.
—Pues que estoy enferma, que estoy esperando un hijo.
—¡Cómo! ¿Un hijo? ¿Estás embarazada? —exclamé lleno de emoción.
—Sí, desde hace más de un mes no me viene la regla y ya me
principiaron los malestares. Esta es la vaina.
Pregunté, como si no hubiera oído, lo de los malestares y las vainas.
—Y, ¿de quién será: de Floro o mío?
—Pues tuyo, no cabe la menor duda; ¿no ves que Floro no puede tener
hijos, que en seis años no ha podido embarazarme?
—Entonces, ¿yo fui? —pregunté nuevamente con sadismo, con deseos
de que confesara que yo era.
—Pues claro, hombre; ¿de quién más crees que puede ser? —contestó
molesta.
La besé en la boca sin deseos de nada, sólo con cariño. Recorrí con mis
manos su vientre donde no se notaba nada nuevo.
—Aquí está, ¿no es cierto? —le pregunté.
—Sí, ahí debe estar, pero no joda con más preguntadera —contestó
haciéndose la disgustada.
Nos quedamos en silencio, cada uno pensaba en lo mismo: en el hijo, en
cómo sería, en si sería niño o niña, en cómo le pondríamos, en la felicidad
que sería ese cuartucho con un niño, aun cuando estorbara y pusiera pereque
aun cuando se ensuciara por todas partes, aun cuando llorara. Con una
emoción viva, sin estorbos, como si estuviéramos solos en el mundo, sin
recordar que teníamos ahí muy cerca a Floro como un amo inclemente. Ese
Floro que se apoderaría de mi hijo como si fuera suyo, que me robaría hasta
eso. Tendría que tragarme mi alegría para que él no comprendiera, para que
nadie supiera que el niño era mío, para que nadie pudiera decir: “tiene tu
misma nariz, tú misma boca, solo que…, él si tiene ojos y ve por ellos”. Yo le
tocaría las cejas y bajaría a buscar sus pestañas y sus párpados cerrados y
sentiría debajo de ellos las dos bolitas de los ojos, de esos ojos que serían
como si fueran míos, porque me guiarían por todas partes contándome
historias y describiéndome las cosas.
Tuve de pronto una gran angustia y un deseo de buscar a Floro para
gritarle que era un cabrón, que no había sido capaz de preñar a su mujer y que
yo lo había hecho desde la primera vez, que el hijo era mío, solamente mío,
que no se lo dejaría tocar ni ver, ni hablarle, ni nada, y cuando él se me
viniera encima, hundirle mi cuchillo hasta el mago y sentir que se
desmadejaba a mis pies.
Di un salto de angustia y me puse en pie, nervioso, excitado. Oí
entonces que Josefa lloraba sentada todavía en la cama y comprendí que
pensaba en lo mismo.
—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? —le dije lleno de amor.
La amaba sin deseos de poseerla. La amaba porque así debía ser desde
no sabía cuándo, tan pocos días, posiblemente desde ese mismo instante
cuando supe que llevaba dentro mi hijo.
—No, nada. Se pone una a pensar cosas terribles. Es necesario hacer
algo con él. Huir, tratar de que no sea nada malo, pero en último caso hacerlo
—dijo como para sí, enjugándose las lágrimas.
—¿Hacer qué? ¡¿Con quién?! ¡¿Con el niño?! —vociferé con rabia
súbita porque no se explicaba, porque no hablaba para mí sino para ella,
porque tenía un secreto.
—Con Floro, hombre; ¿no comprendes que no podemos esperar a que lo
note?
Pero a él qué le importa, no ha sido capaz; no está casado contigo —
argumenté no muy convencido.
—Tú no sabes lo que es capaz de hacer. Mil veces me lo ha repetido que
el día que siquiera mire a otro hombre, me matará. Sé que lo cumplirá, y más
cuando se dé cuenta de que estoy embarazada.
—Bueno, hay que esperar un poco, falta tiempo, iremos pensando algo
—le dije para consolarla, pero desde ese momento ya sabía qué debía hacer, y
que ella estaría de acuerdo porque pensaba lo mismo. Hacía tiempo que lo
tenía resuelto, y ahora, con ayuda y con razones, debía hacerlo. Quise todavía
desechar la idea y le dije:
—Preparemos nuestras cosas y huyamos para otra ciudad. Hay muchas y
posiblemente nos va mejor. Ojalá que sea de tierra caliente, quiero cambiar.
Pero no había escape; eso estaba dispuesto desde hacía años, desde el
principio del ser de él y del mío, y ahora que lo veía tan inmediato, se
apoderaba de mí el miedo y quería huir. Claro que tenía afilado y guardado
mi cuchillo con ese fin, pero ya la idea se había fosilizado en mi mente, hasta
perder brillo y fuerza para guiarme, y me sentía tranquilo de no pensar en
eso, de no buscar oportunidades, de que no fuera necesario hacerlo.
Josefa no respondió. Yo había hablado dos veces sin oír su voz y sabía
en qué pensaba: en lo mismo, en que era necesario hacerlo, que era el único
escape. También ella sabía que esos eran mis pensamientos y quería
arrancarme la iniciativa para aceptarla con recelos. Oí que resoplaba, como
quien dice: “Bonita solución; lo que se le viene a ocurrir”.
—Pero eres bien ingenuo. Huir. ¿No sabes lo que es y cómo conoce
todas las ciudades? ¿No has oído que ahora está de detective o algo con la
justicia…?
—Sí, eso dice —contesté intrusamente porque la pregunta no era para
ser contestada, sino como una cosa necesaria en la frase y ella había
proseguido:
—Eso es. ¿Crees que no nos encontraría inmediatamente? Una mujer
con un ciego. En cualquier parte le darían la razón de uno y…
—Entonces tenemos que salir de él —le interrumpí para no dilatar más
el asunto.
—Sí. Salir de él —contestó como quien no sabe bien qué significado
tiene lo que acaba de decir, y sentí que sus piernas se meneaban
nerviosamente.
—Matarlo —continué pero en voz baja. Y lo que esperaba: ella simuló
que se horrorizaba:
—¡No, eso no!, ¡imposible! —respondió angustiada.
—Pero, ¿no acabas de decir que sí, que debemos salir de él?
—Sí.
—¿Entonces? ¿Cómo crees que se puede salir de un hombre como él?
¿Metiéndolo debajo de la cama o guardándolo entre un baúl?
—De veras —dijo persuadida, y entonces aproveché su semiaceptación
para arrancarle la aprobación de eso que ella deseaba más que nadie, pero
esperaba que yo lo hiciera todo.
Las posiciones en este juego se habían cambiado por sí solas; yo, que no
quería proponerlo, que esperaba que ella lo dijera, que el temor de decirlo me
hacía temblar, no solamente lo había dicho y propuesto sino que ahora tenía
que convencerla, seducirla, hacerla, casi a la fuerza, partícipe de mi siniestro
propósito.
—Sí, no queda de otra. Yo lo haré, tú no tendrás que hacer nada. No
ocultaremos nada a la autoridad. A un ciego le creen fácilmente: Floro me
explotaba, me golpeaba, y un día trató de estrangularme; entonces yo,
angustiado, estiré mi mano en busca de algo y encontré un cuchillo sobre un
cajón y se lo hundí para que no me matara. La fatalidad. Auténtica defensa
personal.
Josefa guardó silencio pensando posiblemente en los pormenores del
plan, pero su silencio era la aprobación completa y definitiva.
—En estos días iremos pensando la manera de hacerlo y el día. El plan
lo haremos entre los dos, pero yo lo ejecutaré solo —le dije.
Y ella, como si no hubiera oído, ausente, como si fuera quien hubiera
propuesto el plan:
—Lo dejaremos para un día de esos que llega bien borracho y que
siempre está propenso a enfurecerse. Así será menos ágil y se defenderá
menos. Tú te harás el callado y el malgeniado; entonces él te pedirá el dinero
del día, como de costumbre, y tú le dirás que no has recogido nada, que todo
está muy malo, hasta el negocio de limosnero. Floro no esperará que termines
y se te irá encima. Tú lo golpearás y le nombrarás la madre para enfurecerlo,
y cuando esté cerca te le abrazarás de manera que rueden al suelo; ya allí,
cuando te des cuenta que tienes una buena posición, le hundirás el cuchillo en
la espalda, en la barriga o en la garganta. En otra parte tendría huída y el
primer golpe debe ser definitivo. Yo estaré esperando para ver qué pasa;
inclusive me puedo hacer la pendeja y tirar al suelo la vela para que él no vea
nada, y si veo que tú flaqueas le daré, aunque sea, un martillazo en la cabeza.
Ese era el plan completo, ni más ni menos. La tímida, la que no se
atrevía a confesar su deseo y después aceptar la sola idea, lo tenía todo
previsto y organizado. No sé si solamente en ese momento lo pensó o si era
una cosa que venía madurando desde hacía días. Me quedé mudo y empecé a
verlo con absoluta claridad:
—Ajá, ¿conque nada? A otro perro con ese hueso. Suelta el dinero para
que evitemos vainas —me dijo Floro amenazante pero sin gritar.
—Ya te dije que hoy no se recogió nada. Veinte centavos fue todo y me
los comí al almuerzo, porque ni eso siquiera me llevaron hoy —contesté
malhumorado.
—¿Conque nada? —replicó amenazante—; vamos a verlo —oí que
caminaba hacia mí.
—¿Por qué no ensaya usted a ver si es muy fácil ganarse la vida ahí
sentado con el culo entumido todo el día? —respondí francamente hostil.
—¿Ah? Y a más de eso se enverraca —presentí que me iba a asestar el
bofetón y así fue. Me lo dio en plena cara y quedé tambaleándome—. Quien
ve el cieguito. Maricón, eso es lo que es.
—Y usted un cabrón hijueputa —le grité mientras le asestaba un golpe
en la barriga.
Como estaba previsto, nos volvimos un nudo y rodamos por el suelo. Oí
cuando Josefa hizo caer el candelero con la vela. Floro me golpeaba por todas
partes, pero de pronto se quedó quieto, jadeante. Su sudor era de porquería,
su tufo apestaba a aguardiente y cerveza. Mi cara se había untado de sus
babas. No me golpeaba. Estaba rendido. Entonces llevé mi mano por entre la
camisa hasta el mango del cuchillo. Estaba caliente con el calor de mi cuerpo.
Veloz lo saqué y se lo hundí en la barriga. Di un salto mientras él gritaba:
—¡Me mató!; ¡Josefa, enciende la luz!
Huyó hacia la puerta y estiré mi mano, como si viera, y lo agarré por una
pierna, me fui por la pierna arriba como un gato por un árbol y sentí que
había sangre en su fondillo. El gritó nuevamente:
—¡Me mató!
Tiré otro golpe que no sé dónde lo daría, pero sus fuerzas disminuían.
Todavía tenía algo de aliento y forcejeaba por huir y hundí otra vez el
cuchillo. Entonces cayó al suelo sin decir nada. Creo que ya estaba muerto,
pero me le fui encima y di muchos golpes más. Lo volteé y di otros y otros.
Oí que sus tripas se regaban como un gorgoreo. El mango del cuchillo se
pegaba a mis manos con la sangre que se coagulaba; entonces lo limpié con
los dedos primero, y luego contra las ropas de Floro. Ahora Josefa rastrillaba
el fósforo y luego dijo:
—¡Por Dios, cómo lo has vuelto! ¡No era necesario tanto!
—¿No habrán oído? —pregunté.
—No, no creo —contestó y luego:
—Yo debo disimular que no estaba aquí, que había salido y que cuando
volví lo encontré ya muerto y corrí aterrada a llamar a la Policía, ¿no es
cierto?
—Sí, así debe ser —respondí.
—Entonces manos a la obra; voy a salir en busca de la Policía.
—Sí, pero fíjate bien si todo parece natural. Tal vez sería bueno ponerle
por ahí cerca un arma, un cuchillo, algo con que se pueda matar, para
justificarme —dije.
—Sí, claro, esculquémoslo para ver si tiene algún arma, pero el dinero y
todas sus cosas debemos dejárselas para que no crean que lo mataste para
robarlo…, aunque en estos casos, el mismo Floro lo decía, la autoridad no es
tan minuciosa. Los crímenes en estas guaridas parecen naturales y la
autoridad siente alivio de que nos matemos unos a otros para evitarse el
trabajo de aprisionarnos o matarnos ellos.
No contesté y ella buscó entre las ropas y no encontró nada. Luego
debajo del colchón y entre los trastos, y por último, le puso a un lado el
martillo. “Sí, claro, quería matarme a martillazos”, pensé entusiasmado.
Josefa salió en busca de la Policía y yo quedé solo. No se oían ruidos y
me embargó un tremendo miedo que se convirtió en angustia. Tenía las ropas
mojadas y las manos melcochudas. El cuerpo se me helaba y las piernas me
temblaban. ¡Qué remordimiento, qué angustia! Hubiera querido infundir
nuevamente vida a Floro, así fuera un tirano conmigo. Sabía que no tendría
valor para mentir completamente ante la autoridad, a no ser que se me quitara
el temblor en la boca y en las piernas, a menos de que volviera a sentir un
poco de calor en mi cuerpo.
—¿Qué te pasa, Toti? Te has quedado como enterrado, como un mudo y
ahora tiemblas —oí que me decía de pronto Josefa.
Junté mis manos una contra otra y no estaban melcochudas de sangre, y
mis ropas no estaban mojadas. Sentí un alivio enorme y dije, como si fuera
una cosa hipotética, imposible de hacerse, algo que podía dilatarse hasta no
ejecutarse nunca.
—Es terrible, pero puede hacerse así. Tienes mucha imaginación.
—Está bien, ahora hay que buscar la oportunidad —dijo ella también
para sí, como si no fuéramos a hacerlo nunca.
XIX

El tiempo que no contaba nada para mí, que no tenía dimensiones en esa gran
noche que había principiado cuando nací y que terminaría cuando muriera,
comenzó a contar en mi vida. Ahora la espera de la noche era eterna. Cada
día que pasaba era uno menos que me acercaba al nacimiento del hijo, pero al
mismo tiempo era un día menos para ejecutar mi plan de matar a Floro.
Todos los días, pese a que Josefa se mortificaba, la obligaba a que me
dejara recorrer mi mano por su vientre para darme cuenta si aumentaba, si se
iba endureciendo. Ella protestaba:
—En vez de tanta tocadera ya debía haber hecho lo de Floro.
—De esta semana no pasará, todo está listo.
Y era verdad: mantenía el cuchillo bien afilado para que cuando llegara
ese día, que ojalá no llegara nunca, no fuera a errar el golpe.
—Esta semana, la otra, y así va pasando el tiempo. ¿No sabes que ya
estoy barrigona, que ya se principia a notar y que Floro me mira con
desconfianza?
—No, no sabía —le contestaba guasonamente y ella se enfurecía:
—Sí, ya sé que no te das cuenta de nada; pero, ¿acaso no has tocado?
¿No te lo estoy diciendo? Imbécil.
—Bueno, bueno, bueno…
—Sí, bueno, bueno y de ahí no pasas. La última vez perdiste la
oportunidad. Estaba que no se podía tener en pie.
—Pero no tumbaste la vela conforme a lo convenido. Si la hubiera oído
caer lo habría hecho.
—Miedo, miedo eso es todo. ¿Para qué necesitabas que tumbara la vela?
¿Acaso ves? Floro estaba que no podía tenerse en pie. No te da ni rabia oírlo
por la noche cuando se me echa encima y me maltrata.
Me quedé callado porque no supe qué contestar. Era verdad que no
sentía rabia, que no me importaba, que me parecía natural a fuerza de haberlo
oído durante mucho tiempo. Pero cobarde, nunca había sido. Era cierto que
había dejado pasar el momento preciso, cuando Floro me gritó: “¡hijueputa!”
y se me fue encima como un fardo, porque la borrachera no lo dejaba tener en
pie; cuando me tiró un puñetazo y yo otro; cuando nos abrazamos y fuimos a
dar al suelo; cuando noté que él no me golpeaba y en cambio como que se
dormía en mis brazos, en ese momento no sentí la rabia necesaria ni había
una razón justificada para calentar mi sangre. No recordé entonces que lo
hubiera pensado alguna vez, que hubiera pasado siquiera por mi cabeza
semejante idea. Tenía la mente en blanco. Estábamos abrazados sin hacernos
nada y su olor a licor lo llenaba todo. Oí que eructaba, que Josefa carraspeaba
como recordándome algo. Entonces metí la mano entre la camisa y toqué el
mango del cuchillo, pero no quiso obedecer. La saqué nuevamente y tres
veces hice el mismo intento y habría tenido tiempo suficiente para liquidarlo
porque Floro estaba muy borracho. Pensé: “Después, otro día, hoy como que
no se me facilita”. O posiblemente no pensé tampoco esto. Floro ni me
golpeaba ni me decía nada, como si un presentimiento le hiciera comprender
que un golpe que me diera, que un insulto, le podría causar la muerte. Duré
un rato allí en el suelo en un forcejeo inútil, luchando con mis ideas,
buscando algo que no encontré y por fin zafé y me puse en pie. Todo mi
cuerpo temblaba. Floro también se levantó, caminó hacia su cama y se acostó
como si no hubiera pasado nada. Un rato después lo oí roncar.
No lo hice. No pude. Mis manos, mi voluntad, mi corazón no me
hicieron caso o tal vez yo no sé los pedí: “Estaba muy borracho, no me
ofendió, no me golpeó. Sería cobarde. Debo, por lo menos tener una
justificación para mí mismo; que me haya golpeado u ofendido”, me dije
cuando ya todo había pasado. Me sentía culpable de algo, como si hubiera
cometido un crimen, como si mi negligencia hubiera causado una desgracia.
Luego, en la noche, ya entre mi cama, no pude dormir con la idea de que
había perdido una oportunidad, de que era un cobarde. Buscaba toda clase de
justificación, pero la lucha no me abandonaba, esa lucha interna de mis
pensamientos, entre la necesidad del crimen, mi placer en el dolor ajeno, mi
conciencia que no encontraba muy clara la justificación de la muerte de
Floro, y mi deseo inconfesado de que la muerte no fuera ejecutada por mis
manos; esa lucha tremenda de la cual mi cuerpo sólo parecía un espectador
angustiado, un reo que oye la lucha entre el defensor y el acusador y que sabe
que de esos gritos y esos argumentos y esos alegatos saldrá su vida o su
muerte. Josefa exagera, tal vez ni la persiga, ni le diga nada; por el contrario,
puede creer que el hijo es suyo y ponerse alegre, y encontrar justificación a su
vida, y volverse celoso del pequeñito, y dejar de beber y consagrarse a Josefa
y a quien cree su hijo. Sí, claro, puede pasar esto, es lo más posible; pero...,
entonces mi hijo no será mi hijo sino el de otro. No podrá decirme papá, ni
podré ponerlo en mis rodillas y decirle: “Hijito mío, ¿quieres a tu papá?”,
como me decían a mí cuando pequeño. Nadie podrá decir que soy su padre,
ni que es mi hijo. Esto es tremendo. Debo hacerlo de cualquier manera, pero
hacerlo.
A la media noche, Josefa me despertó preguntándome qué pasaba que
estaba gritando tanto que no la dejaba dormir.
—Nada —le dije—, pesadillas —y ella volvió a su cuarto.
El olor a licor y vómitos se regaba a su antojo por los dos cuartuchos.
Tenía fiebre, por lo menos eso me parecía. A la mañana siguiente amanecí
muy decaído. Josefa me tocó la frente:
—Estás colorado, parece que tienes fiebre —me dijo.
—No, no es nada, me siento bien —le respondí y no se habló más del
asunto.
—Esta noche, mañana, en estos días, en la primera oportunidad lo haré,
te lo juro. Aquel día no pude, no fue miedo, sino que me pareció demasiado
borracho, me dio lástima en el preciso momento.
Ahora sí estaba seguro de que lo haría. Josefa no contestó nada.
XX

Todo debía suceder dentro de una lógica y un orden diferentes, inexplicables.


Yo tenía que hacerlo, porque uno de los dos sobraba. Era la lógica del
jardinero: recortar los botones débiles para que sólo vivan los fuertes. El
instinto de conservación, justificaba plenamente que lo hiciera. Todo estaba
de mi parte y llegué a convencerme hasta el extremo de que debía ser así, que
ya no había un solo reducto por donde la compasión, el respeto a la vida
ajena, ni la menor fibra débil de mí ser transitaran. Nada. Debía hacerlo de
todas maneras, con la misma lógica que justificaba que comiera todos los días
para poder vivir. Si no lo hacía, debía esperar a que él lo hiciera conmigo con
las mismas razones que yo tenía para hacerlo con él, puesto que al fin y al
cabo él tampoco podía convencerse a sí mismo de que el hijo era suyo.
¿Debía entonces abandonar el camino y dejarlos solos? ¿Marcharme a vivir
con Matías o volver a donde mis padres? El sólo pensarlo me llenaba de
angustia. Entonces tendría que hacerlo, porque la suerte estaba echada y yo
quería vivir con Josefa y ser el padre de mi hijo, costara lo que costara. Me
había fijado ese camino para mi vida y allí no cabíamos dos.
Aquel día regresamos a la casa como de costumbre al anochecer. Tal vez
esa noche podía suceder. El corazón me saltaba. Sería mejor que no fuera así,
que el tiempo se detuviera por un momento; pero las noches, unas tras otras,
se sucedían velozmente.
Josefa caminaba a mi lado callada. Yo tampoco abría mi boca. Nos
habíamos vuelto taciturnos. Cada uno llevaba dentro un tarugo de angustia,
de expectativa, de temor, que no nos dejaba hablar. Ambos sabíamos que
sucedería algún día, y esperábamos que por fin llegara ese momento para
reanudar nuestro diálogo, nuestro amor en receso, nuestras caricias
suspendidas en los dedos.
Cuando estuvimos en la puerta del cuarto y en el preciso momento en
que me invadía un presentimiento, sentí que ella me apretaba la mano, con un
apretón súbito, corto, expresivo, uno de aquellos apretones espontáneos que
nos transmiten temor y zozobra.
—La puerta está mal cerrada, ya debe de haber llegado Floro —me dijo
en voz baja.
—Pero nunca llega tan temprano —respondí también quedo.
—Sí, pero hoy debe haber llegado ya —contestó segura.
Josefa abrió la puerta y dizque la luz de la bombilla de la calle se metió
tímida en el cuarto y que estaba todo oscuro como boca de lobo; que dentro
de la faja de luz quedó la cara angustiada, con ojos saltados. Súbitamente
comprendí que allí había pasado algo, no sé si por el olor, por el silencio,
porque la sangre huele diferente o porque un muerto fresco tiene el poder de
meterse en el corazón de las personas que están más cerca de él; pero creo
que en ese momento lo supe todo y al tiempo oí el grito de Josefa:
—¡Lo mataron, me lo mataron!
—No grites así —le dije en voz baja—. Cierra la puerta.
—Pero me lo mataron —gemía con tremenda angustia, con verdadero
dolor.
Busqué la puerta y la cerré, y como si todo lo supiera, sin ponerlo en
duda por un momento, le pregunté:
—¿Quién lo mató?
—¿Qué voy a saberlo?, ¿acaso cerraste la puerta y me quedé a oscuras?
—me replicó Josefa con voz ahogada por el llanto.
La oí buscando sobre la mesa de noche los fósforos y la esperma. Sentí
miedo de alguien que debía de estar en el cuarto. No me equivocaba: una
respiración, el movimiento de un dedo o el cerrar de unos párpados llegan en
el silencio del cuarto hasta mi oído. Qué zozobra interior. Alguien se me
había adelantado. Sentía deseos de abalanzarme sobre el hombre que
seguramente estaba allí, al pie de la puerta de entrada al otro cuarto, sentado
en una butaca, y principiar a hundir en su cuerpo mi cuchillo hasta liquidarlo
para vengar la muerte de Floro, para vengar el hecho de haberme robado mi
presa, de haberse adelantado en mi camino. Como si el hombre que matara a
Floro fuera de ahí en adelante el dueño de Josefa y del hijo. Antes hubiera
dado cualquier cosa por que alguien eliminara a Floro; pero ahora que lo
sabía muerto, sentía celos, ira contra mí mismo que había sido un cobarde y
deseos de vengar su muerte como si nunca la hubiera deseado.
Josefa rastrilló un fósforo, encendió la esperma y se puso a lloriquear de
nuevo:
—Sí, me lo mataron. Tan bueno que era.
Me quedé en pie en donde estaba sin saber qué decir, como esperando
algo.
Luego, como si sólo en ese momento lo viera, oí que se encaminaba a la
puerta del otro cuarto gritando:
—¡Fuiste tú, maricón, asesino! ¿Por qué, por qué lo hiciste?
Todo se volvió un barullo. Oí que el asiento rodaba al suelo y que Josefa
golpeaba y arañaba a alguien sin cesar de gritar entre el llanto:
—¿¡Por qué, por qué lo mataste, qué te había hecho!?, maricón,
malparido —y seguía el forcejeo.
Me acerqué a donde estaban y en el camino mis pies tropezaron con los
zapatos del muerto. Me agaché donde oí el ruido y, guiándome por la falda de
Josefa, logré asirla por un brazo y levantarla en medio de una resistencia
feroz.
—¿Quién fue? —le pregunté, pero ya sabía quién había sido.
—¿Quién fue? —repetí simulando que estaba angustiado.
—¡Matías, Matías! —me gritó, como si yo debiera saberlo ya—, este
ciego hijueputa que tú nos trajiste en mala hora. Este asesino, este maricón,
este…, trató de abalanzarse nuevamente sobre él. La retuve con fuerza.
—¿Ah, sí? ¿Matías? —pregunté tratando de sorprenderme, pero no me
contestó, se zafó de mis manos y fue a tirarse al suelo al lado de Floro y a
abrazarlo y a llorar encima de él con verdadera amargura:
—Me lo mataron. ¡Tan bueno que era! ¿Ahora qué voy a hacer? No
hacía más sino servirle a este asesino malagradecido —y así, una retahíla de
frases y palabras insultantes e incoherentes.
El arrebato de dolor de Josefa me dejó sorprendido. No la comprendía
en esa actitud de desesperación. ¿Acaso no teníamos convenido matarlo?
¿Acaso no me acosaba todos los días para que lo hiciera lo antes posible?
¿No me había dicho miles de veces que lo odiaba, que le tenía miedo, que no
podía verlo? Sí, todo era cierto, pero esta era otra verdad: Josefa, encima de
quien debiera haber sido su víctima, llorando de verlo muerto, maldiciendo a
quien lo había matado, sintiéndose sola en el mundo, creyendo que no había
otro hombre igual. Allí había dolor, eso se notaba en la forma como ella lo
decía. Era una verdad que convencía tanto como las frases de Josefa
persuadiéndome de que Floro sobraba entre los dos, exponiéndome su plan
para liquidarlo, diciéndome que no debía ser cobarde, ni tener miedo, que
tenía que hacerlo. El mundo está lleno de verdades contradictorias, pero todas
verdades, al fin de cuentas.
Ya no sentía ni angustia, ni temor, ni celos, ni deseos de venganza. Ni el
llanto ni el drama de Josefa sobre Floro me causaban rabia. Sobre un muerto
se puede llorar y maldecir, hacer promesas de entrega y fidelidad, sin que
haya el menor peligro de que el muerto se ponga en pie y exija cumplimiento
de lo prometido. ¿Por qué lo hizo y para qué?, me preguntaba. ¿De dónde
sacó Matías el valor para hacerlo?, insistía en mi mente. De cualquier manera
ya está hecho, ya no tengo que hacerlo, ya de allí no se levantará. Me gustaría
tocarlo para saber cómo ha quedado. Pero si de golpe se pusiera en pie y todo
fuera una farsa. ¿Si no estuviera muerto, sino apenas privado o herido? Se me
heló la sangre. Volví a oír la voz y las cosas que Floro me dijo aquel primer
día cuando lo conocí en la tienda de sus padres, detrás del mostrador o
sentados encima de los bultos de papa. De cualquier manera, ya todo pasó. La
vida de Floro es historia antigua, vida pasada, tiesto roto.
No sé qué pasó en aquellos segundos mientras mi cabeza se llenaba de
ideas y de preguntas, ni qué dijo Josefa, ni si había olores, ni si alguien dejo
oír su taconeo en la calle. Sólo sé que Matías no había abierto su boca ni una
vez. Josefa estaba en pie y corría hacia la calle gritando:
—Entregaré a este bandido a la Policía para que lo claven en la cárcel de
por vida.
Pensé que seguramente Josefa habría hecho la misma escena de llanto y
dolor luego de entrega a la Policía, si yo hubiera sido el asesino de Floro.
—¡Espera, espera, es necesario pensar las cosas bien! —le grité mientras
corría en su alcance. Ya estaba abriendo la puerta cuando logré cogerla por la
blusa.
—¿Pensar qué? Es un asesino que mató a Floro y debemos entregarlo a
las autoridades —respondió decidida.
—Sí, pero hay que pensar bien qué se le dice a la justicia. A veces hasta
los inocentes quedan enredados cuando no se dicen las cosas bien —respondí
para convencerla.
—Bueno, vamos a ver —se plantó enfrente de mí en tono desafiante—.
Llegamos y encontramos a Floro muerto y al asesino todavía con el cuchillo
en la mano y tranquilamente sentado en un butaco esperando nuestra llegada,
como un sordomudo ciego. ¿Qué más? ¿No está claro?
—Sí, pero no podemos decirlo así, a Matías tenemos que salvarlo de
cualquier manera.
—¿Salvarlo? ¿No estás loco? Ni más faltaba. Entregarlo a la justicia y
que esta vaina se acabe.
—No podemos, porque entre tú y yo íbamos a asesinar a Floro, lo
teníamos convenido. El sólo se nos ha adelantado. Le debemos estar
agradecidos y no hacer tanto papelón ridículo. No sabes las razones que
habría tenido. Él es como mi hermano y quizás algo más —contesté decidido.
—Algo más no, mucho más... —dijo socarronamente.
—Sí, sí, de cualquier manera que sea, no quiero que a Matías lo metan a
la cárcel, diré que yo he sido.
Nadie argumentó nada y sentí un cosquilleo de arrepentimiento de haber
metido la pata ofreciéndome para aparecer como el asesino; pero ya lo había
dicho y no me echaría para atrás. Volví a repetir, ahora sí decidido,
convencido de que lo haría, así ellos se opusieran.
—Diré que yo he sido, que fue en defensa personal… Diré lo que
teníamos pensado decir. A mí no me miedo la Policía, estoy seguro de que
saldré libre en pocos días. Sí, así debe ser.
Josefa se calmó un poco, se sentó en la cama y lloriqueó.
—Esto es tremendo. Yo quiero decirle a la autoridad la pura verdad,
después nos joden a todos. Es mejor la verdad de una vez.
—No, no lo permitiré, y si tú lo haces, yo les contaré todo el plan que
teníamos y nos vamos todos para la cárcel.
Entonces habló por primera vez Matías:
—No es necesario, yo mismo me entregaré a la Policía. Yo lo hice y yo
debo responder.
Su voz temblaba un poco. Yo descubría en ella una completa debilidad
ante la vida, un desespero, un deseo de huir de sí mismo. Sería devorado por
los jueces, por los policías, por los carceleros. Se convertiría en la amante del
peor de los presos. No resistiría nada. Sentí deseos de decirle a gritos: “¡Pero
si tú no fuiste, si fui yo, yo que lo he planeado, que lo he pensado de día y de
noche, que me he llenado de razones suficientes para matar a un ejército
completo! ¡Tú estás equivocado, no has hecho nada! No debes temer nada,
hermano. Estoy seguro de que he sido yo, que tus manos no han tocado el
cuchillo. Posiblemente ni siquiera tú estás aquí, sino soy yo que pienso que tú
estás presente y que has hablado. Soy yo que estoy loco”.
Matías callaba. Ahora era un silencio tremendo. Ni los sollozos de
Josefa llegaban a mis oídos. Podría haber oído el ruido de los gusanos
movilizándose en los intestinos de Floro. Pero, ¿será cierto que estoy aquí?
Posiblemente ni Josefa, ni Floro, ni Matías viven ni han vivido, sino que en
mi oscuridad he inventado estas vidas para llenar mi vacío. Quizá yo tampoco
estoy aquí, sino en otra parte, en el espacio, en la noche. Seguramente soy
una vida terminada que pugna por volver a vivir, o una vida que no ha
principiado a caminar por el mundo. Si mis ojos vieran y pudieran aprisionar
en la retina las imágenes de las personas que me rodean, así seguramente
tendría una idea de esta realidad. Si pudiera meter en mi cabeza otra historia,
otra vida. ¿Por qué, por qué tiene que estar Floro muerto en el suelo y Matías
sentado ahí y Josefa fingiendo o no fingiendo, su gran dolor? ¿Por qué no
están en otra parte, en otro mundo? ¿Por qué no están lejos, muy lejos, en
otro pueblo, en otra ciudad, viviendo su vida, sin que yo los oiga, sin que yo
haya sabido que existieron nunca, sin que tengan que rodearme con sus olores
y sus hechos y sus vidas, sin que me fuercen a vivir sus dramas, sin robarme
el espacio en mi mente? Sentí deseos de coger el cuchillo de Matías y
liquidarlos. Pero, ¿Será cierto que están aquí?
No resistí más y me lancé al suelo y empecé a buscar el cuerpo de Floro
hasta que lo hallé. Sí, allí estaba cogiendo ya la rigidez de los muertos,
transmitiendo un frío de humedad. Lo palpéé por todas partes. Estaba boca
arriba. Sus pantalones estaban húmedos, mis manos se mojaron. Creí que era
sangre y acerqué mis dedos a las narices, pero eran orines. Sí, allí estaba para
confirmar los hechos, para probarme que sí existía. Volví a oír los sollozos de
Josefa y el resuello tranquilo de Matías. Sí, ahí están. Pero, sin embargo, yo
puedo ser solamente un invento de su uso particular, algo así como una
esponja que personifica y recoge todas sus angustias, todas sus maldades,
todos sus pecados. Puedo ser solamente algo que llevan cerca de ellos, como
una maleta en donde se esconde todo lo putrefacto de sus vidas.
Estaba con la frente inundada de sudor. Sumido en mi oscuridad, como
cuando en la noche se despierta uno y no sabe en dónde está, ni para qué lado
de la cama está acostado y pugna por encontrar el orden de las cosas y no lo
encuentra. Estaba todavía en cuatro patas, allí cerca del muerto, husmeándolo
y tocándolo. De pronto pregunté a Matías con la mayor naturalidad:
—¿Hace mucho que lo mataste?
—Como dos horas —contestó.
—Ah, ¿sí? Con razón que se esté endureciendo ya y enfriándose.
XXI

Era más tarde de medio día cuando Floro llegó. Lo vi desde mi puerta. Misiá
Josefa hacía apenas rato que había salido. Él estaba escondido esperando a
que se fuera para llegar. Lo había visto asomarse hasta la esquina y
devolverse, pero seguramente no fue muy lejos.
—¿Conque me espiabas? —interrumpió Josefa con un asomo de rabia.
No era la primera vez que lo hacía. Tres o cuatro veces lo había hecho.
Lo vi el lunes pasado y resolví no salir por las tardes esta semana para
persuadirme de que lo hacía todos los días. Y así fue. Preciso apenas se iba
misiá Josefa, él llegaba. Investigaba en la puerta, de arriba abajo. Luego
entraba y salía como buscando algo, alguna huella, no sé qué. Miraba para un
lado y para otro. Hoy, cuando llegó, repitió lo de los días anteriores y de
golpe me vio, pese a que yo miraba con mucho cuidado por la puerta
entreabierta. Ahí mismo se me vino. Me puse a temblar porque pensé que ese
hombre era capaz de hacer cualquier barbaridad. Hasta ese momento yo creía
que posiblemente estaba preparando el tiro para alzarse con todas las cosas
del cuarto y dejarlos en el suelo. Posiblemente se habría levantado otra mujer
y necesitaba llevarse los muebles. Cerré la puerta y la tranqué. Temblaba de
miedo como un azogue. Los pasos de Floro se acercaban y por último llegó y
golpeó con mucha decencia, mientras decía: “Abre, Matías, quiero hablar
contigo una cosa”. No había en su voz nada que indicara peligro y entonces le
abrí.
—¿No has ido a trabajar hoy? —me preguntó.
—No, estoy muy agripado —le contesté.
—¿No me has visto a la Josefa con algún hombre en el cuarto? —me
preguntó de sopetón.
—No, no he visto nada, y aun cuando hubiera visto, no es mi costumbre
meterme en chismes —le respondí.
—No seas pendejo, eso no tiene nada. Ayudas a un amigo en un
momento que lo necesita.
—Sí, pero no he visto a ningún hombre, puedes estar seguro de ello.
Nunca, ni ahora, ni antes.
Pareció que se tranquilizaba un poco. Se acomodó en un asiento, porque
hasta el momento había estado de pies y sacó un cigarrillo. Me ofreció, pero
no quise.
—¿No recuerdas en dónde guarda Josefa el dinero? —me preguntó
cuando no lo esperaba.
—En esas cosas nunca me ha gustado meterme. Usted sabe cómo soy de
delicado.
—Sí, pero podías, por casualidad saber en dónde esconden el dinero.
—Sí, pero no lo sé —respondí seguro.
—Ah, y Tomás te dejó, ¿no? Debe tener con quién divertirse ahora —
me dijo para buscar mi rabia y mis celos. Para que soltara la lengua si sabía
algo. Claro que sentí que el calor se me subía a la cara, pero si hubiera sabido
algo, no lo habría hecho. No contesté nada y así pasó un rato. De pronto él se
puso en pie y sin despedirse fue saliendo. Ya en la puerta se volteó y casi en
el oído, pero como amenazándome, me dijo:
—Creen que se burlan de mí. Ahí hay gato enmochilado. Esta gran…,
me está siendo infiel y si tú no has visto a ningún hombre debe ser con el
ciego ese marica que recogí —dio dos pasos y creí que ya se iba, pero volvió
—. Y me roban entre los dos. La plata debe de estar escondida en alguna
parte.
—No dijo más y se bajó ligerito, casi a la carrera para el cuarto. Lo vi
cuando empujó la puerta y entró. La dejó a medio abrir.
—¿No se lo dije que ya había maliciado? —interrumpió Josefa—, que
quería matarnos y usted haciéndose el pendejo.
—Entré y saqué mi cuchillo, lo guardé en unos periódicos y me bajé sin
pensarlo dos veces. Cuando llegué al cuarto, Floro estaba esculcando entre
las ropas de misiá Josefa. Sacaba enaguas y no sé qué otras cosas de mujeres.
Tenía el cuarto completamente desbarajustado. Se sorprendió cuando sintió
que alguien entraba, pero luego cuando vio que era yo, se tranquilizó y siguió
esculcando nerviosamente.
—La muy gran perra tiene que estarme poniendo los cuernos, pero le
saldrá caro. Creo que hasta preñada está, me parece como barrigona de hace
algunos días para acá.
—Uy, una mujer infiel sí es lo peor —dije ruborizándome.
—Sí, pero debo estar seguro. Y está barrigona, no cabe la menor duda.
—Uy, como para matarla —exclamé.
—Pues eso es lo que voy a hacer con ambos, pero tengo que estar seguro
y cogerles antes el guardado del dinero.
—Él seguía ahí encima del baúl esculcando. Agachado, de espaldas a
mí. Entonces saqué el cuchillo y se lo hundí en la espalda. Brincó como un
novillo, me dio una patada en la mano y me tiró el cuchillo debajo de la
cama. Saqué fuerzas de donde no las tengo y me le fui encima. No hizo
mucha resistencia porque estaba herido y cayó al suelo. Me le acaballé en el
pecho y empecé a apretarle el cuello. Se defendía pero no con la fortaleza que
siempre tenía. Apreté como un cuarto de hora, y cuando estuve seguro de que
estaba muerto, me puse en pie. Saqué el cuchillo de debajo de la cama y me
senté aquí porque no resistía más. Estaba bañado en sudor. Resolví esperarlos
para que supieran que yo lo había matado. Me habría quedado fácil
marcharme tranquilamente, pero quería que ustedes supieran que había sido
yo.
—Pero, ¿así, sin más ni más lo mataste? ¿Sin otro motivo? —le
pregunté cuando terminó el relato.
—Sí, —contestó
—Y, ¿no lo tenías pensado desde antes?
—No —contestó.
—¿No lo tenías planeado desde hace mucho tiempo, no lo querías matar
desde cuando te diste cuenta que nos explotaba?
—No. Nunca lo pensé. Nunca he querido ni sentido el deseo ni la
necesidad de matar a nadie —respondió fríamente y yo sabía que era verdad.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—No lo sé —repuso.
XXII

Me pidieron la primera declaración y parece que les satisfizo plenamente


porque el juez dijo que todo era claro, que yo era un homicida involuntario,
que mi caso estaba dentro de la defensa personal, y más si se añadía a la
agresión de Floro, el hecho de que yo era ciego y estaba en completa
desventaja. Después me llevaron a un calabozo y en calidad de incomunicado
estuve durante dos o tres meses, pero un día oí ruido en mi puerta:
—Venimos a echarte para la calle —dijo el carcelero desde afuera
mientras abría la puerta.
—¿Ha venido alguien por mí? —pregunté.
—Sí, en la puerta está una mujer.
Me quedé callado y él continuó sin que fuera necesario.
—Una mujer bajita que está barrigona.
—Ah, es Josefa —dije como para mí y sentí alegría.
—Y este viene a ocupar tu puesto —dijo el carcelero.
Sabía que alguien estaba con él, pero no me lo pude imaginar. Era cosa
sin importancia. A veces venía acompañado.
—Ah, ¿otro preso?, pregunté sin interés.
—Sí, otro preso, pero este sí viene a podrirse aquí. Es el verdadero
asesino del hombre ese a quien tú dijiste que habías matado.
Lo comprendí todo de un golpe, pero no quise decir nada porque podría
estar equivocado y cometer una imprudencia. Matías no hablaba y yo hacía
fuerza interior para que lo hiciera, pero no logré comunicarle mi deseo.
—¡¿Quién es?! —pregunté casi a gritos—. ¿Quién es? —repetí—. Tiene
que ser un inocente, porque yo fui quien mató a Floro y lo volvería a matar si
tuviera la oportunidad.
—Soy yo, Toti —dijo la voz aflautada, inconfundible de Matías.
—Pero, ¿por qué eres tan imbécil? ¿Qué vienes a hacer aquí? —no se
me ocurrió decirle nada diferente.
—Tenía que ser así. Es mejor. Tú no tienes por qué pagar una falta que
no has cometido y yo no podría callar por más tiempo. Ya no dormía por la
obsesión. Ahora o más tarde habría terminado por decirlo. No es fácil guardar
ciertas cosas adentro, terminan por hacerlo reventar a uno. Si no lo hago,
posiblemente hubiera terminado por matarme. Te lo agradezco pero no…
Nos habíamos sentado en mi cama, dentro de la celda y el carcelero
esperaba de pies, impaciente.
Interrumpió:
—Bueno, terminen de una vez. No solamente ustedes están aquí en la
cárcel. Hay mucha gente que espera. Las visitas de novios son para los
domingos.
—Pero, ¿por qué lo hiciste? Si ya me iban a soltar, si estaban
convencidos de que yo había sido y seguros de mi razón y…
El carcelero me cogió por el brazo y me obligó a salir. Sólo alcancé a
buscar su mejilla y darle una palmadita que más pareció una caricia que una
despedida. Él no dijo nada, la puerta se cerró y yo salí a la calle casi a
empujones.
XXIII

Con las manos en la nunca me adormilaba en mi cama. Habían cesado los


ruidos en la calle, mi oído alerta. De pronto un automóvil o un tranvía que se
quejaba a lo lejos. Un taconeo que moría en una esquina o en una puerta.
Unas manos que se frotan al entrar en el cuarto tibio, un, “¿qué hay mijo?”,
que se escapa de una boca que no se ve; un “¡borracho asqueroso!, a la hora
que llegas, mientras los hijos se mueren de hambre”, un silencio absoluto y
un olor a mujer, a chocolate ya consumido, a manteca quemada, a
Mentolátum, a claveles viejos colocados en una lata de salmón o en una
botella de cerveza. Todo igual. El niño resollaba en la noche, pujaba y
lloriqueaba. Debe estar tapado de mocos o quemado o con vientos. Josefa no
se oía, pero estaba cerca de mí. Su respiración se había perdido como la de
los gatos cuando dejan de ronronear.
—El niño se nos muere —dijo como en un cuchicheo.
—No digas estupideces…, ¿por qué?
—Porque está como brasa.
—Pero, ¿cómo lo sabes? Uno no puede decir eso así no más sin que
alguien se lo haya dicho.
—La mamá siempre sabe qué le va a pasar al hijo —respondió y
comenzó a llorar. Cogió un pañuelo y se sonó. El niño lloriqueó fuerte.
—Fíjate a ver qué tiene; debe de estar tapado; destápale las narices.
—Ya le he hecho de todo.
Me senté en la cama preocupado. El sueño se había ido de mis ojos
inútiles. Me puse en pie y el suelo estaba frío. Por la puerta entraba un viento
helado. “Tanto frío, y sin embargo el niño se quema de fiebre”. Caminé hacia
la cuna y busqué el montoncito de su cuerpo. Cogí su manita, que se quedó
quieta en la mía. Quemaba y sin embargo parecía sin vida. Busqué el chupo y
se lo metí en los labios. Josefa rastrilló un fósforo. Mecí la cuna un rato y el
silencio volvió. Me metí entre las cobijas, pero me quedé sentado con sabor
de amargura en los labios.
Al día siguiente no fui tampoco a trabajar porque Josefa decía que se nos
iba a morir. Me senté al sol en una butaca, en la puerta de nuestro cuarto.
Callado y solitario como siempre. Sólo mi cerebro trabajando, luchando con
la impotencia, que ahora, con la enfermedad del niño, se hacía más evidente.
“¿Qué puedo hacer, Dios mío, para salvarlo? Daría mis ojos, si los tuviera
buenos, a cambio de su vida. Si yo muriera en cambio de él haría menos falta.
Daría mis dedos y mis oídos. Daría mis pensamientos aun cuando quedara
vacío. Daría mis pies que me llevan a todas partes, y mi lengua. Pero no está
en mis manos. Si yo tuviera esa fe de los que creen, descargaría toda mi
amargura y mi dolor en Dios. Todo sería obra de su bondad o de su maldad y
yo me declararía vencido; pero no soy así, en mí el dolor crea más dolor y la
amargura produce más amargura”.
La puerta se abrió y Josefa dijo:
—El niño se muere. Debemos hacer algo. Ya está postrado, ya no abre
los ojos.
Me puse en pie de un brinco.
—Sí, debemos hacer algo, corre y busca a un médico —le dije.
—El médico no vendrá hasta aquí, debemos llevarlo a su consultorio.
Me quedé callado. Era cierto, los médicos no visitan a quienes no tienen
suficiente dinero para pagarles cuatro veces la vida de un hijo. Los niños de
los mendigos mueren en los consultorios de caridad, haciendo colas detrás de
miles de cadáveres y de despojos de otros niños.
—Pero podemos pagarle doble consulta para que venga; si lo sacamos
puede morir —exclamé.
—Pero, ¿en dónde está el dinero?; si no tengo nada. Si tú hace tres días
que no trabajas, si los cuatro centavos se han ido en aguas y jarabes.
—Sí, sí, tienes razón, pero no podemos dejarlo morir sin hacer algo.
¡Dámelo bien cobijado y vámonos para donde un médico! —le dije
desesperado.
Caminamos calle abajo. Yo llevaba al niño, pese a que Josefa se había
opuesto porque de golpe me caía. No quise hacerle caso; quería llevarlo. Mi
mano izquierda iba cogida a la de Josefa. Caminábamos a pasos largos,
rápidos, casi corriendo. A través de los pañales me llegaba el calor del niño
que se quemaba de fiebre.
Cinco, diez, más cuadras. Ya íbamos corriendo. A Josefa se le había
olvidado que yo era ciego y a mí también. Corríamos por la calzada, por el
andén, tropezando con piedras, cayendo, dando traspiés. Con el corazón
apretado.
—¿Ya vamos a llegar?
—No, todavía está lejos.
Veinte, veinticinco, más cuadras. A pasitrote, como mulas con carga
liviana. Sudor en los sobacos. Goticas en la frente.
—¿Ya casi llegamos?
—No, todavía falta; es al otro lado de la ciudad, pero ya vamos
llegando.
—¿Ah, sí? “Ah, malditos médicos y ni siquiera están cerca de uno. El
niño llegará muerto, me parece que se enfría. Todo lejos, qué desgracia. Lo
único que tenemos cerca es el hambre, la miseria, la muerte. Pero no, todavía
no. Es necesario hacer algo, llegar y taparle los poros para que no se le escape
la vida, que dure unos cuantos días más, que después se verá qué se hace,
pero que no se muera todavía”.
El sol desfallecía. Sólo quedaba su rescoldo. Se me había olvidado
ponerme el sombrero. La barba de quince días me producía rasquiña.
Íbamos casi a la carrera, bañados en sudor. Con mi niño apretado contra
el pecho. Mi mano sudaba y se me escapaba de la de Josefa. Qué bullicio en
derredor el que había reemplazado al silencio de las calles anteriores.
—¿Qué pasa, que hay tanto ruido? —pregunté.
—Es la gente de costumbre, que corre a buscar los tranvías y los buses
porque ya son las seis.
—¿Ah sí? ¿Es mucha gente? ¿Qué hacen?
—¿No te he dicho que corren a coger el tranvía o el bus, que parecen
hormigas, que pasan como ráfagas por cerca de nosotros sin vernos?
—Sí, sí tienes razón, ya me lo habías dicho y yo también lo sabía. Este
ruido infernal me tiene loco, zurumbático. ¿Ya vamos a llegar?
—Cinco o seis cuadras más y llegaremos. Queda lejos, es al otro lado de
la ciudad, pero ya estamos cerca.
Se oía un rumor de pañal, de río crecido, de plaza de mercado. Gritos de
vendeperiódicos y loterías, de anunciadores de pomadas, de vendedores de
lapiceros; baratijas, alacranes que caminan solos, monacos de papel que
bailan como duendes, de venderrevistas, de espejos y cordones, de polvos
para desahumar las piezas; de risas que estallan, de niños que lloran cogidos
de la mano de la mamá porque no les dan un dulce, de carros con
altoparlantes anunciando al circo o la lucha libre, de carros que exostan, de
llantas que chirrían, de bocinas que ensordecen, de tranvías que hacen
trepidar la tierra y estremecer las fibras, de timbres de bicicletas; de puertas
que se cierran o se abren, de brilladores y aspiradoras de polvo que roncan en
el interior de los almacenes, de radiolas que anuncian discos, de máquinas de
escribir, de contabilidad, de sumar, de calcular que hacen miles de
operaciones automáticamente con su ruido ordenado contando o calculando
millones; gritos de secretarias que han sentido que una mano conocida se
desliza en sus piernas, campanas que recuerdan la hora. Me ensordecía. El
sudor corría libremente por la frente y no tenía mano con qué enjugarlo.
Íbamos, ya no a pasitrote, pero con pasos largos, tropezando aquí y allá con
gente que corría en sentido contrario, que se atravesaba, que nos alcanzaba
por detrás.
—¿Y toda la gente grita al tiempo? Me estoy volviendo loco. ¿Nadie
sabe que nuestro niño se muere? ¿No abren paso para que corramos?
—No hables tanto, eso te fatiga más.
Miles de veces había estado entre toda esa gente y ayudaba al ruido con
mis lamentaciones pidiendo limosna; pero nunca los había oído así de
penetrantes, ni me había dado cuenta que la gente corre y hace ruido de
enjambre. Pero en ese momento se me metían entre los tuétanos, destrozaban
mis nervios, me enloquecían.
—Corramos otra vez un poco, me parece que el niño se enfría.
“Está frío. Estoy seguro que hace rato se murió. Sí, está muerto”. Metí
las narices entre las cobijas para buscar su carita y tocarla. Sentí que estaba
frío, que ya allí no había vida.
Bajamos la calzada y empezamos a correr, siempre tropezando, casi
cayendo. Uno, dos, diez pasos. La gente gritaba, una bocina de un vehículo
sonaba atronadora. Sentí que la mano de Josefa me empujaba con fuerza. Di
dos, tres, cuatro traspiés tratando de no caerme, cogí en ese momento al niño
con las dos manos y tropecé contra alguien y reboté en el suelo, sobre el
andén. La gente se aglomeraba.
“¡Qué estúpido!”. “¡La mató!”. “Qué vieja bruta, se metió debajo, el
chofer no tiene la culpa”. “Y si no es por el empellón que le dio al hombre y
al chico, quedan todos tres debajo del carro”. Me puse en pie, me acerqué a la
aglomeración y empecé a abrirme paso, a dar codazos, a empujar.
—¡Déjenme pasar que soy el marido!, ¡que es Josefa! —me puse a
gritar, pero nadie oía ni abría paso.
—¡Déjenme pasar que quiero tocarla!, saber si fue ella, ¡que el niño se
me muere! —volví a gritar con todas mis fuerzas, pero nuevamente nadie oyó
ni abrió paso.
Se escuchaban carreras, como de chicos desde todas partes, desde
cuadras. Oía que se bajaban de los tranvías, se desprendían de los buses,
ayudaban a vociferar. Era un ovillo enorme de gente que decía y comentaba.
Yo estaba perdido entre todos con mi niño frío en los brazos, sin poder entrar
ni salir, sin saber qué había pasado, sin quererlo creer, gritando sin ser oído,
dando codazos sin que nadie se diera cuenta de ellos.
La gente se fue desgranando cuando la ambulancia llegó con su sirena,
cuando su curiosidad fue satisfecha. Los policías empujaban. La ambulancia
partió, con escándalo de sirena, entre el ruido ensordecedor de la ciudad y no
quedó nadie, sólo la gente de siempre corriendo de un lado a otro. Subí al
andén y anduve unos pasos en busca de un quicio, de una puerta, de algo. Era
un parque. Tropecé con un árbol y mi mano corrió por su corteza. Me senté al
lado. Era un guiñapo, una cosa pequeña, más pequeña que un gusano, porque
este se ve y a mí no me veían; más pequeño que un insecto; no era nada. Era
una idea, un espíritu, un inmenso dolor invisible.
El ritmo, la algarabía, la alegría, el dolor, los gritos, el ruido de la ciudad
seguían como siempre; sólo que en ese momento me destrozaban.
¿Cómo es posible que el mundo siga lo mismo cuando mi hijo y Josefa
han muerto? ¿Cómo es posible que la gente que pasa no esté triste por mi
dolor? ¿Cómo no descubren dentro de mí, la tristeza, la amargura que me
ahogan? El mundo debería resquebrajarse, detener su ritmo, girar en otro
sentido. Algo que indicara que sufro. Pero todo seguía igual y principié a
sentir odio, más del que siempre había sentido por la humanidad, por esa
gente que dejaba escapar sus risas y sus voces alegres por las ventanillas de
los tranvías y de los automóviles, por las ventanas de los hoteles y los
orificios de las oficinas, por esa gente que seguía corriendo y gesticulando,
por esa gente que continuaba anunciando la lotería, el periódico, la baratija, el
lapicero, los alacranes que caminan solos, como si nada hubiera pasado a su
alrededor, como si mi Josefa y mi hijo no hubieran muerto nunca, como si no
hubieran existido jamás, como si fueran perros; sin verme allí metido debajo
de ese árbol, delante de ellos, sobre su camino, sin que mi dolor detuviera por
un momento su risa.
Sabía que ahora un corrillo silencioso de transeúntes rezagados me
rodeaba. Todos querían arrancar de ese hombre ciego y ese niño muerto algo
como un secreto, la razón por la cual estaban allí abandonados.
La humanidad era cambiante, movediza, sin memoria: los espectadores
del drama de Josefa, los del corrillo de hacía un rato una hora, no sé cuánto,
eran otros; esos ya debían estar en sus casas comiendo, echando chistes; ya
no recordarían la muerte de Josefa ni les importaría nada. Esos de ese
momento eran otros espectadores, los espectadores de mi último drama;
dentro de media hora lo habrían olvidado, no se les quedaría ni mi rostro, ni
el del niño en la memoria; no conocerían, ni comprenderían jamás mi dolor.
Los últimos espectadores, una vez satisfecha su curiosidad, se habían
marchado. Estaba otra vez solo y de los andenes y calzadas me llegaba el
ruido de gente que seguía corriendo de un lado para otro en la calle con su
algarabía de siempre, con su ruido de colmena, con su olor humano. Me puse
las manos en la cara, las hundí entre las rodillas y me puse a llorar, a llorar
como no lo había hecho jamás, como un niño, como un desamparado, como
había prometido no hacerlo nunca cuando creía que la apariencia de la
fortaleza era la fortaleza misma. “Los hombres no lloran”, decían mi padre y
mi madre y mis hermanos. “No importa. Lloraré hasta calmar mi dolor, hasta
anochecer. Los hombres no deben llorar”.
El bullicio todavía se prolongó por varias horas. Después disminuyó la
gente que pasaba y se enfrió el aire. “Ya es tarde, ya es noche, pero no
importa, no tengo a donde ir. Ya no tengo afán de nada. Soy un muerto que
sin embargo vive”, pensé. Seguí con la cara metida entre las manos y el bulto
del niño en mi regazo. El frío se colaba en mis huesos. Estaba perdido para
siempre. Era una especie de oído errante que lleva el viento de un lado a otro.
Haría algo si supiera que realmente existo, si no soy un sentimiento, una
inteligencia que está desde el principio de la eternidad vagando en el espacio,
extraviada entre un remolino, dando vueltas entre otras ideas; pero no haré
nada porque la humanidad entera está ciega y sorda y todo será inútil.
Habría podido oír el ruido de la savia deslizándose en el interior del
árbol, pero no oía nada. Había un tremendo vacío en el mundo y un inmenso
silencio. Súbitamente me puse en pie con el niño apretado entre los brazos y
me precipité por las calles desiertas, mientras gritaba con todas mis fuerzas,
con la tremenda angustia que me embargaba cuando de pequeñito me sentía
perdido: “¡Matías!, ¡Matías!”.

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