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Capítulo 1

Miércoles 20 de marzo de 2013. 04:04h. Roma

La noche se había presentado bastante fresca. Una suave brisa movía tímidamente las
hojas de los árboles. Esto hacía que la sensación térmica fuera de varios grados por debajo de
lo que marcaban los termómetros. Esta sensación recordaba que, aunque ese día acababa de
empezar la primavera, el invierno todavía se resistía a marchar.
Noches como esta recalcaban lo cruda que había sido este año la estación que quedaba
atrás. Esto ayudaba a los más ancianos a reafirmarse en sus teorías de que el clima estaba
cambiando. Ninguno decía que a mejor. Mucho se hablaba del calentamiento global y, quizá,
razón no les faltara. A la brisa se le añadía una meteorología caprichosa. Durante toda la
semana había estado cayendo, de manera intermitente, una fina lluvia que molestaba más que
otra cosa. Todo el conjunto hacía un cóctel que conseguía que las calles estuvieran desiertas
en aquel momento. Quizá también ayudaba que fueran las cuatro de la madrugada. Fuera
como fuese, era imposible encontrar ni un solo viandante por las calles de la capital italiana.
Ni uno solo aparte de él.
La ciudad dormía y debía sacar partido a la situación. Su cometido requería soledad y
esto es justo lo que tenía. Otro hubiera agradecido su suerte, pero él no creía en ella. No le
gustaba dejar nada al azar, no era su estilo, pero estaba claro que no podía controlar qué o
quiénes deambulaban como zombis por aquellas calles. Así que ver que la noche se había
presentado de tal manera era algo que no podía ser desaprovechado. Era ahora o nunca.
Impasible, como siempre se mostraba, tiró de la manilla para abrir el pesado portón de la
furgoneta. No estaba demasiado satisfecho con el vehículo pues era de color negro y, a pesar
de lo que muchos creían, esto llamaba mucho la atención. Había aprendido que pasar
desapercibido consistía en elegir un vehículo que cualquiera pudiera poseer. El cambio de
planes de ultima hora que le hizo acelerar su obra lo había precipitado todo y no había tenido
elección. Así que tocó usar lo que tenía a mano.
Con el portón abierto, miró de nuevo a izquierda y derecha. Nadie. A pesar de la aparente
soledad que el mal tiempo le brindaba no podía bajar la guardia. Un error lo daría todo al
traste. Se inclinó ligeramente y metió medio cuerpo dentro del vehículo. Lo primero que hizo
fue extraer los maderos. Los había clavado con la exactitud que se le requería y ya estaban
listos para ser usados como la «estantería» que contendría su impresionante obra. Pesaban,
pero la propia adrenalina que segregaba en ingentes cantidades le ayudaba a sacar una fuerza
casi sobrehumana. Los dejó en el suelo. El plan avanzaba según lo previsto y no pudo evitar
sentir cierta excitación en la zona de la entrepierna. Trató de serenarse y no dejarse llevar por
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las emociones. Actuar con frialdad era su única opción.


La lluvia dejó de ser fina y tímida para dar paso a unas gotas de mayor tamaño que caían
con cierta violencia. Sonrió. Antes de continuar cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y
dejó que el agua resbalara sobre su rostro. Disfrutaba de esa sensación como si de un ritual de
purificación de alma se tratase. Aunque ese pensamiento, para él, era redundante ya que su
alma no podía ser más pura. A ninguna otra persona se le podía haber encomendado la
misión.
No había sido elegido directamente por Dios para llevar a cabo su obra, no era tan
ignorante como para dejarse llevar por pensamientos tan estúpidos. No. Había sido elegido
por sus más fervientes siervos y esto lo colocaba a él a la misma altura que ellos. Habían
confiado ciegamente en él. Su obra estaba en sus manos.
Tenía claro que era el más idóneo para realizar esta labor, pero también sabía que aquello
no iba a ser un camino de rosas. Al contrario, estaría lleno de piedras. ¿Esto le impediría
llegar a su meta? En absoluto. Hacía que su motivación se hubiera doblado y sintiera la
necesidad de demostrar su valía. La causa bien lo merecía. No importaba el esfuerzo, no
importaba el sacrificio. No importaba nada. Solo él y su cometido. Nada más en la línea recta
que había trazado. Una línea que comenzaba en el preciso momento en el que ahora estaba.
La recompensa lo merecía. Ya podía tocarla, palparla. Estaba cerca. La podía oler. Y qué olor.
Antes de disponer los maderos en su correspondiente lugar volvió a mirar al interior de la
furgoneta. Ahí estaba, tirado en el suelo, ocupando el lugar en el que debía de haber unos
sillones que él mismo se había encargado de quitar. Estaba envuelto en una manta de color
gris. No se movía. No podía moverse. Pensó en que ese bulto era tan vulgar y a la vez tan
inmenso que asustaba. Recordó las palabras que tantas veces había escuchado. El: «no somos
nada»; ganaba y perdía sentido en esta situación. Era algo sorprendente. Casi mareante. Todo
y nada a la vez.
Meditó durante unos segundos sobre la finalidad de lo que hacía. Sintió un escalofrío que
le recorrió desde el cuello hasta la base de la espalda. Todos los poros de su piel reaccionaron
a la vez. Tardó unos segundos en despertar de su ensimismamiento y decidió que había
llegado la hora. Se agachó, agarró de nuevo los maderos y comenzó a prepararlo todo. En
unas horas la ciudad despertaría y aquello pronto sería un hervidero de gente. Por la mañana
la lluvia no sería impedimento para que todo volviera a ese caos tan característico. La ciudad
no se detendría.
Aunque esto era justo lo que él quería, que no lo hiciera. Así, el bofetón que estaba a
punto de propinarle dolería más. Se preguntó si el pueblo estaría preparado para lo que se le
venía encima. Por fin conocerían la verdad. Por fin sería libre.
Ya no había marcha atrás.
Las cartas estaban sobre la mesa.
Todo había comenzado.
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Capítulo 2

Miércoles 20 de marzo de 2013. 06:10h. Madrid

Las mismas palabras de siempre volvieron a sonar. Había perdido ya la cuenta de las
veces que las había escuchado. Aún así, seguía doliendo tanto o más como la primera vez. No
había forma a acostumbrarse a ellas.
—Sabes igual que yo que no puede ser, Nicolás. Lo sabes y no lo quieres aceptar.
—No puedo aceptarlo.
—No quieres aceptarlo —aseveró Carolina. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaba
completamente rota y su cabeza era un vaivén constante de movimientos. Estos se alternaban
entre mostrar su mirada primero, para después dirigirla hacia el suelo. En bucle—. Esto jamás
saldrá bien. Si no lo ha hecho hasta ahora, ¿por qué iba a hacerlo? Joder, que estamos como
aquel que dice en la flor de la relación, en el momento dulce, y todo son problemas.
—Pero son problemas que podemos solucionar, Carolina. Sobre todo si queremos
hacerlo.
Ella le mantuvo la mirada durante unos instantes. Ahora se mostraba desafiante.
—¿Insinúas que yo no quiero?
—No he dicho eso…
—Sí lo has hecho. Además, ¿qué me dices de la distancia? ¿Serías capaz de nombrarme
una sola relación que conozcas y que haya funcionado en la distancia?
Le dio apenas unos segundos en los que Nicolás hizo el esfuerzo de pensarlo.
—No, no puedes porque no funcionan —continuó diciendo—. Nunca lo han hecho y
nunca lo harán.
—¡Tonterías! —Gritó enfurecido— Eso es algo que solo depende de nosotros. Me niego
a creer que te agarres a esa excusa para querer que lo dejemos. Ni tú misma te crees lo que
dices. La distancia no es ningún impedimento, sobre todo cuando dos personas se quieren. No
podemos dejar que esto se muera por algo tan tonto. Esto no tiene sentido. Es una estupidez.
No es motivo.
Carolina volvió a mirar hacia el suelo.
—Es un motivo más que suficiente. Al menos para mí. Yo quiero seguir, o mejor dicho,
empezar con mi trabajo de una vez. Me he pasado la vida estudiando lo que más me gusta
para nada. ¿O también me vas a negar eso?
—¡Pero si te han ofrecido un puesto en el Museo Arqueológico Nacional!
—Por puro enchufe, Nicolás. Dime, ¿tú aceptarías eso? Dímelo sinceramente.
El inspector estuvo tentado de mentirle, pero no pudo.
—No…
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—Claro que no lo harías. No aceptaste el puesto que te ofrecieron de inspector jefe y no


lo harías con esto. En eso sí nos parecemos, no queremos nada regalado y lo del museo lo es.
Sabes que lo hicieron por la memoria de mi padre y no quiero esto. Quiero formarme en el
trabajo de campo, tal y como empezó él. Además, si me quedo aquí, ¿para qué clase de vida
sería? Tú te pasas veintitrés horas en la central cada día. No te veo, Nicolás. Y cuando lo
hago solo discutimos por tonterías. Ha sido muy bonito todo esto, pero nos estamos
destrozando por dentro. Sé que es la solución más egoísta, la que yo quiero, pero deberías
poder respetar eso. Al menos si de verdad quieres lo mejor para mí.
—Si hace falta dejo…
—Ni lo digas, por favor —respondió ella mirándolo a los ojos de nuevo y cortando a
Nicolás—. Adoras tu trabajo. Es tu vida. Entiendo que tengas que estar tanto tiempo, trabajas
en la Unidad Central de Homicidios y Desaparecidos y estás desbordado. Pero es que tú amas
lo que haces. Y yo creo que puedo amar también mi trabajo siempre y cuando tenga la
oportunidad de realizarlo. Debes dejarme ir. Además, somos muy jóvenes. ¿Quién sabe si
habrá otras personas en nuestro camino?
—Así que es eso.
—Creo que solo escuchas lo que te sale de los cojones, Nicolás —contestó enfurecida—.
Esta conversación no sirve para nada. No quieres entender. Sabes que es lo mejor para los dos
y te empeñas en que no. Pues tú sabrás, pero yo me voy.
—No es lo mejor para los dos. No me metas en tus caprichos. No tienes ni puta idea del
daño que me estás haciendo. O sí la tienes y te da igual. Eso es lo que más me duele.
—Algún día lo entenderás.
—¿Sinceramente? Lo dudo mucho.
Carolina no aguantaba más la tensión que se había generado entre ambos y dio media
vuelta. Comenzó a andar secándose las lágrimas al tiempo que derramaba otras cuantas más.
No miró atrás. Solo siguió caminando. Desapareció de la vista del inspector.
Este se quedó parado donde estaba. No podía mover ni un solo músculo de sus piernas, lo
único que hacía era apretar muy fuerte sus puños. La rabia lo inundaba.
Carolina se había marchado.
Todo se acabó.

Nicolás despertó con el cuerpo empapado en sudor. Lo hizo muy sobresaltado y con una
respiración que rozaba lo sobrehumano. Otra noche más. Trató de serenarse. El corazón le
latía a un ritmo frenético y parecía que quería escapar de su pecho. El recuerdo de Carolina lo
seguía azotando cada noche. Parecía que no podía soñar otra cosa. Había pasado ya un año
desde su dolorosa partida y todavía lo seguía sintiendo como si hubiera sucedido la noche
anterior. Intentaba no exteriorizar nada de lo que sentía, pero su subconsciente lo traicionaba
y de qué manera. Por más que quisiera, no podía librarse de un recuerdo que lo estaba
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matando.
Jamás pudo imaginar que una ruptura le hubiera podido afectar tanto. Que
emocionalmente le hubiera destrozado como lo había hecho. En lo general, se consideraba
una persona muy entera y capaz de mantener controladas ese tipo de emociones. Como si
fuera capaz de administrar una barrera que lo aislaba de todo. Al menos las que tenían que
ver con el terreno amoroso. Las otras emociones no podía controlarlas y muchas veces se
apoderaban de él, como vio en Mors hacía unos años. Ahora, desde hacía un año, estaba
comprobando que las primeras también las llevaba mal. Sí le estaba afectando, y de qué
manera.
Por su cabeza pasó volver a visitar a un profesional con el que tratar su dolor. Su
experiencia con ellos no había sido del todo positiva, sobre todo con una doctora que lo había
tratado años atrás. Quizá no las sesiones en sí, sino la forma en la que todo acabó, aunque
esto era otra historia. La búsqueda de ayuda externa provocaba en él un sentimiento de
profundo rechazo del que trataba de huir. Aunque quizá, dado el cariz que había tomado
aquello —que hubiera pasado un año y que estuviera exactamente igual que en el punto
inicial—, no fuera tan mala idea el buscarla. Alfonso seguro que reiría ante tal rendición. Él
se pasaba todo el día diciéndole que lo necesitaba.
Todavía algo adormilado levantó el brazo y, con algo de torpeza, buscó la lamparilla que
había encima de su mesita de noche para encender la luz. Sus ojos tardaron varios segundos
en acostumbrarse al destello inicial. A trancas buscó después su teléfono móvil para
comprobar la hora. Las seis y veinte de la mañana. Todavía no entraba ni un solo ápice de luz
por la ventana. Se incorporó algo y echó un vistazo a su alrededor. La habitación ya no era ni
parecida a cuando Carolina decidió instalarse allí, junto a él y a su compañero de piso, su
amigo Alfonso. Ahora solo había una mesita de noche de un color que nada tenía que ver con
el de la cama además de una cómoda, comprada en Ikea sin importarle demasiado el estilo,
que servía para guardar su ropa interior. El armario no contaba, ya que era empotrado y ya
venía con el cuarto.
Pensó que ya estaba desvelado y le costaría horrores volver a dormirse. Además, en
cuarenta minutos tendría que ponerse en pie para comenzar con su ritual diario antes de ir a
trabajar —un trabajo que antes le apasionaba y que ahora hacía con resignación, como si
fuera por mera obligación—. Es por eso que optó por levantarse de la cama.
Nada más hacerlo se colocó las zapatillas para después encaminarse al cuarto de baño.
Ya allí, se miró en el espejo. Su aspecto era horrible. Llevaba varios días sin recortar su
barba y eso le hacía parecer un indigente. A pesar de todo el dolor que arrastraba desde hacía
un año, aquello no era lo habitual. Si algo no había hecho era descuidar su aspecto. Podría
llamarse vanidoso, aunque era una palabra de la que rehuía constantemente. Puede que se le
quedara grande, pero lo que sí que era cierto es que le gustaba mantener un aspecto en el
exterior que distara kilómetros de como se sentía por dentro. Después de lavarse un poco la
cara —acto que le sirvió para despejarse algo más—, pasó la recortadura de barba por la parte
inferior de su rostro. Adecentó estos cabellos hasta dejar su aspecto habitual, como una barba
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de tres/cuatro días de aspecto semi descuidado que tanto gustaba entre sus compañeras de
trabajo. No era algo que supusiera él, ya que se lo habían dicho en más de una ocasión.
Consideró qué hacer a continuación, ya que todavía le sobraba algo de tiempo. Optó por
ir a la habitación desocupada, «la del alboroto», como la llamaba él, en la que tenía un banco
de abdominales y varias mancuernas. Lo curioso es que todo aquello lo había comprado
Alfonso y Nicolás no recordaba que este lo hubiera usado ni una sola vez. Ni siquiera la
primera, la que todo el mundo hace nada más comprarlo todo y que muy pocos repiten.
Sonrió ante eso.
Realizó tres series de abdominales inferiores y tres de superiores. Seguidamente, un poco
de bíceps y tríceps con las mancuernas.
Cuando salió escuchó un portazo. Alfonso ya se marchaba para el trabajo. Ahora ambos
entraban a horas diferentes. Alfonso, con su nuevo puesto, casi que no tenía horarios. Esto no
era precisamente algo bueno ya que algunos días entraba a las cinco de la mañana a trabajar
para preparar reuniones y demás parafernalias y, otro, en cambio, salía a las tres o cuatro de
la madrugada, según la envergadura de los casos en los que trabajaba la Unidad Central de
Homicidios y Desaparecidos de la Policía Nacional. Nicolás pensó que hizo bien en rechazar
el puesto de inspector jefe y no supo cuánto más aguantaría Alfonso en ese sillón. Sabía que
él era más de acción que de burocracias. Además, no paraba de repetirlo y, si algo era
Alfonso, era ser insistente.
Se dio una ducha. Dejó durante un buen rato que el agua recorriese su cuerpo. Era uno de
los actos que más lo sosegaban. Cerró los ojos mientras sentía como el líquido caía por él.
Tras unos minutos salió y volvió hacia su habitación para vestirse.
Eligió de entre toda su ropa unos pantalones vaqueros cómodos y una camiseta de manga
larga. Fuera hacía algo de frío todavía. El invierno se resistía a abandonar la capital española
y las horas que eran no ayudaban a que el día se calentara algo todavía. A pesar de esto,
siempre que podía evitaba vestir con ropas gruesas por lo que además de la camiseta eligió
una fina chaqueta.
Volvió a mirar el reloj. El tiempo parecía no pasar. Bajó a la tienda que había solo a unos
metros de su vivienda y compró una barra de pan. Después se acercó al kiosko de al lado y
compró un periódico. Con ambas cosas regresó a su piso, se encaminó hacia la cocina, se
preparó un café bombón y se hizo una tostada que aderezó con aceite y un trozo de queso.
Después de esto desayunó mientras leía el periódico.
Casi como de costumbre, a la quinta noticia de corrupción lo cerró negando con la
cabeza. No aprendía.
Todavía no era la hora habitual en la que solía partir hacia el trabajo pero, dado que no
tenía nada mejor que hacer, decidió salir. Bajó de nuevo a la calle y observó su Peugeot 407.
Lo había lavado hacía apenas unos días y su aspecto era reluciente, tal y como a él le gustaba
que estuviera. Si bien era cierto que ese coche le traía infinidad de recuerdos con Carolina, él
se negaba a cambiarlo por ningún otro. Le gustaba su coche, no lo cambiaría hasta que no
tuviera más remedio. O le tocara la lotería.
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Montó y puso el contacto. Con el motor ya prendido, puso rumbo el Complejo Policial de
Canillas, donde cada día desempeñaba su labor.
Tardó apenas diez minutos en llegar. Si habitualmente no era un tramo con demasiado
tráfico, a esas horas había menos todavía. No necesitó mostrar su identificación en la garita
de seguridad, lo dejaron pasar sin más. Aparcó en el lugar que los inspectores de judicial
tenían asignado y pasó al interior del edificio en el que estaba la Unidad Central de
Homicidios y Desaparecidos. La construcción era de todo menos moderna. El paso de los
años ya se notaba demasiado y, aparte de un sofá raído no sabía muy bien con qué propósito,
no se cruzó con nada más en la planta baja hasta que tomó el ascensor. Salió en la segunda
planta y, de camino al despacho en el que trabajaba junto a su equipo, fue saludando a
quiénes se encontró por el camino. El inspector Nicolás Valdés ya se había hecho un nombre
en el complejo y todos lo conocían. La resolución de los casos de Mors y en el que estuvo
implicado hacía un año y medio le habían granjeado una fama de buen policía que muchos
querían para ellos. Él trataba de no pensar en esto y se limitaba a hacer su trabajo, aunque
reconocía que desde lo de Carolina se encontraba en horas bajas y no hacía más que ocuparse
de papeleos sin importancia. Era incapaz de centrase en nada.
La resolución de ese último caso, en el que además estuvo implicada ella, fue lo que le
catapultó hacia la petición unánime de que fuera nombrado inspector jefe. Esto y que el
comisario anterior estuviera involucrado y fuera sustituido por el anterior inspector jefe. Él lo
rechazó sin ni siquiera meditarlo. Sabía que la figura de inspector jefe era una cara para los
medios, para las reuniones y, sobre todo, muchos quebraderos de cabeza. Por lo tanto lo habló
con su amigo Alfonso y lo animó a que fuera él quien presentara su candidatura al nuevo
comisario de la Policía Judicial. Alfonso tenía sus cosas, pero teniendo en cuenta que su hoja
de servicios era intachable, no se le pudo denegar la petición. Después de eso Nicolás siguió
a lo suyo de la manera que ahora lo hacía. Fuera como fuese, prefería seguir en el lado de los
que investigan, de los que se esconden de las cámaras y los focos. De los que de verdad
resuelven un caso.
Tras la caminata llegó al despacho. Ramírez se encontraba tecleando en su ordenador y
Nicolás lo saludó sin demasiada efusividad. Él le devolvió el saludo sin levantar la vista del
teclado. Lo aporreaba sin demasiada soltura.
—Puta mierda de teclados, joder —soltó de pronto—. ¿Es que no estábamos bien con los
de antes que han tenido que poner estos ultra finos? Yo no tengo dedos, tengo morcillas y
pulso tres o cuatro teclas a la vez.
—Todo es acostumbrarse, Ramírez.
—Eso es muy fácil de decir cuando tus dedos no son como los míos. Como me canse
mando a tomar por el culo el teclado y me vuelven a poner el de antes. O me traigo el de mi
casa, coño, que valen cuatro duros y es mejor que esta puta mierda.
Nicolás sonrió. Ramírez era así.
El inspector tomó asiento. Su mesa estaba pulcra, ordenada, tal y como a él le gustaba que
estuviera. Carolina apareció por enésima vez en su cabeza. No sabía qué hacer ya para evitar
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que fuera así, pero es que el recuerdo de ambos sentados frente a ese PC que tenía delante
cuando ocurrió lo de su padre lo asaltó. Todo le recordaba a ella. ¿Cómo podía albergar tantos
recuerdos en apenas seis meses que estuvieron juntos?
Cuando la relación terminó, ambos prometieron seguir en contacto. En realidad ésta
decisión la tomó Carolina, ya que él quería cortar toda comunicación con ella. Quería evitarse
el dolor aunque fracasó estrepitosamente en esto último. Por suerte, la intención de Carolina
cayó en saco roto y no llegó ni una sola llamada por su parte. Nicolás agradecía esto porque
sabía que tener noticias de ella no haría más que agrandar una herida ya de por sí enorme. Y
la herida no creció. No. Pero sí era cierto que tampoco había menguado.
Miró los informes de los últimos diez casos. Todos eran delitos sentimentales o ajustes de
cuentas. El de arriba del todo hablaba de cómo habían seccionado el cuello a un joven que,
presuntamente, había querido dejar de ser el camello del barrio para ser algo más. Negó con
la cabeza y se preguntó qué narices estaba pasando en el mundo para que hubiera tanta
violencia por aquí y por allá. De todas formas, a pesar de que la violencia nunca cesaba, sí era
cierto que eran casos «menores». Ninguno llegaba a la punta del zapato de lo que sucedió en
Mors ni de lo que vivió hacía un año y medio. No sabía si parte de lo que le pasaba es que
echaba de menos algo así de complicado. Algo que le hiciera esforzarse de verdad y que no le
quedara más remedio que tener que poner todo su empeño en su resolución. Quizá era cruel
pensar de esta forma, ambos casos contaban con un gran número de cadáveres de por medio,
pero el reto intelectual que se le presentó no había vuelto a experimentarlo y esto le hacía, de
algún modo, sentirse vacío.
Junto a ese pensamiento se entrecruzaba otro radicalmente opuesto. En él se planteaba si
ahora estaría emocionalmente preparado para vivir algo así. Quizá no. Se reconoció a sí
mismo en unas horas muy bajas. Demasiado bajas.
Bostezó.
Tomó el primer informe y comenzó a leerlo. Su misión con ellos era comprobar que los
procedimientos se habían seguido de manera rigurosa y que no había nada que hubieran
pasado por alto. El ciudadano de a pie no solía saberlo, pero en seguir ese procedimiento o
no radicaba la validez de un indicio que pudiera acabar convirtiéndose en prueba y, por
consiguiente, poder meter al delincuente entre rejas con una pena acorde con su acto. En el
noventa y nueve por ciento de los casos no había problema en esto de seguir los pasos
necesarios. En el otro uno, solía ser una nimiedad que siempre tenía solución de última hora.
Entre papeles pasó la primera hora de trabajo.
Volvió a bostezar al tiempo que levantaba la vista de los informes. Su vista se posó sobre
un punto de la mesa en el que, al parecer, desde que había entrado no lo había hecho. Debía
de ser así porque había algo en él que no había visto. En un principio no supo qué era. Se
inclinó hacia adelante y lo agarró. Frunció el ceño.
Un billete de avión a su nombre.
Sin saber muy bien qué hacía allí, comenzó a darle la vuelta una y otra vez. No sabía si
con ese movimiento lo que pretendía era encontrar una explicación con algo de sentido, pero
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no la obtenía. El destino del billete era Escocia, y el día de embarque era el mismísimo día
siguiente. Su rostro dibujó una expresión perpleja.
—¿Sabes quién ha dejado esto aquí? —Preguntó a Ramírez, que seguía a lo suyo con el
nuevo teclado.
Este se limitó a levantar los hombros y a poner cara de que no.
El inspector continuó mirando el billete y lo abrió. Dentro había un post it con lo que
parecía ser un número de teléfono. Por la cantidad de números, internacional. Seguía sin
encontrar una explicación razonable a aquello. No sabía si lo que hizo a continuación le
ayudaría o no a entender algo, pero de igual modo se levantó de su asiento y se encaminó
hacia otro despacho.
Al llegar a la puerta golpeó con sus nudillos. Puede que ni siquiera estuviera allí.
—Adelante —contestó una voz dentro.
Nicolás pasó al despacho de Alfonso.
—Coño, eres tú —dijo este a modo de saludo.
Nicolás cerró la puerta tras de sí y tomó asiento. Cuando otros ojos los miraban, trataba a
Alfonso con el respeto que merecía su nuevo puesto, pero en la soledad del despacho seguían
siendo Nicolás y Alfonso, los dos mejores amigos que habían pisado ese complejo, seguro.
—Tú dirás, melón.
—Esto estaba en mi mesa, en el despacho —Nicolás decidió no andarse con rodeos y
echó el billete sobre la mesa de su amigo.
Alfonso lo tomó y lo miró con una cara similar a la de Nicolás cuando este lo encontró.
—¿Qué coño es esto? ¿Te vas a Escocia y no me habías dicho nada?
—Sabes que no. Además, no me has escuchado. Te he dicho que lo he encontrado encima
de mi escritorio. ¿Has sido tú?
Alfonso lo miró con una ceja enarcada.
—A ver, Nicolasín, como te lo digo… ¿En serio crees que te dejaría esto ahí viviendo
juntos como vivimos? Además, ¿para qué coño te iba a pagar yo un viaje a Escocia? ¿Es que
somos novios o algo y no me lo has dicho? Tengo otras cosas mejores en las que gastarme el
dinero. Una Play, por ejemplo.
Nicolás suspiró, la habitual socarronería de Alfonso había hecho acto de presencia y no
necesitaba más prueba que esta para saber que no había sido él.
—¿Estás seguro que es para ti? —Insistió.
—Está a mi nombre.
Alfonso lo comprobó y su rostro reflejó la sorpresa.
—Tío, no sé… Supongo que habrás preguntado por ahí fuera. Si quieres pido el registro
de entradas durante la noche a los de acreditaciones y vemos quién ha accedido al edificio.
Aquí nadie puede pasar como Pedro por su casa.
—Alfonso, aquí trabajamos cerca de seis mil personas. Pongamos que de noche solo
trabajan mil.
—A ver, listillo, te digo en acreditaciones, donde pasan obligatoriamente los que no
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trabajan en el complejo. ¿Por quién me tomas? Si el que te lo ha dejado trabaja aquí ya no


puedo hacer nada. Sabes que este edificio parece un puticlub y aquí sí que entra todo el que
quiere.
—Da igual, Alfonso. De todas formas creo que eso es un número de teléfono —dijo
señalando el post it que llevaba pegado—. Llamaré y veré qué coño es esto. Pero como
tengas algo que ver…
—¿No te he dicho que no? En serio. Pero, mira, lo mismo es una señal.
—No empieces —comentó Nicolás haciendo ademán de levantarse de su silla.
—No, en serio. Siéntate porque tenemos que hablar.
—¿Como amigos o como jefe?
—Como ambos. Como jefe, te diré que Brotons me ha estado insistiendo en que debes de
hacer un alto en el camino.
—Joder con Brotons… —dijo a la vez que levantaba la vista al techo.
—Ya lo sé, Nicolás, lo sé. Te digo lo que me está diciendo. Tienes que parar. No sé,
cógete una semana de vacaciones o dos, lo que tú veas. Déjate las otras dos para el verano si
quieres, esto ya me da igual. Pero tienes que parar y volver siendo otro. Estás hecho una
mierda. ¿Tú te has visto? Vale, que sí, que querías mucho a Carolina y esas cosas, muy bien.
¿Pero vas a permitir que una tía te haga vivir en un estado de semi zombi? Joder, macho, que
tú eres más que eso.
—¿Ahora me habla el jefe o el amigo? —Preguntó irónico.
—No me jodas, tío. Ya lo sabes. Has pasado de ser el poli más brillante de todo el
complejo a un alma en pena que vaga por aquí, sin más. Si te doy un caso en el que un niño
roba una piruleta a otro no sabrías resolverlo. Estás obcecado y esto no puede ser. A mí me la
suda en cierto modo que necesites tu tiempo, es más, te apoyo en eso, pero los jefes necesitan
más de ti y me están retorciendo las tuercas a mí. Que por cierto, esa es otra, en cuanto pueda
mando este puesto a tomar por el culo, que estaba muy bien de simple inspector.
Nicolás pensó lo que Alfonso le decía. Sabía que por un lado tenía razón, pero por otro no
tenía otra cosa que no fuera ese trabajo para no estar pensando en Carolina. Aunque visto el
éxito de esto último, quizá sí fuera necesario un pequeño parón para retomar fuerzas. Puede
que volviera, al menos, con una nueva perspectiva sobre su presente y su propio futuro.
Estaba hecho un lío y no tenía ni idea de qué hacer.
—Déjame que lo consulte con la almohada.
Alfonso estuvo tentado de hacer uno de sus comentarios a los que Nicolás le respondía
llamándolo «cuñao», pero prefirió asentir y después hablar.
—Está bien. Piénsalo bien. Luego, si quieres, lo seguimos hablando en el piso, con una
birra delante. Bueno, una birra yo —comentó a sabiendas que a Nicolás no le gustaba la
cerveza. No había quién le hiciera tomar otra cosa que no fuera Nestea o agua.
El inspector asintió y se puso en pie. Iba a salir cuando Alfonso le hizo una nueva
pregunta.
—¿Vas a llamar a ese número ahora?
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—No. Lo haré en casa, tranquilamente. No quiero que nada más interfiera hoy aquí, no
vaya a ser que los jefes…
Alfonso no le vio el rostro pero supuso que, aunque fuera de manera fugaz, salió
sonriendo de allí.

Capítulo 3

Miércoles 20 de marzo de 2013. 08:10h. ¿¿¿???

Todo era negrura. La oscuridad lo anegaba todo y cubría a la sala de un manto siniestro.
Ese halo solo se veía truncado por las cuatro velas grandes que ocupaban cada una de las
esquinas de la estancia aunque, en realidad, eso solo confería al lugar un aspecto mucho más
terrorífico. La atmósfera era fría y húmeda. El lugar parecía haber estado cerrado durante una
larga temporada. De hecho, así era. Las paredes, revestidas de piedra antigua, no hacían sino
aportar un aspecto sobrecogedor al lugar, como si de una antigua mazmorra sacada de una
mala película de terror de los noventa se tratara. La sala presentaba poca decoración. Sus
paredes estaban completamente desnudas y su mobiliario se componía por una gran mesa,
también de piedra, que parecía haber sido colocada con precisión milimétrica para que
ocupara el centro exacto de la estancia. Era de forma circular y, tallado en ella, había un
símbolo reconocible por la mayoría de los mortales que se extendía a lo largo y ancho de ella,
haciendo que cada una de sus puntas tocara los bordes de la circunferencia.
Cuatro sillas la rodeaban. De manera curiosa, estaban ubicadas justo en cada uno de los
extremos del símbolo tallado en la mesa. Tres de ellas presentaban un aspecto normal, sin
nada que remarcar. Fabricadas, al parecer, con una madera noble. La cuarta era otro cantar.
Aparentemente del mismo material que las otras, llevaba tallado en su respaldo figuras
paganas que se entremezclaban con símbolos religiosos fácilmente reconocibles. En su
cúspide, quedando sin duda por encima de la cabeza de su ocupante —por muy alto que
fuera, ya que el respaldo de la silla era enorme—, había tallada con una precisión asombrosa
la cara de un Cristo de gesto piadoso. Este rostro parecía observar sin pestañear las otras
sillas. Como si fuera el que los vigilaba. Su mirada provocaba escalofríos a los que allí solían
reunirse. No lo ocultaban.
Por último, como escondida, en una de las paredes se podía observar una cortina gruesa
de color negro. Era por donde se accedía a la sala y era el final de una escalera descendente
que estaba iluminada pobremente por dos antorchas.
La cortina negra fue corrida de golpe. Cuatro sombras emergieron de pronto tras el
umbral. Cada una de ellas portaba una vela en la mano haciendo que parecieran verdaderos
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 11

fantasmas. Los cuatro vestían un hábito de color marrón oscuro que les llegaba hasta los
tobillos. En sus cabezas tenían puesta una capucha lo suficientemente grande para que cayera
por encima de la frente y solo mostraba la boca de cada uno de ellos. Esto ayudaba a
mantener su anonimato. Aunque esto último, en verdad, no hacía falta. No tenían claro si
generaciones anteriores desconocían las identidades de los otros miembros, pero los cuatro
que allí habían ahora se conocían desde hacía muchos años. A pesar de esto, el rígido
protocolo al que se habían atado mandaba y tenían que ir vestidos de esta forma. Sus manos
estaban cubiertas también por unos guantes de color negro. Encima de ellos, tres de ellos
llevaban un anillo de oro con el mismo símbolo que había tallado en la mesa. El que parecía
ser más importante de los cuatro, que bajó el último, tenía un anillo distinto. Tenía tallada la
misma cara que la del Cristo que presidía la majestuosa silla pero, a su vez, estaba mezclada
con el propio símbolo que los otros tres portaban. Podía parecer una maraña, pero la alhaja
era tan grande que hasta permitía llevar más símbolos sin interceder en los dos que ya
llevaba. Algo muy ostentoso, desde luego.
Los tres de menos rango tomaron asiento de manera lenta y ceremoniosa. El cuarto esperó
a que los otros lo hicieran. Cuando este último lo hizo, los otros ya lo miraban impacientes.
—Hermanos —su voz denotaba la solemnidad propia del cargo que ostentaba—, todos y
cada uno de nosotros sabemos cuál es el motivo de esta reunión extraordinaria. Les prometí
que todo estaba bien atado, que ningún fleco quedaría en el aire. Una vez más, he cumplido.
Todo ha comenzado. La maquinaria ha empezado a rodar de forma satisfactoria.
Ninguno dijo nada, pero su excitación era evidente pues todos comenzaron a moverse
inquietos en sus asientos. Llevaban demasiado tiempo esperando este momento. No era para
menos.
Uno de ellos habló.
—Creo hablar en nombre de todos cuando le digo que confiábamos ciegamente en usted,
maestro. No nos ha defraudado, como esperábamos. Nos alegra saber que su plan ya está en
funcionamiento. No vemos el momento en el que nuestro cometido sea cumplido, pero he
decirle que ya lo tocamos casi con los dedos y eso nos da una nueva esperanza. Parecía
difícil, pero aquí estamos. El mundo entero caerá a nuestros pies. Nos darán las gracias una y
otra vez cuando les mostremos lo que queremos mostrarle.
Una sonrisa se vio dibujada en la cara del de mayor rango.
—Tranquilo, querido amigo. Todo a su debido tiempo —su voz sonó contundente—. No
cometamos el error de querer correr más de lo que debemos. Esto falló en el pasado y no
puede volver a suceder. Ahora dejemos que los acontecimientos se desarrollen tal y como les
mostré en la anterior reunión. Olvidemos la impaciencia y comencemos a saborear las mieles
del triunfo. Tantos años de esfuerzo y lucha por parte de nuestros antepasados por fin se van a
ver recompensados. Todo saldrá a pedir de boca, ya verán. Se acabó el permanecer en la
oscuridad, saldremos a la luz.
Una nueva muestra de excitación se hizo presente en la sala. Cuando todos se hubieron
calmado, de nuevo habló el de menos rango de antes.
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—Como usted nos ordene, maestro. Usted trazó este plan y usted nos guiará hacia la luz.
Tendrá nuestro total apoyo sea cual sea el resultado final. Somos hermanos y así seguiremos
siéndolo. Juramos lealtad por usted y por la hermandad. Por nuestros antepasados y las
futuras generaciones. Daremos nuestra vida por la causa si acaso lo requiere. No dude en que
lo haremos.
El resto asintió.
—Así sea. No olviden el juramento también de secretismo en cuanto a nuestras
identidades. Nunca nadie debe saber que pertenecen a esta hermandad o todo será en balde.
Hemos sobrevivido gracias al hermetismo y así debe seguir siendo. A partir de ahora nos
reuniremos con algo más de frecuencia. Les avisaré según se vayan desarrollando los
acontecimientos. Tengan sus teléfonos móviles operativos.
Todos supieron que su líder se refería al teléfono móvil que solo tenían para este uso. El
que nadie en sus entornos sabía de su existencia.
El maestro asintió y dio la reunión por finalizada. Los cuatro asistentes se levantaron y,
sin moverse de sus sitios, estiraron los brazos y se dieron la mano. Agacharon la cabeza y
rezaron algo en latín. Pasados unos segundos la volvieron a levantar y los tres de menor
rango se pusieron en fila india para besar el anillo del maestro.
—Mi vida te entrego —repitió cada uno de ellos tras besar la mano del maestro. Acto
seguido se besaron la suya propia y se colocaron, de nuevo, en fila india para iniciar el
ascenso a las escaleras con la misma vela que cada uno había traído en la mano.
La reunión finalizó en el mismo momento en el que el maestro colocaba un pie en el
primer escalón.
Ahora, cada uno debía volver a su importante puesto en el mundo real.

Capítulo 4

Miércoles 20 de marzo de 2013. 09:13h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

El assistente —rango equivalente a inspector en la Policía Nacional española— Paolo


Salvano adoraba Roma. No era ningún secreto para los que lo conocían bien. Amaba la
ciudad en la que había residido toda su vida, salvo períodos de visita a sus abuelos en España.
Lo hacía sin medida y sin miramientos. Lo hacía con sus calles, con sus edificios, con su
apasionante historia… lo que no adoraba tanto era a la gente que en ella vivía. Quizá por eso
decidió ayudar a que nadie la mancillara.
Al menos en lo criminal.
Hacía ya mucho que empezó en esta labor. Su cabeza no concebía que hubiera gente que
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residiera en ella y que no la tuviera en el mismo altar que él, que pretendiera atentar contra su
tranquilidad. Como estos pensamientos eran más bien idílicos, algo quizá utópico, decidió
entrar a formar parte de la Polizia di Stato, más en concreto a su apartado de Direzione
Centrale della Polizia Criminale, encargados de resolver los más inverosímiles crímenes.
Sentía un orgullo inmenso por el cuerpo y casi todos sus integrantes, no lo ocultaba. Casi
tanto como el que sentía cuando alguien en la ciudad lo observaba mientras cumplía con su
labor. Estas miradas le daban vida y, al mismo tiempo, una nueva bocanada de aire que le
colocaba en la espalda unas alas que le hacían volar alto. Para él no había mayor satisfacción
que esta.
En lo habitual —salvo excepciones lógicas—, su humor era excelente. Tanto que a
muchos de sus compañeros incluso les llegaba a molestar. El propio Paolo se refería a ellos
como «los amargados». Desempeñaba su trabajo en la propia Direzione Centrale della
Polizia Criminale, sita en la Vía Torre di Mezzavia, 9. El edificio que albergaba las
dependencias policiales más grandes del país impresionaba a simple vista. Era complicado
definir la forma el inmenso complejo, ya que vista desde su lado izquierdo parecía una
pirámide escalonada que en su centro se alargaba unos cuantos metros, volvía a descender en
su lado derecho para volver a subir a mitad de camino formando algo que era complicado de
explicar. Muchos turistas que no llegaban a fijarse en la cantidad de coches patrulla —incluso
autobuses de la polizia— que había aparcados en sus alrededores, confundían el imponente
edificio con un hospital. No era algo descabellado ya que podría parecer uno a simple vista.
Dentro de esas paredes estaban los, quizá, más grandes assistentes con los que contaba la
Polizia di Stato en todo el país. Por sus manos habían pasado los más peliagudos casos y,
aunque había unidades especializadas repartidas por todo el país para la resolución de
homicidios, casi siempre se acababa delegando el caso a estos pues su intervención era
sinónimo de éxito. Entre ellos se encontraba Paolo Salvano, que aquella mañana se
encontraba revisando papeles sentado en su cómoda silla de cuero de su despacho personal.
Cada uno de los assistentes tenía uno propio, a diferencia de otros cuerpos de otros países.
Paolo, aparte de las reticencias que sus propios compañeros mostraban ante su buen sentido
del humor habitual, era considerado como el mejor investigador que había pisado el suelo de
aquel Commissariato. Tanto, que su jefe solo solía asignarle casos de tal envergadura que él
mismo considerara que ningún otro podía ocuparse.
No llevaba demasiado tiempo sentado, pero le apeteció un café de la máquina que había
en todo el centro del pasillo del área de Homicidios, en la tercera planta del complejo y
decidió ir a por uno. A muchos de los que allí trabajaban les parecía asqueroso. Si bien era
cierto que no era de lo mejor que había probado, parecía que ya se había acostumbrado a él y
no le hacía ascos. Salió de su despacho y, mientras esperaba paciente a que se sirviera el
líquido en el austero vaso de plástico que sostenía el brazo mecánico del aparato, un policía
uniformado se acercó a él.
—Assistente Salvano, el assistente capo quiere verle. De inmediato.
Paolo agradeció con un asentimiento de cabeza el aviso y pensó por unos instantes las
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palabras del agente. Su jefe tenía dos maneras de llamarlo. Una, en la que simplemente
requería de su presencia. Sabía que si era así disponía de dos minutos para llegar hasta su
despacho. La otra, en la que añadía la coletilla «de inmediato», consistía en que tenía que
echar una carrera para llegar en dos segundos al despacho.
Así que dejó el café en la propia máquina y fue directo.
No llamó a la puerta. No era necesario.
—¿Me buscaba?
—Sea tan amable de tomar asiento —inquirió el assistente capo con su habitual voz
ronca de fumador de más de cuarenta años a sus espaldas.
Paolo tragó saliva. Cuando su jefe comenzaba una conversación con algo así es que algo
muy grave se escondía en ella. Obedeció.
El assistente capo era un hombre serio. Demasiado, según pensaba Paolo. No le gustaban
las bromas ni los comentarios chistosos. Paolo entendía que un rango como el suyo
necesitaba de una compostura ejemplar, pero es que ni fuera de la jornada laboral era capaz
de mostrar ni un ápice de humor. Contaba con los dedos de una mano las ocasiones en las que
había visto una mueca parecida a una sonrisa dibujada en el rostro de aquel hombre. Era por
ello que debía medir sus palabras, aunque con el paso del tiempo ya había aprendido a
tratarlo. Fue a base de meteduras de pata. Además de la falta de humor era parco en palabras.
Casi le costaba arrancarle la información que solía dar con cuentagotas por lo que, si hablaba
más de lo habitual, era que el caso ya era de dimensiones bíblicas.
Estaba a punto de comprobar que así era.
—Tengo un caso para usted. Es un homicidio extraño, por así decirlo.
Paolo se echó para adelante y entrecerró los ojos.
—¿Extraño?
—Llamémoslo así. Toda la información de la que disponemos hasta el momento se
encuentra en este dossier. Échele un vistazo —su jefe le acercó una carpeta de color marrón
apagado. Había papeles dentro de la misma—. Todavía hay muy poco porque desde que
hemos recibido el aviso hasta que se ha personado la primera patrulla, todo lo que nos ha
llegado es confuso. Hasta me atrevería a decir que poco creíble. Como decía, el cadáver ha
sido hallado esta misma mañana y quiero que se ocupe usted personalmente del caso. No
hace falta que le diga que dispone de los medios necesarios. Como siempre.
Aquello podía sonar a habitual, pero en realidad no era así. La austeridad había llegado de
forma abrupta al Departamento de Salud Pública y ya apenas se disponía de medios para
realizar de una forma más o menos decente la labor policial. Sobre todo en materia de
investigación, donde se requería mucho más. Pero el capo tenía claro que según qué casos
debían de disponer de la partida necesaria para su resolución y sin duda este era uno de ellos.
Con el paso de los días se le acabaría dando la razón.
—Claro, capo, cuente conmigo —dijo a la vez que se levantaba. Experiencias anteriores
le decían que las reuniones con su jefe acababan en ese punto.
Ya se dirigía a la puerta, ansioso por llegar a su despacho y ver de qué se trataba.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 15

—Assistente, creo que debería contarle algo.


Paolo se paró en seco, extrañado.
—He recibido una llamada especial —continuó hablando su jefe—. Esta llamada me ha
pedido que seamos lo más cautelosos posibles con el caso, aunque me temo que debido al
lugar en el que se encuentra el escenario esto no va a ser posible. Aun así, le pido máxima
discreción en su investigación. Vamos, que aunque disponga de medios, sería interesante que
pasara por el menor número de manos posibles.
Paolo se giró y vio cómo su jefe sudaba. Estaba nervioso y no lo ocultaba. Se pasaba un
pañuelo por las sienes, justo donde su pelo comenzaba a mostrar unas canas que denotaban
los años que cargaba en su espalda.
—Creo que no le sigo, capo.
Su jefe continuó pasándose el pañuelo, ahora por la frente. Era de seda y no tardó en
empaparse. Trató de recobrar la compostura, aunque le fue muy complicado. Paolo se
preocupó.
—¿Está usted bien?
—Sí —mintió—. Es solo que…
—Dígame.
—Verá… me han pedido que mande a mi mejor hombre. Eso ya lo he hecho, lo hubiera
mandado a usted igualmente aunque no me lo hubieran dicho…
—¿Y?
—Que dado el cariz del caso, parece ser que debe ser ocultado en la mayoría de lo posible
a los ojos curiosos. Esto, palabras del interlocutor, sería hasta con la gente del propio cuerpo.
—Creo que ahora sí le sigo… —no era la primera vez que recibía encargos de ese tipo,
sobre todo cuando había una celebridad de por medio—. No se preocupe, chitón por mi parte.
Su jefe asintió y añadió un nuevo intento de sonrisa a la cuenta personal que llevaba
Paolo.
Antes de volver a girarse, este último no pudo más y lanzó una pregunta un tanto
comprometida.
—No quiero que me diga quién le ha llamado, faltaría más. ¿Pero podría saber al menos
de dónde?
El assistente capo pareció dudar. Tragó saliva antes de hablar. Seguía sudando como si
hubiera estado corriendo una maratón.
—De aquí al lado.
Paolo comprendió de inmediato su preocupación y nerviosismo. De hecho, le trasladó
parte de él. Se giró sin decir nada y salió del despacho de su jefe con un fuerte escalofrío
recorriéndole la base de la columna. Cuando en la Polizia di Stato hacían alusión a «los de
aquí al lado», hablaban de un lugar concreto con el que era mejor no cruzarse por la de trabas
que solían poner a todo. Por su constante metedura de narices en todos los asuntos que tenían
relación con ellos. Por lo difícil que era trabajar a su lado.
El Vaticano.
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Capítulo 5

Miércoles 20 de marzo de 2013. 10:03h. Piazza del Popolo. Roma

Paolo llegó lo antes que pudo a la dirección que había en el dossier. El lugar le sorprendió
bastante porque era uno de los más concurridos casi que de toda Roma. La Piazza del Popolo
se mostraba frente a él. Construida en la puerta norte de lo que antaño fueron las Murallas
Aurelianas era famosa, sobre todo, por su archiconocida iglesia de Santa Maria Del Popolo.
Si la iglesia ya no era bastante conocida antes, un famoso bestseller cuya trama transcurría en
Roma se había encargado de que sus visitantes se hubieran quintuplicado desde su salida. Y
es que lo polémico atraía, pensó Paolo la primera vez que comprobó la afluencia masiva de la
gente para ver el monumento.
De igual modo, mucho antes de que empezara la moda de visitarla, él ya lo había hecho
en varias ocasiones. El conjunto de la Piazza con la iglesia le parecía sencillamente bello. La
propia belleza monumental de la que, por suerte, presumía la ciudad lo relajaba sobremanera
en épocas de tensión. Ahora no estaba allí para dejarse llevar por nada de eso. Todo lo
contrario.
Durante el trayecto, como él no iba conduciendo el vehículo sino un agente, había leído
lo poco que el informe mostraba sobre el caso que iba a comenzar. Apenas se sabía todavía
nada sobre el homicidio y esto lo consideró como un punto a favor. No era de prejuicios, pero
reconocía que a veces estos se creaban al leer ciertos informes antes de llegar a una escena.
Así que agradeció que este estuviera prácticamente en blanco. Serían sus ojos los que
emitirían el juicio en primera persona durante la inspección ocular. Lo que sí que dejaba claro
el informe —ya que no solo estaba en negrita sino que el capo se había encargado de
subrayarlo con un marcador amarillo— era que el Vaticano había pedido máxima discreción
en el asunto. Como si no hubiera quedado claro en el despacho de su superior.
Nada más salir del vehículo, sus ojos se posaron sobre la enorme carpa que se había
levantado con dos fines claros. El primero, evitar las miradas indiscretas mientras la polizia
realizaba su trabajo. No había nada peor que tener cientos de ojos clavados en el cogote
mientras se intentaba arrojar algo de luz. El segundo, proteger la propia escena de la fina e
insistente lluvia que caía desde el cielo romano. Una lluvia que más que empapar, molestaba.
De todas formas —y eso sí lo ponía en el informe—, el cuerpo había estado expuesto a ella
un buen rato y esto sí que no era nada positivo. El agua era uno de los peores elementos a la
hora de llevarse por delante indicios. Mucho más que el fuego, que muchos tenían en un altar
al pensar que destruía los posibles rastros de una escena. Paolo ya se había cansado de
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explicar que la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Costaba más analizarlos
en ese estado, sí, pero había técnicas que servían para tal fin.
Pensó que, al menos, la cantidad de agua no era la suficiente para alterar la escena
demasiado.
También pensó en lo gracioso de que el Vaticano hubiera pedido máxima discreción, ya
que en la radio ya había escuchado la noticia del hallazgo del cadáver y hasta había
trascendido ya la identidad de este. No negó que le sorprendía, ya que ni en el propio informe
preliminar que manejaba venía. El assistente negó con la cabeza y maldijo que la prensa
pagara tan bien por ciertas informaciones. También maldijo la tercera vez que negó tomar ese
dinero que le ofrecían por contar cosas sobre un caso que en el que estuvo involucrado hacía
mucho tiempo. Ya no le habían vuelto a insistir nunca más y perdió la oportunidad de, alguna
vez, haberse llevado un dinero extra como hacían la mayoría de sus compañeros.
Antes de pasar dentro de la carpa cerró el paraguas que llevaba y lo dejó fuera. Lo que
más picaba la curiosidad era el estado en el que, supuestamente, había sido hallado el
cadáver. De nuevo, la radio fue encargada de relatarle con pelos y señales como había sido.
Estaba deseando poder verlo con sus propios ojos.
Dos agente de tamaño inusual cuidaban con recelo la entrada al improvisado recinto.
Cuando el assistente llegó a su lado no dudaron apartarse. Con un gesto de cabeza saludó a
ambos y pasó al interior.
Lo primero que llamó su atención fue ver que el grupo de Científica trabajaba a un ritmo
casi frenético. Al parecer ya habían peinado el perímetro delimitado en busca de indicios y ya
se encontraban trabajando alrededor del propio cadáver. Sin duda el assistente capo de
Científica también había recibido el aviso por parte de los vecinos de al lado. Casi de
inmediato, su vista se posó sobre el cuerpo sin vida.
La radio no había exagerado cuando mentó a la propia Biblia en el asesinato.
En el centro de la Piazza —al menos según sus cálculos—, unos maderos rudimentarios
se cruzaban entre sí formando una gran cruz. Lo curioso de esto era que estaba invertida, no
de la manera considerada como tradicional. Crucificado en ella había un hombre de mediana
edad. Era difícil describir su rostro pues estaba cubierto en su totalidad de sangre. Si la
escena ya llamaba la atención de por sí, quizá lo más curioso era como vestía el cadáver: con
sotana y alzacuellos —que el homicida había tenido el detalle de sujetar con unos pequeños
clavos en el propio madero y así estas no se vendrían hacia abajo, dejando ver más de la
cuenta del fallecido.
—Así que es cierto que es sacerdote… —dijo para sí mismo Paolo.
Otra de las curiosidades de la escena era que el asesino había colocado un gran paraguas
negro en el extremo superior de la cruz, como para intentar evitar que el agua hiciera de las
suyas. Eso no aparecía en el informe que manejaba el assistente y lo pilló algo por sorpresa.
Los constantes cambios en la dirección del viento habían servido para inutilizarlo, pero no
dejó de sorprenderle el cuidado detalle de la puesta en escena. Si quería llamar la atención, lo
había conseguido.
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El assistente dejó de escanear el cadáver y se dirigió a uno de los agente scelto —


equivalente al rango de subinspector en España—. Este cuidaba con recelo de que todo se
llevara a cabo en el orden correcto.
—Buenos días, ¿qué tenemos? —Paolo quiso saludarlo por su nombre, pero no lo
recordaba.
—Buenos días, assistente. Aparte de lo que ve, poco más. Estamos a la espera de que
llegue la comisión judicial para poder trabajar mejor tanto con el cadáver como con la cruz.
Espero que el forense nos pueda echar una mano porque esto no pinta bien. Es una obra
bastante macabra, desde luego. Suponemos que el asesino ha actuado esta misma madrugada,
todavía no hemos encontrado a nadie que nos corrobore que anoche esto no estaba aquí pero,
qué coño, es imposible.
Paolo asintió. Él pensaba igual.
—Buenos días —dijo una voz tras ellos.
Paolo y el agente scelto se giraron para encontrarse con el juez Esprini. Paolo agradeció
para sus adentros que fuera él y no otro el que se hubiera encargado del caso. Ya había
trabajado varias veces a su lado y era un hombre muy competente. Sobre todo, lo que más le
gustaba del juez era su colaboración en todo lo que solía pedir el assistente. Cada vez que
Paolo necesitaba algo, sin reticencias lo tenía. Eso podía parecer lo normal en una
investigación criminal, pero nada más lejos de realidad. Las trabas con las que solían
enfrentarse los investigadores en según qué casos a veces eran inaguantables. Pero con
Esprini no. A él le importaba la resolución de los casos y sin duda los años en primera línea le
habían llevado a conocer cuándo prestar su total colaboración y cuándo no. Era un hombre ya
mayor, su pelo completamente blanco lo delataba. Su prominente barriga indicaba que no se
privaba de nada a la hora de comer pero, si eso no era suficiente, los dos infartos que le
habían dado ya por tener las venas llenas de grasa se encargaban de corroborar este dato. Era
un hombre serio, pero no al punto del assistente capo, ya que Paolo había llegado a bromear
en alguna ocasión con él.
No tardó ni diez segundos en aparecer también la doctora Felci, forense que al parecer
estaba de guardia en esos momentos para esa zona de Roma —la propia ciudad se dividía en
dos forenses de guardia que siempre estaban preparados para cualquier actuación, fuera
natural o violenta—. Felci era una mujer de fuerte carácter, pero que cuando la conocías
relajaba los músculos del rostro y mostraba una cara mucho más amable que en muchas
ocasiones rozaba la camaradería. A Paolo le gustaba trabajar a su lado, era muy profesional y
con un gran conocimiento de la anatomía humana.
—¿Puedo? —Preguntó la doctora al equipo de Científica que asintió y le indicó la zona
libre de indicios, por la que podía acercarse al cadáver.
Mientras comenzaba a trabajar —lo poco que podía dadas las circunstancias— con el
cuerpo, el juez se dirigió a Paolo.
—¿Qué le parece esto?
—¿Aparte de una barbaridad? —Preguntó socarrón—. Me parece que el asesino ha
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 19

arriesgado demasiado en un lugar tan público para preparar una escena así.
—Y eso no es bueno, ¿verdad?
—En absoluto.
—¿Su nombre? —Quiso saber el juez sin dejar de mirar el cadáver.
—El nombre no lo tengo en mi informe preliminar, pero creo que se referían a él en la
radio como padre Scar… —quedó pensativo unos momentos.
—Padre Scarzia —añadió el agente scelto.
—Eso, padre Scarzia —continuó hablando Paolo—. He mirado en Internet y no era el
párroco de esta iglesia, por lo que las primeras ideas que me vienen a la cabeza tampoco es
que sean muy halagüeñas.
—¿A qué se refiere?
—Pues que lo primero que he pensado es que podría haber sido algún tipo de vendetta.
No es la primera vez que he trabajado en casos que me han mandado, eso sí, fuera de Roma,
en los que la mafia ha actuado de manera tan grotesca para lanzar un mensaje, sea del tipo
que sea. Incluso recuerdo un caso en el que un sacerdote apareció muerto en la puerta de una
iglesia, aunque sin tanta teatralidad. Le seccionaron el cuello. Lo que vengo a decir es que era
párroco de la iglesia en la que apareció. Eso tiene sentido. Que no lo sea me dice que el
asesino ha elegido este lugar y debe tener un significado que por ahora solo él conoce. Y esto
me fastidia más, porque me temo que vamos a tener que prepararnos para unos cuantos más.
Tanto el agente scelto como el juez miraron al assistente como si estuviera loco.
—Será mejor que se explique. Y no me asuste, por Dios.
—Lo siento, señoría. Pero me gustaría decirle que la cosa va a acabar aquí. Mire la puesta
en escena, esto no es obra de una persona que quería acabar con la vida de otra y ya está. Ha
cuidado mucho los detalles, quería que lo encontrásemos así y así ha sido. Por favor, si hasta
ha dejado un paraguas colocado en la cruz para tratar de que todo se corrompiera lo menos
posible con la lluvia. Ha arriesgado mucho, demasiado. Esto no se coloca en dos minutos. Ha
esperado al momento exacto, en el que habría menos gente. Ha elegido un día lluvioso a
sabiendas que esto haría que hubiera menos viandantes todavía. Tanta planificación, tanto
detallismo. Es el primero de una serie de asesinatos.
—Pero si usted ha dicho que esto no tiene sentido.
—Precisamente la falta de él es lo que me indica esto. Todos los asesinatos tienen un
porqué. No encontrarlo es algo muy negativo.
El juez lo escuchaba boquiabierto. Quería con todas sus fuerzas que Paolo no tuviera
razón, pero su argumento tenía una base sólida y, por mucho que le fastidiara, tenía sentido.
—De todas maneras —comentó el juez—, observo ritualidad. Y cuando un asesino serial
es ritual, muchas veces tratan de transmitir algún tipo de mensaje y, aquí, aparte de algo
satánico no veo nada.
—Si lo dice por la cruz invertida, dudo que sea determinante para saber si se trata de un
crimen satánico. En la mayoría de casos, como los provocan descerebrados, no dudan en
dejar cierta simbología que va más allá de la cruz. Lo que más gracia me hace es que no
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 20

saben que la mayoría de símbolos que utilizan para justificar ese satanismo del que alardean,
en realidad, suele tener otro significado totalmente alejado de su mensaje. Pero ese no es el
caso. No creo que sea un crimen satánico, a pesar de que sea un sacerdote y de la cruz
invertida. Creo que hay algo más. Y respecto a lo de que siempre tratan de dejar un mensaje,
ojalá fuera así. Todo sería más sencillo. He visto casos en los que el asesino elegía sus
víctimas al azar y los mataba, sin ningún tipo de patrón, sin ningún tipo de mensaje. Matar
por matar. Lo único que hacen en lo que nosotros pensamos que es un ritual es mostrar sus
parafilias. Esperemos que así sea en este caso. Recemos —añadió irónico.
El juez hizo una mueca de fastidio. Le gustaba trabajar con Paolo, pero odiaba que en esta
ocasión tuviera razón. Aquella mañana él también había recibido cierta llamada que solo
ponía trabas a la investigación.
La forense se acercó de nuevo a ellos.
—Por mi parte poco más puedo hacer. La lluvia y las condiciones del tiempo me hacen
imposible datar la muerte con un margen razonable, habrá que esperar a la mesa de autopsias
para establecerla. Pero vamos, que por el rigor que observo y la lividez diría que ha muerto
de cuatro a seis de la madrugada. En las condiciones que se encuentra me es imposible hacer
nada, así que me temo que tendremos que esperar.
—¿Cuándo será la autopsia? —Quiso saber Paolo.
—Si nos diéramos prisa podría ser esta misma mañana —contestó el juez—. No es lo
habitual, pero me gustaría que así fuera. Aunque conociendo quién está detrás oliéndonos la
nuca y la de problemas que suelen poner con «sus» —hizo un gesto de comillas con los dedos
— cadáveres, me temo que hasta mañana no va a poder ser. Odio que el muerto sea un cura,
joder.
Paolo asintió. Sabía que no lo decía por la profesión en sí del fallecido, sino por la de ojos
y manos —y sobre todo el recelo— que había tras los servidores del Altísimo.
—Lo dicho, poco más puedo hacer. Si quiere podemos levantar ya el cadáver. No va a ser
fácil sin alterar nada que pueda haber en el cuerpo dada su posición. Vamos a necesitar
tiempo y cuidado —dijo la forense mirando al juez.
Este asintió. Paolo resopló resignado pensando en lo complicado que parecía que iba a ser
aquel caso.

Capítulo 6

Miércoles 20 de marzo de 2013. 20:30h. Vivienda de Nicolás. Madrid

Nicolás cerró la puerta de su piso. A pesar del sonoro portazo que dio —sin intención de
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 21

ello—, su cabeza no salió del ensimismamiento. No conseguía dejar de pensar en el billete de


avión que ahora llevaba guardado en uno de los bolsillos de su pantalón. Ni siquiera había
sido consciente de haber conducido desde Canillas hasta el lugar en el que, habitualmente,
solía aparcar su vehículo, cerca del portal de su casa. Tampoco en el momento en el que había
parado a comprar algo de comida en el Tailandés de la esquina. Actuaba de manera robótica.
Y eso solo lo solía hacer cuando algo ocupaba por completo sus pensamientos. Hasta había
conseguido no pensar en todo el día en Carolina.
Era su propio récord personal desde hacía un año.
Solo pensaba en el billete y en el misterio que lo envolvía.
En varias ocasiones estuvo tentado de marcar el número en su despacho y despejar la
incógnita sobre quién lo había dejado allí, pero si su primera decisión había sido hacerlo
cuando llegara a casa, se mantendría firme y así lo haría. Era de lo poco que se podía sentir
orgulloso en ese momento, de llevar sus decisiones siempre hasta el final.
La mayor duda que ocupaba su cerebro era saber quién habría conseguido dejarlo allí.
Alfonso, cabezón él, había pedido el informe de visitas que habían pasado por Acreditaciones
y no había nada fuera de lo común. Lo curioso era que el complejo no era precisamente un
lugar en el que uno pudiera colarse de manera sencilla. Desde luego no era algo del todo
imposible, pero sí muy complicado.
¿Habría sido alguien desde dentro?
¿Quizá Alfonso?
Trató de desechar la última idea de su cabeza. Se lo hubiera dicho. Podría haber
mantenido la broma unos minutos más, pero ya le habría confesado que sí, que en verdad era
cosa suya. De hecho, Nicolás estuvo esperando que eso sucediera durante lo que le quedaba
de jornada, pero no. No pasó y esto solo contribuyó a que su curiosidad se acrecentara.
Agotado mentalmente, tomó asiento en el sofá habiendo cogido previamente el teléfono
inalámbrico que tenían en casa. Apenas le daban uso pues cada uno tenía su móvil, pero la
batería de su iPhone escaseaba tras dos días sin carga y no quería quedarse a mitad de
llamada.
Antes de llamar, dejó que su mirada se perdiese un rato en el techo del salón. No sabía
por qué, pero había comprobado ya con anterioridad que eso lo relajaba. Incluso más que
cerrar los ojos. Dejó que los minutos pasaran mientras mantenía sus ojos perdidos en la
escayola. Bajó la cabeza con cuidado de no marearse. Extrajo el billete de su bolsillo, todavía
tenía pegado el post it. Pensó en la suerte de haber decidido un día dejar activas las llamadas
internacionales en la línea fija. Lo había hecho por si un día se decidía a llamar a Carolina,
pero nunca lo hizo.
Marcó el número que venía anotado y esperó tras escuchar un tono que ya de por sí
parecía lejano.
Alguien descolgó.
—Al fin —contestó una voz masculina con un acento inglés algo algo raro, pero con un
castellano más que aceptable—. Ya pensaba que no llamaría.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 22

—¿Quién es usted? —Nicolás no se quiso andar con tonterías.


—Antes de decírselo, supongo que estoy al habla con el inspector Nicolás Valdés.
Nicolás no se sorprendió de que supiera su nombre, al fin y al cabo el billete estaba a su
nombre.
—Sí, ¿y usted es? —Insistió.
—Mi nombre es insignificante en estos momentos, inspector. Le aseguro que no importa.
Lo que verdaderamente sí importa es que se ha decidido a llamar, y eso significa que está
pensando en tomar ese vuelo mañana por la mañana. Le juro que he pensado que declinaba
mi invitación. Y eso que se lo estoy poniendo muy fácil para que la acepte.
—Un momento, un momento. Yo no he dicho que vaya a ir a ningún lado —comentó
molesto—. Ni siquiera me ha dicho su nombre. Esto es surrealista, señor, y si no me dice algo
más me veré obligado a colgar y no volverá a saber de mí, eso se lo aseguro.
Hubo un pequeño silencio al otro lado, como si el interlocutor estuviera pensando qué
contestar a eso.
—Perdóneme. ¿Dónde están mis modales? Si mis padres vivieran me dirían unas cuantas
cosas. ¿Sabe? Gastaron una ingente cantidad de dinero para convertirme en todo un caballero.
No sé si lo consiguieron, pero no puedo permitirme que piense que soy un grosero. Mi
nombre es Edward Murray. Si le he dejado el billete de avión encima de la mesa es porque
necesito de su presencia aquí, en mi casa.
—Y su casa está en Escocia, ¿verdad?
—Tal cual.
—Y supone que voy a ir a Escocia para un asunto que me puede tratar por teléfono, ¿no?
—Tal cual.
—Creo que usted no está en sus cabales, lo siento.
Se dispuso a colgar, pero una voz que insistió a través del auricular se lo impidió.
—Gracias por no colgar —dijo su interlocutor—. Le prometo que no le daré más vueltas,
no quiero perder su atención de nuevo.
—A ver si es verdad.
—Se trata de una investigación. Necesito que arroje un poco de luz a un escabroso
asesinato. Tengo entendido que usted es un fuera de serie y quería comprobarlo con mis
propios ojos.
—¿Un asesinato? ¿Con la de policías que hay en su país? ¿Por qué no lo investigan ellos?
—Porque no ha sucedido aquí, en Escocia. Porque necesito a alguien de fuera y, digamos,
no de la manera oficial.
—Creo que pierde el tiempo conmigo. No me meto en cosas de otros, y menos me dejo
contratar como detective privado porque no lo soy. Además, tengo mucho trabajo ahora.
—¿Ese trabajo consiste en pasarse el día entre papeles sin importancia? ¿Ese trabajo es
dejarse echar a perder como el mejor inspector de la Unidad de Homicidios y Desaparecidos
de la Policía Nacional española? ¿Ese trabajo que no tiene nada que ver con lo que usted
vivió hace un año y medio?
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Nicolás se quedó sin posibilidad de réplica ante esto último. ¿Cómo sabía él eso?
Trató de buscar las palabras y, aunque fueron algo torpes, las consiguió encontrar.
—Lo de hace un año y medio fue algo de lo más normal —el inspector trató de mostrarse
sereno—. No fue nada del otro mundo. Un caso como otro.
—A partir de ahora vamos a hacer un trato. Yo no insulto su inteligencia y usted no lo
hace con la mía. Sé más de lo que usted cree acerca de lo sucedido. De lo que investigó. De
lo que averiguó. De lo que encontraron en París. Pero esto no tiene que ver con ese asunto. O
sí… —la voz del hombre se tornó algo oscura, tanto que Nicolás sintió un escalofrío recorrer
la base de su columna vertebral—. Mire, dejemos de jugar a que no desea tomar ese avión, si
no, no me hubiera llamado. Su vuelo llegará mañana a las doce del mediodía a Escocia.
Mandaré a alguien para que lo recoja en el aeropuerto. No se preocupe por los gastos. El
trabajo será bien remunerado, aparte de que lo tendrá todo pagado. Solo le pido que no me
decepcione y, haga el favor, no se decepcione a sí mismo. Usted necesita lo que le voy a
proponer. Créame.
El tal Murray colgó sin dejar a Nicolás la oportunidad de réplica. Tardó unos segundos en
pulsar el botón rojo que daba por finalizada la conexión también en su terminal. Estaba en
shock.
¿Aquella llamada había sido real?
Porque no lo parecía.
Un nudo en la garganta le hacía respirar con algo de dificultad. El corazón le latía rápido.
A un ritmo frenético. Estaba nervioso, lo notaba en el modo en el que sus piernas temblaban.
Aunque en el fondo y, por muy extraño que pudiera parecer, agradeció sentirse así. Al fin y al
cabo esto le recordaba que estaba vivo. Hacía demasiado que no lo sentía.
La puerta de la vivienda se abrió y por ella apareció Alfonso. Traía un humor de perros.
Su gesto lo decía todo.
—Te juro que voy a mandarlo todo a tomar por el culo. Te lo juro —dijo a modo de
saludo.
—Si me dieran un Euro cada vez que oigo eso…
—No, esta vez te lo digo en serio. No paro de comerme marrones que otros cometen. Es
que es la hostia, tío. Mañana mismo hablo con Brotons y me vuelvo a mi puta mesa de
siempre. Que le den por el culo al sueldo extra, esto no lo compensa.
Nicolás sonrió, todavía tembloroso. Alfonso se fijó en que este llevaba el teléfono fijo en
la mano.
—¿Has llamado a eso?
Nicolás asintió.
—¿Y?
—Es todo muy extraño. Por la voz parecía ser un hombre mayor. Murray me ha dicho que
llamaba. Y ha hecho alarde del pastón que se gastaron sus padres en su educación, por lo que
supongo que tiene mucho dinero.
—¿Y qué quiere? ¿Casarse contigo? Si tú no quieres me caso yo y dejo toda esta mierda.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 24

—No —comentó sonriendo—. Quiere que vaya a Escocia para ocuparme de una
investigación privada. Ya le he dicho que yo no me ocupo de eso, pero ha insistido mucho.
—Pues ya ves tú el problema, ve.
—Ya… y además no solo es eso. Sabe lo que pasó hace un año y medio. Creo que,
además, lo sabe todo.
A Alfonso le cambió la cara.
—¿En serio? —Acertó a decir.
El inspector se limitó a asentir.
—Y temes que sea una trampa o algo parecido…
—No… No lo sé… Es que no me jodas. Se me ha olvidado preguntarle como coño ha
dejado el billete sobre mi mesa. Esto no me huele bien. Parecía buena persona, pero por
teléfono, quién sabe…
—Yo que sé, tío. El del instinto eres tú, yo solo soy una cara bonita, un cuerpo de
escándalo y un tío de acción. Creo que deberías dejarte llevar. Si vas, que sea porque estás
seguro de hacerlo. Aunque si te lo estás planteando es que vas a acabar yendo.
Nicolás lo miró levantando una ceja.
—No me mires así. Creo que ya nos conocemos bastante y sé que si dices que no, es no.
Pero no lo has dicho. Vas a ir. Y mira, por un lado me alegro. No sé, tío. No sé que mierda
habrá por allí, pero necesitas salir de todo esto. Ya te lo he dicho en mi futuro ex despacho. Ni
estás ni dejas de estar. Quizá cuando vuelvas seas el de antes. O no. Pero considéralo una
prueba de fuego. Puede que te aclare esa puta cabeza que tú tienes.
Nicolás sopesó las palabras de Alfonso. Tenía razón, por más que no quisiera que la
tuviera, la tenía.
La sensación de cosquilleo que sentía en su estómago le seguía recordando que estaba
vivo. Aquello era maravilloso, algo casi olvidado por él. No se dio cuenta, pero comenzó a
asentir despacio con su cabeza a la vez que se daba cuenta de que sí tomaría ese avión. Estaba
decidido.

Capítulo 7

Jueves 21 de marzo de 2013. 12:10h. Aeropuerto de Glasgow. Escocia

No es que esperara incidentes en el vuelo, pero la falta de ellos siempre era una buena
noticia cuando el avión tocaba tierra. El trayecto duró seis horas que se le pasaron
asombrosamente rápido. Sin duda, debido a que su cabeza no dejaba de hacer elucubraciones
respecto a lo que encontraría al llegar. Había tomado el avión a las seis de la mañana en la
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terminal cuatro del aeropuerto de Barajas. Tomó el madrugón como algo muy positivo ya que
apenas pudo conciliar durante toda la noche por los nervios. Estaba deseando montar en el
avión. Las pocas dudas sobre si ir o no habían desaparecido según el tiempo avanzaba. Todo
aquello se había convertido en una especie de ansiedad que necesitaba paliar cuanto antes.
Durante la noche no había pensado ni una sola vez en Carolina. Él no fue consciente de
esto, pero de haberlo sido habría agradecido al tal Murray la invitación «forzosa». De un día
para otro su forma de ver el mundo había girado ciento ochenta grados. Para poder
marcharse, había puesto sus propias vacaciones como excusa. Alfonso —que seguía en sus
trece de hablar con el comisario Félix Brotons y dejar el puesto de inspector jefe cuanto antes
— le había dicho que le gestionaría tres semanas de vacaciones sin problema. Había opción a
una cuarta siempre y cuando la necesitara. Ventajas de no haber faltado ni un solo día a su
trabajo desde hacía casi un año —ni aún con la gripe que casi lo consiguió a principios de
diciembre—. Aunque sobre todo había influido que sus propios jefes sintieran que las
necesitaba. Veían que estaban perdiendo a uno de los mejores investigadores que había pisado
ese suelo y quizá esa era la única manera de recuperarlo. El tiempo diría.
Había desayunado en el avión. Nada ostentoso. Un par de tostadas embolsadas untadas
con una mantequilla sin demasiado sabor. Todo ello acompañado de un café con leche —que
era más leche que café—. Durante el vuelo ofrecieron un par de películas de acción a las que
no prestó la menor atención. Su cabeza no estaba para seguir el hilo a nada.
Durante el viaje pensó varias veces, no el mensaje en sí, sino en la propia voz que se lo
había transmitido. Ese Murray tenía algo que no sabía definir muy bien. Se decidió por
utilizar la palabra carisma, pero pensó que iba mucho más allá. Algo que mezclaba ternura y
convicción. Suavidad con aplomo. Duda con seguridad. Algo que te atraía para sí y que te
impedía usar la negativa como respuesta. Esperó que eso no sirviera para que el hombre lo
camelara y lo llevara a su terreno con extrema facilidad. Tenía que estar preparado para todo.
Lo que sí tenía claro era que el morbo jugaba un papel fundamental en la toma de esa
decisión tan precipitada. Era innegable que ese cosquilleo que seguía sintiendo en la boca de
su estómago le había impulsado a subirse al avión. Aún sin saber muy bien qué esperar.
Además, la alusión que hizo al incidente que había ocurrido en su pasado le hizo cavilar
todavía más. ¿Cómo sabía eso? Quizá esta era una de las preguntas que más interés le
despertaba.
Al salir del avión se dirigió al interior del aeropuerto. No necesitaba esperar a que su
maleta apareciera pues apenas había traído una bolsa de mano con lo imprescindible para
unos pocos días. No es que no fuera precavido en ese sentido, es que su anfitrión había dicho
que no escatimaría en gastos con él y eso se lo pensaba tomar a rajatabla. ¿No quería que
viniera? Ahí estaba.
Nada más salir por la doble puerta automática se fijó en la veintena —más o menos— de
personas que esperaban a los pasajeros del avión. Muchos de ellos tenían la mirada vidriosa,
como si ya estuvieran emocionados antes incluso de volver a reencontrarse con su ser
querido, pero ninguno de los allí presentes parecía fijarse en él. Le hacía ilusión ver a alguien
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esperándolo con un cartón con su nombre, pero no fue así.


Pensó que quizá la mejor opción era salir fuera del edificio. Había anotado el número al
que había llamado la tarde-noche anterior en su teléfono móvil. Si no encontraba a nadie,
haría una llamada para avisar de su llegada. Quizá se les había hecho tarde debido a algún
atasco o similar. En Madrid era habitual, ¿por qué allí no?
Una vez fuera comprobó que el caos era mayor de lo que esperaba. El ir y venir de
coches, taxis y autobuses era incesante. Se sintió algo aturdido pues no sabía muy bien hacia
dónde mirar. Comenzó a inquietarse mientras giraba la cabeza a un lado y a otro. Hasta que lo
vio.
Estaba de pie, a su derecha y a una distancia considerable. Era un hombre de unos
cincuenta años —más o menos—, de pelo canoso, fino en su complexión y con cara de pocos
amigos. Tenía la mirada fija hacia la puerta y fumaba un cigarrillo que no dudó en apagar
nada más percatarse de la presencia del inspector. Quizá fue esa acción la que llamó la
atención del madrileño. El cambio en su gesto a uno más amable terminó de confirmar a
Nicolás que era la persona que había ido a buscarle. ¿Sería aquel el enigmático señor
Murray?
Ambos se encaminaron hacia el otro. Cuando se encontraron, el hombre no dudó en
extender su brazo derecho para estrechar la mano de Nicolás. Este la aceptó encantado.
—Buenas tardes —habló en un muy correcto castellano, sin apenas acento, pero la voz no
parecía la misma que la de su interlocutor telefónico—. Creo que no me equivoco y es usted
el inspector Nicolás Valdés.
—Correcto. ¿Usted es?
—Me llamo David Hoff. Soy asistente personal del señor Murray. Encantado de
conocerle.
—Eh, igualmente —Nicolás no pudo disimilar su extrañeza—. ¿Ha dicho asistente
personal?
—Sí. Para que usted me entienda… soy algo parecido a un mayordomo. Pero creo que
esa figura quedó obsoleta en el siglo pasado. Además, ni limpio ni hago la comida. Para eso
hay otro personal contratado. Me ocupo de asuntos personales del señor Murray que él
mismo no puede atender —comentó sonriente.
Nicolás le devolvió la sonrisa.
—Perdone la pregunta. Es que no he conocido a muchos asistentes personales.
—No se preocupe. Tengo que explicar esto mismo en más ocasiones de las que piensa.
—Imagino. No es algo habitual.
—Bien, una vez presentados, si le parece bien, procedamos a encontrarnos con el señor
Murray. Está deseoso de poder recibirlo.
—Me parece bien. ¿Y adónde nos dirigimos?
—Al castillo de la familia Murray.
Nicolás no pudo disimular su sorpresa de nuevo.
Montó en la parte trasera del vehículo. Era muy ostentoso, de color negro, muy parecido a
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un Rolls Royce, pero al parecer de otra marca que no tenía pinta de ser más barata. Era la
primera vez que montaba en un coche cuyo volante estaba en el lado contrario al que él tenía
costumbre. Esto lo fascinó. Todo lo que veía por primera vez en su vida lo fascinaba —
siempre y cuando fuera algo positivo, claro.
El vehículo emprendió el rumbo y dejaron atrás el aeropuerto a una velocidad ridícula.
No por su rapidez, sino por todo lo contrario. Tanto que el inspector pensó que en una
bicicleta irían más rápido. Todos y cada uno de los coches que iban detrás de ellos los iban
adelantando según podían.
—Perdone. ¿No vamos un poquito lentos?
El señor Hoff sonrió, o ese le pareció percibir a Nicolás a través del retrovisor.
—Inspector, este coche no está concebido para ir deprisa. El señor Murray tiene más de
cien coches en su colección y es un poquito exquisito a la hora de elegir el vehículo del día.
Hoy quería recibirlo en este porque alega que es el más elegante que tiene. Quiere causarle
una buena impresión, pero yo no se lo he dicho.
Nicolás sonrió antes de hablar.
—¿Cien coches? ¿Para qué tantos?
—Cuando se tiene el dinero del señor Murray hay que gastarlo en algo o se acaba
pudriendo. Al menos eso es lo que dice él. He de reconocerle que es una de las manías que
más me gustan. Hay pocos placeres en esta vida como conducir modelos como los que él
tiene. Algunos de ellos son edición exclusiva que solo él posee en el mundo entero. Puede
parecer una locura, pero bueno, supongo que cada uno puede gastar su dinero en lo que le
parezca. Si yo lo tuviera también lo haría así.
El inspector asintió. En el fondo tenía razón, solo que le costaba concebir que alguien
pudiera tener tanto dinero como para poseer una flota como la que le había contado. Aunque
quizá lo que más le sorprendía era que ese alguien lo hubiera buscado porque según él, lo
necesitaba.
—De todas formas —añadió Hoff—, que vayamos tan lento es algo bueno. No sé si antes
había estado en Escocia, pero el paisaje que va a ver es indescriptible. Disfrútelo, saboréelo.
Tenía razón. No había palabras para definir lo que veían sus ojos. El color verde lo
impregnaba todo, dotando al conjunto de una magia especial. Algo que su vocabulario
habitual no era capaz de definir. La vegetación era frondosa y abundante. De vez en cuando
un ciervo los observaba pasar impasible, pastando, tranquilo. Recordó las calles y paisajes
que solía recorrer a diario. Donde esa vegetación se transformaba en manadas de coches que
emitían sus rugidos con furia y sin sentido, haciendo imposible tener un momento de paz.
Aquello era la definición de tranquilidad. No había nada que lo expresara mejor. Era cierto
que se encontraba en aquel lugar para una causa más o menos concreta —que aún no conocía
—, pero debía dar la razón a Alfonso y admitir que necesitaba esto. Parecía una locura, pero
su mente, su forma de pensar, de respirar, de todo; era distinta. Muy distinta.
Aún así no se lo admitiría. No había nada peor que un Alfonso con sapiencia de razón. Lo
que le faltaba.
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Los frondosos bosques en distintos tonos de verde, dieron paso a una extensa pradera en
el que el color se tornó uniforme y que hasta hacía daño a la vista por su vivacidad. Poco a
poco, a lo lejos, comenzaba a dibujarse la silueta de una gran fortaleza. Sin duda ese tenía
que ser el castillo de la familia Murray.
Según se fueron acercando, la figura se tornó en algo majestuoso e imponente.
Se alzaba sobre una pequeña colina, algo baja, y que presidía el verde valle. David Hoff
sonrió —ahora sí de manera visible— a través del retrovisor cuando vio la cara de asombro
que el inspector no podía ocultar. Era la misma reacción de todo el que veía el castillo por
primera vez, por lo que no le sorprendió. Cuando llegaron, en lo primero que se fijó Nicolás
fue en que las paredes no disimulaban los cientos de años que habían pasado por ellas. Una
mezcla de colores muy difícil de definir componían el ladrillo utilizado y hacía que el
conjunto no fuera sino más bello todavía. Aunque quizá lo que más sorprendía era que, a
pesar de la evidente antigüedad de la misma, parecía haber sido colocada ahí mismo el día
anterior, ya que estaba estupendamente conservada.
—El señor Murray emplea gran parte de su fortuna en mantener el castillo intacto —
explicó su asistente personal—. Es el legado de su familia y no quiere permitir que el tiempo
haga estragos en sus muros. El propio país le ofrece una subvención para su cuidado por
formar parte del patrimonio histórico, pero el señor Murray siempre lo rechaza. Aduce a que
es cuestión de su propio honor hacerlo él mismo. Desde luego —dijo mirando el castillo con
orgullo—, no podría invertir mejor su dinero. Esto es una maravilla.
El edificio era asombrosamente grande. Nicolás no pudo imaginar cuántas habitaciones
podría tener dentro y si estarían todas operativas. Mantener todo aquello debía costar
millones de euros al año, por lo que sintió un escalofrío al imaginar como debía ser la fortuna
de su anfitrión.
Hoff detuvo el coche enfrente de una gran puerta de color negro. Buscó un mando que
tenía cerca del cambio manual del coche y presionó el botón. El portón se abrió y pasaron
con el vehículo por un camino flanqueado con decenas de árboles.
Bajaron del coche y Nicolás siguió a Hoff hacia la entrada principal del gigantesco
castillo. Era una gran puerta de madera en la que la restauración reciente sí era evidente. El
asistente sacó una gran llave de hierro de su bolsillo y la introdujo en el cerrojo. Abrió y
pasaron.
El interior no defraudó a Nicolás. Inevitablemente, cuando lo divisó por primera vez
empezó a formarse una imagen mental de cómo podría ser por dentro. Lo que observaba era
justo lo que había imaginado. Esperaba que hubieran muebles antiguos, armaduras, escudos y
armas por doquier; y eso fue justo lo que vio. La decoración parecía haberse sacado del siglo
XII, aunque quizá algunas piezas dataran de la época. Decenas de muebles sin una utilidad
aparente revestían las paredes del amplísimo recibidor. El suelo llamó la atención del
inspector, pues cuadros blancos y negros se alternaban dando aspecto de un gigantesco
tablero de ajedrez. Varias armaduras de caballeros con alabarda parecían haber sido
colocados adrede para mostrarse como los vigilantes de todo aquello. Si a Nicolás le hubieran
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dicho que al pasar el umbral de la puerta una máquina del tiempo había hecho de las suyas, lo
hubiera creído sin dudar.
Atravesaron el recibidor y se detuvieron justo en lo que sería el comienzo de un largo
pasillo. Tanto que el final del mismo parecía estar a decenas de metros. En el pasillo había
varias puertas que permanecían cerradas y, más o menos en su mitad, una escalera ascendente
con una alfombra de color rojo y algunos dorados. Pero a lo que al parecer les interesaba
estaba justo detrás del doble portón de madera que tenían delante en esos momentos. Solo por
lo grotesco de las puertas, ya se intuía que detrás tenía que haber algo importante.
—Por favor, entre aquí y póngase cómodo. No tenga cuidado de observar todo lo que
quiera dentro, esté como en su casa —dijo el asistente nada más abrir el doble portón—. Yo
iré en busca del señor Murray, le prometo que no esperará demasiado.
Nicolás asintió y pasó.
Lo que más llamó su atención nada más entrar fue el enorme cuadro de más de dos
metros que había encima de una chimenea. En él se veía retratado a alguien de porte elegante,
gesto serio, pelo de color cobre y vestido con el típico kilt escocés. A su lado había un perro
de una raza que Nicolás no supo identificar, pero era extraño porque el perro también tenía
aire de noble, como si ambos componentes de la imagen hubieran sido cortados por un
mismo patrón. El hombre tenía su mano izquierda sobre la cabeza del perro, que lo miraba
fiel pero sin perder la dignidad. En la otra mano, el humano tenía una espada enorme cuyo
filo apoyaba en el suelo, cerca de sus pies. En un primer momento, Nicolás apostó a que sería
el señor Murray pero el cuadro parecía tener siglos de antigüedad, por lo que podría ser uno
de sus antepasados.
Siguió echando un ojo al resto de la habitación. Era amplia como todo el piso del
inspector y decorada con el mismo estilo que la parte exterior. Varias estanterías contenían
cientos —quizá miles— de volúmenes de aspecto no menos antiguo que los propios muebles
que los albergaban. Se acercó hasta una de ellas para comprobar que muchos de ellos tenían
toneladas de polvo, cosa que los muebles no, por lo que entendió que quizás su dueño no
quería desprenderse de ese encanto que le confería el paso del tiempo al libro.
Recordó que Carolina le contó en una ocasión que su padre era así y ella también había
heredado esa manía.
Tomó uno de los volúmenes y lo abrió con cuidado porque parecía que se iba a desmontar
de un momento a otro. Supuso que era imposible que tuviera tantos años, pero su contenido
tenía aspecto de ser del medievo. Estaba escrito en latín, con una tipografía de los más
llamativa y estaba complementado con unos dibujos coloridos. Lo dejó de nuevo con sumo
cuidado ya que quizá esos tomos valieran una fortuna.
Comenzó a observar otros cuando la puerta de la estancia se abrió. Nicolás se giró
bruscamente y miró hacia la entrada. Por ella accedía David Hoff acompañado de un hombre
de más o menos unos setenta o setenta y cinco años de edad. A pesar de que no se le veía muy
mayor, portaba en su mano un bastón con acabados de oro en su empuñadura. Lo gracioso es
que apenas lo apoyaba en el suelo y no se valía de él. Era como si solo lo llevara para añadir
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distinción a su porte, ya que lo movía de una manera un tanto teatral. Además, sus pasos eran
de todo menos inseguros. Caminaba recto, erguido como un palo y con cierto aire de
grandeza gracias a que tenía los hombros algo echados para atrás. De esta manera el pecho
sobresalía por encima de su ya más que prominente abdomen.
El inspector no necesitó atar demasiados cabos para saber que se trataba de su anfitrión:
Edward Murray.
El madrileño esperó a que ambos hombres llegaran hasta su posición. El señor Murray le
tendió la mano y le sonrió.
—Es un placer poder conocerle en persona al fin, inspector Valdés. Es todo un honor
tener a un policía de su consideración en el humilde salón de mi humilde morada.
Nicolás devolvió la sonrisa y el apretón de manos algo prevenido ante el despliegue de
teatro que estaba mostrando el escocés. No le gustaba demasiado la gente así, por lo que tenía
las orejas tiesas, por si acaso.
—Como habrá podido deducir, soy Edward Murray.
—Encantado, pero por favor, no me trate de inspector ya que ahora no estoy de servicio.
Puede llamarme Nicolás.
—En ese caso refiérase a mí como Edward —contestó el hombre sin perder la sonrisa.
El inspector asintió.
—¿Puedo ofrecerle algo de comer o beber? No sé cómo le habrán tratado con el vuelo.
Intenté buscarle la mejor compañía para el viaje, con todas las comodidades, pero es lo
máximo que dio tiempo de manera tan precipitada.
—No, no se preocupe. Ha estado muy bien y se lo agradezco. No quiero parecer
descortés, pero sí me gustaría que fuéramos directos al grano. Comprenderá que tanto
misterio me está revolviendo por dentro.
Edward asintió.
—En ese caso creo que deberíamos sentarnos. Este tema no es fácil de abordar y necesito
relatarle bien los pormenores de la situación. Si es tan amable —dijo señalando con la palma
de su mano hacia arriba unos sillones de aspecto cómodo que había cerca de una mesita
redonda.
Tomaron asiento y Nicolás se dispuso a escuchar.
—Verá, Nicolás, si estoy dando tantos rodeos para contarle por qué está aquí, es porque
no estamos todos los que debemos estar. No me gustaría explicar esto dos veces porque,
como le digo, si me dejo un detalle no se va a poder hacer todo de manera correcta.
—¿Cómo? —Preguntó sobresaltado Nicolás— ¿Falta alguien?
Mientras Edward asentía con la cabeza, se escuchó el sonido de un timbre que resonó de
tal manera que hizo que Nicolás mirara hacia arriba, muy sorprendido.
—Mire, justo lo que decía. Creo que ya estamos todos. David —indicó Edward a su
asistente—, si es tan amable.
El hombre asintió y se retiró para ir en busca del nuevo invitado.
Nicolás se quedó mirando el doble portón de la sala algo nervioso. No sabía por qué, pero
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una extraña sensación recorría todo su cuerpo. Era extraño, pero sus emociones eran un
vaivén en esos momentos. Pasaba del nerviosismo a la calma con una rapidez inusual. Supo
que la cálida voz de su anfitrión había contribuido a amainar esa creciente sensación que
había aflorado mientras lo esperaba solo en la estancia, pero ahora volvía a crecer de nuevo y
no sabía la razón real de aquello. Era como un presentimiento, como una advertencia de que
algo no iba bien y que, por desgracia, no iba a ir mejor.
Pasaron un par de minutos eternos hasta que el doble portón se volvió a abrir. Apareció
David seguido de su acompañante. Entonces Nicolás supo que su intuición estaba intacta. No
se había equivocado con su presentimiento.
Era Carolina.
Estaba tan inmensamente bella, como siempre. En esto no había variado ni un solo ápice.
Lo que sí que no era igual era el brillo de su mirada, ahora apagada, carente de vida alguna.
Su forma de vestir tampoco había variado demasiado. Sus típicos jeans tipo pitillo ajustados
combinaban a la perfección con su ceñida camiseta. En su mano derecha portaba la maleta
con la que él la vio marchar.
Ver esa imagen, frente a él, lo dejó sin aliento.
Sus miradas no se cruzaron. Él trataba de mirarla a los ojos, a pesar de que había algo que
le decía que saliera de allí corriendo. Ella miraba hacia el señor Murray, sin pestañear. El
inspector no podía imaginar qué cara podría tener él en esos momentos, pero seguro que
distaba mucho de la Carolina, que estaba muy serena. Como si todo aquello no fuera con ella.
Dedujo que la chica sí sabía del reencuentro que estaban viviendo, porque tenía claro que si
no hubiera sido así la que habría salido corriendo hecha una furia sería ella.
¿Eso significaba que había aceptado a ir a pesar de saberlo?
¿Y esto en qué situación lo dejaba a él? ¿No sabía nada porque pensaban que si se lo
decían no tendría el valor para haberse presentado allí? ¿Esa es la imagen que proyectaba?
Nicolás salió de su ensimismamiento con sus dudas candentes. Acto seguido se dio cuenta
de que se había quedado pasmado como un bobo mirando a Carolina —que por cierto, seguí
sin mirarlo a la cara— y que, al menos, debía saludarla. Se puso en pie y trató de que las
palabras salieran de su boca, pero no lo hicieron. Tuvieron que pasar unos incómodos
segundos para que se diera cuenta de que estaba haciendo el ridículo, mirándola como un
idiota sin decir nada. Ella seguía sin mirarlo.
El señor Murray, que pareció darse cuenta de lo que allí se había generado decidió
intervenir.
—Señorita Blanco, no sabe cuánto me alegra que haya aceptado mi invitación.
—¿Invitación? —Preguntó molesta— ¿Es que acaso tenía otra opción a la de venir?
—Claro que la tenía, podría no haberlo hecho, ya sabe que yo le ofrecí venir y usted
aceptó.
—Utilizando las palabras adecuadas para que no pudiera decirle que no…
—Perdóneme, pero son muchos años los que acarreo a mis espaldas y ya saben lo que
dicen, sabe más el diablo por viejo que por diablo. Si no pusiera en práctica ciertos truquitos
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estaría haciendo un pésimo uso de lo que he aprendido. Pero por favor, discúlpeme si así la
he ofendido. No era mi intención. Tome asiento con nosotros y les contaré con detalle por qué
están aquí.
Carolina respiró hondo y relajó los músculos de su rostro. Nicolás volvió a sorprenderse
con el carisma que desprendía el hombre. Era increíble.
Ella soltó la maleta y la dejó donde había caído. Acto seguido se dirigió a uno de los
sillones y tomó asiento. Seguía sin mirar a Nicolás.
—Ya les conté por teléfono —comenzó a relatar— que sé muchas más cosas de la que
ustedes creen. Sé cómo acabó la historia de ambos y no, no quería torturarlos volviéndolos a
juntar en un mismo salón, pero si lo he hecho es porque no me ha quedado otro remedio.
Nicolás enarcó una ceja. ¿Cómo era posible que supiera también esto?
—A la pregunta que se formula en su cabeza, Nicolás, le diré que tener cierta cantidad de
dinero me permite tener ojos y oídos en casi cualquier parte del mundo. Dicen que el dinero
no da la felicidad. Esto no lo puedo discutir ni me encuentro moralmente preparado para
hacerlo, pero lo que sí es cierto es que facilita mucho todo a quien lo posee. Al menos en
ciertos aspectos.
—Entonces, si tiene a tanta gente a su alrededor y tantos medios, ¿para qué me necesita?
—Preguntó de manera seca Carolina.
Nicolás sintió el latigazo de su manera de hablar en singular.
—Les necesito —hizo énfasis en la primera palabra—. Hay cosas que el dinero no puede
comprar. Yo puedo tener a hombres y mujeres a mi disposición, las veinticuatro horas, pero si
esas personas no disponen de esa sagacidad, esa tenacidad y esa inteligencia para resolver
según qué situaciones, es como no tener a nadie.
Sin darse cuenta, ambos jóvenes se echaron para adelante para escuchar mejor a Edward.
—¿Y qué es lo que le hace pensar que nosotros sí somos esas personas que necesita? —
Quiso saber Nicolás.
—Creo que ya demostraron con creces que los acertijos y las situaciones, llamémoslo así:
raras; se les dan bien.
—¿Pero cómo sabe usted eso? Entiendo lo del dinero, pero hay ciertas cosas que…
—No sea impaciente, querido amigo. Lo que sí importa es el motivo por el que les he
hecho venir.
—Soy toda oídos —intervino Carolina.
—Como les dije, necesito que investiguen un asesinato.
—¿Pero qué asesinato? —Preguntó ya un molesto Nicolás ante tanto rodeo.
—Uno que quedó sin resolver. Uno que ocurrió fuera de estas fronteras y que quedó
impregnado de mentiras. Uno que ha quedado en el olvido de muchos, pero de otros no,
créame. Uno que necesita de justicia.
Ambos jóvenes lo miraban expectante. El show de Edward continuaba y estaba claro que
era un gran maestro generando expectación.
El anciano dejó de mirarlos a ambos y centró todo su foco en la chica, que lo miraba sin
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pestañear.
—Se trata del asesinato de su padre, Carolina.

Capítulo 8

Jueves 21 de marzo de 2013. 13:40h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Paolo pulsó el botón del ascensor y esperó paciente a que se abriera la doble puerta
metálica. Entró e indicó que deseaba ir hasta el subsuelo.
Pocos sabían que el edificio de la Direzione Centrale della Polizia Criminale de Roma
tenía sus propias dependencias forenses. Era algo que no dejaba de ser curioso porque la
mayoría de la gente, culpa de las series de televisión, pensaba que casi todas las comisarías
del mundo tenían un cuarto dedicado para autopsias. No, no era algo que soliera ser así.
Yendo todavía más allá, muchos italianos relacionaban el edificio donde él trabaja con algo
meramente burocrático. Como si de un complejo de oficinas, sin más, se tratara. El assistente
suponía que lo pensaban así por el aspecto exterior del complejo. Qué equivocados estaban.
Aquél era el mayor centro de investigación criminal de toda Italia y sí, tenía hasta
dependencias forenses, algo muy fuera de lo común pues en la mayoría de Europa se solía
depender de edificios externos como los Institutos de Medicina Legal. Paolo tenía clara una
cosa: no tenía ni idea de cómo funcionaban otros cuerpos, pero tener ahí mismo este servicio
agilizaba mucho las cosas. No había nada como una comunicación directa y rápida forense-
investigador para poder esclarecer según que casos.
El sótano dos, donde estaba las dependencias forenses, tenía justo el aspecto que
cualquiera hubiera podido imaginar. Menos lúgubre de lo que también se solía mostrar en
televisión, eso sí. Más parecido a un hospital muy poco transitado que otra cosa, a este lugar
solo llegaban casos muy concretos. Esto incluía muertes violentas comunes, fallecimientos de
gente notable u obras de asesinos en serie o psicópatas —que no era lo mismo en sí—. El
cuerpo que esperaba a Paolo en ella cumplía las tres. Lo malo de aquello era que, en Roma,
estas dependencias se usaban más de lo que uno podía imaginar. Por suerte era algo que solo
sabían allí, el ciudadano de a pie vivía ajeno a todo aquello.
Las paredes del pasillo por el que andaba no presentaban más decoración que unos fríos
azulejos de color blanco. Esta monotonía solo se interrumpía por tomas de electricidad y
algún pequeño cartel indicador que señalaba puntos de interés. Aquello no era tan inmenso
como para necesitarlos por lo que Paolo, la primera vez que pasó por allí, pensó que quizá se
puso para no tener las paredes tan desnudas. Al contrario que en el Instituto de Medicina
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 34

Legal, situado en la facultad de Medicina de la Universidad de La Sapienza, en estas


dependencias sí se hacían autopsias a cualquier hora del día —en el otro, solo en horario de
funcionarios, por la mañana— y, digamos, estaban algo menos sujetas a lo estricto que se
requería en el otro. No es que por esto hicieran lo que les daba la gana, nada que ver, pero sí
era cierto que tenían algo más de manga ancha a la hora de seguir unos métodos concretos.
La razón era que los casos que llegaban allí necesitaban de un especial tratamiento y no se
podían andar con minucias. A pesar de ello, el doctor Guido Meazza dirigía el departamento
con mano férrea aunque con mucho talante. Esto gustaba a Paolo, ya que su profesionalidad
había decantado la balanza a favor del cuerpo policial en casi todas sus intervenciones.
Ambos se caían muy bien. Tenían un humor más o menos parecido.
Cuando llegó a la sala de autopsias se detuvo en seco y suspiró. El caso ya era
complicado en sí, pero que el muerto fuera un sacerdote añadía una dificultad extra. No era la
primera muerte de un miembro de la Iglesia de la que se hacía cargo, pero sí era la primera en
la que las circunstancias eran las que eran. Se armó de decisión y pasó al interior.
Dentro —era lo primero en lo que se fijaba todo el que entraba por primera vez— había
tres camillas metálicas con planchas correderas que se adecuaban al cuerpo del examinado.
Cada una de ellas tenía una bomba con tubos no demasiado gruesos de plástico que se
empleaban para drenar la sangre y fluidos corporales. Al contrario de lo que muchos
pensaban, el lugar estaba perfectamente iluminado, muy lejos de esa imagen de penumbra
que las películas solían mostrar. Sobre una pila revestida con el mismo azulejo blanco que
revestía las paredes, había una gran cantidad de instrumental quirúrgico perfectamente
dispuesto. Casi separado de manera milimétrica. Paolo, casi siempre, miraba primero hacia la
pequeña sierra mecánica que servía para separar la parte superior del cráneo y poder extraer
el cerebro para su análisis. Había visto este procedimiento decenas de veces y no se
acostumbraba a él. Era de todo menos agradable.
En una de las paredes laterales había dos armarios acristalados con botes de reactivos.
Paolo ni sabía para qué eran, pero no era algo que le quitara el sueño. Justo a su lado había
una gran lupa blanca movible y con luz.
Varias básculas, electrónicas y de las antiguas, completaban el resto de objetos que había
en la habitación —aparte, claro, de varias bandejas contenedoras dispuestas para uso y un
carrito que servía para transportar lo que se necesitara por toda la habitación.
Sus ojos se clavaron de inmediato en la camilla del centro.
El cadáver del padre Scarzia reposaba en ella, desnudo. Una pequeña toalla tapaba sus
genitales. El doctor Meazza revisaba unos papeles y levantó la vista de ellos al ver acceder a
Paolo. No sabía con exactitud la edad del forense, pero Paolo intuía que sería poco mayor que
él. Su aspecto imponía porque era bastante alto. Su cara casi siempre tenía una sonrisa
dibujada, a pesar de las circunstancias. Este le había contado en más de una ocasión que ese
era su secreto para poder llevar mejor un trabajo tan delicado. Sonreír. Separar lo personal de
lo profesional y no permitir que le afectara. Crear una barrera que le permitiera llegar a casa y
no seguir pensando en cosas tales como haber tenido que practicar la autopsia de un niño.
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Paolo lo entendía a la perfección, él también necesitaba hacerlo. Era una especie de armadura
que les hacía sobrellevar un trabajo tan duro. Si no fuera así, sería imposible.
—Buenos días, Guido, ¿cómo va?
—¿Qué tal, Paolo? Estoy con las anotaciones previas y repasando un poco el historial
clínico del sacerdote. No veas lo que ha costado que nos llegara. Siempre la misma historia
con los capos, siempre.
Paolo sonrió ante el comentario del forense. Le hacía gracia que llamara así a la Iglesia
aunque, dadas las circunstancias, no iba tan mal encaminado.
—¿Hay algo remarcaba en su historial? —Preguntó el assistente.
—Qué va, lo típico en cualquier mortal. Lo más raro fue un ingreso por un proceso
estomacal complicado. Por lo demás, como tú y como yo.
—¿Tienes algo ya sobre la hora de la muerte?
El doctor Meazza suspiró antes de dejar el informe sobre una mesita metálica y dirigirse
hacia el cuerpo.
—El rigor es completo en la parte superior —dijo señalando con su dedo índice, pero sin
tocar el cadáver—. Esto indica que, teniendo en cuenta las propias condiciones en las que el
cuerpo ha sido hallado que podrían retrasarlo, llevará muerto alrededor de unas nueve horas.
Para asegurarme también me he fijado en la mancha esclerótica de su ojo. Mírala —Paolo se
asomó. No tenía ni idea de lo que le decía, pero sí era cierto que tenía una banda visible en
medio del globo ocular—. Esto refuerza mi teoría. Me aventuraría a decir que alrededor de
las cuatro de la mañana ha fallecido.
Paolo asintió y trató de formarse una imagen mental del entorno en el que el asesino
maniobró. Se había informado y a esta hora estaba lloviendo. A pesar de ello quiso llevar su
obra adelante. Esto demostraba que tenía convicción en llevar adelante su acto y reforzaba su
teoría de que era el primero de varios asesinatos. Era increíble la facilidad con la que muchos
desistían de cometer un acto así ante el mínimo escollo.
—Por lo demás —continuó hablando—, he revisado lo que he podido de manera externa
el cuerpo. Hay varias cosas interesantes que me han llamado la atención.
—Cuéntame.
—Primero tenemos las heridas en los pies y las manos. Tal y como imaginas, producidas
al clavar al sacerdote en la cruz. Algo cruel, a mi modo de ver, pero no estoy aquí para juzgar
esto. Veo signos de vitalidad en los orificios de entrada. El sangrado fue abundante en estas
zonas, por lo que he podido ver en el informe de mi compañera, así que intuimos que hubo
latido de corazón bombeando.
—O sea, que estaba vivo cuando lo clavaron.
—Casi seguro. Te lo confirmaré en un análisis posterior.
—Joder… ¿Algo más?
—Mira esta otra herida de aquí —dijo señalando tras tomar un bisturí que colocó justo
debajo de las costillas del sacerdote, en su lado derecho—. Tengo que ver todavía cientos de
cosas, pero apostaría a que ha sido la causante de la muerte por desangramiento.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 36

Paolo miró entrecerrando los ojos y acercándose todo lo que pudo a ella. No era
demasiado ancha.
—¿Podría haber sido causada por un cuchillo de cocina o algo parecido?
—No me hagas decirte que sí, que sabes que siempre la cagamos así.
—Entre tú y yo…
—Podría ser, claro que sí. Es más ancha que un punzón, pero no demasiado. Sería un
cuchillo fino en este caso si fuera así. Aunque para poder clavarla hondo tiene que ser un
cuchillo consistente. Puede que de acero. De todas formas, para confirmártelo tendré que
hacer un peel off, esto me ayudará a saber más o menos su forma real.
—¿Peel qué?
—Nada, olvídate del nombre. Es eso en lo que voy disecando capas de piel y músculo
para formar la imagen más exacta posible de la herida. Ya te lo diré porque es lento. De todas
maneras, me apoyo a que puede que fuera la causa de la muerte porque la herida parece ser
ante mortem. Mira aquí, ¿ves eso que se ha formado alrededor de ésta?
Paolo no veía nada, pero afirmó con la cabeza.
—Indica vitalidad en la herida, al igual que con lo de las manos. Es decir. Estaba vivo.
Creo que sangró menos por aquí porque ya había perdido bastante cantidad con las heridas en
pies y manos. Aunque de igual manera, como en el caso anterior, tendré que tirar de
microscopio y alguna cosilla más para confirmártelo.
El assistente volvió a asentir.
—De todos modos, sí que me gustaría plantearte algo.
—¿El qué?
—Pues que haya pinchado justo aquí lo podemos ver de dos maneras.
—No te sigo.
—A ver, está claro que no podemos saber si lo hizo o no de una manera intencionada,
pero sea como sea, donde ha clavado el arma es una zona en la que no ha atravesado ningún
órgano vital, pero con el suficiente tiempo es mortal de necesidad. Es decir, que puede que lo
que buscara es, precisamente eso, una muerte lenta pero firme.
—Vamos, que lo que me quieres decir es que puede que sea un experto, además de un
psicópata confirmado. No corramos, Guido.
El forense sonrió. Puede que sí se estuviera aventurando demasiado.
—Otra cosa y antes de que se me olvide —dijo el médico—. Sabes que hasta que no
mandemos las muestras a tóxicos, al instituto, no sabremos con exactitud el qué, pero en los
análisis previos, en los que sí podemos hacer aquí, ha salido una gran concentración en
sangre de narcóticos. Teniendo en cuenta esto sí que me atrevería a decir que no sufrió
demasiado, al menos. O más bien no era consciente del todo.
—Joder. Bueno, al menos… Por cierto, ¿se defendió cuando fue apresado?
—Mis ayudantes ya le han hecho un hisopeado subungueal y me temo que no. No había
restos de piel bajo sus uñas.
—Mierda. Pues nada, a ciegas seguiremos.
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—Y ahora que ya hemos hablado de lo menos importante, me he dejado lo mejor y más


interesante para el final. ¿Estás preparado?
—¿Qué?
—Que me ayudes a girarlo. No te preocupes, no cuesta demasiado con el rigor mortis.
Quería enseñarte esto antes de hacérselo desaparecer de manera manual y poder trabajar con
su interior.
Paolo ayudó curioso al doctor a darle la vuelta al cadáver. Cuando lo hizo, en su espalda
apareció algo que no esperaba. Había dibujada una cruz enorme. Se había hecho con un
rotulador permanente o similar. Empezaba en la base del cuello y llegaba hasta el coxis. Su
interior estaba pintado de negro y aparecían dibujados trece círculos del color de la propia
carne, ya que no habían sido pintados por dentro. En el centro de la cruz, en el lugar en el que
se cruzaban las dos líneas perpendiculares, el círculo era ligeramente más grande que el resto.
Paolo no podía apartar la mirada.
—¿Pero qué coño?
—Aquí ya no entro. Mi deber es enseñártela y el tuyo darle significado.
—Bueno, al menos esto desinfla la idea de que sea un sádico.
—¿A qué te refieres?
—A que en vez de usar un rotulador y pintarla, podría haberlo hecho de otra manera.
Creo que ya nos hemos topado con algún que otro caso con escarificaciones algo jodidas.
—¡Ah, vale! Pues sí. Menos mal. No lo había visto así, pero te anoto un tanto por esto —
comentó sonriendo.
El assistente se quedó un rato parado. No podía dejar de mirar la espalda del cadáver. A
pesar de ser pintado y no escarificado, aquello hacía que su vello se pusiera de punta. Era
algo estremecedor.
—Supongo que tienes fotos de todo esto —dijo al fin.
—¿Por quién me tomas? Claro, las pasaré al ordenador antes de ponerme con el interior y
si quieres te las mando ya al correo.
—Sí, gracias.
Con un gesto de su cabeza, el forense indicó a Paolo que debían de poner el cuerpo de
nuevo en su posición inicial.
—Está bien, Guido. Espero las fotos y que me cuentes algo más en cuanto lo tengas.
—Dalo por hecho.
Tras esto ambos se despidieron. Paolo decidió volver a su despacho para empezar a
trabajar cuanto antes con la imagen de la cruz. Tocaba entender su significado.

Capítulo 9
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Jueves 21 de marzo de 2013. 13:44h. Castillo de la familia Murray. Escocia

Carolina y Nicolás trataban de digerir lo que les acababa de contar Edward.


El inspector pensó seriamente en levantarse de su asiento y marcharse de allí, pero las
piernas no le respondían demasiado bien por la congoja de tener a Carolina a su lado. Fue
esta la que decidió hablar primero. Lo hizo a la vez que se levantaba para marcharse. Al
parecer, ella sí podía.
—Debe usted estar de broma —comentó a la vez que se dirigía hacia su maleta para
tomarla y, después, comenzar a andar hacia la puerta—. No sé ni por qué he venido. Ya me
pareció un viejo chiflado por teléfono. Tendría que haberme fiado de mi instinto.
—Espere —el señor Murray se levantó de pronto y corrió tras la muchacha. Estaba
realmente ágil a pesar de su edad—. No quiero tomarle el pelo, soy consciente de mis
palabras. Sé que suenan increíbles, pero le juro por mi honor que le estoy diciendo la verdad.
—¿Pero cómo se atreve siquiera a mencionarlo? —Preguntó hecha una furia—. Mi padre
murió y fue enterrado hace ya un año y medio. Se investigó su muerte y el caso quedó
cerrado. Con los culpables bajo tierra, además. No entiendo qué necesidad hay ahora de
remover la mierda.
—Por favor, escúcheme. Primero déjeme decirle que no es propio de una señorita como
usted que emplee este lenguaje.
—Váyase a la mierda. O a tomar por el culo, como prefiera. ¿Le gusta más este lenguaje?
Porque puedo usar uno que le va a gustar menos todavía.
—Vale, vale, hable como quiera. Discúlpeme pero estoy algo chapado a la antigua.
Aunque déjeme decirle que todo lo que estoy diciendo es la pura verdad. Por favor, créame.
Carolina no dijo nada. Seguía muy alterada. Edward lo intentó de nuevo.
—Por favor, hagamos algo: escuche toda la historia y después, si le sigue pareciendo que
estoy aquí riéndome de ustedes, se levanta y se va.
Ella no dijo nada. Dejó de nuevo la maleta en el suelo y comenzó a andar hacia donde
estaba antes. Se sentó y esperó a Edward, que volvió también a su asiento aunque algo más
cauto.
—Me alegra que haya decidido escucharme, Carolina. ¿Le puedo llamar Carolina? Será
más fácil.
No respondió.
—Bueno —continuó—. No me andaré con rodeos, les contaré la situación. Soy
consciente del tiempo que ha pasado desde que resolvieron, o mejor dicho, creyeron resolver,
el asunto que rodeaba la muerte de su padre. Yo mismo lo pensé así y no le di más vueltas de
las pertinaces, créanme. Pero ahora todo ha cambiado. Más en concreto, desde ayer. Por
favor, David, tráigame el ordenador portátil.
Carolina y Nicolás esperaron pacientes hasta que el asistente trajo el aparato a Edward.
Ya tenía la web que quería mostrarles preparada.
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—Vean esto.
La página estaba escrita en italiano. Ninguno de los dos comprendía el cien por cien de lo
escrito, pero aún así, por similitud, lograron descifrar la mayor parte de la noticia. Además, la
foto que la acompañaba contribuía a explicar mejor el contexto. Aunque no se veía del todo
claro, parecía intuirse a un hombre crucificado al revés retratado desde muy de lejos. Nicolás
se sorprendió de la frialdad con la que el medio parecía tratar el asunto pues ni habían
pixelado el rostro del fallecido. Aunque no se viera del todo claro. Carolina no pudo evitar
estremecerse al ver la imagen del fallecido. La de su propio padre le vino de repente y la
azotó con dureza. Apenas tardó unos segundos en apartar la vista de la pantalla del portátil,
ya tenía suficiente.
—Vaya… —comentó al fin Nicolás— He de reconocer que esto da grima. La muerte es
parecida a la del señor Blanco, pero aún así hay diferencias por lo que veo.
—No se trata de eso. No quiero que comparen, aunque tenga similitudes no es lo que
pretendía mostrarles. La foto les ayudará a entender lo que les voy a contar.
—Está bien —dijo Carolina resignada—, cuente.
—La conclusión a la que llegaron con toda la investigación anterior era que la Iglesia
estaba detrás de la barbarie cometida, a manos de un cardenal que, quizá en un acto de
justicia divina, acabó también muerto. ¿Me equivoco?
Ambos negaron.
—¿Y si les dijera que el propio cardenal era solo un títere de alguien mucho más
poderoso que lo manejó a su antojo?
—Le diría que está usted loco, pero eso es algo que se ha empeñado en mostrarnos desde
que hemos llegado —inquirió Carolina—. No hay nada capaz de manejar los hilos de la
Iglesia.
—Se equivoca, querida. Me temo que sí lo hay. Y la foto me lo confirma. Sigo: cuando
pasó lo de su padre, todos, me incluyo, pensamos que con su muerte, lo que pretendía la
Iglesia era hallar el tesoro de los Caballeros Templarios. Y quizá no íbamos mal encaminados
porque esto era lo que ellos pretendían. El problema es que una fuerza mucho más poderosa
quería algo más y usó estas pretensiones en su propio beneficio. Para lograr su objetivo, que
nada tenía que ver con el que tenía la Iglesia.
—¿Y cuál era el objetivo? ¿Y quién estaba detrás de ello? —Quiso saber Nicolás.
—Por partes, a lo primero le responderé luego. A lo segundo, estaba detrás una sociedad
secreta casi tan antigua como la propia Madre Iglesia. Su objetivo no es otro que acabar con
ella y se valió de ese cardenal chiflado para lograr parte de él.
Nicolás se echó la mano a la cara y tomó una gran bocanada de aire antes de hablar.
—Madre de Dios… —dijo con exasperación—. ¿En serio vamos a empezar otra vez con
estas mierdas conspiranoicas? Yo es que no puedo ya con tanta tontería.
—Nicolás, me consta que usted dijo lo mismo cuando se le planteó el problema templario
y se acabó dando con las narices en una realidad que se le echó encima. Perdone que me
ponga así, pero su escepticismo no es nada positivo para lo que necesito de ustedes en todo
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 40

esto.
—Comprenda que no puedo pensar de otra manera. ¿Sociedades secretas? ¿De verdad?
¿Qué coño es esto? ¿Una mala novela?
Edward negó con la cabeza a la vez que se echaba para atrás y reposaba la espalda sobre
el sillón. No tardó demasiado en volver a inclinarse hacia adelante y volver a hablar.
—Siempre han existido, no sea usted bobo. Que hayan hermandades de este tipo no
quiere decir que quieran todas gobernar o destruir del mundo. Esto sí es de una mala novela,
como usted dice. De hecho, hay tantas sociedades secretas ahora mismo en activo que se
sorprendería. Y me atrevería a decir que el noventa y nueve por ciento de ellas son meros
clubs filántropos. No se engañe y abra los ojos. ¿O acaso me va a negar que hay sectas con
cientos, incluso algunas miles, de seguidores con ideas disparatadas? Imagine lo mismo pero
en la clandestinidad. Y, sobre todo, imagínela con poder. Con mucho poder.
Nicolás se sorprendió por la reacción de su anfitrión. Era la primera vez que sacaba el
carácter a relucir desde que habían llegado.
—Vale, y ahora dígame cuál era el objetivo de esa sociedad —Carolina seguía hablando
en singular cada vez que podía.
—El concreto no lo sé. Si lo supiera no estarían aquí. Ahórrense la pregunta sobre quiénes
son porque tampoco lo sé. Solo he escuchado leyendas sobre ellos, pero al parecer eran
verdad. Ni yo mismo las creía, hasta el día de ayer.
—¿Por la foto que nos ha mostrado?
—Sí, no hay duda. Y es que lo único que se sabe a ciencia cierta de ellos es su profecía.
—¿Su profecía? —Dijeron ambos casi al unísono.
—Sí. Dice que tras la muerte de los apóstoles pecadores, revelarán al mundo las pruebas
de que todo en lo que se basa la fe cristiana es una farsa. Hablan del comienzo de una nueva
era. O al menos así la he interpretado yo.
—Espere, espere —comentó Nicolás poniendo una mano por delante—. Por partes:
¿cómo pretenden demostrarlo? ¿Con los documentos que encontramos?
—Sinceramente lo dudo. Creo que el tesoro templario solo es una parte de lo que en
verdad necesitan porque dudo que unos simples documentos, aún fechándolos y
catalogándolos como reales, puedan acabar con la fe de la gente. Recordemos que creen en
un ser que no han visto nunca. Dudo que la fe se esfume tan fácilmente, tiene que haber algo
más.
—¿Algo como qué? —Preguntó Carolina.
—No lo sé, por eso están aquí.
—¿Y qué es eso de los pecadores? ¿Lo dice por la muerte que nos ha mostrado? —Quiso
saber Nicolás, que había recuperado la voz cantante.
—La imagen es pésima y supongo que no controlan demasiado el italiano, pero el
cadáver es el de un sacerdote. Crucificado al revés. Es San Pedro.
—Madre mía, eso es un mucho presuponer, ¿no? —Intervino de nuevo Nicolás.
—También lo era que su padre quería que encontraran el tesoro templario, ¿no?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 41

A esto no supo qué responder.


—¿Y si esto es solo un hecho aislado? —Preguntó la muchacha— ¿Y si se da la
casualidad de que la muerte se parezca a lo que usted esperaba y ha encendido sus alarmas
para nada? Además, ya lo ha dicho, se basa en leyendas. Ni siquiera usted sabe si esto es
cierto o no.
El hombre la miró y suspiró antes de responder.
—Mire, Carolina. Aquí pueden pasar dos cosas. Que me equivoque, y entonces seré el
hombre más feliz del universo, créanme. O que tenga razón y esto sea el origen de la temida
profecía. Ya les he dicho que les necesito para averiguarlo, no para combatirlo. No puedo
solo, me es imposible. Por qué ustedes dos sean mis elegidos se lo he repetido hasta la
saciedad.
—¿Y cómo sabe usted tantas cosas? ¿Cómo sabe lo que pasó?
—¿No han llegado todavía a la conclusión todavía de que soy otro de los guardianes del
tesoro? E íntimo amigo de su padre, Carolina, además. Mi cuerpo no es el que era, aunque no
lo crean, no puedo estar al pie del cañón como antes, pero entenderán que todo el
mantenimiento del tesoro y sus pruebas requiere de una gran cantidad de dinero. ¿A que no
adivinan de dónde sale en su mayoría? —Preguntó haciendo un gesto cómico con el dedo
mientras se señalaba a sí mismo.
Carolina se puso de nuevo en pie ante, de nuevo, la alarma de Edward. Se giró, pero no
comenzó a andar. Permaneció quieta. Parecía pensativa.
No hacía más que darle vueltas a todo lo que el hombre les había contado. Aquello
parecía sacado de una película. No tenía pies ni cabeza. Pero, ¿y si era real? ¿Y si en verdad
todo aquello era cierto? Ya estuvo en una posición parecida cuando su padre acababa de
fallecer y resultó que todo, por increíble que pareciera, era real. Luego estaba lo de Nicolás.
¿De verdad podría permanecer cerca de él sin dar lugar a una innecesaria confusión entre
ambos? Esto era algo que no solo temía en él, sino en ella misma también. Puede que esto
fuera más duro incluso que lo que quería lograr Edward.
—¿Y bien? —Insistió su anfitrión.
Esta se giró de manera brusca.
—Entonces, ¿Qué quiere? ¿Que viajemos a Roma y removamos cielo y tierra para buscar
a la persona que ha cometido esta atrocidad? Creo que es algo complicado para nosotros.
—No, para nada. Ellos tienen su policía. Además, me consta que hay un muy buen
inspector trabajando en el caso. No. Quiero que lleguen a ellos de otro modo.
Nicolás y Carolina miraron al hombre algo confusos.
—¿Cómo? —Preguntó el inspector.
—Me temo que no se lo he contado todo todavía, quería saber si se implicarían o no antes
de hacerlo. Aún se sabe un poco más acerca de ellos. Con esto quizá puedan empezar.
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Capítulo 10

Jueves 21 de marzo de 2013. 14:29h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Paolo se dejó caer sobre su asiento. Trató de digerir lo que había visto en la sala de
autopsias. El mensaje de la cruz dibujada, aún sin saber lo que signficaba, lo había inquietado
mucho.
Le fastidiaba tener la razón. De verdad que deseaba no tenerla, pero toda aquella puesta
en escena solo podía significar el preámbulo de una serie de asesinatos. Esto le martilleaba
con fuerza la cabeza. Maldijo todo lo que estaba pasando. Prefería que la cosa se quedara ahí
y ya está, pero mucho temía que no iba a ser así.
Desbloqueó su ordenador y comprobó el correo. Las fotos de la autopsia ya le habían
llegado.
Sin mucha esperanza de lograr sacar nada en claro comenzó a observarlas una y otra vez.
El zoom de su visor de imágenes no daba abasto con tanto agrande y achique. Ninguna idea
le venía a la cabeza sobre su significado. Dejó de mirar la pantalla para tratar de encontrar un
punto de vista que fuera más allá del de sus propios ojos. Estaba claro que la cruz tenía
relación con el tipo de muerte. La víctima era un sacerdote y, además, había sido asesinado
sobre una cruz. Que esta estuviera invertida o no era otro tema a pensar con detenimiento. La
idea del satanismo le seguía rondando la cabeza aunque de una manera bastante leve. Aparte
de que la cruz estuviera en esa posición y no al derecho, no había nada más que le sugiriera
esta disparatada teoría.
Volvió a abrir las imágenes. Volvía a devanarse los sesos con ellas cuando el teléfono de
su despacho sonó. Miró la extensión. Era Guido, el forense.
—Dime.
—Baja.
Paolo no necesitó más. Sabía cómo era el doctor Meazza y si no se andaba con rodeos es
que era algo grave. Por suerte, Paolo contaba con los dedos de una mano las veces que había
ocurrido esto en una larga pila de años de colaboración. Quizá por eso aceleró mucho el paso.
En apenas un minuto se plantó de nuevo en la sala de autopsias, ya que bajó por los escalones
pegando saltos sin esperar el ascensor.
Antes de entrar se colocó el traje quirúrgico casi al completo, solo le faltaron las calzas
aunque ni él ni Guido le darían importancia a esto.
—¿Qué pasa?
—El estómago. Lo he dejado para lo último, he tomado muestras de todos los órganos
importantes para histopatología. Miento, me falta el cerebro, pero eso te juro que ahora
mismo no me preocupa. Mira lo que tenía dentro —el doctor, a la vez que le dijo esto le
ofreció una mascarilla protectora para nariz y boca. Él llevaba una colocada.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 43

Paolo se la puso comenzando a sentir el asco que le daba lo que iba a presenciar. Ya había
tenido que asistir a algo así en otras ocasiones y la arcada estaba asegurada.
Se asomó sobre la bandeja de aluminio. Restos de comida sin masticar mezclados con un
líquido viscoso de extraño color lo ocupaban casi todo. Se fijó bien y vio que había algo más.
En una de las esquinas había algo parecido a un preservativo que a su vez envolvía a otro
algo.
—Lo he fotografiado y ya está. No lo he tocado. El protocolo dicta que tengo que llamar
a Científica antes que a nadie, pero dada la situación, he preferido llamarte a ti primero. No
sé si he hecho bien…
—Sí, sí, claro, Guido. No te preocupes, mandaré enseguida a científica, pero quiero ver
con mis propios ojos qué es esto antes que nada. Acércame unas pinzas y una bandeja limpia,
por favor.
El forense obedeció y le dio lo que necesitaba.
Paolo tomó con sumo cuidado la pequeña bolsita de látex y la colocó encima de la
bandeja. Acto seguido pidió la cámara fotográfica y tomó unas instantáneas.
—Tú que tienes más experiencia que yo, ¿puedes abrirla con el bisturí? Por favor, intenta
no dañar lo de dentro o nos cortan los cojones a los dos.
Guido asintió y, con un extremo tacto rajó el envoltorio por en medio del mismo.
—Creo que no es un preservativo, como pensaba. Parece ser parte de unos guantes —
comentó mientras terminaba de abrir con cuidado la bolsita.
—Es para la ingesta —comentó Paolo—. En el narcotráfico se usa mucho este método.
Fíjate como apenas se impregna el látex con los restos de comida y fluidos. Eso es porque ha
usado aceite para untarlo y facilitar el tragado. ¿Qué es lo que lleva dentro?
—Creo que es un papel enrollado. Algo así como una notita.
Paolo frunció el ceño. Esperaba de todo menos esto.
—Pásamelo.
Tras las pertinaces fotografías, lo desenrolló y lo miró extrañado. Había algo escrito, así
que lo leyó en voz alta.
—Tan solo los que miran por debajo de Nuestro Señor podrán seguir mis pasos.
—¿Qué? —Preguntó el forense sin disimular el gesto de extrañeza.
Paolo negó con la cabeza. Estaba claro que no sabía qué responder.
—Está mecanografiada —añadió el doctor—. Hacía siglos que no veía un papel escrito
con una máquina de escribir.
—No quiere que le sigamos la pista de manera grafológica. Aunque si ya esto de por sí
era imposible, ahora menos…
—¿Pero qué quiere decir?
—No tengo ni puta idea. Necesito pensar. Voy a echarle una foto con mi teléfono móvil y
te lo dejo aquí. Te mando a Científica enseguida para que tome todo esto, no te preocupes por
nada que diré que lo he abierto yo bajo mi responsabilidad. Aunque a ver si me hacen el favor
y en el informe certifican que han sido ellos los que lo han hecho.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 44

Guido asintió.
—Por cierto. Estoy a mitad ya de realizar lo del peel off. Bueno, yo no, lo está haciendo
Varela. El arma usada es alargada y fina, no hay duda. Te pasaré las medidas exactas en el
informe cuando lo acabe, que me no le queda mucho. Podría ser un simple cuchillo de cocina.
Eso sí, afiladísimo y largo.
—Gracias por ser tan eficaz —añadió Paolo antes de salir de nuevo de la sala a la vez que
arrojaba la mascarilla a la papelera.

Cerró la puerta de su despacho para, a continuación, dejarse caer de nuevo sobre la silla.
Había echado una foto a la notita que les había dejado el asesino pero no hacía falta. Tenía
grabadas a fuego las palabras en su mente.
Las preguntas le asaltaban sin parar.
¿Por debajo de nuestro Señor? ¿Qué narices quería decir eso? ¿Hablaba de la propia
jerarquía que representaba Jesús en la Iglesia? ¿Era otra cosa? ¿Qué era?
Pasó la foto del móvil a su ordenador. Era una tontería, pero quizá verla en grande y junto
a las otras fotos le ayudara a establecer algún tipo de relación. ¿Pero qué más relación quería
entre un sacerdote asesinado sobre una cruz, otra cruz dibujada sobre su espalda y una frase
que hablaba claramente sobre Jesús? Todo estaba relacionado. Tenía que ser así. Era
imposible ir más allá de lo que ya se veía. ¿O no?
Echó su cabeza para atrás y miró el techo mientras soltaba aire por su boca en pequeñas
cantidades. Al mismo tiempo emitía un leve sonido. Unos segundos más tarde colocó sus
manos sobre la nuca.
No era la primera vez que trataba con un supuesto asesino en serie —ahora ya, después de
la frase que había dejado en el papel hablando de sus pasos tenía al noventa y nueve por
ciento claro que podía llamarlo así—. Los había tenido de varios tipos: organizados,
desorganizados, vanidosos, impulsivos, reflexivos… pero más o menos todos salían de un
patrón común y eso le otorgaba cierta ventaja pues siempre solían parecerse a otros o,
simplemente, eran torpes que se guiaban por sus más bajos instintos. Nada más. El problema
venía cuando aparecía uno así. Uno que parecía tener la sartén por el mango y cuyos actos
habían sido profundamente meditados a pesar de lo repudiable de los mismos. No eran
comunes. De hecho, casi nunca eran de este tipo, pero le había tocado a él. Le encantaba su
trabajo, pero odiaba que le tomaran el pelo y este tipo de casos solían acabar convirtiéndose
en algo así. El buen humor se esfumaba a cada minuto que pasaba y una sensación agria
recorría todo su interior.
Volvió a incorporarse y miró de nuevo hacia la pantalla de su ordenador. Las fotos, una
vez más. Así pasó una ingente cantidad de minutos. Perdido en realmente nada. Sin comer,
sin apenas ganas de hacerlo. Con el incesante vaivén de ideas descabelladas que asaltaban
una y otra vez su mente.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 45

Unos ligeros golpes en su puerta lo sacaron de sus pensamientos.


—Assistente Salvano —dijo una voz que acompañaba a una cabeza que se había asomado
con cierta timidez por la puerta—, siento importunarle. Hay alguien que necesita verle
enseguida, dice que es urgente.
—¿Quién es? —Preguntó.
—Es un sacerdote.
—Sí, hombre, lo que me faltaba ahora. Dígale cualquier excusa y lárguelo de aquí. Que
deje su número de teléfono y ya le llamaré yo cuando pueda.
—Es lo primero que he intentado, créame. Pero insiste en verlo. Dice que lo ha enviado el
propio Vaticano para no sé qué asunto. Ha dicho que, como no lo reciba, irá a hablar con el
capo. Es por eso que he venido a decírselo.
—Me cago en su puta madre… —escupió en voz baja—. Esto es el colmo ya. Ya nos han
enviado a la puta niñera a tocar los huevos. ¡Joder! —Exclamó a la vez que golpeaba en la
mesa.
El muchacho, que conocía el buen humor del assistente se sorprendió sobremanera por su
reacción, aunque no dijo nada.
—Está bien —añadió Paolo—. Dígale que pase.
El joven asintió y cerró la puerta del despacho dejando a Paolo mirando de nuevo al techo
y resoplando con fuerza. Estaba ya cansado que la Santa Sede metiera sus narices en
investigaciones oficiales cada vez que les apeteciera.
Apenas un par de minutos después la puerta de su despacho volvió a sonar. Pasó dentro
un hombre alto, muy alto. Era delgado y de tez pálida. Sus ojos eran saltones y contrastaban
con lo fino del resto de su rostro. Vestía con sotana negra, alzacuellos, zapatos del mismo
color que el vestido y portaba un maletín en su mano. Paolo estimó que no tendría más de
cuarenta años.
El muchacho que antes había entrado, temeroso de lo que pudiera pasar ahí dentro, cerró
la puerta sin decir ni adiós.
—Soy el padre Fimiani —dijo el sacerdote a la vez que tendía la mano, Paolo se la aceptó
—. Me envía Su Santidad para ayudar en todo lo que sea posible en la investigación. Cabe
señalar que estamos profundamente apenados por lo que ha sucedido a un miembro de
nuestra familia y queremos esclarecer cuanto antes los hechos que rodean tan salvaje muerte.
Paolo no rió, pero estuvo a punto. Eso de «nuestra familia» le había hecho gracia porque
según él, la comparación con ciertos círculos italianos no podía ser mejor. Además, la forma
de hablar del sacerdote era ridícula. No solo por sus palabras, sino porque pronunciaba
extremadamente tenso. Quizá influido por una pose en la que parecía estar atado a un gran
palo de madera. El assistente prefirió hacer caso omiso a esta primera impresión y poner toda
su voluntad en parecer cordial.
—Encantado, padre. Soy el assistente Paolo Salvano y soy quién lleva la investigación de
la muerte de su colega. Déjeme decirle que es un honor que el papa se involucre de esta
manera en nuestra humilde labor, pero me temo que en estos momentos no necesitamos
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 46

ningún tipo de ayuda. Tengo a los mejores hombres trabajando en el caso y estoy seguro que
pronto llegaremos a buen puerto. Es cuestión de días.
Paolo intentó medir cada una de sus palabras. Trataba sonar amigable dentro del respeto,
pero al mismo tiempo quería dejar claro que no estaba dispuesto a permitir que la Iglesia
metiera sus narices en una investigación.
—Me temo que no me voy a marchar, assistente. Tenemos dos maneras de trabajar: o
acepta que voy a estar a su lado para lo que pueda necesitar y nos llevamos bien; o lo
hacemos a las malas. Que será igual, pero estaremos de mal humor todo el día y nuestra
colaboración no será efectiva. Verá, haga lo que quiera, pero supongo que su jefe ya estará
enterado de mi presencia. El Secretario de Estado Vaticano ya se ha puesto en contacto con
él, por lo que sé. Lo dicho, usted elige.
Paolo respiró profundo. Todo ápice de cordialidad desapareció de sus intenciones. Lo que
tenía ganas ahora era de dar una gran patada en el trasero del cura. A ver si así se doblaba y
perdía algo de su erguido porte. Pero no podía. Si el capo ya estaba al tanto de la presencia
del sacerdote, nada podía hacer él. Decidió apartar sus ansias de mandar a aquel hombre lejos
y mostró de nuevo su cara amable. Más que nada porque, en un enfrentamiento entre ambos,
él tenía las de perder. Cerró los ojos y contó hasta tres. No le quedaba más remedio que
aceptar la nueva situación.
—Está bien. Tome asiento, por favor —dijo al fin.
El sacerdote obedeció y colocó una silla metálica que había en uno de los laterales del
despacho delante de la mesa del assistente.
—Verá, padre. Por desgracia todavía no hay mucho que contarle. No sé si alguna vez
habrá visto el transcurso de alguna investigación —la pregunta tenía su mala intención
oculta, porque imaginaba que no—, pero esto es lento, muy lento.
—Bueno, algo tendrá.
—Sí. A ver: es muy probable, a falta de confirmación, que el padre Scarzia muriera
desangrado a causa de una herida provocada por un objeto largo y fino en el costado, debajo
de las costillas. Se han hallado restos de tranquilizantes en su sangre pero Toxicología todavía
no tiene los resultados, eso tardará, no se hace aquí. Ahora viene lo inquietante: en la espalda
del difunto se ha hallado esto —abrió la foto en su ordenador y giró la pantalla para que la
pudiera ver el sacerdote.
—¡La Cruz de los Apóstoles! —Exclamó con los ojos muy abiertos.
—¿Qué?
—Eso que le han dibujado en la espalda es la Cruz de los Apóstoles. Es un símbolo muy
antiguo que representa a los doce apóstoles y a Nuestro Señor Jesucristo. Es muy poco
conocido, me extraña que el asesino pudiera saber de él.
Paolo se quedó mirando fijamente al sacerdote, hecho que interrumpió para, de manera
intermitente, intercalarlo con miradas hacia la pantalla.
—¿Y dice que representa a los apóstoles y a Jesús? —Acertó a preguntar.
—Sí, los círculos pequeños son los doce apóstoles. El grande, es Jesús.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 47

—Me deja perplejo.


—Le dije que le sería de ayuda.
Paolo estaba digiriendo todavía el puñetazo que le había propinado en toda la boca del
estómago el padre Fimiani cuando recordó la nota.
—¿Y esto? ¿Es una frase de la Biblia o algo? —Dijo mostrándole la foto del texto hallado
en la nota.
—¿Esto dónde estaba? —Quiso saber Fimiani.
—Se lo hicieron tragar.
Fimiani abrió mucho los ojos y asumió lo que Paolo acababa de decirle. Tragó saliva y
miró fijamente la pantalla del ordenador. Entrecerró los ojos y así estuvo un buen rato.
—No es una cita bíblica, desde luego. Es la primera vez que leo algo así.
—Me lo temía. No sé cómo interpretarla. Estoy seguro de que con esto, el asesino nos
muestra cuál será su siguiente paso.
—Espere, espere —comentó Fimiani poniendo sus palmas sobre la mesa del assistente—.
¿Cómo que siguiente? No lo dirá en serio, ¿no?
—Me temo que es un asesino en serie. La naturaleza ritualística del escenario, la del
propio cuerpo, que le hiciera tragarse esto… Si fuera una sola muerte, algo de tipo
reivindicativo, nos hubiera dado un mensaje mucho más claro. No se andan con medias
tintas. El que actúe así, de una manera más o menos codificada, solo quiere decir que gana
tiempo mientras prepara su siguiente acto. Además, nos muestra una cosa muy típica que es
su egocentrismo y vanidad. Es una característica del asesino ritualístico organizado, por
definirlo de alguna forma. Espero equivocarme, pero no lo haré.
Fimiani tembló ante esa reflexión.
Los siguientes minutos los pasaron imbuidos en sus propios pensamientos. Sin hablar. Al
rato, el que lo hizo fue el sacerdote.
—¿Podría ser un anagrama?
—Lo he pensado pero, no sé. Aunque no encontremos el significado, la frase ya tiene un
sentido escrita así que sería impropio de un anagrama. El asesino debería ser un auténtico
genio de las letras para haber formado una frase tan perfecta de esta manera. Tiene que ser
otra cosa.
Fimiani asintió. Aquello tenía sentido.
—La clave debe de estar en la Cruz de los Apóstoles. Si no, ¿por qué la ha dibujado?
Paolo asintió. Sabía que tenía razón y él ya lo había pensado en varias ocasiones. ¿Pero
qué clave? ¿La nota también tendría que ver algo con la propia cruz?
Entonces paró de pensar, de golpe. El sacerdote notó que algo se le había ocurrido al
assistente.
—Usted me ha dicho que el círculo grande representa a Jesucristo. ¿Es cierto?
—Sí, ¿por qué?
—A Nuestro Señor, ¿no?
—Le he dicho que sí —comentó molesto por la insistencia.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 48

—Venga conmigo.
Atónito, el sacerdote comenzó a seguir a Paolo. No era sencillo, pues iba a una gran
velocidad. Entró en un despacho y solicitó que dos técnicos de Científica le acompañaran,
cámara en mano. Después, giró ciento ochenta grados y se encaminó al ascensor. Los
técnicos aparecieron enseguida, Paolo y Fimiani los esperaban en la puerta, aunque este
último seguía sin entender adónde iban y para qué.
Entraron y bajaron una planta.
—Esto es el almacén de indicios y evidencias, padre. Entenderá lo excepcional de su
presencia aquí en estos momentos, pero no es momento de burocracias. A lo que iba, aquí
tenemos el madero con el que fue crucificado el padre Scarzia. Por favor —indicó a los
técnicos, que se estaban enfundando el traje estéril y los guantes a petición el propio Paolo—,
colocadla ahí, en el suelo y fotografiadla.
Obedecieron. Fimiani los miraba sin saber qué decir. Había visto fotografías del
escenario, del padre Scarzia asesinado, pero una cosa era verlo en imágenes y otra bien
distinta tener la cruz ahí delante.
—Ahora arrancad el madero de los brazos. Quiero ver qué hay donde se juntan ambos
palos.
Entonces Fimiani entendió lo que pretendía. El assistente había relacionado la frase con
la propia cruz dibujada en el cuerpo del sacerdote muerto. Había identificado el círculo de
Jesús y pensaba que se refería a él cuando decía de mirar debajo. Quizá una locura, pero el
caso ya lo era.
Les costó hacerlo, pero cuando consiguieron quitarlo, los cuatro se quedaron mirando
asombrados en el punto que ambas maderas se unían. Paolo tenía razón. Uno de los técnicos
reaccionó y comenzó a fotografiar lo que apareció.
—Una pluma, parece de pollo o algo así —comentó atónito el assistente—. ¿Eso de ahí
son raspas de pescado?
Fimiani asintió sin saber qué decir.
—¿Y es cosa mía o forma una cruz?
No obtuvo respuesta, aunque era obvio que sí.
El sacerdote seguía mirando sin pestañear hacia los dos objetos. Al fin habló.
—La pluma es de gallo. Representa a San Pedro. El asesino ha recreado la muerte de San
Pedro…
Paolo lo miró sorprendido. Aquello, junto a la cruz de los apóstoles tenía mucho sentido.
Le hacía temblar.
—¿Y la raspa de pescado?
—San Andrés —apuntó Fimiani—. Su símbolo son dos peces cruzados.
El assistente cerró los ojos y miró al cielo, como si esperara de una intervención divina.
Puede que la necesitara.
Después de que Paolo rellenara los pertinaces documentos de evidencias, tanto él como el
sacerdote regresaron a su despacho. Hacía poco que se conocían y el silencio entre ambos ya
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 49

se había vuelto una tónica habitual. Los dos pensaban en lo que habían visto en el almacén.
Los técnicos de Científica tenían la orden de enviar las fotos al correo de Paolo cuanto antes.
Una vez entraron en el despacho, el assistente no pudo esperar a que el padre Fimiani
tomara asiento para preguntarle sobre lo que les esperaba. El sacerdote se lo relató.
—Halagüeño no es. Me sigue pareciendo una locura, pero si está recreando la muerte de
los apóstoles, san Andrés murió también crucificado. Aunque en este caso lo hizo en una cruz
tipo decussata, o sea, en forma de letra equis. Después de esto se la empezó a conocer como
«cruz de san Andrés».
—Perfecto entonces. Oiga, si digo algún taco no es mi intención el blasfemar. Es que soy
así.
—No ha dicho nada que me incomode…
—Ya, lo digo por lo que he estado a punto de decir. Entonces ya tenemos el cómo, ¿pero
y el cuándo? ¿Y el dónde?
—Me temo que es una pregunta a la que no tengo respuesta, assistente.
Paolo colocó sus puños sobre la mesa y trató de serenarse. Demasiadas emociones en
muy poco tiempo.
—Dígame, padre, ¿conocía a Scarzia?
—¿Se refiera a personalmente?
Paolo asintió.
—No. Ni siquiera había oído hablar de él. Solo en Roma hay miles de sacerdotes. Hemos
enviado a alguien a su parroquia para que recabe toda la información posible sobre él.
—No me joda, padre, eso ya lo estamos haciendo nosotros.
—Quiero que entienda algo, assistente. No es personal, pero la Iglesia funciona así. Ellos
siempre querrán tener sus propias conclusiones de todo, por muy bien que hagan su trabajo.
Cuanto antes lo acepte más fácil le será. Y le repito, no es personal.
Paolo no dijo nada. Suspiró, tan solo.
—Habla de ellos como si no fuera con usted.
—En este tipo de cosas desde luego que no. Yo solo soy un mandado. Quiero que se sepa
la verdad, no me malinterprete, pero no por ello debo estar de acuerdo con todos lo métodos
que se usan. Nunca lo he estado, no lo iba a estar ahora. Pero si no le importa preferiría no
hablar de esto ahora. Es algo personal y prefiero reservar mi opinión para mí.
Paolo levantó las cejas sorprendido. Este Fimiani parecía ser una caja de sorpresas. El
tiempo lo diría.
Ambos acordaron dejar aparcado el trabajo hasta el día siguiente —salvo alguna novedad
demasiado urgente—. El sacerdote tenía que volver al Vaticano y Paolo necesitaba comer
algo para luego poder seguir meditando sin saber muy bien qué paso dar. Fimiani le entregó
una especie de tarjeta de visita para que siempre lo tuviese localizado. Paolo hizo lo mismo.
Se despidieron hasta el día siguiente.
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Capítulo 11

Jueves 21 de marzo de 2013. 14:59h. Castillo de la familia Murray. Escocia

Nicolás andaba de un lado para otro de la habitación, nervioso. Carolina, sin embargo, no
se movía de su asiento y ni siquiera lo miraba.
El inspector estaba furioso. Tenía la sensación de que ese hombre se estaba riendo de
ellos. Además, aquella forma de darles la información, como si fuera con cuentagotas, le
parecía totalmente ridícula. No soportaba que jugaran con él.
Su anfitrión —junto con su asistente— había salido de la habitación para ir en busca de
algo. Esto generó una tensión evidente entre Nicolás y Carolina.
Edward no tardó en volver con algo que parecía ser un trozo de papel viejo. Lo colocó
encima de la mesa central después de que su asistente quitara todo lo que pudo de en medio.
—¿Qué es eso? —Quiso saber Carolina.
—Esto, querida amiga, es el pasaporte para su ingreso en la hermandad.
Nicolás, que estaba bastante molesto, sintió el impulso de salir de allí rápido, pero al
mismo tiempo quería ver adónde llevaba toda esa locura.
—¿Quiere que entremos en la hermandad? —Preguntó sorprendida Carolina— Si usted
mismo nos ha dicho que apenas se sabe nada de ellos, ¿cómo va a hacerlo?
—Con este manuscrito —dijo señalando hacia la mesa—. No crean que fue sencillo de
encontrar. Es más, necesité de la ayuda del resto de guardianes, incluido su padre, para poder
hacerlo. Pero aquí está. Lo tengo algunos años en posesión y, por desgracia, sigo en el mismo
punto de partida. También es cierto que, aunque es un asunto que siempre me he tomado en
serio, no le había dado tanta importancia como hasta ahora.
—¿Dónde lo encontraron? —Quiso saber Carolina.
—En un antiguo monasterio de nombre impronunciable, en Alemania. Les juro que para
llegar a él casi llegamos a sudar sangre, pero aquí lo tienen. Esto es, digamos, un mapa que
lleva hacia el primer punto del viaje iniciático de la hermandad.
Tanto Nicolás como Carolina se acercaron para ver mejor el dibujo. Era raro pero, la
verdad, no esperaban encontrar nada esclarecedor en él. En el centro del papel había un león
que se disponía a atacar a un ciervo descuidado que, ajeno a todo, bebía agua tranquilo en un
arroyo de aguas azules. En la parte superior aparecía un texto escrito en latín. Había otro
texto en la parte derecha del manuscrito en la misma lengua.
—No entiendo latín, no sé qué pone ahí —comentó Nicolás.
—En el texto de arriba pone: “La sangre es tan necesaria para la vida como lo es el agua”
—contestó Carolina sin apartar la mirada del manuscrito.
Nicolás sintió cómo su corazón se aceleraba. Aunque no era una contestación de una
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 51

conversación normal, al menos se había referido a él. Ya era algo más de lo que tenía hacía
cinco minutos.
—Pues la frase tiene bastante sentido —continuó hablando el inspector tratando de que
no se notara su nerviosismo—. Si nos fijamos, el ciervo bebe agua, el león lo atacará y habrá
un baño de sangre. El ciervo necesita del agua para beber y vivir, el león de la sangre del
ciervo para comer y vivir también.
—Estoy de acuerdo, Nicolás —dijo Edward—. Y fue precisamente esto lo que me hizo
saber que iba por el buen camino. Que esta era la sociedad que pretendía encontrar.
—¿Por? —Quiso saber Carolina.
—Porque lo que no les he contado sobre algo más que se sabía de ellos era que tienen un
ritual de iniciación. Algo que permite saber a sus ya miembros si el que lo pretende, es digno
o no de pertenecer a ella. Esto les permitiría acceder a todos sus secretos y consecuencias.
—No me puedo creer que esté escuchando otra vez lo mismo —dijo Carolina poniendo
los ojos en blanco.
Nicolás se alegró de ver que ella tampoco podía daba crédito a nada de lo que estaban
escuchando.
—Sí, soy consciente de que ya pasaron por esto la otra vez. Me hago cargo. Pero esto es
distinto, créanme. Pero antes de nada, me gustaría que pensaran algo. Quiero que reflexionen
sobre las implicaciones que tendría todo esto si la profecía se llevara hasta el fin y la
hermandad mostrara la verdad al mundo. Hay más de mil millones de creyentes cristianos en
el planeta. A muchos de ellos no les afectará demasiado el saber que todo en lo que han
creído durante toda su vida es una vil mentira. Quizá se sientan decepcionados, sí, pero no
será para tanto. Pero en cambio, piensen en los que no son tan fuertes. En los que solo tienen
a su fe para poder salir adelante día a día. Que necesitan creer en algo. Imaginen que se les
rompe todo eso. Imaginen que pronto el mundo islámico comprende que la fe con la que
rivalizan es una patraña. Imaginen la escalada de violencia en represión contra esos tontos
infelices.
—En serio, supone usted demasiado —insistió Nicolás.
—Si lo piensa de este modo llegará a las mismas conclusiones que yo. La verdad solo
está concebida para quien es capaz de soportarla. No para todos. Se destruirá mucho,
créanme.
Ambos sopesaron las palabras de Edward, puede que tuviera razón. Incluso que se
hubiera puesto en un plan tan apocalíptico ya no les parecía exagerado. Lo que estaba claro es
que había gente que basaba toda su vida en sus creencias y, ¿qué pasaría si descubriesen de
golpe y porrazo que todo era una mentira?
¿Cómo reaccionarían las personas que han sufrido en sus carnes guerras y matanzas a
causa de la religión? ¿Y esas familias de niños que han sufrido abusos y no han podido hacer
nada porque los que lo hicieron estaban por encima de la ley y de la moralidad? Si toda esa
gente se rebelase, podría ocurrir un caos nunca imaginado.
—Veo que lo están meditando y esto es algo que me alegra. Volviendo a lo de que cómo
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 52

sé que este manuscrito pertenece a la hermandad, es porque la frase que han leído es su lema.
Esto es lo otro que se sabe de ellos. Antes de que me digan que es una casualidad déjenme
decirles que no, que no lo es.
—Es que podría serlo —comentó un lacónico Nicolás.
Edward negó con la cabeza. Estaba claro que no lo iban a sacar de ahí.
—Vale —sentenció Carolina—. Supongamos que tiene razón, que el manuscrito
pertenece a la supuesta hermandad y que el comienzo hacia una iniciación. Saben quiénes
somos, de eso estoy segura, ¿cómo nos van a admitir?
—Me alegra que me haga esa pregunta. Esto me ha recordado otra cosa que sé de ellos…
—Vaya —interrumpió Nicolás—, parece que es usted un cuentagotas…
—Tienen una especie de código de honor —Edward ignoró el comentario de Nicolás—.
Si pasan la iniciación les tienen que aceptar. Y protegerán sus vidas con las suyas propias.
Solo estarán en riesgo ante una traición demostrada.
—Pero eso es lo que quiere que hagamos… ¿nos quiere echar a los leones? —Preguntó
nervioso Nicolás.
—Llegado el momento ya veremos qué hacemos. Lo primero es iniciar el camino,
después ya veremos.
—Ah, vale, genial el plan. Muy bien pensado todo, sí señor —Nicolás se volvió hacia los
amplios ventanales a la vez que ponía los brazos en jarras y reía.
—Bueno —intervino de nuevo la muchacha—. Dejémonos ya de tiras y aflojas. ¿Qué es
esto que hay escrito en el lateral?
—Por fin lo pregunta. Esto es lo más interesante.
Nicolás se acercó hacia el pergamino y lo observó.
—La tinta no parece ser la misma que la del resto del manuscrito. Esto ha sido añadido
después —observó.
—Bien visto, inspector —dijo un sonriente Edward—. Me consta que el ritual ha
cambiado unas cuantas veces, supongo que por temas de seguridad entre ellos mismos. Puede
que no se fiaran que unas generaciones contaran a otras cómo eran las pruebas, por lo que
tendría su lógica en este supuesto. Es algo así como la recomendación de los bancos de que
cambiemos nuestros números secretos cada cierto tiempo.
Carolina se agachó y se acercó para poder leer bien lo que estaba escrito.
—El texto del lateral dice: Para aprender a andar tienes que dar 48206507 pasos hacia
adelante, sin descuidar los 16365262 pecadores que a tu derecha dejarás. Para entrar en el
cielo debes aprender a mirar al suelo, pues la salvación puede estar detrás de los héroes, el
primer par te lo puede mostrar.
Todos quedaron callados.
Fue Carolina la que volvió a hablar.
—¿En serio? ¿Y ahora qué?
—Me temo que ahora estamos al corriente de las mismas cosas y en el mismo punto
donde yo llevo años estancado. Nunca fui capaz de saber a qué se refería esto. Y miren que le
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 53

he dado vueltas. Demasiadas, diría yo.


—Y si usted no ha podido, ¿de verdad cree que nosotros sí? —Quiso saber el inspector.
—Ustedes dos poseen una mente extraordinaria. No es normal. Por separado son ya
incomparables, pero juntos son un dúo letal. Capaz de resolver cualquier enigma. Lo
demostraron. ¡Y en un tiempo récord! Es que no sé qué más pruebas quieren.
Carolina quedó pensativa. No miraba a Nicolás. No hacía falta. Ella tomaría su parte de
decisión por su cuenta, no lo necesitaba para nada.
—Ustedes ponen el precio que quieran. No habría problema por el dinero. ¿Qué dicen?

Capítulo 12

Jueves 21 de marzo de 2013. 15:37h. Castillo de la familia Murray. Escocia

Parecía que Edward había eliminado la expresión «no» de su diccionario personal. No es


que impusiera su criterio de manera totalitaria, en absoluto, pero la mezcla de su cálido tono
de voz con la sinceridad, al menos aparente, que desprendía su mirada hacía imposible una
negativa. Y eso fue lo que les sucedió a Nicolás y a Carolina. No pudieron decirle que no.
No lo harían por dinero. Al menos, por separado, ambos lo pensaban así. Lo que sí
querían era volver a sentir emoción por algo. Nicolás no sabía cómo había pasado Carolina
todo este tiempo, pero él había estado muerto por dentro y esto le estaba devolviendo la vida.
Lo necesitaba.
Edward había abandonado momentáneamente el salón para que ambos pudieran cambiar
sus impresiones, pero los minutos pasaban y ninguno de los dos decía ni una palabra. Nicolás
estaba nervioso, mucho. Las palmas de sus manos estaban empapadas y sentía como, de vez
en cuando, una gota de sudor frío le recorría la columna, de arriba abajo. Carolina no parecía
estarlo, al menos en lo externo. En lo que el inspector la conocía, esta solía mover de manera
insistente la pierna derecha cada vez que lo estaba. No la movía. Parecía incluso que ni
respiraba.
Ella pensaba en cómo había sucedido todo. En cómo Ignacio, su jefe, había mediado para
que aceptara realizar el viaje a pesar de sus reticencias en un primer momento. Ahora
entendía por qué lo había hecho. Era su amigo. Era otro de los guardianes del secreto
templario. Era por esto la insistencia. Todo cuadraba.
Lo único que hacía que no se lanzase de cabeza era que Nicolás estuviera ahí. El señor
Murray no se lo había ocultado en ningún momento. Ella agradeció esta sinceridad y quizá
ayudó a que la balanza se inclinara en la decisión que acabó tomando. Además, tenía bastante
claro lo que sentía por Nicolás, que no era otra cosa que rabia por su infantil comportamiento.
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Sabía que su relación estaba muerta y lo que no quería es que él se llegara a confundir en
ningún momento. De ahí que ni lo mirara. No quería mostrarse amistosa. Aunque si iban a
trabajar juntos, no le quedaba más remedio que tener que hacerlo en un momento u otro.
Quizá ese momento había llegado.
—¿Cómo estás? —Su voz sonaba fría y a la vez rota. Era una mezcla rara.
Nicolás sintió una punzada en el estómago. De pronto se vio a sí mismo más pequeño que
en toda su vida. Como si no llegara ni a la altura de los tobillos a aquella muchacha. Necesitó
buscar todo el aplomo que le quedaba por algún rincón de su cuerpo y lo sacó.
—He estado mejor. Aunque también peor. ¿Y tú?
—Supongo que igual.
Nicolás suspiró hondo. Aquello era tan artificial que hasta le daba asco. ¿Qué estaba
pasando ahí? ¿De verdad así iba a ser su relación a partir de ahora? Se negó.
—Escucha, Carolina. Hablamos como si nos acabáramos de conocer. Yo también estoy
abrumado por la situación que se nos ha planteado. De pronto esta investigación sin pies ni
cabeza, te tengo aquí, a mi lado… nada de esto tiene sentido. Entiendo cómo te sientes. Me
he portado como un gilipollas durante todo este tiempo, pero estaba dolido. Mucho. Podré
tener razón o no, pero al fin y al cabo eran mis razones. Esto no justifica nada. Quiero hacer
un borrón a toda esta mierda y empezar de nuevo contigo. Sé que va a ser difícil, pero
necesito recuperar tu amistad. Solo quiero eso, de verdad, tu amistad. Ahora bien, si no estás
dispuesta lo entenderé y lo mejor será que volvamos cada uno a nuestras vidas. No quiero
seguir así.
Carolina lo miró fijamente a los ojos. ¿Ese que le estaba hablando era el mismo Nicolás
cobarde que no se había atrevido a llamarla durante todo este tiempo? Veía en sus ojos un
fuego que creía ya extinto. Esto le dio alas para tomar una decisión.
—Tienes toda la razón. Sé que no va a ser fácil, pero ambos somos lo suficientemente
adultos para tratar de llevar esto con la mayor normalidad posible. Además, siendo egoísta,
no podría hacer esto sin ti y ahora quiero saber qué está pasando de verdad.
—Sí, yo también. No sé si será cierto o no pero, de serlo, tenemos un problema de la
hostia aquí. Bueno, ¿sellamos esto con un abrazo?
Carolina sonrió y no lo dudó.
Ambos se abrazaron. Fue breve, pero intenso. Lo necesitaban. Ninguno lo sabía, pero lo
necesitaban.
—Vamos a decírselo a Edward.
Nicolás fue hasta la puerta y la abrió. Asomó la cabeza. Observó a Edward y a su
asistente sentados sobre un par de cómodas no demasiado lejos de allí.
Estos se pusieron en pie casi de inmediato y volvieron a entrar en la estancia.
—¿Y bien?
—Usted gana. Lo haremos. Aunque, sinceramente, espero no hallar nada y que todo esto
sean imaginaciones suyas.
—Ya les he dicho que yo también lo espero. Estupendo pues. Empezarán mañana por la
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mañana. Ahora disfrutaremos de una comida y después se instalarán en los aposentos que les
tengo reservados. Allí podrán dejar sus cosas y, si lo desean, descansar. En caso de que no les
apetezca descansar, puedo hacerles un recorrido guiado por el castillo. Es algo que me fascina
y que disfruto mucho, por lo que si me conceden el honor, estaré encantado.
—Bueno, ya veremos. Ahora solo pienso en comer —comentó Nicolás sonriendo.
—David, dé la orden, por favor.
El asistente asintió y salió.
—Como sabía que aceptarían, me he permitido el capricho de prepararles una comida
típica de esta tierra. No sé cómo son sus preferencias culinarias, por lo que habrá carne,
pescado y hasta un menú vegano si así lo desean.
—Así que ya lo tenía previsto —comentó Nicolás sin dejar de sonreír—. Está usted muy
seguro de sí mismo, Edward.
—No sabe cuánto, querido amigo.
Le guiñó un ojo.

Capítulo 13

Viernes 22 de marzo de 2013. 09:07h. Basílica de San Pablo. Roma

La noche había sido un completo desastre. Hacía demasiado tiempo que no pasaba una
parecida. No sabía a ciencia cierta si había dormido algo o no, pero en caso de ser así había
sido durante breves períodos en los que, incluso en estos, no había podido dejar de pensar en
las dos raspas de pescado cruzadas. Tampoco en la forma de la cruz en la que, seguramente,
aparecería crucificado el siguiente apóstol: San Andrés.
Aquel caso, a pesar de acabar de empezar con él, tenía muy mala pinta. Podía sonar a
tópico pero era su propia experiencia en otros anteriores lo que le hacía creerlo así. Tenía la
firme creencia de que no existía el crimen perfecto, sino una investigación deficiente. Así que
por lo general el homicida, por muy perfeccionista que intentara ser, siempre dejaba algún
tipo de rastro. El que fuera. Aunque este rastro no llevara de primeras a nada en concreto,
pero ahí estaba. Que en la primera muerte solo hubiera lo que el psicópata había querido dejar
lo estaba poniendo muy nervioso. Sabía con creces que estaba preparado para enfrentarse a
algo —mejor dicho, a alguien— así, pero la duda de si sería capaz de acercarse lo suficiente
para detener la previsible matanza que iba a provocar no le dejaba pensar con claridad. Al fin
y al cabo se trataba de evitar la posible muerte de personas.
Hacía mucho que no sentía una angustia parecida. Desde que era novato, según creyó
recordar.
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De igual manera no podía asegurar que el cadáver del padre Scarzia hubiera sido la
primera víctima de ese demente. Había indicios que apuntaban a que sí, como el hecho de
que lo hubieran encontrado en un lugar tan visible a los ojos de todos. Esto demostraba que
buscaba notoriedad. Era el único rasgo que lo metía en el mismo saco que a la mayoría de los
asesinos en serie. El ego. La vanidad. Su duda de que existiera una víctima anterior estaba
más que justificada.
Aquello iba a ser largo. Muy largo.
Una noche así era la culpable de que su buen humor hubiera dado paso a unos
pensamientos agrios, acompañados de una cara acorde. Le dolía la cabeza. La llamada que
recibió a primera hora, antes incluso de montarse en el coche, hizo que le doliera más. Tomó
un par de analgésicos con agua y puso rumbo a la basílica de San Pablo Extramuros.
Se encontraba a unos once kilómetros de San Pedro, en el Vaticano. A pesar de la
distancia, era considerada una propiedad extraterritorial y pertenecía a la Santa Sede, no a la
república de Italia. Era el segundo templo más grande de la ciudad detrás de San Pedro.
Según la tradición, la iglesia se encontraba ubicada justo encima de los restos de San Pablo
de Tarso. Para corroborar esto, en el año 2006, se iniciaron unas excavaciones en las cuales se
halló un sarcófago con lo que podrían ser los restos del santo. A pesar de haberlo hecho,
todavía no se había decidido si abrirlo o no para poder hacer esa comprobación, por lo que no
estaba demostrado que fuera él su ocupante.
Al llegar a la escena comprobó que se había montado una nueva carpa para protegerlo
todo. La lluvia seguía cayendo desde el cielo de manera tímida, aunque incesante. Paolo
había perdido la cuenta de los días que llevaban ya en la misma situación. Su abuela decía
mucho que tenía la cabeza como el tiempo. Ahora lo entendía.
Pasó al interior de la carpa tras identificarse. La imagen era la que imaginaba.
Había montada una cruz con forma de letra equis. Estaba hecha de un modo tan
rudimentario como la anterior, con dos maderos clavados, uno encima del otro. Paolo miró el
cuerpo del padre Alfredo Melia. El equipo de Científica ya trabajaba muy cerca de él. La
imagen era escalofriante pues, a pesar de estar claramente muerto, tenía los ojos abiertos de
par en par. Se preguntó si el asesino se los había abierto adrede pues no parecía natural.
El mismo agente scelto del día anterior se encontraba observando cómo los de Científica
trataban de hallar algún tipo de indicio. Cuando advirtió de la presencia de Paolo, se dirigió
hacia él.
—Estábamos esperándole, assistente, mire…
—Ahora no —le interrumpió éste poniendo la mano delante. Sabía que era una falta de
respeto, pero ahora no quería que le hablaran. Tenía que ver algo.
Se acercó con sumo cuidado, todo lo que pudo, a la víctima.
La cruz tenía, en su parte superior, el mismo tipo de paraguas que el asesino colocó sobre
el padre Scarzia. Aunque a diferencia de este, el padre Melia estaba atado a la cruz, no
clavado a los maderos. Paolo había leído la tarde anterior que a San Andrés se lo habían
hecho así para prolongar su dolor. Al parecer, el entumecimiento por tener las extremidades
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atadas tanto tiempo, impidiendo el flujo habitual de sangre, acababa siendo extremo.
El assistente observó bien el resto de detalles. No había nada más remarcabable a
excepción de un gran charco de sangre en la base de la cruz. Ahora sí se dirigió a su
subordinado.
—Supongo que nadie ha visto nada, oído nada o sabe una puta mierda. ¿Me equivoco?
—No, assistente.
—¿Quién ha dado el aviso?
—Una monja, señor. Está ahí fuera histérica. Está junto a el psicólogo del cuerpo, ha
tenido que venir. Supongo que se la llevarán en breve a algún hospital si no se le pasa el
ataque de ansiedad.
—Bueno.
—¿Otro? —Una voz se escuchó a su espalda. A Paolo no le hizo falta girarse para saber
que se trataba del juez Esprini, que llegaba acompañado de la forense.
—Mucho me temo que sí, señoría. Ya le dije que esto solo era el comienzo. No crea que
no me duele tener razón. —Comentó sin girarse, casi que en voz baja.
El juez se colocó delante de él y observó el escenario. Resopló.
—No quiero presionarle, pero supongo que entiende la de llamadas que recibo desde la
puta Santa Sede recordándome que necesitan resultados pronto. Sé que está dando el todo por
el todo, estoy leyendo personalmente sus diligencias casi al instante de llegarme, pero me
temo que no es suficiente. Me gustaría algo más.
La forense, no queriendo saber nada de aquella conversación se había acercado al cuerpo
y comenzado a hacer su trabajo previo al levantamiento.
—Señoría, voy al ritmo que ese hijo de puta quiere, con perdón. Científica no encuentra
más de lo que usted ve, por lo que yo tampoco puedo hacer mucho. Como ya vio, sabía cómo
moriría este pobre hombre, pero no había nada que nos indicara ni el cómo ni el dónde. Por
favor, entienda que esto será más lento de lo que nos gustaría.
El juez no dijo nada. Se temía lo que le contaba Paolo, pero aún así necesitaba remarcarle
la presión que estaba recibiendo desde el Vaticano.
La forense no tardó en regresar al punto en el que estaban los dos hombres.
—No puedo trabajar en estas condiciones. No, sin poder garantizar que no me llevaré
algún pequeño indicio por delante. Lo máximo que puedo hacer es describir la escena y
declarar la muerte de este pobre hombre. Me temo que hay demasiado trabajo de sala de
autopsias.
—No se preocupe —le alentó el juez—. ¿Tiene ya el informe preliminar para el
levantamiento?
La forense asintió. Le pasó una carpeta con una hoja manuscrita con los datos de la
muerte. El juez la firmó y asintió para que los mozos procedieran, con la ayuda de Científica,
a descolgar el cuerpo y trasladarlo a las dependencias forenses de la central.
—¿También tardará en estar disponible, como el otro?
El juez no dijo nada, pero su mirada habló. Sí, mientras el Vaticano estuviera metiendo la
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nariz ahí.
—No se preocupe, intentaré que se agilice —sentenció el assistente mientras sacaba la
tarjeta del padre Fimiani de su cartera.
¿No quería ayudar?
A ver hasta dónde era real esa ayuda.

Llevaba más de media hora esperando en la puerta de la sala de autopsias. Estaba ya


desesperado. Guido había salido en varias ocasiones para saber si todo iba bien. La realidad
era que Paolo había quedado a las once en punto ahí, donde estaba, —había dado órdenes
arriba para que acompañaran al sacerdote allí cuando llegara— y ya eran las once y media y
todavía no daba señales de vida. Probó a llamarlo dos veces más, pero el teléfono daba tono y
nadie contestaba. Resopló. Odiaba la impuntualidad. Llegar a la hora acordada era una de sus
obsesiones. Cuando lo hacían esperar a él, se enervaba.
Aprovechó este tiempo de espera para darle vueltas, una vez más, a lo que sabía sobre el
caso en general y sobre esta última muerte en particular. Si sus nervios ya estaban por la
nubes, comprobar que, prácticamente, no tenía nada hizo que su estómago se contrajese.
Sintió de nuevo la constante lucha que estaba llevando a cabo en su interior entre mantenerse
sereno y dejarse llevar por lo que de verdad sentía. El vaivén solo acrecentaba su dolor de
cabeza.
Este ensimismamiento se vio truncado por el repentino ruido de las puertas del ascensor
corriéndose para afuera. De él salió el padre Fimiani, que llegaba con gesto preocupado junto
a uno de los trabajadores de la central. Una vez llegó al punto en el que se encontraba Paolo,
el trabajador se despidió y regresó por donde había venido.
Paolo observó al sacerdote. Andaba tan erguido como siempre pero su rostro reflejaba
angustia. Imaginó que en el Vaticano no estaban pasando por un buen momento por los
ataques. En realidad, desde el atentado que el Papa Juan Pablo II sufrió en el año 81 a manos
de Mehmet Ali Ağca, no habían sufrido nada parecido. Que él supiera, claro.
—Buenos días, assistente, perdone el retraso, pero el río está muy revuelto en el lugar del
que vengo —dijo el sacerdote a modo de saludo.
—Imagino, no se preocupe, pero si otra vez va a retrasarse, por favor, avíseme que tiene
mi teléfono.
El sacerdote asintió.
Paolo indicó al padre Fimiani que, antes de entrar, debía de ponerse una bata, unas calzas,
guantes y mascarilla. Estaba todo debidamente preparado en una pequeña estantería metálica
que había al lado de la puerta. Ya había hablado por teléfono sobre si tendría reticencias o no
para entrar a algo tan duro como una autopsia. El padre le había contestado que no,
aguantaría sin problemas.
Pasaron.
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—Doctor Guido Meazza, te presento al padre Fimiani, lo envía el Vaticano para


prestarme apoyo en cualquier aspecto de la investigación. De hecho y al contrario de lo que
pensaba, ya me ayudó ayer bastante.
Ambos se estrecharon la mano.
—Ya nos conocemos —dijo sonriendo de manera forzosa el padre Fimiani.
—¿Me he perdido algo? —Preguntó anonadado Paolo.
—El doctor Meazza es el médico personal de su santidad desde hace varios años.
—Coño. Nunca me habías contado esto, Guido.
—Joder, Paolo, sabes que tengo una consulta médica fuera de aquí. Si tuviera que vivir
con lo me paga la República iba apañado.
—Ya, pero no sé, no es una cosa como otra. Eres el médico del papa, ni más ni menos.
—Y muy bueno —intervino el sacerdote—. Fue usted el que llevó a cabo la operación de
hace dos semanas que salvó la vida de nuestro pontífice y todavía no había tenido tiempo de
darle las gracias.
Paolo abrió mucho los ojos.
—¿La vida? ¿En serio?
Guido sonreía, parecía que quería quitarle hierro al asunto.
—No me las dé, padre. Y sí, tuvo un problema en una de las arterias del corazón que a
punto estuvo de darnos un disgusto. Fue algo costoso pero salió bien. Y tú, Paolo, no sé de
qué te sorprendes. Si contaran todos los achaques de su santidad al mundo se crearía una
alarma social innecesaria. Además, me consta que hay muchos cardenales deseando que
llegue la fatídica hora y no me da la gana de darles una alegría.
Fimiani lo miró sorprendido.
—Padre, sabe que no digo ningún disparate. Perdone lo que le voy a decir, pero hay
mucho hijo de puta dentro del seno de su institución. Yo ya he visto a unos cuantos pasar por
la cámara papal mientras estaba en una revisión. Van poquitos, pero van los peores. Los que
más ganas tienen de que muera pronto.
—Bueno, dejemos el tema ya y centrémonos en lo que hemos venido —medió Paolo.
—Sí, mejor —dijo Guido—. En fin. Por partes. Me he encontrado con el mismo
problema que con el padre Scarzia, las condiciones meteorológicas, así como la posición
antinatural de la víctima, me complican el establecer una hora de la muerte basándome en el
rigor mortis y la lividez. Es por eso que he tenido que tirar otra vez de mancha esclerótica en
los ojos y calculo que murió sobre la misma hora que la anterior víctima.
—Alrededor de las cuatro de la mañana. Está claro que necesita de esa soledad para poder
campar a sus anchas —apuntó Paolo.
—Así es. He mandado a la doctora al laboratorio con la muestra de sangre y con la de
orina. Supongo que no tardaremos en saber si estaba bajo los efectos de algún narcótico.
Apuesto a que sí. Uñas limpias, nada que indique que pudo defenderse. La probable causa de
la muerte es también idéntica al caso anterior. Lleva una herida provocada por un objeto
punzante bajo la última costilla del lado derecho de su cuerpo. Creo que murió desangrado.
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No hay signos de violencia en la parte anterior de su cuerpo.


—¿Y en la posterior?
—A esto iba. Como es lógico y, tras lo que encontramos, lo primero que he mirado ha
sido su espalda. En este caso no había nada dibujado, pero sí esto. ¿Me ayudas a girarlo? —
Preguntó a Paolo.
Obedeció y lo hicieron. Paolo pudo contar siete heridas más o menos largas pero
superficiales, aunque una de ellas había arrancado algo de tejido.
—Son latigazos —intervino el padre Fimiani—. A san Andrés le dieron siete latigazos en
la espalda antes de crucificarlo.
—¿Entonces podríamos tomarlo como una confirmación de que se trataba de este
apóstol?
—Yo diría que sí.
—De igual modo hay algo que es digno de mención —intervino de nuevo el forense—:
Los propios latigazos no fueron infringidos con fuerza. Solo este de aquí presenta el desgarro
habitual que tendría si se hubieran dado como castigo. No aporta nada a lo que ya sabemos,
pero sí confirma que creo que solo pretendía confirmarse en imitar visualmente al apóstol, no
en causarle dolor.
—Ya, imagino que no. De todas maneras —apuntó Paolo—, no esperaba encontrarme
algo parecido a la primera vez. Si hubiera sido así hubiera demostrado ser menos original de
lo que pretende. Una de las primeras cosas que he hecho examinar son los maderos de la
cruz, desmontándolos, y no han hallado nada parecido a lo de la muerte anterior.
—Pues tras el examen preliminar voy a proceder a abrir el cuerpo de la víctima. Si
quieren, esperan en el despacho a mí me da igual.
—No, no. Quiero ver primero una cosa. ¿Habría algún inconveniente en que empezaras
primero por el estómago y su contenido?
El forense entendió enseguida lo que Paolo quería.
—Qué va, sin problema. Un consejo es que se hagan para atrás, cuando hay una
hemorragia interna el hedor al abrir con la sangre acumulada dentro suele ser algo intenso.
Ambos obedecieron y miraron desde la distancia cómo el forense practicaba una incisión
en forma de letra Y. Acto seguido, separó los tejidos dejando al descubierto la caja torácica.
Con algo muy parecido a un cuchillo con sierra, comenzó a rasgar sobre el lateral de las
costillas para acabar quitándolas de en medio. Fimiani seguía el proceso sin pesteñear, era la
primera vez que veía con sus ojos una autopsia real y aquello lo estaba impresionando.
—Esto que van a ver no es agradable, aviso. Ya hemos drenado la sangre del cadáver de
las arterias, pero tengo que sacar la que se queda tras la hemorragia.
Dicho esto, agarró algo parecido a un pequeño cazo y lo metió por encima de los
intestinos de la víctima. Lo sacó lleno de sangre que arrojó al desagüe que tenía preparado
para tal efecto.
Paolo miró a Fimiani. Recordó la primera vez que él había visto esto. Echó toda la
comida en la papelera cercana que tenían ahí, al lado. Fimiani se mantenía entero. Esto le
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sorprendió.
—Y aquí tenemos el estómago. No quiero sonar repetitivo, padre. Pero no es agradable lo
que viene ahora.
Lo colocó sobre una balanza de las de toda la vida agarrando con dos pinzas los extremos
para que no se saliera nada. Tras anotar los resultados, con un bisturí, hizo un incisión con
sumo cuidado y volcó su contenido sobre una bandeja metálica.
Rebuscó entre su contenido aguantando la arcada. Por muchos años que pasaran, seguía
sintiendo lo mismo según qué olores.
—¿Qué coño? —Acertó a decir.
—¿Qué? —Preguntó nervioso Paolo.
—Aquí hay… una, dos, tres… cuatro… cinco y seis… sí, seis monedas de cinco
céntimos.
—¿Cómo?
—Lo que oyes, espera que las fotografío, las lavo y las puedes ver.
Paolo esperó paciente a que lo hiciera y, cuando por fin las tuvo delante, no podía dejar de
mirarlas.
Fue Fimiani el que habló.
—Seis monedas de cinco. Treinta céntimos. Treinta monedas, podríamos interpretar…
—Judas Iscariote —acertó a decir Paolo.
De pronto su teléfono móvil sonó. Contestó.
—Assistente, soy Fabrizio, de Genética, tengo noticias para usted.
—¿Ya? —Preguntó sorprendido.
—Ha sido en una comprobación de rutina. Quería solo ver si la sangre que había bajo la
víctima era del propio cadáver. Sabe que es una gilipollez, pero que el protocolo lo establece.
—¿Y?
—Pues sí lo era y no. Me explico. Me salía todo demasiado contaminado, pero al
coincidirme algunos alelos en la comparación, pensé que podría su propia sangre mezclada
con otra. Y era así. He conseguido separar dos perfiles diferentes aunque siguen muy
contaminados. Uno coincide bastante con el del padre Melia, a falta de purificar, eso es
mucho. El otro no tengo ni idea.
—¿Podría ser Scarzia? —Preguntó Paolo que ya notaba un mal cosquilleo en su
abdomen.
—Es lo primero que he pensado y no. No es de Scarzia. Meteré el resultado en el CODIS,
pero sabe que esto no van a ser cinco minutos.
—Ya. De todas maneras, buen trabajo. Cualquier otra cosa, me avisa, como ahora.
—Ciao.
—Ciao.
Paolo miró a ambos hombres, que lo miraban expectantes.
—Me parece que Judas ya está muerto.
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Capítulo 14

Viernes 22 de marzo de 2013. 12:12h. Castillo de la familia Murray. Escocia

Edward, siempre atento desde que llegaron, había establecido como hora de quedada, ni
más ni menos, que a las doce de la mañana. Quería que ambos estuvieran descansados y
comprendía que aquella noche les costara algo conciliar. Demasiada información que digerir.
Aunque llevaba despierto ya un par de horas, Nicolás seguía tirado boca arriba sobre la
amplísima cama. Todavía le costaba cerrar la boca cuando miraba a su alrededor. Aquello era
enorme. Como sacada de una película medieval, la estancia estaba decorada con muebles de
madera que emanaban un aroma inconfundible del paso de los años. Las paredes, de piedra
natural, apenas tenían más decoración que una ingente cantidad de candelabros tallados con
una vela que parecían haberse no usado nunca. Lo que sí contrastaba claramente con el
conjunto era el plasma de cuarenta y tantas pulgadas que descansaba en frente de la cama,
sobre un mueble también de aspecto antiguo. Aquello rompía algo el encanto, desde luego,
pero aún así todo parecía sacado de un viejo códice medieval.
Le costó bastante conciliar, tal y como vaticinó su anfitrión, pero, una vez lo hizo, durmió
a pierna suelta como hacía mucho que no lo hacía. Al despertar no pudo evitar pensar si ese
descanso tendría que ver con la posible reconciliación con Carolina. Ahora faltaba por ver si
aquello era real o algo forzado por ambos.
Quiso pensar que era lo primero. Necesitaba una tregua emocional. No supo en qué punto
se encontraban los pensamientos de ella, pero solo con que fueran la mitad de agobiantes que
los suyos durante todo este tiempo, Carolina también necesitaría ese alto el fuego.
Tiempo. El tiempo era el único que podía aportar respuestas a todos esos interrogantes.
La tarde anterior había transcurrido tal y como había planeado su anfitrión. Al parecer,
nada escapaba nunca de lo previsto. Una amplia y amena visita al castillo, buceando por una
historia apasionante que solo Edward podía contar así, culminó con una suculenta cena en la
que Nicolás no pudo sentir más que pena por toda la comida desperdiciada. Allí había
manjares para, al menos, quince personas y ellos eran tres, ya que David no cenó con ellos.
Nicolás se tranquilizó al saber que todo lo que no se aprovechaba era donado de
inmediato a un comedor social que sí lo hacía. Durante la visita supieron que no solo donaba
esto a la caridad, ya que en un visita de su anfitrión al cuarto de baño, David les contó todas
las obras y las fundaciones que había a su nombre. Algo loable.
La hora convenida casi había llegado y se levantó. Tras asearse y vestirse salió de la
estancia y se dirigió al salón donde comenzó todo el día anterior. El mismo en el que había
sentido una necesidad imperiosa de salir corriendo cuando vio a Carolina y en el que ahora
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ella esperaba sentada junto al señor Murray. Tomaban un rico desayuno tardío. El saludo
entre ambos siguió siendo algo forzado, pero Nicolás supuso que no se podía pedir más.
—Buenos días, mi querido amigo. —saludó el anfitrión—. Espero que haya descansado
bien. El día se presenta largo y les necesito a tope.
El inspector asintió.
—Pues tome asiento y únase al desayuno. Coma todo lo que le apetezca tranquilo, sin
prisa. Cuando acabemos, nos sentamos donde ayer y debatimos unas cuantas cosas.
Así lo hicieron. Apenas en quince minutos ya estaban sentados y con ganas de empezar.
—No les he dicho nada todavía porque no quería aguarles el desayuno, pero me temo que
no traigo buenas noticias —comenzó a hablar Edward—. Ya les dije que deseaba con todas
mis fuerzas estar equivocado, pero no lo estoy. Ha aparecido otro cadáver.
—¿Otro sacerdote? —Preguntó alarmado Nicolás.
Edward se limitó a asentir.
—¿Cómo ha sido?
—Al parecer crucificado también. De otra manera, ya que este imitaba la muerte del
apóstol san Andrés. Se trata del padre Melia. Lo peor no es esto pues, según he podido saber
por mi informante en la polizia, hay posibilidades de que haya otro cadáver. Se acaba de
llegar a esta conclusión ahora mismo.
—¿Pero cómo sabe usted eso? —El inspector no daba crédito pues conocía este tipo de
casos. En ellos solía decretarse el secreto de sumario y las filtraciones escaseaban. Al menos,
en España.
—No puedo decírselo, amigo. Confíe en mí ya que obtengo la información de manera,
digamos, lícita. No soborno a nadie, no hago nada fuera de la ley. Es solo que tengo muy
buenos amigos.
A Nicolás no le convención demasiado la explicación, pero decidió darla por válida para
que la rueda siguiera girando.
—Como les decía —continuó hablando Edward—, la próxima muerte emulará la de
Judas Iscariote.
Ambos se hicieron una imagen mental de cómo moriría la siguiente víctima. Apenas
tenían datos de cómo fallecieron los apóstoles, pero la muerte de Judas era de sobra conocida.
—Entonces confirmamos lo que nos contó ayer —dijo una preocupada Carolina.
—Juzguen ustedes —se limitó a decir Edward.
Nicolás y Carolina guardaron silencio. Aquello daba la vuelta a la situación. Al menos en
cuanto a sus propios pensamientos. Ambos habían accedido a investigar algo tan disparatado
por puro morbo, por curiosidad incluso, pero ahora todo cambiaba. Ahora sentían la
necesidad de hacerlo para ayudar a detener aquella barbarie.
—Bueno —Edward los sacó de sus pensamientos—, a lo que nos importa ahora. He
mandado esta mañana a David a comprar dos ordenadores portátiles y dos teléfonos móviles.
Uno para cada uno. Ambas cosas son suyas para siempre. No es gran cosa, pero quería
hacerles un pequeño regalo de bienvenida.
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Los dos se giraron y vieron como el asistente del señor Murray dejaba sobre la mesa en la
que habían desayunado dos maletines negros.
—Muchas gracias, Edward, pero no hacía falta…
—Tonterías. No escatimaré en lo que les haga falta —interrumpió el escocés a Nicolás—.
Necesito que empiecen con el manuscrito cuanto antes. Los ordenadores ya están conectados
a Internet. Esto es un castillo de varios siglos a sus espaldas, pero tengo un wifi magnífico, no
crean. Como dato también querría decirles que los teléfonos móviles vienen con una
conexión de Internet de 20 gigas. Es lo máximo que me han dejado contratar, pero más que
nada servirá para que su portátil también tenga conexión a la red allá en donde estén.
—Gracias, Edward.
—Los ordenadores ya están configurados y ya hay una copia del manuscrito guardada en
ambos. También tienen mi número personal y el de David grabado en el teléfono, para lo que
puedan necesitar a partir de ahora. Si no les importa, les dejo comenzar. Siento no poder
serles de más ayuda, pero a partir de ahora deben continuar por su cuenta. Confío plenamente
en ustedes y sé que me más pronto que tarde me darán una grata alegría.
Nicolás y Carolina asintieron sin oportunidad de réplica. Estaban asombrados por la
capacidad de aquel hombre de tenerlo todo atado. Supusieron que, por mucho dinero que
hubiera heredado, sin su determinación hubiera sido imposible mantener todo aquello a flote.
El escocés se despidió y los dejó solos de nuevo.
La situación se volvió a tornar algo incómoda por lo que Nicolás decidió que debía
romper el hielo cuanto antes. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la mesa para poder
ver mejor los regalos de Edward.
Como era de esperar, el señor Murray no se había limitado a comprar dos aparatos
mediocres para que realizaran el trabajo. Al abrir la funda, Nicolás no pudo disimilar su
sorpresa al encontrarse un Macbook Pro de Apple. En concreto el modelo de quince pulgadas
con un Intel i7 de procesador, dieciséis gigas de RAM y doscientos cincuenta gigas de disco
duro SSD. El inspector no era un apasionado de la informática propiamente dicho, pero sí
hacía sus pinitos y hacía mucho que soñaba con este modelo en concreto de ordenador. El
problema era que escapaba de su bolsillo, ya que en el mercado superaba los dos mil
quinientos euros. Su sorpresa no acabó ahí porque en el maletín, en el espacio destinado para
guardar el cargador, había una cajita de color blanco con el terminal móvil que también había
comprado para cada uno. Nicolás sonrió como un bobo cuando comprobó que se trataba de
un iPhone 5, el modelo que había salido a la venta en el mes de septiembre del año anterior y
que ahora serviría para sustituir su viejo iPhone 4s, que de tanto uso ya parecía tenerlo veinte
años consigo.
—Joder —acertó a decir Nicolás cuando dejó de lado su cara de niño con zapatos nuevos.
—Ya dijo que no habría problema con los gastos, pero no pensé que fuera tan lejos… A
ver cómo hago funcionar esto si apenas me entiendo con mi móvil del pleistoceno… —
comentó ella al mismo tiempo que abría la caja de su terminal nuevo.
Ambos sacaron los ordenadores de su funda y los colocaron sobre la mesa. Los pusieron
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en marcha. Tal y como había dicho el señor Murray, ya estaban listos para ser usados sin que
tuvieran que configurarlo ellos. Tomaron asiento cada uno delante del suyo y se quedaron
mirando la pantalla.
—¿Y ahora? —Preguntó Nicolás.
—¿Tú no eres al famoso inspector Valdés que todo lo resuelve? Pues espero que tú me
digas qué hacemos.
—¿Y tú no eras la famosa historiadora Carolina Blanco? Te recuerdo que mi campo son
los homicidios, no la búsqueda de no se qué en qué sé yo.
Ambos comenzaron a reír algo tensos.
—Mira —comentó Nicolás—, antes que nada creo que lo mejor es que trabajemos en un
solo ordenador. No sé si recuerdas la otra investigación que hicimos. Nos vino muy bien
hacerlo en una sola pantalla. Era como si juntásemos las cabezas. Así me siento disperso, no
sé tú.
—Nicolás… yo…
—Lo sé, Carolina. Te sigues sintiendo incómoda conmigo al lado. Lo sé. Pero debemos
dejarnos de chiquillerías y centrarnos en lo que se nos ha pedido. Es que como no lo hagamos
así va a ser difícil, por no decir imposible. En otra cosa no, pero sí que soy especialista en
investigaciones en equipo y sé que debemos dejar de lado todo lo pasado y meternos de lleno
en esto. Como te digo, es la mejor forma.
Carolina relajó los músculos de su rostro.
—Tienes razón. Soy tonta, en serio. Vamos a hacer las cosas bien.
Apagó su equipo y acercó su silla a la del inspector. Al fin y al cabo, él era el que tenía
más práctica a la hora de hacer búsquedas en Internet.
—Bien —dijo el inspector una vez estuvieron colocados—. He estado pensando y no le
veo demasiado sentido a la frase superior. No se lo veo por ahora, no creo que esto nos pueda
llevar a un lugar en concreto. En cambio veo algo raro en la frase del lateral. Si lo de arriba es
el lema de la propia hermandad lo podríamos considerar como un certificado de autenticidad
que ellos mismos colocaron ahí para demostrar que el manuscrito era suyo.
—Tiene sentido.
—Pues vamos a ello. Hay algo que tuve que aprender a la fuerza cuando ocurrió todo lo
de Mors, y es que analizar cada elemento por separado puede dar sentido a todo el conjunto.
Carolina no dijo nada, pero la imagen de lo que sucedió a Nicolás en Mors le vino de
inmediato a la cabeza. Ella no lo había podido ver con sus propios ojos, pero el inspector le
relató el infierno que allí vivió con tal exactitud que era capaz de visualizar todo como si ella
misma lo hubiera vivido. Pensó en lo mal que lo pasaba cada vez que lo revivía. Una
pesadilla.
—Entonces —siguió hablando el inspector—, lo suyo es que separemos las frases y
tratemos de buscar el significado por separado, como si no formaran parte del resto del texto.
¿Te parece?
La muchacha asintió.
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Ambos releyeron un texto creado con el programa Pages que el propio Edward les había
dejado preparado en la carpeta del manuscrito con la traducción de ambos textos.
«Para aprender a andar tienes que dar 48206507 pasos hacia adelante, sin descuidar los
16365262 pecadores que a tu derecha dejarás. Para entrar en el cielo debes aprender a
mirar al suelo, pues la salvación puede estar detrás de los héroes, el primer par te lo puede
mostrar».
—Está claro que la primera frase hace alusión a la posible solución del problema —
comenzó a decir Carolina—. Eso de para «aprender a andar» no puede significar otra cosa.
—Sí, tiene que ser eso.
—«Tienes que dar 48206507 pasos hacia adelante». ¿Esto lo podríamos tomar como algo
literal?
—Espero, por nuestro bien, que no. No me imagino contando tantos pasos. Es imposible.
Además, ¿partiendo desde dónde?
—Puede que desde el monasterio en el que Edward dijo que encontró el manuscrito.
—Ya, pero, ¿y si no ha estado allí siempre? En serio, no me imagino dando cuarenta y
ocho millones de pasos para acabar en el puto Polo Norte o algo de eso.
Carolina sonrió ante el comentario de Nicolás. Por fin parecía no estar tan tensa.
—Además —añadió el inspector—, no sé si podemos tomarnos lo de los pasos como algo
literal, piensa que ahora hay podómetros, pero, ¿en qué cabeza cabe que un ser humano
pueda contar semejante cantidad de pasos? Es imposible.
—Sí, pero no sé qué podríamos utilizar como unidad de referencia porque en la segunda
parte dice eso de: «sin descuidar los 16365262 pecadores que a tu derecha dejarás». ¿Cómo
se cuentan pecadores? Aunque bien pensado podría ser el índice de población de algún país
que dejaremos a la derecha.
A Nicolás no le pareció una mala idea e introdujo el número en el buscador de Google, a
ver qué salía.
Nada.
Probó ahora añadiendo la palabra «país».
Nada.
Lo hizo en inglés.
Nada.
Probó con la palabra «ciudad».
Nada.
Resopló.
—Me parece que no podemos tomarnos tampoco esto como algo literal. No creo que lo
que quiera es que midamos la población de un lugar y busquemos su índice de pecadores para
saber de qué se trata. Ya sería la leche —comentó algo malhumorado—. Además, ¿desde
cuándo está escrito esto? En caso de ser así la población habría variado a la fuerza.
Siguieron debatiendo opciones durante un buen rato sin conseguir sacar nada en concreto.
No entendían lo que significaban esos números. Pasaron así las siguientes dos horas. Llegó
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un momento en el que decidieron parar para comer algo. Puede que ese receso les ayudara a
ver las cosas con algo de claridad.
Edward había dado órdenes precisas de tener dispuesta la comida para cuando ellos lo
quisieran. Después seguirían pensando.

Capítulo 15

Viernes 22 de marzo de 2013. 14:31h. Jardín Botánico. Roma

Emplazado sobre las cuestas del Janículo, en el antiguo parque de Villa Corsini —que a
su vez fue durante un tiempo residencia de Cristina de Suecia—, el Jardín Botánico de Roma
se erigía imponente frente a los ojos del assistente Salvano.
Era la siguiente escena y llegar hasta allí había sido más sencillo de lo que un momento
esperaba. Que hubiera dos sangres mezcladas hizo pensar en su despacho a Paolo. Estaba
claro que el asesino quería, por un lado, decirle que no solo había una víctima, sino que eran
dos, pero además tenía que haber algo más. Pasó casi una hora entera cavilando qué podría
ser, pero una mención de Fimiani a cómo sería la muerte que emularía a la de Judas hizo que
Paolo lo viera claro. Visualizó a un hombre muerto, colgado de un árbol, con una soga al
cuello. Sus pensamientos se centraron en la soga. Había algo que le llamaba poderosamente
la atención de este elemento. Daba la casualidad de ser, además, el que diferenciaba la
primera muerte con la segunda. El uso de una soga en vez de unos clavos para colgar al
sacerdote de la cruz. No podía ser casual. Quizá eligió la muerte de san Andrés para
aprovechar este elemento y usarlo en su macabro juego. Necesitaba comprobarlo.
Descolgó su teléfono y marcó el número del doctor Meazza, quería saber si ya se habían
llevado la soga los de Científica o no, pues sabía que primero él iba a buscar restos de posible
tejido epitelial ajeno. El forense le dijo que no y Paolo echó a correr de nuevo. Fimiani
entendió que esto era lo que le esperaba en esa investigación al lado del assistente. Carreras y
más carreras. Al fin y al cabo estaban compitiendo contra un demente.
Cuando entró a la sala de autopsias, ante un estupefacto Meazza, Paolo se colocó unos
guantes de nitrilo y tomó la cuerda. Empezó a deshacerla.
—¿Qué haces? —Preguntó alarmado el forense que todavía no la había revisado.
—La sangre entremezclada, la muerte de Judas, la soga. Todos esos elementos guardan
una relación. La soga, al fin y al cabo, son cuerdas entrelazadas también. Aquí hay algo,
seguro.
Estupefactos, sacerdote y médico contemplaban sin pestañear lo que el assistente hacía.
Cuando llevaba más o menos la mitad desanudada, algo cayó al suelo.
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Era una diminuta nota en la que se veía con claridad dónde tenían que buscar el cadáver.
Bosco Romano. En los Jardines Botánicos de Roma.
Por eso estaba ahí ahora, fuera del propio jardín. Esperaba a que alguien llegara para
abrirles las puertas. Lo más curioso de todo era que el jardín llevaba dos semanas y media
cerrado al público. Estaban realizando unas obras de reforma necesarias que el espacio
llevaba pidiendo a gritos desde hacía mucho.
Llegó acompañado de dos patrullas. En ellas, a su vez, había dos agente scelto. A pesar de
las reticencias del Vaticano a involucrar a más personal en el asunto, Paolo no dudó en pedir
al capo que asignara algún medio más para poder ayudarlo. Sentía que él solo no podía llevar
todo el peso de la investigación y necesitaba delegar según qué asuntos en subordinados de
los que solía disponer en el resto de casos. El capo no pudo más que aceptar. Uno de esos
agente scelto era Carignano.
No es que Paolo pensara que Carignano era un profundo imbécil redomado con aires de
grandeza, es que posiblemente fuera mucho más que eso. Lo mejor —o peor—, es que no
solo lo pensaba él. El assistente pondría la mano en el fuego al afirmar que el noventa y
nueve por cierto de sus compañeros lo consideraban igual. Carignano era arrogante,
indisciplinado, contestatario, sabelotodo a veces… pero a pesar de ello tenía un instinto
natural para ser policía y quizá era eso lo que había hecho llegar a ser agente scelto. Aunque
precisamente todo lo malo era lo que había impedido que promocionara a assistente. Esto
solo había conseguido que su animadversión hacia Paolo hubiera crecido. Muchos decían que
era envidia. Otros tanto, que simplemente él era así, un imbécil y punto. Paolo no lo pensaba
demasiado, pero sí era cierto que si no fuera porque solía realizar bien su trabajo, no lo quería
ni a veinte metros cerca de él.
El encargado del jardín llegó. Era un hombre de edad avanzada y con cara de asustado.
Estaba muy nervioso. Lo manifestó con lo que tardó en dar con la llave que abriera la puerta
por la que iban a acceder.
Una vez hubo vía libre, Paolo se dirigió hacia su subordinado.
—Carignano, necesito que interrogue al encargado. Tenemos que conseguir averiguar
cómo cojones entró el asesino aquí teniendo esto cerrado a cal y canto.
—Como usted mande, «jefe» —contestó haciendo el gesto de las comillas con sus dedos.
Paolo le hubiera dado un puñetazo ahí mismo, pero pensó en que en realidad no merecía
la pena.
—Usted, venga conmigo —ordenó al otro agente scelto—. Hay que ir detrás de los de
Científica para ver si les ayudamos a encontrar el cadáver.
La unidad de Científica estableció que la mejor forma de buscar el cuerpo y, a la vez, no
llevarse por delante ningún indicio era haciendo una batida que ellos conocían como método
del peine. No era ni más ni menos que colocarse todos, unos al lado de los otros, y comenzar
a andar a la vez, «peinando» la zona por la que pasaban en busca de cualquier indicio.
Apenas necesitaron unos minutos para llegar al lugar en el que se encontraba el cuerpo.
Estaba más o menos en el centro del lugar. Estaba colgado de un árbol de tronco gordo. Al
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assistente ni le importaba de qué especie era. Tenía una soga gruesa de color marrón anudada
en el cuello. Sus ojos, carentes de expresión, estaban abiertos de par en par y con los globos
oculares a punto de salir de sus órbitas. El tono general del cadáver —las partes visibles pues
llevaba puesta una sotana como en los anteriores casos— era azulado. En esta ocasión el
asesino había sido bastante explícito sobre quién era el apóstol elegido para escenificar su
siguiente muerte. El sacerdote llevaba colgado del cuello lo que parecía ser una concha de
considerable tamaño. Parecía de una vieira u ostra.
—Santiago el Mayor —comentó en voz baja a la vez que tragaba saliva.
No vio cómo Fimiani asentía por detrás, a una distancia prudente de todo aquello.
—Necesito una puta huella, aunque sea —le dijo Paolo al capo de Científica—. No me
importa que haya pisado un millón de personas más, pero necesito una puta huella. La tiene
que haber al lado del cádaver —comentó obviando que la unidad sabía hacer de manera
excepcional su trabajo—. Necesito saber qué tamaño tiene este hijo de la gran puta para hacer
todo esto. Quiero saber algo de él, aunque sean las veces que se limpia el culo cada vez que
caga.
Sus palabras sonaban desesperadas, pero es que en realidad no podía hablar de otra
manera. Lo estaba.
El capo de Científica asintió y coordinó a todo su equipo para empezar a manipular el
escenario.
—¿Dónde mierda está Carignano? —Preguntó de manera retórica—. ¿Cómo cojones ha
entrado este cabrón aquí dentro si todo estaba cerrado?
No obtuvo respuesta pues cada uno estaba a lo suyo. La única persona que lo miraba sin
pestañear era el padre Fimiani, que no sabía muy bien qué decir al observar el evidente
nerviosismo del assistente.
—Padre —le dijo Paolo—, ¿sabe cómo murió Santiago el Mayor? ¿Qué nos espera
ahora?
Fimiani pareció pensarlo por unos instantes.
—Si no recuerdo mal, el apóstol Santiago el Mayor murió degollado con una espada a
manos de Agripa. Creo que esto se mencionaba en el libro de Hechos —volvió a pararse a
pensar—. Sí, estoy seguro que eran en el libro de Hechos.
—Estamos apañados… —comentó sin decir lo que de verdad pensaba para no ofender al
sacerdote—. Aun así seguimos en las mismas. Sabemos cómo pero no tenemos ni puta idea
de dónde. Joder, ¿y el juez? ¿Por qué no ha llegado todavía? Hay que llevarse el cuerpo
cuanto antes para ver qué coño nos ha dejado este desgraciado, si corremos quizá podamos
salvar la vida de alguien.
Fimiani no dejaba de mirar a Paolo. Lo hacía de manera prudente, sin hablar, dejando que
este soltara parte de la tensión que acumulaba pero al mismo tiempo prevenido ante cualquier
tipo de reacción por su parte. Observó sus manos, no dejaba de mover los dedos y de secarse
las palmas con el pantalón.
—Assistente —dijo con el tono de voz más cordial que supo encontrar—, está haciendo lo
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que puede, no…


—¿Lo que puedo? —Le interrumpió con los ojos inyectados en ira.
—Así lo creo yo… es la primera investigación de un asesino en serie que veo con mis
propios ojos, pero dudo que se pueda hacer más de lo que está haciendo.
—Mire, padre. Puedo aceptar que su Iglesia me haya impuesto tenerlo pegado al culo
como un puto grano, pero lo que no voy a tolerar es que me diga cómo debo de sentirme,
¿está claro?
Fimiani respiró hondo y no dijo nada. Solo asintió.
Paolo se giró sobre sí mismo enfurecido. Observó que el equipo de Científica seguía
haciendo su trabajo en el escenario.
—Assistente —dijo una voz por detrás, era Carignano—, ya he interrogado al encargado.
—¿Y bien? —Preguntó sin girarse.
—Nada esclarecedor. Se encuentra tan perplejo como nosotros. En shock.
—¿Entonces no sabe cómo ha podido colarse?
—Él no, pero yo sí. Hemos estado revisando el resto de accesos y hay una puerta lateral
en el lado este. La cerradura ha sido manipulada. He acordonado la zona para que Científica
vaya para allá cuando pueda. Por lo que he visto, sabía lo que hacía porque la puerta había
sido abierta con mucha precisión.
—¿Y no saltó la alarma ni nada?
—¿Alarma? ¿En serio? ¿Qué idea tiene usted de un jardín botánico? Aquí solo hay
plantas.
—Tampoco habrá algún tipo de cámaras, vigilante nocturno…
—Lo dicho, aquí solo hay plantas.
—Me cago en la puta… —maldijo en voz baja—. Está bien. Ocúpese de la puerta y del
posible camino que haya podido seguir hasta llegar al árbol. Quiero saber si hay señales de
que haya arrastrado el cuerpo o de si lo ha llevado tomado él mismo. Esto nos dirá bastante
sobre su complexión.
Carignano asintió. Solía ser un compañero molesto, pero lo que no se consideraba, desde
luego, era tonto. El estado de nerviosismo del assistente podría desencadenar en un ataque de
ira repentina hacia él. Sabía que le tenía ganas y no era ni el momento ni el lugar de dar pie a
un enfrentamiento. Se retiró a seguir con su labor.
Desesperado por no poder hacer nada, Paolo se giró de nuevo. Vio cómo llegaban el juez
y la forense, acompañados en este caso por el secretario judicial que se dignaba a presentarse
para tomar anotaciones sobre el escenario solo cuando le daba la gana.
Paolo volvió a girarse para esperar a que llegaran hasta su posición. Resopló de nuevo y
pensó en lo mucho que le quedaba por hacer todavía.
Demasiado.
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Capítulo 16

Viernes 22 de marzo de 2013. 15:18h. Castillo de la familia Murray. Escocia

El estómago ya estaba satisfecho, pero ninguno de los dos consiguió desconectar mientras
comía. Las pesquisas en sus cabezas se contaban por decenas. Eran tan ilógicas que ninguno
de los dos se atrevía a comentarlas en voz alta. Era frustrante que ninguna de ellas llegara a
ser consistente.
Algo que sí tenían claro los dos, era que la solución no debía de ser tan complicada. Antes
no se disponía de los medios actuales y sin embargo algunos llegaban hasta la hermandad,
supuestamente. Este pensamiento es el que tiraba de ellos y los empujaba a seguir
devanándose los sesos. Si otros pudieron, ¿por qué ellos no?
Sentados de nuevo frente al Macbook de Nicolás, comenzaron otra vez a debatir sobre el
significado de los números.
—Sigo pensando que lo de los pasos y lo de los pecadores es simplemente para despistar.
Creo que ambas cosas simbolizan algo y ese algo es lo que debemos averiguar. De igual
modo, si eso lo veo poco claro, el texto que viene a continuación ni te cuento—dijo el
inspector sin quitar ojo de la pantalla.
—Yo, lo que pienso es que el mensaje parece dividirse claramente en dos partes. Supongo
que deberíamos tratarlo así —comentó de pronto Carolina.
—¿Qué?
—Sí, a ver si me explico. Lo que has dicho de pensar con cada frase por separado está
muy bien. Pero yo a lo que me refiero es, a su vez, a dividir el texto completo en dos partes.
Es como si fuera una búsqueda del tesoro. La primera parte del mensaje parece como si nos
dijera: ve allí; la segunda: haz esto. No sé si me entiendes.
Nicolás pensó en lo que la joven decía. Tenía lógica.
—Entonces solo debemos centrarnos, por ahora, en la primera parte. Nos olvidamos del
resto, ¿no?
—Sí. Si lo enfocamos en el ve allí y averiguamos dónde, ya sería un gran paso —aseguró
Carolina.
Los dos pasaron los siguientes minutos en silencio. Seguían elucubrando. Fue Nicolás el
primero que habló.
—Podríamos pensar que en realidad nos está diciendo, primero ve hacia adelante y,
cuando llegues, ve a tu derecha. Olvidemos las distancias, pensemos eso. ¿Podría ser así?
—Claro que podría, de hecho, tiene que ser así.
—Entonces hay que saber qué son estos números. Vamos dejar de lado lo otro. ¿Los
números que son? ¿Metros? ¿Millas? ¿Yardas?
—¿Cómo llevas las matemáticas?
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—Mal.
Carolina sonrió. Odiaba la frase: «es que yo soy de letras»; pero ahora mismo se la podía
aplicar a ella misma. No se llevaba bien con ellas.
—Lo decía por interactuar con los números, no sé. Quizá uno sea múltiplo del otro. O se
puedan sumar, restar, yo qué sé…
—Por probar no perdemos nada.
Con la propia calculadora del sistema operativo, hicieron todas las operaciones
matemáticas que se les ocurrieron. Los resultados no les decían nada.
Nicolás se levantó de la mesa disculpándose previamente con Carolina. Necesitaba andar
algo. La desesperación, a pesar de no llevar demasiado tiempo con esto, se estaba adueñando
de él.
—Esto es el cuento de nunca acabar —dijo al mismo tiempo que descorría una cortina
para asomarse por la ventana.
—Macho, no te desesperes porque acabamos de empezar.
—Ya lo sé, pero es que si Edward no lo ha descifrado en años, ¿cómo íbamos a hacerlo
nosotros? Si a esto le sumamos que tenemos la presión añadida de que está muriendo gente,
pues para qué más…
Carolina no supo qué contestar. Trató de encontrar una palabra de aliento para convencer
a Nicolás de que sí podrían, pero no la halló.
Nicolás siguió mirando a través del amplio ventanal. Las vistas eran magníficas y, desde
luego, muy relajantes. Cerró los ojos varias veces y aspiró todo el aire que sus pulmones
aceptaron. Aquello iba a ser imposible.
La chica, por su parte, hizo lo mismo desde su asiento. Lo hacía como parte de una
técnica que ella misma se aplicaba para dejar a veces su mente en blanco y poder escapar del
mundo un rato. No sabía exactamente qué tenía aquello, pero le funcionaba. Comenzó a
masajearse las sienes, despacio. En el sentido de las agujas del reloj. Pensó que era raro, pero
si lo hacía en el otro sentido no le funcionaba. Una manía suya. Debía de ser así, porque
menuda tontería.
De pronto se detuvo. Esto del sentido de las agujas del reloj le hizo pensar en algo.
Miró la pantalla del ordenador. Y releyó el texto entero, no solo la primera parte, como
habían acordado. Quizá tuviera la solución.
—Nicolás, ven.
Acudió veloz.
—¿Qué pasa?
—Shhh —hizo el gesto con su dedo índice cerca de su boca—. Necesito pensar una cosa.
Nicolás aguardó paciente sin saber qué estaba pensando.
—Primero hacia adelante… norte… luego hacia la derecha… este…
—¿Qué?
—Creo que ya lo tengo.
—Pero cóm…
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—Es más sencillo de lo que parece —dijo Carolina interrumpiendo a un Nicolás que no
sabía qué cara poner—. Tenemos claro que parece pedirnos que vayamos hacia adelante y a
la derecha, ¿no?
Nicolás asintió.
—O sea, el norte y el este.
—Podría decirse así, sí.
—Pues bien, se podría interpretar con que busquemos 48206507 norte y 16365262 este.
¿Qué te sugiere esto?
El inspector lo pensó por unos instantes. Soltó lo primero que le vino a la cabeza.
—¿Unas coordenadas?
Carolina afirmó sonriente.
—Ya —insistió el madrileño—, pero no las veo nada claras. Un poco raras, ¿no?
—Lo son. Y es porque creo que son coordenadas decimales, muy usadas en cartografía.
Al fin y al cabo son una forma distinta de expresar una misma cosa. Espera a ver si esto tiene
sentido o no.
Introdujo de nuevo los números en la aplicación de calculadora y les aplicó una serie de
operaciones. Nicolás asistía expectante, deseoso de ver si tenía razón o no.
—Pásame un papel y un bolígrafo—dijo ella.
Nicolás lo hizo sin decirle que esa misma anotación la podía haber hecho en el ordenador.
Anotó los dos números resultantes. Estos, a su vez, se convirtieron en tres números cada
uno.
—Esto son grados, minutos y segundos —puntualizó señalando cada uno de ellos por
separado—. Es más probable que la conozcas así, ¿verdad?
El inspector asintió mientras miraba lo que la muchacha había anotado sobre el papel.
Había dos coordenadas, una para el norte y otra para el este. Todavía no sabían si esto tenía
sentido o no, pero fuera como fuera era mucho más de lo que esperaban obtener en su primer
día investigando.
—Antes de nada —comentó Nicolás —¿Cómo has llegado a la conclusión?
—Han sido dos cosas. La que más peso ha tenido ha sido una tontería como una catedral.
Estaba pensando en un reloj y de pronto me he acordado de los minutos y los segundos. He
creído en la posibilidad de que pudiera ser una coordenada cada número y el final del texto
me lo ha confirmado.
—¿El final? ¿Eso de «el primer par te lo puede mostrar»?
—Sí. En las coordenadas decimales, que es así como creo que están en el manuscrito, los
dos primeros números aparecen separados del resto mediante un punto. Eso un indicador de
que lo son. Pero aquí los habían hecho desaparecer para despistar. Y vaya que si lo habían
conseguido. Pero tal y como decía el texto, el primer par nos lo mostraría. Y así ha sido.
Nicolás tardó unos segundos en poder hablar.
—Joder… asombrosamente fácil.
—Sí y no. ¿Cuántas veces vimos la otra vez que la solución más sencilla suele ser a la vez
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la más difícil?
—Cierto. El cerebro tiende a complicarlo todo.
—Así es. Ellos sabían eso. Sabían que mostrando la solución en un primer instante
conseguirían justo lo contrario, confundir más. Fácil y rebuscado a la vez. Es genial —dijo
sonriendo.
Nicolás asintió.
—Bueno —siguió hablando la muchacha—, vamos a ver adónde nos lleva esto.
Introdujo el primer trio de coordenadas en el buscador seguidos de la palabra norte, acto
seguido, el segundo con la palabra este.
El resultado que arrojó los dejó sin habla.
—Voilà —dijo ella—. Aquí lo tenemos.
Nicolás todavía no podía hablar.
—¿De verdad tenemos que ir ahí? ¿Es el principio de todo el follón este de la iniciación?
—Los cálculos son estos. Demasiada casualidad que nos lleven a un sitio en concreto,
¿no?
El inspector no supo que decir. En ningún momento dudaba de que la teoría de Carolina
no fuera correcta. Era solo que no se imaginaba poniendo nombre al lugar al que
supuestamente debían dirigirse para comenzar la iniciación en la hermandad. Además, una
vez allí, ¿qué?
—Bueno —dijo al fin el inspector—, si no hay más remedio tendremos que ir a ver qué
hacemos. Voy a decirle a Edward que vaya reservando los billetes de avión.
Miró su reloj.
—Supongo que lo más lógico sería ir mañana por la mañana, ¿no?
Carolina asintió sin dejar de mirar la pantalla del ordenador.
Al igual que Nicolás, no paraba de preguntarse qué era lo que tenían que hacer ahora.

Capítulo 17

Viernes 22 de marzo de 2013. 17:28h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Paolo salió decepcionado de la sala de autopsias. Le acompañaba el padre Fimiani, que


tampoco disimulaba su descontento cuando cerró tras de sí la puerta. A pesar de los esfuerzos
del doctor Meazza por encontrar algún tipo de indicio que les hubiera podido dejar el asesino,
este no halló nada. Ni siquiera en el estómago, donde en las otras dos víctimas sí había algo.
Quizá parte de esa decepción se la había auto impuesto el propio Paolo al esperar que el
asesino se lo iba a dar todo mascado. En la academia, aunque de una forma un tanto por
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encima, había estudiado a este tipo de homicidas que modificaban tanto su patrón. Estos
acababan siendo los más peligrosos. Sobre todo porque no era algo que hicieran de manera
inconsciente. De ser así hasta sería más fácil atraparlos, ya que esto se asociaría a una
impulsividad que les llevaba a cometer algún tipo de error. Pero en el caso del asesino con el
que trataba, nada más alejado. La impulsividad brillaba por su ausencia, tenía cada
movimiento estudiado y no parecía que saldría de ese guion que ya tenía escrito. Así que
estos cambios de patrón eran parte del mismo y lo hacía casi imposible de rastrear. Además,
si le añadía el enorme ego que parecía poseer, solo hacían reafirmar la primera idea que tuvo
Paolo sobre él: que una de las cosas que buscaba con sus actos era, precisamente, conseguir
que se hablara de él. Notoriedad.
Esta serie de pensamientos fueron los que hicieron que no bajara la guardia. No le
cuadraba que no hubiera nada de esa demostración de superioridad a la que ya se estaba
acostumbrando. Tenía la convicción de que en algún momento recibiría una llamada con un
dato sorprendente. No bajaría la guardia.
Además de no haber encontrado nada, se añadía la frustración de no saber quién era la
víctima. En los anteriores, el asesino había dejado la documentación dentro de la cartera. Esta
estaba, a su vez, metida en uno de los bolsillos de la sotana de los cadáveres. Este dato hizo
dudar a Paolo. En un principio lo achacó a que el homicida quería facilitar la identificación
de la víctima, como para dejar claro quién era, pero ahora dudaba de esto ya que en este
último no lo había hecho. Estos dos cambios en su proceder lo sumergieron en un mar de
interrogantes.
En el caso de reconocimiento de cadáveres sin identificar, casi siempre se intentaba
primero con el banco de desaparecidos. Las denuncias producidas durante las cuarentena y
ocho horas anteriores a la muerte solían ser determinantes. En ellas se solía encontrar a
alguien que encajara. A partir de ahí, se localizaba a un posible familiar y se procedía a dicha
identificación —no de la manera que se mostraba en series de televisión, tirando de una
manta y mostrando el cadáver, sino con otros métodos no tan dramáticos—. En el caso del
sacerdote esto solía valer de bien poco. Según le había explicado Fimiani, la mayoría de los
que trabajaban en Roma no tenían familia cercana pues venían de fuera. Unos del extranjero,
otros de pequeños pueblos rurales. Además, en casi todos los casos —por no decir en todos—
vivían solos y que alguien los echara en falta era casi imposible.
Una de las posibilidades que se le había ocurrido a Paolo era que algún feligrés sí lo
hubiera hecho en la parroquia en la que estuviera asignado. Puede que de alguna manera esto
hubiera llegado a oídos de las altas esferas y pidió a Fimiani si podía averiguarlo. Aparte de
la llamada que había realizado a la Secretaría Vaticana para que le avisaran si llegaba a ellos
este supuesto, poco más podía hacer.
Por si acaso, habían probado algo muy poco probable. Le habían tomado las huellas y
ahora mismo un técnico especialista en lafoscopia las estaba cotejando en el SAID, que era
una base de datos conectada a la Interpol que contenía las huellas de todos los delincuentes
fichados de la Unión Europea. El assistente lo hizo sin esperanza alguna. Pensaba que buscar
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 76

a un sacerdote en ese banco era como esperar a que un gato ladrara. Improbable era la
palabra.
Los dos montaron en el ascensor sin hablar, recorrieron al salir la distancia hacia el
despacho también sin abrir la boca y tomaron asiento de la misma manera.
Fue Fimiani el que rompió el silencio.
—¿Puedo comentarle una cosa?
—Adelante.
—Supongo que esto ya lo ha pensado usted, pero se habrá dado cuenta de que el asesino
solo actúa de noche, al parecer.
Uno de los datos relevantes de la autopsia revelaba que el sacerdote desconocido había
muerto en torno a entre las cinco y seis de la mañana.
—Claro que lo he pensado. Pero eso es un dato objetivo, no hay mucho que pensar. Es
normal que actúe de noche. Necesita soledad. No se me ocurre mejor manera que hacerlo a
unas horas tan intempestivas.
—No, no es eso. Me refería a que si ha pensado en aumentar el número de efectivos en
las calles. Quizá así se pueda evitar algo. Supongo que no será fácil actuar si se tiene a toda la
Polizia di Stato deambulando de un lugar a otro. Quizá prevenga futuros asesinatos. Es como
evitar esa soledad de la que usted me habla.
—Supongo que ese es el primer pensamiento que nos viene a todos, padre. Claro que lo
he pensado, ¿pero de verdad cree que podría movilizar a tanto agente que quedara toda Roma
cubierta por nuestro manto? No, es imposible, siempre quedarían lugares libres. Además, si
algo se nos ha pedido en el Vaticano es discreción. ¿Qué cree que pensaría la gente si lo viera,
de repente, todo infestado de agente? Pensarían que algo pasa. Y mucho es que los dos
últimos casos no han transcendido a los medios porque estaríamos ahora con algún listillo en
televisión hablando en cualquier programa de mierda haciéndose pasar por experto en algo.
El pánico cundiría y esto no beneficia, en absoluto. En lo que tenemos que centrarnos es en
encontrar un patrón común en los asesinatos. Aunque lo varíe tanto como parece. Algo que
nos indique cómo actúa, por qué se mueve de esa forma y no de otra.
—Sí, bueno, pero como usted dice, esos cambios de patrón…
—Al final daremos con algo, padre. Ya verá. No hay nadie tan perfecto como para salir
siempre indemne del escenario de un crimen. Cometerá un error. Y cuando lo haga: ¡zas!
Fimiani no creyó demasiado en las palabras de Paolo. Más que nada porque se notaba a la
legua que él tampoco las creía. Decidió aceptarlas para no seguir con un debate que no les iba
a llevar a ninguna parte.
De pronto el sonido de la puerta de Paolo sonó y una cabeza se asomó por ella.
—Assistente, tenemos el resultado de la búsqueda del SAID. Hay un positivo.
Paolo no daba crédito a las palabras del agente scelto que ya estaba dentro del despacho
con unos papeles en la mano.
—Espera, espera. ¿Positivo? ¿Tenía antecedentes?
—Al parecer sí. Se trata de Emiliano Passarotti, cincuenta y ocho años. Gracias al nombre
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hemos sabido enseguida que era el párroco titular de pequeñísima iglesia en las afueras de
Roma. Me he permitido enviar a una patrulla para echar un ojo por allí.
—¿Y por qué había sido fichado?
—Un pequeño hurto a mano armada. Supuestamente, hace ya unos cuantos años, antes de
ser cura atracó a un par de mujeres con una pequeña navaja. Apenas les quitó unas cuantas
libras, por lo que aquello quedó en una falta. Pero quedó fichado. Supongo que después
encontró la luz y decidió seguir otro camino.
Paolo no supo qué contestar en un primer momento. No esperaba escuchar algo asó,
aunque en realidad era una tontería.
—Gracias, agente scelto. Al menos ahora tenemos una identidad. De todas formas ya
conoce el protocolo, hay que identificar al cien por cien. Ya sabe lo que hacer.
Este asintió y se retiró del despacho. Dejó sobre la mesa la ficha policial del sacerdote
cuando era joven.
Paolo no podía dejar de mirarla, igual que el padre Fimiani.
—Vaya, vaya. Así que nuestro sacerdote fue un delincuente. Aunque en realidad no fue
para tanto lo que hizo, pero no me lo esperaba.
—¿Y eso?
—¿Cómo que y eso? No sé, la idea de ser sacerdote no me encaja con la de un criminal.
Al menos ustedes predican cosas tales como el no robarás, ¿no?
—A mí, lo que me sorprende es que alguien con su preparación y experiencia sea capaz
de decir eso, assistente. ¿Usted de verdad cree que uno nace con la sotana puesta?
Paolo se quedó estupefacto ante la reacción del sacerdote.
—Supongo que no —contestó empequeñecido.
—Supone bien. No. Para nada. Es más, he conocido casos de sacerdotes que se han
entregado a Dios con sesenta años ya. No es lo habitual, pero uno no sabe cuando sentirá La
Llamada. Lo bonito es tener el valor de entregarse sin importarle lo que haya hecho antes con
su vida. Eso sí, con un arrepentimiento claro por los actos deleznables —Hizo una pausa y
pareció pensar lo que iba a decir a continuación—. Es algo así como renacer. De todas
maneras lo estamos juzgando sin saber. Llamarlo criminal es algo demasiado grande, quizá.
Puede que no tuviera más remedio que delinquir para poder comer. ¿Somos quiénes para
juzgar eso?
—No, desde luego. Pero yo al menos sí soy quién para detener a alguien que comete un
acto así. Sea por necesidad o por puro placer. Las leyes son las leyes y, si no las cumples, ya
sabes lo que te espera. Y, bueno, creo que al final estamos discutiendo por una tontería. No
quería ofenderle con mis pensamientos. Es solo que me ha sorprendido. No lo esperaba.
—No me ofende, assistente. Solo le pido que no sea corto de miras y juzgue a una
persona por un error que haya cometido en su vida.
—Mire, ahí sí le voy a dar la razón. No debería haberlo hecho. Pero como ya le digo, no
tiene sentido seguir hablando de esto. Lo único que debería importarnos es que tenemos la
identidad del sacerdote. Ahora debemos preguntarnos si no la sabíamos adrede o era una
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casualidad que la dos primeras estuvieran identificadas y esta no. Este mamón no da puntada
sin hilo.
Fimiani asintió aunque parecía algo absorto en sus propios pensamientos.
—De todas formas —insistió el assistente—, como le he dicho antes, alguna vez se le
tiene que acabar la suerte y dejará algún rastro.
El sacerdote parecía mirar a Paolo, aunque en realidad daba la sensación de estar
embobado. Tenía la mirada perdida.
—Padre, ¿está bien?
De pronto dio una especie de pequeño salto de su asiento. No demasiado grande pero sí
llamativo. A Paolo no le pasó desapercibido. Sin decir una palabra, el sacerdote dio media
vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Padre, ¿se puede saber adónde va?
El sacerdote volvió a girarse y mostró un rostro algo descompuesto. Paolo no supo qué
pensar.
—He de realizar una consulta.
—¿Pero una consulta de qué?
Pero Fimiani no respondió porque ya había salido del despacho.
El policía pensó en salir corriendo, pero creyó que no merecía la pena. Además, estaba
atónito. Por fin logró hablar, aunque ya nadie lo escuchaba.
—Me cago en la puta…

Capítulo 18

Sábado 23 de marzo de 2013. 05:06h. Vivienda de Paolo Salvano. Roma

Apenas durmió. Era la segunda noche seguida que le ocurría. La barrera que él mismo
había tratado de levantar para separar su vida personal de la profesional había fallado. Una
barrera que consistía en dejar todo lo que tenía que ver con su labor policial en comisaría,
tratar de no llevarse los problemas a casa porque lo único que iba a conseguir era
precisamente lo que estaba pasando aquella noche. Su humor, cada vez, era peor. El flujo de
imágenes intercalado con pensamientos de lo más variopinto fluían en su cabeza. Lo peor de
todo aquello, quizá, es que viajaban de un lado a otro de su cerebro con una velocidad
endiablada y apenas podía pararse a analizar nada.
La salida inmediata del padre Fimiani no contribuía a que su cerebro se relajara. Era un
tipo raro, de eso ya no albergaba duda, pero aun así eso no se lo esperó. Mucho menos con
ese gesto desencajado que parecía ser fruto de un mal presentimiento por su parte. Había
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perdido el porte erguido con el que entró la primera vez a su despacho. Ese que le hacía
parecer un palo. Cuando se levantó de su asiento no había ni rastro de él. Daba la impresión
de ser un hombre asustado, que tenía miedo de algo. Desde que había salido, había decidido
respetarlo y dejarlo a su aire, pero habiendo pasado unas horas desde su marcha y, ante la
falta de noticias, el desasosiego había llegado y ahora él era el del rostro desencajado. Así que
tomó su teléfono móvil y marcó el número del sacerdote. Estaba apagado. Puede que fuera lo
normal debido a las horas que eran, pero Fimiani le había dicho claramente que siempre
tendría su teléfono encendido para cualquier cosa que pudiera necesitar. Mucho más teniendo
en cuenta que el asesino actuaba de madrugada.
Esto lo inquietó todavía más.
¿Qué estaría haciendo? Dejó de nuevo el teléfono sobre la mesita y se obligó a pensar a
que tenía el móvil apagado porque quería descansar.
Maldijo la espera forzosa a la que estaba sometido. Sabía que el asesino volvería a actuar
aquella misma noche. Eran demasiadas muertes las que supuestamente le quedaban
guardadas en el bolsillo y, si el ritmo decaía, aquello se iba a hacer eterno para todos. Incluso
para el homicida.
Sopesó una vez más la petición de Fimiani de aumentar el dispositivo de seguridad, pero
ya conocía la opinión de su jefe. Levantaría demasiado polvo. El pueblo romano no era tonto
y demasiado era ya que todavía no se hubieran dado cuenta de mucho. No sabía cuánto
tiempo más podrían aguantar en esa situación porque las filtraciones en la polizia eran algo
habitual. Volviendo a lo anterior, aunque el capo no estuviera del todo de acuerdo con él,
había colocado tres coches patrulla más circulando por las calles de Roma. No es que fuera
un dispositivo bestial, pero pensó que era peor quedarse de brazos cruzados, sin hacer nada.
La orden que tenían era la de ir visitando las iglesias más concurridas de la capital italiana en
una ruta que él mismo estableció. El asesinato de Judas le provocó serias dudas pues parecía
haberse salido del patrón de los templos, pero, buscando un poco de información en Internet
acerca del Jardín Botánico, vio que seguía en sus trece. Hacía casi dos mil años aquello fue
un punto de reunión de cristianos que dedicaban su tiempo a escuchar la palabra de Dios de
mano de los predicadores de la época. Es decir, como si fuera una iglesia actual, solo que al
aire libre.
Sintió de nuevo el mismo escalofrío que cuando se enteró de este dato. Ver la
minuciosidad con la que había preparado hasta los lugares donde ocurrirían las muertes era
algo verdaderamente preocupante. ¿Cuánto tiempo llevaba preparando todo esto el asesino?
¿Meses? ¿Años? Cierto era que su mente no era la de un psicópata pero, ni tratando de
ponerse en situación lograba imaginar cómo alguien podía haber trazado un plan tan cuidado
y perfecto. La peligrosidad que se escondía tras estos detalles era difícil de concebir.
Dio una nueva vuelta en la cama y cerró los ojos. Se obligó a recordar tiempos pasados en
los que fue muy feliz y ni siquiera sabía lo que significaba la palabra preocupación. Trató de
centrarse en su época de instituto, cuando sus mayores aspiraciones no eran más que las de
que sus padres no lo pillaran con el paquete de tabaco. Uno que siempre llevaba encima solo
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para así sentirse mayor.


No supo si fue por conseguir salir de los pensamientos criminales o qué, pero lo cierto es
que él mismo notaba que por fin se estaba sumiendo en un sueño.
Con lo que no contó era con lo que estaba a punto de suceder. Su teléfono móvil comenzó
a sonar.
De inmediato, incluso antes de contestar, sintió la punzada en el estómago como vaticinio
de lo que seguramente vendría. Eran las cinco y veintitrés de la madrugada.
—¿Sí?
—Tenemos un nuevo cadáver, assistente, será mejor que venga.
—¿Está en la escena ahora mismo?
—Así es.
—Páseme la ubicación por WhatsApp. Me planto allí enseguida.
Cuando colgó se sintió tentado de lanzar el teléfono móvil contra la pared de la
habitación. Decidió no hacerlo y, sobre todo, calmarse. Estaba claro que las tres patrullas no
habían servido absolutamente para nada, tal y como esperaba. Volvió a dejar el teléfono sobre
la mesita y se frotó la cara en varias ocasiones. A pesar de no haber dormido, estaba algo
aletargado. Se vistió mientras su móvil sonaba con un mensaje entrante. Sería la ubicación,
con toda seguridad.
Cuando montó en el coche llamó de nuevo a Fimiani. Su teléfono móvil seguía apagado.
Maldijo en voz alta, aunque nadie lo escuchara.
Condujo todo lo rápido que pudo por las desérticas calles de Roma. Agradeció las horas
que eran, esa soledad le haría llegar más rápido a la escena. Mientras conducía pensó en el
lugar y negó con la cabeza. No podía creer que el asesino hubiera tenido el valor de actuar
ahí. El lugar era uno de los más visitados de Roma y, aunque evidentemente no era horario de
afluencia de turistas, alrededor del templo había varios clubs nocturnos de moda que solían
llenarse de jóvenes hasta que cerraban al amanecer. Un viernes por la noche aquello estaría a
rebosar.
Aparcó en los aledaños de la iglesia de Santa María la Mayor. La importancia de esta
iglesia era enorme en Roma, ya que era una de las cuatro basílicas mayores. Además de eso,
era una de las cinco basílicas patriarcales asociadas con la Pentarquía. Construida justo
encima de un templo pagano dedicado a la diosa Cibeles era, junto a Santa Sabina, la única
iglesia de Roma que aún conservaba la planta estrictamente basilical y la estructura
paleocristiana primitiva.
Resumiendo, la iglesia era toda una institución en Roma.
Además, durante un corto período de tiempo fue residencia papal oficial. Fue al acabar el
cisma y el papado de Aviñón, debido al mal estado en el que se encontraba el palacio de San
Juan de Letrán.
Paolo llegó al punto exacto. Varias patrullas estaban aparcadas también ahí. Como era de
esperar, los del turno de noche de Científica ya habían llegado. Para su sorpresa, también se
encontraba en la escena el juez y el forense de guardia. No recordaba el nombre de este
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último, apenas había cruzado alguna palabra con él. Le resultó gracioso que el juez sí hubiera
llegado tan rápido en la madrugada y no lo hiciera durante el día, en plena jornada laboral.
—Buenos días… o noches, como prefieran —dijo a modo de saludo cuando llegó hasta la
posición del juez.
—Serán buenos para usted, assistente. Este hijo de puta no respeta ni los fines de semana.
—Parece que no, Señoría. ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha dado el aviso?
—Pues esto le va a resultar gracioso, assistente —contestó el juez con evidente sorna en
sus palabras—. Por favor, agente —dijo dirigiéndose a un muchacho de mediana edad
vestido de uniforme al que estaban tomando declaración. Paolo no se había dado cuenta de
ese detalle cuando en un primer momento los había visto—. Cuéntele qué ha pasado.
—Estábamos haciendo la ronda que se nos ha asignado y, justo cuando pasábamos por
aquí, hemos visto algo muy parecido a dos sombras. Ahí, donde ahora está el cadáver. Ahora
han colocado esos focos —dijo señalando hacia dos luces artificiales que había colocado el
equipo de Científica—, pero habitualmente esto está algo oscuro y no se distingue todo bien.
Creo que nos ha visto detenernos porque enseguida una de las dos sombras ha caído al suelo
y la otra ha echado a correr. Hemos bajado del coche a toda velocidad, pero ha sido inútil
porque lo hemos perdido.
—¿Perdido? —Preguntó incrédulo Paolo.
—Sí, assistente. Se ha metido por ahí —dijo señalando hacia un callejón en el que solo se
veía oscuridad—. Yo me he quedado con la víctima a la vez que pedía refuerzos. Mi
compañero —dijo señalando a otro agente al que también tomaban declaración— ha
intentado perseguir la sombra por el callejón y, según me ha contado, cuando ha visto
imposible encontrarlo ha regresado para socorrer a la víctima. Él no sabía que no se podía
hacer nada. Estaba muerto. He intentado apenas tocarlo, pero en realidad pienso que no hacía
falta. Después de esto han llegado varias patrullas y el resto ya lo sabe.
Paolo suspiró. ¿Qué podía decirle a ese agente si, seguramente, no podía haber hecho
más?
—Buen trabajo, han hecho lo que debían.
Se giró hacia el juez, que esperaba paciente junto al forense para hacer su trabajo.
—Necesito verlo.
—Usted mismo —contestó el magistrado señalando hacia el cadáver con la palma de su
mano.
Paolo tanteó el lugar por el que podía pasar y lo hizo sin vacilar. Caminando con un pie
detrás de otro, en línea recta, como debía hacerse en un escenario donde acababa de ocurrir
una desgracia así. Hubo un punto en el que supo que no podía avanzar más, pero ya se podía
ver perfectamente cómo estaba la situación. Aquella noche no había caído ni una sola gota
desde el cielo por lo que el asesino no necesitó cubrir su “obra” con un paraguas
improvisado.
Observó el cadáver. Ahí estaba, tirado en el suelo y vestido con una sotana, tal y como
esperaba. Tenía el cuello seccionado con una gran incisión que, al parecer, llegaba de lado a
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lado aunque no se veía bien del todo por la posición del cuerpo. Una de las cosas que más
llamó la atención de Paolo es que no hubiera sangre alrededor del cuerpo. Por lo que pudo
ver, la yugular estaba completamente seccionada ya que el tajazo pasaba por ahí. Que no
hubiera sangre indicaba que el corte se había realizado en otro lugar y que se había arrastrado
el cadáver hasta ese punto. Esto concordaba con la explicación que había dado el agente de la
patrulla hacía unos instantes.
Paolo observó que uno de los técnicos de Científica tomaba la cartera del sacerdote del
suelo. Al parecer, se le había caído cuando lo soltó de golpe.
—¿Lleva la documentación? —Le preguntó al ver que la había abierto.
—Giovanni di Salvo. Padre Giovanni di Salvo —rectificó.
Paolo supuso que el nombre era lo de menos. Lo que importaba era que el asesino había
vuelto a actuar a sus anchas, aún a pesar de que habían estado a punto de atraparlo con las
manos en la masa. Se preguntó si ese era el verdadero lugar en el que quería dejar el cuerpo o
quizá iba a preparar algo más la escena, como en anteriores actos. Puede que por esa razón
ahora no tuvieran la pista que solía dejar para intentar reírse de ellos —porque tenía claro que
para otra cosa no era—. Esto significaba mucho en aquellos momentos.
Salió de sus pensamientos y regresó hasta la posición en la que estaba el juez. El forense
ya tenía la orden de inspeccionar el cadáver y se dirigía hacia él.
No dijo nada cuando llegó a la posición del magistrado. No hizo falta. Ambos se miraron
y Paolo abandonó la escena para dirigirse a su coche.
Cuando entró en él y cerró la puerta, comenzó a golpear de manera airada el volante
mientras gritaba como un poseso.

Capítulo 19

Sábado 23 de marzo de 2013. 09:16h. ¿¿??

El vuelo transcurrió sin el menor percance. Edward había procurado conseguirles el mejor
billete disponible dada la celeridad del viaje. Aun así, logró asientos en Primera Clase a pesar
de que los dos jóvenes insistieron en que no hacía falta tanto. Nada de eso sirvió, ya que su
anfitrión nunca se conformaba con menos pudiendo obtener lo mejor.
Carolina pasó parte del vuelo pensando en la cara que puso Edward cuando llegó a casa y
le contaron lo que habían averiguado. No se le iba de la cabeza. Parecía un niño
entusiasmado en el día de Navidad.
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—¡Son ustedes unos fueras de serie! —Exclamó lleno de júbilo.


—Es, es… le recuerdo que todo ha sido cosa de ella, yo estaría aún dándome de
cabezazos contra la pantalla —comentó un sonriente Nicolás.
—Lo son. Son un equipo, ¿recuerdan? Además, habrá cosas que usted resuelva solo en un
futuro, seguro, pero se complementan a la perfección —Edward no conseguía borrar la
sonrisa de su rostro.
—Bueno pues, explicado todo esto, creo que deberíamos ir mañana mismo. Supongo que
no importará que sea sábado.
—En absoluto, ¿cómo va a importar? Cuanto antes mejor. Mañana mismo deben partir.
Le pediré a David que disponga todo lo que se necesita para que su estancia allí sea lo más
cómoda posible. Me encantaría poder acompañarles, pero me temo que yo allí sería más un
estorbo que otra cosa. Es mejor que vuelen libres. Lo único que sí que les pido es que me
tengan al corriente de todo, por favor. Con lo que sea, me llaman enseguida.
—Cuente con ello. Faltaría más.
Edward los miró lleno de orgullo. Rebosaba alegría por todos los poros de su piel. No
podía estar más satisfecho con el resultado de su apuesta por esos jóvenes.
—Bueno. Y ahora, queridos amigos, ¿qué tal si lo celebramos?

Carolina salió de su ensimismamiento en el preciso instante en el que su maleta salía por


la cinta transportadora, junto a la de Nicolás. Durante el viaje no habían hablado demasiado,
aunque sí que era cierto que comenzaba a romper el hielo y los dos pensaban que la cosa no
iba mal del todo. Sobre todo sin fingimientos. Podían soportar la presencia del otro sin
ningún problema.
Uno de los momentos en los que se rompió el silencio fue cuando Carolina le preguntó
sobre Alfonso. Lo hizo sobre su nuevo puesto y sobre cómo estaban las cosas por Madrid, ya
que ella hacía tiempo que se había instalado en Israel. A pesar de ello nunca había roto del
todo el vínculo con la capital española, ya que seguía conservando su piso en la plaza de
Vázquez Mella, en el barrio de Chueca.
Nicolás, por su parte, le preguntó sobre cómo le iba el trabajo en tierras extranjeras. Si se
había habituado al país que ahora la acogía y si le quedaba mucho por allí todavía. Ella le
contó que no le había sido fácil habituarse a la vida y a las costumbres israelitas, aunque sí
era cierto que en todo ese tiempo apenas salían de las viviendas que tenían contratadas a
través de la fundación por motivos de seguridad. Sobre si todavía le quedaba mucho allí o no,
su respuesta se basó en afirmar en que estaría mientras quedara dinero que invertir. Eso podía
significar un año más o, simplemente, una semana.
Ninguno de los dos se atrevió a preguntar al otro por su vida amorosa.
Salieron del aeropuerto arrastrando las maletas. Miraron a su alrededor para intentar
localizar la empresa de alquiler de coches en la que el señor Hoff les había conseguido un
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 84

vehículo para moverse por allí. No tardaron en hacerlo. Se dirigieron al Rainbow Rent a Car
y, tras entregar ambos su documentación, les dieron las llaves de un Citroën C4 de color
negro. Nicolás introdujo en el GPS la dirección del hotel que David les había reservado y
pusieron rumbo hacia allí.
Durante el camino ambos miraban asombrados el bello paisaje. Uno tan enormemente
hermoso, que ninguno de los dos fue capaz de hablar durante los dieciocho kilómetros que
separaban el aeropuerto de la milenaria ciudad de Viena.
Nicolás, mientras observaba la bonita estampa, pensó en la similitud de este caso con el
otro que ambos investigaron. En los dos, de la noche a la mañana, su vida dio un giro de
ciento ochenta grados. Recordó que hacía tan solo tres días estaba pasando por un mal
momento que ya estaba durando demasiado tiempo. Casi una eternidad. De casa al complejo
policial y del complejo policial a casa. Siempre lo mismo. Solo. Aburrido. Casi deprimido,
hubiera asegurado. Ahora estaba en Austria, camino de Viena, con la mujer que más había
querido en toda su vida. Sí era cierto que su situación era la que era. Amigos, nada más.
Probablemente este sería el límite, pero lo único que le importaba era que ahí estaban, juntos,
el uno con el otro.
Al entrar en Viena recorrieron parte de sus calles guiados por el aparato que no dejaba de
hablar. Gracias a él, no les costó encontrar el hotel Sacher Wien, el que David les había
reservado. Según él, era el que mejor características tenía aunando comodidad y ubicación
respecto a su destino final.
No pensaron en cómo sería el establecimiento, pero de haberlo hecho, lo que nunca
hubiera podido imaginar es que sería así.
Ubicado en el corazón de Viena, frente a la Ópera Estatal, el hotel Sacher Wien tenía
cinco estrellas. A juzgar por lo que veían, merecidas. El lujo que mostraba el hotel, al menos
Nicolás, era algo que no habían visto en su vida, y eso que solo estaban mirándolo por fuera.
Dejaron el coche en el aparcamiento privado del edificio y comprobaron como el lujo no solo
se extendía a lo largo de su fachada exterior. Por dentro era una auténtica gozada visual.
Repleto de antigüedades de inmensa valía, sin duda, muebles de una talla exquisita y cuadros
que daban la impresión de que costara dinero el solo mirarlos. Incluso daba miedo pisar para
no dañar el blanco y perfectamente pulido suelo. Quizá, lo que más llamaba la atención del
espacio por el que pasaban era algo muy parecido a una mesa que contenía la talla de un
ángel blanco. La estatua reposaba debajo de una imponente lámpara de color oro. No muy
lejos de ese conjunto, había dos jarrones de aspecto considerable y de un color que dejaba
atrás al rojo para adquirir un nuevo tono inventado expresamente para ellos. El mostrador que
había justo después estaba revestido en un mármol oscuro. Si aquello era la recepción, no
podían imaginar cómo sería el resto del hotel.
Nicolás, que caminaba con la boca abierta, pensó lo genial que sería poder acostumbrarse
a un tipo de vida así. Desechó rápido la idea y trató de mantener los pies en la tierra.
Necesitaba trabajar durante cinco vidas para tener un cuarto de la fortuna de la que,
probablemente, disponía el señor Murray. Si estaba ahí era por una causa concreta y, sobre
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todo, invitado por el acaudalado hombre.


Al llegar al mostrador, el inspector probó suerte con el recepcionista. Era un hombre de
intenso pelo rubio y unos ojos azules solo comprables con el color del cielo. Tendría unos
cuarenta años más o menos y una sonrisa kilométrica.
—Hola, ¿habla español? —Preguntó el inspector.
—Oh, sí, para mí el español no es problemo. ¿Qué necesitan?
—Tenemos una reserva a nombre de Carolina Blanco y Nicolás Valdés. Estos son
nuestros pasaportes.
Nicolás los entregó a sabiendas del verdadero motivo de su comprobación. La Interpol
registraba cada visita en hoteles en una tremenda base de datos y que hacía saltar la alarma la
rara vez que un descuidado delincuente internacional registraba una visita con su verdadero
pasaporte. Pocas veces sucedía esto, pero Nicolás conocía algún caso concreto.
Después de maniobrar con el programa informático, el recepcionista se dirigió hacia la
impresora. Acto seguido trajo un papel que los dos tuvieron que firmar como huéspedes.
—Aquí tienen. Su habitación es trescientos cuarenta y cinco, en la tercera planta. Aquí
veo en observación que su petición es dos camas separados. ¿Es bien? ¿Es error?
—No, no, está bien así.
Nicolás agradeció mentalmente a David Hoff que hubiera tenido en cuenta este detalle y
les hubiera ahorrado el bochornoso momento de haberlas tenido que pedir ellos mismos.
—Comprendo. Aquí tienen —le entregó dos tarjetas de color blanco con el logo del hotel
—. Su régimen es de pensión completo, aquí aparecen los restaurantes que tenemos y las
plantas en las que estar. Disfruten de su estancia. Dejen las maletas, el servicio de
habitaciones se las subirá en breve.
Se despidieron del amable recepcionista y tomaron el ascensor hasta la tercera planta. El
hilo musical, suave, emitía una dulce melodía clásica que otorgaba más distinción al ya
señorial edificio. Llegaron a la habitación. Doble puerta. Aquello pintaba bien. Pasaron.
Los dos abrieron los ojos como platos al comprobar que era de grande como un palacio.
Era blanca, pero de un blanco inmaculado solo roto por algunos cuadros que mostraban
pequeños bodegones —a excepción de uno que presidía majestuoso la pared más amplia—.
Tenía dos baños, ambos revestidos con un vistoso mármol y que tenían más aspecto de spa
que de un simple cuarto de baño. La pena era que no hubieran ido a relajarse, sino a todo lo
contrario.
Cerca de la amplísima ventana de doble portón acristalado que daba acceso al balcón,
había un mesa redonda con un par de sillas tapizadas en marrón alrededor. Decidieron
sentarse ahí mientras esperaban las maletas.
—Según David, nos encontramos bastante cerca del lugar Podríamos ir andando. No
conozco la ciudad y no sé cómo estará el tema del aparcamiento, pero solo con que sea la
mitad de mierda que Madrid, lo llevamos claro. Seremos simples turistas paseando. Debemos
llamar la atención lo menos posible. Lo que ahora tanto se conoce como perfil bajo. Sabes
por experiencias pasadas que puede que tengamos varios ojos puestos en nosotros.
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Carolina asintió. Ya lo había pensado.


La puerta de la habitación sonó.
Un joven que no tendría más de veinte años les esperaba tras ella con las maletas subidas
a un carro que simulaba el color del oro en su acabado. Preguntó en inglés dónde dejar las
maletas y Carolina le indicó que sobre la cama. A Nicolás le hubiera encantado, como tantas
películas que había visto, sacarse un billete del bolsillo y entregárselo en la mano al joven
mientras a este se le iluminaba la cara. Pero David les había explicado de camino al
aeropuerto que Edward ya se había encargado de todo esto. En la facturación final de la
estancia estarían incluidas las propinas.
—Bueno, ¿vamos? —Preguntó Carolina una vez se hubo marchando el muchacho.
Nicolás afirmó con la cabeza.
Una vez fuera del hotel —habiendo pedido previamente un mapa de la ciudad en
recepción, en el que aparecía como punto de interés el mismísimo lugar al que se dirigían—,
comenzaron a andar hacia su destino. Comprobaron que, efectivamente, estaba muy cerca del
hotel en el que se alojaban.
Ninguno de los dos pudo disimular su nerviosismo al llegar.
—Entonces, ¿es aquí? —Preguntó Nicolás sabiendo la respuesta.
—Parece que sí.
Cuando vieron la cantidad de guardias que había en el lugar no solo se preguntaron qué
tenían que hacer allí, sino también como iban a hacerlo en caso de averiguarlo. Aquello
parecía una misión imposible.
El palacio imperial de Hofburg parecía una fortaleza inexpugnable.

Capítulo 20

Sábado 23 de marzo de 2013. 11:03h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Después de muchos años trabajando en la Direzione Centrale della Polizia Criminale,


Paolo sintió, por primera vez, que aquella era la parte del complejo que más visitaba. Era
como si en verdad no saliera nunca de allí. En circunstancias normales, hubiera bromeado
con el doctor acerca de ponerle una cama dentro o, más fácil todavía, dejarle una de las
camillas para dormir allí mismo. ¿Para qué marchar a casa? Las circunstancias eran de todo
menos normales, así que prefirió no hacer ningún tipo de comentario. No estaba de humor
para eso.
La autopsia ya había comenzado y Guido estaba concentrado en sus anotaciones. Por el
momento, solo se había realizado el reportaje fotográfico con sudario y, una vez quitado, con
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la ropa que vestía el sacerdote. También se le habían tomado las medidas externas y reflejado
en el papel su aspecto al llegar a la mesa. Los ayudantes del forense desvestían con cuidado
el cadáver para que el doctor procediera con el trabajo más delicado.
La hora de la muerte se había establecido en torno a una hora, como mucho dos, antes de
que lo encontraran. Era una teoría plausible pues daba tiempo a que lo hubieran asesinado en
torno a las cuatro de la mañana y haber trasladado su cuerpo en apenas una hora. El tráfico
era inexistente. Para basarse en ello, la forense de guardia había certificado que la lividez
cadavérica era mínima y no todavía no había aparecido nada de rigor mortis en la parte de la
barbilla, que era donde primero se manifestaba.
Guido seguía haciendo anotaciones cuando Paolo no pudo más y preguntó algo que él
mismo observaba.
—Tiene la misma herida de siempre, ¿no?
El forense dejó sobre una mesita con ruedas su carpeta y se colocó junto al cuerpo.
—Claro —afirmó—. Supongo que era de esperar, es lo único que siempre se repite. Su
patrón.
—Pero murió degollado, supongo.
—Paolo, entiendo tu desesperación, pero no olvides como es esto. No te puedo decir algo
así tan rápido.
—Guido, por favor…
El forense tragó saliva y suspiró.
—Tengo que analizar la zona, pero a primera vista te diría que no. No parecen haber
signos visibles de vitalidad alrededor del corte del cuello. En cambio aquí los veo claros —
dijo señalando la herida de debajo de las costillas—. Creo que, una vez más, murió a causa de
la punción. El degollamiento parece ser post mortem. Pero, por favor, no te quedes con esto
ni digas a nadie que yo lo he dicho, que uno tiene un prestigio y tengo que hacerlo oficial.
—Vale, como quieras. Es por hacerme una idea. Pero volviendo a lo de la punción, ¿Qué
sentido tiene? ¿Para qué ser tan paciente y esperar el tiempo necesario para que muera
desangrado? Es que, poniéndonos en su piel y pensando que después lo degollaremos, no lo
entiendo.
Guido, primero, levantó los hombros mostrando que no sabía qué decir. Paolo lo miraba
esperando algo más por su parte, así que meditó algo más una respuesta y después habló.
—Quizá necesite mostrarnos esa paciencia, Paolo. No lo sé. Puede que quiera que
sepamos que es un tipo de convicciones fijas. Que aunque varíe su modus operandi por vete a
saber tú, no lo hará en el modo en el que acaba con sus vidas. Como si fuera un sello. Una
marca personal.
—¿Una firma? Es precisamente lo que me jode, Guido. Que en unas cosas se sale del
molde y en otras es jodidamente predecible. Y tanto juego con ambos costados es lo que me
está sacando a mí de todo esto. No sé cómo tomarme esto.
—Yo creo que es lo que quiere. Pero sí es cierto que, sea adrede o no, me asusta que sea
tan paciente como para dejar que muera desangrado y luego hacer lo que tenga que hacer con
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el cuerpo. Es un jodido sádico. Me asusta.


—A mí también, joder. Lo que me más me fastidia es lo trazado que lo tiene todo. Cada
detalle está tan atado que solo puede ser producto de meses de planificación. Incluso podría
decir que años.
—Mal asunto, amigo, mal asunto.
Paolo asintió a la vez que miraba el cuerpo sin vida del sacerdote.
—¿Hay algo más que te llame la atención de primeras? No quiero subirme sin nada, que
estoy hasta los cojones ya.
—Bueno, creo que sí. Mira la herida del cuello, el tajo, parece muy profunda, al menos en
lo superficial. El cuello es uno de los músculos más robustos que tenemos, pero si
seccionamos parte de él, no es complicado que el resto se desgarre y la cabeza o, se acabe
separando del todo, o caiga para atrás pues apenas está unida. No sé si me explico…
Paolo tardó unos segundos en procesarlo, pero lo acabó entendiendo.
—¿Te refieres a que está demasiado unida al cuello a pesar del corte?
—Simplificando, sí.
El assistente se quedó mirando al forense sin saber muy bien qué decir. Analizaba lo que
podría significar eso. Intercambiaba miradas con Meazza y el cadáver.
Se le ocurrió algo extraño. Muy macabro, de hecho, pero no imposible. Por la mirada de
Guido, hubiera jurado que él también lo pensaba.
—¿Intentamos moverle la cabeza? —Preguntó.
Meazza asintió sonriendo. Ambos se temían lo mismo.
Lo hicieron con cuidado, ahora sí se empezaba a manifestar el rigor mortis en la
mandíbula del sacerdote. No quisieron forzar, pero sí había algo que era extraño en la zona.
—Es que, fíjate, es como si la tuviera… no sé, «pegada», al propio cuello.
Guido se quedó mirando fijamente la zona. Pasaron unos segundos hasta que habló.
—Espera, Paolo, vamos a probar una cosa.
El forense llamó a uno de sus ayudantes y le contó lo que quería hacer. Este último no
disimuló su sorpresa ante la petición, pero no rechistó.
Todos se colocaron en posición.
—A la de tres —dijo Meazza—. Una… dos… y tres… Con cuidado, por favor.
Forense y ayudante comenzaron a mover la cabeza hacia un lado y otro a la vez que
estiraban hacia afuera. Paolo era el encargado de sostener el cuerpo para que no se moviera.
Tal y como esperaban, no sin dificultad, empezó a ceder y a separase del cuello. Para
terminar de desunirla, a Guido no le quedó más remedio que cortar con el bisturí las últimas
uniones con el cuerpo.
Lo que apareció al separarla del todo dejó a todos los presentes sin habla.
Incrustado en dirección al pecho, con el mango metido dentro de la propia cabeza, había
un cuchillo de cocina de grandes dimensiones. Tanto Paolo como el forense tardaron unos
segundos en poder articular palabra. Paolo hasta llegó a sentir cierta sensación de mareo que
él mismo se obligó a controlar cuanto antes. No era tiempo para flaquezas.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 89

—Pero, ¿qué coño? —Acertó a decir.


Guido dejó la cabeza sobre la camilla, al lado del resto del cuerpo y dio media vuelta al
tiempo que se separaba de allí. El assistente vio como se quitaba los guantes y se bajaba la
mascarilla dejándola reposar sobre su propio pecho. Cuando volvió a girarse, Paolo vio como
no dejaba de pasarse los dedos pulgar e índice sobre los lacrimales y el puente de la nariz.
—Esto me supera, Paolo —comentó con cierto temblor en la voz—. Nunca había visto
algo parecido, te lo juro. Me da igual la de cadáveres con los que haya tratado, te juro que
nunca había visto algo así. ¿Cómo coño ha hecho esto? Esto no es natural, Paolo, no es
natural. Es un puto demonio. Una persona no puede hacer esto. ¿Me entiendes? No se
puede…
Paolo no dijo nada. Lo creía. Él tampoco había visto algo así en su vida. Aún así,
intentaba mantener el tipo, aunque le costaba.
—Sé que te voy a pedir algo complicado dadas las circunstancias, ¿pero puedes
fotografiarlo y sacarlo? —Preguntó el assistente tratando de que su tono fuera sosegado.
Meazza pareció dudar, pero obedeció. Se colocó de nuevo un par de guantes y la
mascarilla. Se acercó de nuevo al cuerpo y respiró profundo varias veces antes de proceder.
Con sumo cuidado lo extrajo. Su gesto de sorpresa era evidente.
—¿Qué pasa? —Quiso saber Paolo.
—No he tocado un puto hueso y esto me preocupa todavía más. No me puedo creer que
haya sido producto de la casualidad que al meterlo haya sido tan limpio. Sabía por dónde
hacerlo para no toparse con nada. ¿Tú sabes lo difícil que es esto? Es un jodido experto en
anatomía humana. ¿Tú sabes lo que significa esto?
Paolo maldijo mentalmente a la vez que resoplaba. Claro que lo sabía. Por supuesto. Un
problema más. ¿Cuántos iban ya?
—¿Y dónde mierda está el puto padre Fimiani cuando se le necesita? ¿Cómo sé yo que
esto no es en realidad un acto simbólico de otro apóstol?
—Coño, es verdad —dijo el forense—. Con tanta mierda no te he preguntado por tu
sombra.
—Mi grano en el culo, más bien. Ojalá supiera decirte dónde está. Tiene desde ayer por la
tarde el teléfono apagado y no lo puedo localizar. Cuanto más necesita correr uno, más
obstáculos se encuentra en el camino. Oye, una pregunta, tú que lo conoces más que yo…
¿Es de fiar el padre este?
El forense se encogió de hombros.
—A ver, Paolo. Yo lo conozco, pero no hemos intimado. De hecho habla muy poco
cuando visito al papa. Aunque, bueno, por lo que he podido ver no parece mala gente. Pero
eso sí, he pensado muchas veces que siempre está tan recto porque quiere aparentar algo que
no es. No sé si me explico. Como si necesitara mostrar a todos que es un hombre inflexible.
Aunque yo que sé, esto y nada es lo mismo. Te sorprendería la de pazguatos que me cruzo así
por los pasillos del Vaticano.
—Ya… imagino… No sé. De todos modos, como dices, hay algo en él que no… no sé
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 90

como decirlo… No me inspira confianza.


Meazza no supo qué decirle.
—En fin. Esto es una mierda —sentenció el forense y se dirigió a uno de sus ayudantes
de nuevo—. Anda, ayúdame a darle la vuelta al cuerpo, me olvidaré de la cabeza por un
momento y me centraré en todo lo demás. Luego la coséis lo mejor que se pueda para que el
conjunto esté algo más presentable. Ahora hay que ver si tiene alguna herida en la parte
posterior.
Su ayudante obedeció y ayudó al forense a darle la vuelta. Cuando lo hicieron, una nueva
sorpresa quedó al descubierto. En su espalda había una serie de cortes extraños, más que nada
porque parecían ser paralelos entre ellos. Con esas incisiones había cortado piel y músculo,
dando la sensación de que se había creado capas.
—¿Y esto qué es ahora? —Preguntó desesperado Paolo.
—Y yo qué sé… —respondió casi abatido el forense—. Esto es una puta caja de
sorpresas y yo ya no puedo más.
Paolo se quedó un rato mirando el extraño dibujo que parecían formar los cortes. Más que
un dibujo, era como si hicieran una forma.
—¿No te parece algo así como un libro con sus hojas y todo?
El forense se alejó algo para mirarlo con algo más de perspectiva.
—No sé, Paolo, es echarle demasiada imaginación.
—Fíjate bien, en serio. Es como si fueran páginas y lo de arriba del todo, las tapas.
¿Cómo coño lo ha hecho?
Guido volvió a quitarse los guantes y, de nuevo, se masajeó las sienes.
—Podría ser, pero no me convence del todo. Respondiendo a cómo lo ha hecho, no es tan
complicado para alguien que domina el bisturí. Esto es muy parecido a eso que te conté del
peel off, de disecciones por capas para ver la forma de una herida profunda. Me reafirmo en
que el tipo sabe lo que hace.
—Bueno, al menos reduce algo la búsqueda, aunque podría ser autodidacta.
—Descabellado no es. De hecho, en la carrera conocí a algunos que ya tenían pericia,
¿sabes? Nunca lo había pensado pero, joder, podrían ser psicópatas ahora.
—¿Son ante o post?
—De manera no oficial, post, sin duda. Igual que lo del cuello.
—Reafirmamos la teoría principal. Primero los desangra y luego juega con ellos. ¿Piensas
que el cuchillo podría ser el arma homicida?
—Habrá que comprobarlo, pero yo diría que no. Es grande, sin duda, pero basándome en
lo que he visto el otro es más largo. Ahora teniéndolo lo puedo comparar.
—Gracias, Guido. Te voy a dejar para que sigas tú con la autopsia —dijo a la vez que se
quitaba la bata estéril y la mascarilla—. Necesito encontrar al jodido Fimiani para que me
empiece a aclarar muchas cosas. No hace falta que te diga que me llames de inmediato si
encuentras cualquier cosa.
El forense asintió.
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Capítulo 21

Sábado 23 de marzo de 2013. 11:19h. Palacio imperial de Hofburg. Viena

La descripción que habían leído en Google sobre el Palacio Imperial de Hofburg no


andaba mal desencaminada. Tal y como tantas veces repetían en las reseñas: sí, en efecto,
aquello parecía una ciudad dentro de otra. Era inmenso. Leyeron que tenía más de dos mil
seiscientas estancias repartidas a lo largo de dieciocho alas. Casi nada.
Su conjunto arquitectónico abarcaba diferentes estilos, desde el gótico hasta el
historicismo. Su construcción comenzó en el siglo XIII y fue llevada a cabo por la dinastía
Babenberg. A partir de ahí, fue ampliado y reformado durante varios siglos hasta llegar a lo
que hoy se podía visitar. Durante siete siglos fue residencia oficial de los Habsburgo. En la
actualidad, además de albergar varios museos con colecciones únicas de joyas y objetos de
carácter sagrado de lo más variopinto, servía como despacho para el Presidente de la
República de Austria, además de diversas instituciones.
Carolina y Nicolás andaban despacio por las inmediaciones. Trataban de no perder detalle
de todo lo que sus ojos eran capaces de visualizar. Se acercaron hasta la Plaza de San Miguel.
Desde allí, el palacio ofrecía una nueva perspectiva que solo contribuía a que se acrecentara
su majestuosidad. En la propia plaza, había una puerta de mismo nombre que daba acceso al
complejo. Ambos dudaron de si pasar por ahí o por otra entrada. En realidad no tenían ni idea
de adónde ir ni de como proceder.
Decidieron sí acceder por esa puerta y comprobaron que estaba decorada con una
imponente figura tallada en mármol a cada uno de sus lados. En la parte superior de la puerta
había un zócalo con una representación.
Carolina echó un rápido vistazo a unos folios que había impreso la noche anterior, en casa
de Edward.
—Mira, Nicolás. Eso de ahí arriba son los trabajos que tuvo que realizar Hércules como
penitencia por haber matado a su mujer e hijos.
Nicolás la miró perplejo.
—¿En serio los mató? Pensaba que Hércules era un héroe.
—Y lo fue. En la mitología griega se cuenta que él no fue consciente de haberlos matado.
Fue Hera, esposa de Zeus, la que lo indujo a hacerlo dándole de beber una especie de veneno
que lo sumió bajo su voluntad.
—Pues qué hija de puta.
—No es justificable, pero lo hizo por despecho al ser Hércules un bastardo de Zeus. En
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realidad era un acto de venganza hacia su marido.


—Madre de Dios… A veces dais miedo.
—No lo sabes tú bien.
—De todas maneras me quedo con la versión de Disney. Es más bonita.
—Sí, con menos hijas de puta.
Nicolás no pudo reprimir la sonrisa. Trató de disimularla todo lo que pudo para que la
muchacha no se percatara de ella. Le fue imposible.
—¿Crees que esto tiene algo que ver con lo que hemos venido hacer aquí? —Preguntó el
inspector tratando de romper el momento.
—Fue lo primero que pensé anoche pero, sinceramente, espero que no. No me haría
gracia la idea de tener que realizar las doce pruebas de Hércules para llegar hasta la
hermandad. Imagino que serían basadas en y no literales pero, aún así, más nos vale que no.
Atravesaron la puerta y se encontraron bajo la Cúpula de San Miguel. Tras ella se accedía
al Museo de la Mesa y la Platería de la Corte, a los apartamentos imperiales, al Museo de
Sissi y al Museo del Esperanto.
Cuando la noche anterior Carolina vio que el palacio albergaba el museo de Sissi, sintió
una gran nostalgia acordándose de su madre. A ella le encantaba todo lo que tuviera alguna
relación con la emperatriz Elizabeth, más conocido como Sissi. Recordó cuando de pequeña,
su madre ponía cada vez que tenía ocasión la cinta en VHS de la película «Sissi emperatriz»,
rodada en el año cincuenta y seis. El olor a palomitas quemadas que preparaba su padre le
llegó como si lo estuviera oliendo en ese preciso momento. De pronto se vio a sí misma, a su
hermana, su madre y a su padre sentados a lo largo de aquel inmenso sofá de color gris. Ella
sabía que a su padre no le gustaba nada la película, pero era tanta la devoción que sentía por
su madre que se olvidaba de eso y la veía junto ella cada vez que la ponía. Recordó como de
pequeña quería ser emperatriz. Como ese sueño se vio alterado con el paso de los años
cuando comprendió que todo aquello no podría ser nunca en la vida real. Quizá el momento
definitivo, cuando rompió todos los lazos que la unían a esos sueños, fue cuando su madre y
su hermana fallecieron en aquel accidente de tráfico, hacía ya siete años. A pesar de que el
hombre que tenía ahora al lado le hizo sentir como a Sissi durante unos pocos meses,
entendió que aquel sueño se había roto para siempre.
Ojalá algún día volviera a sentirlo.
Después de pasar bajo la cúpula llegaron a un patio rectangular, conocido como el Patio
In Der Burg. Traducido, significaba «en el castillo». Cuando Nicolás leyó la explicación
enarcó una ceja pensando que no se habían esmerado demasiado en el título. A cada paso que
daban, los dos miraban de un lado a otro. Trataban de no parecer desesperados, pero
necesitaban confirmar de alguna manera que estaban en el lugar correcto y que todo aquello
no estaba siendo en vano. De momento no había nada.
Continuaron avanzando por el patio. Carolina no lo pudo evitar y le salió la vena de guía.
Comenzó a relatar a Nicolás que los edificios que rodeaban el patio eran una mezcla entre
renacentistas y barrocos. Ella no sabía si a él le importaba o no, pero su gesto era de atención
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total. Llegaron justo a la mitad del patio. En este punto había una estatua de bronce de
Francisco José I. Ambos se miraron sin saber muy bien qué decir, ya que no sabían hacia
dónde echar a andar.
—¿Y ahora? —Preguntó el inspector mientras se rascaba la cabeza.
—No tengo ni idea —Carolina se giró sobre sí misma intentando saber qué decir—. Ni
siquiera sé qué estamos buscando exactamente. Tampoco sé si tras recorrer el palacio entero
tendremos la menor idea sobre qué hacer.
—¿Recorrerlo entero? ¿Pero tú has visto lo grande que es?
—Pues tú dirás. Ahora mismo no sé decirte otra cosa.
—Joder —soltó de pronto Nicolás colocando los brazos en jarras—. No sé… vayamos
por ahí mismo… total, ¿qué más da?
Carolina echó a andar primero. En ese momento no lo supieron, pero habían optado por
pasar por la Puerta de los Suizos que daba acceso al patio de mismo nombre. Una vez en él,
leyeron que fue el lugar en el que se encontraba originalmente la Guardia Suiza, la misma
que ahora cuidada de la seguridad del Papa en el Vaticano. Siguieron por la derecha. No
tomaban ninguna dirección tratando de seguir alguna lógica, solo caminaban y punto. Tras
esto llegaron a un fortín que conducía a la impresionante Escalera de los Embajadores. Sin
perder tiempo, siguieron avanzando un poco más y alcanzaron la escalera exterior, que a su
vez conducía hasta la gótica Capilla Imperial, construida en el siglo XV. Esta capilla era la
misma en la que cada domingo, de septiembre a junio, se podía escuchar a los Niños
Cantores de Viena.
Ambos no ocultaban la emoción de ver tanta belleza con sus propios ojos y, a la vez,
descubrir rincones que los estaban dejando boquiabiertos, pero no podían evitar sentir la
frustración de pensar que estaban dando vueltas en vano. La esperanza de hallar algo era cada
vez menor. Esto era algo que poco a poco se iba viendo reflejado en sus rostros.
Especialmente en el de Nicolás, que no disimulaba su enfado.
—¿Qué hacemos? ¿Subimos? —Preguntó Carolina señalando las escaleras con la mirada.
—Espera —contestó Nicolás fijándose en una puerta que había justo debajo de la propia
escalera—. ¿Qué pone ahí?
Carolina se acercó.
—Pone: Cámara del tesoro —miró en sus papeles—. Es una especie de museo donde se
exponen piezas muy importantes del tesoro sacro y profano de los Habsburgo. ¿Crees que es
importante?
Nicolás se encogió de hombros.
—A estas alturas ya no sé qué puede serlo o no.
—Bueno… —comentó pensativa Carolina—. Explicado así suena vulgar, pero aquí
dentro hay cosas muy antiguas. El manuscrito de Edward también lo era, por lo que podemos
llevarnos una sorpresa.
Nicolás lo sopesó durante unos momentos. Lógica aplastante, le encantaba eso. Sin
pensarlo más se dirigió hacia la puerta y la abrió, cediendo el paso con una teatral reverencia
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 94

a Carolina.
Una vez dentro y previo pago de seis euros cada uno, pasaron a la primera sala del museo
—estaba compuesto por veintiuna—. Tuvieron que resignarse al comprobar como un grupo
de escolares también estaba dentro tomándose aquella visita como una juerga. Mientras, un
apurado guía, trataba por todos los medios de mantener su atención. No tenía éxito. Tanto
Nicolás como Carolina se miraron y levantaron los hombros. Aunque visto desde otra
perspectiva, no todo iba a ser malo. Primero, porque tras escuchar a los profesores reñir a
varios de los niños comprobaron que eran españoles. Segundo, porque Carolina decidió usar
esto en su favor.
—Vamos a pegarnos lo máximo posible, disimuladamente, a ellos —le susurró a Nicolás
al oído—. Tenemos guía gratis, así que vamos a aprovecharlo.
El inspector tuvo que esperar a que los poros de su piel volvieran a su posición natural
tras el susurro de Carolina para procesar lo que le había dicho.
Asintió, pero Carolina ya se había acercado a ellos. Él la imitó y puso su oído en lo que el
guía trataba de contar.
—Y aquí —siguió hablando—, encontramos uno de los objetos más preciados en el
mundo entero. No olvidemos que esta cámara del tesoro es la más importante de todas
cuantas hay en el planeta. Se trata de la corona de Rodolfo II. Esta corona tan reluciente que
aquí veis se acabó convirtiendo posteriormente en la corona del Imperio Austríaco, no sé si es
algo que habéis estudiado o no en el colegio todavía, pero no os imagináis lo importante que
es. Representa un poder inimaginable.
A su explicación solo hacía caso dos de los tres profesores —el tercero estaba pendiente
de que los niños no dieran demasiado la lata—, un par de niños y Carolina además de
Nicolás, que trataban de no perder detalle. El inspector observó que el brillo de los ojos de
Carolina estaba en uno de los momentos de máximo esplendor. Miraba entusiasmada la
corona que les había presentado el guía. Se notaba que, dejando de lado la investigación,
estaba disfrutando como una niña pequeña pudiendo ver ella misma tantos pedacitos de
historia reunidos.
Después de esto pasaron por varias salas más. Siempre lo hacían a una distancia prudente.
Como si no fuera con ellos. Trataban de huir de dar la imagen de lo que precisamente estaban
haciendo, ser unos parásitos que se habían pegado a un grupo de escolares tratando de rapiñar
cualquier información relevante. En las salas siguientes pudieron ver tesoros tales como la
Corona Imperial, de segunda mitad del siglo X; la herencia de Burgundia, del siglo XV; y
varios objetos preciosos de la colección personal de los Habsburgo. Quizá el que más llamaba
la atención de todos era un unicornio de casi dos metros y medio de alto. También tuvieron la
oportunidad de poder ver con sus propios ojos el globo y el cetro, objetos que, al menos
Carolina se había hartado de ver en decenas de fotografías el libros de texto de Historia.
A pesar de la emoción de ver tanta historia con sus propios ojos, los dos seguían sintiendo
muy de cerca la frustración. Era algo que se acrecentaba con el paso de las salas y que, al
menos Nicolás, tenía miedo de que le acabara hartando e hiciera que lo mandara todo a hacer
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puñetas. Todavía no sabía qué buscaba allí dentro. El manuscrito parecía haberles enviado a
aquel lugar, pero, ¿de verdad estaban en el punto adecuado? Era inmenso ¿No estarían, acaso,
perdiendo el tiempo? ¿Estaban buscando una minúscula aguja en un inmenso pajar? Quiso
engañarse a sí mismo y comenzó a repetirse que no, que estaba en el lugar adecuado. ¿Dónde
más podría ser?
Llegados a un punto el guía se detuvo. Otra vez, para el propio pesar de Nicolás.
—En esta sala encontramos el que quizá es el objeto sagrado por excelencia. Algo que,
seguro, nunca pensasteis poder ver con vuestros propios ojos —el guía hacía énfasis en sus
palabras, en un último intento por reclamar la atención de los niños que seguían a lo suyo—.
Estoy seguro que alguna vez en vuestra vida habéis oído hablar de lo que os voy a enseñar. Sé
que hoy en día la religión no está demasiado presente en colegios y, bueno, en la vida general
de la gente, pero esto lo habéis escuchado, seguro —hizo otra pausa, la atención que tenía era
la misma que hace un momento—. Bueno —prosiguió—, esta es la lanza con la que el
soldado Gaius Casius Longinus atravesó el costado de nuestro señor Jesucristo. Con ella se
aseguró de que moría una vez fue crucificado.
Un par de niños empezaron a escuchar su explicación. Un arma mortal ya era algo digno
de su atención.
—Es por eso que se la conoce como la «Lanza de Longino» —continuó hablando— y es
una de las reliquias más sagradas de toda la cristiandad. Muchos no saben que se encuentra
aquí y todos se sorprenden al enterarse. Quizá, no se le da la publicidad que merece. Pero si
me permitís una opinión personal, mucho mejor. Así solo unos privilegiados la pueden ver
con sus propios ojos. Y esos sois vosotros.
Ya tenía a unos seis niños atendiendo. Esto le hizo venirse arriba.
—Sea como sea, aquí la tenéis. La Biblia cuenta que cuando el soldado clavó la lanza a
Jesús, de su costado salió tanto sangre como agua.
Nicolás y Carolina, al igual que los seis niños, escuchaban con atención la explicación
desde la distancia. Después de que el guía pronunciara estas últimas palabras, un escalofrío
recorrió la espalda de los dos. Como si una alarma interna les avisara que ahí había algo
importante. Ambos conocían la historia de cuando Longino clavó la lanza a Jesús. La había
escuchado decenas de veces, pero no habían sido capaces de relacionarla con lo que fuera que
estuvieran buscando. Sin querer martirizarse, era cierto que no era algo fácil de hacer. Fuera
como fuese, el guía había pronunciado las palabras mágicas.
Sangre y agua.
No necesitaron hablarse entre ellos para saber que pensaban en la frase del códice.

«La sangre es tan necesaria como el agua para la vida»

Imposible estar donde supuestamente tenían que estar y haber escuchado estas palabras.
Las casualidades existían, pero los dos habían aprendido que en estas historias no las habían.
La relación existía. Tenía que existir. No sabían de qué manera, pero ahora sí sabían que
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 96

estaban dando los pasos correctos. Tras un par de explicaciones más en la sala que no
aportaron nada nuevo, la improvisada visita guiada finalizó. Nicolás miró al guía y asintió
agradecido. Este no tenía ni idea de lo que hacía ese hombre.
Esperaron pacientes a que el guía y el grupo de escolares —y profesores— abandonaran
la sala para quedarse a solas frente a la lanza. Cuando por fin lo consiguieron, se acercaron
todo lo que pudieron para observarla mejor.
Tumbada sobre una vitrina de cristal, aparentemente blindado y lleno de huellas dactilares
de curiosos, el arma reposaba sin aparentar la grandeza que se le atribuía. Quizá lo más
extraño de todo era el excelente estado en el que se encontraba. Este detalle hizo que Nicolás
enarcara una ceja ya que dudaba de la autenticidad del arma. No aparentaba los años que se
decía tenía. Tenía aspecto de haber sido recién forjada. Además, en el centro del arma había
algo parecido a una banda de oro que la cubría y que aún parecía de fabricación más reciente.
Había una frase en latín.

«Lancea Et Clavus Domini»

—La lanza y el clavo del Señor… —comentó Carolina.


—¿Y eso qué quiere decir?
Carolina se limitó a encoger los hombros.
—Y la banda de oro… —continuó hablando Nicolás.
—Puede que esté muy mal por su parte central y por eso la han cubierto.
—No sé, pero necesitamos algo de información sobre ella. Quizá sea la clave.
El inspector extrajo el teléfono móvil del bolsillo para hacer una búsqueda en Internet. El
intento falló, no tenía cobertura. Carolina, que se percató de esto, extrajo también el suyo. La
misma suerte.
—¡Me cago en la puta! Tenemos que salir fuera.
—¿Y si no nos dejan entrar de nuevo? En muchos museos no dejan una vez que sales.
—Joder, pues le decimos que tenemos una indisposición o algo. O que nos pongan un
puto sello como en una discoteca. O yo que sé, pagamos otra vez, que no hay que ser tan
miserables.
—Vale, vale, lo pillo. No hace falta que te pongas así, muchacho.
Nicolás comprendió que la ansiedad por obtener información le había hecho hablarle así a
Carolina. Trató de enmendarlo.
—Perdona. Vamos a intentar lo primero que te he dicho. Pon cara de malita.
Se dirigieron a la entrada y él se encargó de contar la mentira. Dijo que su acompañante
no se encontraba bien y que si podían salir a tomar el aire para retomar después la visita. Lo
hizo en un inglés al que haber llamado penoso, hubiera sido adecentarlo muchísimo, pero
funcionó. El encargado se quedó con cara de preocupado mientras observaba a Carolina salir
del lugar.
Recorrieron el camino de vuelta hasta que llegaron de nuevo al patio in der bug. Allí ya
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se detuvieron para comprobar la cobertura de sus terminales. Ahora sí tenían.


Nicolás abrió el navegador Safari e introdujo lo que deseaba buscar. Tocó con su dedo
índice el primer enlace que le mostró el buscador, ya que le parecía interesante.
—Aquí dice que, después de aparecer nombrada en la Biblia, no se volvió a tener noticias
de ella hasta tiempos de Otón I —comentó sin levantar la mirada de la pantalla.
—¿Otón I? Eso fue en el siglo… X, ¿no? —Contestó de memoria.
—Exacto. Además, dice que la banda de oro se le puso en el año 1350. Lo hizo Carlos IV.
Debajo de esa lleva una de plata, que fue puesta por Enrique VI en el año 1050. En ella hay
una inscripción que dice: «Clavus domini».
—El clavo del Señor… —apuntó Carolina.
—Eso es. Según explica esto, es por la creencia de que era la lanza de Constantino el
Grande, que encerraba como reliquia un clavo usado en la crucifixión de Jesús.
—Espera, espera, ¿qué?
Nicolás no supo qué contestar.
—¿Pero entonces es o no la lanza de Longino? —Insistió Carolina.
—Me parece que no —apuntó Nicolás—. Aquí dice que en 2003 un metalúrgico inglés
llamado Dr. Robert Feather obtuvo permisos extraordinarios. No solo para examinar la lanza
en un laboratorio, algo que no se había hecho aún, sino también para poder quitarles las
banda de oro y plata que la mantienen unida. Vaya —hizo una pausa—, aquí pone que sí, que
está rota en dos pedazos.
—¿Pero qué conclusiones sacó? —Insistió Carolina.
—Perdona. En su opinión y la de otros expertos, la lanza no es real. Tras realizar la
prueba del Carbono catorce, dictaminaron que data del siglo VII, por lo que muy verdadera
no es.
—Bueno, de todas maneras está muy bien conservada para tener catorce siglos, ¿no?
—Sí, pero esto no nos vale de nada.
—Pues vaya.
—Espera, que hay más. Dice que hay más de estas lanzas sagradas esparcidas por todo el
mundo. Y claro, cada uno afirma que la suya es la verdadera, desprestigiando al resto.
—No debería sorprendernos. Igual pasa con la cruz.
—¿Cómo?
—Pues que te sorprendería saber la de iglesias que dicen tener una astilla de la Vera Cruz.
Yo creo que si las juntáramos todas nos haríamos una bonita casa de madera. Una cruz no da
para tanto.
—Pues estamos apañados con esto. ¿Entonces estamos o no en el buen camino?
—No lo sé. Pero ahora sabemos más de ella y puede que entrando veamos algo que se
nos ha escapado.
—Podría ser —comentó mientras miraba hacia un punto fijo.
Carolina se percató de que estaba embobado y quiso saber por qué.
—¿Me puedes leer el texto entero? El del manuscrito, el de aprender a andar.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 98

La chica extrajo su teléfono móvil y buscó la imagen en la galería de fotos. La agrandó y


la leyó en voz alta.
—Para aprender a andar tienes que dar 48206507 pasos hacia adelante, sin descuidar los
16365262 pecadores que a tu derecha dejarás. Para entrar en el cielo debes aprender a mirar
al suelo, pues la salvación puede estar detrás de los héroes, el primer par te lo puede mostrar.
Nicolás no pudo evitar sentir un escalofrío recorriéndole la espalda. Este se hizo visible
en su rostro.
—¿Qué pasa? —Quiso saber ella.
—Mira ahí —respondió señalando con su dedo.
Un cartel señalaba hacia adónde se iba tomando esa dirección.
—Pone Plaza de los Héroes. ¿No?
Nicolás se limitó a asentir mientras no dejaba de darle vueltas a una idea.
—¿Pero qué pasa con eso?
—El manuscrito lo dice: La salvación puede estar detrás de los héroes; la referencia no
puede ser más clara. Y, no me jodas, primero se nos envía aquí, después la lanza hace alusión
y ahora esto de los héroes. ¿Quieres más?
Carolina lo pensó por un instante. Puede que Nicolás tuviera razón. No perdían nada por
intentarlo.

Capítulo 22

Sábado 23 de marzo de 2013. 13:02h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Paolo resopló a la vez que echó su cabeza hacia atrás. Llevaba ya un buen rato redactando
diligencias para el juez frente a la pantalla del ordenador. Odiaba esta parte del trabajo. Le
daba más rabia todavía cuando pensaba en que mucha gente creía que su labor era la de estar
todo el día corriendo detrás de hampones. Obviaban la parte tediosa de todo aquello, que se
componía entre horas muertas tratando de reordenar el caos y el rellenado de diligencias para
el juzgado. En este caso concreto, contar cosas increíbles que encontraba pero, que no sabía
dar ningún significado, más bien le valía de poco. Solo para perder el tiempo. Pasó su pulgar
e índice por ambos ojos, le escocían. Hacía tiempo que el oftalmólogo le había recomendado
el uso de gafas sin graduación, solo con cristales anti reflejantes para evitar precisamente este
tipo de cosas. Estar sentado tantas horas frente a la pantalla de ese PC ya anticuado le estaba
destrozando los ojos. Por más que el capo lo pedía, no había manera que el Ministerio
decidiera cambiar esos monitores por unos que ayudaran a reducir la vista cansada.
Después de acabar con los ojos masajeó sus sienes. También le dolía la cabeza. En
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 99

realidad no había dejado de dolerle. Por más ibuprofeno que tomaba, no desaparecía ni un
ápice de dolor.
Sobre su mesa, anotado con bolígrafo sobre un folio, estaba el nombre del apóstol en el
que se basaría la siguiente muerte. Parecía mirarlo desafiante. Tenía que reconocer que no se
había devanado los sesos en averiguar la identidad del apóstol. Las pistas eran bastante
claras: un cuchillo —el que había clavado entre su cuello y su torso de manera siniestramente
precisa— y un libro formado con las propias incisiones que le había practicado a lo largo de
la espalda.
Eran los símbolos de San Bartolomé.
Conocer ese nombre, lejos de apaciguarlo, hacía que su inquietud creciera todavía más.
Una simple búsqueda en Google le bastó para saber que murió despellejado.
Pensar en esto era lo que no le dejaba concentrarse para poder acabar de una vez las
diligencias para el juez. No imaginaba la forma en la que el asesino cometería tal acto. Le era
imposible de concebir.
Aparte de saber el «¿cómo?» —una vez más—, se encontraba atado de pies y manos. No
tenía ni el «¿dónde?» ni el «¿cuándo?». Sus únicas posibilidades se basaban en ir recabando
resultados de análisis negativos —en cuanto a indicios en la escena— y de tóxicos —que solo
indicaban que los curas estaban drogados con no se qué sustancia no muy difícil de encontrar
en Italia—. Esto y nada era lo mismo. Sin un hilo del que poder tirar, la exasperación se
apoderaba de él. Se sentía como un monigote más en manos de un titiritero que decidía cómo,
cuándo y dónde tenía que moverse. Le dolió profundamente no encontrar nada, ni un mísero
rescoldo de imperfección en la persona que trataba de atrapar. Se consolaba —o engañaba—
pensando que alguna vez tendría que cometer ese error que esperaba. Era un ser humano, al
fin y al cabo. No se podía ser siempre tan perfecto. Era imposible.
Sin variar la posición de su cuello y cabeza subió los pies encima de la mesa. No le
importaba que entrara nadie porque no pensaba dar ningún tipo de explicación de por qué
necesitaba relajarse. Cuando acabara todo aquello, si es que acababa, se iría a un spa un mes
y medio. O más.
Cerró los ojos con el vano propósito de no pensar en un hombre despellejado con un
alzacuellos. No había manera. La puerta de su despacho sonó. A pesar de sus pensamientos
de que le daba igual todo, se colocó rápido en una posición más o menos decente.
—Assistente —dijo la voz a modo de saludo. Sonaba tímida—, ¿puedo pasar?
Era Fimiani.
Paolo no contestó enseguida. Estaba enfadado, muy enfadado con ese hombre.
—Adelante.
—Perdone, pero…
—Dichosos los ojos —lo interrumpió de golpe—. Pensé que había desaparecido, o que se
lo había tragado la tierra. Aunque claro, usted si desaparece no se lo traga la tierra, usted
apunta mucho más arriba. ¿Me equivoco?
Fimiani respiró hondo antes de responder.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 100

—Lo siento muchísimo, de veras. No hay excusa por haberme ausentado de esta manera,
pero en verdad necesitaba estar solo para poder centrarme en algo. De ahí que apagara mi
teléfono móvil. Sabía que cualquier interrupción podría mandar al traste lo que pretendía.
—¿En qué algo?
—En una búsqueda.
—¿Y ha encontrado lo que buscaba?
El sacerdote asintió antes de contestar.
—Sí, y me ha costado horrores, no crea. No es algo de fácil acceso para la mayoría de los
mortales. Es más, pocas manos en este mundo han podido tocarlos hasta ahora. Pero las
circunstancias que se están dando han convencido a su santidad de que debíamos hacer uso
de ellos. Aunque ha sido a regañadientes.
—Fimiani, me está usted tocando los cojones, con todo el respeto del mundo, pero me los
está tocando. ¿De qué narices se trata?
El padre metió la mano en su ya inseparable maletín y extrajo unos papeles.
—Estos documentos pertenecen a la Santa Sede. Son oficiales, aunque a ojos del resto de
la humanidad no existen —los movió airadamente—. En ellos aparecen los delitos que haya
podido cometer un sacerdote adscrito a la Iglesia a lo largo de su vida. Sean menores o
graves. Inmediatamente, después de ser fichados por cualquier estamento policial, la ficha se
le pasa a la Gendarmería Vaticana y se destruye en sus bases de datos. Parece ser que la del
padre Passarotti no se sacó, por la razón que sea. Pero, bueno, tomémonos esto como algo
positivo.
Paolo no supo qué decir en un primer momento. Se quedó sin habla porque aquello no
podía ser real. Si lo que le decía era cierto, los documentos eran oro puro.
—Necesito verlos —dijo a la vez que se levantaba de golpe de su asiento.
Fimiani dio un paso atrás y colocó los papeles detrás de él.
—Lo siento, assistente. No puedo.
—¿Cómo? —Paolo no daba crédito a lo que escuchaba.
—Son confidenciales. Es como si yo le pidiera que me enseñara los informes de un caso
en el que trabaja.
—¿Me está tomando por imbécil? —Preguntó con los ojos inyectados en ira—. Ya está
viendo cosas que son confidenciales. Sabe que no debería estar ni en mi despacho y ahora me
viene con esas. ¿Estamos locos o qué? ¡Démelos!
—No —contestó con determinación—. Ya he hablado con su superior acerca de estos
documentos. Ha aceptado que los emplearemos en la investigación siempre y cuando yo sea
el que los maneje.
—Eso está por ver —dijo a la vez que se dirigía hecho una furia hacia la puerta.
Fimiani apenas se giró para dirigirse al policía.
—Por favor, assistente, no se ponga en ridículo frente a su capo —dijo en un tono
sosegado—. Le doy este consejo porque todo va a seguir como está. Y si, además, se pone en
este plan, lo que haré será llevármelos y no se utilizarán. Recuerde que el Vaticano es un país
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independiente y no tiene por qué colaborar con estos papeles. Considérelo un acto de buena
fe.
—¿De buena fe? —Preguntó dándose la vuelta hecho un loco.
—Sí. ¿Por qué no dejamos de lado todo esto y aceptamos que las cosas son como son?
¿Cree que es por mí el no dárselos? Venga ya. Le creía más listo. Recuerde que la santa
madre Iglesia es muy reticente a según qué cosas. El mero hecho de tenerlos aquí ya es un
triunfo increíble. No tiene ni idea lo que he tenido que pelear por poder sacarlos de allí.
Tenemos dos opciones: pasarnos todo el día discutiendo esto o ponernos a trabajar ya. Y por
favor, empiece a abrir sus miras un poquito. Deje ya la negatividad de lado.
Paolo respiraba muy acelerado.
—Pues mire lo que le voy a decir, y si después de esto se quiere marchar, lo entenderé,
pero necesito decírselo.
—Adelante.
—Yo me cago en la puta madre Iglesia. ¿Entendido?
Fimiani cerró los ojos y asintió.
—¿Trabajamos o no? —Volvió a insistir el sacerdote.
Paolo tomó una gran cantidad de aire por la nariz y lo soltó por la boca. Así en varias
ocasiones. Sentía una imperiosa necesidad de propinar un puñetazo a ese hombre. Lo peor de
todo es que sabía que él no tenía culpa. Era una mera cabeza de turco con la que pagar su
rabia contenida. Es más, el sacerdote tenía razón en algo: gracias a él tenía los documentos, al
menos.
Dejó de mantener la mirada de manera desafiante al cura y, sin decir una palabra, volvió a
su asiento. Fimiani le concedió un tiempo prudencial para que se calmara lo máximo posible.
—Antes de nada, necesito saber por qué existen estos documentos —quiso saber el
assistente, ya en un tono más o menos normal.
—No sabría qué decirle. Que conste que no estoy de acuerdo en nada de esto, si es lo que
se pregunta, pero las cosas son como son. Su santidad no ha parado de repetirme que su
deuda la pagarán frente a Dios. Soy sacerdote, pero no imbécil, assistente. Sé en el mundo en
el que vivo, soy consciente de él. No me parece bien que a estos hombres se les haya hecho la
vista gorda por ser quienes son, pero es lo que hay. Pero, bueno, ¿quiere que le diga lo que he
averiguado o no?
—Adelante —comentó resignado.
—Cuando supimos que el padre Passarotti tenía antecedentes me vino un pensamiento
repentino. Quizá era la razón que definía el porqué de los asesinatos. El móvil, por decirlo de
alguna manera.
—¿El móvil?
—Así es. Tras pensar esto me fui directo a nuestras oficinas en el Vaticano y solicité la
información que aquí tengo. No tardaron ni diez minutos en decirme que ni lo soñara.
Entonces tuve que irme en busca del santo padre. Una orden de su puño y letra y nadie me
podría negar nada. El problema es que su santidad tiene una agenda muy completa y una
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 102

salud que pende un hilo, al contrario de lo que pueda parecer y…


—Por favor, ¿puede ir al grano?
—Perdón. Conseguí esa orden cuando el papa comprendió la gravedad de mis pesquisas.
Aún así han tardado hasta esta mañana para dármelos pues estos documentos son clasificados
por la Inteligencia Vaticana.
—¿Inteligencia Vaticana? ¿En serio existe?
Paolo no daba crédito a lo que escuchaba. Eran tantas las leyendas que circulaban
alrededor del Servicio Secreto Vaticano que no pudo evitar sentir cómo se le erizaba el vello
de los brazos. «Santa Alianza», «La Entidad», «Sodalitium Pianum»… Eran tantos los
nombres con los que se había conocido a este grupo invisible a ojos de todos que solo hacían
que el mito sobre su existencia se acrecentara y generara un gran interés.
Ante la pregunta formulada por Paolo, Fimiani solo asintió.
—¿Y no podrían ayudarnos? Joder, el Servicio Secreto debe tener acceso a datos que nos
ayudarían, quizá, a resolver el caso en un par de días. Incluso podrían saber quién narices está
provocando todo este caos en caso de haber sospechado alguna vez de alguien.
—Tampoco creo que eso sea así como cuenta, assistente. De todas maneras, no, no
pueden echarnos ninguna mano. El Servicio Secreto Vaticano no trabajaría nunca con un
cuerpo de seguridad estatal. Y no se ofenda por ello, pero sus relaciones se basan únicamente
con servicios secretos de otros países aliados. Además, están a otra cosa, por decirlo de un
modo suave.
Paolo no quiso insistir, aunque reconocía que conocer de la existencia real de dicho
servicio lo había excitado sobremanera.
—Bueno —claudicó—, volvamos al documento.
—Ah, sí. Como le decía tenía una ligera sospecha y necesitaba comprobar algo entre los
nombres que figuran en estos papeles. Le resumiré: todos los sacerdotes que han fallecido
aparecen en esta lista.
Fimiani dejó unos segundos a Paolo para que asimilara lo que le acababa de contar. El
assistente no los necesitó porque él mismo ya se había hecho la composición de esa idea en la
cabeza.
—Entonces, todos tenían antecedentes, ¿no?
—Así es. Por llamarlo de alguna manera, todos han sido pecadores.
Paolo pidió perdón de manera mental porque le gustaba como sonaba eso.
—¿Y puede decirme qué pecado cometió cada uno de ellos o también es clasificado?
—No, sin problema —comenzó a leer los documentos—. El padre Scarzia cometió una
serie de delitos menores en su juventud. Todos pequeños hurtos sin importancia que siempre
acababan en una leve falta frente a la justicia. Un día la cosa pasó a mayores y se llevó un
botín bastante jugoso, la dependienta trató de impedirlo y él disparó el arma que portaba.
El assistente abrió mucho los ojos ante la revelación.
—Antes de que diga nada, sigo. Al padre Melia lo cazaron las cámaras de seguridad de
unos grandes almacenes robando cintas en VHS que luego vendería junto a su primo en un
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almacén que tenía este. Esto fue hace quince años. El padre Passarotti… bueno, este ya lo
sabe. Como le decía, todos pecadores.
Paolo meditó las palabras de Fimiani y estudió la relación que claramente se formaba
entre todas las víctimas que habían caído en los últimos días. No creía en las casualidades, no
albergaba duda de que el asesino estaba matando a sacerdotes que en algún momento de su
vida habían cometido un delito. No por ello podía justificar el acto.
Entonces cayó en la cuenta de algo.
—¿El padre Giovanni Di Salvo aparece en la lista?
Fiamiani no supo como reaccionar en ese momento.
—¿Es que hay otra víctima?
—Primero conteste a lo que le he preguntado y luego le cuento.
Al sacerdote no le interesaba echar un nuevo pulso con el policía, por lo que agarró de
nuevo la lista y comenzó a buscar. No necesitó contestar para que Paolo supiera que sí. Aún
así, lo hizo.
—Sí. Aparece.
—¿Qué hizo?
—El delito es reciente. Prefiero no nombrarlo.
Paolo se quedó mirando sin pestañear al sacerdote. No supo si fue por la oscuridad que en
esos momentos emanaba su rostro. Quizá tenía que ver con que sus ojos habían empezado a
proyectar algo de ira. Fuera lo que fuera, comprendió enseguida el delito que había cometido
el padre di Salvo.
Qué hijo de la gran puta, pensó para sus adentros.
Su moral le impedía alegrarse por la muerte de una persona, pero sentía un verdadero
desprecio por ese hombre y no lamentaría lo que le había sucedido.
Fimiani trató de relajar el ambiente.
—Esto no hace más que demostrar que mi teoría es cierta. Vuelvo a pedirle perdón por no
poder dejarle estos documentos, pero necesito que entienda que, estemos de acuerdo o no en
que sean vitales para la investigación, provienen de nuestro Servicio Secreto y no puedo
hacer otra cosa.
—No me pida más disculpas. No hace falta. Nos tocará jodernos y punto.
—De todas maneras y, hasta que acabe esto, irán conmigo. Y yo iré con usted, por lo que
cualquier cosa que necesitemos consultar la tendrá. Eso sí, lo haremos sobre víctimas, es
imposible hacerlo de otra manera.
—¿Por?
—Porque a pesar de que han filtrado los nombres a solo los que ahora mismo permanecen
en Roma, aparte de los que ya han muerto aparecen doscientos siete nombres —contestó
avergonzado.
—Me cago en la puta, ¿doscientos siete? Adiós a la idea de la prevención. No puedo
destinar a doscientos siete policías para esto. Aunque mire que me gustaría.
—Lo entiendo. Fue la primera idea que me vino a la cabeza, pero lógicamente la deseché.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 104

También pensé en ponerlos sobre aviso a todos, pero el carácter de la lista es confidencial y
no puedo revelarle los nombres.
Paolo sintió unas ganas tremendas de estampar su puño contra la mesa. Pero sopesó los
contras: le dolería y no serviría para nada.
—Espero que puedan dormir por las noches cuando sepan que hay gente muriendo
pudiendo hacer más por ellos. Me importa tres mierdas que sean vulgares ladrones o
pederastas, no merecen morir.
—Por favor, no mate al mensajero. Por enésima vez le repito que no tengo culpa de como
hagan las cosas en el Vaticano. No pienso discutir de nuevo sobre si me parece bien o mal
como actúan. Yo me limito a cumplir lo que me mandan, igual que usted lo hace en su
trabajo.
—No se confunda, padre, yo no estoy poniendo en riesgo a nadie. Al contrario. Quiero
salvarlos.
Fimiani no supo qué responder. No podía seguir defendiendo lo indefendible. Le
fastidiaba saber que Paolo tenía razón, pero, ¿qué podía hacer él? ¿Traicionar a su Iglesia? A
no ser que fuera algo de extrema necesidad no lo haría. Había jurado cumplir su labor y su
palabra era lo único que le quedaba.
El teléfono que había sobre la mesa comenzó a sonar.
Paolo miró la pantalla antes de contestar. Era el forense.
—Dime, Guido.
—Di Salvo lleva tatuada una fecha en la nuca, justo donde empieza su cuero cabelludo.
Es diminuta, de ahí que no lo hubiera visto antes.
—¿Crees que es importante?
—Creo que no me he explicado bien. El tatuaje es reciente.

Capítulo 23

Sábado 23 de marzo de 2013. 13:12h. Palacio imperial de Hofburg. Viena

En la Plaza de los Héroes, lo primero que hicieron fue girar trescientos sesenta grados
para echar un vistazo de toda la panorámica. Lo hicieron disimuladamente, fingiendo ser
turistas fascinados por la belleza del lugar. Esto les ayudaría a no perderse detalle.
Buscaron información en Google y vieron que la plaza había sido levantada bajo el
mando del emperador Francisco José. En principio, fue concebida para llegar a ser una parte
de un foro imperial, pero jamás fue completado del todo.
Una vez allí, Carolina tardó apenas un par de minutos en darse cuenta de por qué le
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 105

sonaba tanto aquel sitio. Fue el lugar en el que Adolf Hitler pronunció su discurso anunciando
la anexión de Austria a Alemania. Era una estampa que había visto decenas de veces en
imágenes pero, con la emoción del momento, no había sido capaz de identificarla. Le daba
bastante pena que un lugar tan inmensamente bello fuera recordado por unos hechos tan
tristes.
Continuaron avanzando hasta que llegaron al punto en el que se encontraba la estatua
ecuestre del príncipe Eugenio de Saboya. Era una de las dos que presidían la plaza. La
examinaron de manera minuciosa, tratando de encontrar algún detalle extraño, pero no
hallaron nada.
Siguieron hasta llegar a la segunda estatua. Igual que con la otra, la observaron por todos
lados. Tampoco, nada. Estaban convencidos de que el manuscrito les había llevado allí, pero
seguían sin entender con qué finalidad. Además, ¿y si el rastro tenía tanto tiempo que con las
modificaciones de la propia plaza se había perdido para siempre?
—¿Qué se nos escapa? —Preguntó exasperado Nicolás.
Carolina no supo qué responder. Sacó su teléfono móvil y buscó la traducción del lateral
del manuscrito una vez más. Lo volvió a leer.
—Para aprender a andar tienes que dar 48206507 pasos hacia adelante, sin descuidar los
16365262 pecadores que a tu derecha dejarás. Para entrar en el cielo debes aprender a mirar
al suelo, pues la salvación puede estar detrás de los héroes, el primer par te lo puede mostrar
—recitó.
—Olvidemos las partes que ya están resueltas. ¿Qué nos queda?
—Para entrar en el cielo, debes aprender a mirar al suelo, pues la salvación puede estar
detrás de los héroes.
Nicolás pensó en silencio la frase durante unos segundos.
—Para entrar en el cielo debes aprender a mirar al suelo… —repitió—. ¿Podríamos
considerar el cielo como la meta final de todo esto?
Carolina asintió. Podría ser.
—Entonces, nos dice claramente que lo que sea que buscamos se encuentra en el suelo.
Carolina lo volvió a hacer, pero esta vez sonriendo.
De manera instintiva agachó la vista y comenzó a mirar para abajo. Nicolás seguía sin
moverse, pensaba.
—¿Y sobre la segunda frase qué me dices?
—¿La de los héroes? Que ya estamos aquí.
—No, no. La frase lo dice claro: detrás de los héroes.
—¿Podría ser detrás de las estatuas?
—Creo que es algo más literal. Yo creo que se refiere a detrás de la plaza. En la parte
trasera, vamos.
Carolina giró sobre sí misma tras oír eso.
—¿Cuál podríamos considerar que es la parte trasera? —Preguntó.
—Si tenemos en cuenta que cuando mencionaba lo de los pasos, hablaba de hacia
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 106

adelante y hacia la derecha cuando se refería a norte y este…


—Podríamos decir que detrás es el sur.
—Ahí es donde yo iba.
—Entonces, ¿al sur de la plaza de los héroes? O sea, en la parte sur de la plaza. ¿Cuál es
el sur? —Preguntó desorientada.
Nicolás sacó el teléfono móvil y utilizó la aplicación de brújula. Aunque no fuera fiable al
cien por cien, al menos le diría por dónde estaba más o menos.
—Por allí —dijo señalando con su dedo.
Los dos fueron hacia el punto indicado. Llegaron hasta un muro. Miraron al mismo
tiempo hacia el suelo. No vieron nada que les llamara la atención.
Nicolás se frotó los ojos tratando de que así no se notara su frustración. Tomó un gran
cantidad de aire por la nariz. Carolina, en cambio, no dejaba de mirar hacia el punto pensando
que algo se les estaba escapando y que, simplemente, no estaban buscando bien. Todo
apuntaba ahí. Estaba segura de que no se habían equivocado. Entonces lo vio.
—Un momento.
—¿Qué pasa?
—Mira, ahí, ¿ves esa piedra de la pared? La de abajo del todo.
Nicolás se fijó en ella. Era de un cierto tono más blanco que el resto. Había que fijarse
mucho para apreciarlo.
—¿No puede ser que se haya descolorido sin más? Es más, ¿no podría ser que
simplemente al colocarla esta estuviera algo defectuosa?
—No, Nicolás. No se puede descolorar una sola piedra. ¿Por qué el resto no? Y sobre lo
otro, mira la perfección que nos rodea. Me cuesta creer que no se haya colocado así de
manera deliberada. Además, que todo apunta a este lugar. Tiene que ser eso.
Nicolás comenzó a mirar a un lado y a otro para ver si alguien los observaba. No muy
lejos de ellos había otra pareja de jóvenes que estaban señalando no sabía qué. Nicolás emitió
un bufido, quería mirar la piedra de cerca, pero tenía que hacerlo de manera disimulada. Fue
entonces cuando se fijó en unos pequeños matorrales que habían muy cerca de la piedra.
—Deja caer tu móvil al seto, de manera disimulada. Agáchate a buscarlo y pídeme ayuda.
Carolina obedeció al inspector. Lo hizo, como le pidió, disimuladamente. Se agachó para
recogerlo y rápidamente se centró en la piedra, ya podía verla desde cerca. Al observarla
comprobó como estaba encajada en el muro pero, al mismo tiempo, no estaba sujeta con
mortero como el resto de la construcción. Intentó sacarla con sus dedos, pero le fue imposible
en un primer momento.
—¿Encuentras el móvil? —Preguntó Nicolás metido en el papel.
—Sí, lo tengo ya casi, es que se ha enganchado con unas ramas.
Volvió a probar. Esta vez agarró mejor la piedra y, no sin esfuerzo, la extrajo poco a poco
de su colocación inicial. Cuando la tuvo en sus manos se levantó y se la mostró a Nicolás.
Ahora ya no les importaba si alguien los miraba o no, la emoción les podía.
Era una roca ancha, pero a la vez fina. En ella había algo escrito.
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—Joder, otra vez el puto latín —protestó el inspector.


Carolina se centró en el texto.
—Échale una foto rápidamente, tenemos que devolverla antes de que alguien se dé cuenta
de lo que estamos haciendo.
Nicolás obedeció. La muchacha se agachó de nuevo, rápido y la volvió a colocar en su
lugar.
Mientras ella lo hacía, Nicolás no podía apartar la vista de la pantalla de su teléfono.

Capítulo 24

Sábado 23 de marzo de 2013. 14:23h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma

Paolo corrió, una vez más, hacia la sala de autopsias. La inquietud tras la llamada de
Guido le martilleaba el cerebro. Decenas de conjeturas lo acompañaron en un trayecto tan
corto. Ni él mismo sabía ya separar las posibles de las imposibles.
Entró en la sala sin sutilezas, sin ponerse el traje estéril obligatorio y con una evidente
desesperación.
—Enséñamelo —soltó de golpe.
Meazza lo esperaba con gesto preocupado y no se inmutó por lo rudo de los modales de
Paolo. Entendía la situación y no podía reprocharle nada. Sin más agarró el cuerpo del
sacerdote y lo movió a su antojo para mostrar a Paolo lo que había encontrado.
El assistente pasó unos segundos sin decir nada. Observaba el tatuaje sin pestañear.
Mientras lo hacía, comprendió por qué no se habían dado cuenta antes de su existencia. Se
habían centrado en cómo tenía la cabeza y habían obviado este detalle porque el otro
impactaba mucho más. Así de sencillo. La suerte es que Guido no se hubiera llevado por
delante los trazos ya que la zona tatuada estaba muy cerca de la sección que había practicado
en el cuello.
—¿Dices que es reciente? —Dijo al fin el policía.
—Es evidente. Mira aquí, no está cicatrizado. No sé exactamente el tiempo exacto que se
necesita para que un tatuaje lo haga, pero imagino que mínimo una semana. Pero no solo eso,
es que además parece muy reciente. ¿Ves toda esa zona roja que lo bordea? Con la lividez se
ha acentuado.
—Joder… O sea, ¿ahora nuestro hombre también es tatuador?
—No lo creo —comentó emitiendo una leve sonrisa—. Fíjate de cerca, las líneas son muy
irregulares a pesar de lo pequeño de los trazos. Puede que le temblara el pulso ante la
inseguridad de hacerlo bien o no.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 108

—Bien que no le tiembla para hacer otras cosas. Su puta madre…


Meazza se encogió de hombros. No podía decirle más.
—En fin. Buen trabajo. Dime cualquier otra cosa.
El forense asintió y Paolo salió malhumorado de la sala. Regresó a su despacho.
Fimiani lo esperaba con una cara que mezclaba la impaciencia y la expectación.
—¿Y bien? —Preguntó sin rodeos al tiempo que el assistente tomaba asiento.
—Tiene tatuada una fecha detrás, en la nuca. Es un tatuaje pequeño e impreciso. Aunque
me parece que eso último nos importa más bien poco.
—¿Una fecha?
—1934-35.
Fimiani hizo un ejercicio mental extraordinario para, de inmediato, tratar de relacionarla
con algo importante. Fue en vano. No le vino nada a la cabeza.
—¿Hay algún acontecimiento relacionado con el cristianismo que recuerde, padre?
El sacerdote negó en repetidas ocasiones.
—Está bien. Mejor tiremos de lo tradicional —dijo a la vez que desbloqueaba su PC.
Con el ratón en la mano, hizo doble click en el navegador de Internet e introdujo la
primera fecha.
—A ver… —se inclinó hacia adelante— sube al trono Leopoldo III de Bélgica, muere
Marie Curie, Hitler se convierte en líder único de Alemania, tiene lugar la noche de los
cuchillos largos… ¿cuchillos? —A Paolo le llamó la atención esto último.
—No encuentro relación entre ambos casos. Esto también tiene que ver con Hitler. Se
refiere a una noche fatal en la que, a raíz de una orden emitida por él mismo, se arrestó y
asesinó a muchos de sus detractores. Fue una tragedia, pero no tiene relación con la Iglesia.
—Vaya.
—¿Y 1935?
Paolo hizo esa búsqueda.
—Muere Lawrence de Arabia, Carlos Gardel, se casa Juan de Borbón… todo esto no
tiene nada que ver.
—Está claro que no lo iba a dar tan mascado. No suele actuar así.
—No. No esperaba eso, pero no sé, ¿qué sentido tiene dejar unas fechas concretas si no
hay nada con las que las podamos relacionar?
El sacerdote parecía meditar sobre eso último. Al cabo de unos segundos habló.
—¿Y si fuera la fecha de nacimiento de alguno de los sacerdotes de la lista?
—No lo sé, no la puedo mirar —contestó Paolo con cierta ironía.
—Espere.
Sacó de nuevo los papeles del maletín y comenzó a observar uno por uno los nombres y
las fechas de nacimiento. A pesar de lo extenso de la lista, por increíble que pareciera, no
había nadie nacido en el año 1934. Del siguiente año, solo aparecieron dos nombres.
—Del treinta y cuatro no hay nadie. Del treinta y cinco, dos. El problema viene ahora.
Conozco a los dos, no de manera personal. Bueno, a uno lo conocía porque murió hace unos
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 109

meses. Se ve que la lista no está actualizada. Al otro también, pero porque hace dos meses o
así se retiró a una vida laica. Tiene setenta y ocho años y un párkinson muy avanzado.
—Aun así, aunque esté retirado no deja de ser un pecador, ¿no?
—Podría decirse que sí, pero no me convence. No sé exactamente dónde está ahora, pero
recuerdo que escuché algo de que volvía a su país natal.
—Por lo que matarlo y traerlo hasta aquí para no salirse del patrón de Roma sería algo
ilógico… —dijo como para sí mismo el assistente— ¿Piensa entonces que no debemos
localizarlo y ponerle protección?
El sacerdote lo meditó durante unos instantes. Acabó negando con la cabeza.
—Está bien. Si también desechamos esa vía que se le ha ocurrido, ¿qué más nos queda?
Fimiani no supo qué responder. Tras pasar un rato ambos cavilando, Paolo comenzó a
hacer búsquedas inútiles añadiendo palabras que tuvieran que ver con los lugares, los
apóstoles y los hechos ocurridos a las fechas. Nada.
El policía dejó de buscar tras sentir ganas de arrojar la pantalla contra una pared. La
frustración era inmensa. Tanto que no recordaba haberla sentido a esos niveles en toda su
vida. Había participado ya en más de un centenar de casos y, aunque en algunos costaba más
que en otros encontrar algún tipo de indicio, siempre había algo. Aquí, aparte de lo que él
mismo dejaba, nada.
Tal era el batiburrillo de su mente, en el que no cesaban de mezclarse pensamientos, que
hasta llegó a acordarse de su propia madre.
En realidad tenía claro por qué pensó en ella: Para su madre, Dios era la solución a todo.
Como buena romana, siempre estaba con la, para él, maldita frase en la boca de que Dios
apretaba, pero no ahogaba. Repetía una y otra vez que, al final de todo, buscando a través de
Él, siempre se encontraba la solución a todos los problemas.
Qué fácil sería todo si fuera así.
No es que en otras ocasiones sí la tuviera, pero ahora sentía que su madre no tenía razón y
hubiera matado él mismo por haber podido decírselo. Habían pasado demasiados años desde
su marcha. Paolo ni llevaba la cuenta. No la quería llevar. Recordó cuáles fueron sus últimas
palabras hacia él, cuando el cáncer avanzaba imparable y Dios no aparecía para salvarla a
última hora. Le dijo: «Paolo, no te preocupes. Dios nos pone pruebas en el camino, pero son
piedras que siempre podemos saltar gracias a su ayuda. Hazme caso, hijo mío, cuando
sientas que no encuentras la solución, la Biblia siempre te puede dar un buen consejo sobre
cómo actuar. Dios siempre es la solución».
La Biblia. El libro que en casa de sus padres ocupaba un lugar de honor y que era
consultado hasta para cuando se acatarraban. No solo era su madre la que pensaba que todas
las respuestas se encontraban dentro de las Sagradas Escrituras. Toda su familia, en conjunto,
tenía el dichoso libro como algo mágico que, con solo tocarlo, te ayudaba en todo.
Todos menos él, claro, que sería algo así como la oveja negra de la familia en este
sentido. Aunque sí era cierto que nunca se lo echaban en cara. Eran creyentes acérrimos, pero
también muy respetuosos con quien no lo era.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 110

Paolo miró el papel que tenía enfrente. Era un folio apenas escrito. Solo había anotado,
casi de manera inconsciente, el nombre del fallecido. Debajo, estaba la fecha tatuada en su
cuello.
No supo de qué manera, pero de pronto lo vio claro.
Su madre tenía razón.
Dios era la solución. La Biblia tenía la respuesta. Al menos en este caso.
—Padre, mire el nombre del sacerdote fallecido.
Al cura, que estaba metido en sus propios pensamientos, le costó unos segundos
reaccionar.
—Se llama Giovanni, ya lo sé. ¿Y?
Se lo pondré más fácil.
Paolo escribió de nuevo el nombre en el papel, acompañado en este caso con las fechas, a
su lado.
—¿No lo ve ahora?
El sacerdote negó.
—Joder.
Paolo colocó dos puntos dentro de la primera fecha.
Ahora Fimiani sí lo vio claro.
Giovani 19:34-35.
Juan 19:34-35.
Fimiani no podía articular palabra. Lo tenía delante de sus narices y no había sabido
verlo. Le dolió especialmente que una persona que no parecía demasiado espiritual como el
assistente Salvano lo hubiera sabido interpretar y él no. Aunque eso ahora no importaba.
Paolo había dado con la clave que el asesino les había dejado.
—Buscaré la cita en Internet, a ver qué dice.
—Espere —le cortó de raíz el cura. Comenzó a pensar. No tardó demasiado en hablar—:
Giovani diecinueve treinta y cuatro, treinta y cinco. Pero al llegar Jesús, como lo vieron ya
muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con
una lanza y al instante salió sangre y agua.
—Joder… —soltó de pronto Paolo sorprendido por la capacidad de acordarse de esto del
sacerdote—. Es lo del soldado ese, ¿cómo se llamaba?
—Longino. Caius Longinus.
—Eso, eso. Entonces habla sobre la herida con su lanza. Joder, creo que ya sabemos cuál
es el arma homicida. Espere un segundo.
Tomó el teléfono y marcó la extensión del forense.
—Guido, soy Paolo, otra vez. Perdona que te moleste tanto, ¿pero habría alguna
posibilidad de que el arma utilizada en todos los homicidios fuera una lanza?
—¿Una lanza? ¿En serio?
—Totalmente.
—A ver…dicho así suena a disparate, pero por la forma que observé en el peel off, no
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 111

puedo negarlo. Podría ser. Pero una no demasiado ancha, de ahí que pensara que podría ser
un cuchillo. Aunque tiene mucho sentido. La herida no presenta las hendiduras de sierra que
podría tener otro tipo de armas afiladas. Debería ser plano por ambos lados y con una forma
ligeramente ovalada. Sí. Creo que es una lanza. Estoy alucinando. Era imposible de tenerlo
en cuenta.
—Pues ya ves que no lo es.
—En fin. Me alegra que hayas arrojado algo de luz. Sigo con esto, te paso el informe en
un rato.
—Gracias.
Colgó.
No tenía ni idea de dónde ocurriría el próximo asesinato. Tampoco sabía nada sobre la
víctima. Pero al menos estaba satisfecho de no haberse estancado como temía que sucediera.
Sonrió levemente. Era la primera vez que lo hacía en todo el día.

Capítulo 25

Sábado 23 de marzo de 2013. 16:42h. Hotel Sacher Wien. Viena.

Acordaron que, lo primero que harían nada más entrar en la habitación, sería poner al
corriente a su benefactor. Ambos se lo imaginaban pegado al teléfono, mirando
constantemente la cobertura y ansioso de recibir la esperada llamada. Lo que fuera.
Decidieron no hacerlo esperar más.
—Hola, mis queridos amigos —dijo Edward nada más descolgar—. ¿Tienen buenas
noticias para este pobre anciano?
—Así es, Edward —contestó un victorioso Nicolás—. No sé si es mucho o poco, pero lo
que está claro es que hemos avanzado con la investigación.
—Soy todo oídos.
—Lo que fuera que buscáramos no se encuentra dentro del propio palacio, sino fuera.
—Explíqueme eso.
Nicolás le hizo un resumen, grosso modo. Su interlocutor escuchaba los detalles sin
hablar. Con lo charlatán que era aquel anciano, solo podía significar que estaba tan
emocionado como lo estaban ellos.
—Tiene toda la lógica del mundo —comentó Edward a modo de conclusión—. Yo
tampoco lo veía un lugar idóneo para demostrar la valía a la hermandad. Demasiado
expuesto. Me costaba creer que fuera ahí.
—Bien. Pues ahora no nos queda otra que dirigirnos al lugar indicado.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 112

—Pero, están seguros de eso, ¿no?


—Por una vez el mensaje es claro. Ojalá tuviéramos más así y se dejaran ya de tantas
ambigüedades, que me empiezan a hartar.
—No se piense que es el único, querido Nicolás. Yo llevo demasiados años de dobles
sentidos y estupideces varias. Me alegra que por una vez la cosa esté tan clara. ¿Necesitan
algo para dirigirse allí?
—No. Creo que con el GPS llegaremos sin mucho problema. Haremos una búsqueda en
Internet para que nos diga la ubicación exacta y no creo que necesitemos más.
—Perfecto entonces. Háganlo como crean oportuno. Sea como sea tendrán, como ya
saben, mi total apoyo y mi entera disposición para ayudarles. No quiero sonar paternal, pero
estoy muy orgulloso de ustedes dos. He puesto muchas esperanzas en ambos y no me están
decepcionando. Han llegado mucho más lejos en apenas unos días que yo en años. Eso solo
demuestra su grandeza.
—Nada, Edward. No hace falta que nos regale los oídos en cada llamada.
—Es que es verdad.
—Lo sabemos. No se preocupe. Cualquier cosa que podamos averiguar se la contaremos,
faltaría más.
—Claro, hasta luego.
—Hasta luego.
Nicolás dejó el teléfono sobre la mesita de al lado de la cama, sonriente. Ese hombre era
todo un personaje. Miró a Carolina. Ella miraba por la ventana. No parecía que a ningún
punto fijo. Solo miraba. O pensaba. Nicolás hubiera dado mucho por saber qué era lo que
pasaba por su cabeza. También hubiera dado por tener el valor de preguntárselo. Pero no lo
tenía.
Ni siquiera él mismo sabía muy bien cómo se sentía por dentro. Eran tantas las emociones
encontradas que no era capaz de separar los verdaderas, las importantes, de las que no lo
eran. La situación era rara y muy difícil de imaginar hacía tan solo unos días. Estaba en un
país que no era el suyo, con la mujer que más había querido en toda su vida a su lado y se
sentía incapaz de entablar una conversación más o menos normal con ella. Si en algo sí
conocía bien a Carolina, era en que ella también era un vaivén de emociones. Algo bien
parecido a una montaña rusa que tan pronto estaba arriba del todo, que se dejaba caer a toda
velocidad. Muchas veces era imposible encontrarle ese punto intermedio. En esos momentos
no se sentía capaz de intentarlo. La sensación que sí tenía el inspector con la muchacha era
que todavía seguía sintiendo unas ansias irrefrenables de salir corriendo de allí, de volver a
desaparecer. No albergaba dudas de que si ella estaba allí era para honrar la memoria de su
padre. Para conocer la verdad de lo que sucedió. No sabía si la encontrarían o no, pero
también tenía sus dudas de querer hacerlo por si todo volvía al mismo punto en el que estaba
hacía tan solo una semana.
—Creo que me voy a dar una ducha. Me vendrá bien. Necesito despejarme.
La voz de Carolina sacó de sus pensamientos a Nicolás. El inspector se limitó a asentir.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 113

Apenas había acabado de hacerlo cuando la puerta del cuarto de baño de cerró de golpe.
Nicolás comprendió que necesitaba estar sola. Desde que habían montado en el avión no
había podido hacerlo y, aunque no hubiera pasado una eternidad desde eso, no era bueno
forzar las cosas. Mejor dejarle su espacio.

Dentro del cuarto de baño, ya dentro de la enorme bañera, Carolina echó su cabeza para
atrás y dejó que el agua recorriera cada rincón de su cuerpo. Cerró los ojos y disfrutó del
momento al tiempo que tomaba una ingente cantidad de aire por la nariz. Intentó no pensar en
nada, solía recurrir a dejar la mente en blanco cada vez que los problemas se echaban sobre
ella, pero esta vez no le salía.
Odiaba estar a gusto al lado del policía. No es que Nicolás no mereciera eso. No se
consideraba tan importante para saber qué merecía o dejaba de merecer, aunque sí era cierto
que una parte de ella lo pensaba así. Aunque fuera pequeña. Las dudas golpeaban una y otra
vez su cabeza. Por una parte, el inspector parecía ser el mismo de siempre. Eso no era ni
bueno ni malo. Se había enamorado de él siendo así. Por otra, parecía haber madurado en
ciertos aspectos. Aunque quizá no llevaran tanto tiempo uno al lado del otro como para
entender que esto fuera cierto al cien por cien. Por otra parte, se negaba a reconocer todas las
cosas buenas, lo positivo, por decirlo de alguna manera, que estaba viendo en este nuevo
grado de madurez. Lo había pasado muy mal durante todo este tiempo y no podía dejarse
llevar por unos sentimientos que creía extintos. Aunque por desgracia, parecía que algún
rescoldo quedaba. Quizá no había pasado suficiente tiempo todavía y todo aquello solo servía
para confundirla. Quizá también para confundirlo a él.
Siendo sincera consigo misma, había aceptado el encargo de Edward, también en parte,
para probarse. Necesitaba saber si podría estar al lado del inspector sin tener ganas de
arrancarse la piel a jirones. Saber si en verdad, dos que habían sido pareja, podían ser amigos
o todo quedaba en un tópico absurdo para bobos. De momento iba ganando la primera
opción, pero los leves momentos de confusión hacían que diera un paso para adelante y dos
para atrás. Cierto era que durante todo el tiempo en el que no sabían el uno del otro lo había
echado mucho de menos. No sabía si Nicolás pensaría de ella que, desde el mismo momento
en el que desapareció, fue una roca sin sentimiento alguno. Era verdad que de cara a la
galería lo había ocultado sorprendentemente bien, pero en sus momentos de soledad había
llorado como hacía mucho que no lo hacía. Quizá incluso más que cuando su padre falleció, y
eso era mucho decir. Nicolás había sido el amor de su vida, de eso no tenía dudas. A pesar de
tener muy claro esto último, no dejaba de pensar en lo raro de que fuera así. Su relación fue
de todo menos larga. No entendía como en tan pocos meses le había dado tiempo a sentir
tantas cosas, aunque también pensaba que su marcha había sido la mejor solución debido a
cómo se fue desarrollando todo. Si volviera atrás en el tiempo, se hubiera vuelto a marchar,
no se arrepentía de la decisión. Necesitaba tener una vida propia, sentirse útil dentro del
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 114

campo en el que aspiraba a trabajar. Tenía un puesto de trabajo casi asegurado en el Museo
Arqueológico Nacional pero, en vez de pensar en eso como algo positivo, lo consideraba un
insulto al saber que podía ganarse cualquier trabajo por méritos propios. Quedándose en
Madrid no iba a lograr nada de esto. Necesitaba salir y hacer trabajo de campo. Esparcirse.
Encontrarse a sí misma. No tenía claro si esto último lo había conseguido del todo.
Salió de la ducha y colocó sobre su cuerpo, enrollada, una toalla grande y suave de color
blanco. Sobre su pelo hizo lo mismo pero con una de menor tamaño. Para evitar cualquier
momento incómodo entre ambos, había decidido meter la ropa que se pondría a continuación
dentro del propio cuarto de baño, así que tomó las prendas y comenzó a vestirse después de
aplicar una fina capa de loción por todo el cuerpo.
Después, secó su pelo y lo dejó suelto.
Salió de nuevo hacia la habitación. Nicolás no se había movido. Parecía pensativo.
—¿Te ha sentado bien la ducha? —Preguntó de una manera algo torpe el inspector.
—Sí, lo necesitaba. Es raro, pero la ducha es uno de los lugares en los que mejor y más
claro pienso.
—Perfecto entonces. ¿Miramos eso?
Carolina asintió y el inspector dio un salto de la cama para ir a buscar su portátil a la
maleta. Una vez encendido, Carolina buscó en el teléfono de Nicolás la foto que él mismo
había echado. Ya lo había traducido por el camino, pero lo volvió a repetir una vez más:
—En la abadía de Heiligenkreuz —esto último lo pronunció con la lógica dificultad— se
halla la primera prueba. Busca en su bosque este su lanza particular. Accede a nosotros sin
pedir permiso.
—Pues nada, abadía de heili… gen… kreuz —dijo a la vez que anotaba en el portátil.
Google no tardó en mostrar la ubicación.
Los dos se quedaron mirando unos segundos, absortos, la pantalla del ordenador. Era
curioso porque ninguno conocía las carreteras ni accesos que llevaban al lugar, pero miraban
el mapa como si así fuera. Como si estuvieran trazando una ruta mental para seguir con el
coche. De pronto, el estómago del inspector rugió.
—Madre mía, tienes hambre, ¿eh? —Preguntó Carolina divertida.
—Pues, mujer, no sé si has visto la hora que es. No llevamos nada en el estómago, estoy
que me como encima.
La muchacha se levantó sonriendo de la cama y buscó la carta del servicio de
habitaciones.
—No me apetece demasiado bajar ahora al restaurante. Vamos a pedir algo y que nos lo
suban, ¿te parece? Hoy ya no tengo ganas de investigar más, total, hasta mañana no
saldremos a ese lugar. Vamos a comer y nos relajamos, como en los viejos tiempos.
Nicolás no pudo evitar ruborizarse ante el comentario de Carolina. Trató de que no se le
notara, pero el color de su cara era tan evidente, que ella tuvo que desviar la mirada para no
tomar el mismo tono de piel.
Nerviosa, marcó el número del restaurante en el teclado del teléfono.
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—¿Qué te apetece? —Preguntó tratando de aparentar una falsa tranquilidad.

Capítulo 26

Domingo 24 de marzo de 2013. 07:30h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Domingo. Él, en su oficina. Seguramente hubiera ido a trabajar de todos modos aunque
fuera su día libre, pero las circunstancias volvían a mandar y la aparición de un nuevo
cadáver justificaba que ahora estuviera dejando sus cosas sobre el escritorio.
Encendió el PC antes de descolgar el teléfono y marcar el número del padre Fimiani —
que ya se había aprendido de memoria, por cierto—. Era consciente del día que era y, sobre
todo, la hora, pero si quería ayudar de verdad como tanto alardeaba ya sabía lo que tenía que
hacer.
Antes de llegar a su despacho había visitado la escena. Su presencia en ella ya había
pasado a ser meramente simbólica. Ya parecía que era más administrativa que otra cosa, pues
los allí presentes tenían claro cómo actuar en el escenario y el crimen empezaba a
desmembrarse justo en el momento en el que él se encontraba ahora. En su despacho. Aún
así, tenía que hacer acto de presencia pues el juez se pondría muy nervioso si no aparecía.
El cadáver del sacerdote había aparecido en la larga escalinata de ciento veintidós
escalones que daba acceso a la basílica de Santa María de Aracoeli. El templo estaba, a su
vez, situado en la cumbre más alta del Monte Capitolino. Esta nueva muerte evidenció que de
nada servían las patrullas que vigilaban las calles de Roma, haciendo especial énfasis en las
iglesias más importantes de la ciudad. Destinar más efectivos tampoco iba a servir de
demasiado. El asesino había demostrado ser muy precavido y no iba a dejarse ver cerca de un
lugar fuertemente custodiado por la policía.
Todo esto importaba ahora bien poco, tenía otro cuerpo sin vida. Otro más. De igual
modo, aunque no pudiera aportar demasiado en la escena, pensándolo fríamente, no se
hubiera perdonado no ver con sus propios ojos lo que presenció nada más llegar.
Tirado sobre el primer escalón, un hombre vestido con la habitual sotana clerical, incluido
el alzacuellos, yacía sin vida. Pero la vida no era lo único que le faltaba, ya que ninguna de
sus partes visibles —manos, cuello y cara— tenía piel. Se la habían arrancado, tal y como,
por desgracia, esperaba Paolo que sucediese. La escena era bastante dura de ver pero, quizá,
el haberse hecho la idea de que lo que iba a encontrarse había rebajado algo de impacto. No
por ello dejaba de ser espeluznante.
La puerta del inspector sonó tras unos golpeteos. Era Carignano, que entraba con una
carpeta en la mano.
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—Aquí está el informe preliminar del levantamiento, assistente. Lleve cuidado que
también va dentro la tarjeta SD con las fotos tomadas en la escena. Dijo que quería verlas
usted antes que laboratorio.
Paolo asintió. Le sorprendió que Carignano estuviera tan dócil.
—Ah, y no se preocupe. Quédese ahí sentado no sea que se vaya a ensuciar las manos.
Aquí estamos los demás para hacerlo encantados por usted —se dio la vuelta y empezó a
marchar.
Ese sí era el verdadero Carignano.
—¡Quieto ahí! —Vociferó Paolo.
El agente scelto se paró en seco, aunque no se giró.
—¿Qué clase de problema tiene con lo que yo haga o deje de hacer?
—Ninguno, claro —ahora sí se había girado—. Todos estamos encantados de hacer el
trabajo sucio, faltaría más —su tono seguía siendo de evidente burla.
—Si tiene alguna queja sobre eso, solo me la tiene que decir a la cara, déjese de mierdas y
de pullitas porque me está empezando a hinchar las pelotas. O mire, mejor, ¿por qué no va a
llorarle al capo como ha hecho otras veces porque, según usted, sus compañeros le pasan por
encima a la menor oportunidad? Mire, yo no soy un experto, pero a ver si es que los demás
no le pasan y es que usted es un completo inútil llorica. ¿No?
—Yo…
—Ni yo, ni mierdas. Ya sabe cuál es el puesto que usted ocupa en la jerarquía de este
complejo. Si vuelvo a escuchar un solo comentario fuera de tono, con esa mierda de sorna
que usted muestra o con un ápice de condescendencia; no solo le apartaré de aquí, sino que le
daré tal bocado en el cuello que le arrancaré la nuez de cuajo. ¿Me he expresado lo
suficientemente claro?
Carignano no podía decir una sola palabra. Le temblaban las piernas. Asintió con toda la
dignidad que fue capaz de encontrar y salió del despacho.
—Puto imbécil…. —Comentó Nicolás nada más cerrarse la puerta.
Ya estaba harto de callar y de tragar sus tonterías. Mucho menos después de la cantidad
de porquería que estaba guardando en su interior con el desarrollo del caso. Decidió dejar
apartado el asunto y sacó la tarjeta SD de la carpeta. La introdujo en el lector que tenía
conectado al USB de la torre de su ordenador.
Una carpeta se abrió de manera automática. Seleccionó la primera foto.
En ella se veía la escena tal y como él la había presenciado nada más llegar. Con el
mismo plano, incluso, desde el que él lo vio todo. Como la escena era complicada y el tiempo
se alargaba, haciendo que no hubiera podido acercarse, no había visto bien la cara del
fallecido. Pero de eso se encargaba la segunda foto.
La imagen era horrenda. Como si llevara una máscara de zombie, de esas horripilantes
que se vendían para disfrazarse en Halloween, los ojos del difunto estaban clavados en la
instantánea. Como si estuviera posando. Aunque en este caso no le quedaba más remedio
porque con la piel también se habían llevado los párpados y era imposible que tuviera los
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ojos cerrados. Aun así, la falta de vida era evidente en ellos pues las pupilas ocupaban todo el
iris y apenas dejaban que este último se distinguiera.
Siguió pasando instantáneas. Tenía claro que ninguna de ellas le iban a revelar ningún
detalle que le acercara un pasito más al asesino, aunque no por ello dejaba de intentarlo. La
conclusión que sí sacó al verlas fue clara: tal y como decía Guido, el asesino era un experto
en la anatomía humana. De ahí la precisión con la que había conseguido arrancarle la piel ya
que no quedaba ni un solo resto adherida a la carne que ahora quedaba al descubierto. Ni
siquiera él, que tenía unas nociones básicas, acercándose a avanzadas sobre el cuerpo
humano, hubiera sabido cómo hacerlo. Le fue inevitable pensar si todo aquello se lo habría
hecho al pobre hombre vivo o muerto, aunque viendo como lo había actuado en las otras
víctimas, sería la segunda opción la que imperara. De todos modos, no podía evitar temer que
su sadismo hubiera llegado a tales extremos.
El teléfono sonó. Paolo lo descolgó, consciente de que quien lo llamaba era el forense.
—¿Tú no descansas? —Preguntó a modo de saludo el assistente.
—Mira quién habla, pero no, no soy Guido —Paolo ya lo había notado por la voz—. Ha
tenido que salir por piernas por un problema grave de salud del papa, al parecer. De todos
modos me tocaba a mí el día de hoy, aunque me pidió estar a expensas de que llegara otro
cuerpo. Pero, bueno, al parecer su otro deber manda.
El doctor Filippo Andosetti era el forense de mayor edad dentro de la unidad y, de algún
modo, podría decirse que era el jefe de todo aquello aunque de manera oficial lo fuera el
doctor Meazza. Lo trataban como si lo fuera, ya que todos estaban de acuerdo en mostrar
respeto a un hombre que llevaba más de cuarenta años trabajando para la Polizia di Stato. Era
considerado uno de los mejores forenses de todo el país y, para Paolo, era un honor poder
contar con su ayuda en el día que estaba cursando. Ya, por edad, no solía tomar demasiados
casos y pasaba a ser una figura meramente representativa que ya casi solo hacía trabajo de
despacho. La relación entre ambos también era bastante buena. Quizá no como con Guido,
pero coincidiendo con este, también solía hacer bromas de vez en cuando con él.
Paolo lamentó que Guido no estuviera, pero la opción Andosetti no le disgustaba.
—Bueno, dejémonos de historias —advirtió el doctor—. Ya tengo el cuerpo aquí, por fin
han comprendido que el tiempo apremia. Ya están con el reportaje fotográfico y lo lavarán en
breve. Así que baja.
—Espera, dame quince o veinte minutos a ver si llega el sacerdote que me está ayudando
con todo este embrollo. No creo que tarde.
—Creo que deberías bajar ya. En serio.
Colgó.
Paolo sintió un nervio terrible, otra vez, apretándole el estómago. A pesar de no dar pasos
agigantados en la investigación, se pasaba el día corriendo de un lado para otro porque todo
lo que sucedía o encontraban era de extrema urgencia. Empezaba a estar ya harto de eso.
Entró en la sala de autopsias sin haber corrido en exceso, pero dándose una prisa
considerable.
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—Dime, Filipo. ¿Qué pasa?


—Sírvete tú mismo —dijo indicando con su dedo el cuerpo sin vida del sacerdote que
ahora mismo ocupaba la mesa principal de autopsias.
Ya lo habían desvestido y la imagen era espantosa. No había ni un solo centímetro de piel
que pudiera cubrir alguna mínima parte de su cuerpo. El trabajo del asesino había sido
asombrosamente preciso y minucioso. Esto preocupó sobremanera al assistente.
La imagen de esos libros de texto con los que, de manera algo general, se solía estudiar la
anatomía humana vinieron a su mente pues el cuerpo presentaba un aspecto similar. Similar,
pero no igual, ya en la realidad mostraba detalles que no se solían ver en esos dibujos, tales
como venas y capilares rotos, además una extrema hinchazón que hacía que el cuerpo
abultara mucho más de lo que en realidad parecía ser.
Muy dantesco todo.
Paolo se acercó hasta el cuerpo. Aparte de la ya de por sí estampa no veía nada fuera de lo
común.
Fue cuando se colocó justo a su lado y miró hacia el pecho cuando lo vio.
De pronto, sus ojos no podían mirar otra cosa que no fuera el texto que había sido
grabado a fuego sobre los pectorales del cadáver. La forma de haberlo grabado debía de haber
sido con un palo incandescente o similar. Como si fuera un bolígrafo de fuego, por decirlo de
algún modo.
Paolo recitó en voz alta lo que ponía:
—Jeremías 33:3…
—No soy un experto en temas bíblicos —dijo el doctor que se acercó a él—, pero me da a
mí que nos va a contar mucho acerca de la próxima muerte.
El assistente no dijo nada. No pudo hacer caso del inservible comentario del forense ya
que estaba casi que en shock por lo visto. No esperaba algo así, aunque ya no era capaz de
saber qué esperar. Necesitaba a Fimiani y lo necesitaba cuanto antes.
—¿Sabes algo de la causa de la muerte?
—Paolo, ¿en serio? Acaba de llegar, joder tú mismo has estado en el levantamiento.
¿Cómo voy a saberlo? Como mucho te puedo estimar la hora de la muerte por la mancha
esclerótica del ojo. No estoy seguro de si fiarme del rigor mortis pues sin piel las condiciones
de enfriamiento cadavérico y, por consiguiente, la iniciación de la actuación de las enzimas
no es la misma. Pero vamos, que la mancha me dice, según el tono, que podría haber muerto
sobre las dos o tres de la mañana.
—¿Y qué dices sobre el desollamiento?
—Puffff. Post mortem. Pero no sé si es lo que veo o lo que quiero ver. Habrá que
comprobar niveles en sangre y esas cosas, pero me es difícil de concebir que esto se pueda
hacer con tanta precisión a alguien que está vivo. Encargaré los análisis de histamina lo más
rápido que pueda para saber esto, pero me da a mí que no tendrá demasiado peso en la
investigación.
Los ojos de Paolo se fueron de manera sistemática hacia debajo de las costillas. No se
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apreciaba tan bien como en los otros cuerpos por la falta de piel y el tono del cuerpo en ese
momento, pero sí se podía ver la herida característica en todos los asesinatos.
—¿Podría haber muerto por desangramiento tras esta herida?
El doctor se fijó. Todavía no lo había hecho porque no le había dado tiempo.
—Claro. Además, según he visto en todos los informes la herida coincide. Así que
apostaría a que sí.
—¿Y lo del pecho?
—Sin duda se hizo post mortem. Eso sí. No hay vitalidad alrededor de la quemadura, por
lo que esto es más sencillo de afirmar.
Paolo agradeció esa respuesta.
—Ahora, después del shock inicial, me gustaría comentarte otro detalle. Hay algo que me
ha llamado la atención mientras lo desvestía, ya que llevaba zapatos aunque no calcetines.
Eso ya de por sí me ha parecido raro, de ahí que haya prestado atención desde un primer
momento a esto. Mira qué herida más curiosa tiene aquí.
El doctor comenzó a rodear la mesa y se plantó delante de los pies de la víctima. Con
sumo cuidado levantó la pierna del cadáver y mostró la parte trasera. Paolo lo vio enseguida.
Había una herida justo encima del talón. Parecía profunda.
—Le ha cortado el tendón.
El assistente no pudo evitar sentir un dolor en su propia zona.
—Además, mira, parece que usó algo con dientes para hacerlo. Aquí hay marcas que lo
sugieren.
—Joder… ¿para qué coño le ha cortado ahí?
El doctor se encogió de hombros.
—Solo te puedo decir que el corte parece haber sido hecho con una sierra dentada. Más
no.
Ese último dato hizo pensar al policía. De manera más que lógica había estado revisando
los símbolos que, supuestamente, representaban a los sacerdotes y entre ellos se encontraba
una sierra. Recordar para qué se utilizó hizo que sus rodillas casi no aguantaran el peso de su
cuerpo.
Con ella se cortó en pedazos al apóstol Santiago el menor.
—¿Te encuentras bien? —Preguntó el forense al observar que Paolo había perdido varias
tonalidades en su rostro.
—Creo que nos espera una desagradable sorpresa en el próximo cadáver.
El doctor no quiso seguir preguntando porque el gesto del assistente era de verdadera
angustia.
—Si no pasa nada, en apenas unos cinco minutos comenzaré con su apertura, por si te
quieres quedar para ver si hay alguna sorpresa dentro.
—No —contestó tratando de recuperar algo su determinación—, necesito saber acerca de
la cita bíblica para intentar dar un paso hacia adelante. Dime algo por teléfono, ¿vale?
Pero el forense no tuvo oportunidad de réplica ya que Paolo ya se estaba quitando el traje
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quirúrgico a la vez que abandonaba la sala.

Capítulo 27

Domingo 24 de marzo de 2013. 07:38h. Camino a abadía de Heiligenkreuz. Viena.

Casi no desayunaron a pesar de las maravillas que el hotel les ofrecía en el buffet de la
planta baja. No podían comer gracias a los nervios. Nicolás, previsor, pidió permiso para
poder llevarse algo de bollería por si luego les entraba el hambre de manera repentina.
Salieron temprano para llegar cuanto antes a su destino. Estaban ansiosos por poder ponerse
tras la pista de la prueba que, supuestamente, tendrían que realizar.
La noche había sido extraña para ambos. A pesar de que sus camas estaban
razonablemente separadas, la sensación de incomodidad por estar durmiendo el uno al lado
del otro, en la misma habitación, era inevitable. Los dos estuvieron recostados dando la
espalda del otro y con miedo de darse la vuelta y encontrarse unos ojos abiertos enfrente de
par en par. Esto había traído consigo un mal descanso y un gran arrepentimiento al hacerse de
día por parte de ambos. Debían haberse dejado de idioteces y haber dormido lo mejor posible
para poder afrontar con más garantías lo que, supuestamente, les esperaba.
El tráfico hacia la abadía fue bastante fluido y apenas se les presentaron complicaciones
para llegar ayudados por la voz del GPS.
Según habían leído en Internet la noche anterior, la abadía de Heiligenkreuz era un
monasterio cisterciense ubicado en la zona sur del bosque de Viena, aproximadamente a unos
trece kilómetros al noroeste de Balden, en la Baja Austria. Fue fundada en 1133 y, desde ese
año, había funcionado ininterrumpidamente. Eso le daba la categoría del monasterio
cisterciense ocupado más antiguo del mundo.
Aunque si por algo era conocido el complejo, era por las archiconocidas grabaciones de
canto gregoriano que se realizaban en él desde el año 2008.
Al bajar del coche de alquiler, ambos quedaron embobados ante la belleza del conjunto.
Sin decírselo el uno al otro, los dos coincidían en que era un regalo para los ojos. En sus
planes no se encontraba la visita a la misma, pero este pensamiento cambió cuando
observaron la majestuosidad del edificio. Acordaron una visita breve, al menos, a su patio
interior. Cinco minutos no significarían demasiado en el resultado final.
Accedieron a la plazoleta que había enfrente de la iglesia para así poder observarla más
de cerca. En el centro había una grandiosa escultura que, al parecer, representaba a la
Santísima Trinidad. La estatua parecía recibirlos como si fuera la guardiana del complejo. Se
acercaron algo más para poder observar la fachada de la iglesia.
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—Es una típica fachada cisterciense —comentó una embelesada Carolina casi sin poder
evitarlo—. Mira, esos tres ventanales, al igual que la escultura del centro que acabamos de
ver, representa a la Santísima Trinidad. Es un elemento característico en este tipo de iglesias.
De todas maneras ese campanario de ahí —señaló con su dedo hacia la parte superior del
edificio— no es original de la iglesia. Se añadió después.
—¿Y eso? —A Nicolás no es que le entusiasmara el arte cristiano, pero la curiosidad le
podía.
—Estas iglesias no suelen tener. Así que lo añadieron después. Tengo ganas de contarle a
Ignacio todo esto. Madre mía, lo que disfrutaría viendo todo esto.
Nicolás asintió y le permitió unos segundos para que siguiera disfrutando de las vistas.
Sus ojos emanaban un brillo especial y a él le encantaba verlo. A pesar de ello, tuvo que
cortar de raíz ya que tenían que ponerse manos a la obra.
—Bueno, ¿vamos a lo que vamos?
La muchacha asintió saliendo de su ensimismamiento.
Lo que tenían que hacer era sencillo y complicado a la par. Tenían que encontrar la lanza
descrita en la piedra del día anterior. Para ello debían adentrarse, supuestamente, en la parte
este del bosque. El saber que, tras encontrarla, debían de enfrentarse a una prueba, no hacía
sino que su nerviosismo fuera creciendo a cada paso que daban hacia la arboleda. La
sensación de no saber qué tipo de peligros les aguardaban, se entremezclaban con la propia
emoción de no saber qué descubrimiento podrían hacer. Cuando llegaron al bosque, lo
primero que sintieron era que el aire no era igual allí que hacía cincuenta metros. Era difícil
de explicar porque, además, parecía ser una afirmación sin sentido ni fundamento, pero aun
así ambos lo sentían de esa manera. Era un aire más puro, por decirlo de algún modo. Nicolás
hasta llegó a sentir cierta sensación de mareo al notar semejante cantidad pasar de su nariz a
sus pulmones.
El bosque se presentaba ante ellos tranquilo y, a su vez, misterioso. Parecía un intrincado
laberíntico de árboles sin que estos trazaran un camino concreto y que, más que invitar a su
paso, a uno lo echaba para atrás por si no volvía a salir de ahí. Carolina no pudo evitar
recordar cierto cuento infantil en el que el protagonista echaba miguitas de pan para desandar
lo recorrido. La duda de si habían o no animales salvajes también estaba presente. La idea de
que sus cuerpos acabaran devorados por lobos o algo peor no les hacía demasiada gracia. No
les quedaba otra que olvidarse de todo y adentrarse. Una vez allí, ya no había marcha atrás.
Cautos, comenzaron a caminar.
El inspector iba primero. No era amigo de las actitudes machistas de «el hombre primero
para proteger a la dama», pero es que su propio instinto sobreprotector había salido a flote y
le era inevitable mostrarse de esa manera. Carolina no parecía estar en desacuerdo con esto
pues caminaba de manera robótica tras él. De igual manera y, recordando el día en el que en
la academia de Ávila los dejaron dos días perdidos en la Sierra de Gredos para probar su
instinto de supervivencia, trató de recordar una pauta que estaba siguiendo mientras dirigía
sus pasos. Esto les ayudaría en el camino de vuelta. Algo así como las miguitas en las que
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había pensado Carolina.


—¿Crees que realmente vamos a encontrar una lanza dentro de este enorme pajar?
Pensado, antes de entrar, parecía mucho más fácil de lo que creo que va a ser —preguntó la
muchacha.
—¿Tú sabrías responderme a eso? —La voz del inspector sonaba con cierto aire de
condescendencia, pero desde luego, no era lo que pretendía.
—Si te respondo, cada dos minutos te puedo decir una cosa diferente. Estoy ya cansada
de mi cerebro, te lo juro. O soy positiva o negativa, pero ambas cosas me están tocando ya las
narices.
Nicolás sonrió antes de responder.
—No sabes como te entiendo. Lo mejor que podemos hacer es no pensar y ceñirnos a lo
que vaya sucediendo. Puede que hasta nos sea útil.
Carolina sopesó las palabras de Nicolás. Quizá tuviera razón. Puede que no hubiera que
pensar tanto las cosas y dejarse llevar un poco más por el devenir de los acontecimientos. Al
menos esto les dejaría la cabeza algo más despejada para lo verdaderamente importante.
Siguieron avanzando con sus ojos convertidos en una especie de radar. Observaban,
dentro de lo posible, cada milímetro de la zona por la que pasaban con la esperanza de no
dejarse atrás la buscada lanza. El silencio llegaba a ser a veces incómodo. Pero no por no
mantener una conversación interesante, sino porque con tanta calma, con tan quietud, los
sonidos se magnificaban y ambos creían estar escuchando constantemente pisadas que los
perseguían por en medio de todo aquello. El crujir de ramitas al pasar por encima de ellas los
hacía ponerse en estado de alerta cada dos por tres. El piar de los pájaros, por otro lado,
conseguía un efecto contrario al que trataban de aferrarse en la búsqueda de la huída de la
paranoia que parecía perseguir a ambos. Siguieron el camino que Nicolás iba trazando
mentalmente y se adentraron en una espesura algo más intensa que lo anterior. Los distintos
tonos de verde asemejaban a aquello con una enorme manta de camuflaje que lo cubría todo.
Las ardillas no tardaron en aparecer en la zona y los dos no dudaron en pararse a interactuar
con ellas. Nicolás sacó algo de la bollería que llevaba guardada y se la ofreció a sus nuevas
amigas. Estas la aceptaron encantadas y comían de la mano de propia Carolina. El inspector
se sorprendió a sí mismo algo más relajado mientras retrataba a la muchacha mientras les
daba de comer con su teléfono móvil.
Tras el momento de calma, siguieron caminando. Parecía increíble, pero un acto tan
simple les había renovado algo los ánimos y las esperanzas por encontrar la dichosa lanza.
Esto era importante, aunque trataban de no engañarse y querían seguir siendo conscientes de
lo complicado de la empresa. Tenían claro que aquello no iba a ser un caminito de rosas y,
desde luego, la demostración estaba en aquel paseo que estaban dando.
Los minutos fueron pasando y las piernas comenzaban a pesar ya. La distancia andada era
considerable según marcaba el GPS del propio móvil. Nicolás cayó en la cuenta entonces que
todas sus nociones de supervivencia servían de bien poco ante esa situación, ya que en el
aparato venía marcado el punto en el que habían comenzado a andar. Supuso que era un error
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aceptable dado lo poco que solía usar ese tipo de tecnologías para cosas así, pero se alegró
por ello. Ya llevaban una hora y media caminando y la lanza seguía sin aparecer. Carolina se
detuvo de golpe.
—Estoy algo cansada, Nicolás, ¿qué tal si paramos unos minutos?
El inspector solo pensaba en cómo se encontraba él físicamente y no tuvo en cuenta a la
joven. Esto hizo que sintiera una profunda vergüenza y asintió antes de hablar.
—Claro. Acomódate donde quieras y paramos. Yo prefiero no sentarme que me conozco
y se me atontan las piernas.
Carolina inspeccionó bien el suelo donde pretendía sentarse. Quería descansar algo y
reponer fuerzas, sí, pero le repugnaba la idea de que un bicho campara a sus anchas a su
alrededor y se acercara a ella. Nicolás, que observó la actitud de la joven no dudó en ayudarla
a buscar un lugar libre de todo. Encontró una roca que parecía no tener nada delante, ni
siquiera ramas secas ni hojas.
—Mira —le dijo—, ahí te puedes sentar y hasta puedes apoyar la espalda.
A Carolina le gustó la idea y, aunque confiaba en el inspector, no pudo evitar revisar una
vez más el suelo antes de sentarse. Una vez lo hizo apoyó su espalda. No dudó en respirar
profundo.
—¡Qué alivio!
—Estás muy oxidada, ¿eh?
Carolina rió antes de responder.
—A ver, rata de ciudad, no es fácil salir a correr ni caminar en Israel. Teníamos muy
restringidas las salidas y mi día a día se limitaba en ir del complejo en el que estábamos a la
excavación y de esta, de nuevo a casa. Y aún así siempre vigilados y acompañados por
autoridades.
—Joder, ¿tan mal está la cosa por allí?
—¿De verdad tú me estás preguntando eso?
—Bueno, sé que está mal, pero no pensaba que a tal punto.
—Bueno, en realidad no te puedo culpar por no saberlo. La televisión solo muestra las
cosas más gordas como los atentados y matanzas multitudinarias. Pero vamos, que peligros,
mini atentados y actos deleznables hay todos los días. A ver, no es que aquello sea un
infierno, pero la vida no es fácil. Al menos en la zona en la que yo estoy. De ahí que sí, que
esté algo oxidada —comentó sonriente.
—¿Y te queda mucho trabajo por allí aún?
—Trabajo todo el que quieras. Fondos para realizarlo no. El país solo pone trabas y todo
son impuestos extraordinarios. El dinero se va en tonterías y no en lo que importa. Supongo
que pronto se cerrará el grifo y tocará ir a otro lado.
—¿Dónde te gustaría ir?
—Es curioso, pero me gusta esa zona a pesar de todo. Desde que pasó lo que pasó con mi
padre los temas bíblicos me han interesado más de lo que podrían haberlo hecho antes. Y
estar en ese lugar y poder ver con tus ojos vestigios históricos de ese calibre no tiene precio.
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Es algo maravilloso, a pesar de todo. Ni idea de dónde quiero ir. No quiero pensar en un
mañana, no sé. Prefiero centrarme en el hoy.
Nicolás le dedicó una sonrisa, aunque acto seguido su mirada de desvió ligeramente del
rostro de Carolina hacia un poco más arriba. Esta se asustó de inmediato, pero no sabiendo lo
que sucedía prefirió no moverse de su sitio.
—¿Qué pasa? ¿Un bicho? ¿Una serpiente?—Preguntó alarmada.
Nicolás negaba con la cabeza.
—Creo que he encontrado la lanza —dijo al fin.
—¿Qué?
—Mira dónde estás apoyada.
Carolina dio un salto y no dudó en girarse con rapidez hacia la roca en la que tenía
apoyada la espalda. Su forma era inusual, desde luego. Como si hubiera sido tallada por la
mano del hombre. Si se quería interpretar así, se asemejaba bastante a lo que habían ido a
buscar. A la punta de una lanza.

Capítulo 27

Domingo 24 de marzo de 2013. 11:03h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Cuando Paolo llegó de nuevo a su despacho, el padre Fimiani lo esperaba en la puerta.


Estaba acompañado de uno los agente scelto de la unidad. El sacerdote se mostraba
impaciente y esto molestó al assistente.
—No me mire así por esperar un poco, ya que llevo yo haciéndolo por usted toda la
mañana —comentó pasando al ataque.
—No, perdone, no es eso.
Paolo abrió la puerta y dejó pasar al cura.
—Perdone, de verdad, no es por la espera. Es que llevamos un día difícil junto al santo
padre, no he dormido en toda la noche y ya no soy capaz de dominar mis emociones.
Paolo lo miró fijamente. En verdad tenía unas grande ojeras que casi copaban toda la
cara.
—No se preocupe —contestó al fin el investigador—. Ya me he enterado de lo del papa
por medio del forense. Ahora está allí Guid… el doctor Meazza, ¿verdad?
—Sí, allí se ha quedado. Tiene orden directa de llamarme ante cualquier devenir. Es un
momento sumamente delicado y debería estar allí. Pero, claro, también aquí. Esto es un
sinvivir.
Paolo asintió con la cabeza. Entendió que la posición del sacerdote no debía de ser fácil.
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—Pasaremos directamente a lo que le atañe y podrá marcharse en cuanto me eche una


mano con lo de hoy. Le advierto que las imágenes que va a ver pueden causar estragos en
usted.
—Bah, ya nada me puede sorprender.
Paolo puso cara de indiferencia y prendió la pantalla de su pc. Después abrió los archivos
fotográficos. Giró la pantalla para que Fimiani pudiera verlo.
—¡Santo Dios!
—Yo se lo he advertido.
El sacerdote era incapaz de articular palabra mientras miraba sin pestañear la imagen.
Este último decidió conceder unos segundos para que Fimiani fuera capaz de asimilar lo que
estaba viendo. Cuando lo hizo, comenzó a respirar profundo. Puede que esto lo estuviera
sobrepasando, al fin y al cabo, no estaba acostumbrado a este tipo de muertes violentas.
—¿Todo bien? —Se interesó.
—Sí, es que… no sé. Una cosa es lo que sabía que pasaría y otra bien distinta verla.
—Eso es porque es humano, padre. Ahora lo que importa es dar significado a lo que nos
ha dejado el asesino. Esto que le voy a decir lo he visto ahora abajo, en la sala de autopsias.
Tenía grabado a fuego en el pecho esto.
Paolo le enseñó la anotación que había hecho.
—Jeremías 33:3 —hizo memoria—: Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas
grandes y ocultas que tú no conoces.
—¿Clama a mí? ¿A quién?
El padre Fimiani se encogió de hombros. Parecía pensar el significado que podría tener
esa cita bíblica.
Paolo no quiso decir nada porque atosigar con preguntas al sacerdote iba a servir de poco.
Perdió su mirada adrede y comenzó a pensar él también acerca de lo que quería decir el
homicida.
Piensa, se dijo.
Todo tiene que encajar de alguna manera. Nunca deja nada por casualidad, siempre
tiene un significado que va más allá. Piensa… como si fuera un puzzle en el que encajar
piezas, una a una.
Piensa…
Una pregunta.
¿A quién va dirigida? ¿A Dios? ¿Al propio asesino? ¿Al sacerdote?
Entonces dejó de pensar, aunque volvió a hacerlo enseguida.
¿Una pregunta al sacerdote? ¿Pregunta al sacerdote? ¿Qué pregunta? ¿Qué respuesta?
¿Qué podría responder si está muerto? No puede articular palabra.
A no ser que…
—Él me responde.
El sacerdote levantó la mirada y se quedó observándolo sin decir nada. Fimiani tenía
razón y en ese momento era incapaz de controlar sus emociones. Hasta tal punto que miraba a
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 126

Paolo como a un pobre loco.


—¿Qué? —Preguntó al fin.
—Que yo pregunto y él me responde. Pero no puede responder porque está muerto. No
mueve la boca.
—¿Qué? —Repitió.
Pero Paolo no hizo caso y descolgó el teléfono. Marcó la extensión y aguardó.
—Filipo, necesito que mires…
—Precisamente te iba a llamar, Paolo. He mirado…
—La boca, ¿a que sí? Y llevaba algún papel o algo con una pista más.
—Pues no. Pero sí que tiene que ver con la boca. De todas maneras revisaré ahora a fondo
si quieres por si me he pasado algo, aunque no creo. Lo que te iba a comentar es algo extraño.
El sacerdote fallecido llevaba dentadura, y eso no sería algo fuera de lo común si no fuera por
la propia dentadura que llevaba colocada.
—Explícate.
—Pues, lo primero, diría que es casera. Me niego a creer que un prostodoncista creara
algo así.
—¿Proscotodoqué?
—El que hace las dentaduras, para que nos entendamos. Es como si se hubieran colocado
dientes sin ningún sentido, como si la hubieran reducido de tamaño para que cupiera en la
boca.
—Vamos, que no era suya.
—No, además te diré que con el estado del cuerpo en general era difícil de apreciar
porque no llama la atención, pero al examinar como procede la boca, me he dado cuenta de
que las encías estaban enrojecidas, infectadas y con un sangrado reciente.
—Le habían arrancado los dientes para ponerle la dentadura falsa.
—Exacto.
—¿Pero esos dientes son suyos?
—Es imposible de saber sin una reconstrucción. Necesitamos a Fernando Ferta con
nosotros.
—El antropólogo….
—Sí, y él no entiende de urgencias, así que habrá que esperar hasta mañana.
—Joder. Pues nada, esperaré. De todas maneras intentaré apretarlo para que venga. Ya sé
cómo se las gasta el bueno de Fernando, aunque lo único que me puedo llevar es un puñado
de gritos por teléfono. Y eso no duele. Ojalá, por nuestro bien, los dientes sean del propio
sacerdote y no de una nueva víctima. Ya me lo espero todo.
—No puedo decirte más. De todas maneras, seguimos sin poder identificar el cadáver
porque, aunque no sean muy fiables, no podemos tirar tampoco de fichas dentales para
buscarle identidad. Sin eso y sin huelllas…
Paolo no había caído en la cuenta. En este caso el cadáver tampoco tenía ningún tipo de
identificación. ¿Cómo no se había dado cuenta de algo tan importante? ¿Tan distraído estaba
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 127

en el juego del asesino que estaba dejando de hacer bien su trabajo? Se obligó a pensar que
había sido un simple descuido, sin importancia.
—Bueno —dijo tratando de disimular su creciente preocupación—, no perdamos la
esperanza de que haya podido cometer una equivocación a lo largo de su vida y tengamos su
ADN en alguna base de datos.
Fimiani, que escuchaba, agachó la cabeza avergonzado.
—Manda los dientes —continuó hablando— a ver qué pueden sacar en Rastros. Buen
trabajo, Filipo. Cualquier cosa, me llamas. Ya sabes.
—Dalo por hecho.
Colgaron.
—¿Le dice algo una dentadura falsa? ¿Podría relacionarlo con los apóstoles?
Fimiani negó.
—Ah, por cierto, la siguiente muerte será la de Santiago el menor.
El sacerdote necesitó apenas unos segundos para que su rostro se tornara blanco.
Entendió que, si la de la madrugada anterior era atroz, la siguiente no tenía nombre.
Todavía no había recuperado el color cuando la puerta del despacho del assistente se
abrió de golpe. Un agente scelto entró con el rostro desencajado.
—Assistente, tiene que venir conmigo.
—¿Qué coño pasa ahora? —Preguntó alarmado.
—Ha llegado un niño con una carta para usted.
—¿Qué? ¿Hoy? ¿Un niño?
—Lo peor no es eso, cuando ha llegado abajo, a información, ha dicho que quería
entregar una carta manchada de tomate al assistente Paolo Salvano.
Paolo pegó un salto y comenzó a correr, dejando atrás a su subordinado y al padre
Fimiani, que pensaba que de un momento a otro se le iba a salir el corazón por la boca. El
assistente no esperó el ascensor y comenzó a bajar las escaleras dando saltos. No tenía miedo
a caer, no tenía miedo a nada. Solo pensaba en llegar cuanto antes y comprobar qué narices
era lo que había traído el niño.
Cuando llegó, comprobó como el muchacho estaba rodeado por dos agente masculinos y
dos femeninos. La carta descansaba sobre el mostrador. Una de las agente trataba de consolar
al pequeño, que parecía estar algo asustado por el revuelo que se había formado tan de
repente tras un acto, para él, tan inocente.
Paolo se fijó en el niño. Su aspecto era deplorable. Vestido con harapos y con la cara llena
de tizne, no había duda de que quien fuera que le hubiera dado la misiva para él había
buscado a un chaval en riesgo de exclusión social. Más manipulables a la hora de querer
sacarles algo pues su precio de compra era mucho menor que el de otros.
Antes incluso de tocar la carta, Paolo tomó del brazo a la otra agente y la apartó hacia un
lado.
—¿Ha dicho quién se la ha dado?
—Sí. Dice que se ha acercado a él un hombre muy alto y con barba. Que daba algo de
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miedo. Tenía un cabello largo y despeinado. Vestía con una cazadora marrón gruesa,
pantalones vaqueros normales e iba acompañado de un perro. Su voz, era profunda y grave.
¡Por fin tenemos una descripción! Si quiere podemos pasarlo a Documentoscopia para que
hagan un retrato robot.
—¿Ha dicho algo más?
—No. Bueno, sí, que al principio tenía miedo pero que el perro que iba con él era muy
bonito y muy bueno. Al parecer eso lo ha calmado.
—¿Un perro bonito? No me jodas. ¿De qué color era el perro?
—No sé, no le he preguntado. ¿Es importante?
Pero Paolo ya no escuchaba. Se había dado la vuelta y se había dirigido hacia donde
estaba el niño con los otros agente. El assistente carraspeó y respiró profundo. Necesitaba un
tacto del que ya le quedaba poco. De pronto, aparecieron Fimiani y el agente scelto.
Acababan de bajar por el ascensor. Paolo se colocó en cuclillas, su cabeza quedó a la altura
de la del niño.
—Hola, pequeño. Ante todo muchas gracias por traerme la carta. Pero ahora necesito que
me digas una cosa. Necesito que la pienses bien porque es muy importante. ¿De acuerdo?
El muchacho asintió.
—¿De qué color era el perro del hombre que te ha dado esto?
El niño se encogió de hombros. O no recordaba o no confiaba en Paolo. Este esperó que
fuera la segunda opción, por lo que siguió probando.
—A ver, vamos a jugar a las adivinanzas. ¿Era pequeño y negro?
El muchacho negó.
—¿Era muy muy grande y blanco?
Negó.
—¿Era mediano, marrón y con mucha cara de bueno? ¿Se estaba muy quieto mientras el
hombre te daba la carta?
El niño movió su cabeza en un gesto afirmativo.
—¿El hombre lo sujetaba con una correa de cuerda o era más rígida?
El muchacho no lo pensó demasiado.
—Rígida…
—Muy bien, muchas gracias. ¿Has desayunado?
Negó.
—Pues ahora la agente te va a dar todo lo que tú quieras para comer. Y te puedes llevar
toda la comida que quieras para ti y tu familia, ¿vale? Muchas gracias.
Dio media vuelta a la vez que se incorporaba.
—El que se lo ha dado no es nuestro hombre. Ha pagado a un ciego para que este, a su
vez, entregara la carta al niño. El perro seguramente era un golden retriever o un labrador.
Nuestro hombre no puede salir limpio de todos esos asesinatos y después cometer un error
tan tonto.
La agente no supo qué decir. Tampoco el agente scelto ni Fimiani. Paolo se acercó hasta
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la carta. Extrajo un par de guantes que siempre llevaba guardados en el bolsillo trasero de sus
vaqueros y se los colocó. Siguiendo un procedimiento normal, aquello tendría que haber
pasado por explosivos y por laboratorio —por si contenía algún tipo de ataque bacteriológico
—, pero Paolo estaba seguro que no era nada de eso lo que pretendía el asesino; así que
procedió con cuidado, pero sin contemplaciones. Tras rasgar la parte superior del sobre, lo
abrió. Cuando vio su contenido y leyó las primeras líneas, no pudo evitar que una oleada de
rabia lo inundara por dentro.

“Muy buenos días, assistente Salvano:


Me consta que es usted un magnífico policía. ¿Qué duda podría haber acerca de eso?
Ninguna, créame. Es por eso que no quiero hacerle perder el tiempo. Soy consciente de lo
valioso que es para usted. Y no solo para usted. Ha sido un error por mi parte no dejarle
ningún tipo de identificación acerca del último cadáver que han encontrado. Craso error, sin
duda. Espero me disculpe.
Como sé que su tiempo es oro, igual que el mío, me he tomado la libertad de mandarle la
documentación del hombre que me miraba cual corderillo a punto de ser degollado. O
desollado.
Perdone también mi humor. Si escuchara este chiste en boca de otro tendría un deseo
irrefrenable de acabar con su vida.
Si me pudieran dar a elegir, desearía que no perdiera el tiempo con minucias y lo
empleara bien en olerme los talones. En investigar lo que yo le permita que investigue.
Porque no se engañe, assistente, usted da los pasos que yo le dejo dar. Nada más y nada
menos. Aunque es inteligente y eso ya lo debe de tener asumido. Por su propia salud mental
espero que así sea. Lo que sí que me entristece es que, aunque les dijera fecha, hora y lugar,
no sabrían ni por dónde empezar y no serían capaces de impedir que ocurriera el siguiente
acto. Siempre iré un paso por delante.
Aunque hasta puede que ya le haya comentado dónde, qué y cuando va a suceder todo. Y
usted no sea capaz de verlo.
Me empiezo a replantear si al final va a ser tan buen assistente como dicen.
Qué pena.
Una auténtica pena.
No quisiera que pensara que lo que estoy haciendo es un juego para mí. Es evidente que
me resulta divertido pero, dígame, assistente, ¿acaso es pecado amar lo que uno hace? ¿Es
pecado disfrutar con su trabajo? ¿Usted disfruta con el suyo? Espero que lo esté pasando, al
menos, la mitad de bien que yo.
Si no lo hace no se preocupe. Y tampoco se preocupe si ni es capaz de ver mi sombra
pasar. No soy tan malo como puedo aparentar. Si quiere le puedo ser más claro con las pistas
que le voy dejando. Tengo miedo de que esto pueda aburrirme por falta de interés por su
parte y tenga que matar a todos los que faltan de una sola vez. Mejor no, ¿verdad? Es más
bonito si alguno de los que están en mi lista pueden albergar la esperanza de volver a ver un
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bonito amanecer en Roma. Aunque solo sea un burdo sueño.


Hágame el favor y esfuércese. Hagamos esto bonito. Un duelo de mentes brillantes. A ver
quién puede más.
Hasta entonces, suerte con su caza pues la mía va de perlas.
Hasta pronto, amigo mío.
Reciba mis más cordiales saludos.”

Paolo respiró muy fuerte y trató de no gritar con todas sus fuerzas. Era lo único que le
apetecía.

Capítulo 29

Domingo 24 de marzo de 2013. 12:19h. Bosque en aledaños de abadía de Heiligenkreuz. Viena.

La excitación era tal que hasta podía palparse. El descubrimiento, totalmente fortuito,
había hecho que sus niveles de adrenalina y dopamina se hubieran disparado. Nicolás no
paraba de sonreír, todavía sin creer que lo hubieran encontrado así.
—Tengo clarísimo que nuestras caras saldrán en una enciclopedia, al lado de la definición
de la palabra suerte. Esto es la leche, si la buscamos, no lo encontramos. Ha tenido que ser
así, sin querer —comentó Carolina mientras limpiaba su trasero de tierra y hierba seca con
ambas manos.
Nicolás no respondió. No tenía nada más que añadi. A pesar de que todavía no tuviera
claro si aquello era lo que verdaderamente buscaban o no, el simple hecho de haber sentido
que sí ya era más de lo que esperaba hace un rato. Lo que suponía que encontrarían era una
lanza, de manera literal, clavada en el suelo o algo. Aunque pensándolo, aquello tenía mucho
más sentido porque si encontrara el arma, propiamente dicha, llamaría demasiado la atención
y supuestamente era lo que la hermandad quería evitar. Aún así, dudaba. Le habían enseñado
a dudar siempre. Era la diferencia entre ser un buen policía o no.
—¿Y ahora? —Quiso saber Carolina.
—No sé, ni siquiera estoy seguro de que sea la lanza que buscamos.
—¿Hola? ¿En serio lo dices?
—Por un lado, tiene lógica que jueguen más con el simbolismo que con lo literal. Es lo
suyo si quieren que pase desapercibido. Por otro, no tiene mucho sentido que la prueba sea
aquí, en medio de la nada. ¿Qué tenemos que hacer ahora? ¿Bailar alrededor de ella?
—No, a ver, pero quizá la prueba consistía en encontrarla. Joder, que no ha sido fácil.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 131

Además, no creo que esperaras que la lanza estuviera delante de una puerta que diera inicio a
una prueba. Joder, que sería demasiado cantoso.
—Sí, vale, en eso último tienes razón. En que la prueba fuera solo encontrarla, ¿de verdad
piensas que una hermandad milenaria secreta ha basado su rito iniciático en encontrar una
simple roca que está en ojos de todo el que pase aquí?
—Pues… supongo que no… pero…
—Por eso lo digo. Esto me huele a chamusquina. No digo que no sea lo que buscamos,
pero tiene que haber algo más.
El inspector no dio oportunidad de réplica ya que se acercó hasta el gran peñasco y se
agachó sin decir una palabra. A cuatro patas, comenzó a palpar cada rincón de la piedra
intentando notar alguna parte que le llamara la atención.
Carolina observaba, expectante. Ella sí tenía claro que estaban en el lugar correcto y solo
deseaba que él encontrara algo que lo confirmara. No quería restregárselo por la cara, no era
su estilo, pero sí necesitaba impregnar al policía de algo de optimismo. Le hacía gracia que
ambos consideraran que la de la montaña rusa de emociones fuera ella.
—¿Hay algo? —Preguntó algo desesperada.
—No, todo roca. Si hubiera algo debería estar en la base, que es su parte más oculta a los
ojos de…
Se detuvo en seco.
—¿Qué? —Quiso saber Carolina.
—Acabo de tocar algo.
—¿Pero qué es algo? Habla, ¡porque me estoy poniendo atacada!
—Puede que sea una especie de palanca. Estoy intentando tirar de ella, pero está dura
como su put… está muy dura.
—¿Puedes meter la otra mano ahí?
—Lo puedo intentar.
El policía metió el otro brazo por el poco espacio que quedaba libre para ello y, como si
este fuera una serpiente que reptaba, consiguió llegar a duras penas para poder aplicar algo de
fuerza con esa mano.
El esfuerzo se hizo evidente en su rostro, pero al cabo de unos segundo se escuchó una
especie de click. Lo raro es que había sonado a sus espaldas, más orientado al centro de la
zona que delimitaba un grupo de árboles, como si aquello fuera el círculo de una asamblea.
—¿Lo has escuchado? —Preguntó Carolina.
Nicolás negó con la cabeza, estaba tan concentrado en el esfuerzo que era verdad que no
había oído nada. Carolina se incorporó rápido y fue hacia el punto donde creyó escucharlo.
Una vez allí, se agachó y revisó una zona llena de hojas secas y ramas partidas. A los pocos
segundos apareció Nicolás, que se tiró de rodillas al suelo y comenzó a remover todo lo que
impedía ver qué había debajo. Apareció algo muy parecido a una manta que, cubierta con la
hojas y ramas, parecía ocultar algo. El inspector tiró de ella y la quitó. Estaba tan bien oculta
que sabía que habían pasado andando por encima y no habían notado nada.
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Apareció una piedra grande que parecía ocultar algo debajo.


—Supongo que el click que has escuchado dejaba libre esta piedra para poder quitarla.
¿Me ayudas? —Preguntó el inspector.
Carolina, que notaba como su corazón latía intensamente, asintió. Colocaron sus manos,
como pudieron, en unas oberturas que parecían haber sido diseñadas para esto y comenzaron
a tirar hacia arriba. La piedra pesaba más de lo que aparentaba pero aun así, ayudados quizá
por el subidón que de nuevo sentían, lograron levantarla lo suficiente como para poder
apartarla. Apareció algo que esperaban: un pasadizo oscuro que descendía. El agujero en sí
no era demasiado ancho. Difícilmente cabía una persona no demasiado rolliza. Apenas se
podía ver nada, pero sí lo justo para que observaran que una escala los aguardaba para el
descenso.
El cosquilleo en sus estómagos aumentó. Nicolás hasta sentía las manos frías y sudorosas.
Carolina lo miró y le hizo la pregunta obligatoria, aunque innecesaria:
—¿Bajamos? ¿Te sientes con fuerzas?
—Sí a las dos preguntas. Hemos venido para eso. Vamos.
Sin pensarlo pasó él primero. Él y su estúpida manía de querer protegerla siempre.
Comenzó a bajar por la escala asegurándose previamente que esta no se iba a caer de un
momento a otro. Solo faltaría eso ya. Una vez seguro, fue bajando peldaños uno a uno, con
cuidado. Carolina lo imitó cerciorándose primero de que nadie los estaba observando en los
alrededores de la zona. Aunque sabía que no era así, ya que las ramas secas del suelo habrían
actuado de delatoras.
Nicolás llevaba más o menos la mitad de la escala descendida —aunque él no lo sabía
pues no veía el fondo— cuando su trasero se rozó con algo que sobresalía de la pared del
agujero. Nervioso lo palpó soltando una mano y comprobó que la suerte seguía de su parte.
Era una antorcha de madera. Su parte superior estaba impregnada de aceite. Nicolás no pudo
evitar preguntarse si esto sería reciente o era algo que duraba por los siglos.
—Tenemos luz —comentó victorioso.
Carolina le hubiera preguntado como pensaba prenderla si no lo hubiera visto tomar
prestado un paquete de cerillas con el logo del hotel. Cuando pusieron los pies en suelo firme,
Nicolás las extrajo y encendió la antorcha. Calor y luz por partes iguales.
Lo primero en lo que se fijaron, de manera inevitable, fue en las paredes del recinto en el
que estaban ahora. A pesar de estar lleno de polvo y telarañas por todos lados, presentaba un
aspecto que ponía el vello en punta. La primera pregunta que se hicieron fue inevitable:
¿Cómo era posible haber construido algo así sin que nadie lo conociera? ¿El propio amparo
del bosque les había servido para eso? ¿Ni siquiera los monjes de la abadía cercana
sospechaban algo? ¿O eran cómplices del engaño? No tenían respuestas para todo esto, pero
la curiosidad les corroía por dentro.
La sala tendría, más o menos, una veinte metros cuadrados. Aunque no era demasiado
grande, a los dos se les hizo enorme al no saber qué hacer.
Nicolás comenzó a mover la antorcha de un lado a otro para ver si encontraba algo que
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les diera una pista. Gracias a esto, encontraron dos antorchas más clavadas en las paredes del
lugar. El inspector las prendió ayudado de la que llevaba.
Con la estancia plenamente iluminada y, cuando pudieron observarla con mayor
esplendor, sus ojos se abrieron como platos. El suelo estaba recubierto por una arenilla
bastante fina, aunque algo más gruesa de la que se podía encontrar en lo común en una playa
normal. Sus huellas se marcaban a cada paso que daban. Habría más o menos un palmo y
medio de grosor. En el fondo, no demasiado lejos de donde estaban parados, había lo que
parecía ser un pesado portón de piedra. Nicolás se acercó y comprobó que de ninguna de las
maneras podrían levantarlo entre ambos. Al lado, en la pared, había un círculo, también de
piedra. En él había esculpido algo muy parecido a una mano en relieve que se adentraba en la
propia piedra. El círculo sobresalía de la pared, por lo que tenía pinta de que podía ser girado.
Además, la mano tenía cinco hendiduras en su centro.
Por si eso ya no fuera lo suficientemente curioso, lo que más llamó su atención fue que, a
un par de metros más a la derecha, había lo que hubieran jurado que era un andamio. De los
de albañil, de toda la vida. La única diferencia con los actuales era su fabricación pues este
era de madera, no de hierro. Sus palos estaban unidos con finos cordeles que tenían toda la
pinta de deshacerse con solo rozarlos con un dedo. Aunque no era algo tan raro teniendo en
cuenta la de años que supuestamente tendría todo aquello.
—¿Estaban de reformas aquí o qué? —Comentó con ironía el inspector.
Nicolás se acercó a él y lo movió con algo de cuidado. Ese movimiento le sirvió para
confirmar lo que se temía. Si se subía a él, el conglomerado de varas de madera y cuerdas se
iba a ir al traste. Mejor no hacerlo. Acercarse al andamio le sirvió para algo más, pues pegado
a él había dos cuencos que no había visto en un primer momento. Uno de ellos estaba lleno
de polvo blanco, el otro contenía agua. Un agua, por cierto, de un claro tono verdoso y que
invitaba a todo menos a ser bebida. Por si todo esto era poco, al lado de los cuencos había una
piedra de aspecto pesado que tenía tallado en relieve el mismo dibujo que había en el círculo
de al lado de la puerta. La mano.
Estaba claro que uno se completaba con el otro y que debía servir para poder abrir la
puerta.
—Madre mía, la que han montado aquí —comentó el inspector—. Creo que ya sabemos
lo que tenemos que hacer. ¿Me ayudas con la roca?
Carolina asintió y ambos se colocaron a cada uno de sus lados. La muchacha no supo por
qué, pero antes incluso de intentar levantarla sabía que les iba a ser imposible. Aquello
parecía pesar un quintal.
No se equivocó.
A pesar de que lo intentaron, la roca apenas se movió de su sitio. No podrían levantarla en
peso para colocarla donde estaba el círculo. Tenían de inventar otro sistema.
En lo primero que pensó el inspector fue en desgranar algo el andamio para utilizar una
de sus cuerdas. Después, la ataría a la piedra y, de alguna manera —todavía no sabía muy
bien cómo—, levantarla con alguna polea. Se lo contó a Carolina y esta lo miró como a un
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bicho raro.
—¿De verdad piensas que, obviando que no tenemos una polea, el andamio aguantaría el
peso de la piedra? Si me subo yo se cae, te lo aseguro. Imagina esto. ¿Y la cuerda? Me
sentiría más segura en una jaula con un león hambriento —dijo señalado la piedra.
Nicolás no contestó porque sabía que tenía razón. Sin decir nada, se acercó hasta la puerta
y comenzó a examinar el círculo. Con ambas manos lo tocó por fuera y pensó que, si
colocaba la otra mano dentro de esta, podría girar y, seguramente, la puerta se abriría. No
muy esperanzado —ya que no podía ser tan fácil, introdujo su mano en el círculo de piedra.
La del círculo era visiblemente más grande. Intentó girar con su mano dentro, pero aquello no
cedía ni un centímetro. Seguramente el mecanismo funcionaba como el de una llave normal,
en el que todos los resortes debían ser presionados o no se accionaba el giro.
Se alejó unos pasos sin dejar de mirarla. Colocó los brazos en jarras y trató de pensar en
una posible solución. No le venía nada a la cabeza. Quizá fuera por tener que obligarse a
pensar. Odiaba hacer eso. Tenía muy claro que los problemas se resolvían analizándolos de
manera tranquila. La solución no le iba a venir por inspiración divina. Se giró y observó a
Carolina. Seguía concentrada mirando la piedra que no habían podido levantar del suelo. Le
gustó verla así, concentrada en un acertijo. Le trajo gratos recuerdos. Le hubiera gustado
saber qué pensaba mientras miraba el pedrusco.
Tras no sacar ninguna conclusión acerca de lo que tenían que hacer, solo tenía una cosa
clara: todos los elementos debían de poderse usar. Si no, ¿qué sentido tenía que estuviera el
círculo y la piedra ahí con dos formas similares y que parecían encajar?
Tras mirar el andamio, pensó en lo estúpido de su pensamiento de antes, el de la polea.
Deseó no ser tan impulsivo —unas veces, porque otras no había quien le sacara lo que estaba
pensando— a la hora de expresar una idea. Decidió no darle más importancia a esto porque
era algo por lo que, de momento, no podía luchar. Lo que no entendía era que, a pesar de que
sabía que la idea era estúpida e irreal, no podía dejar de pensar en la polea. Si de alguna
manera pudiera fabricarla…
Hizo un giro de trescientos sesenta grados para observar todos los detalles de la estancia.
Su vista se detuvo en un punto concreto.
Entonces lo vio claro. Tardó unos segundos en moverse porque consideró bien las
opciones antes de contárselo a Carolina. No quería quedar de nuevo en ridículo.
—Podemos fabricarla —soltó. Sin más.
—No seguirás pensando en la polea, Nicolás.
—No, no. Para nada. Podemos fabricar una roca más ligera.
—Y después un árbol, ¿no? Ya puestos a ser dioses…
—Joder, déjate la ironía unos cinco minutos. Ven y ayúdame a tirar la roca hacia adelante.
Carolina, algo escéptica pero con mucha curiosidad, se acercó hasta el inspector y le
ayudó en lo que pedía. Entre ambos —no sin esfuerzo—, empujaron la piedra hasta que cayó
sobre la base de arena que había en el suelo.
—Ahora viene lo difícil. Vamos a levantarla, pero tiene que ser de manera completamente
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recta. Sin moverla hacia los lados. Lo tenemos que hacer a la vez, cuando yo te diga.
Necesito que la huella se quede intacta en la arena. ¿Me comprendes?
La joven asintió. Empezaba a entender la jugada del policía.
Necesitaron de un gran esfuerzo para volver a colocarla como estaba. Aunque no la
estuvieran levantando en peso y se sirvieran del apoyo de su propia base, la roca pesaba una
barbaridad.
La huella de la mano que había quedado en la arena era casi perfecta. Nicolás pensó que,
dadas las circunstancias, mejor no podía quedar.
—Ahora creo que ya sabes lo que toca.
Carolina asintió y se dirigió para traer el polvo blanco que había en el cuenco hacia la
huella. Ojalá fuera lo que pensaban que era. Nicolás hizo lo mismo con el agua. En el
recipiente con el polvo, el inspector echó un poco de agua. Metió la mano y comenzó a
removerlo haciendo que se generara una pasta consistente.
—¡Bingo! Es yeso.
Tomó un puñado de arena y lo echó también en el cuenco. No tenía demasiada idea de
albañilería, pero creía que echándole esa arena la mezcla se haría algo más consistente. Al
removerla, al parecer lo era. Vertió la pasta en la huella, asegurándose que quedara bien
cubierta con todo el mejunje. Ahora tocaba esperar unos minutos.
Ninguno supo cuántos fueron porque ni miraron sus teléfonos móviles, pero se les
hicieron eternos hasta que la pasta se volvió dura y, en principio, utilizable para que lo que
pretendían. Fue el propio Nicolás el que se agachó y, con cuidado, extrajo lo que sería la llave
para la puerta.
Cauteloso, consciente de que podría romperse a la mínima, la acercó hasta el círculo y la
colocó en la única posición en la que entraba. Encajaba a la perfección.
Antes de comenzar a girarla suspiró.
—Debo reconocer que me has sorprendido —comentó Carolina con una sonrisa dibujada
en la cara.
—Lo que me sorprende a mí es que todavía me subestimes —contestó triunfante—. Está
bien, ahí vamos.
Giró con suma facilidad el círculo hasta que describió una curva de ciento ochenta
grados. Un nuevo chasquido se escuchó y la pesada puerta, tras una nube de humo generada
por el propio movimiento, comenzó a levantarse sola. Nicolás tomó de nuevo la antorcha que
había encontrado en las escaleras e iluminó la nueva estancia que se presentaba. Levantó las
cejas y abrió la boca sin disimular su sorpresa.
La prueba no había acabado.
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Capítulo 30

Domingo 24 de marzo de 2013. 12:59h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Paolo dio un golpe sobre su escritorio.


Fimiani, a su vez, dio un salto en su asiento. No lo esperaba. Estaba metido en sus
pensamientos y, tras el estruendo necesitó unos instantes para que su corazón volviera a
decelerar tras el susto. A pesar de todo, entendía ese tipo de reacciones espontáneas en el
assistente.
—Perdone, padre —la voz de Paolo sonaba temblorosa, como con rabia contenida.
No dio oportunidad a réplica inmediata pues comenzó a resoplar a la vez que colocaba los
codos sobre la mesa. Después echó el cuerpo algo hacia adelante y colocó sus manos en los
laterales de su cabeza. Tras esto, comenzó a moverlas hacia atrás y pasándolas por su pelo
hasta que las detuvo sobre la nuca. Volvió a resoplar, nervioso. Acto seguido se levantó y
comenzó a dar vueltas por su despacho. Notaba que el corazón palpitaba con fuerza. Además
de esto, sentía dificultad para respirar con normalidad. El conjunto no vaticinaba nada bueno.
Fimiani lo seguía con la mirada, pero no le decía nada. Prefirió dejarle su espacio, en
medida de lo posible. Cuando lo creyó oportuno habló.
—Entiendo su angustia. La mía es parecida. Odio ver como juega con todos. Me siento
inútil porque no estoy aportando prácticamente nada a la investigación, como pretendía. Le
juro que fui tan iluso como para entrar a su despacho pensando que podría incluso resolver el
caso yo solo. ¿A quién pretendo engañar? Solo soy un simple servidor de Dios. Creo que la
soberbia se apoderó de mí y que sabría más que nadie. Así que tengo que añadir la decepción
que siento conmigo mismo a la desesperación de no poder avanzar con esto. Pero es que esto
escapa a mi raciocinio. Se lo digo de verdad. He llegado a ver muchas formas de mal,
demasiadas, pero esto lo supera todo, con creces.
Paolo iba a contestar, pero no le salían las palabras. Prefirió guardar silencio ante una
posible respuesta incongruente. Miró hacia el techo mientras seguía caminando. Trataba de
reconducir sus propias sensaciones antes de acabar perdiendo la cabeza.
La puerta de su despacho sonó ante un leve golpeteo.
Era Carignano.
—Perdone, assistente —su tono era sosegado—, le traigo los resultados que tenemos
hasta el momento. Hay algunos sobre la muerte del sacerdote y otros sobre la carta que ha
recibido ahí abajo.
—Dígame —dijo a la vez que volvía a sentarse.
—Por partes: me he cruzado con el forense y me ha pedido que le diga que no ha hallado
nada más significativo en su examen posterior. Me ha entregado esto —le dio una carpeta de
color marrón con el logo de la Polizia di Stato—. Dice que sigue siendo preliminar a la
espera de resultados de histopatología, pero que le valdrá. Por otro lado, en Biología me
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decían que hasta mañana no podrían tener los resultados por acumulación de trabajo. Siento
haberme tomado la licencia, pero les he amenazado con llamar al juez para que él mismo les
dijera la prioridad que tenemos con este caso y…
—Por favor, al grano.
—Perdón. Bueno, lo han hecho delante de mí. Era más sencillo de lo que parecía pues,
una simple comprobación rápida de alelos entre el ADN del fallecido con el hallado en la
dentadura, confirman que los dientes no son suyos. Son reales, humanos y de otra persona.
No sabemos de quién. Posiblemente de la próxima víctima que encontremos.
—Apuesto a que sí —respondió seco.
—Además de eso, se ha hecho otro análisis de comparación de alelos para ver si la sangre
del sobre coincidía con la del propio sacerdote desollado. En este caso sí es positivo. Es del
padre… —leyó el informe— Straviatti.
Paolo asintió. Gracias a la carta, el fallecido ahora tenía nombre y apellidos. Y hasta
rostro.
—El sobre contenía varias huellas, según Lafoscopia —prosiguió—. Algunas de ellas
eran parciales y de muy mala calidad, pero han conseguido extraer con cianocrilato algunas
algo más consistentes.
—¿Algo que remarcar?
—Una de ellas era de pequeño tamaño.
—El niño.
—Así es, pero la otra era de adulto. Sin esperanza se ha metido en el AFIS y en un rato
hemos encontrado una coincidencia al noventa y cinco por ciento.
—El ciego. Estaba fichado, ¿a que sí?
—Sí. Por una tontería, además. Al parecer, en una ocasión perdió los nervios y comenzó a
golpear con su bastón a una señora que topó contra él. Parece que nuestro amigo es algo
susceptible y no lo toleró demasiado bien. Lo tomó como un ataque personal ¿Cree que el
asesino lo buscó fichado adrede o es una casualidad?
—Y yo que sé. Ya podemos esperar cualquier cosa. Suponiendo que no deja nada al azar,
podríamos pensar que sí.
—Con su permiso, he enviado a una patrulla a buscarlo. Lo interrogarán pero dudo que
puedan sacarle mucho. Si quiere que lo traigamos o algo para presionarlo…
—¿Para qué? No va a aportar nada. Además, si le ha pagado, amenazado o lo que sea, se
cerrará en banda.
—Supongo que no servirá de mucho, no. Usted manda. Esto es todo lo que tengo.
¿Necesita algo más de mí?
—No, Carignano, buen trabajo.
El agente scelto no dijo nada y salió sin despedirse. Paolo no se detuvo a pensarlo, pero
seguro que esa era la vez que más cordiales habían sido ambos desde que empezaron a
trabajar juntos.
—Padre, hay algo a lo que no dejo de dar vueltas y, con lo que ha contado ahora
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 138

Carignano, adquiere… ¿cómo decirlo? Consistencia…


—Dígame.
—¿Hay algo más aparte de esta lista? Me explico: si no tenemos constancia de los
informes policiales de esos sacerdotes que hay en sus hojas, será que las fichas policiales han
sido, de alguna manera, traspasadas a la Santa Sede.
Fimiani pareció pensar bien su respuesta.
—Bueno, al cien por cien no sabría decirle, pero la lógica me dice que sí. Dudo que todo
aquello se haya destruido cuando nos pasaron las fichas. Deberían estar completas. Como
aclaración le diré que no fue el actual papa el que hizo la petición. Bueno, sí y no, ya que
todo fue en su nombre a manos del secretario de Estado anterior. Es algo complicado de
explicar, así que imagino que también lo es de entender.
—¿Y usted entiende algo así, padre?
—Por favor, otra vez la misma conversación no, assistente. Yo lo acato. Dejo ese tipo de
juicios fuera de mi persona. Quizá usted no se dedique a esto, pero, ¿entiende cómo sus
compañeros acuden al desahucio de la vivienda de una persona mayor que ya no puede seguir
pagando las cuotas abusivas impuestas por un banco?
—¿De verdad está comparando? No es lo mismo.
—No lo será, assistente. Pero me refiero a que ambos acatamos órdenes de nuestros
superiores. Ya está.
—Es de humanos hacer valoraciones, padre. Esto me sigue demostrando ciertas cosas
acerca de la institución que representa, pero, bueno, si quiere lo dejamos ahí. Lo que necesito
es acceder, de alguna manera a esos informes. Si hay ficha policial puede que haya muestras
de ADN en según qué casos violentos. Esto nos podría ayudar mucho para poder comparar la
muestra dubitada que ya tenemos.
—A ver, por partes, assistente. He comprobado la mayoría de fechas en las que esos
sacerdotes cometieron sus crímenes y dudo mucho que se tengan muestras de ADN de, por
ejemplo, la década de los ochenta, además…
—A ver, por partes, padre —le cortó tajante—. Le sorprenderá saber que el ser humano
conoce el ADN desde finales del año 1800. No es tecnología punta, como usted cree. Es
evidente que ahora disponemos de más medios para su análisis, pero no se descubrió ayer. Y
si me tira más de la lengua le diré que desde los años cincuenta lo utilizamos en nuestras
investigaciones. Así que no trate de decirme como puedo hacer mi trabajo porque yo, en
ningún momento, me he metido con el suyo. ¿Estamos?
Fimiani miró con vergüenza a Paolo.
—Lo siento, no pretendía…
—Pues no lo haga. Ahora dígame lo que está deseando decirme.
—Es evidente, assistente. El Vaticano no nos dejará acceder a esas muestras en caso de
poseerlas. Ya sabe como va esto. Vamos a entrar otra vez en el bucle. Mejor, dicho, es que no
salimos de ese bucle.
—¿Y por eso ni siquiera lo va a intentar?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 139

—Es que me parece una bobada hacerlo. Ya sabe que el Vaticano…


—¡Me cago en el Vaticano ya! —Golpeó con suma fuerza su mesa— ¿Pero qué mierdas
me está contando, padre? ¿Qué quiere? ¿Me quedo de brazos cruzados mientras sé que está
muriendo gente? A ustedes se les hincha la boca y el pecho hablando de ética y de moral,
pero a la hora de la verdad, se la pasan por el forro de los cojones. ¿Quieren que me ponga
cabrón y que cuente a todos lo que están haciendo con esta investigación? ¿Lo quieren?
Fimiani le aguantó la mirada todo lo que pudo. Los ojos de Paolo estaban inyectados en
ira. El sacerdote supo que en verdad era un vacile, que si cometía tal estupidez acabaría él
mismo con su carrera como investigador. Pero también sabía que podría emplear esa falsa
amenaza a su favor a la hora de acceder a lo que el assistente le pedía. Quizá si mostraba una
verdadera preocupación ante sus superiores pudiera lograr que aceptaran su petición. Si algo
había en la Iglesia, era pavor a que se descubrieran sus tejemanejes.
—Perdóneme de nuevo, assistente. Tiene toda la razón. Estoy aquí para ayudarle en lo
que pueda y así será. Le ruego disculpe mis momentos de duda porque, como comprenderá,
la situación es excepcional. Si por mí fuera…
—Entonces tome medidas excepcionales.
—Así será, se lo prometo. Haré lo posible por obtener esas muestras.
Paolo respiró aliviado tras escuchar esto y le propuso algo:
—Mire, si esto ayuda, que las manden primero sin nombre y apellidos. Solo buscaremos
la coincidencia entre muestras. En caso de ser positiva, que nos digan de quién es. Así
preservaremos la identidad de sus dueños. Es imposible hacerlo de una manera más anónima
y menos comprometedora. A ver si así ayuda.
—Voy a ver qué puedo hacer. En caso de conseguirlo me pondré en contacto con usted
para que me diga cómo podemos hacérselo llegar. Desconozco si todo esto está informatizado
o de qué manera. Ya le diré.
El sacerdote se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta.
—Padre.
—Dígame, assistente —contestó sin ni siquiera volverse hacia él.
—Sé que no le pongo en una situación cómoda. Gracias. Está haciendo lo correcto.
Fimiani se giró.
—No. Las gracias se las doy yo por obligarme a hacer lo que no me atrevía.
Paolo le dedicó una sonrisa. Era la primera vez relajaba algo su rostro en lo que llevaba
de día.
El sacerdote volvió a girarse y salió del despacho.
—Esperemos que esto sirva de algo… —comentó el assistente en voz baja.
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Capítulo 31

Domingo 24 de marzo de 2013. 13:23h. ¿¿??

Las velas fueron encendidas de nuevo. La habitación se volvió a iluminar gracias a las
llamas y las cuatro sombras volvieron a verse reflejadas en la antigua pared del lugar en el
que se reunían.
No era normal dos encuentros en tan poco espacio de tiempo, pero tampoco era normal la
situación que estaban viviendo, así que el líder se había visto en la obligación de tener que
volver a convocarlos. Aunque esto último no era fácil teniendo en cuenta a las dificultades
que todos tenían para aparecer, porque sí, en un lugar como aquel. Lo peor de todo era que
tenían que correr ese riego. Dejando un lado lo ceremonioso de reunirse en aquel espacio
ancestral, el sentimiento de paranoia en todos era máximo y hasta sospechaban que sus líneas
telefónicas habían sido intervenidas. La seguridad que les brindaba el lugar era única. Ese
sentimiento paraoico había crecido desde que dos nuevos peones habían sido colocados sobre
el tablero. Teniendo en cuenta quienes eran, sabían que todo se complicaba sobremanera. Así
que las medidas de seguridad eran ahora extremas. Se seguía utilizando el mismo código
cifrado que antaño y, además, se evitaba a toda costa el uso de redes como Internet para
mandar el aviso de nueva reunión. De igual manera, en el propio aviso, jamás se contaba el
motivo de la reunión. Para establecer un grado de prioridad, se utilizaba un código de colores
tan básico como efectivo. Rojo, amarillo y verde lo conformaban. De todos modos, que fuera
verde no quería decir que lo que allí fueran a tratar sería de poca importancia. Nunca lo era.
Así que cuando se recibía el color rojo acompañando la misiva se sabía que se debía acudir a
toda velocidad.
El líder hizo el saludo ritual de siempre y esperó a que el resto tomara asiento. Tardó unos
segundos en comenzar a hablar.
—Señores, ante todo gracias por venir tan rápido. Comprendo lo difícil que ha resultado
en esta ocasión, sobre todo teniendo en cuenta que hoy, más que nunca, tenemos muchos ojos
puestos en lo que hacemos. En nuestro sagrado deber. Solo por esto entiendo que su
compromiso para con la hermandad es grande e indestructible. Gracias, una vez más.
—Gracias a usted por gestionar todo como solo usted sabría —contestó uno de ellos. No
lo dijo porque lo sintiera, era protocolario dar las gracias al maestro por todo.
—Bien, como ya saben, la situación ha cambiado ligeramente estos últimos días.
Tenemos unos inquilinos inesperados que están tratando, ni más ni menos, que llegar hasta
nuestro corazón. Quieren detenernos, que no llevemos a cabo nuestra sagrada encomienda.
—Pero… esto es imposible, ¿no? —Preguntó el más joven del grupo.
—Debemos matizar ese imposible. Sé que también están al tanto de que se trata de la hija
del viejo y su amigo, el policía. Esto nos pone en una situación incómoda, ya demostraron de
sus habilidades la otra vez, por lo que podrían llegar hasta el final. De hecho, van bien
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 141

encaminados en la senda y me temo que no se apartarán de ella.


—Entonces solo hay una solución: ¡acabemos con ellos! —Comentó el que estaba
sentado a su derecha.
—Tranquilo, amigo —dijo el líder haciendo un movimiento de calma con sus manos—.
Aquí debemos actuar con cabeza, como siempre. Las decisiones a la ligera lo único que
pueden traer son fallos.
—Sí, pero no habrá fin si los dejamos llegar hasta aquí.
—Al contrario, querido amigo. Podríamos utilizarlos en nuestro beneficio.
Todos escucharon atónitos las palabras de su líder.
—Sé lo que piensan —continuó hablando—: que estoy perdiendo la cabeza; pero
déjenme explicarles lo que quiero decir. Desde que tomé cargo de este honroso puesto,
siempre me he caracterizado por querer hacer las cosas paso a paso. Hasta que una parte no
se había realizado, no podríamos pasar a la siguiente. Pero, ¿y si pudiéramos matar dos
pájaros de un tiro?
Ninguno supo qué contestar. No sabían a qué se refería.
Viendo eso, el líder fue más allá.
—Contéstenme: ¿Cuál es la siguiente parte a cumplir de la profecía? La última.
Entonces lo entendieron.
—Veo que ya me comprenden. Me alegra que ninguno se haya opuesto a la idea, esto
significa que entienden las posibilidades nuevas que se presentan tras esto. Dejemos que se
nos acerquen. Todos lo saben, lo han vivido en sus propias carnes y no será fácil que lleguen
hasta el final, pero es probable que lo hagan. Bien. Dejemos que campen a sus anchas pero, a
su vez, preparemos el terreno para el momento en el que lleguen hasta aquí. Estemos listos
porque tocará cumplir la profecía hasta su última consecuencia.
Apenas se les veía el rostro debido a la oscuridad, pero el líder no necesitó observarlos
bien para saber que todos sonreían ante lo que acababa de contarles.
—El otro asunto que nos ocupa es el devenir de los acontecimientos en Italia —continuó
hablando el maestro.
—Pero allí todo va viento en popa, ¿no? —Comentó el joven— Mis contactos me han
contado que en la policía solo dan palos de ciego.
—Precisamente es nuestro hombre el que me preocupa —respondió el líder—. Creo que
empieza a mostrar los signos que nos temíamos que mostrara y esto puede acabar en un
desastre. Estaban claros los riesgos que corríamos acudiendo a él. Lo sabíamos, pero lo
necesitábamos. Un psicópata es impredecible en todo momento, pero pensaba que se
centraría en la causa que le hemos inculcado y cometería sus actos ciñéndose al guion.
—¿Y qué es lo que le preocupa? ¿Se ha salido de él?
—Sí. Esto lo acabo de conocer hace apenas unos minutos, pero creo que está retando al
inspector que lleva el caso. Le ha salido el ego a flote y esto lo está llevando a un extremo
que podría perjudicarnos. No quiero que en una de esas tenga un descuido y todo se vaya al
traste. Un solo error y todo por lo que hemos trabajado no valdría nada.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 142

Se hizo el silencio en la sala. Todos meditaban.


—¿Qué va a hacer? ¿Hablará con él?
—Sí, pero no va a ser fácil. Entiendan que no tiene una mente normal y que hay que
elegir con sumo cuidado las palabras empleadas. Si se siente atacado por nuestra parte se va a
desatar la bestia y esto aún no nos conviene. Tengo que hacerle ver que la misión está por
encima de su ego personal, pero no sé todavía cómo lo haré.
—Estamos en sus manos, líder. Confiamos en que podrá. Sabrá encauzar la situación.
El líder asintió no demasiado seguro. Conocía demasiado bien a su hombre como para
saber que el cuidado que debía tener en sus palabras debía ser extremo.
—Bien, amigos. Habiendo tratado los temas sobre los que quería darles información,
damos por concluida esta reunión. Sigan atentos a nuestros canales tradicionales de
comunicación. En caso extremo haré uso del teléfono, por lo que quiero que entiendan que si
lo hago será cuestión de vida o muerte. Nuestro objetivo está cerca, por lo que nuestras
medidas de seguridad y el cuidado en cada paso que demos deben ser excepcionales. Confío
tanto en ustedes como ustedes deben hacerlo en la figura que represento.
El líder dio inicio a los rituales obligatorios de cada fin de reunión y, una vez acabaron,
comenzaron, uno a uno, a desalojar la sala. Antes de apagar las velas que iluminaban la
estancia, el maestro echó un vistazo a la estancia. Pensó en lo increíble de estar reunidos en
un lugar como aquel. Como cada vez, sintió un escalofrío que lo dejó paralizado.

Capítulo 32

Domingo 24 de marzo de 2013. 13:39h. Bajo tierra del bosque en aledaños de abadía de Heiligenkreuz.
Viena.

Nada más entrar, Nicolás se fijó en que esta sala no se parecía en nada a la anterior. Para
verla en todo su esplendor, el inspector tuvo que prender cuatro antorchas que fue
encontrando en sus paredes y que la iluminaban a la perfección. No había nada de polvo, ni
siquiera olía a cerrado mezclado con humedad Nada de eso. No había paso de cientos de años
por sus paredes y era muy extraño. Parecía que la habitación tenía un mantenimiento inusual
para un lugar tan perdido como aquel. Daba la impresión de que había sido limpiada y
desinfectada recientemente.
Otro detalle que les llamó la atención fue la decoración de las paredes. Tenían cientos de
motivos de color dorado mezclado con tonos azules muy vivos. En ellas, también, había
varios centenares de dibujos de caballeros de aspecto medieval. Eran tan pequeños que, para
verlos bien, había que acercarse mucho. El suelo estaba formado por una serie de losas en las
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que, en cada una de ellas, había esculpido con no demasiada profundidad varios símbolos
extraños entrelazados. Estos símbolos se repetían a lo largo de las filas de losas, pero no
guardaban un patrón aparente. Parecían puestos sin importar la lógica ni la estética del
conjunto.
El aire, a pesar de no tener ese olor característico de la sala anterior, les seguía recordando
que se encontraban bajo tierra, pues se notaba cargado con una presión que sentían en los
laterales de sus cabezas.
Los dos, curiosos ante lo que veían, se acercaron cautelosos hacia las esquinas de la sala.
Hubo dos detalles que habían llamado poderosamente la atención de ambos nada más
iluminar la sala. Al primero de ellos fue al que se dirigieron. Al acercarse lo máximo posible
comprobaron lo que era. Las paredes de la estancia no estaban unidas en su totalidad. Había
un espacio libre entre unas y otras. El hueco apenas tenía un par de centímetros y a duras
penas cabía un dedo de Carolina a través de él, pero eso no evitó que Nicolás frunciera el
ceño.
—¿Por qué narices están separadas? —Preguntó desconfiado.
—Puede que sea para que entre algo de aire y esto no esté tan sumamente cargado, ¿no?
—Sinceramente, lo dudo. Si pones las manos sobre ellas verás como no entra nada de
aire. Tiene que ser por otra cosa.
Sin respuesta decidieron acercarse al segundo punto, que no era otro que el centro exacto
de la sala. En él, había una especie de altar. Al verlo de cerca comprobaron que estaba
decorado con varias figuras de caballeros portadores de estandartes con una cruz en relieve.
El detalle de las banderas era tan pequeño que era imposible distinguir el tipo de cruz. El altar
terminaba con una base cuadrada de unos cuarenta centímetros, más o menos, que contenía
en su centro lo que parecía ser un botón.
Nicolás no quitaba ojo a los caballeros y sus estandartes.
—¿Crees que son templarios? —Preguntó.
—No parece que la cruz sea paté. Yo diría que es cristiana porque el travesaño de abajo es
ligeramente más grande que el resto.
—Joder, menuda vista, yo los veo iguales. De todas maneras, quizá la hermandad que
buscamos tenga que ver con alguna otra orden de caballeros.
—Es bastante probable. Explicaría esta decoración.
Carolina hablaba sin dejar de mirar el pulsador que había en el centro del altar. Ni
siquiera pestañeaba. Nicolás comprendió que sus dudas eran similares en cuanto a pulsarlo o
no. La salida a la sala estaba en el lado opuesto al acceso, cerrado a cal y canto con un nuevo
pesado portón. Puede que pulsar el botón la abriera.
Aunque esto parecía demasiado sencillo.
—Supongo que no tenemos muchas opciones —comentó el inspector.
—No me fío de lo que pueda pasar, Nicolás. Sería de tontos pensar que pulsamos esto y
ya está, la puerta se abre. La experiencia nos dice que pasará algo más y me da miedo
imaginar el qué.
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—De todas maneras me da a mí que, aparte de esto, poco más podemos hacer. A ver, no
hemos revisado las paredes a fondo, pero no parece haber nada más.
—Tengo un mal presentimiento, en serio.
—Si quieres lo dejamos y salimos por donde hemos venido, Carolina. Tampoco me
apetece morir en un lugar con estas características. Así que, si no te sientes segura aquí
dentro, nos vamos y le decimos a Edward que no hemos podido avanzar más. De todas
maneras ya hemos llegado bastante más lejos que él.
Carolina no habló. Pensó sobre lo que decía Nicolás. Por un lado, su ansia curiosa
imperaba y hacía casi que su manos tuviera vida propia y se dirigieran hacia el botón.
Además, no solo era eso, ya que no creía demasiado en la historia que su benefactor les había
contado. No en el sentido de pensar que les mentía, no, sino más bien en que había
demasiados elementos esotéricos en la historia y esto le hacía retraerse. Aunque, bien
pensado, cuando sucedió lo de su padre también lo creía así y el resultado final fue
abrumador, por no decir impactante. Por otro lado, como bien había dicho Nicolás, no quería
poner su vida en peligro. Tampoco es que tuviera la certeza de que iba a ser así, pero un
sentimiento raro la avisaba a través de su estómago.
De pronto, el primer sentimiento se impuso a todo lo demás y su mano se colocó encima
del botón. Lo pulsó con determinación.
La cara de Nicolás era un poema.
—Ya no hay nada que pensar —sentenció Carolina.
Pasaron más o menos unos cinco segundos y nada ocurría. El inspector relajó su rostro y
respiró profundo.
—Puede que sea tan viejo que ya ni funcione —dijo la chica.
—No sé, pero si pulsar el botón no sirve para nada, entonces no sé qué coño debem…
La voz del inspector se vio interrumpida por un fuerte estruendo, que no fue otro que el
sonido de la puerta por la que habían entrado cerrándose a cal y canto. Una gran nube de
polvo salió despedida hacia ellos.
—Genial —apostilló Nicolás—, ahora sí que sí.
—Bueno, de todas maneras no es para tanto, supongo que la prueba consiste en saber
cómo se abre la otra puerta.
—Púlsalo de nuevo.
—¿Cómo?
—Lo mismo hay que darle otra vez. Hazme caso.
Carolina obedeció, pero no pasó nada. Dejaron unos segundos de rigor para ver si sucedía
lo mismo que hacía unos momentos, pero nada. Nicolás se giró sobre sí mismo y comenzó a
andar hacia una de las paredes. Tendría que revisarlas a fondo porque puede que en ellas
estuviera la clave. Quizá uno de los caballeros fuera distinto a los otros o algo así. Apenas
hubo dado unos pasos para acercarse cuando otro sonido ensordecedor llegó. Se giró y
comprobó atónito como el panel cuadrado, el que contenía el botón, se elevaba gracias a dos
varas gruesas de metal que salieron del altar. Cuando llegaron a unos cincuenta centímetros
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más o menos de altura, el panel comenzó a girar sobre sí mismo mostrando su otra cara, la
que tenía oculta debajo. Acto seguido comenzó a descender, regresando a su posición
original.
Sin poder salir de su asombro, los dos se acercaron hasta el nuevo panel para poder verlo
bien. Cuando comprobaron su contenido, no supieron ni qué decir.
En él había cuatro pulsadores cuadrados. En cada uno de ellos, a su vez, había un dibujo
en relieve en el que se representaba, de izquierda a derecha y después de arriba a abajo: un
puma, una gota de agua, algo que bien podría ser hierba y un animal bastante parecido a una
gacela. Debajo de los pulsadores había un texto escrito en latín.
—Y bien —Carolina fue la que rompió el silencio sepulcral—. Aquí tenemos nuestro
acertijo del día.
—Ya veo, ya… ¿Qué pone ahí abajo?
—Textualmente: como la vida misma, un solo error y morirás aplastado.
Ambos sintieron que el estómago les daba un vuelco tras pronunciar Carolina las últimas
dos palabras.
—¿Cómo que moriremos aplastados? —Preguntó muy alarmado Nicolás— ¿Estás segura
de que pone eso?
Carolina quiso contestar, pero entre que no le salían las palabras del puro temor que le
transmitió la frase y un nuevo estruendo, no pudo hacerlo.
Alertados ante este, ya que era mucho mayor que los dos anteriores, ambos se giraron
sobre sí mismos y comprobaron, muy asustados, como las paredes de la estancia temblaban
de manera constante. Una nueva nube de humo comenzó a salir de ellas. Parecía que iban a
caer al suelo de un momento a otro.
Quedaron petrificados. Sobre todo al ver que estas comenzaban a moverse lentamente,
eso sí, sin pausa, hacia ellos. Entendieron que a esto se refería la frase en cuanto a morir
aplastados, pero el texto hablaba sobre un error, ¿acaso ya lo habrían cometido?
—¡Qué hijos de la gran puta! —Exclamó Nicolás—. En las otras pruebas no recuerdo
haber estado tan expuesto a la muerte, joder. Ni siquiera cuando el laberinto de puertas.
¡Tenemos que encontrar la solución a esto o te aseguro que no tendremos muerte peor—le
dijo a la muchacha.
—¿Qué tiempo tenemos? —Preguntó histérica.
—No sé, coño. Unos minutos como mucho. No creo que más de cinco al ritmo que va
esto. Joder, no quiero ver a la muerte llegar de manera tan lenta, ¡puta hostia ya! Piensa,
Carolina, ¿qué tenemos que hacer?
Carolina no reaccionaba. Estaba presa del pánico al ver que las paredes se acercaban
hacia ellos. Apenas avanzaban un centímetro en cada movimiento, pero tarde o temprano
acabarían llegando. Se imaginó a sí misma en el momento en el que estuviera ya atrapada
entre ambas paredes, sin más posibilidad que cerrar los ojos y aguardar el final. A punto de
sentir como su cráneo era aplastado.
No sintió la mano de Nicolás zarandearla porque estaba sumida en estos terroríficos
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pensamientos.
—¡Mierda, Carolina! ¡Reacciona!
Pero no podía. Le era imposible moverse. Sus ojos actuaron de manera independiente a
ella y comenzaron a arrojar lágrimas. Nicolás pensó que no servía de nada seguir insistiendo.
—¡Joder! ¿No podías elegir un momento mejor para bloquearte? ¿Ahora qué coño hago
yo?
Se apartó de ella y corrió hacia el panel. No tenía ni idea de lo que tenía que hacer, pero si
no movía ficha, el final iba a ser nefasto para ambos. El tiempo corría en su contra. Más que
nunca.
—Joder, joder, ¡joder! —Exclamó mientras miraba los botones uno a uno—. A ver —
habló en voz alta para ver si Carolina era capaz de escucharlo—, analicemos la puta frase.
Como en la vida misma, un solo error y morirás aplastado—hizo una pequeña pausa—. Lo
último es lo más claro. Porque morir vamos a morir como no haga algo. De todas formas,
podría ser que si me equivoco en lo que tenga que hacer, esto irá más rápido. O no se
detendrá ya, haga lo que haga. No sé qué podría ser, pero no suena bien. ¿Pero qué coño es
eso de como la vida misma? ¿A qué se refiere?
Se giró hacia ella para ver si ya era capaz de reaccionar, pero seguía igual.
—Mierda… A ver, a ver, a ver… como la vida misma. ¿Pero en qué sentido? ¿A qué puta
mierda se refiere? Joder…
Sus compañeros decían de él que tenía una mente privilegiada para el análisis de datos,
pero ahora era incapaz de saber si se lo habían inventado o qué porque no le salía nada.
Intentó tranquilizarse y trató de utilizar el método que solía emplear frente a problemas
complicados en casos. Intentó repasar todo lo que sabía desde el primer momento en el que
recibió el aviso. Ahí, muchas veces, se encontraba la clave y ya se daba por sabida por obvia,
pero no solía ser utilizada. Tenía que hacer lo mismo. Comenzó a repasar, desde el
mismísimo momento en el que encontró el billete de avión. Después de esto llegó la charla
con el bueno de Alfonso. Tras esto, decidió viajar a Escocia. Luego vino el viaje, conoció al
asistente de Edward, al propio Edward, se reencontró con el que fue el amor de su vida y que
ahora estaba ahí, paralizada… Luego Edward les contó su propósito y les mostró el
manuscrito.
Ahí sonó una especie de campanilla. La campanilla que sonaba siempre que sentía que
debía fijarse en algo. El manuscrito.
Recordó el episodio. Tenía una fotografía del mismo guardada en su teléfono móvil pero
no necesitó sacarlo porque visualizaba con precisión el dibujo del centro. En él había un león
y una gacela que bebía agua.
—¡Tiene que ser eso! —Exclamó— ¡Tiene que ser eso!
Observó las paredes, todavía tenía algo de tiempo así que se dirigió de nuevo hacia donde
estaba la chica. No dudó en agarrarla de los hombros y zarandearla fuerte. Necesitaba que
volviera en sí, aunque fuera a la fuerza.
—Carolina, escucha, ¡ya lo tengo!
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Ella lo miró sin modificar su expresión.


—¿Y a qué esperas? —Dijo al fin.
—A que te necesito, coño. Me falta un detalle. ¿Recuerdas el dibujo del manuscrito de la
hermandad? ¿El del león y demás?
La muchacha asintió.
—Pues esa es la clave. Los botones representan lo mismo. Además, la primera frase ahí
escrita lo confirma: como la vida misma. ¿Lo entiendes?
Carolina volvió a asentir con los ojos muy abiertos.
—Vale, pues hasta ahí todo muy bien, pero ahora falta saber en qué sentido lo aplico.
Supongo que nos viene a hablar sobre el ciclo de la vida.
—¿Como en El rey león?
Nicolás la miró sin poder creer lo que escuchaba. ¿De verdad esa alusión en un momento
como aquel?
—Sí, vale, como El rey león. Pues eso, que en qué sentido aplicamos ese ciclo de la vida.
¿Qué elemento ponemos primero? ¿Interpretamos al puma como la primera parte de la
cadena o como la última?
Carolina despertó del todo tras esa pregunta. Comprendió lo grave de la situación. No
podía seguir en ese estado si querían salir de allí con vida. Tenía muy presente la segunda
parte de la frase en latín. Un solo fallo y aquello no tendría ya remedio, por lo que tenía que
concentrarse en hallar la verdadera respuesta.
No lo pensó demasiado.
—Agua, hierba, gacela y puma.
—Entiendo a que piensas que el ciclo sería: el agua hace que crezca la hierba, que a su
vez alimenta a la gacela y esta luego es comida por el puma.
—Tiene que ser así. Si no, en un orden lógico, no podría meter el agua.
Nicolás miró de nuevo las paredes y pensó en lo que le decía Carolina. El tiempo se les
echaba encima, de manera literal, así que no perdió un segundo y se plantó frente al altar.
Carolina lo siguió de manera instintiva. El inspector colocó la mano sobre el panel y decidió
no pensar más. No había tiempo para eso. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de
salir con vida y se tenía que aferrar a esto. Respiró profundo por la nariz. Comenzó a pulsar
con determinación los botones en el orden acordado. Cuando llegó el turno del último se
encomendó a su propia suerte y cerró los ojos. Tras levantar la mano sintió como el sonido
estridente desaparecía de repente.
Volvió a respirar profundo y miró a Carolina, pero un nuevo sobresalto llegó cuando de
nuevo comenzó a sonar el infernal ruido. Con el corazón a punto de salírsele por la boca, vio
que las paredes recorrían el camino a la inversa, pero ahora con una mayor velocidad. Tanto
era así que en apenas en unos segundos quedaron en su lugar de origen.
Nicolás se pasó la mano por la frente y comprobó que estaba sudando más que en toda su
vida. Necesitó que pasaran unos segundos y parte de la adrenalina desapareciera para darse
cuenta de lo que le flaqueaban las piernas. Parecía que no podían sostener el peso de su
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cuerpo.
Carolina se dejó caer de rodillas al suelo. No lo besó de puro milagro. Abría y cerraba los
ojos de manera constante, como asegurándose que aquello era real y que, al parecer, iba a ver
la luz del sol una vez más.
La puerta que los dejaba salir de aquella habitación se abrió, lo que supuso un nuevo
alivio para ambos.
—Madre mía, esta vez ha estado muy cerca —valoró el inspector.
—Y tan cerca. No sé qué me ha pasado. Me he quedado petrificada.
—Es una reacción normal, Carolina, pero te pido por favor que no me lo vuelvas a hacer.
Yo también lo he pasado muy mal.
—Ya, pero a ti te han preparado para situaciones como esta. A mí no.
—¿Como esta? ¿En serio?
—Bueno, vale, quizá no así, pero me refiero a situaciones límite.
—Sea como sea, hemos tenido mucha suerte. No sé si ha sido por inspiración divina que
me llegara la solución. Así que no me lo vuelvas a hacer. Recuerda que tú eres la inteligente
de este equipo, no me vuelvas a dejar vendido.
—Ya estamos otra vez subestimándonos, ¿eh?
—¿Cómo?
—Pues eso, que tienes una manía inmensa con hacerlo. Cuando te pones así, te metía una
hostia en toda la cara. Lo has resuelto tú solo, así que no digas que me necesitas porque eres
un poli genial. Tu experiencia vale más que cualquier tipo de iluminaciones divinas, como tú
dices.
—Inspiraciones.
—Lo que sea. Créetelo de una vez, Nicolás. Si no lo haces, si me vuelve a pasar, entonces
sí que estaremos perdidos.
Nicolás sonrió Agradecía unas palabras así en un momento como este. Él y su falta de
confianza. Algún día tenía que poner fin a eso. Pero ahora, lo que tocaba, era seguir
avanzando y ver qué les deparaba la siguiente habitación.

Capítulo 33

Domingo 24 de marzo de 2013. 13:39h. Bajo tierra del bosque en aledaños de abadía de Heiligenkreuz.
Viena.

Nicolás traspasó el umbral. Lo hizo cauto, con un cierto temor, incluso, a que esta les
cayera encima. Después de lo vivido, ya esperaba cualquier cosa. A pesar del momento
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vivido se sentía triunfante. No era para menos, pensó, ya que el solo hecho de haber
traspasado ese pesado portón, ya era todo un logro teniendo en cuenta lo que acababa de
pasar ahí detrás. Le hizo gracia verse a sí mismo pensando en que cuando todo esto acabara,
cuando regresara a casa, se pondría la película de El rey león en modo bucle para recordarse
por qué estaba vivo.
No era la primera vez que su vida estaba en peligro real, sobre todo teniendo en cuenta lo
que vivió en Mors hacía cuatro años, pero sí que era verdad que nunca había estado tan cerca
del fin. Había visto la cara de la muerte frente a la suya y esto no le había gustado nada. No
era muy de tópicos, pero pensaba adoptar la actitud tan extendida de vivir cada momento
como si fuera el último.
Lo primero que hizo al entrar en la sala fue asegurarse, como en la anterior, de que
pudiera ser bien iluminada a través del uso de antorchas. Lo hizo y, una vez prendidas, vieron
que se parecía mucho a la anterior.
Esto no lo consideraron como algo bueno.
Las paredes también mostraban una decoración bastante llamativa, pero en este caso los
colores que se mezclaban eran el dorado y el rojo. En este caso no había caballeros dibujados
en ella, sino cientos —por no decir miles— de formas que no supieron identificar tras un
primer vistazo. Casi por instinto, sus ojos se dirigieron hacia las esquinas. Parecían normales,
aunque esto no los calmaba del todo. Un detalle que también difería de la sala anterior era
que no tenía ningún altar en su centro.
Saber si esto era bueno o malo era su preocupación ahora.
Nicolás paseaba por la sala prestando atención a los detalles de las paredes. Empezaba a
valorar el haber sido capaz de hallar lo solución al problema anterior y se sentía bien consigo
mismo. Por una vez en su vida, no estaba dispuesto a menospreciarse. Repasaba los detalles
que veía y los procesaba extrañamente rápido. Quizá fuera esa seguridad adquirida. Fue
cuando llegó hasta lo que, previsiblemente, era la puerta de salida —cerrada a cal y canto,
cómo no— cuando encontró lo que podría ser la solución.
—Mira esto, Carolina.
Inapreciable desde una cierta distancia, la joven comprobó que había tallado un breve
texto —otra vez— en latín. A su lado, a su vez, había un nuevo pulsador. Era más pequeño
que el del altar de la otra habitación.
—Parece que de pulsadores y textos en latín va la cosa… —dijo Nicolás.
—Parece. Traduzco: tu cabeza funciona bien, no tengo más que darte la enhorabuena.
Ahora, procura que el fuego no te abrase, no cometas el error de Pedro. Pulsa sin miedo, pero
solo si confías plenamente en ti.
Ambos quedaron unos segundos en silencio. Procesaban la información. El primero en
hablar fue Nicolás.
—Como siempre, no entiendo una mierda de qué quiere decir esto, pero eso del fuego no
me gusta un pelo.
—Ni a mí. ¿Crees que si lo pulsamos pasará algo que tenga que ver con el fuego? Solo
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faltaba que esto se llenara de llamas y nos quemáramos vivos.


—Y yo que sé, después de lo de antes ya espero cualquier cosa. Lo primero que haré
cuando tenga a los miembro de la hermandad cara a cara será meterles un puñetazo en toda la
nariz. Qué malos ratos me están haciendo pasar, joder.
Carolina rió ante el comentario.
—¿Entonces qué hago?
—Pulsa.
—¿Y si pasa algo?
—Ya llegados hasta aquí no podemos rendirnos. Antes de que pasara lo de antes sí, pero
ahora o llego hasta el final o muero en el intento.
—Juntos hasta el fin, ¿no?
Nicolás asintió con cierto dolor. Seguramente Carolina no lo había hecho adrede, pero esa
frase la dijo ella misma en el idílico viaje a París en el que comenzó todo para ambos. Seguro
que ella ni la recordaba, pero a él se le clavó como un puñal en el corazón.
—Espero no bloquearme ahora… —dijo la muchacha mientras colocaba la mano sobre el
pulsador.
Resopló nerviosa varias veces antes de que sus yemas tocaran el botón. No lo pensó más
y apretó.
De manera instintiva, ambos dieron varios pasos hacia atrás. Aguardaron unos segundos
en alerta máxima. En esta ocasión pasó más tiempo que en la anterior hasta que un ruido sonó
de repente, como si fuera un chasquido en la propia pared. Ella se aferró al brazo del
inspector con fuerza y este no pudo reprimir que su instinto protector la atrajera fuerte hacia
él. No dejaría que le pasara nada. Los chasquidos pararon de repente, pero eso solo hizo que
Carolina se agarrara con más fuerza todavía. Nicolás contemplaba expectante todo lo que su
campo visual abarcaba.
Lo que a continuación pasó dejó a ambos sin saber muy bien qué hacer.
La puerta se levantó de manera lenta, liberando la consiguiente nube de polvo a la que ya
se estaban acostumbrando. Cuando llegó hasta arriba del todo, a Nicolás solo le salía
incredulidad por los cuatro costados.
—¿Ya está? —Acertó a decir.
—Parece que sí.
—Pero… después de lo de antes, no sé, ahora leemos lo del fuego…
—Ni idea, pero creo que deberíamos darnos prisa a pasar no sea que esto se nos cierre y
nos quedemos aquí dentro.
Nicolás asintió y comenzó a andar. Carolina seguía sin despegarse de él. El temor a lo que
les aguardaba no disminuía a pesar de lo fácil que había sido salir. Esa incertidumbre se borró
de un plumazo cuando vieron lo que les esperaba. La oscuridad lo anegaba todo, como de
costumbre, pero la antorcha que el inspector llevaba en la mano bastaba para poder ver que
frente a ellos había una escalera. Era ascendente, por la que podían subir de nuevo a la
superficie.
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Subieron con decisión hasta que llegaron arriba del todo. Nicolás había dejado la antorcha
abajo de las escaleras para tener las manos libres y esto bastaba para iluminar lo que
necesitaba ver, pero la parte superior estaba algo más oscura de lo que esperaba. Tuvo que
alargar un brazo y comenzar a palpar a ciegas, tratando de encontrar algo que les permitiera
abrir la trampilla metálica que de primeras notó. Encontró el enésimo pulsador. Aquí no dudó
en pulsarlo pues sabía —o más bien, intuía—, que ya no había nada más que los separara del
mundo exterior.
Otro chasquido sonó. Parecía que la trampilla estaba ahora liberada. Nicolás probó a
abrirla. Una gran cantidad de tierra cayó sobre ambos tras hacer esto, pero eso no impidió
que, una vez mostrada la vía de escape, los dos decidieran dar los siguientes pasos que los
llevaron hasta fuera del submundo en el que habían estado.
Necesitaron unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraran a la luz exterior, pero
dado que casi no volvían a ver todo aquello, no les importó. Lo consideraban un regalo, en
realidad. Nicolás se tiró al suelo y Carolina lo imitó. Todavía les temblaban las piernas y, de
alguna manera, necesitaban recuperar parte del aliento perdido. Allí sentados pudieron
valorar en profundidad lo que habían vivido ahí abajo. Carolina hasta derramó alguna que
otra lágrima, producto del nerviosismo, quizá. Nicolás no quiso disimular y no se privó
también de dejar que recorrieran su rostro. Ver la muerte tan de cerca había sido una
experiencia que no recomendaba a nadie. Lo peor era la incertidumbre de no saber si, en el
resto de pruebas, volverían a vivir una situación parecida.
Recuperada la compostura, lo primero que hizo el inspector fue volver a colocar la
trampilla. Quizá la hermandad no se merecía esa muestra de respeto frente a los actos que
estaban perpetrando, pero sí era cierto que su propio código ético lo empujaba a dejar las
cosas tal y como las había encontrado.
Cuando se giró, Carolina miraba sin pestañear un frondoso árbol.
—Pensabas que no volverías a ver uno igual, ¿verdad? —Preguntó sonriente el inspector.
Ella se limitó a negar con la cabeza. Así era.
—Venga, no lo pienses más. Esto ya ha pasado y estamos vivos. Ahora vamos a
centrarnos en saber dónde estamos y en volver, que me siento como un cerdo después de
revolcarme en el fango. Y no precisamente por el placer que les provoca.
Ella se giró hacia él y sonrió. Todavía era capaz de aliviar su tensión en ese tipo de
situaciones. Le alegraba que eso no hubiera cambiado en el «nuevo» Nicolás.
El inspector sacó el teléfono del bolsillo y, en la aplicación Maps, buscó la ubicación que
se había guardado en el momento que dejaron aparcado el coche. Esta, por arte de magia,
trazó una línea que debían seguir —sorteando lo que pudieran encontrar en medio, claro—
para llegar hasta su meta.
—Es por allí —dijo señalando con su dedo índice.
Estaban cansados, pero el ansia de verse a salvo dentro del vehículo les podía por lo que
comenzaron a andar de inmediato. Estaban bastante más lejos de lo que en un principio
pudieron prever, ya que la caminata duró alrededor de una hora y poco. A pesar de ello y de
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tener que salvar algunos escollos en forma de desniveles, riachuelos y pasos que parecían
impracticables, consiguieron llegar hasta su destino.
Montaron en el coche y respiraron aliviados. Nicolás prendió el motor y observó cómo
Carolina no podía dejar de mirar en dirección a la abadía.
—¿Qué piensas? —Quiso saber éste.
—En que algún día me gustaría que la visitásemos. Pero con tranquilidad, sin presiones y
sin hermandades de por medio. Me voy con esa espina.
Nicolás quiso contestar, pero el nudo que se formó en su garganta ante el deseo de
Carolina se lo impidió. Esos planes de futuro hicieron que sonriera nervioso.
Programó de nuevo el GPS del coche y partieron hacia el hotel en el que se hospedaban.

Capítulo 34

Domingo 24 de marzo de 2013. 12:59h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

El día transcurría anormalmente lento. Paolo pensaba que no solo influía que fuera
domingo y que tendría que estar disfrutando de su tiempo libre. Era también que el ordenador
no hacía más que escupir cosas que ya tenía claras. Nada nuevo. Nada que le hiciera dar un
pequeño paso hacia adelante.
Mirar el reloj cada cinco minutos tampoco ayudaba. Había escuchado en infinidad de
ocasiones que, cuanto más rápido se quería que pasara el tiempo, más lento llegaba. Desde
luego, se cumplía a rajatabla. Pensó varias veces en levantarse de su asiento y mandarlo todo
a hacer puñetas. ¿Qué necesidad tenía de emplear sus días de descanso en devanarse los sesos
metido en su despacho? La solución le llegó enseguida: porque en casa estaría haciendo lo
mismo, solo que allí tenía, al menos, más medios para seguir investigando.
Aunque….¿para seguir investigando qué? Ahora estaba un punto muerto y temía no poder
salir de él.
Miró por enésima vez la misma fotografía. La de la dentadura. Lo hacía con la vana
esperanza de que de pronto se dibujara una cara alrededor y esta, a su vez, llevara tatuada una
identificación con el nombre de la persona a la que pertenecía.
Sobre la fecha de la muerte no necesitaba mucho, ya que no la consideraba como un
acontecimiento futuro. Al contrario. Tenía claro que su propietario ya estaba muerto y que
poco se podría hacer por él. Sus esfuerzos debían centrarse en los próximos nombres de la
macabra lista. No poder llegar a ellos era lo que de verdad le molestaba.
Le frustraba también que cada vez parecía más evidente que sus aptitudes en la resolución
de casos de poco servían en este. No se explicaba como alguien podía campar a sus anchas a
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ese nivel, casi que con total impunidad. Como si de un fantasma se tratara. No. No importaba
ni su formación ni sus facultades. Tampoco su experiencia tras cientos de casos
inverosímiles. Su única baza era hallar algo de suerte y, para esto, importaba poco si se era
buen o mal investigador. Solo podría confiar en un descuido por parte de su enemigo que no
parecía llegar nunca.
Solo podía aferrarse a esa suerte.
Una suerte que no llegaba.
Una suerte que lo esquivaba.
Una llamada a su puerta lo sacó de sus pensamientos. El padre Fimiani asomó la cabeza.
—¿Se puede?
—Adelante, padre. Por favor, dígame que trae buenas noticias.
—En cierto modo sí —dijo mientras tomaba asiento—, pero…
—¿Qué ocurre? ¿Pasa algo?
Este pareció dudar. Como si quisiera contarle algo pero no se atreviera.
—No… No. Tranquilo. He conseguido lo que me pedía —dijo recuperando la compostura
—. No ha sido fácil, he tenido que apretar como no me gusta hacerlo, pero tenía razón,
merecía la pena porque sí se tenía un registro con muestras periciales de varios de los
incluidos en esa lista. De la inmensa mayoría, me atrevería a decir. Lo traigo todo en este CD.
Estaba todo informatizado.
—Y supongo que ahora vienen los peros.
—Por supuesto. Se utilizará bajo mi supervisión. No me importa nada los datos que
contengan este CD y se podrán utilizar cuantas veces quieran, pero tengo que estar delante y
anotar las carpetas que se abren para pasarles luego el registro a ellos.
—¿Es una broma? —Paolo se dio cuenta enseguida de que no lo era—. Vale, no he dicho
nada. En circunstancias normales ya sabe lo que diría, pero algo es algo y no pienso poner
ninguna pega.
—Se lo agradezco, de veras. Comprenderá que a mí no me hace ninguna gracia tener que
hacer todas estas tonterías. Ya quisiera yo poder darles más facilidades, pero…
—No se disculpe, menos da una piedra. De verdad.
Paolo se sorprendió a sí mismo siendo tan auto complaciente. Le fastidió tener que
admitir que, en este caso, no solo luchaba contra el asesino, sino también contra la Iglesia.
Tener que admitir que ellos tenían parte de la vara de mando no le hacía gracia alguna, pero
como acababa de decirle al sacerdote: menos daba una piedra.
—Bueno —volvió a hablar—, estaría bien que nos dejáramos de chácharas y pasáramos a
la acción. Dígame, padre, ¿alguna vez ha visto un laboratorio criminalístico?
El sacerdote negó con la cabeza.
—Hoy es su día de suerte.
Dicho esto se levantó, aguardó a que el padre Fimiani también lo hiciera y lo invitó a salir
del despacho. Acto seguido se encaminó hacia el ascensor y montaron en él. Nada más salir a
la planta deseada, lo primero que llamó la atención a Fimiani era que aquello se parecía
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mucho a la imagen que se había formado en su cabeza. Quizá alimentada por películas y
series de televisión —de las que se consideraba fan, todo había que decirlo— en las que se
mostraba un largo pasillo con divisiones de habitaciones independientes, cada una cargada
con mil aparatos diferentes. Saber qué haría cada uno de ellos seguiría siendo un misterio ya
que Paolo no dudó en dirigirse al apartado que le interesaba en esos momentos: el de
Genética Forense. Quizá lo que más llamaba la atención de todo aquello era la sensación de
vacío al no haber prácticamente nadie en las instalaciones. Sería porque era domingo.
Pasaron a la parte que necesitaban.
A Fimiani ni le dio tiempo a mirar la habitación por dentro ya que Paolo fue decidido
hacia un chico de pelo de moreno. Comía distraído de un bote de ensalada de pasta de esos
que venían preparados mientras, al parecer, escuchaba música a través de unos auriculares. El
susto que se llevó cuando Paolo le tocó la espalda fue mayúsculo.
—¡Joder, assistente! ¡Casi se me sale la comida de nuevo hacia fuera! —Exclamó
dejando el bote y poniéndose la mano sobre el corazón.
—Luca, es una suerte que estés tú aquí hoy, de guardia.
El joven se quitó los auriculares y los dejó al lado de su comida.
—Sí, una suerte tremenda. Segundo domingo consecutivo que me trago. Claro, como
Luca sabe de lafoscopia, de genes y demás tonterías, pues que se lo coma siempre el mismo.
Al menos pensé que adelantaría trabajo, pero Mario lo terminó todo ayer y no queda nada.
Aparte de hacer lo de esta mañana no he hecho nada más. Esto está bien muerto hoy, qué
asco.
—Pues no te preocupes porque te traigo algo muy interesante. Mira, este es el padre
Fimiani y colabora conmigo en el caso del asesino de sacerdotes.
Luca lo saludó con un movimiento de cabeza.
—Lo siento, padre.
Fimiani le dedicó una sonrisa y no dijo nada. Era común que todo el mundo pensara que
todos los sacerdotes, solo por el mero hecho de serlo, se conocían entre sí.
—El padre Fimiani —continuó Paolo— nos trae un CD con diferentes perfiles de ADN.
Necesito que los compares con lo que tenemos aquí dubitado.
—¿Cómo que trae perfiles de ADN? ¿De dónde salen?
—Luca. No preguntes, por favor.
—No, no, si a mí me da igual, mientras no me metáis en ningún lío.
—Confía en mí, esto lo sabe el assistente capo, tranquilo.
—Vale, pues… ¿me lo dejáis y empiezo? Si queréis os llamo cuando las tenga todas
comparadas. Me llevará un rato.
—Verás…
—Os tenéis que quedar aquí porque esto es tan confidencial que solo se puede hacer bajo
supervisión.
Paolo le sonrió. Conocía a Luca desde hacía bastante tiempo. No sabría decir cuánto. Pero
si algo tenía claro era que Luca era un técnico de laboratorio dotado con una inteligencia
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extrema. Y no solo era eso, Luca tenía esa especie de olfato que otros decían que el propio
Paolo tenía y, debido a eso, este último había intentado en innumerables ocasiones que
colgara la bata blanca y pasara a formar parte activa de su equipo. Una mente como la suya
podría ser crucial para la resolución de casos como en el que estaba metido ahora. Pero Luca
no quería eso. Siempre alegaba que había entrado en el cuerpo para hacer el trabajo que
hacía. Que su pasión era en lo que invertía su tiempo cada jornada laboral y que, salvo causa
de fuerza mayor, nunca lo abandonaría.
El assistente, por otro lado, agradecía que no lo hiciera. Era importante tener a Luca
cerca, en un departamento o en otro.
—Vale. Entendido —dijo al fin el técnico—. ¿Podré al menos volcar las muestras dentro
de la base de datos para que el programa nos ayude en la comparación de alelos? Esto
supondría una ayuda extra.
—No, imposible, hay que preservar la identidad de los que ahí están —intervino Fimiani.
—No, no, tranquilo, padre. El programa solo mostrará un nombre si hay coincidencia.
Después borraré las muestras delante de ustedes. No las quiero para nada en este ordenador y
no me será difícil al ser, de manera inequívoca, las últimas añadidas.
Fimiani dudó. Como si estuviera procesando las palabras.
—Está bien. Hágalo como crea.
Luca sonrió levemente y abrió el programa. Después abrió la base de datos del CODIS,
que estaba conectada a su vez a la base de datos interna, a la de los otros cuerpos policiales
de Italia y a la de la propia Interpol. No la necesitaba para las mencionadas bases de datos,
pero su potente comparador también se podía utilizar a nivel local y eso es justamente lo que
buscaba. Metió el CD en el ordenador tras la mirada reticente del padre Fimiani, que no
pestañeaba. A través del programa las cargó, haciendo una selección de todas las muestras
informatizadas. Al venir en soporte magnético, tuvo el presentimiento que las propias
muestras habrían sido sacadas de una base de datos similar a la del CODIS, por no pensar que
era el mismo programa, por lo que el formato en el que venían era el idóneo para que el
programa las reconociera y cargara en apenas un par de minutos. En la muestra base colocó la
dubitada que tenían y que interesaba a Paolo, en el campo a inspeccionar, las más recientes
incluidas en el programa. Es decir, las del CD.
Presionó el botón «Search and compare» y aguardó unos segundos.
—Como es una comparación a nivel local, será rápido. Lo jodido viene cuando hacemos
las búsquedas a nivel estatal o internacional. La imagen que venden las series de televisión no
ayudan para nada a saber que esto a veces es eterno. No instantáneo.
El programa emitió un pitido y mostró un mensaje en color verde.
—Aunque en casos como este sean las excepción que confirma la regla pues vamos a
algo muy concreto —comentó divertido.
—¿Y bien? —Preguntó esperanzado Paolo.
—El ADN pertenece a un tal Francesco Fuiccella. Tiene antecedentes, según dice aquí.
Robo con intimidación en el noventa y tres. Hace ya veinte años, vaya.
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Los ojos de Luca se posaron directamente en su ocupación actual. Paolo se percató de


ello y confirmó la extrema inteligencia del técnico al no abrir la boca. Ya sabía la razón de la
confidencialidad de las muestras.
Tras esto, Fimiani agachó la cabeza y comenzó a mirar hacia el suelo.
—Eres muy grande, Luca —dijo el assistente rompiendo un poco el hielo tras el silencio
generado—. Ahora, por favor…
—Ya, ya…
Abrió la propia base de datos y seleccionó las últimas agregadas a esta. Las eliminó.
—Ya está.
—Gracias. Sé que es un coñazo, pero si volvemos a necesitar comprobar algo de aquí, lo
tendremos que hacer de la misma manera.
—Pues como sea otro día lo lleváis claro porque tendréis que explicárselo a otro. Yo me
voy a pillar unos días de descanso que estoy harto de tanta guardia.
—Luca, por favor, no los cojas ahora. Te necesito cerca. Te prometo que después
intercederé por ti para que no vengas por aquí en un mes a gastos pagados. Pero ahora no.
El técnico lo miró y sonrió.
—Joder… Vale, pero quiero el mes y que una noche me invites a Whisky hasta que me
tengas que llevar a casa de mis padres porque no me tengo en pie. Y tú le darás explicaciones
de por qué.
Paolo sonrió.
—Cuenta con ello. Gracias. Vamos, padre.
Ambos salieron de la fortaleza personal de Luca, como él mismo la llamaba. Volvieron al
ascensor. Una vez dentro, Paolo no pudo evitarlo y habló.
—¿Por qué no ha hablado desde que ha dicho el nombre del sacerdote?
El sacerdote pareció salir de su ensimismamiento tras la pregunta.
—¿Eh? No sé, no he hablado mucho, en general. Estoy abrumado por cómo está
sucediendo todo.
—No, padre, por favor, no me tome por estúpido. Sabe a lo que me refiero. Es como si le
hubiera cambiado la expresión. ¿Lo conocía?
—¿Yo? No se lo he dicho al muchacho porque no quería parecer cortante. Pero no
conozco a todos los sacerdotes de Roma. Ni siquiera a un diez por ciento, diría yo.
—No lo digo por eso. No soy tan estúpido. Se lo pregunto por su reacción.
—En absoluto. No. Ha sido… no sé cómo explicarlo. Supongo que hasta ahora, a pesar
no dejar de ser personas las que han muerto, además de compañeros, eran cadáveres… no sé
si me explico.
El ascensor volvió a abrirse. Salieron de él.
—Ahora —continuó— tiene nombre y apellidos antes de ver su cuerpo. No sé, es
distinto. Es como si la no certeza de saber si está vivo o muerto me oprimiera el pecho. Como
si tuviéramos la posibilidad de evitarlo solo por eso.
—Padre, no quiero que se haga ilusiones, seguramente…
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—Ya lo sé. Pero sigo sintiendo que es distinto.


Entraron al despacho. Fimiani dejó el maletín en el suelo y tomó asiento.
—¿Cuál es el siguiente paso? —Quiso saber el sacerdote.
—Supongo que averiguar cuál es la iglesia en la que ejerce el sacerdote. Puede que sea el
próximo escenario en caso de que no lo sea ya. Puedo intentar buscar en la base de datos de
Empleo para ver si ahí viene.
—Es más fácil que eso. Espere que haga una llamada y sabremos el lugar exacto.
Extrajo su teléfono móvil y comprobó la cobertura.
—Creo que saldré fuera a llamar. Dentro de edificios grandes no suelo tener mucha
cobertura, no sé por qué.
Paolo asintió. Tenía prisa, mucha prisa por saber, pero prefería que cada paso se diera de
la manera más correcta posible.
Observó que Fimiani tomaba el ascensor de nuevo para llegar hasta la planta baja. Acto
seguido sus ojos se posaron en algo que no esperaba ver. El sacerdote se había olvidado de su
inseparable maletín. Casi sin pensarlo y sin perder un segundo se abalanzó sobre él. Fimiani
tenía algo ahí dentro que podía ser vital en la investigación del caso. Su primera alegría vino
de la mano de una falta de seguridad en la cartera que no le impidió abrirlo con facilidad. Su
segunda alegría, la tuvo en el preciso instante en el que pudo agarrar los papeles. Cogió con
velocidad el quitagrapas y los separó. Acto seguido corrió hacia su fotocopiadora personal.
Por suerte tenía una bandeja de carga de documentos automática que en esos momentos le
venía de perlas. Una vez colocados, presionó el botón de copia y la máquina comenzó a
escupir papeles. Deseó que el tiempo corriera lo más despacio posible mientras el artilugio
funcionaba justo al revés, con velocidad. Cuando el aparato emitió el sonido de haber llegado
al fin volvió a tomar los papeles originales y colocó de nuevo una grapa en ellos.
Casi con el corazón en la boca, los metió de nuevo en su lugar original. Tomó las copias y
las guardó en un cajón de su escritorio.
En esta ocasión pudo afirmar que la suerte estaba de su lado pues, nada más dejar el
maletín como estaba, la puerta del ascensor volvió a abrirse. Fimiani volvía con gesto
preocupado y el teléfono móvil en la mano.
—Ya sé dónde ejercía el sacerdocio el padre Fuiccella. Es párroco titular en la iglesia de
Santa María en Trastevere.
La cara de Paolo tras escuchar esto era todo un poema.
—¿Perdón? —Acertó a decir.
—Sí, yo también me he quedado igual. Parece que nuestro amigo va a ir contra el
sacerdote de una de las iglesias más importantes de toda Roma.
A Fimiani no le faltaba razón. Santa María estaba ubicada en Trastevere, que a su vez era
uno de los barrios más conocidos de toda la ciudad. Un lugar siempre concurrido y en el que
difícilmente se podría tener algo de intimidad para lo que el homicida pretendía.
Paolo se levantó de un salto de su asiento. Se olvidó de los papeles y de todo lo demás.
Ahora, lo que tocaba era correr por si podían evitar la muerte de otra persona.
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Capítulo 35

Domingo 24 de marzo de 2013. 14:33h. Aledaños de Santa María en Trastevere. Roma.

Paolo sabía que el tiempo apremiaba. No por ello quería hacer las cosas mal, por lo que
necesitaba a los mejores a su lado en el intento de evitar lo que, previsiblemente, ya habría
ocurrido. Es por eso que, a pesar de lo relativamente poco que tardó en llegar a las calles
aledañas a la basílica de Santa María en Trastevere, decidió esperar a que llegaran las otras
dos personas que lo acompañarían a él y al padre Fimiani en la inspección de la iglesia. Los
elegidos fueron el agente Calamita y el agente scelto Maurizio Alloa. Ambos se encontraban
en su último año dentro del rango actual que ocupaban —es decir, había pasado ya cuatro de
los cinco años requeridos para poder optar a un ascenso de rango—, pero no solo era eso.
Paolo buscaba en las figuras de las que le gustaba rodearse una especie de don que para él era
esencial para desempeñar ese trabajo. Calamita lo tenía, sin duda, pero en el caso de Alloa iba
algo más allá. Estaba seguro que la amistad que ambos mantenían no influía para que viera
algo en él diferente al resto. Su confianza en él era plena y así se lo hacía saber asignándole
cada vez tareas más complicadas. Tanto él como Calamita estaban de día libre, pero ninguno
dudó en acudir raudo a la llamada de Paolo.
Ya los cuatro juntos, comenzaron a andar hacia la iglesia. Paolo no tenía nada claro que
aquel fuera a ser el escenario elegido, pero al menos tenía una ubicación a la que dirigirse
cuando antes no había tenido esa oportunidad. Fimiani, que conocía bien la zona, les contó
algunos datos de interés sobre todo aquello.
Trastevere era el decimotercer barrio del centro histórico de Roma. Estaba ubicado a la
orilla oeste del archiconocido río Tíber y, a su vez, al sur de la Ciudad del Vaticano. Su
nombre provienía del latín trans Tiberis, que significa: Tras el Tíber. Sin duda una de los
rasgos más atractivos del barrio, además de sus casas impresionantes de estilo medieval, eran
sus calles adoquinadas con sampietrini —una especie de adoquines muy típicos que se usan
mucho en el centro de Roma y que, a su vez, tomaban el nombre de la Plaza de San Pedro—.
La zona, muy transitada durante todo el día por ser un centro turístico era, además, residencia
de cientos de becados estadounidenses al encontrarse en sus alrededores dos universidades
privadas de su país. De ahí también la gran cantidad de restaurantes, bares, sitios de comida
rápida y pubs. Sobre todo, esta zona adquiría potencial por la noche.
Paolo echó un vistazo alrededor. A esas horas del mediodía, un domingo, aquello estaba
más abarrotado de lo normal. Esto podría ser interpretado como algo bueno, ya que en caso
de ser el lugar elegido, el asesino tendría dificultades de actuar con tanto público alrededor.
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Avanzaron con paso firme hacia la iglesia, sin dejar de mirar a un lado y a otro pero a su
vez tratando de no levantar sospechas. Era importante mantener ese equilibrio si querían
éxito en lo que fuera que fueran a hacer allí. Todavía ni lo sabían demasiado bien.
Llegaron a la puerta de entrada a la basílica y la contemplaron. Su belleza no era
percibida por ninguno de los cuatro debido a la situación de tensión que estaban viviendo. La
hora de visitas seguía en marcha, por lo que no sería problema pasar adentro y echar un
vistazo como si de simples turistas se tratara. Entendieron que, que el padre Fimiani les
hiciera de guía, era lo más lógico. Paolo estableció que la misión principal era poder llegar al
despacho del padre Fuiccella intentando no levantar sospecha. Sobre todo por si el psicópata
estaba cerca.
Una vez dentro, el padre Fimiani respiró profundo e intentó meterse en el papel que le
tocaba. La suerte era que, en verdad, conocía muy bien el templo y sus detalles. Ya no solo
porque frecuentaba la zona, sino como apasionado del arte que era. No le costaría interpretar
el papel.
—Esta iglesia está constituida en tres naves sobre columnas —comenzó a hablar
señalando con sus dedos—. Puede que encuentren cierto parecido con Santa María la Mayor,
sí, la que acabamos de visitar hace un rato, ya que ésta está inspirada en ella.
Mientras Fimiani hablaba, a su vez, iba andando en dirección a la sacristía, donde sabía
que se hallaba el despacho del párroco titular.
—La basílica —continuó— fue fundada en el siglo tercero por el papa Calixto Primero,
aunque después fue renovada por Inocencio Segundo entre los años 1130 y 1143. Creo que
dada su extensa historia se podrían hacer una imagen de lo importante que es este templo
dentro del seno de la Santa Madre Iglesia.
Todos asentían. Alloa y Calamita no prestaban demasiada atención a las palabras del
sacerdote. Iban muy tensos por ver qué encontrarían en el despacho. Paolo, en cambio, sí que
lo escuchaba embobado. A él también le gustaba el arte y, aunque no podía considerarse un
apasionado, sí era cierto que no despreciaba cuando sus ojos le mostraban algo tan bello e
interesante como el interior de la iglesia en la que estaban.
Continuaron avanzando en dirección norte. Fimiani seguía con sus historias y anécdotas.
De vez en cuando señalaba cosas que todos miraban de manera automática. Lo cierto es que
todos andaban muy metidos en sus papeles de turistas y guía.
Cuando llegaron al ábside, Fimiani miró disimuladamente a ambos lados y, cuando
estuvo seguro de que nadie los observaba, giró con suavidad hacia la derecha. Todo ello sin
dejar de hablar ni perder la naturalidad. Paolo se sorprendió por la eficiencia con la que el
sacerdote actuaba. Esto no le gustó demasiado. Parecía bueno fingiendo ser lo que no era.
El sacerdote hablaba acerca de la Virgen de la Clemencia, cuyo icono, una de las obras
más importantes de toda la iglesia, se creía que había sido tallado en el siglo VI, aunque
muchos historiadores se mostraban contrarios a eso porque decían que en verdad era del siglo
VIII.
Llegaron hasta una puerta de madera, de aspecto antiguo. En su mitad, a la derecha, una
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cerradura gigante tenía dentro una llave no menos grotesca. Fimiani volvió a girarse para
mirar a su alrededor. Nadie reparaba en ellos, los turistas que había dentro seguían a lo suyo.
Él mismo pensó que sería el más indicado para abrir la puerta pues al ir vestido de sacerdote
no levantaría demasiadas sospechas. Los policías llevaban sus armas ocultas en la parte
trasera de su cuerpo, tapadas por las chaquetas. Los tres colocaron una mano sobre ellas.
Paolo asintió y Fimiani giró el armatoste. Un pestillo resonó. Una nueva mirada antes de
entrar y Paolo volvió asentir.
Fimiani tragó saliva y empujó la puerta temeroso de qué hallaría dentro.
Sus miedos, en principio, fueron vamos ya que no había nada significativo en la sala a la
que accedieron. Los tres policías relajaron su actitud y apartaron las manos de sus armas
reglamentarias. Al contrario que el resto de la basílica, aquello presentaba un aspecto bastante
austero. Un distribuidor que mostraba una simple escalera que subía, previsiblemente, al
campanario y una puerta tras la que, supuestamente, estaría el verdadero despacho del padre
Fuiccella fue lo único que encontraron.
Paolo pareció dudar sobre adónde ir. Parecía claro que debía dirigirse hacia el despacho,
pero las escaleras lo tentaban porque era un lugar singular y, por lo tanto, podría ser elegido
por el asesino para acabar con la vida del sacerdote. Optó por ir primero al despacho. La
lógica imperaba.
Al no haber ojos que lo pudiera observar, ya no tenía que disimular, por lo que recuperó
la iniciativa. Se acercó hasta la puerta y golpeó con sus nudillos en ella. Acto seguido pegó su
oreja en la misma para ver si escuchaba algo dentro.
—¿Padre Fuiccella? —Preguntó sin elevar demasiado el tono.
Al no tener respuesta, negó con la cabeza mirando a sus subordinados. Iba a intentar
entrar, por lo que sacó su arma. Alloa y Calamita lo imitaron. Fimiani se apartó hacia un lado,
no quería ponerse más en peligro de lo que tocaba.
Antes de agarrar la manivela cayó en la cuenta de ponerse un par de guantes de nitrilo que
había traído en el bolsillo. Mejor no impregnar nada con sus huellas por si tenían que venir
desde laboratorio para analizar todo aquello. Una vez colocados, tomó la manivela y la
accionó hacia abajo. Abrió la puerta con cautela y miró hacia dentro.
No había nadie. Al menos a primera vista.
—Esperad aquí. No sé si será importante o no, pero no quiero contaminar más de lo
necesario esto, por si acaso.
Ambos policías asintieron. Paolo pasó.
Trazó un camino que delimitó él mismo mientras miraba a un lado y a otro buscando
alguna evidencia de que ahí dentro había pasado algo. Observó la mesa de reducidas
dimensiones que, al parecer, servía al sacerdote para sus menesteres. Era de aspecto simple,
como sacada de una tienda de esas de muebles sueca que te hacían montarla a ti mismo. Las
dos estanterías, eso sí, repletas de libros, también eran del mismo estilo. No es que esperara
ver ostentación dentro del despacho, pero sí era cierto que la imagen distaba tanto de lo visto
en la propia basílica que impresionaba. Un gran crucifijo de madera presidía la pared central
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de la estancia. Quedaba a espaldas del sacerdote cuando estuviera sentado en la silla que
había junto a la mesa y que necesitaba un tapizado inmediato pues estaba bastante ajada.
Paolo afinó todo lo que pudo su vista. No tocó nada, no le hacía falta porque allí no había
nada que tocar. No encontró ningún rastro de sangre, ningún signo de lucha, ningún indicio
que diera alguna pista de dónde podía estar el sacerdote.
—¿Debería estar aquí? —Dijo Paolo hacia la puerta preguntando claramente a Fimiani.
—No lo sé, la verdad. No hay oficios por las mañanas en esta iglesia, son por la tarde,
pero supongo que en horario de apertura debería haber aquí alguien. Ya no sé si el sacerdote o
algún conserje, diácono… Pero es que no he visto a nadie.
—Podría estar en su casa —comentó Paolo saliendo de la estancia algo decepcionado.
—Podría. Si quiere puedo llamar para que me digan exactamente dónde vive, porque
supongo que será propiedad de la Iglesia.
—Sí, sería de gran ayuda. Pero antes quiero mirar ahí arriba —señaló con su dedo la
escalera ascendente.
Acordaron que Fimiani se quedaría abajo. Primero subiría Paolo, después Alloa y por
último Calamita. La escala se perdía en una especie de trampilla cerrada con un cerrojo y una
llave incrustada en él. Cuando llegó arriba la giró. El clic le indicó que podía empujar. Lo
hizo. Antes de seguir escalando tomó de nuevo su arma. Acto seguido y, con cautela, subió un
nuevo peldaño e introdujo su cabeza acompañado del brazo derecho, que empuñaba la
pistola.
Pero allí no había nada. Es más, no era un acceso al campanario como él mismo había
previsto —ya que Fimiani no se había pronunciado sobre esto—, era una buhardilla llena de
polvo en la que parecía que nadie había accedido en mucho tiempo, a juzgar por la dejadez.
Descendió sin decir una sola palabra, negando con su cabeza. La única opción viable
pasaba por encontrarlo en su vivienda, pero a Paolo le extrañaba que fuera así, ya que
cambiaba por completo su modus operandi y esto era altamente inusual dado el simbolismo
que parecía encerrar tras sus actos. Si iba a matarlo, lo haría en un templo o en sus
alrededores. Reconocía que se había precipitado pensando que sería allí. Total, las otras
muertes no habían sido en la iglesia en la que trabajaban los sacerdotes. Ni siquiera cerca. No
lograba establecer el patrón a la hora de elegirlas, pero Paolo empezaba a sospechar que
únicamente se limitaba a elegirlas a dedo, debida su importancia.
Ahora, por desgracia, solo le quedaba esperar al aviso de siempre. De todas formas, no
quería quedarse de brazos cruzados.
Cuando salieran fuera, mientras el padre hacía las averiguaciones para ver dónde residía
el sacerdote, pediría refuerzos para que vigilaran el templo en el que estaban de manera
disimulada. Seguía sin tener nada claro que la iglesia fuera la elegida en este cadáver en
concreto, pero por el prestigio que tenía, quizá la usara en una futura muerte. ¿Quién sabía?
Ahora, lo único que tenía claro, era que ya había actuado porque la sangre del sacerdote así lo
demostraba. Aunque quizá solo lo tuviera secuestrado, por el momento. Esto arrojaba algo de
esperanza al asunto. Quizá pudieran salvarle la vida.
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Salieron de nuevo, más tranquilos, hacia la parte turística de la iglesia. Ninguno hablaba,
todos iban imbuidos en sus propios pensamientos. Paolo iba repasando mentalmente los
pasos a dar a partir de ahora.
Apenas quedaban unos metros para salir de nuevo al exterior por el portón principal de la
iglesia cuando, de repente, sonó un grito estremecedor que provenía de fuera del templo. No
de demasiado lejos, porque se escuchó casi como si se hubiera producido apenas a un metro
de ellos.
Los cuatro echaron a correr hacia fuera. Nada más atravesar el arco de entrada de Santa
María en Trastevere, comprobaron que la que gritaba era una mujer de avanzada edad. Vestía
con ropa anticuada y de colores muy oscuros. Llevaba un pañuelo sobre la cabeza del mismo
color. Tapaba con sus manos parte de su cara y había caído de rodillas al suelo. Alertado,
Paolo vio que la mujer estaba muy temblorosa. Como si hubiera entrado en estado de shock o
algo peor. Sus ojos parecían salirse de las órbitas. Miraba hacia un punto fijo. No pestañeaba.
Ni siquiera parecía respirar.
Paolo desvió la mirada hacia el punto.
Era una bolsa de basura negra. Muy grande.
Decenas de curiosos se empezaban a agolpar en los alrededores de la mujer. Tanto Alloa
como Calamita sacaron sus placas e intentaron establecer un perímetro a la vez que pedían
refuerzos de inmediato. No hacía falta ser muy inteligente para temerse lo peor y saber que la
reacción de la mujer no había sido desmedida. El líquido que salía por la parte baja de la
bolsa, entre rojo y negruzco, así lo confirmaba.
Paolo intentaba tranquilizar a la mujer. Tenía miedo de que aquella reacción desembocara
en algo mucho peor.
—Señora, ¿me escucha?
La mujer no contestaba. No podía apartar la mirada de la bolsa. Paolo se giró y buscó la
ayuda de Fimiani.
—Padre, ocúpese de ella. No me malinterprete, pero el hábito ofrece consuelo y
tranquilidad, por lo que por favor, haga lo que pueda.
El sacerdote ni lo pensó y se lanzó hacia la mujer. La rodeó con sus brazos y pidió ayuda
a Alloa para levantarla y apartarla de ahí. Seguía sin reaccionar pero esperaba que pronto
recuperase la conciencia sobre sí misma.
Paolo respiró profundo y se dispuso a mirar dentro de la bolsa. Se temía lo peor, pero lo
peor no tenía nada que ver con lo que vio cuando la abrió. No miró directamente dentro,
necesitó unos segundos para hacerlo. Cuando reunió el valor, bajó la vista.
Lo primero que sus ojos vieron fueron los del propio padre Fuiccella, supuestamente.
Estos lo miraban sin ninguna expresión. La boca, muy abierta, no tenía ningún diente dentro.
La cabeza estaba separa del resto del cuerpo. Por decirlo de algún modo, el cuerpo también
estaba separado del resto del cuerpo. No supo si fue por el hedor que salía de la bolsa, si le
vino de golpe cuando observó mejor la casquería o qué fue, pero una sensación de náuseas se
apoderó de él e hizo que tuviera que llevarse el antebrazo a la boca, tratando de evitar el
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vómito que ya subía por su esófago. Tardó un buen rato en recomponerse a la vez que se
alejaba de la bolsa. Respiraba profundo sin apartar el brazo de su boca. Notó como las ansias
de vomitar disminuían algo.
Levantó la mirada, con los ojos llorosos del esfuerzo y vio como Alloa y Calamita
trataban de contener a los nerviosos espectadores que se congregaban alrededor de la escena.
Tuvieron algo de suerte en esa labor, ya que por allí pasaba una pareja de Carabinieri que los
ayudó sin dudarlo. No entendía cómo podía haber sido capaz de haber transportado una bolsa
tan grande, hasta ese punto, con total tranquilidad. Entre tanta gente. Estaba seguro de haber
entrado en el templo sin que estuviera esto allí por lo que, bien por casualidad, bien porque
los estuviera esperando, el asesino la había colocado mientras estaban dentro. La idea de que
los hubiera estado esperando, paciente, le ponía el vello de punta. Otra vez había estado cerca
de él y sin embargo no había tenido posibilidad alguna de atraparlo. Se sentía tan pequeño,
tan inútil…
Tragó saliva, desanimado, a la vez que comprobaba como el equipo de Científica ya había
llegado. Parecía que le hablaban a él, pero no escuchaba ni una sola palabra de lo que le
decían, por lo que desistieron y se dedicaron a su labor.
Paolo sentía como si tuviera sus oídos taponados. Como si el mundo se hubiera
paralizado de repente y ya no formara parte de él. Como si estuviera flotando. Lejos, muy
lejos de allí. Volvió a oír algo de repente, pero seguía sin escuchar. De pronto notó que le
tiraban del brazo. Solo entonces fue capaz de reaccionar.
Era Alloa, que lo miraba con gesto preocupado.
—Assistente, ¿estás bien? —A pesar de ser amigos, Alloa nunca solía llamarlo por su
nombre en medio de un caso. Era una señal de respeto muy marcada dentro del cuerpo y él la
llevaba a rajatabla.
—Sí —reaccionó tarde, pero lo hizo—. Supongo que esto me está sobrepasando.
—Sabes que no es momento para esto, ¿no?
Paolo asintió.
—Bien, pues tú mandas. ¿Qué ordenas?
Paolo respiró profundo y trató de reorganizar sus ideas.
—Escúchame —dijo al fin—, quiero un gran número de agente interrogando a todo el
mundo. Entiendo que hay mucha gente y va a ser complicado, pero hay que preguntar a todo
el mundo. No importa lo tarde que sea. Es necesario. Que organicen grupos de cinco
interrogados si quieren, pero que nadie se quede sin dar una versión. Alguien tiene que haber
visto algo. Me niego a que un tipo llegue con una bolsa de esas dimensiones ahí y que nadie
lo haya observado. Aunque sea de refilón. Necesito también que alguien investigue los pasos
del sacerdote. Dónde fue visto la última vez, con quién. Todo. Si alguien le ayuda, si hay
conserje. Todo.
—Muy bien, assistente, ¿algo más?
—Sí, que los de Científica, cuando acaben, revisen el despacho y la zona de la buhardilla.
Quiero huellas, algo. Necesito que te quedes al frente de todo esto. Yo responderé por ti. No
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 164

puedo más, necesito irme a la central para cuando lleguen los restos y tener la puta cabeza
despejada. O comenzamos la autopsia cuanto antes o no vamos a conseguir una mierda. No
es bueno hacer las cosas corriendo, pero nuestro enemigo corre. Y mucho. Corramos nosotros
también.
Alloa lo miró sorprendido. No es que no se sintiera capaz de llevar él la escena para
adelante, solo que nunca había visto a su amigo con una mirada tan perdida. Tan cansado. Tan
hastiado.
—Gracias por la confianza, assistente. No te defraudaré. Trataré de que todos hagan su
trabajo lo mejor posible. Prométeme que te recuperarás.
Paolo asintió sonriendo. La sonrisa era impostada, pero no importaba porque era lo que
Alloa necesitaba ver. Acto seguido se despidió de él y buscó a Fimiani. También tenía el
rostro descompuesto. Le indicó que volvían a la central.

Capítulo 36

Domingo 24 de marzo de 2013. 14:33h. Aledaños de Santa María en Trastevere. Roma.

Nicolás pensó en tirarse en la cama haciendo un doble tirabuzón. Lo reconsideró pues


llevaba tanta porquería encima que hubiera sido una guarrada. En vez de eso, se sentó sobre
la mesita que había cerca del gran ventanal que daba hacia la calle. Inspiró profundo y soltó
el aire muy lento. Carolina lo miraba, parecía divertida por verlo así.
—Creo que ya estoy muy mayor para estos trotes —reflexionó con la mirada perdida
hacia el horizonte.
—Pues mucho me temo que nos queda algún que otro trote más por dar.
—Solo de pensarlo me dan escalofríos. ¿Quién nos mandaría a nosotros meternos en
esto?
—Nos mandó meternos la persona a la que deberíamos de llamar ya. Debe de estar
desesperado. Lo imagino dando vueltas sin parar, por todo su gran salón, con las manos
cruzadas tras la espalda y con su asistente tratando de calmarlo.
Nicolás sonrió mientras se ponía en pie y buscaba su teléfono móvil. Llamó.
—¿Buenas noticias? —Contestó la voz al otro lado.
—Yo diría que sí —dijo el inspector—. La primera y principal es que seguimos con vida.
Eso ya es mucho más de lo que pensábamos hace unas horas. La otra, que que ya tenemos
una nueva pista para seguir con el rito de iniciación.
—Un momento, un momento… ¿cómo que siguen con vida? ¿A qué se refiere con eso?
¿Ha pasado algo?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 165

El tono de Edward denotaba preocupación.


—Pasar no ha llegado a pasar, pero casi. Le cuento.
Nicolás le relató con pelos y señales lo ocurrido. Edward no hablaba, solo escuchaba,
pero a pesar de ello Nicolás notó como su respiración aumentaba en frecuencia e intensidad.
Cuando terminó de contárselo, su benefactor necesitó de unos segundos para poder
reponerse.
—No sé qué decir…
—No tiene importancia, no ha pasado nada grave al final.
—Pero podría haberlo hecho. Me siento responsable por ello y de ninguna manera voy a
permitir que arriesguen sus vidas para esto. Por favor, regresen de nuevo para acá y ya
idearemos un plan de cómo seguir a partir de ahora. Ni de lejos les va a pasar nada malo por
mi culpa.
—No es su culpa, Edward. Por favor, olvídese de eso. Si estamos de aquí es por voluntad
propia.
—Pero yo les llevé a esto.
—Sí, es cierto que es usted un magnífico titiritero. Pero le digo que si estamos aquí es
porque queremos. Y después de haber pasado lo que hemos pasado, no quiero dejarlo. Me
habría jugado la vida para nada y eso sí que me sentaría muy mal.
—No sé qué decir… —repitió.
—No diga nada y haga el favor de alegrarse al saber que tenemos una nueva pista.
—¡Ah, sí! Ni lo había pensado con esto que me ha contado. Está bien, antes de que me la
cuente, prométame que van a llevar cuidado.
—Eso no hace falta, seríamos estúpidos si no lo tuviéramos.
—Bien. Y ahora, cuénteme.
Nicolás lo hizo. Edward escuchaba paciente, sin interrumpir.
—¿Y cómo es la frase? —Quiso saber.
Nicolás la leyó.
—Ni idea. No tengo ni idea de a qué se refiere.
—Lo suponíamos. Nosotros de momento tampoco, pero quizá sería buena idea de que nos
pusiéramos ya a ella. Comeremos algo porque menudo día llevamos, luego quizá
descansemos y ya por último nos pondremos con la frase. Le mantendré informado de
cualquier paso que vayamos a dar.
—Suerte, amigos, aunque sé que no la necesitan.
—Un abrazo, Edward, chao.
—Adiós.
Colgó.
—¿Entonces comemos, descansamos y resolvemos? ¿En ese orden? —Preguntó Carolina
algo socarrona.
—Lo dice el manuscrito de Edward, tiene que ser así —respondió sonriente en inspector.
Ella también rió.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 166

El orden no fue precisamente el establecido ya que tras una ducha, un cambio de ropa y
un par de hamburguesas que pidieron al servicio de habitaciones, no lo pudieron resistir y se
pusieron a desentrañar el significado de la frase. Ya descansarían por la noche. Ambos
tomaron asiento en la cama de ella. Ni siquiera pensaron en lo juntos que estaban el uno del
otro. No se sentían incómodos.
—Tu cabeza funciona bien —comenzó a leer Carolina—, no tengo más que darte la
enhorabuena. Ahora, procura que el fuego no te abrase, no cometas el error de Pedro. Pulsa
sin miedo, pero solo si confías plenamente en ti.
—Creo que la técnica de separar y analizar las frases una a una nos ha funcionado bien.
¿Tú qué dices?
—Por mí genial.
—Tu cabeza funciona bien, no tengo más remedio que darte la enhorabuena. Bueno, ésta
está clara, nos da la enhorabuena por no haber muerto en lo de las paredes.
—Sí
—Ahora, procura que el fuego no te abrase, no cometas el error de Pedro. ¿Qué es el
error de Pedro? ¿San Pedro? ¿El de la Biblia?
—A ver, Pedros hay muchos, pero a mí solo me viene la cabeza, en este contexto, a ese
Pedro. Debe de ser él.
—¿Y qué error cometió?
—Así a bote pronto se me ocurre la negación de Jesucristo.
Nicolás lo pensó y recordó lo que se refería Carolina. San Pedro negó tres veces a Jesús
tal y como él había predicho en la última cena.
—Puede ser, pero no se me ocurre qué relación podría tener con el fuego.
—¿Y si lo miramos en Internet? Algo vendrá.
Nicolás asintió y lo buscó. Añadió a los términos San Pedro la palabra fuego y esperó a
los resultados.
—Nada. Aquí hablan de una festividad de un pueblo que se llama San Pedro. Colocan
fuego en las astas del toro y lo sueltan por las calles del pueblo para que la gente corra
delante de él. Menuda puta salvajada. En fin.
—Sí, es una asquerosidad, pero no tiene nada que ver con lo nuestro.
Nicolás se quedó parado mirando unos segundos la pantalla.
—De todas maneras nadie nos ha dicho que sea San Pedro. Puede que eliminando la
santidad nos aparezca algo.
Lo hizo sin esperar a que Carolina dijera algo. La ilusión le duró poco porque el
navegador no mostró nada que pudiera ser, en un principio, relevante.
—Otra vez he creído que nos lo iban a dar todo mascado. No aprendo, coño.
—No te martirices. No creo que sea algo demasiado rebuscado. Piensa bien, vivimos en
una sociedad de información muy diferente a cuando se escribió este texto. Para acceder a lo
que ahora tenemos en un segundo, antes se necesitaba hacer consultas específicas en libros
vete tú a saber dónde. Ahora, encontrar algo sería fácil, pero antes… Así que si podían,
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 167

podemos.
—Ya, ya, si tienes razón. Pero es que, joder, lo quiero todo y lo quiero ya. En fin, sobre la
tercera frase estaremos de acuerdo en que tampoco aporta nada. Hace referencia a lo que
hemos hecho último en esa sala. Hemos pulsado el botón y listo. Nos da a entender que la
prueba ha terminado.
—Sí, yo también lo había pensado.
Sin saber muy bien qué hacer, Nicolás abrió de nuevo la imagen con el manuscrito de
Edward para ver si contenía algo que se les hubiera pasado por alto. Algo que les diera una
ligera pista de qué hacer a partir de aquel momento. Pero por más que lo miraba no hallaba
nada.
Se levantó de la cama y se dirigió al mueble bar. Todavía no lo había abierto, pero tenía la
esperanza de que dentro hubiera un Nestea o algo parecido. No solía beber alcohol y, aunque
Alfonso se reía constantemente por sus gustos con las bebidas —llamándolo nenaza en más
de una ocasión—, a él no le importaba. Le gustaba el té helado y de ahí era complicado
sacarlo. Aunque no se cerraba a otras cosas. Lo que sí que no soportaba era la cerveza. Hasta
le tenía un cierto asco.
No había Nestea. solo una Coca-Cola lista para ser mezclada con cualquiera de las
bebidas alcohólicas que también había. No le hizo ascos porque la sed apremiaba.
Por su parte, Carolina miraba la pantalla del ordenador. Nicolás había dejado con el
manuscrito cargado y, tal y como él había hecho antes, ahora era ella la que miraba sin
pestañear.
Tampoco encontraba nada significativo.
Ella también se puso de pie y fue hasta el balcón. Abrió el gran ventanal y salió fuera a
que el fresco golpeara su cara. Hacía frío.
—Carolina, entra —dijo el inspector.
Obedeció de inmediato. Incluso dejó el ventanal abierto.
Dentro, observó como Nicolás se había dejado la bebida tras apenas haberle dado un
trago encima del mini bar. Miraba fijamente la pantalla del ordenador y sonreía de un modo
extraño.
—Creo que hemos pasado por alto un detalle.
Ella miró fijamente la pantalla para ver si era capaz de ver el qué sin que él se lo dijera,
pero no podía.
—¿A qué te refieres?
—¿Recuerdas lo que ayer nos indicó, bueno, mejor dicho, lo que nos confirmó que
estábamos en el lugar correcto?
—¿Te refieres en general o al sitio que hemos ido esta mañana?
—No, no, en general. En Viena, me refiero. ¿Cómo sabíamos que en verdad nos indicaba
aquí? ¿En qué momento lo supimos?
Carolina hizo memoria y respondió.
—Fue cuando el guía habló de la sangre y el agua que emanaron del cuerpo de Jesús.
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—Correcto. ¿Qué objeto estaba relacionado?


—¿La lanza?
—La lanza…
Carolina no necesitó más. Lo comprendió. La lanza tenia una cierta importancia en todo
aquello porque estaba presente tanto en el lugar original al que el manuscrito los envió: el
palacio; como en el lugar que habían visitado por la mañana: la abadía. La lanza siempre
estaba de por medio.
—Piensas que la lanza es una especie de símbolo relacionado con la hermandad, ¿verdad?
—¿Qué otra cosa podría ser? Si hasta el manuscrito la nombra indirectamente cuando
habla de agua y sangre. No hay duda. No le hemos dado importancia, pero todo gira
alrededor de la lanza. Además, lo mejor de todo es que no sé si recuerdas la página que visité
para saber acerca de la lanza que vimos ayer.
—Claro que lo recuerdo, nombraba varias más. ¿Dónde estaban?
—Ni idea, pero te lo digo enseguida.
Nicolás buscó en el historial de navegación de su teléfono móvil y localizó la página en
cuestión.
Espera, que lo copio en el grande.
Nicolás sabía que la integración del iPhone y el MacBook Pro eran totales, por lo que si
copiaba una dirección en uno saldría automáticamente en el otro. Solo tuvo que pegarla en el
buscador de Safari y enseguida se visualizó la página en grande.
—A ver —dijo Carolina en voz alta—. Aquí dice que hay varias repartidas por el mundo,
aunque nombra a tres como las más importantes. Haber, hay muchas.
—Ya, pero si son las más importantes debe de ser por algo. Seguro que son estas.
—Vale, pues una de ellas es la que hemos visto aquí. La lanza de Viena o lanza Hofburg
—hizo un esfuerzo para pronunciar bien—. Las otras dos están en Armenia y el Vaticano.
—¿El Vaticano? Madre mía…
—¿Qué?
—Aparte que siempre confluye todo allí, la referencia no puede ser más clara. San Pedro.
Piénsalo.
Carolina lo hizo, puede que tuviera razón.
—Vale, pero ¿cuál es el error de Pedro?
—Puede que sea algo simbólico. San Pedro representa a la Iglesia.
—Pues como tengamos que interpretar los errores de la Iglesia lo llevamos claro.
—De todas maneras todo indica a que tiene que ser el siguiente destino. Es que vamos,
blanco y en botella.
—Pues sigo sin verlo, Nicolás. Blanco y en botella puede ser leche u horchata.
—No me seas tiquismiquis.
—No, tiquismiquis, no. Pero es que me viene muy bien este ejemplo para el caso. No
podemos dar un paso en falso. Déjame que lea esto bien porque no sé, hay algo que no me
cuadra.
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Nicolás claudicó y dejó que Carolina lo leyera todo. Apenas tardó unos segundos en
hablar.
—Anda que, si me fío de ti, no sé dónde acabaríamos mañana. Un viaje bonito al
Vaticano, eso sí, pero útil, lo que se dice útil…
—¿Qué pasa ahora?
—Mira, listo. La lanza de Armenia —comenzó a leer—, que se encuentra en Echmiadzin,
que a su vez es la ciudad más santa de Armenia, además de sede del Katholikos.
—¿Qué?
—El jefe de la iglesia apostólica de Armenia.
—Ah, sigue.
—Pues eso, que la lanza fue descubierta en el año 1098, durante la Primera Cruzada, por
el caballero cruzado Pedro Bartolomé.
—¿Pedro? —Preguntó a la vez que se tragaba sus palabras.
—Pedro. Y es más, según dice esto, ese tal Pedro afirmó haber tenido una visión. En ella,
San Andrés le decía que la lanza se encontraba enterrada bajo la catedral de San Pedro, en
Antioquía. Después de esto, se dedicó a excavar hasta que la encontró. Esto hizo que los
demás caballeros se alentaran y, por ello, derrotaron a los musulmanes, haciendo que
perdieran la ciudad de Antioquía.
—¿Pero cuál fue su error?
—Espera. Dice que muchos seguían sin creer que la lanza fuera real, por lo que Pedro,
para demostrarlo, quiso caminar sobre llamas con la lanza en la mano. Así se demostraría su
veracidad. ¿A que no sabes qué pasó cuando entró en las llamas?
—¿Que se quemó? —Comentó riendo.
—Correcto.
Nicolás dejó de hacerlo. No sabía por qué, pero esperaba el lado milagroso de la historia,
algo que solo sirviera para que los armenios dijeran orgullosos que la lanza era suya.
—Y ahí tienes el error de Pedro —añadió—. Y ahora es cuando yo me cago de miedo, no
me hace demasiada gracia eso que le pasó, porque no sé si esperan algo así de nosotros.
—No lo sé, lo único claro es que mañana tomamos un vuelo a Armenia. Llamaré a
Edward para que haga los preparativos.

Capítulo 37

Domingo 24 de marzo de 2013. 17:01h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

La llamada se hizo de rogar. Paolo comprendía que todo tenía unos procedimientos y
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unos tiempos establecidos, pero tiempo era, precisamente, lo que menos tenía él.
¿Cómo sabía que el asesino no tendría en su poder ya a la siguiente víctima?
Entró a la sala de autopsias acompañado, una vez más, por su ya inseparable Fimiani. Los
dos iban ataviados con el traje quirúrgico obligatorio. La cara del doctor Andosetti lo decía
todo.
—Impresiona, ¿verdad? —Preguntó Paolo mientras se acercaba a la mesa de autopsias.
Fimiani no podía apartar la vista de los trozos de ser humano esparcidos sobre la propia
camilla.
Paolo ya le había advertido que si no lo podía soportar, que saliera.
—No había visto nada parecido en toda mi vida. Esto lo supera todo, de verdad. No es la
primera vez que me planto frente a un cuerpo desmembrado, pero desde luego no a uno
cortado en pedazos como si hubiera pasado por un carnicero.
Paolo asintió sin dejar de mirar los trozos. El asesino no se había limitado a cortar un
brazo, una pierna, el otro brazo… no. Había decidido jugar, como bien había dicho el doctor,
a ser un carnicero y había cortado el cuerpo en trozos relativamente pequeños.
—He tenido que llamar a María para que me ayude. Ha entendido la gravedad del asunto
y me ha dicho que en cuanto deje a los niños con su madre vendrá. He probado con Guido,
pero sigue en el Vaticano con el papa, al parecer.
—Sí, he llamado yo también hace un rato, su santidad sigue algo revuelto —intervino
Fimiani con una voz algo apagada tras la mascarilla.
—¿Y el antropólogo? Podría echarte una mano con esto también.
—Tiene excusa para no venir. Está en Nápoles, en casa de su suegra. Mañana estará aquí.
—Excusas, pero bueno —dijo Paolo—, ¿qué me cuentas?
—No hace falta que te diga que esto es un caos. De ahí que hayamos tardado algo en
disponer del cuerpo. Había tanto dentro de esa bolsa que nos ha sido muy difícil hacer una
clasificación de qué era cada cosa. Como te he dicho, necesito a María para… montar el
puzzle por decirlo así. Pero al menos he podido separar con la ayuda de los mozos y
auxiliares que tengo hoy, el interior del exterior del cuerpo.
Paolo asintió. No hacía falta que se explicara porque se veía que los órganos del cadáver
descansaban sobre varios recipientes metálicos mientras que las partes, por decirlo de algún
modo, más duras, reposaban sobre la camilla que tenía enfrente.
—Los cortes, por lo que se ve son limpios. Lo normal es que fueran algo más brutos, no
sé si me explico, pero en este caso el homicida se ha tomado su tiempo para hacerlos todos
con una limpieza asombrosa. Quiero pensar que son post mortem. De hecho, firmaría porque
sí lo son. Es un sádico, sin ninguna duda, pero es imposible hacerle esto en vida a alguien.
Pero tendré que ir paso a paso.
—¿Con qué crees que fue cortando el cuerpo?
—Llámame pirado, pero lo primero que he pensando es en una sierra automática de
carnicero. Mira las incisiones, son perfectas, sin vacilación. O su brazo es muy parecido a una
de estas máquinas o se ha ayudado de algo así.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 171

—¿A hachazos también lo podría haber cortado con ese tipo de incisiones?
El forense lo meditó.
—Fácil no sería. Tendría que dar un golpe extremadamente certero en cada uno de los
tajos. En ninguna de las incisiones he encontrado nada que no me indique que se hizo de una
sola vez, sin retroceso ni segundo golpe. También es cierto que ha cortado hueso de manera
limpia y para hacerlo con un hacha, tendría que ser, ya digo, un hombre con una fuerza
sobrehumana.
El assistente lo escuchaba sin pestañear. Después de esto, volvió a mirar hacia los trozos
de cadáver.
—Este trozo es más grande. Y parece que tiene la herida típica —dijo Paolo señalando
con su dedo índice.
—Correcto. Diría que lo ha hecho adrede, porque si te das cuenta, más o menos todos los
trozos son igual en tamaño menos este. Creo que es una forma de dejar su firma. Hay quienes
se llevan trofeos de sus víctimas. Este las firma.
—Puede que con la trascendencia que está empezando a coger esto en los medios ya tiene
miedo a que aparezcan burdos imitadores.
—Por supuesto. La gente está jodidamente mal de la cabeza. Solo hace falta que aparezca
uno así para que salgan otros reprimidos de debajo de las piedras. Esto es un mundo de locos.
—¿Nos ha dejado algo esta vez?
—Estaba deseando que me lo preguntaras. Sí. ¿Cómo no? Aparte de las ropas del
sacerdote hechas jirones entre los restos de la bolsa, había esto. He preferido enseñártelo en
persona antes de mandarlo a Rastros.
Tendió a Paolo una pequeña bolsa transparente de indicios.
—Te lo agradezco. ¿Qué es? ¿Es un ticket de algo?
—De barco, para ser más exactos.
—Sí, del puerto de Civitaveccia, ¿no?
Andossetti se limitó a asentir.
—Fue sacado hace dos días, a las cuatro de la mañana.
—¿Pero es que se puede sacar un ticket a esas horas? —Preguntó Fimiani extrañado.
—Sí, si se hace desde una expendedora automática —contestó el forense.
—Lo que nos deja sin testigos de nuevo —añadió Paolo—. Aunque puede que haya
alguna cámara en el lugar en el que lo sacó y nos ofrezca la primera imagen de nuestro
hombre. No es una mala noticia, al fin y al cabo. ¿Tenemos algo más?
—Me temo que no, assistente. Esto es lo que nos ha querido ofrecer esta vez. Si cuando
venga María y empecemos con la faena encontramos algo, te lo diré. Pero por ahora es lo que
hay.
Paolo le echó una fotografía con su teléfono móvil al ticket y se despidió del forense.
Echaron la ropa al cesto de desechables y subieron de nuevo a su despacho.
Una vez en él, lo primero que hizo fue mandar una diligencia al juez para que autorizara
un registro de cámaras si las había en el puerto. Además de esto, mandó también a un par de
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 172

agente para que echaran un ojo por allí.


—De todas formas esto no creo que nos sirva de mucho —dijo nada más colgar,
dirigiéndose al padre Fimiani.
—¿A qué se refiere?
—A que ya conozco su juego. Esto es para tenernos ocupados en una cosa que en realidad
significa otra. Lo normal es que tirara del hilo para ver por qué compró un ticket a esa hora,
en ese lugar, pero todo tiene una orientación bien distinta.
—Sigo sin seguirle.
—Que esto no es más que otro símbolo de apóstol. Como he sido aplicado y me he
estudiado bien la lista, ya sé que el próximo en morir va a ser Judas Tadeo. Patrón de los
imposibles.
—¿Cómo que Judas Tad? —Fimiani se calló de pronto. Le vino de inmediato la razón por
la que Paolo pensaba esto. El símbolo del otro Judas era el barco. Por eso había hecho una
referencia al puerto.
—Veo que lo ha entendido, padre.
—Madre mía, entiendo que quiera tenerlo ocupado divagando con otras cosas, pero aún
así alucino con cómo le da la vuelta a todo para llevárselo a su terreno.
—No sé, su cabeza es muy complicada. Mucho más de la que cualquier psicópata con el
que me he topado hasta ahora. Todo esto se lo toma como una especie de juego. Como una
demostración constante de que va, no uno, sino dos pasos por delante de nosotros.
—Ya, pero es natural que vaya. Se supone que el plan lo ha ideado él, si no fuera por
delante nada tendría sentido. Aunque no digo que lo tenga.
—Lo que sí que me tiene que refrescar la memoria es sobre como murió Judas Tadeo.
Fimiani tomó aire antes de hablar.
—Le cortaron la cabeza con un hacha.
—Ah, sí. Pues genial. Al menos esta vez solo vamos a recoger dos partes de ser humano.
Es un alivio, al fin y al cabo.
Fimiani no contestó porque no vio nada de malicia en el comentario de Paolo. Lo que sí
veía era una frustración desmedida que, por desgracia, solo iría en aumento mientras no
consiguiera echarse encima de él.
La puerta del despacho sonó, era Alloa.
—Assistente. Tengo varios resultados que me gustaría comentarte.
—Dispara.
—Me gustaría que fuera en privado —dijo mirando a Fimiani.
—No se preocupen, esperaré fuera.
—No —respondió Alloa—, los tengo sobre mi despacho, son muchos y preferiría que
vinieras tú a verlos —le dijo a Paolo.
Extrañado se levantó y fue directo hacia su compañero y amigo. Ambos salieron y, sin
decir palabra, fueron hasta el puesto de trabajo de Alloa.
—¿Qué pasa? —Quiso saber Paolo.
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—Por partes. Nada en la bolsa. solo las huellas, y parciales, de la mujer que entró en
shock. Por cierto. Sigue jodida, he llamado al hospital al que se la han llevado y continúa con
un ataque intenso de pánico. Está medicada con ansiolíticos y los médicos están muy
preocupados. Parece que ha perdido la cabeza. Ojalá se recupere.
—Normal, pobrecita.
—Por otro lado, ya sabemos cómo ha dejado la bolsa allí, sin levantar sospechas. No muy
lejos hemos encontrado un carro de barrendero. Estaba modificado, eso sí. Suelen llevar dos
contenedores para basura y este llevaba uno solo. En el espacio que ha quedado, hay restos de
sangre que había salido de la bolsa, al parecer. Creo que se disfrazó de trabajador municipal
para no levantar sospechas. De igual modo nadie lo vio acercarse a la iglesia. Ni un solo
testigo nos ha contado que lo vio.
—Me cago en sus muertos… Qué hijo de puta. Es normal que nadie viera nada, vestido
como un empleado de limpieza de calles no puede llamar la atención. Nadie se fija en ellos
mientras hacen su trabajo. Su puta madre…
—De todos modos he pedido que busquen en contenedores de la zona la ropa que
previsiblemente llevaba. Si dejó el carro en las inmediaciones, puede que también se
deshiciera de la ropa. Ojalá la encuentren.
—Bien, buen trabajo.
—Sí. Bueno, sigo. Me he tomado algunas libertades y he pedido a todo el puto
departamento de Científica que vinieran. A los del turno de día y a los del turno de noche.
Quería cubrir la zona del recibidor, el despacho y la buhardilla con la mayor velocidad
posible. Les he metido caña una vez que puedo. Me importa una mierda que sea domingo.
Aquí, hoy, trabajamos todos.
Paolo sonrió.
—Mira que eres cabrón.
—No, esto por otras veces que me ha tocado pringar a mí. Pero ahora en serio, lo he
hecho para obtener resultados lo antes posible. Hemos sacado unas cuantas huellas diferentes
en zonas como el escritorio, la estantería y la manivela. Algunas no valían para nada, pero
hemos encontrado una bastante buena y, por su tipo de grabado, diría que reciente. Luca se ha
puesto enseguida con ella y no le ha costado encontrar a su dueño.
—¿Estaba fichado?
—No. Eso es lo preocupante. La huella es de la muestra especial que nos diste hace unos
días.
Paolo necesitó unos momentos para ubicarse respecto a lo que Alloa intentaba decirle.
Entonces lo entendió.
Furioso, dio media vuelta y fue de nuevo a su despacho, a toda velocidad.
Cuando entró, comprobó que Fimiani lo miraba muy sorprendido.
—¿Qué pasa? ¿Ha pasado algo?
Paolo respiró y trató de serenarse. Cerró los ojos y contó hasta tres. Los abrió y fue
despacio hasta su asiento. Una vez sentado, se inclinó hacia adelante y miró a los ojos al
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 174

sacerdote.
—Pasa, padre, que es usted un puto mentiroso.
Fimiani no supo qué responder. La mirada inquisitiva que en esos momentos le arrojaba
el assistente hacía que se sintiera muy pequeño e intimidado. No podía aguantársela.
—¿De verdad no piensa decir nada? —Preguntó el assistente.
—Es que no sé de qué me habla.
—¿Y si no lo sabe por qué tiene tanto miedo en el rostro?
—Porque me asusta su actitud, no sé a qué se debe.
—Le voy a pedir un favor, padre. Le voy a dar una sola oportunidad para que se explique.
—Pero, ¿sobre qué?
—No me tome por imbécil. ¿Qué hacían sus huellas en la manivela del despacho de
Fuiccella?
—¿Cómo que mis huellas? ¡Eso es imposible!
—¿Acaso me está diciendo que llevaba guantes y eso pertenece a un error que cometió?
—¡No! ¿De dónde se saca esas ideas?
—Si me explicara qué coño está pasando, no tendría que hacer mis propias cábalas. ¿Me
lo va a contar o no?
Fimiani pareció dudar, pero al final su rostro se relajó. Se daba por vencido.
—Está bien, se lo cuento pero prométame que no sacará ninguna conclusión hasta que
acabe de contarle mi historia. Sé que está pensando que soy el asesino, pero déjeme
asegurarle que no lo soy.
—Le escucho.
—No hace tanto tiempo que llegué a Roma. Debido a mi trabajo, no tengo demasiado
tiempo para invertir en relaciones personales. Y no le hablo de carnales, le hablo de
establecer lazos afectivos con alguien.
—De tener un amigo, vamos.
—Eso es. He coincidido varias veces con Fuiccella debido a su alto cargo dentro de la
iglesia. Ser párroco titular en una iglesia tan importante como Santa María en Trastevere te
hace ir a muchos actos organizados por el Vaticano, por lo que lo fui conociendo y, bueno,
nos caíamos bien. No sé si sabría definirlo como amistad, es que no sé muy bien qué significa
ese concepto del todo, pero sí podría decir que solíamos vernos de vez en cuando para tomar
algún vino y charlar de nuestras cosas. Fuiccella era un hombre bondadoso y caritativo,
progresista en pensamiento si lo comparamos con lo retrógrado de otros en su similar
posición. Le tenía aprecio por eso, compartíamos muchas ideas y no es fácil encontrar
personas afines a mí dentro del seno de la Iglesia.
—¿Y qué cojones hacían sus huellas?
—A eso iba. Como comprenderá, vi su nombre en la lista cuando pude acceder a ella por
primera vez. Me sorprendió, no sabía nada acerca de su pasado, pero era algo tan menor que
ni le di importancia. Lo que sí que sentí era miedo y me dejé llevar por él. Intenté llamarlo
varias veces, pero nunca contestaba al teléfono. Fuiccella podría ser un hombre ocupado,
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 175

pero si no era al primer intento, al segundo siempre contestaba. Al no hacerlo me puse


bastante nervioso.
—Fue ahí cuando decidió ir a visitarlo. Supongo.
—Sí. Lo que le he dicho en la iglesia acerca de que no sabía dónde vivía exactamente era
verdad. Cuando quedábamos para tomar algo y charlar siempre solía ser en algún lugar
público. O alguna que otra vez en la propia iglesia, que él mismo me había enseñado y
comentado sus pormenores.
—Por eso sabía tanto acerca de ella…
—En parte sí. Pero, como le digo, no tenía ni idea de dónde buscarlo más que en el
templo. Cierto es que podría haber mirado en el registro para saber dónde estaba su
domicilio, pero esto lo pienso ahora. Entonces no lo vi tan fácil. No sé, me entró el pánico
por lo que hubiera podido pasarle. Fui lo más rápido que pude a su despacho, supongo que
fue en ese momento cuando se quedó la huella impregnada en él, no lo sé. Debió de ser ahí.
—¿Y lo encontró?
—No.
—¿Se puede imaginar la pregunta que le voy a hacer ahora? —Quiso saber Paolo con un
evidente tono de ira creciente.
—Por supuesto. No sé explicarle por qué no se lo conté. No tengo una razón específica.
Quiero pensar que el miedo me hizo actuar de mala manera, no lo sé. Supongo que también
pude pensar que, a pesar de no encontrarlo, podría estar bien. Puede que hubiera salido de
viaje o se encontrara en cualquier tipo de menester. Imagino que quise engañarme pensando
que ni había pasado nada, ni iba a pasar.
—¿Y cuando esta misma mañana hemos hecho la comparación y ha salido su nombre?
¿Por qué me ha seguido mintiendo?
Fimiani negó varias veces con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas pero sin
derramar ni una sola.
—¿Entiende que haya perdido toda la confianza en usted?
—Sí…
—No digo que no le crea en lo que me cuenta. No sé por qué no iba a hacerlo. Pero me ha
jodido, padre. Más que nada porque no debería haber confiado en usted y lo he hecho. Me ha
jodido. Mucho. Quiero que entienda que nada va a volver a ser como hasta ahora. Discutiré
con mi jefe si nos sigue ayudando o no en esto, no me importa lo que diga el puto Vaticano
porque yo argumentaré lo que ha hecho. Si consideran que sí debe seguir lo hará, pero ya le
digo, no igual. No confiaré en nada de lo que me diga hasta que lo compruebe yo mismo con
mis propios ojos. Y que conste que no lo mando directamente a tomar por el culo por las
cosas en las que sí me ha ayudado de verdad.
—Paolo —lo nombró por su nombre de pila y eso sorprendió mucho al assistente—,
déjeme decirle algo, de corazón. Sé de mi error. Sé que tendría que haberle contado la verdad.
Siento que, además, por no haberlo hecho el padre Fuiccella ha perdido la vida, pero también
quiero que sepa que no volveré a mentirle. Necesito que esto acabe y quiero ayudar en todo
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lo que pueda para ello.


Paolo lo miró y sintió que parte de la tensión se le esfumaba. No servía para estar
enfadado con nadie. Menos cuando se mostraban tan poquita cosa como lo estaba haciendo el
padre Fimiani en esos momentos. No sabía si era una treta por su parte o no, pero si lo que
quería era darle pena, desde luego lo estaba consiguiendo.
—Márchese a casa, padre. Por hoy ya está bien. Esto quedará entre nosotros. Hablaré con
Alloa y le explicaré lo que ha pasado para que no trascienda más de lo necesario. Le espero
aquí mañana para seguir investigando a no ser que haya alguna novedad gorda. No vuelva a
mentirme. Se lo ruego.
Fimiani emitió una débil sonrisa. Se levantó de su asiento, recogió sus cosas y se
encaminó hacia la puerta. Antes de salir no lo pudo evitar y se paró. Tenía que saber algo.
—Assistente, ¿le puedo preguntar cómo es que tenía mis huellas? Es decir, ¿cómo las ha
podido comparar el agente scelto Alloa?
Paolo se echó para atrás en su asiento.
—Le he perdonado porque yo tampoco he sido sincero del todo con usted. No me fiaba
de que hubiera aparecido así, tan repente por aquí y le tomé las huellas sin su consentimiento
el primer día que tocó mi mesa. Usted no lo recuerda, pero apoyó las yemas de los dedos
nada más tomar asiento frente a mí.
—¿Entonces no es verdad que había confiado en mí?
—Es evidente que desde un primer momento no. Pero que después de esto lo hice, sí, era
sincero.
—Es usted un magnífico policía, desde luego. Atrapará a ese mal nacido.
—No me haga la pelota, ya le he dicho que olvido este incidente.
El sacerdote salió sonriendo, ahora sí con sinceridad.
Paolo esperó que pasaran unos segundos hasta que descolgó el teléfono.
Buscó el número en su teléfono móvil.
Java Ristaino era uno de los mayores hackers informáticos de toda Italia. Nada podía
resistirse a sus habilidades y Paolo tenía la inmensa suerte de haber crecido casa con casa
junto a él, cuando eran pequeños. Su amistad era de pura conveniencia para ambos, los dos lo
sabían. Java hacía de vez en cuando algún que otro trabajo poco legal para Paolo y, este, a su
vez, hacía la vista gorda en otras historias que no tenían que ver con la ayuda policial. A pesar
de saber de esa conveniencia, el uno confiaba en el otro.
—¿Es que los informaticuchos que tenéis en nómina no saben hacer nada? —Contestó el
grandullón de Java nada más descolgar el teléfono.
—Sabes que nadie lo hace tan bien como tú.
—Eso decía mi ex, pero la muy puta se fue a las primeras de cambio con uno que la tenía
más grande. La cartera, digo.
Paolo sonrió sonoramente, por compromiso.
—Vale, te necesito para algo.
—¿Cuando no?
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—Sí, cierto. Pero esto es importante. Necesito todo lo que puedas encontrar sobre un
sacerdote. Se trata del padre Domenicos Fimiani. ¿Lo tienes?
—Sí, anotado.
—Trabaja en el Vaticano aunque, si te digo la verdad, no sé a qué se dedica en él.
—Mmmm, el Vaticano… tú sí que sabes cómo excitarme. Hace tiempo que no entro en
sus entrañas y dicen que han endurecido sus protocolos de seguridad. Esto va a ser divertido.
Supongo que en un par de días te podré dar algo.
Paolo sonrió, ahora sí de verdad. Sabía que si alguien podría conseguir información, ese
podría ser Java.
—Confío en ti.
—Haces muy bien. Me debes una, Paolito.
La comunicación se cortó.
Ahora solo quedaba esperar. Una vez más, era su única jugada posible.

Capítulo 38

Lunes 25 de marzo de 2013. 11:00h. Aeropuerto Zvartnots. Armenia.

El reloj del aeropuerto marcaba las once, hora local. Salieron de la terminal y Nicolás se
enfundó unas gafas de sol marca Police que acababa de adquirir en el Duty Free del propio
aeropuerto. Carolina también había estado mirando pero ningunas le habían convencido.
Como era de esperar, Edward lo había organizado todo al milímetro y, cómo no, en un
tiempo récord. En los últimos días el inspector y Carolina estaban asistiendo a una clase
magistral sobre cómo conseguir cualquier cosa con una cartera rebosante de billetes. El vuelo
era una demostración de esto, ya que habían viajado en primera clase y con más atenciones
de las que habían recibido en sus vidas. Hasta les daba pena bajar del avión pues no estaban
acostumbrados a algo así. También tenían un coche listo para ser entregado en una empresa
de renting de las que había nada más salir y, como en el vuelo anterior, tan solo tuvieron que
mostrar sus pasaportes para que se les entregara las llaves.
Ninguno de los dos supo identificar —ni pronunciar— la marca del vehículo. A pesar de
ello era bastante imponente, pues recordaba a un BMW de alta gama. Nada más montar,
Nicolás agradeció que fuera de cambio manual porque una vez había conducido un
automático y tenía claro que no era lo suyo. También tenía GPS, algo que el propio Edward
había solicitado expresamente.
Fue Carolina la que introdujo la dirección del hotel —previo cambio de idioma de inglés
a castellano en el aparato— mientras Nicolás pugnaba por sacar el coche del aparcamiento
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del renting, ya que parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para salir a la vez.
Una vez conseguido esto, pusieron rumbo hacia su destino.
Apenas tardaron veinte minutos en llegar hasta la puerta del hotel Hrazdan, que estaba en
el centro de Yerevan, una población cercana a Echmiadzin, su destino real. La explicación de
esto se la había dado el propio Edward porque, al parecer, Echmiadzin no disponía de
establecimientos en los cuales poder alojarse. Así que Yerevan era lo más cercano en este
caso.
El hotel les dio una grata sorpresa. Para bien, claro. Esto, a pesar de que Nicolás le había
dicho a Edward la noche anterior que el único requisito era que en recepción hablasen
castellano, sin importar el número de estrellas ni la calidad de sus habitaciones. Su petición
había sido atendida, hablaban castellano, pero el hotel era un lujoso complejo de cuatro
estrellas que nada tenía que envidiar al que recientemente habían dejado en Viena. Nicolás
supuso que sus propios prejuicios le habían jugado una mala pasada al considerar Armenia un
país poco desarrollado, aunque esto se fundamentaba en su propia ignorancia y en su
desconocimiento sobre un país que nada tenía que envidiar a los considerados «poderosos».
Nada más entrar en el hotel, recibieron una atención exquisita, comparable a la del avión,
mientras miraban embelesados hacia un lado y otro debido a la gran cantidad de detalles que
había en las paredes.
Tras registrarse, un botones se hizo cargo de sus maletas y los acompañó hasta la que
sería su habitación mientras estuvieran en el país. La estancia no se quedaba atrás con el resto
del conjunto.
Con un ligero toque salmón en sus paredes, la habitación era mucho más amplia de lo que
en un principio habían presupuesto. Había dos camas de matrimonio separadas entre sí lo
suficiente como para caber otra de menor tamaño. Y aún así quedaba un amplio espacio que
los decoradores habían empleado con muebles de diferentes estilos que aportaban un toque
mágico al lugar. La televisión que reposaba sobre uno de ellos era más grande que la que
tenía el inspector en su propia vivienda. El cuarto de baño estaba revestido de mármol
reluciente y contenía una bañera que podría haber pasado por piscina olímpica. Nicolás no
pudo evitar hacer el comentario que Carolina estaba pensando.
—Tengo miedo a acostumbrarme a todo esto. Más que nada porque, cuando llegue a
Madrid, tengo que jugar al Tetris con Alfonso para que quepamos los dos dentro del salón.
La muchacha rió.
Decidieron dejar las maletas sobre las camas, sin deshacerlas, e ir a hacer una primera
vuelta de reconocimiento. Les vendría bien para saber a qué se debían enfrentar. Salieron de
nuevo del hotel y tomaron otra vez el coche para poner rumbo a su verdadero destino.
La distancia entre Yerevan y Echmiadzin era de apenas veintiún kilómetros. Fue por eso
que, en apenas veinte minutos y sin ir demasiado deprisa, se plantaron en la ciudad. Durante
el trayecto, Carolina fue buscando información acerca del lugar con su iPhone al tiempo que
se la contaba a Nicolás.
Le contó detalles como que la ciudad había sido fundada en el siglo III antes de Cristo
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bajo el nombre de Vardkesaban o como que su mayor punto de interés era la catedral, la cual
habían venido a ver ya que era el lugar que guardaba la supuesta lanza del soldado Longino.
La segunda lanza verdadera que verían en apenas tres días.
Encontraron aparcamiento en los aledaños de la catedral sin dificultad. No había
demasiados coches alrededor de ella, por lo que estacionaron relativamente cerca. Bajaron
del coche y, lo primero que hicieron, fue abrir la boca ante la perfección del conjunto
arquitectónico que vieron.
El complejo se componía de varios edificios. Sus fechas de construcción oscilaban entre
los siglos IV, V, VI, VII y XVII, según había leído Carolina. Además, desde el año 2000
formaban parte del Patrimonio de la Humanidad.
Aunque de todos estos edificios, solo había uno que interesara: el de la catedral matriz de
Echmiadzin.
—Según Internet, es el edificio cristiano más antiguo de toda Armenia —comentó
Carolina mientras miraba el móvil—. Su construcción fue iniciada en el año 303, aunque fue
reconstruido en el año 484. Joder, lo que le gustan los números capicúa a esta gente.
Nicolás sonrió mientras la escuchaba.
—Supuestamente —siguió leyendo— fue construida por san Gregorio «el iluminador».
Lo hizo tras un sueño en el que se le aparecía Jesús indicándole el lugar exacto donde debía
de emplazarse el templo.
—Joder, lo que le gusta a esta gente soñar con cosas sagradas.
Ahora, la que sonrió fue Carolina.
—Desde luego. Además, dice que en el sueño descendió hasta el punto en el que ahora
mismo se encuentra situado el altar, indicándole con un martillo de oro que ese era el sitio en
el que debía de ser emplazada.
—¿De oro? Madre mía, la Iglesia y el oro. Esto también les gusta en cantidad. Tontos no
son. De todas maneras hay que reconocer que la catedral es preciosa. Es, no sé, sorprendente.
Carolina asintió. Ni ella misma podría haberla definido mejor.
Decidieron entrar. Atravesaron la puerta principal. Sabían que por este camino les sería
más fácil llegar hasta el punto deseado, ya que ya lo llevaban bien estudiado. Igual que en el
palacio de Viena, tenían que ir al museo.
Avanzaron por la catedral como lo harían unos simples turistas. La paranoia de que unos
ojos los vigilaban impregnaba el aire, así que intentaron pasar desapercibidos. No les costó
poner caras de sorpresa por cada detalle que veían dentro del templo, porque de verdad les
maravillaba su interior. Su combinación de paredes blancas, que le daban un aspecto
inmaculado, casi virginal, mezclado con decoraciones en tonos rojos y dorados, que conferían
una imagen lujosa al conjunto, contrastaban pero encajaban a su vez. Se hacía muy agradable
la mezcla. Además, mostraba un equilibrio casi perfecto entre los que buscaban simpleza
frente a los que, en cambio, preferían la ostentación.
Mientras avanzaban hacia el museo, se detuvieron frente a un bajorrelieve que
representaba a San Pablo y Santa Tecla, era tan espectacular que les fue imposible pasar de
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largo. Después de observarlo durante un rato, continuaron andando hasta que llegaron a la
parte oeste de la catedral, en la cual estaba el museo Gandzaran, donde supuestamente se
encontraba la lanza de Armenia.
Pasaron con decisión. La entrada era gratuita. Al contrario que en Viena, accedieron a él
con ilusión porque ya sabían lo que iban a buscar, no como hace dos días, que se
encomendaron a la suerte. A pesar de saber que sería una tarea menos ardua, era inevitable
sentir ese cierto punto de tensión al no saber lo que realmente les esperaba.
Como buenos turistas fingidos, empezaron a mirar todas las vitrinas, las pinturas
religiosas que allí se exponían y todos los objetos de oro y plata que orgullosos relucían
dentro de la estancia. Cómo no, llegaron al objeto estrella de aquella colección. No solo ellos
lo pensaban así, ya que el museo lo anunciaba orgulloso. Lo curioso fue que estaba
acompañado de algo que no esperaban ver.
Un trozo del supuesto arca que utilizó Noé durante el diluvio universal.
—Madre mía —comentó Carolina—. Lo de la lanza pase, porque Jesús fue una figura
histórica real, pero esto de Noé no hay quién se lo trague.
—Mujer, yo tampoco me creo demasiado que metiera una pareja de cada especie dentro
de un barco.
—No, no, no es eso. Bueno, esto también. Es que lo del arca me recuerda a algo que
aprendí en la universidad. ¿Te suena Gilgamesh?
—No, ¿qué es eso?
—Más bien quién es. O era. Gilgamesh era un personaje literario de la la mitología
sumeria.
—¿Sumeria?
—Sí, es una cultura que nació en el valle de Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates.
Hoy en día es Irak, Iran y algunas zonas de Siria. La verdad es que no entiendo por qué se
conoce tan poco si en realidad la historia nació con esta cultura.
—¿Cómo? —Al mismo tiempo que formulaba la pregunta, cayó en la razón de por qué
Carolina decía eso— Ah, vale, te refieres a que nació la escritura.
—Correcto. Los sumerios utilizaban un tipo de escritura muy diferente a la nuestra. Se
llama cuneiforme y, ya te digo, ni te parecería que lo es. Pero es así. El caso es que realizaban
textos en tablillas de arcilla y gracias a eso hemos podido saber de ellos, de su cultura, de sus
dioses…
—¿Dioses? ¿Qué eran, como los romanos y los griegos? ¿Multidiós?
—La palabra es politeístas. Y sí, lo eran. Bueno, a lo que iba, uno de estos poemas era el
poema de Gilgamesh, o epopeya de Gilgamesh, como lo conocen muchos. En él, se narran las
aventuras de este personaje. Una de esas aventuras es un reflejo idéntico a lo narrado por la
Biblia solo que con Noé. Vamos, que las Sagradas Escrituras se inspiraron en este fragmento
del poema.
—O sea, que lo copiaron.
—Tal cual. Pero, bueno, no es lo único. Creo que ya te conté en su día lo de Navidad.
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—¿Aquello que celebraban las culturas paganas adorando al sol invicto? Creo que no.
Carolina rió.
—Ya veo, ya. Pues esto es otro ejemplo. Pero te puedo nombrar los arcos que se tomaron
para escenificar a los santos, que los copiaron de los egipcios; la imagen de la virgen
amamantando al niño Jesús que fue tomada también de la cultura egipcia… Hay un sinfín de
ejemplos, pero vamos, que esto solo demuestra que lo que hay aquí es un trozo de nada.
Nicolás miró el fragmento y sonrió. Imaginó la de cosas que se basaban en una mentira o
una reinterpretación. Acabó preguntándose qué era real y qué no.
—Pero, bueno, lo que nos importa ahora no es discernir entre este tipo de cosas. Ni
siquiera en si la lanza que hay aquí es o no la verdadera. Más bien hemos venido con otro
propósito —comentó la muchacha.
—De todas maneras, la cruz que lleva en la punta no nos lleva a creer que lo sea.
Carolina se fijó y sonrió. Era cierto, había una serie de agujeros en la punta lanza que
formaban una cruz. No creyó que Longino fuera tan premonitorio que los hizo tiempo antes
de que ese instrumento de tortura se tomara como símbolo de una religión.
—No, dudo que Longino la llevara —sonrió a la vez que asentía—. De todas maneras, si
tú a un fervoroso creyente le dices que sí que es, seguro que ni lo discute. Siempre se ha
dicho que no hay más ciego que el que no quiere ver. Y en el tema de las religiones, en
general, hay demasiados ciegos.
—Bueno, dejando eso de lado… ¿Ahora qué?
Carolina se giró sobre sí misma y observó las posibilidades que tenían.
—Podríamos ir allí —señaló con la mirada un pequeño puesto de recuerdos de la catedral.
En él había llaveros de todo tipo, incluidos unos con la forma de la lanza. También había
postales, diarios, camisetas… Hasta había dedales con el dibujo de la catedral vista desde
fuera. Una mujer de pelo algo alborotado y unas gafas de pasta marrón, un tanto antiguas,
hojeaba una revista.
Se plantaron frente a ella. La mujer no reparó enseguida en ellos, pero cuando lo hizo una
amplia sonrisa se dibujó en sus labios. Ella directamente les habló, al parecer, en armenio.
Fue la cara de no entender nada de los dos jóvenes la que trajo un nuevo intento, esta vez en
inglés.
—¿Español? —Probó Carolina.
La mujer negó con la cabeza.
—No se preocupe —dijo Carolina en un estupendo inglés. Nicolás apenas lo chapurreaba,
por lo que le iba a costar algo seguir la conversación.
—¿Qué necesitan?
—Buscábamos un poco de información acerca de la lanza de Longino. ¿Habría algún tipo
de posibilidad de que una guía nos contara algo sobre ella y nos diera un poco de
información?
El rostro de la mujer se tornó en decepción.
—Oh, lo siento, pero no tenemos guía desde hace un tiempo. Lo que sí tengo es este libro
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con información, ¿le vale?


La mujer le mostró un libro. No era demasiado grueso, pero cualquier información que
pudiera aportar valdría.
—¿Qué precio tiene?
—8 Dram.
Carolina se puso blanca. No había caído en una cosa elemental.
—Nicolás, somos imbéciles. No hemos cambiado ni un solo Euro a Dram, la moneda de
aquí. No recordaba que Armenia no pertenece a la zona Euro.
—¿Entonces qué tenemos que hacer? ¿Ir a un banco a cambiar y luego venir?
Carolina se quedó pensativa.
—No. Espera.
Volvió a dirigirse a la mujer.
—Mire, es que no sé si nos valdrá porque buscamos que hable sobre un punto en
concreto, ¿lo podría ver primero?
La dependienta la miró algo desconfiada, pero accedió.
—Sí, claro… —dijo mientras se lo entregaba.
—¿Qué haces? ¿Quiso saber Nicolás, que no había entendido la petición de Carolina.
—Calla, voy a mirar rápido a ver si encuentro algo. Pero necesito que no me hables, o me
perderás. Intentaré hacerlo lo más rápida que pueda.
Nicolás asintió a la vez que, para ayudar, se colocó delante del puesto de la mujer a mirar
los souvenirs. Pensó que quizá captaría su atención y eso daría más tiempo a Carolina. No se
equivocó, porque la tendera, desconfiada, no le quitaba ojo.
Nicolás calculó que pasaron un par de minutos hasta que la muchacha se acercó para
devolver el libro.
—Lo siento, no es lo que buscaba —le dijo a la mujer a la vez que se lo devolvía.
Lo tomó de nuevo y lo colocó en su sitio. Volvió a su revista.
—No te ha valido para nada, ¿verdad?
—Al contrario. Y tanto que me ha servido. Nos vamos de aquí.

Capítulo 39

Lunes 25 de marzo de 2013. 12:51h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Teniendo en cuenta como habían ido los días anteriores, no haber comenzado la mañana
con un nuevo asesinato, ya era todo un triunfo para Paolo.
No era tan ingenuo como para bajar la guardia. Mucho menos desde que ya iba
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conociendo lo imprevisible de su enemigo, pero sí era cierto que haber empezado el día así
había conseguido que viera las cosas con más optimismo.
Además, había tomado la decisión —tras la enésima noche sin pegar ojo— de tomárselo
todo de otra manera. De relajar su mente e intentar verlo todo con unos ojos más analíticos,
menos pasionales. Puede que así llegara un punto más allá en la investigación. El primer paso
fue cambiar el método de trabajo.
No era amante de las pizarras. De hecho, las detestaba —aunque respetaba que otros
compañeros suyos las utilizaran en sus investigaciones—. Solía tener todos los datos
organizados en una o varias carpetas y ahí los iba consultando. Pero el caso estaba
adquiriendo tales magnitudes que admitía que esto era insuficiente y debía hacer uso de un
panel para tenerlo todo un poco más a la vista.
Por eso ahora tenía enfrente uno de considerables dimensiones. Con la ayuda de Alloa
había colocado, de forma cronológica, todo lo que tenía sobre el caso. Lo hizo
esquematizado, eso sí, no tenía demasiado sobre cada muerte, pero sí era cierto que eran
muchas y ya ocupaban un volumen considerable de archivo.
Estaba de pie, frente a la pizarra. Miraba cada papel pegado en él una y otra vez.
Observaba cada detalle que aparecía en las fotografías y tomaba en consideración cada
pesquisa arrojada por los forenses, tanto en la escena como en la mesa de autopsias. La
búsqueda de algún detalle que se le hubiera pasado por alto fue en vano.
Tomó otro sorbo del café que tenía en la mano izquierda.
En la pizarra, en realidad, no estaba todo. Faltaban las fotografías más relevantes de la
última muerte. Quizá la más dura, pero no por ello debía dejarla sin muestreo visual. Es por
eso que había mandado a Alloa al laboratorio fotográfico para imprimirlas.
No tardó en llegar.
—Aquí las tienes —dijo nada más entrar y sin dejar de mirar las dos fotos elegidas—.
Joder, desde que empecé en esto he visto algunos desmembramientos, pero esto que hizo aquí
tu amiguito se lleva la palma. Oye, ¿has pensado que pudiera ser alguien que trabaja en el
sector de la carne? No sé, algún carnicero, un empleado de matadero…
—Claro que lo he pensado —contestó Paolo tomando las dos instantáneas de la mano de
Alloa—, pero, ¿en qué nos ayuda esto? ¿Cuántos habrá aquí, trabajando en Roma? Y eso
suponiendo que sea romano, porque podría haber elegido la ciudad porque está cargada de
simbolismo. Si es que sería como buscar una aguja en un pajar.
—Bueno pero, no sé, quizá serviría a la hora de definir mejor su perfil y estrechar algo
más el cerco.
—En ese sentido sí, pero igualmente no estoy seguro de lo que dices. La precisión que
muestra en sus cortes se aleja demasiado de lo rudimentario que podría ser el trabajo de un
carnicero.
—Eso depende. Tendrías que ver el que sirve la carne en casa. Mi mujer alucina con los
cortes que hace. Parece un cirujano.
Paolo rió. Fue a echar mano de una chincheta cuando observó que, en la pequeña cajita
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que había traído hacía un rato Alloa, no quedaba ninguna.


—Mierda, las hemos gastado todas —dijo.
—No te preocupes, en mi mesa tengo más, espera.
—No, no —dijo Paolo dejando las fotografías sobre su mesa y dirigiéndose hacia uno de
los cajones que tenía bajo de ella—, creo que tengo yo mismo por aquí algo.
Nada más abrir el cajón, comprobó por qué debía tomarse las cosas con algo más de
calma. Tener ahí escondidas las fotocopias de los papeles de Fimiani y no haberse acordado
de ello era una prueba irrefutable. Confiaba plenamente en Alloa, era su amigo y un excelente
policía, pero por el momento y, dado que eran papeles en realidad robados, prefirió mantener
aquello en secreto. Aunque le entró el ansia por verlos cuanto antes. Trató de mantener la
compostura.
—Oye, Maurizio, acabo de recordar algo que tendría que comprobar. ¿Te importa que lo
haga a solas y luego te cuento? —Ya inventaría luego una excusa si era necesario.
Alloa lo miró extrañado. El repentino cambio de actitud no era normal en Paolo aunque,
dado lo que estaba pasando con su cabeza debido al caso, decidió no darle mayor
importancia.
—Claro. Luego me cuentas si tiene importancia.
Ambos se despidieron y Alloa abandonó el despacho.
Ya solo, Paolo sacó los papeles a toda prisa. Sinceramente no sabía qué esperaba
encontrar, pero el mero hecho de tener en sus manos un documento por el que seguro Fimiani
daría su vida era motivo suficiente para meter sus narices en él.
La lista no era más de lo que el sacerdote le había contado ya. En ella aparecían,
ordenados de manera alfabética teniendo en cuenta su apellido, las identidades de los
sacerdotes que, de alguna manera, tenían antecedentes. Al lado estaba su fecha de nacimiento,
su número de identidad, su número de expediente policial inicial, el número de expediente
generado por ellos mismos y, por último —y no menos importante—, el delito cometido.
Revisó, mirando hacia la pizarra, los nombres de los sacerdotes hallados sin vida hasta el
momento. Todos estaban en esos papeles, como esperaba. Después de esto echó un ligero
vistazo a los otros nombres. No buscaba nada concreto, solo era curiosidad por ver qué clase
de crímenes habían cometido. Apellidos como Totti, Germi o Suazo aparecían bajo el delito
de hurto. Allanda, Pompizzi o Taras añadían a ese hurto el empleo de la violencia. En el caso
de este último con tentativa de asesinato, además. Un tal Cacciatore había defraudado a la
Hacienda Pública una importante cantidad de dinero, hacía quince años. Luego había otros
delitos más serios, como los cometidos por algunos apellidados Spoto, Coluccelli o Meara
que habían llegado hasta el extremo del homicidio. Unos imprudente, otros con dolo. Pero
homicidio, al fin y al cabo.
Paolo quedó pensativo tras leer esto último. Pensó en como una persona que había
matado a otra podía ni haber pagado la pena correspondiente. Solo por ser cura. Aunque en
realidad tampoco le extrañó tanto debido a la manga ancha que se le otorgaba a la Iglesia en
el mundo en general, pero en Italia en particular. Dentro de Italia, en Roma ya se llevaba la
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palma. Allí los hombres de Dios eran precisamente eso: hombres de Dios. Con todo el
significado que podía adquirir esa expresión. Si esto no era ya suficientemente grave, también
aparecían las identidades de los que habían abusado alguna vez de un menor. Algunos hasta
reincidentes y con casos muy recientes.
Con el puño apretado de la rabia que le confería la impotencia, decidió guardar de nuevo
la lista en el cajón.
Apenas pasaron unos segundos cuando recibió una llamada del punto de control de la
entrada.
—¿Sí? —Contestó.
—Assistente Salvano, tenemos a un mensajero con un paquete para usted e insiste en su
firma para poder entregarlo, no acepta que sellemos nosotros.
Paolo puso los ojos en blanco y tomó aire profundamente.
—Está bien. Bajo ya.
Colgó.
Antes de levantarse del asiento sintió de nuevo como el mundo se le caía encima. Tal y
como había pensado, la falta de noticias era algo más negativo que positivo, por mucho que
Alloa le hubiera llamado exagerado mientras ambos lo comentaban.
Tomó el ascensor para descender a la entrada del edificio mientras notaba que le
temblaban las piernas. No recordaba cuándo fue la última vez en su vida que sintió el miedo
recorrer su cuerpo, pero ahora reconocía abiertamente que lo tenía. Claro que lo tenía. Tenía
miedo a lo que pudiera haber dentro del paquete. Tenía miedo de no haber llegado a tiempo
de salvar a su próxima víctima y tener que cargar con una nueva muerte en su conciencia.
Tenía miedo de ser un mero espectador en el teatro que estaba representando el asesino.
Salió del ascensor y vio como el repartidor lo esperaba. Estaba nervioso. Paolo observó
como le temblaba el labio inferior. No tendría más de veinte años, su cara estaba llena de
acné juvenil y vestía con el uniforme de la compañía de envíos urgentes para la que trabajaba.
Paolo miró el paquete que llevaba en la mano. Era una caja cuadrada, de más o menos
unos treinta o treinta y cinco centímetros en sus lados. Las manos del chico también
temblaban mientras lo mantenía. Arriba del propio paquete había una PDA, seguramente
aguardando su firma.
Paolo la tomó, pero ahí no aparecía su nombre ni nada parecido.
—No puedo firmar, no sale nada —comentó desconfiado.
—Lo siento mucho, señor —el muchacho comenzó a llorar muy nervioso—. No viene de
la agencia. Le pido por favor que lo tome y que me deje ir cuanto antes.
Entonces Paolo lo vio. La propia caja tenía una gran mancha negruzca La propia mancha
se había traspasado a la mano del joven, aunque el color que había dejado sobre ella era algo
más colorado.
Paolo, al tiempo que sentía que su corazón se aceleraba más —si acaso se podía—, trató
de tranquilizar al repartidor.
—Escúchame. Necesito que me des la caja con mucho cuidado —dijo mientras se
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colocaba los guantes que extrajo de su bolsillo trasero.


Al chico le empezaron a caer lágrimas por el rostro. A su alrededor se empezaban a
congregar policías.
Paolo la tomó con sumo cuidado y pidió que le trajeran rápido una bandeja, del tipo que
fuera, para poder dejar el paquete sobre ella. En apenas unos segundos tuvo una de las que
utilizaban para pasar por el escáner. Tras dejar la caja sobre ella, miró sus propias manos,
también se había untado de rojo oscuro.
—Que nadie toque nada —advirtió a todos los que estaban a su alrededor—. Y, por favor,
alejaos, dejadme hablar con el chico.
Los que lo rodeaban lo hicieron, desconfiados. Otra vez estaban reviviendo la escena en
la que el niño le trajo una carta a Paolo, también ensangrentada. Aquel juego macabro ya se
estaba volviendo costumbre. El assistente esperó a tener cierta intimidad dentro de lo posible
y se dirigió al joven, que seguía temblando y llorando.
—Escúchame. Entiendo por lo que estás pasando, pero necesito que colabores conmigo.
Ambos sabemos que la persona que te ha entregado esto no es precisamente buena por lo que,
si me ayudas, podré atraparlo y todo esto no pasará a mayores.
Las lágrimas se intensificaron.
—Señor, no puedo decirle nada. Juró que me conocía y que me cortaría la lengua si decía
algo. Dijo que se la mandaría a mi madre por este mismo servicio de paquetería.
De pronto observó como un líquido de color amarillento hacía acto de presencia por la
pernera del pantalón del muchacho. Estaba aterrorizado.
—Joder… tranquilo, por favor. ¡Una fregona y un cubo con agua! No te preocupes por
esto que ha pasado, es normal. Te dejaremos algo de ropa aquí para que te puedas cambiar y
no tengas que marcharte así. Ven conmigo.
Paolo le pasó una mano por encima del hombro intentando trasmitirle confianza.
Necesitaba ganársela para que el chaval contara lo que sabía. Dudaba que el asesino se
hubiera mostrado ante sus ojos, pero, ¿quién sabía si por fin iba a tener algo de suerte?
Paolo metió al joven a una sala apartada. Previamente, pidió a un agente que trajera algo
de ropa para que pudiera cambiarse.
—Aquí no nos oye nadie —dijo Paolo nada más cerrar la puerta—. Estamos solos tú y
yo. Necesito de tu ayuda. Si quieres que no pase nada tengo que detenerlo. Te prometo que
pondremos una protección especial para ti y los tuyos desde ya mismo. Nadie en su sano
juicio se atrevería a ir a por vosotros si estáis todo el tiempo rodeados de policías. Eso te lo
prometo.
El muchacho miraba nervioso a todos lados. Respiraba acelerado y su rostro estaba muy
colorado por la situación que estaba viviendo.
—Es que no puedo decirle más aunque quiera, señor. Le prometo que es verdad lo que le
voy a contar. Esta mañana he hecho mi primera parada de siempre. Es es una farmacia
cercana a la delegación. Siempre servimos ahí primero por el tema de los medicamentos.
Cuando he terminado y me he montado de nuevo, no sé de qué manera, alguien se había
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colado en la furgoneta y me ha amenazado por detrás con que, si no le entregaba este paquete
personalmente a usted, bueno… lo que le he contado… Haría lo mismo si me iba de la lengua
más de lo necesario.
—Joder… ¿Con qué arma te ha amenazado?
—No lo he podido ver, pero era fría y pequeña. No pinchaba, por lo que supongo que era
una pistola o algo así. Yo no he podido ni moverme del miedo que me ha entrado. No sé, no
me lo esperaba y me ha dado un susto de muerte. Yo…
Comenzó a llorar a moco tendido de nuevo.
—Tranquilo, no pasa nada…
—¡Yo no quería hacer esto! ¡Yo no quiero problemas con nadie! ¡Tenía que haber hecho
caso a mi padre y no dejar la carrera!
—Tranquilo…
Paolo le pasó de nuevo la mano por encima mientras el joven lloraba sin consuelo.
—Mira, me has ayudado mucho. Ahora pasará un agente a tomarte declaración.
Cuéntaselo todo igual que a mí, no te guardes ningún detalle. Hablaremos con tu empresa, no
te preocupes por nada. Y danos la dirección de tu familia, de tu pareja si la tienes, de todo. Os
protegeremos y no te pasará nada. Te lo garantizo.
El chico levantó la vista y miró de manera agradecida a Paolo, aunque no podía hablar.
Salió de la habitación dejándolo previamente con un agente. Fue de nuevo hacia donde
había dejado el paquete. Dos agentes lo custodiaban hasta que Paolo regresara a por él.
El assistente sopesó sus opciones, por lo que decidió que lo más sensato era llevarlo
directamente abajo, a la sala de autopsias. Sobre todo temiendo lo que pudiera ser teniendo en
cuenta el tipo de muerte que ahora tocaba. Ante la mirada atónita de los allí presentes, tomó
la bandeja con extremo cuidado —previamente esperó a que dos agentes fotografiaran de
arriba abajo la propia caja— y se encaminó hacia el sótano forense.
Cuando entró en la sala de autopsias no había nadie. Dejó la bandeja encima de una de las
mesas y salió hacia el despacho de Meazza.
Allí estaba, imbuido entre informes con la mirada fija en su ordenador.
—¡Paolo! —Exclamó nada más verlo— Ya te echaba de menos.
—Pues agárrate que vienen curvas. Sígueme.
Meazza arrugó la nariz.
—¿Qué coño es eso? —Preguntó el forense sobresaltado nada más entrar en la sala de
autopsias.
—No lo sé, pero lo imagino. Necesito que abras tú el paquete.
El forense lo miró como si estuviera loco.
—No te preocupes. El paquete va manchado de sangre y no hay nada metálico en él. No
es una bomba.
—¿Crees que es…? —Preguntó sin terminar la frase.
—Por el tamaño y el tipo de muerte que toca ahora, pocas dudas tengo.
El médico se colocó un par de guantes y tomó uno de los bisturís de su ordenado
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instrumental. Rasgó con sumo cuidado la cinta aislante de color marrón. Una vez libres, tomó
las solapas y, despacio, las abrió.
A pesar de que lo esperaban, la imagen hizo que ambos se echaran hacia detrás.
Una cabeza humana.

Capítulo 40

Lunes 25 de marzo de 2013. 13:42h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Paolo daba vueltas con los brazos en jarras mientras soplaba airadamente, una y otra vez.
Su sistema nervioso se encontraba al borde del colapso. Mientras, sus pasos se sucedían por
toda la estancia describiendo círculos sin sentido. Meazza lo miraba con gesto preocupado.
Se había quitado los guantes y se tocaba la cara sin parar. Parecía querer decirle algo pero era
tal el nivel de tensión que mostraba el assistente que quizá era mejor no hablar.
Parecía una olla a presión a punto de estallar.
Tardó un par de minutos en hablar.
—Mira que lo sabía. Lo sabía pero, imbécil de mí, tenía la esperanza de que no fuera. No
se puede. En serio. No se puede.
—Paolo, deberías sentarte y tratar de tranquilizarte.
—¿Tranquilizarme? ¿De verdad, Guido?
—Si no quieres que te dé un infarto, desde luego.
—Ojalá me diera, coño. No puedo con esto. No puedo con él. ¿Te has dado cuenta cómo
nos maneja como a marionetas? ¿Cómo puede tener el valor de, por segunda vez, utilizar a
alguien para que me traiga algo a la propia sede?
—Lo que está claro es que no siente que tenga nada que perder. Yo creo que ha
transformado todo el sadismo. Bueno, transformado no sé si es la palabra correcta. Creo que
lo ha canalizado a un juego. No sé si estamos ante un genio del mal o ante alguien que se
comporta como un niño.
—Hay niños que son genios. Este maldito hijo de la gran puta nos saca una ventaja de
kilómetros. Por lo que tonto, no es.
—No quería decir eso…
—Lo sé, Guido, lo sé… —Paolo comenzó a masajearse las sienes.
El forense se acercó al assistente. Le colocó la mano sobre el hombro y lo miró
directamente a los ojos.
—Paolo, ¿cuánto hace que te conozco?
—No sé, Guido, ahora no sé nada.
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—Bueno, digamos que muchos años. Nunca te he visto en una situación parecida. Nos
hemos enfrentado a todo tipo de maleantes y asesinos, nunca te he visto así. Creo que
deberías hacer algo para revertir tu propia situación interior. No me preguntes el qué, soy
forense, no psicólogo, pero tienes que volver a encontrar tu propio equilibrio. Es que estás
desquiciado. Párate y mírate. Así es imposible. Gran parte de la ventaja que nos saca es por tu
propia desesperación. Entiendo que está muriendo gente, pero si no consigues centrarte va a
seguir haciéndolo.
—Te lo agradezco, Guido, y te juro que he empezado el día haciendo un esfuerzo para
pensar como tú dices. Te juro que mi puta intención era la de tomarme las cosas de otra
manera. Pero es que el puto loco este me provoca. Sabe como hacerlo para sacarme de mis
casillas. Entiendo que no debo, pero es que no puedo hacer otra cosa. ¿A qué viene esto de la
puta cabeza enviada? ¿A qué? Sé que lo que quiere es desquiciarme y retrasar aún más las
investigaciones, pero es te juro que no puedo hacer otra cosa que cagarme en su puta madre.
Guido negó con la cabeza. Era imposible razonar con él. Es por eso que optó por tomar
un nuevo par de guantes y ponerse manos a la obra.
Lo primero que hizo fue inmortalizar el hallazgo con la cámara. No había llamado a sus
ayudantes y, la verdad, no tenía ni idea de dónde estaban. No importaba. El trabajo no era tan
arduo como para requerir ayuda.
Una vez fotografiada, con sumo cuidado, tomó la cabeza y la sacó de la caja. El
envoltorio lo dejó a un lado, listo para enviar a Rastros.
Miró la cabeza. Tenía los ojos abiertos, como si estuviera pidiendo clemencia. La imagen
ganaba —todavía más— en impacto por este detalle.
En lo primero que se centró el forense fue en el corte.
—Limpio, como siempre. Diría que certero y de una sola vez. Si se hubiera realizado a
cuchillo, llevaría los puntos de apoyo de aplicación de la fuerza marcados y no los veo —hizo
el gesto de cómo sería el corte en caso de ser así.
—Ha sido con un hacha. Así murió Judas Tadeo.
—Vaya… Qué fuerte…
—Antes de que se me olvide, por favor, compara el tipo de sección con el que analizó
ayer Filippo. No es fundamental, pero me interesa saber si los cortes del descuartizamiento de
ayer fueron iguales a este. Que utilizara varios métodos según la muerte me preocuparía más.
Esa dedicación en cada acto me pone muy nervioso.
—Claro, Paolo, luego lo comparo. En fin. Sigamos. Se observan signos de vitalidad
alrededor de la herida, por lo que diría que se realizó mientras el pobre hombre todavía vivía.
—Hijo de puta… Al final lo ha hecho. ¿Entonces esta vez no tenemos lanza?
El forense se encogió de hombros.
—Voy a girar la cabeza y seguir observando —dijo.
Paolo asintió.
—No hay signos ni marcas en el rostro. Ojos abiertos. Mandíbula con rigor avanzado.
Tendré que hacer esfuerzo para abrirle la boca.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 190

—¿Te ayudo?
—No, hay un truquito. Si aprieto aquí le relajaré los músculos que intervienen en el rigor,
lo aprendí en… ¿qué es esto?
El forense ya le había abierto la boca y lo primero que había aparecido era un papel de no
muy grandes dimensiones. Estaba enrollado
—Espera —dijo mientras iba a por unas pinzas que acto seguido introdujo en la cavidad
bucal, justo después de fotografiar el hallazgo—. ¿Lo quieres leer tú primero?
Paolo asintió a la vez que tomaba el papel.
—¿Dónde estoy? La respuesta solo la hallarás en mi mente —leyó el assistente en voz
alta.
—¿En su mente? ¿Quiere que le abra la cabeza o algo así?
—Literalmente.
—Joder… ¿Pero cómo ha podido meterle algo dentro de la cabeza? A no ser…
Guido comenzó a observar de manera concienzuda el cuero cabelludo de la cabeza hasta
que, en la parte central del cráneo trasero, notó que algo sobresalía moderadamente.
—Aquí hay una pequeña protuberancia. Yo diría que es hilo. Espera.
Se acercó hasta una gran lupa con luz integrada y la llevó hasta la mesa de autopsias. La
encendió y se centró en esa parte.
—Sí, es un hilo negro muy fino. Hay una parte del cuero cabelludo cosida de manera un
tanto burda. Acércame la cámara, por favor.
Paolo obedeció y le entregó la cámara fotográfica. Haciendo uso del potente zoom y flash
de esta tomó constancia visual del hallazgo.
—Voy a descoserlo. Supongo que lo que quiere que veamos está debajo.
El assistente asintió, impaciente.
Con unas tijeras de punta muy fina y con forma de arco, comenzó a cortar el hilo con
extremo cuidado. Una vez quitó el último, tiró del cuero cabelludo y, para su sorpresa, halló
otro trozo de papel incrustado dentro del cráneo con un agujero perforado en el mismo.
—¿Cómo coño ha hecho eso? —Quiso saber Paolo.
Guido no contestó, no dejaba de mirar el hallazgo, luego se atrevió a formular una
hipótesis.
—Tiene que haber sido con algún instrumental de precisión. Mira la zona de alrededor,
apenas se ha roto. Si hubiera metido un punzón o algo semejante habría partido parte del
cráneo. No tengo ni idea de con qué ha podido ser, pero tanta minuciosidad me está
asustando.
—Bueno, dame el papel.
Guido obedeció y, con su cuidado habitual, lo sacó y se lo ofreció al assistente.
—Me encontrarás fuera de la protección de Roma —leyó en voz alta.
—¿Fuera de la protección de Roma? ¿Se refiere a fuera de la jurisdicción que tenemos o
qué?
—No sé… me estoy empezando a cansar de este tira y afloja. Si quisiera pasarme todo el
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día resolviendo cosas me compraría un libro de sudokus, no esto.


—Lo que no entiendo es por qué narices nos enrevesa tanto las cosas. ¿Qué le costaba
haber dejado este papelito de primeras en la boca? No entiendo tanta vuelta para qué.
—Tiempo, Guido, todo se basa en el tiempo. El que nos tiene aquí haciendo el imbécil lo
gana él para poner terreno de por medio. Además, así demuestra que es capaz de lo que
quiera. Si rompiera, como has dicho, el cráneo intentando meter esto, quedaría como un
mediocre. Es vanidoso. Quiere demostrarnos todo el tiempo que es capaz de lo que sea,
cuando sea, y como sea.
—Te juro que le daría una hostia sin pensarlo si lo tuviera enfrente. Me está tocando ya
mucho los cojones.
—Imagina a mí. Me voy, Guido. No sé qué coño es fuera de la protección de Roma, pero
tengo que averiguarlo.
Paolo regresó de nuevo a su despacho. Una vez más y, a pesar de la desconfianza que se
había generado con él, necesitaba a Fimiani. Lo había llamado hacía apenas unos diez
minutos, pero este ya estaba en su despacho.
—¿Que estaba, en la puerta esperando a mi llamada? —Preguntó un sorprendido Paolo.
—Supongo que le gustaría que así fuera, pero no, andaba muy cerca haciendo unos
recados, por lo que he podido venir rápido.
—Está bien, siéntese.
Fimiani obedeció.
—Entenderá que la información que le dé a partir de este momento le sea suministrada
con cuentagotas.
—Claro que lo entiendo. Y no solo por lo que le oculté, sino que, además, el propio
Vaticano lo merece por cómo le ha dado a usted la información de la que ellos disponen.
—No lo había visto así, pero tampoco lo considero. Esto no es un puto patio de colegio.
Sea como sea, le diré lo justo y necesario para que nos pueda echar un cable. Siempre que
quiera, claro.
—Ya le dije que sí. No hace falta que se lo deba estar repitiendo cada cinco minutos,
assistente. ¿Qué necesita?
—El asesino ha hecho referencia a un lugar que se encuentra fuera de la protección de
Roma. ¿Usted sabe a qué se refiere?
—¿Lo ha hecho de manera literal? —Preguntó el sacerdote.
Paolo se limitó a asentir con la cabeza.
—Yo diría que habla de las murallas, pero no estoy muy seguro.
—¿Las murallas?
—Sin duda. Desde el Imperio, se ha conocido a las murallas como la protección de
Roma. He tenido la oportunidad de ver numerosos códices y manuscritos que siempre hacían
alusión a lo mismo. Debe de ser eso.
—Entonces, ¿habla de que está fuera de las murallas?
—Apostaría a que sí.
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—Pero… ¿qué hay fuera de las murallas?


—Así a bote pronto, no sabría decirle. ¿Tiene algún mapa de Roma?
—Sí, desde luego —dijo la vez que se levantaba.
Paolo se dirigió hacia la pizarra que había hecho instalar. La había girado al salir de su
despacho receloso de lo que Fimiani viera a partir de ahora. Aunque tras lo hallado dentro de
la cabeza, ahora le importaba poco pues tenía que llegar al lugar que el asesino le indicaba.
La giró y quedó de cara al sacerdote. Este pudo comprobar que Paolo había colocado un
mapa de la ciudad donde había marcado los anteriores asesinatos.
Fimiani se levantó y se acercó.
—A ver, la muralla corresponde a todo esto de aquí —dijo señalando con su dedo índice
—. Las iglesias más importantes que quedan fuera serían ésta, la de san Pablo, y esta, la de
san Lorenzo.
—Vale, descartamos san Pablo, el asesino ya actuó allí con el padre Melia. Por lo que
debe ser la otra. ¿Está seguro que no hay nada más?
—A ver, más iglesias, como es lógico, hay. Pero si tenemos en cuenta que el asesino
siempre ha actuado en importantes, solo están estas dos. Y sí, yo también me inclinaría por
san Lorenzo.
—Padre…
—Lo sé. No puedo acompañarle. Lo entiendo.
—Gracias.
—No se preocupe. Tengo mucho que hacer hoy. Todo el día. Al menos, manténgame
informado en lo que pueda o quiera. Me gustaría seguir sirviéndoles de ayuda.
—Así será. Me voy corriendo, creo que ya sabe cómo salir de aquí.
Dicho eso, Paolo salió como una exhalación del despacho, tenía que llegar cuanto antes.
Fimiani quedó dentro. Aguardó unos instantes y miró en varias ocasiones que no hubiera
nadie cerca. Cuando se aseguró, se acercó hasta el cajón de la mesa de Paolo. Lo abrió y
extrajo los papeles que el assistente había fotocopiado con los nombres de los sacerdotes. Los
miró, sonrió, cerró los ojos, se santiguó con la mano derecha y los volvió a dejar en el cajón.
Salió del despacho.

Capítulo 41

Lunes 25 de marzo de 2013. 15:00h. Kotayk. Armenia.

Cuando bajaron del coche y miraron el complejo, la primera reacción de Nicolás fue
emitir una sonrisa de oreja a oreja. A Carolina esto no le pasó desapercibido, por lo que, por
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enésima vez, cayó en la trampa de preguntar:


—¿Por qué sonríes así? —Quiso saber.
—Por lo mismo que las anteriores veces que me has preguntado en el coche. Tu
capacidad deductiva es alucinante. Me gusta el equipo con el que trabajo en el complejo de
Canillas, pero contigo a mi lado resolvería crímenes en un abrir y cerrar de ojos.
—Anda, anda, ya será menos.
—No, lo digo en serio. Tienes la capacidad de no quedarte con lo primero que ven tus
ojos. Siempre acabas dándole una vuelta más de tuerca y eso me deja pasmado.
—Lo aprendí a la fuerza la otra vez, Nicolás. Aquí nunca es nada lo que parece. Además,
fíjate lo que nos pasó en Viena. Todo parecía llevarnos allí y solo era una forma de despistar.
Aquí ha sido lo mismo.
Nicolás asintió. La explicación que le había dado sobre el cambio repentino de rumbo
poseía una lógica aplastante. El museo que ahora albergaba la dichosa lanza no era su
emplazamiento original. Durante muchos años estuvo en el monasterio de Gebhard, que
ahora miraban fascinados. Lo curioso, lo que despertó el interés y el instinto de la muchacha,
era que muchos lo conocían como el «monasterio de la lanza».
La referencia era clara. Era el lugar al que debían de dirigirse.
Ahora estaban ahí, en Kotayk, dispuestos a enfrentarse a no sabían muy bien qué.
Con el GPS no les había sido complicado llegar. Habían dejado el coche aparcado en
lugar que parecía designado para ello, en las afueras del monasterio. Lo primero que
encontraron fue una especie de túnel que, supuestamente, servía como entrada. Comenzaron a
caminar acompañados de su ya típico cosquilleo en el estómago.
No era tan grande como en un principio habían imaginado. Sus paredes denotaban la
sucesión de años que arrastraba con piedras bastante corroídas por el paso del tiempo. Aún
así, la esencia que seguro comenzó a mostrar desde el mismo momento en el que se erigió no
había disminuido ni un solo grado. Lo que más llamaba la atención de este, sin duda, era la
parte del propio complejo que había sido tallado en la mismísima roca de la gran montaña
que lo resguardaba en su parte trasera. Esto lo envolvía más, si cabía, en un cierto halo de
misterio por saber si las pruebas a las que seguramente serían sometidos transcurrirían dentro
de la propia montaña.
Carolina se había empapado todo lo que había podido acerca de su historia y, como
conclusiones, sacó que había sido fundado en el siglo IV d.C por Gregorio «el iluminador».
Durante el siglo IX, en un asedio sufrido por parte de los árabes fue destruido casi en su
totalidad, así que en el siglo XIII comenzó de nuevo a construirse. Se empezó por la iglesia
principal y, con el paso de los años, se continuó agregando nuevas estructuras que culminaron
con lo que hoy se podía visitar. Lo que estaba claro era que aquello maravillaba.
Ambos caminaban pasmados. No disimulaban en que lo que veían les entusiasmaba. Tan
absortos iban que tropezaron contra un fraile de prominente barba blanca que, a su vez,
también estaba en su propio mundo mientras caminaba leyendo un papel. Más en concreto,
tropezó Carolina, aunque la peor parte se la llevó el monje que cayó de espaldas al suelo. Ella
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también cayó para atrás, pero se levantó rápido al poner sus manos en el suelo de manera
instintiva.
—¡Lo siento! —Se disculpó la muchacha casi de inmediato tras ser consciente de lo que
acababa de suceder—. I’m Spanish.
—No se preocupe —respondió el monje en un perfecto español a la vez que se levantaba
del suelo ayudado por Nicolás—. Soy el hermano Bernardo Calatrava. Soy originario de
Toledo, aunque llevo casi treinta años en este monasterio, que se dice pronto.
—¿Está bien? —Preguntó de nuevo Carolina preocupada por el golpe.
—De verdad, no ha sido nada. Si es que yo también iba en mis cosas y no la he visto. Me
alegra que no haya sido nada. Pero lo que más me alegra, sin duda, es encontrar a dos
compatriotas por aquí —su vista cambió a otro punto—. Por cierto, mire su mano, está
sangrando.
Carolina comprobó que era cierto. Al parecer se había clavado una pequeña piedra en la
base de la palma aunque, del susto, ni se había dado cuenta de ello.
—¡Ah! No es nada. Esto me lo tapo con un pañuelo y ya está.
—Nada de eso. Venga, aquí tenemos una enfermería algo austera, pero que al menos
cumple con lo mínimo. Le curaré esto. ¿Por qué vamos a dejarlo pasar pudiendo ponerle
remedio rápido?
Carolina no pudo decir que no ante la insistencia del hombre, así que claudicó y lo siguió.
Durante el camino, el monje lanzó la pregunta fatídica.
—¿Y qué, visitando el monasterio en su viaje de novios?
Ambos se pusieron rojos como tomates. A pesar de que todo el mundo los etiquetaba
enseguida como pareja, allá donde fueran, por más que sucediera no conseguían convivir con
ello de una manera más o menos disimulada.
Fue Nicolás el que habló.
—No, no. No somos pareja. Bueno, no de manera sentimental. Estamos realizando una
investigación para un reportaje que queremos publicar.
Carolina no pudo evitar mirarlo sorprendida, aunque trató de disimularlo.
—¿Y puedo saber de qué se trata? He ayudado en otros reportajes anteriores. Ya me sé la
historia del monasterio al dedillo, así que si les puedo ayudar…
Nicolás lo consideró durante unos momentos y decidió apostar todo a una sola carta.
—El reportaje será sobre la lanza sagrada. Por eso estamos aquí.
—Entonces siento decepcionarle, querido amigo. Pero la lanza sagrada ya no se encuentra
aquí.
—No, no, si lo sabíamos. Es más bien sobre sus orígenes. Sabemos que estuvo aquí un
tiempo y esa es la parte que nos interesa.
—Entonces no van mal encaminados. Durante muchos años, tuvimos el inmenso honor
de ser los guardeses de la preciada reliquia. Y no fueron pocos años, la verdad. Pero ahora,
como supongo sabrán, se encuentra en Echmiadzin.
—Sí, precisamente venimos de allí ahora.
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El monje rió.
—De todas maneras me temo que lo que han contemplado es una copia. Se cuenta que la
verdadera todavía sigue en este monasterio.
—¿Pero no nos ha dicho que ya no la guardan ustedes?
—Esa es la versión oficial. Pero se cuenta que no es así. Se entregó una copia y la
verdadera está aquí, oculta a los ojos de todos.
—¿Y usted cree eso?
—¿Sinceramente?, yo sí. No hay más que ver la lanza que han visto. Es más falsa que un
duro de madera.
A Nicolás le hizo gracia la expresión. Hacía mucho que no la escuchaba.
—¿Y tiene idea de dónde puede estar oculta?
—Creo que esto ni lo saben los mandamases de aquí. Estoy seguro que le cuento esto al
abad y ni sabe de lo que le hablo. Como digo, son leyendas. Pero permítanme que este viejo
las crea.
Ambos jóvenes se miraron. Aquello pintaba interesante.
—De todas maneras, ¿le puedo llamar hermano Calatrava? —Preguntó Nicolás.
El monje asintió.
—Está bien, como decía, de todas maneras estoy seguro que sus conocimientos sobre la
lanza no acaban aquí. Si usted cree en la leyenda es porque tiene que saber algo más. Si fuera
tan amable de compartirlo.
El hermano Calatrava rió.
—Veo que no se le escapa una. Se nota que es usted un periodista de los buenos. Está
bien, les contaré —sacó un poco de agua oxigenada de un botiquín y un algodón. Comenzó a
curar a Carolina—. Según tengo entendido, la lanza llegó hasta este monasterio en su
segunda construcción. No sé si lo saben, pero el complejo fue destruido en el siglo IX y
reconstruido en el XIII. Pues bien, ahí fue cuando llegó y, además, sin ningún tipo de pudor,
fue expuesta a los ojos de todo el mundo que la quisiera ver. Esto empezó a atraer a
peregrinos. Se decía que la lanza provocaba milagros y la voz se fue extendiendo cada vez
más, hasta el punto que el monasterio se llegó a colapsar. Pero eso no fue, quizá, lo que llevó
a los hermanos de la época a crear una copia exacta, sino fue el hecho de que ladrones de
reliquias empezaran a interesarse por ella. Así que, dicho y hecho, crearon una que pasaba a
la perfección por la original y la expusieron. Pero la gente no se dio cuenta de un pequeño
detalle que añadieron para hacerla, digamos, más cristiana.
—Le añadieron una cruz —intervino Carolina.
—Exacto. Supongo que esto les ha llamado la atención. Pues se sorprenderían al saber
que la gente no repara en ello. Es una locura, pero bueno, la fe a veces es ciega.
—¿Y qué pasó con la original?
—Como la copia se expuso en el altar, la original se dice que se guardó bajo tierra.
—¿Y no se pensó en que esta propia historia podría llegar a oídos de esos mismos
ladrones y lo podrían seguir intentando?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 196

—Claro, mis hermanos antepasados pensaban en todo. De ahí que ocultaran la entrada en
alguna parte de la montaña. Pero no solo eso. Después de encontrar el acceso, se tendría que
pasar una serie de pruebas para poder llegar hasta ella. Se decía que, solo los puros de
corazón, podrían llegar a verla. Y estaba claro que esa gente era de todo menos pura de
corazón. Así que, la dieron por protegida.
Tanto a Nicolás como a Carolina se les saltaron las alarmas al escuchar lo de las pruebas.
—¿Y dice usted que la entrada secreta se encuentra en la montaña?
—Ya veo por dónde va y sé lo que está pensando. Y no se lo recomiendo, la verdad. Pero
allá ustedes. Lo cierto es que recuerdo haber leído un códice medieval que aumenta mis
sospechas de que la historia pueda ser real. Recuerdo que hablaba sobre esto de los puros de
corazón y hacía una advertencia. Era algo así como: la codicia puede matarte, a la vez que
revelarte el camino.
—¿Cómo? —Preguntó extrañado Nicolás.
—No puedo decirles más que esto. Tampoco es que recuerde mucho más, ya hace unos
cuantos años que lo vi. De todas maneras, como sigo pensando que la cosa no va a quedar
aquí, les ayudaré algo más con todo lo que sé. Se supone que la entrada está en una cueva de
no muy difícil acceso. Pero aún así, lleven cuerdas y un par de linternas. Está muy oscuro. Lo
sé porque la he visitado.
Tanto Nicolás como Carolina se ruborizaron.
—No se preocupen. Entiendo que es su trabajo y que van a intentar llegar al fondo del
asunto.
—Sí… bueno… nos ha pillado.
—Pues ya les digo. Si quieren visitarla, háganse con unas linternas.
—Sí, en el coche llevamos un par, así que vamos bien en este sentido.
—¿Y cuerda tienen?
—¿Hay que descender o algo?
—No, pero es un poco compleja dentro y les recomiendo que aten un extremo en la
entrada y lo utilicen para seguir el camino. Así podrán salir de ahí si se tuerce la cosa. Miren,
puedo prestarles un rollo de cuerda fina con la única condición de que, al salir, me lo traigan
de vuelta.
—Es usted un ángel, hermano.
—Ni mucho menos —contestó sonriendo—, pero sí es cierto que yo les he metido estos
pájaros en la cabeza y me sentiré mejor si velo por ustedes.
Se acercó hasta un armario de plástico y sacó el rollo de cuerda. Se lo entregó a Nicolás.
—Muchas gracias, hermano. De verdad, no sé cómo agradecérselo.
—No hay de qué. Hablen bien de nosotros en su publicación y estaré más que satisfecho.
Ambos prometieron hacerlo y no pudieron evitar sentirse mal por haber engañado a lo
que parecía ser un hombre tan bueno. Aunque pensaron que era necesario si querían
conseguir su fin.
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Capítulo 42

Lunes 25 de marzo de 2013. 15:40h. Exterior de la iglesia de San Lorenzo. Roma.

Su intención, una vez más, era perder el menor tiempo posible en tonterías.
Como precaución envió a dos patrullas, lideradas por uno de los agente scelto, a echar un
ojo a San Pablo, pero apostaba su mano derecha a que la iglesia correcta era la de San
Lorenzo. El asesino se refería a ese lugar, sin duda. Paolo sabía que este era un psicópata
atípico en todos los sentidos, pero aun así, tenía en común una máxima que solía cumplirse
en casi todos los asesinos rituales: no repetir escenario. Sus mentes estaban sujetas al yugo de
la la novedad, al de demostrarse a sí mismos —y a los demás— que podían superarse. Al de
una evolución constante, por decirlo así. Repetir escenario significaba volver atrás.
Acompañado por dos patrullas más que mezclaban agente y agente scelto, además de la
furgoneta forense que no solía salir sin requerimiento del juez —pero en esta ocasión el
assistente capo se había comprometido a arreglar esto mientras ellos corrían—, Paolo bajó de
su coche. Había aparcado en la propia Piazza de San Lorenzo. No perdió tiempo en florituras
y salió a toda velocidad del vehículo. No había tiempo que perder. Los agente siguieron a su
superior, que se detuvo en la puerta de la propia iglesia para tomar aire. Trataba de
concienciarse por lo que pudiera encontrar en el interior del templo.
Al contrario que con la anterior muerte, en esta ocasión el homicida había elegido una de
las iglesias más tranquilas de Roman en cuanto a turistas se refería. A pesar de ello, Paolo
decidió plantar a dos hombres en la puerta principal para impedir el paso.
Después de apostar a un hombre más en cada una de las posibles salidas del templo,
decidió que era el momento.
Entró escoltado por tres agente y dos agente scelto.
Lo primero en que se fijó fue en la cantidad de sarcófagos que había. La representación
de la muerte estaba presente a cada paso que daban, la elección del lugar no podía haber sido
más idónea. Otra cosa que llamó su atención fue que había una cierta similitud con Santa
María, ya que aquí también existía una perfecta armonía que presentaba la combinación de
toques humildes con otros elegantes. Nada ostentoso en esta última afirmación, pero sí
mostrado en dosis muy sutiles que representaban los enormes e impresionantes frescos en los
que se retrataba tanto a San Lorenzo como a San Esteban. Tampoco pasaban desapercibidos
los lustrosos mosaicos bizantinos que mostraban a Jesucristo y a otros santos. Este era el
punto elegante que contrastaba con la sencillez de como todo estaba dispuesto en el interior.
Como si en verdad no quisieran llamar la atención demasiado pero en el fondo también
pretendieran mostrar una belleza sin igual.
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La suerte seguía de su lado, ya que no había nadie dentro de la iglesia. En verdad la hora
no era la mejor para las visitas. El assistente siguió avanzando escoltado por sus compañeros.
La incertidumbre lo acompañaba en cada paso que daba. Atravesó la nave y se fijó en que, en
uno de sus laterales, había algo que parecía ser unas escaleras descendentes. Decidió
acercarse a ellas para verlas mejor.
Al lado del primer escalón había un letrero con una flecha. Indicaba que, bajando, se
llegaba al confesionario.
Puede que fuera un buen lugar para dejar un cadáver.
Dejó a dos hombres apostados en el comienzo de las escaleras y descendió con el resto.
Bajaba cada peldaño despacio, arma en mano. No sabía si el asesino se encontraría ahí dentro
aún, así que toda precaución era poca. Lo que sí tenía cada vez más claro es que aquel lugar
al que iban a acceder tenía que ser el elegido por el psicópata.
Llegó abajo y comprobó que su intuición seguía intacta.
La puesta en escena era tan teatral como cabía esperar. El assistente pensó que el asesino
se había podido tomar su tiempo en prepararla, ya que al parecer aquello no era muy visitado.
El cuerpo del sacerdote, sin cabeza y vestido con la sotana típica de color negro, estaba
colocado en una posición algo forzada. Parecía estar rezando. O quizá recibiendo algún tipo
de penitencia. Estaba de rodillas en el suelo y tenía el tronco erguido, con los brazos
extendidos en línea recta con sus hombros. Esto hacía que su cuerpo simulara ser cruz —
aunque con la falta de la cabeza, más bien parecía una letra «t»—. Sobre una de sus manos
había un libro que parecía estar pegado a ella con algún tipo de pegamento. Era la única
forma de poder explicar que aguantara en esa posición sin caerse al suelo.
La primera pregunta que todos se hicieron era sobre cómo podía estar el cuerpo en una
posición tan antinatural. Al acercarse hallaron la respuesta.
Unos trozos de madera, de más o menos unos sesenta centímetros, asomaban con cierta
timidez justo por detrás de donde la cabeza había sido seccionada. Paolo supuso, aunque esto
lo tendría que confirmar el forense, que el rigor mortis que presentaba el cadáver ayudaba a
que este se mantuviera en tal posición. Además, de los propios brazos también asomaba algo
que era muy parecido a la vara que sujetaba el tronco, así que intuyó que había formado una
cruz con las maderas para mantener el cuerpo. Paolo se fijó en un detalle que llamó su
atención. El brazo izquierdo estaba orientado a lo que se suponía que era la tumba de San
Lorenzo. El derecho, a la de San Esteban.
Paolo sacó su teléfono móvil. Los de Científica esperaban junto al forense en las
inmediaciones la confirmación para entrar en el escenario. No era lo típico, ellos solían
mandar cuando había una escena, pero la situación tampoco lo era y eran los policías los que
estaban junto al cuerpo por seguridad. La esperanza de pillar al asesino con las manos en la
masa desapareció de nuevo. Miró la pantalla de su teléfono y vio que no tenía cobertura.
Decidió subir de nuevo para hacer unas llamadas. Lo hizo con unas ganas terribles de
estampar el terminal contra el suelo.
¿Cuántas iban ya?
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Capítulo 43

Lunes 25 de marzo de 2013. 16:21h. Kotayk. Armenia.

Llegar hasta la cueva no fue algo excesivamente complicado.


Las indicaciones del padre Calatrava habían sido precisas y, perderse, hubiera sido de
inútiles. Siguiendo su consejo, habían atado la cuerda en una roca que se prestaba a esto en la
entrada. Ahora avanzaban con seguridad. Puede que el consejo de hacerlo fuera lógico, pero a
ninguno de los dos se les había ocurrido algo tan sencillo para no perderse.
Según fueron avanzando por la cueva, comprobaron que humedad y oscuridad formaban
un tándem inseparable en el interior. Mucho más de lo que en un principio habían pensado.
Carolina tiritaba y eso no pasó desapercibido para el inspector.
—¿Tienes frío? —Preguntó.
—No sé si es frío o miedo.
—¿No te gusta la oscuridad?
—No demasiado. Pero no es esto lo que me asusta. Me da más miedo que nos salga
cualquier cosa y nos coma. ¿Quién nos dice que aquí dentro no pueda haber un oso? Viven en
cuevas, ¿no?
—No lo sé, si te digo la verdad. Pero lo que sí que dudo es que, si tuvieran que escoger
una cueva para vivir, eligieran esta, que no está precisamente demasiado accesible desde el
bosque.
—Eso no lo sabemos.
—Claro que no. De todas maneras, si vemos un animal, del tipo que sea, nos quedamos
completamente quietos y te aseguro que no nos harán nada.
—¿Ahora eres boy scout o lo has visto en un documental?
Nicolás rió.
—Ninguna de las dos. Aunque nunca supimos demasiado bien para qué, en la academia
nos entrenaron para situaciones límite en el bosque. Nos dejaron en la Sierra de Gredos
durante dos días, con una mochila y poco más. Ahí sí que había animales peligrosos.
—¿Lobos?
—Peor. Compañeros hijos de puta que te daban un susto a la menor oportunidad. Me cago
en sus calaveras. Así que ahora mismo no me preocupa demasiado que nos pueda salir por
aquí el mismísimo yeti.
Carolina rió de manera tan sonora que retumbó por toda la cueva. Mientras lo hacía, las
dudas volvieron de nuevo y le hicieron considerar seriamente que sus sentimientos por el
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inspector no hubieran muerto. Luchaba contra ello, pero era inevitable que una llama que
nunca se había apagado se estuviera avivando por momentos. Él no lo sabía, pero ella fue
incapaz de sentir nada por nadie el tiempo que estuvieron separados. Carolina intuía que él
tampoco, conocía a Nicolás. Quizá no era momento para plantearse todas estas dudas, pero
no podía hacer otra cosa. Su cabeza le traicionaba. Pensaba que ver de nuevo todo lo que vio
en su momento en Nicolás, era lo que alimentaba estos pensamientos. No lo tenía del todo
claro, pero puede que fuera así. Se obligó a pensar en otra cosa. Necesitaba centrarse en salir
de allí con la tarea cumplida. Una vez todo hubiera acabado, ya habría tiempo de pensar y
reflexionar.
Continuaron avanzando unos cuantos metros más. Se vieron a sí mismos caminando con
menos determinación que cuando entraron pues, con cada paso que daban, se adentraban más
en el corazón de la montaña y no tenían claro cuál era su destino final. Sus linternas se
movían nerviosas por las paredes del lugar. La desazón por encontrar algo que no les gustara
creció en ambos. A pesar de llevar las dos linternas, aquello estaba demasiado oscuro y no se
veía casi nada. Nicolás se entretenía y huía de sus pensamientos claustrofóbicos poniendo
formas reales a las rocas con las que se iban cruzando. Era una manera de entretenerse y no
pensar ninguna tontería. Todo iba más o menos bien hasta que no tuvo más remedio que
detenerse. Una de las rocas le llamó la atención. Tenía que saber si era su imaginación o de
verdad tenía esa forma.
—Un momento, Carolina. Mira eso.
—¿Que mire qué?
—La forma del túnel aquí. Llevo un rato mirando rocas e imaginando cosas, pero es que
ahora tengo la sensación de no imaginarlo. Lo veo clarísimo.
—¿Pero el qué? No veo nada.
—Venga, échale imaginación.
Carolina hizo el esfuerzo y enfocó con su linterna hacia el punto que le señalaba el
inspector. Seguía sin entenderlo.
—No veo nada, de verdad.
—Mira, más fácil. Dibuja con tu dejo la forma que tiene el túnel donde te digo.
Carolina, que se estaba empezando a cansar del juego, dio una última oportunidad a su
paciencia y lo hizo.
—Es como la parte superior de un corazón…
—Correcto.
—Pero, ¿y qué? Eso es como quieras tomártelo, también podría ser un culo.
Nicolás rió.
—Sí, podría ser un culo. ¿Pero es que no escuchaste lo que dijo el hermano Calatrava? Se
supone que todo esto está oculto y solo…
—Los puros de corazón podrán llegar… —completó interrumpiendo a Nicolás.
—Exacto. La referencia es clara. Ya, por experiencia, sabemos que cada palabra cuenta.
Si se dijo que solo los puros de corazón podrían hallarla, tendría que ser literal. Está claro que
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no había una máquina para medir la pureza de un corazón, así que tiene que ser algo así.
—Ya, pero… —Carolina seguía sin estar demasiado convencida.
—Sí, lo sé, todo esto pueden ser interpretaciones nuestras. Pero, muchacha, es lo máximo
que tenemos ahora. Así que si quieres lo descartamos y seguimos adelante.
—No, no. Probemos a buscar algo.
Nicolás asintió y comenzó a enfocar con la linterna cada punto de las paredes de
alrededor de la forma. Fue palpando cada rincón que iluminaba. Él se ocupó del lado
derecho, ella del izquierdo. Así estuvieron un buen rato, pero no encontraron nada
significativo.
Nicolás, sin dejar de enfocar con la linterna la zona con su mano derecha, se rascaba la
cabeza con la izquierda. Puede que sí, que fueran suposiciones suyas y ahí no hubiera nada.
En caso de ser así, ¿cuánto más deberían de andar hasta llegar a la supuesta entrada? ¿O ya la
habían pasado? ¿O ni siquiera existía y todo era una leyenda que, casualmente, coincidía con
lo que estaban buscando?
Mientras al inspector le asaltaban las dudas, Carolina lo siguió intentando. La idea no le
convencía demasiado al principio pero ahora, no sabía por qué, estaba casi segura de que se
encontraban en el punto exacto de la entrada a la prueba. Intentó que su búsqueda fuera algo
más concienzuda que antes. Decidió no palpar de manera superficial, sino que su mano
sintiera cada palmo que recorría. Fue entonces y, a punto de abandonar de nuevo la
esperanza, cuando tocó algo extraño. No sabía qué era, pero su tacto era más frío que el de la
roca. Además, era alargado y, lo mejor de todo, estaba oculto. Podría ser un tirador pequeño.
Entusiasmada, se giró.
—Aquí, Nicolás.
Él dio un salto y fue de inmediato. Metió la mano detrás de la roca donde estaba ella y, en
efecto, había algo.
—¿Tiro de ella?
Carolina asintió. No había tiempo que perder.
Nicolás la agarró con fuerza. Por experiencia también, sabía que no solían estar
demasiado maniobrables, así que no dudó en emplearse a fondo para moverla. Le costó
horrores que cediera, pero lo consiguió.
De manera instantánea comenzó a sonar algo muy parecido a un engranaje. Ese sonido
fue acompañado de un leve temblor que les hizo temer que se les cayera todo encima. No fue
así, todo lo contrario, ya que una roca gigante que tenían al lado se movió como por arte de
magia revelándoles la entrada. Sus caras eran una mezcla de incredulidad y satisfacción. Se
miraron sin saber bien qué decir.
Lo que no esperaban es que la roca comenzara a moverse de nuevo, aunque de manera
lenta, para volver a su posición original, así que sin pensarlo echaron a correr y atravesaron la
entrada antes de que volviera a cerrarse.
La roca volvió a su sitio. Estaban dentro. La parte negativa, que estaban atrapados.
Carolina, después del impulso, respiraba de manera acelerada.
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—Podríamos haber esperado a que se cerrara del todo y haberla abierto de nuevo —
comentó riendo Nicolás.
—Supongo que ha sido el instinto. Yo ni lo he pensado.
—Ya. Lo sé. De todos modos intentemos no tener más de estas. Esto es serio y no
podemos dejarnos llevar por cosas así. Imaginemos que aquí hubieran unas escaleras. ¡Ah,
mira, sí las hay! Si damos dos pasos más la hostia hubiera sido de aúpa.
—Madre mía, estás agorero, ¿eh?
—No, lo que soy es realista.
—Ok, por mí no te preocupes. Trataré de controlar eso.
Aclarado esto, Nicolás se colocó delante de Carolina y comenzó a descender por las
escaleras. En esta ocasión no encontró ninguna antorcha para iluminar todo aquello, pero
gracias a las linternas que ya traían, esto no fue problema. El pasillo que flanqueaba las
escaleras era muy parecido al de Viena, estrecho y lleno de polvo. Era evidente el paso de los
años. Una vez abajo comprobaron, sorprendidos, como la puerta que les daba acceso a una
sala —de la cual todavía no veían con claridad su interior—, estaba abierta de par en par. Era
una buena noticia, aunque, cautos, decidieron no alegrarse demasiado.
—No sé si esto es bueno o malo —comentó Carolina.
—Es lo que es. No hay más. Está abierta así que vamos.
Nada más pasar, de manera también instintiva, los dos realizaron un giro de trescientos
sesenta grados para iluminar con su linterna la sala y así poder ver cómo era por dentro. En el
centro había un altar. Tragaron saliva.
—Me cago en la puta. Otro no —comentó Nicolás.
Se acercaron y vieron que era algo más sencillo que el de Viena. No había ninguna figura
esculpida en él. En cambio, en su centro, había un cristal rojo tallado de proporciones
considerables. Como si fuera un gran diamante del tamaño de un puño adulto cerrado. De ser
una joya, no sabían del tipo que sería, pero brillar, brillaba bastante. Sin duda era lo que más
llamaba la atención por su color y forma, pero no era lo único que decoraba la sala. Echando
un vistazo a sus paredes, observaron que había una serie de recipientes que rodeaban todo el
perímetro de la habitación. Parecían jardineras de color blanco y tenían una forma cuadrada.
Nicolás se acercó para verlas mejor y observó que no había nada dentro, salvo una tubería en
su centro. Le dio la impresión de que estaban untadas en aceite. Se encogió de hombros y
regresó donde estaba Carolina.
—¿Qué coño nos espera aquÍ? —Preguntó el inspector.
—No sé, pero me da mala espina.
—Después de lo de Viena, no me extraña…
Carolina se acercó hasta el altar e iluminó el gran cristal rojo. La luz que proyectaba hacia
las paredes y el techo le hicieron pensar algo.
—¿Tú crees que es un diamante? —Preguntó.
—Podría ser. La verdad es que nunca he visto uno de cerca, así que…
—Yo creo que sí lo es. Además, mira esto.
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Nicolás se acercó, curioso.Carolina apuntaba con su linterna a la base del cristal. Había
una frase escrita en latín.
—La codicia puede matarte a la vez que revelarte el camino —tradujo Carolina—. Es la
misma frase que nos ha dicho el monje.
—Entonces sí es un diamante. No hay duda.
—Tampoco hay duda de lo que quieren que hagamos.
—Pues no. Quieren que lo cojamos. A partir de ahí comenzará la prueba.
—Sí, pero lo de puede matarte no me gusta como suena.
—No, ni a mí. Pero es esto o volver atrás. Y viendo como se ha cerrado la roca, no sé si
podríamos.
Carolina sopesó las palabras del inspector y emitió un sonoro bufido. Tenía razón. Había
pocas opciones. No les quedaba más remedio que echarle valor. Ahora, a ver dónde les
llevaba ese valor.
—¿Qué hago? ¿Lo tomo?
La muchacha asintió con la cabeza.
El inspector parecía decidido, pero a pesar de que trató de mostrarse fuerte a la hora de
agarrarlo, sus rodillas estaban a punto de doblarse en cualquier momento. Tenía miedo, lo
reconocía. Tomó aire y lo sacó de la base. Al hacerlo, comprobó como la parte metálica que
le servía como engarce se cerró sobre sí misma ya que el cristal servía como sujeción. Esto
dio paso al enésimo sonido de engranajes moviéndose. Lo primero que sucedió es que que la
puerta de la entrada se cerró. No les asustó, lo esperaban. Lo que sí los inquietó fue que,
como por arte de magia, comenzaron a encenderse una a una todas las jardineras. Salía fuego
de ellas, Nicolás entendió entonces para qué era el tubo y por qué estaban untadas en aceite.
Esto hizo que la estancia se iluminara con una luz casi cegadora. Los dos se giraron inquietos
mirando hacia el fuego. El calor llegó de manera inmediata, pero la cosa no quedó ahí.
La maquinaria seguía sonando y el siguiente paso fue mostrarles la verdadera prueba. Tal
y como sucedió en Viena, el altar que servía como contenedor para el supuesto diamante
comenzó a elevarse para dar la vuelta sobre sí mismo y mostrar, llegado a su punto más alto,
la cara de abajo de la piedra. De manera ceremoniosa comenzó a bajar y, cuando llegó a su
posición inicial, pudieron ver, sorprendidos, que en realidad se trataba de un tablero de
ajedrez esculpido sobre la piedra. En su lado derecho había un dibujo que Nicolás creía haber
visto alguna vez.
Por la cara de Carolina, estaba claro que ella sí lo conocía.
Era una imagen de dos caballeros templarios jugando al ajedrez.
—La conoces, ¿verdad? —Preguntó el inspector— El caso es que a mí me suena.
—Claro, seguro que la has visto en cualquier libro de Historia en tus años de instituto. Su
nombre es muy simple: Dos templarios jugando al ajedrez; es una miniatura sacada de un
códice de la época de Alfonso X el Sabio. Muchos hasta confunden su figura con la de los
dos caballeros que aparecen aquí, aunque ya te digo que no es él.
—¿Piensas lo mismo que yo?
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—¿Que este lugar pertenece a la orden? Ni de coña. Sabes que he estado machacando los
enclaves templarios desde nuestra aventura y este no aparecía. Además, Edward, que
pertenece, lo sabría. Si no nos ha dicho nada sobre esto es que no es.
—O que no ha querido decírnoslo…
—No empieces con paranoias, por favor.
—Piensa mal. Siempre lo digo.
—No, de verdad. Estoy segura de que esto no tiene nada que ver con los caballeros
templarios. Al menos de manera directa. No lo han hecho ellos.
—¿Entonces por qué está aquí esto?
—¿Y si es una burla?
Nicolás lo sopesó.
—Podría ser. Pero no sé. Raro es.
—Y tanto. Cuando llame a Ignacio y le cuente lo que he visto no me va a creer.
—Bueno… ¿Y ahora qué?
Carolina se encogió de hombros. Lo único que tenía claro era que ahí dentro empezaba a
hacer un calor de mil demonios y respirar ya no era tan sencillo como al principio.
Nicolás no perdió el tiempo y comenzó a revisar al altar. No tuvo que emplearse
demasiado para encontrar una inscripción en latín. Como siempre.
Carolina se quitó la chaqueta debido al calor, la dejó en el suelo y se acercó hasta el texto.
—Para no arder durante treinta días deberán pulsar, una sola vez, el cuadro correcto. No
es difícil, es el elefante del más fiero enemigo de estos caballeros.
—¿Qué?
—No lo sé, mi mente se ha parado después de leer que vamos a arder durante treinta días.
—Olvídate de eso. Por favor. Vamos a centrarnos en lo que viene después. Lo del fuego
yo también lo tengo claro. Así que vamos a centrarnos. ¿Qué coño es eso del elefante?
—¿No crees que si supiera lo que es ya lo habría pulsado?
—Vale, vale, no te enfades. Esto dice que arderemos durante treinta días, pero no creo
que subsistamos más de un par de horas con el dióxido de carbono que hay aquí dentro. Así
que hay que emplearse a fondo.
Dicho esto, se quitó el jersey que llevaba puesto. La temperatura subía por momentos.
—Centrémonos en lo que se nos pide, Carolina —insistió—. Elefantes, enemigo de los
templarios. ¿Quién era enemigo de los templarios? ¿La Iglesia?
—No. Esto vino después. Si tenemos en cuenta que esto, supuestamente, tiene cientos de
años, caballeros templarios e Iglesia eran prácticamente uno. Así que no. Creo que se basa en
algo mucho más simple. Creo que habla de los árabes.
—Joder, es verdad. ¿Cómo no lo había pensado? ¿Y los árabes tenían elefantes? Sí, ¿no?
—Nicolás, no me atosigues con preguntas y déjame pensar.
—Perdón.
Carolina comenzó a hacer memoria. No recordaba nada que hiciera referencia a los
elefantes de los árabes. Pensó en las diversas facciones que surgieron y en las que se fueron
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dividiendo y tampoco lograba sacar nada en claro. La imagen de los elefantes le derivaba, de
manera rápida e inconsciente, a los cartagineses; y aquello no parecía tener que ver con esto.
Cada vez se sentía más acalorada y a la vez débil. Sudaba a espuertas y necesitaba quitarse
más prendas de ropa. Cosa que no dudó en hacer. Se quitó la camiseta y se quedó solo con el
sujetador.
Nicolás, lejos de mirarla de manera lasciva, lo que hizo fue imitarla y también se quitó la
camiseta, quedando su torso desnudo. Le era imposible pensar más allá de la supervivencia
de ambos.
El tiempo corría y cada vez se encontraban peor. El sudor caía a chorros por la frente de
ambos y esto casi ni les dejaba ver, ya que sus ojos estaban empapados. Una sensación de
flojedad extrema imperaba y Nicolás notaba como su cuerpo temblaba. El humo lo anegaba
todo y hacía prácticamente imposible ver más allá de la propia nariz de cada uno. Las
gargantas comenzaban a quemar y acusar la extrema sequedad a la que estaban sometidas. El
inspector necesitó sentarse en el suelo, parecía que iba a caer de un momento a otro. Carolina
trataba de pensar al borde del colapso. Si en Viena veía a la muerte venir de frente, ahí lo que
hacía, directamente, era charlar con ella. De tú a tú.
Sus piernas se doblaron y cayó al suelo. Apenas veía ya, pero sí lo suficiente como para
observar que el inspector hacía el titánico esfuerzo de levantarse para ir a socorrerla.
Nicolás, el que siempre velaría por su bienestar. Lo miró a duras penas y sintió que el
amor que todavía había en ella salía hacia afuera. Quiso tener fuerzas para besarlo, pero
aquello iba a ser imposible.
Le dolió, en cierto modo, dedicar sus últimos pensamientos a él y no a su padre. Cierto
que ahora sí que pensaba en él, pero casi era de manera forzada pues el inspector lo ocupaba
todo. Se obligó a recordarlo en múltiples situaciones de su vida. No podía permitirse no
pensar en él en sus últimos instantes de vida. Repasó momentos con él en los que había sido
muy feliz. En su casa, en sus viajes, cuando recibían visitas como las de Ignacio, sus charlas,
sus largas… Fue entonces, al borde de cerrar para siempre los ojos, cuando lo vio claro. No
era inspiración divina ante una muerte inminente, era que ya lo sabía, pero no había sido
capaz de verlo.
Con una voz totalmente apagada imploró al inspector que le ayudara a levantarse. Ella no
podía y necesitaba llegar al ajedrez. Ni siquiera sabía si las palabras habían salido de su boca.
Intentó hacerlo una vez más, pero ahora sí que estaba segura de que no había podido hablar.
Todo acababa.
De pronto sintió que su cuerpo se elevaba. Era extraño, pero estaba volando. A duras
penas consiguió abrir los ojos y, anegados de sudor y lágrimas, vio que no era así, no volaba.
Era su caballero particular el que la llevaba en volandas. La acercaba con mucho esfuerzo
hacia el tablero. Ella trató de alzar su brazo para tocar la casilla adecuada, pero no podía. No
supo como, pero Nicolás consiguió también agarrarle el brazo y guiarla hacia la piedra. Ella
hizo un último esfuerzo por doblar su cabeza y mirar bien las posiciones. Lo pensó un par de
segundos y dejó caer su mano sobre la zona donde se encontraba lo que quería pulsar. Nicolás
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 206

se asustó al comprobar que no se movía, pero milagrosamente su dedo índice pareció cobrar
vida y presionó uno de lo cuadros.
Justo después de esto y, sin ver si ocurría algo o no, ella perdió el conocimiento.
Nicolás no pudo más y cayó de rodillas con la joven en brazos. Iba a morir de un
momento a otro. Se acabó.
Notó como sus ojos se cerraban, pero hubo algo que le hizo aguantar.
Lo primero que pasó es que todas las jardineras comenzaron a apagarse. Fue rápido.
Nicolás hubiera preferido que primero se abriera la puerta para que entrara algo de oxígeno
allí, pero en la situación en la que se encontraba cualquier cambio solo podía ser bueno. Su
deseo se vio cumplido en apenas unos segundos, ya que ambas puertas se abrieron con
rapidez. Quizá la cantidad de aire que entró no fue tan grande como el huracán que él sintió.
Notó dolor en el pecho al volver a respirar aire puro, pero lo que importaba era que todavía
conservaba la consciencia y que, al parecer, habían salido con vida.
Comprobó que aunque, de manera bastante atropellada, Carolina seguía respirando. Solo
se había desmayado. Quizá saber esto fue lo que hizo que al fin pudiera él también
desmayarse tranquilo.

Capítulo 44

Lunes 25 de marzo de 2013. 17:52h. Kotayk. Armenia.

Carolina fue la primera en abrir los ojos.


Lo hizo despacio. No sabía exactamente qué había pasado. Tampoco dónde estaba, ni con
quién. Le dolía la cabeza mucho. ¿Se habría dado un golpe? ¿Estaría drogada? Parecía que sí,
pues sentía un mareo agudo y no era capaz de coordinar sus movimientos de manera normal.
Tardó unos instantes en darse cuenta que no, que no había sido drogada por nadie. Los
recuerdos vinieron rápido a su mente y se vio a sí misma y a Nicolás a punto de morir por
inhalación de gases.
Era la segunda vez que había estado a punto de morir esa semana.
Lo que más le preocupó fue que en se momento era incapaz de valorar este hecho. ¿Tan
pronto se había acostumbrado a poner su vida en peligro que ya ni se inmutaba? Deseó con
todas sus fuerzas que no fuera así, si a algo tenía miedo, era a convertirse en un ser de piedra.
Esperó que esas experiencias no consiguieran esto.
Le costó horrores poder girar el cuello. No sabía cuánto llevaba ahí tirada, pero su cuerpo
estaba totalmente rígido. Cuando lo consiguió, vio al inspector también tirado en el suelo. De
pronto entendió de dónde sacó las fuerzas Nicolás para alzarla cuando ella no podía. Ver en
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 207

esa situación a la persona a la que querías te hacía encontrarlas. No había más. Se levantó de
un salto y se colocó al lado del inspector. Comprobó, para su tranquilidad, que sí respiraba.
Solo estaba inconsciente.
No sabía cómo se despertaba a una persona en una situación así, por lo que optó por darle
manotazos en la cara.
—Nicolás, despierta —dijo con un tono suave pero determinante—. Todo ha salido bien,
abre los ojos.
El inspector lo hizo. Poco a poco, igual que ella. Su primera visión fue la más bella que
pudo imaginar. A pesar de que Carolina estaba hecha un asco, toda tiznada por el humo y con
el pelo algo enmarañado, estaba preciosa. Más preciosa que nunca.
Sintió un ansia irrefrenable de abrazarla, aunque consiguió aguantarse.
Fue ella la que se abalanzó sobre él y lo abrazó con intensidad. A él no le importaba la
razón. Daba igual que fuera por el tenso momento vivido, por haber sentido a la muerte tan
de cerca. No importaba. Solo pensaba en sentirlo y que el reloj se detuviera para siempre. No
necesitaba comer, ni beber. Solo estar abrazado a ella.
Pero, como todo lo bueno en la vida, terminó.
Nicolás necesitó de la ayuda de Carolina para ponerse en pie. Tenía las piernas
entumecidas y necesitó moverlas mucho para acabar con la sensación. Lo primero que ambos
hicieron fue ponerse algo de la ropa que se habían quitado para no morir asfixiados del calor.
El bochorno todavía se hacía de notar, pero no era tan intenso como cuando se la quitaron.
—Necesito beber algo. Me quema la garganta. ¿Cómo somos tan inútiles de no haber
traído agua? —Comentó Nicolás con dificultad por la sequedad de su boca.
—Pues salgamos de aquí cuanto antes porque yo también.
Atravesaron el umbral de la nueva puerta. Como siempre, Nicolás lo hizo primero
seguido de Carolina. Con las linternas encendidas, lo primero que vieron nada más entrar fue
un cubo metálico con algo que parecía agua. Nicolás se tiró como un demente hacia él.
—¿Y si no es agua? —Preguntó Carolina.
—Me bebería ahora mismo hasta… mejor no te lo digo.
Ella rió. Nicolás se agachó y tomó algo en su mano. Estaba muy fría. La olió.
No olía a nada.
Se echó algo a la boca. Hizo una mueca.
—No está muy buena, pero se puede beber. Ven.
Carolina ni lo pensó y se abalanzó también sobre el agua. Nicolás la dejó beber primero
hasta que se sació. Acto seguido fue él el que bebió para luego pasarse las manos húmedas
por la cara y por la nuca. Carolina lo imitó. Notaron cómo enseguida volvía la vitalidad a
ellos.
—Al menos han sido considerados con esto —observó Nicolás.
Una vez saciados, retomaron su investigación sobre la estancia en la que acababan de
entrar.
De iguales proporciones que la anterior, la sala era una copia calcada salvo una
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excepción. En su centro no había un altar, sino una especie de pedestal de hierro que
terminaba en una especie de anillo de unos quince centímetros de diámetro. El altar, en este
caso, estaba justo antes de llegar a lo que parecía ser la salida de la sala. Tenía un manto
blanco encima. De un blanco inmaculado. Sobre él había otro objeto.
Ambos se dirigieron de inmediato allí.
—Mira, Carolina, creo que es el soporte donde estaba la lanza.
—Eso parece, pero ahora no está. ¿Será la que se expone en la catedral?
—No lo creo. Si la que hay allí es la copia, dudo que estuviera primero aquí, oculta a
todos.
—¿Entonces dónde está? ¿Se la han llevado?
—Podría ser. Puede que al final la acabaran robando. Quién sabe.
—Pufff. ¿Y ahora qué?
Nicolás no supo qué contestar. Optó por dar una vuelta por la habitación para ver qué se
le ocurría. Se fijó en la puerta. Al lado había un pulsador, como en la última sala de Viena.
—Un botón. Creo que ya está.
La muchacha se acercó algo escéptica.
—¿Le doy? —Preguntó el inspector.
—Espera, espera. Hay algo que no me cuadra.
Nicolás la miró extrañado.
—¿Qué no te cuadra? Esto es igual que en el otro. Le doy aquí, salimos y vivimos un día
más.
—Ya, pero… ¿por qué ese soporte de ahí?
Nicolás se giró y lo iluminó con la linterna.
—Pues, chica, yo que sé. Igual contenía algo que también se llevaron, como la lanza.
Al enfocar con la luz hacia el soporte se dio cuenta de algo que no había visto.
—Espera —dijo—. Ven.
Ella lo siguió sin entender nada. Él se detuvo frente al trípode. En el suelo, había un
semicírculo lleno de letras. Eran cuatro filas. Las letras no tenían ningún sentido así leídas.
—¿Ahora qué leches es esto? —Acertó a decir el inspector.
Carolina se limitó a encogerse de hombros.
—Tú eres la experta en criptogramas. ¿No inventaste un código con tu padre?
—Ya, pero es diferente. Aquello era nuestro y ya está. Esto no tiene ningún sentido. No sé
ni por dónde empezar.
—Pues ahora sí que creo que esto —dijo el inspector tocando el soporte metálico— tiene
que servir para algo. No creo que esté aquí sin más.
—Ya, pero…
—¿Y si colocamos el diamante? Así, la frase que nos dijo el monje tendría sentido.
Carolina lo pensó.
—¡Tienes razón! —Exclamó entusiasmada—. Puede matarnos, que casi lo hace, pero
también abrirnos el camino. Algo así era, ¿no?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 209

—Algo así.
Nicolás volvió corriendo a la sala anterior. Con la tensión no sabía ni qué había hecho con
el cristal. Le importaba poco que aquello fuera un diamante de verdad o no. Ni siquiera su
valor. Solo quería salir de allí con vida. Lo encontró tirado cerca de una de las jardineras.
Regresó con él y lo colocó sobre el pedestal.
No pasó nada.
—¿Y ahora qué? —Quiso saber la joven.
—Está claro que no solo era colocarlo. Tenemos que hacer algo más.
Pasaron un buen rato debatiendo posibilidades, probando ideas absurdas, tratando de
desenmarañar el montón de letras del suelo y revisando la sala a fondo por si acaso. Nada de
esto les llevaba a nada y se dieron por vencidos.
—Creo que deberíamos pulsar el botón y abrir la puerta. Puede que lo único que
necesitásemos era dejarla en su sitio y ya está. Piensa que la mayoría de los mortales querrían
llevarse la joya.
—Tendría sentido —comentó Carolina mirándola—. Aunque me sigue pareciendo
demasiado sencillo. Y las letras, tienen que significar algo.
—Ya, pero no se me ocurre otra cosa.
Decidieron que no les quedaba otra que aceptar esa posibilidad y se colocaron frente a la
puerta. Nicolás pensaba como la muchacha y no creía que las letras estuvieran ahí sin razón.
No pensaba en otra cosa que darles sentido, pero, ¿cómo? Se giró una última vez e iluminó
con su linterna hacia la zona del diamante. Al pasar el rayos de luz por él, se dividió haciendo
que varios rayos pequeños dispersos salieran.
—Mira, Carolina.
—¿Qué?
—La luz. Al pasar por el diamante se divide.
—¿Hola? ¿Has ido al colegio?
—Coño, ya lo sé, es la refracción. No me sorprende que lo haga, pero no hemos
considerado esta posibilidad.
—Te juro que no te entiendo.
—Mira.
Dio unos pasos y se colocó de nuevo al lado del diamante. Colocó la linterna de manera
oblicua sobre él y emitió un chorro de luz inclinado. Los rayos divididos se proyectaron sobre
las letras, aunque no daban exactamente sobre ellas.
—¡Qué fuerte!
—Te prometo que ha sido casualidad. Ven y gira el diamante hasta que la luz señale
algunas letras.
Carolina obedeció y lo hizo. Una vez consiguió que apuntara a unas de manera
inequívoca, probó otras posibilidades de posición del diamante, por si acaso. Solo había una
posición en la que señalaba unas letras en concreto. No había posibilidad de error.
—Saca el móvil —ordenó Carolina—. Ve apuntando.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 210

Nicolás lo hizo. Ella comenzó a decirle, una a una, las letras sobre las que se reflejaba un
punto de luz.
El inspector no pestañeaba mientras leía el resultado.
El mensaje no podía ser más claro.

“ROMASUBVATICANO”

“ROMA SUB VATICANO”

“ROMA, DEBAJO DEL VATICANO”.

—Joder… —acertó a decir.


—No íbamos mal desencaminados con nuestro siguiente viaje.
—Pues sí, era el Vaticano.
—No, debajo del Vaticano.
—¿Pero eso puede ser? ¿Cómo que debajo del Vaticano?
—Solo se me ocurre que sea la necrópolis vaticana. Lo que no entiendo es que pretendan
que nos colemos ahí dentro. Es imposible. Es un lugar que no tiene nada que ver con este o
Viena. Está fuertemente vigilado. Creo que aquí se acaba el camino.
—Bueno, bueno, no seas pesimista, Carolina. No sabemos lo que nos vamos a encontrar.
Primero vamos y luego ya lo vemos. Parece mentira que te desanimes ahora. Si hemos salido
de esta… podemos con todo.
—Sí, ya veremos. Ahora vámonos de aquí. Necesito aire puro.
Nicolás asintió y se dirigió hasta el pulsador. Miró a Carolina antes de apretar el botón y,
viendo que asentía, ni lo dudó.
Tal y como esperaban, la puerta comenzó a sonar de manera brusca y a elevarse.
Esperaron que llegara hasta arriba del todo y pasaron. Una nueva escalera, muy parecida a la
que habían encontrado en la entrada, pasillo estrecho incluido, se mostró frente a ellos.
Subieron. En la parte superior había otro botón. En esta ocasión, Nicolás ni miró a la
muchacha. Lo pulsó. La trampilla que había sobre sus cabezas era de madera. Esto extrañó al
inspector.
—Yo diría que esto no da hacia la montaña.
—¿Cómo que no?
—Esta trampilla de madera… sería raro, demasiado evidente. Muy visible.
—Ya, pero a ver, es de salida solo. Sin pulsar el botón no se puede abrir.
—¿Y si alguien se lía a hachazos?
Carolina no supo qué contestar. Tenía razón. Era raro.
—Bueno, que me da igual. Abre que me estoy asfixiando aquí dentro.
El policía obedeció y empujó con sus manos hacia arriba. Al hacerlo, penetró una luz que
les resultó cegadora. La trampilla llegó a un punto en el que se detuvo, Nicolás no podía
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 211

subirla más porque chocaba con algo.


—Pero, ¿qué coño? —Preguntó.
Siguió intentándolo, pero seguía topando con algo. Lo peor de aquello era que el hueco
que quedaba no era suficiente para que pudieran salir.
De pronto, una voz sonó.
No entendieron lo que decía porque parecía estar hablando en armenio. A pesar de esto,
les resultaba familiar.
—¿Hola? —Dijo Nicolás de la manera más amistosa posible— ¡Estamos atrapados!
—¿Son ustedes dos? —Reconocieron la voz, por increíble que pareciera, era la del
hermano Calatrava.
—¡Sí! —Exclamó muy sorprendido— No podemos levantar la trampilla, se atasca con
algo.
—Es que están debajo de mi cama. Esperen un segundo, que la voy a apartar.
Nicolás entendió entonces por que no podía subirla más. Esperó paciente a que el monje
apartara el mueble. Cuando lo hizo, salieron ayudados por el hermano, que los miraba con los
ojos muy abiertos. Parecía perplejo.
—Pero, ¿cómo…? —Acertó a decir.
—Es una larga historia, hermano… —respondió Nicolás visiblemente cansado.
—Entenderán que quiera oírla.
—Antes que nada, quisiéramos saber cómo hemos acabado saliendo por aquí. ¿Es su
habitación?
—Sí, claro. Y no sé qué decirle, me he quedado sin palabras. No tenía ni idea de que
debajo de mi cama hubiera ninguna trampilla.
Nicolás se giró y entendió por qué. Todo el suelo era de madera, por lo que se confundía
con el dibujo que hacía este. No era raro que, ni siquiera apartando la cama, lo hubiera
podido ver ya que cerrado no daba sospechas de nada.
—Me pinchan y no sangro —consiguió decir Carolina.
—El caso es que estaba leyendo y he empezado a escuchar golpes. Lo primero que he
pensado es en salir corriendo de aquí, menos mal que he reconocido su voz, si no… Y ahora,
por favor, cuéntenme.
Nicolás se rascó la cabeza antes de hablar.
—Digamos, así resumiendo, que la leyenda era cierta.
—¿Han conseguido ver la lanza?
—No, ojalá. Hemos visto su altar. Pero la lanza no estaba.
—¿Eso quiere decir que han conseguido superar las pruebas que dicen que hay?
Nicolás miró de reojo a Carolina antes de hablar.
—Digamos que en esto la historia sí exageraba. No existen tales pruebas. Si salimos así
es por la cantidad de mugre que hay ahí abajo.
—¿Y cómo han entrado? Quizá algún día quiera comprobar con mis propios ojos como es
todo eso.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 212

El inspector, consciente de los peligros que podría vivir el monje se inventó por completo
cómo y dónde encontraron la entrada a las pruebas. Le dolió mentir así al hermano, pero si lo
hacía era por su bien. No podía cargar con la responsabilidad de lo que le pudiera suceder ahí
abajo.
—Si decide hacerlo lleve mucho cuidado, hermano. Ahora, si no le importa, creo que
sería buen momento para marcharnos. El día ha sido muy intenso y ya ve como vamos de
suciedad. Estamos deseando llegar al hotel y adecentarnos un poco. Le prometo que le
haremos llegar, a su atención, una copia del artículo con lo que hemos visto ahí abajo antes
de que se publique. Así lo leerá antes que nadie.
—Vaya, muchas gracias. Estoy ansioso por poder leerlo.
Una vez dicho esto, se encaminaron hacia la puerta. Agradecieron al monje su ayuda
varias veces. Eran conscientes de que sin él no hubieran podido entrar y sin él no hubieran
podido salir.
Salieron y, sin todavía haberse cerrado la puerta, el monje asomó la cabeza.
—Una última cosa, que no se me olvide.
Los dos se giraron.
—Usted dirá.
—Han conseguido salir con vida de algo muy peligroso. Pocos lo han hecho. Suerte en
Roma.
Cerró la puerta de golpe. Sonó un giro de llave que demostraba que el pestillo estaba
echado.
Nicolás primero se quedó petrificado, pero cuando consiguió recuperar el control no dudó
en abalanzarse sobre la puerta y comenzar a tocar.
—¡Abra, por favor!
Siguió insistiendo enérgicamente hasta que la mano de Carolina le tocó el hombro.
—Déjalo, anda, no va a abrir. Nos ha tomado el pelo. Nosotros pensando que lo
engañábamos a él y era al revés.
—Ya, pero joder, no me gusta que se rían de mí. Lo sabía todo.
—Bueno, pero nosotros hemos hecho lo mismo con él. O, mejor dicho, pensábamos que
lo estábamos haciendo.
Nicolás pensó en lo que le decía. Tenía razón.
—Está bien. Pero esto no queda así. No sé como, pero me tiene que explicar qué coño
está pasando. Pero sobre todo quiero saber si es de los buenos o los malos.
Carolina rió mientras comenzaba a andar hacia la salida.
—¿De qué te ríes?
—Nada, nada, me ha hecho gracia eso de buenos y malos. Como si eso fuera posible de
saber. ¿Quién es bueno? ¿Nosotros?
—Pues, mujer, sí.
—No lo sé, Nicolás. No sé nada ya en esta historia. Esto es más complicado de lo que
parece. Tampoco sé si algún día conoceremos la verdad.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 213

Nicolás la miraba sin saber muy bien qué decir. Le fastidiaba que tuviera razón.
—En fin, salgamos de aquí.
Lo hicieron. La gente que visitaba el complejo monástico los miraba muy sorprendidos
cuando pasaban a su lado. Su aspecto no daba lugar a otra cosa, aunque a ellos les importaba
poco. De lo único que tenían ganas era de llegar al hotel, beber mucha agua, ducharse y
descansar. Les daba pánico imaginar lo que les esperaba en Roma.

Capítulo 45

Lunes 25 de marzo de 2013. 20:13h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Decir que estaba siendo un lunes intenso era quedarse corto. Muy corto.
Decir, incluso, que el lunes estaba resultado extremadamente desquiciante lo era. Paolo
no conseguía encontrar una definición para aquel día.
Su jornada ya había acabado, pero ya había borrado de su cabeza el término «horario
laboral» —y no era el único pues, según sabía, todos los de su unidad se habían quedado sin
importarles estar fuera de él—. No dejaba de darle vueltas a todo, como siempre. Su cabeza
estaba al borde del colapso pues ya no le cabían más cábalas dentro. Lo peor era que ninguna
de ellas tenía sentido, también como siempre.
Se levantó por enésima vez para, simplemente, andar por su despacho y así tratar de
encontrar algo de calma. Ya no podía estar más tiempo sentado, aunque tampoco de pie,
viendo que no templaba los nervios.
Estaba harto de todo aquello. Lo estaba desde hacía unos días, pero ahora sentía que ya
no podía más. Lo que más le apetecía era salir corriendo de allí y desaparecer. Para siempre.
Sin posibilidad de que lo encontrara nadie.
No podía hacerlo.
Esconder la cabeza bajo el suelo nunca había sido su estilo y, por mucho que las cosas
estuvieran torcidas, no debía darse por vencido. Tenía claro que aquello solo tenía tres
posibilidades: asesino entre rejas, asesino muerto o que acabara su obra y nunca fuera
atrapado.
La última era la peor de las opciones, lógicamente, ya que supondrían su derrota como
policía. Algo que no estaba dispuesto a asumir, a pesar de su bajo ánimo. Las dos primeras
eran complicadas, mucho. Si le dieran a elegir no sabría decidirse. Tenía una parte que le
inclinaba poderosamente por querer verlo sin vida. No solo eso, sino que fuera él mismo el
que le metiera un disparo entre las cejas que hiciera que parte de su masa cerebral acabase
desparramada. No negaba su sorpresa al verse a sí mismo pensando este tipo de cosas.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 214

Tampoco era su estilo, aunque, al parecer, su estilo estaba cambiando con el devenir de los
acontecimientos.
Descolgó el teléfono por enésima vez. Para variar, el padre Fimiani no estaba disponible
cuando más lo necesitaba. Le fastidiaba admitirlo, pero la investigación no avanzaba sin su
ayuda. A pesar de las múltiples mentiras del sacerdote, este se había vuelto imprescindible y
la silla cojeaba sin él. Ahora más que nunca.
De nuevo no obtuvo respuesta. Colgó dando un fuerte golpe con el terminal que casi
partió en dos la base.
Se echó las manos sobre la cabeza y resopló mientras se echaba para atrás.
Acto seguido y, por enésima vez, tomó el informe sobre lo que tenía del cuerpo
encontrado.
La autopsia se había pospuesto hasta el día siguiente porque las mesas de la morgue
estaban ocupadas por otros casos, no tan mediáticos ni trascendentes como el que él llevaba,
pero que necesitaban de la misma justicia que el suyo. A pesar de esto, le habían hecho el
favor de, antes de marcharse los forenses del turno de día, echarle un pequeño vistazo
preliminar. Lo único que se sabía con certeza era que el cadáver presentaba la misma herida
de siempre y que la decapitación había sido ante mortem, tal y como se comprobó con la
cabeza. La herida del costado también presentaba signos de vitalidad. Paolo tenía dudas de
encontrarse la marca de la lanza en el cuerpo debido a que le había cortado la cabeza estando
aún vivo, pero tras confirmar que sí lo estaba, extrajo la conclusión de que le clavó el arma y,
sin esperar, le separó la cabeza del cuerpo de un hachazo contundente.
Esto a su vez le planteó nuevas dudas. ¿Por qué había actuado así? Su modus operandi, a
pesar del cambio de escenificación, siempre era el mismo: les clavaba la lanza, dejaba que se
desangraran y después hacía el resto, lo que tocara en esa muerte. Pero en este cuerpo no.
¿Quizá se había dejado llevar por la ira? En caso de ser así, ¿por qué la sentía? ¿Estaría
frustrado por algo y era una forma de demostrarlo? Lo único que tenía claro era que no quería
que le hubiera tomado el gusto a este sadismo desmedido.
Por el bien de todos.
Dejando de lado el cuerpo, quizá lo más significativo era lo que se había hallado en el
propio escenario. Lo que más le llamaba la atención era el libro pegado a la mano del
sacerdote —una vez se acercó el forense de guardia al cuerpo comprobaron como sí, lo
llevada unido con pegamento fuerte—, que no era otro que el cuarto libro del Génesis del
Antiguo Testamento, abierto por el pasaje que hablaba sobre los hermanos Caín y Abel. Nada
de lo que el homicida dejaba era fruto del azar, así que decidió centrar sus investigaciones en
esto. Además, había una tapa de uno de esos cafés preparados que se vendían en
supermercados y se tomaban frescos. Más en concreto era de un cappuccino con chocolate
vendido por una famosa firma de franquicias de cafetería. Dado que el lugar estaba limpio
como una patena, decidió tomarlo como indicio. La llamada desde Rastros confirmándole
que no tenía ni una sola huella solo le indicaba que estaba por el bueno camino. Aquello lo
había dejado el asesino.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 215

Aparte de todo esto, encontraron la documentación de la víctima. Se trataba del padre


Rabbai. Aprovechando la soledad de su despacho, comprobó su nombre en la lista que tenía
guardada y vio que su delito era de estafa. Comparado con otros que allí había, quizá no era
para tanto.
También había echado un vistazo a las referencias que arrojaba Google sobre los
hermanos más famosos de la historia. No le sorprendió cuando el buscador mostró más de
seiscientos cuarenta y siete mil resultados. De ahí que necesitara al padre Fimiani, que no
aparecía por ningún lado.
Volvió a probar a llamarlo. Nada.
Valoró la posibilidad de que fuera algo literal. Que en realidad lo que el asesino trataba de
decirle era que se centrara en la muerte de dos hermanos. Con la idea en la cabeza, volvió a
sacar la lista que tenía guardada. Buscó sin éxito a dos sacerdotes que fueran hermanos. De
encontrarlos habría muchas posibilidades de que fueran el siguiente objetivo. De nuevo, nada.
Seguía enfocándolo mal. Lo tenía claro, pero no sabía en qué se equivocaba.
Trató de centrarse en la historia original de Caín y Abel. La que contaba la Biblia en ese
pasaje que dejó abierto. Se suponía que un hermano mató a otro, por celos.
¿Le decía que la próxima víctima sería un sacerdote que mató a su propio hermano?
Hizo una nueva búsqueda en la lista. Iba anotando en un papel los nombres de los
homicidas. Volvió a pensar en que era un disparate que en esa lista pudiera haber gente
indultada tras haber cometido un crimen así. Lo único que le pudo tranquilizar, por decirlo de
algún modo, fue que la mayoría eran homicidios imprudentes, algunos con dolo, pero pocos.
Aunque hubo uno que le llamó bastante la atención.
Se trataba de un tal Flavio Coluccelli. Había matado a un cardenal, su nombre era
Alexandros Guarnacci. Las causas estaban claramente maquilladas porque lo tildaban de
homicidio imprudente, pero Paolo intuía que ahí había algo más. ¿Estando un cardenal
implicado se podría considerar así? Sobre todo porque se especificaba que había sido tras una
reyerta. El asunto era raro, muy raro. Y, lo que más le extrañaba de todo, era que la Iglesia
hubiera dejado pasar la muerte de uno de los suyos de esta manera. Sobre todo tratándose, ni
más ni menos, que de un cardenal. Esto seguro que lo consideraban más grave, pues en su
seno eran todos como hermanos.
Paolo levantó la cabeza tras este pensamiento. Sus alarmas se activaron.
—Como hermanos… —dijo en voz baja.
Un homicidio entre miembros de la propia Iglesia. Entre hermanos. Como Caín y Abel.
Descolgó rápido el teléfono. Trató de nuevo, sin éxito, de contactar con Fimiani.
—¿¡Pero qué cojones haces!? —Vociferó al propio terminal mientras lo colgaba de
manera brusca.
Volvió a descolgarlo. Necesitaba a Carignano, le dolía admitirlo, pero era el mejor
buscando información oculta a los ojos de todos.
Pero Carignano no contestó.
Hecho una furia, se levantó de su asiento y salió del despacho. Fue directo al de los
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 216

agente scelto. Nada más entrar encontró a Alloa. Estaba solo.


—¿Dónde narices se ha metido mi amiguito? —Preguntó.
—Hace unos quince minutos ha dicho que no se encontraba demasiado bien y se ha
marchado. Le he dicho que yo me ocupaba de todo. Aunque todavía no sé muy bien de qué,
porque no tengo nada claro.
Paolo frunció el ceño y meditó las palabras de Alloa.
—¿Cómo que se ha ido? Pero si hace un rato me ha dicho que se quedaba, que no le
importaban las horas extra. ¿Qué le ha dado de repente?
—Ni idea, assistente. Pero sí, ahora que lo dices ha sido algo repentino. Aunque no le he
dado mucha importancia.
—Bueno, en fin. Te necesito. Localiza al padre Flavio Coluccelli. O cardenal Coluccelli,
no sé lo que es exactamente. Es urgente. Necesito saber por dónde se mueve porque podría
ser la siguiente víctima. Si lo encuentras, antes de decírmelo incluso a mí, te montas en un
coche con varios agente y te vas echando hostias hacia donde se suponga que esté. Ya me lo
cuentas en el vehículo. A ver si por una puta vez podemos salvar la vida de alguien.
—¿Y Fimiani?
—Eso quisiera yo saber.
De pronto su teléfono móvil comenzó a sonar. El número era oculto, por lo que podría ser
el padre Fimiani desde el Vaticano. Por fin una buena noticia.
—¿Padre? —Dijo nada más descolgar.
—Dime, hijo —Contestó una voz con evidente tono de burla.
—Java, la cosa está muy jodida, no tengo tiempo de bromas.
—¿Te gusta mi nuevo sistema de ocultación de números? Ni pasándolo por mil filtros
sabríais quién soy. Esas gilipolleces de triangular la señal… me las estoy pasando por los
cojones ahora mismo.
—Por favor, al grano.
—Tengo lo que me pediste.
—Muy bien, espera.
Paolo salió del despacho de los agente scelto y regresó al suyo.
—Dispara —dijo nada más cerrar la puerta.
—He rastreado la base de datos del archivo vaticano. La seguridad no era para tanto. Ni
siquiera puedo considerarlo una nueva muesca para mi revólver ya que ha sido demasiado
sencillo.
—Por favor, al grano.
—Joder, como estamos. Bueno, pues he investigado al tal Fimiani. No es quién dice ser.
Es un impostor.
A Paolo casi se le cayó el teléfono al suelo. Tardó un rato en reaccionar. Tragó saliva
antes de hablar.
—¿Qué? —Acertó a decir.
—Lo que oyes, Paolito, nuestro querido Domenicos Fimiani no es quien dice ser. Hace un
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 217

par de años hizo una cosita que enfadó a los suyos y tuvo que cambiar de identidad. Algo así
como empezar una nueva vida. Escucha esto porque vas a flipar: antes era cardenal. La
verdad, con lo que seguro que cobraba por serlo no sé por qué decidió bajar de rango y volver
a ser sacerdote raso. ¿Se dice así? ¿Sacerdote raso?
—Lo hizo porque mató a otro cardenal….
—¿Cómo sabes…? —Ahora el sorprendido era Java.
—Su nombre anterior era Flavio Coluccelli, ¿verdad?
—Me estás asustando, tío. Sí.
—Java. No sabes cómo te agradezco lo que has hecho, pero tengo que dejarte. Ya te
contaré todo con pelos y señales. Te lo has ganado.
Colgó sin dar oportunidad de réplica a su amigo.
Apenas transcurridos dos segundos su teléfono sonó de nuevo. De nuevo la llamada
estaba oculta.
—¿Sí?
—Tío —era Java otra vez—, me has colgado sin dejarme contártelo todo.
—Perdona, es que esto es muy grave. ¿Tienes algo más?
—¿Por quién me tomas? Pues claro. A ver, ahora, con su nueva identidad, trabaja
directamente para el papa, en el Vaticano. Podría decirse que es un secretario personal en la
sombra. ¿Me entiendes?
—A la perfección.
—Pero no siempre ha sido así. Lleva unos meses solo. Cuando cambió de identidad
comenzó a trabajar de sacerdote en una iglesia de Capuchinos. Más en concreto en Santa
María de la Concepción de los Capuchinos.
—Para, para, ¿capuchinos?
—Sí. ¿Eso te vale?
—Joder, no sabes cuánto. ¿Tienes algo más?
—No, ahora sí está todo.
—Te debo mil.
Colgó.
Salió corriendo de su despacho en busca de nuevo de Alloa. Lo más lógico hubiera sido
organizar un equipo para lo que quería hacer, pero ya había probado esto varias veces sin
sentido. Ahora parecía ir un paso por delante del asesino y necesitaba probar suerte haciendo
uso de un perfil bajo.

Capítulo 46
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 218

Lunes 25 de marzo de 2013. 21:24h. Exteriores Santa María de la Concepción. Roma.

La distancia entre el coche y el templo era la suficiente como para que nadie en los
alrededores sospechara de ellos. Paolo había aparcado justo al principio de la calle Vittorio
Vénetto, que era la misma en la que se encontraba la iglesia, aunque lo suficientemente larga
como para que el coche no estuviera cerca. Trataban de disimular en su forma de andar pero,
quizá por el nerviosismo, lo hacían mirando en todas direcciones. Por suerte, nadie reparaba
en ellos.
Llegaron hasta el numero veintisiete, el de la iglesia. Paolo echó una ojeada a la fachada
exterior del edificio.
Construida con ladrillo rojo, su aspecto distaba mucho del resto de fachadas tradicionales
o, mejor dicho, de lo que quizá uno esperaba encontrar al mirar de frente a una iglesia.
Parecía más un edificio público que un templo en el que orar. Tenía una escalinata ascendente
hacia la derecha que más tarde cambiaba su sentido y se iba hacia la izquierda, que acababa
finalizando en la propia entrada de la basílica.
Nada más llegar, Paolo comprendió que quizá no fue una buena idea ir solo acompañado
por Alloa. Dejando de lado que se había saltado el procedimiento y que le podía caer una
buena reprimenda, más bien era porque necesitaba a alguien cubriendo las posibles vías de
escape. Decidió confiar en su suerte. El patrón de tiempos por el que se regía el asesino le
decía que actuaría aquella misma noche. Poder llegar mientras realizaba su obra era
improbable, pero no imposible, así que se temía lo peor.
Tenía una fe ciega en que el crimen se iba a cometer en el punto más famoso de la iglesia:
La Cripta de los Capuchinos. A pesar de que parecían llevarse una distancia insalvable, Paolo
creía conocer lo suficiente a su rival como para saber a qué se refería con el indicio que le
dejó al lado del cuerpo sin cabeza del sacerdote. Sobre todo teniendo en cuenta que su último
acto ocurrió en interior, no en exterior, como todos los anteriores.
Subieron las escaleras y observaron que la puerta principal no estaba cerrada del todo.
Debido a la hora que era, esto no podía considerarse buen presagio.
Los dos policías sacaron sus armas. Paolo, con suavidad, abrió la puerta tratando de no
hacer ruido. La iglesia se mostró ante ellos sumida en una profunda oscuridad. El assistente
conocía bien el templo. Cuando supo que el siguiente escenario sería allí no pudo evitar sentir
una especie de cosquilleo en el estómago. No era muy de visitar iglesias pero, esta en
concreto, lo había hecho en incontables veces. Ninguna de ellas para orar. La razón era que la
cripta donde se temía que ocurriera la desgracia lo fascinaba. Ese punto que mezclaba lo
sacro con lo tétrico le producía un morbo especial. Lo reconocía. En ella había cuatro mil
hermanos capuchinos que habían fallecido entre los siglos XVI y XIX. Todo sería más o
menos normal si estuvieran en sus nichos, enterrados, pero no. Sus huesos formaban parte de
la decoración de las paredes no quedando ahí la cosa, sino que hasta había esqueletos enteros
de monjes ataviados con sus propios hábitos. La imagen, desde luego, era escalofriante,
aunque no para Paolo. Quizá fuera porque convivía con la muerte —pero no hasta el punto en
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 219

el que lo estaba haciendo los últimos días— lo que hacía que disfrutara más del halo místico
del lugar y se despreocupaba de estar, en verdad, rodeado de muertos.
Avanzaron por la basílica sin descuidar sus pasos. El lugar estaba vacío pero, aún así,
parecía que iba a salir alguien de cualquier escondrijo de un momento a otro. Siguieron
caminando de manera sigilosa hasta que llegaron a la escalera que descendía hacia la famosa
cripta. Paolo hizo un gesto con la mano a Alloa. El agente scelto se sorprendió por lo que le
pedía: que se quedara ahí, quieto. A pesar de la oscuridad, el assistente observó que su
subordinado y amigo lo miraba como a un demente. Paolo negó con la cabeza y señaló con su
índice hacia la posición en la que estaba parado. No quería que se moviera de ahí. No estaba
dispuesto a dejar la única salida disponible descuidada.
Alloa no tuvo más remedio que ceder y obedecer.
Paolo levantó la cabeza y emitió un suspiro ahogado. No podía permitirse el lujo de que
los nervios se apoderaran de él, pero era humano y sintió un temblor leve en las rodillas. Se
recompuso lo más rápido que pudo y comenzó a descender. Alloa lo miraba nervioso. Esperó
que supiera lo que hacía.
Según bajaba maldecía su suerte. Recordó la pobre iluminación de las criptas, incluso
cuando era de día, por lo que la negrura estaba asegurada ahí abajo. Por muy bien que las
conociera, esa oscuridad jugaba en su contra.
Cuando llegó abajo del todo sintió algo de alivio. El cielo estaba despejado, sin una sola
nube, y esto favorecía a que la gran luna que copaba el cielo emanara una luz que parecía la
de una lámpara gigantesca. Esta luz, a su vez, se colaba por las ventanas enrejadas —
pequeñas, pero suficientes— que había en la parte superior de las paredes y hacía que aquello
estuviera lo suficientemente iluminado para, al menos, saber por dónde daba sus pasos y no
comerse una pared.
Moderó su respiración hasta volverla casi inexistente. No quería advertir de su presencia
mientras visitaba una a una las capillas que dentro de la propia cripta coexistían. Una presión
fuerte en el estómago le advertía de que no estaba solo. Que el asesino hubiera reparado de su
presencia o no, era una incógnita. Puede que ahora estuviera escondido, esperándolo para
meterle un tiro en la sien. ¿Debía jugársela de esta manera? ¿Debería haber pedido refuerzos?
¿Quería seguía ahí, solo, enfrentándose a una amenaza imposible que le podía costar la vida?
Todas esas preguntas se respondían con un sí rotundo. Notó la humedad que siempre estaba
presente en la cripta, que se unía a que la noche era bastante fresca y hacía que la sensación
térmica allí abajo fuera por debajo de cero grados. A pesar de que la tensión hacía que no
percibiera el frío en gran parte de su cuerpo, Paolo necesitó mover sus dedos varias veces
para que no se entumecieran. Tenía que estar preparado para apretar el gatillo si era
necesario.
Paró junto a la entrada de la primera capilla. Colocó su espalda contra la pared y giró la
cabeza para mirar con extrema precaución hacia su interior. No se podía apreciar gran cosa
porque la iluminación de la luna se perdía dentro de las capillas, al parecer, pero parecía no
haber nada que le hiciera levantar sospecha. Todos los bultos eran muebles o decoración.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 220

Era la primera vez que las miradas vacías de las calaveras que adornaban las paredes de la
cripta hacían que Paolo se estremeciera. Era extraño, pero según sus ojos se acostumbraban
más y más al espacio, más miedo sentía dentro de aquellas paredes. No dejaba de mirar las
figuras de los monjes muertos apostados en la pared. Le daba pánico que uno de ellos echara
a andar de un momento a otro. Sintió que aquel espacio se estaba haciendo cada vez más
pequeño. También notó como una fuerte presión oprimía su pecho. Cerró los ojos y apretó los
párpados a la vez que notaba como el sudor hacía acto de presencia.
¿Aquello era un ataque de ansiedad?
¿De verdad? ¿En aquel preciso momento?
Con los ojos todavía cerrados decidió que la mejor solución era respirar hondo varias
veces. Parecía un niño asustado dentro del pasaje del terror. Cierto era que todo lo que allí
había era real y eso era lo que le estaba poniendo más nervioso. ¿Qué le pasaba? Trató de
pensar en la de veces que había visitado el lugar. Le encantaba. ¿Por qué le estaba sucediendo
esto ahora? No supo si lo pensó así o lo quiso pensar, pero llegó a la rápida conclusión de que
lo que alteraba su sistema nervioso no era la cripta, era imposible, sino creer cada vez con
más fuerza de que no estaba solo ahí abajo. Lo sentía, lo percibía. Tras unos instantes de
respiraciones acompasadas, comenzó a notar como esa opresión bajaba de intensidad. Poco a
poco fue recuperando el control sobre sí mismo. Cuando ya casi lo tenía, sonó algo que hizo
que sus niveles de tensión volvieran a lo alto.
¿Era un latigazo?
Todos sus músculos se pusieron en alerta. No parecía provenir de la capilla contigua,
quizá ni de la siguiente. Podría ser de la cuarta o la quinta, pero tendría que acercarse para
saberlo a ciencia cierta.
No le quedaba otra opción que la de actuar. Ya no tenía dudas de que ese mal nacido
estaba ahí, tal y como suponía, y tenía que pagar hasta la última gota de sangre vertida.
Pegó su cabeza contra un cráneo sin pensar en lo que estaba haciendo. Cogía fuerzas para
lo que venía. Respiró hondo y pensó que quizá, aquella noche, uno de los dos no saldría de
ahí abajo con vida. Tomó la decisión y empezó a andar midiendo cada uno de sus pasos.
Avanzó hasta llegar a la cuarta capilla sin descuidar lo que pudiera haber en las anteriores.
Como suponía, estaban vacías. Repitió el movimiento que hizo en la primera, pegando su
espalda contra la pared, contra las calaveras y comenzó a girar su cabeza de manera lenta,
hacia el interior.

Tenía la certeza de que, como siempre, el assistente no llegaría a tiempo de impedir que
siguiera pintando sobre su lienzo. Ya no sabía qué mas hacer para que ese juego fuera más
interesante. Ya había sido reprendido por la hermandad por actuar de aquella forma pero,
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había algo que imperaba por encima, incluso, de sus ansias homicidas. Sabía que no era ego,
aunque lo pudiera parecer. Quizá la mejor forma de definirlo era que buscaba una necesidad
de emoción. Una motivación para seguir con aquello, por llamarlo de algún modo. Un raro
sentimiento, desde luego. Los miembros de la hermandad no lo entendían. Creían que
necesitaba demostrar que tenía la sartén por el mango cuando esto ya era obvio. No era eso.
No había pasado demasiado tiempo desde el primer asesinato, pero puede que, desde que lo
hizo, hubiera ido perdiendo fe en lo divino de lo que estaba haciendo y necesitara algo más.
Ese algo parecía dárselo el assistente. Le divertía ver como andaba como un pollo sin cabeza,
sin saber qué hacer, sin saber adónde ir. Solo dando los pasos que él quería que diera. Esto
era lo que lo motivaba a seguir, si bien era cierto que no había perdido del todo esa fe en que
lo que hacía era por una meta concreta. No había dejado de sentirse el elegido, no era tonto,
sabía que ningún otro podría.
A pesar de todas estas certezas, no podía evitar tener sus cinco sentidos en alerta pues,
precisamente, gracias a ellos no había cometido ni un error. Cierto era que, para mejorar esos
sentidos, se servía de un potente sistema de visión nocturna que sus benefactores habían
conseguido del ejército de los EEUU. El aparato no solo servía para ver en la oscuridad, ya
que tenía, además, un sofisticado audífono que amplificaba hasta los aleteos de una mosca.
Estaba claro que la hermandad no escatimaba en gastos y él no iba a poner trabas a esto.
Fue, precisamente, este aparato el que lo alertó de una presencia en la capilla. En
principio tuvo dudas, quizá también alentado por la seguridad de que el policía todavía no
hubiera desenmarañado su acertijo. Puede que esa seguridad él mismo se la hubiera
enfundado. Las dudas no tardaron en despejarse cuando siguió escuchando pasos y
respiraciones contenidas. Maldijo por primera vez su suerte desde que había comenzado todo
aquello. El assistente había llegado a tiempo. No tardó en darle la vuelta a ese pensamiento.
Es más, sonrió porque por fin su adversario se había sentado frente al tablero de ajedrez. La
partida iba a comenzar.
Seguía sosteniendo con la mano derecha el látigo con el cual infligía el castigo que
merecía Coluccelli por sus pecados. El audífono le hacía escuchar hasta como caían las gotas
de sangre al suelo y esto le proporcionaba un placer extra. Deslizó su mano izquierda por el
cinturón y palpó la pistola que tenía guardada para casos de emergencia. La sacó a la vez que
sentía, por primera vez, como su corazón se aceleraba de la emoción. Por fin.

Paolo se formó una imagen mental de lo que podría esperarle, ya que su vista no se podía
valer de más. Las sombras, no muy claras, mostraban a dos personas. Esto sí parecía tenerlo
claro. Una de ellas puede que estuviera de rodillas por la altura que mostraba. Debía de ser
Fimiani porque la otra sombra, la erguida, parecía sostener algo en su mano que sería, sin
duda, lo que aquel psicópata estaba utilizando como látigo.
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De todos modos, siempre se le enseñó a no dar nada por sentado y, viendo como se las
gastaba su enemigo, tuvo sus dudas de si no sería un montaje para hacerle creer lo que no era.
La incertidumbre estaría presente, pasara lo que pasara, así que no le quedó más remedio que
tomar una decisión cuanto antes.
Había llegado la hora de jugarse el todo por el todo.
Actuó.
Entró en la capilla.
—¡Que no se te ocurra mover ni un solo dedo, hijo de puta! —Vociferó—. ¡Tira al suelo
lo que lleves en la mano y da la vuelta muy despacio que quiero verte la cara, cabrón!
El assistente estaba tenso. Tenso como en toda su vida había estado. Dudaba que
obedeciera, así que estaba preparado para lo peor.
Su contrincante le hizo caso. Dejó caer el látigo al suelo y, lentamente, comenzó a dar la
vuelta.
Paolo no podía creer lo que estaba pasando. Que fuera a rendirse tan rápido hizo que sus
músculos se tensaran todavía más. Esperaba cualquier treta por parte de este para escapar de
allí. No hizo nada. Se giró por completo, o eso intuyó Paolo porque seguía sin ver nada, solo
sombras. Lo que sí pareció ver era que llevaba algo puesto sobre el rostro, algo grande y
aparatoso. No podía distinguir la forma de su rostro. Le era imposible, pero no le importaba.
Allí estaba. Se había rendido. No se movía. Había ganado. Sus músculos rebajaron la tensión.
Craso error.
El psicópata movió con velocidad una de sus manos hacia él. Paolo quiso reaccionar pero
fue demasiado tarde, ya que el disparo le alcanzó e hizo que cayera de bruces al suelo.

Alloa había escuchado los gritos de Paolo y necesitó unos segundos para interpretarlos. El
eco, la resonancia, no sabía qué era, pero las palabras no le habían llegado claras y no sabía si
le pedía ayuda o qué narices era. Su primera reacción fue la de bajar a toda velocidad, pero
sus órdenes eran las de permanecer ahí, para que nadie pudiera escapar. Dudó durante varios
segundos. No sabía qué hacer. ¿Cómo interpretaba el grito? No podría permitirse que su
amigo y compañero estuviera en peligro y no haber actuado, pero, ¿y si no era así y tenía
controlado al asesino ahí abajo? En cualquier caso necesitaría de su ayuda para retenerlo. Sin
saber muy bien por qué, comenzó a bajar los escalones de manera lenta. Si la situación se
había torcido y el asesino intentaba escapar, de igual manera se toparía con él en la salida de
la cripta. Apenas llevaba unos pocos escalones cuando escuchó el disparo. Su primera
reacción, quizá la más inteligente, fue la de sacar su teléfono móvil y pedir refuerzos de
inmediato. Justo después de eso, sus piernas se volvieron locas y comenzaron a correr de
manera automática hacia abajo, saltando los escalones y casi consiguiendo que cayera
rodando por ellos. El último tramo, de cinco o seis escalones, lo saltó de una sola vez.
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¿Quién había disparado?


¿Habría sido Paolo o, como temía, habría sido al revés?
Su pregunta no tardó en obtener respuesta pues desde donde estaba veía a alguien tirado
en el suelo y no le cabía duda de que era su amigo. Lo que no esperó, de ninguna manera,
fue el puñetazo que a continuación le propinaron ayudándose en el puño con algo metálico.
Cayó de inmediato al suelo, aturdido. No tardó demasiado en recuperar al cien por cien el
control sobre sí mismo y se vio tirado en el suelo, boca arriba.
Acto seguido y muy asustado comprobó que su agresor se colocaba justo al lado de él.
Gracias a que estaba, quizá, en la zona con más luz de toda la cripta pudo ver parte de él con
claridad. Vestía con un pantalón vaquero negro, una sudadera y unas zapatillas deportivas del
mismo color. Si Paolo no había podido ver bien su rostro era porque llevaba un
pasamontañas. Encima de este distinguía un sistema de visión nocturna. Parecía que no solo
les sacaba ventaja intelectual, sino que también en los medios empleados.
A pesar de no ver su rostro, observó que el pasamontañas se movía e intuyó que sonreía al
verlo ahí, tirado en el suelo. Lo que sí pudo ver con total claridad era que acercaba una
pistola hacia su cara a la vez que se agachaba.
Alloa cerró los ojos y solo deseó no sentir demasiado una vez apretara el gatillo. Lloró sin
poder remediarlo.
Un sonido de sirenas comenzó a escucharse de manera tímida.
El agente scelto seguía con los ojos cerrados esperando su final. Viendo que no llegaba,
abrió a duras penas su ojo derecho. Ya no estaba ahí. Había salido corriendo tras escuchar las
sirenas.
Se limpió las lágrimas del rostro y, todavía algo aturdido por el puñetazo, trató de
levantarse. Le costó horrores orientarse de nuevo ahí adentro y localizar a su amigo. Tenía
que socorrerlo por si acaso todavía seguía con vida. Cuando lo hizo corrió y se plantó a su
lado.
Paolo estaba completamente inmóvil.
Le comprobó el pulso.

Capítulo 47

Lunes 25 de marzo de 2013. 22:00h. Hotel Hrazdan. Armenia.

Fue la ducha más reconfortante de su vida. No tuvo duda. No era la primera vez que vivía
una situación límite, por desgracia y, lo cierto era que, después de cada una de ellas, siempre
sentía que la ducha de después era la mejor. Ahora no tenía dudas de que aquella lo era, ni
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siquiera la vez anterior se había visto tan cerca de morir. ¡Hasta había perdido la consciencia
y todo! Observó el agua y pensó que nunca tampoco había visto salir tanta suciedad de su
cuerpo. Quizá ella sí. Puede que tras una excavación se hubiera puesto perdida, pero él no
estaba acostumbrado a tanta porquería. Cuando llegaron al hotel no quiso ni mirar hacia
recepción para ver qué cara ponían tras observarlos a ambos con esas pintas.
Fuera como fuese, ahora se sentía fenomenal, muy relajado. El agua se estaba llevando
también gran parte de la tensión acumulada. Sonrió al recordar la conversación que había
mantenido con Carolina nada más montar en el coche y emprender el camino de vuelta.

—Tengo que preguntártelo —dijo el inspector sin dejar de mirar hacia adelante.
—¿El qué?
—Lo del ajedrez. ¿Cómo cojones has sabido qué cuadro exacto tenías que pulsar? ¿O es
que has entendido que era para acojonarnos y todos valían? No lo entiendo.
—Se me apareció Dios y me lo dijo.
—Venga, en serio.
Carolina rió.
—A ver, lo he sabido porque en una partida de ajedrez de templarios, el elefante ocupaba
esa posición.
—Hasta ahí llego. Lo que no sé es como puedes saber eso. ¿Qué eres, la wikipedia ahora?
—Todo tiene que ver con mi padre. Cuando vi que llegaba el final, no pude evitar
acordarme de él —verdad a medias—. No sé, lo vi en distintas facetas de su vida conmigo.
Lo vi en su despacho, rodeado de libros, con el teléfono descolgado y pegado en su oreja; lo
vi bajando del avión, del que tantas veces hacía uso en un solo año; pero sobre todo lo vi
echando una de sus largas partidas con mi jefe, con Ignacio. Mi padre era un apasionado del
ajedrez y de todas sus vertientes.
—¿Vertientes? ¿Hay vertientes?
—El ajedrez no se inventó un día tal como lo conocemos y ya está. Como casi todo en la
vida, ha ido evolucionando.
—Y hubo un ajedrez árabe, ¿verdad? —Nicolás comenzaba a entenderlo.
—Eso es. Mi padre intentó en más de una ocasión explicarme sus reglas, muy parecidas a
las nuestras pero con algunas modificaciones. Reconozco que no prestaba demasiada
atención a eso, pero me quedé con la ubicación de sus fichas. Supongo que sabrás que la
forma más fácil de aprender algo, como por ejemplo la Historia, es a través de anécdotas. No
sé por qué, pero se nos quedan con facilidad. Pues bien, mi padre me contó una vez algo de lo
que me acuerdo muy bien. Me dijo: esta es el elefante. En árabe se escribe “Al-fil”.
—¡Coño!
—Exacto. Lo único que he tenido que apretar era la posición del alfil.
Nicolás lo pensó por unos momentos. Entonces se dio cuenta de algo.
—Espera, espera. En un tablero hay cuatro alfiles, ¿no? ¿Cómo supiste cuál pulsar
exactamente?
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—Pulsé el primero que encontré. No sé si fue suerte o que cualquiera de los cuatro era
una buena opción. Supongo que eso es algo que nos quedará en duda.
Nicolás miró para adelante. Estaba blanco.

Cuando salió del cuarto de baño se encontró con una pensativa Carolina. Estaba sentada
sobre su cama.
—¿A qué le das vueltas?
Carolina sonrió antes de contestar.
—Nada, son tonterías mías.
—Puedes probar a contármelas. Sabes que se me da bien escuchar.
La muchacha dudó, pero decidió a abrirse.
—Es solo que siempre llevo a mi padre presente. Pero estos días, todo lo que no está
pasando…
—Hace que todavía pienses más en él.
Ella asintió.
—Es normal —comentó el inspector.
—No es eso solo. Es el viaje a Roma. Siempre soñé con ir a Roma. Y, además, de eso,
siempre me imaginé que sería con mi padre.
—Espera, espera, ¿me estás diciendo que la Carolina que ha viajado por todo el mundo
no ha pisado Roma?
—¿Lo has hecho tú?
—Yo no, pero pensaba que tú sí.
—Pues mira….
—Bueno, está claro que no soy tu padre… y de verdad, ojalá todo fuera distinto y él
pudiera acompañarte, pero vas a visitar Roma e intentaré que la compañía no sea tan mala.
Carolina no pudo controlar el cambio de color de su rostro. Nicolás no esperó que se
ruborizada. Es más, ni por asomo lo había hecho con esa intención. La situación se había
vuelto algo incómoda para los dos y la única solución era cortarla de un tajazo. Así que
Nicolás tomó el teléfono móvil.
—Vamos a contarle todo a Edward.
Ella asintió.
Marcó el número de teléfono y aguardó unos segundos a que el millonario descolgara.
—Es ver que es su número el que llama, y siento un cosquilleo en la boca del estómago
porque sé que me van a contar algo bueno.
—Usted es que es muy positivo, Edward.
—Ya quisiera yo, queridísimo inspector. Bueno, ¿qué me cuentan?
—Resumiendo muchísimo, ya sabemos cuál es nuestro siguiente destino.
Nicolás decidió omitir los detalles de su cuasi muerte ya que la otra vez el hombre se vio
sumamente afectado por la sensación de culpabilidad que le sobrevino. Así que, por el
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 226

momento y como todo había salido bien, se guardarían ese detalle para ellos.
—¿Es Roma, tal y como me dijeron?
—Más en concreto debajo del Vaticano?
—¿Cómo?
—Así estamos nosotros. En fin. Tendremos que ir y echar un vistazo a lo que hay por allí.
Carolina piensa que podría ser la necrópolis.
—Madre mía… Pues campar a sus anchas por ahí me temo que va a ser imposible.
—Eso pensamos, pero aun así queremos intentarlo.
—¡Así me gusta! Pues si me lo permiten, organizaré todo para que mañana mism…
—Espere, Edward, quería comentarle algo.
Nicolás le relató toda la historia vivida con el hermano Calatrava. Quizá con la esperanza
de que tuviera idea de quién era. Edward escuchó muy atento todo lo que el inspector le
contaba.
—Me deja atónito. No tengo ni idea de quién es ese monje, por lo que pongo en duda el
que esté de nuestro lado. No sé… Buscaré toda la información que pueda sobre él. Moveré
los hilos que hagan falta pero llegaremos a saber quién es y qué es lo que pretende.
—Genial. Entonces, como me decía, mañana partiremos a Roma, ¿no?
—Sí, si no pasa nada sí. Voy, como digo, a dejarlo todo dispuesto. Lo que más me
preocupa es como van a acceder a la necrópolis.
—¿Qué opciones tenemos?
—Pocas y complicadas. Se accede mediante un pase especial que ha de ser solicitado y
aprobado con varios días de antelación. Y lo peor de todo es que los ánimos en el Vaticano
están muy caldeados. Ya llevan siete muertes de sacerdotes.
—¡Joder! No recordaba esta parte. ¿Tantos ya?
—Sí, la cosa está muy mal. Pero me temo que voy a tener que hacer uso de ese favor que
nos deben por no airear los trapos sucios de lo que pasó la otra vez. Es un arma poderosa y la
guardaba para una ocasión especial. Pero me temo que si no es así, no van a poder acceder a
la necrópolis. A ver qué me invento en el por qué.
—Bueno, Edward, eso ya es cosa suya y seguro que lo consigue.
—Ahora bien. Recordando lo de las muertes, me temo que van hacia la boca del lobo. Lo
he estado pensando y no puede ser casualidad que las muertes se sucedan allí y ahora tengan
que visitarlo como último lugar en su periplo. Puede que la hermanad esté allí mismo.
—No sería descabellado. Pero le aseguro que tendremos cuidado.
—Sé que lo tendrán. Enseguida les envío los billetes y la ubicación del hotel que les
consiga.
—Edward, siempre se lo decimos, pero no hace falta que el hotel…
—Sea lujoso, lo sé. Pero no me lo vuelvan a repetir. El dinero está para gastarlo. ¡Suerte
mañana!
—Gracias —contestó un sonriente Nicolás.
Ambos colgaron.
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Capítulo 48

Lunes 25 de marzo de 2013. 22:33h. Exteriores Santa María de la Concepción. Roma.

Sentado en el interior de la ambulancia, con las puertas abiertas de par en par, Paolo
recibía las atenciones médicas requeridas por una persona que acababa de recibir un disparo
en el brazo. No supo si llamarlo suerte. Ya no sabía si creer en ella, pero lo cierto es que
parecía haberla tenido. El proyectil había atravesado de forma limpia su brazo dejando un
bonito orificio de entrada y otro de salida.
Además de una sensación de quemazón y un dolor indescriptible.
A pesar de ello, Paolo no era el tipo de personas a las que le gustaba quejarse ante este
tipo de infortunios.
De lo que sí que se lamentaba era del fracaso estrepitoso vivido dentro de la cripta. Se
maldijo a sí mismo por no haber disparado en cuanto tuvo la oportunidad. Quizá ese tipejo
merecía vivir toda su vida en una celda, pero haberle quitado la vida siempre hubiera sido
mejor solución que el desenlace que había vivido. Seguía campando a sus anchas. Esto no
tenía ningún lado positivo.
Lo peor de todo es que no sabía si Fimiani vivía o había muerto. El rápido traslado por
parte de los sanitarios de ambos había impedido que pudiera saber de él, sobre todo porque
tras el disparo quedó inconsciente en el suelo. Por más que preguntaba, nadie le decía nada.
De todas sus preocupaciones, la menor era la que le iba a caer por parte del capo por
haber actuado de una manera tan inconsciente y con un resultado tan desastroso. Ninguna
reprimenda anterior sería comparable a esta, pero, sinceramente, no le importaba demasiado.
Cuando por fin acabaron con su brazo y, tras rechazar por séptima vez el traslado al
hospital para unas radiografías y una mejor atención, se levantó y salió del vehículo. Quería
saber de Fimiani. Debía de estar en la ambulancia que a unos metros estaba aparcada. Por el
camino se tropezó con Alloa, que llevaba puesta una extraña máscara en la nariz. Vio como
dirigía a los equipos mientras los preparaba para la inspección ocular.
—¿Cómo se encuentra, assistente? —Quiso saber de inmediato.
—Vivo. Y de muy mala hostia.
Alloa miró para los lados. Seguía obsesionado con el respeto ante su superior aunque
fuera su amigo. Cuando vio que nadie miraba se relajó algo.
—Qué susto me has dado, cabrón.
—Lo siento, de verdad.
—¿Por qué lo sientes?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 228

—Por haberte traído a este desastre. No sé por qué no actué con algo más de cabeza y me
traje algunos efectivos conmigo. Este puto bastardo no estaría libre. Yo…
—Déjate de lloriqueos ahora. Si vine contigo fue porque quise. Yo también podría haberte
dicho que no estábamos haciendo las cosas bien, pero decidí seguirte. Ha sido mala suerte.
Paolo respiró hondo. No sabía qué decir.
—¿Y esa máscara de Batman?
—Me ha roto la nariz de una hostia. Yo creo que me ha metido con un puño americano o
algo. Eso o tiene el puto brazo de hierro.
De pronto, un agente se acercó hasta ellos.
—Perdonen, pero tenemos algo.
—Hable.
—Hay un rastro de sangre reciente que podría ser del asesino.
Paolo se tensó.
—¿Sangre? ¿Dónde? ¿Cómo saben que es de él?
—Al parecer, uno de los agente que llegó en la primera patrulla, después del aviso del
agente scelto, vio salir una sombra negra a toda velocidad y abrió fuego sin pensarlo.
—¿Le dio? —Preguntó emocionado Paolo.
—Parece que sí, en la pierna, porque dice que después continuó renqueante.
—Joder, ¿y por qué no se me había contado esto antes?
—Estaban atendiéndole, assistente, yo…
—Está bien, no se preocupe, muy buen trabajo. Alloa, ¿te ocupas de esto?
Asintió, sonriente.
—Por cierto. ¿Qué ha pasado con Fimiani? —Preguntó Paolo antes de que se alejara y
temiéndose lo peor.
—Está ahí. Recibió algunos azotes y poco más. Ha tenido suerte.
Paolo respiró aliviado. Era la primera vida que lograban salvar y, como plus, era la del
padre Fimiani. Odiaba haber cogido cariño a ese mentiroso, pero era algo que no podía evitar.
Ahora tenía que dar algunas explicaciones.
Se dirigió hasta la ambulancia. La puerta estaba cerrada, así que golpeó con los nudillos
utilizando su brazo menos dolorido.
—Adelante —escuchó desde dentro.
El assistente abrió la puerta y observó que el sacerdote estaba siendo atendido por las
considerables heridas que ahora copaban su espalda. Lo curaba un enfermero de grandes
dimensiones.
—Assistente, cuanto me alegro de verle en pie —comentó Fimiani con una leve sonrisa.
—Aunque no lo crea, yo también me alegro en su caso.
El padre miró al enfermero.
—¿Podría dejarnos unos minutos a solas?
El enfermero dejó los algodones sobre una bandeja y salió del furgón resoplando.
—Creo que le debo una explicación.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 229

—Otra, dirá.
—Sí, sé que no paro de hacerlo, pero creo que ahora entenderá por qué.
—Yo lo que sé es que me dijo que podría confiar en usted y no ha sido así.
—En lo otro sí me arrepiento de haberle mentido. En esto no.
—Explíquese.
—Gracias a que no le he contado la verdad ha llegado a tener al asesino delante de usted.
Se lo he servido en bandeja.
—¿Se ha puesto usted mismo como señuelo?
—Sí. Y aunque el resultado final no ha sido bueno, al menos he cumplido con mi parte.
No me pregunte por qué, en esto sí le soy sincero, pero sabía que yo sería uno de los elegidos
por ese loco. Mi pecado era demasiado grande y sabía que vendría a por mí. Si se lo decía, no
actuaríamos de manera natural, por mucho que quisiéramos. Él se acabaría dando cuenta y
perderíamos la oportunidad. Sé que llegaría a tiempo de salvarme.
—Pero si nunca he llegado para los otros, ¿por qué con usted sí lo pensaba?
—Porque me he hinchado a dejarle pistas para que pudiera llegar hasta mí. No crea que
soy tan imbécil de dejarme el maletín con los documentos que usted no podía ver olvidado en
su despacho. Puedo fallar en otras cosas, pero le aseguro que cuando me confían algo lo
protejo con mi vida.
—¿Me dejó llegar a ellos adrede?
—Sí.
—Es un usted un poquito hijo de puta, ¿no?
Fimiani rió, pero pronto se le torció el gesto debido al dolor que sentía.
—Puede ser, pero ahora está aquí. Y yo estoy vivo.
—No sé ni qué decir. Ahora quiero que me cuente varias cosas. ¿Cómo prefiere que le
llame: Fimiani o Coluccelli?
—Fimiani, si no le importa. Abandoné la vida de Coluccelli y no me gustaría volver a
saber de ella.
—¿Quiere contarme qué pasó?
—No me importa. No quiero que quede ningún secreto entre usted y yo. Mi nombre
anterior era Flavio Coluccelli, no es que reniegue del nombre y apellidos que me dieron mis
padres, pero sí reniego de lo que fue capaz de hacer esa persona. Fui nombrado cardenal y me
trasladé a Roma. No sé de qué manera, pero me vi envuelto en una conspiración que estaba
llevando a cabo otro cardenal, Alexandros Guarnacci. Intentó con muy mala artes destruir
algo que el mundo, en mi modesta opinión, debería de conocer. Reconozco que actué sin
meditarlo, de una manera un tanto impulsiva, pero me vi, como digo, envuelto en todo eso y
el cardenal no reaccionó demasiado bien. Me atacó, quería acabar con mi vida. Yo solo me
defendí.
—Entonces no sé por qué reniega tanto de su pasado. Era matar o morir.
—Supongo que se sabe los Mandamientos de la Ley de Dios.
—Ah, ya, entiendo.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 230

—Eso es. En esos momentos, tanto Gendarmería Vaticana, como los Carabinieri, incluso
el propia papa, entendieron que aunque había cometido un crimen había sido en defensa
propia y salvaguardando algo que podría haber cambiado a toda la humanidad. Así que no
salió de ahí. Aun así tomaron nota de manera interna.
—¿En serio? ¿Tan gordo es?
—Entiendo que se me ha ido un poco la lengua y ahora sienta curiosidad, pero por su
bien, cuanto menos sepa mejor. Además, no tiene que ver con esto que nos atañe.
—Está bien. No preguntaré más.
—Y ahora sí que le digo que estoy libre de secretos. Le prometo que no tengo ninguno
más dentro. Ya lo sabe todo sobre mí.
—El caso es que no sé si eso es bueno o malo.
—Ahí ya le dejo a usted.
—Sigo pensando que debería habérmelo contado antes. Podría haberle puesto un
seguimiento especial y haber pillado a este capullo de otra manera.
—Le aseguro que no.
—Y yo le aseguro que ni él hubiera podido sospechar de ese dispositivo. Son gente
altamente cualificada.
—Assistente, creo que no lo está viendo todo con la suficiente perspectiva.
—¿A qué se refiere?
—¿No ha considerado que el homicida sea uno de los suyos?
Paolo no pudo evitar reír.
—Ría, ría —le dijo Fimiani—, pero quizá vaya un paso por delante porque siempre sabe
qué pasos da. Si me hubiera puesto esa magnífica protección lo hubiera sabido porque hasta
puede que hubiera formado parte de ese equipo.
Ahí fue cuando a Paolo se le cortó la risa.
—No creo que…
—Yo, ya le digo. No estaría de más que lo considerara. No soy policía y no tengo la
intuición que dicen que tienen ustedes, pero cada vez lo veo más claro.
Ahora sí que no supo qué responder. Tardó unos segundos en hablar, aunque cambió de
tema.
—Una última cosa. ¿Cómo le abordó?
—Recuerdo poco de ese momento. Solo sé que iba andando en dirección al Vaticano.
Desde que sabía que podría ser un objetivo lo hacía por callejones. Como incitando el
abordaje que usted dice. Siempre pensé que si esto ocurría, sería con un pañuelo con
cloroformo, como en las películas. Pero en cambio sentí un fuerte golpe en la nuca que me
hizo caer. Ya no recuerdo más.
—Sí, bueno, lo del cloroformo es un mito muy extendido. Se necesitan más de cinco
minutos de inhalación para perder el conocimiento. Estos de Hollywood… Ahora que, viendo
el golpe que le han dado, casi que preferiría el pañuelo.
—Sea como sea podemos darle gracias al Señor por estar un día más con vida.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 231

—La putada es que nuestro hombre también se las puede dar.


Fimiani sonrió.
—Estoy seguro, assistente, que usted dará con él muy pronto. Supongo que estará
desquiciado ahora mismo.
—Ya, y me asusta. En fin. Padre, quería decirle algo. Como ya sé de qué pie cojea y no
me guarda más secretos, si quiere, puede seguir echándome una mano con la investigación.
—Para mí será un honor.
—Bien. Quiero que sepa que un agente le acompañará a todas partes a partir de ahora.
Por su seguridad. Espero que entienda esto.
—No me queda más remedio que hacerlo. Ya me lo temía.
—Dencanse, padre.
—Haga lo mismo.
—Ya quisiera yo. No podré. Después de lo pasado esta noche no voy a pegar ojo, así que
lo más seguro es que me vaya a mi despacho. Total, qué más dará en un lugar que en otro…
—Déjeme acompañarlo en ese caso. Mi situación será parecida.
—Ni de coña. ¿Ha visto como está?
—¿Ha visto como está usted?
Paolo rió, pero por dentro maldijo que el jodido sacerdote tuviera razón.

Ya sentados de nuevo, uno frente al otro —a Fimiani le trajeron la silla de otro inspector
para que estuviera más cómodo —, lo primero que hizo el assistente fue echar un ojo al
informe preliminar de la inspección ocular. Había mucho espacio por analizar y aquello les
llevaría horas, pero las primeras conclusiones no eran demasiado halagüeñas. Nada. Aparte
de la sangre que el propio padre Fimiani había emanado, acompañada de la que había salido
del brazo de Paolo y unas gotas que habían caído también de la nariz de Alloa, nada. El
assistente se sorprendió por la celeridad con la que todo se estaba llevando a cabo. No era lo
habitual y, al menos, la parte que a ellos les tocaba se estaba cumpliendo. Tras leer el informe
no se sintió frustrado. Quizá porque tampoco es que esperara nada más de lo que leyó, ya
conocía demasiado bien a su oponente. Lo único digno de mención —aparte de unos maderos
tirados en el suelo para formar un crucifijo, un látigo que parecía haber sido sacado de un sex
shop, así como clavos de distinto tamaño y un gran martillo—, fue el símbolo que el
homicida tenía preparado para dejar en la escena una vez hubiera acabado con Fimiani: un
cáliz dorado con piedras preciosas —simuladas— engarzadas y con una diminuta serpiente
en su interior. Muerta, por supuesto.
—¿Cree que irá a por el siguiente apóstol o en cambio volverá a intentar lo que no
consiguió conmigo? —Preguntó el padre Fimiani.
Paolo salió de sus pensamientos de golpe. Tardó unos segundos en asimilar la pregunta
que le acababa de lanzar el sacerdote.
—Es complicado de saber. Si me tuviera que basar en como suelen actuar otros
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psicópatas, creo que lo volverá a intentar. Tienen esa necesidad de acabar lo empezado, pero
tampoco es imbécil y sabe que usted ahora es un furgón blindado. Supongo que buscará otra
víctima para repetir su intento.
—Podría ser, pero ahora me planteo si será alguien con mi mismo pecado o ya le dará
igual mientras esté en la lista de pecadores.
—Supongo que revisó la lista al igual que yo. Creo recordar que su pecado era único,
padre. Si hubiera otro me hubiera dado cuenta enseguida. Me parece que tomará a otro
pecador diferente. Esto me preocupa, porque a pesar de culminar de algún modo lo que ha
empezado, no lo hará del modo que tenía previsto y le puede generar una ansiedad que puede
ser tanto buena como mala.
El sacerdote entendía lo que quería decir el policía. Tanto podría servir como para que
cometiera un error como para que se desatara una bestia que acabara con su obra aquella
misma noche.
— De todos modos tratemos de ser positivos —comentó Fimiani—. Esto nos deja un
marco que nunca antes habíamos tenido. Ahora sabemos como serán las dos siguientes
muertes. Una será la de san Felipe, que emulará lo que intentó conmigo y la otra será la de
san Juan.
—¿San Juan? —Preguntó a la vez que tecleaba en su ordenador.
—Sí. El cáliz y la serpiente.
—Joder, es verdad, coño. Esta noche están pasando tantas cosas que ya ni me he parado a
pensar esto. Aunque si le digo la verdad, lo primero que me ha venido a la mente ha sido que
es el símbolo de las farmacias.
—Es parecido, lo de las farmacias es la copa de Higia, que era la diosa griega de la
sanidad. No tiene que ver con lo de san Juan. Lo verdaderamente preocupante es cómo
morirá.
—No me lo diga, lo meterá en una olla gigante de aceite hirviendo.
—¿Cómo sabe…? —Preguntó Fimiani muy sorprendido.
El inspector giró la pantalla.
—San Google.
Fimiani rió.
De pronto la puerta del assistente sonó, pasó Alloa.
—Assistente, al despacho del capo. Nos llama.
—¿El capo? ¿Qué hace aquí?
—Normal después de la que hemos liado. Vamos porque nos espera con una cara…
Paolo tragó saliva. No había olvidado la que se le iba a venir encima, pero sí era cierto
que al menos esperaba a que llegara el alba para que sucediera.
Dejó al padre Fimiani dentro de su despacho mientras que, junto a Alloa, visitaba el
despacho de su jefe para soportar la charla.
—Tomen asiento —les indicó.
En verdad Alloa se había quedado corto en cuanto a lo de su humor. La cara que tenía
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 233

nunca la había visto el assistente.


—Usted dirá —comentó Paolo.
—¿Que yo diré? ¿En serio tiene usted los santos cojones de decirme que yo diré?
—Supongo que quiere hablar de lo que ha pasado esta noche. Ha sido un lamentable
error…
—Bien, empezamos de puta madre. Si solo piensa que ha sido un lamentable error es que
no ha entendido nada.
—Lo único que pensaba era en salvar la vida del padre Fimiani, capo, y lo he hecho.
—¿A qué precio? Se ha saltado todos los procedimientos. ¿Qué coño digo yo ahora a
todos mis capos?
—Puede decirles que actué como un policía tiene que actuar. O no lo sé, sinceramente, y
pido perdón por si le meto a usted en algún problema, pero solo pensaba en salvar la vida del
padre.
—No hace falta que me lo repita. Ha puesto su vida en peligro, pero no solo eso, la de
Alloa también.
—Verá —intervino Alloa—, yo…
—¡Usted se calla!
Agachó la cabeza de inmediato.
—Soy consciente de que le han salvado la vida a una persona. Eso es encomiable, pero no
se pueden hacer las cosas así. Su intento de ser un héroe podría haberle costado la vida a dos
de mis mejores hombres.
—Lo siento, capo, no volverá a suceder.
—De eso estoy seguro. Pásele todo lo que tenga del caso a Alloa. A partir de ahora se
hace cargo él.
—¿Qué? —Dijeron los dos policías al unísono.
—Lo que están oyendo. Usted ha participado en la hecatombe de esta noche, pero solo
obedecía órdenes. Malas órdenes, eso sí. A pesar de eso, sé que ha estado implicado de
manera activa en la investigación y conoce todos los detalles, así que se encarga ahora.
Contará con la ayuda del sacerdote siempre que este quiera seguir.
Alloa no sabía qué decir, miraba a Paolo, que estaba visiblemente afectado. No podía
hacerle esto a su amigo. No podía aceptarlo.
—No puedo…
—Lo hará. La única decisión en firme de los capos es que Salvano no siga al frente. Den
gracias a que solo tomarán esa medida contra él. Además, antes de que pongan a cualquier
inútil al frente lo prefiero a usted. Contará con todos los medios que necesite y todos los
hombres. Sin excepción. Quiero a este loco encerrado antes de que cante un gallo.
¿Entendido?
—Sí, señor…
—Pues ya me han oído. Ahora fuera.
Ambos asintieron y salieron.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 234

—Paolo, yo… —dijo Alloa nada más salir.


—No te disculpes porque me lo he ganado. Además, si en algo tengo que darle la razón al
capo es que yo también te prefiero a ti al frente de esto. Imagina que ponen a Carignano.
Alloa sonrió algo forzado.
—Hazlo lo mejor que puedas —continuó hablando Paolo—. Sé que si alguien puede
atraparlo, ese eres tú. Voy al despacho y te paso por Dropbox todo lo que tengo del caso.
También le diré a Fimiani que cambia de compañero.
Alloa asintió.
Paolo regresó a su despacho cabizbajo. Cuando llegó le explicó la nueva situación al
sacerdote y este, muy disgustado, contrariado y, en realidad, sin entender nada, salió de su
despacho en busca de Alloa para prestarle su ayuda.
El assistente estuvo un rato considerando si en verdad hacía algo ahí a esas horas, en su
despacho, después de quedarse fuera del caso. Quizá no, pero en su casa se sentía más inútil
aún. Puede que lo mejor que podría hacer era escupir todas sus conclusiones en una hoja en
blanco para así pasárselas a Alloa y allanarle algo el camino. Aunque estaba seguro que no le
haría falta. Ojalá él tuviera la suerte que le faltó.

Capítulo 49

Martes 26 de marzo de 2013. 03:45h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Cualquiera que hubiera entrado en su despacho en esos momentos hubiera creído


encontrarse en la típica escena del hombre que bebía tras la barra de un bar, manos en la
cabeza y cara lánguida, tras haber sido dejado por la chica que no supo entender que él era así
y no lo podría cambiar nunca nadie. Solo que habría que quitar de la escena la bebida, la
chica y hasta el bar.
Paolo se encontraba abatido en su despacho, con las manos sobre la cabeza y sin poder
dejar de darle vueltas a lo que había sucedido.
¿Cómo podía haber tomado tan malas decisiones?
¿Había sido aquel el peor día de toda su vida?
Probablemente.
Nada podría haber salido peor, aunque él seguía quedándose con la satisfacción de haber
podido salvar la vida del padre Fimiani. Quizá se amparaba en este consuelo para engañarse y
decirse a sí mismo que había hecho algo bien. Ya no sabía ni qué pensar.
Llevaba una infinidad de horas sin probar bocado y, a pesar de ello, no tenía nada de
hambre. Puede que no la volviera a tener nunca porque su estómago se había cerrado a cal y
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canto.
Lo que sí que le alegraba, de verdad, era que Alloa hubiera tomado las riendas de la
investigación. Aunque fuera de manera algo forzosa y en contra de la voluntad del agente
scelto. Conocía a su amigo y sabía que dos cosas eran ciertas: una, que de verdad no quería
llevar las riendas, ya que sentía que lo estaba traicionando, cuando en verdad no era así; y
dos, que lo haría genial. Mucho mejor que él mismo, seguramente.
Así que solo esperó por la propia salud mental de su amigo que todo aquello acabara
pronto. Más que nada porque sabía que si no acabaría perdiendo la cabeza, como ya, al
parecer, la había perdido él.
Miró a su alrededor. El despacho se le estaba quedando incluso grande. Frío, por qué no
decirlo. Pero si un habitáculo así hacía que se sintiera de esa manera, no quiso imaginar cómo
sería en casa. Donde nadie le esperaba. Donde nadie le esperaría nunca. Añoraba el tener
contacto humano. Contacto íntimo, por llamarlo de alguna manera, pero el trabajo lo absorbía
y se sentía incapaz de poder relacionarse con un semejante y abrirse a esa persona. Así que,
por desgracia, su único amante verdadero era una labor a la que él había traicionado.
Tampoco podía dejar de pensar en el tipo de historias en las que lo pondrían a trabajar
ahora. Puede que hubiera tenido entre manos el caso más complicado de toda la historia de
Italia y ahora lo había dejado escapar como arena fina entre los dedos. Sí, estaba siendo
tremendamente egoísta por considerar el caso como algo grande y obviar las víctimas que
había de por medio. No podía evitar pensarlo así.
Ahora, seguramente, le tocaría estar un tiempo comiendo lo que nadie quería. Casos
basura de los que todos huían. Basura que se acababan tragando los novatos por ser
precisamente esto. Aunque, bien mirado, era tal y como él había actuado. Como un novato.
Una llamada a su puerta lo sacó de sus pensamientos.
Alloa entró.
—Paolo, me alegra saber que todavía estás aquí.
—No sé cómo tomarme esto, socio, ya que estoy aquí porque no sé adónde ir.
—Venga, venga, déjate de dramas y levanta el culo del asiento.
Paolo lo que levantó fue una ceja.
—No me mires así. Se ha dado prisa, hemos recibido un aviso de una mujer que dice
haber escuchado gritos en el piso de al lado. Nos ha dicho que allí vive un sacerdote.
—¿Y?
—¿Cómo que y? Pues que te levantes que te vienes conmigo.
Paolo rió, algo irónico.
—Tío, creo que, o no te has enterado tú, o yo he entendido otra cosa. ¿No has oído al
capo?
—Precisamente por eso. La primera vez no lo he pillado, pero ahora ha venido
personalmente a mi mesa a darme el aviso. Si eso no era extraño, me ha recordado que utilice
a todos los hombres que necesite. Sin excepción.
—Pero… no creo que quisiera decir…
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 236

—Venga, Paolo, no me hagas explicártelo para tontos, hombre. Los capos le han pedido
tu cabeza. Se la ha dado. Pero no es imbécil y sabe que aquí el único que puede resolverlo
eres tú. Ha puesto mi nombre al frente porque sabe que contaré contigo si me da carta blanca.
Tío, que hay assistente mucho más experimentados que yo, que solo soy agente scelto, ¿y me
pone al frente? Anda que no se nota. Venga, no me hagas rogarte, levanta el culo y ven.
Paolo dudó. Lo que decía Alloa tenía mucho sentido, sin menospreciar a su amigo. Puede
que tuviera razón y el capo solo hubiera hecho una maniobra de distracción para tener
contentos a los de arriba.
No lo pensó más. Se levantó, abrió su cajón, sacó el arma y echó a andar detrás de Alloa.
De camino a salir del complejo pasaron por delante del despacho del capo. Paolo no dudó en
mirar hacia adentro y se encontró con la mirada de su jefe que lo miraba y asentía con la
cabeza.

La dirección que les habían pasado no distaba demasiado de la sede, así que no tardaron
en llegar. Fimiani prefirió quedarse en ella pues consideraba que su verdadera ayuda
comenzaba una vez transcurridos estos momentos. Además de que le dolía la espalda
horrores aún a pesar de ir cargado de calmantes. Un coche patrulla aguardaba apostado en la
puerta. Junto a ellos llegaron dos más. El cerrajero judicial llegó a la vez que ellos.
Tras la pertinaz orden, subieron por las escaleras hasta el segundo. La mujer aguardaba en
la puerta de su casa.
—Es ahí. Ay, por Dios, espero que no le haya pasado nada.
El cerrajero no hizo falta. La puerta había sido reventada de una patada.
—Mierda… —dijo Paolo— Este cambio en su actuar, a la desesperada y sin esa finura
característica, no puede ser bueno.
—Ahora supongo que estará lleno de ira.
—Pues si es así, que Dios nos coja confesados.
Dicho esto accedieron al interior, arma en mano. Lo que esperaban encontrar en el
interior de la vivienda no aventuraba ser bonito de ver, pero lo que de verdad encontraron,
por encontrar una palabra, ya que no creyeron que la verdadera existiera, lo calificaron de
dantesco.
En la habitación del fondo, que al parecer era en la que el sacerdote solía dormir,
encontraron el cuerpo sin vida del padre Trento. Yacía boca abajo, sin vida, en el suelo de la
propia habitación. Su espalda era difícil de definir, pues la mezcla de sangre, piel y músculo
desgarrado ofrecían una visión nada agradable.
Paolo echó un ojo a su habitación. Estaba casi desnuda de no ser por la propia cama, un
pequeño armario y un crucifijo.
—Debo confesar que esto impresiona, pero esperaba otra cosa.
—¿A qué te refieres? —Quiso saber Paolo.
—¿A san Felipe no lo azotaron, encarcelaron y crucificaron? Lo he leído en tu propio
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informe.
—Ah, sí, ya. Esto es una mierda, tío. Que no siga el plan es una gran putada.
—¿Por qué? Será mejor que no haga todas las cosas que tenía pensadas.
—Porque está desatado. Lleno de rabia. ¿Has visto la puerta? Ni se ha molestado en
hacerlo de manera sutil, como siempre. ¡Pum! La ha reventado. Y mira la espalda del pobre
hombre. No sé si tendrá la herida de siempre, te recuerdo que en lo de Fimiani no se encontró
el arma que les clavaba, por lo que se la pudo llevar, pero lo que está claro es que lo ha
reventado a latigazos. Puede que el sacerdote haya puerto por esto. Mira la crueldad que ha
descargado en él.
Paolo tenía razón. Aquello hasta parecía desmesurado para él.
—De todas maneras —continuó Paolo—, sigo pensando que el tiempo nos dirá si esto es
malo o bueno. Ha perdido parte de su cuidado. Podría cometer un error. Lo malo es que
tenemos que esperar, como siempre.
—Esperemos pues. Tenemos, supuestamente, su ADN y no podemos hacer nada hasta
que lleguen los chicos de genética mañana por la mañ… que diga, dentro de un rato. De todas
maneras, entre que lo preparan para que sea válido para el análisis casi que podríamos perder
otro día.
—Bueno, ahora al menos alguien más ve la desesperación que estoy llevando con la
lentitud de este caso.

Capítulo 50

Martes 26 de marzo de 2013. 09:02h. Aeropuerto Leonardo da Vinci. Roma.

A las nueve de la mañana pisaron suelo italiano. El aeropuerto en el que aterrizó su avión
se conocía como el de Fiumicino, aunque su nombre oficial era el de Aeropuerto
Internacional Leonardo Da Vinci y era el más transitado de toda Italia. Precisamente, en aquel
momento, se encontraba hasta los topes.
La empresa en la que Edward les había alquilado el coche era la primera que había nada
más salir de la terminal. Algo bastante cómodo. Lo que no esperaban era el coche que en esta
ocasión les había reservado el escocés. Nicolás tomó la llave del flamante Mercedes E-500
perplejo. El coche era precioso, con un color marfil impecable que ayudaba a resaltar su
línea. Estaba recién matriculado, al parecer, por lo que Nicolás calculó que el coche podría no
tener ni una semana de uso.
—¡Madre mía! —Exclamó Carolina nada más verlo—. Así, discretito, para no llamar la
atención.
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Nicolás rió ante el comentario. Era cierto que aquello era pura ostentación, aunque
reconocía que a él no le hubiera importado cambiar su ya curtido en mil batallas Peugeot 407
por este modelo. Se olvidó de esa idea, quedaba muy lejos de su alcance.
El sistema de navegación del Mercedes era algo que nunca habían visto. Era bastante más
complejo que en los coches anteriores, sofisticado, por decirlo de algún modo. A Nicolás le
costó algo entenderlo, pero pudo introducir la dirección del hotel en el que tenían reserva y
puso rumbo hacia él.
Tras treinta y cinco kilómetros de viaje, lo primero que les sorprendió al entrar en la
ciudad no fue la belleza sin igual del lugar, sino la temeridad con la que conducían los
romanos.
Nicolás ya había escuchado algo de esto, pero vivirlo fue muy distinto. El inspector era
un experimentado conductor gracias a cursos recibidos por la propia Policía Nacional, pero
todo eso se quedaba corto ya que aquello parecía un circuito de fórmula uno. Muy asustado,
comprobó que aquello era la definición pura del caos. Un semáforo que acabara de ponerse
en rojo significaba, para muchos, que todavía podían pasar. Los pasos de peatones eran un
mero adorno y los pitidos que llegaban por todos lados eran constantes.
A Carolina no es que no le importara su vida, pero sus ojos ya no eran capaces de ver otra
cosa que no fuera el encanto del lugar. Miraba ensimismada edificios que había estudiado en
profundidad y de los que se había enamorado hasta las trancas. Ahí estaban todos, sin falta: la
muralla, el circo, el foro… pero el que más la había cautivado desde siempre, por muy típico
que pudiera parecer, era el Coliseo.
Todavía yendo más allá, afirmaría sin dudar que era su edificio favorito en el mundo
entero. Cuando pasó por delante de él sus ojos se empañaron en lágrimas. Nicolás sabía de su
afición por él, así que no pudo evitar mirarla con una sonrisa dibujada al tiempo que pasaban
cerca.
—Te veo entusiasmada —dijo el inspector.
—Esto es un sueño. Todavía no puedo creer que estemos aquí.
—Tienes que intentar disfrutarlo a pesar de lo que hayamos venido a hacer. De todas
maneras, te prometo que no será la última vez que pises Roma. Como que me llamo Nicolás
Valdés.
Carolina sonrió a través del espejo. Eso no pasó desapercibido al inspector, que la
observó a través de su reflejo. Pasaron unos minutos callejeando con extremo cuidado hasta
que el GPS les indicó que ya habían llegado a su hotel. El edificio estaba, a su vez,
magníficamente ubicado al lado del estado más pequeño del mundo.
El Vaticano.
El hotel que tenían reservado tenía por nombre Alicamandi Vaticano y estaba situado en
el Viale Vaticano número 99, justo al lado de la imponente muralla de la santa sede. Nada
más entrar, tuvieron la certeza de que un alojamiento ahí no estaba al alcance de cualquiera.
No solo por la ubicación, sino porque el edificio estilaba clase y opulencia en cada rincón que
mostraba. Tenía cuatro estrellas, pero eso era un mero número para lo que dentro
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 239

encontraron.
El mostrador estaba tallado en madera noble, dividido en tablas de cuadrados
concéntricos de aspecto sobrio a la par que elegante. No había demasiado espacio para una
aglomeración de clientes esperando a ser atendidos pues, enfrente de la recepción, había una
serie de sofás tapizados en cuero blanco que contrastaban con la madera del mostrador y le
daba un toque moderno al conjunto. Tras la recepción, de espalda a los trabajadores, había un
inmensa inmensa mezcla entre cuadro y escultura con la muralla vaticana tallada en él.
En el mostrador había una sonriente mujer de pelo moreno y piel blanca que los miraba
con unos impresionantes ojos de color marrón claro. Se dirigieron a ella.
—Buenos días, ¿español? —Probó el inspector.
—Sí, claro. ¿Tenían reserva?
—Sí, aquí tiene los pasaportes.
Tras unos segundos les dio un papel para firmar y su correspondiente llave electrónica. Su
habitación era la suite principal. Edward seguía haciendo de las suyas. Ya no le dirían nada
sobre esto, no merecía la pena.
—Espero disfruten de todas las comodidades, aquí estamos a su servicio. Pueden dejar
aquí su equipaje, un compañero se lo subirá en unos minutos.
—Gracias.
Tras obedecer y dejar las maletas sobre un carro dorado, montaron en el ascensor y
pulsaron el botón de la última planta. Cuando llegaron a su habitación y abrieron la puerta, no
pudieron disimular su sorpresa ante lo que vieron.
—Esto es… ¡Demasiado! —Comentó entusiasmada Carolina.
Con una amplitud mucho mayor que la vivienda de Nicolás en Madrid, la suite estaba
decorada con un gusto minimalista pero exquisito. El inspector miró a la chica convencido de
que esto, precisamente, era lo que a ella le gustaba. Unas paredes pintadas en una variedad de
marrones sobrios pero elegantes y una serie de muebles modernos y de formas imposibles
revestían el interior de las estancias —ya que no solo se componía de una sola—. También
había un mueble bar repleto de cristales bellos y con una amplia gama de bebidas alcohólicas.
Pasaron a la habitación. La cama era la más gigantesca que los dos habían visto en toda su
vida. Un enorme LED de unas cincuenta pulgadas estaba anclado a la pared de enfrente del
mueble.
El inspector no dejaba de mirar la cama, preocupado.
—Creo que se han equivocado. Supongo que Edward pediría camas separadas pero no las
han puesto.
—No importa, Nicolás, ya has visto como es de grande. No digamos nada.
Nicolás tragó saliva. No esperaba esta respuesta.
—Como quieras —acertó a decir.
La puerta principal sonó. Fue Nicolás el que marchó a abrir. Un joven de no más de
veinticinco años esperaba tras el umbral, sonriente. Traía las maletas en sus manos, además
de un sobre blanco y de grandes dimensiones. Le dio todo al inspector.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 240

Este, tras dejar las maletas en el suelo, sacó de su bolsillo un billete de veinte euros y se
lo puso en la mano al joven. Como Edward no lo escuchaba cuando pedía que no gastara
tanto en ellos, decidió que era el modo en el que podía vengarse de él. Además, por fin había
cumplido su particular sueño de imitar lo que veía en las películas.
El joven sonrió y se despidió.
Nicolás no esperó a llegar donde estaba Carolina para abrir el sobre. Era una carta del
mismísimo Vaticano. Había sido escrita aquella misma mañana, por la fecha que traía el papel
en su parte superior. Confirmaba la hora para que pudieran visitar la necrópolis. Sería a las
doce de la mañana. En la carta, además, venía una serie de normas sobre el correcto vestuario
y varias recomendaciones. También indicaba que debían acudir al Ufficio Scavi para así poder
recoger los billetes que les permitirían la visita.
Nicolás se la mostró a Carolina y la leyó con interés.
—Este hombre consigue lo que se proponga… —masculló sorprendida.
—El dinero lo puede todo. Siempre lo he pensado, pero estos días lo estoy comprobando.
Es impresionante.
Carolina miró su reloj.
—Pues falta solo media hora para la visita. Así que vamos yendo.
Salieron de la lujosa habitación y después del hotel. Estaban muy cerca de su destino, así
que no les hizo falta apretar el paso para llegar a tiempo, aunque no sabían exactamente
dónde estaba el lugar al que tenían que dirigirse.
Accedieron a la Plaza de san Pedro. Carolina miraba a su alrededor con los ojos repletos
de emoción. Nicolás no podía evitar sonreír como un tonto al verla tan ilusionada. Un
sacerdote pasó a su lado y el inspector no dudó en preguntar.
—Perdone, ¿el Ufficio Scavi?
El sacerdote se detuvo, señaló con su dedo hacia la izquierda y continuó su camino sin ni
siquiera despedirse. El punto indicado estaba en el lado izquierdo de la basílica de san Pedro
si la miraban de cara. Fueron. Lo primero que vieron al acceder a la parte interior de la
alucinante columnata que flanqueaba la plaza, fue lo que tantas y tantas veces habían visto en
televisión. Aunque nada que ver con lo que impresionaba el poder verlos a la cara. Ahí
estaba, la Guardia Suiza.
Eran dos y estaban rectos como barras de acero. Era imposible no mirarlos embobados.
Vestían sus pintorescos uniformes y sus características alabardas.
—En mi vida pensé que los vería tan de cerca —comentó Nicolás—. El traje es de
Leonardo Da Vinci, ¿no?
Carolina negaba con la cabeza sin poder dejar de mirarlos, embobada.
—¿Cómo que no? Siempre se ha dicho, además, creo que lo leí en El Código da Vinci.
Carolina rió.
—Claro, como tantas otras cosas que leíste y que hemos descubierto con nuestros propios
ojos que no eran ciertas, ¿no?
Nicolás se puso colorado.
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—No —siguió hablando la joven—. No es de Da Vinci. Al menos los actuales. Fueron


modificados a principios del siglo veinte por uno de sus comandantes. Repond, creo que se
llamaba. De todas maneras, los que modificó también se duda que sean obra del genio.
—Pues nada. Ya me has fastidiado el día —comentó jocoso.
—Sea como sea, esto impresiona mucho. Es como un sueño.
Quizá por la impresión de verlos, tardaron unos segundos en darse cuenta de que lo que
custodiaban era la entrada del Ufficio Scavi, el lugar al que tenían que ir. Nicolás, que no les
vio cara de muchos amigos, prefirió mostrarles la carta directamente.
El guardia la leyó. Sin decir nada, fue adentro y regresó al poco con dos entradas en la
mano. Una vez se las entregó, ambos se apartaron.
Accedieron a una antesala en la que tuvieron que mostrar las entradas a un hombre
trajeado muy corpulento. Junto a la entrada habría un grupo de más o menos unas diez
personas. Sería el grupo que les acompañaría en su visita, seguramente. Aguardaron unos
minutos en los que comprobaron que todos los allí presentes eran turistas españoles. No sería
fruto de la casualidad, ya que intuyeron que organizarían las visitas por idioma para facilitar
el trabajo a los guías. Este último no tardó en llegar y presentarse. Lo primero que hizo fue
contar que los allí presentes eran unos privilegiados, pues solo doscientas cincuenta personas
al día podían visitar la necrópolis. Dado el volumen de turismo diario que tenía el Vaticano,
esto era una verdadera suerte.
Después de esto y recordadas las normas de seguridad, abrió una puerta que mostraba
unas escalinatas descendentes que les llevaba directos a lo que se conocía como nivel I. En el
II, según explicó mientras bajaban, se encontraban las tumbas papales y el III era la basílica
de san Pedro.
A pesar de su antigüedad, la zona estaba vigilada por cámaras que no dejaban de moverse
y apuntaban directamente al grupo todo el tiempo. También estaba más iluminada de lo que
en un principio esperaron. Lo cierto es que el lugar era algo agobiante y sentirse observados
podía conferir seguridad a aquellos que se sintieran ahogados ahí abajo.
—La necrópolis —comenzó a decir el guía mientras avanzaban lentamente por su interior
—, es resultado de la sepultura por parte del emperador Constantino para que sirviese de
plataforma para lo que acabaría siendo, después de muchas añadiduras de altares que fueron
agrandando esto, la basílica de san Pedro. Por ella saldremos luego y acabará siendo el
colofón final de nuestra visita. Esto es una gran ventaja, pues ustedes ahorrarán toda la cola
que seguramente han visto ahí afuera y que se forma cada día. Piensen que se encuentran en
uno de los lugares más visitados del mundo, con cerca de cuatro millones doscientas mil
personas al año.
Los dos jóvenes escuchaban atentos cada explicación por si alguna de sus palabras les
hacía entender por qué estaban ahí abajo.
—Se le llama necrópoli—siguió hablando el guía— porque Constantino allanó el valle
para poder llevar a cabo lo que les he comentado, pues según se decía, los restos del apóstol
Pedro, el primer papa de la Iglesia, descansaban sobre este valle. Es por esto que no son
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consideradas unas catacumbas, por si acaso se lo han preguntado. Pues bien, esta necrópolis
fue olvidada por el paso del tiempo hasta que el papa Pío XII ordenó a unos obreros que
excavaran de nuevo al ser redescubierta, accidentalmente por ellos mismos, mientras
trabajaban en la construcción de la tumba de Pio XI. Esto ocurrió en el año 1939. Supongo
que se preguntarán como es posible que este lugar quedara olvidado. Esto tiene fácil
respuesta. No olvidemos que durante siglos la Iglesia tuvo a unos papas más preocupados por
el poder que ostentaban que por su misión principal. Esto hacía que este complejo creciera
cada vez más y más. Por desgracia se llegó a olvidar que todo esto nació de la idea de honrar
los huesos del apóstol san Pedro. Ahora, debemos dar gracias de que haya vuelto ese espíritu.
—¿Realmente son los huesos de san Pedro? —Preguntó una mujer muy interesada en la
explicación.
—Es complicado de afirmar al cien por cien. La tradición popular dice que sí. Costó
mucho que el Vaticano aceptara, pero se llevaron a cabo unos estudios antropológicos de los
huesos que confirmaron que se trataba de un varón de avanzada edad, robusto y que vivió en
el siglo primero de nuestra era. Esto apunta directamente a que es verdad y son los suyos,
aunque como digo al cien por cien es imposible. Creo que nos toca también hacer un pequeño
ejercicio de fe.
—Pero supongo que presentaría signos de la crucifixión con la que se cuenta que murió
—intervino Nicolás, que sabía de lo que hablaba por sus propias experiencias en el
Anatómico Forense.
—Es un dato que no ha trascendido. Supongo que es algo que el Vaticano se ha querido
guardar para sí.
Nicolás pensó que, que no lo hubieran contado, significaba que no eran sus restos. Si
hubieran hallado signos lo pregonarían a los cuatro vientos. Nada como demostrar que uno
tiene razón.
La sensación de frío y humedad que sentían conforme iban avanzando por las galerías era
cada vez más intensa. Continuaron andando mientras el guía explicaba las obras de arte
precristiano y cristiano con las que se iban cruzando. Todo aquello resultaba fascinante, pero
los dos jóvenes comenzaban a sentirse algo frustrados al no encontrar nada en sus palabras
que les indicara que estaban ahí para algo concreto. Todavía les quedaba recorrido por hacer,
por lo que las esperanzas no se desvanecían del todo. De igual modo, las dudas sobre lo que
hacer una vez se les saltaran las alarmas estaban demasiado presentes. ¿Cómo podrían
separarse del grupo para iniciar una investigación independiente? Dadas las circunstancias de
la visita, les parecía una misión imposible.
Tras un buen rato caminando, repleto de curiosidades, llegaron al punto álgido de la
visita: la tumba de san Pedro.
—Señoras y señores. Quiero que abran bien sus ojos y oídos porque les aseguro que esto
no lo van a olvidar en sus vidas. Frente a nosotros se encuentra el que es, con toda seguridad,
el apóstol más conocido de nuestro señor Jesucristo. El mismo que lo negó tres veces y sobre
el que encomendó el papel de crear a su Iglesia.
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Los doce, incluidos Nicolás y Carolina, sintieron un escalofrío tras las palabras del guía.
La verdad es que, creyentes o no, todo el que se encontraba frente a ese lugar sentía esa
misma sensación.
Frente a ellos había varias cajas transparentes. Justo al lado de ellas, una inscripción en la
que se podía leer: «Pedro está aquí». Varios de los allí presentes se santiguaron y, algunos,
hasta derramaron lágrimas de la emoción.
Carolina y Nicolás, después de la impresión inicial, lo único que sentían era una tremenda
decepción al no haber visto u oído nada que les acercara lo más mínimo a la hermandad. El
texto del suelo de Armenia los enviaba claramente ahí, pero no había nada que lo confirmara.
Tras unos minutos, el guía llevó al grupo a unas escaleras que los llevaba hasta el nivel II,
el de las tumbas papales. Su recorrido tampoco trajo nada remarcable para los dos jóvenes.
Una nueva escalera los llevó al nivel III. Comenzaba la visita a la impresionante basílica
de san Pedro. Carolina lo andaba observando todo con las emociones divididas. Por un lado,
la decepción de no encontrar nada ahí abajo. Por otro, la emoción de ver cumplido su sueño
de andar pisando ese suelo. Contemplaba en esos momentos la famosa Piedad de Miguel
Ángel cuando se le ocurrió algo.
—Perdone —se dirigió al guía—. Supongo que, por como habla y como lo cuenta, es
usted historiador, ¿verdad?
—Así es. Y muchas gracias por decirme esto —comentó sonriente.
—Es que yo también lo soy y lo noto enseguida. Trabajo para el obispado de Madrid y
estoy realizando un trabajo de investigación acerca de las catacumbas cristianas de Roma. En
lo que llevo investigado, sé que hay más catacumbas como la necrópolis aunque son menos
conocidas. ¿Qué sabe usted de esto?
Rió antes de hablar.
—Que es la primera vez que me preguntan sobre ellas y me encanta. La gente piensa que
solo está la que hemos visitado. También es cierto que, como sabrá, el descubrimiento de las
otras dos ha sido reciente y casi que ni ha salido a la luz, así que no culpo a la gente.
Carolina se sorprendió por la afirmación. Intentó no reflejarlo en su rostro.
—De todas formas una de ellas está a punto de abrirse al público. Será el mes que viene.
La llaman «la necrópolis de la via triunfalis» y fue descubierta en la realización del parking
de Santa Rosa. Ya la han restaurado y rehabilitado.
—¿Y la otra?
—De esa todavía se sabe poco. Lo que se tiene de ella, sobre todo, son sospechas por
investigaciones por sondeo que han realizado. Ni siquiera se sabe dónde está la entrada, así
que me parece que no puedo contarle más.
—Nada, no se preocupe, me ha sido muy útil.
—No hay de qué.
Carolina volvió al lado de Nicolás, que a pesar de estar a una cierta distancia, no se había
perdido ni una palabra de la conversación.
—¿Cómo sabías que habían otras necrópolis? —Preguntó asombrado.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 244

—No lo sabía. Te juro que ha sido suerte. He pensado que esta no tenía que ser la única,
porque ya hemos visto que es imposible que la hermandad quiera realizar una prueba ahí
abajo. Así que tenía que ser otra.
—Ya, pero, ¿dónde está y cómo se entra?
Carolina solo pudo encogerse de hombros.

Capítulo 51

Martes 26 de marzo de 2013. 13:22h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Paolo, obligado por Alloa, se había marchado a casa a descansar unas horas. No se dio
cuenta de que estaba al borde de la extenuación hasta que se echó sobre la cama. Tampoco se
dio cuenta de que pasaron apenas diez segundos hasta que cayó en un profundo sueño. No
movió ni un solo músculo de la posición en la que había caído hasta que su teléfono móvil
comenzó a vibrar.
Abrió un ojo y dudó en si estirar o no el brazo para contestar. Dado el panorama, mejor
que sí.
Era Alloa.
—¿Es por el ADN? ¿Ya sabemos quién es el hijo de la gran puta? —Preguntó a modo de
saludo con un evidente cansancio en la voz.
—No, Paolo, no es eso. La muestra estaba bastante contaminada y ya sabes como va esto.
Tardarán un buen rato en obtener algo purificado con lo que poder hacer una búsqueda.
—¿Entonces?
—Tenemos que ir a otro escenario.
A Paolo se le pasó la modorra de golpe. Se levantó de un salto de la cama.
—¿Qué? ¿Ya?
—Es lo que nos temíamos. Está desatado. Por completo.
—¿Qué ha pasado?
—La información es confusa. La mujer que ha llamado estaba histérica, como siempre.
Apenas hemos podido tomar bien la dirección y poco más. Es una iglesia.
—¿Cuál?
—La iglesia de los santos Juan y Pablo. No sé si es casualidad que haya elegido la de san
Juan sabiendo que va a imitar esta muerte.
—No sé. En las otras no parecía elegirlas por nada especial, menos la de Fimiani y la del,
con perdón, troceado… Aunque esto puede ser otro cambio de patrón. Ya he perdido la
cuenta de cuántos lleva.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 245

—Yo pienso que lo hace porque está asustado. Nos estamos acercando demasiado a él y
ahora no nos lo quiere poner tan fácil.
—Yo qué sé. Podría ser. Bueno, dame dos minutos que me refresque un poco y salgo para
allá. Allí nos vemos.

Paolo aparcó el coche al lado del templo. El médico que lo atendió por la noche le había
recomendado no conducir ni hacer esfuerzos, pero no era tiempo de lamentos y quejas, así
que desoyó el consejo. La turba alrededor de la iglesia era importante. La presencia policial
había alentado a curiosos a acercarse y poder observar mejor lo que en medios de
comunicación no cesaban de hablar. Los asesinatos se habían convertido en la comidilla de
todo el país. Quizá, si todo hubiera ocurrido hacía algunos años, el Vaticano podría haber
ayudado a ocultar todo aquello a los ojos del pueblo, pero en la era tecnológica era imposible.
De hecho, había más transeúntes móvil en mano que periodistas con su cámara enfocando
hacia la entrada del templo.
El assistente sorteó a los allí congregados y pasó el cordón policial. Alloa estaba junto al
padre Fimiani, a las puertas de la iglesia.
—Buenos días, ¿han descansado? —Preguntó Paolo nada más llegar.
—Ya quisiéramos —contestó Alloa—. El padre y yo hemos estado poniendo en común,
desde anoche hasta ahora, todo lo que sabemos y las conjeturas que nos hacemos.
—¿Y han sacado algo en claro?
—Ya quisiéramos, también.
—¿A quién te has traído, agente scelto? ¿Ha venido algún assistente más?
—Quería traer a Carignano, pero hoy no se ha presentado en la central. Así que, aparte de
los de Científica, no.
Paolo arqueó una ceja.
—¿Pero ha avisado que no venía?
Alloa negó con la cabeza.
—Me cago en su puta madre… —Paolo miró a Fimiani— Perdón, padre, es que no
imagina el nivel de hastío en el que me tiene este hombre. Está bien que cuanto peor lo
tengamos contemos con menos efectivos… está muy bien. En fin.
—Bueno, assistente, ¿pasamos?
Paolo asintió.
Nada más cruzar el umbral se encontraron con varios técnicos sanitarios que atendían a
una mujer. No paraba de llorar y de vez en cuando gritaba. Parecía de origen latinoamericano,
por sus rasgos. Iba vestida con el uniforme de una empresa de limpieza. No dejaba de
llevarse la mano al pecho, respirando y expirando profundo cada dos por tres. Paolo pensó
que no era buen momento para preguntarle sobre cómo había encontrado el cuerpo del
sacerdote, en su estado no iba a relatar gran cosa y no era del todo importante.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 246

Siguieron caminando hasta que se toparon con otra zona delimitada. El juez, el secretario
judicial y el forense de guardia esperaban pacientes fuera de ella. Mientras, el equipo de
Científica delimitaba una zona segura de paso para que el forense pudiera realizar su labor.
Los tres echaron un vistazo desde la distancia hacia la zona en la que se encontraba el
cadáver. Estaba tirado sobre una alfombra larga que daba acceso al altar principal de la
iglesia, muy cerca de este último, entre dos hileras de filas de bancos. Su imagen era
impactante, ya que estaba desnudo y completamente calcinado. Su ropa y su identificación
estaban al lado del cuerpo. Era como si el asesino no quisiera que hubieran equívocos en que
supieran de quién se trataba.
El juez se dirigió a ellos de inmediato.
—Buenos días, esto no es lo que esperaba según me contaron en sus diligencias. ¿Creen
que ha variado su modo de actuar?
—Buenos días, señoría —a pesar de que Alloa estaba al mando de manera oficial, el
propio agente scelto le había pedido a Paolo que siguiera llevando él el peso de todo aquello,
así que fue este último el que se dirigió a él—. Estoy tan confuso como usted. Las últimas
dos muertes se han salido bastante del guion. Tanto el agente scelto como yo suponemos que
se siente amenazado ya que le pisamos los talones. Además, se supone que fue herido en una
pierna por un disparo, por lo que sus facultades ahora estarán algo mermadas y no le es tan
fácil. Anoche actuó a lo bestia, olvidando toda la parafernalia que había montado en los
anteriores actos, incluso reventó la puerta de la vivienda de una patada. Ahora sigue sin
mostrar toda la teatralidad, pero ya anda más cauto. La puerta del templo no ha sido forzada,
según he visto. Esto demuestra que vuelve a tomarse su tiempo y no actúa movido por la ira.
No, al menos como anoche. Pero hay cosas que todavía no me cuadran. Si lo piensa, y no
creo que suene exagerado, yo esperaba que el pobre hombre muriera metido en una especie
de olla gigante con aceite hirviendo. Ya ha demostrado tener recursos para montarnos aquí un
escenario bíblico si así lo quiere. Pero no, ha cumplido con parte de lo que pretendía hacer,
pero no como quizá lo hubiera hecho si no hubiéramos estado a punto de atraparlo. También
es cierto que ha recuperado parte de esa teatralidad preparando el escenario algo más que
anoche. Su vanidad le puede y esto es nuestra mejor baza, supongo. Creo que lucha contra
ella, pero no lo puede evitar. O lo aprovechamos, o no lo cogeremos nunca.
El juez escuchó impasible a Paolo. Tardó uno segundos en mostrar una expresión en su
rostro.
—Está bien. Al menos me alegra que estén optimistas, porque yo no lo estoy. Miren la
prensa que hay ahí fuera. Nuestro sistema de justicia se está tambaleando al no poder dar caza
a una sola persona que está acabando con lo único que no se puede tocar en esta puta ciudad:
los curas. Las televisiones están llenas de pseudo expertos en criminología que no hacen más
que soltar paridas de nuestro amigo. Toda esta mierda me está haciendo a mí quedar como a
un inútil. Estamos pensando en pedir ayuda a la Europol, así que si no logran echarse sobre él
en los próximos días, me veré obligado a apartarles del caso y dárselo a ellos. Ya, total, no
nos queda nada que perder porque estamos en un estado crítico. ¿Está claro?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 247

—Clarísimo, señoría.
Dicho esto, el juez volvió al lado del secretario judicial y Paolo pudo tragar saliva a la vez
que maldecía en su fuero interior. Los de Científica acabaron de delimitar la zona libre de
indicios para que el forense pudiera acceder, y este lo hizo después de que el juez diera la
pertinaz orden.
Paolo ya había dejado de pensar en la reprimenda y miraba atento a lo que hacía el
médico desde el cordón.
El forense se acercó y se agachó junto al cuerpo. Antes de empezar con su análisis se fijó
en la ropa del sacerdote muerto.
—Aquí hay algo —dijo a los de Científica.
Curiosos y con cuidado, se acercaron hasta donde señalaba el médico.
Uno de ellos se agachó y sin mover demasiado la ropa agarró un trozo de papel que
sobresalía de uno de los pliegues que formaba la sotana.
—Hay algo escrito —comentó mirando tanto al juez como a los investigadores—. Pone:
Siempre es bueno volver a empezar.
Todos se miraron tras escuchar esto. El juez no dudó en volver donde los policías y el
padre Fimiani que, cauto, no había abierto la boca.
—¿Qué coño quiere decir eso, assistente?
—No puedo decirle, señoría. Estoy tan perplejo como usted.
—Pero algo pensará, vamos, ¡digo yo!
El juez estaba visiblemente alterado, así que Paolo necesitó concentrarse para darle algo
más o menos válido.
—Creo que habla sobre sus propios actos. Ya le he dicho que la vanidad le puede. Es
como si nos estuviera diciendo que siempre es bueno recular y aprender de los errores.
Supongo que es un mensaje para mí, en el cual me echa un pulso y me vuelve a retar para
acercarme a él. También creo que ahora no me va a poner las cosas tan fáciles.
—¡Me cago en la puta, Salvano! Estoy hasta los cojones de los jueguecitos que llevan
ambos para ver a quién le mide más. Ya sabe lo que le he dicho. Si no quiere pasar el resto de
su carrera pensando que fueron apartados del caso más grande que ha sacudido Italia,
pónganse las pilas de una vez. No lo repito más.
Dio otra vez la media vuelta y dejó a los tres sin saber qué decir. Paolo necesitó respirar
hondo ya que había dejado de notar recorrer la sangre por su puño de tanto apretarlo de la
rabia contenida.
—Vámonos. A ver si Meazza nos puede decir algo sobre el cadáver de anoche y este
mismo, cuando llegue.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 248

Capítulo 52

Martes 26 de marzo de 2013. 15:02h. Roma.

El sol de la sobremesa romana los bañaba con todo su esplendor mientras caminaban por
las calles de la ciudad. Habían comido un plato típico de pasta en un restaurante que había
cerca del Vaticano. Era la primera vez que probaban este tipo de comida en su supuesto país
de origen y el resultado era de sobresaliente. No recorrían las calles con ningún rumbo fijo.
Tampoco hablaban demasiado, ya que los dos iban metidos en sus propios pensamientos.
Nicolás se había cansado ya de dar vueltas y se detuvo.
—No sé como lo vamos a hacer, Carolina, pero tenemos que encontrar la entrada a ese
lugar. Sea como sea, tiene que tener alguna relación con la lanza, como en las otras dos
localizaciones.
—Ya lo sé, pero llevo dándole vueltas ya un buen rato y no me viene a la cabeza nada que
me parezca más o menos servible.
—De todos modos, dando vueltas por las calles no nos vamos a topar de frente con la
entrada. Tenemos que tener claro un par de cosas: una, que en esta ocasión es diferente. Si lo
piensas, en las otras dos fueron lugares más o menos apartados, pero ahora estamos en medio
de una ciudad. Y nada menos que Roma. La entrada no puede estar en medio de la calle,
supongo que tendría que ser en un edificio.
—¿Y dos?
—Bueno, solo era una cosa la que te quería decir —rió—. El caso es que tenemos que
centrarnos en encontrar un edificio que pueda servir como entrada a la supuesta catacumba
oculta.
—¿Y se te ha ocurrido alguno? —Preguntó escéptica.
—Así de primeras… ¡Una iglesia!
—¿Lo estás diciendo en serio o te quieres quedar conmigo?
—No, no, muy en serio. ¿Por qué no? La de Armenia estaba al lado de una abadía. Y, qué
narices, salimos en la habitación de un monje. No le preguntamos, pero digo yo que estaría al
servicio de Dios.
—No sé, Nicolás, no creo que la Iglesia esté metida en todo esto. Están asesinando a
sacerdotes, ¿cómo iban a permitirlo?
—Se me ocurren miles de motivos y ninguno los deja en buen lugar. Pero no, no creo que
sea eso. Tampoco creo que nadie más en el monasterio sepa nada de la prueba de la
hermandad aparte del monje que nos ayudó.
—El hermano Calatrava.
—Eso, no me salía el nombre. Bueno, lo que te quiero decir es que un simple infiltrado
podría hacer que la maquinaria siguiera girando. No sería tan extraño, ¿no?
Carolina miró a Nicolás. No estaba convencida del todo, pero a ella no se le ocurría nada
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 249

mejor.
—Además —continuó hablando el inspector—, piensa una cosa: en un edificio particular
no va a estar. No sería lógico, ¿no? Esto vetaría la entrada, o mejor dicho, el intento de
entrada de alguien que quisiera iniciarse.
—Supongo que no.
—Vale, después de esto tenemos los edificios públicos. Las obras de arte gigantescas, por
llamarlas de algún modo. Demasiado concurrido todo, te recuerdo que estamos en Roma.
—Podría ser…
—¿Qué nos queda aparte de todo eso?
—Las iglesias —comentó la chica sin pensarlo demasiado.
—Exacto, las iglesias. Es que la propia lógica nos lleva ahí. Es más, estoy seguro de que
debería ser alguna no muy visitada. Volvemos a lo mismo. Si hay bullicio, queda demasiado
expuesto todo. Creo que debería ser una pequeñita y de las que pasan desapercibidas.
La joven pareció convencerse más. El razonamiento del inspector era brillante, desde
luego.
—Entonces —dijo ella—, si encontramos una iglesia aquí en Roma, pequeña y poco
visitada, que tenga relación con alguna lanza, del tipo que sea, ¿podría ser donde estuviera la
entrada?
—Es esto o no se me ocurre nada más. Mira, supongo que no estamos demasiado lejos
del Vaticano. Creo que lo mejor es volver a la Plaza de san Pedro, no dejan de pasar
sacerdotes. Alguno, a la fuerza, tiene que hablar castellano. ¿Quién va a saber más sobre
iglesias que sus propios trabajadores?
Carolina sonrió. No había más que hablar.

En efecto no estaban demasiado lejos de la Plaza de san Pedro, guiados por el GPS del
teléfono móvil de Carolina llegaron en un santiamén a su destino. Una vez allí y tras varios
intentos fallidos, consiguieron localizar a un sacerdote que hablara castellano.
—Claro que lo hablo —contestó muy sonriente—, y más me vale no olvidarlo porque
entonces no podría regresar a mi Alicante natal.
—Vaya, yo estuve destinado en Alicante, en la comisaría provincial —respondió también
sonriente Nicolás.
—¿Policía Nacional?
—Sí, pero ahora soy un simple turista.
—¡Oh! Qué preciosa es Roma, ¿verdad? ¿Y el Vaticano? ¿Qué me cuentan?
—Sí, la verdad es que es un regalo para la vista. Pero queríamos preguntarle una cosa.
—Ustedes dirán.
—Nos han hablado de una iglesia que tiene relación con una lanza, ¿usted sabe algo de
esto?
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 250

—¿Relación con una lanza? —El hombre hizo memoria— ¿Se refieren a la lanza
sagrada? ¿La de Longino?
Nicolás asintió con la cabeza.
—Pero esto no está en una iglesia cualquiera. Está aquí mismo, bajo el Duomo de la
basílica de san Pedro.
—Sí, esa la conocemos, pero no es exactamente por la que le preguntamos.
—Pues no sé… ahora mismo solo me viene esta a la cabeza. ¿Otra lanza? ¿En una
iglesia?
—Así es.
—Lo siento, de verdad, pero no caigo en nada.
—Bueno… no se preocupe, padre. Quizá ni exista.
—En ese caso lo siento. Me hubiera gustado servirles de ayuda.
—Nada. Diciéndonos que no hay otra también lo ha hecho.
—Pues que sigan disfrutando del resto de maravillas. ¡Buen regreso a España!
—¡Gracias!
El sacerdote siguió su camino hacia la basílica y tanto Nicolás como Carolina quedaron
con un gesto contrariado.
—¿Qué hacemos? ¿Probamos con otro? —Quiso saber el inspector.
—Claro, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Nicolás se disponía a parar a otro sacerdote cuando una mano tocó su espalda, haciendo
que se girara de inmediato. Era de nuevo el sacerdote alicantino.
—Perdone que le haya asustado —se disculpó—, pero acabo de recordar algo mientras
me iba alejando. Sí que hay una iglesia que tiene relación con una lanza. ¿Cómo no había
caído en ella?
—¿Sí? —Preguntó Nicolás sintiendo como su corazón aceleraba el ritmo.
—Así es. Se trata de Santi Michelle e Magno, es decir: santos Miguel y Magnus.
¿Conocen cómo se representa al arcángel san Miguel?
Nicolás no era demasiado religioso, pero hasta ahí, al menos, llegaba.
—Creo que sí, es un ángel preparado para la batalla con una armadura y una espada.
¿Puede ser?
—Exacto. Pues hay una segunda representación del arcángel en la que aparece luchando
contra Satanás y en vez de una espada, porta una lanza en sus manos.
Los ojos de los dos jóvenes se abrieron de golpe.
—¿Y la representación está en la iglesia que nos ha dicho?
—Sí, y la suerte está de su lado, porque se encuentra a tan solo un par de calles de aquí.
—No sabe cuánto nos ha ayudado, padre. No se hace una idea.
—Anda, anda, no sea exagerado. Mi hermano también es policía nacional, ¿sabe? No sé,
me recuerda a él.
—Pues si es tan bueno como usted, seguro que es un agente estupendo. Muchísimas
gracias, padre. De corazón.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 251

—Adiós, amigos. Que disfruten de la visita.


Tras marcharse de nuevo, los dos jóvenes se miraron entusiasmados. No querían perder
más tiempo en tonterías, por lo que buscaron la iglesia en Google y marcaron la dirección en
el mapa del teléfono de Carolina.

No tardaron en llegar. Durante el trayecto, Carolina leyó a Nicolás la información que


arrojaba la red sobre el templo. Tenía mucha historia en sus ladrillos, pues había sido
fundada, en su primera construcción, en el año 1141. Desde entonces su arquitectura se había
ido modificando hasta dejar solo visible de la época en la que se construyó por primera vez el
campanario. Su interior también había ido cambiando a lo largo de los siglos y ya quedaba
muy poco de los detalles románicos que la caracterizaban. Su fachada era sencilla, con un
frontón circular que se encontraba vacío en aquellos momentos, pero que parecía haber
albergado algún tipo de escudo en su interior años atrás.
Después de observarlo durante algunos segundos, decidieron pasar al interior. La iglesia
todavía se encontraba en horario de visitas pero, para suerte de los dos, no había nadie dentro.
Pasearon por ella observando cada detalle. Estaba compuesta por una nave con nueve capillas
laterales y un techo plano que se extendía sin interrupción desde la entrada del templo hasta
el arco triunfal del ábside. Para su sorpresa, la iglesia anunciaba una visita a unas catacumbas
a las que se accedía a través de la cripta.
—Es coña, ¿no? —Susurró Nicolás a Carolina.
—Yo también me he quedado un poco…
—No creo que sea tan fácil. Además, el guía habló de que eran desconocidas todavía.
¿Cómo van a ser estas?
—Vamos y lo vemos.
Nicolás asintió y siguió a la joven que ya descendía por las escaleras por las que se
llegaba a la cripta de la iglesia. Una vez abajo, se encontraron con un hombre muy mayor
sentado tras una mesa en la que tenía una cajita metálica. Parecía destinada a recoger la
recaudación que se obtenía de las visitas a las catacumbas.
Pagaron gustosamente la ridícula cantidad pedida, el hombre les entregó un folleto a cada
uno y pasaron a unas segundas escaleras que descendieron con la curiosidad por las nubes.
Aquello estaba iluminado de una manera tenue. Nicolás llevaba en los bolsillos de su
chaqueta, por si acaso, las mismas linternas que había utilizado en Armenia. Cuando llegaron
abajo del todo, a las catacumbas propiamente dichas, hubo un detalle que llamó la atención
de Carolina.
—Mira, Nicolás —dijo señalando unos nichos que había en las paredes—. Están
separados por hombres, mujeres y niños.
Él miró lo que decía y, aunque no entendía el latín, aquellas palabras no le fue difícil de
hallar el significado: virorum, mulierum e infantium.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 252

—Pensaba que eso de la separación de sexos era algo más reciente.


—Pues ya ves que no. Desde que el mundo es mundo el ser humano ha tendido a
segmentar a la población. Es triste, pero siempre ha sido así.
—No evolucionamos…
—En absoluto.
Comenzaron a andar por el amplio pasillo tratando de no perder detalle de lo que allí
había. Varios frescos, con imágenes tanto paganas como divinas, adornaban las paredes en las
que no había nichos. Nicolás no dejaba de preguntarse como sería la vida allí abajo a
sabiendas de que si salían al exterior serían masacrados. Supuso que el miedo a ser
descubiertos imperaba en el ambiente. El frío y la humedad era tan palpable como en la
necrópolis del Vaticano. Esto, teniendo en cuenta la época del año era sobrellevable, pero no
quiso imaginar cómo se debía estar ahí abajo en el crudo invierno. Quizá mejor que en la
calle, pero el frío debía de ser insoportable. No concebía un estilo de vida como este, pero
otros lo habían tenido que hacer por necesidad.
Tras un buen rato andando por tortuosos pasillos repletos de galerías, llegaron hasta un
punto que no esperaban. Aquello se acababa, de repente, con una cadena y una señal de
prohibido el paso con una advertencia en italiano. No era demasiado difícil de entender, ya
que decía algo así como que a partir de ese punto no estaba permitido pasar, ya que el resto
del recorrido no era seguro y podría haber un riesgo de derrumbamiento. La luz artificial,
además, acababa en este punto, por lo que no hacía muy apetecible saltarse la cadena y
proseguir.
Nicolás miró a Carolina, entusiasmado.
—Es esto, ¿verdad?
—Tiene que ser…
—Pues qué quieres que te diga, a mí no me para esta cadenita de mierda —sacó las
linternas del bolsillo y las encendió—. ¿Vamos?

Capítulo 53

Martes 26 de marzo de 2013. 16:14h. Catacumbas. Roma.

Nicolás iba primero. Carolina le seguía, muy pegada a él. Tanto, que agarraba su chaqueta
por la parte de atrás para que el inspector no se le perdiera. La luz que las linternas
proporcionaban no era gran cosa, pero sí lo suficiente como para poder iluminar el pasillo por
el que ahora pasaban. Un pasillo que, a su vez, se iba estrechando más y más conforme
recorrían metros.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 253

Tanta anchura perdió que hubo un momento en el que no les quedó más remedio que
andar de lado, con la espalda pegada en la pared y la nariz rozando la que tenían enfrente.
Los dos temieron que aquello llegara a un punto en el que no pudieran avanzar más allá ya
que, simplemente, no cabían. Las dudas de por qué nadie se atrevía a pasar la cadena se iban
disipando según avanzaban. La simple advertencia no habría servido para muchos curiosos,
eso estaba claro, pero Nicolás pensó que muy pocos se habrían atrevido a andar por donde
ellos lo hacían ahora.
Una sensación de agobio les llegó. No solo porque sus pechos no podían realizar el
movimiento completo de inspiración y expiración, sino porque el recuerdo de las paredes
estrechándose en Viena estaba demasiado presente. Querían pensar que esto no iba a pasar de
repente, ¿qué sentido tendría aplastarlos allí, sin más? Aunque después de lo vivido ya no
confiaban en nada. Por si acaso vigilaban en medida de lo posible sus pasos, no fuera que
activaran algún tipo de trampa.
Intentaron desprenderse de la paranoia mientras seguían avanzando. Nicolás escupía
porque, al parecer, se le estaba llenando la boca de suciedad al casi estar besando la pared de
enfrente.
—Mira, Carolina, estamos en el buen camino, eso seguro —dijo con dificultad.
La muchacha no lo comprendió hasta que ocupó la posición que antes tenía el inspector.
Entonces lo vio. Había un dibujo que estaba más o menos a la altura de los ojos de él. Parecía
haber sido realizado con un objeto duro y punzante ya que estaba grabado en la pared. A
pesar de lo dificultoso de realizarlo, mostraba con una precisión asombrosa el momento de la
crucifixión en la que el soldado Longino le clavaba la lanza a Jesús. No había duda. Iban por
el camino correcto y eso les confirió un nuevo ánimo.
Nicolás habló sin detenerse.
—Quizá lo hicieron como un indicador de verificación. Y menos mal, porque estaba a
punto de darme la vuelta, aunque parecería más imbécil de lo habitual caminando para un
lado y mirando para otro…
Siguieron por el estrecho tramo hasta que por fin parecía volvía a agrandarse, haciendo
que la sensación de agobio desapareciese. Lo primero que hicieron fue respirar profundo.
Necesitaban llenar de nuevo sus pulmones con todo el aire que pudieron tomar. No era
demasiado puro, pero mejor esto que nada. Ya habiendo una suficiente anchura, se
detuvieron.
—¿Crees que estaremos ya bajo suelo vaticano? —Preguntó la muchacha.
—Ni idea, estoy completamente desubicado. Creo que hemos ido tomando una ligera
curva a la izquierda, pero aquí abajo es imposible de saber.
Sacó su teléfono móvil y trató de utilizar la aplicación de mapas.
—Nada —dijo—, no hay cobertura y esto no reacciona. No sé dónde estamos. De todos
modos aquí no hay nada, así que creo que deberíamos seguir.
La muchacha asintió y continuaron avanzando. Lo bueno de todo aquello era que el
camino no se había cerrado en ningún momento y podrían desandar lo recorrido en caso de
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 254

hallarse en un punto muerto. Esto era una ventaja respecto a las otras dos localizaciones.
Anduvieron durante un buen rato. Las linternas no dejaban de moverse de un lado a otro,
escudriñando cada rincón por el que pasaban. Nada les llamaba la atención. Tras un largo
tiempo de caminar, Nicolás se paró en seco de nuevo mientras apuntaba hacia un punto fijo.
—Mira, una puerta cerrada. Hemos llegado.
El cosquilleo que llegó fue inmediato. No saber qué les deparaba tras cruzar ese umbral
era una sensación a la que no conseguían acostumbrarse. Sobre todo teniendo en cuenta las
dos experiencias anteriores. Las pruebas —y lo cerca que habían estado de la muerte en
ambas— habían crecido en intensidad y peligrosidad, así que nada bueno podría esperarles
ahora. Seguramente, la más dura de todas.
El inspector inspiró hondo y dio un paso al frente. Si lo pensaba demasiado no se iba a
atrever, así que no lo hizo. En el lado izquierdo de la puerta había un pulsador similar al de
las otras localizaciones. Esperó a que Carolina se colocara a su lado y lo pulsó. La suerte
estaba echada.
Tal y como esperaban, un mecanismo comenzó a sonar y la puerta de piedra subió. Muy
despacio. Cuando alcanzó su tope, el inspector tomó de la mano a la joven y comenzó a
andar.
Pasaron al interior con las piernas temblando. El corazón bombeaba sangre a un ritmo
demencial y el sudor, a pesar de la humedad y el frío que lo envolvían todo, caía de manera
considerable por sus espaldas del puro nervio que sentían los dos.
Como en las dos pruebas anteriores, un altar los esperaba en el centro. En esta ocasión no
había nada tallado en él, era totalmente liso, pero al igual que en los dos que ya habían
superado, tenía un pulsador en su parte superior.
Los dos sabían lo que venía a continuación.
—Bueno, pues ya estamos aquí.
—Sí. Y preferiría estar en cualquier sitio.
Nicolás sonrió nervioso.
—En fin. ¿Estás preparada?
Carolina asintió. Que pasara lo que tenía que pasar.
Nicolás tomó aire y pulsó.
Lo primero que sucedió tras comenzar a sonar los engranajes de nuevo fue lo que
esperaban, la puerta de acceso se cerró y los dejó encerrados. No había antorchas ni nada
parecido en las paredes de la estancia, por lo que la única luz de la que disponían era la que
ofrecían sus linternas. Acto seguido, le llegó el turno al altar, que también como esperaban
comenzó a elevarse y, cuando llegó a su tope, giró su parte superior. Luego comenzó a bajar
de nuevo recuperando su posición original.
Solamente había un mensaje en latín grabado en la piedra que ahora quedaba de cara a
ellos. La joven frunció el ceño pues no esperaba eso. ¿Un mensaje solo?
Sin dudarlo enfocó su linterna hacia él y comenzó a leerlo mentalmente. Nicolás
aguardaba, paciente.
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Ella levantó la mirada. Su rostro mostraba un desconcierto total.


No hablaba. Parecía pensar.
—¿Qué pasa? —Preguntó alertado el inspector— ¿Qué pone?
Carolina seguía sin hablar. A pesar de la oscuridad del lugar, Nicolás pudo ver cómo su
rostro iba perdiendo color.
Nicolás no pudo reaccionar de otra manera que agitándola, suave, pero con
determinación. No podía permitirse que la chica entrara en ese momento en shock, pues no
sabía lo que les esperaba.
Ella tardó unos segundos en recuperar la expresión de sus ojos.
Lo miró directamente.
—El muy hijo de puta…
—¿Qué? —Insistió Nicolás.
—Nos ha engañado.

16:32h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

El cuerpo estaba tardando en llegar a las dependencias más de la cuenta. Paolo entendía
que las condiciones no eran óptimas para su traslado, sobre todo si se querían preservar los
posibles indicios que pudiera haber en él, pero es que aquello ya era demasiado. No dejaba de
mirar su teléfono móvil esperando recibir la llamada del forense, pero no llegaba. Habían
parado a comer algo en un bar. Ninguno tenía hambre, pero eran conscientes del deber de
alimentarse frente a tanto esfuerzo como el que estaban realizando en los últimos días. Para
ese menester, no había nada como la pasta italiana. Tras esto, habían vuelto a la central sin
más propósito que esperar el cuerpo calcinado del sacerdote. Decidieron hacerlo en el
despacho del assistente, por pura comodidad. Después de lo que estaban viviendo, ya ni les
importaba mantener las apariencias de que era Alloa el que llevaba oficialmente la
investigación.
Hablaban de sus cientos de conjeturas cuando Paolo vio pasar a alguien que hizo que
dejara de hablar.
Alloa y el padre Fimiani estaban de espaldas y no lo vieron. El agente scelto se giró.
—¿Ocurre algo, assistente?
—Ven conmigo, por favor. Padre, espere aquí.
Fimiani asintió sin saber qué estaba sucediendo. Alloa tampoco lo entendía, pero Paolo se
levantó casi de un salto de su asiento y no le quedó más remedio que seguirlo. Salieron del
despacho y anduvieron unos metros por el pasillo. Paolo lo hacía con una mezcla de celeridad
y cautela.
—¿Qué pasa? —Insistió Alloa.
—Shhh. Mira —dijo poniéndose el dedo sobre la boca y señalando hacia el final del
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pasillo.
En él, Carignano iba andando.
—Menos mal que ha llegado, por fin —comentó el agente scelto.
—No es eso. Mira como anda.
Alloa se fijó. Era cierto. Iba cojeando. Además, mucho. A pesar de ello también se le
notaba el esfuerzo por querer disimularlo. El agente scelto entendió enseguida lo que Paolo
quería decirle con esto y dio un paso para ir a por él. El assistente le puso la mano en el
pecho y lo detuvo.
—Déjamelo a mí.
Paolo no portaba su arma, la tenía en un cajón de su escritorio, pero le daba igual.
Comenzó a andar rápido pero tratando de no hacer demasiado ruido. Dobló la esquina y se
encontró con que Carignano todavía no se había detenido. Se colocó detrás de él y le habló.
—Buenos días, o debería decir ya tardes… Un poco tarde para venir hoy por aquí, ¿no,
Carignano?
Cuando se dio la vuelta estaba blanco. Bien por el susto de tener detrás al assistente o
bien porque ocultaba algo más, como pensaba Paolo.
—Esto… yo…
—Pase ahí y no haga ninguna gilipollez —le indicó Paolo.
La sala a la que accedieron era utilizada por el equipo de limpieza para guardar sus
utensilios.
—¿Qué pasa? —Preguntó nervioso Carignano.
—¿Por qué no me lo cuenta usted mismo?
—No tengo nada que contar. Y si no le importa tengo mucho que hacer. Si he llegado
tarde, a quién tengo que darle explicaciones es al capo, no a ti.
—No, no te equivoques —como Carignano lo tuteaba, él también lo haría—. Me las vas a
dar a mí ahora mismo.
—Que no, cojones. Que me dejes tranquilo.
Intentó salir de ahí, pero Paolo lo agarró de la camiseta y lo estampó contra el armario de
plástico donde guardaban las escobas.
—¿Se puede saber qué coño te pasa?
—No te lo vuelvo a repetir. Me vas a contar varias cosas. La primera, ¿por qué
desapareciste ayer antes de acabar la jornada?
—Problemas familiares.
—¿Los mismos problemas que te han hecho llegar a estas horas hoy?
—Sí.
—¿Y la cojera que llevas? ¿También por tus putos problemas familiares?
—Pues no. Me he caído y me he torcido la rodilla.
—No me tomes por gilipollas, Carignano. Así no anda alguien que se ha lesionado la
rodilla. Tu dolor parece más de la zona del muslo.
—Es que me duele también el muslo. ¿Me puedo ir de aquí? Se te va a caer el pelo, te lo
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juro.
—¿A mí? —Lo agarró de la pechera y se lo acercó hasta la cara— ¿A mí?
Como pudo se soltó y dio dos pasos atrás. Paolo temió que aprovechara esto para atacarlo
y esperó cualquier jugada por su parte. Pero no hizo nada. Lo miraba con ojos muy nerviosos.
—Mira, Paolo, sé que tú y yo hemos tenido problemas, pero no pagues tu puta frustración
conmigo. ¿Qué coño te pasa hoy?
—Y sigues haciéndote el tonto. Bájate los pantalones, quiero ver el disparo.
—¿Qué? ¿Qué coño dices? ¿Qué disparo?
—Quiero ver la herida de bala del disparo que te impactó anoche en la pierna. Justo
después de tratar de asesinar al padre Fimiani.
Los ojos de Carignano se abrieron como platos.
—¿Qué? —Dijo al fin.
—Lo que oyes. O lo haces o te meto una fregona por el culo y te la saco por la boca.
Carignano seguía sin moverse. Paolo seguía pensando que era parte de su jugada para
pillarlo por sorpresa. Pero le hizo caso. Se bajó los pantalones.
Lo que Paolo vio era mucho más de lo que esperaba.
Tenía ambas piernas repletas de cardenales. Algunos de consideración, debido a su
tamaño y negrura.
—¿Eso qué coño es?
Carignano no respondió y se limitó a levantarse la camiseta. Su espalda y pecho estaban
igual.
—¿Te han dado una paliza? —Preguntó incrédulo Paolo.
—Más o menos…
—¿Cómo que más o menos? O te la han dado o no.
—Pues sí. Pero no de la manera que piensas.
—En serio, no entiendo nada.
El agente scelto pareció dudar. Paolo dudó de si quería echar a correr y se preparó para lo
peor. No lo hizo, habló.
—Es sado. Y, por favor, no me hagas hablar más de esto.
—¿Cómo? ¿Sado? ¿Me lo estás diciendo en serio?
—Sí. Vale, no estoy orgulloso, pero contrato a putas para que me hagan esto. Anoche se
nos fue de las manos y esta mañana ni podía levantarme de la cama. ¿Estás contento?
Paolo se quedó mirando fijamente a Carignano. Estaba rojo como un tomate, por lo que
parecía que su confesión era real.
—No estoy contento, Carignano. Me importa tres mierdas lo que hagas fuera de aquí,
pero anoche hirieron al asesino en la pierna. Tú desapareces. Apareces así… ¿qué pensarías
tú?
—No sé, ahora solo quiero subirme los pantalones. Anoche me fui tan rápido porque me
llamó la mujer con la que suelo quedar y me dijo que sí podía quedar. En un principio me
había dicho que no, de ahí que dijera que me quedaba a trabajar. ¿Puedo subirme ya los
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pantalones?
—Hazlo, anda. Y perdona.
Carignano asintió y se subió de nuevo los pantalones. Paolo iba a salir cuando este le
habló de nuevo.
—Assistente, ¿puedo pedirle un favor? —Volvió a hablarle con respeto.
—No lo contaré, Carignano. En serio, me da igual lo que hagas y con quién lo hagas.
—Gracias.
Paolo salió.
Todavía andaba por el pasillo hacia su despacho tratando de asimilar lo que acababa de
suceder cuando se encontró de nuevo con Alloa. Tenía el rostro desencajado.
—¿Qué pasa, Alloa?
—Vamos a toda hostia a Genética. Lo tienen. Tienen su puta identidad.
—¿Quién es? —Preguntó acelerado.
—No me lo han dicho porque dice que no dan crédito. Están con el contraanálisis para
asegurarse, así que vamos.
Paolo echó a correr sin pensarlo.

Capítulo 54

Martes 26 de marzo de 2013. 16:57h. Catacumbas. Roma.

El inspector no entendía la reacción desmesurada de la joven. No sabía a qué se refería y


esta, al no salir del todo del estado de shock en el que se encontraba, tampoco es que ayudara
mucho.
—¿Me puedes decir qué estás diciendo, por favor? —Insistió.
—Te digo que nos ha engañado, nos ha utilizado.
—Vale —la agarró de los hombros y la miró directamente a los ojos—. Eso me ha
quedado claro, pero, ¿quién?
La chica miró la losa de nuevo y comenzó a leer.
—Literalmente: Enhorabuena, llegar hasta este punto demuestra de lo que estás hecho.
Salir no te será nada fácil. Si lo consigues, te esperamos bajo el castillo de la familia Murray,
en Escocia.
Ahora era Nicolás el que había quedado en shock. Tardó unos instantes en recuperar el
habla.
—Me cago en su puta madre…
—No me lo puedo creer. Somos unos idiotas. Si es que esto no olía bien desde un
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principio. Nos engañan siempre, en todos lados.


Carolina comenzó a andar con las manos sobre la cabeza.
—Es que te juro que he desconfiado de él y de sus buenas palabras desde un primer
momento, lo que pasa es que no quería decir nada para no parecer una paranoica. La próxima
vez me dejaré guiar mejor por…
De repente un fuerte chasquido hizo que Carolina se callara de golpe. Los dos, muy
nerviosos, comenzaron a mirar a su alrededor esperando ya cualquier cosa.
Pero lo que no pensaban que ocurriría era que la puerta de la supuesta salida comenzara a
ascender de manera lenta. Hasta que no llegó al tope, ninguno de los dos se decidió a hablar.
—¿Esto qué coño es ahora? —Preguntó Nicolás sin saber como reaccionar.
Carolina se limitó a negar con la cabeza. No tenía ni idea de lo que acababa de pasar.
—¿No ponía ahí que salir no iba a ser fácil? —Insistió el inspector.
—Sí, estoy segura. Joder, mi latín no es de matrícula, pero hasta ahí llego.
—No quería decir lo contrario, es que no entiendo nada.
—Pasamos, ¿no?
Nicolás asintió.
—Sí. Vamos a salir de aquí. Le tengo que meter el pie en el culo a alguien.
—Pero… ¿estamos seguros de que está en el ajo? Yo no hago más que pensar que sí y que
no. Esto me resulta demasiado extraño. ¿Para qué nos ha metido en todo este follón si él
forma parte de la hermandad? ¿Qué sentido tiene?
—¿Tiene sentido algo de lo que hemos hecho desde que nos encontramos en su castillo?
—No, pero…
—Pues ya está. Este no sabe con quién se la ha jugado.
—A ver, Conan, no digo que no seas capaz de reducir a un anciano de ochenta años, pero
te recuerdo que tiene ojos y oídos en todos lados. El dinero, que lo puede todo, ¿te acuerdas?
—Ya, y menudo policía sería yo si no fuera capaz de ocultarme y poder viajar en la
sombra. Yo también tengo mis medios aunque no tenga ni un euro.
—Bueno, pues… nada…
—Lo primero es salir de aquí. Llamaré a Alfonso desde una cabina para no dejar rastro y
él nos proporcionará un vuelo seguro a Escocia. No pasaremos ni por el hotel para que piense
que todavía estamos aquí dentro. Dejaremos los móviles que nos regaló aquí abajo. Te
prometo que nos plantamos delante de sus narices sin que ni pueda olernos.
—Vale, está bien. Tú sabes lo que haces.
—Y ahora vamos fuera.
Decidido, el inspector comenzó a andar y a Carolina no le quedó más remedio que
seguirlo. Pasaron el umbral de la puerta y comprobaron, de nuevo sorprendidos, como lo que
tenían enfrente era una escalera ascendente.
Nicolás se giró y miró a Carolina, al no ver ni rastro de duda en su rostro comenzó a
subirlas. Cuando llegaron al último peldaño, comprobaron que lo que había arriba del todo no
era sino otra escalera, pero en esta ocasión de mano y metálica. Nicolás la subió. Arriba del
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todo encontró un pulsador que accionó. Ya no le importaban las consecuencias, solo quería
tener cara a cara a Edward. Un chasquido confirmó que la trampilla que había sobre ellos
ahora estaba libre. Empujó con su brazo derecho y la levantó. La luz lo inundó todo.
Tras recuperarse de la impresión inicial, subió un peldaño más y asomó la cabeza.
No tenía ni idea de dónde estaban.
Lo que sí vio fue a dos personas que corrían hacia ellos empuñando un arma de grandes
dimensiones. Sin saber exactamente el punto en el que se encontraban, se pudo hacer más o
menos una idea por la indumentaria que vestían. Nicolás tragó saliva y levantó las manos
hacia arriba, en señal de rendición.

17:12h. Direzione Centrale della Polizia Criminale. Roma.

Los tres corrían a toda velocidad por el pasillo que llevaba a la sala de Genética. En ella
trabajaban con muestras llegadas de todo el país y por lo tanto era una de las más modernas y
mejor equipadas de todas las dependencias policiales italianas. En lo habitual, un análisis de
ADN solía tardar, como mínimo, un mes en estar listo. No por lo complicado a la hora de
obtener resultados, sino porque el volumen de trabajo era tal que les era imposible funcionar
a un ritmo más rápido. En esta ocasión tenían la orden expresa del juzgado de pasar al primer
puesto lo que llegara referente al caso y esto es lo que habían hecho.
Al entrar en la sala, Paolo, Alloa y Fimiani vieron como un grupo de técnicos se habían
congregado frente a la pantalla de uno de los ordenadores. Parecían esperar pacientes a algo.
El rostro de todos ellos era de evidente preocupación.
—¿Quién es? —Preguntó Paolo sin ni siquiera saludar.
—Espere un momento, assistente, estamos procesando el contraanálisis para asegurarnos
del resultado antes de dárselo. En caso de confirmarse sería la hecatombe.
Paolo sintió que su cuerpo comenzaba a sudar a espuertas. En aquellos días había
experimentado el nerviosismo extremo en su propia piel, pero nada de eso se podía comparar
con lo que sentía en aquellos momentos. Su respiración quemaba por dentro. Llegó incluso a
sentirse algo mareado, pero aguantó el tipo como pudo mientras esperaba paciente a que la
impresora sacara la comparativa de alelos para corroborar sus sospechas. Andaba de un lado
para otro de la sala. Alloa y Fimiani lo miraban de reojo, preocupados de que en algún
momento le diera un ataque al corazón. Ellos también estaban nerviosos, para qué negarlo,
pero ni por asomo llegaban a los niveles que parecían soportar el assistente.
El aparato comenzó a sonar. El corazón de Paolo casi se para con ello.
Dos folios salieron de él. Los técnicos los agarraron rápido, también nerviosos, y
comenzaron a señalar los picos de los alelos mientras sus rostros se volvían todavía más en
gesto de preocupación.
—No hay duda —dijo uno de ellos.
—Assistente, antes que nada quiero decirle por qué estamos seguros de que el resultado es
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fiable —dijo otro de ellos.


Paolo asintió mientras tragaba saliva.
—¿Recuerda que al entrar a formar parte del cuerpo nos hicieron análisis de todo y
registraron nuestros resultados en la base de datos de la Interpol?
—Claro —respondió algo nervioso—. El protocolo dicta que siempre se ha de comprobar
en una búsqueda, sea de huellas o ADN, que nosotros estamos fuera de toda sospecha.
—Sí, por el tratado de Bruselas-Nyon. Bien, pues sabe que estas búsquedas tardan en
arrojar un resultado, no es como en CSI que salen en apenas segundos.
—Sí, vaya al grano, coño.
—Perdone, es que necesito que comprenda que la búsqueda, en esta ocasión, sí ha durado
segundos.
Paolo tardó unos instantes en procesar lo que el técnico le decía. Sobre todo las
consecuencias de sus palabras. Cuando cayó en la cuenta quiso que el mundo se le cayera
encima.
Cerró los ojos, respiró profundo y trató de tranquilizarse.
—¿Quién es?
El técnico le pasó la hoja de resultados de la comparativa.
Paolo leyó el nombre y que las naúseas se tornaban en algo más. Se le cayó la hoja al
suelo. Buscó rápido una papelera y arrojó la pasta que había comido junto al agente scelto y
el sacerdote. Este último no dudó en agacharse para comprobar que el assistente estaba bien.
Alloa, agarró el folio del suelo y lo miró él también.
—¡Me cago en la puta! —Exclamó— ¡Vamos a por él antes de que se nos escape!
Paolo lo miró desde la posición en la que estaba. Todavía estaba mareado tras lo que
había experimentado tras haber leído el nombre, pero tenía que dejar todo de lado y apresarlo
cuanto antes.
Sin decir una palabra, se incorporó de nuevo y comenzó a correr. Alloa sacó su teléfono
móvil y llamó a su propio despacho, donde estaban los otros agente scelto. Dio órdenes de
que se dirigieran al lugar que él les dijo y que, además, reunieran al mayor número de agente
y assistente para bloquear todas las salidas del edificio. No podía escapar de él pasara lo que
pasara.
Paolo estaba cegado por la ira. La rabia lo consumía por dentro y lo que quería no era
detenerlo, sino meterle un disparo entre las cejas. A pesar de ello —también dejándose
aconsejar por Alloa que lo estaba calmando—, trató de contenerse y pensó que incluso
matándolo le haría un favor. Así que era mejor que se pudriera en la cárcel. Ahora esperaba a
que llegara, por un lado, el resto del equipo para ayudarle en la detención y, por otro, la
confirmación de que todas las salidas estaban bloqueadas para impedir que escapara.
Esa confirmación apenas tardó en llegar, ya que toda la central se había implicado.
Miró a Alloa. Estaba tan nervioso como él, seguro, pero no mostraba ninguna debilidad
en el rostro. Esto le inspiró confianza. Con un gesto de su cabeza indicó que había llegado la
hora, así que comenzó a andar él primero por el pasillo, seguido por el agente scelto y el resto
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de policías. Cuando llegó a la puerta aguardó unos segundos. Pocos. Hizo una cuenta
regresiva con su mano. Cuando el último dedo bajó, entró echo una furia dando una patada en
la puerta.
—¡No muevas ni un puto pelo, hijo de la gran puta!
La persona que había dentro levantó las manos, asustado. No entendía nada.
Más que nada porque no era la que esperaban encontrar.
—¿Qué haces aquí?
—Estoy sustituyendo al doctor Meazza, que me ha pedido que viniera.
—¿Dónde coño está? —Preguntando Paolo bajando el arma frente a un sudoroso doctor
Andosetti.
—Me ha dicho que su santidad ha empeorado en las últimas horas y que podría hasta
morir hoy mismo, tenía que ir a reconocerlo de urgencia.
—Eso es imposible —intervino un Fimiani que apareció por detrás de todos con un
chaleco antibalas colocado por encima de la sotana—. Si fuera así, yo sería el primero en
saberlo.
—¿Es una excusa para escapar? —Preguntó Alloa.
—No —respondió tajante Paolo—. Va a terminar su obra. La nota decía que iba a volver
a empezar. ¡Joder! ¿Cuál fue la primera muerte? ¿Qué apóstol era?
—Era… san Pedro —contestó Alloa—. ¡Oh, mierda!

Capítulo 55

Martes 26 de marzo de 2013. 16:57h. Patio de Belvedere. Vaticano.

Salieron del estrecho agujero con las manos en alto. Intentaron no hacer ningún
movimiento brusco para que ninguno de los dos guardias suizos perdiera los nervios y los
atacara con esas impresionantes alabardas. No paraban de gritar algo que ninguno de los dos
entendía, pero no hacía falta ser un lumbreras para saber que sería algo así como que no se
movieran.
Tras los instantes iniciales de confusión, Carolina reconoció el lugar en el que se
encontraban. El patio de Belvedere formaba parte de un conjunto de tres patios. Ideado en
1506 por Bramante por órdenes de Julio II, fue construido en un primer momento para
comunicar el palacio de Inocencio VIII con la Capilla Sixtina. Su primera construcción fue en
tres partes, pero fue redistribuido a solo dos a finales del siglo XVI. En 1822 se volvió a
separar con la inclusión de una serie de estatuas que eran las que ahora conformaban el
conjunto final.
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Los centinelas seguían gritando. Nicolás optó por no abrir la boca. Mejor no ponerlos más
nerviosos de lo que ya estaban. Supuso que en algún momentos los llevarían a algún lado y
puede que ahí sí hubiera alguien que hablara en castellano. Así podría dar una explicación
acerca de como habían acabado en ese lugar.
Aunque, ¿qué explicación daba?
Si contaba la verdad, no lo iba a creer nadie. Si mentía, ¿qué podría inventarse que sonara
creíble? La situación, hiciera lo que hiciera, era bastante peliaguda. Lo peor de todo, quizá,
era haberse quedado sin el amparo de Edward. Puede que él, gracias a su gran influencia,
fuera capaz de sacarlos de aquel embrollo. Pero ya no contaban con su ayuda, así que
tendrían que apañárselas solos.
Uno de los guardias le cedió su alabarda al otro y se acercó a ellos. Primero cacheó a
Nicolás. Luego lo hizo con Carolina, sin importarle qué zonas palpaba. Ella tampoco es que
estuviera en situación de quejarse por eso.
Tras comprobar que ninguno de los dos llevaba nada peligroso, tomó los pasaportes de
ambos ya que Nicolás los llevaba en el bolsillo de atrás de sus pantalones. Después de leerlos
hizo un gesto que señalaba hacia una puerta. Quería que comenzaran a andar.
Nicolás supuso que los llevarían al cuartel general de la Guardia Suiza. Había oído hablar
muchas veces de él y, como cualquier policía en el mundo, quería verlo por dentro algún día.
Pero no de aquella manera.
Los pasillos por los que pasaban apenas estaban transitados por nadie. Anduvieron un rato
por ellos hasta que llegaron a una gran puerta de acero macizo custodiada por otros dos
guardias. Estos se sobresaltaron al ver la situación de que llegaran dos personas amenazadas
por sus compañeros.
No dijeron nada y abrieron el portón a toda velocidad.
Al pasar, Nicolás se sintió tremendamente decepcionado pues esperaba otra cosa. Aquello
difería mucho de la imagen renacentista que él mismo se había formado en la cabeza al
imaginar el interior del cuartel. No distaba demasiado del complejo de Canillas, donde él
trabajaba. Si no fuera porque de vez en cuando pasaban guardias suizos uniformados, hubiera
pensado incluso que estaba allí. Lo que más le sorprendió quizá era que la mayoría de las
personas con las que se cruzaban vestían con ropa de calle.
Los dos guardias que los custodiaban pidieron un par de grilletes y se los trajeron de
inmediato. Se las colocaron e hicieron que se sentaran en un banco metálico que había
pegado a una de las paredes. Uno de los guardias salió de la sala en la que se encontraban y el
otro se quedó esperando al lado de ellos. Desde su posición tenían una visión general del
pasillo principal de las dependencias, gracias también a que todo estaba acristalado. Vieron
como el guardia que había salido había entrado en uno de los despachos y hablaba con un
hombre al que no se le distinguía la cara muy bien, pero su pelo se veía intensamente rubio.
Tras mirar su ordenador y teclear algo, este se levantó de su asiento y salió de su
despacho para ir a la sala en la que los dos estaban sentados. Al entrar comprobaron que
podría medir perfectamente dos metros de alto. Sus espalda debía rondar la misma medida de
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 264

ancho. Su rostro era el de una persona que no reía nunca.


—Soy el capitán Zimmermman —dijo el hombre en un correcto castellano—. He
comprobado sus datos gracias a sus pasaportes y hay una cosa que me sorprende —hizo una
pausa para encontrar las palabras—. ¿Es usted Policía Nacional?
—Sí, capitán. Soy el inspector Nicolás Valdés, de la Policía Nacional de España.
—Ya, ya, su nombre ya lo sé. Lo que de verdad me inquieta es pensar qué narices hacían
en un agujero en medio del patio de Belvedere. No entiendo qué hacía un policía de España
ahí, la verdad.
—No, capitán. No tiene nada que ver mi trabajo con estar ahí, se lo aseguro. Ni siquiera
nosotros sabemos bien como hemos acabado ahí. Estábamos en las catacumbas que se inician
en la cripta de la iglesia de San Miguel. ¿Se llama así? —Preguntó a Carolina. Ella asintió—
Reconozco que hemos hecho muy mal porque hemos traspasado una cadena que nos decía
claramente que no lo hiciéramos. Hemos seguido avanzando y al final del todo nos hemos
encontrado unas escaleras que nos han traído hasta el patio. ¡Lo pueden comprobar!
—Ya he mandado a dos hombres a hacerlo, por supuesto. Pero, amigo, creo que sabe que
su nombre y el de su amiga están en una lista, digamos, especial que tenemos aquí en el
Vaticano. Así que no me cuente historias inventadas de que no sabe como ha acabado aquí
porque ya sería la casualidad del siglo. Ahora, t. cuénteme la verdad.
Nicolás miró a Carolina. Ella asintió.
Los siguientes minutos los pasó relatando, con pelos y señales, lo que había sucedido
desde que recibió el extraño billete de avión que lo llevó hasta Escocia.
Después de acabar, el capitán necesitó unos instantes para pensar. Al fin habló.
—En circunstancias normales los mandaría directos a un manicomio, pero…
—¿Pero?
—Los asesinatos de los sacerdotes son una realidad que nos tiene a todos horrorizados. Y
dado el anterior incidente en el que se vieron envueltos… no me queda otra que creerles. Les
van a quitar los grilletes, pero me temo que todavía no puedo dejarles marchar. No hasta que
les consiga una audiencia privada con su santidad, necesito que le cuenten todo lo que a mí.
Es parte activa de todo esto y nada puede ocurrir sin su consentimiento.
Carolina abrió los ojos al tiempo que el mismo guardia que le había puesto las esposas se
las quitaba.
¿De verdad iba a conocer al papa en persona? ¿Cómo se actuaba delante de semejante
personalidad?
—Salgan de esta sala y esperen en el banco que hay en el pasillo. Voy a ver qué puedo
hacer.
El capitán volvió a su despacho sin darse cuenta de que el teléfono móvil, que estaba en
su mesa al lado del ordenador en silencio, había registrado siete llamadas perdidas del padre
Fimiani.
Lo había estado llamando durante el trayecto que a toda velocidad realizaron todas las
unidades disponibles que había en la central hacia el Vaticano.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 265

Cuando Zimmermman se dio cuenta de las llamadas, Fimiani ya estaba entrando por la
puerta principal del cuartel de la Guardia Suiza acompañado de Paolo y Alloa. El resto,
esperaba órdenes fuera.
La comitiva pasó por delante de Nicolás y Carolina. Pero ni el sacerdote y los policías
repararon en ellos, ni a Nicolás y Carolina les dio tiempo a verlos bien pues pasaron rápidos
como rayos.
Al entrar en el despacho de Zimmermman, este no pudo sino mostrar sorpresa tras ver
primero las numerosas llamadas del sacerdote y ahora que estuviera ahí dentro.
—Padre Fimiani, ¿pasa algo?
—Capitán Zimmermman, estos son el assistente Paolo Salvano y el agente scelto
Maurizio Alloa. Han conseguido identificar al asesino y es el doctor Meazza. Pensamos que
podría estar con el santo padre ahora mismo.
El capitán se levantó de golpe de su asiento.
—¿Cómo? ¿Meazza? Pero eso es imposible…
—El ADN del asesino es el suyo —intervino Paolo—, así que no hay duda. Tenemos que
correr, el tiempo es oro.
—Pero es imposible que esté con él… no nos han avisado de que su santidad tenga
ningún achaque.
—Esto es lo preocupante, podría haber utilizado esa excusa para llegar hasta él.
Zimmermman estaba visiblemente nervioso. No conseguía asimilar lo que el padre
Fimiani le estaba contando.
—Capitán… —insistió Fimiani.
—¡Vamos! —Dijo a la vez que salía de detrás de su escritorio.
El capitán salió de su despacho y comenzó a pegar gritos de un lado para otro. Los
guardias que por allí habían comenzaron a correr y armarse. Apenas tardaron unos segundos
en estar preparados. Iban a salir de nuevo del cuartel cuando, al pasar por el pasillo, Fimiani
observó a dos personas que con cara de asombro miraban a los guardias correr. Conocía esas
caras. Muy sorprendido se acercó a ellos.
—¿Qué… qué hacen ustedes dos aquí? —Preguntó nada más llegar a ellos.
—Usted es… el cardenal Coluccelli, ¿no? —Acertó a decir Carolina, no menos
sorprendida.
—Bueno… sí… —Fimiani prefirió no explicarles todavía lo de su nueva identidad, no
había tiempo—. Supongo que no se van a mover de aquí. Tenemos una urgencia con el santo
padre. Si puedo, luego regreso y hablamos, ¿vale?
A los dos jóvenes no les dio tiempo a responder ya que Fimiani salió corriendo tras la
marabunta de guardias suizos. Una vez fuera y ante los incrédulos ojos de los que allí
pasaban, tanto guardias como policías fueron coordinados de manera rápida entre
Zimmermman y Paolo para actuar intentando, sobre todo, salvar la vida del papa, que era lo
más importante.
Llegaron hasta el Palacio Apostólico y entraron. Las noticias de los guardias que
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custodiaban la entrada no eran alentadoras. Meazza sí había entrado con la excusa de haber
recibido una llamada por parte del secretario vaticano alertándole sobre una emergencia con
el anciano líder.
Zimmermman no pudo reprocharles nada pues conocían a Meazza y era una persona de
confianza como para no pedirle explicaciones frente a una emergencia de tal calibre. Lo
primero, siempre, era la salud del papa.
Mientras atravesaban el palacio, ninguno de los policías se paró a pensar en la de
millones de euros en obras de arte con los que se estaban cruzando. Nada de esto importaba
ahora. Subieron corriendo por las escaleras y llegaron hasta la última planta. En ella se
encontraba el despacho papal, el del ayudante personal del papa, algunas capillas y los
aposentos en los que el santo padre descansaba.
Nadie, exceptuando su círculo más cercano, entre los que se encontraban el padre
Fimiani, el capitán Zimmermman y, por desgracia, el doctor Guido Meazza, conocía con
exactitud dónde estaba ubicada la estancia en la que dormía. Así que, que un grupo tan
numeroso de personas se encontrara delante de la puerta de la habitación era algo
excepcional. Frente a ella solo había un guardia suizo, que puso cara de no entender nada al
ver a tal gentío. Sobre todo porque parecía que no querían hacer nada de ruido.
Zimmermman se acercó a él y le susurró algo al oído. Sin dejar de mostrar sorpresa,
asintió. La cara del capitán era todo un poema. Se acercó a Paolo y también le susurró.
Fimiani, que estaba al lado, lo oía todo.
—¿Cómo lo hacemos? —Le dijo.
—Creo que solo nos queda el factor sorpresa. O entramos y le metemos un balazo en la
cabeza o esto no puede acabar bien.
—No. No correré riesgos innecesarios. No sabemos en qué posición se encuentra el
doctor ni tampoco el papa. Además, si lo ponemos nervioso, lo matará sin contemplación.
—Entonces solo podemos hacer lo que le he contado.
—No. Es un riesgo.
—Es la única oportunidad que tendremos de que todo salga bien.
—Ya, pero no lo puede garantizar.
—Usted sabrá lo que prefiere.
Zimmermman lo pensó durante unos instantes.
—Joder, hágalo.
El assistente asintió.
—Entonces, como me ha dicho Fimiani, ¿es seguro que no puede escapar? —Quiso saber
Paolo.
—No, por seguridad la habitación no tiene ventanas. Solo hay una claraboya en la parte
de arriba, para que entre algo de luz natural, y es demasiado pequeña para que quepa el
cuerpo de una persona adulta.
—Es decir…
—Que pase lo que pase, de aquí no se va a ir.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 267

—Bien, pues entremos antes de que sea demasiado tarde.


Tras esto, Paolo se giró y miró a Fimiani. Este dio media vuelta y volvió corriendo por
donde habían venido. Esto sorprendió a la mayoría de los allí presentes, pero poco importaba
tras lo que se les venía encima.
Paolo se disponía a entrar, pero el capitán se puso de nuevo entre él y la puerta. El
assistente resopló, tanta tontería estaba acabando con su paciencia.
—¿Tiene formación a la hora de negociar en situaciones con rehenes? —Quiso saber
Zimmermman.
—Sí. Además, Meazza me ha estado echando un pulso y estoy seguro de que me lo
querrá mantener aún en esta situación.
—Ya le he dicho que no pondré en riesgo la vida del santo padre.
—Como sigamos haciendo el imbécil puede que no vuelva a verlo con vida. Así que
usted verá.
El capitán sopesó la situación. Se hizo a un lado.
Paolo tomó aire y se acercó a la puerta. Tomó el pomo y lo giró de manera lenta.
De igual modo, comenzó a abrirla. Intentó que fuera lo suficiente para que no se viera lo
que había fuera esperando.
La imagen que encontró fue horrorosa.

Capítulo 56

Martes 26 de marzo de 2013. 18.01h. Palacio Apostólico. Vaticano.

La cama del sumo pontífice, de madera antigua y bastante austera, había sido
desmontada. Con sus maderas y una cuerda que, al parecer Meazza había traído escondida en
su maletín, había formado una cruz. Estaba apartada a un lado, esperando a cumplir su
función. El papa estaba tirado en el suelo, amordazado y con los ojos a punto de salírsele de
las órbitas. De su costado brotaba sangre. Al lado de ellos, Paolo por fin pudo ver el arma con
el que había cometido todos sus asesinatos. Parecía una lanza antigua.
La reacción natural de Guido Meazza fue abalanzarse sobre el desvalido hombre. Le
colocó una pistola bajo la barbilla. Sabía que Paolo acabaría llegando hasta a él. Cada vez
interpretaba mejor las pistas que le iba dejando. Aunque, siendo sincero consigo mismo, no
esperaba que fuera tan pronto. Suponía que al menos le daría tiempo a dejar acabada su obra.
Aunque su obra, de una manera u otra iba a acabar. Eso seguro.
Paolo lo miró directamente a los ojos. Necesitaba mostrar calma a pesar de que su sistema
nervioso estaba al borde del colapso. Un movimiento fuera de lugar y los sesos del papa
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 268

quedarían desparramados por toda la habitación. Era evidente que el forense no iba a poder
escapar, así que su máxima prioridad era sacar al anciano con vida de ahí.
—Guido, tío, ¿qué coño te ha pasado?
El forense relajó algo su rictus y sonrió antes de hablar.
—¿Qué intentas, darme conversación para que me relaje y así pillarme desprevenido?
Joder, Paolo, te creía más espabilado.
—No, no es eso. De verdad quiero saber qué te ha pasado.
—¿Me tiene que pasar algo? Ah, claro, que tengo que tener un pasado turbulento para
acabar cometiendo estos actos de adulto. ¿Quieres que te diga que mi padre me violaba?
¿Que me pegaba? ¿Que disfrutaba haciendo daño a los animales? ¿Que me gustaba quemar
cosas? ¿Cuál era la otra para completar la tríada de McDonald? ¡Ah, sí! Mearse en la cama,
¿no?
Paolo no dijo nada.
—Pues no, Paolo. No he vivido nada de eso. No he tenido ningún episodio que me haya
marcado de esta forma. Nada. Mis padres me pagaron los mejores colegios. Fui un niño
mimado y consentido, pero siempre tenía el cariño de los dos ahí. De hecho, mi padre falleció
hace unos años tras una larga enfermedad, pero mi madre sigue estando viva, cuerda y lúcida.
El cariño no ha variado. Y no, no tengo una relación enfermiza con ella. ¿Necesitas más
razones que rompan con tu esquema preconcebido del psicópata de manual?
—¿Actúas así porque no quieres ser uno de ellos?
—Vaya, reducción al absurdo… Madre mía, Paolo, te juro que he imaginado cientos de
veces esta conversación y te imaginaba, no sé, más espabilado. ¿Piensas en serio que hago
esto para romper esos esquemas? Hablaba de coña. Joder…
—¿Entonces por qué haces esto? ¿Por qué has hecho todo esto?
—Ahora es cuando quieres que te diga que es por el mero hecho de matar. Que disfruto
haciéndolo… Pues mira. En parte sí. Me gusta esa sensación de poder que a uno se le
confiere cuando los hijos de perra estos te miran con los ojos de este puto viejo. Da, no sé, un
subidón de adrenalina y libera endorfinas. Te lo recomiendo. Pero no es eso. He sido
designado para una misión que cambiará el mundo. ¿A que, que te dijera eso, también lo
esperabas? Te vas a aferrar a que soy un jodido loco y punto.
El assistente tuvo ganas de contestar que sí, que lo pensaba. Pero no quiso darle alas.
—No importa que no lo digas, lo piensas. Y, oye, no te culpo. Nuestra sociedad es así.
Cuando no entendemos algo, ese está loco. No hacemos ejercicio de autocrítica y tratamos de
buscar la raíz del problema, que quizá sea nuestra propia ignorancia. ¿Sabes lo que dicen?
Que tememos lo que no somos capaces de comprender. Yo, cada día, tengo más claro que es
así. ¿No soy capaz de entender esto? Está loco, le tengo miedo, le huyo, no trato de hacer un
esfuerzo por conocer la raíz de todo, de analizarla. No, prefiero cerrar los ojos y esperar a que
pase todo. Así somos, Paolo, así somos.
El policía respiró profundo. Meazza estaba desatado con sus proclamas y necesitaba que
siguiera con ellas un rato más. Todavía necesitaba algo más de tiempo.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 269

—¿Qué misión es la que tienes, Guido? Sobre todo, ¿quién te la ha encomendado? ¿Dios?
—Si te dijera que sí yo mismo me pondría la camisa de fuerza. No, Dios está ocupado
intentando que este mundo no se desmorone. Que no se vaya a la mierda.
—¿Y matando a sus servidores piensas que estás contentando a Dios? Es que es una
contradicción…
—¿Servidores? Dirás pecadores. Estos hijos de la gran puta habrían sido juzgados si no
vistieran de negro. Y este… —dijo señalando al Papa—. ¿A que ni siquiera estaba su nombre
en la famosa lista del larguirucho?
Paolo negó con la cabeza.
—¿Cómo iba a estar? Si esta escoria es capaz de tapar los delitos cometidos por unos
simples sacerdotes, ¿qué no harían con el pastor que guía al rebaño de borregos? ¿Quieres
saber lo que hizo este elemento?
—Para que veas que no solo quiero contentarte para que estés tranquilo, no, no me
interesa qué haya hecho. No quiero que me cuentes nada.
—Meeeec. Error. Te lo voy a contar. Supongo que habrás escuchado en más de una
ocasión que nuestro santo padre es, precisamente eso, un santo. Una persona que ha traído
una nueva luz a la Iglesia, con su liberalismo, su comprensión, sus ideas renovadoras, su buen
hacer… Pues no, assistente, quizá sea uno de los mayores hijos de la gran puta que han
pisado este suelo. Nuestro amigo perteneció a un grupo de extrema derecha en su Alemania
natal, ¿verdad, guapetón? Bueno, lo llamo así por no decir que era un bastardo nazi. ¿Qué os
gustaba hacer a las mujeres judías? Díselo al amigo Paolo, quizá sea él el que me quite la
pistola y te meta un tiro en el puto cerebro. ¡Díselo!
Paolo levantó su mano derecha tratando de calmar al asesino.
—Guido, por favor. Basta.
—¿Basta? ¿Es que piensas que la cosa acaba aquí? ¿Quieres que te cuente lo que él y sus
amigos hicieron a dos niños que quedaron huérfanos tras morir el padre de un disparo en la
sien y violar a su madre hasta que murió de un infarto? ¿Quieres?
—No.
—No te lo voy a contar para que puedas dormir por las noches. Porque yo no puedo
después de saberlo, Paolo. ¡Yo no puedo! Yo no puedo cerrar los ojos porque, aunque no lo
haya vivido, puedo sentir lo que sintieron esos niños mientras este puto baboso los… los…
¡Díselo! —Le gritó al anciano.
Paolo miraba a un lado y a otro, en un arrebato de estos todo podría acabar, tenía que
reconducir la situación.
—Guido… entiendo lo que me estás diciendo, pero no podemos tomarnos la justicia de
nuestra mano.
—¿Y qué justicia les espera?
—¿No me has dicho que crees en Dios? Entonces debes de confiar en su justicia.
El forense emitió una sonrisa macabra. Eso no gustó al assistente.
—Dios… Ya te he dicho que Dios está ocupado tratando de enderezar esta porquería de
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 270

mundo. Necesita ayuda y nosotros se la estamos dando.


—¿Nosotros? ¿Quiénes?
—Me habrás pillado antes de acabar al cien por cien mi obra, Paolo, pero no soy tan
idiota como para darte todos los detalles. La maquinaria debe seguir rodando. Esto que he
hecho yo es solo una de las dos partes de la profecía.
Paolo enarcó una ceja.
—¿Qué profecía, Guido?
—De la profecía de los pecadores.
—Un nombre muy original. Por lo que veo.
El doctor rió.
—El nombre es lo de menos. Lo que importa es lo que vendrá.
—¿Y qué será?
—El comienzo de una tercera era. La primera fue hasta el nacimiento de Cristo, donde el
ser humano necesitó de su llegada a este mundo para que Él les mostrara el camino. La
segunda, desde esto hasta hoy mismo; donde, una vez más, el ser humano ha demostrado ser
todo lo contrario a lo que esperaba el Padre. Donde ha quedado claro que no importa que nos
envíe a su hijo para salvarnos porque el hombre no quiere salvarse. Prefiere seguir viviendo
en pecado. Ahora llega una tercera edad en la que Dios seleccionará a sus siervos leales y
quemará a los que no han sabido esperar y tener fe. El momento ha llegado.
—Guido, en serio. Me pides que no te juzgue como si estuvieras, loco, ¿pero tú te
escuchas? ¿Me estás diciendo que va a llegar el Apocalipsis? ¿Piensas que, de repente,
llegarán cuatro jinetes haciendo no sé qué cosas?
—En tu puta vida lo entenderías, Paolo. Además, veo que eres tan inútil como el resto de
la gente al creer las estupideces que cuenta la Biblia. Te recuerdo que fue creada por
hombres. Ellos interpretaron a su manera lo que vendría. Pero no, no será así. Cuando llegue
el momento recordarás esto y te arrepentirás de no haber tenido la fe que se te requiere.
Entonces yo reiré.
—¿Es que piensas que vas a poder salir de esta?
El asesino volvió a reír abiertamente.
—Claro, assistente. ¿Es que no ves la vía de escape que llevo a punta de pistola? ¿De
verdad crees que se van a arriesgar a pegarme un tiro mientras camine con él amarrado? Con
cualquier persona del mundo abrirían fuego. Un francotirador, para ser exacto. Pero no, con
él no lo harán. O al menos eso creo. De todos modos, como nunca hay que dejar nada suelto
y en la Guardia Suiza hay mucho colgado, tú me vas a ayudar a salir de aquí.
—¿Yo?
—Así es. Quiero que me protejas. Sé que eres un hombre de honor y si me das tu palabra
lo vas a hacer. Yo puede parecer que no, pero también lo soy. Te prometo que si me procuras
una vía de escape, cuando esté montado en un coche que me aleje de aquí, dejaré al papa
libre. No le pasará nada.
—Guido…
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 271

—Te juro por mi honor que será así. Mira, esto puede acabar de dos formas. O como te
digo o con este hombre muerto. Yo también, pero recaerá sobre ti la responsabilidad de la
muerte de este señor. Sobre todo porque te estoy ofreciendo una alternativa a su muerte.
Paolo se quedó parado unos instantes, sin hablar. Al cabo de unos segundos lo hizo.
—Está bien. Necesito hablar con el capitán. Él está al mando aquí dentro.
—El capitán es un hombre sensato. Pero si no lo fuera, espero que tú le hagas entrar en
razón.
El assistente suspiró.
—Voy a intentarlo. Tienes mi palabra de que si te digo que sí, no habrá tonterías. Lo del
coche, ¿cómo lo quieres?
—Me da igual. Con que me pongan uno en la puerta me sobra. Sé que me intentarán
rastrear con un sistema GPS que le endosarán, pero si te digo la verdad, me da igual. Tengo
un plan de huída bastante bien elaborado. Quiero que también despejen la Plaza de san Pedro.
No quiero tonterías a la hora de subirme al coche.
—Está bien. Voy a ver qué puedo hacer. Sabes que tardarán unos minutos, ¿no?
—No tengo prisa. Estaré parapetado detrás de este nazi. Por si las moscas.
—Bueno. Pues espera aquí dentro.
Paolo dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia la puerta. De pronto, antes de que
saliera, el ruido de un libro cayendo desde una estantería de madera vieja que había cerca de
donde antes estaba la cama, hizo que tanto Paolo como Guido se giraran hacia ella. Lo que
Guido no pudo ver fue que Paolo, tras esto, sacó el arma oculta en el pantalón al tiempo que
se daba la vuelta hacia la puerta. Tampoco le dio tiempo a ver como apretaba el gatillo y una
bala le atravesaba el hombro.
El dolor, la quemazón y la sorpresa hicieron que Guido soltara su arma y emitiera un
atronador grito. El doctor, de manera instintiva se lanzó hacia el arma soltando al viejo papa,
pero Paolo fue más rápido y le asestó un rodillazo en el hombro herido. Acto seguido y con
un movimiento inverso de cadera, le propinó otro en la barbilla, haciendo que su mandíbula
se desencajara.
Sin perder tiempo, Paolo dio una patada a la pistola y se echó sobre el forense. No esperó
que este, después de los golpes, pudiera sacar un puñal también oculto e intentara cortar su
cuello, pero fue rápido y pudo separarse lo justo para que el cuchillo solo rozara su nuez de
Adán. Aún así, escocía. Paolo, tras esto dio un golpe sobre el codo del desvalido médico y la
afilada arma cayó al suelo. Antes de intentar reducirlo de nuevo, también le dio una patada y
la separó del forense. De manera incomprensible, la estantería se comenzó a mover sola y tras
ella apareció, primero, un hombre de unos treinta años más o menos, era alto y su aspecto era
atlético. Sus ojos eran azules y tenía una barba de aspecto semi descuidado. Paolo no tenía ni
idea de quién era, pero el hombre se acercó hasta donde estaban ellos y ayudó al assistente a
retener sin posibilidad de escape al asesino. Segundo y, todavía más sorprendente, por detrás
de la estantería apareció el padre Fimiani. Este, sin decir nada, lo primero que hizo fue acudir
en socorro del papa. Estaba herido y asustado, pero vivo.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 272

Fimiani levantó la cabeza y presentó a los dos hombres que habían en pie en la
habitación.
—Assistente Paolo Salvano, le presento al inspector de la Policía Nacional Española,
Nicolás Valdés.

Capítulo 57

Martes 26 de marzo de 2013. 18.33h. Palacio Apostólico. Vaticano.

Fimiani sostenía con sus manos —ayudado por un pañuelo para no dejar sus huellas— la
lanza. No daba crédito a lo que veía.
—Tiene que ser la lanza sagrada. Todos estos asesinatos nunca tendrán sentido, pero
quizá lo tenían para él si este trozo de hierro fuera lo que yo creo. Tenía entendido que la
única con opciones a ser la verdadera estaba escondida en algún punto de Armenia. ¿Cómo se
habrá hecho con ella?
Paolo se secó el sudor con un pañuelo antes de responder.
—¿Cómo habrá hecho todo lo que ha hecho? Me preocupa mucho porque pienso que
Guido solo era la punta de esa lanza que sostiene en la mano. Tiene que haber algo poderoso
detrás de todo esto. Le pido que cuando todo esto acabe y el laboratorio les devuelva la lanza,
la guarden bien. Ya han visto lo que se puede hacer con ella si cae en unas manos como las de
Meazza.
—Espero que no haya más manos como las de Meazza.
—Se sorprendería, padre, se sorprendería.
Paolo observó como se llevaban al doctor esposado. Antes de esto lo había atendido un
equipo médico y ahora llevaba el hombro cubierto por un aparatoso vendaje. El forense ni
miró a Paolo al salir de la habitación del papa. Había sido derrotado y esto, conociendo el ego
que había demostrado durante todo aquel periplo, le dolía. El assistente estaba seguro a que
hubiera preferido morir antes que fracasar de tal forma.
El capitán Zimmermman se acercó hasta los dos.
—Reconozco, assistente, que cuando me ha contado su plan subiendo las escaleras he
tenido dudas. Hasta el punto que me negaba a que hicieran una locura semejante. Pero lo han
resuelto de manera brillante.
—Yo también las tenía, no se vaya a creer. Cuando viniendo en el coche Fimiani me ha
contado lo del pasadizo secreto en la habitación, casi no he podido creerlo. Pensaba que esto
solo podría pasar en las películas. Detrás de una estatua de Bernini en el plena primera planta,
ni más menos… Todavía no sé ni si debo creerlo.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 273

—Ni siquiera yo conocía el pasadizo, assistente. La sorpresa es mutua.


Zimmermman no conocía su existencia, era verdad. Pero sí sabía que no era el único en
un palacio del que papas habían escapado de noche para poder pasar tiempo con sus amantes
lejos de ojos indiscretos. Desconocía si el sumo pontífice actual lo habría usado alguna vez,
pero ahora nada de esto importaba. La Iglesia había sido sacudida con dureza pero sus
cimientos eran fuertes e iban a aguantar la embestida.
—También ha sido bueno que ese inspector español estuviera aquí en esos momentos.
Hacía falta un aplomo para llevar a cabo el plan que, me disculpe el padre, no sé yo si él…
—No se disculpe —dijo el sacerdote, ya había entregado la lanza a los de Científica—. Si
hubiera tenido que tenerlo, lo hubiera sacado de donde sea, pero teniendo abajo a un
todoterreno como el inspector Valdés, no iba a desaprovecharlo. Entienda que no hayamos
querido usar a ninguno de sus hombres para esto, pero últimamente tengo la confianza
resquebrajada con todo y con todos.
—Ahora el que no debe disculparse es usted —comentó Zimmermman—. Lo único que
nos importa ahora es que el papa está siendo atendido y aquí, lo mejor que podemos hacer, es
dejar que hagan su trabajo los miembros de su equipo —le dijo a Paolo—. Pero ahora
necesito que hablemos de algo todos juntos y lo mejor será que lo hagamos en mi despacho.
Si me acompañan…

Paolo, Nicolás, el padre Fimiani y el capitán volvieron al cuartel de la Guardia Suiza. Una
vez allí y tras un largo abrazo de Nicolás con Carolina —ya que ella estaba muy preocupada
tras ver salir corriendo al inspector después de que hubiera llegado a toda prisa Fimiani—, los
cinco pasaron al despacho del capitán.
Ni Carolina ni Nicolás hablaban italiano, por lo que, aprovechando que los otros tres sí
hablaban castellano, decidieron comunicarse así a partir de ahora.
La improvisada reunión transcurrió mientras cada uno contaba su versión de lo vivido
desde que todo había comenzado. Nicolás escuchó con sumo interés los detalles que iba
revelando Paolo ya que ambos trabajaban en la misma unidad, aunque en distinto país.
Cuando le tocó el turno a Nicolás, los rostros de Fimiani y Paolo, que no conocían los
detalles de lo sucedido con la hermandad, eran todo un poema.
Después de que cada uno expusiera su versión, intervino el capitán.
—Entonces queda claro algo: por increíble que parezca, ambas historias han confluido en
una sola. ¿Cómo es posible?
Todos se encogieron de hombros, también muy sorprendidos.
—No hay lógica, pero es así —sentenció Nicolás.
—Creo que ahora, lo más sensato, sería acabar con todo esto en Escocia. ¿No les
mandaba allí la última prueba? —Preguntó el assistente.
—Sí, no hay interpretación posible. Apunta allí.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 274

—Está bien, quiero ir con ustedes dos. Supongo que toda ayuda es poca. Habrá que pedir
una orden internacional a la Europol y a ver cómo lo hacemos. Oficialmente usted está de
vacaciones y no es parte activa de esto, ¿me equivoco?
—Así es. Pero por eso no creo que haya mucho problema. Puedo pedir a mi jefe, si lo
solicitan también desde su central, la colaboración en el caso como agente externo. Las
pesquisas que lleven hasta allí pueden ser cosa de su central, nadie tiene por qué saber que
fuimos nosotros los que hemos llegado hasta ese punto.
—Sí, claro. Va a ser complicado de encontrar las palabras para que suene creíble, pero
puede funcionar.
—No olviden —intervino el capitán— que estamos de su lado. No quiero decirlo como lo
voy a decir, pero si la Iglesia presiona pueden llegar donde quieran.
—Lo sabemos —contestó Paolo—, pero ahora es preferible inmiscuir al menor número
de personas. Si es verdad lo que cuenta el inspector Valdés, ese tal Murray tiene ojos y oídos
en todos lados. Debemos ser cautos y mover la menor polvareda posible.
—Está bien —comentó Zimmermman mientras asentía—. Creo que tienen razón. Solo les
pido que me tengan al tanto de todo, esto salpica directamente al Vaticano y debemos saber a
qué atenernos. Por nuestra parte solo queda agradecer que le hayan salvado la vida a Su
Santidad. Supongo que, cuando se recupere, él mismo lo querrá hacer en persona. Pero de
igual manera yo les doy las gracias.
—No hay de qué. Lo hubiéramos hecho por él y por cualquiera que hubiéramos podido
salvar.
Dicho esto, los cinco se levantaron de su asiento. La reunión había acabado.
Antes de que los otros cuatro salieran, el capitán volvió a hablar.
—Una última cosa…
Paolo se giró y sonrió, aunque era algo forzado.
—Sí, esto no saldrá de aquí —comentó el assistente antes de volver a girarse y comenzar
de nuevo a andar.
Escocia les esperaba.

Capítulo 58

Miércoles 27 de marzo de 2013. 09.43h. Camino a Escocia.

El primer impulso de Nicolás fue el de salir de inmediato para Escocia. Lo hizo pensando
que Edward, si no sabía ya lo que había sucedido en el Vaticano, se estaría preguntando qué
habría sido de ellos y estaría impacientándose. Paolo le hizo entrar en razón, ya que la
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 275

euroorden tardaría algo en llegar y no podían lanzarse a lo loco.


Para intentar alimentar su historia de que todavía seguían en las catacumbas, el día
anterior, tanto Paolo como Carolina, habían dejado sus teléfonos encendidos dentro de ellas.
Dudaban de que tuviera cobertura en algún momento, pero en caso de tenerla, al menos si los
llamaba o intentaba localizar mediante el GPS del teléfono, sería algo más creíble.
Aparte de esto, poco más tenían para convencer al multimillonario de que seguían
encerrados.
Pedir permiso para implicarse en la investigación italiana no le había resultado demasiado
complicado. A Alfonso le había contado la verdad. Tenía que hacerlo. La excusa sería que
Paolo y Nicolás se conocían de antes y el primero le había pedido al segundo ayuda a pesar
de sus vacaciones. Europol había accedido debido al intachable expediente del inspector
español. Convencer a la policía europea de que debían de darles la orden de intervención en
Escocia había sido otro cantar, pero las presiones del capo habían dado sus frutos y a las
cinco de la mañana se había emitido la orden. Era en modo «silencioso», como se conocía a
las operaciones en marco secreto que intentaban implicar al menor número de personas. La
manera más fiable de evitar filtraciones. Aunque no por esto con garantía de éxito.
Ya con todo arreglado, con billetes proporcionados por la propia Europol —así como
permiso para que ambos viajaran con arma—, Carolina, Nicolás y Paolo estaban montados en
el avión que los llevaba rumbo a Escocia.
Carolina alucinaba con la conversación animada que mantenían Paolo y Nicolás. Ambos
habían conectado a la perfección. Quizá era lógico pues, por lo que poco que había podido
conocer al policía romano, los dos se parecían en cuanto a carácter. Además, con un trabajo
similar, ¿qué más necesitaban para estar todo el tiempo contándose uno a otro sus batallitas?
La noche anterior la pasaron en casa de Paolo. La idea de registrarse en un hotel quedaba
totalmente descartada para no dejar rastro —hasta el punto que viajaban con identidades
proporcionadas por Europol para lo mismo—, por lo que, aunque algo incómodos pues
acababan de conocer al policía, aceptaron pues era mejor que quedarse en la central.
Allí, ambos descubrieron cómo Paolo aprendió a hablar con tanta fluidez el castellano.
Sus abuelos maternos eran de Valladolid y emigraron a Italia en los años cincuenta. Paolo
había pasado gran parte de su juventud viajando al pueblo de ellos, cuando en verano huían
del turismo romano. Gracias a esto, dominaba el idioma a la perfección. Dado que ninguno
de los dos españoles sabía nada de italiano, esto era una verdadera suerte.
Aunque estaban muy cansados, las emociones vividas no les dejaron descansar por la
noche. A pesar de ello, ese cosquilleo constante en el estómago hacía que se sintieran más
vivos que nunca.
Al llegar al aeropuerto trataron de actuar lo más natural posible. Había dos posibilidades,
que Edward lo supiera todo y los estuviera esperando o que no supiera nada. En ambos casos
actuarían cautos. Les era inevitable mirar de un lado a otro por si unos ojos estaban clavados
en ellos. Por el momento no lo parecía. Aunque, ¿quién sabía?
Nada más salir alquilaron un utilitario de color negro con sus falsas identidades. No muy
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llamativo. Perfecto para pasar desapercibidos.


Nicolás, pensando en cómo conducían los romanos, decidió ser él el que manejara el
coche. Más o menos recordaba el camino que había recorrido días atrás con el mayordomo de
Edward, por lo que no haría falta un GPS para llegar. Le costó algo habituarse a conducir por
el lado inverso, pero al final descubrió que todo era cuestión de atreverse.
El día era insultantemente bello. El sol brillaba con todo su esplendor y se reflejaba sobre
el verde de los campos que atravesaban. El color que desprendían estos tras el rebote de estos
rayos era precioso. Tras pasar unas cuantas praderas, al fondo, se empezó a vislumbrar el
castillo de los Murray. Nicolás y Carolina habían explicado a Paolo cómo era el castillo, pero
estaba claro que se habían quedado cortos pues él no esperaba algo así. Fue en este momento
cuando entendió que no exageraban cuando contaban que el anciano lo podía todo debido a
su ingente cantidad de dinero.
Nicolás aparcó en una zona cercana, pero lo suficientemente alejada como para no alertar
al anciano de su presencia. El resto del camino lo hicieron a pie sin dejar de mirar si había
alguna cámara cerca que los delatara. No parecía haberla.
El plan a seguir era hacer el menor ruido posible e intentar involucrar al menor número de
personas. Scotland Yard estaba avisado de lo que ahí iba a suceder, pero solo se había hecho
de manera cordial al enlace que mantenían con la Europol. Si Edward tenía tanta influencia,
seguro que también la tendría en el cuerpo de policía. Necesitaban atraparlo con vida, tenían
que hacerlo ellos solos.
Cuando llegaron a la puerta de la entrada, Nicolás, que recordaba que ahí sí había una
cámara, los condujo por uno de los laterales del vallado hasta que llegaron a un punto muerto
del aparato. La puerta estaba abierta de par en par. Esto era preocupante, porque la teoría de
que Edward los esperaba ganaba puntos. Pasaron al interior con decisión. Paolo y Nicolás
protegían a Carolina mientras caminaban acariciando con sus dedos el arma oculta. Tras
pasar el umbral de la gran puerta corredera accedieron por el inmenso jardín hasta que
llegaron a la parte frontal del castillo. Otra sorpresa les aguardaba allí, ya que había tres
coches aparcados. Teniendo en cuenta la cantidad de coches que tenía el magnate no hubiera
sido algo raro si no fuera porque todos tenían pegatinas de una misma empresa de alquiler.
No eran suyos. Tenía visita.
Esto complicaba todavía más las cosas. Puede que fuera el resto de la hermandad.
No esperaban este contratiempo, por lo que, sobre la marcha, tuvieron que improvisar un
nuevo plan de ataque. Seguían sin contar con el apoyo de unidades por falta de confianza, así
que no les quedaba más remedio que entrar a esa especie de misión suicida utilizando alguna
de las ventanas laterales. Confiaban en que alguna estuviera abierta.
Todavía no habían comenzado a andar para llegar hasta ellas cuando Carolina agarró a
Nicolás por el brazo. Este se giró y le miró a la cara. Ella, a su vez, miraba asustada hacia la
ventana que daba al salón en el que tuvieron la reunión con Edward. Salía una considerable
cantidad de humo negro. El inspector se puso muy nervioso, había un incendio. Sin dudarlo y
sin importarle lo que pudiera suceder a partir de ahí, comenzó a dar patadas al portón, pero
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 277

era tan pesado que apenas se movía tras las embestidas. Paolo lo imitó y comenzó a golpearla
también al mismo tiempo. Por su cabeza pasó la estúpida idea de disparar contra la cerradura,
como hacían en las películas, pero sabía que aquello era una leyenda extendida por películas
y series. Siguieron golpeando hasta que la puerta comenzó a ceder algo. Carolina se unió a
los dos y eso fue lo que consiguió que se acabara abriendo con el pestillo que tenía echado
colgando.
Cos sus armas desenfundadas, pidieron a Carolina que los siguiera a una distancia
prudente. Dicho esto, comenzaron a correr hacia dentro. Nicolás iba primero, Paolo no
conocía el castillo. Llegaron hasta la puerta que daba al salón en el que parecía quemarse
algo. Salía humo negro también por debajo de la puerta. Nicolás miró a Paolo y este le hizo
un gesto afirmativo con la cabeza. Sin pensarlo, ambos se cubrieron la boca con el brazo
mientras no dejaban de apuntar con el que les quedaba libre. Nicolás dio un puntapié a la
puerta y se abrió sin oponer resistencia. Una gran condensación de humo negro salió de
repente. Ambos tuvieron que esperar a que saliera algo más para poder pasar dentro. Carolina
esperaría fuera.
Entraron.
La imagen era dantesca.
Tenía los brazos estirados haciendo que, con el resto de su cuerpo, formara una cruz. Los
tenía atados con cadenas que, a su vez, estaban atadas a unas argollas que parecían haber sido
clavadas recientemente en la pared. De una forma algo bruta, además. El cuerpo desnudo de
Edward estaba encima de una pila de libros y madera en llamas. El fuego parecía reciente, ya
que apenas había comenzado a tener intensidad en esos momentos.
Nicolás reaccionó de inmediato y llamó a la muchacha.
—¡Carolina, ve a la entrada que creo que había un extintor detrás un paragüero!
La joven obedeció y fue corriendo a buscar el extintor. Ahí estaba, era cierto. Lo agarró
como pudo. Pesaba más de lo que esperaba. Comenzó a correr con él en brazos y llegó de
nuevo a la posición de Nicolás. Se lo dio.
Le quitó la anilla y enfocó el chorro hacia las llamas, que ya acariciaban las plantas de los
pies del anciano y que gritaba de dolor. Tras unos instantes de incertidumbre ya que el fuego
parecía no ceder, el inspector consiguió apagarlo.
—Joder… —comentó tras dejar la bombona roja en el suelo.
—Vamos a bajarlo de ahí —dijo Paolo, todavía impresionado por lo que acababan de
vivir—. Creo que si golpeamos las argollas y creamos algo de holgura pueden descolgarse y
caer. Nicolás, agarra tú al hombre. Carolina y yo lo hacemos. Podemos coger libros para
golpear, que aquí hay bastante gordos.
—¿Y por qué no disparáis hacia la cadena? —Preguntó la muchacha.
—Eso solo funciona en la ficción, Carolina. Una bala normal jamás podría romper el
acero. Vamos.
Nicolás comenzó a apartar la pila de libros quemados mezclada con el mejunje que había
salido del extintor. Estaba caliente pero no tenía miedo a quemarse, solo le importaba bajar al
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 278

anciano de ahí. Lo agarró de las piernas y lo elevó con fuerza para que sus brazos dejaran de
estar en completa tensión. Paolo y Carolina agarraron sendos sillones y los colocaron debajo
de donde estaban las argollas. Cada uno tomó el libro más gordo que encontró en las
estanterías y, tras subirse al sillón, comenzaron a golpear los hierros para que se movieran.
Tuvieron que insistir bastante hasta que cogieron holgura, pero lo lograron. Nicolás sintió
todo el peso del anciano caer sobre él, pero aguantó y lo bajó. Lo separó lo que pudo de la
fuente de calor antes de dejarlo tumbado en el suelo. Estaba exhausto. Apenas podía abrir los
ojos. Hizo un esfuerzo tremendo para levantar su brazo derecho y señalar hacia una de las
estanterías de los laterales. Tras esto, quedó inconsciente.
—¡Joder! —Exclamó Nicolás tras tomarle el pulso y comprobar que, al menos, seguía
con vida.
—¿Qué coño ha pasado aquí? —Preguntó nervioso Paolo.
—No lo sé, pero esto no me da buena espina. ¿Por qué señalaba a la estantería?
Paolo no dijo nada y fue rápido a comprobarlo. Antes de ni siquiera tocarla, comenzó a
mirarla de arriba abajo, por si veía algo que le llamara la atención, pero nada. Tras esto,
comenzó a tirar todos los libros que contenía al suelo. Pero hubo uno que no podía. Estaba
sujeto.
—¡Tiene que ser esto! —Exclamó el assistente.
—Ven, Carolina —le indicó Nicolás a la joven—. Quédate a su lado.
Ella obedeció y Nicolás se acercó hasta donde estaba Paolo. Comprobó que era cierto.
—¿Tiramos de él? —Preguntó el español.
—¿Cómo que tirar de él?
—Créeme, Paolo, después de lo que hemos visto te aseguro que esto es una palanca que
abre algo.
Paolo, incrédulo, asintió. Necesitaron tirar los dos de él porque el libro estaba demasiado
duro. Tras hacerlo, el click al que ya estaban acostumbrados los españoles sonó y la estantería
comenzó a moverse para un lado.
Tras apartarse, apareció unas escaleras descendentes en un estrecho pasillo de piedra.
Había antorchas en la pared y estaban encendidas. Quizá era la ruta de escape por la que se
había marchado quien le hubiera hecho esto a Edward.
Nicolás miró a Carolina.
—No te preocupes. Bajad vosotros, yo me quedo con él.
—Toma —Paolo sacó otro arma de la parte de atrás de su bolsillo y se la pasó a Carolina
—. La traje por si acaso y esperaba no tener que dártela, pero no dudes en usarla si te ves
perdida. Lleva el seguro puesto, es eso rojo de ahí, ¿ves?
La joven asintió.
—Ya sabes, si lo necesitas no dudes. Y cuidado con el retroceso. Apunta fuerte, con los
dos ojos abiertos y con un pie por delante si puede ser, para que no pierdas el equilibrio.
Carolina suspiró tras el acelerado curso de disparo que le dio el italiano. Esperó no tener
que usarla.
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—Vamos —dijo el assistente tras comprobar que Nicolás estaba listo.


Comenzaron a bajar, arma en mano, vigilando que sus pasos no hicieran nada de ruido.
La luz de las antorchas parecía desvanecerse según iban descendiendo, por lo que Paolo trató
de agarrar una de ellas para iluminar la parte inferior. No pudo. Estaba fuertemente sujeta a la
pared de piedra. Resignado siguió bajando.
Llegaron a la parte más baja. Apenas se veía nada ya debido a la oscuridad del lugar. Una
cortina parecía ser lo que los separaba del siguiente paso. Nicolás la apartó y pasaron. Dentro
no se veía nada. Por la humedad y el resonar de sus pasos, intuyeron que se encontraban en
una sala cerrada. Comenzaron a palpar por una de las paredes tratando de encontrar algún
tipo de iluminación. Nicolás no llevaba teléfono, pero a Paolo se le ocurrió sacar el suyo para,
con su luz, iluminar algo aquello. Cuando pulsó el botón de desbloqueo se encontraron frente
a cuatro sombras que vestían con un hábito muy parecido al de un monje. El susto fue
tremendo, sobre todo al comprobar que estos los habían rodeado y les apuntaban también con
pistolas.
—Tiren las armas al suelo. Despacio —dijo uno de los hombres.
Nicolás miró a Paolo y ambos obedecieron. Al italiano se le pasó por la cabeza jugar con
la oscuridad de la sala apagando su teléfono móvil, pero uno de ellos prendió una antorcha
que portaba en una mano y la idea se esfumó.
—Muy obedientes —volvió a hablar el hombre.
Acto seguido, los cuatro, sin dejar de apuntar a los dos policías, comenzaron a andar para
colocarse junto a la única salida del lugar. Ahora estaban encerrados.
—¿Quiénes son? —Preguntó Nicolás.
—Antes de presentarnos nos gustaría darles las gracias a usted y a su novia.
—¿Por qué?
—Porque la profecía de los pecadores constaba de dos partes: la muerte de los apóstoles y
la iniciación de dos nuevos miembros. Bienvenidos.
Paolo miró extrañado a Nicolás.
—¿Qué quiere decir? —Le preguntó.
—Quiere decir que nos han engañado a Carolina y a mí. Pensábamos que estábamos tras
sus pasos y lo que estaban haciendo era ponernos a prueba como ritual de iniciación. Sois una
panda de hijos de puta.
Ellos no pudieron verlo, pero el hombre sonrió.
—No está bien que insulte a sus propios hermanos, inspector.
—¡Y una mierda mis hermanos! ¿Pero qué coño?
—Tssss. Tranquilo, inspector. Como les iba diciendo, han superado con creces las seis
pruebas. Ahora, la profecía está lista para ser ejecutada.
—Un momento, un momento… ¿cómo que seis?
—Claro, inspector. ¿No recuerda las tres que pasaron cuando buscaban el supuesto tesoro
templario?
—¿Cómo que supuesto? ¡Lo encontramos! Leímos la carta del propio Jesucristo.
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La carcajada fue sonora y generalizada.


—Por favor. Pobre imbécil. ¿De verdad pensó que eso que leyeron había salido del puño
de Jesús? Les creía más inteligentes. En fin… Todo era falso. El tesoro templario es falso. Me
duele que sean tan ineptos de pensar que era de verdad. Pero, bueno, aquí lo único que
importa es que lo utilizamos como señuelo para hacerles pasar las pruebas y aquí están. Ya
nada puede detenernos.
A Nicolás se le apagó algo la voz antes de preguntar otra cosa.
—Entonces… ¿la muerte del padre de Carolina?
—Necesaria para que esto empezara a funcionar. Queríamos iniciarla solo a ella, sólo
necesitábamos a uno para esta parte, pero usted llegó como un regalo del cielo. Eso
demuestra que Dios está de nuestro lado.
—Hijos de puta… ¿el resto de guardianes también fueron engañados?
Hubo un silencio.
—No exactamente.
Se quitaron las capuchas.
Nicolás sintió ganas de vomitar.

Capítulo 59

Miércoles 27 de marzo de 2013. 10.27h. Castillo de los Murray. Escocia.

Los rostros sonrientes de los tres guardianes hicieron que Nicolás sintiera unas ganas
tremendas de meterles un disparo en la cabeza. A cada uno de ellos. Ahí estaban, desafiantes:
Francisco, de Portugal; Aksel, de Dinamarca; e Ignacio Fonseca, de España. Además, este
último, era el jefe actual de Carolina. Al menos hasta ese momento. El rostro del cuarto, tras
ver lo que estaba sucediendo, no sorprendió demasiado al inspector. No era otro que el de
David Hoff, supuesto ayudante de Edward y, al parecer, voz cantante del cuarteto.
Nicolás no dejaba de negar con su cabeza. No podía creer que aquello fuera real. No
podía estar pasando de verdad. Paolo no entendía del todo aquella sorpresa en el español,
pero lo que estaba claro es que conocía el rostro de los cuatro.
—Sois unos hijos de puta… —volvió a insistir el inspector.
—¿Otra vez, Nicolás? Qué pesadito con eso. Ya lo sabemos —dijo Ignacio.
—Juro que os voy a matar uno a uno.
—No creo que esto suceda, inspector —comentó Hoff—. Además, para que vea que
somos en el fondo una pandilla de hombres agradecidos, le ofrecemos la oportunidad de, ya
que pertenece a nuestra hermandad por derecho propio, quedarse a nuestro lado. Podrá vivir
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el comienzo de la tercera era en un lugar privilegiado.


—Antes prefiero morir.
—Cuidado con lo que desea, inspector.
Hubieron unos instantes de silencio en los que se mantuvieron la mirada.
—¿Entonces Edward no sabía nada de quiénes eran ustedes en realidad? ¿Cómo podían
reunirse aquí, en su castillo, sin que él lo supiera?
—No hay más ciego que el que no quiere ver, amigo. Él estaba con sus tonterías
templarias y se negaba a contemplar la realidad. Es un puto viejo chiflado, sin más. La
familia Hoff siempre ha estado ligada a la familia Murray por esta razón. Siempre hemos
estado aquí. Es más, antes de que pasara a dominios de los Murray, perteneció a los míos.
—Venga, pero es que no me creo…
—¡Basta ya de tonterías! —Gritó David Hoff— Necesitaba que llegaran hasta esta
guarida para completar al cien por cien su iniciación. Ahora ya no me valen para una mierda,
así que si no quieren estar a nuestro lado, un disparo en la cabeza a cada uno y santas
pascuas.
—Así que basta de tonterías, ¿no? —De repente Paolo, para sorpresa de todos sacó un
arma que llevaba oculta en su espalda y apuntó con ella a los cuatro miembros de la
hermandad.
David Hoff, lejos de ponerse nervioso ante el disparatado gesto del policía romano,
emitió una macabra sonrisa.
—¿Qué pretende, assistente? ¿Quiere intentar siquiera herirnos antes de que
desparramemos sus sesos sobre suelo y paredes? Adelante, pruebe…
Nicolás intervino con rapidez.
—Paolo, por favor, baja el arma. No hagas ninguna estupidez porque esto no pinta bien.
Son cuatro y solo tú no puedes hacer nada.
Paolo lo miró con el rostro lleno de tensión. Sus ojos temblaban de pura rabia. Hasta
parecía que se escuchaba el rechinar de sus dientes.
—Por favor, Paolo —insistió—. No compliquemos más la situación. Ya estamos jodidos.
—¿Jodidos? —Preguntó el italiano—. Querrás decir jodido.
—¿Qué?
Sin decir nada el policía italiano se giró y colocó el cañón en el pecho del inspector
español. Los ojos de este último se abrieron como platos. Los otros cuatro no se quedaron
atrás.
—¿Qué estás haciendo, Paolo? —Balbuceó con dificultad Nicolás.
—Estoy hasta los cojones de todo, inspector. Estoy hasta la polla ya del bien y del mal,
del mundo en el que vivimos. Estoy cansado de vivir en una sociedad en la que un tío, por ser
sacerdote, puede hacer lo que le dé la santa gana. No consiento que el mundo acepte eso. Yo
no quiero hacerlo.
—Paolo, en serio —Nicolás levantó los brazos tratando de calmar al policía—, has estado
sometido a mucha presión en los últimos días y…
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—¿Y tú qué coño sabes a lo que yo he estado sometido? ¿Acaso nos conocemos? Te
recuerdo nos encontramos ayer por casualidad, así que no me digas ahora cómo coño me
siento yo.
—Lo sé, Paolo, tienes razón, pero…
—¡Pero nada! Estoy harto, cansado, decepcionado… ¿quieres que siga? Sabes que hablo
bien tu puto idioma y conozco muchos sinónimos.
—No, no hace falta, pero no hagas algo de lo que luego te vayas a arrepentir.
—¿Arrepentir? ¿Qué puede ser peor que estos cuatro me maten ahora? Puede que tengan
razón y su puta profecía sea cierta. Y lo sea o no, al menos lo quiero ver con mis propios ojos.
No estoy dispuesto a morir en este lugar.
—¿Y estás dispuesto a matarme a mí? ¿De verdad lo harías?
—¿Te vuelvo a repetir que no te conozco? Me importas una mierda.
—Recapacita, por favor…
Dicho eso, Nicolás, sin bajar los brazos, comenzó a dar leves pasos hacia atrás.
—No tengo nada que recapacitar, inspector. Quiero vivir. Y si de verdad viene un mundo
mejor tras todo esto, pues mucho mejor. Lo siento, pero eres tú o yo.
Apretó el gatillo sin más y asestó un balazo en el pecho de Nicolás. Este salió despedido
hacia atrás y cayó inerte al suelo. Un charco, mezcla entre rojo y negro comenzó a formarse
debajo del cuerpo sin vida del inspector Nicolás Valdés.
Los cuatro contemplaron la escena sin poder creer lo que sus ojos veían. Estaban
preparados para intervenir en cualquier momento pues aquello les sonaba más a una
pantomima que a otra cosa. Pero no. Para sorpresa de todos, el assistente había matado al
inspector Valdés. Era un giro del guion, sin duda, pero un giro que los beneficiaba.

Carolina escuchó el disparo y se giró hacia el lugar por el que había bajado Nicolás y
Paolo hacía unos minutos horrorizada. ¿Qué acababa de pasar ahí abajo? Nerviosa, miró a
Edward. Seguía inconsciente en el suelo. Dudó en si dejarlo ahí y correr para ayudar a los
policías. ¿Pero qué podía hacer ella? ¿De verdad tendría el valor necesario para disparar un
arma contra una persona? Por mucho mal que hubiera provocado, no se creía capaz de esto.
Quizá si bajaba se convertiría más en un estorbo que en otra cosa.
Decidió que lo más prudente era esperar. Tenía que confiar en el instinto de supervivencia
de ambos. No solo eso, estaban magníficamente preparados para afrontar situaciones
difíciles, así que había que mantener la esperanza de que todo saliera bien.
Lo que no supo es que, en verdad, nada iba bien ahí abajo.

—Hala, un estorbo menos —comentó un frío Paolo sin dejar de mirar el cuerpo yaciente
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del policía español.


El rostro de los cuatro hermanos no había disminuido en su grado de desconcierto.
—Entiendo la sorpresa —se adelantó el assistente a que alguno de ellos hablara—, pero
lo que he dicho lo he dicho de verdad. Estoy harto, harto de todo lo que he vivido estos días.
Sabía que el mundo estaba repleto de mierda, pero cuando vi lo de los sacerdotes pecadores
ya toqué fondo. Sigo sin poder creer que puedan dejar campar a sus anchas a pedófilos,
asesinos, violadores… No quiero vivir en este mundo. Si ustedes prometen que esto va a
cambiar, yo me subo al carro. Si no, soy capaz de volarme la tapa de los sesos aquí mismo.
No puedo más, lo digo de verdad. No puedo más.
Pasaron unos segundos hasta que por fin David pudo hablar.
—Por supuesto que nos ha sorprendido, assistente. No lo esperábamos, pero mire, mejor.
Ahora le pido que por favor me entregue el arma. Entienda la medida de seguridad. No
quiero ni que se vuele la cabeza ni nos la vuele a nosotros. ¿Lo entiende?
Paolo dudó unos instantes, pero accedió.
—Muy bien —continuó hablando Hoff—, con todo esto aclarado será mejor que subamos
a ver como ha quedado el cuerpo de Murray. ¿O le han salvado la vida?
—Siento decirle que sí. Lo hemos bajado de donde lo pusieron y apagamos el fuego. Está
inconsciente.
—Un balazo en la cabeza y listo.
—Hay otra cosa más. La muchacha española está con él —dijo Paolo—. Y no solo eso,
tiene un arma que le dimos para que se defendiera en caso de ser necesario.
Todos quedaron en silencio evaluando la situación.
—Gracias por el aviso —comentó Hoff antes de girarse hacia Ignacio Fonseca—.
Ignacio, ¿te encargas tú?
Asintió comprendiendo que, ante una situación así, el desconcierto de verlo allí unido a la
confianza que ella tenía en él, serían los ingredientes necesarios para poder reducir a la chica.
Ignacio se quitó el hábito que vestía y se lo dio a Aksel. Los otros cuatro decidieron
seguirlo por las escaleras y quedarse justo en el umbral para aparecer en escena cuando él les
dijera.

Carolina no dejaba de mirar hacia el pasillo que descendía. Es por eso que no tardó en ver
aparecer una figura que salía de él, aunque sí necesitó unos segundos para asimilar que era, ni
más ni menos, que su jefe.
Él no dejó tiempo para que a ella pudiera hacerse sus propias cábalas.
—Carolina, hija, ¡qué alegría! ¡Menos mal que te encuentro y estás bien!
Ignacio fingía una cojera importante, por lo que Carolina no dudó en levantarse a toda
velocidad e ir a socorrer a su jefe. Ni siquiera se dio cuenta de que había dejado el arma en el
suelo, junto a Edward, que seguía inconsciente.
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—¿Qué ha pasado ahí abajo, Ignacio? Y, sobre todo, ¿qué haces tú aquí?
Ni siquiera respondió. Cuando sintió que la joven entraba en contacto con él para
agarrarlo intentando evitar que se cayera, dio un rápido giro sobre sí mismo que lo colocó en
la espalda de Carolina. La agarró pasándole los brazos por debajo de las axilas y elevándolos
hacia su cabeza, volviéndolos a pasar de nuevo por detrás para dejar las palmas pegadas a la
nuca de la chica. Fue un movimiento estudiado. Esto le impedía soltarse, ya que ella apenas
podía mover los brazos así.
Carolina no daba crédito.
—¿Qué pasa? —Acertó a decir muerta del miedo.
—Shhhhh. Calla. Escucha bien lo que te voy a decir. No hagas ninguna tontería. Las
heroicidades, para las películas. ¿Entiendes esto?
—Pero…
—Pero nada. ¿Entiendes esto?
La chica asintió. Respiraba a toda velocidad. Edward la giró despacio hacia el pasadizo.
De él comenzaron a salir el resto de los guardianes del tesoro. Detrás de ellos apareció David
Hoff, el asistente personal de Edward. Luego llegó Paolo, que sonreía de manera extraña.
Con una maldad que ella no había visto nunca en el rostro de nadie.
Esperó a que apareciera Nicolás, pero no lo hizo y sus ojos se llenaron de inmediato de
lágrimas.
—¿Dónde está…?
—¡Silencio! —Gritó Hoff.
—¡No me da la gana! ¡¿Dónde está Nicolás?!
—El inspector está muerto —respondió un frío Paolo—. No me ha quedado más remedio
que liquidarlo porque iba a hacer que nos mataran a todos.
—¡Eres un hijo de puta! —Vociferó rabiosa— ¡¿Cómo tienes el valor de decírmelo
mirándome a la cara!? ¡Hijo de puta!
—¿Que cómo tengo el valor? —Paolo dio un paso al frente, como queriendo encararse a
ella, pero Hoff le puso el brazo en el pecho impidiéndoselo, así que se quedó donde estaba—.
¿Todos los españoles os hacéis amigos íntimos de una persona que acabáis de conocer? Es
que no me lo explico. Tengo el valor porque mi vida vale más que la vuestra. Al menos para
mí.
Carolina lo miró con los ojos inyectados en ira. Nunca había agredido a nadie, nunca
había disparado un arma ni nada parecido, pero tenía claro que si no hubiera dejado la pistola
en el suelo habría descargado todas las balas sobre la cara del assistente. Respiraba agitada,
pero trató de serenarse para decir bien lo que estaba pensando.
Cuando pasaron unos segundos habló.
—Además de hijo de puta eres un completo gilipollas. ¿Piensas que te van a dejar vivo?
No sé qué planes tienen, pero te aseguro que tú no entras en ellos, tonto de los cojones.
—Mira, chica. Sea como sea yo estoy vivo y tu novio no. Así que no me cuentes historias
que me pongo a llorar.
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—¡Hijo de puta! ¡Cabrón de mierda! ¡Cabronazo! —Carolina escupía incluso cegada por
el dolor mientras insultaba a Paolo.
Ignacio quitó una de las manos de su nuca para colocársela en la boca y así callarla. Le
costó, pero lo consiguió.
—Mucho mejor —dijo Hoff—. Mire, Carolina, le voy a resumir. El assistente ha tomado
una decisión, acertada, desde mi punto de vista, pero una decisión al fin y al cabo. Y cada uno
tiene que vivir con lo que decide. Supongo que usted también ha tomado una decisión y ni
siquiera hace falta que se la pregunte. Pero como soy una persona educada, lo voy a hacer, así
que piense bien su respuesta antes de decírmela. Para ponerle las cosas más fáciles, solo con
una de las dos opciones podrá seguir con vida. Ignacio, ponla de rodillas y que piense así.
Obedeció. No le fue fácil doblegar a Carolina, pero esta al final acabó cediendo ante lo
fatal de su destino.
Su jefe la soltó y ella ni se movió. Pensó que ya no merecía la pena.
Pasó más o menos un minuto en el que ninguno de los allí presentes habló. Fue Hoff el
que al final rompió el silencio.
—¿Y bien?
Carolina, que en esos momentos miraba hacia el suelo levantó la cabeza y lo miró a los
ojos, desafiante.
—Antes me pego el tiro yo misma que quedarme a vuestro lado, pandilla de hijos de puta.
—Es una pena, pero si usted así lo ha querido, yo no soy nadie para torcer su voluntad.
¿Ojos abiertos o cerrados? —Preguntó mientras amartillaba el arma.
Ella no respondió. Cerró los ojos.
Ya no le importaba morir. Nicolás ya lo había hecho y ella no había podido siquiera
despedirse de él. No sabía qué se solía decir en una situación como esa, pero tuvo claro que le
hubiera dicho que lo quería con todas sus fuerzas y que, pasara lo que pasara entre ellos, ella
nunca dejaría de hacerlo. Siempre sería el amor de su vida.
Un disparo sonó dentro de la habitación. Acertó a su objetivo, que cayó fulminado al
suelo, sin vida.

Capítulo 60

Miércoles 27 de marzo de 2013. 12.03h. Castillo de los Murray. Escocia.

Carolina seguía con los ojos cerrados. Pensó que ya estaba muerta. Aquello había sido
totalmente indoloro, tal y como había imaginado que sería. Aquella sensación de no saber
muy bien qué había pasado le duró muy pocos segundos, pues los ruidos que se sucedieron la
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devolvieron a una realidad que pasó tan rápida, que apenas le dio tiempo a enterarse de nada.
Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue el cuerpo sin vida de quien le apuntaba con
un arma hacía unos instantes. David Hoff tenía el cráneo destrozado tras un certero disparo
que no sabía muy bien de dónde había venido. Acto seguido, vio cómo Paolo pasaba
corriendo a su lado y se lanzaba a por el arma que ella misma había dejado en el suelo.
Cuando la agarró, quitó el seguro y tras dos increíbles movimientos consiguió, primero evitar
el disparo que había efectuado Ignacio hacia él y, después, meterle un balazo en la barriga
que hizo que también cayera al suelo retorciéndose de dolor.
Dos disparos más sonaron y ella se echó las manos a la cabeza mientras buscaba el
origen. Eran Francisco y Aksel, pero ella no vio bien hacia dónde disparaban. Un disparo del
propio Paolo seguido por otro más de una fuente que no pudo identificar, impactaron a
Francisco en el hombro y a Aksel en la pierna.
En ambos casos tiraron el arma que portaban rotos por el dolor y la quemazón.
Carolina se giró por completo y su rostro quedó descompuesto cuando encontró de donde
provenía las detonaciones que no ubicaba, las que acabaron con la vida de Hoff y que
también había ayudado a reducir a Francisco. Era Nicolás, que no dejaba de apuntarlos desde
el umbral del acceso al pasadizo.
No sabía como, pero estaba vivo.
Ninguno de los dos policías perdió el tiempo y fueron corriendo hacia los dos heridos.
Paolo sacó un puñado de bridas de su bolsillo y ofreció una Nicolás. Con ellas amarraron las
manos por detrás de la espalda de los dos que aún permanecían con vida.
Paolo después sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número. Dijo algo en inglés. Fue
corto. Como si ya estuvieran a la espera de su llamada.
Nicolás se puso en pie y miró a Carolina. Sudaba como solo lo había visto sudar cuando
la prueba del fuego, en la que casi pierden la vida. Estaba empapado en sangre que parecía
haber brotado de su pecho. Es más, hasta se podía ver un agujero en su camiseta.
Nicolás se acercó despacio hacia la joven. Ella no podía hablar.
—Carolina, ¿estás bien?
—¿Cómo…?
Nicolás se levantó la camiseta. Llevaba un chaleco antibalas. Lo golpeó fuerte.
—Es de los mejores del mundo. Es pesado, pero soporta balas de gran calibre. Aunque
Paolo me ha disparado con una nueve milímetros.
—¿Y la sangre? —Preguntó la chica sin poder creer todavía lo que estaba viviendo.
—Es sangre falsa en una bolsa de plástico. Si llegas a fallar… —dijo mirando a Paolo.
—Chaval, ya te dije anoche que mi puntería era legendaria.
—Ya, pero eres italiano y tendéis a exagerarlo todo —comentó sonriendo.
—Mira quién fue a hablar. Un español —rió.
—¿Lo teníais todo preparado? —La voz de Carolina sonaba apagada. Todavía no podía
creer todo aquello.
Nicolás se limitó asentir mientras se acercaba a ella, despacio.
Ruiz / LA PROFECÍA DE LOS PECADORES 2017 / 287

Ella comenzó a llorar con todavía más fuerza. Cuando el inspector la abrazó, ella se dejó
rodear con sus brazos, pero rápidamente se separó para darle un fuerte guantazo al que siguió
que volviera a abrazarse a él.
Paolo los miraba sin decir nada. Entendía la reacción de Carolina. Varias veces
discutieron Nicolás y él por la noche si hacerla o no partícipe de su paripé, pero para
conseguir que fuera más creíble era necesario mantenerla a ella al margen. Sus lágrimas ante
la supuesta muerte del español debían de ser reales y su odio hacia el italiano también. La
confianza en que no dispararía el arma contra él que le habían entregado sí era cierto que lo
dejaban un poco a la suerte, pero había salido bien y su reacción había sido la justa que
esperaban.
Pasaron unos minutos hasta que Nicolás consiguió que Carolina se tranquilizara. Pasar la
mano por su pelo sin dejar de abrazarla contribuyó a ello.
Las sirenas que comenzaron a escucharse terminaron con el momento de un plumazo.
Unos instantes más tarde comenzaron a entrar policías armados y sanitarios que enseguida se
lanzaron en ayuda de Edward, que seguía inconsciente en el suelo. Por los miembros de la
hermandad que no estaban con sus manos en la espalda ya no se podía hacer nada, ya que
yacían sin vida, así que la prioridad fue la de sacar a toda velocidad al anciano y a los dos que
seguían con vida. Las sirenas alejándose de las ambulancias en las que los metieron certificó
que no iban a perder un segundo en tratar de salvarles la vida.
La siguiente hora la pasaron dando explicaciones sin parar. Inspectores, juez, forenses…
poco a poco todos fueron poniéndose al corriente de lo que allí había sucedido. Tuvieron que
aguantar como por un lado los felicitaban por resolver la situación aunque hubieran muertes
y, por otro, como los llamaban inconscientes por la treta del asesinato de Nicolás por parte de
Paolo. Y, sobre todo, por haber metido a Carolina, una civil, por en medio para conseguir sus
fines.
Eso último lo aguantaron de manera estoica, ya que les importaba poco lo que policías de
otro país les pudieran decir sobre su trabajo.
Tras todo el barullo en el que firmaron mil y una declaraciones y, dejando un tiempo
prudencial en el que recibieron una llamada que les confirmaba que ya podían ir, viajaron
hasta el hospital en el que Edward estaba siendo atendido. Ellos insistieron en dejar pasar
unas horas para que el anciano pudiera recuperarse de todo lo vivido, pero al parecer no
paraba de insistir en que quería verlos cuantos antes. A Edward era complicado decirle que
no.
Tras pasar por el umbral de la habitación 343, custodiada por un mastodóntico pelirrojo
ataviado con el uniforme de la policía escocesa, comprobaron que Edward estaba
sorprendentemente entero después de lo sufrido. Vestía con un camisón de color azul claro y
tenía ambos pies vendados a conciencia hasta más o menos por encima de los tobillos. Sin
duda era para tratar las quemaduras provocadas por el fuego con el que querían acabar con su
vida.
—Lo primero que voy a pedir es que me traigan un pijama decente. Así no hay quien
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tenga algo de dignidad —comentó sonriente.


Carolina, que sonreía, fue la primera en hablar.
—¿Cómo está, Edward?
—Podría hacerme ahora el macho bravío, pero eso creo que les pega más a ustedes, los
españoles. No, no diré que desearía estar muerto, pero sí es cierto que he tenido días mejores.
—A mí me sorprende la entereza con la que está ahora, qué quiere que le diga —intervino
Nicolás.
—Con la misma que estaría usted, inspector. ¿Los lamentos sirven de algo? ¿Dejaré de
sentir dolor por eso? No, para aguantar este dolor ya tengo una buena dosis de morfina en el
cuerpo. Ahora la quiero disfrutar, que viajes así no se realizan todos los días.
Rieron.
—Por cierto, Edward, este es Paolo. Supongo que aunque no lo conoce en persona, ya
sabe quién es.
—Claro que lo sé. Assistente —le dijo—, impresionante su labor en Roma para detener
los pasos de ese mal nacido.
—Edward —volvió a intervenir Nicolás—, creo que le debemos una disculpa.
—Si se refiere al asuntito de la desconfianza que les generó el encontrar mi apellido bajo
esas catacumbas, no hay nada que hablar de eso. David me lo contó mientras me amarraban a
la pared como auténticos psicópatas. Es increíble como todo este tiempo han estado bajo mis
pies y yo buscándolos como un loco idealista.
—Gracias a sus loco idealismos hemos podido detenerlos. Edward, no se lamente. Todo
pasa por algo —dijo el inspector.
—Supongo que sí, querido Nicolás. Pero la sensación de haberlos tenido tan cerca, casi
en mis narices, me oprime fuerte el estómago. No sé si algún día podré sacármelo de la
cabeza.
—Podrá —comentó Carolina—. Yo pensaba lo mismo con la muerte de mi padre. No me
lo he sacado, pero lo enfoco todo desde otra perspectiva. Supongo que todo evoluciona,
incluso nuestros sentimientos.
Tras afirmar esto miró a Nicolás. Él también la miraba. Le sonrió.
El policía que estaba apostado en la puerta la abrió y metió la cabeza. Le dijo algo a
Edward que ninguno supo entender. El anciano frunció el ceño y asintió sin cambiar su
rostro. Los otros tres no sabían qué pasaba hasta que la puerta se volvió a abrir y por ella pasó
alguien que no esperaban.
El hermano Calatrava.
La primera reacción de todos —menos de Paolo, que no tenía ni idea de quién era—, fue
la de no poder ni hablar. Fue Nicolás el que decidió tomar las riendas.
—¿Qué hace usted aquí?
—He venido lo más rápido posible. En cuanto me he enterado de lo que ha sucedido.
—¿Cómo ha podido venir desde Armenia tan rápido? Eso es imposible… Además, ¿cómo
se ha enterado de todo?
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—Vayamos por partes. He venido tan rápido porque ya estaba en Escocia. Llegué ayer,
procedente de Roma.
Carolina fue la que habló.
—¿Roma? ¿Es que nos estaba siguiendo?
Calatrava no respondió, se limitó a sonreír agachando algo la mirada.
—¿Pero quién narices es usted?
Carolina dio un paso hacia adelante en dirección al supuesto monje, Nicolás le puso la
mano sobre el pecho para retenerla, con éxito.
—Mi nombre completo es Sir Gonzalo de Calatrava Ayamonte. Desciendo de un linaje de
monjes guerreros cuya herencia monacal suele ser de tíos a primogénitos del hermano menor.
—Espere, espere, espere… ¿cómo es eso? —Preguntó Nicolás confuso.
—Que en mi familia el primer hijo se hace monje, el segundo y los que vengan pueden
tener descendencia, cuyo primogénito también acabará siendo monje. No es tan complicado.
—¿Y ha dicho monje guerrero? ¿Y se ha llamado usted mismo Sir?
—Así es.
—Entonces… es…
—Efectivamente. Soy un caballero templario.
Edward se revolvió desde la cama y no pudo evitar intervenir.
—¡Pero eso es imposible! ¡Yo lo sabría!
—Lo siento, señor Murray, pero usted no lo sabría. Ha vivido toda su vida engañado,
creyendo ser lo que en realidad no era. Los caballeros templarios nunca llegamos a alejarnos
de nuestros orígenes. Nuestro deber fue, es y será servir a Dios tal y como se nos enseñó a
hacer. Lejos de la vida eclesiástica moderna. Siempre seremos humildes sirvientes y
guerreros de nuestro señor y de su verdad.
—¿Y qué hacía en Armenia, en medio de una prueba de la hermandad? —Quiso saber
Nicolás.
—Vigilar en primera persona a quién la realiza.
—Sigo sin entender nada —intervino Carolina—. Si ustedes, porque supongo que son
varios, tenían conocimiento de la hermandad y sus intenciones, ¿por qué no detenerla?
—No se deje engañar con el apelativo de guerreros, señorita Blanco. Somos, como ya le
he dicho, humildes servidores de Dios. No teníamos ni idea de cuándo pondrían en
funcionamiento la maquinaria para cumplir sus estúpidas profecías. Cuando sucedió lo de su
padre, una alarma interna nos hizo ponernos alerta. Sabíamos que sería cuestión de tiempo
que les pondrían a realizar las pruebas. Lo único que yo pude hacer fue cerciorarme de que
ustedes no tenían más intención que destruir la hermandad. Esto nos tranquilizó.
—Eso es confiar demasiado. ¿Y si todo hubiera salido mal? —Preguntó Carolina.
—No hubiera pasado nada. Las profecías de la hermandad eran una patraña de una panda
de locos. Si hubieran llegado hasta el final, no hubiera pasado absolutamente nada.
Seguramente ellos se hubieran acabado dando cuenta y su frustración hubiera sido enorme.
La parte que no controlábamos en absoluto era la de la muerte de los pecadores. Fue una
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suerte que se dieran de bruces con el assistente Salvano. Estoy seguro que la cristiandad
entera se lo agradecerá.
Paolo emitió una medio sonrisa. Entendía más o menos todo lo que estaban hablando,
pero había detalles que se le escapaban. Ya le preguntaría mejor a Nicolás.
—En realidad —siguió hablando—, desde la orden solo tenemos palabras de
agradecimiento para ustedes tres. No podemos pagarles en dinero, lo del voto de pobreza es
una realidad y lo del tesoro templario una tontería inflada con los siglos. Lo único que
podemos hacerles es nombrarles a los tres caballeros templarios honorarios, siempre que
acepten y quieran guardar el secreto de nuestra existencia. Sé que ya pensaban formar parte
de este mundo, pero ahora les hablo con la pura verdad en la mano.
Los tres asintieron, sonrientes.
—Por mi parte —continuó— no tengo más que añadir. Solo reiterarme en las gracias y
desear que este no sea nuestro último encuentro. Ya saben dónde encontrarme si me
necesitan.
Dio media vuelta y se encaminó a la puerta.
—Hermano Calatrava —dijo Carolina antes de que saliera.
Este se giró, pero no dijo nada.
—Olvidemos lo del tesoro templario y todas esas cosas, pero, ¿existe en verdad ese
secreto que dicen que podría destruir el cristianismo?
Calatrava sonrió ampliamente. Dio la vuelta y salió de la habitación.

Capítulo 61

Miércoles 27 de marzo de 2013. 16.03h. Afueras del hospital.

Entraron con algunas gotas cayendo desde el cielo, pero al salir del hospital el sol lucía
radiante y hasta daba la falsa sensación de provocar cierto calor. Estuvieron un rato más
dentro de la habitación haciendo compañía a Edward, pero la administración de unos
calmantes que lo sumieron en un profundo sueño hicieron que tomaran la decisión de
abandonar el hospital y dejarlo descansar.
Al salir sintieron el olor a mojado que se respiraba en la calle.
Paolo fue el primero en hablar.
—Estoy abrumado. No sé ni qué pensar, son tantas las cosas que hemos vivido en tan
poco tiempo que no sé ni como sentirme.
—Te entiendo, Paolo —comentó Nicolás—. Nosotros ya vivimos algo parecido la otra
vez y toda esta mierda no deja de sorprenderme. ¿Cómo es posible que exista todo este
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submundo delante de nuestras narices y ni siquiera reparemos en él?


—Recuerdo un dicho que escuchaba mucho en boca de mi abuela, creo que es español:
no hay más ciego que el que no quiere ver.
Nicolás y Carolina rieron.
—No sé si es puramente español o no —dijo Carolina—, pero sí es verdad que lo hemos
escuchado mucho.
—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó Paolo.
—Yo me acabo de quedar sin trabajo por defunción del jefe, así que… —comentó riendo
Carolina.
—Yo creo que es buen momento para cumplir promesas —dijo Nicolás.
Carolina lo miró sin saber a qué se refería.
—Todavía me quedan unos días de vacaciones. ¿Recuerdas que te prometí que un día
visitaríamos Roma de una manera distinta a como estuvimos ayer?
La muchacha asintió sonriendo.
—Pues bien, toca cumplir. ¿Nos vamos a Roma?
Ella no lo pensó y se lanzó a besarlo. Él no hizo nada, solo se dejó besar.
Paolo, incómodo por la situación comenzó a mirar a todos lados. Como vio que aquello se
alargaba, intervino con un carraspeo.
—Tortolitos —dijo—, si vais a visitar Roma y, aunque soy consciente de vuestro amor y
que querréis estar solos, me ofrezco como guía. Es más, insisto en que os alojéis en mi piso el
tiempo que estéis allí. Solo tengo una cama pero es vuestra, yo duermo en el sofá. Tengo unos
buenos tapones para los oídos, tranquilos.
Carolina se aguantó la risa ante el último comentario y trató de protestar.
—Pero…
—Pero nada, insisto. Tranquilos que sabré respetar vuestro romance —rió.
—Que no es eso…
—Lo que sea, os venís a mi casa y punto. Os aseguro que conmigo vais a ver rincones
que ni imaginaríais.
—En ese caso no nos queda otra que aceptar —sentenció Nicolás.
Decidieron ir a comer algo, con tanta acción les había sido imposible. Por la tarde
repetirían visita al hospital y contarían sus planes a Edward. Al día siguiente partirían los tres
de nuevo hacia la ciudad eterna.
Esta vez harían turismo sin ninguna presión.
Comenzaron a andar. Paolo iba delante. Nicolás y Carolina detrás. Agarrados de la mano.

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