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Estudios de Asia y África

ISSN: 0185-0164
reaa@colmex.mx
El Colegio de México, A.C.
México

BOTTON BEJA, FLORA


LA PERSECUCIÓN DE LOS CHINOS EN MÉXICO
Estudios de Asia y África, vol. XLIII, núm. 2, mayo-agosto, 2008, pp. 477-486
El Colegio de México, A.C.
Distrito Federal, México

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CULTURA Y SOCIEDAD

LA PERSECUCIÓN
DE LOS CHINOS EN MÉXICO

FLORA BOTTON BEJA


El Colegio de México

México, privilegiado por estar entre dos grandes océanos, no ha


dirigido equitativamente su mirada hacia ambos. El océano
Atlántico fue la vía por la que llegaron los conquistadores, quie-
nes impusieron sus leyes y su religión y, al mezclarse con la po-
blación indígena, dieron lugar a un mestizaje que marcó la di-
rección de donde llegarían las influencias culturales e ideológicas
que definirían a la nueva nación aun después de la indepen-
dencia.
Del océano Pacífico, desde las Filipinas, llegaban naves car-
gadas de mercancías y objetos de arte de China, y cuyo destino
final era Europa. De Europa llegaban también frailes llenos de
celo evangelizador, que desafiaban los peligros del largo viaje a
Asia a fin de convertir a los paganos. México, puente en ese in-
tercambio, ¿hasta qué punto recibió influencias de esas tierras
lejanas? Es cierto que la “china poblana”, que tal vez no fuera tan
china, nos ha regalado nuestro traje nacional, que en nuestros
museos se encuentran porcelanas y cristos de marfil delicada-
mente tallados y que los murales de la catedral de Cuernavaca
nos muestran a los mártires de Nagasaki crucificados por infie-
les japoneses… Sin embargo, ¿es eso una verdadera relación, un
intercambio, un conocimiento? Nuestras miradas hacia el Pací-
fico, hacia el Occidente que nos empeñamos en llamar Orien-
te, nunca estuvieron libres de prejuicios importados de Euro-
pa, fuente de nuestra tradición intelectual. Por eso mi mirada
no se dirigirá hacia afuera, será más bien una mirada que exami-
nará nuestra actitud, aquí, en nuestra tierra, cuando dejándonos

[477]
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llevar por intereses mezquinos y por un racismo visceral tuvi-


mos una conducta reprochable hacia seres humanos que venían
de un país del otro lado del Pacífico y de quienes nos separaba,
además de un océano, una inmensa ignorancia.
En la Europa de la Ilustración, gracias a los informes de
los jesuitas y al afán de los filósofos por encontrar en otras
partes del mundo, cuanto más alejadas mejor, ejemplos de lo
que predicaban —tolerancia, un Estado justo, un déspota ilus-
trado—, China fue el glorioso ejemplo que los encarnaba. El
gusto por lo chino no se limitaba a lo político, por ello es que
el arte, la arquitectura, la decoración de interiores y aun la lite-
ratura estaban llenos de alusiones a ese país. Sin embargo, ya
en el siglo XIX la luna de miel había terminado y China, plaga-
da de problemas internos, comenzaba a sentir las presiones de
los países occidentales, ávidos por conseguir las mercancías tan
codiciadas de ese país y por las cuales ya no estaban dispuestos
a pagar en plata (por cierto, plata de México). El producto que
usaron para equilibrar la balanza de intercambio comercial,
como es bien sabido, fue el opio, que se convirtió en un verdade-
ro azote para la población china. Los esfuerzos de China por
impedir la introducción de este nocivo producto culminaron en
guerras, derrotas y humillaciones y en un cambio paulatino de
la percepción que en Europa se tenía de ese país. Después de ser
vistos como mandarines civilizados, se les consideró débiles, as-
tutos, crueles, inescrutables y pérfidos. Los nuevos misioneros,
en su mayoría protestantes, llegaron con la arrogancia propia de
quienes se sienten superiores y cuyo destino manifiesto es seña-
lar el camino de la verdadera religión a los pobres paganos.
A pesar de la presencia esporádica de chinos en el continen-
te americano, la migración a gran escala se inició a mediados
del siglo XIX. En las colonias de América Latina y del Caribe,
la prohibición de la trata de esclavos negros presionó a los ha-
cendados a aceptar trabajadores chinos que provenían del trá-
fico de personas, los coolies, que se llevaba a cabo ilegalmente
desde Macao, colonia portuguesa. Lo que pretendía ser un traba-
jo de contrato era, en realidad, por los métodos coercitivos, las
obligaciones de los contratados y las condiciones inhumanas de
transporte, una nueva modalidad de esclavitud. Al mismo tiem-
po, el descubrimiento de oro en California y la necesidad de
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construir vías de comunicación hicieron urgente la importa-


ción de mano de obra con pocas pretensiones.
México no participó en el comercio de coolies, y los prime-
ros chinos que llegaron a México como trabajadores contratados
provenían de Estados Unidos, en donde un movimiento anti-
chino fomentado por la depresión de la década de 1870 se ma-
nifestó en agitación y violencia, pillajes y asesinatos, y culminó
con The Chinese Exclusion Act de 1882, que prohibía la inmi-
gración de chinos. En este periodo, en Estados Unidos se acusó
a los chinos de robar los empleos de los blancos, de ser “inasi-
milables”, de “aferrarse a sus usos y costumbres”, de ser “peligro-
sos”, “serviles”, “sucios y de asquerosos hábitos” y, en general,
“inferiores desde el punto de vista mental y moral”. Además, su
apariencia física se consideraba desagradable, sus ojos rasgados
traicioneros y su lengua una total cacofonía. Estos conceptos so-
bre los chinos rápidamente fueron heredados por los mexica-
nos y persistieron mucho después de que en Estados Unidos
hubiese cesado la persecución de esa minoría.
En México, hacia finales del siglo XIX, el afán de modernizar
al país suscitó discusiones sobre la necesidad de abrir el país a la
inmigración, a fin de enriquecerlo con nuevos elementos huma-
nos. En realidad, se tenía la esperanza de atraer a inmigrantes de
Europa occidental, de países con tradición de modernidad y avan-
ce tecnológico. Como no se pudo cumplir esta meta y apremia-
ba la necesidad de importar mano de obra barata para las hacien-
das y las minas, a regañadientes se consideró a los asiáticos. En las
polémicas que se suscitaron sobre la conveniencia de tal inmigra-
ción, los positivistas se pronunciaron a favor, por considerar a
los chinos “motores de sangre” por su capacidad de trabajo: “Los
chinos se distinguen sobre todo por su inteligencia (…) son su-
misos y tranquilos (…) para la mecánica son muy aptos y tie-
nen especial predilección por los ferrocarriles (…) Y además, por
tres o cuatro pesos al mes trabaja el chino en la construcción
de cualquier camino o edificio”.1
Sin embargo, había quienes decían que “[El pueblo chino
es] el más antiguo del mundo y a su vez el menos civilizado.
[Está] acostumbrado a la miseria y dominado por la avaricia

1
Diario Oficial, 18 de octubre de 1871.
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(…) La poligamia que es permitida en su país natal ha destrui-


do casi por completo a la familia (…) Son dóciles no por virtud
sino por su objeción y cobardía”.2
Finalmente prevalecieron las razones prácticas y se fomen-
tó la entrada de chinos contratados para las haciendas de Yu-
catán, la construcción del ferrocarril de Tehuantepec y las minas
de Sinaloa. Por su lado, comerciantes chinos provenientes de Pa-
namá se instalaron en Chiapas. Ya en 1886 hay informes de
maltrato a los chinos en Sinaloa, y el diario El Economista Me-
xicano, si bien reconoce el buen trabajo de los peones chinos
en Yucatán, los caracteriza como astutos e inmorales y afirma
que “considerado en su físico, en su moral, sus hábitos, su mons-
truosa lengua, verdadera matraca de monosílabos (…) se com-
prende la animadversión general e instintiva en contra suya”.3
A pesar de eso continuó la llegada de chinos, sobre todo después
de la firma del Tratado de Comercio y de Navegación entre los
gobiernos de México y China en 1899.
En el norte de México, en los estados de Sonora, Sinaloa,
Coahuila, Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas y Baja Califor-
nia, prosperaron colonias chinas que poco a poco fueron de-
jando los trabajos originales en las minas, los ferrocarriles y las
haciendas para establecerse como comerciantes, proveedores de
servicios, fabricantes de ropa y calzado y, en algunos casos,
como terratenientes e incluso como inversionistas. En 1910
había 13 203 chinos en todo el país, 4 486 de los cuales residían
en Sonora. Una incipiente burguesía china comenzó a formar-
se, lo que también dio inicio a los movimientos antichinos. El
primer incidente sangriento se suscitó en Torreón, en los co-
mienzos de la Revolución Mexicana, cuando el 15 de marzo
de 1911 tropas maderistas atacaron, robaron y asesinaron a
303 chinos acusados falsamente de haber disparado contra las
tropas. Ante la protesta del gobierno chino, el gobierno mexi-
cano prometió una indemnización que nunca fue pagada. Desde
ese momento, lo que sólo había sido propaganda y hostiga-
miento, se transformó en campañas de saqueos, robos, asesina-
tos y reglamentos arbitrarios, todo ello promovido por las auto-

2
El siglo XIX, 24 de octubre de 1871.
3
El economista mexicano, 26 de diciembre de 1891.
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ridades estatales y locales, y condonados por los sectores sociales


a los que se agregaron artículos en los periódicos, caricaturas
ofensivas y panfletos difamatorios. Al mismo tiempo, el gobier-
no hacía declaraciones sobre el respeto debido a todas las nacio-
nalidades (respondiendo en algún momento a quejas por parte
del gobierno chino ante la Liga de las Naciones), pero no in-
tervino para dar fin a los abusos y dictó leyes migratorias pa-
ra impedir la entrada de los chinos a México. Cuando los habi-
tantes chinos de Torreón interpusieron una demanda en contra
del Comité local antichino por considerar ofensivo su nombre,
el gobierno federal no dio curso a la demanda, con el argumen-
to de que lo único que el nombre indicaba era el objetivo de la
organización, de la misma manera que lo indican, por ejem-
plo, las ligas antialcohólicas.
¿Cuáles pueden haber sido las causas de este movimiento
antichino? Por un lado había razones económicas. En un Méxi-
co donde la esperanza de alcanzar una vida mejor después de
la Revolución se tornaba en frustración, la xenofobia aumen-
taba por considerar que era excesiva la influencia de los extran-
jeros en la economía y por un nacionalismo excluyente, exa-
cerbado por la búsqueda de una identidad nacional. A los chinos
se les acusaba de haber desplazado a los trabajadores mexica-
nos porque estaban dispuestos a realizar cualquier tarea al pre-
cio que fuera; habían acaparado labores femeninas como el
lavado de ropa y otros servicios, también perjudicaban a los
comerciantes mexicanos poniendo negocios que competían de
manera desleal y en los que no empleaban a mexicanos. Su
frugalidad era una ofensa y se traducía en la manera miserable
en que vivían, ahorrando para enviar dinero a su país. En reali-
dad, más que desplazar a los mexicanos, los chinos supieron
aprovechar las oportunidades que ofrecía una economía emer-
gente, y se incorporaron a ella de una manera imaginativa. Si
bien las razones económicas son poderosas, no bastan para ex-
plicar el ensañamiento en contra de un solo grupo étnico, pues-
to que los demás extranjeros, a pesar de la hostilidad que po-
drían generar, no corrieron la misma suerte. Por eso debemos
considerar el componente racista de esta persecución.
En México fueron conocidas y se arraigaron sobre todo
en la clase media ciertas teorías raciales pseudocientíficas que
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proclamaban la existencia de razas superiores y de razas infe-


riores y degeneradas con las cuales no era oportuno mezclar-
se. México, un país mestizo, tenía que aceptar que gran parte
de su población no era ni europea ni occidental, pero la mane-
ra de conservar cierta pureza racial era impedir a toda costa la
mezcla con cualquier grupo humano considerado inferior.
“Combatir la inmigración china, el mestizaje de esta raza con
la nuestra y su preponderancia económica es una necesidad
nacional, un deber de todo mexicano que anhele la grandeza
de su raza.”4 “Los chinos (…) no han probado ser elementos
útiles sino degeneradores de nuestra raza.”5 La inferioridad de
los chinos se demuestra en su físico que es repugnante desde sus
“ojos atravesados”, su “piel amarilla”, sus hábitos alimenticios
y sus costumbres, sobre las cuales se inventaron todo tipo de mi-
tos (en 1913 se acusó a un grupo de chinos en Zacatecas de
practicar la antropofagia). Además, son enfermos y portado-
res de “tuberculosis, tracoma, sífilis, lepra”. El peligro del mes-
tizaje aterraba aún más porque la inmigración de los chinos,
en su mayoría, era de varones. Entre las leyes que intentaron
promulgarse (y que fueron aceptadas en algunos estados) estu-
vieron el confinamiento de la población en guettos y la prohibi-
ción de matrimonio o cohabitación con mujeres mexicanas, a
quienes se trataba de proteger, puesto que no podía ser más que
“el hambre o la desvergüenza [lo que] las arroja a los brazos de
un chino… [y] pierden honra y salud engañadas por el sátiro
de ojos atravesados”.6 En cuanto al producto del mestizaje con
chinos, dijo un diputado sinaloense: “examinad (…) a esas criatu-
ras que resultan de la unión de las desesperadas de nuestra raza
con los hijos de Confucio y veréis que sólo por una ironía de
la naturaleza andan en dos pies”.7 Alegar una supuesta fealdad
o diferencia física para negar cualidades humanas no es algo
insólito, y como nos dice irónicamente Montesquieu al hablar
de la defensa que podría hacerse de la esclavitud de los negros,
“se trata de gente que es negra de pies a cabeza; además tienen

4
Alejandro Villaseñor, presidente municipal y de la Cámara Nacional de Co-
mercio, en José Ángel Espinoza, El problema chino en México, México, 1931, p. 12.
5
Emiliano Corella, diputado de Sonora, en ibidem, p. 13.
6
Ibidem, p. 34.
7
Juan de Dios Bariz, en ibidem, p. 30.
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la nariz tan chata que es imposible tenerles lástima…”, también


“es imposible suponer que esta gente sean seres humanos puesto
que si supusiéramos que lo son, podríamos comenzar a creer que
nosotros mismos no somos cristianos”.8 Si se priva de calidad
humana a otros seres, no hay culpa en exterminarlos, más bien
es una cuestión de higiene, de acabar con una plaga.
Durante el gobierno de Álvaro Obregón, en 1921, la cam-
paña antichina presionaba al gobierno a adoptar las leyes de
confinamiento de los chinos en barrios especiales, su expul-
sión si se dedicaban a juegos de azar o estaban enfermos, su de-
portación si no podían acreditar una estancia legal y la prohi-
bición del matrimonio de chinos con mexicanas. También a
nivel federal se logró la modificación del Tratado de 1889, que
en 1921 prohibió la entrada de chinos salvo intelectuales y
hombres de negocios (todos con garantía económica). En gene-
ral, el gobierno mexicano mostró indiferencia y a veces simpa-
tía hacia las acciones de los estados, y ayudó a expulsar chinos
sin detenerse a reflexionar en la legalidad de estas acciones.
Varias de las leyes antes mencionadas fueron promulgadas en
estados del norte, sobre todo Sonora y Sinaloa. El patrón segui-
do fue acosar a los chinos impidiéndoles trabajar, imponiendo
reglas tan onerosas que arruinaban cualquier negocio, persiguien-
do a los matrimonios mixtos, expulsándolos de clubes socia-
les, organizando boicots contra sus negocios y formando grupos
fascistoides (como los Guardias Verdes de Sonora) que apedrea-
ban sus negocios e impedían a la gente acercarse a ellos. La me-
ta era, como lo expresó la Liga antichina de Tapachula, “des-
chinatizar” a México. Ni siquiera los que tenían nacionalidad
mexicana estaban a salvo, pues se les impedía ejercer sus dere-
chos ciudadanos, demostrando así que en el proyecto de crea-
ción del Estado mexicano no había cabida para todo un grupo
humano por razones raciales.
La meta verdadera era la expulsión de los chinos de Méxi-
co. Cientos fueron expulsados de un estado “por no acatar dis-
posiciones” y obligados a irse a estados vecinos en donde tampo-
co eran bien recibidos. A muchos se les obligó a internarse en

8
Montesquieu, “De la esclavitud de los negros”, en Del espíritu de las leyes, libro
XV, México, Porrúa, 1997.
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Estados Unidos de donde eran deportados (pero al menos desde


allí se les pagaba el pasaje). Ante una protesta, el gobierno de So-
nora argumentaba que no habían sido expulsados, sino que
“prefirieron antes que acatar nuestras leyes, salir del país. No
hubo acción coercitiva de parte de este gobierno (…) Tal paso
lo dieron por su idiosincrásico modo de ser: violar las leyes”.9
Junto con los hombres chinos se expulsaba a sus esposas me-
xicanas, quienes habían perdido su nacionalidad. El destino de
estas mujeres es una dolorosa historia que merece un capítulo
aparte.
Según el historiador Moisés González Navarro, en cierto
momento, “por su riqueza, número, vecindad y ligas históri-
cas, estadounidenses, españoles, chinos y guatemaltecos son
los cuatro grupos extranjeros más importantes en el México
moderno”. En 1927 había en México unos 26 000 chinos, para
1940 su población se calculaba en menos de 5 000 (estas cifras
posiblemente se refieren sólo a los no nacionalizados, en cuyo
caso la cifra real de los que pueden ser considerados de origen
chino es mucho mayor).
Todo eso ha quedado atrás. Los descendientes de los chi-
nos de México han podido integrarse plenamente a la sociedad
mexicana, donde frecuentemente destacan como empresarios,
científicos, diplomáticos y agricultores. Si aún se oyen expre-
siones como “chales” o “chinitos”, son reliquias del pasado y
no denotan necesariamente una peligrosa calificación racista.
Actualmente las relaciones de México con China son las de
dos países soberanos que se respetan mutuamente. Al mismo
tiempo un mayor interés en estudios sobre Asia y viajes frecuen-
tes de mexicanos al otro lado del Pacífico nos hacen conocer
mejor a los pueblos que allí moran y nos ayudan a descubrir
cada día más lo mucho que compartimos con ellos. ¿Significa
esto que debemos dejar atrás la historia y olvidar el daño sufri-
do por los chinos en nuestro país? La mayoría de los mexica-
nos de origen chino prefieren olvidarse de un pasado doloroso
y desean considerar el presente y mirar hacia el futuro. Pero

9
José Jorge Gómez Izquierdo, El movimiento antichino en México (1871-1934).
Problemas del racismo y del nacionalismo durante la Revolución Mexicana, México, Ins-
tituto Nacional de Antropología e Historia, 1991, p. 140.
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cada pueblo y, entre ellos el mexicano, debe hacer un examen


de conciencia y asumir los errores e injusticias cometidas en con-
tra de otro pueblo, aun cuando en comparación con los ge-
nocidios y atrocidades cometidos en este siglo puedan parecer
insignificantes. Es alentador que haya historiadores mexica-
nos que estudiaran algunos aspectos del movimiento antichino
y que en los últimos años hayan proliferado las tesis de licen-
ciatura y maestría sobre ese tema.
Sin embargo, últimamente han aparecido ciertas señales de
alarma que no debemos desatender. La fuerza con que las im-
portaciones de China han incursionado en el mercado mexica-
no, a veces poniendo en peligro ciertas industrias del país, ha
provocado reacciones que no siempre son racionales ni se basan
en análisis económicos, y no son pocas las instancias en las que
tanto artículos periodísticos como programas de radio o televi-
sión hacen alusión al “peligro” que representa China, en térmi-
nos francamente racistas.
Quiero terminar con las palabras de Voltaire quien, en su
plegaria a Dios, el “dios de todos los seres, de todos los mun-
dos y de todos los tiempos”, dice:

No nos has dado un corazón para odiarnos y manos para degollarnos:


haz que nos ayudemos los unos a los otros a soportar el peso de una
vida dolorosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre las vesti-
mentas que cubren nuestros cuerpos débiles, entre nuestras lenguas li-
mitadas, entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas nuestras
leyes imperfectas (…) que todos estos pequeños matices que distinguen
a los átomos llamados seres humanos no sean señales de odio y de per-
secución (…)10 ™

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