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Bogotá de las nubes

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© Elisa Mújica, 1984


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, diciembre de 2014


ISBN: 978-958-8877-27-3

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Bogotá de las nubes


A
Anita Castellanos de Becerra E.M.

A los nueve años todo está resuelto


Peguy
En la casa de Mirza, el silencio, de tan espeso, se podría cortar. En el fondo
de sus oídos, en lo más profundo de sus tímpanos, un paso, otro paso. Tas
Tas. La fijación se remonta al tiempo en que la metieron presa. A las dos en
punto de la madrugada la guardiana se acercaba por el corredor. Cuando
llegaba a la celda de Mirza la enfocaba con su linterna. La desnudaba, la
desollaba. La convertía en lo más desamparado: un pez recién sacado del
agua, pero sin contracciones ni coletazos. Rígida, avergonzada, miserable.
El órgano auditivo no se hallaba lesionado —opinó el especialista
cuando pudo consultarlo— pero la carcelera se quedó ahí indefinidamente,
cumpliendo su ronda nocturna. A Mirza ya no le importa. En la vida siempre
se termina por hacer amistad con lo que a uno le toca soportar: la noche, la
soledad, los recuerdos. César Castell, Augusto Pallares, Ligia Montiel, Gala
Urbina, Natalia Colmenares, Claudio Doniges, Orna Caballero, Manuel
Paniagua, Bernardo Gallo, así se llamaban. El paseo de la guardiana forma un
conjunto monorrítmico que amodorra. Entonces surge Mirza Eslava como era
el día que llegó a Bogotá y la envolvió lo que fue para ella un río de
automóviles, ruidos y claridad cegadora. Aunque en realidad eran pocos los
vehículos en ese tiempo, casi contados con los dedos de la mano, y no
muchos el bullicio y los focos del alumbrado.
La parada final de los buses interurbanos que venían a Bogotá
procedentes de Belén de Cerinza se ubicaba en la esquina de San Francisco
de la carrera séptima con la calle quince. A las seis de la tarde el sitio hervía
de gente o por lo menos así también lo creyó la niña. Al bajarse del sufrido
armatoste que la había transportado en unión de sus padres, recibió los besos
cariñosos de dos señoras con pieles en los cuellos y solapas de sus abrigos, y
sombreros de copa alta hundidos hasta los ojos y adornados con flores de
trapo. Se les veían las manos amoratadas por el frío —como quedó
protocolizado cuando se quitaron los guantes— y usaban zapatos de tacones
delgados y altos. Mirza se avergonzó de ser una calentana lo mismo que sus
padres, sin comparación posible con el tío Calixto, de cabeza pelada redonda
y rosa, ojos de mirada imprevisible, husmeadora nariz de oso hormiguero y
tendencia a mantener cada mano oculta en la manga contraria del abrigo,
como hacen algunos frailes con sus hábitos. Para saludar se había quitado
ceremoniosamente el sombrero flojo de fieltro, y lo mismo hizo otro hombre
de expresión risueña y bigotes grandes y lacios, a quien Calixto presentó
como su cuñado, Jorge Montiel, marido de Isidora, una de las mujeres. La
otra era Soledad Lago, hermana menor de Isidora y esposa de Calixto Eslava.
Los bombillos de las seis animaban el ambiente, lo caldeaban. En el
pueblo Mirza jamás había conocido tal profusión de luz eléctrica. Los focos
instalados en los balcones se enfilaban para formar nombres femeninos:
Emilia, Helena, Olga. Era la víspera de la fiesta de los estudiantes y las
guirnaldas de luces semejaban coronas que se hubieran tejido para que todas
las candidatas al reinado pensaran que lo habían conquistado. Al otro día,
cuando la multitud colmó verdaderamente la carrera séptima para presenciar
el desfile de los enmascarados, la niña se asustó tanto que vomitó encima de
los que pasaban frente al balcón de la casa a donde la habían invitado con su
familia.
Los forasteros procedentes de la parte oriental del país entraban en la
capital por la carretera de Cerinza. Ya traspasado el Puente del Común y en
las goteras de la ciudad, ante los ojos de los tres viajeros se perfiló un desfile
de casas separadas unas de otras por grandes jardines —para Mirza, parques
—, con escaleras exteriores de piedra —para Mirza, escalinatas—, columnas
y terrazas. En estas y en los jardines jugaban asombrosos niños rubios y
gordos como si pertenecieran a una raza distinta a la que quedaba en la-otra-
parte, en el pueblo cada vez más lejos, compuesta por seres recios pero
delgados, de ojos brillantes como azabache y pómulos salientes y pálidos,
acostumbrados al trabajo desde el amanecer bajo soles quemantes, en una
naturaleza brava de grandes ríos y montañas.
(En una de las quintas de fachada de piedra labrada vive una niña de la
misma edad de Mirza, llamada Gala Urbina. Pero para la calentana, por lo
pronto, ni sombra de sospecha de que existe, ni la menor oportunidad de que
se encuentren en el mismo barrio. En Bogotá, a Mirza no le corresponde vivir
por ese lado. Todo lo más, en alguna de las casitas de una sola planta, fusión
dudosa del modelo santafereño de patio y corredores, y del afrancesado de
marquesina, baldosín y rosetones de molde en las paredes, que empiezan a
poblar, para albergue de provincianos recién desempacados los antiguos
huertos de la parte occidental de la ciudad, entre Las Nieves y San Diego).
Al mismo fin se destinan las casonas destartaladas de los alrededores del
palacio del marqués de San Jorge, ahora venidas a menos mientras sus
anteriores propietarios inician su éxodo hacia el norte, cada vez más al norte,
felices como quien cambia lámparas viejas por lámparas nuevas. A los
inmensos, ventilados salones de las casonas, con recuerdos clavados como
mariposas en el fondo rosa o celeste de los papeles de colgadura; a los
cristales verdes, rojos, amatistas, que cierran los vestíbulos —repletos de
presencias incorpóreas— ya encendido el quinqué y tejiendo saquitos de niño
las señoras; a las alacenas profundas y perfumadas, al horno de amasar el
pan, a la pila del patio y a los aleros de los copetones, los raizales prefieren
los cuartos pequeños y desnudos, separados por delgados tabiques. En
cambio de los cielos rasos en forma de artesa, se transan por techos lisos y
fríos. Y por pequeños cuadriláteros de césped rasurado a la inglesa, en lugar
de los anchos huertos sembrados de diosmedés, papayos, brevos y cidrones,
condenados a ser citados después interminablemente en las crónicas
nostálgicas de los suplementos literarios. En las fachadas, a fin de reemplazar
el sencillo modelo establecido de portón claveteado y ventanas de balaustres,
las familias principales que emigran hacia el norte escogen una combinación
de chalet suizo, con techo vertical como si aquí cayera nieve, y de cortijo
andaluz trasladado desde California porque ya no se aprecia el injerto directo.
Para los forasteros la zona prohibida se marca así, indeleble, más allá de
San Diego, imán de corazones, símbolo de vida fácil, por lo pronto
inaccesible, esperándolos si acaso para más tarde, cuando crucen la frontera
económica que ahora los separa de quienes empiezan a ensayar alegremente
una ciudad dispersa y alocada.
Pero el sector viejo caído en desgracia, al acoger a los de la provincia les
evoca las intactas armazones de sus pueblos, con el superávit de la plaza de
Bolívar, el Capitolio, el palacio de San Carlos, el teatro Colón, el parque de la
Independencia, las iglesias. Estas, en lo esencial idénticas al modelo que los
recién llegados dejaron atrás, solo que con mayor amplitud las naves, los
altares más dorados, la arquitectura más sólida y elaborada, las tallas
trabajadas, en las principales ceremonias la Lechuga —la custodia de los
jesuitas— llevándose enredados de las verdes, heladas Mamitas en torno a la
central, redonda, laminar, impoluta, los ojos de Mirza, la hija única de don
Alejandro y doña Mónica, arrodillada el domingo siguiente a su trasplante,
para oír misa junto a su madre, separadas ambas de don Alejandro por la
discriminación de un cartel que manda: "Hombres", en la nave de la derecha,
y "Mujeres" en la de la izquierda.
No se practican esas divisiones en la provincia campechana. Pero si aquí
las exigen, los Eslavas las asimilan y ejecutan como todo lo que hallan en la
antigua sede de los chibchas, convencidos de que si lo adoptan derivarán
ventajas, un salto más en la escala de lo distinguido y progresista.
Seguramente ya han dado varios. No se atreven a salir a la esquina de la casa
sin encasquetarse los guantes y el sombrero, y se esfuerzan por manejar con
soltura y regocijo términos como cachaco, guache, pisco, lobo, chirriado,
chusco, echando al olvido los del pueblo, ya no de recibo y denunciantes.

En la sombra de la iglesia Mirza se empequeñece, aprovecha el amplio


espacio fluyente por las naves y en la cúpula unificado y absoluto, para
evadirse, borrarse, sin cuerpo, sin obstáculos, más cómoda y segura. Sin
testigos que la vigilen, sin espejos que la dupliquen. Especialmente eso: sin
espejos. El fenómeno de la fuga no la acomete únicamente en la iglesia o
caminando por la calle. También se le presenta cuando viaja en tranvía y
sobre todo cuando va a teatro. Porque papá Alejandro no resiste la tentación
de iniciarla en los misterios que las compañías españolas de dramas y
comedias escenifican en el Colón. Aunque Mirza no es sino una niña de
nueve años, y espinosos los temas de las piezas, el papá piensa que por algo
han dejado el pueblo y están en la capital. Además, resulta preferible que la
niña acompañe a sus padres y no se quede sola en el inquilinato, donde puede
presenciar malos ejemplos de parte de los desconocidos y dudosos habitantes,
entre los cuales se cuentan una usurera y una comadrona. Pero claro que para
don Alejandro el verdadero acicate reside en el deseo de compartir con la hija
su pasión predilecta, hasta entonces mal alimentada y que en la ciudad crece
y cobra alas.
La Compañía de doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza
no solo proporciona noches de gloria a los aficionados bogotanos. Les
enriquece el léxico cotidiano. Pone a volar de boca en boca la palabra
"temporada". Impresa en grandes caracteres en los dos o tres periódicos
locales, repetida en los cartelones de las esquinas, dotada de poderes
suficientes para borrar como una esponja la rutina, a Mirza le suena
deliciosamente. La pronuncia con respeto, como se roza levemente y de
puntillas lo que dispone del poder de trasladarnos a otro mundo mejor y más
bello. La temporada del Colón constituye motivo de preocupaciones sociales,
políticas y financieras, tema de conversación en los salones, las oficinas, los
talleres, los pequeños almacenes —atendidos en su mayoría por miembros de
las grandes familias que combinan con éxito indudable las tareas de
terratenientes y de comerciantes—, camino por el cual se expande, desciende
de las casas lujosas hasta los cuartuchos de los inquilinatos, divididos por
cortinas de cretona floreada para separar el dormitorio del comedor y de la
sala. Se cuela en las orejas de Mirza, cuando va a la calle a comprar por
encargo de doña Mónica dos varas de cinta rosada.
Es también de la temporada que charla la gente en la esquina de
Arrancaplumas y en una librería de la calle doce, cerca de las platerías, donde
la niña se introdujo la víspera como de contrabando, como por obedecer sin
saberlo un oscuro mandato imprescindible de su sangre —doloroso por lo
tanto— a fin de preguntar tímidamente el precio de un libro de cuentos,
tentador en la vitrina, con un duende en la tapa, de luengas barbas ante un
príncipe a caballo, espada al cinto, de capa bordeada de piel y gorra ídem,
perdido al parecer en un bosque milenario. Se lo alcanzó distraídamente del
estante un empleado o quizá el dueño, hombre moreno, de pelo negro y ojos
verdes, para Mirza ni joven ni viejo, de edad indefinible y no obstante con
cierto aire de familia (no que se parezca al tío Calixto), pero de cualquier
modo protector, amigable. Sin que él llegue siquiera a sospecharlo, doma la
esquivez de la niña, la envuelve en ondas cálidas, le inspira confianza, la
atrae con unas frases dirigidas a otro hombre allí presente aunque como si no
existiera para Mirza, diluido por completo. Las palabras caen en un mar en el
que no se hunden, como boyas sobreaguan. La niña lo ignora, también el
hombre que dice:
—Extraordinaria doña María Guerrero anoche en Los andrajos de la
púrpura, lo último de Benavente ya en Bogotá quién lo creyera, el drama de
los amores de D'Annunzio con la Duse, simbolizado en los vestidos y los
decorados, rojo claro al principio y granate oscuro casi negro al final del
tercer acto, cuando Eleonora —en la obra, Laura Dolenti— muere lejos de su
amante, desesperada y sola.
Mirza, aunque inclinada la cabeza sobre el libro de cuentos de Grimm,
ya anda lejos, en otro bosque, en pos de las granas de otra historia más
punzante, terriblemente escurridiza sin embargo, mientras el hombre,
encarándose de nuevo con el interlocutor invisible agrega suavemente:
—Nos llegaron láminas italianas. Mire esa reproducción estupenda de
unos ángeles del Ghirlandaio. ¿Y qué tal este grabado del retrato de Eleonora
de Toledo, que pintó el Broncino y que se conserva en la Galería Pitti, de
Florencia?
Todavía, sin imaginar que alguien bebe sin entenderlas sus palabras
(Ghirlandaio —recordar ese nombre que se parece a una guirnalda—,
Eleonora, no una sino dos, la Duse y la de Toledo, de color de púrpura,
amores de color, ese tipo habla como los personajes de los cuentos, nunca
Calixto, ni los padres, hay que averiguar de qué se trata, don Alejandro la
llevará al teatro si Mirza se lo pide, aunque le toque hacerse la desentendida
cuando el papá le comente a doña Mónica: "Magnífico el drama", y luego,
muy pasito: "Afortunadamente la niña no se da cuenta"; se ha apoderado de
una pista: repetir D'Annunzio, la Duse, guardar para ella sola ese secreto,
quién sabe a dónde la conduzca), agrega el hombre como si únicamente con
destino a él mismo diera forma a lo que piensa:
—Eleonora, nombre sugestivo para mí, lo prefiero a su traducción
española.
Difícil no comprar el libro de cuentos, explicar en tartamudeo
ininteligible que más tarde volverá seguramente con su madre. (El librero no
se inmuta, maquinalmente recoloca en el estante el volumen sin mirarlo, sin
ver tampoco a la niña, absortos en otra visión sus ojos interiores).
Por suerte el sol pinta afuera una realidad compensadora para Mirza. Es
friolenta y "el sol es la calefacción de la Sabana", ha oído explicar a tío
Calixto. La dorada tibieza crea el ambiente apropiado para sus planes de
atiborrarse de dulces en la tienda de la esquina, tabla de salvación a fin de
ponerse a flote después del agorero claroscuro de la librería, de los signos
cabalísticos infaltables a la cita, que le marcan ya el destino imposible de
penetrar y que la espera para dentro de unos años, no muchos. El primer
encuentro nada menos. Los ojos claros, para ella alegres, a veces
melancólicos. Algún día los dos se llamarán por sus nombres.

En la dulcería la iniciación es, si almibarada también, más socorrida. Los


paladares calentanos, hasta entonces sobrios, ignorantes de los refinamientos
de chantillys y sanonorés, reservados únicamente para las grandes ocasiones
como el Jueves Santo, el Corpus, la Nochebuena, los milagros reposteros de
las mezclas y batidos, en Bogotá se ensayan diariamente con los helados de
paila de la Dorotea, los marzos de Paulina Gracia, los brazos-de-reina,
merengues, suspiros, panderos, pan-de-yucas, cotudos, garullas, milhojas,
polvorosas, llamativos en los mostradores de las tiendas, incitantes, tiernos.
Los cisnes y palomitas de azúcar cande, con las plumas pintadas de rosa y
azul y los piquitos rojos, las botellitas transparentes con licor por dentro, los
ponqués blancos y negros, las frutas confitadas, los caramelos rosados de
Zipaquirá, son para Mirza, menos sensible al placer de la gula que al de los
ojos y del tacto, la primera experiencia deliciosa del encantamiento plástico.
Pero, ecléctica, lo novedoso de la pastelería bogotana no la disuade de
otro culto culinario, aunque convertido ya solo en recuerdo, por desgracia. En
realidad, más que de una receta se trata de una ceremonia: la que oficiaba
doña Mónica en su gran cocina pueblerina —tan distinta, ay, del lugarcito
que ahora le asignan por turno riguroso en la oscura y estrecha del inquilinato
—, fragorosa de vasijas hirvientes y sonoras y manipuleo de fámulas
apresuradas, cuando para celebrar algún cumpleaños o festividad especial, o
simplemente porque lo deseaba, se ocupaba de hacer tamales.
Doña Mónica nunca leyó fórmula escrita sobre la manera de
confeccionarlos. Pero en su memoria y en sus dedos se grabó para siempre lo
que en su infancia vio hacer a su madre, y ésta a la suya, hasta perderse en la
noche la cadena de mujeres alquimistas y diligentes.
Una vez fijado el ciclo indispensable para la realización de la obra —tres
días con sus noches, empezando una mañana para terminar al amanecer del
día tercero— da comienzo a la empresa por la selección rigurosa de los
materiales: maíz de dos blan (blando y blanco); tres carnes: de gallina
casadera, de res y de cerdo, todos bien criados, el tocino aparte; garbanzos de
los que esponjan; en su punto culminante los guisos aromáticos lo mismo que
la aceituna, la uva y la alcaparra que nos legara España, listas para el nuevo,
fecundo mestizaje con el maíz de la tierra, ya preparadas las hojas de plátano
para envolver a la criatura, fruto deseado de la unión memorable.
Como en la cocina doña Mónica desdeña olímpicamente el aluminio —
que acaba de aparecer en el mercado, insinuándose mañosamente por más
limpio y reluciente a fin de reemplazar a los utensilios de barro o esmaltados
— con el objeto de madurar los ingredientes escoge las vasijas de barro
tradicional, transmisoras seguras y naturales de lo telúrico. Sin olvidar los
imponderables inherentes a la batea curada, la piedra de moler, el cedazo y el
tamiz montado en un lienzo de Castilla sostenido por dos palos, instrumento
purificador por excelencia como la piedra y el cedazo.
Asesorada por su estado mayor de ayudantes y menestralas, la madre
adquiere plena conciencia de la importancia del proceso en que se
compromete para halagar a los suyos. Le consagra —y no eufemísticamente
— los cinco sentidos: ojos para escoger y balancear; tacto para medir y pesar;
olfato y gusto con los que clasifica fragancias y sabores; oído a fin de captar
las notas en crescendo de la ebullición del agua, sin excluir el sexto sentido
no a todos otorgado de la proporción y la elegancia, que la encargada de la
operación requiere en grado superlativo, especialmente para confeccionar con
la masa de maíz los receptáculos de los tamales y amarrarlos sin que se abran.
La regla moral inalterable de no tolerar la menor falla al principio de la
obra, a fin de no quedar a su merced cuando ya es tarde, la aplica sin
excepción doña Mónica. En el instante de comenzar el trabajo se santigua, lo
mismo que sus colaboradoras. Es mal presagio si entonces se derrama la sal,
aún cuando no hay casi riesgo de que ocurra. Las operarias son demasiado
diestras y en la casa jamás se despide a un pobre sin ofrecerle una taza de
aguamiel y un plato de sancocho, conciliadores y rebosantes.
Como primera medida el equipo cocineril ataca raudo el adobo de las
carnes para insuflarles los tres aromas: el del ajo penetrante, el del orégano
nacido a la orilla del Mediterráneo y trasladado a este paisaje, y el de la
cebolla junca, de tallos que se maceran pacientemente hasta lograr una masa
verde. Por una cierta sobriedad en la riqueza —la capacidad de elegir es la
piedra de toque de la alcurnia, no la aglomeración atropellada de los
materiales— se prescinde del resto de especias y picantes. Sin olvidar eso sí
la sal de nitro, pero no por utilitarios fines sino para perseguir un
desinteresado efecto estético: el contraste entre el rosado encendido de las
carnes nitradas y la palidez de la masa de maíz, cuando en la mesa el cuchillo
las desgarra y exhibe ante la expectativa anhelante de los comensales.
Envueltas en sendos paños blancos, ni una partícula de polvo ni un soplo
de aire penetra las carnes en los días sucesivos. En cuanto al maíz, ya hervido
y molido pero víctima aún del detestable afrecho, para librarse debe
someterse primero al tratamiento que preside el cedazo y luego al que regenta
el tamiz. Por fin resplandece en la batea el almidón blanquísimo. Pero
entonces la masa reclama el reposo de doce horas seguidas en la batea de
madera, sin que nadie la mire ni la toque, y al sereno, en el patio de la casa,
en una noche en que a la inquietud febril de la víspera sucede el silencio que
madura y fertiliza. Amanece metamorfoseada, como renacida después de salir
de la sepultura, tiesa y compacta, separada del agua.
Ha coronado una etapa pero todavía le corresponde superarla, ayudada
por la sal y la manteca de cerdo con que a continuación se la baña, y
condenada al batimiento sin descanso con una pala. Al cabo de las horas se
ablanda. Entonces, por su propia virtud, se desprende de la batea curada.
Resignada a su suerte cae poco a poco en la olla puesta al fuego, donde se la
remueve sin cesar con el objeto de impedir el pegamiento y obtener que
cuaje.
Entre tanto las hojas de plátano, a fin de cumplir ellas también el
requisito exigido a todo lo viviente de abandonar la rigidez primitiva y
adaptarse con flexibilidad a la misión que les toca, se sollaman y doblan en
cruz de dos en dos, encocadas por la mano izquierda de doña Mónica para
contener la masa, mientras llena la coca con la derecha. Se ciñe al orden
establecido de depositar primero la carne de cerdo, luego la de res y por
último la presa de gallina, partida en dos mitades coincidentes con la forma
cóncava del tamal. A sus lados y por grupos se colocan los garbanzos, las
aceitunas, las uvas pasas, las alcaparras y el tocino, amén de un guiso
elaborado con la parte blanca de la cebolla junca —jamás cabezona— y
tomate sin freír, picado muy menudo. Imposible otro agregado. Echar arroz o
papa, como en los tamales que se fabrican en el Tolima y en el Huila, sería
afrenta intolerable en tierras santandereanas. En Cundinamarca y Boyacá,
donde al arroz y a la papa se añade zanahoria, huevo y hasta calabaza, se
confecciona un plato diferente, no tamales.
Mediante movimiento de suma habilidad y exactitud de la mano
derecha, doña Mónica cierra de un golpe la masa por arriba, y en seguida la
deposita en las hojas de plátano formadas en rectángulo que ata diestramente
con cabuya. Las hojas aun cooperan para "hacer cama" a los tamales en la
olla, donde se cocinan prácticamente al vapor toda la noche, hasta la
madrugada. La madre extiende otras hojas sobre la tapa, bajo los ladrillos que
la sujetan, requisito no únicamente necesario sino fundamental en opinión del
oficial de órdenes número 1, la cocinera Ana María. Las emanaciones
desprendidas del plátano a causa del calor, a la luz de los carbones
crepitantes, en ebullición el agua, atraen y garantizan el éxito definitivo de la
obra culinaria.
Mientras llega el momento preciso —ni un minuto más ni un minuto
menos— de retirar la olla del fuego e irse a descansar las operarías, fatigadas
pero felices, Ana María aprovecha la obligada guardia nocturna a fin de
narrar a Mirza —de plantón en la cocina por novelería y solidaridad con las
mujeres de la casa— montones de cuentos. Son las aventuras algunas veces
poco recomendables de Pedro Urdimales, las andanzas del astuto Mano
Conejo, o las terroríficas de ultratumba con el diablo en primer plano, que
provocan en oyente y relatora un escalofrío delicioso que las identifica. A
Ana María le brillan los ojos zarcos cuando nombra al demonio. Es rubia y de
pura raza blanca, a menos que descienda de los indios guanes, también
rostro-pálidos, fieles, altivos y habitantes, cuando llegaron los conquistadores
que los exterminaron, de esa parte de Colombia.
A los cincuenta años, no obstante su corpulencia, se mantiene derecha
sobre los pies descalzos. Las amigas de doña Mónica le conceden atenciones
especiales. "Es igualita a las González, del mismo tipo, los ojos azules, la
nariz recta y fina, la arrogancia". "Proclama a leguas que es hija de Omar, el
que acaban de nombrar presidente de la asamblea departamental". "Pero en
ese tiempo Ornar sería un niño". "Desde que estaba volantón perecía por las
faldas. Si yo contara. La mamá de Ana María era hija de la maestra de la
escuela. La niña acababa de tener su primera regla. Fue una infamia". Le
llevaban de regalo panelas claras y cacao en bolas, que Ana María recibía con
gravedad, como un don que le correspondiera, casi sin molestarse en dar las
gracias. No cedía a nadie el placer de asustar a Mirza con el cuento de María
Mandula, que volvió de la otra vida a reclamar a la cocinera profanadora de
sus asaduras, que se las devolviera en la sepultura.Pero en Bogotá, ni tamales,
ni historias contadas a la luz de las brasas. En cambio Mirza escucha a las
amigas de su tía Soledad y de doña Isidora —la cuñada de Calixto— llamarse
"mis queridas", "mis reinas", "amorcitos", fórmulas impracticables en el
pueblo natal, en caso de dirigirse a personas mayores del mismo sexo. Allá
únicamente se las prodigaban Tula y Elvira, dos amigas de mano cogida a
través de los balaustres de una ventana alta y pintada de verde. Cuando doña
Mónica pasaba por ahí en compañía de la niña, miraba a otra parte, pero
Mirza tomaba nota como si estuviera implicada en alguna forma.
En la capital se trata del lenguaje desenvuelto de la jai, la aristocracia,
dividida como está la gente en dos categorías separadas por barreras
intangibles y no obstante definidas: la buena sociedad y la lobería, sin que
existan no obstante abismos raciales o económicos. Los orejones y demás
miembros distinguidos de la jai tienen con frecuencia abuela o bisabuela
indígena, patente en sus facciones aunque no la mencionen. (Ya desde la
Colonia el obispo Lucas Fernández de Piedrahita prefirió mantener en
discreta penumbra que era nieto de india, al revés del Inca peruano Garcilaso
de la Vega, quien ni corto ni perezoso proclamaba a cada paso la sangre
materna). Y a pesar de que la aristocracia ha aglomerado en sus bolsillos los
billetes como es lógico —cuando no son billetes, cierta especie de
mancomunidad sagrada la empuja a repartirse como en familia las prebendas
— a nadie se le ocurriría tachar de lobos a los descendientes arruinados de las
grandes familias. De ellos, con sus caras finas y amarillas como de cera, se
prescinde sencillamente como si no existieran.
A Mirza le estorba desde muy pronto oír a doña Isidora, cuando califica
a los asistentes a las fiestas celebradas en el inquilinato, al son de discos de
victrola, para bailar en el cumpleaños de alguno de los huéspedes o festejar
un diploma de grado, de "lobos de todos los pelajes que hasta aúllan".
También en el colegio mira acusadoramente a las portadoras de sonoros
apellidos que se permiten hablar en la misma forma. Sin embargo, a ella no le
gusta apellidarse Eslava. En el colegio una condiscipula se equivocó de
aposta y la llamó "esclava", mientras reía la clase entera para celebrar la
broma.
Claro que con las vestimentas que le acomoda a diario doña Mónica,
inspirada en la mejor voluntad del mundo pero desorientada en un medio
ajeno —el suyo es de organdíes y batistas plisadas, ondulantes al viento,
inocentes del peso urticante de la lana— y como si fuera poco, con escaso
presupuesto e imposibilitada para juzgar por el cariño que la ciega en el caso
de su hija, Mirza parece a cualquier hora disfrazada de loba.
No sería igual si se vistiera bien y se calzara con buenos zapatos, por
ningún motivo los que fabrica el zapatero remendón que trabaja en uno de los
locales exteriores de la ex-casa del marqués de San Jorge, donde los Eslavas
arrendaron un apartamento de dos piezas. El zapatero don Adonías, que se
entera de cuánto hacen o dejan de hacer los domiciliados en el barrio de La
Candelaria, hasta ayer habitado exclusivamente por familias de las que se
sabía de dónde venían y qué pitos tocaban, y hoy desgraciadamente invadido
por una especie de cafres. (Más o menos lo mismo que opinaba el artesano
había pensado y consignado por escrito cincuenta años atrás un santafereño
de pura cepa, la flor y nata del clan de La Candelaria, don Ángel Cuervo, al
hablar en su libro La Dulzada de "la paz y bonanza que disfrutaban los
santafereños antes de la irrupción de los famélicos caucanos y antioqueños").
Del zapatero sospecha Mirza que, aun cuando procura disimular con
frases rebuscadas y forzadamente amables, la juzga todavía con mayor
virulencia que en el colegio sus condiscípulas, como si desde ya se preparara
a presenciar el espectáculo indispensable y grato de la, para él, inminente
retirada ignominiosa de los calentanos.
—Ayer la mamá, que es una señora de edad, unos cuarenta años le
calculo, se atrevió a salir a pasear por la carrera séptima, vestida con una bata
solferina, no le miento, alita, solferina y de lo más escandaloso, bordada con
mostacilla por más señas, imagínese, iba en cuerpo, sin mantilla, sin abrigo,
sin nada para cobijarse, por la carrera séptima.
El día anterior, al pasar la muchachita por la zapatería pescó ese
comentario, de boca de don Adonías a un colega.
Años después Mirza, seguramente para vengarse del zapatero gozaba
divulgando las metidas de pata de los bogotanos natos en sus correrías por
Europa. A uno de los que habían presumido inmemorialmente de dar
lecciones a los presidentes santandereanos y antioqueños, a fin de quitarles el
pelo de la dehesa, se le ocurrió decir en el curso de la imprescindible visita a
Toledo: "Quedémonos en esta esquina, alitas, porque por aquí es fijo que
pasa el entierro del conde de Orgaz; los guías recomiendan verlo de todas
maneras, pero estoy muy cansado para ir hasta la iglesia de Santo Tomé".
Sin embargo, la superioridad capitalina se seguía notando en los
pequeños detalles. Mirza tenía que reconocer su falta de tino en lo
relacionado con la combinación de colores en los vestidos. Incurría en el
disparate de ponerse zapatos carmelitas con sobretodo negro o viceversa, en
lugar de comprender que el carmelita, lo mismo que el negro o el azul,
requería juego completo de accesorios del mismo tono: guantes, cartera,
zapatos y sombrero, lo que jamás hubiera olvidado una bogotana legítima.
Era la consigna que regía en los años 30. La calentanita logró finalmente
introducírsela en el magín hasta el punto de que, al levantarse por los años 60
las barreras y permitir el buen gusto a una mujer usar impunemente zapatos
negros con vestido marrón o azul oscuro, a ella le costó mucho someterse.
Cuando le tocaba optar por un arreglo de ese jaez sentía como si cometiera
una falta imperdonable. Y su mamá empeñada en repetir hasta el infinito el
traje solferino, atroz, jugando con calzado habano claro, otro desafuero
incomprensible en la ceremoniosa y enlutada ciudad de esos años.

En el colegio, a fin de mantener a raya a las condiscípulas, el miedo le


fabricó defensas. Nunca, es claro, de agresión directa porque lo peor habría
sido que, de rechazo, le gritaran en la cara lo que estaban viendo, lo palpable,
el argumento más a la mano, su defecto, el lunar. Al principio Mirza esperó
que, fingiéndose acatarrada, las maestras le permitieran conservar en la clase
una bufanda. El primer día de colegio, aprovechando el momento en que don
Alejandro se despidió y la dejó sola en el portón claveteado del convento,
para mejor cubrirse se la subió hasta la punta de la nariz. Por culpa de la
mancha negruzca que acompañaba a la chica desde su nacimiento, cogiéndole
medio cuello y parte de la barbilla, le tocaba tomar precauciones inauditas
como si, ya en la iniciación, en la edad más tierna, una sentencia injusta la
condenara a obrar a escondidas, soportando las amarguras de una vida doble.
Ese día sujetó el trapo con el mayor cuidado, pero, zas, en el instante menos
pensado, cuando ya se había introducido en el corredor por el que circulaban
las demás alumnas, se deslizó arteramente desde sus hombros. Mirza se
coloreó, sudó, rectificó como pudo la posición. Sus esfuerzos fueron baldíos.
En la clase la monja se indignó al verla entrar. Supuso que se trataba de un
ensayo de ocultamiento para no contestar cuando le preguntaran. Sin
contemplaciones le ordenó que se destapara.
Por lo demás, ya las niñas habían visto el lunar. Apenas tocaron la
campanilla del recreo corrieron a apremiarla: "¿Es una quemadura? ¿La tiene
desde que nació? ¿Se le quitará? ¿Qué opinan en su casa? ¿La heredó de
alguna tía? ¿De su papá?". Y ella acobardada, arrinconada: "Mamá dice que
casi no se me nota. Cuando sea grande me llevarán a Estados Unidos para
que me hagan un injerto". En la voz, el anhelo-derrotado-de antemano de que
le contestaran las otras: "Claro, claro, tiene razón, casi no se le ve, es lo más
natural, a todas nos salen lunares, qué más da que el suyo sea un poquito
mayor", resquebrajándola por dentro, triturándola. Para colmo cayó en la
debilidad de explicar: "Mama dice que me hace gracia", con lo cual se coló
precisamente en la boca del lobo, demasiado tarde para volver sobre sus
pasos. En el corro de niñas, rápidos guiños como de manchitas de sol entre
los árboles, alegría cómplice, promesa de diversión para más tarde. Las
pequeñas la explotarían con la franqueza ya no vigente entre las alumnas
mayores, cohibidas para citar directamente el tema, pero entronizándolo de
bulto en las miradas, separando a Mirza todavía más que la brutal franqueza
de las chiquitas.

No podía olvidar el día en que ella misma realizó su propio


descubrimiento, al mirarse despacio en el espejo y comprender que la visión
devuelta por este era la más suya, la característica, aunque, por corresponder
a la parte inferior de la cara, debajo de la barbilla, le era vedado apreciarla en
su totalidad de modo directo. Fue instintivo su primer movimiento: se
limpiaría el cuello, se lo lavaría escrupulosamente. Pero en el acto
comprendió que, de los dos, ella y el parche, resultaba más fuerte el segundo.
Del susto y la impotencia pasó a la atracción irremisible que la empujaba a
consultar sin descanso el cristal. Hasta comprobar que, por algún motivo
archipoderoso, inapelable —lo que suprimía hasta cierto punto el sufrimiento
— ni siquiera podía imaginar cómo sería esa parte de su cara si estuviera
limpia.
Pero si eso ocurría con el nacimiento del lunar, a la ramificación
prolongada casi hasta la mitad de la mejilla le aplicaba Mirza un
procedimiento distinto. La consideraba un personaje unido a ella, pero
también independiente y dotado de vida compleja. Unas veces se le
presentaba débil, difuminado, como si pretendiera pasar inadvertido. Otras en
cambio se afirmaba resueltamente como si de pronto adquiriera volumen y
peso. Según la luz, cambiaba de color y consistencia. Podía ser cobrizo,
leonado, pardo, múrice, aterciopelado, liso. Ganaba en volumen como un
mapa en relieve, con entradas que eran golfos y salientes que eran penínsulas.
Sólo palidecía y se disimulaba si surgían buenas condiciones atmosféricas, ni
demasiado húmedas ni demasiado secas.
Igualmente el lunar ejecutaba el oficio de radar. Avisaba a Mirza sobre
el peligro de aventurarse en sitios donde nadie la esperaba. Convertía a su
dueña en protagonista de charlas desarrolladas a sus espaldas, en
conciliábulos secretos. Cuando se quedaban solos, don Alejandro y tío
Calixto le daban vueltas al asunto:
—Si yo tuviera plata se la prestaría para que se fuera a Estados Unidos
con Mónica y la niña. Mirza no es fea. Vale la pena hacer lo posible y lo
imposible para que le arreglen el cutis. Pero desde que nació Leonel se me
han multiplicado los gastos por la mala salud de Soledad. No me queda un
centavo disponible.

—Si nosotros pudiéramos ahorrar.


—Me quitó la palabra de la boca, Alejandro. De eso se trata. Usted debe
ahorrar para pagar el viaje y la operación de Mirza.
—Pero ¿cómo, Calixto? Un empleado vive al día.
—De alguna manera, Alejandro. Además no hay que descartar la
posibilidad de que aquí puedan hacerle a la niña un tratamiento adecuado.
Dicen que la concha nácar blanquea la piel. A mí me fascinaría investigarlo
pero ahora no dispongo de tiempo. Ya sabe que estoy escribiendo un libro
sobre la personalidad histórica de Jesucristo.
—A Mónica le recomendaron un cirujano que ha empezado a
experimentar en Bogotá la técnica de los trasplantes cutáneos.

—Otra posibilidad qué estudiar.


Pero cuando los profesionales colombianos aprendieron la cirugía
plástica, cobraban una suma tan inaccesible para los reducidos recursos de
don Alejandro como antes lo había sido el viaje. Por otra parte, ya era tarde.
El tejido membranoso se había extendido internamente y era mejor no
operarlo. Menos mal que Mirza se libró de los emplastos que sugerían los
habitantes del inquilinato, sinceramente preocupados en especial las mujeres:
Eugenia, la comadrona, Mayo, la prestamista, y doña Belén, la costurera y
vecina de pieza. Para la niña habrían significado meses de encierro, la cara
cubierta de pomadas y mejunjes. Don Alejandro se opuso rotundamente a que
la atormentaran. Nadie pudo convencerlo de que no acertaba.

A fin de conquistar quién sabe qué difícil y valioso perdón, Mirza decide
como primera medida conseguir plata. Con ella compra bolsas de bombones
que obsequia en el colegio a sus compañeras. Entre más finos y costosos
sean, provistos de envolturas doradas o plateadas cruzadas por letreros como
bandas de honor, aumentan sus posibilidades de agradar a quienes los entrega
a manos llenas, pero también con la timidez y reverencia de un tributo.
Como un director de escena convencido de sus obligaciones con un
público exigente, cuando a la lunareja le es imposible agenciarse el dinero
para los dulces, utiliza la imaginación con el objeto de establecer variaciones
en su programa. Inventa entonces historias que cuenta en los recreos. Un
sexto sentido le avisa que a fin de aumentar el interés conviene aprovechar
ingredientes robados a las conversaciones de los grandes, cuando cuchichean,
conscientes de crear una atmósfera tensa y eléctrica, como impregnada de un
color rojo. Por una vez apela a otro expediente. Extrae a escondidas del baúl
de doña Mónica, una gruesa cadena de oro de la que pende un guardapelo en
forma de trébol. Es la única joya salvada de la quema efectuada por los
Eslavas en el pueblo, para convertir sus pertenencias en plata con qué realizar
el anhelado traslado de la familia a Bogotá. Un trébol de cuatro hojas, con un
rubí de sangre de paloma en el centro. Las condiscípulas de Mirza,
insoportables y grandullonas pero dueñas del don más alto y envidiado: no
recordar nada negro que las persiga —lo que sin duda les permite reírse con
todas sus fuerzas, soportar estoicamente el frío y la lluvia, secretearse con las
amigas y aun con las profesoras, hablar sin acento calentano y demostrar
resistencia física en los juegos violentos— se quedan lelas, temblorosas, las
caras encendidas como si las congestionara el rubí del guardapelo, cuando lo
miran.
Por un momento la lunareja deja de ser la lunareja. Es el hada que otorga
a quien desea el privilegio de tocar la joya, acariciarla, colgársela del cuello
para volverla más íntima y verdadera. Ha desaparecido la pobretona, la
forastera. Ahora es, no la princesa que desciende de su carroza para
conquistar los corazones rojos como la sangre del rubí, sino más, mucho más
todavía: la igual, la compañera que disfruta del derecho indiscutible de
embarcarse en el mismo barco con sus camaradas.
Ese día no miente a doña Mónica. Le confiesa sin ambages que ha
sacado la cadena del baúl para mostrarla en el colegio. La mamá no la riñe,
como si comprendiera. Pero Mirza cometió una imprudencia que hubiera
podido pagar caro. Corrió el riesgo de extraviar el guardapelo o de que se lo
robaran en la calle, cuando lo llevaba puesto.

Aunque entonces todavía se podía caminar en Bogotá sin miedo a que


en cada cuadra surgieran como brotados de la tierra los gamines y, en una
exhalación, mediante saltos imprevistos y adornados con la sorpresa y la
ingravidez de vuelos, como en una danza de Nijinsky, te clavaran las manos-
zarpas en el pecho, eclipsándose acto seguido en la forma como habían
llegado, con el objeto brillante en su poder. Como si fueran urracas, no
podían otear nada resplandeciente sin desear en el acto poseerlo. Sobre todo
si se trataba de los zarcillos o aretes, acostumbrados tradicionalmente por las
mujeres para cargarlos en las orejas, y que los gamines les arrancaban ahora
con oreja y todo — piensa la anciana Mirza Eslava, de rodillas en el templo
como el primer domingo bogotano en que asistió a la iglesia con sus padres
—. Hoy, solitaria en apariencia pero sin prescindir en realidad de nada ni de
nadie, llevándolos por dentro, portando no solo a las figuras principales sino
a los menos allegados, los anodinos, las comparsas. Las niñas que son las
primeras en introducir el desorden en las formaciones del colegio, las que se
divierten con chanzas vulgares y se sientan con la falda arriba de las rodillas,
como si gozaran desafiando a Sor Matilde en su punto más vulnerable. En el
fondo, qué orgullo para Mirza no parecerse a ellas aun cuando las adula; qué
sentimiento de cumplir un deber imperioso cuando las deja atrás en las
lecciones y obtiene las mejores notas, pronto justipreciada en el colegio a
pesar de los pesares y distinguida como primera alumna. La que no se
equivoca una coma en las tareas, la de ortografía irreprochable, pero, no
obstante, la que tiembla y se encoge sobre sí misma como una hormiguita,
convencida en lo más profundo de que siempre serán vanos sus esfuerzos.
Hasta Sor Matilde se equivoca y pronuncia malignamente "esclava" por
Eslava cuando la llama a lista.

Todavía a esos mundos interiores Mirza agrega otro, exterior y apenas


presentido, aunque también la afana torpemente como si quisiera
incorporárselo. En ocasiones le parece cercano. Se insinúa durante segundos
y luego se apaga. Lo habitan seres inauditos cuyos retratos publica cada
sábado la revista Cromos con motivo de las fiestas que ofrecen en los clubes
o en sus residencias, para auspiciar veladas musicales o poéticas en el teatro
Colón, para recolectar dinero con destino a obras benéficas, o sencillamente
con motivo de un bautizo o un matrimonio. Que pertenezcan a la jai,
infinitamente separados de la lobería, a Mirza en el fondo no le interesa. Lo
que la atrae es que se parezcan a los personajes de los cuentos. Felices,
bellos, intocables. Presentes y verdaderos en algún sitio que la lunareja debe
descubrir a cualquier precio, para conocerlos.
Un día doña Belén, inquilina de la casa de huéspedes y modista como
doña Mónica, invitó a los Eslavas a visitar un pueblecito de la Sabana. La
anfitriona aprovechó la oportunidad a fin de prolongar la excursión hasta una
finca vecina. Era amiga de la cuidandera de Casaceleste, una hacienda de
ganado, pastos, arrayanes, cerezos, alcaparros, borracheros, raques que hacen
estaciones: primavera, otoño, invierno, verano —explicó la doña—,
decepcionándose en seguida al notar a don Alejandro y a su esposa ausentes
de sensibilidad partícipe, sin entronques con la tierra, sin amarras, como el
viento. En vista de que los dueños de la hacienda no habían regresado todavía
de un viaje a Europa, la cuidandera permitió a los Eslavas traspasar la reja del
jardín para dar una vuelta.
La casa señorial estaba pintada de azul celeste de acuerdo con su
nombre, pero tenía cerradas herméticamente puertas y ventanas. Se veía que
generaciones sucesivas le habían ido añadiendo tramos a la construcción
principal —como para dejar su marca en una obra que atestiguara su paso por
el mundo— lo cual no perjudicaba la unidad del estilo, cohesionado y con
sello de permanencia. Profundamente silenciosa pero viva, disfrutaba del
secreto de saber cómo durar sola, sin la ayuda de seres humanos. La lunareja
podía admirarla, gozarla en su contemplación, pero no apoderarse de ella. Las
paredes defendían reglas, convenciones, sistemas, delicadezas, ironías,
fruncimientos de hombros, convicciones no sometidas a discusión pero
invencibles, sagradas. Heredadas unas de España y del espíritu de la época en
que los aventureros atravesaron los mares para conquistar a América.
Brotadas otras espontáneamente como frutos pintorescos de la tierra, para
conjugarse con lo importado y conferirle sabor y color, como los pañuelos
rabo-e-gallo que los orejones se anudaban en la nuca y cuyas puntas
simulaban los cartílagos que les habían dado el nombre, o las ruanas panza-e-
burro, los zamarros de cuero de león y las sillas chocontanas. Todos cuantos
habían vivido en esa casa pensaban igual, sentían de la misma manera.
La celeste puerta clausurada contaba todo eso a Mirza, quien
naturalmente se hallaba muy lejos de entenderlo en ese momento. Solo sabía
que no se le permitía la entrada. Inútil habría sido inclusive que la
cuidandera, en vez de jugar con las llaves en el abultado bolsillo de su
delantal, las hiciera girar en la cerradura para franquear el paso a los
visitantes que acababa de presentarle su amiga, doña Belén. El recatado
ámbito no se entregaría a los representantes de otras costumbres, otra
psicología, otros hábitos mentales, otra misión qué cumplir en la vida. Bien
podría la oleada de los provincianos desparramarse sobre la Sabana,
urbanizarla milímetro a milímetro, derribar los antiguos caserones, edificar
torres de cemento para que las ocuparan millares y millares de personas como
ejércitos de insectos. Estas dos palabras: viejas casonas, siempre se
pronunciarían con nostalgia.
Por lo pronto la cuidandera no se disculpó siquiera con los Eslavas por
no abrirles, como si estuviera persuadida de que aproximarlos simplemente al
umbral de la gran puerta ya constituía honor que disfrutaban gracias a la
casualidad y a su condescendencia. Gozaba la solemnidad del instante,
crecida su importancia como si hubiera aumentado de estatura. Después de
un segundo de vacilación los condujo por otra entrada a su propia vivienda,
situada unos metros más allá, diminuta como para no estorbar bajo ningún
pretexto a la principal. Y sin embargo limpia, grata, tibia, con dos
habitaciones atiborradas de sillas, mesas, camas, probablemente sobras de la
inundación mobiliaria de la casa grande, que se desaguaba por ese medio. En
una consola de la salita, hierática, contemplativa, la imagen de la Dolorosa,
tallada en madera, con manto de terciopelo negro recamado de plata, del
mismo metal el corazón y las espadas. "Voy a remendarle ahorita mismo el
manto —les confió su dueña— no sea que mi señora regrese rápido como me
anuncia en una carta; cuando ella llega lo primero que hace es visitar a la
Virgen".
Al cabo de un rato se despidieron los visitantes. Cuando atravesaron de
nuevo el jardín la mujer lo abarcó con una mirada. Enhiesta, como si se
creyera la mentora de alguna desconocida ceremonia de iniciación, señaló
con la mano una mata de hinojo que había crecido, exuberante, en un extremo
del impecable manto vegetal. Dijo: "Voy a arrancarla porque mi señora no
tolera aquí sino plantas finas, para que esto no se le vuelva jardín de pobre".
Ahí debió residir la clave —medita la vieja, en la iglesia— de esa
propensión ingobernable que la caracterizó en la vida y que la empujaba a
coleccionar imágenes. Las compraba en los almacenes de artículos religiosos
de la carrera sexta, donde las vendían de yeso, sansulpicianas, con las
mejillas rosaditas y los ojos lánguidos, vestidas de azul y blanco. De ese
estilo fue la Inmaculada que le regalaron las monjas como premio de mitad
de año, importada de Francia. Se sentía tranquilidad al mirarla. No así a la
Dolorosa de palo, exigente, quejumbrosa, demacrada. Doña Belén, la tarde de
la excursión al campo, ya de regreso en el inquilinato arrastró de la mano a
Mirza detrás de un biombo de su cuarto y le mostró otra Virgen, también
vestida de terciopelo figurando un cuerpo que no tenía, solo ojos, manos y
corazón de plata traspasado por siete espadas, lo mismo que la de
Casaceleste. "Te la doy si eres buena y terminas la carrera de comercio en el
colegio", le dijo. Pero Mirza, cuando se mudó con su madre de la casa del
marqués de San Jorge, para irse donde Calixto y Alfonsina, jamás volvió a
visitar a doña Belén. A lo mejor la buena señora se acordaba de su promesa y
le regalaba la Dolorosa. Y Mirza qué haría con esa mirada, con esas espadas.
Prefería la imagen sansulpiciana que no la recriminaba. Aunque tampoco
olvidaba a la otra. La perseguía en los nichos de las iglesias, en las vitrinas de
los museos, en cualquier parte.
Con el tiempo los calentanos aprendieron modales. Para hablar
procuraban bajar la voz aunque de todos modos les salían gallos. Se
acostumbraron a pronunciar la r con los dientes apretados, a vestirse con
trajes de colores fúnebres y a valerse de eufemismos en vez de llamar las
cosas por sus nombres. Para sus adentros se felicitaban por sus adelantos.
Mirza se hacía tan fuerte que resistía el cierzo que soplaba desde el páramo
de Cruz Verde, el "calabobos" así llamado porque castigaba a quienes no se
quedaban en la casa y contraían por su culpa las pulmonías mortales. Cuando
empezaba a caer la llovizna inevitable, menudita, transparente, con sus gotas
como espinas de cristal, aquello era cosa de nunca acabar. Una vez, al
preguntarle un lanudo a un paisa que maldecía el clima de la capital, si acaso
en su tierra no llovía, el aludido le contestó en el acto: "Allá sí llueve pero
escampa", opinión compartida en masa por los forasteros. En su trato
obligado con los trabajadores bogotanos de quienes se valían: modistas,
electricistas, albañiles, vendedores, revendedoras de la plaza de mercado,
carpinteros, los Eslavas compartían sin saberlo un concepto del sabio Mutis
cuando llegó a Santa Fe a mediados del siglo XVIII: "...Los oficiales de todas
artes, imponderablemente atrasadas, suelen ser la gente más sinvergüenza que
cubre el sol, desgracia muy particular a este país, pues en Cartagena,
Popayán, Quito y otras ciudades de este virreinato, no se experimenta
semejante flojedad...".
Al mediodía, cuando iban a sonar las 12, desde la ventana del segundo
piso de la casa orientada hacia los cerros, Mirza contemplaba a un
hombrecillo del tamaño de Pulgarcito que ascendía trabajosamente para
prender la mecha a un cañón también minúsculo que retumbaba. El humo se
quedaba con voluntad de eternidad entre los cipreses, los retamos y los pinos.
Resplandecía la cruz colocada en el sitio donde los españoles de la Colonia
creyeron advertir un reflejo dorado. Doña Elvira Gutiérrez, mujer de Juan
Montalvo; doña Isabel Romero, de Juan Lorenzo; doña Catalina de
Quintanílla, de Francisco Gómez de Feria, y doña Leonor Gómez, de Alfonso
Díaz —las primeras mujeres blancas traídas a la Sabana por Jerónimo Lebrón
en 1540— al mirar el cerro presintieron que no estaban solas. Pero fue mucho
más tarde que los habitantes descubrieron en el mismo lugar las tres
imágenes de piedra que después talló Laboria para que representaran a la
Sagrada Familia de la Peña.
Quizá se trataba de figuraciones primitivas de los dioses tutelares de los
indios, recubiertas de oro y transportadas a esa altura inverosímil por algún
artilugio de los aborígenes. A las sagradas imágenes los españoles les
encasquetaron sombreros de paja a usanza de los campesinos sabaneros, y las
convirtieron en su devoción entrañable. Fue en 1810 cuando San José, la
Virgen con su Niño en brazos y el ángel guardián les volvieron la espalda a
los realistas y adhirieron a la causa de la Independencia. Los patriotas
peregrinaban a la ermita, —hoy peor que demolida, suprimida del plan
mental de los bogotanos como una demostración de su índole desagradecida.
En la década del Terror, si subía a La Peña el virrey Sámano —el malévolo
viejo de la pata coja—, fijo que ese día cundía la noticia de un desastre para
las armas españolas y un triunfo para los republicanos. Manuelita Sáenz lo
advirtió, en su calidad de criolla perspicaz y de quiteña legitima. Se inscribió
como hermana de la cofradía y así figura en los registros de la ermita.

Mirza, la niña, la anciana. Una sola mujer, no dos distintas. Siempre la


niña. Por dentro sin mudanza aunque ahora aparezca cansada la cara,
finamente trabajada como por un buril de platero cada pulgada de la piel sin
dejar un resquicio, para marchitar, doblegar, vencer, lo que antes fue puro,
delicado, infantil. Casi le impide moverse el peso del cuerpo. Pero levanta
todavía los ojos en el afán de contemplar con la mirada de Mirza Eslava de
nueve años, los angelotes de yeso del artesonado de la iglesia. Desde la
primera mañana que penetró allí tendió hilos para comunicarse con las
elegantes cabezas superpuestas, aunque al principio no disponía naturalmente
de la menor noción sobre la arquitectura renacentista española. Y sin
embargo en lo esencial sintiéndola, adivinándola, quizá mejor en ese
entonces que más tarde, cuando de verdad se quemó las pestañas estudiando
en las bibliotecas públicas o de los amigos, porque no disponía de plata para
conseguir los libros en otra forma. Al artesonado no adhieren únicamente
querubines. También esfinges alargadas, ambiguas. Las esfinges. Tres bancas
más adelante de aquella en que se encuentra Mirza, reza arrodillado un
sobreviviente de los orejones, seres superiores en opinión de la niña de
entonces, a quienes no dejaba de clavar la vista cuando los encontraba por la
calle, consagrándoles la atención irrevocable de los parias.
Probablemente despreciaban a la calentanita en la misma medida en que
los españoles lo habían hecho con ellos, los indianos nacidos en América. En
realidad, no se enteraban siquiera de su presencia ni de la del resto de
provincianos. Los orejones no sospechaban lo que les subía pierna arriba: el
propósito no declarado pero firme de los recién llegados a fin de
desbancarlos. Aunque ignorantes los últimos del carameleo, del empezar
diciendo que sí para terminar en que no, de escurrir el bulto como anguilas en
el momento menos pensado, contaban no obstante con fuerza suficiente para
apoderarse de lo que más amaban los otros, no solo del recinto urbano
protegido sino de toda la Sabana. La masa de los usurpadores desbordó
pronto los sectores coloniales y los improvisados y se extendió como langosta
a Teusaquillo —el barrio construido según las malas lenguas con los dineros
provenientes del empréstito patriótico, recolectado entre los ciudadanos con
el fin de combatir al Perú en la guerra de Leticia— y luego a Santa Teresita,
Palermo, Marly y el Bosque Calderón Tejada. A ninguna casa nueva le
faltaron las cortinas blancas, azules o amarillas —como tapas de cajas de
sorpresa que cubren un secreto— ni el jardín con prado, los ladrillos rojos,
los balaustres verdes y los niños montados en triciclo o jugando en la calle a
la golosa y a las bolas.
Cuando los raizales se enteraron por fin de las agallas de los calentanos,
consideraron llegada la hora de asociarse. Se trataba de una estratagema, de
una táctica para ganar posiciones. No en vano los bogotanos eran los
descendientes de don Gonzalo, el abogado que, el día de la fundación de
Bogotá, a tiempo que retaba a singular combate al forajido que se atreviera a
oponerse, debió redactar furtivamente un pacto con los genios tutelares de
aquellas soledades, como si les dijera: "Acepto para mi capital este paisaje
tiritante, con sus grises y sus sepias, sus líquenes y musgos y ramas azotadas,
en vez de otro más benigno, en tierra templada, a cambio de que mis
herederos, los hombres de incisos y parágrafos, trucos y dilaciones,
chanchullos y componendas, detenten perpetuamente el mando, no se dejen
barrer por la gente de otros lares".
A pesar de eso, en el momento menos pensado ellos también —los pure
sang, los no mezclados— se quedaron atrás, se abandonaron, fueron
sobrepasados. En las páginas sociales de los periódicos perdieron la
actualidad gráfica. Los que habían nacido en la calle del Coliseo o de la
Esperanza, de Borja o de Quesada, en casas con patios de canarios y parásitas
colgadas en cestos de alambre rellenos de musgo entre columna y columna,
corredores esterados a los que asomaban las puertas oscuras de las alcobas
—"santuarios en los que no penetraban las criadas sino con el alma en vilo,
temerosas de profanarlos sin saberlo"— no se adaptaron a los nuevos
tiempos. Se convirtieron en figuras de museo, como el hombre con el cuello
de la camisa raído y los puños gastados, sin embargo, pulcrísimo, que Mirza
ve, orante en la iglesia. La luz que cae de los ventanales, arriba de las
pechinas, destaca su calvicie prematura, sus orejas transparentes, las aletas
tan finas de su nariz, los ojos tristes. ¿A qué partido pertenecería su
bisabuelo? ¿Sería federal o centralista, draconiano o gólgota, histórico o
civilista? Decidido en todo caso a reventar caballos en noches de loco frenesí,
para volar desde el campamento de Canoas o Tequendama a la ciudad devota
y paramuna, a ofrendar serenata y ramo de claveles a la novia, y regresar a su
cita en el campo de batalla al día siguiente, sin perder la sonrisa ni la claridad
espiritual indispensable para urdir un chiste.Los caballeros supérstites de las
familias respetables, llamados cachacos en otros años, vivían de sus glorias
pretéritas cuando todo era mejor y ellos a la cabeza. Con honrosas
excepciones, de sus manos hablan volado los resortes financieros. En cromos
ya no los retrataban. Pero se debía también a que esta revista —que Mirza
hojeaba en la peluquería adonde iba a pintarse el pelo— si por algo se
distinguía ahora era por publicar las fotos más audaces, más descaradas.
Habrían hecho salir de colores a la cara a los guaches más hez y más plebe
del tiempo pasado.

Sólo gracias al espíritu progresista del presidente Olaya, en contacto


familiar y permanente con los gringos durante muchos años, y a que su
matrimonio no fue favorecido con hijo varón, se inclinaron las esferas del
gobierno a abrir el compás y permitir a las mujeres el acceso a las carreras
académicas. Desde 1934 la Universidad Nacional les abrió sus puertas.
Pero claro que Mirza no se benefició con la medida. Correría bastante
agua bajo los puentes para que lo fueran las de su clase. A ella le tocó en
cambio ser de las primeras que trabajaron en las oficinas públicas.
Tan lejana se encuentra ya la época del ostracismo femenino en ese
campo, que resulta difícil componer el cuadro —a pesar de su cercanía si se
cuentan los años— de cuando las labores regularmente remuneradas y
realizadas fuera de casa se hallaban reservadas exclusivamente a los hombres.
Con razón murieron casi de tedio don Tomás Carrasquilla y don José María
Cordovez Moure, estragados durante cuarenta años de vida burocrática, por
las alambradas de los expedientes, las barricadas de los libros de registro y
las trincheras de los copiadores. Entonces las oficinas públicas aglomeraban
polvo, telarañas, mamotretos, escritorios monumentales colocados lejos de la
luz, anaqueles altísimos poblados de volúmenes que nadie consultaba,
humedad y polillas. Fueron las mujeres quienes, desde su ingreso en el predio
prohibido, lo transformaron con su sola presencia. ¿En qué lo convirtieron?
En lo único que conocían: en ambiente doméstico.
Sacudieron los escritorios, los adornaron con floreros, luego con
portarretratos, en seguida con lámparas de luz indirecta, ceniceros,
porcelanas, baratijas, amuletos. No las convencían las paredes desnudas o con
oleografías horrorosas de los próceres, ni las ventanas desprovistas de
cortinas, los muebles desvencijados o demasiado imponentes, en los rincones
los arrumes de papeles aparentemente sin orden ni concierto y que, no
obstante, manejaban los entendidos con los ojos cerrados. Por el principio las
féminas introdujeron pesados cortinajes de terciopelo, destinados con el
tiempo y la moda a evolucionar y transformarse increíblemente en visillos de
nailon, vaporosos por dentro y por fuera impenetrables. Los escritorios
sufrieron varias metamorfosis: del estilo americano práctico y escueto se
fueron alargando como los automóviles hasta ocupar la mayoría del espacio.
Finalmente quedaron en simples mesas de trabajo graciosas y ligeras, de
líneas adecuadas a la personalidad versátil de las secretarias. Quienes
continuaron variando sin cesar el mobiliario según las últimas consignas
sobre decoración de interiores, de suerte que alcanzaron lo que más deseaban:
mesitas lacadas de colores cálidos, de modelos coquetones y expresivos,
adicionadas con máquinas de escribir eléctricas y teléfonos y citófonos de
formas dinámicas y colores vibrantes para hacer juego, sillones mullidos,
alfombras espesas, aire acondicionado, cuadros abstractos y cuartos de baño
con espejos de tres cuerpos, toalleros, armarios y secadores para el cabello.
En eso fue en lo que pararon los vetustos despachos de la administración
pública, consagrados por los Múridos Toro y Franciscos Largacha y Lorenzos
Lleras, quienes se parapetaron en ellos como si se tratara de fortalezas
medievales. A la primera secretaria le bastó traer flores, para empezar a
recorrer una distancia de millones de años-luz entre los sórdidos socavones y
las suaves y modernas oficinas. Pero claro que se pagó el precio. Al trasladar
ciertas escenas a lo tradicionalmente inmunizado: el campo de cacería del
macho acompañado únicamente por sus congéneres, para proveer a la
alimentación y demás necesidades de la hembra y de la prole, se propagaron
otros riesgos. A don Tomás Carrasquilla y a don Pepe Cordovez se les
hubiera hecho la boca agua si hubieran podido participar, obvio que solo de
manera simbólica el primero, aunque sin omitir por eso la lengua larga.
Todas las mañanas el encuentro inevitable, le tiembla el pulso, fijo que
anoche discutió de nuevo con la esposa, no se entienden, él es muy joven
todavía y de ojos rasgados, imperiosos. ¿Quién lo llamará tanto por teléfono?
La misma voz tres veces seguidas. No le dejará sospechar ni por asomo que
ya ha cogido los cabos, que a una secretaria inteligente, de tales escarceos no
se le escapa una coma.
Para las mujeres de la generación de Mirza, nacidas en un panorama de
manteles de crochet y de punto de cruz; carpeticas de encaje de bolillo
confeccionadas a base de mover sin descanso los palitos; niños revoloteantes
con delantales a cuadros y criadas amigables, el experimento de trabajar fuera
de casa les supo más a sacrificio que a proeza. No se lo confesaron a nadie,
pero adquirieron desde entonces una mirada entre afligida y tierna. Las
diferenció sustancialmente, lo mismo de sus antepasadas, las de crinolina,
que de sus sucesoras, las de pantalones. Constituyó su distintivo.
Exclusivamente les pertenecía a ellas, las pioneras, las iniciadoras, las que
escasamente llegaban a la adolescencia cuando asumió el poder el presidente
Olaya.
Aunque contaran entre sus antepasados a personajes enérgicos, de
peluquín y nariz ganchuda que, irredenta, torturaba la cara de las bisnietas
oficinistas, a poco de escarbar en sus psicologías asomaba la característica de
la fragilidad y del llanto —como si siempre estuvieran a punto de romperse—
condensada en los ojos. Todas habían ingresado sin proponérselo en una
especie de secta en la que se comprometieron a guardar la misma regla y a
pronunciar los votos de pobreza, castidad y obediencia, solo que a medias.
Aunque claro está que muchas se casaron, no perdieron la tendencia a usar
como un hábito el imprescindible traje sastre azul, gris o marrón, combinado
con blusitas blancas, celestes o rosadas. Otra indumentaria hubiera sido mal
vista en ese tiempo.
Entre ellas se reconocían a distancia. Al cabo de los años volvían a
encontrarse y se repetían el santo y seña. "¿Tú también trabajaste en esa
oficina?". "Pero claro, si fui de las primeras. Estas manos engarfiadas por el
reumatismo copiaron a gran velocidad y sin un error de repisado y mucho
menos de ortografía las actas de la fundación del banco, el convenio para
estabilizar los precios del café y el proyecto de conversión de la deuda
externa".

Cuando Mirza se detuvo en el Museo del Prado delante del cuadro de


Brueghel el Viejo, titulado El triunfo de la muerte, la acompañaba Augusto
Pallares, quien por cierto no se privó en la primera oportunidad de coger el
estilógrafo para comentar la obra pictórica, amén de otras consideraciones en
el estilo adornado que caracterizó a los centenaristas bogotanos: "Amorcito,
vivimos en un mundo definitivamente enloquecido, al borde de un cataclismo
que yo creo a veces inevitable. A este mundo solo lo salvamos las parejas
que, como aquella pintada en el cuadro de Brueghel el viejo, a pesar de la
muerte que detrás de los amantes hace su gesto horrible, nada inmuta. En ese
cuadro todo muere menos el lazo que une a los enamorados".
El lenguaje típico. ¿En qué Anatole France, o Paul Bourget, o Pierre
Loti, o Maurice Barrès descubrió Augusto su modelo, con el cual buscó
compenetrarse al máximo? La generación colombiana del centenario es
demasiado compleja, múltiple, intrincada. Para mencionarla hay que tomar
precauciones, andar con pies de plomo. Por un lado proclamaba su decidida
vocación de mártir, el orgullo de morir por una hermosa causa. Aunque bien
miradas las cosas, de lo que se trataba no era de los hechos sino del gesto, del
"beau geste". Más que en cualquier explicación histórica o sociológica, en la
novela de ese título, dedicada a los adolescentes por un autor inglés, en la
cual el descendiente de noble familia resuelve incorporarse a la Legión
Extranjera, sacrificándose por defender un secreto de honor —que lo lleva a
merecer por epitafio, de labios de la beneficiada, las palabras: "Fue un bello
gesto"— se cifra la clave que marcó a los nacidos en Bogotá durante las
postrimerías del siglo pasado, lanzados a la vida pública alrededor del 20 de
julio de 1910, fecha del centenario de la independencia. Pero ellos no
llegaron como el protagonista de la novela inglesa al exceso de ingresar en
una Legión donde coman el peligro de perder el pellejo. Se dieron trazas a fin
de quedarse en el ademán, en la actitud, en las frases de fachada sin contenido
de verdad, como habría escrito un autor antioqueño, Fernando González. Se
trataba de monedas falsas para amasar sueños con que se alimentaban.
Cuando el pueblo bogotano comprendió al fin que no existía en la realidad la
democracia tan cantaleteada, barrió lo que halló a su paso el 9 de abril.

"Son tan nuestras las cosas mientras permanecen en el territorio de lo


nebuloso, de lo-apenas-esbozado, sin contornos exigentes, agresivos. Como
gerente de la editorial El Ciprés, traté de realizar la proeza de mantenerme en
ese plano. En un principio cumplí exactamente la consigna de no aceptar para
su publicación sino las obras de escritores consagrados y venta segura, así
como las interminables monografías dedicadas a fines docentes, los inocuos
libros de versos, o los ensayos de ilusos como Calixto Eslava, sobre el
sincretismo religioso aplicado a la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. Me
sentía a mis anchas en el papel de dueño y señor de un rebaño de intelectuales
Cándidos que veían por mis ojos. Pero sin saber a qué horas, me deslicé
imprudentemente más allá de la raya e incurrí en promesas a grupos
extremistas, que muy hábilmente pretendieron manejarme y usar mi empresa
según su propia conveniencia. Afortunadamente había tomado mis
precauciones para curarme en salud, y pude salvarme todavía a tiempo. Fue
cuando dejé a mis dudosos clientes con los crespos hechos y salí
intempestivamente de la ciudad, renunciando de manera irrevocable a la
gerencia de la editorial, para dedicarme a negocios mucho más lucrativos.
Claro que Mirza Eslava, mi secretaria privada por esas calendas, y a quien
casualmente he vuelto a encontrar ahora en Madrid, aún no me perdona mi
fuga aunque pregone lo contrario. Sin embargo, para mí lo mejor era cortar
por lo sano. Todavía me felicito. Desde luego no faltó la reacción negativa
del círculo que me había rodeado. Intelectuales al fin, es decir mañosos e
hipócritas, se burlaron odiosamente de mí, tachándome de "capitán Araña que
a todos embarca y se queda en la playa". Quizá no les faltaba razón. La
comprensión de los sutiles resortes que regulan la conducta humana es mi
fuerte. Yo, si bien cultivo, como lo prescriben las reglas más autorizadas
sobre higiene mental, dosis inclusive altas de pasión y arrebato, soy uno en
los momentos de exaltación y otro muy distinto después, cuando llega la hora
de la reflexión y la calma. No es justo que se me cobre por eso como si me
amarrara a un carro cuya dirección no me pertenece, que no controlo. La
verdad es que me acometen parálisis invencibles en los instantes en que sería
preciso jugarse el todo por el todo, definirse de una vez para siempre. Quizá
se trata de un instinto de autodefensa, bien manejado porque gracias a él no
me quemo. A pesar de que reconozco al mismo tiempo en mi interior algo
como recóndita envidia a los partidarios de la acción intrépida, que no temen
hipotecarse, cueste lo que cueste. Pero las suyas son satisfacciones pasajeras
de amor propio, vanidad de unas horas apoteósicas que se apagan muy
rápido. Yo en cambio persigo la conciliación de los extremos, el equilibrio de
la balanza para que no se incline demasiado a derecha ni izquierda, y se
consolide en el justo medio. Así lucen mejor los matices contrastantes de mi
visión de la vida. Primordialmente me declaro un esteta. Ese es el santo y
seña para conocerme a mí y a todos los centenaristas. Por cierto que tal
apelativo siempre me ha parecido un tanto abrumador y antipático, aunque
mis compañeros y yo terminamos por aceptarlo en vista de que,
efectivamente, 1910 es una fecha clave que nos define históricamente. Fue
entonces cuando en nuestro país comenzaron a remansarse las pasiones,
fatigadas por la efervescencia de las luchas fratricidas. En nuestro horizonte
espiritual surgió como un ejemplo la figura de Goethe. ¡Cuánto lo admiro! De
los genios que han sido y serán es él el mío. Adoro su mármol animado por el
eclecticismo y la sabiduría con que supo gozar de los placeres de la
existencia, desde los que brindan las más altas manifestaciones de la mente
hasta las caricias febriles de sus amantes. Tenía casi ochenta años cuando se
enamoró por última vez. Naturalmente en Madrid yo procuro evitar, cuando
salgo con Mirza, los sitios que frecuenta la colonia colombiana. No hay para
qué ofrecerle el plato de que nos vean juntos. Entramos en los teatros cuando
han apagado las luces; vamos, no a restaurantes de postín sino a otros que yo
conozco, resguardados en calles escondidas, donde entre otras cosas se come
mejor y más barato. Hay ratos en que mi amiga, criatura adorable y con la
marca de la melancolía en el lunar de su cara, traduce en sus palabras
exactamente lo que yo siento. Entonces me conmuevo, me convierto en el
amante del cuadro de Brueghel, vencedor de la muerte. De nuevo en Goethe,
pasión y control, poesía y verdad, casi a los ochenta años, y yo no tengo
tantos. Mirza me da, en virtud de no sé qué extraño sortilegio, la medida que
me falta para escaparme de la cárcel que es la existencia, y mecerme en el
aire delicioso de este Madrid de comienzos de la primavera. En Bogotá
trabajaba en la editorial, antes de que circunstancias adversas me obligaran a
hacer lo que ya he dicho. Desde entonces han pasado los años. Pero todavía
no es tarde. Mirza ignora que el lunar, ese defecto que tanto la humilla, a mí
me atrae. Gracias a su imperfección física puedo perdonarle su juventud, que
contrasta con mi ya no madurez sino franca decadencia. Quisiera que me
relatara su vida desde que dejamos de vernos. Para animarla a la confidencia
le he prometido de antemano el perdón. Le he dicho que yo tampoco he sido
un santo. Pesan en mi haber amores frívolos, amores inconsecuentes, amores
viles. Al fin y al cabo soy hombre. Pero la lunareja se me escabulle. En el
último momento se le atraganta lo que tiene por dentro, se cose la boca.
Quién sabe qué terrible sorpresa me reservará el destino cuando me entere.
Menos mal que otras veces Mirza vuelve a ser la niña sencilla, tímida, de ojos
asombrados y el llamativo lunar de la cara, que entraba hace siglos a comprar
cuentos de hadas en mi librería bogotana.

Mientras que a las mujeres nunca se las designa con nombres derivados
de los movimientos en que participan y que caracterizan cada época, en el
caso de los hombres no es lo mismo. En Colombia por ejemplo los
centenaristas se aproximan bastante a los utópicos, surgidos en la siguiente
generación, la de la primera postguerra. A ellas pertenecía César Castell. Fue
Bernardo Gallo quien se lo presentó a Mirza, justo un año después de la
despedida a la francesa de Augusto.
A pesar de que César no padecía las contradicciones del pobre Pallares,
el to be o nor to be clásico, desmoralizante, en cambio era esclavo de clichés
que repetía a diestra y siniestra. Uno consistía en la frase consabida sobre que
la libertad no les servía a los pobres sino para morirse de hambre. No
quedaba más camino que la revolución social, pero el éxito no se conseguiría
si no se comenzaba por educar a la gente. Sin materia prima adecuada no
podía ni soñarse con el cambio. Como coger a los parvulitos e inculcarles el
ABC marxista, también significaba tarea de muchos años, para Castell lo
ideal consistía en forzar los resultados por contagio, ósmosis o como quisiera
llamárselo. En una palabra: el país necesitaba importar habitantes.
Se hallaba dedicado en cuerpo y alma, desinteresadamente según decía,
a un programa de inmigración en gran escala. "La inmigración en masa a fin
de regenerar a una raza débil, disminuida, anestesiada". Si se optaba por esa
solución lo demás llegaría como por encanto. Los europeos procrearían
negros de ojos verdes y azules. Indios con pelo rubio. No habría que esperar
demasiado, ya desde el comienzo acondicionados los extranjeros a su nuevo
ámbito espiritual y físico, gracias a los recursos y perspicacia de la sangre
civilizada.
Castell tomaba por enrolamiento definitivo a su causa cualquier signo de
aprobación que el oyente le lanzara por cortesía. En seguida otorgaba
graciosamente su confianza y enfilaba al ingenuo en la nómina de sus
partidarios, colocándole la etiqueta de decidido simpatizante. El sujeto, si
deseaba retirarse rápida y categóricamente del movimiento, solo se libraba a
fuerza de carácter.
Con Mirza no se le presentó el menor problema. En el curso de la
primera charla, todavía en presencia de Bernardo Gallo, la lunareja se
convirtió en más que partidaria de Castell. En un segundo pasó de una esfera
a otra. En adelante empezó a presentarse cada tarde en el quinto piso del
edificio Cubillos, donde funcionaba el comité de inmigrantes fundado por
César. Allí se dedicaba a copiar las cartas de propaganda que él le dictaba.

Poco a poco aprendió a redactarlas sola. Cuando conversaba con los


simpatizantes, procuraba convencerlos con argumentos de su propia cosecha:
"El gobierno debe colaborar en la organización de las primeras colonias de
inmigrantes". "Con un mínimo de dinero y un máximo de buena voluntad,
pronto se pondrá en marcha una colonia agrícola modelo". Si se atragantaba
en una explicación, Castell volaba en su auxilio. Demostraba la paciencia del
maestro nato. Que su discípula Mirza diera buen rendimiento en el trabajo
práctico de llevar el archivo y la correspondencia, sin incumplir jamás las
citas ni para las reuniones del grupo, ni para las personales y privadas con el
jefe, constituía un excelente principio. Las fallas en la parte teórica se
corregirían más tarde.
Eso era todo en apariencia. No había más qué pedir. Y, sin embargo,
casi desde el día mismo en que se entregó a César, la lunareja habría podido
describir sin equivocarse el tipo de mujer preferido por él, que
desgraciadamente no era el suyo. Como si alguien la hubiera hipnotizado a
fin de extraerle de lo más profundo de su subconsciente un dato,
inexplicablemente grabado allí desde siempre, Mirza sabía que a Castell le
agradaban las mujeres altas, de pecho breve y piernas largas, llenas pero
esbeltas, de pelo claro, ojalá rubio, ojos grandes, azules o verdes, dentadura
perfecta y, sobre todo, entradoras y coquetas, seguras y provocativas. Es
decir, muchachas sin manchas en la cara, el tipo opuesto al de ella. Lo
conocía rasgo por rasgo y detalle por detalle. No había nada en que
coincidieran.
Nunca callaba la voz asordinada que se lo repetía. La escuchaba
silenciosa o en crescendo, dormida o despierta. No podía sobornarla. ¿Por
qué, entonces, aceptaba como si fueran el paraíso unos mendrugos? Sufría de
un dualismo raro, paralizada por dentro, agobiada por un peso, y en cambio
en el exterior vacilante, de algodón, como si oscilara de un lado a otro sin
ofrecer resistencia. En la calle huía de su reflejo en las vidrieras. ¿Qué
sucedería, qué catástrofe, si cometía un descuido durante la filmación de la
película contratada por Castell a fin de dar la bienvenida al primer grupo de
inmigrantes? La única salvación para la lunareja-secretaria: conseguir que le
efectuaran las tomas únicamente de perfil. Lo consiguió. Pero fue como si
atravesara un precipicio montada en una cuerda floja. No se le escapó que
tanto los camarógrafos como su amante pasaron un mal rato, advertidos de su
treta para no dar el frente, pero temerosos de que por un gesto irreflexivo y
espontáneo se deslizara del límite justo que ella misma se había trazado y
quedara en posición tres cuartos.
Resultaba como si, en asuntos de amores, para Mirza existieran dos
zonas distintas, delimitadas precisamente: la de los otros, que debía ser de
lealtades paralelas, mutuo apoyo y compenetración perfecta, y la suya.
Aunque claro que había ratos en que, para ella y para César, desaparecía la
tensión. Cuando se fundían los cuerpos, sincronizados en uno solo los
movimientos de ambos, el miedo se desvanecía como un fantasma de humo.
Por Castell cualquier sacrificio era poco. La lunareja le habría levantado
un pedestal. Qué bien se expresaba, qué convicción. En sus manos el triunfo,
las llaves del porvenir. Si en el curso de una conferencia se agachaba y se
tapaba la oreja izquierda con la mano derecha, en un gesto espontáneo y
únicamente suyo, quizás significaba según ella que podía captar lo
impenetrable, lo que permanecía mudo y sin vida para los demás, sombras
oscuras, vacuas.
Fue un precio demasiado pequeño alejarse del grupo familiar compuesto
por Calixto, Alfonsina y Leonel, porque ya Mirza era huérfana. Libre, sola. Si
sus tíos la juzgaban mal, allá ellos. Nada les debía. Desde chiquita, cuando
quería una cosa la lograba a cualquier costo. ¿No le robaba plata a Mayo, la
usurera del inquilinato? ¿No apostaba plata en la ruleta de la plaza de
mercado? Nunca renunciaba a lo que se le metía entre ceja y ceja. Era la
condición indispensable a fin de desbaratar el hueco que se le formaba en la
boca del estómago cuando las grandes del colegio, como si no la vieran,
prescindían de ella en sus charlas y sus juegos. O para enmudecer a don
Adonías, el zapatero criticón del vestido solferino de doña Mónica.

Pero al arrodillarse en la iglesia junto a la mamá —del otro lado, en la


fila de los hombres, la nuca inclinada y pensativa de don Alejandro— es una
niña buena. Lo mismo cuando se mira de perfil y por el lado conveniente en
un espejo, mejor si es con el traje de cuello alto que le tapa la barbilla. Si no
ve el lunar, lo olvida. Si nadie le reclama porque en el inquilinato le roba a la
vecina del tercer piso, Mayo, la vieja que presta plata a interés y que a veces
deja por descuido abierta la puerta de su cuarto, y en la consola los centavos
de las vueltas, Mirza no es una ladronzuela. Nadie la acusa. Nadie lo
sospecha. Con el dinero compra chocolates en la tienda de la esquina, camino
del colegio. No para mimar su gula sino la de sus condiscípulas. (Averiguar
desde entonces, con certeza y ya irónica y decepcionada intuición, que sus
modelos del colegio prefieren los dulces de envoltorios más coloreados y
brillantes y de mayor tamaño, a los de mejor calidad pero de aspecto
modesto, es un dato que le confiere cierto poder sobre sus compañeras, como
si aprendiera de improviso un nombre secreto para llamarlas y que la
obedezcan).
Otras veces roba, tentada por la ruleta del mercado grande, que doña
Mónica le ha prohibido hasta mirar. No solo la mira sino que va allí y se
arriesga en un juego de suerte y azar. Cambia por diez moneditas el billete de
un peso sustraído a Mayo —cada puesto vale diez centavos— y las arroja al
redondel, donde apuntan como deditos temblorosos y brillantes para señalar
los números. Lo terrible sería que ocurriera el desastre presentido y que la
atrae como cerrar los ojos y arrojarse de cabeza a un abismo: que, en el
tablero, la bolita indicadora de la suerte se parara precisamente en las dos
únicas casillas a las que no ha apostado.
Por fortuna se establece inequívocamente la detención de la bola una
línea antes del límite de peligro. Mirza, herida por la socarronería con que le
entrega el premio el dueño de la ruleta —un hombre alto y amarillo, de
bigotes lacios y deprimentes y pelo alborotado y crespo— recibe de sus
manos como premio una taza de pedernal ordinario bordeada por un festón
azul. Idénticas las venden a 50 centavos en la calle de San Miguel. La que
Mirza ha adquirido portan dudoso procedimiento y por el doble de su valor,
la llevará de regalo a doña Mónica, lo que abre un horizonte saturado de
nuevos problemas como clavos ardientes para la niña. A fin de que su madre
acepte sin desconfianza el obsequio —y sobre todo para que no imagine lo
inaudito: que su hija lo ganó al juego y con apuesta extraída de bolsillo ajeno
— le corresponde inventar toda una historia, asunto que presenta sus bemoles
porque los repetidos hurtos han puesto sobre aviso a Mayo, quien sospecha
de Petra, la sirvienta de honradez acrisolada que presta sus servicios en el
inquilinato.
Para resarcir a la criada del perjuicio, Mirza decide obsequiarle el anillo
de turquesa que le trajo el Niño Dios. Claro que advertirá a Petra que no lo
muestre a nadie. A fin de salir del paso respecto a su mamá, le contará que
Sor Matilde se lo pidió con destino a una rifa que proyecta en el colegio. En
el improbable caso de que las cosas salgan a pedir de boca —existe el peligro
de que doña Mónica se indigne y eleve su queja a la religiosa, por despojar a
las alumnas de sus pequeñas joyas; también el de que Petra confiese la verdad
si le esculcan el baúl y le encuentran la sortija, cuando la echen del
inquilinato por ladrona—, Mirza queda sentenciada a mirar quién sabe por
cuánto tiempo, cada vez que se siente a la mesa del comedor, día a día hasta
la eternidad, hasta que se rompa, la odiosa taza de pedernal orillada de azul,
que le recuerda el tortuoso camino, el engaño, el robo, el miedo. Todo por
nada. Por adular a las niñas grandullonas del colegio y ella quedarse sin su
lindo anillo de turquesa.

Afortunadamente ya no le gusta. Cuando deseó con locura la sortija fue


al verla por primera vez, en la vitrina de una de las joyerías de la calle 12,
contigua a la librería donde compra los cuentos infantiles, y rodeada como
por un halo. Se obsesionó en tal forma que doña Mónica, siempre
complaciente con su lunarejita, juntó el dinero y se la obsequió en la
Nochebuena. Pero cuando Mirza contempló el anillo en el dedo anular de su
mano derecha, le encontró defectos. Como si existiera una distancia
extraordinaria en la piedra admirada a morir en la vitrina y la que reposaba en
su poder, ya disminuido el azul infinito que la había hechizado, y ahora sin
atractivo, como empañada, común y corriente.
Muchos años después, y aún hoy, en la iglesia, cada vez que Mirza dice
"calle 12" se le representan las vitrinas repletas de joyas y plata martillada de
los establecimientos que identificaban esa vía cuando ella llegó a Bogotá. Los
anillos de solitario y los collares de esmeraldas —aguacates, como se
llamaban— todavía se exhibían tranquilamente al público, parecidos a los
que habían comprado allí mismo doña Clemencia de Caycedo, la orgullosa
matrona que se sentaba en el templo en sitial más elevado que el del propio
virrey, fundadora del colegio de La Enseñanza —el primer plantel con que se
contó para la educación de las niñas— y también Manuelita Sáenz, que
buscaba aliadas verdes y brillantes para encandilar todavía más al enamorado
Libertador. Pero entonces, claro, las tiendas sin vigilantes armados hasta los
dientes, como en las pocas que quedaban aún, donde encañonaban casi a la
cliente la, según fue preciso establecer por pública desdicha. En las remotas
fechas, al lado de las platerías ocupaban su sitio las librerías, repletas de
ediciones recién desempacadas de la república española, con el olor todavía
fresco a tinta de imprenta, estampados en las carátulas los nombres de los
autores aún no petrificados por la fama, todavía dentro de la contingencia del
tiempo, desprevenidos de su posible eclipse físico, ya tan próximo sin
embargo que casi se les entraba por las puertas ("un hombre que no sabe /
cuándo su mariposa dejará los relojes"), o de su destierro a Chile, a México, a
toda América.
Perder el anillo de turquesa para Mirza llegó de la mano con su ascenso
al primer puesto de la clase. Sin embargo, cuando ganaba las medallas de
castellano, de historia y de francés, qué odio estrangulado, latente, el de las
condiscípulas al felicitarla. Se congratulaban por obligación. Lo subrayaban
con el gesto, con el alzar imperceptible de hombros a fin de borrar con el
codo lo que afirmaban con la boca, para que no hubiera duda. Repetían las
amabilidades mirando a otra parte, distraídas, como si desde lejos percibieran
voces severas formulándoles recomendaciones perentorias. En su caso no
importaba que se pusieran los abrigos viejos de las mamás, adaptados a sus
tallas. A ellas no les quedaban mal. Que los usaran era lo normal, lo aceptado
en las familias largas y tradicionales. Pero a Mirza, el día que estrena para ir
al colegio la obra maestra de doña Mónica, el vestido solferino bordado de
mostacilla, reducidas sus proporciones a las suyas, lo que la espera al entrar
en el salón, desde la tarima que domina Sor Matilde, es la mirada burlona de
la profesora.
No alcanza a estallar en la carcajada que le inspira el esperpento. Se
contiene a tiempo. Pero en la memoria de Mirza se fija para siempre una
mujer de hábito negro y toca blanca, de facciones estilizadas, piel fina,
transparente, encendida como un fanal en ese instante, en la cima de la
alegría, estirada la boca. Era jueves, el día que en el colegio estaba prohibido
ponerse el uniforme de entresemana porque había lectura de notas. El jueves
que se marcó con piedra blanca porque llegó por primera vez a la clase, ya
bien adelantado el curso, una alumna nueva, Gala Urbina.

Todavía parece un contrasentido y no cabe en la cabeza de la mujer


orante que una persona con la que uno ha charlado muchas veces, tan alerta y
llena de proyectos como los demás, tan alegre y confiada, caiga de repente
inerte, rehúse hablar, se convierta en una figura de piedra. Aunque a Gala
Urbina no le sucedió eso. Después de muerta continuó como si siguiera en
pie y aún más. Aumentó de tamaño. Se volvió opresiva y obsesionante como
un fantasma. O como si Mirza y ella hubieran nacido para marchar juntas y la
muerte, en lugar de separarlas, las uniera definitivamente.
Pero claro que esa tragedia ocurrió después, bastantes años después de la
salida de Mirza del colegio. Cuando ya había empezado a repartir el tiempo
entre su trabajo en la editorial y César Castell. A causa de sus nuevas
ocupaciones llegaba tarde cada noche a la casa de Calixto y Alfonsina, los
alter-ego dejados por don Alejandro y doña Mónica. El primero pensaba
cumplir inmejorablemente el papel de tutor de su sobrina, lanzándole a cada
paso miradas envenenadas. Por el momento se mordía la boca, como si
esperara una mejor ocasión para caerle encima, próxima a presentarse y de la
que él no desaprovecharía una coma.
Leonel, el hijo único de Calixto, no intervenía en los asuntos de su
prima. En apariencia lo tenían sin cuidado, aunque por su cara, en ese
entonces rasurada y de rasgos menudos, resbalaba una sonrisilla que podía
interpretarse como uno quisiera y que por eso mismo molestaba a Mirza.
La que no se contenía era Alfonsina, la segunda esposa de Calixto.
Siempre que lo creía oportuno formulaba preguntas insidiosas para poner
cáscaras. Ante el silencio o las evasivas de la sobrina política, no insistía.
Más prudente, por lo pronto, batirse en retirada. Ya se le presentaría, lo
mismo que a Calixto, la ocasión de gritar a esa tonta presumida lo que se
merecía. Así pasaba con las mosquitas muertas. Las sorpresas que deparaban.
Después de que Mirza había llevado colgada del cuello la medalla de plata de
alumna modelo del colegio de las monjas, con la efigie de Juana, la Pucella,
la Doncella. Para la lunareja habría sido mejor quedarse en el pueblo. Casarse
allí con algún empleado modesto como fue su padre, don Alejandro. No salir
nunca de sus límites, ni pretender entremeterse donde no la llamaban.

Lo mismo que si todavía quisiera desviar el curso del destino, trocarlo,


iluminarlo, la anciana Mirza se levanta de su sitio en la iglesia, mira a
derecha e izquierda aguza la oreja, hace lo posible y lo imposible por
reencontrar a la niña arrodillada. Si la vieja la recobrara la cogería de las
manos para aconsejarla. No la soltaría por ninguna plata.
Poco a poco, quién sabe a qué horas, los planes de César de redimir el
país a base del diluvio de inmigrantes, pasaron a segundo término.
Continuaba trabajando pero a desgano. Únicamente despertaba si le
anunciaban el inminente arribo de una partida fresca de refugiados. Entonces
volvía a actuar como si se le renovaran las fuerzas. Por primera providencia
ordenaba una conveniente recepción para agasajar a los que llegaban.
Los preparativos corrían a cargo de Mirza. Al final ya no daba para más.
Y no porque no le ayudaran los restantes miembros del comité, entre quienes
se hallaban equitativamente distribuidas las funciones de recolección de
fondos y organización de los actos. Pero, al fin y al cabo, los demás eran
hombres. A la hora de la verdad, resultaba tiempo perdido luchar contra el
convencimiento incrustado en ellos en lo más hondo, sobre que una mujer,
por el mero hecho de serlo, nace con la propensión indiscutible a ocuparse de
los oficios aburridores, de las tareas que implican sacrificio pero no digno de
alabanza. A Mirza le tocaba confeccionar el menú de la comida con que se
celebraba el acontecimiento, de modo que a las deseables abundancia y
selección de los manjares se agregara el indispensable incentivo económico.
Y, luego, informar a las señoras de los recién desempacados inmigrantes
dónde estaba situada la plaza de mercado y si vendían pescado fresco de mar,
amén de obtener puestos para los niños en los colegios oficiales —mejor si
eran becas—, sin olvidar el detalle de la orquídea de bienvenida en la solapa
de cada dama, perenne en sus labios la sonrisa y la decisión de repetir que el
recibimiento había sido un éxito. Terminaba agotada y con la sensación de
haber tomado parte en una comedia, representada sin más objeto que
abrumarla.
Los húngaros, checoslovacos, lituanos y polacos no demostraban
entusiasmo en su recién estrenado país y ni siquiera paciencia. Elevaban mil
quejas por el trabajo para el que habían sido contratados. Deseaban
enriquecerse con la mayor celeridad posible y el menor esfuerzo. Las ideas
lanzadas por César en el discurso de bienvenida —que duraba
aproximadamente hora y media, sustraída por completo para él la noción de
que los extranjeros no entendían ni jota de español, e incapaz de sofocar su
catarata verbal— sonaban hermosas y convincentes. Solo que al terminar se
comprobaba por desgracia que se había enfriado la sopa. Castell adoptaba
entonces un gesto de mártir incomprendido. Entregaba a un ideal su tiempo,
su talento, su derecho a llevar una vida fácil. Y, no obstante, la gente que
debía cooperar se atrevía a mortificarlo con asuntos tan molestos como el
pago de la cuenta.
Afortunadamente existía la cama. Sobre todo por él, no exactamente por
Mirza, aun cuando también para ella era un alivio.

El edificio Cubillos de la carrera octava. Durante años la lunareja evitó


pasar por el frente. Prefería dar un rodeo. Lo conocía desde que los obreros
extendieron las primeras hiladas de piedra, preocupada por la construcción
como si alguien la hubiera encargado de supervigilarla para que se hallara
lista en el momento adecuado. El momento en que, en el piso quinto, el
comité de inmigrantes alquiló una oficina.
Parecía como si la ciudad hubiera esperado durante cuatrocientos años la
señal convenida a fin de romper el encantamiento que la condenaba a no
crecer, a seguir estacionaria en el papel de simple aldea. Santa Fe de Bogotá,
villa de tercera categoría, inferior en mucho a Quito y Lima, sus rivales más
felices. Cuando terminó el período de la Colonia, la capital siguió siendo una
población chica, desprovista hasta de los ejidos municipales que no se
omitieron para ninguna de sus hermanas hispanoamericanas, pero que
Jiménez de Quesada, inexperto en achaques de fundación de ciudades, olvidó
señalar a la suya. Ya desde el principio mostró la tendencia a la
horizontalidad y a desarrollarse a saltos, sin importarle las incomodidades
que con ello ocasionara a sus habitantes. Sus límites fueron, en los tiempos en
que resistió como una fortaleza las acometidas de los enemigos que
pretendieron dominarla, por el oriente los cerros, por el sur Las Cruces, por el
occidente San Victorino, y por el norte San Diego, todos ellos mudos testigos
de batallas, de extraordinarios heroísmos, una veces para que flamearan
victoriosos los colores rojos, y otras los azules. En el casco urbano, a una
iglesia sucedía un convento y a un convento otra iglesia, aunque eso no
impedía que existiera la calle caliente, "la calle Honda, olorosa a miel, a
chicha, a mula resabiada". En esta habían venido a parar las zonas próximas a
San Victorino y a la Huerta de Jaime, explotadas por vividores que a la
muerte del horticultor valenciano se aprovecharon de sus terrenos, colocados
en entredicho legal, instalando hospederías de mala fama y restaurantes
populares como Los Siete Estados, donde se comía que era una gloria, pero
que crearon en el centro de la ciudad un revoltijo sin Dios ni ley, vigente
quién sabe hasta cuándo.
A principios de 1930, cuando llegó a Bogotá el escritor Alcides
Arguedas, acostumbrado a pasar la mitad de su vida en París, asistiendo a
conciertos, escuchando conferencias, visitando museos, alternando con lo
más granado, aquí casi se muere de inanición y nostalgia. Al amigo de Rubén
y de Teresa de la Parra, la escasez de incentivos intelectuales y sociales en la
patria de los Pombos y los Caros, agregada a la llovizna, al viento helado, al
aspecto funeral de los habitantes, provincianos pero con ínfulas, ignorantes
pero dogmáticos, burlones, levantiscos, lo sacaron de quicio. En su Diario
afirmó que la causa verdadera del suicidio de Silva fue pura y llanamente la
desesperación del poeta, ocasionada por la calamidad de haber nacido y vivir
en esta tierra.
Pero cuando el aluvión de los provincianos se desparramó sobre la
capital, esta ya no se conformó con el pedacito de la Sabana que le asignaron
los conquistadores, a la sombra de los cerros. Empezó a multiplicarse
pretendiendo copar la totalidad de la llanura, desde Usme a Zipaquirá, desde
Suba a Bojacá, desde Cota a la humilde Funza, que estuvo a punto de ser la
preferida como punto de partida, en vez de Teusaquillo. A las ambiciones
horizontales sumó en seguida las verticales. Indispensable empinarse para
compensar con promontorios de cemento la plana monotonía del mar de
casas grises y cielo gris. Igualmente en ese empeño le sirvieron el plato los
calentanos. Si Bogotá perecía por los rascacielos, se hallaban dispuestos a
suministrárselos. Firmaron contratos, se dieron sus trazas y construyeron
como arquetipo de lo que habría de ser la regla en el futuro, el edificio
Cubillos.
En la actualidad, junto a las nuevas torres dominantes, tan inmensas y
elevadas que en cuatro o cinco habría cabido íntegra la población de los
tiempos primitivos, el Cubillos se veía ruin, apachurrado, en derrota. Hasta le
habían cambiado el nombre, como si buscaran consolar a Mirza para que en
adelante no pudiera descubrir si era allí o en otra parte que había estado el
balcón, ese balcón, aquel balcón, y pensara que nunca había existido, que se
trataba de un sueño, un mal sueño. El edificio ya no se llamaba Cubillos sino
Andes. No era ni la sombra de lo que fue. Se veía enano en comparación con
las torres encristaladas y gigantes como barcos sobresalientes en el mar
ciudadano, entre las olas encrespadas de los vehículos a cien por hora. Y la
lunareja, en la mitad de las nuevas avenidas, con el alma en vilo, tosiendo y
frotándose los ojos irritados por el gas carbónico escapado de los buses,
carros y camiones, en las otrora arboledas patriarcales del cacique. Porque si
Bogotá dejó de ser el núcleo al que arribaron los forasteros, tampoco se
parecía ya a lo que estos contribuyeron a forjar en los primeros tiempos. Las
urbanizaciones recientemente inauguradas, que se contaban por centenares, se
caracterizaban por algo inaudito para la gente de más edad, fuera bogotana o
advenediza: no se podían distinguir las calles de las carreras. Se ignoraba si
las modernas transversales salían de los cerros para volver a ellos, o qué
pasaba. En cambio las calles auténticas, las calles como Dios manda, subían y
bajaban, diferenciándose en eso de las otras, las simples carreras que se
limitaban a cruzar las vías. Pero si era que también los cerros habían quedado
demasiado lejos, extraviados, los cerros bogotanos, el punto de mira
tradicional, sin el cual no se podía contestar a ningún viajero que llegara a
preguntar "por dónde sale el sol".
En las nuevas avenidas con extensión de kilómetros, miles de casas
idénticas. El mismo porche, el mismo jardín con rosales, papiros y
epidendros, la misma ventana de un solo, grueso cristal. Allí Bogotá no
poseía nada que la personalizara. Podría ser una ciudad perdida en Texas o
Maryland, con iguales supermercados, drug stores, jardines del recuerdo y
cream helados. Ninguna esquina, ninguna fachada le dice a Mirza: "Aquí
vivieron menganito y sutanita, ¿te acuerdas? Cuando él murió, ella cambió de
barrio, pero a esta casa venías tú a tomar once los domingos por la tarde, y
luego te invitaban a vespertina al teatro Astral". Ahora las calles carecen para
ella de ecos y presencias. Si cayera al suelo, víctima de algún síncope, le
prestarían auxilio como a cualquier transeúnte, pero sin tener idea de dónde
vivía ni de cómo se llamaba.

Entonces, en cambio, la esquina del camellón de los Carneros con la


carrera octava conducía a casas de dos pisos cuidadosamente alineadas, y a
otras de una sola planta, con ventanas arrodilladas. Las primeras tenían
fachadas de piedra y balcones con falsas columnas y balaustres de hierro
forjado, estilo republicano, que correspondían a salas de postín, amobladas
con sillas y canapés Luis XIV, dorados y tapizados en raso sembrado de
florecillas azules y rosadas, importados de Francia. En la sala de la casa de tío
Calixto, cuando por primera vez la niña Mirza Eslava se sentó en una de
aquellas sillas despedidoras (ella, que llegaba de las mecedoras de paja de
esterilla y de los asientos de vaqueta recostados en paredes encaladas de las
casas calentanas, para disfrutar del fresco de la tarde), la embrujó la gran
araña de cristal que colgaba del techo. Era muy raro que le hubieran dado el
nombre del insecto —pensó— porque lo que remedaba era un estrella-del-
cielo-caída, no con patas sino con lágrimas, de ese modo se llamaban, qué
bonito, al extremo de cada brazo de cobre labrado, un brisero con su bombillo
en forma de llama de vela, y para rematar, una bola grande colgada de otra
más pequeña, con visos, irisada. Seguramente no podían faltar en los palacios
de Las mil y una noches, en los castillos de Azul celeste, en los Cuentos
mágicos, como si una lámpara fuera ella sola todos los cuentos.
En la pared había cuadros con molduras anchas y de hojilla y otros como
si fueran bordados, a los que les decían gobelinos, que representaban
pastores-tañedores de flauta, mientras las ovejas triscaban en el prado. Cerca
de una mesita, unos medallones que Mirza instantáneamente deseó sin saber
siquiera que los deseaba —tan lejanos se hallaban de sus antecedentes y
posibilidades— cuya existencia tampoco sospechaba cuando vivía en el
pueblo, llamados miniaturas.
Sin duda en las casas principales de su villa no faltaban objetos como
esos, pero a ella se los reveló la ciudad, contradictoria sin embargo en todos
sus aspectos porque allí mismo, en la casa de tío Calixto y de Soledad, su
primera esposa, se enteró Mirza de que mantenían la despensa cerrada con
llave. Medían a las criadas el azúcar, el arroz y las papas, estas últimas una
por cabeza. Rara vez las sirvientas probaban la carne y nunca la leche, los
dulces, las frutas. La costumbre venía probablemente desde muy atrás,
implantada por los encomenderos españoles en su trato con los indios en el
tiempo de la Conquista. En cambio, en la provincia, del mercado
transportaban a la casa los bultos de víveres y quedaban a disposición de
quien quisiera aprovecharlos. Si ni aún cerraban el portón de la calle, ¿cómo
iban a clausurar la despensa? ¿Qué habría opinado Ana María González, la
mano derecha de doña Mónica en su vieja cocina, con sus ojos azules que
despedían chispas, como si desde ellos protestaran todavía los indios guanes?
Allí también, en la sala de Calixto, por nadie inadvertido, solemne,
inolvidable, había una especie de bicho, un objeto extraño. Soledad, al ser
preguntada por doña Mónica, aclaró en seguida aunque un tanto vacilante,
con un ligero sobresalto:
—Ah, sí, el morrocoy, es un morrocoy de plata.
En las consolas se amontonaban cachivaches. Pero era el morrocoy el
que acaparaba las miradas. Estaba allá para decir algo que nadie conocía,
aunque no faltaba la seguridad de obtener la revelación un poco más tarde,
sin que cupiera tampoco la posibilidad de evitarla y librarse de saber, lo que
probablemente habría sido más deseable. Lo único que en cierta forma
contrarrestaba la amenaza, consistía en una jaula de bronce dorado colgada de
un soporte del mismo metal, incrustado en una columna a un lado de la sala.
Adentro oscilaba sobre un aro un pájaro verde y amarillo que, cuando le
daban cuerda, cantaba.
Urgente, para Mirza, destacar del montón los gobelinos de paisajes, sin
olvidar las miniaturas. Eso fue lo que le gustó más.

Recordarlo, por favor, seguirle la pista durante años si era necesario.


Hasta averiguar, ya cuando desempeñaba las funciones de secretaria del
gerente de una editorial, y en la Enciclopedia Espasa que mandó comprar el
jefe y que en ese tiempo vendían por cierto muy barata, casi regalada —la
Enciclopedia Espasa, el solo poder que otorgaba ipso facto a sus consultantes
lo que le solicitaban, garantizado, cierto, el salvoconducto para penetrar en el
país-donde-se-guarda-incólume-lo-que,-ha-sucedido-en-el-mundo, la fuente
decisiva-que, de la pareja miniaturizada, la cara despejada y voluntariosa
pertenecía a Bonaparte, y la sensual-mordaz-en-sí-misma-complacida, a la
emperatriz nacida en una isla y destinada a ser repudiada por su marido. En
cuanto al gobelino de tío Calixto, reproducía una escena de Watteau, animada
por condes y marqueses en atuendo pastoril. Una amable impostura.
Comparar los grabados de la enciclopedia con el recuerdo fresco, ubicuo,
representaba sencillamente para la secretaria Mirza apoderarse del eslabón
perdido a fin de trasladarse a otra esfera en la cual lo fabuloso cobraba
vigencia, se introducía como una corriente irrestañable en la vida.
A ella el "art-nouveau" —como después supo que se llamaba— del resto
de los féferes, la dejó fría. Pero tocaba fibras sensibles de Calixto, quien
ponderó a su hermano y a su cuñada, haciendo caso omiso de la niña, las
maravillas que él y Soledad —una mujer demasiado morena, con el pelo
rizado y los ojos brillantes, afiebrados, inmóvil en la esquina del sofá, casi sin
despegar los labios— trajeron de Europa, donde pasaron la luna de miel. En
prueba, la fotografía tamaño gigante sobre la mesita con incrustaciones de
concha nácar, en que Calixto aparecía de bigote engomado y conquistar,
todavía no demasiado pronunciada la calva, y Soledad como una muñeca,
ausente lo mismo que en esa hora de la sala bogotana, solo animándose
momentáneamente cuando instó a la familia de su marido a tomar vino y
galleticas, y al presentarles al niño, Leonel, pequeño y gordiflón, enredándose
en sus propios pasos como un perrito.
Pero el ancla definitiva, el puente imprescindible para lo trascendental y
sub species aeternitatis que tenía que desprenderse de la primera visita, no se
encontraba entre los adornos de la sala. Ni siquiera en el morrocoy de plata,
con sus temibles ojos verdes de esmeralda. Tampoco en la jaula de bronce
con el pájaro de cuerda. Ni en la escalera de entrada, blanca y dorada, que
daba vueltas sobre sí misma como un caracol, en el primer patio,
conmovedora para Mirza porque se parecía a las espirales que figuraban en
sus sueños, desenredándose eternamente sin llegar a ninguna parte. Donde se
arremolinaba el misterio era precisamente en el espacio reducido del balcón
de la sala, y concernía no solo a Calixto y a su esposa, sino también a Mirza.

Desde la calle se veía esbelto y delicado, con los arabescos de sus


hierros en forma de lises, sus estrías que imitaban columnas y terminaban en
capiteles corintios, sosteniendo un arco coronado de guirnaldas. Entre
columna y columna, a lado y lado, un medallón con un querubín, rodeado
igualmente de flores y follaje. Pero el aspecto exterior no significaba nada en
comparación de lo que el balcón era por dentro. Aunque unido a la sala por
una puertecilla, formaba una especie de cuarto aparte, encristalado y provisto
de cortinas delgadas de batista llamadas visillos. En la parte central colgaba
otra tela también blanca, inmaculada, cruzada de largo a largo por
incrustaciones de encaje de macramé cada 15 ó 20 centímetros, enmarcada
por los cortinajes pesados de los dos extremos, de raso azul estos últimos
para hacer juego con la tapicería del mobiliario.

Las telas creaban una atmósfera preservada, protectora, como si el


balcón fuera una especie de altar. Al frente se veían casi encima los cerros de
la parte oriental, con el páramo de Cruz Verde y las faldas de Monserrate y
Guadalupe cubiertas por nubes bajas que diluían el gris hosco de Monserrate,
trocándolo en gris de amanecer encima de Cruz Verde. La luz adquiría color
y consistencia. Abrigaba al mirarla lo mismo que si el que la contemplaba se
arropara con una manta.
Ese día la casa de Calixto y Soledad ya se hallaba condenada. Soledad
estaba tísica. Su hermana Isidora lo comentaba pasito, como si se tratara de
una vergüenza de la familia. El niño, Leonel, daba mucha guerra. Cada noche
costaba trabajo dormirlo. Gritaba en su cuna hasta la madrugada. Los
chillidos taladraban los tímpanos como si constituyeran su protesta desolada
no solo por la futura orfandad sino por otro peligro que lo acechaba.
La noche que murió Soledad, el morrocoy de plata desapareció de la
sala. Fue inútil buscarlo. No se encontró en ninguna parte. Y el pájaro de
metal de la jaula dorada cantó solo. Nadie le dio cuerda.

A la casa la tumbaron para construir el edificio Cubillos. ¿En qué piso


ocurrió el accidente que afectó a Mirza? En el quinto. Con esa altura bastaba
y sobraba. Los bogotanos se acostumbraron en seguida a ver el esperpento de
ocho pisos, sin presentir su oficio de marcar el final de una época: la de la
enamorada que se asomaba al balcón para atisbar a cuatro cuadras de
distancia si "él" iba a "pasarle" esa tarde. Y la del enamorado que se acercaba
lentamente sin separar los ojos de la ventana, dándose golpecitos en la rodilla
con su varita o entorchándose el bigote, mientras repetía: "¿Saldrá?", "¿No
saldrá?". Entonces ella le arrojaba una rosa blanca en señal de reconciliación
porque habían peleado la víspera, y él besaba la flor, y otra vez reanudaba la
caminata con los ojos en alto, "como se levantan para contemplar las
estrellas".
A los vecinos les bastaba una ojeada para tomar nota de que doña
Gregoria se había asomado por centésima vez a fin de espiar la silueta del
doctor Núñez, parado en la esquina, desgarbado como un cuervo blanco pero
seguro de conseguir lo que deseaba. Doña Gregoria, hija de un padre ciego
que le transmitió buenos ejemplos, soldado de la guerra de la Independencia,
soportando sin quejarse su desgracia y la miseria de los suyos. Las buenas
almas le ocultaron hasta el final la conducta liviana de su hija. Pero, pobre
doña Gregoria. Se había casado sin amor con un inglés, como Manuelita
Sáenz con Mr. Thorne. Vendida en plena juventud por solidaridad con su
hogar, para que el marido rico lo sacara a flote. Si después planeó en su
horizonte don Rafael y la convenció de huir con él a Europa, la conducta de
la mujer contó con muchos atenuantes. Lástima que en Europa la alianza se
quebrara. Doña Gregoria, que había copiado con su hermosa letra varonil la
versión original de ¿Que sais-je? Doña Gregoria.
Ya suenan otros aires, se danza a otro paso, más lento, el vals. El tiempo
se estira. Cada día sobran horas. La gente se hastía de las guerras que no
conducen a ninguna parte, todo lo arruinan, nada remedian. A principios del
siglo, por componendas entre el presidente Marroquín y el general Rafael
Reyes, se liquidaron —y no a las buenas sino a pura bala— las sociedades de
integración patriótica organizadas por los ingenuos que ofrecieron su vida
para defender el Istmo de Panamá. Entonces el pueblo comprendió que no le
quedaba más recurso que meterse en un rincón. Cerrar los ojos, soportar las
cargas, sumirse en un marasmo. Las familias veraneaban en Sopó y en
Serrezuela. En las veladas —nombre justificado porque se prolongaban hasta
las nueve de la noche, a la luz de las velas de sebo sostenidas en torneados
candelabros— los caballeros recitaban versos de Villaespesa y de Valencia,
no aptos sin embargo Palemón el estilita y Las tres cabezas, para los oídos
virginales de las señoritas. Las damas paseaban en coche, echados sobre la
cara los dulces velillos pegados a sombreros como canastillas repletas de
frutas y pájaros. Al balcón del camellón de los Carneros se asomaba otra
joven. El que esperaba en la esquina ya no era Núñez sino Rivera José
Eustasio, que hacía bailar nerviosamente su varita de ébano con puño de plata
mientras se atusaba el bigote rizado.
Alumbraba el sol de 1920 y en Bogotá todos se conocían. Los tranvías
eléctricos efectuaban un largo recorrido: de la plaza de Bolívar a la estación
central de Chapinero, qué lejura; otros continuaban por el camellón hasta la
Alameda. Allí trepaba al bamboleante artefacto un anciano que no mostraba
inconveniente en utilizar ese medio de locomoción, no obstante ocupar en ese
momento el cargo de presidente de la república. Se llamaba Marco Fidel
Suárez y era antioqueño e hijo natural de una lavandería. Los ricos bogotanos
no le perdonaron que se conservara fiel a su origen humilde y que para colmo
fuera beato y académico. El jefe conservador y el liberal, Laureano Gómez y
el segundo López, se aliaron para expulsarlo de la presidencia.

Cuando cayó el balcón de arabescos de hierro forjado, el mismo al que


Mirza se había asomado de recién llegada, nadie sacó pañuelo blanco para
despedirlo. Ya no vivía don Ángel Cuervo el conspicuo defensor de las
ventanas "corridas", "de gabinete" y de canasta", que dejaban admirar "los
pliegues y las formas de nuestras encantadoras" como él había escrito. No
pudo imaginar siquiera los simples agujeros que las reemplazaron, como los
del cubo de cemento situado en el antiguo camellón de los Carneros y hoy
avenida Jiménez de Quesada con la carrera octava.
En la iglesia el tiempo es de veras río fluyente, siempre el mismo y
siempre distinto. Pero en el edificio Cubillos las imágenes se agrandan como
en cinemascope y son las únicas que cuentan.

Esa mañana Mirza se escabulló de la residencia femenina sin que nadie


lo notara, y se dirigió a la Ciudad Universitaria. Aunque había prometido
esperar a Ligia y Anabella, no cumplió su palabra. Para ella, ir con sus
compañeras era igual a adquirir un cuerpo múltiple y flexible, con ligereza de
gato, con mirada de lince con la facultad de reír a carcajadas y andar cuadras
y cuadras sin cansarse. Pero caminar sola es uno de sus sistemas favoritos a
fin de alcanzar un estado de minimización que desemboca en la humildad,
camino indispensable para comunicarse con lo que la rodea. Que es en
resumidas cuentas la única manera de encender una luz. Desde que, no
obstante la antigüedad respetable de su fe de bautismo, se inscribió junto con
Ligia Montiel en el curso universitario —Mirza para estudiar literatura y
Ligia arte dramático—, con derecho a vivir en la residencia femenina, la
lunareja quedó supeditada a la graciosa condescendencia de los estudiantes.
Para ella es de vida o muerte que estos la admitan en su círculo. De lo
contrario no podría orientarse en un mundo donde las cosas ya no son
exactamente como solían ser. A fin de ganárselos les hace pequeños
servicios: prestarles libros, los apuntes de las conferencias, plata si no es
mucha. O les cuenta historias de su tiempo, cuando en Bogotá todo parecía
fácil, barato, al alcance de la mano.
Si por detrás la llaman momia o fósil, qué importa. Al menos de frente
se portan mejor de lo que lo hicieron en tiempos prehistóricos las
condiscípulas del colegio de las monjas. No se van tan campantes después de
comerse los bombones. Se esmeran con ella. Pero le esconden ciertos temas,
no la consideran apta. Se los escamotean en las narices:
—No se puede negar que es muy sensible —dijo la víspera Anabella
Simón, creyendo que Mirza no escuchaba—. Inclusive parece que en su
juventud trabajó con fines altruistas. Quería algo así como llenarnos de
inmigrantes húngaros y checoslovacos, dizque para mejorar la raza. Me
pregunto si tenemos derecho a trastornarla contándole las experiencias de
Nicolás en la comuna, que Lulú tiene sífilis, o los viajes de Lirio con la
marihuana.
Otro episodio del mundo al revés. Las muchachas vigilándola,
cuidándola, cuando deberían pedirle consejos e inclinarse ante su experiencia.
No les pasaba por la mente. Y la lunareja, en lugar de poner las cosas en su
sitio adulaba a las chicas. Por gigolismo espiritual, para que no la
abandonaran, se hacía de ojos ciegos y oídos sordos. Vieja alcahueta, siempre
lista a recibir su paga, buscando afecto, no se saciaba. Su puesto se
encontraba mejor con las damas de edad provecta, sus compañeras naturales,
escandalizadas a toda hora: "Llegará el cataclismo, se acabará el mundo, es
merecido, los hombres afeminados, los homosexuales descarados, la familia
destruida, las niñas de Suecia a los ocho años iniciadas, aquí quieren hacer lo
mismo". A lo mejor les sobraba razón. Pero cuando Mirza oía a Alfonsina o a
Isidora Lago de Montiel martillar sin cansarse sobre la misma historia,
querría correr y desaparecer de su vista. La obligaban a lo peor: a fingir que
aceptaba sus aseveraciones, o a no negar con suficiente energía, para no
irritarlas y provocar su desconfianza.
En cuanto a los estudiantes, ¿qué papel influyente y que valiera la pena
podría desempeñar a su lado, no obstante la amnistía que le concedían, una
mujer ajamonada, de silueta casi cuadrada, piel ni blanca ni morena sino gris,
opaca, ojos hundidos y las medidas que le acaba de tomar la modista: 80
centímetros de cintura y 100 de busto? Mirza en el espejo, cuando se levanta
a las siete de la mañana, con la triste carne caída, desgonzada. Inútiles los
masajes; el yoga, tiempo perdido. Con el agravante de los defectos naturales
que en la juventud se disimulan pero que los años agigantan. A la lunareja,
antiguos experimentos desgraciados la inducen al escepticismo sobre
cualesquiera tratamientos anunciados por radio o televisión, a base de
hormonas o de otros productos. Solo en raras ocasiones le está permitido
mecerse acunada por las esperanzas, y eso si se halla simplemente sentada
como dos semanas atrás, cuando esperaba en la secretarla de la Facultad el
certificado de haberse matriculado. En posición sedente, en habitaciones de
escasa luz artificial, posible aglutinarse durante unos minutos con los seres
elásticos, de cinturas que se parten de lo puro delgadas, dorados (¿cómo lo
conseguirán en Bogotá, sin sol?), que circulan cargados de libros y papeles,
sonrientes o serios, apuntando nombres y números de teléfono. Ese día, a
Mirza le bastó pararse a fin de formar en la cola frente a la ventanilla, para
que una visión diametralmente opuesta reemplazara a la anterior, como
cuando se abre una ventana y huyen los fantasmas a la salida del sol.
Las chicas, con sus pelos largos y lisos o de corte a lo muchacho, se
defienden sin ayuda de los salones de belleza, y se burlan de las damas
otoñales que penetran en los santuarios. "¿De veras Mirza, —le preguntó
María Olga Alción— eres clienta de esos sitios que cuelgan de la puerta
cartelitos con frases como esta: 'Se atiende todo lo relacionado con estética?'.
Dios mío, todo: la teoría de la sensibilidad, la belleza ideal, la catarsis de las
emociones, Platón, Aristóteles, Hegel, ¿te das cuenta?". A la lunareja la
marean las citas. ¿Desde cuándo las muchachas manejan con tanto desparpajo
a los filósofos? Por su parte sigue colándose en la peluquería barata donde le
tiñen el pelo. Al sumergírselo en el líquido negro y espeso, la encargada la
contempla con curiosidad desdeñosa, como a un bicho.
En casa de la modista el espejo cuelga de la pared lateral izquierda,
circunstancia que, al alzar inopinadamente los ojos la resignada dienta, le
revela un ángulo inhabitual de su fisonomía, lo que le permite mirar de veras
y no rutinariamente su cara de vieja, la que ven los demás y no ella. (Porque
para Mirza no puede existir sino el rostro interior, el rostro de la niña). En las
vitrinas de los almacenes, de repente la entusiasman unos pantalones de dril
con maripositas bordadas, especiales para sardinas como han dado en llamar
a las jovencitas, y que a ella le hubieran quedado preciosos hace
relativamente poco tiempo, es decir, si consulta con atención el almanaque,
unos veinte años más o menos.

Por el aula flota un vaho de sueño, de pereza, como el aliento de una


selva, con mayores efectos soporíferos sobre los varones que sobre las
muchachas. Alerta, vigilante, arruga los ojos Anabella para ver mejor porque
es miope y aún no se decide por las gafas, a pesar de representar los cristales,
entre mayores mejor, más desafiantes, uno de los signos de la liberación
femenina de la época. Lirio Brown, la morena de San Andrés, examina
minuciosamente las paredes grises, las ventanas, la tarima, el tablero, como si
esperara que se desvanecieran en un minuto. En la ciudad de la Sabana la
acechan todavía los mirajes de su piélago-archi. María Olga se sienta en la
fila siguiente a la de Mirza, vestida de rojo y con el pelo cortado a lo
muchacho. Seguramente ella y Ligia tomaron taxi para llegar a tiempo a
clase. Unos ricitos castaños claros, casi rubios, escapados a la navaja y que se
arremolinan en la nuca de la chica, evocan para Mirza la manera como se
peinaba Gala Urbina hace mil años, justamente en el principio de la historia.
Reconocerlos es como volver a soportar un dolor de espalda familiar, dulce
casi.
En la cafetería despiertan los muchachos. Ya no son flemáticos y
reservados como los amigos de Mirza en la década de los cuarenta. Al
compararlos estéticamente con sus mayores, éstos llevan las de perder,
demasiado monótonos, especializados, esfumadas un montón de
posibilidades por seguir un patrón rígido, frente a los de hoy, personajes
dostoievskianos que manotean, gritan, se sulfuran, conscientes de su fuerza,
quemantes los ojos o lánguidos entre la palidez de las mejillas, el pelo
sedoso, las patillas, los bigotes y los interminables alegatos. Las mujeres
padecen otra vez la influencia atávica. Obedecen, se pliegan, se opacan,
incómodas en sus pantalones demasiado ajustados y en sus camisas
escotadas, convenciéndose a sí mismas de que están en su ambiente, pero
inquietas, irritadas.
Tampoco era lo mismo en los tiempos de Mirza. Entonces las
muchachas no dubitativas sino perfectamente aleccionadas, recitando de
memoria su papel, idéntico al de las madres y las abuelas y las
requeteabuelas: negar y prometer, prometer y negar, fingir poco interés en el
punto culminante y no pensar en otra cosa. En los años setenta, para ellas la
libertad es una exigencia que no saben cómo atender. Les cuesta trabajo
defender las posiciones, poner los puntos sobre las íes, sentar claro que se ha
enviado al diablo la vigilancia de los inspectores de la residencia, y que
pueden salir por la noche y regresar como los hombres, a la madrugada.
—Ya sé que te llamas Daniel y eres valluno— dice María Olga.
—Pero no sabes mi apellido: Irigoyen. ¿Y tú, cómo te llamas?
—María Olga Alción.
—Me gusta tu nombre.
Por lo menos, la iniciación exacta. Así comenzaron Mirza y Augusto un
mediodía bogotano casi cálido, cuando ella estrenó el vestido azul con cuello
blanco de encaje y se encontraron a la salida de la oficina. Entonces él le dijo:
"Mirza es un nombre bonito, pero para mí te llamarás en adelante Mirza-
Eleonora, en recuerdo de la duquesa de Toledo, una mujer muy desgraciada
que inspiró a un gran artista del Renacimiento para que la retratara. Tú te
pareces a ella, seguro". Entonces, una de las ideas-eje de la lunareja, su
creencia heredada y tan innegable y necesaria como el aire, giraba en torno a
la existencia del sacramento del matrimonio. De él dependía lo que para la
mujer valía la pena: un puesto en la sociedad, hijos, sobre todo una casa.
Únicamente el marido poseía el don mágico de otorgarlos.
María Olga le explica a Daniel:
—Estoy contenta porque resolví ciertos conflictos o, por mejor decir,
aparté malezas de mi camino. He realizado en estos días un buen trabajo
político. Pronuncié un discurso estupendo, para que el pueblo comprenda la
necesidad de dejar de lado rencillas idiotas y se oriente hacia la búsqueda del
bien común.
Muchachos y muchachas manejan con orgullo la jerga convencional.
Saborean delicadamente cada término como si fueran condecoraciones
ganadas en una batalla. De través se sobreentiende el problema religioso,
soslayado, infectado. Mirza se hace la tonta, temerosa de dar un paso en
falso, con los pies de plomo, tartamudeante frente a María Olga, osada y
decidida con sus párpados de plata, y a Daniel, avisado y secreto, con collar
emblemático y camisa bordada, que se atreve a decir como si tendiera un
puente:
—Jesús, un profeta, un hombre excepcional, no mencionó el sexo en el
Evangelio. El que lo odiaba era Pablo de Tarso, probablemente por miedo al
erotismo griego, alegre, vital, sin complejo de culpa. Durante dos mil años
todas las generaciones, incluida la de nuestros padres, pagaron por él. Solo
nosotros sacudimos ese yugo.
María Olga dice como para ella sola, indiferente y sin embargo
curiosamente involucrada:
—Mamá prescindió conmigo de la enseñanza religiosa para no crearme
un conflicto de conciencia como el que ella padeció. Únicamente a veces, en
mi infancia, me signaba como recordando un país remoto donde hubiera
vivido, hacía mucho.
Busca, tal vez, algún apoyo. Que Mirza repare en su nostalgia y la recoja
como si colocara una flor entre las páginas de un libro. O quizá ganar a la
vieja para su causa, y aumentar así el círculo de los iniciados, agregando la
complicidad de un miembro del clan antiguo como corroboración inesperada.
Sin embargo, la lunareja no está segura de la conducta a seguir. En ese
campo carece de guía que le trace una ruta. ¿A quién consultar? Nunca a
Bernardo Gallo, tan frío y suspicaz. Ni a Calixto y Alfonsina, que se
quedarían en Babia. Ni siquiera a Claudio Doniges, a pesar de compartir la
misma fe, o, precisamente, porque hacerlo y ver las cosas de otro modo, los
aleja todavía más, marcando la distancia con un acento doloroso, de
despecho. Los curas tradicionalistas le dirían lo que debía responder a los
jóvenes iconoclastas, pero con los ojos fijos en los de Mirza para beber de
rechazo sus propias palabras, como si se tratara de un tranquilizante. Y los
curas denominados progresistas, para disimular su laceria adoptarían un aire
de petulancia.
Entre las deserciones juveniles, ninguna le duele tanto como la de Ligia
Montiel, la hija de Isidora y de Jorge, la sobrina de Soledad. Al volver la
espalda a la Iglesia no se separó solo de esta. Creó un abismo entre ella y la
lunareja.
Entre los estudiantes, la única compensación que se le ofrece la
personifica Manuel Paniagua, pero sin alcanzar tampoco a llenar el vacío
ciento por ciento. Manuel no es ni de lejos un hombre superior, de aquellos a
quienes la inteligencia se les derrama por los poros y casi se toca con la
mano, eternamente reverenciados y cortejados por Mirza aunque sin
resultados favorables, casi podría decir que paralizadores y esterilizantes.
Paniagua no recuerda da esa pasta. Ni en el terreno intelectual, ni en el
político, ni por sus éxitos con el sexo opuesto, ni por su figura, ni aun en los
deportes en último término, se destaca lo más mínimo. El único muchacho
con sentido religioso y convencido católico del círculo de la universidad que
rodea a Mirza —a excepción claro está de Claudio Doniges y de Orna
Caballero, pero a ellos la lunareja los sitúa aparte— no pasa de ser un
mediocre simpático, una excelente persona.

Por la noche, antes de dormirse en la residencia, Mirza espera


inútilmente que aparezcan las chicas. Cuando al día siguiente le comentan,
fisgándole los ojos para averiguar cómo reacciona, que, sentadas hasta el
amanecer en las barras de los bares, hablando de literatura y de las luchas
políticas, el tiempo volaba, la vieja querría abrir agujeritos en las paredes de
las discotecas, para espiarlas. Entonces le explican que claro que van, pero
poco; en esos sitios despluman a los clientes; les corresponde defenderse con
patas y manos. Afectuosamente buscan engañarla, no herirla con detalles que
no está preparada para asimilar, exactamente como en la remota antigüedad
lo hacían con los niños sus mamás, relatándoles historias de bebés
importados de París y transportados por cigüeñas, que entre otras
curiosidades no existen en Colombia, zona tórrida.
"Tan sabihondas, tan pedantes, se llaman a sí mismas las primeras
mujeres liberadas, las dueñas de su cuerpo por primera vez en la historia.
Pero, en ciertos momentos, a ciertas horas, ¿será cierto que se muestran tan
independientes y descomplejadas como lo proclaman? No me atrevo a
preguntarles si son vírgenes. María Olga desde luego que no. Se nota a
leguas. Por cierto que en mi época nunca pasaba por la mente del más
atrevido formular ese interrogante a una mujer soltera. La afirmativa se daba
por supuesta. Ninguno nos pedía el consentimiento, ni nos lo agradecía
siquiera. Sencillamente no podía ocurrir de otro modo. Se desquiciaría el
mundo. Se acabaría la sociedad. Entrarían de rondón hijos espurios de las
buenas familias. Sin pedir permiso a los abuelos, a los tíos en primero,
segundo y tercer grados predecesores ascendientes, cabezas de familia, árbol
genealógico.
“No puede negarse que desde ese punto de vista la píldora crea una
situación menos inequitativa, más equilibrada, no mutiladas en adelante las
doncellas al son de músicas celestiales adulándolas pero poco, no fueran a
exigir el pago, acariciándoles eso sí las cabecitas como a ovejas trasquiladas:
“El virginal cortejo os ofrece, Señor, / su manto como nieve/ al matinal
albor”. Tenían que portarse como si hubieran sido fabricadas a la manera de
sus muñecas de palo. Insinuar siquiera los deseos normales en seres de carne
y hueso resultaba una vulgaridad inconcebible una lacra. Atraías las iras de
las viejas señoritas intocadas. Y no solo de ellas sino de las honestas casadas
como Alfonsina Mongrif de Eslava o Isidora Lago de Montiel, provistas
debidamente no solo de argolla nupcial si no de su correspondiente pisa-
argolla, con diamante por más señas, en el dedo anular de la mano derecha,
cartelito anunciador al más desprevenido, de respetable y envidiado estado
civil, que las autoriza para prestarse, claro que por deber y decorosamente, a
satisfacer la parte animal de sus maridos. Porque en la cama la obligación de
la esposa es gustar, que el señor quede contento, y cuando se dé por bien
servido y se levante, para ti punto final. Ipso facto te conviertes en estatua de
piedra; que no te pase por la cabeza ni un mal pensamiento. Una mujer
honrada es como un capullo de rosa y quien la toca, si no es su legítimo
propietario la mancilla, le roba el perfume, le arrebata la palma. Virgen y por
consiguiente mártir, destino prefijado que no inhibía a los varones a fin de
consignar en cualquier ocasión y desde luego en sus mejores libros: “La
debilidad invencible de la mujer, esa criatura acostada y extendida en que se
convierte a ciertas horas, ante ciertos seres”.
“En que cosas piensas, Mirza querida, le sobra razón a Doniges para
desconfiar de ti. Para vetar tu nombre a fin de que no figure ni chiste en las
filas espulgadas y requeteaprobadas de sus seguidores, sanción que se
apresuró a imponerte como primera medida al convencerse de que no eres ni
con mucho la figura que él soñó en Madrid cuando te costeó el viaje de
regreso a Colombia, con la intención de ponerte a su servicio, de usarte como
carnada en el flamante partido demócrata cristiano que pretende fundar,
inspirado en el laudable propósito de introducir en este país un tercero en
discordia, y ofrecer una opción a quienes, cansados de la eterna disputa de los
mismos con las mismas, quisieran apuntarse a otra carta.
"En el fondo estoy persuadida de que el partido de Claudio es igual a los
otros, un sofisma de distracción, una edición corregida y aumentada de los
eternos errores y componendas. Ese convencimiento debió ser el que me
frenó para no aventurarme con ellos, y no la inhibición de creer que,
conmigo, los demócrata-cristianos se apuntaban a mala carta. Algún día se
divulgaría mi historia y los contrarios podrían gritármela a la cara. Entonces,
mejor mil veces retirarme a tiempo con cierto aire de dignidad, inventando
pretextos para disculparme, a pesar de mis cacareados buena voluntad e
interés. Eso en cuanto a Doniges, pero en lo concerniente a las mocosas de la
universidad, lo que más me mortifica es que me imaginen a mí y al resto de
mujeres que abrimos la brecha y soportamos como las que más el horrible
período de transición, sencillamente como si nunca hubiéramos sido jóvenes.
Como si no hubiéramos tenido amigos lo mismo que ellas, y por cierto
mucho mejores los nuestros, incomparablemente bien rasurados y pulcros.
Claro que entonces trasnochar en una taberna no figuraba ni por broma en el
horizonte mental de una señorita. Nunca jamás se les ocurrió a nuestros
novios invitarnos a beber aguardiente. Se resignaban a tomar con nosotras té
y bizcochitos, encantados. En esa época existía la distancia imprescindible
que nos separaba de las mozas de café, y no porque yo piense mal de las
mozas, Dios me libre. Pero los caballeros no permitían que nos rebajáramos
acompañándolos a cualquier parte. Por nuestro lado asimilamos la consigna
secular recibida de nuestros mayores, que establecía: "Cuando llegue tarde tu
marido no le preguntes de dónde viene porque, si no te dice la verdad, te
miente, y si te la dice, te irrespeta". En manos femeninas no quedaba sino una
pequeña venganza: la de que los hombres se vieran forzados a reconocer
como legítimo a todo hijo nacido dentro del matrimonio. En ese terreno la
sociedad civil nunca pudo inventar una fórmula distinta a la instaurada por
Napoleón en su código.
"Por eso lo que me indigna no es exactamente que Ligia y María Olga y
Lirio y Anabella y las otras, trasnochen. Lo que me revienta es oírlas
presumir que ellas, cuando salen con sus compañeros, son las que pagan los
gastos. Y que nadie les gana en materia de resistencia al trago".

Las muchachas seguían repitiendo para despistarla: "Mira qué bonito


suéter trae la revista. Es de puntada de espina de pescado y se teje con dos
agujas". Mientras alguna buscaba distraer a Mirza, Lirio hablaba con el tipo
de turno. (En la residencia no había más que un teléfono en el vestíbulo). La
lunareja, que afortunadamente por ser cerebrotónica según la tabla
psicológica de Sherman, se hallaba entrenada naturalmente para enfocar la
atención en varios centros a la vez aunque luego le dolía la cabeza, captó
frases que la ruborizaban, sí, todavía, no obstante los años y otras cosas.
Quemaba sus últimos cartuchos de rubor a causa de la conducta de sus
compañeras de la residencia universitaria, como si la humillación de Anabella
que suplicaba: "Amor, no me quedes mal, por piedad, es la última vez que te
pongo una cita, ven por compasión, déjame verte nada más que un
momentico", no recayera solo sobre la pobre necia sino sobre Mirza, y no
únicamente sobre ella sino sobre las demás mujeres. Una degradación para el
sexo femenino en masa.
—En otra época las jovencitas vestidas de blanco y azul reverenciaban a
una Doncella, virgen, esposa y madre, con rayos de luz que le brotaban de los
dedos y cierta divina afinidad con ellas en los momentos decisivos del primer
amor, del nacimiento del hijo, de su pérdida.
—No me lo digas, Mirza. Se trataba de alienación colectiva. Por eso las
mujeres eran frígidas. Convencidas de su inferioridad física, de su eterno
entregar y no recibir. Los hombres les imponían su voluntad. Las
mangoneaban con el dedo meñique de la mano izquierda.
—En cambio, ustedes no saben dónde están paradas. Me pone nerviosa
que revuelvas mis libros, Anabella.
—Me divierte mucho el Manual del alma piadosa, un devocionario que
según parece usaba tu mamá, aquí está su nombre: "Mónica de Eslava". Es
una curiosidad como para un museo. Se podría exhibir al lado de los
cinturones de castidad. Lee la lista de los pecados: "¿Has tenido malos
pensamientos? ¿Consentidos? ¿Cuántas veces? ¿Con un hombre soltero o
casado?". Y luego: "Un mal pensamiento consentido es pecado mortal".
Parecen las disposiciones del código penal. No quiero ofenderte pero te juro
que pisotea un mínimo concepto de la dignidad humana. Me dan náuseas.
Cómo serían las confesiones de excitantes. Casi como leer una novela
pornográfica.
(Me toca quedarme callada, Anabella. No te lo puedo decir en la cara,
pero todas sabemos en la residencia que a un estudiante, Nicolás Bonnet, le
pegas los botones de la chaqueta, le ondulas el pelo y le lavas la ropa. En
cambio, él tiene otras amigas. A ti no te importa vestirte de cualquier modo,
con camisa de hombre y bluyines deshilachados. No gastas en tu ropa ni un
cobre. Para poder entregarle a Nicolás, íntegra, la mesada que te envían tus
padres. Por las tardes te toca irte detrás de Lirio Brown o de cualquier otra
como si fueras una muerta de hambre, un perrito, para que te invite siquiera a
un café porque en todo el día no has probado bocado. Mientras tanto no es
sólo Nicolás el que se aprovecha de tu plata. También lo hace tu rival. Y lo
toleras. A los 18 años te portas como una vieja que mantiene a un gigoló. Y
para colmo te ensartas en discusiones sobre la dignidad humana, y te permites
burlarte del Manual del alma piadosa de mi mamá, que era una santa).
Calixto, Soledad, Leonel, Alfonsina, Isidora, Ligia. Cuando Mirza
regresó a Bogotá, sus parientes la recibieron con los brazos abiertos. Como si
hubieran escogido por definitiva línea de conducta defenderse a capa y
espada de interrogatorios fastidiosos. Se congratulaban de haberse
inmunizado. De que funcionara una vez más el mecanismo para dormir a
pierna suelta cuando golpean en los cristales las gotas de lluvia, a dos cuadras
de distancia de las chabolas de los pobres, con su piso de tierra y el techo de
cartones. En verdad la familia no solo no tenía nada contra Mirza sino que se
alegraba de la vuelta que había dado la tortilla, ahora la lunareja bajo la
protección de Claudio Doniges, miembro destacado del congreso de la
república. Por su intermedio podrían quizá disfrutar de algunas ventajas
insignificantes, verbigracia, obtener una nueva oportunidad para Leonel —el
eternamente despedido de todos los colegios y luego de todos los empleos—
a fin de comenzar otra vez. Sin hablar de la edición en una imprenta oficial de
los siete volúmenes de la obra completa de Calixto, por cuya redacción había
renunciado in illo tempore al puesto agenciado para él por sus parientes
políticos, quedando en la física inopia. En reciprocidad resultaba de poca
monta comprometerse a no remover el enojoso problema que había obligado
a Mirza a emigrar a España.
En cuanto a las antiguas amigas de la viajera, no se contentaron con
recibir los tapeticos de bordado lagarterano y las muñecas vestidas de
aldeanas mallorquíes o segovianas que Mirza les trajo como recuerdo.
Esperaban de ella otra cosa. Que cumpliera una misión un tanto engorrosa y
comprometedora, nunca puntualizada exactamente pero que flotaba en el aire,
reservada sin duda para la lunareja. Al final de los finales venía a explicarse
la razón de la marca de su cara. Al verla actuar en los comités políticos y en
las conferencias de los partidarios de Doniges, nadie podría olvidarla. No
faltaba sino que Mirza diera el sí para organizar un movimiento. Las mujeres
necesitaban con urgencia una dirigente. Contestaría las encuestas: "¿Cree
usted que en la sociedad moderna se discrimina legalmente de hecho a la
mujer?". A continuación Natalia Colmenares no le demoraría por más tiempo
la invitación a comer, en su elegante apartamento de la avenida 100. La
presentaría a sus amigos, entre quienes se contaban varios diplomáticos
deseosos de saludarla y escuchar personalmente sus opiniones, al mismo
tiempo que la mirarían como examinándola con una lupa.
Entre quienes esperaban recorrer en unión de la lunareja un camino que
en ese momento se dibujaba lógico y sembrado de recompensas, figuraban en
primer término doña Isidora y su hija Ligia. La primera había simpatizado
con la sobrina política de su hermana Soledad, desde la lejana tarde en que la
conoció, cuando arribó a Bogotá la acomplejada y friolenta familia Eslava.
Por cierto que la calentanita, al convertirse más tarde en experta secretaria,
accedió a la solicitud de doña Isidora a fin de darle clases a Ligia, entonces
una niña pequeña y hoy una señorita. Ambas, madre e hija, porfiaban ahora
por la respuesta de Mirza a otro pedido, sentadas en el sofá de damasco
floreado, frente a la mesita con su carpeta de crochet y una jardinera
sembrada de ababoles de papel, en reemplazo del mobiliario Luis XIV, los
jarrones de bronce, las lámparas, los candelabros, la jaula dorada y las
miniaturas admiradas por Mirza en la primitiva sala de su tío, cuando era
Soledad y no Alfonsina quien servía las copas de vino.
La tortilla se había volteado y de una manera concluyente, pero no tanto
para la lunareja como para esa muchacha, Ligia, que se metió un estirón
durante la ausencia de Mirza y que, aunque menor algunos años que Leonel,
parecía ya toda una mujer hecha y derecha. La lunareja, sin decidir siquiera si
la encontraba bonita, se sentía presa de la obstinada luz negra de los ojos, las
cejas, el pelo de Ligia, que examinaba a su vez a Mirza, pesándola palabra
por palabra. A esta quizá únicamente el tiempo la familiarizaría con la idea de
que la hija de Isidora se había convertido en un ser autónomo, que obraba por
su propia cuenta. Y no solo eso sino también, seguramente, en contra de
Mirza, desafiándola.
Por lo pronto, y en lugar de quejarse y ponerse a discutir desde el primer
momento con ella, la lunareja se defendería apelando a un aliado, por ejemplo
el crochet. Las mujeres del pasado procedían en esa forma. Aunque oculto
todavía su fracaso final con Claudio Doniges, no cabía duda sobre lo que le
correspondía en lo sucesivo. Su refugio consistiría en el tejido, exacto y
proporcionado como la geometría, suave y amodorrador como tomarse un
tranquilizante. Una mirada al mantelito empezado y adiós al tormento
cotidiano y recurrente. Centrar en su debido sitio, mediante la sabia
concordancia y la complicidad de los hilos y los dedos, rombos, cubos,
estrellas, estalactitas, pilastras, soles, espinas, triángulos de cadeneta, la
involucraría en el orden del universo. Con sus propias manos crearía una
realidad nueva y digna de aprecio. El crochet transmitiría a Mirza el aire
convincente de bienestar que tanto necesitaba.
Despertó cuando oyó a Alfonsina:
—Otra vez en la luna, Mirza. El viaje no te sirvió para perder ese vicio.
Y a doña Isidora:
—Te estamos consultando el proyecto de Ligia de dedicarse al teatro. Se
le ha metido entre ceja y ceja.
—Supongo que estarás de acuerdo —terció Ligia—. Imposible que a
estas horas de la vida te hayas vuelto retrógrada y no solo en política.

Ya tan pronto, el alfilerazo, por culpa de los programas de Doniges. La


controversia inspiraba a la hija de Isidora, hasta la favorecía físicamente.
Lástima que hubiera adquirido la costumbre, cuando se encontraba
preocupada, de juntar las choquezuelas, con lo cual producía un ruido sordo
en las rodillas que molestaba a la gente. La afectaría en el teatro, en caso de
realizarse su intención con la venia claro de doña Isidora, que iba a misa,
comulgaba, mantenía encendida en el sitio de honor de la sala de su casa la
veladora al Sagrado Corazón, y que sin embargo carecía de vida propia. Se
alimentaba de su hija como una parásita del árbol. Sin Ligia le faltarían la
savia, las llamadas urgentes por teléfono, los ensayos de los actores
aficionados en horas imprevistas que alteraban las de las comidas, el ajetreo.
Ligia era para ella como el oxígeno para el enfermo de enfisema. La
provisión alcanzaba hasta a Alfonsina de Eslava. Allí mismo empezaba a
succionarla con sus ojos pequeños y ávidos, aunque la fruición no llegaría al
máximo sino cuando comentara por teléfono con sus amigas el proyecto
descabellado de Ligia.
Desde luego que Mirza tampoco se inmiscuiría en esa historia del teatro.
Que la dejaran en paz y no le preguntaran sobre lo que conviene o no
conviene a las mujeres, cuando nacen para realizar una vocación, lo que
puede inducirlas a no contraer matrimonio. Emily Dickinson, Selma Lagerlof,
Gabriela Mistral, Greta Garbo, ¿se juzgarían ellas mismas en su dorada
plenitud con su obra lograda, o lamentarían no haberse casado? La misión de
la matrona en su casa, rodeada de hijos crecidos, con barba y bigotes, la
noche de Navidad, persiguiendo a la mamá entre carcajadas para arrebatarle
los buñuelos y la natilla y comérselos que era una gloria, sin olvidar las
exclamaciones sobre la bendición de las manos maternales que creaban con la
ayuda de la mantequilla y la flor de harina los sólidos y frágiles esferoidales
dorados, crujientes a la mordida y listos a deshacerse sin embargo, miel-
sobre-hojuelas en la lengua. Lograr la transformación de la materia en
substancia espiritual y perdurable de los hijos y los nietos, ¿no representaba
al fin y al cabo lo mejor, lo más ambicionable?
Pero, si lo decía a Ligia, brincaría por la sola sospecha de que alguien
pretendiera lesionar de palabra o aun de pensamiento, lo que le parecía más
sagrado: la libertad femenina, conquistada después de una lucha tan dura.
Solo que, si uno profundizaba, no podía negar que se presentaban casos
curiosos: las mujeres individualistas ciento por ciento en su conducta
personal y, sin embargo, en política, socialistas, colectivistas, gregarias. Por
el estilo de los sacerdotes que renunciaban a su ministerio empujados por el
anhelo de la paternidad física, aunque la rebelión de las mujeres era al revés.
Se negaban a la maternidad porque les estorbaba para ser eficientes
ingenieras, ortopédicas, o cualquier otra cosa.
Aunque engolfada al parecer en el tejido de crochet y contestando con
monosílabos, la lunareja formulaba votos mentales para que cuanto antes se
despidiera la visita. En ese instante hablaba Ligia:
—El teatro es un instrumento para sacudir a la gente, mostrándole de
una manera que no pueda olvidar lo que sucede a diario pero que no nota. Por
ejemplo, los niños comidos por las ratas, encerrados todo el día en un cuarto
oscuro porque sus mamás trabajan en la calle y a los niños les da hambre y
encienden el reverbero de gasolina.
Lo dijo de un tirón, con la queja lanzada en directo contra el mundo,
incluida la propia doña Isidora, quien la escuchó muy campante, sonriente,
agitando las manos como para exorcizar a la hija y aclararle que la escena
provenía del sarampión revolucionario, curable en unos meses a lo sumo.
Pero a Mirza le dolía como si Ligia hubiera puesto el dedo en la llaga y ella,
en vez de una verdad tuviera dos, hermanas siamesas inseparables
oprimiéndose, estrangulándose, carentes para respirar del indispensable
duplicado de los órganos vitales. Cuanto Ligia decía acerca de los pobres era
cierto, tremendo y, sin embargo, subsidiario en resumidas cuentas. Porque no
existía sino una verdad. La verdad. En mantenerla siempre presente como
regla de conducta residía la solución del problema. No obstante, si la lunareja
la proclamaba allí, en la sala de la casa de Calixto y Alfonsina, y mencionaba
además como complemento a la Iglesia Católica, las viejas damas, Isidora y
su tía política, la aprobarían por deber, pensando en otra cosa. Y Ligia le
contestaría, como si la viera, que hablaba un idioma arcaico, impenetrable.
Que lo llamado verdad por ella constituía un tópico excelente para activar la
digestión después de una buena comida, cuando no arrastrado por el viento.
Sencillamente, un cúmulo de argumentos tendenciosos acomodados por
Mirza a fin de autoaprobarse y pasar el tiempo tejiendo.
—En la práctica no son sino palabras, ya se sabe. Mientras tanto los
pobres, los marginados, luchando con sus montañas de obstáculos y eso en el
mejor de los casos, cuando por milagro sobreviven a la mala alimentación,
las taras heredadas, los golpes en la infancia, el ambiente que arrastra al
hospital o a la cárcel. En este país unos pocos duermen sobre rosas y los
demás sobre alacranes, como escribió el poeta Quessep. No hay derecho.
—El Padre Damián se fue a una isla a cuidar a los leprosos y la Madre
Teresa de Calcuta...
—Las obras buenas individuales son una gota en el mar. No bastan.
Entonces, para Mirza, mejor callarse. Si alguien grabara en una casete
sus palabras y le pidiera oírse después en la grabadora probablemente a ella le
caería hielo. Las frases en el aire, sin fuerza, sin vida, atraen otras de menor
consistencia todavía, y estas a otras. Así indefinidamente. Un despeñadero. Y
la lunareja que criticaba a los curas por hablar en la misa como discos. Para
colmo, por haberse distraído, no le salía la cuenta de las Conchitas del tejido.
Le tocaba desbaratar lo que había trabajado esa noche.
Todo, por andar echando globos y reconstruyendo la escena de cuando
aterrizó en Madrid el camarada Juan Velásquez, el gran amigo de César
Castell y de Bernardo Gallo, el intransigente apóstol de la revolución como
único recurso, como solución indispensable. Mirza lo había conocido, lo
mismo que a Bernardo, en la tertulia de intelectuales organizada por Augusto
Pallares cuando era gerente de la editorial El Ciprés y andaba conectándose
con elementos jóvenes. Pero, por los años 50, a Juan Velásquez le echó mano
la policía franquista al cruzar la frontera hispano-gala, en virtud de un
denuncio sobre que en su pasaporte se exhibía el visado ruso. En ese entonces
se consideraba una falta grave. En cambio, al final de los años 70, en España
no habría sido raro que, en lugar de apresar al camarada, la policía lo
condecorara por su contribución a las buenas relaciones entre los dos países.
Lo encerraron tres días con sus noches en los sótanos del Ayuntamiento,
debajo de los adoquines de la Puerta del Sol. Al fin lo soltaron todavía
enterito pero ofuscado por el reflector que le enfocaron en los ojos durante el
interrogatorio, amén de otros despliegues, aunque en ese tiempo ya no se
atrevían con los extranjeros a pasar a mayores. Gracias a la intervención del
cónsul de Colombia le concedieron el plazo improrrogable de 24 horas para
abandonar el territorio, pero seguro que lo vigilaba la Secreta cuando se
encontró con Mirza en un café de la Gran Vía. Tal vez, habida consideración
del antecedente de los interrogatorios y del susto obvio, habría sido más
humano hacer abstracción de su aspecto de perro hambreado, sudando y
jadeando y arrimándose a Mirza para frotarse contra sus rodillas. Aunque ella
procuró desentenderse —por Dios, nunca una escena y menos en tales
circunstancias— no le quedó más remedio que correr en dirección de la
pensión de doña Carmen, cuando el ilustre camarada mencionó como si se
estuviera ahogando la posibilidad de asomarse en compañía de la lunareja y
con todo y el impedimento de los detectives a la pata, a un hotelucho de
tercera clase, vecino a la cafetería. En la pensión, la falda de chantú marrón
de Mirza, varias veces enjabonada, se resistió a perder la huella de los dedos
húmedos que la habían marcado.
Lo blanco y lo negro, el amor y el odio, Ormuz y Arimán, igual en la
revolución social ambicionada que en el resto. Sobre todo dentro de Mirza
misma, entremezclados con su sangre, luchando para ver cuál se salía con la
suya. Se ahorraría medio camino si las personas como doña Isidora —quince
años de viudez, negativa sistemática a contraer nuevas nupcias porque le
bastaba el cariño de su hija, en realidad porque era frígida— abrieran los ojos
y reconocieran la verdad. O aunque no fuera sino Feliciana, la cocinera que
en ese minuto charlaba por teléfono —la conversación se alcanzaba a oír
desde la sala— con el chofer que la invitaba a cerveza en la tienda de la
esquina, para luego convencerla de que lo acompañara más lejos, a la
explanadita oscura y a propósito que había calle arriba. Nadie ponía nada de
su parte y Mirza cómo, de qué medio se valdría para contrarrestar lo que
pasaba, si además, como cristiana, le estaba prohibida la violencia. En el caso
de la viuda se hallaba de por medio la necesidad de autoaprobarse porque de
lo contrario, ¿de dónde sacaría fuerzas para seguir adelante, después de la
vida que le había dado un marido como Jorge, y con los problemas que le
creaba una hija ambiciosa y testaruda como Ligia?
En el caso de Feliciana, la juventud, la inexperiencia, el deseo de amar y
ser amada. Un mundo desde el principio al fin sostenido en incongruencias.
El ama y la criada: dos concepciones diferentes por extracción, mentalidad,
costumbres, posibilidades económicas, convivientes a la fuerza, chocando
perpetuamente en una casa pequeña. La única opción de Feliciana: el chofer,
el aborto practicado en condiciones desastrosas, un reguero de sangre desde
la cocina al cuarto de baño, evitada por milagro la infección y porque a pesar
de la avitaminosis de la infancia, sin duda la mazamorra y el agua-de-panela
eran espléndidos y le confirieron fortaleza a prueba de bala. Pero la próxima
vez el nacimiento del hijo, la negativa sistemática del padre a reconocerlo,
con intervención o sin ella del Bienestar Familiar, porque el tipo ya se las
sabía todas y, si insistía Feliciana en la pendejada del denuncio, le cortaría la
cara. Y, después, los hombres como perros detrás del hueso. Hasta que la
muchacha, ahora joven y de facciones agraciadas, terminara con los ojos
hundidos y la piel calcinada en la plazuela de San Victorino, buscando presa
a las diez de la noche. Miseria, enfermedades, patadas a los niños, el infierno.
(Lejos, infinitamente apartada, como si nunca hubiera resonado en los
oídos de las señoras bautizadas, la ternura del salmo de David: "La mirada de
la sierva entre las manos de su ama").

Desde luego que Mirza no podía fingirse la inocente. Había arrojado no


solo su granito de arena sino su gran piedra de moler para aumentar el peso
de uno de los dos platillos. Lo que sucedió una vez permanecía para siempre.
No se borraba. En eso precisamente consistía el drama. La vieja historia y
otras de reciente data pugnaban desde hacía rato por asomar a la superficie.
Pero la tejedora se apresuraba a consumirlas de nuevo, como a pececillos que
querían escabullirse del agua. Cuando doña Isidora le asignó la tarea de
inculcar nociones de historia a su nena, entonces de siete años a lo sumo,
¿dispondría ya Ligia de alcances suficientes para adivinar lo que pasaba entre
la lunareja y César, cuando él la acompañaba de visita? ¿Sin que la niña
misma se diera cuenta, se grabaría en su subconsciente alguna escena, sobre
todo la noche que Mirza y Castell se presentaron tarde, aprovechando que
doña Isidora no se encontraba? ¿Las reacciones actuales y descompensadas
de Ligia brotarían de esa semilla, y no de ninguna otra? Por descontado que,
ya crecida y codeándose de igual a igual con su antigua profesora, jamás le
formuló la menor alusión en sus posteriores charlas amistosas. A menos de
interpretar como tales los parabienes un si no es excesivos por el éxito que
había alcanzado la enseñanza, especialmente aquella insistencia un tanto
molesta de Ligia, sobre que la lunareja se superaba en la parte relacionada
con los emperadores romanos. "Increíble que siendo yo tan chiquita me
hubieras hablado de esos personajes. Con César te superabas. Palabra que no
se me olvida. Pero Augusto también te inspiraba". Y, luego, la indagación
nunca saciada de datos: "Por esas fechas, ¿en qué oficina trabajabas?". "¿Qué
opinaban Calixto y Alfonsina cuando te demorabas?". "¿Les decías que te
quedabas a dormir con mamá y conmigo?". Y, finalmente: "Por más que me
propongo no puedo reconstruir algunos detalles; se me escapan".
Rebulléndose nerviosa en el sofá de damasco, doña Isidora anunció
como si acabara de tomar una decisión definitiva:
—Nadie puede criticar a Ligia. Desde los años 40 Víctor Mallarino
demostró que para él era más importante ser actor que pertenecer a la familia
presidencial. Abrió el camino.
—Pero era hombre...
— ¡Mirza! Tú me has hablado de tu admiración por María Casares, que
echó por la borda los prejuicios de su familia rancia y española y triunfó en
Francia como actriz. Siento decirte que, sin salir de Bogotá, mamá ha
evolucionado más que tú, que has viajado.
Se trataba del segundo pinchazo. Ligia no olvidaba el juego del gato y el
moscardón. El primero se mantiene listo y sobre aviso pero acostado al sol,
vuelto un ovillo. Parece que nada lo convence de cambiar de postura, a
menos que un aleteo imperceptible sobre la yerba, un separarse sigiloso de
dos briznas, un como ruido-a-cien-leguas, delaten la presencia eléctrica de la
mosca de plata pintada de fulgente verde. Entonces es el momento del
guerrero, elástico como caucho, victorioso e implacable. Lo mismo que al
gato, hay instantes en que a Ligia-cazadora se le dilatan las aletas de su chata
nariz. Queman sus ojos, absortos en la empresa de no aceptar distracciones y
liquidar al adversario a los tantos golpes matemáticos. Quien no la complace,
sencillamente ha escogido la alternativa en contra y queda condenado a las
represalias.
—No solo me has catequizado sino que te prometo ir a aplaudirte la
noche del estreno en el teatro.
—Sabía que por fin aprobarías, siempre has sido muy comprensiva,
Mirza querida —saltó doña Isidora besándola en la frente. Qué fácil había
sido, después de todo. Alfonsina, un cero a la izquierda. Solo exclamaciones.
Correría a contárselo a Calixto, que ni siquiera tuvo la deferencia de
asomarse a saludarlas. Hacer ese desprecio a la hermana y a la sobrina de su
primera esposa, quién lo hubiera imaginado de ese don nadie calentano que
llegó a Bogotá sin un centavo. No era sino un viejo neurasténico. Merecía lo
que le había tocado: arruinarse. Se lo buscó él mismo. Por lo demás, no
hubiera podido oponerse al proyecto de Ligia. ¿Con qué razones, teniendo un
hijo como Leonel? Drogadicto, homosexual, un desastre. En fin, qué vida.
Isidora llegaría hasta lo último. Era su deber y, además, no le importaba
sacrificarse. Su hija le agradecería el tacto y la buena voluntad de allanarle
los obstáculos. Necesitaba una compensación la pobre niña. No había que
olvidar el mal que le hizo su padre. Si deseaba ser estrella que lo fuera.
Mediante Dios no pagaría un precio muy alto. Para eso las novenas y las
veladoras, la educación y el buen ejemplo. Continuaría portándose en las
tablas y fuera de ellas como Isidora se lo había inculcado, como una
verdadera dama—. Por otra parte, Mirza, no hay motivo para alarmarse. Ligia
ya no es una chiquilla. Sabrá defenderse. Hay que aceptar que el mundo ha
cambiado. Ya verás qué lindos trajes.
—Son de campesina, sencillos pero elegantes —terció Alfonsina,
acostumbrada a corear, en la penumbra. No era justo. La hija de Isidora se
creía dueña de un fuero para salirse siempre con la suya. Y a Alfonsina,
ambas la miraban por encima del hombro. Como si el apellido Mongrif no
fuera tan apreciado en Irlanda (y mucho más, por ser de origen real según le
había contado su padre) como los de Lago y Fidalgo y Montiel en Colombia.
Ligia debía estarse felicitando por su habilidad para someter a la familia a sus
caprichos. Qué estúpida Mirza. Se dejaba mangonear como hipnotizada. El
viaje a España no le había proporcionado ni una pizca de aplomo. Sería por lo
que comentaba la gente. Ese secreto que no impedía sin embargo a la lunareja
creerse superior a Alfonsina. A Alfonsina que lo sabía todo. Ni una vez esa
noche le dirigió la palabra.
—No se puede lanzar nada mediocre —concluyó Ligia—. El estreno
será con una obra de Brecht. Necesitamos lo mejor para ganar la partida.

Apenas terminó la representación Mirza se encontró en el grupo


formado a la salida del teatro, acuciada por su oreja que en la pieza
brechtiana percibió una nota falsa. El arte como propaganda aunque fuera en
aras de lo más noble —la justicia— pero propaganda al fin y al cabo. Sin
embargo asociado y, más que eso, vuelto una sola cosa con la poesía y la
ternura. Únicamente el oído absoluto podía situar, expresar la dicotomía,
pronunciar la última palabra. No el de Mirza, indecorosamente dotado,
incapaz de ubicar, sufriente apenas. Ya era el colmo. Identificarse en lo más
profundo con el contenido de una obra, y que le doliera, no obstante. Jamás
por fanatismo, eso sí lo juraba. Felices los intransigentes puros como
Bernardo Gallo. Descalificaban al escritor en trance de proselitismo: "Si se
persiguen fines extrínsecos al arte no hay nada qué hacer, la obra no vale". Y
continuaban tan campantes, tranquilos en su cielo, sin inmutarse.
Pero en el drama escogido por Ligia para su debut los objetivos políticos
se perseguían abiertamente, eran su razón de ser, su clave. Y la obra los
resistía, cálida. En cuanto al determinismo económico y al ateísmo, con
menos habría bastado y sobrado en los años 30 y también en los 40 para
desterrar de los teatros bogotanos al autor. En cambio ahora no solamente lo
aplaudían sino que entre el público de esa noche no faltaba un sacerdote.
Aunque vestido como los demás, se distinguía porque Ligia lo llamaba Padre
Alvarado. Debía haberlo conocido en sus tiempos de alumna del Sacré-
Coeur. Porque doña Isidora, pasando como sobre ascuas por sus problemas
económicos, sin ayuda de un marido que prácticamente la había abandonado,
hubiera considerado la peor catástrofe no educar a su niña en el plantel de la
jai. Mejor saltar matones y rebajar otros gastos.
El Padre Alvarado había aplaudido la obra de Brecht con más
entusiasmo que ninguno y ahora expandía detalles sobre la vida del
dramaturgo: "Un marxista convencido que sufrió persecuciones y soportó
escaseces como un santo". Doña Isidora lo escuchaba con reservas de clase
aristocrática, distante: "Los curas de esta época, increíbles, qué plato",
mientras Ligia bromeaba con los miembros del elenco: "Súbeme la
cremallera. Así no. Me picas. No sabes". Recibía las felicitaciones como si se
tratara de cumplir un requisito un tanto incómodo pero indispensable,
ignorante de Mirza, borrosa miembro de la claque, incapaz de producir
siquiera una frase brillante. Si tuviera, ya que no talento, por lo menos
audacia, por lo menos plata. Entonces, debidamente respaldada, dirigiría a
Ligia y a los demás un discurso. Un discurso no, más bien una súplica a fin
de que se consagraran inmediatamente y todos juntos a localizar qué era lo
negro, qué lo blanco, o siquiera lo bueno-malo y lo malo-bueno, lo
lamentable y untuosamente gris-general en una palabra. La obra brechtiana,
detrás de su apariencia de ira santa, tergiversaba. "Si cada uno come y bebe
según su voluntad, será bueno, será fraternal y vivirá en paz", ¿Ahí residía
todo? ¿Y la cruz asignada a cada cual para que la cargara? El problema era
mucho más difícil de lo que aparentaba a primera vista. Una perrita de
propiedad de Calixto, llamada Yúel, necesitaba tanto la libertad que no comía
ni bebía si la amarraban a una estaca.
Que le dieran un clavo ardiente de qué agarrarse. De lo contrario, la
desintegración, el caos. Le sucedía con demasiada frecuencia, tanta que ya no
se acordaba. Pagar cualquier precio, el que le pidieran, no medir las
consecuencias, cerrar los ojos, a cambio de la ilusión de que la tenían en
cuenta, de ser alguien. Taxativamente lanzó por el aire:
—Soy amiga de Bernardo Gallo, el factótum de la universidad. Mañana
lo llamaré por teléfono para hablarle del éxito de Ligia y recomendársela.
Esperaba que la interesada se deshiciera en efusivos agradecimientos,
colocando a su benefactora en primer plano, todas las luces enfocadas para
testimoniarle el aprecio por el favor otorgado. Pero Ligia le dio las gracias
abriendo apenas los labios, como si no captara la calidad del apoyo que se le
brindaba y la distrajeran otros temas. Igual que un rato antes, cuando había
preguntado a Mirza su opinión sobre la obra, en tono que descartaba la
respuesta de cajón, lo que indujo a la lunareja a exagerar los elogios, y a la
vez a detestarse. Ahora siguió aumentando las ofertas:
—Bernardo me ofreció una beca en la universidad. Si quieres te
candidatizo para otra. Se trata de un curso interesante, con diploma y todos
los gastos incluidos, es decir, pieza y alimentación en la residencia femenina.
—¿Cómo se te ocurre que eso es bueno para mí? ¿Volver a estas horas a
un internado como en los tiempos de Mater?
Pero cuando un rato más tarde localizó a la lunareja refugiada en un
rincón, con cara de dolor de muela, le cuchicheó:
—Habla mañana mismo con Gallo. Dale una cita en mi casa.
Entonces empezó a funcionar un mecanismo, con su destino específico
que no era el que Mirza imaginaba: ensayos de la nueva actriz y pruebas sin
parar con los directores de escena y las agencias publicitarias; luego primer
puesto en un concurso, entrevistas en los periódicos y la televisión, más
adelante gira por el país, gira por Hispanoamérica, aplausos entremezclados
con críticas, cansancio, decepciones, urgencia de consolarse mediante
cualquier expediente de mixtificación y escapismo. Eso era lo previsible, lo
que siempre ocurría. ¿Cómo iba a sospechar la lunareja que a lo que ella y su
antigua discípula se encaminaban con ciega decisión, a lo que sucedería
inexorablemente a los tantos pasos matemáticos, cada vez más cerca, ahí,
caliente, que se quema, era a un cuadro de soledad y luces apagadas, a un
cuerpo estirado en un diván, a la cárcel?

Bernardo Gallo profesaba como norma de conducta no otorgar


concesiones a sus amistades. Desde luego las apreciaba, pero eso no le
impedía pesar en una balanza el pro y el contra, y decidir si todavía valían la
pena, o eran ya papel quemado. En el caso de Mirza, los artículos que había
publicado últimamente dejaban mucho qué desear. Se había varado, metido
en un atolladero, ni para atrás ni para adelante, seguro que ya no salía con
nada. Hasta Claudio Doniges se mostraba decepcionado, lo cual era mucho
decir porque ni él ni el movimiento demo-cristiano parecían muy exigentes
que digamos, especialmente en lo relacionado con la cultura.
"Doniges perdió el tiempo y la plata que invirtió en volver a traer al país
a la lunareja. Se necesitaba ser muy iluso para hacerlo. Obró por
provincialismo puro, es lo más probable. En lo que consiste exactamente el
provincialismo es en carecer de términos de comparación. De ahí que
agrande, o achique, o distorsione.
Mirza Eslava despertó algunas esperanzas cuando empezó a escribir
bajo la tutela de César Castell. Yo mismo no puse inconveniente en
respaldarla. Pero entonces era muy joven. Y César insistiéndome. Movía
palancas, era un hombre que podía llegar lejos. Se le notaba el carisma.
Cuando conquistara la meta no olvidaría un favor inicial, otorgado por mí sin
mayor trabajo.
"Qué tipo más incongruente, Castell, inteligentísimo y sin embargo la
verdad monda y lironda es, no solo que no obtuvo nada de lo que se propuso
sino que su vida fue un rotundo fracaso. Completamente chiflado con aquella
obsesión de los inmigrantes que desde luego nada tenía de censurable. Al
contrarío. En países como Argentina y Chile resultó una empresa próspera.
Aquí no. Nació con jettatura, se la transmitió su inventor, el pobre César.
Ahora totalmente desprestigiado, en el asfalto total. Si en la universidad
alguien por casualidad lo nombra, los muchachos preguntan: "¿Quién es?
¿Qué hizo?". "¿Cuándo murió?". Excluido, él, que hubiera vendido su alma al
diablo por alcanzar siquiera un ápice, una parodia de poder. Y nunca jefe ni
nada. Se quedó con el pecado y sin el género, sobreviviente, fantasma,
refugiado según he oído decir últimamente en la avaricia, soportando aunque
lo disimule, aunque rehúya el tema, el fardo de otro fantasma, el de Gala
Urbina.
"Por suerte yo no me he quedado solo como él, desguarnecido por la
deserción de los amigos. En mi petite histoire se abren cada día capítulos
nuevos. Son un semillero de talentos femeninos las nuevas promociones
universitarias. Muchacha que brilla, muchacha a la que le echo el guante. Se
trata de una corte discreta, platónica, inherente a mi condición de solterón que
huye de las complicaciones sentimentales sin que le falten recompensas.
Mirza era una buena chica hace años. El lunar aumentaba su atractivo, le
confería misterio. Pero si sufrió la tentación intelectual y ahora cosecha
desencanto, allá ella. Lo último que haré por ayudarla será conseguirle la
beca universitaria. Y luego que se retire, que deje el campo libre".

Bernardo ya había oído nombrar a Ligia Montiel como aspirante al


teatro, aunque los informantes no demostraban entusiasmo, —le contestó a
Mirza cuando ella lo llamó para solicitarle la entrevista —. Sin embargo,
accedió. Uno puede equivocarse de entrada y después volver sobre sus pasos,
decir la última palabra.
Se citaron en el apartamento de él, en la tarde de un día feriado, para
caminar a pie hasta la casa de las Montiel, por las calles céntricas de
Chapinero solo transitadas ese día y a esa hora por escasos caminantes,
inundadas hasta el tope con las basuras que nadie recogía porque los
empleados del aseo también estaban de asueto.
En el sector quedaba aún en pie una que otra casa de los años veinte,
pero apachurrada y como en vergüenza pública por atreverse a disputar el
sitio a los edificios de treinta pisos, condenatorios con su sola presencia no
únicamente de los grises adoquines de las antiguas quintas, sino de quienes
fueron sus propietarios, esos bogotanos a la vez fin de siglo y fin de raza, que
las construyeron para hacerse la ilusión de poseer un chalet lejos del centro,
pero incapaces de prever el futuro, de trazar avenidas y asegurar medios de
transporte para atender a las necesidades crecientes de la urbe que se les
venía encima. Se llamaban, o como la dueña: Villa Sofía, Villa Beatriz, Villa
Esther, o como alguna ciudad del Mediterráneo en donde tal vez no habían
vivido los propietarios, pero cuyos nombres los sedujeron al leerlos alguna
vez en un libro con grabados: Nápoles, Palermo, Marsella, Aranjuez, Málaga.
La cantidad de trebejos que repletaban todavía las piezas no alcanzaban
tampoco el rango de antigüedades venerables. Se quedaban en pequeñeces:
edredones rosa que ya no se utilizaban, muñequeros de cartón-piedra,
portarretratos de electroplata, diplomas enmarcados y vitelas del ángel de la
guarda. Sus dueños, empleados en la actualidad en bancos u oficinas
públicas, tarde o temprano desalojarían el inmueble y precipitarían a una
kermesse los objetos allí aún depositados. Si eran menores de edad los
futuros compradores, ofrecerían X suma únicamente en el supuesto de que
los ángeles resultaran apropiados para insertar entre el santuario y el índice
que lo señalaba, un retrato de Camilo Torres o del Che Guevara.
Bernardo Gallo y Figueras, orejón de pura cepa, en camino a la casa de
Ligia Montiel y Lago, de familia de iguales campanillas, acompañado por
Mirza, como de costumbre agazapada dentro de sí misma. Igual a la gata que,
ignorante de su definitiva mala suerte, entra en el cuarto donde la acecha el
perro, y como que se reduce instintivamente de tamaño para exponer menos
área a las fauces impacientes. Como la niña desconcertada frente a la puerta
de Casaceleste hacía bastantes años, cuando la cuidandera le prohibió la
entrada y Mirza se quedó con sus padres afuera, en el jardín, sin comprender
por qué no era bonita la mata de hinojo. Ahora, como en el despacho de un
juez, contestando a rajatablas:
—Sí, Bernardo, bautizada como todos, pero antes de mi viaje a España
no practicaba.
—Entonces es cierto lo que me contaron. Allá volviste atrás, te
alienaron. Y eso en una época en que la obligación de los intelectuales
consiste no solo en trabajar por el presente sino en más, mucho más: vivir en
función del porvenir para contribuir a plasmarlo.
No era que él intentara meterse dónde no lo llamaban. El caso realmente
no le interesaba mucho. Pero el menos iniciado en las teorías freudianas por
estas calendas en que hasta las sirvientas citaban el complejo de Edipo y los
mecanismos compensatorios, podía contestar esta pregunta: ¿Regreso a la
mentalidad religiosa? Si se trataba de una mujer como Mirza, puro asunto de
hormonas. Claro que para disimular y poner otro tema, mejor para Bernardo
atacar el de las lecturas, si era que por casualidad la lunareja posaba aún los
ojos en alguna:
—Estoy terminando las Antimemorias de Malraux —le contestó como
si, a punto de ahogarse, sacara por milagro la cabeza. (En realidad no le había
hincado el diente a ese libraco pero Malraux era increíble. Nadie se ponía en
contra de un combatiente de la guerra de España en el bando de los rojos, y
además, ministro del gobierno de De Gaulle; de un ateo pero capaz de
concebir la emoción religiosa).
—Te lo aplaudo. Verás que para Malraux las religiones no son sino la
expresión de la esperanza terca y eternamente defraudada de los hombres. A
ti lo que te conviene es frenar de una vez tus entusiasmos excesivos, en una
palabra, matricularte como yo en el escepticismo metódico.
Les faltaban todavía unas cuadras para llegar a la casa de Ligia y,
cataplún, ya la lunareja metida en el terreno al que se deslizaba eternamente
desprevenida, miope martín-pescador ilusionado con la esperanza de
encontrar alimento. Como si entrara de repente en una sala de chimenea
encendida, en la mano una taza de té o una copa de cognac de naranja. La
armonía imposible en este mundo pero a veces entronizada, sobre todo
cuando algunos amigos se reúnen y hablan de libros.
—Lo cierto es que prefiero mis viejas lecturas. Entre los españoles,
Unamuno. Me convence. Padece lo que escribe. Es un amigo.
—Por favor, abandona la detestable costumbre de lanzar al aire
conceptos subjetivos, sin respaldo.
—Pero si está claro: Unamuno vislumbra la verdad y sufre por eso
mismo, porque le es imposible expresarla. Los que creen exponerla con
envidiable poder de convicción, coherentemente, poseen una parte pero
nunca la verdad entera.
—Mirza. Hoy les exigimos solvencia intelectual a las mujeres. No es tan
sencillo como antes, cuando les celebrábamos sus ocurrencias como si se
tratara de gracias infantiles.
Entonces, según Bernardo, la conquista suprema del feminismo consistía
en eso: haber desvalorizado lo tradicionalmente conceptuado como "lógica
femenina", y punto. En el pasado por lo menos se salvaba ese reducto. Los
nombres se sorprendían ante una esencia inasible que las mujeres traían a
cuento como sin querer, satisfechos y orgullosos de que los excediera sin
herirlos, pudiendo darse inclusive el lujo de despreciarla un tanto. Pero ahora
las señoras que dictaban conferencias por radio y televisión, cargadas de un
arsenal de documentos, se dejarían cortar una mano antes que lanzar
afirmaciones no comprobadas por cifras y estadísticas. En ese plan se
cuidarían mucho de decir, como Rabindranath Tagore por ejemplo: "...cuanto
pienso o digo está influido por ti. Pero los que se me acercan me preguntan
cómo eres y yo no sé qué contestarles porque no te conozco aún". Les
parecería desatino a las feministas. Por cierto que Mirza las admiraba y se
sorprendía al escucharlas. Inconcebibles sencillamente hacía apenas unos
años. Pero la intervención femenina nada había cambiado. El mundo
continuaba dando tumbos.
La lunareja perdería el tiempo si manifestaba a Bernardo lo que pensaba,
a más de crearle una desazón a lo mejor incompatible con la beca que le
había ofrecido. ¿Qué tal, salirle ahora con una cita del poeta hindú, extensiva
a la antigua intuición de las mujeres? A Mirza únicamente le competía
alegrarse sola por su descubrimiento sobre que la aptitud femenina secular se
emparentaba en cierta forma con la mística. Bordeaba la razón de la sinrazón.
Pero se trataba de un asunto tan privado que debía callarlo.
Muchas veces en las discusiones le sucedía que, en lugar de consagrarse
a buscar argumentos para fortalecer su posición, se volvía de alguna manera
copartícipe de los del otro, aun cuando atacaran los suyos, esforzándose por
derrotarla. La movían pensamientos ondulantes que constantemente daban a
luz teorías conciliatorias de los extremos, anárquicas por lo tanto. Así se
cortaba las alas. "Todo reino dividido...". Su pecado consistía en ser
pusilánime. Deseaba complacer al adversario como si lo compadeciera. Su
simpatía llegaba hasta compartir momentáneamente el criterio ajeno, sin
modificar por supuesto su seguridad de regresar más tarde al punto de
partida, la base suya original de ver las cosas.

Gallo pretendía coger el rábano por las hojas, aparte de dejar traslucir
demasiado su interés por demostrar que a pesar de los años se conservaba en
forma. Fanático de la gimnasia que practicaba media hora diaria, primero se
caía el mundo que dejarla. Por la noche en plena calle era feliz efectuando
exhibiciones sobre la flexibilidad del torso, por lo cual se agachaba hasta
tocar el suelo con la punta de los dedos. Respecto a teorías, adoptaba las
últimas que salían a la palestra, para cambiarlas luego por las más recientes.
A propósito: ¿leerían los muchachos de hoy a Unamuno, Ortega y compañía?
Podía garantizarse la negativa. Ni una sílaba. En el tiempo juvenil de
Bernardo, los de su generación, dotados de ese pertrecho, solían mirar por
encima del hombro a los demás. Para terminar ahora en que no había ni
pertrecho ni nada. Postergado, esparcido por el viento, inspirador más bien de
miradas cómplices y de sonrisitas por debajo de cuerda de parte de la
muchachada, el antiguo requisito sine qua non. Pero no para ganar una
pulgada, para romper la cáscara y entrarle por fin a la pulpa. Los jóvenes
escribidores de los suplementos literarios, carcomidos igualmente por el afán
de entrar en la onda, publicaban como si tradujeran al español de otro idioma,
nunca con la sangre de Unamuno y ni siquiera con la tersura de Ortega.
¿Cuántos años tendría Bernardo? La cara escurridiza no permitía
auscultarlo, aunque continuaba delgado, seguramente gracias a la gimnasia.
Como de costumbre, pronunció la última palabra:
—En resumen, la beca te servirá para superar esta etapa y adquirir
conocimientos sólidos.
Por fortuna llegaban ya a la casa de Ligia. Una de las más vetustas de
Chapinero pero no como reliquia sino vencida sin pelea, miedosa por haber
quedado embutida entre los gigantescos rascacielos, sin correspondencia con
su entorno, anacrónica. Olía a humedad que se comunicaba a los visitantes,
inclusive a Ligia, quien salió a recibirlos como disminuida, ignorante en
apariencia de que sobre ella se concentraba en ese minuto un escrutinio
definitivo.
Mientras tomaban tinto —servido campechanamente por doña Isidora, la
que después hizo mutis, sobrentendiéndose que escuchaba detrás de la puerta
— Bernardo disertó sobre la urgencia de vincular de nuevo el teatro con el
pueblo.
—Ya están viendo que en esta materia me aparto de mi maestro Ortega,
el primero que allá por los años 15 pronosticó la deshumanización del arte,
basado en un anhelo subconsciente de la multitud a fin de insertarse en lo
geométrico, lo abstracto inmutable, para contar por lo menos con algo de qué
agarrarse.
—¿Por qué no escribes sobre ese tema?— sugirió Mirza.
—Ya conoces mi divisa: sembrar inquietudes para que otros las
cosechen. Mi vocación es la del Mecenas. Por lo demás, aquí estamos
perdidos. Ya lo protocolizó Arturo Cova, el héroe de nuestra novela clave,
con las frases que el autor le adjudica al comienzo y al final de La Vorágine:
"Jugó la vida al azar" y "Se lo tragó la selva".
—Cien años de soledad es también novela clave.

—Que nos arrastra al mismo resultado: la colita de cerdo.


—Bueno es el escepticismo pero no tanto. Concretémonos al teatro.
—Reprocho la escogencia que usted hizo de Brecht para su debut. Mi
maestro Ortega...

—Al carajo con Ortega.


¿Qué platos tocaba Mirza en ese pleito, planteado en ese tono, con tales
expresiones? A ninguno de los dos se le ocurría preguntarle ni por chiste su
opinión. Y de la entrevista ella era la promotora. Sin su patrocinio no se
hubiera celebrado. Existía además otro ítem. Sí como resultado Bernardo
quedaba convencido y le otorgaba la beca a Ligia, esta seguramente la
aprovecharía a fin de dar salida a lo que la obsesionaba: su odio a la Iglesia.
En la hija de doña Isidora se acusaba la tendencia iconoclasta todavía más
que en la mayoría de los muchachos. Parecía como si para ella no existiera
otra cabeza de turco que la curia. Información que publicaba cualquier
periódico sobre algún desaguisado cometido en una parroquia a cientos de
kilómetros, lo devoraba. Si alguien mencionaba la jugosa participación de los
jesuitas en las fábricas de enlatados, le brillaban los ojos. Si se hablaba del
fracaso de las misiones católicas en el Putumayo, no existía otro plato que le
gustara tanto. Sin contar su minuciosa estadística sobre el costo de la
educación en los colegios religiosos y las contribuciones extras que exigían
constantemente, desde el día de la matrícula hasta el examen final. Pasando
por la primera comunión, con vestido lujoso y fotos en colores tomadas por
un hermano aficionado, las cuales debían comprar carísimas los recién
admitidos en la mesa eucarística.
A lo que se añadía —y ya era el colmo— el crispante vocabulario de
Ligia y el ruido de las choquezuelas. Qué mala pata la de la lunareja. Cuando
existían en Bogotá montones y montones de chicas de temperamento
tranquilo, que nunca discutían con sus mayores, deseosas únicamente de
apoderarse al descuido de la llave del closet de la tía, para sacar la libra de
chocolates que esta había traído de su último viaje a Miami. Se contentaban
con eso.
Inesperadamente Bernardo modificó su postura en un ángulo de 180
grados:
—Si pones el mismo fuego en las tablas te verás estupenda, Ligia.
Retiro mis palabras anteriores. Las dije para pulsarte. Te felicito por haber
elegido la misión de abanderada de la buena causa. Nadie mejor que yo para
valorar tu lucha contra los prejuicios heredados de tu familia. Ese ha sido mi
propio calvario durante años.
¿Qué mosca le habría picado? Cambiaba con demasiada rapidez
respecto de Ligia. Increíble que fuera el mismo que en los años 40 criticó a
César Castell, a tiempo que fingía ayudarlo, atribuyéndole mala fe al
propiciar la entrada al país de extranjeros que, so capa de su situación de
víctimas del comunismo, abonarían como quintacolumnista el terreno a los
futuros revolucionarios. O del intransigente defensor del arte puro, que se
crispaba al menor desacato en ese campo. Ahora Gallo felicitaba a Ligia por
sus ideas, la tuteaba, se convertía en su decidido partidario.

Los Fidalgos no se distinguieron solamente por ser los dueños de las


mejores minas de oro en el Cauca y en el Chocó. Intervinieron a fondo en la
vida del territorio escogido por el primero de los suyos que viajó a estos lares,
desterrado voluntario de los que le pertenecían verdaderamente, dorados
entonces por las luces del Renacimiento. El amor al oro lo impulsó a dejarlos,
y a incrustarse entre indios escurridizos y africanos de ojos húmedos y voces
guturales. Sus descendientes se casaron con las hijas de los funcionarios
importados de España para ejercer fiscalías y cobrar alcabalas. Ya en la
generación de la Independencia contaron con arrestos suficientes para actuar
como políticos y soldados. En Santa Fe sus mujeres paseaban en un carruaje
tirado por mulas herrerunas que fue de propiedad del arzobispo-virrey. En el
coro gracioso de las Fidalgos desentonaba una sola: la tataranieta, Soledad,
que por las vueltas de la suerte llegó a ser la primera esposa de Calixto
Eslava.
Era demasiado morena a la vez que muy callada. Constituía el reverso
de la medalla de su hermana Isidora de Montiel. Pero la madre de ambas,
Ondina de Lago, también mostraba dos caras. Una era la de la soberbia hija
del archipoderoso general Sandalio, el de la pata de palo. La otra se daba a
conocer únicamente en las haciendas que la familia poseía en el Chocó,
donde Ondina se mezclaba con los negros y bailaba con ellos. Antes de que el
capataz pesara el oro lo pulseaba ella misma. Allá todo se reducía al metal
amarillo, a los guacamayos, las flores enormes y rojas y las serpientes
venenosas. Y al brujo Cuscopa.
Nadie tocaba y bailaba mejor que él. Cuando se encontraba con Ondina
le contaba que antes de que llegaran los españoles y los negros, otros
hombres habían vivido en el Chocó, pero debajo de la tierra. Comían oro en
platos de oro y bebían oro en tazas de oro y sus hijas jugaban con muñecas de
oro. Al aparecer los españoles y los negros, los nativos huyeron por un
camino subterráneo hacia las montañas donde comienzan los ríos. Cuando
salieron a la superficie, grandes pájaros blancos los estaban esperando. Los
atacaron y los desangraron. Pocos sobrevivieron. Antes de huir, cogieron
todo el oro y sus tazas llenas de piñas de oro y los despedazaron y los
volvieron polvo de oro.
—Ahora —seguía Cuscopa, mientras acariciaba con sus manos negras la
cara blanca de Ondina— la gente se rompe el cuerpo y el alma para descubrir
el oro.
El run-run de que Soledad era hija del brujo la persiguió durante su corta
vida como un perro invisible pero terco. Para alejarlo, su hermana Isidora
obligaba férreamente a sus pensamientos a marchar por otro sendero,
repitiéndose que ciertas cosas no podían suceder en una familia como la suya.
Por la cara de Soledad asomaban entonces, como si se desprendiera una
partícula muy fina, facciones gruesas y extrañas que su hermana recordaba
como si las hubiera contemplado entre las brumas de la primera infancia.
Eran las de Cuscopa de dientes de mazorca, que a la niña mayor y a su madre
les relataba por las noches, en la afiebrada hacienda: "Las culebras de siete
cabezas se crían debajo de la tierra; los árboles y el monte crecen sobre sus
cuerpos enormes; cuando se mueven llegan las inundaciones que a cada rato
destruyen caseríos y granjas. Pero vendrá el día en que las culebras de siete
cabezas se despertarán, saldrán de sus madrigueras y arrancarán los árboles y
el monte que crece sobre sus cuerpos gigantes. Se arrastrarán río abajo y
arrancarán nuestras casas, nuestros cultivos y nuestras minas".
En los costureros elegantes de Popayán y Bogotá, cuando Ondina
clavaba con energía su aguja en la batista delicada donde bordaba en punto de
cruz guacamayos multicolores, olvidaba de pronto lo que la rodeaba. Sus
ausencias mentales se hallaban consagradas a rumiar un interminable alegato.
Los verdaderos culpables no habían sido ella y Cuscopa, y ni siquiera Víctor
Lago. Fue el terrible general pata-de-palo, quien la obligó a los 15 años a
contraer un matrimonio de conveniencia. Todo porque deseaba mantener a su
lado, amarrado por los lazos del parentesco, a un hombre-comodín, a un
esclavo sin carácter como Víctor. Al año de casados nació su hija Isidora.
Ondina jamás lo hubiera engañado, de no haber sabido que en las comisiones
oficiales cumplidas por su marido a encargo de Sandalio, muchas veces iban
enredadas vidas humanas. Por eso lo hizo, gritaba casi, enderezando
furiosamente la aguja hacia los ojos del guacamayo bordado, como si quisiera
impedir que repitiera con el acento imitado de Cuscopa: "Vuestra hija no
vendrá, / por haber lucido la pluma de garza, / la han sepultado en el
tremedal".
Cuando nació Soledad ya tenía cinco años Isidora, la hija de Víctor. El
general Sandalio no le hizo mala cara a la pequeña, aunque señaló con cierta
ironía la peculiaridad del cutis demasiado endrino. Después la elogió cuando,
ya mayorcita, la vio moverse en el coro de sus belicosos primos a un ritmo
lento y dulce, y comprobó que jamás buscaba camorra. Solo le producía
pánico el morrocoy de plata que, obstinadamente, Ondina se empeñó en
instalar a la cabecera de la cama de su hija menor, como si buscara un fetiche
que la protegiera.
En la realidad sucedía lo contrario. La niña huía a la sola vista del bicho.
Si por casualidad se producía algún contacto físico entre ella y el morrocoy,
caía en convulsiones histéricas incomprensibles en un ser tan pacífico. Por la
noche dormía de cara a la pared para no verlo. El último día en el Chocó,
Cuscopa se lo había entregado a Ondina diciéndole: "Vuestra hija vendrá a
buscarme sentada en el morrocoy, a menos que tenga la suerte de apoderarse
del pájaro que es el dueño de la tortuga, que es la dueña de las siete serpientes
y del monte y los árboles que crecen encima''.
El tiempo pasó y Soledad llegó a la edad de casarse. Desde hacía mucho
Ondina, ya viuda, se había despedido melancólicamente de su antiguo
esplendor, cuando los cazurros bogotanos no desdeñaban halagar a la hija del
general y le tejían sonetos en que jugaban con su nombre, Ondina de Lago.
Pata-de-palo regresó de un viaje a Europa que más bien parecía un destierro,
sin entender a qué horas ni por qué motivo se desbarató el sortilegio que lo
había amparado durante años, en virtud del cual sus paisanos lo consideraban
el hombre fuerte e indispensable. En adelante su única ocupación consistió en
pasearse por la carrera séptima, apoyado en muletas de empuñadura de plata,
para observar el tránsito de los tranvías eléctricos acabados de inaugurar.
Medía los minutos transcurridos entre el paso de uno y otro carro, y con los
ojos inundados de tristeza maldecía en voz bajita a la empresa —no se
hubiera atrevido a levantar la voz— a causa de las incalificables demoras en
que incurrían los vehículos.
En el caso del matrimonio de Soledad, a su madre le hubiera gustado
cumplir la ley no escrita pero vigente y terminante, según la cual las uniones
de las familias aristocráticas debían concertarse entre personas de la misma
clase, del mismo barrio y hasta de la misma calle. Era presumible sin
embargo que, al tratarse de la morena Solé, se presentarían dificultades. Por
otra parte Ondina necesitaba con urgencia un hombre de confianza que
administrara sus propiedades, ya bastante deterioradas, y se encargara de
otras ocupaciones.
Bogotá se encontraba llena por esos días de buenos candidatos para ello.
Entre los muchachos forasteros que buscaban oportunidades, algunos, según
Ondina, hasta aparentaban ser personas decentes, a pesar del defecto de
hablar a gritos, comer arepa e ignorar el manejo de los cubiertos para mondar
frutas. Seguramente no carecían de porvenir. Para colmo de la buena suerte,
Calixto Eslava había nacido en una de las regiones del país donde más
proezas ejecutara en su hora el general Sandalio. Cuando estableció allí su
cuartel, el abuelo de Calixto le sirvió como ordenanza. Atravesaba las filas
enemigas y llevaba los mensajes a los partidarios de Fidalgo. Experimentaba
por Pata-de-palo la admiración más indiscriminada y fervorosa. Terminada la
campaña, Fidalgo quiso llevárselo consigo a Bogotá, pero el ordenanza se
negó con la disculpa de que no podía abandonar a su vieja madre. En realidad
temió que los aires livianos de la casa de Sandalio en la capital, pervirtieran
el corazón ingenuo de la mujer campesina con quien acababa de casarse.
Por ella sacrificó los lazos que lo ataban al general. Pero he aquí que, al
cabo de los años, la sangre del abuelo en las venas de su nieto Calixto,
despertó al reclamo de la de Sandalio que poseía Soledad, mezclada con la de
Cuscopa. Calixto naturalmente nunca tomó conciencia de las razones
hereditarias de su afecto, pero la verdad fue que se enamoró a primera vista
de la muchacha, en nada parecida por cierto al abuelo materno. Solé, siempre
dócil y callada, no puso obstáculo al matrimonio, y se manifestó de acuerdo
con la elección materna.
Aunque Calixto hubiera querido divulgar las relaciones de los dos
viejos, descubiertas por él al leer el nombre del abuelo Eslava en cartas del
general que conservaba su hija, al final prefirió no tocar el tema delante de su
nueva parentela, para evitar la tacha de que Eslava hubiera desempeñado el
papel de subordinado. La mulatica de pelo rizado y ojos brillantes aportó al
matrimonio las sillas doradas de la casa del camellón de los Carneros, las
miniaturas de sus antepasados por el lado popayanejo, los gobelinos con
pastores y el morrocoy de plata. En metálico la contribución no alcanzó un
buen nivel porque Ondina, en los años de su viudez y antes de que se le
presentara un administrador de la talla de Calixto, manejó pésimamente su
capital. Unos años antes su hija Isidora resultó como hermana mayor más
favorecida que Solé, cuando se casó con Jorge Montiel.
Pero Calixto vio compensada la escasez de numerario por un
nombramiento diplomático que su suegra obtuvo para él. El nieto del soldado
del general Sandalio pudo realizar lo que se hallaba lejos de las posibilidades
de cualquier joven pobre de provincia: pasar en París su luna de miel. Al
regreso lo esperaba en Bogotá la casa con su sala y su balcón, y un buen
empleo en el gobierno.
Lo único que en el nuevo hogar no marchaba enteramente a pedir de
boca, aparte de la mala salud de Solé, consistía en su indiferencia a cuanto no
se relacionara con el animalito de concha labrada como una coraza, fea y
minúscula cabecita de reptil, ojos de esmeralda y patas torpes y ásperas. El
desvío infantil hacia el morrocoy se había trocado en obsesión enfermiza por
verlo y tocarlo. El marido se preocupaba, y más al tomar nota durante su
viaje de bodas de que Soledad no solo no abandonó a la tortuga, sino que le
hablaba y hacía como si escuchara sus respuestas. A Calixto, sencillamente,
el bicho lo trastornaba. En varias ocasiones estuvo a punto de olvidarlo en
cualquier gaveta de un armario de hotel. Por fortuna sospechó a tiempo que
un acto de esa naturaleza lo habría alejado profunda e irremisiblemente de su
mujer.
Existían quienes establecían relaciones caprichosas con los objetos,
terminó por decirse para explicarse la situación. Una arbitrariedad pueril,
pero quizá con raíces en ocultas realidades ultrasensibles. Desde entonces se
interesó por el animismo. A la ocurrencia de su primera mujer se debió tal
vez que consagrara el resto de su vida al estudio del sincretismo religioso.
Cuando en su viaje de bodas pasó por Amberes con Soledad, esta agregó a
sus exclusivas propiedades una caja de música. Consistía en una jaula con un
pájaro. Aunque la mulatica jamás había exigido de Calixto la satisfacción del
menor capricho, esta vez no hubo poder humano que la disuadiera de adquirir
el juguete, pese al precio exorbitante exigido por el judío dueño de la tienda,
al darse cuenta de que la dienta era recién casada y esperaba un niño.
Finalmente Calixto accedió, con lo que se apuntó un nuevo acierto. Enferma
de los pulmones desde antes de la boda, la cara de Soledad se alegraba
cuando oía el pájaro mecánico.

En un principio Ligia, la hija única de Isidora, demostró propensión a


cultivar las relaciones familiares. Su madre la llevaba de visita a la casa de
doña Serafina Lago, una vieja que vivía por el lado de Santa Bárbara y a
quien, desde la muerte de Ondina, le correspondió por su edad y
merecimientos el cetro de la dinastía. La niña le brincaba al cuello y la
saludaba de beso. A doña Serafina le caía como un tiro la sobrina. Con las
cejas fruncidas, todavía negras, resaltantes sobre su palidez como marca de
fábrica, no se conmovía.
De regreso a la casa la nena se iba sin falta al jardín, a arrancar flores
para tejer coronitas y colocárselas en la cabeza. O vestía al gato con un
chaleco rojo y lo obligaba a acolitarla, otro de sus juegos favoritos.
Matusalén, el gato negro, ojos fosforescentes y gargantilla amarilla,
arrastrando por el desierto una carroza, en un segundo verdadera a los ojos
negro-despechados de Ligia, y a los de esmalte azul-pálido-naranja de
Matusalén. Quizá los desaires que la niña necesitaba equilibrar con algún
artilugio, había que apuntarlos como decía doña Isidora, en la cuenta del
papá, Jorge Montiel.
Mientras que, cuando Calixto Eslava se enamoró de Soledad la gente de
su círculo lo pordebajeaba: un don nadie, un provinciano salido de quién sabe
dónde, a Isidora le llovieron las felicitaciones por el levante de Montiel. Tan
buen mozo y entrador, con esos bigotes, a las muchachas las volvía locas. Y
lo que son las cosas: ya desde la luna de miel Jorge desaparecía a la menor
oportunidad del lado de su mujer. Para volverlo al redil habla que echarle el
lazo. Sus amigos comentaban historias sin fin sobre los escándalos
protagonizados por el marido de Isidora. Había alquilado para que le sirviera
de pantalla un estudio de pintor en el Bazar Veracruz, edificio recién
construido en la carrera séptima en el coquetón estilo Art Deco, que
contrastaba con las viejas casonas del centro de la ciudad. Iba al Rosedal, la
más elegante casa de citas de esa época. La falta de hijos del matrimonio, tal
vez era la causante de la situación, pero cuando nació Ligia, ya muerta
Soledad, fue como si, en lugar de atraer al padre, se alejara más. Poco
después se marchó a vivir a Cali y no regresó.
Como entonces una esposa se resignaba a la mala suerte en el
matrimonio como a algo casi natural, o como a un acontecimiento deseado en
el fondo por motivos secretos, y no exento de compensaciones, Isidora no se
quejó. Al fin y al cabo la madre, Ondina, tampoco había sido feliz con Víctor
Lago, aunque a la hija no le había quedado como a ella, para consolarse, el
recuerdo de un pasado brillante. Solo Ligia. Suya y de nadie más. Porque esta
nunca perdonó a Jorge por su conducta. Pasaba en San Andrés las vacaciones
del último año del bachillerato, cuando recibió un telegrama de Isidora con la
noticia de que Montiel acababa de morir en Cali, de un infarto fulminante.
Ese día Ligia fue al mar a bañarse y se divirtió con sus compañeras como de
costumbre. A nadie dijo una palabra, pero por la noche, al entrar a dormir al
cuarto del hotel, vio recortado en el marco de la puerta a su padre, disfrazado
con sacolevita gris y pantalones ajustados, los lacios bigotes en su cara de
niño terrible, en ese momento muy pálida.
No fue entonces sino mucho antes, en el colegio que ya se preparaba a
abandonar, cuando Ligia casi flaquea, casi se entrega, orgullosa por la
preferencia que le demostró Mater. "Es una niña excepcional —dijo la monja
— se le nota a mil leguas; los Montiel descienden directamente de los
grandes de España". Mater también había salido de un tronco de los más
venerables. A su favorita la invitaba cada tarde a la biblioteca de las hijas de
María para contarle, las manos de la niña unidas a las blancas y estilizadas de
la religiosa, la historia de los suyos, todos decapitados en la revolución
francesa. Si la petite viajaba algún día y visitaba los alrededores de Avignon,
divisaría seguramente sobre una colina el castillo de los antepasados de
Mater, con su torre del homenaje y su puente levadizo. La monja del Sacre-
Coeur lo dejó todo para seguir la aspereza de la cruz, en una tierra como la
Colombie, país atrasado, de misión, de indios. Ventajosamente la clausura la
libraba de pisar las calles, con transeúntes de boca desdentada y en la cabeza
cerdas negras y grasosas de cepillo.
Claro que la petite no tenía la culpa. Que no se le inundaran de lágrimas
los ojos, esos ojazos bellísimos más que por el tamaño por la expresión.
Haberse conocido era una gran merced que a ambas les concedía el cielo.
Pero al salir Ligia del internado tuvo que liquidar de una plumada, en
solo un par de semanas, el prestigio del castillo de Avignon. Tantas
anticuallas —le comunicaron los amigos recién adquiridos en la barra de la
esquina— se peleaban con el nuevo orden recién implantado a base de
libertades y discotecas. Hubo un alzarse general de hombros aunque nadie los
movió, una carcajada escondida pero no menos mordiente de lo puro
despreciativa, al oír a Ligia, desprevenida, sacar a relucir su primera vocación
fomentada por Mater para el ballet clásico. Y la monja, que había obtenido
como una victoria el visto bueno de sus superioras para la formación en el
colegio de una "troupe", concesión extraordinaria a los nuevos tiempos y a
fin de complacer a su alumna preferida.
Los muchachos de la barra se avinieron a explicarle: "El ballet es
precisamente uno de los símbolos del mundo burgués, decadente, un mundo
de marquesas y castillos de Avignon-sur-le-pont, que disfraza la realidad con
diademas y plumas de cisne, a fin de que no se alcen los puños para vengar la
opresión por siglos de los campesinos de las veredas de Tuste y Nopsa, ya en
los límites de la última resistencia, que se rompen las manos para fabricar
canastos, cedazos, mochilas, sombreros, alpargatas, ollas, valiéndose de
pencas erizadas de fique, de espartos arrancados a los páramos en la
madrugada, de semillas de palma de marfil golpeadas hasta sangrar los dedos,
de arcillas molidas y horneadas en hornos primitivos de adobe, vidriadas con
óxido de plomo, fatal a la larga para los pulmones, ¿no sabes? Todo por
míseros centavos, defendidos astutamente por los campesinos en el regateo
de las marchantas y al final escamoteados como por ensalmo, con una sola
palabra, entre los bolsillos de los intermediarios".
Oyéndolos, la ex-alumna del Sacre-Coeur se convirtió por un minuto
que duró como un siglo, en definitiva declasé, rechazada por sus iguales.
Únicamente consintiendo borraría el estigma. No solo abandonó las zapatillas
y la trusa. Renegó de Mater, del colegio, de cuanto se lo recordaba. Compró
pantalones, ruana.
En ese entonces todavía iba a misa los domingos para complacer a doña
Isidora. Pero entraba en la iglesia como si fuera una turista llegada de un país
rico y avanzado, que escoge el sitio más a propósito para adelantar una
encuesta sobre las costumbres pintorescas de los habitantes de las tierras
subdesarrolladas. ¿Qué opinaba doña Isidora sobre los curas casados? La
madre, asustada, le recomendaba sacerdotes tradicionalistas para que la
confesaran.
—"¿El padre Doria? No, mamá, qué ocurrencia. Jamás me confesaría
con él. ¿No ves que es un churro?". Quedaba la señora suspicaz. "Qué
tonterías las de Ligia. ¿O habría gato encerrado?''. Otro día, como último
recurso, doña Isidora insinuó al Padre Alvarado. Ligia aceptó. Qué triunfo
para la madre. Pero esa tarde cuando regresó a casa, la hija le explicó con una
sonrisa: "No hubo sacramento sino charla entre dos camaradas. El Padre
Alvarado es tan revolucionario como yo. Mamá, pierdes el tiempo si quieres
sacar de mí una Montiel a tu medida".
Luego, dejando las baladronadas, estalló con furia: "Tienes que
soportarme de la misma manera que yo soporto en la sala y en el sitio más
visible, Dios mío, el escudo de la familia, ese mamarracho en marco
florentino, tres barras de plata en campo de azur. Qué ridiculez, cómo se
burlarán mis amigos cuando vengan a visitarme. ¿Por qué no enmarcar mejor
a un esclavo aherrojado? Los Montiel y los Lago eran negreros, se entendían
con concesionarios exclusivos para importar esclavos, a los más fuertes los
vendían en 50 patacones, negocio redondo, consta en los recibos que se
conservan. Es repugnante, mamá, estoy destrozada".
—Pero, hijita, ¿no comprendes? La influencia de los malos amigos no te
conviene. ¿Por qué no imitas más bien a Orna Caballero, una niña que me
encanta, de familia como la nuestra? Reflexiona antes de hablar, mide cada
palabra. Nuestros antepasados trataban a sus esclavos como a miembros de la
familia. Cuando mamá viajaba al Chocó nunca olvidaba llevarle regalos a la
negra Filomena que la había criado.
—Créeme, es indefendible. Me salieron los colores a la cara cuando leí
el testamento de don Sebastián Fidalgo.
—De tu tatarabuelo.
—Me lo aprendí de memoria: "La esclava Chonta, mulata de 18 años, la
cedo a mi hermana Rafaela, y el hijo de Chonta, Bartolomé, de seis meses, a
mi sobrino Nicolás que vive en Quito". No eran seres humanos. Eran fieras.
—Atendían a sus necesidades espirituales y corporales. Los teólogos
escribieron que se justificaba emplear a los esclavos en las minas, porque los
dueños los bautizaban.
—Aquí se ha exterminado a los indios por procedimientos menos
espectaculares que en Perú y Ecuador, pero a la postre lo mismo de efectivos
y no tan comprometedores. Es en venganza que voy a trabajar en el teatro
revolucionario.
—Hablaste de un tirón, sin tomar aliento. Parece como si nos odiaras.
—Cállate.
—Ligia.
—Cuando yo era chiquita oí contar una historia a una criada. Decía que
mi abuela Ondina había traído del Chocó a mi tía Soledad recién nacida, y
que su padre no era mi abuelo sino un morrocoy gigantesco, parecido al que
tenías guardado, y que no sé por que motivo has sacado ahora a la sala.

Bernardo y Ligia seguían conversando tan campantes, ya no de teatro


revolucionario sino erótico, con participación del público.
—Hay que tomarlo con calma, como lo que es, un rito. El retorno a las
orgías sagradas de Corinto y Delfos.
—Si el cristianismo trajo al mundo el sentimiento del pecado, como
escribió Kierkegaard, la conclusión es, me parece, que desaparecido lo uno se
acabará también lo otro. Nos has tocado el umbral de la nueva era.
("Kierkegaard, Sören", como constaba en la tarjeta de la Biblioteca Luis
Angel Arango, donde lo consultaba algunas veces Mirza, pensando en un
paisaje danés, con nieve soleada no solamente en el exterior sino en la gente,
por dentro, reflejada en sus ojos de un azul frío, que quemaba).
Lástima que en ese momento la lunareja no pudiera reconfortarse con
pensamientos como esos, de tantos desagrados como los que le habían
llovido esa tarde. Una mirada de refilón al espejo de la sala de Ligia, le
demostró sin lugar a duda que Feliciana le había cosido mal el botón de la
solapa del vestido sastre negro destinado a las grandes ocasiones, el mejor de
su guardarropa. Debido al percance se le formaban arrugas espantosas en la
línea del cuello. Las cabineras de los aviones que volaban a Europa y Estados
Unidos traían vestidos que vendían de contrabando, bien confeccionados y
adaptados perfectamente a la silueta de las clientas, como si se los fabricaran
sobre medidas. Claro que las cabineras cobraban caro, tal vez no mucho, pero
eso sí exigían el pago de contado. En cambio, en los almacenes Sear's
vendían a plazos. Lo que a la larga salía mucho más costoso porque
recargaban el valor de la mercancía y, encima, el acabado era mediocre y la
tela de mala clase. Quinientas, mil chaquetas iguales. Ultimamente Ligia
había aprendido a vestirse. Después de la crisis que sufrió a la salida del
colegio, optaba por la negligencia aparente pero en realidad calculada hasta el
último milímetro. La blusa de su conjunto floreado se abría por delante
aunque sin mostrar nada.
Fijo que había ido la víspera a la peluquería para ennegrecerse todavía
más el pelo dándole reflejos azul metálico. Mientras que el de Mirza, lavado
esa misma mañana, producía el consabido efecto de que las mechas se le
pegaran al cráneo. Como si fuera poco el incidente del botón de la solapa.
Como si no bastara con el tizne permanente de la cara. Lo más urgente para
ella: que ni a Ligia ni a Bernardo les pasara por la mente pormenorizarla,
detallarla. Para evitarlo los distraería con cualquier pretexto aun cuando fuera
absurdo, remoto, sin relación con lo que estaban hablando:
—Desde la muerte de Soledad no había vuelto a ver el morrocoy de
plata. A mí de chiquita me aterraba y a la vez me atraía. Me hipnotizaba.
Nadie le contestó. La pregunta no produjo siquiera el resultado de que
los ojos de los otros se apartaran del botón de su chaqueta. Ahora sí que lo
miraban, enarcando las cejas, seguramente con burlas a porrillo bajo los
párpados abiertos, estirados. Antes de hablar le sonaron a Ligia los huesos de
las rodillas. El ruido que descomponía a Mirza como si la desollaran con un
rastrillo. Dijo:
—Acepto con mucho gusto la oportunidad de participar en el curso
universitario. Representa una gentileza tuya, Bernardo. Mamá se sacrificará
permitiéndome vivir en la residencia. Aplazaré mis compromisos actuales
para irme a la ciudad blanca.
En el camino de regreso Bernardo comunicó a Mirza un informe
completo sobre la personalidad de Ligia. Era exactamente como se la había
imaginado. Una muchacha bien intencionada pero víctima como todos del
mal nacional: la improvisación, en una palabra. Únicamente le quedaba la
opción de dedicarse a trabajar ocho horas, doce horas diarias. Si se
comprometía a seguir rigurosamente los consejos que él estaba dispuesto a
suministrarle, acrisolaría su vocación, no sería fuego de artificio. Bernardo —
se lo contaba confidencialmente a Mirza— se encontraba puliendo desde
hacía años una obra de teatro. Años, fijarse bien. Corregía, destruía,
cambiaba, hasta dar en el clavo. Ese día había resuelto entregársela a Ligia
para que la estrenara. El personaje femenino encajaba divinamente con el
temperamento de esa niña, decidida a romper las trabas de su mundo
pequeño-burgués, llevándose por delante sus apellidos o lo que fuera. Gallo
comprometía su palabra sobre que esa pieza figuraría en la cartelera del
Colón. Sería un éxito. Desde luego, le conseguiría la beca a Ligia.

La simple coincidencia de que la niña recién entrada en el colegio se


llame Gala Urbina, promete un acontecimiento para el que Mirza se prepara
desde el primer momento como si sonara una campanada.
En Bizancio hubo una vez una reina, Gala Placidia. La lunareja lo sabe
porque leyó la historia adaptada para niños, de la colección Araluce. Bizancio
es una piedra de obsidiana, traslúcida amarilla, y Gala Placidia el sonido de
una trompeta, al principio agudo, vibrante, prolongado luego en una nota
dulce, silenciosa casi. Se trata de un lenguaje que nadie entiende, solo Mirza,
aunque doña Mónica aguza a veces el oído como si se diera cuenta. El
lenguaje de señales que atrae a su hija, el idioma maravilloso con que Gala
Urbina se dirige a su incondicional servidora inmediatamente deslumbrada,
esclava, Mirza Eslava.
Naturalmente Gala no había leído el librito de Araluce, pero se portó a la
altura de las circunstancias cuando se enteró por las medias palabras
vergonzosas de la lunareja, de su parentesco de nombre con un personaje
histórico. Lo aceptó feliz, como si la niña provinciana le entregara un regalo
inesperado. Mirza, colorada hasta la raíz del pelo, apenas fue capaz de
farfullarle en el recreo: "Usted es tocaya de una reina". Resultó como haber
pronunciado sin saberlo, por pura casualidad, un conjuro mágico, un ábrete
sésamo. Ante el asombro de la clase entera, reunida en el patio del Sagrado
Corazón para el recreo de las nueve de la mañana, Gala decidió que la
lunareja sería su segunda en el juego de El puente está quebrado, en el cual
por lo general ocurría que en última instancia y cuando ya habían sido
escogidas por las cabecillas de los dos bandos todas las participantes, se
escuchaba decir a desgano: "Y Mirza", como si se tratara de una calamidad
crónica con la que era indispensable cargar de todas maneras. La hora del
recreo sacaba a la lunareja de la seguridad de sus cuadernos de dictado
gramatical y ortográfico y la trasladaba al aire libre, al patio sin defensas,
azotada por el frío la piel que se le ponía de carne de gallina, descubierto el
lado malo de la cara, ofrecida como en un mercado para atraer algún postor,
una condiscípula que por compasión resolviera librarla de la afrenta de
quedarse por puertas, excluida del juego.
En cambio con las gambetas era diferente. No favorecían las
discriminaciones. Ganaba la que corría más rápido, en lo que Mirza no iba en
zaga de las otras. Pero había días en que la idea fija de las chicas consistía en
eliminar las gambetas y afiliarse al ángel y al diablo, o al puente está
quebrado. La lunareja paseaba a su alrededor miradas disimuladas y
suspicaces. Sus compañeras gozaban maliciando que había caído otra vez en
la trampa. Sonaban las nueve y la fila se iniciaba. Por el corredor enladrillado
los pasos de la afectada se tornaban pesados, rígidos. Cada uno la acercaba al
pelotón que, indiferente, cumpliría la misión de fusilarla. Susana, una niña
vivaracha, delgadita, que siempre atinaba a sacar como por casualidad de la
bolsa de bombones de Mirza la manotada más contundente, gritaba: "Hoy
jugamos al puente está quebrado". Las otras aprobaban como corderitos. La
promotora no daba la cara a la lunareja, pero esta le adivinaba una sonrisita
similar a la de Sor Matilde, el día que Mirza estrenó el vestido solferino
adaptado a su medida por doña Mónica. Sin embargo, en apariencia no se
daba por vencida. Soportaba estoicamente que los soldados dispararan.
Y ahora Gala Urbina, usando prerrogativas que nadie le disputa, sin
pensar en rendir cuentas, dice solo una palabra para elegir de primera a la
calentanita, una simple designación capaz no obstante de modificar el mundo.
En el corro se siembra el desconcierto. Las demás empiezan a preguntarse si
Mirza poseerá por ventura una virtud secreta que ellas han sido negligentes
en descubrir y aprovechar. Lo sucedido ese día se repite los siguientes. La
lunareja asciende rápidamente a la categoría de preferida de la alumna más
distinguida del colegio. Lástima que, seguramente por no existir felicidad
completa en esta vida, si a la hora de los recreos la inseparable de la niña
Urbina es Mirza, en la casa de aquélla y en los restantes sitios disfruta de ese
privilegio otra amiga de Gala, llamada Natalia Colmenares.
Gala se lo cuenta a la lunareja como lo más natural y ella lo acepta de
igual modo, como se acepta que la noche siga al día. Se cae de su peso. Fuera
de allí la compañera permanente de la encantadora debe ser de su misma
posición, una igual. ¿Y quién mejor que Natalia, la hija de un ministro y de la
íntima amiga de la mamá de Gala?
En adelante, durante los recreos las dos ya no jugaban. Conversaban
sentadas en un quicio del patio, desentendidas de la banda que, rápidamente
convencida de su obligación de respetarlas, las miraba sin atreverse a
aproximarse demasiado. Gala y Mirza hablaban de Natalia, mejor dicho lo
hacía calurosamente la primera, mientras la segunda se limitaba a oír y
aprobar sin reservas.
No la conocía aún personalmente pero el acontecimiento no se
demoraría mucho. Gala se lo había prometido. Natalia era una criatura tan
especial, tan por encima de los demás, que no se hallaba sometida al régimen
de todas las niñas. No estudiaba en el colegio. Su papá dirigía personalmente
su educación en la casa, con la ayuda de profesores particulares. Le permitían
leer lo que se le antojaba, sin prohibirle nada. Mantenía encendida la lámpara
de su cuarto —un cuarto para ella sola— hasta la hora que quisiera, a veces
hasta la madrugada.
La lunareja sin saber por qué quedaba adolorida, aunque a la vez gozaba
al enterarse de que el día del cumpleaños de Natalia, su padre, el ministro, le
había regalado un lebrel. "Lebrel", un nombre como de cuento, perteneciente
al mundo mágico, al gobelino de los pastores-marqueses de la sala de
Calixto, que tocaban la flauta mientras escuchaban los corderitos de algodón
y las pastoras rizadas.
Tal vez resultaba demasiado que Gala no abriera la boca sino para
referirse a lo que la llenaba: las infinitas cualidades de Naty.
Pero su confidente del colegio no acusaba ni por asomo celos. Jamás le
pasó por la cabeza la idea de suplantar a Natalia en el corazón de su amiga.
Aparte de la imposibilidad de lograrlo, se trataba de algo como debía ser,
claro. Para Mirza, Gala no podía mentir y ni exagerar siquiera. Por intuición
comprendía que, al admitir una grieta en la conducta de su condiscípula, la
desprestigiaría también en lo tocante a ella misma, a la autoridad con que
Gala había elegido a la lunareja como la más digna de ser su amiga en el
colegio.
Por lo demás, coincidía con la opinión del resto de alumnas y de las
profesoras. Por acompañar a Gala en el carro que cada día iba a buscarla, se
peleaban no solo las chiquitas sino las grandes del último curso, que pronto
recibirían el diploma y se despedirían para siempre del colegio.
La lunareja se crecía con las alabanzas a la niña Urbina. Su papel
consistía en abrir los ojos de quienes, por casualidad, no la admiraban todavía
en su justo mérito. Entre mayor fuera el culto a Gala, más compensaciones
recibiría Mirza. Por cierto que en ese tiempo necesitaba muchas.
Últimamente doña Mónica le había habilitado como portalibros una especie
de aparato formado con las correas de una vieja maleta. Así la mamá
ahorraba un gasto, pero su hija, con el fin de disimular el adefesio cuando lo
portaba camino del colegio, se echaba el abrigo por encima de los hombros
como si fuera una capa, sin meter los brazos en las bocamangas. No le tocaba
atender solamente a que el ropaje no se le deslizara de los hombros, sino
también controlar la bufanda inseparable. Si esta se bajaba, la gente era capaz
de preguntarle por qué se había tiznado. En una ocasión un niño chiquito le
pidió que lo dejara tocarle el lunar de la cara.
Afortunadamente Gala parecía no notar nada. Juntas habían convenido
que la presentación de Naty a Mirza se efectuaría cuando la última visitara a
Gala. La segunda parte del programa incluía que la amiga devolviera la visita
a Mirza. Pero por lo pronto resultaba preferible mantener en un plano más
bien vago la temible reciprocidad y pensar únicamente en la llegada del gran
día en que la lunareja pondría el pie en un territorio prohibido hasta entonces
para ella. El anuncio se hallaba sin embargo preñado de amenazas. ¿Qué cara
pondría Natalia cuando la saludara? ¿Cómo haría la lunareja para ganarse la
benevolencia de la predilecta indiscutible, de la superdotada que en todo le
ganaba?
¿Les gustaría a las dos el vestido azul con lunares blancos que doña
Mónica cosía apresuradamente, descuidadas las tareas domésticas y la
atención a don Alejandro, que bien la necesitaba, por el afán de terminar el
traje a tiempo? Por suerte Mirza había conseguido la tela que quería,
admirada primero en la vitrina de uno de los buenos almacenes de la carrera
séptima y reseñada luego detalladamente por la madre a su polaco de
cabecera, para que él la comprara —Dios mío que no se equivocara y les
llevara otra— traspasándola luego a la señora de Eslava que la pagaría a
plazos, con el recargo de rigor. Era seda natural, casi tibia de lo puro flexible
y suave.
Con el vestido nuevo y recién embetunados los zapatos de uso diario,
todavía quedaba sin resolver la cuestión del sombrero, del cual no podía
prescindir en esa época ni siquiera una niña. Doña Mónica sacó a la luz
economías inesperadas y, de la mano de la hija, irrumpió como una tromba en
el almacén de Richard Hermanos, uno de los más elegantes de la capital.
Desde que traspasaron el umbral atrajo los deseos de las dos un sombrero
forrado en raso lila con incrustaciones de piedras y conchas, circundada la
copa por una cinta de terciopelo negro que caía en bandas a lado y lado. La
vendedora advirtió a doña Mónica: "Es un sombrero modelo", con lo cual la
señora se enamoró más de la pastora (después supo que así se llamaba).
Nunca en su pueblo había escuchado ese epíteto aplicado a prendas de vestir.
Ponerse en la cabeza un modelo debía ser como adquirir un prestigio
concluyente e inusitado. Claro que las pastoras se confeccionaban para que
las lucieran las damitas de honor en las fiestas de matrimonio. Llevarlas en
otra oportunidad, a pie y no en coche, por la calle, resultaba sencillamente
ridículo. Por fortuna madre e hija lo ignoraban, detalle que les permitía seguir
orondas.
Al enterarse de la invitación, las condiscípulas no salían de su estupor. A
pesar de sus cualidades la niña Urbina caía en el pecado de extravagancia.
Entonces Susanita, la niña que nunca quería jugar a las gambetas, hizo un
comentario en voz alta delante de las alumnas formadas en fila.
Se hallaba a unos pasos de Mirza. La mala intención la bañaba en luz
mate, que le borraba las pecas de la cara y le comunicaba un vago temblor
excitado. Era el minuto anterior a que sonara la campana para que las niñas se
dirigieran a la clase de historia sagrada. Mientras tanto esperaban en el patio
enladrillado, claustreado por las viejas pilastras, donde acababa de efectuarse
el recreo de la mañana. Era el patio principal adornado en el centro con la
estatua del Sagrado Corazón en cemento gris, rodeada de un jardincillo
separado por enrejado de hierro. Cuando asomaba por allí "Ma mère" —
equivalente en el colegio de las hermanas a la Mater del Sacré-Coeur, aunque
menos importante por no ser francesa y no poder citar ni por asomo un
castillo de Avignon sino la plaza de Berrio de Medellín— se doblaban
automáticamente las rodillas de las religiosas. Las colegialas se limitaban a
una profunda reverencia a Ma mère Ana Joaquina, la autora de las comedias
que se estrenaban en las sesiones solemnes, tan miope que se metía
materialmente entre los ojos los boletines de calificaciones los días de lectura
de notas.
Toda la vida Susanita repitió para Mirza, en el patio enladrillado —lo
reitera todavía una vez más, acaso la última, ante la vieja que ora en la iglesia
— las mismas palabras. Por haberlas pronunciado giró una puerta hasta
entonces cerrada. La del Castillo del Bien y del Mal, la del mundo como un-
jardín-ameno-pero-áspides- oculta-ese-jardín. Con las sílabas insidiosas se
acercan en tropel a la anciana arrodillada, Ma mère Ana Joaquina y sus ojillos
arrugados, las hermanas postradas, la estatua gris del Sagrado Corazón, las
pilastras del colegio derribadas hacía mucho para construir un nuevo edificio
flamante y afrancesado. Lo que Susanita le dijo fue:
—¿Cuándo se había visto que las amistades particulares comenzaran tan
pronto, antes de terminar el quinto año de primaria?

No. Mirza no tenía nada contra Naty. Hasta podía decir que la quería
también por amor a Gala, para darle gusto. La tarde que por fin la conoció
tuvo la impresión de que, desde que le estrechó la mano, la hija del ministro
la sometía a un escrutinio tan rápido como riguroso y pormenorizado, del
cual se reservaba el fallo. Mientras llegaba el turno de divulgarlo hablaba con
voz ronqueta de cosas chistosas, que Gala celebraba mirando de reojo a
Mirza, como pidiéndole que la coreara.
Ni por casualidad Natalia se permitió la menor alusión al lunar. Pero
cuando le clavó los ojos por primera vez, Mirza estuvo entre las garras de los
leones. Se salvó por milagro. Aun cuando solo para caer en otro tormento que
la asaltó en el mismo minuto de su llegada. Por algún motivo inexplicable se
le agarrotó la lengua, se le pegó al paladar. Se volvió muda, sin más
alternativa que desempeñar un papel pasivo, escuchando admirativamente el
desbordamiento de historias e historietas a cargo de Naty, dueña de la
situación e inagotable.
Gala no podía más de la risa, que provocaba un eco falso en Mirza. Sin
embargo eso no fue nada en comparación de lo sucedido a la hora del té,
cuando se concretaron los peligros anunciados en lontananza desde el
principio, alrededor del momento de pasar al comedor. Fijo que a Mirza le
temblaría la mano al coger la taza. La derramaría. Mancharía el mantel
inmaculado, sembrado de ramitos de violetas bordadas como si fuera un
jardín. Junto a la taza se veían un tenedor pequeño y dos cucharitas, una
mayor que la otra. En casa de la lunareja jamás se colocaba más de una.
Indagaba mentalmente cuál sería la indicada para batir el azúcar, cuando
Natalia le preguntó a quemarropa:
—¿Piensas casarte o ser monja?
Se coloreó por la sorpresa, incapaz de contestar en seguida sobre un
asunto que no había decidido y que obviamente era importante. Con su
silencio daba campo a que Gala, con sobra de razón, la considerara atacada
de idiotez congénita. Probablemente nunca le repetiría la invitación. Pasarle
eso delante de Natalia, que anotó, divertida:
—Unas veces la cara se te pone roja y otras pálida, como si fuera una
lamparita que se enciende y se apaga.
Y a continuación, sin mirar a la interesada, como si absolviera
rápidamente y por salir del paso una consulta que esta le hubiera formulado:
—Usa la cuchara chica para el azúcar. La otra es para el helado que nos
traen después.
Era el instante de poner las cosas en su lugar, debió decirse la buena de
Gala. Advirtió a Natalia:
—Mirza es muy buena conmigo en el colegio, Naty querida. Contesta
por mí a lista cuando llego tarde, y me hace las tareas largas.
Pero ese reconocimiento no bastaba a la lunareja. Inclusive
desvalorizaba los favores prestados. Si en las clases Gala no era la primera,
debía ser porque no valían la pena, por lo menos tanto como aseguraba doña
Mónica. Los estudios ocupaban sin duda un lugar secundario en comparación
con las labores de "tapicerie" preferidas por Naty. Acababa de contar que
bordaba un neceser para regalárselo a Gala. Ni Mirza ni nadie de su familia
hacían regalos aparte del día de los cumpleaños. Natalia y Gala vivían en un
universo de obsequios gratuitos, despertadas cada mañana para recibir
golosinas que les enviaban las monjas, rosas cultivadas en invernadero,
carpeticas como encajes de araña. A los ramos de flores los llamaban
"buqués" y las carpeticas eran de "frivolité", nombres imposibles de repetir
en el inquilinato, al lado de la cortina de cretona floreada azul y roja,
templada con una cuerda y añadida cada 80 centímetros, junto a la butaca
fabricada por doña Mónica con un cajón que le regalaron en La rosa blanca,
el cual había contenido botellas de vino. Encima de la cómoda, a más de las
vitelas de los santos se encontraban las medicinas de don Alejandro, un
florero con claveles, platos con restos de comida, cajas repletas o vacías y lo
demás que se ofreciera. Un ladrillo emparejaba la cojera de la cama
matrimonial. La única mesita de noche, mal barnizada, había sido comprada
de lance. Naturalmente, allí los nombres maravillosos se hallaban
desubicados, no encajaban.
Y allí, nada menos que al inquilinato, Gala le acababa de prometer que
iría muy pronto, tal vez acompañada de Naty.
Para aplazar la catástrofe Mirza les contó —y era cierto por desgracia—
que en esos días el papá no andaba bien de salud. La familia no recibía
visitas. Lo insinuó como sin querer, tímidamente, pero Gala lo aceptó en el
acto con una especie de alivio. Y eso que estaba loca de ganas de conocer a
Lil.

Lil, el mejor juguete de Mirza, el que le permite soportar inclusive con


alegría las historias que Gala le cuenta en el recreo sobre Ícaro, el lebrel de
Natalia, y sobre los perritos pekineses que la esperan en el carro cuando este
va al colegio a recogerla. En cambio la lunareja tiene a Lil, la mirla doméstica
del inquilinato, considerada por cada huésped como de su propiedad
particular, y que anda libremente por los cuartos. Mirza la adora. Menos mal
que, si en ocasiones la ternura se mezcla extrañamente al sentimiento
contrario, no le toca responder por nada. Los animales no tienen alma. Así se
lo explicó claramente el sacerdote en el confesionario, añadiendo que ya era
grandecita para hablarle de semejantes bobadas. La víspera le dio vergüenza
volverle al Padre con el cuento. Pero ahora, que oye misa en la iglesia y que
va a comulgar, busca ansiosamente un argumento para convencerse de que
recibir la Hostia después de haber atormentado con sevicia a la mirla, no es
motivo para cometer un sacrilegio. Los pájaros no son gente. Apenas,
manchitas de colores que se mueven y cantan. Aun cuando si se miran de
veras las plumitas grises que una mirla ostenta en el cuello, y la proporción
con que las delimitan otras negras en las alas y la cola, con ancha franja
blanca entre negro y negro, y los ojos amarillos y metálicos entre las plumas
blancas de nuevo en la cabeza, la manchita de colores ya no es como al
comienzo. Empieza a crecer. Y más, al comprobar que repite cualquier
melodía que se le enseña. Y porque obedece cuando se la llama con un silbo.
Y porque los ojos metálicos revelan lo que siente: alegría, inquietud, intriga,
furia, susto.
Ya Lil no es insignificante ni mucho menos. Llena la casa. Lo curioso es
que la aterra el morrocoy de plata de Soledad, que esta confió a doña Mónica
a fin de llevarlo a una de las joyerías de la calle 12, para el reengarce de las
dos piedras verdes y astutas de los ojos, que se le habían desprendido.
Mientras la mamá lo reintegra a su dueña, el morrocoy reposa sobre una
mesita en la parte del apartamento destinada a sala —separada del dormitorio
común por la cortina de fondo azul y flores rojas—. Un morrocoy se parece a
un sapo en la piel rugosa y gruesa. Pero tiene manitas de bebé y cabecita de
ratón. Emergen del caparazón duro y espeso. Lil tiembla cuando lo ve. "Un
efecto muy raro" —comenta don Alejandro al comprobar que no se trata de
figuraciones de Mirza. Y contempla su hija como si la admirara por sus dotes
de observadora, proyectadas en un futuro lejano del cual él no será testigo.
Mirza no deja de notarlo. Para aumentar la impresión silba a Lil, pero,
incomprensiblemente, el pájaro se desentiende, y don Alejandro se marcha,
burlón y tarareando una zarzuela. La niña persigue de cuarto en cuarto a la
mirla, que revolotea torpemente sin saber dónde esconderse. De pronto, como
si la desesperación la impulsara a encararse con su hostigadora, le presenta
batalla abriendo el pico. Mirza, como si se transformara en dos personas
distintas —en sus pesadillas se ha contemplado a veces ella misma, con la
boca de par en par pero muda por el terror que la agarrota— aprovecha que
por allí anda Nicky, el perro de Lola, la muchacha del servicio contratada en
el inquilinato para reemplazar a Petra, y le deposita a Lil en la jeta. Claro que
Nicky comprende el juego y no cierra la bocaza. Pero la mirla se cree
seguramente entre las fauces de algún monstruo sanguinario. Al soltarse por
fin en un esfuerzo despavorido, de un aletazo empuja un florero, y la
lunareja, por sostenerlo con la mano para que no se rompa, bota la mesa
donde se encuentra el morrocoy, que cae encima de Lil.
Desde ese día la mirla cojea. El veterinario doctor Benchetrit le
entablilló la pata aplastada por el fetiche de Soledad, pero no dio esperanzas
de mejorarla. Las plumas ya no le brillan. No canta. Mirza aumenta sus
hurtos a Mayo, para proveerse de monedas con qué comprar moras y cerezas
destinadas a ella. Hasta le caza moscas. Las agarra rápidamente y sin asco por
las alas y las introduce en el pico de la mirla. Pero no le gusta mirarla.
Últimamente ni se la menciona a Gala. Claro que si su amiga cumple al fin la
promesa de visitarla, no le quedará más remedio que enterarla del accidente.
De nuevo le tocará inventar alguna explicación descabellada, lo cual la
humillará ante Gala, precisamente ahora cuando Naty, el día que la lunareja
la conoció, expuso la siguiente teoría sobre el nombre de Mirza:
— ¿De dónde lo sacarían tus papás? Ninguna de mis amigas se llama
así. Solamente lo he visto mencionado en la historia de Espartaco. Su
hermana Mirza era esclava como él, ¿sabes? Lo leí en una historia de los
romanos, cuando los esclavos se rebelaron contra sus amos y naturalmente
fueron derrotados.
Además del apellido, el nombre. Mirza Eslava, esclava por partida
doble. Natalia lo acababa de decir. A la lunareja le correspondía hacerse la
desentendida, la que estaba en Babia. Tal vez la informante se aburriera y
pasara a otro tema. Gala, sin darse por notificada de la herida, la emponzoñó
valiéndose justamente del arma que Mirza le había suministrado:
—Yo, en cambio, me llamo como una reina, como Gala Placidia.
Para Mirza había llegado la hora de despedirse. Se encasquetó el
adefesio del sombrero de pastora, tan incómodo y ridículo sobre su cabeza.

A don Alejandro le duele la espalda. Si camina unas cuadras, suda. Lo


molestan neuralgias en la cara y, en el estómago, un ardor que sube y baja.
Casi no duerme. Como los remedios homeopáticos son más baratos que los
otros, adquiere los que le aconsejan y se consuela pensando que le
aprovechan.
Doña Mónica compra un quinto de la lotería cada semana. Unas veces
escoge el número a la tapada. Otras, busca uno que ha soñado. Pero es
víctima de los trucos de los loteros que, al verla pasar, dejan caer al suelo los
billetes enteros. Entonces doña Mónica piensa que la buena suerte la
persigue. Lástima no poder aprovecharla comprando íntegro el billete. Solo le
es posible adquirir una fracción, un quintico. En la casa lo alumbra entre dos
espermas, a los pies de Nuestra Señora de los Dolores, cuya imagen ha
entronizado en el centro de la cómoda.
Un día sucede lo increíble: el número del quinto de doña Mónica
aparece publicado en El Tiempo, visible y realzado en el marco en que se
anuncian los premios de la lotería del Huila. Aunque se trata apenas de un
premio seco de valor de 80 pesos, resulta un acontecimiento feliz para los
Eslavas. Doña Mónica vuela a cobrarlo a la agencia. De allí sale cual ráfaga
en dirección a un almacén que tiene fama de vender los mejores géneros
blancos para sábanas, dobleanchos y extranjeros porque en el país todavía no
se fabrican telas de primera.
El dinero ha llegado en el mejor momento. Don Alejandro enfermo y las
sábanas que no aguantan más lavadas. El paquete inmenso dobla la cintura de
la mamá, cuando lo transporta hasta el inquilinato. Al llegar desocupa una
tabla entera de la cómoda, donde se da el lujo de colocar la pieza de género y
acariciarla con los ojos, mientras le sobra un rato para coser las sábanas. Tela
inglesa de primera calidad, con destino a la cama conyugal ya señalada para
su ruina.
Al otro día doña Mónica asoma de nuevo, ahora en compañía de su hija,
por la calle donde se halla situada la agencia de la lotería que le pagó el
premio. La efusión de gratitud que la colma le sube a la boca a fin de explicar
a Mirza en voz alta: "Aquí fue. Aquí me entregaron la plata con qué comprar
las sábanas". El empleado de la agencia la escucha. Les da alcance cuando
ellas escasamente doblan la esquina. "Hubo un error en el telegrama del
sorteo pasado —les explica—; en el periódico se publicó un número
equivocado; devuélvame el dinero, mi señora". Doña Mónica contesta:
"¡Ah!". Nada más. "¡Ah!", como si no pudiera respirar bien y le saliera el
sonido de muy adentro. Y luego: "No tengo la plata en la cartera; voy a
buscarla a la casa".
El empleado acepta, pero un chico de la agencia empieza a caminar
detrás de madre e hija para no perderlas de vista. Ambas suben a un tranvía.
Bajan a las pocas cuadras. Apresuradamente detienen otro carro que viaja en
dirección opuesta. Lo cambian más adelante por un tercero. De Las Cruces
van a San Diego. De allá a Paiba. Regresan. Ya el muchacho no las sigue.
Probablemente el encargado no le suministró suficientes monedas de cinco
centavos para pagar el valor de tanto pasaje. Cuando doña Mónica y Mirza
entran por fin en la casa del marqués de San Jorge, hace mucho que ha
transcurrido la hora del almuerzo de don Alejandro, que se vio forzado a
marcharse con hambre, a la oficina. "Afortunadamente pudimos despistar al
chico", es el único comentario de doña Mónica a Mirza.
Por ese entonces la mamá y doña Belén se aliaron en la empresa de
buscar tesoros. Lástima que las perspectivas fueran nulas en el inquilinato, y
eso debido a que el bueno del marqués, dueño primitivo del inmueble, no lo
abandonó con sus morrocotas y todo, como los demás, al conocer el resultado
de la batalla de Boyacá, sino que se afilió al bando patriota, prescindiendo en
adelante del título nobiliario para llamarse simplemente don Jorge Lozano de
Peralta. El caserón ni siquiera poseía un fantasma, a menos que lo fueran
Mayo y Eugenia, que habitaban el tercer piso, allá donde fallecieron las hijas
leprosas de don Jorge Lozano, como lo contaba a sus clientes don Adonías, el
zapatero.
Doña Belén se encargó de alquilar un cuarto en la calle de la Paloma. El
zapatero manifestó que allí, encima de una alacena empotrada en un muro,
aparecía cada noche una lucecilla. Las dos socias habían anunciado a la
dueña que instalarían en la pieza un taller de costura, pero cuando se
presentaron con azadón y pica debidamente camuflados entre unas piezas de
ropa, les tocó afrontar la realidad de que los ruidos inspirarían seguramente
sospechas. Para evitarlas tapizaron con colchones las paredes del cuarto. Una
victrola atronaba mientras trabajaban. Por la noche sacaban los costalados de
tierra, explicando que llevaban vestidos. Pesaban como si fueran de plomo.
Averiguar cuál era la fuente de que doña Mónica se valía para atender
tantos gastos, sin contar los de los remedios del enfermo —que había
renunciado a la homeopatía— se convirtió en un rompecabezas para el
perplejo don Alejandro. El prestamista no podía ser Calixto. Aparte de que el
hermano no se distinguía por su deseo de sacar de apuros a la familia, era
inocultable su derrumbamiento económico a raíz de la muerte de Soledad,
que ocurrió, cosa curiosa, un día después de devolverle doña Mónica, ya
refaccionado, el morrocoy de plata. A fin de pagar los gastos de la
enfermedad de la esposa, al viudo le tocó vender por lo que le dieron la casa
de la calle de Florián. Y, si no era Calixto, ¿quién más? Los Eslavas no
contaban con amigos pudientes. A doña Ondina Fidalgo de Lago no le
quedaba, fuera de la casa de Chapinero donde vivía Isidora, más que la
nostalgia de haber pertenecido a una familia otrora poderosa, dueña de medio
Cauca y medio Chocó. El guardapelo de oro con el rubí de sangre de paloma,
que los Eslavas trajeron de su pueblo y que Mirza llevó para mostrarlo en el
colegio unos meses atrás, se hallaba ahora en manos de un joyero de la calle
12, empeñado por una suma pequeña.
En sus exploraciones por el mundo de los tesoros doña Mónica no se
apoderó de ninguno, pero les pasó rozando. Cuando se convenció de la
inutilidad de sus esfuerzos en el cuarto de la alacena, doña Belén fue la
encargada de encararse con la propietaria y rescindir el contrato. El pleito se
zanjó mediante la correspondiente indemnización, en vista del inocultable
hueco que las dos señoras, como si fueran roedores, abrieron en el fondo de
la alacena.
La segunda excavación de envergadura la emprendieron en una de las
casas más viejas del barrio. Una noche doña Mónica llegó muy excitada al
inquilinato y relató al marido y a la hija, a tiempo que calentaba la comida en
el reverbero de alcohol: "Apenas fue necesario raspar un poquito la pared y
allí mismo, a flor de tierra, aparecieron tres escalones; los bajamos y
encontramos un nicho; contenía fragmentos de casullas y estolas que se
deshicieron cuando los tocó el viento. Pero nada más, ni una moneda;
entonces yo opiné que continuáramos cavando. El nicho es seña que no falla:
hay que contratar a un hombre de confianza". Al callar la mamá se extendió
el silencio como única respuesta. Doña Mónica agregó pasito, arrastrando las
sílabas: "Por la plata no hay cuidado; Belén se encarga; se la facilita un
pariente. Debajo del nicho se distinguen perfectamente otros escalones de
piedra".
Todo dependía de echar el lazo a un obrero honesto y callado que les
ayudara. Al cabo de unos días lo consiguieron por milagro. Les cobró
prácticamente una miseria, y supo compartir sus esperanzas y fracasos. Pero
pronto hubo que suspender la obra. Tocaba los cimientos de la pared maestra.
Un golpe más y se derrumbaba la casa.
Por la primera vez seguramente en su vida de casada los ojos de
miosotis de doña Mónica se negaron a contestar a su marido. El tesoro se
hallaba cerca, al alcance de la mano. Sería suyo si don Alejandro no la
atosigaba con preguntas a las que no podía responder; si no la ponía entre la
espada y la pared; si le otorgaba todavía unas semanitas de confianza.
Entonces se desvanecería para la mamá el dolor permanente de cabeza y
volvería a obrar como mujer cabal, a la cabecera de la cama de su marido y
junto a la máquina de coser y el reverbero de alcohol impotable, al que había
ido a parar, ya no la gran cocina de la tierra caliente sino hasta el hueco. en la
estufa colectiva del inquilinato. Ahora la madre no se ocupaba sino de lo
indispensable, desamparada de las exigentes sazón y finura que habían sido
su orgullo en otro tiempo.
En cambio no se olvidaba de extraer de su inmensa cartera de hule las
inyecciones, pastillas y cucharadas formuladas por el doctor, y hasta bolsas
de caramelos de Perugina, que entonces se importaban de Italia sin pagar
aduana, para venderlos en los almacenes de la carrera séptima. Los
domingos, Mirza y su madre daban una vuelta por allí, a la salida de misa,
para estirar las piernas. Duraban un buen rato frente a la vitrina del almacén
de Plata W, admirando unas mantas escocesas de pura lana. Abrigaban a los
enfermos sin fatigarlos bajo su peso como las nacionales, ni enervarlos con su
olor a chivo, livianas y generadoras de calor como si sus fabricantes en la
brumosa Escocia se hubieran apoderado para tejerlas de algunos rayitos de su
escaso sol. Una tarde la mamá apareció portando una, para cama doble. Pero
doña Mónica ya no era la-niña-que-siempre-se-sale-con-la-suya, sino la niña-
de-pelo-gris-asustada. Tendió en la cama la cobija como si cometiera un acto
indebido. Don Alejandro no abrió la boca para darle las gracias. Se volvió de
cara a la pared, helado a despecho de la manta.
Desde hacía mucho no se levantaba por las mañanas tarareando:
"Caballero de Gracia me llaman/ y efectivamente yo soy así". No solo no
había vuelto a las zarzuelas que se representaban en el teatro Colón, sino que
ni siquiera abandonaba la cama. ¿Cuál sería la imagen paterna finalmente
impresa en la mente de la anciana, que rezaba sin mover los labios: la jovial y
comunicativa del aficionado al teatro? ¿La del hijo, también como Calixto,
del ordenanza de don Sandalio, orgulloso por una bandera que este arrebató
al enemigo en el campo de batalla? ¿La del enfermo que soportó sin una
queja el cáncer en el esófago? Ni por esas dejaba doña Mónica de pasar el día
afuera. Se le había pegado la mirada de vidrio transparente de la Virgen de
los Dolores colocada encima de la cómoda. Hablaba sola. Si Mirza la
sorprendía, ambas se avergonzaban como si se tratara de una falta. Una vez la
niña le oyó decir: "Si lo encontramos esta semana nos vamos con Alejo para
los Estados Unidos; allá pueden salvarlo todavía".

No tenía vuelta de hoja. Gala cumpliría la promesa de visitar a su


compañera de colegio. Cada hora anticipaba a Mirza una espinita del hielo
que le pasmaría la boca del estómago cuando le cayera la noticia, ya como un
peso sin escapatoria. Al fin su amiga se la anunció con tres días de
anticipación, exultante de la felicidad que según creía transmitía a la lunareja,
a pesar de la falla que la demeritaba un tanto: Naty no iría. A última hora se
había excusado con un pretexto cualquiera.
Mirza ignoró para siempre qué clase de figura le tocó improvisar a fin de
aminorar en lo posible los efectos del percance. La anciana piensa que fue
como si la niña hubiera tendido su cuerpecillo para servir de puente mientras
Gala atravesaba un abismo, sentada en su Buick azul oscuro y obviamente
acompañada del mobiliario francés de damasco de su casa, de los espejos de
cuerpo entero que tocaban el techo, los óleos representando damas con
abanico —en el dedo anular un soñoliento solitario— y caballeros de cejas
pobladas y labios apretados y severísimos, como para no dejar duda sobre la
distancia entre una y otra orilla. Aunque la lunareja jadeaba, era capaz de
enorgullecerse al calibrar su proeza. Provocar un acontecimiento como hacer
que se detuviera en la puerta de la casa de la calle de Lesmes, por más ala de
palacio de marqués que hubiera sido en el pretérito, un Buick modelo 1929,
con chofer uniformado, noticia transmitida inmediatamente de extremo a
extremo del inquilinato gracias a un sistema de comunicación invisible pero
certero, revestía una importancia que a nadie se ocultaba.
Quién sabe si con intención o espontáneamente, Gala escogió para
presentarse el vestido más sencillo de su guardarropa. Constituyó una cierta
decepción ante los ojos que se descolgaban de las barandas del patio, o se
pegaban a las rendijas de las puertas. Tal vez la visita era en realidad
insignificante y carecía del interés que habían supuesto, o Gala insultaba a los
habitantes de la casa no adornándose bastante para procurar conquistarlos.
"Le juro que no hay modo de entender a los pobres aunque uno se triture el
cráneo —dijo en una oportunidad a Mirza un orejón de una hacienda de la
Sabana, cuando habló con la señorita Eslava, comisionada para visitarlo por
el comité de inmigrantes—; nos morimos y no desenredamos la madeja para
averiguar si esa gente prefiere la llaneza a la altanería, el trato duro a la
dulzura; le repito que nuestra posición no es fácil; quisiera que el más pintado
se montara en ese potro".
En el primer momento Eugenia, Mayo y hasta don Adonías se
declararon defraudados. Doña Belén, en cambio, ampliadas adecuadamente
sus entendederas gracias al trato con la cuidandera de Casaceleste y demás
dientas de sus trabajos de costura, farfulló algo sobre la hermosura que se
recata, aunque de verdad, verdad, probablemente lamentaba también en su
interior la inesperada modestia de Gala. (Quien igualmente se desentendió sin
saberlo del reclamo de una sombra, la de María-Tadea, condenada a pasearse
eternamente por los corredores gastados del palacio de su suegro, primero
con vestido de talle alto y estrecho y canesú con arrequives, cuando dirigía
esquelitas perfumadas al Barón de Humboldt y a don José Celestino, para
invitarlos a tomar chocolate en jícara de plata, feliz sobrina-esposa y
colaboradora científica y política de su marido, y luego sobrina-viuda
inconsolable de saya como la noche, llorando sus ojos por la muerte en el
patíbulo del primer presidente de Cundinamarca).
A don Adonías no alcanzó a consolarlo ni siquiera la presencia del
flamante automóvil al frente de su local. Según su leal saber y entender
constituía otro error. Nunca jamás debía estacionarse un vehículo como ese,
símbolo de riqueza y poder, en un sitio venido a menos, envilecido por la
gentuza. "Es como echar perlas a los cerdos, el mundo al revés, no creí vivir
para ver que no solo les entregamos el campo libre a los guaches sino que les
hacemos venias; merecemos un castigo, por bobos".
A todas estas doña Belén ya se había precipitado como un ventarrón
hasta su pieza para buscar una sillita dorada, salvada quién sabe de qué
naufragio y única que en su opinión convenía al trasero de la niñita Urbina,
fabricado al parecer de una pasta especial y más delicada. Acto seguido la
vieja se posesionó de la salita de los Eslavas, como si ser testigo de lo que
pasara constituyera para ella un derecho que nadie le negaba.
A ninguno sino a la lunareja le tocaba responder por la indiscreción de
doña Belén y por cuantas se presentaran. La de la primera resultó de marca
menor comparada con la protagonizada por Mayo. Más o menos desde la
fecha en que Mirza inició sus incursiones al cuarto de la usurera a fin de
escamotearle los centavos, se encontraba con ella hasta en la sopa: cuando
salía para el colegio y cuando regresaba, indefectiblemente en el camino del
único cuarto de baño —improvisado al final del corredor del segundo piso
mediante tablones pintados de rojo por los huéspedes, ya que los marqueses
con todo y su gran prosopopeya quién sabe cómo harían—. Y ahora,
justamente en el instante en que doña Mónica se alistaba para servir el té,
como si a Mayo le hubiera suministrado aviso su demonio favorito, haciendo
venias a derecha e izquierda, con su oficio instalado sin atenuantes en su cara
inconfundible y con el pretexto de informarse sobre la salud de don
Alejandro, apareció en la salita-comedor, resuelta a quedarse. Mirza le sonrió
de dientes para afuera. De lo contrario podría provocar quién sabe qué
venganza.
Doña Mónica había decidido, sin que su hija se lo pidiera pero a fin de
complacer un secreto deseo, utilizar los fondos de procedencia misteriosa que
poseía, a fin de comprar los bizcochos que acompañaran al té. Esa tarde
debían ser, no los deliciosos pero demasiado comunes y corrientes de la
tienda situada a media cuadra, sino otros excepcionales. Afortunadamente la
señora de Eslava era conocida del dueño de La Rosa Blanca —un viejo belga
que le regalaba las cajas desocupadas de vino y que, por cierto se adornaba
con un miembro de tamaño tan desproporcionado que, quieras o no, le
clavabas los ojos encima haciendo caso omiso de que fuera pecado, por lo
cual doña Mónica prefería ir sola al establecimiento—. Impresionado por el
gasto fuera de lo habitual que efectuaba su clienta, el viejo se subió a la
escalera con el objeto de alcanzar la tabla más elevada de la estantería. De allí
bajó dos latas de fondo dorado provistas de letras negras que decían:
"Palmer's biscuit", lo mejor del mundo en galletas.
Le habían llegado hacía tiempo y las reservaba para ocasiones
especiales, informó ceremoniosamente a doña Mónica, quien pagó el precio,
para ella alto, y alcanzó a regresar a la casa momentos antes del arribo de
Gala. Después se encargó de poner en la mesa las pastas. Fue solo cuando se
sentaron a manteles que Mirza echó los ojos sobre el artículo recomendado
por el dueño de La Rosa Blanca. Se quedó fría. Aunque la mamá había
procurado raspar de las galletas las huellas verdes de moho que las cubrían
casi totalmente, no pudo reparar en su extensión el daño. Carcomidas
indecentes, como si hubieran sido ya probadas, se ofrecían a la invitada en
platos de pedernal ordinario, al lado de tenedores de alpaca pelados a trechos
y de servilletas de papel. Pero Gala no solo comió sonriente sino que repitió.
Los ojos de doña Mónica brillaron de placer. Parecía además que Belén y
Mayo le gustaban a la invitada. Les hablaba como antigua amiga. Luego
preguntó por la salud de don Alejandro.
Entonces el inquilinato dejó de ser inquilinato. Se transformó. Fue un
palacio del mundo-de-la-otra-parte, con sus quintas a la entrada de Bogotá,
provistas de murallas de piedra y balcones de balaustres, y jardines con
hortensias y magnolias, como la lunareja los había divisado la tarde que llegó
a la capital, procedente de Belén de Cerinza.
De los pies a la cabeza la lamían oleadas de dicha aunque
inmediatamente volvía a alertarse, a no dejarse ir, no fuera que por descuido
lo echara todo a perder. Cuando Gala hundió su manita entre las
enflaquecidas de don Alejandro, hubo un ascenso que la hija detectó, del
mero espectador de platea del teatro Colón, al puesto de primer actor de la
Compañía, con saludo al público emocionado, del brazo de la damita joven.
Lástima que Mirza notara entonces, debajo de la cama del papá, la bacinilla
rebosante que, debido al ajetreo, nadie se había acordado de vaciar ese día. Se
agregaba al polvo de la cómoda y a las suciedades de Lil que brincaba,
lamentable, en un rincón, utilizando su única pata.
La lunareja se prendió tercamente a la esperanza de que nadie mas se
hubiera dado cuenta. Cuando fue a despedir a Gala hasta la puerta, su amiga
le dijo mientras bajaban la escalera de piedra:
—He pasado la tarde más feliz de mi vida. Tu mamá debió ser una
mujer muy bella. Todavía se le nota. Doña Belén es muy buena. Y a ti te voy
a contar un secreto: te quiero igual que a Naty. Ni un poquito más ni un
poquito menos.

La víspera de la muerte de don Alejandro, doña Mónica entró en el


cuarto moviendo frenéticamente las manos que mostraban como un trofeo
dos llaves de plata. Pretendía que ninguno se quedara sin verlas. La mujer,
inclinada perpetuamente sobre sus dos agujas para tejer suéteres de lana color
verde manzana o amarillo pollito a fin de que Mirza los luciera cuando salía
con Gala, o consagrada a confeccionar el Jueves Santo el almuerzo de los
siete potajes, con la sopa de los nueve granos, empanadas de sardina,
ensalada de frutas, tomates rellenos, papas postizas, huevos chimbos y arroz
de leche, adicionado con las copitas del Moscatel suministrado por don
Alejandro, se había extraviado como si nunca hubiera existido. Con los ojos
de miosotis brotados en las cuencas y moviéndose como si bailara una danza
absurda, repetía a gritos: "Las llaves, las llaves, encima de un paño
deshilachado, en el fondo de una hornacina carcomida. Significan que el
tesoro está repartido en dos cofres, uno para Belén y otro para mí". Entonces
don Alejandro comenzó a expeler desde el fondo del pecho un silbido que
llenó la casa del marqués de San Jorge y el resto del mundo, hasta que
sucedió exactamente lo contrario: del reino del ruido intolerable se pasó al del
silencio profundo, para ya no volver a quebrarlo.
Calixto, viudo y dedicado a acariciar el proyecto de casarse de nuevo —
por el niño, no por él, ya que si a alguien quiso en la vida fue a Solé— pagó
por fin de su bolsillo algo destinado a su hermano: el valor de su entierro.
Después del matrimonio del cuñado y tío, Mirza y su madre se fueron a vivir
a la casa de este, como arrimadas. A la lunareja la sacaron del colegio.
Faltaba poco para que llegara la sesión solemne con su repartición de
premios, pero ella no asistió a la ceremonia. Sobre el pupitre de Sor Matilde
se quedó, inútil para siempre, el certificado de buena conducta y
aprovechamiento.
El salón donde se celebraba el certamen se hallaba en el segundo piso
del colegio. Durante la mayor parte del año permanecía clausurado
herméticamente, cerrados los postigos de las ventanas y sin acceso posible
por ninguna parte. La lunareja apenas logró echarle una ojeada un día que lo
abrieron con el objeto de airearlo, y ella pasó por allí coincidencialmente a
llevar un recado. En la medio-penumbra del pasillo se silueteaban el ancho
estrado rojo y los sillones fraileros enfundados de blanco, desde los cuales la
madre superiora y el capellán repartían los premios. La madre Ana Joaquina
se pegaba a la nariz para leerlo, el papel que le pasaba Sor Matilde, y los
papás de las alumnas nombradas, sentados en silletas colocadas en fila,
oyéndola se secaban las lágrimas. Lo mismo habrían hecho don Alejandro y
doña Mónica. Cuando a Mirza la sacaron del colegio nadie discutía ya, ni
siquiera Susanita, que la calentana era la primera de la clase y le
correspondían los mejores premios.
En lugar de eso, de subir entre aplausos al estrado rojo y conquistar tal
vez definitivamente el aprecio de Gala y del resto de las condiscípulas, en la
casa de Calixto le fue adjudicada la tarea de cuidar a Leonel y repasarle
diariamente las lecciones de su primer año de primaria. El niño oponía
resistencia tenaz al estudio, como si ya hubiera escogido su destino y
rechazara enérgicamente cualquier intervención en otro sentido.
La segunda de las obligaciones de Mirza consistía en dar la comida a los
micos, que eran la debilidad de Alfonsina, la nueva esposa de Calixto, y
asearles la gran jaula en que vivían. La niña los odiaba, pero Alfonsina los
había llevado al hogar sencillamente como su única dote, heredados de su
padre, el señor Mongrif, agente de una firma dedicada a vender
medicamentos en los Llanos. Al regreso de sus viajes llegaba cargado de
monos de distintos pelajes y especies, y hasta de tigrillos de pocos meses. La
jaula en que permanecían encerrados y ateridos se hallaba en la terraza, con la
cual comunicaban los dormitorios.
Cuando la viuda y la huérfana se refugiaron en la casa de Calixto, uno
de los micos, perteneciente a la familia de los perezosos, se despertaba cada
tarde al dar las seis. No volvía a conciliar el sueño sino a las cinco y media de
la mañana del día siguiente, cuando clareaba y cantaban los gallos. Había
consagrado la noche íntegra a ejecutar un sinfín de ejercicios acrobáticos,
impulsado por el laudable propósito de conservarse en forma. En las alcobas
repercutían los golpes, zarpazos y chillidos, si se caía del trapecio. A Calixto
y Alfonsina parecía no importarles, pero doña Mónica, para dormir,
necesitaba calmantes.
Desde su entrada al colegio había anunciado Gala que al terminar el año
se iría con sus padres a Europa. Mirza no la volvería a ver. Abandonar el
colegio no significaba solamente para ella perder la continuidad de los
estudios y la ocasión de lucirse en la sesión solemne. Representaba mucho
más. Cuando iba a la casa de Gala, a jugar con los perritos pekineses de su
amiga —un regalo de su padre para compensarla de la calamidad de que en
todo Bogotá no se hubiera encontrado otro lebrel como Ícaro — Mirza ya no
se acordaba del lunar. Tampoco de Natalia. Ligera y alegre entraba a formar
parte del grabado de un libro. Se trataba de un texto de geografía. La
ilustración reproducía un rincón de la ciudad de Pekín. La gente, de mirada
soñolienta y cautelosa, sentada con las piernas cruzadas en esteras de paja al
lado de algún biombo, acariciaba a perros pequeños y chatos como juguetes
de felpa. A la escena la envolvía una niebla en la que se encendían mil luces.
Pero la niña Urbina desapareció con los faroles y los pekineses. Para
reemplazarlos Mirza no dispuso sino de la jaula de los micos en la casa de
Chapinero, muy lejos del convento de las monjas y de los sitios frecuentados
por Gala.
Calixto tuvo la delicadeza de no aludir delante de doña Mónica a lo
vergonzoso, lo inaudito: la deuda contraída por ella para atender los gastos
que demandó la búsqueda del tesoro, amén de los de la enfermedad de don
Alejandro.
Calixto no lo hizo, aunque la inminencia de que ocurriera en cualquier
instante debió ser la que pesó sobre la mamá y al final le produjo el ataque
cardíaco.
Cada vez que se sentaba a la mesa con Calixto y Alfonsina pensaría que
se acercaba el minuto de la catástrofe. Si se aplazaba un día sería para
aplastarla con mayor fuerza al siguiente. La cubría una nube negra nunca
desgajada, una sentencia merecida pero jamás ejecutada, una gota de agua
cayendo sin cesar y taladrándole el cerebro. Lo que ignoró siempre fue que, si
su cuñado se callaba y no le echaba nada en cara, si no se rasgaba las
vestiduras y esparcía ceniza sobre su calva cada día más pronunciada, se
debía simplemente a que, por esas calendas, él también ignoraba lo sucedido.
Increíblemente el banco dejó pasar el tiempo y no cobró la suma que se le
adeudaba sino después de la muerte de doña Mónica, cuando presentó los
pagarés firmados de puño y letra de la esposa de don Alejandro.
El tío Calixto no los pagó porque ¿cómo y con qué? Cancelar la deuda
lo habría dejado en la pura inopia. Por otra parte, ¿no cumplía de sobra sus
deberes para con la familia de su hermano, encargándose de mantener a
Mirza?
Eso sí, durante meses, a almuerzo y comida, la niña no se privó de oírlo.
Se lo repetía no por mala voluntad ni por el deseo de amargarle la sopa sino
porque, verdaderamente:
—¿Dónde se ha visto que a una señora como mi cuñada, tan poquita
cosa, tan tímida, tan callada, sin fincas raíces ni nada por el estilo, sin exigirle
fianza, sin que nadie respondiera por ella, le prestara el banco la suma de
cinco mil pesos? En cambio yo no pude obtener un miserable préstamo para
salvar la casa de la calle de Florián. Tuve que venderla por lo que me dieron.
Y eso que me garantizaba la misma propiedad. Y los fiadores que me
pidieran. Y que no solicité sino tres mil pesos.
En su voz había un tono de reproche, dirigido no propiamente a la
entidad bancaria sino a doña Mónica, como si ella en persona lo hubiera
traicionado en alguna forma. Doña Mónica, que guardó hasta el fin en una
caja de lata las cartas que don Alejandro le escribió desde los campos de
batalla en el tiempo de la guerra, y que sufría a causa de la mancha en la cara
de su hija mucho más que esta misma, aunque no lo confesó nunca. Doña
Mónica, que no se marchó como Gala sino que se quedó eternamente al lado
de Mirza, en el retrato con marco de plata de la mesita de noche.
En la iglesia los rezos transportan a otra orilla a la lunareja. A una parte
que genera el calor necesario para que se desarrollen sus imaginaciones. Allá
nada disuena. Todo se halla en su sitio. La mirla ha recobrado el uso de la
pata y se desgañita cantando, indiferente como cualquier artista a lo que no
sea crear un chorro de notas, de agua tornasol, de luz indefinible. Petra, la
sirvienta que echaron del inquilinato acusada de robar a Mayo, está contenta
y gana más sueldo en otro sitio. Mirza ya no se toca los senos, estirándoselos
para que le crezcan. Arrodillada junto a doña Mónica y muy cerca de don
Alejandro, se mece en el aire, unas veces cabeza-arriba y otras cabeza-abajo,
como después vio personalmente que lo hacían los ángeles acróbatas de los
cuadros del Greco.
En la cafetería de la universidad, entre el humo de los cigarrillos y el
estímulo de las tazas de tinto, los estudiantes establecen inequívocamente una
necesidad que no puede aplazarse por más tiempo: la de implantar la justicia
sobre la tierra. Ligia lleva la batuta y la aprovecha para dirigir los golpes
contra la Iglesia: "¿De modo que Monseñor X alquiló su casa a un hotel de
dudosa ortografía? ¿Cómo te parece, Bernardo?". "Tal vez él lo ignoraba; lo
engañarían". "No, querido, no nos equivoquemos. Ya verás cómo les arde tu
drama cuando lo estrenemos en el teatro; es un botafuego; les tocará
tragárselo porque tú eres Bernardo Gallo y Figueras".
Manuel Paniagua interviene, rápido, como si lanzara una pelota en un
partido de ping-pong:
—Que la Iglesia Católica nos muestre por su propia vivencia el abismo
que media entre la realidad y el deseo, es lo que me atrae más hacia ella.
—A mí las iglesias sencillamente me atacan los nervios —sostiene Lulú
Fetiva—. El otro día entré por casualidad en una que creo se llama La
Veracruz. Decía la misa un padre de sangre de pescado. No alzaba la voz ni
siquiera cuando invitaba a levantar el corazón.
—No les importa la viuda que reclama al juez injusto, no les importa
nada —dice apasionadamente Daniel Irigoyen —. Su intención es en el fondo
volver el Evangelio tan inocuo, tan pasteurizado, tan aburrido como un
editorial de El Tiempo.
No había escapatoria para Mirza. En la universidad, la posición de la
mayoría en lo tocante a la religión se parecía a la del emperador de la China
con el pintor del palacio donde el futuro monarca —por entonces un niño
prisionero— pasó recluido su infancia. Los cuadros que poblaban los muros
prometían un mundo tan bello que cuando el ex-encarcelado conoció la
realidad, ya coronado emperador, se decepcionó hasta la raíz del alma.
Cuanto veía no era ni sombra lejana de lo que le habían anunciado los
maravillosos lienzos. Nadie más que el artista tenía la culpa. Debía pagarla
con la cabeza.
A Ligia la habían engañado sus padres, la había engañado su maestra
Mirza, y luego el colegio, los periódicos, la radio, la televisión. No le
quedaba sino la revolución como lo único decente. ¿Y si ésta triunfaba y
creaba una nueva casta, repitiéndose el proceso detestable? Bueno, qué
remedio, no podemos pararnos en pelillos, a cada tiempo su tragedia. Lo
importante ahora es que en estos países llamados subdesarrollados amanezca
por fin el día en que las mujeres nombradas simbólicamente María-Cruz, no
tengan que taparse la cara con las manos crispadas, cuando les avisan a gritos
que acaba de consumirse en un incendio la piezucha de cartones y latas
donde, antes de salir cada día para acometer el trabajo de lavanderas, o de
meseras, o de vendedoras de fritanga, o de putas, les toca dejar encerrados
tres o cuatro o siete niños y niñas, que alzan a su madre las caritas soñolientas
cuando ella se despide de puntillas, con ojos de tinta china, de miosotis, de
esmeralda, con pelo en ricitos o liso, condenadas a ampollarse, escaldarse,
carbonizarse, en el infierno formado por la gasolina de la estufa que maneja
la hermanita mayor, de seis años y tres meses, responsable de cocinar cuando
se ausenta la madre.
Ninguno de los estudiantes, salvo Ligia, lleva su condescendencia con la
lunareja hasta acompañarla a la capilla que hay en la Ciudad Universitaria.
Pero la hija de Isidora si dispone de un rato no se niega, hasta disfruta. Igual
que si se le presentara la oportunidad de efectuar un trabajo en el terreno,
ratificante de una fórmula teórica, para demostrar que la religión no es sino
un sistema bien organizado de explotar a los Cándidos. En la iglesia se pone
al acecho, le palpitan las aletas de la nariz, se le agrandan todavía más los
ojos, contiene la respiración, al tiempo que Mirza implora mentalmente: "Que
el sacerdote pronuncie bien las palabras sagradas, que irradie su fe". Le pasa
lo mismo que cuando llega a Bogotá un amigo extranjero y ella lo invita a
conocer el Museo del Oro. Este naturalmente no la emproblema. Su efecto
sobre el visitante será espléndido de todas maneras. Lo que la acongoja es
atravesar con el extranjero culto, de atención sobreexcitada, la plaza de
Santander colmada de cacos, descuidada, con olor característico a amoniaco.
Y las calles adyacentes con los andenes rotos, con basura regada por el piso,
con ventas de fritangas. Le arde la cara.
Igual en la capilla, al lado de Ligia. Que por el amor de Dios no acuda
ese día el loquito cuya meta consiste en perturbar con cantos extemporáneos
a quienes buscan concentrarse; que el parlante no se estropee como suele,
produciendo una serie de chirridos que destemplan los nervios, que el
sacerdote no repita como por llenar un requisito, frases que se ha aprendido
de memoria. Y que no gesticule extrañamente ni se rasque en ninguna parte,
olvidando que ya no está de espaldas a los fieles, y que el sacristán no
esgrima la bandeja como un arma y la única justificación de la ceremonia.
Por el centro de la capilla de la universidad se adelanta la fila de los
comulgantes, siempre los mismos. La señora que vive en el barrio vecino y
que acude allí porque es más cómodo, jorobada, de cabello pintado de rojo
caoba, dividido en hebras separadas unas de otras como escasísimos
filamentos que pueden contarse con los dedos, para revelar en toda su
crudeza la obscenidad del cráneo de bola de billar adornado con peinetas de
carey y una hebilla de plata. Claro que de cuando en vez aparece también
alguien diferente: un hombre discreto, reconfortante, vestido de gris, que
soporta sobre sus hombros el peso de dictar en los tiempos actuales una
importante cátedra. O una jovencita de pelo largo y bluyines, que levanta la
hermosa cara con la osadía desenfadada del creyente. O Manuel Paniagua,
muerto de risa, como de costumbre. Pero de resto, en la fila, solo algunos
muchachos de caspa en las solapas, flacos, mal vestidos, de ojos inestables. Y
empleaditas de la secretaría empeñadas en conseguir novio, apelando a la
receta archidesvalorizada de rezar una novena con comunión diaria. El padre
reparte las hostias como un funcionario los formularios para llenar una
estadística. Después todos regresan a sus puestos. Nada cambia.
Ligia se divierte de lo lindo. Ese es el plato que busca. Se llena de
argumentos cuando no de ira santa por haber sido en otro tiempo idiota útil
de la Iglesia. Han pretendido alienarla. Jugar con la buena fe de una criatura
tierna. Por lo pronto se muerde los labios.
Si Mirza fuera alguna buena señora con hijos grandes, seguramente
profesionales que dieran clase a los muchachos en alguna de las facultades,
claro que nada le importarían los años. Tampoco, con una bella historia qué
contar a los estudiantes:
"Fonny empezó a existir para mí cuando yo tenía siete años y él nueve, y
yo le pegué porque estaba furiosa, y el palo tenía un clavo que le hizo sangre
en la mejilla, y yo me asusté porque le daría el tétano, pero él me perdonó y
desde entonces fuimos inseparables en todos los juegos y cuando yo cumplí
dieciocho años nos casamos sin tener un centavo y a Fonny lo metieron en la
cárcel por una calumnia, cuando iba a nacer nuestro primer hijo, pero a mí no
me faltó el valor y conseguí un abogado que lo sacó con fianza y desde
entonces no nos hemos separado nunca".
Así era lógico y hasta bonito para una vieja alternar con los jóvenes. El
dolor en las coyunturas resultaba menos discriminatorio, más soportable. La
vida se volvía un tejido de crochet terminado completamente. Un mantel de 3
metros de largo por 1.80 de ancho, con tres caminos de flores de lis en el
centro, y otros más pequeños a los lados, realzando los principales.
Una vieja que no negaba sus canas y las mostraba como una aureola
más, que aumentaba su popularidad, era Simone de Beauvoir. Ante ella se
inclinaban las estudiantes, engarzadas con Mirza en una discusión en que la
última demostró por excepción ideas concretas:
—Hay mujeres de dos tipos: el femenino-femenino y el femenino-viril.
La Beauvoir pertenece al segundo. Su ideal de ser como un hombre, para no
verse obligada a realizarse a través de otro, según lo ha dicho, es el
responsable de la desorientación de las mujeres que estamos padeciendo en la
segunda mitad del siglo XX.
—Nadie puede negar su envidiable claridad de propósitos y la seguridad
con que los ha cumplido uno a uno, aprovechando o creando los medios
necesarios —saltó Ligia—. Lo que vale es la eficacia. Ninguna mujer de
nuestro tiempo la ha demostrado en mayor grado que ella.
—Su unión con el creador del existencialismo es un ejemplo de
matrimonio monógamo y a la vez de poliandria —opinó Lulú Fetiva—. Qué
bárbara. Ni George Sand, qué digo, ni Cleopatra. ¿En qué fecha comenzó el
romance Beauvoir-Sartre? Antes de la segunda guerra mundial. Cuando
murió Sartre la pareja ya se preparaba a celebrar sus bodas de oro.
—Una vida entera compartida —dijo María Olga—, sin que eso
signifique que Simone no se hubiera permitido licencias, previamente
convenidas con el otro, quien ejercitaba igual derecho por su parte. Lo
sensacional, lo que prueba hasta la saciedad la astucia de ella, es que no
abandonó en su despecho a las intimas amigas de su compañero, cuando este
las dejó solas. Les tendió la mano para proteger aun económicamente a las
que reventaban degeneradas por el alcohol o por cualquier otro vicio, en el
que se refugiaron a la terminación de su aventura. Simone de Beauvoir no
tiene empacho en revelarlo en sus memorias.
—No puede olvidarse que Sartre, de común acuerdo con ella —siguió
Mirza— renunció a lo que Mauriac no fue capaz: al premio Nobel. El gran
triunfo de la pareja residió en que ambos realizaron sus propósitos a la luz del
día, sin ser juguetes de los acontecimientos sino dominándolos,
imprimiéndoles un sello. Sin embargo, fue también Mauriac quien escribió:
"Y, no obstante, lo sé, todo eso está mal, todo eso es el mal", con lo que
pronunció seguramente la última palabra.

Después de dictar sus conferencias el doctor Claudio Doniges se


demoraba un rato con los muchachos, entre quienes no sería raro que se
perfilaran los futuros sostenedores del movimiento demócrata-cristiano:
—Doctor Doniges, le presento a Manuel Paniagua. Es un muchacho
excelente pero muy perezoso. No quiere trabajar en política por ninguna plata
— le comunicó Mirza.
—Te corresponde convencerlo. A lo mejor has venido con esa misión a
la universidad. Infórmame cuando sea tiempo.
A la lunareja se le había ocurrido que Paniagua se afiliara al partido de
Claudio. Una solución práctica para compensar su propia deserción. Le
permitiría saldar la deuda de gratitud contraída con el jefe de los demócrata-
cristianos cuando ordenó pagar por cuenta del movimiento los gastos de
regreso de Mirza a Bogotá. Solo que Manuel no la secundaba en lo más
mínimo. Se quedaba rígido como un poste o confiaba a la lunareja:
—¿Has notado que la voz de Doniges nunca cambia de tono, igual a la
de Orna Caballero? Apártate de las voces neutras, apártate de la gente con
cara de palo. Cuando parecen distraídos y sordos se hallan en realidad
pendientes de cada sílaba que pronuncies, de cada gesto. Para ellos las
personas se dividen en dos categorías: incondicionales o enemigas. Les
fascina almacenar material sobre cada grupo porque eso les permite medir sus
puntos débiles a fin de cogerlos in fraganti a la primera oportunidad. Nada les
gusta más que pronunciar condenas y mejor si se basan en nuestras propias
palabras, las que nos resulta imposible recoger. Así se convencen de que se
hallan repletos del deseo de ayudarnos, aunque desgraciadamente se los veda
nuestro mal natural.
—Tienes demasiadas teorías, mi pobre Manuel, y eres muy terco. Me
has echado un discurso.
—Convéncete, Mirza. Nadie es nuestro amigo si carece de lo que con
tanta profusión se derrama en los ojos de un perro: abnegación y ternura.
—¿Cómo son los ojos de Claudio? Parece mentira pero nunca me he
fijado.

—Exactos a los de Orna. Grises y fríos como aletas de pescado.


Por lo pronto se clavaban en Paniagua pero no para gozar sino como
diciéndose: "A causa de la lunareja me toca soportar a este degenerado. Mirza
lo introduce en nuestras reuniones probablemente con el único propósito de
tener quién la acompañe a la salida".
Pero si Manuel no hacía gracia a Doniges, en cambio Ligia Montiel lo
miraba con simpatía, quizá con respeto. El día que Orna Caballero se portó de
un modo odioso, gritándole a Anabella lo más alto posible para que no se
quedaran sin oírla los estudiantes que circulaban en dirección a la cafetería:
"¡Prostituta! ¡Usted es una prostituta!", entre los que pasaban iba Manuel. Por
casualidad la lunareja lo miraba, brillantes de placer los ojos pequeños,
delgado como si fuera a partirse, exacto como cada ser humano a su propia
estatua, destinada a que la muerte la inaugure, definitivamente algún día. Al
oír a Orna reaccionó en el acto. Se encontraba en el sitio más luminoso del
corredor, justo en el ángulo que a Mirza le permitía justipreciarlo. Entonces
se dirigió a la pobre Anabella y le dijo como lo más natural del mundo:
—Niña, venga conmigo a la cafetería. Yo invito.
Ligia, que también circulaba por allí, alcanzó a darse cuenta. Dijo:
—Qué tipo este. Como estudiante es mediocre, pero posee el talento de
no juzgar a los demás y hacer en cada momento lo que debe.
La verdad era que Nicolás Bonnet, el niño consentido y usufructuario de
los favores de Anabella, plata incluida, había roto con ella y últimamente
prefería a Orna Caballero que, sin embargo, sentía celos. Anabella había
recobrado la facultad de gastar en sí misma la suma integra enviada por sus
padres. Lirio Brown ya no le pagaba los almuerzos, pero a veces la
inconsolable se emborrachaba y repetía una cantinela: "Los hombres son
promiscuos, los hombres son promiscuos". Nadie la sacaba de ahí para que
pasara a otro tema.
El romance de Daniel Irigoyen y María Olga Alción tampoco marchaba.
Daniel salía con otras muchachas bajo el pretexto de que debía iniciarlas en la
lucha política, lo que a María Olga la sacaba de quicio.

"Pobre mi queridita, mi deliciosa María Olga, mi mujercita. Sufre sin


razón porque mis compromisos con el partido me quitan el tiempo que debía
dedicarle a ella sola. Teóricamente los dos estamos de acuerdo tanto sobre la
realidad de nuestro amor como sobre la urgencia de la lucha política, lo
hemos discutido mil veces. María Olga piensa como yo, nos encontramos
archiconvencidos de la necesidad de un vuelco total, aquí en Colombia como
en el resto del mundo. Si el compromiso con la causa nos exige un sacrificio
lo realizaremos, conscientes de que vale la pena ser generosos, responsables y
dignos de confianza. Todo eso es como tiene que ser. Lo único que me
fastidia no un poco sino un mucho consiste en que María Olga me persigue
como si fuera mi sombra. No me deja en paz ni de día ni de noche. ¿Es que se
imagina que soy un chicuelo? ¿Que me he cosido a sus faldas? Para mí el
amor es una cosa y otra la política. No me gusta mezclarlas. Pero las mujeres
están irremediablemente condenadas a no diferenciar entre los dos términos.
Por liberadas que se declaren, por modernas y comprensivas y
revolucionarias que sean, continúan en lo esencial idénticas a sus abuelas de
la edad de piedra. Intransigentes y exclusivas en amor, esclavas de sus
glándulas, proclamando que han roto las cadenas y sufriéndolas intactas por
dentro. Al aforismo "cherchez la femme", podría oponérsele con muchísima
mayor razón un "cherchez l' homme" que jamás falla. Es siempre por un
hombre y no por una idea que las mujeres llevan a cabo las acciones más
locas, más inesperadas, más sublimes. En la universidad tenemos por ejemplo
a Ligia Montiel, en apariencia tan rebelde e iconoclasta, tan nítida y de una
sola pieza. Hay en ella sin embargo una fisura que no puedo captar
exactamente, pero que la desvía, la doblega. No se enamora sino de hombres
maduros, casi viejos, quizá por alguna fijación de su infancia debida a la
búsqueda del padre o algo por el estilo, según una frase de Mirza Eslava que
pesqué el otro día. En un principio pensé que el favorito de la futura actriz
sería Bernardo Gallo, sobre todo cuando ellos dos y otras muchachas se
fueron descaradamente dizque a veranear a la finca que Bernardo tiene en
Villeta. Pero no. Hay otra persona con mayores títulos que el factótum para
triunfar en esa empresa, si es que a estas horas no se ha convertido ya en el
único dueño de Ligia. Por un reflejo curioso y al parecer contradictorio es de
esa misma fuente de despecho filial que brota el odio de ella a los curas,
excepción hecha del Padre Alvarado, pero ese no cuenta. Por su parte, esa
buena pieza que se llama Orna Caballero, le enciende una vela a Dios y otra
al diablo. No obstante pregonar su estrictez en materia de conducta y su
catolicismo tradicionalista, no se priva de los amores clandestinos para
aprovechar su juventud, como dice, aunque ingeniándose por defender su
himen y conservarse virgen, si no en lo espiritual al menos físicamente,
presumiendo de cumplir en esa forma el sexto mandamiento. Con sus tretas
ha logrado enloquecer a Nicolás Bonnet, tan acostumbrado al trato maternal
de Anabella Simon, y ahora en manos de esa cínica que le ofrece el premio y
se lo quita. Ya no da pie con bola en la carrera ni en nada. Se ha vuelto un
desastre, un espectro. A mí me encanta poner los puntos sobre las íes para
que nadie se llame a engaño. Los hombres somos más duchos en psicología
femenina que las mismas interesadas. Estoy convencido de que las chicas de
la época de la píldora, a pesar de sus ínfulas y sus diplomas y su ambición de
abarcar dos esferas, al final caen en la trampa lo mismo que la protagonista
de Las palmeras salvajes, una novela de Faulkner que leí hace bastante
tiempo, estupenda por cierto. La heroína se muere a consecuencia de un
aborto que le practican mal. Hoy es cierto que en las clínicas se ofrece la
manera de eliminar al hijo por medios inocuos y seguros. Las mujeres de
negocios, de pronto y sin decir palabra desaparecen durante una semana de
los bancos y oficinas que gerencian. Cuando regresan dan cualquier disculpa
pero se notan muy pálidas. Pregonen lo que pregonen, sus raspados del útero
les dejan en el alma heridas que nunca cicatrizan. Y si se mandan esterilizar,
cerradas irreversiblemente las trompas de Falopio, se convierten para
nosotros, sin género de duda, en objetos de los que cansan muy rápido. Esa es
la realidad monda y lironda. O el asesinato o la cosificación como únicas
soluciones. He aquí en lo que vienen a parar las baladronadas sobre el sexo,
con que María Olga y yo solíamos aterrar a Mirza Eslava, cuando nos
reuníamos a charlar con ella en el tiempo en que se iniciaron las clases.

Por esos días Ligia llamó aparte a Mirza y le dijo:


—¿Sabes a quién vi ayer?, a César Castell. No le han pasado los años.
Iba vestido como un play boy y manejaba un carro fabuloso. Nos pusimos
una cita para esta tarde, a las seis.
Todavía en la iglesia se intriga la vieja: "¿Me lo contó porque
absolutamente la tenía sin cuidado mi opinión? ¿O porque, al contrario, no
podía librarse del deseo de herirme, como si se tratara de una venganza que
debía ejecutar de todas maneras?". La anciana no desata el nudo. Todavía la
escuece por dentro, la araña.
Había que sentir el dolor hasta el tuétano y, entonces sí, fecundarlo
dando gracias. Pero a la lunareja le sucedía que cuando se encontraba en lo
mejor de sus meditaciones, una nonada: observar por ejemplo en la vidriera
de algún infausto ventanal el reflejo de su lunar —y eso que había
empalidecido mucho con los años— le bastaba para que se le cerraran las
puertas. Entonces la rechazaban no solo sus prójimos sino hasta las cosas, el
ambiente, la atmósfera. Se quedaba como si hubiera subido a la biosfera sin
la provisión adecuada de oxígeno.
Otras veces la ruptura procedía de causas más concretas. Iba por plena
carrera séptima y se tropezaba con el loquito que se arrastraba sobre los
muñones desnudos. O tenía un encontrón con la pareja de pordioseros que
exhibían en lugar de brazos, un par de aletas cartilaginosas brotadas de los
hombros, con las que agarraban tarros de lata para pedir limosna. O con el
leproso del atrio de San Francisco, el odio en los ojos como única respuesta
tras los malignos párpados irritados. Mirza se baja entonces de la acera como
si quisiera desocuparla, dejarla libre para ellos. ¿La empuja un reflejo
nervioso que no le permite analizarlo aunque entraña un sentido? ¿De
expiación u homenaje? ¿De asco y deseo de no contaminarse?
A ella nunca le pasó por la cabeza retroceder y salir del juego, ni
siquiera cuando se enteró de que por una coincidencia desgraciada la mujer se
llamaba Gala Urbina, como su compañera de colegio. O tal vez sí tuvo
miedo, pero fue como si oyera una premonición demasiado imprecisa,
pronunciada a distancia de leguas. La repetición del nombre no era sino una
ironía del destino, claro que se trataba de otra persona, terminó diciéndose
cuando iba a cumplir a César sus citas en el edificio Cubillos, hundiéndose
hasta el cuello.

Ya muy lejos del tiempo del colegio y convertida la lunareja en una


señorita, se encontró por casualidad en una fiesta con Natalia Colmenares.
Corrió hacia ella con los brazos abiertos. Naty, de vestido verde modelo
Chanel, el pelo pintado de rojo caoba y una rana precolombina de oro
colgada al cuello, la midió de los pies a la cabeza en lugar de fingir que no la
conocía, como habría sido mejor y más discreto. Luego le dijo:
—Pero si usted es la niña del lunar, la que se llama como la hermana de
Espartaco. Sáqueme de una curiosidad ahora que volvemos a vernos. ¿Se
enteró por fin de la historia de la esclava Mirza o todavía no lo ha hecho?
Era la antigua voz gutural, con timbre metálico. Mezclaba chistes con
opiniones sobre política, arte contemporáneo y la crisis de la novela francesa.
La gente la oía fascinada, pero la lunareja no le contestó. Se deslizó como sin
querer al otro extremo de la sala. En adelante su única concesión al encanto
de la antigua favorita de Gala consistió en colarse, a poco que se le presentara
la oportunidad, en la sección de pasajes internacionales, situada en los
sótanos de la torre de Avianca, a pedir informes sobre tarifas y demás
requisitos en relación con supuestos viajes. Se los suministraba una empleada
con la particularidad de poseer una voz ronca, sofisticada, exacta a la de
Natalia el día que Mirza tomó té con ella en casa de Gala.

Con absoluta seguridad, cuando la lunareja coloreaba en el colegio de


las monjas los grabados de su geografía ilustrada, de pasta de cartulina
amarilla y lomo de percalina verde, editada en París por la Librería Hachette
en 1897, los lugares que veía reproducidos en las láminas se volvían reales,
habitables. Era factible penetrar en ellos. En cambio, ahora que se encuentra
de verdad en esos sitios, no es lo mismo Mirza no puede ya abrirse paso para
ingresar en el palacio, ni en la catedral, ni en ninguna parte. No importa que
haya traspasado físicamente los umbrales y esté allí. Resultaba mejor cuando
leía la geografía. Sin embargo, el libro tampoco le enseñó nada. Le habló de
las catedrales pero no fue capaz de transmitirle el vuelo de piedra que allá la
dejó estática, sin aliento, sintiéndose más que nunca a ras de tierra, una
hormiga. Tampoco le cortó la respiración como la vista personal de los
vitrales alelados y transparentes, a pesar de que claro que el texto los
nombraba, así como también los monumentos funerarios. Inclusive con la
advertencia de que habían sido pagados con los tesoros de los indios
americanos, robados por los grandes señores encomenderos que los
explotaron. Luego, de regreso a la tierra natal, para apaciguar su conciencia
torturada por las furiosas admoniciones del obispo Las Casas o de cualquier
otro tonsurado, mandaron que los representaran en las tumbas, de rodillas o
yacentes y con las manos juntas. Pero el libro jamás anticipó a Mirza el
temblor blanco-gris apagado que estremecía a las piedras, comunicándose al
que las observaba.
La estatuaria de la América original, desaforada, tallada en piedra tosca,
extraviada en alguna parte, en la gran selva, jamás se equiparaba, ni siquiera
podía nombrarse al mismo tiempo, con esas reproducciones escultóricas en
alabastro, en mármol. Testigos de la historia que cayeron en el camino, la
suya era una relación cantada, valorada, fechada, mientras que la americana
permanecía desafiante, muda. La lunareja, de raza blanca, de raza india, de
raza negra, acaballada en dos mundos, en dos tiempos, se limita a comprobar
a cada paso que en ninguno encaja. Se retira de ambos con las manos vacías,
sin apartar el corazón de los relicarios de cristal de roca, de los bustos de San
Juan Gualterio, de los frescos de la escuela florentina de los siglos XV y
XVI, de la Palla dorada de San Marcos, pero a la vez sabiéndose ausente,
conminada desde siempre a ser ajena.
Unicamente cuando va en autobús por alguna carretera, sorprende de
pronto paisajes que están ahí como si eternamente la hubieran esperado, sitios
sombríos, recogidos, de fugaces brillos. Le parece como si nadie los hubiera
mirado antes que ella. Arboledas tendidas al pie de las grandes cruces de
piedra de los caminos. Bosques que poblaron los antiguos druidas, dotados
luego por los cristianos de hornacinas con estatuas de la Virgen, que
desciende sin falta de su trono cada noche, para ir en romería a adorar las
cruces.
En París, los amigos de Mirza se preocupan por llenar las lagunas de su
cultura. La atiborran de datos. En la urna, alta y angosta como un ataúd, la
estatua del Escriba, un prodigio. Hay que contener la respiración. Por miedo a
los taladrantes, despreciativos, pétreos ojos que la atraviesan desde su helada
distancia. Con la Victoria Alada le sucede otro tanto. Ciertamente la
invitación al vuelo no se dirige a ella, oriunda de un país subdesarrollado, a la
que guías y vendedores y acomodadores y porteros le arrancan tiritas de piel
cada vez que le exigen unos francos de más, ocupada de preferencia en
calcular si los que le acaba de entregar el cambista de la rue Vaugirard,
meticulosamente contados y vueltos a contar y depositados al fin en las más
resguardadas regiones de la cartera, le alcanzarán para pagar su almuerzo y el
de la cicerona. Que espera en el palacio de Rodin. Cuánto esfuerzo, qué
voluntad de trabajo. A golpes de martillo se forjan los genios. Mirza se
estruja la cabeza sin encontrar un elogio original. Definitivamente es idiota.
Pero una tarde de lluvia, la catarata sobre los redivivos castaños — "y
viendo los castaños frondosos de París y diciendo: "Es un ojo este, aquél; una
frente esta, aquélla..."— al conjuro de César Vallejo se rasga una cortina. Ya
no se trata únicamente de la longitud desmedida de las calles parisienses
como sola realidad abrumadora que a la lunareja le hincha los pies. Ni del
terror que la paraliza cuando en las estaciones del Metro se abren las puertas
automáticas, y teme no moverse lo bastante aprisa y quedar apresada. Ahora
hay amigos, un ojo, una frente, conocidos de tiempo completo en sus
reacciones más profundas, más íntimas. Marcel Proust, Bernanos, Julien
Green, han caminado por allí, atisbado esos muros, repetido esos pasos,
respirado ese aire. Y no solo ellos. En la lejanía de un libro leído en el
colegio por préstamo de Sor Matilde, figuraba doña Blanca de Castilla, madre
de San Luis y reina de Francia, corazón de la Edad Media con el fondo de las
Cruzadas. Casi irreal y sin embargo presente, tanto que al leer, en la novela
de Marcel, algo sobre que los detestables miembros del cogollito de los
Verdurin dieron en la flor de criticar a la reina doña Blanca, y Swan los
desaprobó y los puso en su sitio, la lunareja se congratuló con el autor y se
bañó en agua de rosas, allá en su Bogotá perdida, como si formara parte del
pleito intrínsecamente de otros lares.
Y aún existen más ligazones: aquella estampa coloreada que Gala
Urbina regaló a Mirza Eslava cuando ambas estudiaban en el colegio de las
monjas, representada en ella la flor y nata de una familia burguesa del
pueblecito de Lisieux: Santa Teresita del Niño Jesús, de ojos azules no-me-
olvides, pelo rublo y ondulado cayéndole en cascadas sobre los hombros,
vestida de blanco y con delantal punteado de encaje, recogido con un lazo
grande a la espalda, a los 14 años cumplidos días antes de entrar en el
Carmelo. Detenida frente a la puerta de su casa de escalinatas, claraboyas,
herrajes, canecillos, arcos, archivoltas, de propiedad de la familia Martin
durante generaciones, en concordancia los cánones arquitectónicos con las
vidas metódicas, ordenadas, obedientes a una norma y a una jerarquía.
A los suramericanos domiciliados en París, llamados por otro nombre
metecos, los muerde la nostalgia aunque no lo confiesen. Darío cantó a doña
Blanca de Castilla con el incancelable deseo de realizar el salto imposible de
la sangre y los años. Por el estilo las obras de Alejo Carpentier, de Julio
Cortázar. En el número 2 de la rue Largiliiére, y en el número 18 de la rue de
Siam, habitó durante un cuarto de siglo un hombre salido de lo más
resguardado y castizo de Santa Fe de Bogotá. Lo obsesionaba el propósito de
entregar una cuota que contribuyera a zanjar el diferendo vigente. Cuando,
por obra y gracia de un nativo de América, esta pudiera otorgar a los
peninsulares, como si les devolviera un depósito, el propio idioma español
pero expurgado, purificado, refulgente, se saldarían las cuentas. Quizá algún
día lo pensó don Rufino José Cuervo. El mismo que, al leer la traducción de
El paraíso perdido, efectuada en la Bogotá natal por su amigo Alvarez
Bonilla, escribió una carta fechada en París, en 1898, en la cual le
manifestaba: "...es imposible que yo entienda nuestra tierra pues me parece
que allá bullen en confusión los elementos de orden y desorden, de riqueza y
de pobreza, de cultura y de ignorancia, de civilización y de barbarie".
En cambio, en el otro hemisferio, hasta lo más insignificante clasificado
en su correspondiente gaveta, de modo que el señor escribidor puede
consagrarse con la mayor tranquilidad a tomar los apuntes que desea sobre la
calidad de las conchas del palacio de ese nombre en Salamanca, y luego no
perder la oportunidad de reunirse en la Castellana con su peña de colegas, y
darse un paseíllo por el Retiro, ya apurada la copita infaltable de cognac, para
admirar los árboles debidamente sobredorados y enduendados al llegar su
hora en el otoño, según el ritmo de las estaciones; en el hogar en invierno la
calefacción encendida, los pinos y los pasteles y las castañas en la
Nochebuena; en la primavera, los jacintos, los tulipanes y los almendros
puntuales a la cita. Sin olvidar en el verano la finquita de Extremadura, cada
encina lineal y nítida bajo el cielo reteñido de azul, el olor a los rebaños, y
aldeanos con vestidos tradicionales bailando cogidos de la mano, en
expectativa de la inminente llegada del señorito, las aldeanas con pesados
zarcillos de oro purísimo en las orejas y gargantillas de perlas en el cuello,
conservados aunque venga la hambruna porque se trata del legado de la
bisabuela.
Pero en las familias creadas en América por los españoles, qué
sarcasmo, genealogías improvisadas, dos o tres generaciones y salta el
bastardo. La raza sin prototipos, sin moldes de conducta, meciéndose en el
aire. En las selvas de Urabá los Indios le contestaron a la Madre Laura,
cuando llegó para evangelizarlos: "Nosotros como perros, sin alma".
Una vez en un pueblo llamado Circasia, al que César Castell había
destinado a un grupo de inmigrantes polacos, los campesinos trajeron sesenta
costales y los depositaron en una acera de la plaza, frente a la alcaldía, la
víspera del día de mercado. "Cuídennos estos bultos de repollos", pidieron a
los que pasaban. No regresaron. Al otro día los polacos abrieron los bultos y
encontraron sesenta cabezas humanas, grandes y pequeñas, como repollos, de
pelo liso, crespo, negro, canoso, ahí en la plaza, tiradas.
Pero, en la revolución francesa, las calceteras; en el siglo XVI, la
chamusquina de brujas; los miembros de las familias reales formando la
asociación más respetable de criminales natos. Los mismos polacos que
recolectaron la cosecha de repollos ofrecían un testimonio personal e
intransferible sobre el ghetto de Varsovia, y la sospecha muy fundada de que
en Europa la llamada cultura occidental cristiana no constituía sino una
delgada capa, a la menor ocasión mostrando los colmillos, aunque cuando
Mirza sostenía esa tesis le contestaban que allá se trataba de crueldades
episódicas, anormales, no endémicas como las de su triste América. En
Europa eran el precio cruento pero indispensable de un progreso que las
rescataba.

— ¿Cómo le fue en España? ¿Qué trajo? ¿Aprovechó el viaje?—.


Bernardo se lo preguntó cuando la volvió a ver, días antes de su cita en la
casa de las Montiel. Tenía el aire ceñudo, caviloso, como si quisiera
castigarla por alguna omisión incalificable. Mirza hurgó y hurgó pero
encontró poco en su memoria. En el Madrid viejo le gustaba caminar por
callejuelas extraviadas que cegaba algún edificio. Le daba pena no haber
transitado antes por ellas, tan tibias y acogedoras como eran, provistas de
diminutas cafeterías con mesitas cubiertas de manteles a cuadros blancos y
rojos. Un caballo uncido a un carro frente al restaurante La Aragonesa
arrojaba por sus fauces un vaho espeso y caliente. Saltaba una invitación
amable del letrero a la puerta de la fonda: "Berenjenas rebozadas. Pisto". El
tiempo se detiene para admirar a un niño de pelo y ojos negros parado al
frente del local, gitanillo descendiente de El Cachorro, ángel de Murillo. Pero
el encanto desaparece al subir al tranvía. Contra Mirza se apretujan mujeres
de mirada dura y facciones cansadas, tan embadurnadas de maquillaje como
si se hubieran fabricado una nueva piel. ¿Qué existe de común entre ella y la
muchacha de frente estrecha y ojos astutos, colocada unos pasos más allá?
¿Entre ella y el hombre que mueve sin descanso la cabeza, como para evitar
posibles inspecciones oculares que lo fijen en la memoria?
Un anochecer, en un desconchado vericueto de la calle de Atocha, junto
a los muros altos y negros Mirza fue por unos segundos no una mujer sino un
hombre que iba a cumplir una cita quizá fatal, embozado en su capa, con las
bragas ajustadas a las pantorrillas y el espadín tintineante contra las baldosas
de la acera. El corazón le daba tumbos bajo el cielo madrileño desgarrado por
nubarrones naranjas y violetas.
Otro día, en otoño, a las siete de la mañana, todavía oscuro, en el Metro
a la luz de las bombillas que cubrían de lividez las caras de los pasajeros
como si estuvieran a punto de llorar, sin haber leído a Platón la oprimió la
certeza de una existencia de parias impedidos de aprehender la Realidad,
flotante sin embargo en otro sitio, más arriba, pero para siempre sustraída a
su conquista. A la lunareja no le correspondían sino las sombras, el susurro
de los cuerpos que se arrastraban, la gelatinosa humedad de las profundidades
subterráneas.
Al bajarse en la última estación corrió a la escalera de salida como si
persiguiera el pedacito de cielo asomado en lo alto, igual a un pozo colocado
a la inversa. Vencedor de la noche, el día aún conservaba jirones verdes y
rosados del alba. Las palabras: otoño, castillos, Velázquez, el Greco, eran
ciertas y la esperaban entre restos de estatuas y columnas, detrás de los
árboles amarillos.
En Barcelona alguno le dijo:
—En el siglo XIII Cataluña pertenecía a la Provenza. Por aquí, por estos
mismos lugares, paseaban los trovadores de las cortes de amor, que cantaban
a sus damas en el idioma de oc.
A la altura de las ventanas continuaba el desfile de mujeres,
conversando en lengua occitana con sus unicornios.
Pero, ¿al fin y al cabo no ha sido siempre, en todas partes, ella, Mirza
Eslava, la de la mancha, la del lunar, una intrusa? Si ha bregado contra viento
y marea a fin de llegar a Madrid, y lo ha conseguido, la verdad es que puede
darse por bien servida. Bogotá quedó atrás, el mar de por medio y Mirza
volando en el avión con el firme convencimiento de que, a fuerza de desear
que ocurra, el aparato sin embargo no caerá, se sostendrá en el aire más
sólido y seguro que si anduviera por la tierra. Entre los pasajeros de la nave
ella es quizá la única a quien le sería posible predecir sin equivocarse:
"Dentro de un mes, dentro de seis, dentro de un año, dentro de muchos, viviré
todavía". Ha adquirido garantía de supervivencia gracias a su participación en
un drama que requiere desenlace, que no puede quedarse trunco. Lo que ha
sucedido en Bogotá, en el quinto piso del edificio Cubillos, es una semilla.
Como a la de un árbol le corresponde crecer y desarrollarse hasta alcanzar su
real proporción, sus ramas, sus hojas. No puede lograrlo sin Mirza, el terreno
abonado para que prospere a fin de estar lista cuando llegue el momento.
Por lo pronto le toca presentarse sola y sin amigos en la ciudad cerrada.
Allá, para los turistas repletos de dólares, todo sobre ruedas. En el hotel, el
desayuno en la cama. Panecillos dorados, calentitos, chocolate con espuma
—muy espeso, a la francesa—, excelente presión la de la ducha, doble y
triple juego de toallas, el timbre al alcance de la mano, el mejor peluquero,
Ramón, el artista homosexual, especialista en corte de pelo; el programa de
compras, mil artículos insoñables en Colombia: blusas bordadas a mano,
manteles de 24 puestos, de 36, de 48, vajillas de Talavera, ropa interior de
seda natural, lo habido y por haber. En pesetas se gasta sin sentir. El dinero se
vuelve agua que se desliza por los dedos, no mordiscos de candela como en
Colombia, a cada fuga de los billetes de quinientos pesos.
A Mirza le toca trabajar medio tiempo en un empleo obtenido por
verdadero milagro y la recomendación de Bernardo Gallo, e instalarse en un
hotelucho de mediopelo, en una de las calles transversales de la Gran Vía.
Debe medir cada gasto, no excederse, soportar las miradas investigadoras de
los compañeros de trabajo y de los huéspedes del hotel, salirles al paso para
darles explicaciones no pedidas pero que ella se considera obligada a
suministrarles. (Por amor de Dios, no olvidar desde el primer minuto la
apremiante necesidad de huir a toda costa de los miembros de la colonia
colombiana, perderse al estrellido en cuanto aparezca en el horizonte el más
diminuto representante de Locombia. El compatriota menos sospechoso, el
más simpático, puede resultar amigo de César Castell, empapado en los
detalles de lo ocurrido).
Qué alivio no obstante cuando, cumplido el primer contacto inundado de
recelos, quedan por fin ella y sus maletas introducidas en el cuartico, solas.
Ha respondido a las preguntas de la patrona y del empleado recepcionista
como si pidiera perdón por el atrevimiento de solicitar que la admitan,
soltándose como una cotorra en lugar de limitarse a consignar estrictamente
los datos rutinarios exigidos a los viajeros. En la loca esperanza de comprar
buena atmósfera por unas monedas, acabó desprendiéndose de una vez de sus
dólares, convencida sin embargo, ya en el momento de sacar la billetera, de
que pagar tres mensualidades por anticipado cuando ni siquiera ha visto la
habitación, es signo del cretinismo más avanzado. En el camino hacia la
pieza, precedida por el botones, va pidiendo a los santos mientras le gotea el
sudor aunque es invierno, que no sea oscura, por lo menos demasiado. Qué
lástima que en la vida no se pueda retroceder como en las grabadoras, para
borrar las palabras mal pronunciadas, reemplazándolas por las que se nos
ocurren después de un buen estudio del texto.
De haber rodado con suerte, en otras circunstancias, cuán distinto su
arribo a Madrid. Del brazo de César, delegados ambos del conocido comité
de inmigrantes, la noticia publicada previamente en la prensa. Montones de
gallegos, asturianos, extremeños, provistos de ramos de flores y copas de
vino para saludarlos en Barajas, decididos a ganárselos a fin de obtener su
visa de entrada a Colombia. Y, a pesar de todo, quizá mejor así, mejor mil
veces. Doña Carmen, la dueña del hotel, desde la primera ojeada toma nota
del lunar, mirándolo más bien con simpatía quién lo creyera, como si
representara un indicio de buen agüero, redundante en progreso y bienestar
para ella y su establecimiento.
La habitación de Mirza es pequeña, de paredes descascaradas, contigua
al único W.C., con una mesa, un armario, un asiento, un lavabo. La lunareja
allí, sola y acostada en la cama, tapada con colchas ajenas, rígidas, como de
palo. Vuelta un ovillo, haciéndose presión con las manos para comprobar que
tiene cuerpo y que este la acompaña por lo menos.

De no existir las conexiones de Bernardo Gallo con los libreros


españoles, a Mirza le habría sido imposible conseguir empleo. El fomento del
turismo se basa en que los viajeros gasten hasta la última moneda, no en que
las ganen. Pero a la lunareja el sueldo que le pagan no le alcanza sino para lo
esencial: cubrir la mensualidad del hotel, transportarse de un sitio a otro,
comprar lo indispensable y suplir la deficiente alimentación diaria con los
yogures que se toma por la calle. En lo relacionado con el renglón de las
distracciones, le toca extraerlas exclusivamente de tres fuentes: las colas que
se forman para esperar el autobús; los grupos de turistas a los cuales puede
pegarse en un momento dado y las vitrinas de los almacenes. Gracias a las
colas, antecedida por el uno y continuada por el otro, le es posible penetrar en
un engranaje poderoso, convertida también en eslabón de la cadena. A los
guías turísticos, que naturalmente se expresan en inglés, francés o alemán, no
les entiende una jota. Pero, aglutinados con sus oyentes irradian por las
plazas invernales, en los museos y en las iglesias, un vapor cálido, como si
los entrelazaran bandas brillantes que se comunican a sus seguidores.
Sin embargo, el centro de fascinación para Mirza se ubica en los
almacenes de la Gran Vía y de la calle de Serrano. Golosa, meticulosamente,
siempre que dispone de algún tiempo lo emplea en rondar las mercancías
aglomeradas en los escaparates. Las que más la atraen son por lo general
inapropiadas para ella: vestiditos de niño, estampas de primera comunión,
cepillos y demás artefactos destinados a la limpieza del hogar. En la calle de
Montalbán, una vitrina expone maravillas en ese último renglón. Cuando
Mirza pasa por allá, jamás deja de detenerse. Aun cuando los almacenes que
se llevan la palma de sus preferencias son las Galerías Preciados y El Corte
Inglés. Con sus escaleras automáticas y su ambiente iluminado, las
mercancías en sus respectivos sitios, tibias, cariñosas, incitantes, como si
estuvieran ya envueltas en papel de celofán y atadas con cintitas, "a precios
rebajados para la comodidad de usted", y vendedoras sonrientes y serviciales,
le parecen tan reconfortantes y acogedores que quisiera quedarse allí ojalá
para siempre. Se desvanecen el miedo, el frío, el cansancio. Medio la duerme
la música transmitida por el sistema sonoro recién instalado. En los tiempos
de la fe, posiblemente solo las iglesias brindaban a los fieles un refugio igual.
Comer a diario con los huéspedes del hotel idénticos pescadillas y
garbanzos, no genera en cambio lazos de unión. Para la lunareja,
comprobarlo la sitúa en el terreno peligroso de la satisfacción negativa.
Cuando se encierra en su cuarto se mueve lo más sigilosamente que puede,
no por consideración a la tranquilidad de sus vecinos sino para privarlos de
pistas sobre su conducta. Si no la oyen imaginarán que duerme. No obstante
cuando Paca, la camarera, le lleva por la mañana el desayuno, se ingenia a fin
de retenerla unos minutos:
—Hoy hace mucho frío.
—El tiempo está tormentoso. De pronto sale el sol y de pronto se nubla.
—Es raro.
—No crea, señorita. Es lo corriente aquí. A veces, en invierno, la
tormenta arranca hasta los grandes árboles del Retiro. Así ha pasado siempre
y no nos coge de sorpresa.
Coloca la bandeja en la mesa y se marcha.
Mirza se tapa la cabeza con la almohada. Las manchas y escoriaduras de
la pared le duelen como si le tiraran piedras. De pronto se levanta. Conversa
con la mujer que se asoma al espejo. Lo que ocurrió esa tarde en Bogotá no
fue sino un accidente idéntico a los centenares que a diario se presentan en
cualquier sitio. ¿Cómo iba a sospechar ella que Gala en persona, la propia, la
verdadera Gala Urbina, surgiera de repente en la oficina del comité de
inmigrantes sin que nadie la esperara, y se suicidara? ¿Cómo podía imaginar
Mirza que se trataba de la misma Gala? Quizá sí lo presintió alguna vez, pero
fue como a la luz de uno de esos relámpagos que brillan y se apagan, con lo
que vuelven todavía más impenetrables las sombras. El aviso se unía a un
recuerdo lejano. Un día que el chofer de la niña Urbina no llegó a recogerla a
la salida del colegio, ella y la lunareja decidieron hacer el camino a pie. En la
esquina tropezaron con una gitana. La timidez de Mirza se sobrepuso a la
mirada burlona de los ojos de azabache —tan parecidos, Dios, a los de Ligia,
cae en cuenta en ese momento la anciana de la iglesia— y le pidió que les
dijera la buenaventura. Gala se asustó y ensayó oponerse. "Te repito que no,
Mirzita, es pecado. Cuando me confiese, el padre no me creerá si le alego que
tú, que eres más chiquita, me obligaste". Pero en seguida se rindió. Las vidas
de las dos niñas se hallaban entremezcladas —afirmó la gitana, sus azabaches
escrutando las pupilas nerviosas—. Aunque la de Gala no duraría mucho,
durante años sería como si continuara en la de su amiga.
A lo mejor en Bogotá ya ha caído tierra sobre el asunto. En las cartas
que recibe no se desliza una sílaba que lo toque ni de lejos. Los amigos
bogotanos se limitan a pedirle informaciones sobre el costo de la vida en
España. En el cúmulo de asesinatos, despojos, injusticias, desencadenado en
el país por la violencia, se desvanece la pequeña historia de Mirza, no deja
huellas. Nadie le dedica un pensamiento. Tal vez ni siquiera Ignacio Claros,
el mensajero del comité de inmigrantes.

En el hotel de doña Carmen los huéspedes se dividen en dos categorías:


fijos y transeúntes. Pertenecen a la primera la señora Sabina de Domínguez,
la señorita Cándida Cienfuegos, el señor Reginaldo Moreno y Mirza.
Reginaldo estudia para presentarse a oposiciones y obtener un ascenso en su
carrera de empleado bancario. Es alto y guapo, pero desde el primer momento
Mirza se previene en contra suya, a causa de los incalificables ruidos que
produce en el cuarto de baño, captados por ella desde la pieza vecina. La
señorita Cándida no asoma la nariz en el comedor sino a la hora de la cena.
De resto duerme el día entero. La señora de Domínguez es viuda y enferma.
No se cansa de nombrar a su marido, el pobre Pepe. Los tres se mueven en un
escenario del que la lunareja es únicamente espectadora. La mañana que nevó
y llegó tiritando de la oficina, Paca, la camarera, la invitó a la cocina y le
ofreció, a espaldas de la patrona aunque doña Carmen lo hubiera aprobado,
un chato de vino con pan y queso a discreción, como si quisiera incorporarla
a las costumbres seculares y hospitalarias de su pueblecito de Galicia. Mirza
le agradeció, lo mismo que si sacara la mano a través de la ventanilla de un
tren a toda máquina, para saludar a gentes pintorescas de una estación de
paso iluminada un instante, antes de que se la traguen las sombras.
En la oficina, el trato correcto no sobrepasa los límites. La lunareja no
las tiene todas consigo respecto a sus compañeros. Cualquier día pueden
echarle en cara que le quita el pan a una chica española. ¿Qué tal si se
enteraran de su amistad con Juan Velásquez? Un denuncio equivaldría a la
expulsión del país.
Con su piel mate, los ojos negros y el pelo también negro, rizado, sin
pintarse por lo que llama más la atención, cualquiera tomaría por una chica de
excelente familia a la señorita Cándida Cienfuegos, a pesar de su costumbre
de pasar íntegro el día acostada. Un colombiano acabado de llegar, que se
había conectado con Mirza a fin de entregarle una carta de Calixto, la invitó
una noche a cenar. Al abrir el ascensor, ya de regreso, se encontró de sopetón
con Cándida, vestida de negro y muy escotada, no obstante que aumentaba el
frío. Consagró una mirada entre amable y compungida a la lunareja, como si
buscara disculparse por alguna falta que desde luego Mirza no conocía.
—¿Sale todas las noches la señorita Cándida?—, preguntó al día
siguiente a doña Sabina.
La viuda, generalmente conciliadora y confidencial, cambió de actitud
súbitamente y se puso a la defensiva:
—Yo no me ocupo de los demás, señorita Mirza, que cada uno viva
como quiera.
A partir del lunes, cada día aproxima a Mirza a la inevitable catástrofe
de la llegada del domingo. Ese día la soledad se nota más. Se vuelve innoble
y vergonzosa como un vicio. Durante la semana cada huésped fijo elabora
con la debida precaución el programa dominguero. Por regla general la viuda
de Domínguez come con Pepita Olaguercilla, su amiga de la infancia. El
señor Moreno desaparece desde temprano. El lunes describe detalladamente
en el comedor los incidentes del partido de fútbol. La señorita Cándida, que
es una artista según ella misma lo ha confiado a la lunareja, se encuentra
demasiado fatigada después de la noche del sábado y se queda en cama,
rendida.
Por el hecho de permanecer el domingo cerrados los almacenes, la
contemplación de las vitrinas se despoja para la lunareja de la mitad de su
atractivo. La ilusión de entrar en una tienda y comprar, tórnase inaccesible,
prohibida. Si se mete en un cine le toca pegarse materialmente a los grupos
movilizados hacia la puerta, con el fin de engañar las miradas interrogativo-
insidiosas que la sondean de los pies a la cabeza, y persuadirlas de que no
está sola.
Otra vez domingo. ¿Qué hacer? Del sueldo le quedan unas pesetas. ¿Si
invitara al cine a la señora de Domínguez?
—Muy bien —le contesta Sabina—. Iremos al cine Princesa.
Precisamente yo no tenía programa hoy. Pepita Olaguercilla, de la mejor
gente de San Sebastián, ha pescado un resfriado, la pobre chica.
Deciden comer en la Gran Taberna para echar de una vez varias canas al
aire y desquitarse de los diarios garbanzos y pescadilla. Piden un primer plato
económico pero después Sabina se lanza a la langosta. Opina:
—Un día es un día. Tenemos que darle gusto a la barriga.
Apenas prueba la langosta, retira el plato como si de repente la
fastidiara, mientras que Mirza pasa los bocados sin cogerles el sabor,
sumando en su imaginación el precio estipulado con el valor del impuesto y
del servicio, amén del recargo por no comer en la barra. En un restaurante
madrileño nunca se sabe a cuánto ascenderá una cuenta.
No se atreve a pedir postre. Alega total inapetencia, y se contenta con el
inevitable café preparado a base de achicoria. Por lo menos, en la pensión, la
pescadilla nadando en el aceite mata el hambre. A cada instante consulta con
disimulo el reloj. Sabina ha atacado su tema favorito sobre las enfermedades
crónicas. Cada día amanece con una distinta. Ese domingo se trata de
agujetas en el costado izquierdo. Combina el relato con críticas a sus vecinas
de mesa, mal vestidas y cursis. Gracias a esta estratagema el reloj adelanta de
golpe quince minutos.
Pero hasta la hora del cine, aunque se les atraviese un montón de
esperpentos, y aunque se fumen entera una cajetilla de cigarrillos, el reloj
avanzará con pies de plomo. Matarán aproximadamente una hora si pasean
toda la Gran Vía, examinando los escaparates de los principales almacenes.
Entre parada y parada continuarán debatiendo el tópico de las agujetas,
entreverado con observaciones sobre que las chaquetas se llevan este invierno
más sueltas. El color de moda es el amarillo quemado. ¿Qué harían si no
existiera el cine? Y pensar que la película de estreno se llama Los jóvenes
amantes.
Por causa del valor de las entradas y de la langosta, a Mirza no le queda
dinero ni siquiera para el autobús del día siguiente. Habría resultado
preferible prescindir de la invitación a fin de mantener el presupuesto
equilibrado hasta el nuevo pago.
A medida que avanza el invierno, las operaciones de vestirse por la
mañana y desvestirse por la noche sufren para la lunareja una especie de
transubstanciación maléfica. Ya no son actos naturales que se ejecutan
mecánicamente. Se vuelven pesados ejercicios que exigen la mayor
concentración. A fin de decidirse a ponerse las medias y los zapatos, le toca
inventar alguna razón válida. Apuesta con ella misma a hacerlo en el menor
número posible de movimientos. Es casi invencible la pereza que la invade
por la noche a la sola vista del pote de cold-cream.
¿Dónde, el Madrid de los cuentos de Pinocho iluminados por Bartolozzi,
que leyó la niña Mirza cuando los vendían en Bogotá las librerías de la calle
12? Constituían un acontecimiento marcado con piedra blanca, secreto como
irse de paseo sin permiso de don Alejandro y doña Mónica, acompañada
únicamente por Gala y por el muñeco de madera, quebrando lanzas contra el
infame Chápete y persiguiendo la injusticia. ¿Por qué no se comunican con la
lunareja lugares como la plazuela de Pontejos, donde, en un siglo XIX de
talles de avispa, mantones de Manila, cartitas de amor y dramas conyugales,
suspiraron y vencieron las decididas heroínas de Pérez Galdós? Hay calles en
las que a Mirza le gustaría vivir: la de Alfonso XII, vecina al Museo del
Prado; la de Velásquez, tranquila y elegante; la de Bárbara de Braganza,
como una campanada. Pero se trata de atracciones desvaídas, pálidas. La
callecita del Caballero de Gracia, descubierta de sorpresa una mañana, es
como un viejo altoparlante por el que repercute un segundo la voz de don
Alejandro que tararea la zarzuela La Gran Vía. Sin embargo no dura.
También se apaga. Siempre que la luz se torna apenumbrada y cómplice, en
el atrio de San Ginés o bajo los soportales de la Plaza Mayor se levantan de
golpe siluetas de otros siglos. Algún desconocido antepasado surge a fin de
reclamar su cuota de sangre y solidaridad. Pero ninguna gran figura del
pasado o del presente, de hombre o de mujer, se identifica con la lunareja
hasta el punto de conferirle carta de ciudadanía. En el Madrid de ese tiempo
subyacen nombres que no deben pronunciarse. Mejor no averiguar dónde era
el cuartel de la Montaña. Olvidarlo. Los tomos de la vieja Ilustración
Española, en los que tan unciosamente hundía los ojos don Alejandro, son
apenas papeles curiosos que distraen un rato, trozos de un rompecabezas que
Mirza no descifra.
Solo cuando algún conocido de la colonia colombiana la llama por
teléfono para invitarla a salir, la perspectiva le sirve de motor para vestirse y
arreglarse. El impulso le dura uno o dos días más.
Porque, a pesar de la desconfianza inicial y como si se tratara de
partículas preciosas de roca viva a las cuales asirse en un mar movedizo,
Mirza se ha conectado con sus paisanos, enrolada casi sin darse cuenta
gracias a encontrones en la Cibeles al ir a poner cartas, o en Barajas, donde le
toca cumplir encargos relacionados con su trabajo.
No se trata solo de colombianos. Un día le presentan a Álvaro Osuna,
venezolano. Qué delicia que viajen a Europa tantos y tantos ciudadanos de las
diversas repúblicas suramericanas, iguales y sin embargo distintos, con la piel
idéntica de sensible para fruncirse a cada rato a causa de los pinchazos
peninsulares, con los ojos lo mismo de pasmados ante la espuma y la flor y,
para colmo de la buena suerte, con los bolsillos repletos de dólares, en el caso
de los venezolanos. Los ojos de Osuna poseen la particularidad de girar sin
descanso dentro de sus órbitas, como si carecieran de apoyo para fijarse.
Mirza le dice por no dejar:
—Parece como si anduvieras buscando lo que no puede existir en
ninguna parte.
Basta para que se acerquen. Álvaro la invita a cine y a teatro, a corridas
de toros, a restaurantes exclusivos y a las tabernas de la calle Echegaray,
donde pulula por la noche la fauna valleinclanesca que se oculta de día y que
a altas horas sale a chillar, graznar, escupir y copular casi a la vista de los
transeúntes. A los 40 años Osuna está solo en el mundo, sin más parientes
que una hermana divorciada que vive en Berna.
Juntos se aburren a morir. Aunque Álvaro procura ser amable, cuando
Mirza, después de preparar concienzudamente un programa se lo anuncia, lo
primero que lee en los movibles ojos es el desencanto. Luego Osuna se
controla y aprueba, pero la lunareja comprende que lo hace únicamente por
bondad. ¿Qué será peor: salir con él o quedarse en la pensión? Lo segundo le
depara a pesar de todo algunas compensaciones. Las palomas que han
escogido como sede las cornisas del hotel, la distraen con sus aleteos y su
curiosa manera de espulgarse, o volando de un lado para otro en torno a las
desnudas azoteas. Sin duda Dios les ha ordenado anidar sin dueño ni ley en
los intersticios de los edificios, instaladas en cualquier saliente, para llevar un
mensaje a los habitantes de los pisos demasiado altos, encerrados y hoscos.
El invierno, que rezume la humedad en el suelo de la calle, flota arriba como
gasa. De las manzanas rojas esparcidas en los cestos de las vendedoras, sube
hasta las terrazas un reflejo que las enciende.

El frío agarrota a la lunareja. Los objetos de uso corriente revestidos de


metal: la polvera, las tijeras, el estuche del lápiz labial, al tocarlos le congelan
las manos. En el Museo del Prado se demora un día en el salón dedicado a la
pintura negra de Goya, cobijada por su letrero: "Los sueños solitarios
engendran monstruos". De los de Mirza nacen fantasías como lagartos secos.
Repite y vuelve a repetir palabras sin sentido: man-co-ni-rró, man-co-ni-rró.
Las ásperas silabas rastrillan con hierro sus sienes y sus oídos.
A fin de escaparse de la pensión sin que nadie lo note camina a
escondidas, de puntillas. Sigilosamente empuja la puerta principal. Sobre
todo le importa burlar la vigilancia de Sabina de Domínguez, que comentaría
con los otros la afrenta sin nombre, la más humillante: nadie la espera afuera.
Ese domingo decide llamar por teléfono a Álvaro, a pesar de lo que por
sabido se calla: si él no se hace sentir se trata de un síntoma infalible sobre
que se encuentra enguayabado, como dicen en Bogotá, o con resaca, según la
terminología madrileña. A lo mejor esa madrugada repitió su diversión
favorita, que ejecuta los domingos al amanecer, en la boca del Metro de la
Puerta del Sol: saca de los bolsillos las manos repletas de dólares y grita: "¡A
agarrarlos, chulos, a agarrarlos!", a tiempo que los arroja a los cuatro vientos.
El hilo del teléfono trae la voz de Osuna que ensaya una disculpa para
librarse del compromiso con Mirza. Desacostumbradamente esta insiste. A la
hora de la cita se alegra de verlo. A él las manos heladas le tiemblan. Sin
embargo le dice muy fino:
—Vamos a donde tú quieras. Mi voluntad es la tuya.
Escogen la Moncloa con la esperanza de pescar también un rayito del
sol que alumbra a la gente sentada en los bancos, aunque sin abrigarla. De
pronto Álvaro, con los labios inertes como sus manos, busca los de la
lunareja, que disimula el bochorno frente a un vendedor de barquillos,
surgido como por ensalmo de entre los árboles. Se para como si saltara un
resorte, con la firme intención de mostrarse natural y dejar atrás el episodio
como si nunca hubiera sucedido.
En el camino a la pensión corre con una esperanza loca: Paquita ha de
estar esperándola en el pasillo, a fin de transmitirle un mensaje telefónico que
seguramente recibió durante su ausencia. Una noticia imprevista y
extraordinaria, que parte en dos su historia.
Pero Paquita ni siquiera está en casa.

Gracias a un cambio de horario en la oficina, ahora puede levantarse


más tarde. En la cama no siente frío. A su alrededor se extiende un país tibio,
pequeño, conocido, desentendido del otro mundo rígido, extraño, glacial, del
que lo único amable reside en la voz de Paquita. Cuando entra por la mañana
a asear el cuarto, y encuentra a Mirza todavía en cama, rezonga: "Amos,
amos, señorita, que es tarde", con su acento gallego cariñoso y comunicativo.
Es tan obtusa que los demás huéspedes la soportan a duras penas. Pero Mirza
le paga una pequeña suma mensual por sus servicios, lo que fortalece el
vínculo entre ambas.
Al fin, haciendo acopio de valor, termina de vestirse como si ajustara a
su cuerpo una deslucida armadura para enfrentarse a las asechanzas del día,
que la espera en la puerta como un malhechor. Durante un instante, como en
un sueño, forma parte de la humanidad activa y bullanguera que se agita en el
exterior: "¡Arriba, trabajadores, madrugadores!". El bordoneo de los
cacharros puestos al fuego en la cocina de doña Carmen, le llega como una
invitación. La patrona gruñe a Paca:
—¡Apúrate, mujer! Los del 4 están en el comedor, y los del 6 han
llamado ya!
Pero en seguida el frío es de nuevo la oleada espesa que la envuelve,
implacable como un rey absoluto que todo lo somete bajo su imperio. Claro
que a la salida del trabajo Mirza podría meterse en algún bar de la Gran Vía,
cuartel general de miembros de la colonia consagrados al deleite de comentar
los aconteceres de la lejana urbe de don Gonzalo, como si no se hubieran
apartado una pulgada de los cerros de Monserrate y Guadalupe. Si Mirza
aterrizara por esos lados, tarde o temprano terminaría por engranar. La
divierte la posibilidad de lograrlo, segura de antemano de que no lo intentará.
Probablemente a causa de la baja temperatura, le aparece un sarpullido
en las piernas. Empiezan a picarle siempre a la misma hora, exactamente a las
seis de la tarde. Rascarse instala abruptamente a la lunareja en una zona de
calor suave y agradable, igual que si bebiera unas copas de vino. De nuevo se
interesa por las cosas y los seres. Pero a poco comprueba por centésima vez
que el radiador de la pequeña habitación apenas si calienta. No le vale
pegarse a él, envuelta en una manta. Cuando se acaba la lana gris de su tejido
y le toca pararse a buscar otro ovillo, le cuesta trabajo vencer una resistencia
íntima y tenaz a no moverse. El cuerpo se vuelve para ella como un caballo
arisco. Afortunadamente más pronto o más tarde suena la hora de la cena.
Sabina entra al comedor canturreando un cuplé. Informa que, por ser viernes,
fue a rezar a la iglesia del Jesús de Medinacelli. Luego anduvo de compras y
más tarde se reunió con su peña de amigas, para tomar chocolate con churros
en una cafetería de la calla de Alcalá.
Al aproximarse la Navidad los hoteles del tipo del de doña Carmen se
vacían. No solo los huéspedes transeúntes sino los fijos toman las de
Villadiego, como si de pronto recordaran que en algún sitio, lejos o cerca, los
esperan. Si por desgracia no es así, lo inventan. La viuda, ya casi en vísperas
de las fiestas, se marcha a pasarlas en compañía de unos parientes. El señor
Moreno viaja a Santander, a visitar a sus padres. Cándida y Mirza son las
únicas que se quedan. La artista, desde que se eclipsa Reginaldo, se instala
cada noche en la mesa de la lunareja, antes de vestirse para ir a desempeñar
su trabajo. Le cuenta que aspira a casarse con el señor Moreno. Después de
todo, ¿por qué no? Es guapa. Muchos la toman por italiana gracias a su
palidez y a sus ojos hundidos y profundos. Maneja un cuerpo admirable en
opinión de su clientela y de su masajista, Miss Fly, el único ser humano que
la visita en el hotel, no solo para prestarle sus servicios profesionales sino
como amiga íntima.
Pero, tres días antes de la fiesta, Cándida anocheció y no amaneció en el
hotel. La noticia se regó de habitación en habitación gracias a los buenos
oficios de Paquita. Pasadas Pascuas regresó, reposada y orgullosa dentro de
su suspicacia. A la lunareja le contó que un cliente tuvo la humorada de
invitarla a Lisboa. Allá su tipo de morena clara le conquistó admiradores y
ella por su parte compró anillos, cadenas y medallas de oro, muy apropiados
para los próximos regalos de Reyes Magos:
—A mi padre, que es incapaz de ganar un céntimo y que ha vivido
siempre a costillas de mi madre, le gustará esta cadena con la medalla. Es
buenísimo, pero si mi madre no se hubiera dedicado al negocio de estraperlo
cuando terminó la guerra, nos habríamos muerto de hambre.
Con Mirza se explaya, pero como para cumplir un penoso deber. No es
lo mismo con Miss Fly. Sin embargo, agrega detalles sobre el cliente que la
invitó a Portugal:
—Me compra sin regatear lo que le pido. Seguramente me volverá a
invitar, pero yo preferiría no aceptar. En fin, depende de lo que decida Johny.
Johny es el señor Moreno. A Cándida, no hay poder humano que la
convenza de llamarlo Reginaldo. Cuando dice "Johny", abre una pausa como
para animar a Mirza a pedirle explicaciones. No sospecha lo suficientemente
al día que se encuentra la lunareja, gracias a los buenos servicios de Paquita:
—La señorita Cándida debía dejarse de pensar en el señor Moreno. Le
hace cada trastada que ya, ya. Cuando ella le manda bolsas de bombones y
cajas de cigarrillos extranjeros, que me encarga ponerle en su habitación, don
Reginaldo ni siquiera le agradece. Veremos qué opina del frasco de Colonia
francesa y de las pijamas de seda natural que la señorita le trajo de Lisboa.
Agrega:
—Yo, si fuera ella, me dedicaría a juntar dinero, que lo gana a
montones, pero lo tira comprando cosas que no necesita. Cuando no gasta las
pesetas en las tiendas, se las regala a la señorita Miss Fly, que la engatusa y le
saca los cuartos. Yo la he visto y sé por qué lo digo.
Suspira a tiempo que bate en el aire su plumero. Por fin redondea su
juicio definitivo:
—Una vida como la de la señorita Cándida no se puede resistir mucho
tiempo. Las mujeres que no duermen de noche, se ajan pronto. A Cándida
nadie la querrá cuando no tenga el tipo de ahora, ni siquiera la señorita Miss
Fly.
La masajista es para Paca la más seria competidora en los obsequios de
Cándida.

Por las mañanas, a Mirza le da más sueño cada vez. Realizando un gran
esfuerzo, entrecerrados los ojos, se levanta por fin. En las noches le ocurre lo
contrario. Le cuesta trabajo dormirse, aunque debería facilitárselo la ausencia
de la señora de Domínguez. Al menos no suena la radio de la vecina de
cuarto. En cambio de las notas cupleteras la lunareja percibe, nítido, el ruido
de los motores del avión que llega a Madrid o sale de allí a las tres en punto
de la madrugada. Zumba solemne y acompasado, como nunca de día.
A Álvaro Osuna lo sigue viendo de cuando en cuando. Si el venezolano
le pregunta: "¿Estás bien?", el espectro de una sonrisa irónica vaga por los
labios pálidos. Algo que sale de él la distorsiona a ella. Es entonces cuando
repite palabras torcidas que la apartan del trato con los demás, como si
hubiera muerto: "Con-ta-ni-rró, con-ta-ni-rró". No hay más mundo hermoso a
su alrededor, ni playas del Mediterráneo cubiertas de fósiles del tiempo de
Ulises, ni tierras rojas sembradas de olivos y una iglesia del siglo XIII, ni
estatuas blancas florentinas y un ciprés peinado y estricto como si fuera el
único, el ideal, la esencia de los cipreses. Extiende el daño a Álvaro, como
para vengarse de una oscura culpa de ambos. Le contesta: "Estoy tan bien que
esta noche acompañaré a Cándida al cabaret; maquillada me veré pasable; me
emborracharé como un sargento".
A última hora se arrepiente. Pero en la cara de Álvaro, como si se hallara
a merced de Mirza lo mismo que ella lo estuvo en otro tiempo de Augusto, de
César, tal vez hasta de Natalia Colmenares, algo frágil se rompe.
La situación entre Cándida y Reginaldo continúa igual, después del
regreso de este. La señora de Domínguez aún no se reintegra a su base,
aunque ha pasado ya la fiesta de Reyes. Una noche Mirza lanza a Cándida
una pregunta directa:
—¿Qué le encuentras al señor Moreno para que estés tan enamorada de
él?
—Pero, ¿no entiendes, criatura? Johny es de la clase de hombres que
nunca pone los pies en un cabaret. Con él una mujer puede andar tranquila.
La noche siguiente, un poco antes del paso del avión de las 3 de la
mañana, Mirza escucha a Cándida que golpea una puerta en el pasillo:
—Johny, Johny, ábreme. ¿Por qué eres tan bueno con todas, menos
conmigo?
Seguramente en el cabaret, el camarero olvidó poner agua teñida en el
vaso de Cándida, y el whisky se le subió a la cabeza. Para Mirza lo impúdico
no consiste en la súplica sino en oírla. Sería peor si encendiera la luz. Pondría
en evidencia a Cándida. Crearía una complicidad entre ella y Mirza.

Con la llegada de la viuda de Domínguez, a mediados de enero, se


completa el personal de huéspedes fijos. Otras caras de transeúntes que van a
realizar gestiones en la capital, demoradas por las fiestas de fin de año,
irrumpen en el comedor del hotel. Un día, cuando Mirza se dispone como de
costumbre a comerse tranquilamente su pescadilla, la envuelve algo como
una onda cálida. Los ojos de un desconocido, inexistentes en el minuto
anterior, ahora le preguntan, dan por obtenidas las respuestas, insisten para
enterarse de detalles, la abrigan, la ubican en el tiempo presente, en el minuto
que está viviendo, extraída por fin de lo anodino e inestable, colocada de
veras en el comedor de doña Carmen, repentinamente iluminado, vibrante,
hermosísimo, del que ya no puede fugarse, sin la menor voluntad siquiera de
intentarlo. Tras la fina armazón de las venas marcadas en la frente despejada
del transeúnte, la lunareja adivina el leve trabajo que le cuesta indagar, e
inmediatamente aprehender, los ocultos motivos que a ella la Inducen a callar
unas veces, y otras a tomar la palabra. El bienestar privativo hasta entonces
de las Galerías Preciados y del Corte Inglés se traslada allí
bienaventuradamente. Vuela de rincón en rincón, de mesa en mesa. Por
primera vez desde que vive en Madrid, Mirza es verdaderamente Mirza
Eslava.
Desgraciadamente no le es posible quedarse en el comedor. Llega el
momento en que le corresponde levantarse y dar las buenas noches. El
desconocido apenas le contesta con una inclinación de cabeza. Pero Mirza
pasa por su lado y aprecia su camisa estilo oriental, de color crema, sembrada
de ramitas doradas mates. No la sorprende que use ropa mejor que la de la
mayoría, rara en el comercio. Le parece lo natural, lo que coincide con un
deseo intenso, secreto.
Las citas que se convienen sin hablar nunca fallan. El olvido de Mirza,
al no echar el cerrojo a la puerta de su cuarto, no constituye sino la
ratificación de lo que decidió antes, sin abrir la boca. ¿En virtud de qué
convenio? ¿En espera de cuál desenlace? ¿Con miras a qué resultado? No lo
sabe ni se lo pregunta. Al fin y al cabo, ¿qué importan los secretos de los
cuerpos, cuando desde el primer instante se comprueba que los del alma son
de posesión natural del otro, su país de origen, el lote que le asignaron en la
tierra? Ver que gira el botón de la cerradura le produce certidumbre sin miedo
ni sorpresa. Algunas aclaraciones extras que se piden: "¿De dónde vienes?"
"¿A qué parte te diriges? ¿Qué haces?", no brotan de curiosidad sino del
gusto de oír mutuamente los metales de voz y repetirse que el que ha llegado
no puede ser otro, que es precisamente el esperado.
Entonces desaparece el hotelucho con sus personajes fijos y transeúntes,
el estar permanentemente a la espera de las cartas de Bogotá que no llegan,
de la plata que no alcanza. No existen ya los ruidos indecentes del cuarto de
baño, la escasez de agua en las cañerías, la radio ensordecedora de la señora
de Domínguez, los desconchados de la pared, el remiendo de dos cauchos
amarillos ideado por doña Carmen para arreglar el aguamanil, el invierno, la
noche.

¿Cuántos años hacía que Mirza había entrado al edificio Cubillos, a


cumplirle la cita a César Castell? ¿Veinte, treinta? ¿Dos? La verdad era que
no terminaba nunca de ir. Volvía a hacerlo en ese mismo instante, en la
iglesia. Los cultivadores de ciencia-ficción, entre quienes descollaban los
chicos y chicas de la universidad, sostenían alegremente la existencia de un
superespacio sin tiempo, situado en la mitad del universo. Pero para la
lunareja no se trata de la simultaneidad de sucesos diferentes sino de uno
solo, presente siempre en el cristal del espejo, participante. Al morder una
manzana de sabor agridulce, al moverse entre la gente como si no fuera de los
mismos, al caminar, al acostarse, al levantarse, al dormir, se reproduce la
misma escena, nítida o desdibujada, cercana o en lontananza, y escucha su
rumor asordinado. Todo fue porque no entendió la lección de los leprosos, su
promesa.
Qué bueno y terrible repetírselo en la iglesia como si se hubiera
desdoblado, dejando en otro sitio el cuerpo anciano y crispante. Como si lo
hubiera colgado de una percha y allí abandonado, igual que la chaqueta del
turista adolescente, de unos 16 años y por lo menos 1.90 de estatura, tan
excesivamente delgado que la tela se balancea como si nada ciñera,
caminando por las naves, deteniéndose frente a un cuadro pequeño de
Vásquez, El martirio de Santa Apolonia. Ya no se amarga Mirza por lo que a
sí misma se dijo en otro tiempo: "Todo fue un fracaso, hasta lo más obvio
como mi estilo personal para arreglarme el pelo". De algún modo no se trató
de una derrota, de un malogro, aunque ella sea la niña vieja arrugada,
jorobada, canosa. Por lo menos puede apuntar algo a su favor: jamás se portó
como Orna Caballero. No obró como ella cuando le quitó el novio a Anabella
Simón, el Nicolás Bonnet por el que la pobre Anabella no comía no dormía,
mientras que su rival siguió tan campante como si se dijera: "¿Acaso se
trataba del marido? Un novio es un novio. Nicolás no era de propiedad de
Anabella, no había pronunciado ningún juramento válido en una iglesia y ni
siquiera en un juzgado, ante un ministro y sus testigos; yo soy una mujer con
la moral muy alta, la que me inculcaron desde que nací, no me aparto una
línea". En realidad no habló directamente en contra de su rival, pero, con
risitas de mala intención y puntos suspensivos, dio a entender a Nicolás que
la otra lo postraba en el suelo, al divulgar sus obsequios en dinero. Un trabajo
fino que puso en sus manos al lindo muchacho, para iniciar después con él un
nuevo juego.
En el templo, otra vez. El tiempo detenido en el único minuto, en el
decisivo y realmente suyo, aquel en que Mirza eligió. Un momento que no
termina, como si no correspondiera a esta vida pasajera, sino que se
desplegara con durabilidad y consistencia ultraterrenas. ¿Sería que lo imaginó
o que ocurrió de veras? Iba caminando por la avenida de la República en
dirección a la de Jiménez de Quesada, ya resuelta a llegar costara lo que
costara, aun cuando fuera sacrificando a alguien, aun cuando fuera
sacrificando a Gala. Con la misma tranquilidad con que cualquier persona
atraviesa la plazuela de Santander y se asoma al atrio de San Francisco y
cruza la avenida con el solo propósito de comprar una revista en el kiosco de
la esquina. Determinada a perder irrevocablemente a la niña del colegio.
Aproximándose cada vez más al alto y frío cubo de cemento, localizando
fácilmente desde la calle el quinto piso, para encontrarse allá no solo con
César. También con Gala, aunque por entonces ésta vivía en una ciudad a
cientos de kilómetros, a la orilla del mar, en Valparaíso.
Inclinado el cuerpo hacia adelante como el de cualquier honesto ciclista
en su máquina, el mensajero Ignacio Claros vuela en obedecimiento de las
órdenes impartidas por la señorita Mirza. Ignacio nunca se permite un
comentario. A la menor insinuación se ausenta de la oficina para dejar el
campo libre. Pero, si no habla con la lengua lo hace con sus cejas que se
fruncen, con sus ojos que parpadean y miran a otro lado, con la sangre que se
le sube a las mejillas. El empleado no ignora una coma de lo que ocurre a
ciertas horas en la oficina del comité de inmigrantes. Si algún tribunal —
como el que estuvo a punto de juzgar a Mirza por un asesinato no cometido
por ella— nombrara jurado de conciencia a Ignacio Claros para fallar sobre
ese pleito, se encontraría perdida. No la favorecería ninguna gracia.
Se trataba no obstante de un testigo precioso. Poseía quizá la clave sobre
los móviles de la conducta de Mirza. Habría que averiguar su paradero e
interrogarlo exhaustivamente, porque ella todavía no los conoce. Ni siquiera
se le revelan a esa altura, en la iglesia.
Muy cierto que, en lugar de criticar acerbamente a Orna Caballero como
si se considerara superior, debería hacerle una venia. Orna no provocó
catástrofes con su conducta. La primitiva novia de Nicolás Bonnet, Anabella,
no se mató. Fue feliz después con otro novio. En cambio, para Mirza, la vida
transformada desde entonces en una carrera perdida de antemano por la
imposibilidad de igualarse con la niña. Con la única hija de don Alejandro y
doña Mónica, que corre desalada por el llano sofocante de don Andrés, en el
sol de su tierra caliente y los chillidos de las chicharras, tan agudos que
todavía perforan sus oídos cincuenta años después. O que, desde la ventana
de la casa del marqués de San Jorge, mira y remira sin saber por qué la cruz
blanca clavada en el cerro violeta. O que, petulante y convencida le anunció
un día a Gala: "Yo también iré un día a Europa como tú". O, aun, la novia de
Augusto, con su aire a Eleonora de Toledo, sí, a pesar del lunar se parecía, él
no le mintió.

No deja de ser una suerte que en Madrid exista un lugar al que no suelen
acudir ni por asomo los huéspedes de doña Carmen, como tampoco los
empleados de la oficina en la que trabaja Mirza, todos españoles y por lo
tanto exentos del deber de frecuentar el Museo del Prado. Allá, en sus ratos
de ocio, la lunareja contempla centenares y centenares de cuadros mejores
que El martirio de Santa Apolonia, de Vásquez Ceballos, pero al fin y al cabo
semejantes por el tema y la intención, y centenares y centenares de turistas
alelados, con cabellos rubios y vestiduras flotantes, como apariciones
detenidas en vitrales, mirando sin ver. Allá, sentado en una banca larga y
estrecha, frente al retrato de Felipe II pintado por Sánchez Coello, en el
arranque de la galería principal, tranquilo y satisfecho y un poco más canoso
que antes, estaba Augusto Pallares.
No solo él sino otro tiempo, la época en que todo era nuevo, para
estrenar, expresivo, azul radiante. Todo, hasta el despacho de una oficina
situada en Bogotá, distrito especial, capital de la república de Colombia, Sur
América.
Tío Calixto se tomó el trabajo de salir de casa, suspendiendo por unas
horas la redacción de su famosa obra, para ir a visitar a Augusto Pallares,
gerente de la recién inaugurada editorial El Ciprés. Confiaba en que su
amigo, quien le había vendido en su librería tantos libros de consulta, no lo
desairaría ahora, y bien por el contrario atendería su recomendación de
nombrar a su sobrina Mirza en el cargo de secretaria que se hallaba vacante.
—Es un gran tipo —comentó después, en la comida—; me aconsejó no
publicar por el momento mi obra completa sino un resumen, mucho más fácil
de digerir por el gran público y no en su forma original de cinco volúmenes,
para que así se me valore —fueron las propias palabras de Pallares—, porque
es extraordinaria una hazaña que normalmente requerirla un equipo completo
de especialistas. Me publicará el compendio al costo más bajo que le sea
posible. Mirza puede presentarse cuando quiera para que le hagan el
nombramiento.
—¿Qué noticias tienes de Bogotá? ¿Cómo están tus tíos? El pobre
Calixto, ¿qué tal? Cuando lo recuerdo me da grima y un cierto remordimiento
porque yo fui el responsable de que se embarcara en una empresa en la que
quemó la poca plata que le quedaba. No lo pudimos sacar a flote. En una
síntesis se nota más el cobre.
—Llenó un cuarto de la casa, desde el piso hasta el techo, con la
Quintaesencia de las religiones. No vendió un solo ejemplar. A medida que
pasaba el tiempo los volúmenes, en lugar de disminuir atestaban cada vez
más la habitación, como si fueran prolíficos y se reprodujeran. Alfonsina y yo
evitábamos asomarnos por allí, pero era el sitio preferido de Leonel cuando
estaba con la droga. Se dormía encima de los bultos.
El día que Mirza estrenó el vestido lila con botones dorados el mundo se
ordenó según disponía la cartilla de Baquero en la que ella aprendió a leer:
"Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar". Eran contadas con los
dedos de la mano las oportunidades en que habla sucedido otro tanto. Una fue
durante la enfermedad de don Alejandro. Por la mañana se encontraba
increíblemente mejor, lo cual comprobó su hija al darle los buenos días, con
alegría que aumentó al máxime cuando recibió de sorpresa, de parte de Gala,
una canasta repleta de flores y frutas que su amiga le envió al inquilinato
como recuerdo de su única visita. En su exaltación, la lunareja creyó que se
mantendría la mejoría del padre. El sopor en que se sumió un rato después
solo quería decir que descansaba. Por desgracia, no despertó.
Ahora se trata de la fecha fijada para anunciar el compromiso de
matrimonio entre Augusto y su secretaria Mirza. Ambos lo comunicarán
personalmente a los empleados de la editorial dentro de algunos minutos, tan
pronto como se presente el novio. Por eso la lunareja se ha puesto su vestido
nuevo de color lila, con falda que cruje cuando camina.
Cómo la envidiarán Maxelena, Lina-Linette, Lucia Buendía y el resto de
compañeras. Maxelena especialmente se quedará con un palmo de narices.
Aprovechará la ocasión para aludir veladamente a la diferencia de edad de la
pareja, aunque esa circunstancia no afecta a la novia. La acepta como una
pequeña y casi imperceptible compensación a cambio de un bien mayor.
Indudablemente llegó a Bogotá con buena estrella. ¿Quién se lo iba a
pronosticar cuando vegetaba friolenta y arrinconada en la casa del marqués
de San Jorge? Lo que es el destino: la niña se dirigió desde el principio sin la
menor vacilación a la librería de Augusto Pallares, a comprar un libro de
cuentos.
—¿Tú eras el dueño, no es cierto? Yo algunas veces conversé contigo
cuando era chiquita. A más de los libros vendías estampas de cuadros
célebres.
—Me arruiné en esa librería, no me lo recuerdes. Fue el primer mal
negocio que hice, peor que este.
—Ese día te oí nombrar por primera vez a Eleonora.
Una copia del retrato de la dama de Toledo decora el escritorio del
gerente. Lo pintó el Bronzino, se repite Mirza, lo mismo que al hijo de la
bella señora, al pequeño duque Galeano. En la mesa reposan a su lado
papeles entre los que la lunareja mete la mano, con el desenfado de las
concienzudas secretarias. Todavía disfruta un segundo, comprobando por
centésima vez el bienestar que esparce la tela ligeramente granulada de su
vestido. "Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar", la divina
aspiración conquistada por fin mágicamente. En la vejez Mirza no logra
precisar la ruta que, en el escritorio, siguieron sus ojos hasta caer encima de
una carta firmada por Pallares y dirigida al subgerente de la empresa,
explicando su necesidad surgida a última hora de efectuar un viaje sorpresivo
e impostergable. La junta directiva, convocada de urgencia la noche anterior,
le concedió la licencia, mejor dicho, le aceptó la renuncia irrevocable.
Lamenta no dar las gracias en persona a cada empleado por la colaboración
invaluable que le prestaron. Lo siente sobre todo por Mirza, su eficiente
secretaria. Muy pronto le escribirá directamente a ella, para comentarle otros
detalles.
—De nuevo te has ido, Mirza —dice Augusto en el camino de regreso a
la pensión madrileña—. La ausencia de los sentidos se debe a la angustia de
no poder comprobar que existe lo que deseamos. Pero nuestro pasado
pequeño y melancólico no cuenta. Este reencuentro es la resurrección para
ambos.
—No repitas lo de siempre, las palabras gastadas. Dime lo que quiero
oír.
—Sería terrible vigilar cada palabra para no herirte.
—¿Por qué no me dices qué debo hacer? ¿Es que no lo sabes tampoco?
—Sin embargo ayer, cuando fuimos al Jardín Botánico para celebrar el
comienzo de la primavera, quién sabe por qué misterioso fenómeno el
antiguo sueño se reanudó. Surgiste de nuevo como cuando eras mi secretaria
en la editorial El Ciprés.
—Es mejor que no volvamos a vernos.
—¿No volver a vernos? No puedo soportar esa idea. Pero, ¿tendrás
razón? Y, una vez más, ¿por qué?
Cuando Mirza se reincorporó al comedor de doña Carmen, exencionada
en adelante de los restaurantes económicos pero excelentes a los que la
invitaba Pallares, y condenada a volver a tragar su diaria pescadilla en unión
de la señora viuda de Domínguez, de la señorita Cándida Cienfuegos y del
señor Reginaldo Moreno, estos le clavaron los ojos aunque ninguno notó
nada. Paquita fue la única que le preguntó si había llorado.

Las secretarias que no se enamoran de sus jefes los odian, como las
esposas a sus maridos en los matrimonios desgraciados. No hay término
medio. Los romances oficinescos no obedecen en el fondo sino a la necesidad
imprescindible de matar el tiempo. Hasta se podría escribir un drama moral a
lo Molière, titulado "La mecanógrafa coqueta por hastío". Cuando las
secretarias se enamoran, mil botones de anturios y delfinius revientan en las
oficinas. Se vuelven el sitio de arribo de las migraciones de mariposas. De
mesa en mesa saltan gatas que huelen a crisantemo. Danzan palabras:
Diagaka, Motofujicho, Brunkiky, Brudubuldura, en vez de diagramación,
ordenación, habilitación, contaduría, asesoría, papeleo. A punto de salir a la
calle, el jefe se para en la puerta para impartir las últimas instrucciones. La
secretaria las repite a fin de darle a comprender que las capta al hilo. Es
insustituible. Brilla. Pero, desde la deserción de Augusto, y de la misma
manera que los chorros de plata manejados por los cajeros de los bancos son
para ellos simplemente el "numerario", y no la varita encantada que les
permitiría comprar la libertad, los libros que se imprimen en El Ciprés,
pierden para Mirza su calidad de tales. No la conducen al reino del príncipe
montado en un caballo blanco, que conversa con un enano de florida barba en
el claroscuro de una librería bogotana, mientras los monteros suenan los
olifantes. El tedio por las horas, los meses y los siglos perdidos, remachada
como un tornillo a la máquina de escribir, es el inevitable compañero color de
ceniza que llega primero que la lunareja a todas partes. De tanto estar
sentada, se le congelan los pies. El frío le sube por las piernas, se localiza en
las rodillas, ahí se agazapa. Imposible para las mecanógrafas desprenderse de
su propia lógica, la cualidad de que nacieron dotadas naturalmente, y según la
cual los manifiestos, formularios, memoriales, carecen de la condición
indispensable de ser útiles y necesarios. Por consiguiente, nadie deberla
ocuparse de confeccionarlos. ¿Por qué no, más bien, redactar la renuncia
irrevocable? El propósito carcome las sienes de Mirza como un hormiguero.
Pero de sobra sabe que nunca escribirá la carta redactada mentalmente mil
veces, hasta que le duele la cabeza.
—Lo peor es que aquí no hay buena luz para sacar en limpio esta carga
de copias— dice Lucía Buendía.
La oración gramatical que se forma con su nombre y apellido cae como
un rayito de sol sobre las mesas grises. Pero los ojos de Lucía se estropean a
fuerza de copiar con mala luz. Primero sufre de conjuntivitis. Después se
queja de ver un punto negro que cada día aumenta de tamaño. Tras de desfilar
por los consultorios de los especialistas y someterse a este y otro tratamiento,
el oftalmólogo le declara desprendimiento patológico de la retina, sin éxito
post operatorio.
Maxelena no necesita anunciar que ha perdido el apetito. No se asoma ni
por chiste a la cafetería. Se le aflojan los dientes. El doctor le receta
vitaminas. Ojalá fueran más, todo género de drogas. Las cambia en la
farmacia por jabón, dentífrico, peines, cepillos, a razón de una docena de
inyecciones por un pan de jabón, una barra de colorete y una caja de polvos.
Se queja de sudores nocturnos, catarros repetidos, toses. El médico le formula
medicinas drásticas y reposo de un mes. Luego vienen las radiografías y los
exámenes de laboratorio que acusan opacidad total del campo pulmonar y
resultado positivo para el bacilo de Koch. Repleto de conmiseración, el
funcionario que ha reemplazado a Augusto en la gerencia de la empresa, le
prórroga mes a mes la licencia por enfermedad. Los días 30 Maxelena recibe
nuevos certificados y los entrega a Mirza diciendo:
—Si el doctor opina que estoy mejor me quitan el auxilio. Como única
esperanza cuento con que en este examen el médico me haya encontrado
igual o peor.
Lina-Linette parecía una japonesita, con el pelo liso y la piel de marfil.
Cuando se mandó hacer la permanente, los ricitos a lo Pompadour
transformaron su coquetería juguetona en otra llena de intención. El ambiente
de la editorial desbordaba comprensión y ternura, obedientes las teclas de las
máquinas, etiquetados los fólderes, los escritorios ordenados, Lina en el
centro, la reina.
Por entonces solicitó una licencia de quince días, pero antes de
concedérsela la dirección de personal ordenó la práctica de un examen
médico. Allá ya estaban escamados. Sucedía con demasiada frecuencia De
modo que cuando los otros empleados recibieron la noticia de que Lina no
regresaría nunca más porque había muerto, no se sorprendieron. En adelante
no la volvieron a nombrar sino en voz baja, agregando que "eso" fue la causa:
el aborto practicado por cualquier irresponsable que jugaba con las víctimas.
"Tres días hace que Lina dormida en su lecho está./ No hay sobre la
tierra músicas que la puedan despertar". Cómo fue de rotunda, cómo fue de
estricta Mirza al condenar el acto que la pobre muchacha pagó con la vida.
Desplegó más énfasis que las demás secretarias. No contó con el miedo que
se sentía. No lo midió. Lo conoció después, día a día y paso a paso hasta que
le resultó imposible soportar mas. Igual que Linette pidió una licencia para
ausentarse de la oficina durante una quincena. Los jefes la excluyeron del
requisito de mandarle analizar la orina. Después... Aunque procuró con todas
sus fuerzas raer de su mente como con una esponja de hierro el rastro de la
comadrona en su casucha cerca de las areneras, en el cerro erosionado, entre
bocanadas de viento frío, despiadado, estallando de cuando en cuando con un
ruido seco una carga de dinamita, no lo consiguió. En los instantes más
inesperados resurgía la mujer desharrapada hurgándole las partes, trasegando
duramente con sus órganos para que ocurriera lo que ambas buscaban.

Después de los seis días de trabajo sin pausa ni gloria, los domingos en
la casa. Por la mañana, aconsejable no fumar desde temprano para evitar la
intoxicación exagerada. La lunareja lee de cabo a rabo los periódicos y los
suplementos literarios, cose el ruedo de una falda, remienda las medias,
escribe una carta. Las horas se erizan como un camino cuesta arriba que hay
que recorrer inevitablemente. Qué bueno que Alfonsina la deje quieta y
arrinconada, sin que se le acerque ni le pregunte. Así no se toma el trabajo de
contestarle. Es difícil mover los músculos de la boca. ¿Hacia dónde volverse,
qué pesquisa tan intrincada habría que realizar para descubrir dónde se
encuentran sus semejantes, aquellos seres dueños del poder de concederle
sentido a las palabras, capacidad para romper el círculo de frío paralizante, y
dar volumen y color a las cosas y a la gente? Se llamaban, se habían llamado,
Gala, Natalia, Augusto. ¿Vivían todavía en alguna parte o Mirza los había
inventado? Y si eran personas de carne y hueso y no sombras, si algún día la
vida volvía a juntarlos con ella, ¿cuánto le cobrarían, qué precio tan
desmesurado porque los admirara sin reservas y se consagrara por entero a su
servicio? ¿Por qué se marchó Gala, sin entregarle siquiera una dirección o un
dato gracias al cual localizarla? ¿Por qué gritó Augusto: "¡Eleonora,
Eleonora!", desde un fondo de cuentos de Grimm, locuaz y vago, parpadeante
e irreal?
Calixto, Alfonsina, Leonel, encerrados asimismo en la casa los
domingos, prisioneros también, circulantes de la sala al comedor, del
dormitorio al cuarto de baño, severos, exigentes, herméticos, doblados por el
peso de sus propios secretos, desengañados respecto de Mirza en igual grado
que ella lo está de sus parientes. Calixto se defiende escribiendo en la sala,
por todos experimentadas sus explosiones de rabia si alguien, Alfonsina,
Leonel, la perrita Yúel o un mico o un tente de los que pululan en la terraza,
intenta distraerlo para deslucir la frase que acaba de estampar en una página.
Todos van como flotando sobre témpanos. Creyendo que se acercan, se
alejan, igual a los exploradores suecos que llegaron en globo aerostático al
polo norte y que, para regresar al mundo civilizado, caminaban diariamente
kilómetros sin lograr ningún resultado porque los témpanos se movían a su
vez en dirección contraria. A través de los vidrios de la ventana, el perfil de
Calixto, con su calva y su par estupendo de narices, alargadas como si
quisieran avanzar solas, apoyadas en las aletas que se ensanchan y
despliegan, rasgo de familia transmitido de generación en generación, terco
como un penachito de plumas en la cresta de una determinada raza de
gallinas. Por fortuna no lo heredó don Alejandro. Su nariz era como la de
Mirza, sensible, olfateando algo que se anunciaba sin definirse, siempre a la
expectativa sin que nadie se diera cuenta.

"La gente me mira como si yo fuera un cero a la izquierda. Pasa por


encima sin determinarme, que me las arregle como pueda. Calixto se casó
conmigo porque necesitaba una institutriz para su hijo; no me quiere; nunca
me ha querido; para él la única mujer fue Soledad. Tampoco quiere a su hijo;
le achaca haber agravado con su nacimiento la enfermedad que mató a su
primera esposa. No se lo perdona. El muchacho era raro desde chiquito. No
me agradecía que lo consintiera, le daba lo mismo. El cariño lo esperaba de
su padre, pero Calixto no se ocupaba de él sino para castigarlo. Ahora lo
considera el signo visible de su fracaso. Lo mismo le pasa conmigo. ¿Cuánto
hace que no me compro un vestido? Yo sola me peino y me arreglo las uñas.
En cambio, Calixto mimaba a la hermana de Isidora. Le regalaba lo que le
exigía, así fuera la jaula dorada con dispositivo secreto, sin mover el cual no
sonaba. Por cierto que ahora permanece en el cuarto de los trastos, estropeada
desde hace mucho tiempo. Ya no vale para contrarrestar la mala suerte que
trajo a la casa un morrocoy de plata, en poder de Isidora según me lo contó
ella, desde la noche de la muerte de Soledad, y actualmente en usufructo de
Ligia. No la envidio. Aunque para nosotros, igual. La fortuna no nos
acompaña. De mi boca jamás sale una queja, pero ni mi marido ni mi hijastro
me lo agradecen. Tampoco Mirza. A ella y a su mamá las recogí cuando
murió Alejandro, no obstante que nuestra situación económica ya iba de mal
en peor. Nunca se lo eché en cara. Sin embargo la lunareja empezó a
desairarme desde el momento mismo en que Calixto le consiguió el
nombramiento de secretaria de Augusto Pallares, como si se sintiera
autorizada a portarse mal conmigo por haber adquirido independencia
económica. Me dirige la palabra como si le costara trabajo pronunciar cada
sílaba. Me las bota como las monedas que arrojamos en la calle a los
mendigos, a fin de olvidar su existencia. Me lo hace a mí, que me cosí los
labios para no armar un escándalo cuando averigüé su enredo con Pallares, un
tenorio a carta cabal que no pensó jamás en cumplirle la palabra de
matrimonio, y que apenas pudo se marchó, dejándola con los crespos hechos.
Me alegro".

"Soy la oveja negra de la familia; esta no es mi casa desde que entró


aquí una mujer extraña. No solo una, ahora son dos, mi madrastra y la
muchacha de cara blanca y negra que me mira con aire de superioridad y se
permite aconsejarme como si fuera la depositaría de la sabiduría eterna.
Desde mi más remota infancia, cuando Mirza se encargaba de repasarme las
lecciones, adoptó conmigo esa costumbre. Papá le tolera que llegue por las
noches a la hora que se le antoja, mientras que a mí me funde con un grito si
me demoro un poco. Cualquiera vale más que yo para él. En otro tiempo
hubiera dado lo que me pidieran por oírle decir: "Leonel, hijo mío". Para
darle gusto me esforzaba en las clases. Pero papá se burlaba y me decía:
"Naciste para arrastrar por el suelo tus apellidos". Yo hubiera querido
estudiar radio-electricidad, a mí lo que me interesa es la ciencia aplicada.
Seguí un curso, no se requería diploma de bachiller, apenas presentar examen
de ingreso. Pero tan pronto como llegaba la hora de sentarnos a la mesa, papá
aprovechaba para notificarme: "No pasarás el examen. ¿Qué te has creído?
¿Que te aprobarán por tu bonita cara? El examen se basa en la teoría, no en la
práctica. En la teoría estás perdido". O lo que era peor: "Vamos a contar en la
casa con los buenos servicios de un electricista, de un obrero en una palabra,
ahora sí nos sacamos la lotería; un nieto de Ondina de Lago, un bisnieto del
general Fidalgo, los dueños de este país, convertido en un don nadie, un
cualquiera, qué degeneración, qué vergüenza". Me lo martilló tanto que el día
de la prueba me ofusqué; era preciso que papá ganara, me dejé rajar. Pero,
¿por qué se porta así conmigo si soy su único hijo, el hijo de la mujer que él
adoró? Cuando era chiquito me gustaba pasear por un lote cercano a la
urbanización donde vivíamos, acabado de desglobar entonces de una finca de
la parte alta de la ciudad, al norte, un lote desocupado y lleno de yerbajos
donde un joven profesional construyó su casa, un chalet estilo inglés que por
esa época se consideraba de lo más elegante y novedoso que podía soñarse.
Pues bien, ahora lo han echado abajo. Acaban de demolerlo dizque para
levantar un edificio de 20 pisos. Cuando pasé por allá un día de estos volví a
encontrar el lote con las ortigas y la lengua de vaca que yo había conocido en
mi infancia, un terreno inculto, sin sombra de lo que fue la alegre casa. A mi
papá le sucedió igual conmigo. Con su primer matrimonio se forjó muchas
ilusiones. En mí se fundían dos razas: la de Sandalio, el hombre de la espada,
y la de un humilde campesino que llegó a ser su ordenanza, el padre de
Calixto y de Alejandro. Pero, quién sabe por qué, se malogró el experimento,
no obtuvo buen éxito. En la tierra brotaron de nuevo los yerbajos como si
nunca la hubieran limpiado".

El día que Bernardo Gallo invitó a Mirza a visitar el comité de


inmigrantes, como si lo atropellara un presentimiento habló a la muchacha en
forma subrepticia pero clara. Sí. La lunareja debía agradecerle que hubiera
querido abrirle los ojos. Entonces su intención fue previsora. Le dijo: "Fíjate
bien: a César Castell lo caracteriza una sola fidelidad, la que toca con su
ambición; por ella es capaz de sacrificar inclusive a sus seres más cercanos".
Agregó: "Sin embargo, no triunfará; lo persigue un destino amargo; cuando
cree conseguir una cosa se le escapa; así le pasaba desde que fuimos
compañeros de universidad". Todavía añadió, como al descuido: "Se casó por
conveniencia con una de las herederas más apetecidas de Bogotá, social y
económicamente hablando. Con la ayuda de la familia le habría sido fácil
llegar, o por lo menos aproximarse al timón de mando; en lugar de eso se fue
del país; el día menos pensado viajó con la señora a Chile, con el pretexto de
estudiar a fondo las cuestiones relacionadas con los inmigrantes. Luego la
mujer no quiso regresar. Se quedó en ese país. Su nombre es Gala. Gala
Urbina de Castell".
Ni entonces ni nunca indagó Mirza si se trataba de un homónimo o sí la
esposa de César era en realidad la niña del colegio. Después, porque era
mejor olvidarlo, entre más espesa fuera la niebla (¿sería una mujer alta y con
ricitos castaños en la nuca?), se movería más a sus anchas y, el primer día,
porque apareció Castell, estrechó su mano y la de Bernardo y le dijo a este:
"Gracias a la tarea que han empezado a cumplir mis inmigrantes, y en la que
estoy seguro de que la colaboración de la señorita que te acompaña será muy
valiosa, más pronto de lo que creemos llegará la revolución a Colombia.
Bernardo, no te frunzas. Algún día te tocará compartir tu bella finca de
Villeta con los niños desnutridos de los páramos; en las vacaciones los
mandaremos a bañarse en tu piscina y a comer mangos recién arrancados de
los árboles".
Si la lunareja aceptó inmediatamente el trabajo extra que César se
apresuró a encomendarle en el comité, ¿fue porque quedó convencida con
solo oírle esas palabras? ¿Creyó hasta los tuétanos, de buena fe, que en el
proyecto fraguado por él residía el medio más fácil para llegar al día en que
se calmaran por fin los alaridos de María-Cruz por sus niños quemados y por
sus niños comidos por las ratas? La respuesta verdadera nunca se supo. Desde
luego que mientras el asunto no traspasara los límites de buscar trabajo a
extranjeros sin recursos, la lunareja no correría peligro. No sería como irse al
monte, de guerrillera, asistir a las reuniones del edificio Cubillos.
Solo que le tocaba hacer a un lado, delicadamente, como si los apartara
valiéndose de pinzas, algunos recuerdos, algunos nombres. Expresamente el
de doña Mónica y sobre todo el de don Alejandro. La primera, sin embargo,
se aproximaba demasiado algunas veces, sin que Mirza pudiera evitarlo. Si
hojeaba los modelos de la revista Burda de bordados y tejidos que compraba
Alfonsina, era fijo que acudía. Lástima grande que doña Mónica, superada ya
con creces la tendencia deplorable de la cual fue fruto el vestido solferino del
pasado, no pudiera apreciar los nuevos figurines. La mirada de sus ojos, no el
color de miosotis, renacía en los de la hija a la menor provocación, como si
resurgiera el amor a lo imposible de la husmeadora de tesoros, destinado a
permanecer y no borrarse a pesar de estar deshecho el cuerpo frágil.
Cuando algún día de asueto, para darse el lujo de respirar aire menos
contaminado, la lunareja va a pasear con Castell por los alrededores de los
cerros orientales, él se para a hablar con los muchachos descalzos. Les
pregunta si asisten a la escuela. Los menos le contestan afirmativamente. Los
otros no abren la boca. Se conforman con quedarse parados, delgaditos,
mugrientos, contemplando cómo ruedan hacia abajo las piedras que empujan
con los pies. César entonces procura despertarlos: "Entiendan que viven en
una sociedad injusta. Desde ahora deben empezar a prepararse para luchar
cuando sean grandes". Se le inundan de lágrimas los ojos. "Tanta luz en el
mundo, Mirza, tanta belleza, y sin embargo como si no existieran para los
pobres, para los miserables". Ambos se sientan en el pasto. Una tarde varios
chicos llaman aparte a Castell y le proponen: "Tenemos una hermanita de
diez años que ya ha estado con hombres. Si quiere se la traemos por cinco
pesos". Con la cara escondida entre las manos, Castell se arrastra desesperado
por el suelo. Los muchachos se eclipsan detrás de los retamos amarillos.
Las primeras enfáticas alusiones de César a su divorcio, frecuentes los
primeros meses, se tornan poco a poco espaciadas y vagas. Por fin se pierden
en el vacío como si los dos —no solo el hombre sino especialmente ella— se
persuadieran de que exponerlas representa un esfuerzo agotador y además
baldío. Todavía, no obstante, se dice la lunareja: "Por fortuna los hombres
obran sin necesidad de anunciar previamente sus planes, como es la conducta
particular de nosotras, las mujeres. César es el único que puede ayudarme.
Mentira que sea egoísta; que se porte como si lo más elemental se le pasara
por alto. Entre nosotros existe un acuerdo, con cláusulas no formuladas
expresamente sino tácitas y aceptadas por ambas partes. En el momento justo,
aportará la solución que me hace falta".
Con el tiempo, los simpatizantes del movimiento encabezado por
Castell, disminuyeron en lugar de aumentar. En la oficina del edificio
Cubillos se instalaban cada tarde las mismas caras: un vegetariano-
rosacrucista, afiliado incondicional a las tesis de César; una enamorada
secreta y eterna del jefe, vestida invariablemente de negro y con el pelo
pintado de rojo caoba, que jamás musitó palabra en las reuniones del comité,
pero que no perdía ninguna de las del jefe, como si fueran una droga que
necesitaba, y Adonías, el antiguo zapatero remendón de la casa del marqués
de San Jorge que, por ironía del destino, después de haber odiado tanto a los
intrusos provincianos, ahora trabajaba por la venida de otros. La primera vez
que se encontró de sopetón frente a Mirza se quedó mirándola como quien ve
visiones, con los ojos clavados en el lunar. Sin duda se esforzaba por
readquirir su viejo arte de leer en las facciones de la muchacha que, no
obstante su nueva sensibilidad social, seguía siendo para él una intrusa. La
lunareja hubiera deseado esconderse a mil metros bajo tierra.
Por lo menos en apariencia, Castell conservaba el optimismo. En el
salón, empapado en un aire mortuorio-vergonzante peor que el de las salas
funerarias auténticas, continuaba dictando sus conferencias.

El fracaso de la publicación del compendio sobre sincretismo religioso


fue para Calixto como si le cayera una losa. Para colmo le dejó una deuda
pendiente con la editorial. Agotado el plazo de la moratoria, el nuevo gerente
de El Ciprés la pasó al cobro judicial, con el consiguiente bochorno de la
empleada Mirza. Cada día, al llegar a la oficina, la invadía un complejo de
culpa. Cuando regresaba a la casa, por la noche, apenas pisaba el umbral, las
palabras de saludo de su tío aludían directa o indirectamente a la desgracia de
haber nacido. De preferencia escogía la hora de la comida a fin de desarrollar
su tema favorito: la humanidad fracasa en sus amores, sus penas, sus trabajos.
No existe más dios que el dinero, el mágico dispensador de bienes, la llave
maestra de todas las puertas, repetía el disco.
Era más o menos la opinión de la gente que el comité había traído a
Colombia. Sí por casualidad se asomaban a la oficina llamaban aparte a la
lunareja. Suponían que, al reiterarle su fe en las promesas de César,
accionarían en su favor un mecanismo que debía traducirse en ayuda
económica.
Del esfuerzo que a Mirza le costaba dominarse brotaba un impulso
violento de agresión, dotado de un extraño poder metamorfoseador.
Convertía el bofetón imaginario y contundente que deseaba propinar al
pedigüeño, en un abrazo convulso e inesperado que asombraba a este. Lo
interpretaba mal y a ambos les causaba daño. Desde luego, la bolsa de la
interpelada continuaba sin abrirse, no por falta de voluntad sino por estado de
languidez consuetudinario.
El mensajero del comité, Ignacio Claros, cuando terminaba su trabajo
abarcaba en una sola mirada a Mirza y César, a fin de averiguar si ya era
tiempo de retirarse. Castell volaba a darle su respuesta afirmativa.
Pero últimamente la situación ha variado por completo. Si Claros se
marcha temprano a cumplir un encargo y la lunareja queda a la expectativa,
los ojos de César empiezan a girar como si indagaran por el medio más
rápido de detenerlo. Dicen: "Que se le haya olvidado algo, una carta, la plata;
que se devuelva inmediatamente y no insista en salir en el resto de la tarde".
Tantas veces que Mirza ha maldecido el ritmo rutinario del trabajo
oficinesco. Ahora se transforma en su aliado. Gracias a que, llueva o truene,
se halle sana o enferma, pórtese la gente como se porte, le toca levantarse
cada día a idéntica hora, ir al mismo sitio, sentarse al escritorio, contestar
iguales telegramas y archivar parecidas cartas, soporta cualquier calamidad
que se desplome sobre sus espaldas. Lo urgente consiste en reunir la
mensualidad que debe pagar sin falta a Calixto y Alfonsina, a cambio de que
la toleren en su casa.
Por lo menos Gala de Castell contó con un abogado. Un defensor de
oficio al que nunca conoció en vida como tampoco él a ella. Se presentó en
una de las últimas sesiones del ya definitivamente fracasado comité de
inmigrantes, cuando el camarada Juan Velásquez, que solía asistir para medir
el grado de infiltración del partido en los asistentes, helado ese día el timbre
de la voz como si la indignación le congelara la garganta, le gritó a César:
"¡Mal hombre, felón!". El camarada ignoraba que hablaba, no a causa de los
asuntos enredados del comité, sino a nombre de una mujer. De Gala, que
esperaba inútilmente en Chile el cumplimiento de la promesa que le había
hecho su marido, sobre que regresaría a su lado. "No me dejo tapar la boca —
agregó Juan—, lo de los inmigrantes es un tapujo, un tema de distracción.
Nuestra gente se desmoraliza al ver que no llega a ninguna parte, que el
remedio se encuentra hoy tan lejos como el primer día. Los mejores
luchadores se descorazonan y nos abandonan". —"Permíteme, yo te
explicaré. Con solo un cuarto de hora que me concedas te convenceré y
quedaremos tan amigos". —"Ni un minuto, carajo. Para mí eres un caso
desahuciado. Sigue como hasta ahora que algún día te llegará el turno de
rendir cuentas". Y se fue.
Esa tarde —la tarde de la muerte de Gala— en la oficina del edificio
Cubillos la atmósfera se impregna desde temprano de silencio. Mirza lo
huele, lo palpa, oscuramente preparada a desempeñar su papel hasta lo
último. De pronto se marcha a la calle, inventando cualquier pretexto. La
escena queda en suspenso, solo el mensajero que trabaja en un rincón. Sin
embargo, protegido por la sombra transitoria ya hay público esperando,
espectadores que escrutan y juzgan y que un día saldrán a la luz,
documentados como si entonces hubieran poseído muchos pares de ojos y
oídos. Los que no ocupan ya asiento de primera fila, Ligia Montiel, Orna
Caballero, Claudio Doniges, a causa de que los caminos de los dos últimos no
se han cruzado todavía con el de la lunareja, y en el caso de Ligia, porque su
edad no se lo permite, procurarán después afanosamente atar cabos, figurarse
circunstancias, interrogar a Calixto y Alfonsina, a doña Isidora, a la
compañera de Mirza en la editorial: Maxelena, Lucía Buendía, a Bernardo
Gallo: "¿Qué dijo Mirza cuando se enteró? ¿Cuáles fueron sus palabras
precisas? ¿Permaneció impasible o se puso pálida como un papel? ¿Quién le
dio la noticia?".
Desde luego que ninguno dejó de hacer acto de presencia en la oficina
del quinto piso. Pero los infinitamente apesadumbrados, infaltables aunque
no visibles, fueron don Alejandro y doña Mónica, como si hubiera sido Mirza
y no Gala la que se mató allí, saltando por el balcón el día mismo que llegó a
Colombia, a escasa media hora de haber subido en el ascensor, cuando se
quedó sola en el comité porque la firmeza con que hablaba obligó a Ignacio
Claros a salir para poner una carta urgente, y Mirza no habla regresado. Por
eso no la vio sino cubierta por una sábana.

Y ahora, ya casi al final, como si nada hubiera sucedido y el pasado no


existiera, Mirza era de nuevo oyente del doctor César Castell, quien dictaba
en la universidad una conferencia sobre Chile.
Entró en el salón apelotonada entre los demás estudiantes. Los habla
acompañado a tantos seminarios y mesas redondas, cursillos sobre recursos
naturales y mítines de protesta, que hacerlo una vez más era lo obvio, lo
mandado. A Nicolás Bonnet, que indagaba sobre si César era colombiano o
de dónde, la lunareja se lo aclaró con palabras terminantes. Lo mismo a otro.
No podía tolerar que por no leer el nombre de Castell diariamente en la
prensa, la gente ignorante le mezquinara la atención, lo disminuyera. El
desconocimiento no ofendía a la escarmentada y canosa Mirza actual sino a la
anterior, a la muchacha.
Antes de decidirse a ir se había repetido: sobre todo no dramatizar. Una
pizca de self-control, un alzarse de hombros como si el asunto no fuera con
ella, y negocio terminado. Solo que a última hora algo comenzó a funcionar
mal. Apenas se sentó en la fila la mordió el lunar de la cara, al que habla
acabado por acostumbrarse de modo que rara vez la molestaba. Pero en ese
minuto lo sintió. No sabía dónde poner las manos y si cruzar o no las piernas.
Descentrada en un segundo, ridícula.
En cambio, a César no se le notaban los años. Había adoptado en el
vestido una línea intermedia entre Oxford y el jipismo, despreocupado, sin
complejos, como acababa de observar certeramente Ligia Montiel,
arrellanada en el asiento contiguo al de Mirza. Al entrar habla saludado
cordialmente a la lunareja, tan natural como si la víspera se hubieran
entrevistado. En el desorden y alboroto del salón los dos formaron durante
unos segundos de nuevo una pareja. Pero solo para cerciorarse de que el
antiguo lenguaje les estaba prohibido. Debían hacer como si jamás lo
hubieran practicado.
Cuando el conferenciante empezó a exponer el tema, el piso de la sala
perdió su condición natural de solidez. Se transformó en no-en-absoluto-
indiferente, comprometido y movedizo como para que la lunareja pusiera pies
en polvorosa, se colocara a mil leguas. El desarrollo de la charla exigía que
César la ilustrara con demostraciones en una pizarra. Santo Dios. Tenía la
letra igual. No había cambiado una coma. Los trazos idénticos, semejante
ritmo, la misma pulsación. En un momento dado puso su mano izquierda
sobre la oreja derecha como lo había hecho la primera vez.
La vecina Ligia no perdía un pestañeo de Mirza, un trago de saliva.
Tampoco podía ser de otro modo. A lo mejor pugnaba por pescar una pista
que le permitiera reconstruir alguna escena contemplada hacia mucho.
Cuando Castell terminó de hablar, se marchó con él cogida del brazo.

Al otro día, a la salida de la cafetería, la voz de Ligia atrapándola,


obligándola a enfrentarse:
—Como César es viudo, los dos podemos ser amigos sin molestar a
nadie. ¿O a ti se te ocurre alguna objeción?
—¿No te importa la diferencia de edad?
—Eso es asunto mío. Ahora lo que me interesa es despejar tus dudas
morales.
Como si hubiera trepado a un escalón que le permitía una perspectiva
más amplia, agregó:
—César y yo contamos contigo para que nos acompañes el sábado a un
paseo a Fusa. Mejor dicho: tú te quedarás en el camino, en el hotel de
Silvania, y nosotros seguiremos al pueblo. Te recogemos de regreso al otro
día. No es que necesitemos chaperones, óyelo bien, eso ya no se usa, pero
tanto a César como a mí nos gustaría mucho que fueras. ¿Qué le digo?
—¿Cómo puedes hablarme de ese modo?—, escasamente logró articular
Mirza. En el instante de recibir el golpe lo que predominó en ella fue la vieja
táctica: ganar tiempo, ante todo ganar tiempo. Después ya vería cómo se
arreglaban las cargas. De una pausa que se nos conceda, de un respiro,
pueden extraerse grandes posibilidades: el dolor que destilan unas frases se
agazapa en el último rincón, como un brazo o una pierna heridos que al fin
encuentran en la cama la posición favorable. Corresponde obrar, eso sí, con
gran cautela. Lo mismo que un ademán brusco e inconsulto, una palabra
desconsiderada puede despertar aún con mayor fuerza el tormento. Pero
tomando las oportunas precauciones la lunareja preservaría su sola pequeña
venganza permitida: que Ligia no se apoderara de un espectáculo de
devastación pintado en su cara.
La medida no se hallaba colmada todavía:
—Si César es libre, a nadie se lo debo tanto como a ti, Mirza. Cualquier
día le suministro la explicación a Claudio Doniges, aunque él ya debe haberlo
averiguado también a estas alturas.
Qué deseo de gritar, ahora sí, ya harta: "¿Y quién pagará la cuenta del
hotel de Fusa? ¿Tú o César?". Aunque Castell se defendía muy bien
económicamente según se comentaba, y hacía plata a ojos vistas como asesor
de compañías de turismo —con lo cual cumplía finalmente un destino
relacionado sin género de duda con los inmigrantes—, Ligia podía terminar
en el hotel de Fusa, firmando un cheque para cancelar los gastos de ambos.

El filo de la respuesta no dicha alcanzó a punzar, desde el aire. Por


último no tomó forma, aunque Ligia esbozó un movimiento rápido como para
sacarle el quite. Era cierto lo que Mirza pensó una vez: las orejas de su ex-
discípula se empinaban, crecían como para que no se les escapara una
briznita tocante a su antigua profesora. El interés amoroso era distinto.
Ascendía a una zona en que se detenía, compartía los pudores del ser querido,
respetaba sus secretos. Pero en el caso de Ligia, se apoderaba de las frases de
la lunareja como si fueran insectos que viviseccionaba, clasificando por
separado los invertebrados y los crustáceos, los arácnidos y los articulados.
Se fijaba no solo en el contenido sino en el continente, en el metal de la voz y
las inflexiones incontrolables acompañadas de risa nerviosa. En la residencia
de las estudiantes Mirza circulaba por una zona repleta de señales rojas que
decían "Peligro". Si citaba por casualidad a César Castell: "En el año 40
escribió un ensayo magnífico sobre el problema americano del cruce de razas,
tomando como base los planteamientos del Libertador en el congreso de
Angostura", en la cara de Ligia, inmediatamente, una expresión rara,
divertida, como si le hicieran cosquillas.
La amenaza era la habitante permanente de los ojos oscuros, de los
labios como trazos delgados, posiblemente hasta de las contracciones de las
choquezuelas. ¿Desde cuándo comenzarla la ex-discípula a deslizarse hacia
esa zona, como si se tratara de un deporte en el que cada día superaba su
propia marca, lista a convertirse en campeona? ¿En el tiempo en que recitaba
sin cometer ninguna falta su lección de historia, en su cara de niña que quería
conseguir alguna cosa, hija única, mimada por Isidora, se incrustarla ya la
misma decisión como una semilla transparente, dura? De algún modo la
emparentaba con algo que conocía Mirza, un objeto remoto, perdido en la
distancia, pero que le habla hecho daño cuando vivía en el inquilinato del
marqués de San Jorge. Era el morrocoy de plata de propiedad de Soledad de
Eslava, que una vez cayó encima de la mirla Lil, dejándola coja. Desde hacía
poco decoraba en la residencia femenina la pieza de Ligia.

Cuando Mirza llamó a la puerta del cuarto de Manuel, él no fue a


abrirle. Desde dentro le gritó que entrara. La lunareja lo encontró sentado en
una posición rara, forzada. No se le ocurrió comentar nada, a la espera de
alguna indicación. Paniagua le dijo:
—No te alarmes, ni pienses en que debería llamar al médico. Si has
venido a visitarme sin anuncio previo, sin que yo te lo pidiera, en este
momento, tienes que ser una enviada. Siéntate tranquila y charlamos.
—Por Dios, Manuel, ¿qué te pasa? Si te sientes mal hay que pedir
auxilio.
—Me lo estás dando, te lo juro. Pero nos toca aprovechar al máximo
estos minutos. Son los últimos. Por ninguna plata quisiera dejarte un recuerdo
triste.
—¿Qué tienes?
—Un dolor un tanto descomedido en el lado derecho, fíjate, en el
derecho, no en el izquierdo. De modo que no te preocupes. No es infarto.
Dame agua.
Luego:
—Qué bueno que hayas venido. No quería morirme solo. Ayer le escribí
a mamá. Ignoraba naturalmente que se trataba de mi última carta, pero no te
asustes. La cosa es seria pero no tanto. A ti y a mí nos unirá en adelante un
lazo sagrado. Qué desesperantes son las grandes palabras, ¿verdad? Lazo
sagrado. Sin embargo, a veces hay que emplearlas. Lo más lamentable es que
a mí me gustan, no sé por qué. Te confieso que son en realidad las únicas que
me gustan.
Se portaba a su altura —medita la anciana— capaz hasta el último
minuto de reírse a propósito de su tragedia. Pobre, querido Manuel.
Convertido en polvo y, no obstante, allí presente, indudable, vivo, aunque
claro que si la vieja se atreviera a asegurarlo públicamente, la gente la
consideraría en definitivo reblandecimiento. ¿Por qué se habría formado con
el apellido del muchacho un adjetivo tan detestable como paniaguado?
Tratándose de él su apelativo sólo significaba lo que decía: "Pan-y-agua".
Seguramente en la universidad nadie ni siquiera sospechaba que se
encontraba enfermo. Y Manuel, sin permitir a Mirza moverse para solicitar
socorro, delirando con aquello de que quienes nos cuestan sufrimientos
grandes y pequeños, y hasta simples impaciencias, son sagrados. No por lo
que afirmó Proust —increíble, alcanzó a pensar la lunareja, que Paniagua lo
hubiera leído; cosa rara en un universitario de las promociones
contemporáneas— sobre que, gracias a ellos, se nos ofrece un verdadero
semillero de ideas, sino porque son precisamente quienes nos introducen de
sopetón en el misterio.
—Debes dominarte, Mirza. Comprender que lo más importante sucedió
hace muchos años, centenares. Fue en la cruzada infantil que dirigió el rey
santo, Luis IX de Francia, para marchar a Palestina a rescatar los santos
lugares. Entonces todos se hallaban persuadidos de que si no habían triunfado
antes en esa empresa, se debía a los pecados de los adultos. En su reemplazo
se escogió a inocentes niños para que combatieran. Oh inefable Edad Media.
—Pero murieron como moscas.
—Así fue. Del matadero no escapó ninguno, ni siquiera un chico que se
llamaba Manuel, como yo. Aunque se había forjado muchas ilusiones para
realizar en la vida, la ofrendó contento a fin de que en otro país, en otro
siglo, un muchacho como él aceptara la muerte para rescatar otra, cometida
por la persona que estuviera a su lado en su última hora.
Uno de los rasgos característicos de Paniagua consistía en la obcecación
con que negaba perentoriamente haber escrito versos. Se fastidiaba de veras
cuando algún estudiante le iba con esa historia. Podían endilgarle
tranquilamente mil bromas sobre su apellido y sobre que sonaba a chibcha, a
pesar de estar formado por palabras requeteespañolas. Manuel no se inmutaba
si Bernardo Gallo lo tildaba de recién aparecido y lobo. En cambio, guai del
que lo llamara poeta. Sin embargo, en un trance como ese nadie podría negar
que padecía de divagaciones líricas y oníricas.
—No te puedo explicar más, Mirza. Pero es cierto que el problema no
radica en conseguir licuadoras eléctricas para todo el mundo, sino en ser
hombres y mujeres de verdad. Hasta los trece años viví en lo alto de una
montaña donde despuntaba el sol Cierro los ojos y me marcho de nuevo allá,
a juntarme con el otro Manuel, el Cruzado.
Se calló porque el dolor era como una mordaza. Mirza casi la podía
palpar. En la pieza no había teléfono. Antes de abrir la puerta para que por fin
alguien la ayudara, escuchó lo definitivo lo que habla ido a oír allí ese día:

—Mi vida por la que debes, Mirza. No lo puedes negar aunque entonces
obrabas con los ojos vendados.
En su salto como un resorte hasta la puerta, la lunareja ignoraba si había
terminado por contagiarse de las visiones de Manuel, o si, evidentemente, la
que se encontraba en el umbral era Ligia, envuelta en un gran manto de
vicuña que debía pertenecer a la guardarropía de un teatro. Bajo sus pliegues
se veía como una figura de los tiempos incas, y además, segura y satisfecha
de acudir con puntualidad ejemplar a una cita. Mirza pasó, de oír desvariar a
Manuel, a tomar nota de la gente que se empujaba para entrar o salir del
cuarto. El primero, Bernardo Gallo, miraba rápidamente a un lado y otro,
murmurando como si solicitara compasión por lo que le tocaba soportar. En
seguida, María Olga, Daniel Irigoyen, Claudio Doniges, con cara de
circunstancias. Cuando escuchó qué Ligia la acusaba: "El único testigo de la
muerte de Manuel fue Mirza Eslava, ella es la responsable", se miró a si
misma correr por el pasillo, bajar a saltos la escalera y huir sin saber de quién
hasta que llegó a la residencia femenina.

Allá, como si ese fuera el día de las apariciones extraordinarias, en sitios


debidamente preparados para el efecto, también recortada en el marco de la
puerta como Ligia en la de Manuel, se hallaba Orna Caballero. En el primer
momento, reconocerla fue una especie de alivio para la lunareja. Después del
cuerpo desmayado de Paniagua y de sus palabras increíbles de despedida,
después de la dura carga de la mirada de Ligia, el conocido peinado combado
y con raya de Orna, su bolsa con libros y fólderes colgada del hombro, la
blusa de estilo japonés, prometían un respiro. Al fin y al cabo no podía
negarse que a ambas las unía la religión, que era lo más importante. Si a pesar
de eso opinaban de distinta manera, igual que le pasaba a Mirza con Claudio
Doniges, era lógico que se trataba de detalles. No valían la pena. Sí, que
asomara en ese minuto, a la entrada de la residencia. En caso de que a la
lunareja la metieran en la cárcel, tal vez fuera esta hermana la encargada de
comunicarle un signo de reconciliación, como la cruz que en el tiempo de las
Cruzadas de que habla hablado Paniagua, trazaba el sacerdote en la frente de
los leprosos, antes de que la comunidad los abandonara. Lástima que para
una misión de tanto alcance se hubiera designado a esa Orna piel-de-sapo, tan
parecida, no físicamente sino en una nota indefinible, y hasta en las pecas de
la cara, a Susanita, la niña del colegio que se negaba a jugar a las gambetas
para mortificar a Mirza, pensó en un relámpago. Ahora sí se fijó en el color
de sus ojos. A Manuel le asistía la razón cuando aseguró que eran grises
como el acero, de la misma tonalidad que los de Claudio. La voz de Orna
sonaba demasiado neutra e impersonal, como si constantemente frenara a un
caballo para conducirlo al paso, despojándola de lo que ella más odiaba: la
posibilidad de producir gritos, quejas, cánticos.
A pesar de todo Mirza le pidió:
—Bésame. Dame un beso.
Le era necesario para comprobar que, pasara lo que pasara, no se
romperían sus lazos con los demás. Aunque al fin seguramente las potencias
punitivas se apiadarían y la lunareja seria perdonada, en ese instante buscaba
una garantía sobre que no recaería también sobre ella la muerte de Paniagua.
Bastaba con la de la mujer del quinto piso del edificio Cubillos. Bastaba con
la del pequeñín a la sombra de las areneras, olvidada en días y meses sin
cuento, confesada, absuelta, pero siempre sin remedio, persiguiéndola. Desde
lejos le llegó la respuesta de Orna:
—¿Dónde? ¿En la boca?
—En la frente— contestó la lunareja, ofendida por una nueva sospecha.

En la cárcel, a donde la condujeron como medida precautelativa a causa


de la declaración de Ligia, que insistió en señalarla: "Pasó mucho rato con
Manuel, eso me consta; interróguenla, ella sabe la verdad", fue donde le
comenzó el dolor. Mientras logró Calixto remover cielo y tierra a fin de
obtener la libertad con fianza, basado en que la autopsia no había arrojado
indicios y ni siquiera aparecía un rasguño en el cuerpo de Paniagua —intacto
como si, según su costumbre en la universidad, siguiera burlándose de
quienes lo sondeaban con preguntas inquisidoras— a la lunareja le empezó
una molestia rara en la garganta. No se parecía al dolor de angina que la
visitaba con frecuencia, de modo que podía tratarlo con la familiaridad y
despreocupación que se dedican a un viejo conocido. Este era tan distinto y
poderoso que se daba el lujo de anunciarse solamente con picadas
intermitentes y leves dificultades para tragar. Con eso la notificaba, no
obstante los argumentos esgrimidos afanosamente a fin de tranquilizarse, de
que se trataba de algo desgarrador, fresco e inédito, para ella sola.
Aunque ningún médico la habla examinado para pronunciar el fallo, por
lo que se le concedía cierto margen de seguridad, resultaba como una película
en la que las luces de las cámaras, después de rondar en torno a lo que
constituía la clave de la situación, se decidieran a enfocarlo por fin en primer
plano. Lo demás, por agresivo y personal que fuera, decaía en importancia, se
situaba lejos, como si formara parte de una historia contada a otra persona.
Verdad que la primera noche, en la sección novatas, cuando la guardiana le
pasó una manta, Mirza le gritó compulsivamente: "¡Usted es una víbora!", en
un arrebato de impotencia y feroz rabia que se estrellaba contra la primera
que le salía al paso, aun cuando le hacía un favor y hasta entonces no la había
ofendido en nada. Pero en seguida se calmó. Volvió a ganarla la suprema
urgencia de tocar y retocar con la lengua lo único verdadero: el bultico que se
le había formado en la garganta.
(Era, también, como regresar a los primeros tiempos de la infancia,
cuando el tacto constituía el mejor instrumento para indagar en lo que la
rodeaba. Ahora comprobaba la existencia en su organismo de una semilla que
nada atajaría ni disuadiría. Aunque se la cortaran con bisturí o se la quemaran
con radium retoñaría, para continuar la carrera iniciada una noche en que
nadie tomaba precauciones ni se percataba. Poco a poco aumentaría de
tamaño hasta oprimir el pecho de la lunareja, obstruirle la respiración,
impedirle comer, a fin de realizarse en la plenitud que le correspondía como a
cualquier ser viviente).
A las cuatro en punto de la madrugada, la linterna de la guardiana se
cuela por la abertura de la parte alta de la celda, como para pisar con su luz a
la cautiva, que adivina una ráfaga de placer habitando los ojos de piedra. El
procedimiento correcto a seguir consiste entonces en no ver, en no escuchar.
Con algo de entrenamiento la vista y el oído ceden y se sumergen en
voluntaria niebla. En cambio no existe truco para domesticar la antena de la
piel, estremecida sin necesidad de roce y lista a transmitir todos los tonos del
sufrimiento, concentrados en un hueco desvalido en la boca del estómago.
Y, no obstante, dentro de la miseria y la repugnancia, hay ratos en que
en su celda Mirza se estira y distiende, lo mismo que se esponja un gato.
El día que le dieron la boleta de salida tuvo la Impresión paradójica de
chocar contra un muro. Las personas que la rodeaban, inclusive y muy
especialmente los muchachos de la universidad, antes ciegos y sordos sobre
lo que la lunareja había hecho o deshecho, demostraban ahora no solo la
correcta percepción de sus sentidos sino su extraordinaria agudeza.
Dominaban la historia y se alegraban cuando se les presentaba la ocasión de
exhibirla, como si esgrimieran la solución de un dilema al que consagraran
días de cavilaciones y de romperse la cabeza.
Cuando Mirza fue a almorzar otra vez a la casa de Calixto y Alfonsina,
el sentimiento de gratitud que nacía soberano en su alma cuando se
encontraba en la cárcel, a la sola contemplación de la comida que le enviaban
sus tíos, se eclipsó como si jamás lo hubiera experimentado. La ofendió el
aire reconcentrado de Calixto, que mascullaba entre dientes: "Nada de lo
humano me es extraño". En concepto de su sobrina, con la cita clásica la
clasificaba de sopetón en igualdad de condiciones con los peores de la tierra.
Y francamente no tenía derecho.
Alfonsina no hablaba a tontas y locas como de costumbre. Apenas se
sentaron a la mesa fue la primera en tocar un punto muy sensible tanto para
su marido como para la lunareja:
—Me contaron que hubo lleno completo en el Colón la noche del
estreno de El escándalo, la obra de Bernardo Gallo. A la gente no le importa
que la insulten. Goza con eso. Ligia se desempeñó bien, a pesar de que en las
tablas las choquezuelas no dejaron de fastidiarla.
—Eso no es gracia —tronó Calixto—. Sé de fuente fidedigna que
Bernardo compró íntegra la boletería del teatro. La repartió entre algunos
amigos y los estudiantes. No podía permitir que hubiera poco público. Pero el
chiste le costó un ojo de la cara. Para cubrir los gastos le tocó hipotecar la
finca de Villeta. No me parece juego limpio en un hombre que además de
escritor presume de deportista.
—Le había dado su palabra a Ligia y se la sostuvo a pie firme —opinó
Alfonsina—. Puede estar contento y se lo aplaudo. En cambio, la que está
inconsolable como la noche es Isidora. Ya casi nunca la visita Ligia.
—Pobre mi cuñada —dijo Calixto—. Aunque ella no me quiere, a mí
me da lástima. En su voz siempre hay una nota como para suplicar que por
amor de Dios no le digan la verdad. Habría sido mejor para ella casarse de
nuevo cuando todavía era tiempo.
Se metió cada mano en la manga contraria del saco, según su costumbre
cuando sentaba cátedra. Ni una palabra para solidarizarse de veras con su
sobrina y condenar la inculpación temeraria de Ligia. Olfateaba en la muerte
de Paniagua la reminiscencia de un suicidio ocurrido hacia mucho. Y prefería
callarse.
Por lo pronto, el malestar de la garganta parecía estancado. Se
contentaba con producir ronquera y nada más, portándose con cierta
consideración y elegancia, como para que la lunareja disfrutara de calma y
valorara la libertad reconquistada, después de haber sufrido su momentánea
sustracción en los días del encierro forzado. De nuevo y por algunas semanas
le estaba permitido levantarse de la cama y salir a pasear calles. A medirlas
con el andar medio sonambúlico que le gustaba, en la borrachera que se
apoderaba de ella como si hubiera bebido, despertando milagrosamente por
segundos al atravesar las bocacalles, a punto de que la aplastaran los buses y
camiones, gigantescos como animales apocalípticos ante los ojos nublados,
sacándoles quites inverosímiles hasta para una persona joven, cuando ya se
hallaban a punto de caerle encima.
Es la primera vez que abarca totalmente el conjunto ciudadano. Antes, el
colegio de las monjas, la editorial El Ciprés, el edificio Cubillos, la Ciudad
Universitaria, se interponían y copaban el panorama. Mientras que ahora se
halla frente a un espacio abierto que se ofrece con sus avenidas como
laberintos, torres ahumadas, estadios, puentes, fábricas, miles de barrios con
casas en serie que recuerdan las bóvedas de los cementerios. Posiblemente el
coche fúnebre que algún día conducirla su cuerpo, avanzará por la misma ruta
que ella transita ese día, ya alineadas las calles en el estricto itinerario, la
brisa embalsamada agitando los pétalos de unas pocas flores, endosadas en
unos pocos ramos, sobre la caja.
La verdad era que, desde que llegó a Bogotá, ninguna transformación en
favor o en contra del paisaje urbano se habla realizado sin que hubiera sido
testigo. Durante su primera juventud, acomodada en el asiento del bus que la
transportaba de su casa a la oficina, contempló a los atareados jardineros
sembrar los primeros arbolitos del Parque Nacional, transformados después
en añosos pinos, sauces, palmeras, robles, el pulmón misericordioso para
descongestionar a la que sería más tarde asfixiada urbe. En esa época los
pasajeros del bus, cuando el vehículo desviaba su trayectoria para evitar las
calles que habían comenzado a ensancharse, de un vistazo se encargaban cada
día de medir el progreso de la obra en relación con la víspera. Si por
casualidad era notorio, lo aprobaban entusiasmados como si se tratara de cosa
propia. Pero lo habitual consistía en la crítica incisiva: "Los obreros trabajan
muy despacio. Aquí no salimos de los sistemas primitivos que nos trajeron
los españoles. ¡Si estuviéramos en Nueva York!".
Por poco que se anduviera más allá de la avenida de Chile se exponía
uno, según los viejos santafereños, a llegar al sur de Tunja, como lo repetía
Mirza, ya identificada con el estilo rolo. A lo último experimentaba el orgullo
de su apellido: Eslava, como el del virrey que figuraba entre los más notables
de los anales granadinos. Le bastaba contemplar un grabado que representaba
la esquina del palacio del marqués de San Jorge, tal como era en 1810, al lado
del puente de Lesmes, o una fotografía de la calle 10, con la casa que habitó
el Libertador la víspera de partir para el destierro definitivo —al fondo, las
cúpulas y torres de la Catedral y del Sagrario— para que el corazón se le
ensanchara. Cuando se apartaba de los cerros y vagaba por la parte
occidental, de San Victorino para abajo o más al norte, se convertía en otra
persona, sin rumbo, insegura. Temía ataques por la espalda, inesperados y
falaces como los que padecieron en la llanura del Zipa los conquistadores
españoles. Los contornos denominados por ejemplo La Esmeralda, Pablo VI,
El Salitre, Las Villas, La Bonanza, Quirigua, Chiriguagua, La Primavera,
Floralia, para ella ofrecían peligros. El carro que la conduela entonces por
una avenida saltaba de repente a otra, haciéndola perder hasta la noción de
dónde se encontraba, convertidos en hormigueros los potreros monótonos e
interminables de las antiguas haciendas. Las grandes construcciones del
pasado se velan ahora ramplonas, provincianas. Los nuevos puentes, para
conectar las zonas de mayor tránsito, sostenidos por pivotes hincados a 15
metros de profundidad, le daban vértigo.
Allí Mirza no participaba, no encajaba, tan extraña como si acabara de
llegar. Repelida igual que el primer día, sin nexos con la ciudad, enterándose
de los acontecimientos apenas por oídas, igual que cuando se rompen
relaciones con una amiga y solo se informa uno de lo que le acontece por
comentarios de terceros. El sueño de los provincianos de dominar la capital
resultó irrealizable. Se les escapó de las manos. A la lunareja no le quedaba
sino el viejo barrio, por el que podía caminar casi con los ojos vendados,
reconociendo aquí la casa del virrey Sámano, más allá el observatorio
astronómico del sabio Mutis, acá la casa de Vergara y Vergara. Únicamente
los vehículos de servicio público que anunciaban: "San Cristóbal-Usaquén",
transitantes inmemoriales de las carreras quinta y séptima, le ofrecían
garantías. Utilizar otra línea equivalía a correr quién sabe qué riesgo.
El presente bogotano ya no brotaba armónicamente del pasado. No
existía ligazón. Se habla roto. Desde el 9 de abril la carrera séptima perdió su
ser natural. Como le pasa a una persona que sufre un accidente y debe
someterse a operaciones de cirugía estética, la principal arteria nunca volvió a
ser la de antes. El 9 de abril fue el día señalado para que las casas que
parecían eternas, cayeran convertidas en pavesas. A fin de reemplazarlas a la
calle real se le injertaron parches. En el espacio que ocuparon las viviendas
desde cuyos labrados balcones los hijos de los próceres, todavía en brazos de
sus llorosas madres, contemplaron por última vez las siluetas de Torres,
Caldas, Lozano, Camacho, en pos del Cristo de los ajusticiados, se
establecieron discotecas. En el mismo sitio donde setenta años atrás un
respetable caballero centenarista colocó en la vitrina de su almacén la
reproducción en yeso de la Venus de Milo —desacato que provocó las iras de
la junta de censura que velaba por las buenas costumbres ciudadanas—
ahora, centenares de cuerpos insinuantes, a la vista de los niños, en las
carátulas de las revistas y en los afiches extendidos por el suelo. Cada tienda
con anuncios más chillones para robar a la otra la clientela, los altoparlantes
moliendo sin cesar las guacharacas, y los gigantes en zancos distribuyendo su
propaganda. Sin olvidar las ventas callejeras, insufribles a todo lo largo de la
vía, hasta descender por la 26 y meterse impertérritas entre las tumbas del
cementerio central.
Porque en lo que la ciudad terminó por transformarse fue en un inmenso,
infinito comercio. Una sola tienda favorita de la sociedad de consumo, desde
el sur de las Cruces hasta Unicentro, encarnación suprema del genuino
espíritu bogotano de comprar y vender, que le otorgaba la calidad de
auténtica meca, atrayente como ninguna no solo para la población nacional
sino para la extranjera. Los vecinos territoriales, especialmente venezolanos,
panameños y ecuatorianos, se hacían lenguas. Se trataba de un comercio más
surtido que el de Miami y con moneda barata. Ante ese alarde el leguleyismo
tradicional andaba de capa caída. Ni para qué nombrar el aticismo cuyo
significado se perdía en las brumas.
En la actualidad, cuando la anciana tomaba nota de que se levantaban
nuevas, inmensas estructuras de hierro y cemento, su primer movimiento no
era de aplauso y ni siquiera de asombro, sino de miedo. En el último tercio
del siglo XX el distintivo de los moradores de la gigantesca urbe consistía
sencillamente en el pánico, ramificado en desconfianza y aversión instintiva
de los barrios del norte hacia los del centro y del sur. Los pobladores del
primero no sabían nada de los del lado opuesto. Ignoraban sus casas, sus
iglesias, sus escuelas, sus sitios de diversión, más discriminados los linderos
y más marcadas las diferencias que en cualquier otra parte. Para los sureños
no cabía la apelación de paisanos, vecinos o "los nuestros". Rezumaba ironía.
Inspiradores ellos sin embargo y quizá protagonistas de una catástrofe que no
estallaba todavía, que a última hora se estancaba, pero que el aire no se
cansaba de ensayar como un toque de corneta en la distancia.
A fin de curarse en salud, los moradores de la zona del norte tomaban
precauciones. Las urbanizaciones lujosas se extendían por las fajas altas del
este, como si los propietarios pretendieran el amparo de los cerros,
reproduciéndose el fenómeno de los conquistadores frente a las asechanzas
de los indios. O como si buscaran inconscientemente el lugar elevado como
reminiscencia del castillo feudal, con la ciudad tendida a sus plantas para
satisfacer un recóndito deseo de recibir homenaje. La vista se dibujaba
espléndida desde las terrazas levantadas sobre las murallas poderosas y
electrificadas, cajas fuertes donde los dueños se encerraban con sus familias y
dos o tres perros, pastores alemanes amaestrados. Cuando te aproximabas
distinguías porteros uniformados en la garita de entrada, armados como
soldados, mientras otros más ceremoniosos te abrían la portezuela del carro,
único medio de transporte para tener acceso a esos sitios. Pero si por azar ibas
a pie te chequeaban desde lejos, bañados los ojos y cada poro de la piel en
suprema suspicacia, como si simplemente acercarse fuera inaudito
atrevimiento y, cuando al fin timbrabas, los celadores no se privaban de
averiguar tu nombre, apellido y señas particulares. Luego indagaban por el
teléfono si los dueños del sofisticado apartamento eran tan imprudentes que
te permitían entrar, no obstante el lunar de la cara que, aunque muy pálido,
todavía te identificaba.
En el que fue parque del Centenario, metamorfoseado en isla cruzada
por puentes, constituye el mayor anacronismo la iglesita de San Diego, junto
a torres, de día blancas o rojas como con saudade de balnearios, y de noche
transparentes. Las palmeras del bosque Izquierdo todavía se empinan para
vigilar los cerros que, aunque vestidos ahora de verde estepario y exhibiendo
como cicatrices los grandes calvos de las areneras, conservan sin embargo
para Mirza el prestigio de un hombrecillo de pie en la explanada, listo a
encender la mecha de su cañoncito de juguete a fin de anunciar a los
habitantes de la pequeña ciudad el sobresalto del mediodía.
Al atardecer las nubes se despliegan en abanico a lado y lado de la torre-
guía. Cuando va a llover baja desde estas un silencio capaz por un momento
de asordinar los ruidos. La escasa luz solar aclara levemente el gris
insinuante, que envuelve en intimidad las calles como si las cubriera con una
pátina, disimulando a los leprosos y contrahechos, a los de piernas delgadas
como palillos y a los de piernas elefanciacas, a los locos que caminan en
cuadro patas, a la muchedumbre de manos extendidas. Hasta que cae la noche
y entonces se desparrama el diluvio de seres extraños, tormentosos, que
proliferan velozmente como si la calle real fuera su núcleo y su caldo de
cultivo, su sede y su hogar.
Aunque la enfermedad de la garganta se mantenía estacionaria, en Mirza
Eslava persiste la mirada retrospectiva, como si fuera una despedida. Porque
tiene que ser el fin no poder ni siquiera examinar una tela azul sembrada de
ramitos de plata, como la que acaban de enseñarle en un almacén, sin partir
de inmediato, convertida la tela en camino de retorno. A la lunareja la
conduce hasta depositarla en las manos cariñosas de doña Mónica, que cose a
su niña un traje para que vaya a visitar a Gala y Natalia. La mamá conduce
con ella a la abuela, que padeció en su tierra las zozobras de las guerras
civiles y que debía ser semejante a las finas y graciosas tejedoras de
sombreros de paja toquilla que admiró don Manuel Ancízar a mediados del
siglo XIX en el oriente del país, como lo consignó en su libro. Bisabuela que
a su vez tuvo una madre de la época en que el costumbrismo ensayaba sus
primeros pasos, y otra abuela que quizá siguió a los patriotas en las batallas
de la Independencia. Así, de mujer en mujer avanza Mirza buscando todavía
más. ¿Dónde? En lo escondido y sin contacto verosímil: en el pequeño
bosque de abedules y chopos que rodea en los alrededores de Oviedo las
ruinas de la iglesia de Santa María de Naranço. Por alguna razón remota y tan
asombrosa como la que Manuel Paniagua le confesó una tarde alucinada,
para ella se trata del único paisaje que perdura en su memoria cuando asegura
que vivió en el viejo continente, fingiendo conceder crédito a sus propias
palabras. Allí, una cruz caminera, adornada con una avecilla de plumaje gris
como la mirla Lil de la distante infancia, escuchó los votos de los peregrinos
que se embarcaban rumbo a América. A Mirza la llama y la retiene junto a
los cristianos desconocidos que la atisban desde sus sepulturas, en las naves
sin techo…

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