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Elisa Mújica - Bogotá de Las Nubes
Elisa Mújica - Bogotá de Las Nubes
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Contenido
Cubierta
Portada
Créditos
A fin de conquistar quién sabe qué difícil y valioso perdón, Mirza decide
como primera medida conseguir plata. Con ella compra bolsas de bombones
que obsequia en el colegio a sus compañeras. Entre más finos y costosos
sean, provistos de envolturas doradas o plateadas cruzadas por letreros como
bandas de honor, aumentan sus posibilidades de agradar a quienes los entrega
a manos llenas, pero también con la timidez y reverencia de un tributo.
Como un director de escena convencido de sus obligaciones con un
público exigente, cuando a la lunareja le es imposible agenciarse el dinero
para los dulces, utiliza la imaginación con el objeto de establecer variaciones
en su programa. Inventa entonces historias que cuenta en los recreos. Un
sexto sentido le avisa que a fin de aumentar el interés conviene aprovechar
ingredientes robados a las conversaciones de los grandes, cuando cuchichean,
conscientes de crear una atmósfera tensa y eléctrica, como impregnada de un
color rojo. Por una vez apela a otro expediente. Extrae a escondidas del baúl
de doña Mónica, una gruesa cadena de oro de la que pende un guardapelo en
forma de trébol. Es la única joya salvada de la quema efectuada por los
Eslavas en el pueblo, para convertir sus pertenencias en plata con qué realizar
el anhelado traslado de la familia a Bogotá. Un trébol de cuatro hojas, con un
rubí de sangre de paloma en el centro. Las condiscípulas de Mirza,
insoportables y grandullonas pero dueñas del don más alto y envidiado: no
recordar nada negro que las persiga —lo que sin duda les permite reírse con
todas sus fuerzas, soportar estoicamente el frío y la lluvia, secretearse con las
amigas y aun con las profesoras, hablar sin acento calentano y demostrar
resistencia física en los juegos violentos— se quedan lelas, temblorosas, las
caras encendidas como si las congestionara el rubí del guardapelo, cuando lo
miran.
Por un momento la lunareja deja de ser la lunareja. Es el hada que otorga
a quien desea el privilegio de tocar la joya, acariciarla, colgársela del cuello
para volverla más íntima y verdadera. Ha desaparecido la pobretona, la
forastera. Ahora es, no la princesa que desciende de su carroza para
conquistar los corazones rojos como la sangre del rubí, sino más, mucho más
todavía: la igual, la compañera que disfruta del derecho indiscutible de
embarcarse en el mismo barco con sus camaradas.
Ese día no miente a doña Mónica. Le confiesa sin ambages que ha
sacado la cadena del baúl para mostrarla en el colegio. La mamá no la riñe,
como si comprendiera. Pero Mirza cometió una imprudencia que hubiera
podido pagar caro. Corrió el riesgo de extraviar el guardapelo o de que se lo
robaran en la calle, cuando lo llevaba puesto.
Mientras que a las mujeres nunca se las designa con nombres derivados
de los movimientos en que participan y que caracterizan cada época, en el
caso de los hombres no es lo mismo. En Colombia por ejemplo los
centenaristas se aproximan bastante a los utópicos, surgidos en la siguiente
generación, la de la primera postguerra. A ellas pertenecía César Castell. Fue
Bernardo Gallo quien se lo presentó a Mirza, justo un año después de la
despedida a la francesa de Augusto.
A pesar de que César no padecía las contradicciones del pobre Pallares,
el to be o nor to be clásico, desmoralizante, en cambio era esclavo de clichés
que repetía a diestra y siniestra. Uno consistía en la frase consabida sobre que
la libertad no les servía a los pobres sino para morirse de hambre. No
quedaba más camino que la revolución social, pero el éxito no se conseguiría
si no se comenzaba por educar a la gente. Sin materia prima adecuada no
podía ni soñarse con el cambio. Como coger a los parvulitos e inculcarles el
ABC marxista, también significaba tarea de muchos años, para Castell lo
ideal consistía en forzar los resultados por contagio, ósmosis o como quisiera
llamárselo. En una palabra: el país necesitaba importar habitantes.
Se hallaba dedicado en cuerpo y alma, desinteresadamente según decía,
a un programa de inmigración en gran escala. "La inmigración en masa a fin
de regenerar a una raza débil, disminuida, anestesiada". Si se optaba por esa
solución lo demás llegaría como por encanto. Los europeos procrearían
negros de ojos verdes y azules. Indios con pelo rubio. No habría que esperar
demasiado, ya desde el comienzo acondicionados los extranjeros a su nuevo
ámbito espiritual y físico, gracias a los recursos y perspicacia de la sangre
civilizada.
Castell tomaba por enrolamiento definitivo a su causa cualquier signo de
aprobación que el oyente le lanzara por cortesía. En seguida otorgaba
graciosamente su confianza y enfilaba al ingenuo en la nómina de sus
partidarios, colocándole la etiqueta de decidido simpatizante. El sujeto, si
deseaba retirarse rápida y categóricamente del movimiento, solo se libraba a
fuerza de carácter.
Con Mirza no se le presentó el menor problema. En el curso de la
primera charla, todavía en presencia de Bernardo Gallo, la lunareja se
convirtió en más que partidaria de Castell. En un segundo pasó de una esfera
a otra. En adelante empezó a presentarse cada tarde en el quinto piso del
edificio Cubillos, donde funcionaba el comité de inmigrantes fundado por
César. Allí se dedicaba a copiar las cartas de propaganda que él le dictaba.
Gallo pretendía coger el rábano por las hojas, aparte de dejar traslucir
demasiado su interés por demostrar que a pesar de los años se conservaba en
forma. Fanático de la gimnasia que practicaba media hora diaria, primero se
caía el mundo que dejarla. Por la noche en plena calle era feliz efectuando
exhibiciones sobre la flexibilidad del torso, por lo cual se agachaba hasta
tocar el suelo con la punta de los dedos. Respecto a teorías, adoptaba las
últimas que salían a la palestra, para cambiarlas luego por las más recientes.
A propósito: ¿leerían los muchachos de hoy a Unamuno, Ortega y compañía?
Podía garantizarse la negativa. Ni una sílaba. En el tiempo juvenil de
Bernardo, los de su generación, dotados de ese pertrecho, solían mirar por
encima del hombro a los demás. Para terminar ahora en que no había ni
pertrecho ni nada. Postergado, esparcido por el viento, inspirador más bien de
miradas cómplices y de sonrisitas por debajo de cuerda de parte de la
muchachada, el antiguo requisito sine qua non. Pero no para ganar una
pulgada, para romper la cáscara y entrarle por fin a la pulpa. Los jóvenes
escribidores de los suplementos literarios, carcomidos igualmente por el afán
de entrar en la onda, publicaban como si tradujeran al español de otro idioma,
nunca con la sangre de Unamuno y ni siquiera con la tersura de Ortega.
¿Cuántos años tendría Bernardo? La cara escurridiza no permitía
auscultarlo, aunque continuaba delgado, seguramente gracias a la gimnasia.
Como de costumbre, pronunció la última palabra:
—En resumen, la beca te servirá para superar esta etapa y adquirir
conocimientos sólidos.
Por fortuna llegaban ya a la casa de Ligia. Una de las más vetustas de
Chapinero pero no como reliquia sino vencida sin pelea, miedosa por haber
quedado embutida entre los gigantescos rascacielos, sin correspondencia con
su entorno, anacrónica. Olía a humedad que se comunicaba a los visitantes,
inclusive a Ligia, quien salió a recibirlos como disminuida, ignorante en
apariencia de que sobre ella se concentraba en ese minuto un escrutinio
definitivo.
Mientras tomaban tinto —servido campechanamente por doña Isidora, la
que después hizo mutis, sobrentendiéndose que escuchaba detrás de la puerta
— Bernardo disertó sobre la urgencia de vincular de nuevo el teatro con el
pueblo.
—Ya están viendo que en esta materia me aparto de mi maestro Ortega,
el primero que allá por los años 15 pronosticó la deshumanización del arte,
basado en un anhelo subconsciente de la multitud a fin de insertarse en lo
geométrico, lo abstracto inmutable, para contar por lo menos con algo de qué
agarrarse.
—¿Por qué no escribes sobre ese tema?— sugirió Mirza.
—Ya conoces mi divisa: sembrar inquietudes para que otros las
cosechen. Mi vocación es la del Mecenas. Por lo demás, aquí estamos
perdidos. Ya lo protocolizó Arturo Cova, el héroe de nuestra novela clave,
con las frases que el autor le adjudica al comienzo y al final de La Vorágine:
"Jugó la vida al azar" y "Se lo tragó la selva".
—Cien años de soledad es también novela clave.
No. Mirza no tenía nada contra Naty. Hasta podía decir que la quería
también por amor a Gala, para darle gusto. La tarde que por fin la conoció
tuvo la impresión de que, desde que le estrechó la mano, la hija del ministro
la sometía a un escrutinio tan rápido como riguroso y pormenorizado, del
cual se reservaba el fallo. Mientras llegaba el turno de divulgarlo hablaba con
voz ronqueta de cosas chistosas, que Gala celebraba mirando de reojo a
Mirza, como pidiéndole que la coreara.
Ni por casualidad Natalia se permitió la menor alusión al lunar. Pero
cuando le clavó los ojos por primera vez, Mirza estuvo entre las garras de los
leones. Se salvó por milagro. Aun cuando solo para caer en otro tormento que
la asaltó en el mismo minuto de su llegada. Por algún motivo inexplicable se
le agarrotó la lengua, se le pegó al paladar. Se volvió muda, sin más
alternativa que desempeñar un papel pasivo, escuchando admirativamente el
desbordamiento de historias e historietas a cargo de Naty, dueña de la
situación e inagotable.
Gala no podía más de la risa, que provocaba un eco falso en Mirza. Sin
embargo eso no fue nada en comparación de lo sucedido a la hora del té,
cuando se concretaron los peligros anunciados en lontananza desde el
principio, alrededor del momento de pasar al comedor. Fijo que a Mirza le
temblaría la mano al coger la taza. La derramaría. Mancharía el mantel
inmaculado, sembrado de ramitos de violetas bordadas como si fuera un
jardín. Junto a la taza se veían un tenedor pequeño y dos cucharitas, una
mayor que la otra. En casa de la lunareja jamás se colocaba más de una.
Indagaba mentalmente cuál sería la indicada para batir el azúcar, cuando
Natalia le preguntó a quemarropa:
—¿Piensas casarte o ser monja?
Se coloreó por la sorpresa, incapaz de contestar en seguida sobre un
asunto que no había decidido y que obviamente era importante. Con su
silencio daba campo a que Gala, con sobra de razón, la considerara atacada
de idiotez congénita. Probablemente nunca le repetiría la invitación. Pasarle
eso delante de Natalia, que anotó, divertida:
—Unas veces la cara se te pone roja y otras pálida, como si fuera una
lamparita que se enciende y se apaga.
Y a continuación, sin mirar a la interesada, como si absolviera
rápidamente y por salir del paso una consulta que esta le hubiera formulado:
—Usa la cuchara chica para el azúcar. La otra es para el helado que nos
traen después.
Era el instante de poner las cosas en su lugar, debió decirse la buena de
Gala. Advirtió a Natalia:
—Mirza es muy buena conmigo en el colegio, Naty querida. Contesta
por mí a lista cuando llego tarde, y me hace las tareas largas.
Pero ese reconocimiento no bastaba a la lunareja. Inclusive
desvalorizaba los favores prestados. Si en las clases Gala no era la primera,
debía ser porque no valían la pena, por lo menos tanto como aseguraba doña
Mónica. Los estudios ocupaban sin duda un lugar secundario en comparación
con las labores de "tapicerie" preferidas por Naty. Acababa de contar que
bordaba un neceser para regalárselo a Gala. Ni Mirza ni nadie de su familia
hacían regalos aparte del día de los cumpleaños. Natalia y Gala vivían en un
universo de obsequios gratuitos, despertadas cada mañana para recibir
golosinas que les enviaban las monjas, rosas cultivadas en invernadero,
carpeticas como encajes de araña. A los ramos de flores los llamaban
"buqués" y las carpeticas eran de "frivolité", nombres imposibles de repetir
en el inquilinato, al lado de la cortina de cretona floreada azul y roja,
templada con una cuerda y añadida cada 80 centímetros, junto a la butaca
fabricada por doña Mónica con un cajón que le regalaron en La rosa blanca,
el cual había contenido botellas de vino. Encima de la cómoda, a más de las
vitelas de los santos se encontraban las medicinas de don Alejandro, un
florero con claveles, platos con restos de comida, cajas repletas o vacías y lo
demás que se ofreciera. Un ladrillo emparejaba la cojera de la cama
matrimonial. La única mesita de noche, mal barnizada, había sido comprada
de lance. Naturalmente, allí los nombres maravillosos se hallaban
desubicados, no encajaban.
Y allí, nada menos que al inquilinato, Gala le acababa de prometer que
iría muy pronto, tal vez acompañada de Naty.
Para aplazar la catástrofe Mirza les contó —y era cierto por desgracia—
que en esos días el papá no andaba bien de salud. La familia no recibía
visitas. Lo insinuó como sin querer, tímidamente, pero Gala lo aceptó en el
acto con una especie de alivio. Y eso que estaba loca de ganas de conocer a
Lil.
Por las mañanas, a Mirza le da más sueño cada vez. Realizando un gran
esfuerzo, entrecerrados los ojos, se levanta por fin. En las noches le ocurre lo
contrario. Le cuesta trabajo dormirse, aunque debería facilitárselo la ausencia
de la señora de Domínguez. Al menos no suena la radio de la vecina de
cuarto. En cambio de las notas cupleteras la lunareja percibe, nítido, el ruido
de los motores del avión que llega a Madrid o sale de allí a las tres en punto
de la madrugada. Zumba solemne y acompasado, como nunca de día.
A Álvaro Osuna lo sigue viendo de cuando en cuando. Si el venezolano
le pregunta: "¿Estás bien?", el espectro de una sonrisa irónica vaga por los
labios pálidos. Algo que sale de él la distorsiona a ella. Es entonces cuando
repite palabras torcidas que la apartan del trato con los demás, como si
hubiera muerto: "Con-ta-ni-rró, con-ta-ni-rró". No hay más mundo hermoso a
su alrededor, ni playas del Mediterráneo cubiertas de fósiles del tiempo de
Ulises, ni tierras rojas sembradas de olivos y una iglesia del siglo XIII, ni
estatuas blancas florentinas y un ciprés peinado y estricto como si fuera el
único, el ideal, la esencia de los cipreses. Extiende el daño a Álvaro, como
para vengarse de una oscura culpa de ambos. Le contesta: "Estoy tan bien que
esta noche acompañaré a Cándida al cabaret; maquillada me veré pasable; me
emborracharé como un sargento".
A última hora se arrepiente. Pero en la cara de Álvaro, como si se hallara
a merced de Mirza lo mismo que ella lo estuvo en otro tiempo de Augusto, de
César, tal vez hasta de Natalia Colmenares, algo frágil se rompe.
La situación entre Cándida y Reginaldo continúa igual, después del
regreso de este. La señora de Domínguez aún no se reintegra a su base,
aunque ha pasado ya la fiesta de Reyes. Una noche Mirza lanza a Cándida
una pregunta directa:
—¿Qué le encuentras al señor Moreno para que estés tan enamorada de
él?
—Pero, ¿no entiendes, criatura? Johny es de la clase de hombres que
nunca pone los pies en un cabaret. Con él una mujer puede andar tranquila.
La noche siguiente, un poco antes del paso del avión de las 3 de la
mañana, Mirza escucha a Cándida que golpea una puerta en el pasillo:
—Johny, Johny, ábreme. ¿Por qué eres tan bueno con todas, menos
conmigo?
Seguramente en el cabaret, el camarero olvidó poner agua teñida en el
vaso de Cándida, y el whisky se le subió a la cabeza. Para Mirza lo impúdico
no consiste en la súplica sino en oírla. Sería peor si encendiera la luz. Pondría
en evidencia a Cándida. Crearía una complicidad entre ella y Mirza.
No deja de ser una suerte que en Madrid exista un lugar al que no suelen
acudir ni por asomo los huéspedes de doña Carmen, como tampoco los
empleados de la oficina en la que trabaja Mirza, todos españoles y por lo
tanto exentos del deber de frecuentar el Museo del Prado. Allá, en sus ratos
de ocio, la lunareja contempla centenares y centenares de cuadros mejores
que El martirio de Santa Apolonia, de Vásquez Ceballos, pero al fin y al cabo
semejantes por el tema y la intención, y centenares y centenares de turistas
alelados, con cabellos rubios y vestiduras flotantes, como apariciones
detenidas en vitrales, mirando sin ver. Allá, sentado en una banca larga y
estrecha, frente al retrato de Felipe II pintado por Sánchez Coello, en el
arranque de la galería principal, tranquilo y satisfecho y un poco más canoso
que antes, estaba Augusto Pallares.
No solo él sino otro tiempo, la época en que todo era nuevo, para
estrenar, expresivo, azul radiante. Todo, hasta el despacho de una oficina
situada en Bogotá, distrito especial, capital de la república de Colombia, Sur
América.
Tío Calixto se tomó el trabajo de salir de casa, suspendiendo por unas
horas la redacción de su famosa obra, para ir a visitar a Augusto Pallares,
gerente de la recién inaugurada editorial El Ciprés. Confiaba en que su
amigo, quien le había vendido en su librería tantos libros de consulta, no lo
desairaría ahora, y bien por el contrario atendería su recomendación de
nombrar a su sobrina Mirza en el cargo de secretaria que se hallaba vacante.
—Es un gran tipo —comentó después, en la comida—; me aconsejó no
publicar por el momento mi obra completa sino un resumen, mucho más fácil
de digerir por el gran público y no en su forma original de cinco volúmenes,
para que así se me valore —fueron las propias palabras de Pallares—, porque
es extraordinaria una hazaña que normalmente requerirla un equipo completo
de especialistas. Me publicará el compendio al costo más bajo que le sea
posible. Mirza puede presentarse cuando quiera para que le hagan el
nombramiento.
—¿Qué noticias tienes de Bogotá? ¿Cómo están tus tíos? El pobre
Calixto, ¿qué tal? Cuando lo recuerdo me da grima y un cierto remordimiento
porque yo fui el responsable de que se embarcara en una empresa en la que
quemó la poca plata que le quedaba. No lo pudimos sacar a flote. En una
síntesis se nota más el cobre.
—Llenó un cuarto de la casa, desde el piso hasta el techo, con la
Quintaesencia de las religiones. No vendió un solo ejemplar. A medida que
pasaba el tiempo los volúmenes, en lugar de disminuir atestaban cada vez
más la habitación, como si fueran prolíficos y se reprodujeran. Alfonsina y yo
evitábamos asomarnos por allí, pero era el sitio preferido de Leonel cuando
estaba con la droga. Se dormía encima de los bultos.
El día que Mirza estrenó el vestido lila con botones dorados el mundo se
ordenó según disponía la cartilla de Baquero en la que ella aprendió a leer:
"Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar". Eran contadas con los
dedos de la mano las oportunidades en que habla sucedido otro tanto. Una fue
durante la enfermedad de don Alejandro. Por la mañana se encontraba
increíblemente mejor, lo cual comprobó su hija al darle los buenos días, con
alegría que aumentó al máxime cuando recibió de sorpresa, de parte de Gala,
una canasta repleta de flores y frutas que su amiga le envió al inquilinato
como recuerdo de su única visita. En su exaltación, la lunareja creyó que se
mantendría la mejoría del padre. El sopor en que se sumió un rato después
solo quería decir que descansaba. Por desgracia, no despertó.
Ahora se trata de la fecha fijada para anunciar el compromiso de
matrimonio entre Augusto y su secretaria Mirza. Ambos lo comunicarán
personalmente a los empleados de la editorial dentro de algunos minutos, tan
pronto como se presente el novio. Por eso la lunareja se ha puesto su vestido
nuevo de color lila, con falda que cruje cuando camina.
Cómo la envidiarán Maxelena, Lina-Linette, Lucia Buendía y el resto de
compañeras. Maxelena especialmente se quedará con un palmo de narices.
Aprovechará la ocasión para aludir veladamente a la diferencia de edad de la
pareja, aunque esa circunstancia no afecta a la novia. La acepta como una
pequeña y casi imperceptible compensación a cambio de un bien mayor.
Indudablemente llegó a Bogotá con buena estrella. ¿Quién se lo iba a
pronosticar cuando vegetaba friolenta y arrinconada en la casa del marqués
de San Jorge? Lo que es el destino: la niña se dirigió desde el principio sin la
menor vacilación a la librería de Augusto Pallares, a comprar un libro de
cuentos.
—¿Tú eras el dueño, no es cierto? Yo algunas veces conversé contigo
cuando era chiquita. A más de los libros vendías estampas de cuadros
célebres.
—Me arruiné en esa librería, no me lo recuerdes. Fue el primer mal
negocio que hice, peor que este.
—Ese día te oí nombrar por primera vez a Eleonora.
Una copia del retrato de la dama de Toledo decora el escritorio del
gerente. Lo pintó el Bronzino, se repite Mirza, lo mismo que al hijo de la
bella señora, al pequeño duque Galeano. En la mesa reposan a su lado
papeles entre los que la lunareja mete la mano, con el desenfado de las
concienzudas secretarias. Todavía disfruta un segundo, comprobando por
centésima vez el bienestar que esparce la tela ligeramente granulada de su
vestido. "Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar", la divina
aspiración conquistada por fin mágicamente. En la vejez Mirza no logra
precisar la ruta que, en el escritorio, siguieron sus ojos hasta caer encima de
una carta firmada por Pallares y dirigida al subgerente de la empresa,
explicando su necesidad surgida a última hora de efectuar un viaje sorpresivo
e impostergable. La junta directiva, convocada de urgencia la noche anterior,
le concedió la licencia, mejor dicho, le aceptó la renuncia irrevocable.
Lamenta no dar las gracias en persona a cada empleado por la colaboración
invaluable que le prestaron. Lo siente sobre todo por Mirza, su eficiente
secretaria. Muy pronto le escribirá directamente a ella, para comentarle otros
detalles.
—De nuevo te has ido, Mirza —dice Augusto en el camino de regreso a
la pensión madrileña—. La ausencia de los sentidos se debe a la angustia de
no poder comprobar que existe lo que deseamos. Pero nuestro pasado
pequeño y melancólico no cuenta. Este reencuentro es la resurrección para
ambos.
—No repitas lo de siempre, las palabras gastadas. Dime lo que quiero
oír.
—Sería terrible vigilar cada palabra para no herirte.
—¿Por qué no me dices qué debo hacer? ¿Es que no lo sabes tampoco?
—Sin embargo ayer, cuando fuimos al Jardín Botánico para celebrar el
comienzo de la primavera, quién sabe por qué misterioso fenómeno el
antiguo sueño se reanudó. Surgiste de nuevo como cuando eras mi secretaria
en la editorial El Ciprés.
—Es mejor que no volvamos a vernos.
—¿No volver a vernos? No puedo soportar esa idea. Pero, ¿tendrás
razón? Y, una vez más, ¿por qué?
Cuando Mirza se reincorporó al comedor de doña Carmen, exencionada
en adelante de los restaurantes económicos pero excelentes a los que la
invitaba Pallares, y condenada a volver a tragar su diaria pescadilla en unión
de la señora viuda de Domínguez, de la señorita Cándida Cienfuegos y del
señor Reginaldo Moreno, estos le clavaron los ojos aunque ninguno notó
nada. Paquita fue la única que le preguntó si había llorado.
Las secretarias que no se enamoran de sus jefes los odian, como las
esposas a sus maridos en los matrimonios desgraciados. No hay término
medio. Los romances oficinescos no obedecen en el fondo sino a la necesidad
imprescindible de matar el tiempo. Hasta se podría escribir un drama moral a
lo Molière, titulado "La mecanógrafa coqueta por hastío". Cuando las
secretarias se enamoran, mil botones de anturios y delfinius revientan en las
oficinas. Se vuelven el sitio de arribo de las migraciones de mariposas. De
mesa en mesa saltan gatas que huelen a crisantemo. Danzan palabras:
Diagaka, Motofujicho, Brunkiky, Brudubuldura, en vez de diagramación,
ordenación, habilitación, contaduría, asesoría, papeleo. A punto de salir a la
calle, el jefe se para en la puerta para impartir las últimas instrucciones. La
secretaria las repite a fin de darle a comprender que las capta al hilo. Es
insustituible. Brilla. Pero, desde la deserción de Augusto, y de la misma
manera que los chorros de plata manejados por los cajeros de los bancos son
para ellos simplemente el "numerario", y no la varita encantada que les
permitiría comprar la libertad, los libros que se imprimen en El Ciprés,
pierden para Mirza su calidad de tales. No la conducen al reino del príncipe
montado en un caballo blanco, que conversa con un enano de florida barba en
el claroscuro de una librería bogotana, mientras los monteros suenan los
olifantes. El tedio por las horas, los meses y los siglos perdidos, remachada
como un tornillo a la máquina de escribir, es el inevitable compañero color de
ceniza que llega primero que la lunareja a todas partes. De tanto estar
sentada, se le congelan los pies. El frío le sube por las piernas, se localiza en
las rodillas, ahí se agazapa. Imposible para las mecanógrafas desprenderse de
su propia lógica, la cualidad de que nacieron dotadas naturalmente, y según la
cual los manifiestos, formularios, memoriales, carecen de la condición
indispensable de ser útiles y necesarios. Por consiguiente, nadie deberla
ocuparse de confeccionarlos. ¿Por qué no, más bien, redactar la renuncia
irrevocable? El propósito carcome las sienes de Mirza como un hormiguero.
Pero de sobra sabe que nunca escribirá la carta redactada mentalmente mil
veces, hasta que le duele la cabeza.
—Lo peor es que aquí no hay buena luz para sacar en limpio esta carga
de copias— dice Lucía Buendía.
La oración gramatical que se forma con su nombre y apellido cae como
un rayito de sol sobre las mesas grises. Pero los ojos de Lucía se estropean a
fuerza de copiar con mala luz. Primero sufre de conjuntivitis. Después se
queja de ver un punto negro que cada día aumenta de tamaño. Tras de desfilar
por los consultorios de los especialistas y someterse a este y otro tratamiento,
el oftalmólogo le declara desprendimiento patológico de la retina, sin éxito
post operatorio.
Maxelena no necesita anunciar que ha perdido el apetito. No se asoma ni
por chiste a la cafetería. Se le aflojan los dientes. El doctor le receta
vitaminas. Ojalá fueran más, todo género de drogas. Las cambia en la
farmacia por jabón, dentífrico, peines, cepillos, a razón de una docena de
inyecciones por un pan de jabón, una barra de colorete y una caja de polvos.
Se queja de sudores nocturnos, catarros repetidos, toses. El médico le formula
medicinas drásticas y reposo de un mes. Luego vienen las radiografías y los
exámenes de laboratorio que acusan opacidad total del campo pulmonar y
resultado positivo para el bacilo de Koch. Repleto de conmiseración, el
funcionario que ha reemplazado a Augusto en la gerencia de la empresa, le
prórroga mes a mes la licencia por enfermedad. Los días 30 Maxelena recibe
nuevos certificados y los entrega a Mirza diciendo:
—Si el doctor opina que estoy mejor me quitan el auxilio. Como única
esperanza cuento con que en este examen el médico me haya encontrado
igual o peor.
Lina-Linette parecía una japonesita, con el pelo liso y la piel de marfil.
Cuando se mandó hacer la permanente, los ricitos a lo Pompadour
transformaron su coquetería juguetona en otra llena de intención. El ambiente
de la editorial desbordaba comprensión y ternura, obedientes las teclas de las
máquinas, etiquetados los fólderes, los escritorios ordenados, Lina en el
centro, la reina.
Por entonces solicitó una licencia de quince días, pero antes de
concedérsela la dirección de personal ordenó la práctica de un examen
médico. Allá ya estaban escamados. Sucedía con demasiada frecuencia De
modo que cuando los otros empleados recibieron la noticia de que Lina no
regresaría nunca más porque había muerto, no se sorprendieron. En adelante
no la volvieron a nombrar sino en voz baja, agregando que "eso" fue la causa:
el aborto practicado por cualquier irresponsable que jugaba con las víctimas.
"Tres días hace que Lina dormida en su lecho está./ No hay sobre la
tierra músicas que la puedan despertar". Cómo fue de rotunda, cómo fue de
estricta Mirza al condenar el acto que la pobre muchacha pagó con la vida.
Desplegó más énfasis que las demás secretarias. No contó con el miedo que
se sentía. No lo midió. Lo conoció después, día a día y paso a paso hasta que
le resultó imposible soportar mas. Igual que Linette pidió una licencia para
ausentarse de la oficina durante una quincena. Los jefes la excluyeron del
requisito de mandarle analizar la orina. Después... Aunque procuró con todas
sus fuerzas raer de su mente como con una esponja de hierro el rastro de la
comadrona en su casucha cerca de las areneras, en el cerro erosionado, entre
bocanadas de viento frío, despiadado, estallando de cuando en cuando con un
ruido seco una carga de dinamita, no lo consiguió. En los instantes más
inesperados resurgía la mujer desharrapada hurgándole las partes, trasegando
duramente con sus órganos para que ocurriera lo que ambas buscaban.
Después de los seis días de trabajo sin pausa ni gloria, los domingos en
la casa. Por la mañana, aconsejable no fumar desde temprano para evitar la
intoxicación exagerada. La lunareja lee de cabo a rabo los periódicos y los
suplementos literarios, cose el ruedo de una falda, remienda las medias,
escribe una carta. Las horas se erizan como un camino cuesta arriba que hay
que recorrer inevitablemente. Qué bueno que Alfonsina la deje quieta y
arrinconada, sin que se le acerque ni le pregunte. Así no se toma el trabajo de
contestarle. Es difícil mover los músculos de la boca. ¿Hacia dónde volverse,
qué pesquisa tan intrincada habría que realizar para descubrir dónde se
encuentran sus semejantes, aquellos seres dueños del poder de concederle
sentido a las palabras, capacidad para romper el círculo de frío paralizante, y
dar volumen y color a las cosas y a la gente? Se llamaban, se habían llamado,
Gala, Natalia, Augusto. ¿Vivían todavía en alguna parte o Mirza los había
inventado? Y si eran personas de carne y hueso y no sombras, si algún día la
vida volvía a juntarlos con ella, ¿cuánto le cobrarían, qué precio tan
desmesurado porque los admirara sin reservas y se consagrara por entero a su
servicio? ¿Por qué se marchó Gala, sin entregarle siquiera una dirección o un
dato gracias al cual localizarla? ¿Por qué gritó Augusto: "¡Eleonora,
Eleonora!", desde un fondo de cuentos de Grimm, locuaz y vago, parpadeante
e irreal?
Calixto, Alfonsina, Leonel, encerrados asimismo en la casa los
domingos, prisioneros también, circulantes de la sala al comedor, del
dormitorio al cuarto de baño, severos, exigentes, herméticos, doblados por el
peso de sus propios secretos, desengañados respecto de Mirza en igual grado
que ella lo está de sus parientes. Calixto se defiende escribiendo en la sala,
por todos experimentadas sus explosiones de rabia si alguien, Alfonsina,
Leonel, la perrita Yúel o un mico o un tente de los que pululan en la terraza,
intenta distraerlo para deslucir la frase que acaba de estampar en una página.
Todos van como flotando sobre témpanos. Creyendo que se acercan, se
alejan, igual a los exploradores suecos que llegaron en globo aerostático al
polo norte y que, para regresar al mundo civilizado, caminaban diariamente
kilómetros sin lograr ningún resultado porque los témpanos se movían a su
vez en dirección contraria. A través de los vidrios de la ventana, el perfil de
Calixto, con su calva y su par estupendo de narices, alargadas como si
quisieran avanzar solas, apoyadas en las aletas que se ensanchan y
despliegan, rasgo de familia transmitido de generación en generación, terco
como un penachito de plumas en la cresta de una determinada raza de
gallinas. Por fortuna no lo heredó don Alejandro. Su nariz era como la de
Mirza, sensible, olfateando algo que se anunciaba sin definirse, siempre a la
expectativa sin que nadie se diera cuenta.
—Mi vida por la que debes, Mirza. No lo puedes negar aunque entonces
obrabas con los ojos vendados.
En su salto como un resorte hasta la puerta, la lunareja ignoraba si había
terminado por contagiarse de las visiones de Manuel, o si, evidentemente, la
que se encontraba en el umbral era Ligia, envuelta en un gran manto de
vicuña que debía pertenecer a la guardarropía de un teatro. Bajo sus pliegues
se veía como una figura de los tiempos incas, y además, segura y satisfecha
de acudir con puntualidad ejemplar a una cita. Mirza pasó, de oír desvariar a
Manuel, a tomar nota de la gente que se empujaba para entrar o salir del
cuarto. El primero, Bernardo Gallo, miraba rápidamente a un lado y otro,
murmurando como si solicitara compasión por lo que le tocaba soportar. En
seguida, María Olga, Daniel Irigoyen, Claudio Doniges, con cara de
circunstancias. Cuando escuchó qué Ligia la acusaba: "El único testigo de la
muerte de Manuel fue Mirza Eslava, ella es la responsable", se miró a si
misma correr por el pasillo, bajar a saltos la escalera y huir sin saber de quién
hasta que llegó a la residencia femenina.