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Liceo antonio acevedo hernandez “angol”

Análisis de un texto argumentativo

Integrantes: camila riquelme ortiz


Curso: 2°A
Asignatura: lenguaje
Profesor: jose del campo
Actividades

Analice el marco general del texto leído identificando los 4


elementos que lo componen:

Tema : Los pueblos originarios.


Participantes: La clase del 2° año A.
Modalidad : Oral y escrita.
Contexto : La Desaparición de los pueblos originarios.

Analice la estructura interna del texto leído identificando:

Tesis : Se basa en la desaparición de forma paulatina de los pueblos


originarios desde el siglo XIX y comienzos del siglo X X

Argumentos:

1. La desaparición de los pueblos indígenas como: Los


Chonos,Onas,Alacalufes.

2. Los mapuches se han visto obligados a aprender el lenguaje


castellano,prohibiendoles de cierta forma usar su dialecto natal.
3. La sociedad los discrimina por sus rasgos y lenguaje obligándolos a
migrar a la ciudad.

4. El mismo estado los tiene en completa discriminacion al llamar zona


roja el entorno donde está la mayoría del pueblo mapuche,(La
Araucanía).

5. El mestizaje provoca la pérdida de la raza a través del tiempo,la cual


adquiere consecuencias fatales como perder una raza pura.

Conclusión: Todos debemos hacernos cargo de mantener a flote nuestras


raíces y costumbres para que no se pierdan a través del tiempo,
principalmente respetando las diversas culturas y razas que hay en nuestro
paí
Los onas

Los Chonos
El ave de tu corazón

Los peñis, mis hermanos mapuches, poco a poco me fueron devolviendo a una
voz más profunda que habitaba en mí y tuve la certeza de que esta era una escena
que volvía a vivir. Que en realidad a todos nos es dado –al menos una vez en la vida-
una cierta experiencia de la totalidad, de “esa respiración del universo”, pero que
también –obligadospor un mundo con otros vértigos- a menudo cometemos su
olvido. En nuestra historia ese olvido es trágico y ha significado, en casos extremos, el
desaparecimiento de pueblos enteros onas. alacalufes, chonos, nos dan un
sobrecogedor testimonio de ello; y en otros, un modo lento de aniquilamiento que,
de llegar a concluirse, significaría también nuestro final. Ese es el caso del pueblo
mapuche.
Su destino está ligado al destino de esta nación y con ella las denominaciones
con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los
infinitos laberintos del agua de un río. Cada vez que no escuchamos el lenguaje de la
tierra que nos cobija y que nos hace a todos por igual “hijos de ella”, es algo de
nosotros lo que violamos. El hombre de la tierra, el mapuche, es así una parte nuestra
que va más allá del proceso de mestizaje y de las hibridaciones históricas porque su
pertenencia toca la pertenencia de cualquier ser vivo bajo este cielo. Sin embargo,
herederos también de una vorágine que se viene arrastrando desde la Conquista,
pareciéramos condenados a ver en ellos al otro. Condenamos así esa parte oscura de
nuestro propio cuerpo que no es lo suficientementesimple como para establecer
nuestras categorías intelectivas ni lo suficientemente embrollada como para
transformar lo evidente en filosofía o ciencia.
Al padecer esta exclusión nos vamos igualando en una suerte de sobrevivencia
generalizada que al no admitir la diversidad, se resigna a su separación del mundo
que late y respira, al mismo tiempo que hace del hombre de la tierra la víctima
expiatoria del crimen que cometemos con nosotros mismos. Es la consistencia de
esta vida la que se juega. Un territorio concreto de nuestro país es el escenario de
esta confrontación: la región de La Araucanía. El hombre mapuche, urgido al trabajo
en la ciudad, al minifundo o al más oprobioso de los inquilinajes, su vuelta al terruño
o a la ruka es un acto diario de extrema violencia. No se puede saltar de un mundo a
otro sin perder una cuota de vida en ello. De todas las formas de aniquilación es esta
probablemente la más cruel. No sólo se hace del hombre de la tierra un extranjero en
el suelo de sus antepasados, sino que al hacerlo no se le ha permitido tampoco el
usufructo de su extranjería. Arrasados en general, de su lengua, de su tierra y de sus
propios rasgos, se le pide además que sobreviva con lo poco y nada que se le da a
cambio y luego, al ver su quiebre se le juzga y se le condena. Primero se les reprochó
no hablar bien el castellano y empecinarse en su idioma natal. Ahora se escucha a
menudo la condena contraria: el estar perdiendo su lengua. Todas estas violencias –
ejercidas en nombre del mismo mundo que en ciento setenta años de república
jamás ha creado una sola política realista e igualitaria de integración- recaen,
finalmente, sobre todos. La diferencia que negamos, el idioma que no entendemos, el
rito que transformamos en folclor o pintoresquismo, los rasgos que nos negamos a
reconocer, son no obstante neutros.
Al perderlos nos perdemos.
Así vamos apagando también las dimensiones más vastas del aire que nos
acompaña, del cielo, de las mareas. Sobre las ciudades, hoy convertidas en
magatrópolis o muy cerca de serlo, se deposita diariamente su sedimento de esta
ceguera. Algún día lo lamentaremos. Tal vez para entonces ya no haya nada que hacer
porque los hombres de la tierra hablarán una lengua única, con un solo sonido,
porque ya nada puede decir el pájaro tué tué, el chucao, la diuca, el pájaro wudko, y
solo ha quedado vivo el triste cloquear de las ponedoras en las inmensas fábricas.

Raúl Zurita en prólogo a Se ha despertado el ave


de mi corazón, de Leonel Lienlaf.
Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1989

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