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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS

DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Matías Cordero Arce

IFEJANT – Lima
2015
-

9 7861 24 633515
Ainara: todo.
Con Ainara, a Mai y Xabi,
que nos han hecho vulnerables, dependientes, y felices.
Y a mis viejos, por su obstinada, amorosa, presencia.
ÍNDICE

Agradecimientos .................................................................................................. 11
Introducción ......................................................................................................... 13

1. LA(S) INFANCIA(S) ............................................................................................ 19


1.1 Preliminares Necesarios desde la Antropología ...................................... 20
1.2 Antecedentes Históricos Inmediatos de la Infancia Minoritaria ............ 34
1.3 El Desarrollismo ........................................................................................ 50
i. Desarrollo en Etapas Naturales y Universales, con Término en la
Adultez .................................................................................................. 51
i.i. El Desarrollo es Necesario .............................................................. 52
i.ii. El Desarrollo es Endógeno............................................................. 57
i.iii. El Desarrollo es Teleológico ......................................................... 63
ii. Dependencia Física y Emocional, Surgida de la Incompetencia
Física y Emocional de Niñas y Niños .................................................... 74
iii. Impacto Indeleble de los Primeros Años en el Resto de la Vida ......... 84

1.4 Afán Normativo y Hegemonía del Desarrollismo .................................... 90


1.5 Socialización ............................................................................................ 101
i. Familia (Padre y/o Madre) .................................................................. 107
ii. Colegio ............................................................................................... 112
ii.i. Expansión del Colegio. ................................................................ 118
ii.ii. ¿Colegio como Trabajo? ............................................................. 121
iii. Socialización Corporativa (“Kindercultura”) ..................................... 123
iv. Grupo de Pares.................................................................................. 126

1.6 La Infancia Hegemónica Hoy .................................................................. 128


i. La Infancia como Indisponibilidad Disponible ..................................... 128
ii. La Infancia Vulnerada......................................................................... 140

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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

1.7 “Nueva” Sociología de la Infancia .......................................................... 149


i. La Infancia es una Construcción Social ............................................... 150
ii. Las Niñas y Niños son Sujetos Activos en la Construcción de sus
Vidas, de las Vidas de quienes los Rodean, y de la Sociedad ............ 157
iii. Las Relaciones Sociales de Niños y Niñas Merecen Ser
Estudiadas en sí Mismas .................................................................... 171
iv. La Infancia es una Variable del Análisis Social .................................. 172
v. Énfasis en la Etnografía como Metodología de Estudio .................... 176
vi. La Sociología de la Infancia Supone una Opción Política .................. 177

2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN .................... 179


2.1 Derechos Humanos, Racionalidad y Legitimación Democrática ........... 183
2.2 Racionalidad, Competencia y Derechos Humanos de las Niñas y
Niños ....................................................................................................... 186
i. Irracionalidad, Incompetencia, Vulnerabilidad................................... 186
ii. Paternalismo Jurídico ......................................................................... 194

2.3 “Participación” en la CDN ....................................................................... 206


2.4 CDN, Infancias y Contextos..................................................................... 223
i. Variables Culturales ............................................................................ 223
ii. Diversidad de Infancias ...................................................................... 227
iii. Niño-Individuo, Comunidad y Deberes de Niños y Niñas ................. 233
iv. Infancias Proscritas ........................................................................... 241

2.5 CDN, Desarrollo y Disciplinamiento. ...................................................... 245


i. Disciplinamiento de Niñas y Niños para (en nombre de) el
Desarrollo Infantil ............................................................................... 245
ii. Disciplinamiento de Niñas y Niños para (en nombre de) el
Desarrollo Socioeconómico ............................................................... 257
iii. Disciplinamiento de los Países “en Desarrollo” para (en nombre
de) el Desarrollo Socioeconómico ..................................................... 260
iv. Disciplinamiento de los Países “en Desarrollo” para (en nombre
de) los Países “Desarrollados” ........................................................... 264

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ÍNDICE

3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS


NIÑAS Y NIÑOS ............................................................................................. 273
3.1 Las Voces de los Niños y Niñas ............................................................... 275
3.2 Derecho a Definir y a no Ser Definidos: Paso Atrás de los Adultos ...... 280
i. Los Derechos de las Niñas y Niños: Ni Concebidos, Ni Dados
por los Adultos ................................................................................... 280
ii. Los Derechos de las Niñas y Niños: Autodefinidos ............................ 286
iii. Derecho a No Ser Definidos por la Ciencia ....................................... 293
iv. Derecho a No Ser Definidos por los (Adultos) Huérfanos de
Definiciones ...................................................................................... 297

3.3 Los Derechos Humanos (de Niños y Niñas) “Desde Abajo” .................. 299
3.4 Infancia, Trabajo y NATs: Paso al Frente de los Niños y las Niñas ........ 307
i. Niñas y Niños, Trabajo y Prohibición .................................................. 307
i.i. Trabajo Infantil y Sentido ............................................................. 307
i.ii. Trabajo Infantil y Sinsentido ....................................................... 310
i.iii. Niños y Niñas (Trabajadores) como Minoría Discriminada y
Oprimida ..................................................................................... 325
ii. Niñas, Niños y Adolescentes Trabajadores (NNATs): Infancia
Organizada para Existir y Resistir ....................................................... 331

3.5 Cuestiones Abiertas ................................................................................ 355


i. Cuidado, Derechos, Emancipación: Autonomía Interdependiente .... 355
ii. Más Allá de los Dualismos.................................................................. 361

4. CONCLUSIONES .............................................................................................. 369


Bibliografía ......................................................................................................... 373

9
AGRADECIMIENTOS

Con pequeños retoques, ésta es mi tesis doctoral en sociología del derecho, leída
en la Universidad del País Vasco en 2013. Como tal, es fruto de diversas
colaboraciones e interdependencias, o sea que se debe a muchas personas, a
quienes aquí quiero agradecer.

En primer lugar, a mis codirectoras, Maggy Barrère (Universidad del País Vasco) y
Teresa Picontó (Universidad de Zaragoza), que con generosidad y sabiduría me
guiaron y sostuvieron en el proceso de elaboración de la tesis. Lo bueno que
pueda tener este trabajo se debe en gran medida a ellas.

A quienes integraron el tribunal ante el que la tesis fue leída: Ana Rubio, María
José Añón, Arantza Campos, Iván Rodríguez y Carlos Villagrasa, que con sus
lúcidas críticas han contribuido a mejorar este trabajo desde que fue
públicamente defendido. Mención especial para Carlos Villagrasa, con quien he
sostenido fértiles intercambios epistolares relativos a los congresos mundiales
por los derechos de la infancia, y quien me invitó a exponer en la reunión de la
Red Mediterránea sobre los Derechos de la Infancia, celebrada en septiembre de
2013 en la Universidad de Barcelona; así como para Iván Rodríguez, quien viene
dándome alientos y buenos consejos sobre la investigación relativa a la infancia
desde la elaboración de mi tesina de máster (2008).

A Pablo Ciocchini y Stéfanie Khoury, cómplices de máster y doctorado, con


quienes he discutido provechosamente algunas de las ideas aquí expuestas, y
compartido largas jornadas de conversaciones sociojurídicas, y con quienes sigo
compartiendo la idea de una sociología jurídica comprometida.

A Alejandro Cussiánovich, Manfred Liebel, Lourdes Gaitán, Spyros Spyrou y Nigel


Thomas, cuyas palabras han sido un espaldarazo para seguir adelante con una
investigación que no pocas veces es demasiado solitaria.

A Helen Berents, Manuel Calvo, y Andrés Sanz, que han leído partes de mi
trabajo, y hecho valiosos comentarios.

A Alberto Relloso, Noddhārtha, llegado hace poco, pero venido desde hace
mucho.

11
AGRADECIMIENTOS

Hay amigos que han estado siempre ahí: Rubén Eguía y Felipe Meneses, mis
pequeños gigantes; Aurelia Balcells, abogada de los condenados de la Tierra;
Francisco Velozo, incondicional de mi andadura transatlántica; Marcelo Vergara,
hermano mayor en la locura. Hacen el camino más bello.

Por último, o más bien, por abajo, desde abajo, quiero agradecer a mi familia. A
mi hermano Gonzalo, por quien empecé en esto del derecho, y a mi hermano
Diego, que siendo menor, es muchas veces mayor. A mi padre y a mi madre, que
a pesar de vivir a 10.000 kilómetros de distancia, no han querido, ni podido
soltarme la mano. Ni yo a ellos. A mi hijo Xabier y a mi hija Maialen, que me han
regalado una nueva frontera, de tal manera que pensarme como yo es, ya
siempre, pensarme como nosotros, “nosotros” vehiculado por Ainara, mi mujer,
mi amante, mi luz, sin la cual este trabajo, y su autor, no existirían.

Vitoria-Gasteiz, abril de 2014

12
INTRODUCCIÓN

En este trabajo nos hemos propuesto avanzar hacia un discurso emancipador de


los derechos de las niñas y los niños. Si nos detenemos en los términos de este
título, con especial énfasis en el uso del lenguaje, podremos entender y articular
mejor el contenido y propósito de lo que sigue.

Hablamos de un discurso emancipador de los derechos. Concebir a los derechos


humanos de las niñas y niños como “discurso” implica reconocer que el lenguaje
no sólo describe la realidad, sino que también la prescribe, la ordena y
estructura de acuerdo con “categorías de pensamiento a las que se atribuyen
significados y valores sociales importantes”. Los discursos, en este sentido,
“promueven categorías particulares de creencias y pensamiento que guían
nuestras respuestas” en el medio social, “estructurando nuestra experiencia y
los sentidos que le damos a ésta” (Evans 2005: 1049). Los discursos, entonces, no
sólo dicen, sino que reclaman la autoridad y legitimidad de no ser contradichos.
En último término, y volveremos sobre esto al hablar del discurso desarrollista
(secciones 1.3, 1.4 y 2.5), los discursos son el lugar donde confluyen
conocimiento y poder (Foucault 1999, 2005, 2006).

Nuestro propósito es encaminarnos hacia un discurso emancipador de los


derechos de las niñas y los niños Con esto nos situamos en oposición al discurso
de derechos que canaliza hegemónicamente los derechos de las niñas y niños en
la actualidad, y que es representado por la Convención de los Derechos del Niño
(CDN), que entendemos no insta tal emancipación. Es decir, buscamos levantar
un discurso emancipador allí donde reconocemos un discurso opresivo,
minimizador, y castrador de las diversas infancias y de las vidas de las niñas y
niños. De ahí que la orientación de este trabajo sea de protesta y de crítica. Es de
protesta porque entendemos los derechos humanos como reclamos que buscan
subvertir el statu quo en favor de los oprimidos (Dembour 2010: 3), i.e., de los
niños y niñas. Y es de crítica pues intenta “entender la situación subjetiva
ideológicamente distorsionada de un colectivo…, luego explorar las fuerzas que
han causado tal situación, y en definitiva mostrar que estas fuerzas pueden ser
superadas a través de la toma de conciencia sobre ellas por parte del grupo
oprimido en cuestión” (Dryzek 1995: 99). En otras palabras, la orientación es
crítica porque aquí se trata de “las políticas de la verdad”, o sea, “de exponer los
intereses a los que sirve la producción y mantenimiento de ciertas verdades, y
los procesos que permiten a algunas formas de conocimiento ser aceptadas
como completas y legítimas, mientras otras son tildadas de parciales y

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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

sospechosas” (Evans 2005: 1049). Más precisamente, el trabajo llega a la


protesta (capítulo 3) a través de la crítica (capítulos 1 y 2). Criticando el discurso
hegemónico sobre “la infancia” y sus derechos, abriéndolo y cuestionándolo, lo
recusamos, y protestamos en favor de su subversión. Es decir, y debemos dejarlo
claro, en estas páginas subyace una opción política, lo que no implica “politizar”
la investigación, desde que ésta siempre ha estado más o menos politizada. La
única manera, de hecho, de conservar la honestidad investigadora es haciendo
explícita esta opción política y sacando a la luz los prejuicios a partir de los cuales
nos abocamos a nuestra investigación (ver Steinberg y Kincheloe 2004b: 4).

Pero lo que aquí planteamos es un discurso emancipador; un discurso, entre


muchos posibles, frente a el discurso, oficial y hegemónico. En este trabajo
intentamos la visibilización de la diversidad de infancias ocultadas bajo la
discursividad oficial. De ahí que insistamos, por ejemplo, en hablar del “mundo
minoritario” (hegemónico, occidental), en vez de “primer mundo” o “países
desarrollados”, y del “mundo mayoritario”, en vez de “tercer mundo”, o “países
en desarrollo”. Pues es precisamente expresión de un discurso colonialista y
desarrollista el referirse al segundo grupo de países como en tensión y relación
con el primero, como si esos países inacabados estuvieran destinados a cumplir
el destino ya alcanzado por los primeros. Esta no es sólo una nomenclatura
menos eurocéntrica y colonialista, es decir, más democrática, sino que también
mucho más representativa de la realidad mundial de las infancias, pues, como
dice Lancy (2008: 1), “la manera en que los occidentales pudientes conciben y
tratan a sus hijos e hijas es única en los anales de la cultura”, o sea, es
minoritaria. Ahora bien, es evidente que no hay un solo mundo minoritario, ni un
solo Occidente, que el mundo mayoritario son muchos mundos, y que al interior
del mundo mayoritario hay también un mundo minoritario (ver, por ejemplo,
Sharma [2000] sobre infancias occidentalizadas y privilegiadas en la India), así
como al interior del mundo minoritario hay muchos mundos mayoritarios, (ver,
por ejemplo, Katz [2004] sobre infancias oprimidas en Harlem, Nueva York). Pero
conservamos el uso de las expresiones “mundo minoritario” y “mundo
mayoritario” pues son muy útiles como guía de navegación, y porque, a pesar de
las precisiones necesarias, sí tienen un referente en la realidad, como veremos a
lo largo de este trabajo. En este contexto, intentar la construcción de un discurso
emancipador no es intentar constituirse como el nuevo discurso hegemónico,
que substituya al actual, sino un esfuerzo por abrir y democratizar los espacios
del discurso.

14
INTRODUCCIÓN

Hablamos, en seguida, de los derechos de las niñas y niños. La preposición


posesiva es fundamental. Y a ella deberían sumarse otras tantas preposiciones
(con, desde, para, por, según las niñas y los niños), para denotar que lo que
proponemos e intentaremos será avanzar hacia unos derechos que tengan a los
niños y niñas no sólo como referentes, sino también como titulares. Porque en la
actualidad “sus” derechos no son de los niños y niñas, ni en la forma ni en el
fondo. La concepción de los derechos de la infancia que domina el sistema de
derechos internacional es esencialmente adultocéntrica, es decir, sitúa el punto
de vista adulto como el punto de vista, a secas. El adultocentrismo presupone
que el conocimiento, el discurso, la razón de los adultos es superior a, es mayor
que, la de niñas y niños por el mero hecho de ser el conocimiento, discurso o
razón de los adultos (Rodríguez 2007: 58, 83, 89). La consecuencia de esto es
que, en la actualidad, los derechos de los niños y niñas son, más bien, los
derechos que los adultos consideran que los niños y niñas deben tener, y que los
adultos se comportan de acuerdo con este adultocentrismo, es decir, de manera
adultista. Por eso no hablamos en este trabajo de los “menores”, como adjetivo
comparativo equivalente a “niños y niñas”, porque ello supondría introducir una
equívoca frontera entre un mero criterio cuantitativo (según quienes tienen más
o menos años) y otro criterio cualitativo (según quienes han alcanzado un mayor
o menor desarrollo; ver sección 1.3), que siempre termina situando a los adultos
como mayores, i.e., mejores, que las niñas y niños. Por lo demás, y esto es lo más
importante, ni las niñas ni los niños se suelen referir a sí mismos como
“menores”. Tampoco hablamos de “chicas” ni “chicos”, pues aunque su sentido
no (siempre) es peyorativo, y su uso es reconocible entre las propias niñas y
niños de ciertas infancias (por ejemplo, la española), es un uso no extendido en
el universo hispanohablante, y termina asociando infancia a pequeñez, y
refiriéndola a algo mayor o superior que sí misma, que es lo que sucede con
todos los adjetivos substantivizados referidos a la infancia (v. gr. menor,
pequeña, chico, pequeñuela). En cuanto al uso del adjetivo “infantil”, nunca es
referido en el sentido de “inocente, cándido, o inofensivo” sino que de
“perteneciente o relativo a la infancia”.

Comprometerse con unos derechos efectivamente de las niñas y niños implica


que unas y otros tienen que tener un rol principal en la concepción e
implementación de sus derechos, que sus voces se deben encarnar en su
derecho. Por ello, a lo largo de este trabajo nos detendremos con detalle en
dichas voces. De manera comprensible, alguien podría objetar que en esta obra
(la gran mayoría de) las voces de niñas y niños llegan mediatizadas por una
diversidad de investigadores adultos, es decir, que el autor no ha hecho trabajo
empírico con niñas y niños. La objeción es importante, y lógica, pero la falta de

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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

acercamiento directo a las realidades y voces de las niñas y niños se debe a la


propia estructura de la obra. La inmediatez del trabajo de campo es ciertamente
indispensable para aproximarse a las voces de un determinado grupo de niños
y/o niñas, que habitan un espacio y tiempo circunscritos. Pero esa inmediatez no
permite una visión panorámica, necesaria cuando se habla de un discurso
internacional de los derechos de los niños y niñas. Es nuestro entender que la
mediatez de las fuentes secundarias permite esta visión de conjunto, sintética, al
permitirnos relacionarnos con trabajos de campo realizados en todo el mundo.
La fiabilidad de esas fuentes pasa por reconocer que el trabajo de investigación
no nace de la nada. Todos hablamos desde nuestros prejuicios y
precomprensiones, en una comunidad de hablantes, y en el caso de este trabajo,
en una comunidad académica que es la de los estudios de la infancia (“childhood
studies”). “Pararse en los hombros de gigantes”, que no otra cosa es el trabajo
académico, quiere decir, entre otras cosas, dar un voto de confianza a tales
gigantes, a su equilibrio y fortaleza. Los gigantes de este libro son muchos, por
un lado, ya lo decimos, los diversos autores y autoras que citamos y en quienes
nos apoyamos, por el otro, sin embargo, y esperamos haberlo logrado aunque
sea de forma parcial, las propias niñas y niños.

Hablamos, luego, de las niñas y los niños, y de momento, y por razones que se
harán evidentes durante la lectura del capítulo 1 (en especial, ver secciones 1.7.i
y 1.7.ii), no nos detenemos en la definición de quiénes (o lo que) sean unas y
otros, lo que sólo haremos, desde una perspectiva formal, al introducir el
capítulo 2. Hablamos en plural pues, como argumentaremos a lo largo de este
trabajo, “el niño” es una abstracción idealizada, un constructo adulto, el
inexistente inmaduro por defecto que se pretende fiel espejo de todos los niños
(y de todas las niñas). Y en plural desdoblado porque, así como el
adultocentrismo presenta la experiencia adulta como medida de la experiencia
humana, el androcentrismo presenta la experiencia masculina como la medida
de dicha experiencia (ver Bengoechea 2003: 6-8). Uno y otro permean el
discurso hegemónico sobre los derechos de la infancia. Por eso mencionamos
expresamente a las niñas, evitando el masculino genérico para referirnos a
quienes protagonizan las diversas infancias: el masculino no es genérico por
incluir también a las mujeres, sino por pretender la experiencia masculina como
medida de todo lo humano. Con esto, asumimos como principio básico visibilizar
a la totalidad de quienes habitan aquellas realidades que llamamos infancias, es
decir, asumimos un compromiso político (ver Leyra Fatou 2012: 30). En general,
entonces, hablaremos de niñas y niños, lo que no se puede entender,
gramaticalmente, como una duplicación pues no se mienta lo mismo al decir una

16
INTRODUCCIÓN

y otra cosa (Alario et al. 1995: 14). En casos –muy pocos- en que el contexto
haga de tal uso algo equívoco, hablaremos de “niños/as”. Pero no hablaremos
del “niño” o de “los niños” salvo cuando nos refiramos a discursos que,
precisamente, construyen una infancia desencarnada e ideal, y/o que
invisibilizan a las niñas, por ejemplo, la infancia que construyen Locke o
Rousseau (sección 1.2), el desarrollismo (secciones 1.3 y 1.4), o el discurso sobre
la socialización (sección 1.5), o cuando se reproduzca una fuente que así se
expresa, para marcar la idealización e invisibilización efectuada por la propia
fuente (por ejemplo la Convención sobre los Derechos del Niño, los Comentarios
Generales del Comité de los Derechos del Niño, etc.). Nuestro compromiso es
tanto visibilizar a las niñas como hacer visible su invisibilización. Del mismo
modo, en general traducimos “children” por “niñas y niños”, y “child” por
“niña/o”, o “el niño o la niña”, excepto en los casos en que el propio discurso al
que se esté haciendo mención transluzca un sentido androcéntrico, o el “niño”
referido parezca aquella representación abstracta de un objeto ideal inexistente
salvo como constructo adulto.

No desdoblamos, en general, las formas concordadas (artículos, adjetivos,


participios, pronombres; así, por ejemplo, decimos “los niños y niñas”), porque al
incluir el sustantivo “niñas” creemos que ya se ha operado la visibilización
buscada (Guía Cervantes 2011: 124). En el mismo sentido, usamos la
concordancia por proximidad para adjetivar sustantivos enlazados pero de
distinto género, lo que permite adjetivar en femenino o en masculino según la
precedencia que se dé en cada caso al sustantivo, sin tener que desdoblar el
adjetivo (así, por ejemplo, “las famosas niñas y niños”) (Bengoechea 2003: 20;
Guía Cervantes 2011: 59-60). Por último, este esfuerzo de desdoblamiento se
enfoca principalmente al referente que constituye el núcleo informativo de este
trabajo, es decir, a los niños y a las niñas, por eso, por ejemplo, no desdoblamos
la palabra “adultos” (Guía Cervantes 2011: 116). En este intento, nos guiamos
por la letra y sobre todo por el espíritu de Alario et al. (1995) y Bengoechea
(2003), guías para un lenguaje desde la perspectiva de género. También
asumimos algunos de los consejos, en cuanto es una guía más detallada, de la
Guía de Comunicación No Sexista (Guía Cervantes 2011), publicada por el
Instituto Cervantes, aunque ésta no asuma programáticamente, como las dos
anteriores, el compromiso político necesario para una visibilización radical, es
decir, de raíz, de las mujeres.

Por último, decimos que nos dirigimos hacia un discurso emancipador; que
colectivamente vamos hacia, es decir, que no hemos llegado. Esperamos y
creemos, sin embargo, que vamos bien encaminados.

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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Entonces, en el capítulo 1 nos ocuparemos de los discursos sobre (no de) los
niños y niñas, con particular énfasis en la configuración del discurso “oficial” o
hegemónico sobre “la infancia”. En el capítulo 2 acometeremos un análisis crítico
del discurso sobre los derechos de las niñas y niños, profundamente permeado
por ese discurso hegemónico. Por último, en el capítulo 3 intentaremos discernir
los primeros pasos hacia un discurso emancipador de los derechos de las niñas y
niños.

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1. LA(S) INFANCIA(S)
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En este capítulo estudiaremos las infancias, con una especial atención a la


construcción de lo que llamamos infancia “hegemónica”, minoritaria u
occidental, por ser la que sirve de referente al discurso hegemónico de los
derechos de las niñas y niños. Comenzaremos con una visión enraizada en la
antropología, que querríamos sirviera como referente o espejo permanente en
este trabajo. Luego, saltaremos directamente a los antecedentes históricos
inmediatos de la infancia minoritaria (sección 1.2), que prefiguran lo que es la
infancia hegemónica contemporánea, vehiculada por los ejes del desarrollo
(secciones 1.3 y 1.4) y de la socialización (sección 1.5). En seguida, y como
conclusión de esta reconstrucción de los caminos que condujeron a la infancia
hegemónica, intentaremos una conceptualización más acabada de la misma
(sección 1.6), para terminar el capítulo con la exposición del discurso que nos
servirá de sustento teórico en nuestra crítica de, y protesta contra, el discurso
hegemónico de los derechos de las niñas y niños (sección 1.7).

1.1 Preliminares Necesarios desde la Antropología


El presente de la infancia tiene una larga y sinuosa historia, como la de la especie
a la que pertenece. El último ancestro común entre humanos y chimpancés se
remonta a entre cinco y siete millones de años atrás (King y Bjorklund 2010: 24;
Mosterín 2008: 116-117; Tattersall 2009: 16018). La historia de la humanidad
como especie diferenciada ha de rastrearse desde entonces, cuando nuestros
antepasados se irguieron y se transformaron en los primeros homínidos bípedos
(Mosterín 2008: 117). Desde entonces, pasando por el Australopithecus (hace
aproximadamente 4 millones de años), el homo habilis (hace 2,5 millones de
años), el homo ergaster (hace 1,8 millones de años), hasta llegar al homo sapiens
(hace aproximadamente 200.000 años) (Mosterín 2008: 117-133; Tattersall
2009: 16020) y hasta hace sólo 10.000 años, la (proto) humanidad vivió un modo
de vida cazador-recolector (Hewlett y Lamb 2005b: 5-6; Bock 2005: 109). Esto
significa que las pautas de la historia vital humana evolucionaron en el contexto
de ese modo de vida; es decir, que nuestro entorno de adaptación evolutiva
(EAE) en cuanto seres humanos, el contexto en el cual se desplegó el texto que
es nuestro genoma, fue un entorno cazador-recolector (Bock 2005; Konner
2010). Como niñas y niños primero, y luego como adultos, vinimos a ser la
especie que somos cazando y recolectando. El ser humano evolucionó en y a
través de ese entorno, lo que recién cambió hace aproximadamente 10.000 años
con la transición hacia la agricultura y el pastoreo: la domesticación de plantas y
animales.

20
1. LA(S) INFANCIA(S)

Por lo anterior, cualquier intento por acercarse en profundidad a (la historia de)
la infancia ha de pasar por el conocimiento de las infancias en las culturas
cazadoras-recolectoras (Kamei 2005: 344), que ocupan al menos el 90% de la
historia desde que hay testimonios de homo sapiens, y más del 99% de nuestra
historia filogenética, contada desde los primeros homínidos bípedos. Y ello no
sólo por la cuestión cuantitativa de que la historia de la infancia es
mayoritariamente la historia de la infancia cazadora-recolectora. También por el
asunto cualitativo de que la especie humana llegó a ser tal viviendo en un
entorno cazador recolector; es decir, que el modo de vida cazador-recolector fue
el entorno adaptativo de nuestra evolución como especie; que el homo sapiens
surge en y es consecuencia (epigénesis) de dicho entorno; en otras palabras, que
si bien nuestra ontogenia (historia individual) es hija de un modo de vida que ya
poco tiene que ver con nuestros antepasados, nuestra filogenia (historia de la
especie) es tributaria de su modo de vida cazador-recolector, por todo lo cual
nos conocemos y entendemos más si conocemos y entendemos más la realidad
de las culturas que han vivido una vida de caza y recolección. Siguiendo a
Konner, la etapa histórica de las culturas cazadoras-recolectoras marcaría la
culminación de la evolución y el comienzo de la historia en el sentido de un
cambio cultural rápido, no-genético y transformador: “biológica y
psicobiológicamente los cazadores recolectores ‘son’ nosotros, pero en el orden
social y cultural somos muy distintos. Junto a la evidencia arqueológica, son
esenciales para entender nuestros orígenes” (Konner 2010: 564).

Ahora bien, esto topa con dos problemas evidentes. En primer lugar, como las
culturas cazadoras-recolectoras de las cuales somos descendientes ya no existen,
sólo tendríamos acceso a restos arqueológicos de valor relativo para conocer la
integridad de su modo de vida, por ser, precisamente, un modo de vida
especialmente poco dado a dejar huellas, y por remontarse éstas al Paleolítico.
Sin embargo, recientemente Henn y coautores (2011), a través de un acucioso
estudio genético, han dado con una manera de salvar, en parte, este problema al
sugerir que no habría solución de continuidad entre los actuales miembros de las
culturas cazadoras-recolectoras del sur de África y sus antepasados del
Paleolítico: “Las poblaciones cazadoras-recolectoras son altamente
diferenciadas, tanto entre sí mismas como respecto de otras poblaciones
africanas… Así, no parecen provenir de poblaciones agrarias sino representar
poblaciones geográficamente distinguibles y aisladas de otros grupos durante
milenios” (2011: 6). En otras palabras, “las seis poblaciones sub-saharianas de
cazadores-recolectores comparten ancestros distintos de los de los pueblos
agrarios” (2011: 7). Es decir, los miembros de las sociedades cazadoras-
recolectoras contemporáneas serían herederos de una historia ininterrumpida

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HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de cazadores recolectores, lo cual es un argumento que permite postular que el


estudio de tales sociedades cazadoras-recolectoras del presente africano da
luces sobre las sociedades cazadoras-recolectoras del pasado.

El segundo problema es que hablar de “conocer a la infancia cazadora-


recolectora” presupone de alguna forma que habría sólo un tipo de infancia
cazadora-recolectora; o sea, y en términos generales, que conociendo algunos
grupos de cazadores-recolectores de hoy, se conocerían a todos los de siempre.
Esto, que dicho en el contexto de las pluralidades de modos de vida
contemporáneos puede sonar descabellado, no lo es tanto cuando nos referimos
al modo de vida cazador-recolector. Melvin Konner propuso hace décadas el
modelo de la infancia cazadora-recolectora que procura identificar ciertas
características que se repetirían con distinta intensidad en todas las infancias de
culturas cazadoras-recolectoras. Luego de ser sometido a diversas críticas a lo
largo de los años, en 2010 seguía postulando la validez de este modelo, al menos
limitado a las siguientes características: a) contacto físico estrecho y prolongado
con la madre; b) generalizada receptividad e indulgencia con las demandas y
necesidades de los lactantes; c) lactancia frecuente durante las horas de vigilia
(varias veces por hora); d) destete tardío en comparación con las sociedades no
cazadoras-recolectoras (entre los 2 años y medio y los 3 años y medio); e)
colecho de madre e hijo/a; f) denso contexto social que reduce la presión sobre
la madre, al involucrarse estrechamente en la crianza otros miembros de la
comunidad; g) cuidado paterno superior al de la mayoría de las culturas, aunque
menor que el de la madre; h) transición a grupos de juego de edad y género
mixtos; i) mínimas restricciones a la sexualidad infantil (Konner 2010: 569-570).
En la línea que venimos sugiriendo, Konner pone estas generalizaciones en
contexto filogenético señalando que en la mayoría de los primates catarrinos
(infraorden que incluye, entre otros, a mandriles, gorilas, chimpancés,
orangutanes y seres humanos), el cuidado de la infancia se caracteriza, tal como
entre los grupos cazadores-recolectores, por una lactancia frecuente, un destete
tardío, el colecho materno-infantil, una indulgencia generalizada, la primacía –
pero no exclusividad- de la madre en la crianza, y la sexualidad adolescente.
Añade Konner que la extendida distribución de estas características sugiere que
ellas habrían estado presentes en el ancestro común de los catarrinos, hace ya
más de 30 millones de años. (Konner 2010: 570).

Con todo, Konner advierte que aunque éstas son características perdurables del
modelo de infancias cazadoras-recolectoras, ellas pueden haber sido necesarias
antaño producto del “riesgo, estrés, y pérdida” (2010: 578) que teñían la vida de
las sociedades cazadoras-recolectoras, pero quizás no lo serían ahora. Y, sin

22
1. LA(S) INFANCIA(S)

embargo, también advierte que el haberlas reemplazado desde el fin de la etapa


cazadora-recolectora, puede traer consecuencias importantes. Así, plantea que
es posible que “el contexto de socialización en las sociedades cazadoras-
recolectoras sea el ‘natural’ para el desarrollo en nuestra especie, pues estas
sociedades representan nuestros entornos de adaptación evolutiva. Este
argumento de la disyunción entre nuestros entornos ancestrales y actuales se ha
sostenido para nuestra dieta…, enfermedades degenerativas crónicas…, cánceres
reproductivos en las mujeres…, procesos cognitivos generales…, y síntomas y
síndromes emocionales tales como la depresión o la ansiedad…” (Konner 2010:
399). En otras palabras, en la medida en que gran parte de nuestro desarrollo
psicosocial, incluyendo los canales y límites del aprendizaje, está bajo guía
genética, ahora se podría dar una discordancia, quizás de efectos perjudiciales,
entre nuestros patrones de crianza, marcadamente distintos que los de los
integrantes de las culturas cazadoras-recolectoras, y la “preparación” biológica
de niñas y niños, análoga a la discordancia demostrada entre nuestra dieta y
actividades contemporáneas, y lo que es saludable considerando nuestro
genoma. (Konner 2010: 623 y 748).

Antes de seguir, una prevención. Lo dicho hasta aquí tiene un halo a


determinismo o naturalismo, como si conociendo el modo de vida de cierta(s)
culturas(s) conociéramos la “naturaleza humana”. El estudio de Henn y
coautores (2011) podría ser acusado de determinismo genético, como si las
sociedades cazadoras-recolectoras estuvieran fuera de la historia; y las palabras
de Konner (2010) de determinismo económico: si se caza y recolecta, se es de “x”
modo. Sobre lo primero, no parece que con lo dicho por Henn y coautores se
afirme tanto que las sociedades cazadoras-recolectoras de África que ellos
estudian están fuera de la historia, como que, de hecho, son la manifestación
más antigua de la historia. Si por un momento abandonamos la concepción
cronológica, universal, lineal y progresiva-civilizatoria de la historia, que ya
criticaremos más adelante (ver secciones 1.3.i, 2.5 y 3.2), y aceptamos que en las
culturas del mundo coexisten tiempos cualitativamente distintos, entonces no
hay menosprecio cultural, ni etnocentrismo, ni naturalización en afirmar que las
sociedades cazadoras-recolectoras del África actual se relacionan sin solución de
continuidad con sus antepasados del Paleolítico. Con esto nos hacemos cargo de
la prevención de Lee, en el sentido de evitar entender a las cada vez más
minoritarias sociedades cazadoras-recolectoras como fósiles vivientes. Quienes
integran estas sociedades cazadoras-recolectoras también tienen historia, pues

23
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

son humanos, y “es sólo en virtud de su propia humanidad que son tan
importantes para la ciencia” (1979: 1-2)1.

Sobre lo segundo, lo que dice Konner, es un caso especial de la tesis más general
popularizada por Jared Diamond (1999) sobre cómo el entorno afecta
decisivamente el modo de vida de las sociedades, y, en particular, sobre cómo la
domesticación de plantas y animales, algo ajeno a las sociedades cazadoras-
recolectoras, incide decisivamente en los modos de vida de las sociedades. Pero
también tiene mucho sentido desde un análisis marxista. Las sociedades
cazadoras-recolectoras, que no tienen un modo de producción diferido, sino
inmediato o cuasi-inmediato (pre-agrícolas y pre-pastoralistas), esto es, un modo
de producción que no se basa en la apropiación de los medios de producción, y
que son sociedades muy igualitarias, pueden servir como demostración de la
tesis marxista de que “los modos de producción determinan los modos de
conciencia” (Morss 1996: 57). Como explica Terry Eagleton (2011: 108), “la
producción material es fundamental no sólo pues no habría civilización sin ella,
sino porque en definitiva determina la naturaleza de dicha civilización”. Pero
como el propio Eagleton (2011: 109) matiza, esto no significa ser determinista,
sino creer que aun cuando los fenómenos históricos son multicausales, hay
causas que pesan más que otras, que “el modo en que hombres y mujeres
producen su vida material pone límites al tipo de instituciones culturales, legales,
políticas y sociales que construyen” (Eagleton 2011: 114). Lo explica también
Aron (2010: 235-6) en su texto póstumo sobre Marx, al decir que para el filósofo
alemán, “el hombre produce sus medios de vida y transforma la naturaleza
exterior mediante su trabajo, y se transforma a sí mismo mediante su trabajo y
mediante la creación de las condiciones artificialmente producidas en las que
vive”, lo que, en definitiva, incide en que “la conciencia sea impuesta por la
organización física” (Aron 2010: 241).

1
Esta prevención es importante no sólo para las culturas cazadoras-recolectoras, sino para todas
las culturas o sociedades no industriales o del mundo mayoritario, pues el prisma del
etnocentrismo occidental (eurocentrismo) tanto coloniza y fagocita a las culturas en que dichas
infancias se desarrollan, como las naturaliza e idealiza (Bird-David, 2005: 94). Las infancias
mayoritarias se insertan en culturas que, como la Occidental minoritaria, también cambian,
producto de las propias colonizaciones, la modernización presente, etc. (Balagopalan, 2002: 20).

24
1. LA(S) INFANCIA(S)

Volviendo a las culturas cazadoras-recolectoras, y tomando como punto de


partida el modelo propuesto por Konner, ¿cuáles son, entonces, las
características principales del modo de vida de sus infancias, que nos revelarían
de alguna forma esa infancia en la cual texto (genoma) y contexto (modo de
vida) confluyen sin estridencias?

Como reseña Lamb,

mientras que en las sociedades industriales de Occidente niñas y niños son


criados predominantemente por sus progenitores (especialmente madres) en
familias nucleares aisladas, muchas veces con el apoyo de un cambiante
contingente de asistentes pagados (babysitters, cuidadores, y maestros de
guardería y colegio), en las sociedades cazadoras y recolectoras crecen en
pequeños grupos en los cuales todos se conocen bien y comparten un
compromiso con el bienestar de los más jóvenes del grupo (2005: 287).

Más aún, según el modelo propuesto por Hrdy (2005) la crianza entre los grupos
cazadores-recolectores sería necesariamente cooperativa, y en dicha
cooperación asumen una parte fundamental las propias niñas y niños (mayores)
(Hrdy 2005, Konner 2010). En estas sociedades, y producto de que son
frecuentemente cogidos por adultos distintos que la madre, además de por los
hermanos/as y otros niños/as, la experiencia de niños y niñas es caracterizada
por las muchas oportunidades para observar e interactuar con un grupo
compacto e íntimo de personas (Lamb y Hewlett 2005: 410). Asimismo, y
también a diferencia de las sociedades occidentales, niñas y niños reciben un
cuidado considerable o intensivo sólo durante los dos o tres primeros años de
vida pues a los tres o cuatro años ya suelen pasar la mayoría de su tiempo
jugando con otras niñas y niños, en el campamento o cerca de él (Marlowe 2005:
188). Pero el paso a esta etapa no es algo traumático, siendo normal que sean
los mismos niños y niñas los que deciden el momento del destete (Hewlett y
Lamb 2005b: 15), el cual se suele dar “en un contexto de cuidado y cariño”
(Fouts y Lamb 2005: 310).

Asimismo, y a diferencia del mundo industrial, la educación de la infancia


cazadora-recolectora no es formal. No transcurre en, ni depende de una
institución como el colegio, sino que se da en la cotidianeidad de la vida social.
Por ello mismo, no se transmite de manera abstracta sino que se aprehende de
forma concreta, a partir de la experiencia, en compañía de otros niños, niñas y/o
adultos (Bird-David 2005: 96), por ejemplo, entre los Hadza, del norte de Tanzania,
en los grupos de juego y recolección (Marlowe 2005: 189). En otras palabras, los

25
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

niños y niñas más aprenden que son enseñados (ver Kamei 2005: 344; y Tucker y
Young 2005: 169). De hecho, entre los ¡Kung de Botswana, cuando las niñas o
niños pequeños juegan con un mortero poco manejable, o con piedras pesadas
usadas para cascar nueces, se dice que “se están enseñando a sí mismos” y la
palabra para aprender y para enseñar es la misma: n!garo (Konner 2010: 637). Y
cuando se intenta forzar la escolarización de grupos que desde siempre han
distribuido su conocimiento sin los corsés de la educación formal, se invita a la
catástrofe, como muestra Pandya (2005) en su estudio de diversas culturas
cazadoras-recolectoras de las islas Andaman, en el Índico (ver sección 1.5.ii.i).

En cuanto a su participación en la reproducción social2, la infancia es tanto


productora como consumidora de recursos, tanto “trabajo que beneficia al
hogar como bocas hambrientas que deben ser alimentadas” (Tucker y Young
2005: 147-8), aunque, evidentemente, antes de la edad de producción neta
positiva, que varía de caso a caso, las niñas y niños consumen más de lo que
aportan (Tucker y Young 2005: 147-8). Con todo, incluso antes de esta edad, su
colaboración incide muchas veces, de manera tácita, en la mayor producción de
los adultos o de niñas y niños mayores. Así, el hecho de que desde pequeños
oficien como alomadres (cuidando a otros niños o niñas), especialmente cuando
no pueden recolectar o cazar, permite a los padres de la niña o niño cuidado, en
especial a su madre, obtener comida más eficientemente. Por ejemplo, entre los
Efe del bosque de Ituri, en la actual República Democrática del Congo, niñas y
niños representan un 29% del cuidado de los lactantes de 5 meses, y al año este
porcentaje ha subido hasta el 39%, siendo ligeramente mayor el rol alomaterno

2
Es difícil referirse con las mismas palabras a actividades y realidades tan dispares como las de las
infancias cazadoras y recolectoras, las infancias trabajadoras del mundo mayoritario, o la infancia
privatizada del mundo minoritario. Las realidades parecen disímiles y los discursos sobre esas
realidades, en especial en todo lo referido al trabajo de niñas y niños, no hacen más que sumar
ambigüedad y equivocidad a esas diferencias. Por eso se podrá apreciar cierta inevitable laxitud en
el uso de términos asociados al trabajo de niñas y niños. En cualquier caso, consideramos que todo
trabajo cabe dentro del concepto más general de reproducción social (Liebel 2004: 46), pues
entendemos que la producción es parte de aquel proceso más general de reproducción. Como dice
Leyra Fatou (2012: 143), “la separación entre los trabajos productivos y reproductivos es tan sólo
un constructo analítico, ya que en la realidad no se da una separación clara entre ambas
actividades pues las dos forman parte de la reproducción social”. De ahí que hablemos de trabajo
en el hogar (o en el entorno doméstico) y trabajo fuera del hogar, en vez de trabajo reproductivo y
trabajo productivo. Además, ideológicamente, de manera frecuente se ha identificado la
producción con el trabajo y la reproducción con la familia (Leyra Fatou 2012: 61), lo que ha
redundado en la privatización de las mujeres -y con ellas de los niños y niñas- y en la invisibilización
de su trabajo. Volveremos sobre esto.

26
1. LA(S) INFANCIA(S)

de los niños en la franja de edad entre los 4 y 7 años, y ligeramente mayor el de


las niñas desde los 8 años en adelante, pero sin que haya diferencias
significativas en razón de género entre los roles asumidos por unos y otras (Ivey
et al. 2005: 192 y 199-200). Del mismo modo, a los 3 años las niñas y niños Efe ya
prenden el fuego, preparan y cocinan la comida (Morelli et al. 2003: 271), sin
diferencias entre los roles de niños y niñas (Morelli et al. 2003: 269).

En cuanto a la producción stricto sensu, es decir, la caza y la recolección, entre


los Aka, del sudoeste de la República Central Africana y el norte de la República
Democrática del Congo, una vez que ya pueden seguir el ritmo de sus padres,
niñas y niños los acompañan en la caza con red, y a partir de los 11 ó 12 años, los
roles se segregan por sexo y las niñas se dedican a la recolección de agua, nueces
o fruta, mientras los niños empiezan con la caza de piezas pequeñas (Konner
2005: 51). Por su parte, los niños y niñas Ache, de Paraguay, a los 8 años ya
saben mucho de las frutas que se pueden comer, de las plantas y animales
peligrosos y, en la medida en que van acumulando experiencia de recolección
con las mujeres adultas, tanto niños como niñas se convierten en hábiles
recolectores de fruta, larvas de insectos y pequeños animales. Alrededor de los
10 años, ya tienen la suficiente independencia como para dormir a veces junto al
fuego de un familiar o viajar con alguna otra banda por un tiempo. Los niños ya
portan arcos (aunque todavía nos los hacen ellos) y las niñas cuidan de los más
pequeños, hacen de mensajeras, y recolectan agua. A los 12 años, una niña ya
puede producir tanta comida como una mujer adulta (Konner 2005: 53-54).
Tucker y Young (2005: 150) destacan la tasa excepcionalmente alta de
producción neta que conlleva la recolección de tubérculos entre las niñas y niños
Mikea, de Madagascar, quienes presentarían “un caso potencialmente
interesante para poner a prueba las teorías de dependencia juvenil”. Por su
parte, Bird y Bliege Bird (2002) ponen el ejemplo de los Meriam, de Oceanía,
para relativizar la tesis de que la prolongada infancia humana haya de servir para
dar tiempo en el aprendizaje de las complejidades del trabajo. Estos niños y
niñas son activos en la pesca costera de mariscos y, se preguntan Bird y Bliege
Bird, “¿cuánta experiencia necesitan los niños y niñas Meriam antes de poder
transformarse en recolectores eficientes?” y, responden: “Evidentemente, muy
poca”, pues a los 6 años ya lo son, y habiendo mediado poca o ninguna
instrucción directa de los adultos (Bird y Bliege Bird 2002: 291).

El caso de los Hadza es particularmente revelador de la precoz utilidad de niñas y


niños, y también es mencionado por Bird y Bliege Bird (2002: 270) para
relativizar la necesidad de un período excepcionalmente largo en el aprendizaje
humano. Al poco del destete, las niñas y niños Hadza ya realizan mucho trabajo

27
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de subsistencia, y si bien juegan mucho, aun más a menudo están recolectando


comida (Konner 2005: 43; Marlowe 2005: 189). Desde los 3 años se incorporan a
los grupos que buscan comida, escarbando la tierra o recogiendo vainas de
baobab. En general, “las niñas y niños Hadza desarrollan labores útiles,
encomendadas o no, que les cuestan tiempo y energía, y los exponen, a veces, a
los peligros del monte… Incluso a quienes recién empiezan a caminar se les
encarga llevar cosas de una casa a otra, o de un adulto a otro” (Blurton-Jones
2002: 316-317). Y aunque es verdad que, así como a los niños y niñas en
cualquier lugar, se les debe proveer mucho más allá del destete, “su propia
producción puede a menudo ser un factor sustancial en determinar las
decisiones adultas de subsistencia, movilidad y reproducción” (Bird y Bliege Bird
2002: 270). Konner (2010: 575) contrasta el caso de los niños y niñas Hadza, que
dedican gran cantidad de tiempo y energía a la búsqueda de comida, con la de
los !Kung, que dedican mucho menos, y sugiere que, en la medida en que los
Hadza viven en un entorno natural de abundancia que, si algo, se parece mucho
más a nuestro entorno de adaptación evolutiva que el entorno que habitan los
!Kung, es probable que en ese entorno del pasado se esperara que niñas y niños
contribuyeran de manera substancial a la subsistencia del grupo.

En otro lugar, Bird y Bliege-Bird mencionan que los niños y niñas Martu, del
desierto Occidental australiano, están imbuidos de un “ethos de
autosuficiencia”. Los adultos Martu entrevistados rememoran una infancia
transcurrida buscando comida con otros niños o niñas, a todos los cuales se les
encomendaba asistir a los adultos en la recolección de fruta, raíces, bulbos o
larvas (Bird y Bliege-Bird 2005: 135). En la actualidad, las niñas y niños suelen
salir a buscar comida en grupos mixtos y, aunque sus esfuerzos de recolección
son altamente valorados por los adultos, la decisión de salir a buscar comida, y
de qué buscar, no depende directamente de éstos (Bird y Bliege-Bird 2005: 136).

El “ethos de autosuficiencia” del que hablan Bird y Bliege-Bird es uno de muchos


aspectos que, no siendo comunes a todas las infancias de las sociedades
cazadoras-recolectoras según el modelo propuesto por Konner, se presenta en
varias de ellas, y que también podríamos designar, para los efectos de este
trabajo, como un énfasis en el desarrollo de la autonomía infantil, que a
diferencia de énfasis similares en el mundo minoritario contemporáneo,
transluce confianza en las niñas y niños, y su competencia. Los Sioux, por
ejemplo, profesaban un gran respeto a la autonomía de niñas y niños. Wax
(2002: 125-126) cuenta tres anécdotas muy ilustrativas de esto, que, no obstante
su extensión, vale la pena transcribir en su integridad:

28
1. LA(S) INFANCIA(S)

Estaba de picnic con un grupo de indios de las Planicies –adultos, niñas y


niños de diferentes edades- en las montañas Rocosas. Estábamos en un sitio
a una milla sobre el nivel del mar, con crestas de montaña a un lado y una
caída pronunciada en el otro lado. De algún modo protegiendo de ese
precipicio había una valla de piedra de unos tres pies de alto y alrededor de
un pie y medio de ancho. Yo estaba sentado con los indios en una mesa de
picnic, de cara a la ladera de la montaña, pero en un momento me di la vuelta
y lo que vi me causó un sobresalto: los niños y niñas indios corrían sobre la
valla de piedra, y no sólo los adolescentes sino que también pequeños de tan
sólo 4 años. En mi propia infancia, si hubiera intentado algo similar, mis
padres se habrían horrorizado. Pero en este caso los padres indios estaban
calmos y plácidos; observaban claramente lo que hacían niñas y niños pero no
se les habría ocurrido intervenir o prohibir.

Otra anécdota: en la reserva Pine Ridge había un colegio internado misionero


regentado por los jesuitas. Rosalie Wax y yo conversamos con el director del
colegio, padre Bryde. Nos habló de los problemas que tenía con las familias
de Sioux. Para él, esto se caracterizaba en el siguiente intercambio:
antiguamente, cuando los padres traían a un niño o una niña a ser inscrito en
el internado, su costumbre había sido preguntarles, “¿Desean que su hijo/a
se vacune [contra la viruela]?” Invariablemente, la respuesta de los padres
había consistido en volverse hacia el niño o niña — quizás de tan sólo seis
años de edad — y transmitirle la consulta, normalmente en el idioma Lakota,
"¿Deseas vacunarte?" El niño o niña entonces preguntaría qué era eso, y los
padres le transmitirían la explicación de Bryde. Una vez informado sobre lo
que era la inyección contra la enfermedad, el niño o niña respondería
negativamente, con lo cual los padres también responderían negativamente.
El padre Bryde entendió que este tipo de incidentes revelaban una falta de
responsabilidad por parte de los padres. Desde ese momento, ha instituido
una norma por la cual antes de ser admitido en su internado, el niño o niña
debe haberse vacunado.

Una anécdota más: cuando Rosalie y Roselyn preguntaban a los padres de un


adolescente si querían que éste fuera a la Universidad, la respuesta invariable
del padre o madre era "no me lo ha dicho todavía". Es decir, que el padre o
madre consideraba que no era de su incumbencia empujar al niño o niña a
una decisión sobre su carrera, sino que la decisión debía provenir del propio
niño o niña.

29
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Una última anécdota digna de mencionar en este sentido, aunque no se refiere a


una sociedad cazadora-recolectora, es la que vivió Jennifer Jenson (2011: 175)
mientras hacía trabajo de campo entre los Saraguro, de Ecuador, acompañada
por su marido e hijo de dos años. Cuenta Jenson que un día, mientras
conversaba con sus anfitriones, ella y su marido entraron en pánico al ver a su
hijo salir gateando de la cocina con un afilado cuchillo que medía al menos la
mitad del tamaño del niño. Viendo la alarma de padre y madre, los anfitriones
los tranquilizaron con una sonrisa, diciendo que no había problemas con el juego
del niño, pues “el niño no haría daño al cuchillo”.

Como se ve, la autonomía infantil aquí expresada va de la mano de la ausencia,


por parte de los adultos de estas culturas, de las ansiedades de padres, madres,
educadores y cuidadores occidentales respecto de la salud e integridad física y
psíquica de niñas y niños. Así, muchos cuidadores no intervienen cuando
lactantes, niñas o niños pequeños usan o tocan objetos que en el mundo
minoritario serían considerados muy peligrosos para ellos, tales como cuchillos,
hachas, machetes, ollas calientes, puntas afiladas, etc. (Hewlett y Lamb 2005b:
15). Hewlett y Lamb (2005b: 15) relatan que en un simposio sobre infancias
cazadoras-recolectoras muchos participantes reportaron conductas del tipo “los
niños y las niñas agarran los cuchillos y los chupan”. Así, entre los Bofi a niñas y
niños se les permite “jugar con cuchillos, machetes y el fuego, sin las
advertencias o intervenciones de los padres” (Fouts y Lamb 2005: 314).

Trascendiendo la órbita de las infancias cazadoras-recolectoras, que nos interesó


particularmente por haber dejado huella en nuestra historia evolutiva, podemos
ver que muchas de sus características se dan en otras sociedades no industriales.
Así, en lo relativo a la crianza, Lancy (2008: 14) sostiene que casi todas las
sociedades mantienen visiones estrictas sobre la necesidad de un contacto casi
permanente entre la madre u otro adulto a cargo de la crianza y la niña o niño
pequeño. Lancy también destaca que lo normal es la lactancia a demanda, el
colecho y llevar al lactante a cuestas. Sin embargo “una vez que el niño o niña
empieza a caminar, inmediatamente se une a una red social en la cual la madre
juega un rol mucho más reducido” (Lancy 2008: 14), y los niños y niñas mayores
asumen un rol fundamental, tal como entre los grupos cazadores recolectores
(Konner 2010). En un estudio de 186 sociedades no industriales, tanto
cazadoras-recolectoras como pastoriles y/o agrícolas, Weisner y Gallimore
mostraron que un 40% de los lactantes y un 80% de los post-lactantes (early
childhood) de dichas sociedades son cuidados principalmente por alguien
distinto que la madre. En el caso de los lactantes, cuando el o la cuidadora es
distinta de la madre, en el 25% de los casos se trata de un niño o niña quien

30
1. LA(S) INFANCIA(S)

cuida (aunque con predominio de las niñas). Cuando quien es cuidado ha dejado
la lactancia pero sigue en la infancia temprana, este porcentaje sube hasta el
55% (Weisner y Gallimore 1977: 170, el estudio no distingue por género en este
caso). En todos estos casos, “no hay ningún tipo de evidencia que indique que las
niñas y los niños cuidados sufran al ser cuidados por niños o niñas mayores en
vez que por sus padres” (Weisner y Gallimore 1977: 180). Los autores agregan un
comentario que ilustra que el cuidado y crianza de la infancia por la infancia no
se limita a repetir lo que ven de parte de sus mayores, sino que involucra una
necesaria agencia creativa:

Los hermanos/as [siblings] cuidadores operan con frecuencia bajo dos órbitas
de presión –por un lado sus hermanos/as menores, por el otro sus padres.
Por eso deben aprender a equilibrar estos dos conjuntos de demandas,
deben tratar de entender las a menudo complejas reglas sociales, e
interpretar correctamente el comportamiento de los niños y/o niñas por
quienes son responsables. Dada la dificultad de todas estas habilidades, las
niñas y niños cuidadores pueden, de hecho, desarrollar estilos de cuidado
muy diferentes que los de sus propios padres (Weisner y Gallimore 1977: 172).

La crianza cooperativa o colectiva no implica sólo que todos ayuden o se presten


a cuidar a los más pequeños, sino que los que colaboran o cooperan, sean o no
de la familia, se sienten con la autoridad para prestar dichos cuidados. Carrier
(1985: 190) cuenta que al volver con su hijo pequeño a la isla Ponam en Papua
Nueva Guinea, donde había estado investigando antes de ser madre, “las
mujeres comenzaron de inmediato a corregir mi comportamiento, insistiendo en
que hiciera las cosas bien… que alimentara a mi hijo, lo lavara, vistiera, y llevara
correctamente en todo momento. Se enojaban si no lo hacía y no toleraban
ningún tipo de excusas”.

El sentido de autonomía infantil también adquiere entre las sociedades de


pastores y agricultores una dimensión muy marcada. Entre los Yucatec Maya,
por ejemplo, ya a los 5 ó 6 años se espera de niños y niñas que asuman su propio
cuidado y, en general, “ya no son monitoreados en todo momento sino que, de
hecho, …pasan largos períodos sin supervisión. Estos niños y niñas son muy
independientes y competentes en cuidarse a sí mismos desde temprana edad,
con poca o ninguna presión o estímulos de sus padres” (Gaskins 2000: 381). Las
niñas y niños de Chillihuani, aldea de pastores y agricultores quechua-hablantes
en los Andes peruanos, con quienes vivió Inge Bolin, también muestran auto-
suficiencia desde temprana edad (Bolin 2006: 47), y no es razón de escándalo
sino señal de normalidad ver, por ejemplo, a un niño de 6 años manipulando una

31
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

olla con sopa hirviendo (Bolin 2006: 73). Por su parte, tal como la infancia
cazadora-recolectora trabaja activamente desde edades tempranas, lo habitual
es que la infancia del resto de las sociedades no-industriales también lo haga. De
hecho, “salvo las excepciones de las familias muy ricas y de las familias modernas
en las cuales los niños y las niñas se deben dedicar al colegio, toda sociedad
espera que sus niños y niñas contribuyan a la economía familiar” (Lancy 2008:
103), y la información disponible sobre sociedades no industriales revela que en
ellas la población no escolarizada trabaja un promedio de más de seis horas al
día en el rango etario que va de los 6 a los 12 años, y de ocho horas diarias
durante la adolescencia temprana. Por el contrario, en las sociedades
industrializadas y alfabetizadas, el trabajo en la casa y asalariado combinados no
supera la hora diaria a lo largo de la niñez y adolescencia, salvo en Estados
Unidos donde llega a una hora y media (Miller 2005: 23).

Así, los habitantes de Raroia, en la Polinesia, creen que niñas y niños, como otros
miembros de la familia “deben hacerse útiles, y les encomiendan, incluso a los
más pequeños, tareas pesadas y difíciles” (Danielsson 1952: 121). Usualmente, la
primera tarea encargada a los niños y niñas es la de hacer recados (ver Bolin 2006:
73). Entre los Kpelle de Liberia esto suele comprender desde llevar mensajes
(empezando alrededor de los 5 años) hasta tener que regatear intensamente
(alrededor de los 11 años) (Lancy 2008: 238). Otra tarea asignada desde
temprano a niños y niñas suele ser el cuidado de los familiares más pequeños
(Lancy 2008: 238). Así, por ejemplo, entre los Idakho de Kenia, son frecuentes las
niñas y los niños cuidadores –principal, aunque no exclusivamente, niñas-, que
pueden ser apenas cuatro años mayores que los lactantes a quienes cuidan; y
entre los Dusun de Malasia, las niñas de entre 3 y 7 años suelen estar al cuidado
de niños y/o niñas de entre 2 y 4 (Weisner y Gallimore 1977: 171-172). En el caso
de los niños y niñas de Chillihuani, a los 6 ó 7 años, ya llevan el rebaño a pastar,
trabajan en los campos de patatas, ayudan con la preparación de las comidas,
eligen las hojas de coca idóneas para ofrecer en las festividades, y suelen ir solos
al valle, lejano entre 16 y 31 kilómetros, según de qué parte de la aldea sea el
niño o niña, para comprar insumos de necesidad urgente; todo ello sin que haya
“una marcada división del trabajo por género, entre niñas y niños” (Bolin 2006:
73-74). En ciertas comunidades campesinas de Java, el valor económico de niñas
y niños se deriva del trabajo que realizan para la economía familiar, o de ser una
fuente de apoyo económico para sus padres en edad mayor. En estas
comunidades, ya entre los 6 y 8 años los niños dedican 1.9 horas diarias a
trabajar en el hogar y 1.7 horas a trabajar fuera del hogar. Por su parte, las niñas
de este mismo grupo etario dedican 2.3 horas diarias a trabajar en el hogar y 1.2
horas a trabajo fuera del hogar (Nag et al. 1978: 294-5).

32
1. LA(S) INFANCIA(S)

Es ilustrativo que en muchas culturas la terminología para referirse a la edad de


niñas y niños se refiera a las labores típicas de esa edad (Lancy 2008: 235). Así,
entre los Giriama de Kenya, el término para referirse a alguien de 2 ó 3 años es
kahoho kuhuma madzi, esto es, alguien a quien se le puede enviar a buscar un
vaso de agua; una niña desde aproximadamente los 8 años hasta la pubertad es
una muhoho wa kubunda, esto es, una niña que muele maíz; y un niño de esa
misma edad es un muhoho murisa, o sea, un niño que pastorea (Wenger 1989:
98-99).

El trabajo de niñas y niños es muchas veces indispensable para sus padres. Así,
Kramer (2005: 151) observa que sin la contribución de sus hijas e hijos, los
padres Maya tendrían que duplicar o triplicar su carga de trabajo. Pero también
lo es para la propia infancia: entre los Yucatec Maya, los niños y niñas de entre 3
y 5 años emprenden voluntariamente un 40% del total del trabajo que realizan,
“están deseosos de constituirse en miembros que aporten al hogar, y ven el
trabajo como algo interesante y muchas veces divertido” (Gaskins 2000: 387).

No es éste el lugar para extendernos más en el universo policromado de las


sociedades no industriales. Pero es indispensable tener ese universo en cuenta,
en particular el de las infancias cazadoras-recolectoras, al aproximarnos a las
construcciones de la infancia en el mundo contemporáneo (restantes secciones
de este capítulo 1), así como al criticar el discurso hegemónico de los derechos
de las niñas y niños (capítulo 2), y al intentar un discurso emancipador de tales
derechos (capítulo 3). Como hemos dicho, es espurio acercarse a las infancias de
hoy sin saber nada de las infancias de las culturas cazadoras-recolectoras, que
ocupan al menos el 90% de la historia desde que hay testimonios de homo
sapiens, y más del 99% de nuestra historia filogenética. Pero no sólo por una
cuestión cuantitativa, de duración en el tiempo, sino cualitativa, de lo ocurrido
durante dicho tiempo, de cómo ese tiempo modeló al ser humano y sus infancias
de modo tal que alejarnos de esos modelos de infancia, como expresaba Konner
(2010: 578) puede traer consecuencias relevantes. Asimismo, porque en esas
infancias reconocemos de forma especular rasgos de lo que podría ser una
reconstrucción emancipadora de la infancia contemporánea, en la medida en
que la crianza entre los grupos cazadores-recolectores sería necesariamente
cooperativa (Hrdy 2005), intra- e intergeneracional y distribuida equitativamente
entre los géneros (rasgo, este último, que parece empezar a difuminarse a favor
de una mayor presencia de las niñas en las tareas de cuidado o domésticas con el
progresivo asentamiento de la agricultura, como se parece desprender del
estudio de Weisner y Gallimore [1977]). Del mismo modo, las niñas y los niños
crecen, aprenden, se “socializan”, en la cotidianeidad de la vida social, en

33
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

compañía de otros niños, niñas y adultos, lo que también implica su participación


activa, si bien progresiva, en la reproducción social familiar y comunitaria, todo
lo cual subraya “la relevancia de actividades en las que los recursos, como las
responsabilidades, son compartidos entre los miembros del grupo y no sólo con
la familia nuclear” (Lamb y Hewlett 2005: 410). Y ello, como dicen Bird y Bliege-
Bird (2005), desde un “ethos de autosuficiencia”, que impregna las vidas de
niñas y niños y que, si bien no es común a todas las sociedades cazadoras-
recolectoras, contrasta radicalmente con el ethos de insuficiencia, vulnerabilidad
e indigencia que, como veremos en las secciones subsiguientes, permea a la
infancia hegemónica y minoritaria.

Con lo anterior presente, ahora corresponde analizar los antecedentes


inmediatos de la infancia hegemónica, a partir de la cual se ha construido el
discurso de los derechos de los niños y niñas. Pero en el viaje, sin solución de
continuidad, desde esos antecedentes hasta la CDN, ya no podremos ni
deberemos olvidar de dónde venimos, en particular, de dónde viene aquella
infancia hegemónica y minoritaria que muchas veces damos por supuesta.

1.2 Antecedentes Históricos Inmediatos de la Infancia Minoritaria


La comprensión de la infancia que predomina en el mundo contemporáneo,
infancia “minoritaria”, “occidental”, o “hegemónica”, que nos ocupará en el
resto de este capítulo, y que se transluce en documentos como la CDN, es fruto
de una historia acontecida principalmente en Europa (y en los últimos siglos en
Euro-América), que muy poco tiene que ver con las infancias de las sociedades
no-industriales, en particular cazadoras-recolectoras, que vimos en la sección
anterior.

En la edad media europea, para la gran mayoría de la población la educación no


pasaba por el colegio sino que consistía en una iniciación gradual en el mundo
del trabajo adulto, sea a través del aprendizaje formal de determinados oficios
(relación maestro-aprendiz), o simplemente llevando a cabo tareas cada vez más
complejas en el hogar o en la tierra (Cunningham 2005: 31). Esta gradualidad
implicaba que, tal como vimos en el caso de las sociedades no industriales, no
había una estricta separación entre el mundo adulto y el mundo de la infancia y
que las niñas y niños, incluso desde antes de los siete años, participaban ya de la

34
1. LA(S) INFANCIA(S)

sociedad adulta, ocupando las calles y el espacio público que eran el lugar del
comercio, la vida social y la socialización3. En esto también incidía el que las
condiciones de vida en las casas medioevales dejaban pocos espacios para la
privacidad, y que en el mundo exterior “niñas y niños eran inmediatamente
parte de una sociedad en la que las edades se mezclaban y en que los vecinos
jugaban un rol en el cuidado de niñas y niños” (Cunningham 2005: 32; y ver
Ennew 2002: 388-389).

Durante la proto-industrialización de los siglos XVII y XVIII, el trabajo infantil de


año corrido en las industrias rurales empezó a ser una posibilidad desde edades
tan tempranas como los seis años. La proto-industrialización ofrecía una
regularidad en el trabajo de niñas y niños que ni la agricultura ni la artesanía
podían ofrecer, y da inicio a otro fenómeno, fundamental para entender la
evolución del concepto de infancia, que es el hecho de que niñas y niños ya no
trabajaban necesariamente en sus casas o con sus familias, lo que implicó que
muchas familias dejaran de funcionar como unidades integradas de trabajo. Aun
así, hasta entrado el siglo XIX, en Europa seguía siendo normal que la infancia
campesina –es decir, la infancia mayoritaria- trabajara para la economía familiar,
siendo su aportación esencial para ésta. Su escolarización, cuando existía, se
reducía más que nada a los meses de invierno, cuando era difícil hacer una

3
Con todo, esto no quiere decir, como señalara Philippe Aries (1960: 134), que en la sociedad
medieval no existiera el concepto de, o conciencia sobre la infancia (le sentiment de l’enfance).
Como han señalado numerosos críticos, y resume Hendrick (1992: 1), entre otros vicios Aries usó
fuentes poco fiables o poco representativas, basándose en ejemplos muy atípicos, estudió esta
evidencia fuera de contexto, y puso un énfasis exagerado en las escrituras de moralistas y
educadores callando sobre los factores económicos y políticos. Así, por ejemplo, Evans (1999: 54)
señala el error de derivar la indistinguibilidad de la infancia, entre otros, del hecho de que en los
retratos de la época aparezcan los niños y niñas nobles vestidos como adultos, pues, como señalan
otras fuentes no citadas por Aries, los niños y niñas sencillamente eran vestidos así para los
retratos. En el mismo sentido Heywood (2001), señala la confusión de Aries al derivar sus
conclusiones literalmente de las imágenes de cuadros, estampas, esculturas y demás registros
visuales, asumiendo erróneamente que “el artista pinta lo que todo el mundo ve”, como si los
artistas fueran cronistas fieles de la realidad. Pues si el Jesús en brazos de María de una escultura
del siglo XII no tiene rasgos infantiles, parece más conveniente indagar qué representa tal
“madurez”, en este caso, la “divina sabiduría”, que deducir que muestra la falta de un concepto de
infancia en la sociedad (p. 13). De hecho, es perfectamente razonable entender esta
representación como aludiendo a determinado concepto de infancia, a saber, aquél que la toma
por irracional e ignorante, frente a la racional sabiduría adulta. Por último, como dice Archard
(2004: 22), criticando el excesivo énfasis que Aries pone en el diario de Jean Héroard, médico
personal de Luis XIII desde su nacimiento, “no hay ninguna razón para creer que la crianza de Luis
XIII es representativa” de las infancias de todo el resto al que él estaba destinado a gobernar.

35
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

contribución útil a la economía familiar. Alrededor de los seis o siete años la hija
o hijo mayor normalmente empezaba a trabajar, en el hogar o la tierra, ya sea
cuidando hermanos y/o hermanas menores, pastoreando, o espantando pájaros
de la siembra. Aunque fuera por meras razones demográficas, antes del siglo XX
el trabajo infantil era indispensable: la alta proporción de niñas y niños respecto
del total de la población hacía necesaria su contribución a la economía familiar
desde temprana edad (Cunningham 2005: 84-95).

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, la infancia también
jugaba un rol fundamental en la vida social, sea en la “conquista de la frontera”,
en el campo, o en las crecientes urbes. Desde la colonia hasta finales del siglo
XIX, “los niños y niñas trabajaron; en casa, como sirvientes o aprendices, como
esclavos, o incluso como soldados” (Appel 2009: 746). West comenta que
durante la segunda mitad del siglo XIX, la contribución de la infancia en la
colonización del Oeste –la conquista de la frontera- fue fundamental, y señala
que, “en muchos casos, las niñas y los niños proveían la mayoría del sustento
familiar”, generalmente trabajando “en una mayor variedad de tareas que sus
padres y madres y siendo, en ese sentido, los más acabados y versátiles
trabajadores de la granja en la frontera”, todo lo cual conllevaba, obviamente,
un alto grado de responsabilidades (West 1992: 30). Por su parte, la creciente
industrialización y urbanización que siguió a la Guerra Civil, llevó a gran número
de familias a las ciudades y normalizó el empleo en las fábricas de niñas y niños,
ocupación indispensable para la subsistencia de las familias dadas las
condiciones de la vida en la ciudad (Margolin 1978: 442). Hasta comienzos del
siglo XX la infancia urbana de la clase trabajadora estadounidense, aun cuando
en su mayoría ya estaba escolarizada, seguía trabajando, dentro y fuera de casa,
durante la mayor parte de su horario no escolar (Corsaro 2005: 76).

Paralelamente, no obstante, una corriente iniciada alrededor del siglo XVIII iba
consolidando el giro definitivo que acabaría en la comprensión de la infancia
hegemónica del siglo XX en el mundo minoritario y, con ello, en la CDN. Una
serie de discursos originados en las élites económicas e intelectuales comienzan
a enfatizar la importancia del desarrollo de niñas y niños en cuanto individuos
(Cunningham 2005: 59). Paradigmáticos de este giro son, en primer lugar, John
Locke, que apadrina la visión del niño (con un marcado énfasis en el desarrollo
del niño, es decir, del varón) como tabula rasa, cuyo desarrollo está determinado
por su educación y cuyo fin es convertirse en un adulto íntegro, de acuerdo al rol
que se espera de alguien de su rango (Cunningham 2005: 61). Es por esto, afirma
Locke, que “un padre [varón] sabio debe antes querer que su hijo [varón] sea
capaz y útil cuando hombre [varón adulto], que una compañía divertida, y una

36
1. LA(S) INFANCIA(S)

entretención para otros mientras niño” (Locke 1778 [1693]: 1824). Para Locke,
ese adulto cabal en el que se ha de convertir “el niño”5 es fruto de la experiencia,
no de una supuesta naturaleza (ni mala y mejorada, ni buena y conservada). Es
en la experiencia donde “se funda todo nuestro conocimiento” (Locke 2001
[1690]: 73), y es por eso que la educación tiene un rol principal en la modelación
de la “cera” que es “el niño”. La experiencia de la infancia marca, como el calor a
la cera, el destino del adulto en que se convertirá “el niño”:

Nueve partes de cada diez son lo que son, buenas o malas, útiles o no, por su
educación. Es eso lo que marca la gran diferencia en la humanidad. Las
impresiones pequeñas o casi imperceptibles en nuestras tiernas infancias
tienen consecuencias decisivas y duraderas: y así es, como en el nacimiento
de algunos ríos, una leve intervención de nuestras manos convierte las aguas
flexibles en canales, que les hacen tomar cursos muy distintos, y por esta sutil
orientación dada en sus orígenes, reciben distintas tendencias y llegan al final
a lugares distantes y remotos (Locke 1778 [1693]: 2).

Esta educación, dice Locke, debería buscar someter al “niño” a la Razón desde la
más temprana infancia, de lo contrario, una vez adulto tampoco se someterá a
ella (Locke 1778 [1693]: 37). La infancia, hasta en sus detalles (“una leve
intervención”), como determinante radical de la adultez, será una de las
herencias que Locke legue al desarrollismo, como veremos más abajo (sección
1.3.iii).

Un segundo autor importante en este giro de que hablamos, y cuyas ideas


influyeron mucho en las clases ilustradas europeas y estadounidenses, es Jean-
Jacques Rousseau, quien llama a buscar al niño6 (ideal) en cada niño o niña,

4
Subrayamos el énfasis en el género masculino que hace Locke (father, son, man), porque con este
autor no sólo entramos en una construcción de la infancia que en gran medida todavía pervive,
sino que estamos ya de lleno en una cultura que, a partir de la propia infancia, subordina las
mujeres a los varones. 57 referencias al “hijo” (son), y 10 al “niño” (boy), contra sólo 2 a la “hija”
(daughter) y otras 2 a la “niña” (girl), éstas transluciendo inferioridad y subordinación, hablan
claramente de esta concepción discriminatoria (ver Locke 1778 [1693]).
5
Como dijimos en la Introducción, usamos el masculino genérico “niño” pues nos referimos a una
concepción claramente androcéntrica de la infancia, y desdoblar el sustantivo sería distorsionar el
discurso al que aludimos. Pero lo hacemos entre comillas para evitar normalizar tal uso.
6
Tal como con Locke, la exposición de Rousseau también tiene como principal centro de atención
y referencia al niño varón (ver Cobo 1995; para una visión matizada de la asunción rousseauniana
del contexto patriarcal hegemónico de su tiempo, ver Morgenstern 1995).

37
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

quien ha de crecer “educado” por la naturaleza, por las cosas más que por las
personas (Cunningham 2005: 62-64), de acuerdo con los tiempos y espacios de
aquélla. Rousseau postula que “los niños” tienen una bondad y pureza naturales
de las cuales todos podemos aprender; para él “los niños” “representan una
condición perdida u olvidada y por tanto digna de defensa (y susceptible de
sentimentalización)” (James et al. 1998: 13). Sin embargo, no obstante esta
bondad y pureza originales, y tal como Locke, Rousseau cree que los años de la
infancia son cruciales y, literalmente, peligrosos, por la posibilidad de que “el
niño” se desvíe de la educación natural: “El tramo más peligroso de la vida
humana es el que va del nacimiento a los doce años. Es el momento en el que
brotan los errores y los vicios, sin que se tenga aún ninguna herramienta para
destruirlos; y cuando la herramienta aparece, las raíces son tan profundas que el
momento de arrancarlas ya ha quedado atrás…” (Rousseau 1866 [1762]: 76).
Asimismo, la bondad y pureza de “los niños” no significa clarividencia; muy por el
contrario, Rousseau es de la opinión de que “los niños” carecen de racionalidad,
y por tanto no distinguen lo bueno de lo que no lo es:

[“Los niños”] no tendrían que hacer nada con sus almas hasta que éstas no
hubiesen alcanzado todas sus facultades: pues es imposible que el alma
perciba la antorcha que usted le muestra mientras está ciega, y que pueda,
ante la inmensa llanura de las ideas, seguir el camino que la razón traza de
una manera que resulta tenue aun para los mejores ojos. La primera
educación, entonces, ha de ser puramente negativa. Consiste en proteger al
corazón del vicio, y al espíritu del error, y en caso alguno en enseñar la virtud
o la verdad. Si usted pudiese no hacer nada y no dejar hacer nada; si usted
pudiese llevar a su alumno sano y robusto hasta sus doce años sin que sepa
distinguir su mano derecha de su mano izquierda, los ojos de su
entendimiento se abrirían a la razón desde vuestras primeras lecciones; sin
prejuicios, sin hábitos, él no tendría nada que pudiera contrarrestar los
efectos de vuestros cuidados. Se volvería pronto entre vuestras manos el más
sabio de los hombres; y habiendo comenzado por no hacer nada, usted
habría hecho un prodigio de educación. (Rousseau 1866 [1762]: 76).

Este vínculo del “niño” con la naturaleza, la educación “negativa” a través de la


naturaleza, sin imposición de normas o pautas de educación, debida a su falta de
racionalidad, hacen que el niño sea, inevitablemente, naturalizado, y con ello
separado del mundo de los adultos, lo que, como dice Cunningham (2005: 63),
también tiene “enormes implicaciones para el futuro pensamiento sobre la
naturaleza de la infancia y sobre la forma de crianza más apropiada”. Junto a
esto, el énfasis en ajustar el crecimiento infantil a los preceptos y tiempos de la

38
1. LA(S) INFANCIA(S)

naturaleza transforma a Rousseau en un precursor de Piaget y demás teóricos de


la psicología del desarrollo y las etapas del desarrollo infantil, como veremos
más abajo (sección 1.3.i).

Por un lado, entonces, Locke plantea la primacía de la razón, la necesidad de una


estricta formación, el carácter decisivo de la infancia para el futuro, y la
subordinación del niño o niña real al adulto ideal (aunque, obviamente, también
al real), prefigurando el discurso desarrollista que, como veremos en la sección
siguiente, hegemonizará la infancia del siglo XX. Por el otro lado, Rousseau
naturaliza la infancia, le atribuye una irracionalidad insalvable (en cuanto
infancia), y una bondad natural pero voluble, y defiende que “los niños” deben
crecer de acuerdo con etapas naturales, lo que hace del teórico francés otro
precursor central de la ideología que todavía permea la infancia occidental
contemporánea. En ambos casos, tanto para Locke como para Rousseau, “el niño
puede ser visto, observado y conocido exactamente en la misma forma en que el
mundo puede ser aprehendido por un entendimiento racional” (Rose 1993: 8).
Es decir, los claroscuros del adulto desaparecen en “el niño”, portador de una
plena transparencia, sujeto objetivado, si se quiere, tal como la “ciencia” del
desarrollo infantil vino a hacer después, y sigue haciendo, con sus sujetos, “los
niños”.

Por último, un discurso que vino a complementar los de Locke y Rousseau como
discurso precursor de la infancia contemporánea, y que, de hecho, ya había sido
prefigurado por este último, fue el del Romanticismo. Las ideas y temas
relevantes del Romanticismo, en lo que se refiere a la infancia, encarnados en la
obra de sus artistas, literatos y filósofos, fueron la comprensión de la infancia
como paraíso perdido y como una forma de conocimiento ya inaccesible a los
adultos, la visión del ‘crecimiento’ como un empobrecimiento progresivo desde
una etapa de apertura al mundo primordial, y el establecimiento de una
distancia infranqueable entre infancia y adultez (Kennedy 2006: 44-45). Para el
mundo adulto, el paraíso perdido de la infancia pasó a representar la
“posibilidad de encontrar un sentido de identidad independiente del carácter
fugaz de la vida secularizada… así como un ejercicio primordial en la
recuperación del sí-mismo” (Kennedy 2006: 49)7.

7
Como veremos más adelante, situar al “sí-mismo” (self) en la infancia marca el camino para todos
los discursos de control subsiguientes: hay que cuidar el propio tesoro.

39
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

De este modo, la literatura del Romanticismo transforma a “los niños” en


símbolos más que en protagonistas; la infancia del poeta romántico es inocencia,
simpleza y emoción, y se configura como la fuente que nutre la vida entera. Así,
por ejemplo, cuando William Wordsworth (1845: 54) dice que “el niño es padre
del hombre” (the child is father of the man), abandona la infancia como fase
preparatoria para la adultez, y la transforma en el manantial que ha de nutrir
toda la vida, pues si los adultos no conservan vivo al “niño” en su interior, se
volverán secos y amargados (Cunningham 2005: 68). Pero Wordsworth no sólo
ilustra un “niño” inocente, fuente de sabiduría natural, sino que su obra también
personifica el intento de inversión de la casi bimilenaria doctrina del pecado
original, hacia la inocencia original del niño-divino. Su oda titulada Intimations of
Immortality from Recollections of Early Childhood (1845: 441) hace del niño la
encarnación de la esperanza, predispuesto a lo bello y verdadero, y repositorio
de toda virtud. Tal como en la obra de Wordsworth, el endiosamiento del niño
toma forma en gran parte de la literatura de los siglos XIX y comienzos del XX, a
la vez que se cuela en los libros para niños y en la literatura de ayuda para la
crianza. La pintura, por su parte, dibuja a la infancia “natural”, protegida de
experiencias dolorosas, en una arena de inocencia y por ende de felicidad. Una
consecuencia de este elevamiento del “niño” a los altares, de su conversión en
símbolo, fue su gradual desexualización al nivel del discurso. “El niño” dejó de
pensarse (siempre) como un varón, y las diferencias sexuales pasaron a ser
emborronadas; en cuanto símbolo “el niño” romántico es andrógino o, más
precisamente, asexuado (Cunningham 2005: 65-71; Kennedy 2006)8.

Como ha señalado un estudioso del Romanticismo alemán, “entre los románticos


había caído en suelo fértil la frase en la que Schiller afirma que el hombre sólo es
enteramente hombre cuando juega” (Safranski 2009: 121), es decir, cuando es
“niño”. Esta frase es dicha en la misma obra, Cartas sobre la Educación Estética
del Hombre (Schiller 1990 [1795]: 241), en la que Schiller apunta a ese momento
esperado en el que el hombre, en su mayoría de edad, “recupera,
artificialmente, su infancia”, dando “forma en el mundo de las ideas a un estado
natural que no le viene dado por ninguna experiencia, sino que le viene
impuesto necesariamente por su determinación racional; le otorga a ese estado
ideal una finalidad que no tenía el auténtico estado natural, y se da a sí mismo

8
La concepción androcéntrica parecería, entonces, absorbida por la concepción adultista. Pero,
como veremos, las dos concepciones siguen conviviendo hasta la fecha en el discurso hegemónico
sobre la infancia. Por ello se seguirá usando comillas para referirse a (el discurso sobre) este
“niño”, a ratos más varón, y a ratos más asexuado.

40
1. LA(S) INFANCIA(S)

un derecho de elección del que entonces no era capaz” (Schiller 1990 [1795]:
123, cursivas nuestras). Es decir, y esto es fundamental para entender el ideal de
infancia que construye el Romanticismo, que luego fertilizará lo que hemos
llamado la infancia minoritaria, el hombre sólo es hombre9 cuando juega, es
decir, cuando es “niño”, cuando hace lo que hacen “los niños”, pero no cuando
lo hace como “los niños”, sino cuando vuelve a esa experiencia de infancia
guiado por una luz, la razón que no tenía ni podía tener cuando era “niño”.

Manteniendo el vínculo rousseauniano entre “niño” y naturaleza, el


Romanticismo ahonda la separación entre infancia y adultez, pues así como “el
niño” es naturaleza, el adulto es, a su vez, desnaturalizado: la libertad del
hombre (sic) ha supuesto, con la civilización, la condena civilizatoria de la
pérdida de la naturaleza en él. Pero esta condena no es, necesariamente una
corrupción o decadencia, sino la inevitable auto-alienación de todo ciclo vital,
parte del desarrollo. De hecho, y como se desprende de la precedente cita de
Schiller, la persona tiene que abandonar la naturaleza para poder reconocer su
propia individualidad, su autonomía, su carácter infinito e incondicionado, y así
finalmente poder reconciliarse libre y voluntariamente con dicha naturaleza
(Kennedy 2006: 51-52).

Ahora bien, esta imagen del “niño” inocente y natural no fue, sin embargo,
incontestada. En primer lugar, el énfasis puritano en el pecado original de la
tradición cristiana mantenía su vigencia (Cunningham 2005: 66). Dejados a su
suerte, niños y niñas saldrían mal, pues el pecado original los inclina al mal; por
ello sus voluntades deben ser quebradas. Así lo expresa Veit Dietrich, pastor
protestante alemán de mediados del siglo XVI: “¿hay algo en la Tierra más
precioso, amigable, y digno de amor que un niño piadoso, disciplinado,
obediente, y que quiere aprender” (en Ozment 1983: 132). James et al. (1998:
11) señalan que en la construcción de este “niño malvado”, al mito adánico se le
ha de unir el antecedente filosófico de Hobbes, para quien, sin el
constreñimiento de los padres, la vida del “niño” sería anárquica. Como veremos
más abajo, la pervivencia en versión secularizada de este mito incide mucho en
la manía controladora que ejercen los adultos sobre los niños y niñas, pero la
entrada en escena de la imagen del “niño” romántico acabó con su posición
hegemónica como discurso sobre la infancia, y produjo una ambivalencia aún
persistente en la concepción de la infancia.

9
La filiación androcéntrica de estas ideas nos previene de escribir aquí “persona” o “ser humano”,
pues si el “niño” podía ser asexuado, el adulto era siempre varón.

41
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Volviendo a los discursos sobre la infancia de Locke, Rousseau y los Románticos,


que a diferencia de la doctrina del pecado original, son verdaderamente
modernos, su caja de resonancia fue una realidad social marcada por la creciente
industrialización que, con sus nuevas formas de trabajo, le dio un vuelco al
entendimiento de una práctica, hasta entonces, absolutamente extendida y
normalizada en Occidente, a saber, el trabajo infantil. La proto-industrialización
ya había acostumbrado a la gente a ver a los niños y niñas en las industrias, pero
el trabajo en las fábricas durante la industrialización, al cual muchas familias se
vieron forzadas a incorporar a sus niñas y niños por necesidad, no se podía
comparar con el de la proto-industrialización10. Como dice Cunningham (2005:
89-90), en contraste con el trabajo agrícola y, aunque en menor medida,
también con el trabajo proto-industrial, el trabajo en la fábrica tenía una
regularidad que se extendía a lo largo del año, día a día, semana a semana, mes
a mes. Asimismo, con él desaparecía la gradualidad de la incorporación al
trabajo, pues un día no se era trabajador y al día siguiente se era trabajador a
tiempo completo. En tercer lugar, era muy improbable que niñas y niños
trabajaran bajo la supervisión de alguien de sus familias, lo que aunque también
era cierto durante la proto-industrialización, adquiría un impacto mucho mayor
en la enorme unidad de trabajo que era la fábrica. Si a esto se le suma el que la
edad media de ingreso a las fábricas eran los 10 años, y todo ello se lee a la luz
de los discursos de inocencia, pureza y bondad infantil antes reseñados,
entonces “el período de la revolución industrial comienza a adquirir la
reputación… de un momento negro en la historia de la infancia” (Cunningham
2005: 89).

Ya desde finales del siglo XVIII, se podían escuchar voces que veían con la mayor
conmiseración el trabajo de los niños y niñas en las fábricas (Cunningham 2005:
140-141), en palabras dichas en 1819 por el poeta romántico Samuel Taylor
Coleridge, “nuestros pobres pequeños esclavos blancos, los niños en nuestras
fábricas de algodón” (en Griggs 1959: 922). Según la cosmovisión romántica, un
“niño” que trabajaba empezaba a ser visto como algo contrario a la naturaleza,
pues “mientras en la naturaleza el niño dedicaba su tiempo a crecer y jugar, en la
sociedad humana, o al menos en el sistema de las fábricas, era puesto a
trabajar” (Cunningham 2005: 144-145). El trabajo de “los niños” es el juego,
decía Susan Isaacs en 1929 (Isaacs 1936: 9), y, obviamente, cuando el juego es el

10
En 1852, en el Gran Manchester, el 76% de todas las niñas de 14 años y el 61% de todos los
niños de la misma edad trabajaba en las fábricas (Cunnighman 2005: 144).

42
1. LA(S) INFANCIA(S)

trabajo de “los niños”, pero no así de los adultos, se está cimentando un


concepto de la infancia como radicalmente separada de los adultos y sus
actividades (Ailwood 2003: 293), entre éstas, siendo la principal, el trabajo. Los
niños y las niñas trabajadoras se concebían como aquéllos que no eran agentes
libres (Factories Commission 1837: 190); no eran libres para crecer, jugar y ser
propiamente “niños”. Si bien este debate se dio primero en Inglaterra, pues la
industrialización empezó antes allí, la progresiva industrialización del resto de
Europa llevó consigo el debate de la protección de la infancia al resto de Europa,
en términos muy similares a los ingleses (Cunningham 2005: 145).

No debe sorprender, entonces, que el colegio como lugar de y para la infancia


haya comenzado su verdadera consolidación y masificación simultáneamente a
la situación de los niños y niñas en las fábricas, cambiando la comprensión de la
infancia desde un “tiempo de iniciación en el trabajo a un tiempo para
escolarizarse” (Cunningham 2005: 90; y ver Appel 2009: 746). Si bien el colegio
ya existía en la modernidad temprana, no sólo no era obligatorio sino que de
impacto minoritario, pues en general las familias privilegiaban la productividad
inmediata de las niñas y niños, su aportación a la economía familiar
(Cunningham 2005: 100-101). Sin embargo, ya entrado el siglo XIX, la realidad
dura de la infancia en las calles y fábricas refuerza la necesidad de protegerla, de
salvarla y devolverla a su estado de inocencia, juego y protección, según los
discursos encarnados en Locke, Rousseau y el Romanticismo, que acabamos de
mencionar, y que ahora empezaron a influir directamente en la acción pública
(Cunningham 2005: 137), con la esperanza de que el conocimiento ganado en el
colegio sirviera a los indefensos “niños” para convertirse en buenos ciudadanos
(Margolin 1978: 443).

En forma directa, esta salvación fue asumida primero por filántropos en muchos
países del norte europeo y también en Estados Unidos, quienes no ocultaban
entre sus motivaciones la del miedo a las “clases peligrosas”, es decir, las clases
populares. Tal como la infancia burguesa, modélica, ideal, debe ser protegida
(infancia en peligro), de la infancia popular nos debemos proteger (infancia
peligrosa) (Donzelot 1998: 47 y 84). La masiva migración campo-ciudad
promovida por la revolución industrial empezaba a poblar las calles de niños y
niñas más o menos “indeseables”, que no trabajaban y que representaban a ojos
de las clases dirigentes un riesgo para la armonía social (Clarke 1985: 74-75).
Más encima, como el lugar de trabajo ya no era el hogar, los padres trabajadores
ya no podían cuidar, ni vigilar a su prole, lo que aumentó el miedo de las clases
medias y altas de que los niños y niñas desatendidos crecieran sin disciplina y se
dieran al carterismo (Singer 2005: 615). Son entonces los filántropos,

43
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

pertenecientes a las clases acomodadas, y escandalizados ante unos “niños” sin


infancia, según el modelo de infancia romántico que ya en el siglo XIX tenía
fuerza entre esas capas de la sociedad, quienes asumen la necesidad de
supervigilar a las familias populares con el fin de “enderezar” a sus miembros, en
particular padres (varones), y niñas y niños, buscando cooptar a las madres con
este fin (ver Donzelot 1998: 58 y ss.). En este “enderezamiento” la escolarización
infantil obligatoria tiene un rol fundamental en la medida en que con ella se
pretendía asegurar una socialización exitosa, con la consecuente reproducción
del orden social (Donzelot 1998: 75; Cunningham 2005: 161). El propio Locke
había prefigurado esta idea cuando, en su calidad de comisionado de la Junta de
Comercio (Board of Trade) del gobierno británico, había sugerido que “los hijos
de los trabajadores son una carga para la comunidad, y usualmente se
mantienen ociosos”, proponiendo como remedio la multiplicación de las
escuelas de trabajo, lo cual permitiría “que los niños se mantuvieran en mejor
orden” a la vez que, desde la infancia, “estarían acostumbrados al trabajo, lo que
no es de poca relevancia si se busca hacer de ellos gente sobria y laboriosa”
(citado en Goldie 1997: 190). De hecho, la idea de las escuelas de trabajo, que
dieran utilidad a los pobres, huérfanos y/o abandonados, sería implementada en
varios países europeos –Inglaterra, Irlanda, Francia, Alemania, entre otros-
durante el siglo XVIII (Cunningham 2005: 129).

Siguiendo con este decurso disciplinador, ya entrado el siglo XIX el colegio


asumía como una de sus prioridades la inculcación de hábitos de orden y
obediencia, a la vez que, en cuanto obligatorio, ofrecía “oportunidades de
vigilancia superiores a cualquier cosa esperable del hogar” (Cunningham 2005:
160); el colegio, como señaló Foucault (1979) y veremos en detalle más abajo
(sección 1.5.ii), se constituía en el lugar de control y disciplinamiento infantil. En
estos términos argumentaba la Sociedad para la Educación Nacional de Estados
Unidos, en 1890, al decir que los colegios iban a barrer con los elementos
foráneos subversivos provenientes de la inmigración, sacaría a la juventud de la
calle, donde sólo causaba problemas, y enseñaría a respetar la autoridad del
gobierno (Margolin 1978: 443).

Por otro lado, los trabajadores adultos empezaban a percibir que con la
presencia de los niños y niñas en las fábricas no eran sólo éstos los que sufrían.
La Factories Commission, comisión encomendada por la corona británica para
informar sobre el estado del trabajo infantil en las fábricas, señalaba en 1838
que “los niños y niñas empleados en las fábricas… forman, como una clase
distinta, una parte considerable de la población infantil, y su número aumenta
rápidamente, no sólo en proporción al incremento de la población involucrada

44
1. LA(S) INFANCIA(S)

en la industria manufacturera, sino que como consecuencia de las mejoras en la


maquinaria que permiten hacer recaer más y más trabajo en los niños y niñas,
desplazando a los adultos del trabajo” (Factories Commission 1837: 202-203,
cursivas nuestras). Este desplazamiento de la mano de obra más cara, i.e. adulta,
no tuvo poco peso en la posterior prohibición del trabajo infantil, pues el
problema no era sólo que niñas y niños ocuparan los espacios de los adultos,
sino que cuando los adultos ocupaban un espacio, se encontraban con que la
masiva presencia de niñas y niños en el mercado laboral había deprimido
radicalmente los sueldos, lo que implicó enormes ganancias para la industria de
fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero un empobrecimiento general de la
clase trabajadora (Cunningham 2005: 143-144). Entonces, el lobby de los propios
trabajadores adultos, “que alegaban que el trabajo infantil ocupaba puestos de
trabajo adulto y, más encima, deprimía los sueldos” (Makman 2004: 3), también
ha de tenerse como razón de peso tras la exclusión de la infancia de las fábricas y
el trabajo en general (ver también Lavalette 1999: 24). De hecho, ya en la década
de los 30 del siglo pasado, las leyes que prohibían el trabajo infantil y prescribían
la educación obligatoria en Estados Unidos se podían considerar exitosas,
gracias, en gran medida, al “deseo de reducir el desempleo” (Margolin 1978:
443).

En la década de 1880, la balanza ya se había inclinado desde el predominio de los


filántropos al de la acción del Estado en la “salvación” de la infancia, y en esa
fecha ya existían en Europa y Estados Unidos múltiples políticas estatales que
enfatizaban la necesidad de protegerla y segregarla, haciéndola dependiente
(Cunningham 2005: 138-139; Margolin 1978), es decir, forzando su
escolarización. Si bien en ese entonces los Estados ya contaban con leyes que
regulaban la escolarización, fue la brecha entre intención y realidad la que se
cerró desde la década de 1880 en adelante, con la implantación efectiva de su
obligatoriedad (Cunningham 2005: 157).

El componente “romántico” en la voluntad estatal de “salvar” a “los niños” ya ha


sido relativizado al mencionar la desconfianza hacia una infancia que podía
devenir “indeseable”, así como la importancia del lobby de los trabajadores
adultos. Otro factor para poner el “romanticismo” en contexto ha de ser la
percepción que entonces, con el auge industrializador y los mercados en
creciente apertura, se comenzó a tener de que la escolarización era demandada
por una economía cada vez más competitiva, sobre todo a nivel internacional
(Cunningham 2005: 161). En las sociedades en proceso de industrialización, en
Europa y Norteamérica, los niños y niñas eran “de interés nacional”, un colectivo
crecientemente visible –y por ende vigilable- en cuanto “recurso nacional para

45
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

competir internacionalmente en los ámbitos económico y militar” (Prout 2005:


46). En esta línea de argumentación, y siguiendo a Norbert Elias, Kennedy señala
que la escolarización respondió a las necesidades de auto-control impuestas por
el proceso de industrialización y las nuevas realidades económicas de trabajo
despersonalizado. Este auto-control se esperaba del adulto y se buscaba inculcar
en “el niño”, quien debía aprender a reprimirse, y a quien se les debía enseñar
una subjetividad racional y auto-consciente “reclamada […] por la división del
trabajo, las crecientes oportunidades económicas, la competencia, y una
creciente tolerancia con las formas de disciplina necesarias para una economía
capitalista” (Kennedy 2006: 77).

En suma, la escolarización obligatoria vino a salvar a “los niños” (de la pérdida de


su inocencia), a los adultos (de las niñas y niños que les deprimían los sueldos), al
Estado (de las niñas y los niños vagos, indeseables y peligrosos) y a la economía
(de futuros ciudadanos no lo suficientemente formados como para competir en
un mercado abierto y capitalista). Estas variables se reforzaron mutuamente
para apurar la remoción infantil del mercado laboral y la calle, y su ingreso
obligatorio en los colegios (Cunningham 2005: 138-9). Es importante señalar
que, como ha sido una constante desde entonces en la exclusión de niñas y niños
del trabajo, su voluntad en contra de la misma, manifestada incluso haciendo
huelgas en los colegios, no fue escuchada (Lavalette 1999: 25; Cunningham
2005: 185).

Entonces, más o menos desde comienzos del siglo XX, viene a ser una convicción
enraizada en Occidente contemporáneo no sólo que “el niño” debe jugar sino
que, al mismo tiempo, no debe trabajar (Liebel 2003: 275). En palabras de
Woodhead (1999: 45-46), se ha asentado el “modelo patológico” en virtud del
cual el trabajo daña el desarrollo infantil. Ahora bien, esta recién “ganada”
minusvalía económica de niñas y niños se compensó con su invaluabilidad
emocional; la legislación protectora de la infancia, que tanto respondía a, como
reforzaba las ideas de vulnerabilidad e inocencia infantil, “también facilitó la
sacralización del niño y consolidó su estatus de dependiente” (Shanahan 2007:
416). De este modo, en pocas décadas se pasó del niño o niña como (futuro)
trabajador del campo o la fábrica, que aportaba ya como niño o niña su trabajo a
la economía familiar, al “niño” como un inútil económico, pero un tesoro
emocional (Lancy 2007: 277; Makman 2004: 4, y en general Zelizer 1994)11.

11
Todavía en 1924, en Estados Unidos había voces que se quejaban de la legislación que prohibía

46
1. LA(S) INFANCIA(S)

Asimismo, el exilio laboral y enclaustramiento escolar de niñas y niños señaló


una tendencia cada vez más acentuada a compartimentar sus experiencias en
lugares previamente designados, convenientemente supervisados por
profesionales y estructurados según edad y habilidad, configurando una
verdadera institucionalización de la infancia (Prout 2005: 32-33).

En palabras de Cunningham (2005: 15), la consolidación de la escolarización


obligatoria a finales del siglo XIX,

hizo más que cualquier otra variable en los últimos 500 años para transformar
la experiencia y significado asociados a la infancia, al sacar, en principio,
aunque de hecho no inmediatamente, a los niños y niñas del mercado
laboral, ahora reservado a los que ya no eran tales. Fue esto lo que,
eventualmente, condujo en el siglo XX a una valoración emocional de los
niños y niñas mucho mayor que cualquiera existente en los siglos
precedentes.

Ahora bien, la llamada “salvación” de la infancia no corrió exclusivamente a


cuenta del colegio (por presencia) y la fábrica (por ausencia). A mediados del
siglo XIX, en las clases medias y altas de Europa y Estados Unidos ya se había
asentado la convicción de que “el modo de vivir la infancia era crucial para
determinar el tipo de adulto en que se convertiría cada niño y niña”
(Cunningham 2005: 41). De ahí que no bastara con el colegio. La supervigilancia
de la infancia se cuela dentro de la propia vivienda familiar. Donzelot habla de la
conversión de la vivienda popular –vivienda social- en la Francia del siglo XIX, en
un espacio diseñado para la vigilancia de niños y niñas12 por los padres, y de los
padres por la sociedad, auténtica “pieza complementaria de la escuela en el
control de los niños”. El nuevo diseño de la vivienda popular pretendía derogar
el antiguo modelo de vivienda concebida como espacio de producción y vida
social, y consolidar un nuevo modelo, de vigilancia y separación entre niños y
niñas, y adultos (Donzelot 1998: 45). Así como se reformula el espacio familiar

el trabajo infantil, diciendo que con ella se acabaría con “la disciplina, el sentido del deber y
responsabilidad… que ganan un niño y una niña, en la casa, en la granja, en el taller, como
resultado del trabajo duro” (en Zelizer 1994: 67). Nótese que en este comentario aún no hay
identificación de la niña con la privacidad de la casa, ni del niño con el espacio público de la granja
o el taller.
12
Donzelot usa los masculinos genéricos “niños” e “hijos”, pero entendemos que se refiere a niños
y niñas, e hijos e hijas.

47
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

para favorecer el control, también se busca modificar las rutinas y prácticas


familiares. Tal como se fue recluyendo a niñas y niños en el colegio y el hogar, se
les fue encomendando su vigilancia, respectivamente, a profesores y madres.
Pero para que las madres pudieran asumir esta vigilancia, para que pudieran ser
efectivamente “amas” en su casa, tenían que estar y quedarse en ella. Se
domestica, entonces, a las mujeres “para servir a las necesidades de las futuras
generaciones del país” (Lavalette 1999: 23; y ver Kennedy 2006: 84).

Del mismo modo, progresiva pero implacablemente, las ciencias de la salud


adquieren un lugar central en la “salvación” de la infancia, comenzando con el
fenómeno que se ha dado en llamar la profesionalización de la infancia, es decir,
su sometimiento a los dictados de la “ciencia” y sus profesionales –médicos y
psicólogos. Ya entonces se creía que la ciencia podía mejorar las expectativas de
vida de los niños y niñas, medir su inteligencia, y proveer de pautas para tratar a
aquéllos cuyo desarrollo no se conformara con la norma (Cunningham 2005:
173). Esto presuponía reconocerle a la ciencia la competencia para establecer
parámetros normativos sobre lo que debía o no ser la infancia y sobre cuál era la
infancia “normal”13 (Cunningham 2005: 175). Y, también, cargar sobre los
progenitores, básicamente las madres, el deber de reproducir tal rigor
normativo. Comienza así la regulación “científica” de la maternidad. El fin es
convertir a cada madre en una “enfermera doméstica” (y nótese el contraste
doblemente subordinante con el médico varón, por definición público): “el
médico prescribe, la madre ejecuta” (Donzelot 1998: 21).

En este sentido, en 1904 señalaba el British Medical Journal:

Cada año debe producir su crecimiento adecuado. El crecimiento perdido o


retrasado no se puede recuperar en años posteriores, los resultados de tal
intento de compensación se manifiestan siempre en la madurez. En los
animales los instintos les dicen lo que deben comer. Al hombre no le dice
nada, pero él puede ser instruido, y el médico debe ser el maestro. En una
serie de observaciones hechas en niños de las clases trabajadoras de Nueva
York, sólo el 20% se encontraron como normalmente desarrollados. La gran
mayoría del bajo desarrollo no era atribuible a la insuficiencia de alimentos,
sino al tipo equivocado de alimentos. El tratamiento precoz y, en particular la
nutrición temprana del niño, son de la mayor importancia para el Estado, y la
educación de las madres en todo lo que conduce a la producción de niños

13
Ver también Turmel (1998 y 2008).

48
1. LA(S) INFANCIA(S)

sanos, es un deber ineludible que la profesión médica tiene con el público...


De la falta de esta preparación física adecuada, han resultado delincuentes,
degenerados, y débiles [weaklings]... No es sólo el derecho sino el deber del
Estado velar por el desarrollo de sus futuros ciudadanos… El futuro de la raza,
por lo tanto, depende en gran medida de la profesión médica (BMJ 1904:
140).

Se establece la pediatría como especialidad que marca el tránsito de la idea de


las enfermedades en los niños y niñas a las enfermedades de los niños y niñas,
separando claramente, como ya se había hecho con el espacio de la vivienda,
infancia de adultez, al pensar las enfermedades y cuerpos infantiles como
distintos de las enfermedades y cuerpos de los adultos (James et al. 1998: 151).
Por su parte, la psicología, que se venía recién estableciendo como disciplina a
comienzos del siglo XX, gozó de un fuerte espaldarazo al proveer a los
educadores de un medio –los tests- para evaluar a las niñas y niños y su
normalidad, o falta de ella, en el colegio; y la psiquiatría, que buscaba entender
no sólo la mente sino que también los instintos de las niñas y niños, tuvo en
Freud a alguien que reforzó la idea sobre lo determinante de los años de infancia
en la vida adulta, al sostener que las patologías de los adultos en general podían
rastrearse a traumas infantiles (Cunningham 2005: 176-177).

El siglo XX empieza con la consideración, ya muy extendida, de que “los niños”


son el mayor capital de la civilización (Cunningham 2005: 172), y ya a mediados
del siglo XX un autor estadounidense señala que la ocupación por la crianza
infantil había devenido no ya preocupación sino que verdadera ansiedad, “como
no la hay en ninguna otra cultura” (Lerner 1957: 562). Sin embargo, la
profesionalización todavía incipiente a comienzos del siglo XX, alcanza su mayor
nivel a partir de la segunda mitad del pasado siglo, y en el presente se puede
decir que la infancia ya está completamente profesionalizada. Niños y niñas
están sometidos a un verdadero “ejército de profesionales” dedicados a su
socialización (John 2003: 32) que generan, inversamente, un verdadero “culto al
experto” al que se ven sometidas las familias y, en especial, tal y como hace un
siglo, las madres, quienes, a pesar de las conquistas de género, siguen siendo las
que cargan con la mayor responsabilidad en el cuidado y crianza de sus hijas e
hijos (John 2003: 33). Estas profesiones manejan y promueven conceptos como
la socialización, pero, sobre todo, el desarrollo infantil (desarrollismo), que han
funcionado como engranajes -macro y micro- del gran relato de la infancia
contemporánea, y que le han dado una base “científica” a la supervigilancia y
control de niñas y niños. Toca, entonces, penetrar en dichos engranajes.
Comenzamos por el desarrollismo.

49
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

1.3 El Desarrollismo
“Development, like history, is someone else’s work”;
“The forgetting of development may be a remembering of childhood”,
J.R. Morss (1996: ix).

En esta sección nos aproximaremos a las “ciencias” del desarrollo infantil, que
concierne principalmente a la psicología del desarrollo, pero toca también a la
pediatría y desde hace unos lustros, a las neurociencias, y lo haremos desde una
óptica particularmente crítica, en virtud de lo que entendemos ha sido una
influencia castradora del discurso desarrollista en la comprensión de la infancia.

En términos generales, el desarrollismo (developmentalism) “consiste en la


producción de, y la dependencia en, enunciados explicativos relativos a la
regulación natural y general de los cambios en la vida humana” (Morss 1996:
51), y la psicología del desarrollo sería “el área de la psicología que estudia cómo
el individuo crece y cambia desde la concepción hasta la muerte” (Slee y Shute
2003:1), es decir, el desarrollismo llevado a la psicología. Dice Jean Piaget, uno
de los fundadores del modelo desarrollista, que

la psicología del niño estudia el crecimiento mental o, lo que viene a ser lo


mismo, el desarrollo de las conductas (es decir, de los comportamientos,
comprendida la conciencia) hasta esa fase de transición, constituida por la
adolescencia, que marca la inserción del individuo en la sociedad adulta. El
crecimiento mental es indisociable del crecimiento físico, especialmente de la
maduración de los sistemas nerviosos y endocrinos que prosigue hasta
alrededor de los 16 años (Piaget 2002 [1950]: 11, cursivas nuestras).

Es decir, la psicología del desarrollo estudia al “niño-individuo”, en cuanto pre-


social, inmaduro, y con una mente aún en desarrollo. En voces más críticas, la
psicología del desarrollo sería la teoría sobre el conocimiento de la diferencia del
“niño”14, y sus procesos de integración en la sociedad (Jenks 2005: 4-5) a nivel
micro, es decir, a nivel del “niño-individuo”; o la disciplina que busca “descubrir
los procesos naturales y universales por los cuales los infantes humanos se

14
Mantenemos, en general, el uso de comillas para referirnos al “niño” o “los niños” en cuanto
objetos del discurso desarrollista, o sea a los niños y niñas en cuanto dichos por el desarrollismo,
conceptos que, como veremos, no tienen solución de continuidad respecto del “niño” y “los
niños”, más o menos varones, y más o menos asexuados de la sección 1.2 precedente.

50
1. LA(S) INFANCIA(S)

transforman en adultos plenamente adaptados” (Morss 1996: 4-5). La psicología


del desarrollo capitaliza así dos presunciones extendidas en el discurso
contemporáneo sobre la infancia, a saber, que “los niños y niñas son un
fenómeno natural antes que social, y que parte de esta naturalidad se extiende
al proceso inevitable de su maduración” (James et al. 1998: 17). Las
particularidades de ese crecimiento y cambios, de esta diferencia e integración,
son descubiertas, descritas y estudiadas, normalmente, según el modelo de las
ciencias físicas, es decir, fundamentalmente, a través de estudios experimentales
con niños y niñas, llevados a cabo en condiciones controladas, y cuyas
conclusiones se entienden como (potencialmente) generalizables a todos los
niños y niñas de la edad de los estudiados, lo que implica asumir que existen
reglas universales de desarrollo, descubribles mediante una investigación
adecuada (Morss 1996: 4).

Premisas principales en la psicología del desarrollo son que el desarrollo de “los


niños” se desenvuelve en etapas naturales y universales con término en la
adultez; que “el niño” es dependiente física y emocionalmente, en virtud de su
incompetencia física y emocional; y que los primeros años de vida causan un
impacto indeleble en el resto de la vida del “niño”. Veremos una por una.

i. Desarrollo en Etapas Naturales y Universales, con Término en la Adultez

“A move away from a universal developmentalism must be a


move away from a pathologization of Otherness”,
V. Walkerdine (1993: 466).

Martin Woodhead (2006: 7), psicólogo crítico de la ortodoxia, considera que el


desarrollo en etapas es un signo distintivo de la visión más asentada de la
psicología del desarrollo, según la cual “el funcionamiento físico, mental, social y
emocional de los niños y niñas… comprende fases, etapas, e hitos distintivos del
desarrollo. En las competencias de niñas y niños ocurren numerosas
transformaciones progresivas… que marcan la adquisición de habilidades y
capacidades, modos de relacionarse, comunicarse, jugar, aprender, etc.”. Las
etapas de este desarrollo tendrían una delimitación más o menos clara (siendo
un objetivo de la psicología del desarrollo su cada vez mejor delimitación
[Woodhead: 2011: 48-49]) y supondrían, cada una respecto de la anterior, un
ascenso, un progreso a través de una secuencia de niveles (Morss 1996: 100). Es
decir, en palabras de Piaget (2002 [1950]: 15): “si el niño explica en cierta
proporción al adulto, también puede decirse que cada período del desarrollo
informa, en parte, los siguientes”.

51
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Este desarrollo en etapas sería algo natural, y por ello universal, es decir, común
a todos “los niños” (Morss 1996: 4); en palabras de David Archard (2004: 41 y
ss.), sería un proceso necesario, endógeno y teleológico.

i.i. El Desarrollo es Necesario

El desarrollo es necesario pues es el “inevitable despliegue de un telos implícito


en el niño”, en todos los niños y niñas, es decir es universal, y en él cada etapa de
desarrollo debe ser atravesada –cursada- y es precondición para pasar a la
siguiente, como ya dijimos (Archard 2004: 42). Es decir, habría un desarrollo,
“normal”, o no patológico, igual para todas las niñas y niños del mundo.

Detengámonos un poco en esta pretendida necesidad por universalidad. La


cuestión sería cuál es “el niño” descrito en ese modelo de desarrollo, cuál la
infancia que funciona como norma, y qué lo universal. Adelantamos ahora una
respuesta que desarrollaremos a continuación: “el niño” modelo, que fija la
norma y naturaleza para todos los niños y niñas, es “el niño promedio” del
universo de la clase media capitalista y anglosajona contemporánea.

En las investigaciones emprendidas por la psicología del desarrollo, las


descripciones sobre lo que es el caso –usualmente el promedio de los resultados
obtenidos en las investigaciones con niños y niñas, blancos, de la clase media
anglo-americana- se han convertido en prescripciones sobre lo que es normal y
natural (Burman 2008: 4). La tendencia a generalizar conclusiones, producto de
asumir que la psicología del desarrollo es una ciencia natural, lleva a los
investigadores a “hacer juicios teóricos o sobre la naturaleza humana, pero
basados en datos recabados en sus propias poblaciones, usualmente
euroamericanas” (Levine et al. 2008: 57). La redacción y ordenación de los textos
de psicología del desarrollo en etapas ordenadas cronológicamente, y cada vez
más especificadas y sub-especificadas, no es más que la descripción de
características esperadas y esperables de la clase media y blanca euroamericana,
que luego se presentan como modelos de desarrollo de alcance universal
(Burman 2008: 70; Alderson 2008: 117-8). En el mismo sentido se expresa
Woodhead (2006: 18), al decir que el estilo de crianza de las madres blancas y de
la clase media euroamericana ha sido dominante en la investigación, aun cuando
es “un estilo que en términos globales es atípico (y muy probablemente, incluso
es atípico al interior de los propios Estados Unidos)… Y sin embargo, este estilo
de interacción se ha convertido en parte de la ortodoxia desarrollista, como la
forma normal y saludable en que los adultos deben relacionarse con sus hijas e

52
1. LA(S) INFANCIA(S)

hijos”. En pocas palabras, la infancia de que habla la psicología del desarrollo es


“la infancia minoritaria”.

Aunque en las últimas décadas haya cobrado auge cierta tendencia a la


investigación inter-cultural en psicología del desarrollo, en su gran mayoría las
culturas o sociedades elegidas para hacer los estudios comparativos tienden a
reproducir las jerarquías internas, la inequidad socioeconómica, la acumulación
material de riqueza, y el énfasis en la educación formal, propios de economías
basadas en el dinero y de sociedades gobernadas por Estados-Nación poderosos,
en las cuales el rol de los padres, madres y alomadres como educadores y
cuidadores es fuertemente mitigado por la presencia de la educación formal. Y
no obstante las grandes diferencias entre ellas, “todas estas sociedades se
caracterizan por desigualdades cotidianas que las hacen dramáticamente
distantes de la cosmovisión y los modos de vida igualitarios de las culturas
cazadoras-recolectoras” (Hewlett y Lamb 2005b: 5), y de muchas sociedades
pastoriles y agrícolas (ver, por ejemplo, Bolin 2006).

Entonces, por ejemplo, en el debate sobre qué respuestas del lactante serían
innatas, biológicas o pre-programadas –i.e. necesariamente universales- se ha
discutido el significado de su llanto, y muchos psicólogos han hipotetizado que
busca atraer a la madre (o cuidador principal), o manifestar hambre. Sin
embargo, tales hipótesis pierden valor una vez que se reconoce que en muchas
culturas del mundo mayoritario, y en la práctica totalidad de las culturas
cazadoras-recolectoras, que reproducen nuestro entorno de adaptación
evolutivo, las madres suelen llevar a sus hijos e hijas consigo, pegados al cuerpo,
y con acceso al pecho “a voluntad”, con lo que el llanto como forma de llamar a
la madre y/o pedir el pecho pierde su sentido (Burman 2008: 50).

Del mismo modo, tampoco se considera la posibilidad de que niños y/o niñas
pobres, o del mundo mayoritario, o de contextos no industriales, o no
occidentales, o con modos de vida de recolección y no acumulación, como los de
los grupos cazadores-recolectores, puedan necesitar habilidades psicológicas
distintas que las de la infancia minoritaria para sobrevivir, en mundos donde
muchas veces no hay un doctor cerca o donde el acceso a la comida o a lo que en
Occidente se entiende como vivienda adecuada es muy diferente (Singer 1993:
436). En este sentido, por ejemplo, muchas veces las normas de cortesía propias
de las clases medias pueden ser francamente contraproducentes en las vidas de
las niñas y niños de “villas miseria”, favelas, “barrios de chabolas”, etc., pues “las
niñas y niños desarrollan, inteligentemente, habilidades de sobrevivencia que
tienen sentido al interior de su medio social” (Boler 1999: 94, cursivas nuestras).

53
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Como dice Archard (2004: 93-94), la idea piagetiana de competencia e


inteligencia adulta a la que debe conducir el desarrollo del “niño” es propia de la
tradición filosófica occidental, y se refiere a una “habilidad para pensar sobre el
mundo con los conceptos y principios de la lógica occidental. En especial, a
Piaget le interesa entender cómo el adulto adquiere las categorías kantianas de
tiempo, espacio y causalidad”. Asimismo, Lawrence Kohlberg, que es a la
psicología del desarrollo moral lo que Piaget a la psicología del desarrollo
cognitiva, prescribe un modelo de ser humano “que deriva de intereses sociales
particulares basados en un modelo social liberal, que funciona por medios de
arreglos contractuales entre las personas” (Burman 2008: 291). La racionalidad y
autonomía, tan valoradas por Kohlberg como por Piaget, implican asumir una
concepción de la sociedad como compuesta “por unidades independientes que
cooperan entre sí sólo cuando los términos de la cooperación son tales que
promueven los fines individuales de cada unidad” (Burman 2008: 291).

Por ello, se debe matizar la universalidad de estos conceptos de inteligencia,


racionalidad y autonomía, tan caros a Piaget, Kohlberg y epígonos como metas
del desarrollo. En las sociedades no industriales, la inteligencia se asocia a
cualidades como

autosuficiencia, obediencia, respeto a los mayores, atención al detalle, ganas


de trabajar, y buen cuidado de los hermanos/as menores y el ganado […]
Cualidades que nosotros valoramos, tales como la precocidad [“¡ya cuenta
hasta 5!”], fluidez verbal [“¡ya junta dos palabras!”], pensamiento
independiente y creativo [“¡Maialen hizo un castillo de cucharas!”], expresión
personal [“estuvo hablando y jugando muy contenta con Eneko”], y habilidad
para la conversación ingeniosa [“¡no te imaginas lo que me preguntó tu
hija!”], serían vistas por los miembros de la aldea como defectos a ser
corregidos cuanto antes (Lancy 2008: 168, corchetes nuestros).

Hay casos en que lo que nosotros tenemos por inteligencia es exactamente lo


contrario de lo que tienen por tal otras culturas. Así, por ejemplo, un estudio con
miembros de las etnias Baganda y Batooro, en Uganda, mostró que tendían a
identificar “inteligencia” con lentitud, más que con rapidez como es la norma en
el mundo minoritario (Wober 1972). En cuanto a la autonomía, en la Turquía
menos globalizada (“tradicional”), Kagitcibasi y Sunar (1992: 81) han mostrado
que la cualidad infantil más valorada por los padres es la obediencia (un 60%),
mientras que las menos son la independencia y autonomía (self-reliance) (un
18%). Lo mismo sucede entre los padres de la cultura Gusii de Kenya, para
quienes un niño o niña económicamente competente es aquél que es

54
1. LA(S) INFANCIA(S)

“manifiestamente obediente y responsable” (Levine et al. 2008: 58). Estas


divergencias con la “norma” occidental también sirven para dejar ya planteado
que el modelo de la persona como individuo autosubsistente (y su racionalidad,
independencia y autonomía) es una característica occidental que no se replica
necesariamente en el resto del mundo, y que las virtudes que hacen de tal
individuo un “buen ejemplar” muchas veces son vicios fuera de Occidente,
donde la importancia de la comunidad (y la obediencia, y el respeto, y la
responsabilidad) no está subordinada a la del individuo, sino que éste se debe a
aquélla (ver sección 2.4.iii). Más abajo volveremos sobre la competencia e
inteligencia infantil (sección 1.3.ii).

Pero no es sólo que el discurso ortodoxo del desarrollo sea impermeable a


realidades que trasciendan el molde occidental, sino que, por lo mismo, se halla
muy precariamente equipado para acceder a dichas realidades pues las
herramientas propias de la investigación en psicología del desarrollo son
culturalmente específicas. Por ejemplo, la competencia comunicativa de las
niñas y niños Kipsigi en Kenya, para los propios Kipsigi, pasa por guardar silencio
en presencia de los mayores o de personas de más estatus. Es decir, las niñas y
niños Kipsigi saben mucho sobre qué, cuándo, cómo y dónde no hablar. Y esto
tiene mucho que ver con el hecho de que el valor lingüístico más importante es
la comprensión (para lo cual se necesita saber escuchar) y no la producción (para
lo cual se necesita saber hablar). Los niños y niñas, se piensa, ya aprenderán a
hablar por sí solos. Por tanto, los niños y niñas Kipsigi no están entrenados, como
sus pares de la infancia minoritaria, en hablar mucho con sus madres, o
cuidadores principales. Por todo esto, los niños y niñas Kipsigi responden mal a
los clásicos tests psicológicos, los cuales: a) les son culturalmente extraños; b)
conllevan una diferencia de estatus entre el examinador adulto y el examinado
niño o niña, que obstaculiza sus respuestas libres; y c) obvian el hecho de que
niñas y niños no se crían en un entorno que promueva las respuestas verbales,
sino la obediente y respetuosa responsabilidad (Harkness y Super 2008)15.

15
Este estudio fue publicado originalmente en 1971, y plantea los problemas que le supone a la
psicología del desarrollo el corsé de la investigación meramente cuantitativa (por ser la única
supuestamente “científica”), por sobre la investigación cualitativa propia de la antropología
cultural. Gaskins (2000) también presenta a los Yucatec Maya como una sociedad donde la
observación es mucho más importante que la interacción durante la infancia, y en la cual las niñas
y niños no suelen iniciar una conversación con los adultos, salvo para pedirles algo que necesitan o
quieren en ese momento.

55
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En suma, la particularidad de la psicología del desarrollo es, antes del hecho de


cuál sea su modelo de desarrollo, el que haya un solo modelo, pues así como
antaño, o en otros lugares, los niños y niñas eran (son) criados para ser
campesinos, panaderos, amas de casa, o el oficio que fuere, ahora todos son
criados, a través de la educación formal, “para transformarse en empleados
flexibles al interior de una sociedad cambiante; tienen que aprender a aprender,
siendo el desarrollo, en sí mismo, un objetivo de la crianza. Los psicólogos del
desarrollo llenaron el vacío dejado por la desaparición de los objetivos sociales
concretos con una serie de estándares para el desarrollo ‘normal’…” (Singer
2005: 617). Así, apoyada en los pilares de la psicología del desarrollo, la
educación escolar prepara al “niño” para ser el abstracto perfecto, un continente
de contenidos flexibles, listo, en teoría, para hacer cualquier cosa.

La pretendida universalidad y naturalidad que se atribuye al desarrollo infantil,


sumada al afán normativo y al enorme poder del discurso desarrollista, de los
que ya hablaremos (sección 1.4), resultan en la exportación e imposición de un
modelo infantil particular, y minoritario, a todo el mundo. Un modelo, el de la
infancia occidental, que no sólo es uno entre muchos, sino que es
interculturalmente anómalo (Lancy 2008: x); un “caso único en los anales de la
cultura” (Lancy 2008: 1). La contracara de esta exportación e imposición es,
evidentemente, que la infancia no occidental, no modélica, es patologizada, y
“nombrada en términos de anormalidad, diferencia y deficiencia” (Walkerdine
1993: 455)16.

16
Por otro lado, las ideologías de crianza han cambiado al interior del propio paradigma
desarrollista, pasando del énfasis en la higiene y disciplina de los años 30 del siglo XX al énfasis en
la necesidad de amor y apoyo emocional de “los niños” posterior a la segunda guerra mundial. De
este modo, “desde la primera perspectiva, por ejemplo, la lactancia a demanda, común en muchas
zonas de África durante 18 y hasta 36 meses, podría interpretarse como una forma de ‘malcriar’ a
los bebés…; pero desde la segunda perspectiva, la misma práctica, en la medida en que no estaba
acompañada de las expresiones visuales y verbales de amor materno que eran esperables y
deseables según el observador occidental, fueron interpretadas a veces como negligentes para con
las necesidades emocionales del bebé”. Entonces, “¿las madres africanas ‘complacen’ a sus hijos e
hijas demasiado - o demasiado poco? Tanto la pregunta como su respuesta reflejan los prejuicios
de los observadores más que el contexto local que da forma a la experiencia infantil” (Levine et al.
2008: 56).

56
1. LA(S) INFANCIA(S)

i.ii. El Desarrollo es Endógeno

En segundo lugar, dice Archard (2004: 43), el desarrollo es endógeno, es decir,


“auto-propulsado”, derivando sus fuerzas de estructuras, funciones y procesos
arraigados en la naturaleza del “niño” -y naturaleza equivale a biología- lo que
significa entender el entorno del “niño”, es decir, su contexto, sólo como la
ocasión para, y lugar de, el cambio personal. Vimos recién qué podía querer
decir que, en cuanto proceso natural, el desarrollo sea universal. Detengámonos
un poco ahora en las consecuencias de proponer un desarrollo que, por
endógeno, es decir, grabado en y surgido a partir de esa naturaleza universal,
prescinde cualitativamente del contexto en el cual opera.

Piaget (2002 [1950]: 12) dice que “la psicología del niño estudia a éste por sí
mismo en su desarrollo mental”. Es decir, que el objeto de estudio es el
desarrollo de la mente individual del “niño”. Y el objeto es éste pues para Piaget
el individuo, cualquier individuo, es un ejemplo, un representante típico de la
especie, por lo que como “los procesos, incluidos los procesos de desarrollo
cognitivo, son los mismos en todos los individuos, basta con estudiar a
cualquiera de ellos y luego generalizar” (Venn y Walkerdine, citados en Jenks
2005: 23). En otras palabras, un “niño”, cualquier “niño”, es todos “los niños”; o,
en palabras que ya son parte de nuestro moderno sentido común, “todos los
niños son iguales”, y las diferencias y mayor o menor competencia sólo tienen
que ver con la edad y respectiva etapa del desarrollo (ver Mayall 1994: 118).
Ahora bien, para que el individuo sea la especie hay que vaciarlo de todo aquello
que no se deba dar, también, en cualquier otro individuo. Es decir, hay que
reducirlo a un mínimo común denominador privándolo de su contexto. Lo
importante no es ya lo que se piensa sino cómo se piensa, o sea “la estructura
(generalizable) del pensamiento”, lo que significa que “el énfasis en la acción es
erosionado a favor de una creciente abstracción… dibujando Piaget, así, un
sujeto irrevocablemente aislado y situado fuera de la historia y la sociedad”
(Burman 2008: 245-246).

Creer que se puede conocer verdaderamente a este “niño” ideal y abstracto, es


decir, postular que se puede leer un texto fuera de todo contexto, surge de la
asunción previa por parte de la psicología del desarrollo de su carácter de ciencia
natural, y de que “su valor de verdad será mayor cuanto mayor su vínculo con las
ciencias naturales” (Bloch 2000: 259). Esto la lleva a operar con coordenadas
“científicas” que implican distancia, control de variables independientes y
dependientes y, en resumen, la objetivación de sus sujetos de estudio:

57
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Con el fin de adecuar el objeto de entendimiento al método de comprensión,


las ciencias humanas caen en la trampa inevitable de la objetivación de los
niños y niñas, de la misma manera en que las ciencias duras deben objetivar
sus objetos con el fin de conocerlos. El objeto de la disciplina nace con la
disciplina, en este caso, el niño como una especie natural, y el estudio del
niño como una extensión de la ciencia de la biología. Las preguntas que se
hacen sobre el niño y la infancia son las mismas preguntas que se hacen
sobre cualquier organismo del medio ambiente. Más encima, estas preguntas
se hacen como si una especie -el adulto- estuviera interrogando a otra –el
niño… (Kennedy 2006: 1-2).

De partida, el modo de selección de los niños y niñas –en cuanto individuos-


como objetos de investigación, hace difícil teorizar el contexto psicológico en el
que habitan (Burman 2008: 5). “Los niños” se constituyen como objetos de
análisis con prioridad a su entrada en la órbita de las relaciones sociales, “lo que
desatiende el hecho de que el sentido, o sentidos, de la infancia se producen
precisamente a través de estas relaciones” (Fernando 2001: 20). Y cuando se da
cabida a “lo social”, ello se termina reduciendo a lo meramente diádico de la
comunicación de la madre con su hija o hijo, lo que aparte de significar un
empobrecimiento radical y arbitrario del universo social de niñas y niños, y de
suponer otra flagrante anomalía cultural respecto de la realidad mayoritaria de
la crianza cooperativa en el mundo mayoritario, ilustra claramente “cómo la
investigación ha sido permeada por presupuestos ideológicos sobre la estructura
de las familias, sobre cuál es la relación más importante para las niñas y niños, y
sobre la categorización del mundo en lo doméstico y lo público” (Burman 2008:
60). En definitiva, de haber alguno, el contexto del “niño” es la madre (ver
Burman 2008: 105), lo que aparte de naturalizar la relación materno-infantil,
implica que, negada la dimensión cultural de la infancia, sólo queda su
dimensión biológica (ver Prout 2005: 60)17.

17
Levine y coautores sugieren que esto significa olvidar que lo cultural no sólo es el escenario
donde se despliega lo biológico, sino que también actor principal en dicho despliegue: “La
investigación en psicología del desarrollo… se ha centrado mayoritariamente en diferencias
individuales dentro de poblaciones relativamente homogéneas”, entendiendo que “las
características específicas de cada población… son una mera extensión de las diferencias
individuales”. Sin embargo, las características específicas de cada población son muy importantes
pues “los patrones de organización y conducta social…, o las reglas para demostrar emociones, que
varían a través de las especies en el reino animal, varían a través de las poblaciones en la especie
homo sapiens”. Y “la adaptación humana se lleva a cabo a través de la práctica localmente

58
1. LA(S) INFANCIA(S)

Al mismo tiempo, los requerimientos de la investigación en psicología del


desarrollo “hacen necesario que hagamos del niño o niña un extraño, por lo que
no importando lo bien que creamos entender su mente a un nivel intuitivo, esa
creencia no debe ser parte de la interpretación científica de los datos” (Nelson et
al. 2000: 78). En la medida en que el conocimiento “científico”, por definición,
plantea la necesidad de distanciarse de lo conocido, para así objetivarlo, es difícil
que pueda aproximarse a la realidad de las niñas y niños de una manera
realmente relevante. Como dicen Hewlett y Lamb, en psicología del desarrollo la
mayoría de los estudios consisten en breves observaciones en el laboratorio u
otros lugares artificialmente preparados, más que en los lugares de la
cotidianeidad infantil (extended naturalistic settings), como serían la casa o los
espacios que se comparten junto a los amigos, y si bien “los métodos artificiales
permiten a los investigadores controlar una variedad de factores en análisis
cuantitativos, ellos impiden una comprensión holística de los niños y niñas”
(2005b: 5).

Y no es sólo que unos y otras sean estudiados fuera de y sin sus contextos, sino
que ni siquiera se puede decir que el “contexto” en el cual son estudiados sea
neutro, pues las observaciones emprendidas por la investigación se hacen “al
interior de un mundo organizado para ellos por los investigadores adultos”
(Kennedy 2006: 98), olvidando que “la conducta que exhibe un niño o niña
[durante un experimento] sólo puede ocurrir al interior de una situación social
que, primero, provoca dicha conducta, y luego, la interpreta, y así la construye”
(Burman 2008: 42)18.

organizada de estos códigos de conducta específicos a cada población” (Levine et al. 2008: 57-8).
18
Como previene Woodhead (2011: 52), tratando de matizar las críticas al desarrollismo, durante
los experimentos e investigaciones los psicólogos se suelen relacionar con los niños y niñas de
forma tan respetuosa y considerada como podrían hacerlo otros adultos que trataren con ellos en
la casa o el colegio. Sin embargo, como también reconoce Woodhead (2011: 52-53), el problema
se produce al momento de pensar y escribir sobre estos niños y niñas tan respetuosamente
tratados, pues entonces “el paradigma científico sigue esperando de los investigadores una
perspectiva objetiva. Su sujeto de estudio –el niño- es transformado en un objeto
despersonalizado de investigación sistemática, su individualidad evaporada en un conjunto de
variables mensurables…, condensadas en conjuntos de datos que sirvan para contrastar la
hipótesis sometida a prueba, y abstraídas para calzar en un patrón general de desarrollo”. Es decir,
y crudamente, aunque la objetivación de niños y niñas no implica que en el laboratorio se los trate
como a ratas de laboratorio, sí implica que se los piense y se los diga como tales.

59
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Urie Bronfenbrenner, un lúcido y autocrítico psicólogo del desarrollo, vio esto


después de constatar su incapacidad para responder a muchas de las preguntas
que los encargados de diseñar políticas públicas, así como empresas privadas, le
hicieron a lo largo de los años en su calidad de “experto”. Entre otras cosas, se le
había preguntado a Bronfenbrenner sobre la importancia de que niños y niñas
estuvieran con sus madres durante sus tres primeros años; si el padre podía
asumir tan bien como la madre el cuidado de su prole; si debían las clases del
colegio estar segregadas según edad; sobre la importancia de otros adultos en la
crianza, aparte de los padres; o si deberían los padres poder llevar a sus hijas e
hijos al trabajo. (Bronfenbrenner 1974: 1). Si Bronfenbrenner hubiera podido
mirar allende los muros de su laboratorio, podría haber respondido, al menos,
algo así: “aquí y ahora, no sé, pero, no hasta hace mucho, en Occidente la crianza
era mucho más cooperativa, los niños y niñas interactuaban con otros niños y
niñas de edades distintas, y no sólo acompañaban a sus padres al trabajo sino
que trabajaban ellos mismos; y en otras partes, otras culturas, eso sigue
pasando; es más, de hecho es así como nosotros, en cuanto especie, vinimos a
ser” (recordar sección 1.1). Pero Bronfenbrenner reconoce que no supo
responder, porque las preguntas se referían al impacto en las vidas de los niños y
niñas de decisiones relativas al medio en el que vivían o podrían vivir, a sus
contextos y cotidianeidades. Y lo que él hacía, en lo que él era experto, era, más
que nada, en “la ciencia del comportamiento de niñas y niños en situaciones
extrañas, con adultos extraños” (Bronfenbrenner 1974: 3).

En definitiva, tras “el niño” normal, promedio, ideal, que marca la pauta para
todos los niños y niñas, no hay más, no puede haber más, que una ficción o mito,
“un producto de los aparatos de investigación… que construyen al niño por
medio de su mirada” (Burman 2008: 22). Como dice Latour (2007: 39-40),
hablando del método científico en general, “conocemos la naturaleza de los
hechos porque los hemos elaborado en circunstancias que controlamos a la
perfección”, lo cual tiene sentido sólo en la medida en que “se limite el
conocimiento a la naturaleza instrumentalizada de los hechos y que se haga a un
lado la interpretación de las cosas”. Y, lo que no se puede olvidar, no se trata de
cualquier ficción o mito. Una vez que se mantiene que quien conoce al individuo
conoce a la especie, evidentemente se deja establecido que las diferencias entre
los múltiples contextos vitales de esos individuos son irrelevantes, o por lo
menos sólo accesorias para su conocimiento; lo que se debe es precisamente
prescindir de ese contexto. Pero si a esto le sumamos que “el niño” al que se
dice “conocer”, y a partir de cuyo conocimiento luego se generaliza, es, como ya
dijimos, casi siempre “el niño” de una minoría culturalmente anómala en el
tiempo y el espacio, que es la infancia contemporánea de las clases medias

60
1. LA(S) INFANCIA(S)

euroamericanas, empezamos a tener ya una idea de la distorsión que opera la


psicología del desarrollo en la aproximación a los niños y niñas, y a sus infancias.
Son muy ilustrativas a este respecto las palabras de Kessen en un artículo ya
clásico de 1979:

el acoplamiento [entanglement] más profundo de la psicología del niño… con


los compromisos implícitos de la cultura estadounidense es que el niño -tal
como el Peregrino [Pilgrim], el vaquero y el detective de la televisión- se
concibe invariablemente como un ser independiente [free-standing] y aislable
que se mueve a través del desarrollo como un individuo autónomo [self-
contained] y completo. Otros individuos igualmente autónomos –padres y
profesores- pueden ciertamente influir en el desarrollo de los niños, pero la
unidad apropiada de análisis cultural, así como la unidad apropiada de
estudio del desarrollo es el niño solo. (Kessen 1979: 819).

Y precisamente como lo que se conoce es un “niño” abstracto, ideal, formal,


inexistente en la carne y en el hueso, lo que se termina conociendo es “un
constructo cultural e históricamente mediado… disfrazado del objeto puro de la
ciencia experimental” (Kennedy 2006: 2).

A continuación dos ejemplos, provenientes de la ficción crítica y la psicología


crítica, que nos presentan la dependencia contextual de las destrezas infantiles,
imperceptible a ojos abstractos. En el episodio número 8 (“Lessons”), de la primera
temporada de la serie televisiva “The Wire”, un niño huérfano o abandonado, al
cuidado de dos niños un poco mayores que él, dedicados al micro-tráfico de
drogas, pide ayuda con sus deberes de matemáticas a uno de ellos, llamado
Wallace. El cálculo parece relativamente sencillo, y se refiere al número de
pasajeros en un bus urbano, pero el niño no sabe cómo resolverlo, ni tampoco
demuestra interés en hacerlo. Entonces Wallace traduce el problema a los
términos de mantener en orden la cuenta del alijo de drogas y el niño de
inmediato da con la respuesta correcta: las matemáticas o las personas arriba del
bus son abstracciones en el mundo de ese niño, pero si no cuenta bien la droga
arriesga, al menos, su integridad física19.

19
Resumen del episodio en http://sepinwall.blogspot.com/2008/07/wire-season-1-episode-8-
lessons-newbies. html, consultado el 10 de marzo de 2011; el vídeo del diálogo aquí:
http://www.youtube.com/watch?v=8C90g1o toA0, consultado el 3 de mayo de 2012.

61
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Hablando sobre los niños y niñas que trabajan como vendedores ambulantes en
muchas calles del mundo mayoritario, pero explicando casi literalmente la
situación del niño a cargo de Wallace, dice Walkerdine (1993: 460):

Estos niños y niñas son llevados a ser muy astutos en sus poderes de cálculo...
Sin embargo, ellos calculan por supervivencia. El dinero que ganan suele dar
de comer a sus familias. Las prácticas de cálculo en las que se inscribe la
subjetividad de los niños y niñas son extremadamente complejas y para sus
familias pueden significar la diferencia entre comer o pasar hambre. Esto
significa que complejos significados y relaciones emocionales se entretejen en
las prácticas de pensamiento. Cualquier aproximación a esto que no tenga en
cuenta la fantasía, el miedo, el dolor, el deseo, así como la necesidad
económica, de cómo estas prácticas motivan a su vez otras y entran en una
compleja red de relaciones, cae en la trampa moderna de ver el cálculo
simplemente como cálculo, una habilidad transmisible que puede separarse
de las prácticas en que se produce. En este análisis, el sujeto no posee una
habilidad, sino más bien el sujeto es creado, producido a través de las propias
prácticas. No hay un sujeto previo que posea la habilidad.

Es decir, es erróneo concebir la complejidad o dificultad como algo que está


fuera del contexto personal y la negociación cultural; “la dificultad de una tarea
no es una cualidad intrínseca de la misma”, sino que está siempre asociada al
contexto (Morss 1996: 37). Como veremos en la sección siguiente, tener esto
presente es fundamental al momento de ponderar los juicios que la psicología
del desarrollo emite sobre la (in)competencia infantil, pues la
descontextualización produce un concepto de (in)competencia infantil estático,
que “no toma en cuenta de qué modo las habilidades de niños y niñas varían
según cómo y dónde son evaluados…., qué experiencia previa llevan al
experimento”, etc. (Alderson 2008: 118). La influencia de la castración del
contexto de los niños y niñas en la castración de su competencia queda clara en
la réplica de ciertos experimentos de Piaget. Es ya clásica la investigación de la
muñeca y las tres montañas, en la que Piaget concluyó el egocentrismo
intrínseco de los menores de 7 años, es decir, su falta de competencia para
asumir puntos de vista distintos al propio. Sin embargo, cuando la investigación
fue replicada en términos que tenían mucho más sentido para las niñas y niños
(la muñeca y las montañas fueron cambiadas por un ladrón y dos policías), su
“competencia” apareció abrumadoramente, y a edades tan tempranas como los
3 años (Smith 2002: 82).

62
1. LA(S) INFANCIA(S)

En suma, la identificación de la infancia, al menos de la infancia temprana, con lo


meramente natural, hace imposible su problematización, revela como
innecesaria la atención al contexto (pues las variaciones en éste no condicionan
el desarrollo de aquélla), y acalla cualquier consideración de la experiencia de
niñas y niños. No sólo es erróneo descontextualizar a los niños y las niñas, sino
creer que puede existir algo como un “niño” –¡un ser humano¡- fuera de
contexto. Actuar como si esto fuera posible sólo lleva a ocultar las
precomprensiones culturales que inundan todos los contextos de investigación. Y
como dice Burman (2008: 122) “una vez que la cultura es excluida de la
investigación, vuelve sólo en forma de patología”.

i.iii. El Desarrollo es Teleológico

Por último, el desarrollo es teleológico (Archard 2004: 41-42), pues tiene un


término preciso en la adultez: “el niño” deviene, pero el adulto es. Así, Piaget
(2002 [1950]: 12, énfasis añadido) señala que “la psicología del niño ha de
considerarse como el estudio de un sector particular de una embriogénesis
general, que se prosigue después del nacimiento y que engloba todo el
crecimiento, orgánico y mental, hasta llegar a ese estado de equilibrio relativo
que constituye el nivel adulto”. El mismo Piaget (1972: 45), en otra parte, dice
que el estudio del desarrollo de las funciones mentales puede “ofrecer una
explicación, o un complemento de información sobre sus mecanismos en el
estado final”. Es decir, la infancia se entiende como un estado inacabado de
desequilibrio relativo. Las palabras de Piaget translucen que ese “estado final” de
que habla, que es la adultez, representa la norma de la especie para la psicología
del desarrollo. Las siguientes líneas, tomadas de un texto clásico de la psicología
del desarrollo, son mucho más explícitas al respecto:

El desarrollo consiste en cambios ordenados, y relativamente perdurables en


el tiempo, en las estructuras físicas y neurológicas, los procesos de
pensamiento, y la conducta. Durante los primeros 20 años de vida, estos
cambios suelen resultar en formas nuevas, mejoradas, de reaccionar – esto
es, en una conducta más saludable, mejor organizada, más compleja, más
estable, más competente o más eficiente (Mussen et al. 1990: 4, cursivas
nuestras).

La adultez, como dice Prout (2005: 60), se erige así como “el estándar de
racionalidad” y la meta hacia la cual deben transitar todos los niños y niñas, y
representa un estado no sólo completo –contra la incompletitud de la infancia-
sino que deseable (Jenks 2005: 8), como si el propósito social y ontológico de

63
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

cada niño y niña fuera dejar de ser tal (Jenks 2005: 34), moviéndose desde lo
infantil (y salvaje, y animal), hacia esa “cumbre logocéntrica” que son la adultez y
civilización (Walkerdine 1993: 455-456); desde el “niño primitivo y egocéntrico al
adulto autónomo, de principios, y subjetivamente reflexivo” (Ryan 2008: 561). Es
decir, debemos entender que, así como nosotros, adultos humanos,
evolucionamos de y desde los animales, también nos desarrollamos de y desde
los bebés. La evolución y el desarrollo se hermanan así como procesos paralelos
a través de los cuales surgirían mayores niveles de adaptación. En la estela de
Rousseau, lo social es, sigue siendo, naturalizado (Morss 1996: 25; Archard:
2004: 42).

Profundicemos en esta comprensión paralela de evolución y desarrollo, que si


bien a día de hoy es más que nada simbólica aunque de una enorme carga
retórica, tiene su origen en teorías de raíz evolucionista que postulaban
efectivamente que la filogenia (historia de la especie) se recapitula en, y por
ende es causa de la ontogenia (historia del individuo)20.

Darwin, o cierta lectura de Darwin21, y Haeckel (1876), que fue quien popularizó
la teoría de la recapitulación, fueron muy influyentes en la naciente psicología
del desarrollo de fines del siglo XIX y comienzos del XX (Walkerdine 1993: 453)
En un artículo en Mind, Darwin (1877: 288) se preguntaba si acaso “¿podemos
no sospechar que los vagos pero muy reales miedos de los niños y niñas, que son
bastante independientes de su experiencia, sean los efectos heredados de
peligros reales y abyectas supersticiones de tiempos antiguos y salvajes? Es
conforme con lo que sabemos de la transmisión de caracteres otrora bien
desarrollados, que ellos aparezcan en un período temprano de la vida, y luego
desaparezcan”. Pero allí donde la selección natural de Darwin no era teleológica
(la evolución no tenía por que desembocar, necesariamente, en el homo sapiens,
pues era sólo un proceso de cambio adaptativo [Morss 1996]), la naciente
psicología del desarrollo sí leía una dimensión teleológica en la filogenia (ya no
es cambiar para adaptarse, sino cambiar para mejorar; no se cambia de “c”, a “j”,

20
“La ontogénesis, o desarrollo del individuo, es una breve y rápida repetición (recapitulación) de
la filogénesis, o desarrollo de la tribu a la que pertenece [ese individuo], determinada por las leyes
de la herencia y la adaptación” (Haeckel 1876: 355). Por tribu, explica Haeckel, ha de entenderse
los ancestros que forman la cadena de progenitores que dan origen al individuo en cuestión.
21
Morss (1996: 54) señala que el Darwin de los psicólogos del desarrollo no suele coincidir con el
Darwin histórico, pues la evolución para Darwin no es una forma de desarrollo, es decir, no es una
secuencia de tipos animales puestos en una escala ascendente.

64
1. LA(S) INFANCIA(S)

y de ahí a “b”, sino de un “peor” a un “mejor”). Así el propio Haeckel, y Herbert


Spencer, erudito inglés cuya obra también alcanzó gran influencia a fines del
siglo XIX y comienzos del XX, y que decía:

Durante los primeros años todo hombre civilizado pasa por esa fase de
carácter mostrada por la raza bárbara de la que desciende. Así como los
rasgos del niño –nariz plana, fosas nasales abiertas hacia delante, labios
grandes, ojos muy separados, seno nasal frontal ausente, etc- se asemejan
por un tiempo a los de los salvajes, así también se parecen sus instintos. De
ello se siguen las tendencias a la crueldad, a robar, a mentir, tan extendidas
entre los niños, las que, incluso sin la ayuda de la disciplina, se modificarán,
más o menos, igual que los rasgos lo harán (1898 [1860]: 205-206).

Igualmente ilustrativa es la siguiente cita de Spencer, sacada de otra de sus


obras:

Cómo difieran las razas con respecto a las estructuras… de sus mentes, se
comprenderá mejor al considerar la diferencia, entre nosotros, entre la
mente juvenil y la mente adulta, que tan bien caracteriza a la diferencia entre
las mentes de los salvajes y los civilizados. En el niño vemos absorción en
hechos puntuales. Las generalidades, incluso de orden inferior, son
escasamente reconocidas, y no hay reconocimiento de las generalidades de
orden superior. Vemos interés en individuos, en aventuras personales, en
asuntos domésticos, pero no en asuntos políticos o sociales (1876: 9).

Es decir, “el niño” –de la raza que fuere- equivalía, incluso físicamente al
“salvaje”, o, lo que era lo mismo en el siglo XIX, a “el negro”, o “la mujer”22. Estas
son palabras del virrey de Egipto, a quien el autor de la época reconoce plena
autoridad en su descripción de los negros por haber tenido “amplias
oportunidades para lidiar con ellos”:

22
La visión colonial europea de África solía intersectar las nociones de “niños”, mujeres, negros,
animales y naturaleza. La Europa de finales del siglo XIX, consideraba vital para conservar su propio
orden constituir al no-europeo en periférico a los ejes de la razón, del mismo modo que en tierra
europea se había transformado en periférica a la mujer, encerrándola en el hogar: “tal como los
africanos eran feminizados, en términos de sus pasiones descontroladas y su irracionalidad,
también eran infantilizados y vistos en términos de su carencia de las cualidades del varón adulto,
blanco y occidental – una visión que legitimaba el proceso civilizatorio de conducir a los ‘niños’
[boys] africanos a la ‘adultez moral’ ” (Stephens 1995: 17-18).

65
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En el cerebro del Negro las circunvoluciones centrales son como las de un


feto de siete meses, las segundas son incluso menos marcadas. En virtud de
su ápice redondeado y lóbulo posterior de menor desarrollo, el cerebro del
Negro se asemeja al de nuestros niños, y por la protuberancia de los lóbulos
parietales, al de nuestras mujeres. La forma del cerebro, el volumen del
vermis y de la glándula pineal, dan al cerebro del Negro un lugar al lado del
cerebro del niño blanco (en Dunn 1866: 22).

El negro y la mujer adultos, entonces, representaban una versión patológica de


desarrollo normal, el que sólo estaba al alcance del adulto varón y caucásico. La
discriminación se justifica así por un dato de la naturaleza. En el caso de “los
niños”, lo interesante es que Dunn (1866: 25) cree que, en cuanto “niños”, no
hay diferencias entre el niño blanco, el niño negro y la niña blanca, sino que las
diferencias sólo se gatillarían llegada la pubertad. Es decir, tan “salvajes” o
patológicamente desarrollados eran el niño blanco, el niño negro, y la niña
blanca, con la diferencia de que sólo el primero podía dejar de serlo, una vez
llegada la adultez. Como dice Castañeda (2002: 38), “todos, salvo el niño blanco
varón, eran traicionados por la promesa de desarrollo normal asumida por el
cuerpo de niño inicialmente unificado”23.

En suma, “el niño y su cuerpo encarnaban el teatro donde se podía observar el


despliegue de la historia humana en el comprimido lapso de tiempo del
desarrollo individual” (Castañeda 2002: 13) 24 . Evidentemente, si el desarrollo
del “niño” implica progreso, no sólo de un menos a un más sino que de un peor a
un mejor, la teoría de la recapitulación entrona el adultismo, “pues entiende
todas las dimensiones de la infancia, sea la cognitiva, afectiva, sexual o moral,
como aún en formación. Y definiendo la niñez como una forma de vida más
primitiva, sanciona la organización y coacción de los niños, y su separación en
entornos diferenciados donde son manejados por ‘especialistas’ ” (Kennedy
2006: 99). Más aún, con esto se legitima que “el privilegiado subyugue al ‘otro’ ”,
pues en el continuo del desarrollo humano los adultos –varones, occidentales, y

23
Como hemos dicho: visibilizar a las niñas es, también, visibilizar, es decir, conocer y señalar su
invisibilización. En este caso, conocer y señalar que desde el origen del desarrollismo son ellos, “el
niño” y “los niños”, el modelo del desarrollo.
24
“Entonces, el niño en el vientre materno es análogo al pez, el bebé al primate, el niño pequeño
al mono, el adolescente al primitivo cazador-recolector. Cada historia humana individual es una
recapitulación de la historia de la raza. Se sigue que una buena forma de entender –y tratar- a un
niño de 5 años es como uno entiende y trata a un mono” (Kennedy 2006: 64).

66
1. LA(S) INFANCIA(S)

blancos- son los más avanzados, desarrollados, maduros y conocedores; “se


promueve el imperialismo cultural”, pues, no importando las intenciones, la
expectativa de que todos pasan por etapas particulares empodera a quienes –
varones occidentales blancos - han ascendido por más etapas que otros –niños,
niñas, mujeres, negros, nativos; “se perpetúan las relaciones jerárquicas”, pues
alguien siempre está abajo, respecto de otro que siempre está arriba, “y se
interpreta a los seres humanos como deficientes”, salvo por los pocos que han
alcanzado el nivel más alto del desarrollo (Cannella y Viruru 2004: 91-92)25.

Cuando el desarrollo se concibe de esta manera unidireccional, como pasos


ascendentes en un orden jerárquico preestablecido, es inevitable afirmar la
superioridad –intelectual, moral, cultural- de quienes ya han andado esos pasos,
es decir, los varones occidentales, “lo que significó atar el proyecto del
desarrollo individual (del niño) a modelos más amplios de desarrollo social y
económico” (Burman 2008: 15).

En términos de imaginario, de “sentido común”, de retórica hegemónica, de


sedimento profundo, hoy sigue siendo en cuanto “primitivo”, es decir, en cuanto
naturaleza por socializar que “el niño” representa para Occidente nuestro
pasado racial e individual (ver Wallace 1994: 175). El etnocentrismo, como se ve,
es un vicio de origen no purgado por la psicología del desarrollo. Así como el
ideal del nativo era convertirse en occidental, el ideal del “niño” es llegar a la
normalidad adulta (Kennedy 2006: 13).

¿Cómo llega “el niño” a este ideal adulto? ¿Cómo sale de esa infancia precaria e
indigente? Cursando las distintas etapas del desarrollo; sin saltarse, sin
demorarse, sin apurarse en ninguna.

Si bien la división del desarrollo infantil en etapas es central a la ortodoxia


contemporánea de la psicología del desarrollo, es útil remitirse a Arnold Gesell y
sus experimentos en la Universidad de Yale, a comienzos del siglo XX, para mejor
entender la obsesión, llevada al paroxismo, por estructurar el desarrollo de “los

25
Esta visión de ascensión hacia la normalidad adulta masculina no está en ningún caso superada.
Mírese cómo define el diccionario de la RAE (22ª ed.) una “niñada”: “Hecho o dicho impropio de la
edad varonil, y semejante a lo que suelen hacer los niños, que no tienen advertencia ni reflexión”.
Entonces, un hombre o varón –pues las mujeres, por naturaleza, no llegan a tal edad varonil (i.e.
adultez)- actúa regresivamente cuando lo hace de forma inadvertida o irreflexiva, como hacen
niñas y niños.

67
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

niños” de este modo. En su ya famoso “domo de observación”, Gesell intentó


llevar al extremo la descontextualización de los niños y niñas estudiados, de la
que ya hemos hablado, para así dar con lo que él entendía sería la versión más
pura y precisa de cada etapa del desarrollo infantil. Aislando al “niño” se aislaría
la etapa del desarrollo correspondiente. Como explica Ryan (2008: 559-560), el
domo es una concha dentro de la cual se le presentan determinados estímulos a
un niño o niña, y se registran sus reacciones por medio de una cámara. La idea, o
ilusión más bien, era que la concha protegería al experimento de los sesgos y
parcialidades del contexto, permitiendo repetir las mismas pruebas con distintos
niños y niñas, cuantificar los resultados, tabularlos y comparar las variaciones
según las edades para así establecer normas cronológicas, o “resúmenes
normativos”, en palabras de Gesell, los que luego se presentaban como etapas
naturales del desarrollo. El trabajo de Gesell influyó mucho en el establecimiento
de los “hitos del desarrollo” (developmental milestones), cuyo tránsito marca si
el desarrollo es normal o patológico. Igualmente, promovió una visión del
desarrollo según la cual los años e incluso los meses van dictando la adquisición
de nuevas capacidades, cuya no adquisición al ritmo marcado señala un
problema, precocidad, o retraso en el desarrollo (ver Burman 2008: 21;
Woodhead 2011: 49). A día de hoy, esta forma de estructurar el desarrollo en
base a etapas cronológicas sigue siendo el principio rector de los “hitos” en los
que la Academia Estadounidense de Pediatría basa sus consejos y
recomendaciones a padres, madres, y “criadores” en general (ver Ryan 2008).

Esta “Academia Estadounidense de Pediatría” (AAP, por sus siglas en inglés), es


uno de los entes más influyentes a nivel mundial en el establecimiento y
delimitación de las etapas del desarrollo, y en la determinación de los hitos del
desarrollo. Así, por ejemplo, señala que a los dos años, las niñas y niños deben,
entre otros logros, poder llevar varios juguetes mientras caminan, patear un
balón, subir y bajar escaleras con algún apoyo, construir torres de cuatro cubos o
más, conocer y decir varias palabras (entre los 15 y 18 meses), usar frases
simples (de los 18 a los 24 meses), usar oraciones de dos a cuatro palabras,
empezar el juego simbólico o de pretensión, mostrar cada vez más entusiasmo
por la compañía de otros niños y/o niñas, empezar a mostrar conductas
desafiantes, etc. La AAP dice que no hay que preocuparse si la niña o niño toma
un camino “ligeramente distinto” a lo que prescribe, es decir, por ejemplo, que si
en vez de comenzar a usar frases simples a los 18 meses, comienza a los 20, pero
advierte de que se debe alertar a un profesional si es que no dice al menos

68
1. LA(S) INFANCIA(S)

quince palabras a los 18 meses, ni usa frases de dos palabras a los 2 años, o no
puede empujar un juguete con ruedas a los 2 años26.

De los 3 a los 4 años, la AAP alivia a los padres diciendo que, con el tercer
cumpleaños, “los ‘terribles dos’ están oficialmente terminados, y empiezan los
‘años mágicos’ de los 3 y 4 años, donde el mundo del niño o niña estará
dominado por la fantasía y la imaginación”27. En esta etapa, los niños y niñas
deben poder subir y bajar escaleras solos; patear un balón hacia adelante; tirar
un balón con la mano; agarrar un balón que está dando botes, al menos la
mayoría de las veces; usar tijeras; empezar a copiar letras mayúsculas; hablar en
frases de cinco a seis palabras; contar historias; hablar de manera
suficientemente clara como para que entienda un extraño; jugar juegos de
fantasía; imaginar que muchas imágenes desconocidas son “monstruos”, etc.
Igual que con la etapa de los 2 años, la AAP advierte que no hay que preocuparse
si el desarrollo se da de manera “ligeramente diferente”, pero llama a alarmarse
si el niño o niña no puede tirar una pelota con la mano, ni andar en triciclo, ni
sostener un lápiz entre los dedos y el pulgar; si tiene dificultades en garabatear
sobre el papel; si no puede apilar cuatro cubos, si todavía llora cuando sus
padres se separan de él; si muestra desinterés hacia los juegos interactivos; si no
responde a gente fuera de su familia; si no juega juegos de fantasía; o si no usa
frases de más de 3 palabras28.

Entonces, entre los 2 y los 4 años los niños y niñas, todos los niños y niñas, se
entiende, deben, entre otros logros, hacerse cada vez más hábiles con el balón,
las escaleras, las tijeras, el triciclo, o los lápices, todo lo cual, supone que haya
balones, escaleras, tijeras, triciclos y lápices a mano. Es decir, si bien la habilidad
requerida se plantea como universal, el ejemplo de habilidad, necesariamente,
se plantea como ejercido en determinado contexto, un contexto que, al menos,
ha de contar con balones, tijeras, escaleras, triciclos y lápices, lo que excluye del
ejemplo a todas aquellas sociedades cuyas vidas transcurren en una sola planta,
cortan sólo con cuchillos o machetes, no patean ni lanzan más que piedras, se
mueven sólo caminando o a caballo, y no conocen la escritura. Como dice

26
En http://www.healthychildren.org/English/ages-stages/toddler/Pages/Developmental-
Milestones-2-Year-Olds.aspx, consultado el 14 de febrero de 2012.
27
En http://www.healthychildren.org/English/ages-stages/toddler/Pages/Developmental-
Milestones-3-to-4-Years-Old.aspx, consultado el 14 de febrero de 2012.
28
En http://www.healthychildren.org/English/ages-stages/toddler/Pages/Developmental-
Milestones-3-to-4-Years-Old.aspx, consultado el 14 de febrero de 2012.

69
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Woodhead (2006: 17), aunque para los expertos en desarrollo occidentales


“estas etapas expresan verdades sobre el desarrollo que se dan por descontadas,
el hecho es que están llenas de supuestos específicamente culturales” Pues,
¿qué pasa si el niño o niña de 3 a 4 años no empieza aún a copiar letras
mayúsculas, por la sencilla razón de que su cultura es solamente oral, no escrita?
¿Entenderemos que la habilidad que certifica la escritura de mayúsculas se
puede verificar con un ejemplo análogo, o se nos planteará un problema con la
propia cultura que así impide el desarrollo de la habilidad infantil?

La AAP también dice que el niño o niña entre los 2 y los 4 años debe desarrollar
una serie de talentos comunicacionales, como usar cierto tipo de frases (cada
vez más complejas), con cierto número de palabras (cada vez mayor), así como
contar historias. Pero, ¿y si el niño o niña pertenece a un grupo como los Kipsigi
de Kenya, donde, como dijimos más arriba, la competencia comunicativa pasa
por guardar silencio en presencia de los mayores o de personas de más estatus,
ya que el valor lingüístico más importante es la comprensión, para la cual se
necesita saber escuchar, y no la producción, para la cual se necesita saber
hablar? (ver Harkness y Super 2008)29.

Del mismo modo, la AAP habla de que el niño ha de empezar con el juego
simbólico o de pretensión (make-believe play), pero el caso es que, como
muestra Smith (2006: 42), hay muchas sociedades en las cuales tal juego tiene
un muy bajo perfil. Entonces, ¿si el juego de pretensión no aparece en las niñas y
niños de dichas sociedades, o aparece no sólo “ligeramente” más tarde sino que,
sencillamente, más tarde, habrá una patología en las niñas y niños, en la
sociedad, en ambos, en ninguno?

En seguida, la AAP señala que a los 2 años se debería mostrar cada vez más
entusiasmo por la compañía de otros niños y/o niñas, lo que supone que antes
de esa edad el entusiasmo no es tanto. Sin embargo, ¿en qué queda este hito si
la falta de entusiasmo previa no tenía que ver con los niños y niñas sino con el
contexto en el que los habían puesto los adultos? Konner (2010: 498) argumenta
convincentemente que “la mayoría de los niños y niñas en la mayoría de las

29
Y pareciera que cuando el niño o niña de 2 años muestra entusiasmo, y el de 3 a 4 años cuenta
historias, lo importante no son las razones del entusiasmo, ni el contenido de las historias, sino el
hecho de entusiasmarse y contar; es decir, el hito en su desarrollo que esto supone, más que el
significado que ese entusiasmo e historias tienen en las vidas presentes de esos niños y/o niñas
(ver John 2003: 67).

70
1. LA(S) INFANCIA(S)

culturas nunca ha tenido que desarrollar su competencia social con niños y niñas
de su misma edad”, y que tener que hacerlo “no es natural para los bebés, ni
para los niños y las niñas pequeñas”, pero en el mundo minoritario seguimos
encerrando a las niñas y niños en guarderías y colegios estrictamente de acuerdo
con su edad. Por ello, no es de extrañar que los psicólogos del desarrollo hablen
luego de la normalidad del juego solitario en niños y niñas de 1 año, como si aún
no se interesaran en jugar con otros niños o niñas per se, y no, como suele ser el
caso, como si sólo no se interesaran en jugar con otros niños y niñas de su misma
edad.

Sobre la etapa que va de los 3 a los 4 años, la AAP lanza un mensaje de alivio a
los padres diciendo, como acabamos de referir, que con el tercer cumpleaños
“los ‘terribles dos’ están oficialmente terminados, y empiezan los ‘años mágicos’
de los 3 y 4 años, donde el mundo infantil estará dominado por la fantasía y la
imaginación”. Es decir, asume que durante la etapa de los 2 años las niñas y
niños son terribles, o tienen un comportamiento terrible. Alderson,
correctamente, señala que este tipo de nociones de etapas inexorables son una
especie de racismo,

pero en vez de culpar al color de piel… se culpa a la edad sin hacer referencia
al contexto… Se necesitan al menos dos personas para que haya una
discusión temperamental, que usualmente es una lucha de poder. Los adultos
son los que tienen más poder, pero nociones como los ‘terribles dos’… no
sólo absuelven a los adultos de cuestionar el uso o abuso de su poder, sino
que justifican un control adulto más firme, al sugerir que los niños y niñas de
2 años son volátiles y están fuera de control (Alderson 2008: 117).

Levine y Norman (2008) han puesto de relieve el etnocentrismo de las listas de


hitos del desarrollo tales como las de la AAP. A partir de datos recogidos en un
estudio sobre apego materno-infantil en dos poblaciones alemanas, que
muestran resultados muy distintos a los de las poblaciones estadounidenses,
estos autores se plantean dos posibilidades: o esas poblaciones alemanas tienen
que tener una tasa altísima de desórdenes mentales a nivel adulto (pues las
respuestas de los bebés a las pruebas de apego tradicionales así lo predicen), o,
como lo anterior no es el caso, se debe entender que “los bebés alemanes tienen
una auto-suficiencia precoz, de acuerdo con una agenda de crianza
culturalmente específica, del mismo modo que los niños y niñas de la clase
media estadounidense suelen ser precozmente habladores, los niños y niñas de
los Gusii de Kenia precozmente obedientes…, y los preescolares japoneses, a
menudo precozmente hábiles en el uso de estrategias de habla indirecta”, y,

71
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

subrayan estos autores, “ ‘precoz’ significa exclusivamente que el patrón de


conducta emerge a una edad más temprana que en poblaciones con una agenda
diferente para la crianza infantil” (Levine y Norman 2008: 137). Es decir, los
tiempos de la infancia en Alemania no son, necesariamente, los de la infancia en
Estados Unidos, los que, a su vez, no son los de la infancia entre los Gusii de
Kenya, los que, asimismo, no son los de la infancia en Japón.

Como sugieren las palabras de Levine y Norman, esta esquematización de la vida


de niñas y niños en etapas universales y sucesivas, con el consiguiente
empobrecimiento de la realidad infantil, “tiene muy poco que ver con la realidad
de las vidas de millones de niñas y niños en el mundo” (Woodhead 2006: 17). Lo
que se suele escuchar en los relatos etnográficos es que un niño o niña hará tal
cosa cuando esté listo, y cuándo esté listo es cosa suya, no del calendario. Este
era el ethos que translucían las anécdotas referidas más arriba por Wax (2002)
sobre la infancia Sioux (sección 1.1). Lo mismo entre los Chewong de Malasia,
para quienes “no hay un calendario de desarrollo, ni expectativas de que, a
cierta edad, el niño o niña deba poder sentarse o caminar…; la responsabilidad
de aprender yace enteramente en los niños y niñas, quienes no son nunca
presionados para ello” (Lancy 2008: 165). Y entre la comunidad de Chillihuani, en
los Andes peruanos, a cuyos niños y niñas “se les deja desarrollar sus habilidades
a su propio ritmo, sin presiones, pues la edad no es una medida de su
adquisición” (Bolin 2006: 107), y donde el hecho de presionar a un niño o niña
para hacer algo “para lo que no está listo se consideraría una falta de respeto”
(Bolin 2006: 153).

Lo anterior muestra que tras la segmentación de la vida infantil en etapas de


años, meses y días subyace una concepción del tiempo de raigambre
estrictamente europea. Observemos la siguiente cita de un historiador bengalí,
crítico con el concepto occidental del tiempo:

Con independencia de la propia comprensión de la temporalidad de una


sociedad, un historiador siempre será capaz de producir una línea del tiempo
para el mundo, en la cual, por cualquier período de tiempo determinado, los
acontecimientos en las zonas X, Y y Z puedan ser nombrados… Contra lo que
fuere que dicha sociedad pueda haber pensado, y no importando el modo en
que haya organizado sus recuerdos, el historiador tiene la capacidad de
situarlos en un tiempo que se supone todos hemos compartido,
conscientemente o no. La historia, en cuanto código, invoca así un tiempo
natural, homogéneo, secular, calendárico, sin el cual la historia de la
evolución y civilización humana -esto es, una única historia- no puede ser

72
1. LA(S) INFANCIA(S)

contada. En otras palabras, el código del calendario secular, que enmarca las
explicaciones históricas, contiene implícitamente la siguiente afirmación: que,
con independencia de la cultura o la conciencia, la gente existe en el tiempo
histórico (Chakrabarty 2000: 74).

Y ahora veamos cómo queda la cita una vez hecha la paráfrasis -en este
contexto, reclamada por el propio texto- de crítica al desarrollismo como
discurso que encorseta el tiempo (y la vida) de los niños y las niñas:

Con independencia de la comprensión que tenga un niño o niña de la


temporalidad, el desarrollista siempre será capaz de producir un período del
desarrollo para cada niño y niña, en el que, por cualquier período de tiempo
determinado, los acontecimientos se puedan nombrar [por ejemplo "todos
los dos años son ‘terribles dos’ años"] ... Contra lo que fuere que los niños y
niñas puedan hacer o pensar, y no importando el modo en que organicen sus
experiencias, el desarrollista tiene la capacidad de situarlas en un tiempo que
se supone todos los niños y niñas comparten, conscientemente o no. El
desarrollismo, en cuanto código, invoca así un tiempo natural, homogéneo,
secular, calendárico, sin el cual la historia del “desarrollo humano” -esto es,
una única historia- no puede ser contada. En otras palabras, el código del
calendario secular, que da el marco para las explicaciones desarrollistas,
contiene implícitamente la siguiente afirmación: que, con independencia de
la cultura o la conciencia, “los niños” se desarrollan en el tiempo histórico.

Otro problema que surge al entender el crecimiento infantil como una sucesión
de etapas cronológicamente demarcadas que se van aprobando como quien
aprueba un examen, y en las cuales se van adquiriendo y desarrollando,
progresivamente, distintas competencias y habilidades –“el niño” como
“solucionador de problemas”-, es que “las características indeterminadas,
ambiguas y no-instrumentales del comportamiento de un niño o niña son
suprimidas” (Burman 2008: 43). Es decir, lo que no cae dentro del desarrollo
normal, ni anormal –por la ausencia de dichas características esperadas y
esperables- es suprimido como objeto de conocimiento y como experiencia
infantil digna de ser conocida. Los claroscuros de niñas y niños, sus zonas grises,
son despejadas en zonas exclusivamente de blancos (desarrollo normal), y
negros (desarrollo anormal).

La no consideración del contexto infantil en un sentido fuerte, de que hablamos


más arriba, incide decisivamente en los problemas que presenta plantear el
crecimiento en términos de un paso por etapas de desarrollo naturales,

73
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

universales e iguales para todos. En otras palabras, apartadas las circunstancias


de cada niño o niña, su género, etnia/raza, clase, orientación sexual, cultura,
experiencia, etc., sólo queda apelar a una supuesta naturaleza universal, de
desarrollo, consiguientemente, universal, en etapas igualmente universales
donde ya se conoce, de antemano, lo que se quiere conocer. Es decir, donde lo
que importa no es conocer, sino comprobar, verificar, si lo blanco es blanco, o ha
devenido negro, en cuyo caso hay que tratar de pintarlo nuevamente de blanco
(ver Alderson 2008: 116). Si más arriba dijimos que “el niño” ideal es una ficción,
pues no hay niños ni niñas sin contexto, ahora tenemos que decir que su
“desarrollo” también debe serlo, pues presupone un tipo de coherencia sólo
posible en los libros, el tipo de regularidad que sólo puede existir cuando la
trama ha sido construida deliberadamente, es decir, producida (Morss 1996:
152).

Hemos hablado sobre el reclamo de lo universal, natural, y teleológico del


desarrollo, pero ello no significa que “el niño” se desarrolle solo, sino que todo
“niño” es potencialmente objeto del desarrollo, todo “niño” es “cera caliente”,
materia prima, la cual, sin embargo, queda entregada al cuidado y modelación
de los adultos, quienes deben custodiar su desarrollo. El que “el niño” sea objeto
del desarrollo o cera caliente entregada a la modelación de los adultos, o sea,
que desde un punto de vista fuerte, “el niño” sea desarrollado, significa asumirlo
como dependiente, al menos, en lo que toca a su correcto desarrollo. Así, para
Woodhead (2006: 7), otro tema central asumido por la psicología del desarrollo
es la dependencia infantil.

ii. Dependencia Física y Emocional, Surgida de la Incompetencia Física y


Emocional de Niñas y Niños.

“One of the major characteristics of adultism is the


ignorant attribution of ignorance to children”,
D. Kennedy (2006: 162).

Digamos que se deja a un niño de 5 años solo en un bosque, y que, en


circunstancias similares, se deja a una persona de 30 años sola en el mismo
bosque, ¿quién tiene más probabilidades de sobrevivir?, entonces, ¿quién es
más (in)dependiente?

74
1. LA(S) INFANCIA(S)

Esta sección tiene por objeto desmontar la aparente simpleza de la pregunta


anterior, en el sentido de mostrar que las niñas y niños son más competentes e
independientes de lo que suele enseñar el hegemónico “sentido común”; de que
el concepto de competencia e independencia que se usa en tales descripciones
de incompetencia y dependencia infantil no es el único posible, pero sí el que
más resalta la (supuesta) independencia adulta en relación a la (supuesta)
dependencia infantil; y de que la dependencia infantil no es una característica de
la naturaleza de la infancia sino que, como la propia infancia, una construcción
social (ver sección 1.7.i), en la medida en que es siempre relativa al contexto en
que se mueve dicha infancia.

Como ya se adelantó al criticar el concepto descontextualizado de competencia


infantil, se suele pensar

que niños y niñas no son competentes para expresar sus pareceres o


participar en la toma de decisiones […] Poderosos modelos normativos
moldean nuestras comprensiones sobre lo que unos y otras pueden o no
hacer… [Sin embargo] casi todo lo que alguna vez se ha dicho desde un punto
de vista normativo, como el egocentrismo de los pre-escolares, o su
incapacidad para ser testigos de fiar, ha demostrado ser incorrecto y haber
subestimado groseramente la competencia infantil (Smith 2002: 82).

Esta presunción de incompetencia se debe, en primer lugar, a la estructura social


del mundo minoritario, en el cual los niños y niñas han sido excluidos del mundo
laboral y expulsados de los espacios públicos, siendo disciplinados y
domesticados en el colegio. Por lo anterior, como dice Mayall (2002: 110-111),
su competencia “surge principalmente en los contextos de la casa y con los
amigos, que están fuera de la mirada pública y, por tanto, son difíciles de
estudiar…, lo que oculta su agencia a quienes moldean las ideologías de la
infancia”. La naturalización (“el niño” como pre-social) y privatización de la
infancia van de la mano con, y se retroalimentan de, sus atribuidas dependencia
y necesidad de desarrollo. Esta privatización o reducción del contexto de niñas y
niños opera una verdadera reducción de sus competencias, en la medida en que
las competencias son siempre contextuales, encarnadas, como ya vimos con el
ejemplo de Wallace y los problemas del bus y el alijo de drogas. Así como los
adultos, los niños y las niñas son siempre con (o contra), desde, en, y según su
contexto. “El niño”, entonces, minimizada su competencia pues minimizado su
contexto, es excluido de la instancia –i.e. la sociedad- que reclama dicha
competencia como billete de entrada, con la excusa de que esa exclusión
equivale a protección y preparación (ver Appel 2009: 711), y estas protección y

75
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

preparación son encomendadas a los “independientes” que sí tienen


competencia, i.e. los adultos.

En la medida en que todas las competencias son encarnadas, también lo deben


ser las que ocupan a la psicología del desarrollo (aunque, como hemos
comentado, ésta las estudie desencarnada y descontextualizadamente en niñas y
niños), y esto no sólo en el sentido recién referido de que el contexto es el lugar
desde donde se gatillan las competencias, sino que, inversamente, en el sentido
de que las competencias son herramientas al servicio del contexto. Las
competencias son productos y requerimientos culturales, i.e. contextualizados, y
así se ve en que el inevitable marco cultural dentro del cual se da toda
investigación, valoración y medición necesariamente determinará cuáles
competencias serán promovidas y cuáles reprimidas o ignoradas (ver Bird 1999).
En este sentido, Woodhead (2006: 21) dice que el desarrollo siempre se refiere a
“la adquisición de herramientas cognitivas y competencias culturales que son […]
productos de la civilización –formas de discurso, alfabetismo […, etc.]-, útiles a
contextos socioeconómicos determinados”, y Rogoff señala que la meta del
desarrollo en que se basan las teorías cognitivas del desarrollo, tales como
destreza en el razonamiento formal, y tareas científicas, alfabéticas y
matemáticas, “es una meta valiosa, pero que está vinculada a sus contextos y su
cultura, como cualquier otra meta del desarrollo valorada por la comunidad”
(Rogoff 1990: 12).

Por ello dice Bird (1999: 18) que “un desafío de la psicología del desarrollo de
nuestros días es reconocer las normas culturales ocultas en las que descansan
nuestros juicios sobre la competencia”. Es decir, no se puede hablar de
competencias en sí mismas, sino de competencias para, y este “para” está
siempre referido a los objetivos que la cultura de que se trata tiene por valiosos.

Ya adelantamos algo de esto al referirnos, en la sección precedente (1.3.i), a lo


que podríamos llamar inteligencia comunitaria por oposición a la inteligencia
racionalista, arraigada en la lógica occidental. Siguiendo a Keller (2003: 288-289),
profundicemos en algunos de los significados diversos, y hasta antagónicos
según la cultura de que se hable, que tiene la “competencia” como objeto de la
crianza. Por un lado, dice Keller, hay conceptos de competencia que enfatizan la
habilidad individual, el cultivo de la mente, la exploración, el descubrimiento y el
éxito personal, y que ven la inteligencia básicamente como la habilidad de
pensar sistemáticamente sobre las relaciones lógicas de determinado problema.
Estas serían la inteligencia y competencia que primarían en Estados Unidos y
Europa (inteligencia racionalista). Por otro lado, la competencia puede

76
1. LA(S) INFANCIA(S)

considerarse como auto-cultivo moral, una contribución social, un logro


colectivo que incluye la habilidad para conservar el orden y armonía social. Así,
para los Baoulé de Costa de Marfil, la inteligencia comprende, especialmente,
habilidades sociales como obligaciones, responsabilidad, honestidad, cortesía,
respeto y obediencia. La armonía social también es una dimensión fundamental
de la inteligencia entre los A-Chewa de Zambia, los Nso de Camerún, los Bagando
de Uganda, los Shona de Zimbabwe, los Crée de Alaska, y todavía entre la
mayoría de chinos e indios hindúes (inteligencia comunitaria). Evidentemente,
como concluye Keller (2003: 289), “hay muy poco en común entre estas dos
concepciones de competencia”.

Siguiendo con las culturas distintas a la occidental, y asumiendo el concepto de


competencia como talento encaminado a la armonía comunitaria, Lancy (2008:
19) señala que en dichas culturas lo común es que los niños y niñas adquieran
“competencia a temprana edad” y las evidencias sobre la participación de los
niños y niñas de las infancias mayoritarias en las labores de reproducción social
reflejan lo equivocado de presumir la incompetencia de estas infancias a la luz
de la incompetencia que se le suele endilgar a la infancia minoritaria. En cuanto
al trabajo en el hogar o entorno doméstico, ya vimos más arriba múltiples
ejemplos de agencia y competencia en las infancias cazadoras-recolectoras y de
otras culturas no industriales, pero quizás sirva mencionar aquí el estudio de
Farver (1993: 364) que ha equiparado, por su similar eficacia, el rol de las madres
estadounidenses en el juego con sus hijos e hijas, con el de los niños y niñas
mejicanos en el juego con sus hermanos y hermanas menores, tanto en lo
relativo a “sus conductas de apoyo, como a la frecuencia en que se comparten
emociones positivas”. Separados por una frontera, aunque por mucho más que
una frontera, un niño o niña a un lado es tan competente como un adulto al
otro. En cuanto al trabajo fuera del hogar, también nos remitimos a los múltiples
ejemplos referidos más arriba pero es ilustrativa la comparación que hace Jans
(2004: 35) entre las infancias peruana y británica, al señalar que “en el Reino
Unido, los niños y niñas de entre 6 y 12 años básicamente van al colegio. En
Perú, en cambio, muchos niños y niñas de ese grupo etario son ya el principal
sostén económico de su familia, y jefes de hogar”. Separados por un océano,
aunque por mucho más que un océano, a un lado los niños y niñas son
sostenidos, al otro, son el sostén.

Volveremos más abajo (sección 3.4) a la rica realidad de la infancia trabajadora.


De momento, baste decir que el que para muchos en el mundo minoritario no
sean deseables estas señales de competencia no desmerece el hecho de que
muestran a unos niños y niñas que sí son capaces, sí pueden ser competentes, y

77
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

sí pueden asumir riesgos y responsabilidades, mucho antes de lo que la infancia


construida en ese mundo prescribe. Asimismo, refuerza el argumento de la
necesidad de una reconstrucción de (los derechos de) la infancia desde la
periferia, y del propio discurso sobre la infancia desde esa periferia. En palabras
de Chakrabarty (2000: 16) refiriéndose al pensamiento europeo, pero que se
aplican al discurso hegemónico sobre la infancia, alimentan la posibilidad de la
renovación del discurso “desde y para los márgenes”, tanto físicos, en referencia
al mundo mayoritario, como generacionales, en referencia a los propios niños y
niñas.

Pero esta agencia y competencia infantiles no son sólo un fenómeno del mundo
mayoritario, aunque sea ahí donde se dan de manera más explícita y legitimada
culturalmente. También en el mundo minoritario las niñas y niños muestran esa
agencia y competencia, como veremos más latamente al hablar de la sociología
de la infancia (sección 1.7) y el trabajo infantil (sección 3.4). Por eso, tanto de
unos como de otros niños y niñas se puede decir que “no sólo son modelados
por la cultura, sino que también ayudan a modelarla. En otras palabras, que no
es sólo que la infancia modele las experiencias de niños y niñas, sino que
también éstos ayudan a modelar la naturaleza de la infancia que viven” (James y
James 2001: 30), y, más generalmente, la naturaleza de la sociedad y de la
cultura en que habitan (Shanahan 2007, Hirschfeld 2002, Rodríguez 2007).

El que en nuestras sociedades occidentales los niños y niñas sean, o se hagan de


hecho dependientes hasta terminados sus estudios, muchas veces pasada la
veintena, sólo significa que en nuestras sociedades se necesitan muchos años
para aprender a funcionar como un ciudadano competente, exitoso y por ende
independiente. Ni siquiera eso; significa, más bien, que las instituciones de
nuestra sociedad creen, o han decidido, que tales años son necesarios, no que lo
sean necesariamente. Y siempre cabe preguntarse para quién son (más)
necesarios esos años de dependencia infantil y juvenil, ¿para las niñas, niños y
jóvenes?, ¿o para quienes viven de la industria de tal dependencia, léase
profesores, psicólogos, trabajadores sociales, etc.?, ¿o para el resto de los
trabajadores (adultos), que no ven así deprimidos sus sueldos por la entrada de
mano de obra barata en el mercado laboral? Por lo demás, ¿a qué entelequia
equivale un ciudadano competente, i.e. independiente?, ¿y competente para qué?

Esto importa pues indica que al cuestionar la hegemonía del desarrollismo


también hay que poner en cuestión la hegemonía del sistema de mercado y de
una sociedad autoproclamada “del conocimiento”, que crean la pseudo-
necesidad (porque la necesidad es realmente de la cultura, no del niño o niña) de

78
1. LA(S) INFANCIA(S)

adquirir un listado de competencias infantiles únicas en el amplio y diverso


catálogo cultural. Y lo paradójico es que la “verdadera” competencia se reconoce
entre nosotros en la medida en que, precisamente, ha dejado de ser infantil.

Llegados a este punto conviene detenerse, con Alderson (2008: 155), en la


pregunta, necesaria, sobre qué investigación empírica sobre competencia infantil
ha de ser tenida por buena. Así como la psicología del desarrollo tradicional, que
descansa en una investigación experimental (y psicométrica) de naturaleza
descontextualizante, ha mostrado una tendencia a dar con niños menos
competentes y agentes, que es lo que aquí venimos criticando, la psicología
crítica, que guía nuestra exposición en esta sección 1.3, y los estudios
etnográficos (ver secciones 1.1 y 1.7), que se apoyan mucho más en la
investigación cualitativa, tienden a revelar a unos niños y niñas con una agencia y
competencia más “desarrolladas” en sus respectivos contextos, que es lo que
aquí venimos rescatando. Entonces, ¿qué nos lleva a inclinarnos por un conjunto
de “evidencias” y descartar otros? Ya hemos adelantado algo con nuestra crítica
al desarrollismo y sus métodos. Alderson (2008: 155; ver también Skolnick 1975)
reconoce que mucho depende de los prejuicios y precomprensiones de los
investigadores, que suelen encontrar lo que ya estaban buscando de antemano,
es decir, y como dijimos en la Introducción, hace explícito el carácter político, en
nuestro caso, emancipador, de toda investigación. Así, si la investigación
tradicional tiende a ser limitante y castradora, y la más innovadora investigación
cualitativa, que usa “observaciones e interacciones con niños y niñas en el
contexto de su cotidianeidad” (Alderson 2008: 156), tiende a sacar a relucir a un
niño o niña con agencia, un actor social, o incluso un protagonista (ver sección
3.4.ii), nos deberíamos preguntar qué preferimos encontrar, y la respuesta en
nuestro caso, como es obvio, es a aquel agente, actor, protagonista. Siendo una
opción política, hay que dejar claro que esto no implica “violentar” el método,
como podría sospechar quien investigue desde una vereda distinta, para así
intentar rodear una supuesta incompetencia de niñas y niños. Después de todo,
no hay ninguna razón que justifique darle prioridad epistemológica al método y
no a la persona. Es decir, es el método el que debe adecuarse a la persona, y no
viceversa, y aquí venimos exponiendo que el método experimental,
rigurosamente “científico”, lo que precisamente hace es violentar la realidad
plena de los niños y niñas como personas. Esta adecuación implica que el
método debe necesariamente (re)adecuarse al objeto -sujeto- estudiado, en este
caso, las niñas y niños, sus contextos, sus realidades, sus lenguajes. Del mismo
modo, el que la supuesta falta de competencia infantil, o, mejor dicho, que la
incompetencia por definición sea una verdadera anomalía cultural propia sólo
del Occidente contemporáneo (Lancy 2008; Liebel 2004 y ver secciones 1.1, 1.2 y

79
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

3.4), debería poner sobre aviso a quienes tienden a otorgarle carácter de norma
universal, al menos por razones estadísticas, tan caras a la investigación
cuantitativa.

En seguida, si como ya vimos en el ejemplo del experimento de las tres


montañas de Piaget, la descontextualización propia del método experimental
suele incidir en minusvalorar la competencia infantil, es la propia psicología del
desarrollo la que se descalifica a sí misma para valorar con rigurosidad tal
competencia. En ese experimento, los incompetentes no eran los niños y niñas
sino los investigadores adultos, por no saber sacar a la luz la competencia de
unos y otras (ver Alderson 2008: 121-2). Dice Dunn (1995: 199) que “las
capacidades lógicas de los niños y niñas pequeños en la conversación son
considerablemente mayores que en las situaciones de test”, lo que no sucede
porque la conversación produzca la competencia, sino porque no la coarta,
como sí hace el test. Y no sólo “medir” a una niña o niño mediante tests tiende a
coartar su competencia. La propia forma de fomentar la competencia puede
tender a hacer de ella una competencia dependiente, es decir, una competencia
oximorónica. Así, el fenómeno del “andamiaje educativo” (scaffolding), sugerido
por Lev Vygotsky y elaborado por Jerome Bruner, ambos influyentes psicólogos
del desarrollo, dice mucho sobre la pseudo-independencia inculcada a niños y
niñas durante su crianza en Occidente. Unos y otras son habitualmente
motivados a relacionarse con el mundo físico a través de su exploración y
manipulación, las que se emprenden con la colaboración de un cuidador adulto
(usualmente madre, o padre, pero también maestro de guardería o similares)
que tanto media entre el niño o niña y el mundo, como fija las metas de la
exploración (por ejemplo, proveer de cubos de colores al niño o niña para que
“juegue” a hacer una torre). En caso de mucha dificultad, estas metas son
simplificadas por el cuidador (se quitan cubos, dejando sólo los más grandes o
manipulables), y la actividad transcurre con el cuidador fomentándola con
refuerzos anímicos tales como “ahora pon ése ahí, ¡eso es!”, “¡hiciste la torre tú
solita!”, “¡bravo hijo!”, etc. Es decir, el cuidador asume una condición de
andamio humano del niño o niña. Pero, como previene Gaskins (2006: 288-289),
esta mediación

no sólo sugiere al niño/a que el mundo físico puede ser interesante sino que
la exploración funciona mejor con el apoyo de otro…. También asocia el
placer de aprender con el de controlar la atención de otro, y de recibir elogios
(incluidos elogios impostados), con lo que los niños y niñas se hacen
dependientes de la audiencia: el fenómeno del “¡Mamá, mira!”.

80
1. LA(S) INFANCIA(S)

Como concluye Gaskins (2006: 289), este patrón demuestra la ambivalencia de


las metas de crianza en el mundo minoritario, pues aunque se dice

que la meta principal es enseñar a niños y niñas a ser independientes, se


trabaja activamente en adecuar su comportamiento a actividades
socialmente valoradas, a un ritmo que no baje del promedio, y que ojalá lo
sobrepase. Para lograr esto, el niño o niña es despojado de su verdadera
independencia (ver también Lancy 2008: 186).

Por último, toda aproximación a las metodologías de investigación de y con niñas


y niños debe tener en cuenta que el contexto social, cultural e incluso familiar en
el que responden, al menos en las sociedades contemporáneas occidentales, y
que inevitablemente permea el contexto de investigación, es siempre uno de
subordinación, de falta de poder, de (mayor o menor) control por parte de las
estructuras familiares, escolares, sociales, de asistencia social, gubernamentales,
etc. Por lo mismo, el método de investigación tiene que hacerse cargo de ese
elemento de control, problematizarlo y, en lo posible, despejarlo para poder dar
con el niño o niña encerrada tras él, lo que no ha sido asumido
programáticamente por la ortodoxia de la psicología del desarrollo, pero sí por la
psicología crítica y la metodología etnográfica de, por ejemplo, el proyecto de
“nueva” sociología de la infancia (sección 1.7). Es decir, el método experimental
no sería científico precisamente porque no corregiría adecuadamente las
distorsiones que se producen en el conocimiento por la presencia de elementos
tan omnipresentes como el contexto, y tan influyentes como las estructuras de
poder.

Al hablar de competencia inevitablemente se está mentando lo que se supera


con dicha competencia, a saber, la dependencia y vulnerabilidad que se suele
asociar a la infancia. La competencia e independencia a que nos conduciría el
desarrollo son metas desde el momento en que “el niño” vive en la
incompetencia y dependencia; en que todavía es un ser, o más bien, un devenir,
sobre todo, vulnerable. Evidentemente, la construcción del “niño” como
vulnerable no es universal sino que culturalmente específica. Los ejemplos de
culturas del mundo mayoritario dados más arriba (ver también sección 1.1), en
las cuales se confían diversas tareas, responsabilidades y riesgos a las niñas y
niños son incompatibles con una imagen de la infancia como necesitada de
protección. Pero también cabe poner en cuestión la asunción de vulnerabilidad
infantil que permea el discurso de la infancia propiamente occidental, y con ello
al desarrollismo. Y no sólo por el hecho, en el que tendremos que insistir una y
otra vez, de que las niñas y niños son más competentes de lo que se dice que

81
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

son, sino por el reclamo de que la vulnerabilidad de que se habla es, exclusiva o
principalmente, la vulnerabilidad de los niños y niñas. A modo sólo ilustrativo,
me permito una nota personal al respecto.

En un foro de estudiantes de posgrado de estudios de la infancia, celebrado en la


Universidad Rutgers, en Filadelfia, en 2011, se planteó el tema de la
vulnerabilidad infantil. Una doctoranda en antropología señaló que, si bien los
niños y niñas son evidentemente más competentes, agentes, e independientes de
lo que el discurso hegemónico plantea, siguen siendo, también, vulnerables y
dependientes. En ese entonces mi hija mayor tenía 10 meses, y era la primera vez
que yo me separaba de ella por tanto tiempo (una semana). Entonces pensé en
mi hija, en cómo yo la echaba de menos, en cómo mi felicidad había pasado a
depender de la suya, y en qué estaría pensando o sintiendo ella. Y el caso es que
si bien mi mujer fue capaz de pergeñarle un par de “aitas” a mi hija durante mi
estadía en Filadelfia, aparentemente mi ausencia, como me comentaba mi mujer
por teléfono, estaba pasando sin pena ni gloria por su vida. Planteado esto en el
foro, les hizo especialmente sentido al resto de padres y madres ahí presentes, y
en general sirvió para salirse un poco de la visión reduccionista que ve la
vulnerabilidad como una atribución de las personas más que como algo que
surge necesariamente en relación. Meses después, mientras comíamos con
amigos en un restorán con zona de juegos infantiles, mi hija decidió meterse a
ésta, aun cuando era, con diferencia, la niña más pequeña. Viéndola ahí dentro,
rodeada de niños y niñas mayores y más grandes que ella, no pude evitar sentir,
físicamente, algo parecido a lo que debe ser la vulnerabilidad, lo que en palabras
podría expresarse más o menos como: “mi hijita pequeñita…”. Era yo quien
sentía “su” vulnerabilidad, lo cual no fue óbice para que ella lo pasara
estupendamente corriendo, y saltando, y cayéndose entre niños y niñas más
grandes que ella. Es decir, y considerando que tuve que entrar a sacarla para
irnos, es evidente que el único vulnerable en esa situación era yo, no ella.

Volveremos sobre esta idea, en su manifestación más simbólica, al tratar al


“niño” como última fuente o reserva de sentido, como “el” mito de los adultos
occidentales (sección 1.6). Por ahora, constatamos que lo relatado es coherente,
por ejemplo, con situaciones mucho más objetivables, como el hecho de que si
bien un lactante depende de su madre, aunque no necesariamente sólo de su
madre, para vivir, su madre depende de su lactante, y necesariamente sólo de su
lactante (o sea, no le vale con otro lactante), para que el sentido de su vida no se
vea radicalmente trastocado. Es por ello que la adopción se recomienda a
temprana edad pues cuanto menor el niño o niña, más fácil es su adaptación al
cambio de padres o cuidadores; es decir, a menor edad, menor dependencia de

82
1. LA(S) INFANCIA(S)

parte del niño o niña respecto de los padres o cuidadores que deja (Howe et al.
2001; Sharma et al. 1996). Y sin embargo, los adultos solemos enfatizar que, de
todos los niños y niñas, el lactante es el más dependiente y vulnerable. Es
necesario, entonces, aclarar de qué vulnerabilidad y dependencia se está
hablando al decir que “los niños son vulnerables y dependientes”, a la vez que
dilucidar, y ésta es una cuestión política, cuál es la dependencia y vulnerabilidad
que más nos importa, a nosotros, los adultos (ver secciones 1.6, 2.2.ii y 3.2.iv). Es
decir, el que los niños y niñas sean dependientes y necesitados, en ciertos
sentidos, no significa que sean unos dependientes y necesitados, ni que los
adultos no sean dependientes y necesitados, en otros sentidos. En suma de lo
que se trata es de considerar si hay alguna independencia que no sea también,
siempre, interdependencia. Volveremos sobre esto (secciones 2.4.iii, 3.3, 3.4 y
3.5.i).

Woodhead (2011: 52), en un afán de ponderar la crítica al desarrollismo, rescata


que al interior de la tradición ortodoxa en psicología del desarrollo existiría
desde largo una preocupación por atender y reconocer a los niños y niñas como
activos, competentes y socialmente comprometidos, y señala que el problema
sería, como ya dijimos, el discurso sobre dichas agencia y autonomía, que tiende
a objetivar al “niño”. Es decir, que si bien el discurso desarrollista (d)escribe al
niño como una cosa, se trataría de una cosa inteligente, autónoma y agente.
Pero Woodhead no repara en los alcances de esta cosificación de niñas y niños,
que supone un problema fundamental del discurso de la psicología del
desarrollo, a saber, que por mucho que reconozca competencias en “el niño”, en
las dimensiones que fuere, o que, por ejemplo, adelante el umbral de su entrada
en las diversas etapas de competencia, seguirá actuando desde una posición
disciplinar, en la cual es ella, la psicología del desarrollo, la competente para
definir y clasificar al “niño” como tal (in)competente. Walkerdine (1993: 457,
corchetes nuestros) ha entendido este problema al señalar que

en términos modernos, los negros, las mujeres, [los niños y niñas], etc.,
pueden razonar tan bien como los hombres blancos: el problema yacería en
la aproximación parcial, sexista, racista [y adultista] de los psicólogos. Pero en
términos postmodernos, el problema yace en otro lugar, y ningún tipo de
trabajo empírico que demuestre los poderes de razonamiento va a resolverlo.

Es decir, en la medida en que los llamados a definir quién sabe y quién no, quién
piensa bien y quién mal, quién es competente y quién dependiente, quién es
cosa y quién ciudadano, sean sólo algunos, en este caso, adultos
hipercualificados mayoritariamente pertenecientes al mundo minoritario, la

83
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

agencia e independencia que ellos reconozcan a otros será siempre la agencia e


independencia de un objeto, es decir, de una cosa. Y en cuanto tal cosa, u objeto,
la representación del “niño” que haga el psicólogo en su laboratorio estará por
fuerza disociada de la representación de los niños y niñas como actores, sujetos,
en sociedad, representación que incluye, ciertamente, la auto-representación de
los propios niños y niñas (ver Latour 2007: 52-53). Por eso, aunque la
aproximación de Alderson (2008) sobre qué investigación privilegiar es
importante, pues señala un cambio de tendencia, sigue siendo insuficiente, pues
no trasciende el marco moderno que entrega de derecho la portavocía sobre
todos estos temas al desarrollismo y sus desarrolladores. Volveremos sobre
quién deba tener la última palabra (sección 3.2.iii).

Para terminar, debemos regresar a la pregunta con que comenzamos esta


sección, sobre dejar a un niño de 5 años en un bosque. Luego de lo expuesto,
entendemos que la pregunta está planteada en términos que conducen a dibujar
un abstracto niño incompetente; que, así formulada, opera ella misma la
descontextualización que criticamos. Es imposible encontrar a ese un niño, ni a
ese un bosque, sólo hay distintos niños y niñas, y distintos bosques. Y, en este
caso, la supervivencia de el niño que se quedase solo dependerá en gran medida
de que ese determinado bosque en que es dejado sea su bosque, o sea su
contexto. Las competencias, hemos insistido, son siempre encarnadas. Y aun
cuando texto (niño) y contexto (bosque) no se correspondieran mutuamente,
hay razones, como hemos visto en esta sección, para creer que el niño, digamos,
urbano, o “de otro bosque”, saldría mucho mejor parado de su situación de lo
que una visión estrechamente desarrollista sugeriría.

iii. Impacto Indeleble de los Primeros Años en el Resto de la Vida

“By their fruits ye shall know them, not by their roots”,


William James (1929: 21).

El desarrollo se realiza en etapas, hacia la adultez, desde la incompetencia hacia


la competencia, y si la adultez importa en cuanto define el qué (¿qué se ha de
devenir?), la infancia y su desarrollo importan en cuanto definen el cómo (¿cómo
se ha de devenir adulto?). No cualquier infancia vale, y el desarrollo ha de
transcurrir según lo prescrito, pues un vicio o desvío en sus etapas tempranas,
puede significar un problema para toda la vida. El impacto indeleble de la
infancia ya era destacado por Locke, cuando sostenía que “las ideas de
fantasmas y espíritus no tienen que ver más con la oscuridad que con la luz, pero

84
1. LA(S) INFANCIA(S)

si se deja que una criada tonta inculque lo contrario en la mente de un niño,


posiblemente nunca pueda superar esa asociación de ideas mientras viva, y la
oscuridad siempre acarreará consigo esas imágenes tenebrosas” (Locke 2001
[1690]: 322). La influencia de Freud también es relevante pues él habría dado
con aquel nuevo tipo de causalidad en virtud de la cual “la explicación, y en
muchos casos la culpa de la conducta adulta aberrante es el niño” (Jenks 2005:
149)30.

La ortodoxia desarrollista recoge estas ideas y las reviste de su propio manto


“científico” (ver Kessen 1979). Como cada etapa del desarrollo supone y se
asienta en la precedente, el fallo en el origen puede suponer un fallo sistémico
en toda la estructura y en su resultado final, que es el adulto “normal” (ver
Woodhead 2011: 49). Así, afirmaba Piaget que

el desarrollo mental durante los dieciocho primeros meses de la existencia es


particularmente rápido y de importancia especial, porque el niño elabora a
ese nivel el conjunto de las subestructuras cognoscitivas que servirán de
punto de partida a sus construcciones perceptivas e intelectuales ulteriores,
así como cierto número de reacciones afectivas elementales, que
determinará de algún modo su afectividad subsiguiente (2002 [1950]: 15,
cursivas nuestras).

El desarrollo del “niño”, especialmente durante sus primeros años, sería


especialmente sensible a impactos negativos provenientes de malnutrición, falta
de cuidado, crianza poco sensible y, en general, cualesquiera formas de trato no
apropiado. Las neurociencias, que últimamente han asumido un lugar destacado
en el discurso desarrollista, se han interesado particularmente en este asunto de

30
El psicoanálisis es un discurso importante en el nacimiento del desarrollismo, y se estructura
sobre ciertas claves desarrollistas, tales como el desarrollo (psicosexual) en etapas, o el hondo
impacto de las experiencias infantiles en el futuro adulto (véase el trauma). Sin embargo, aquí no
profundizamos en él pues el psicoanálisis no ha consolidado el estatus de ciencia natural que
reclama para sí la psicología del desarrollo, la pediatría o las neurociencias, y que les es reconocido
a éstas pero no a aquél. Karl Popper (1989: 34-38), uno de entre muchos guardianes del rigor
científico, desdeña el psicoanálisis por ser una teoría que, en cuanto no falseable, no refutable, y
no comprobable, también sería no científica (ver también Webster 2002; C. Meyer 2007). Esta falta
de rigor “científico” hace que el psicoanálisis tampoco pueda reclamar ese afán normativo, ni
poseer esa posición hegemónica que sí posee el desarrollismo de tintes más marcadamente
“científicos”, como veremos más abajo. Para Francia como una excepción a esto, en cuanto el
psicoanálisis sí habría sido vehículo normativo, ver Donzelot (1998).

85
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

la importancia de los primeros años, o “períodos críticos”, que serían aquellos


espacios de tiempo en el desarrollo humano “en los cuales ciertas experiencias
tienen que ocurrir o ser evitadas, memorias deben ser establecidas, sentimientos
sentidos, y destrezas aprendidas y dominadas” y en los que, “de fallar una
intervención oportuna, algunas funciones serán permanentemente dañadas”
(Konner 2010: 374). Por ejemplo, un informe del “Centro del Niño en Desarrollo”
de la Universidad de Harvard, inequívocamente titulado Un Marco Científico
para las Políticas de Infancia Temprana: Usando la Evidencia para Mejorar los
Resultados en Aprendizaje, Conducta, y Salud en Niños Vulnerables, dice describir
“el proceso por el cual se forma la arquitectura cerebral en las niñas y los niños
pequeños, con especial atención a la importante influencia de las experiencias
tempranas en la producción de una base débil o sólida para el futuro desarrollo”
(Dev. Child Harvard 2007: 2). Sigue el informe de la Universidad de Harvard
diciendo que “las experiencias tempranas determinan si la arquitectura cerebral
de un niño o niña en desarrollo proveerá una base sólida o débil a todo su
aprendizaje, conducta y salud futuros” (Dev. Child Harvard 2007: 3, cursivas
nuestras).

Derbyshire (2011) desafía las conclusiones de este neurodeterminismo de los


primeros años, en las cuales se basa, entre otros, el informe de la Universidad de
Harvard, porque extrapolan resultados de casos extremos a la generalidad de la
población. En primer lugar, los de niños y niñas salidos de orfanatos rumanos
luego de la caída de Nicolae Ceausescu, y que no sólo habían sufrido abusos
psíquicos, sino físicos, habían pasado hambre, no habían tenido acceso a los
mínimos cuidados médicos, etc. Entonces, el cerebro de esos niños y niñas se vio
afectado en estos casos no por falta de cariño, cuidados o atención, un apego
débil, o la falta de un hogar, sino por abierto maltrato físico, es decir,
desnutrición severa y falta de medicinas. Konner (2010: 377) señala que incluso
en el caso de estos niños y niñas de Rumanía, a pesar de las severas privaciones
a las que se habían visto expuestos y de que algunos estudios sugerían algún tipo
de daño neurológico producto de las mismas, se concluyó que la heterogeneidad
de sus desenlaces vitales luego de abandonado el orfanato indicaba que los
efectos de las privaciones no habían sido determinantes, o sea, que si bien una
experiencia temprana extremadamente adversa e indigente puede causar
patologías sucesivas, no va, necesariamente, a causarlas.

En segundo lugar, Derbyshire (2011) critica los estudios con animales, por
ejemplo, el clásico estudio con gatos a los que se les cosió un ojo desde recién
nacidos, para luego comprobar que, al descoser, no veían porque el cerebro ya
estaba “formateado” para no ver por ese ojo; es decir, que el período crítico ya

86
1. LA(S) INFANCIA(S)

había pasado para “formatear” bien el ojo. Como bien dice Derbyshire, ¿se
pueden extrapolar estos resultados, que proceden de situaciones absolutamente
excepcionales, como pasar 23 horas aislado en el caso de los niños y las niñas
rumanas, o tener un ojo cosido en el caso de los gatos, al momento de teorizar, y
en el caso del informe de Harvard, proponer políticas, para todos?

Y no se trata sólo de la inconsistencia de extrapolar resultados de casos


extremos a la generalidad de la población, sino también de la extraordinaria
dificultad de relacionar directamente eventos tempranos con desarrollos
patológicos posteriores. Es ingenioso pero sencillo coserle un ojo a un gato,
descosérselo después de un tiempo, comprobar que no puede ver por ese ojo,
pero sí por el otro, y atribuir la ceguera al cosido temprano. Pero es mucho más
difícil, salvo situaciones extraordinarias como la de las niñas y los niños rumanos
-y aún en esos casos no es fácil-, vincular determinada patología mental con otra
determinada experiencia infantil (Burman 2008: 153; Konner 2010: 363). Como
dice Burman (2008: 153), los estudios que encuentran tales vínculos causales
suelen hacerse sobre poblaciones “ya etiquetadas como desviadas, sea en
prospectiva, al hacer seguimiento de niños y niñas al cuidado de las autoridades
o que se sabe han sufrido algún trauma …, o en retrospectiva, estudiando las
historias familiares de criminales…”. O, sencillamente, se hacen sin el suficiente
respaldo empírico, como hace William Sears, probablemente el más influyente
pediatra estadounidense de la actualidad, que ha marcado la crianza, o mejor
dicho, la maternidad, de millones de mujeres a lo ancho del mundo, y que en su
sitio web señala que “los niños y las niñas pequeñas que sufren muchas noches o
semanas de llanto solitario están, de hecho, sufriendo dañinos efectos
neurológicos que pueden tener consecuencias permanentes en el desarrollo de
ciertas partes de sus cerebros” (Sears 2012). Para desmontar esta conclusión ni
siquiera es necesario ser un especialista como Konner o Derbyshire, y así la
periodista del semanario Time, Kate Pickert (2012), replica que

un análisis más detallado de la investigación [de Sears]… en realidad no


proporciona evidencia de que los ataques de llanto asociados con el
entrenamiento del sueño infantil afecten el desarrollo del cerebro. Varios
artículos citados por Sears se refieren a estudios en ratas. Al menos uno es
sobre bebés que habían sufrido negligencia grave o traumas…, difícilmente
representativos de la crianza usual. Otro mostró que los bebés que lloran en
exceso son más propensos a sufrir, por ejemplo, trastorno por déficit de
atención e hiperactividad (TDAH), pero no aclaró si esos bebés lloraban por
problemas neurológicos subyacentes que más tarde se manifestaron como
TDAH, o si el llanto causó ese TDAH.

87
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Es más, el desarrollismo entiende que las privaciones tempranas causan un daño


permanente porque desatienden las necesidades del “niño”: “allí donde las
necesidades básicas no son satisfechas [se dice]…, las repercusiones se suelen
dejar sentir a lo largo de la infancia y en la adultez” (Woodhead 2006: 7). Al
hablar de necesidades infantiles se asume que éstas serían “una propiedad de
los propios niños y niñas, algo que tienen en su naturaleza y que se detecta a
través de su conducta” (Woodhead 1997: 69). Pero si bien no es discutible que
los niños y niñas, como los adultos, necesiten comer, para vivir, y que, en el caso
de los lactantes, lo demuestren, por ejemplo, buscando el pecho materno,
¿necesitan, también, una relación estable, duradera, amorosa, y mutuamente
enriquecedora con su madre o figura materna (i.e. un apego seguro), o una
cotidianeidad basada en un lugar llamado ‘hogar’, o experiencias nuevas, o
alabanzas y reconocimiento (i.e. scaffolding)? La pregunta, que sugiere
Woodhead, es ¿para qué lo necesitan?, y si bien ya conocemos la respuesta
desarrollista -prevenir, durante la infancia, las consecuencias futuras de
privaciones, asegurando así la “salud mental” (Woodhead 1997: 69-70)- no
parece claro que nos debamos contentar con ella, y no sólo por la falta de
evidencias que vinculen experiencia infantil con patología adulta.

Veamos: una de estas necesidades fundamentales tendría que ver con el


desarrollo del apego seguro con el cuidador principal, que se identifica con la
madre (sea la propia madre, o una “figura materna”). Ya vimos más arriba
(sección 1.3.i.iii), al citar el caso del estudio realizado en Alemania, que una
población infantil con apego mayoritariamente “patológico”, según el modelo
ortodoxo de apego saludable (seguro), no conlleva una población adulta
mayoritariamente enferma de la mente. Levine y Norman (2008: 137) concluyen
que ese apego “patológico”, deducible a partir de una conducta de
“autosuficiencia compulsiva” en niñas y niños, no refleja tanto una patología sino
una conducta que, aunque reprobada en el mundo angloamericano –lugar de
origen de la teoría del apego- es aprobada en Alemania. Es decir, que un apego
sano o seguro no es sólo una categoría conductual sino que, quizás mucho más,
un ideal moral, y que la “sensibilidad materna” no es sólo una causa en el
desarrollo del apego, sino que, quizás mucho más, un juicio sobre lo que debe
ser la maternidad (Levine y Norman 2008: 139).

El caso de la crianza cooperativa arriba comentado ya sugería que la


universalidad, es decir, “naturalidad” del apego, debía ser puesto en cuestión. En
esta línea, Woodhead cuestiona la necesidad del monotropismo (materno-
infantil), del que se desprende la necesidad de un apego seguro, para un
desarrollo psíquico saludable en la crianza, pues en sociedades que no enfatizan

88
1. LA(S) INFANCIA(S)

el cuidado materno al interior de una familia nuclear, patrones no monotrópicos


pueden ser igualmente adaptativos, es decir, saludables. Por ello, y en el sentido
argumentado por Levine y Norman sobre el apego materno-infantil en Alemania,
hay pocas razones para afirmar que patrones normativos de crianza que son
culturalmente adaptativos sean, también, prerrequisitos necesarios y universales
de salud mental (Woodhead 1997: 72). Lo que fuere que se identificase como
necesidad del “niño” (para su desarrollo y salud mental) ha de ser, por ende,
modulado por el contexto en el cual éste crece pues responderá, en general, a
expectativas cultural y socialmente específicas (ver también Levine 2004: 151).

En seguida, nada dice quien habla de experiencias extremas, o de necesidades


vulneradas sobre el rol de los propios niños y niñas en el manejo de estas
situaciones. John (2003) y Konner (2010: 376-377) mencionan casos de niños y
de niñas sometidas a estrés, violencia y privaciones intolerables y que lidian con
ellos y son capaces de reconducir sus vidas hacia una infancia y/o luego adultez
saludables, es decir, que actúan con resiliencia. Werner (1988: 109) también
cuestiona que los factores de riesgo conduzcan necesariamente a resultados
negativos, pues “niñas y niños no responden pasivamente ante el estrés,
privación, o abandono afectivo, sino que asumen un rol activo en la organización
de sus mundos adaptativamente”. Es decir, la agencia de los niños y niñas los
libera de ser, en cuanto niños y niñas, meros esclavos de su historia.

En suma, concluye Konner (2010: 611; ver también Schaffer 2000), y nosotros
con él,

el hecho es que los psicólogos del desarrollo, los psiquiatras psicodinámicos y


otros psicoterapeutas, y los investigadores en educación… no han podido
mostrar fehacientemente que existan efectos decisivos y duraderos de la
experiencia temprana en el rango normal, mucho menos cómo podrían
funcionar dichos efectos.

Y, sin embargo, la creencia en el impacto indeleble de los primeros años en el


resto de la vida no está en retirada sino todo lo contrario, lo que, se podría decir,
es una de las razones que explican la hegemonía del desarrollismo, y su
consiguiente afán normativo. A esto pasamos ahora.

89
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

1.4 Afán Normativo y Hegemonía del Desarrollismo


“No hay mito más puro que la idea de una ciencia pura de todo mito”,
M. Serres (1974: 259).

En esta sección nos detendremos en el afán normativo propio del desarrollismo


(qué autoridad se atribuye el desarrollismo, en el plano “científico”), y en la
condición hegemónica de que goza en la regulación de la infancia (qué autoridad
se le atribuye al desarrollismo, en el plano social), condición reforzada por dicha
normatividad.

En la sección anterior dejamos dicho que el desarrollismo dibuja un “niño” cuyo


telos es la adultez, que deviene adulto transitando diversas etapas, desde la
incompetencia y dependencia hacia la competencia e independencia, y que es
particularmente sensible a desvíos o torceduras en su desarrollo, las que, de
producirse, se manifestarán como patologías en la adultez. Es decir, según el
desarrollismo se juegan muchas cosas y muy importantes durante la infancia, no
sólo, ni principalmente, para los propios “niños”, sino que también para los
adultos que ellos devendrán, y para la sociedad entera. Por ello no extraña que
el desarrollismo, vehiculado básicamente por la psicología del desarrollo, pero
también por las neurociencias, la pediatría y demás disciplinas afines, no sólo sea
un proyecto “científico”, sino que, a la vez, un proyecto normativo, que no sólo
plantea lo que es el caso sino, sobre todo, lo que debe ser el caso, todos los
casos.

La psicología del desarrollo se funda como la ciencia de lo normal, de lo que es la


norma, por oposición a lo patológico, lo anormal. La inmigración motivada por la
industrialización, junto con un colonialismo que abría Europa al contacto intenso
con otras poblaciones, despertó a fines del siglo XIX una preocupación por la
normalidad, “y por lo que se consideraban habilidades mentales anormales de
determinadas poblaciones” (Cannella y Viruru 2004: 103). Una vez purgadas las
fábricas de niños y niñas, y con la escuela como lugar de prevención de la
criminalidad, en cuanto lugar de producción de una fuerza de trabajo dócil, se
hacía necesario, para tener una buena pedagogía, “construir un conocimiento de
la población a gobernar, en este caso, los niños… La elaboración de etapas, y la
cuantificación y producción de caracterizaciones produjeron, ellas mismas, un
objeto hasta entonces inexistente: el niño en desarrollo” (Walkerdine 1993:

90
1. LA(S) INFANCIA(S)

453)31. Desde entonces, éste fue “objeto tanto de investigación científica como
blanco de un conjunto de prácticas de normalización” (Henriques et al. 1984:
102). De este modo, ya desde finales del siglo XIX, la psicología del desarrollo
encarnó el rol de administrar socialmente el modo en que nos pensamos y
comportamos, especialmente referido a los niños y niñas, y a las familias (Bloch
2000: 258).

Los psicólogos se cuelan, entonces, en las nacientes instituciones para la


infancia, como guardería y colegios, y también en las clínicas, lugares

que permitían la observación de numerosos niños y niñas de la misma edad, y


de diversas edades…, bajo condiciones controladas, experimentales y casi de
laboratorio. Eso permitió la simultánea estandarización y normalización, es
decir, la recolección de información comparable relativa a un gran número de
sujetos, y su análisis de tal modo de construir dicha información en forma de
normas. Una norma de desarrollo era un estándar basado en las habilidades o
comportamientos promedio de niños y niñas de cierta edad en una tarea o
actividad específica. Así, no sólo presentaba el cuadro de lo normal a cierta
edad, sino que permitía que la normalidad de cualquier niño o niña pudiera
ser evaluada comparándola con dicha norma (Rose 1999: 145-146).

De este modo, y desde entonces, los psicólogos y demás abogados del


desarrollismo se encuentran dedicados “a examinar y probar a los niños y niñas,
para así definir los rangos de funcionamiento y comportamiento ‘normal’, y, en
el camino, constituir lo que es anormal, patológico o necesitado de intervención”
(Prout 2005: 50; y ver Cannella y Viruru 2004: 103). La autoridad para proceder a
esta verdadera criba de niños y niñas en aptos e inaptos es esgrimida en virtud
de que la psicología del desarrollo y demás disciplinas vehiculares del
desarrollismo se han modelado según el modelo “científico” de las ciencias
naturales (y de ahí el discurso objetivante sobre “los niños”) (Bloch 2000: 259).

Esta creencia en el carácter científico y racional de la psicología del desarrollo


obviamente la sitúa por sobre lo opinable y discutible: a la ciencia natural se la
acata (ver Kessen 1979). Sin embargo, a partir de lo dicho en la sección anterior,
sobre la construcción desarrollista de determinado “niño” modelo, que está en
tránsito hacia determinado adulto modelo (ver James et al. 1998: 17-18), es

31
Walkerdine (1993: 455) no niega la existencia del cambio, pero señala que “el ‘desarrollo’ como
objeto no equivale a la comprensión del cambio, crecimiento, transformación, etc.”.

91
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

imposible no reconocer que tras la retórica científica hay un esquema normativo


que ha decidido privilegiar determinada infancia, en función de determinada
adultez, en función, a su vez, de determinada cultura. Y si la cultura tiene por
objeto producir “un nuevo ciudadano democrático que pueda autorregularse,
autogobernarse y ser autónomo” (Bloch 2000: 258), adultos productivos (Appell
2009: 709), que “razonen abstracta y formalmente” (Harré 1984: 252), entonces
sus prácticas necesariamente implicarán “que uno de los muchos modos
posibles de pensamiento humano vendrá a sobrepasar y sustituir a los demás”
(Harré 1984: 252). Lo que hace el desarrollismo es lo que habría hecho Boyle con
el discurso científico moderno en sus albores, a saber, crear “un discurso político
de donde la política debe ser excluida” (Latour 2007: 52), un discurso político
articulado como “ciencia objetiva y desapasionada” (Richards 1997: 309), que
“hace invisibles las motivaciones sociales” (Singer 1993: 445).

Evidentemente, si la psicología del desarrollo está dotada de racionalidad


científica, y la consiguiente autoridad normativa, se hace necesario que quienes
tienen a su cargo el desarrollo de niñas y niños –padres, madres (sobre todo
éstas, como ya hemos comentado y como profundizaremos al hablar de la
socialización), profesores, trabajadores sociales, etc.- se sometan al dictado de lo
que dicen los científicos, i.e. los expertos en desarrollo infantil: “el estudio y
examen crítico de las prácticas de crianza y de la conducta del niño casi
inevitablemente desembocó en el consejo sobre las prácticas de crianza y la
conducta del niño. La explicación científica devino imperativo ético” (Kessen
1979: 818, cursivas nuestras; ver también Morss 1996: 145), lo que lleva a que ya
no sólo se observe a los niños y niñas (y a sus madres) sino que también se los
vigile (Cannella y Viruru 2004: 108). Y como la normalidad “definitiva” sólo se
alcanza cumplido el telos infantil, es decir, llegada la adultez, la vigilancia y
normatividad desarrollista se extiende y debe extender hasta entonces.

Con su descripción de las etapas del desarrollo del “niño”, la psicología del
desarrollo normaliza en primer lugar el punto de llegada (cierta adultez). En este
sentido, el “desarrollo” es siempre dicho por un superior (adulto) a un inferior
(niño o niña): “ ‘Soy tu futuro’ dice el superior, ‘no hay alternativas’ ” (Morss
1996: 150). Pero también marca una estricta pauta para todo el camino hacia
esa adultez. Toda la infancia está marcada por las etapas e hitos de los que
hablamos más arriba (siendo el gran hito la llegada a la adultez), “cada detalle de
la vida de las niñas y niños se ha convertido en objeto del escrutinio científico…,
para percibir, clasificar y corregir el desarrollo anormal y patológico”
(Walkerdine 1993: 454-455). Inevitablemente, con esto “la investigación en
desarrollo refuerza las relaciones de poder dentro de las cuales se regulan las

92
1. LA(S) INFANCIA(S)

vidas, el aprendizaje y las expectativas de niñas y niños, sea en las familias, los
colegios o la sociedad” (Woodhead 2011: 54).

Veamos un par de ejemplos sobre cómo ejerce el desarrollismo su afán


normativo, según quienes abogan por una visión desarrollista:

Los que han estudiado el desarrollo del cerebro han descubierto que para
conseguir la precisión del patrón adulto, la función neuronal es necesaria: el
cerebro debe ser estimulado de alguna manera. De hecho, varias
observaciones durante las últimas décadas han demostrado que los bebés
que pasaron la mayor parte de su primer año de vida acostados en sus cunas
se desarrollaron de forma anormalmente lenta. Algunos de estos niños y
niñas no se podían sentar a los 21 meses de edad, y menos del 15 por ciento
podía caminar a los tres años. Los niños y niñas deben ser estimulados -a
través del tacto, el habla y las imágenes- para desarrollarse plenamente
(Shatz 1999: 151).

Sería interesante saber cuántos de esos niños y niñas sí se podían sentar a los 25
meses o a los 30 meses, y si se sentaron tan “tarde”, de acuerdo con los hitos del
desarrollo, saber también en qué lugar se explica el perjuicio que se sigue de eso
para el niño o niña, que no sea otro que el de no cumplir con las expectativas
sociales y culturales que de su desarrollo se tienen. Pero el caso de Shatz es que
“los niños” deben ser estimulados tempranamente en base al impacto indeleble
de los primeros años en el resto de la vida, y a partir de juicios sobre el
(in)cumplimiento de los hitos del desarrollo. Como se ve, esto es desarrollismo
de manual, aunque ya no se trata sólo de proteger a “los niños” de experiencias
duras (como pasar 23 horas en una habitación de orfanato rumano, o sufrir la
costura de un ojo), de privaciones, de un llanto desatendido, ni siquiera de la
falta de cariño, sino que de asumir la responsabilidad de estimularlos
activamente, lo que hace necesario distinguir entre buenos estímulos para un
buen desarrollo, un desarrollo normal, y otros no tan buenos, o derechamente
malos, que acabarán en un desarrollo anormal, o patológico (ver Castañeda
2002: 75). ¿Cuáles son esos buenos estímulos? La autora de este artículo dice
que todavía no hay precisión sobre cuáles sean los estímulos más adecuados
para provocar conexiones neuronales particulares en los recién nacidos (Shatz
1999: 152), lo que es lógico si, como ya dijimos más arriba, no se ha probado el
vínculo causal entre estímulos o experiencias tempranos, y patologías o salud
subsecuentes. Pero no saber cómo estimularlo “bien” no parece relevante ante
el hecho de que un niño o niña no se siente a los 21 meses; lo importante, nos
viene a decir la autora, es que “¡haga usted algo, no sé qué, pero algo!”. Los

93
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

padres y el sistema educativo pasan a ser responsables de ese algo que asegure
el desarrollo normal (Castañeda 2002: 77-80), lo que la literatura de divulgación
desarrollista transforma en verdaderas amenazas a padres y educadores
fundadas en la conexión indeleble, irreversible, e insistimos, no probada, entre
(buen o mal) estímulo y (buen o mal) desarrollo: “[l]os circuitos en las diferentes
regiones del cerebro maduran a ritmos diferentes. Como resultado, los distintos
circuitos son más sensibles a las experiencias de la vida a diferentes edades. Dale
a tus hijos el estímulo que necesitan cuando lo necesitan, y todo será posible.
Equivócate, y todo estará perdido” (Begley 1996).

El informe del “Centro del Niño en Desarrollo” de la Universidad de Harvard,


arriba citado, va incluso más allá:

Debido a que la arquitectura del cerebro y las habilidades se construyen


continuamente a lo largo del tiempo, las políticas que promueven el
desarrollo saludable durante los primeros años crean una base para el
rendimiento escolar posterior, la productividad económica, la ciudadanía
responsable, y la crianza exitosa de hijas e hijos. Para los niños y niñas en
situación de riesgo extremo, la neurociencia ofrece un argumento irrefutable
para la implementación de programas a partir del nacimiento, si no antes de
nacer, ya que una cantidad sustancial de los circuitos del cerebro se
construye a muy temprana edad. La investigación en desarrollo muestra que
los niños y niñas manejan diferentes habilidades a diferentes edades, lo que
sugiere que las oportunidades para una variedad de intervenciones eficaces
existen durante toda la primera infancia (Dev. Child Harvard 2007: 3, cursivas
nuestras).

Imaginemos este texto, referido sobre todo a los primeros 5 años (infancia
temprana), en manos de políticos: “argumentos irrefutables” para intervenir en
las “poblaciones de riesgo”, que usualmente serán las minorías étnicas o
raciales, las clases trabajadoras, y los países “en desarrollo”, y para intervenir
incluso en las vidas de las mujeres embarazadas, porque de ello depende
prácticamente toda la salud social (buen rendimiento escolar, productividad,
ciudadanía responsable, es decir obediente, y crianza que reproduzca todo lo
anterior). Cuesta imaginar mayor afán normativo, y todo ello, “dicho
simplemente”, para no desperdiciar “la oportunidad sin precedentes de lanzar
una nueva era, científicamente guiada, de políticas sobre la infancia” (Dev. Child
Harvard 2007: 7). La crianza, en definitiva, como un proyecto “científico” (ver
Derbyshire 2011), en el cual nada habría de político ni ideológico, sólo políticas al
servicio de la ciencia...

94
1. LA(S) INFANCIA(S)

A pesar de las críticas que merece y que aquí hemos elaborado, el desarrollismo
en relación con la infancia permanece como una isla inmune a la ola crítica que
puso entre signos de interrogación a ideologías hegemónicas durante el siglo XX,
sea “al capitalismo en relación con la clase social, al colonialismo en relación con
la raza, o al patriarcado en relación con el género” (Jenks 2005: 4). Al rol de
supervigilante de “la” infancia, que de derecho reclama el desarrollismo, y en
particular la psicología del desarrollo, se ha de sumar el rol hegemónico que, de
hecho, tiene en lo relativo a la regulación de las infancias contemporáneas. El
desarrollismo ha logrado trascender el ámbito académico e instalar su discurso
normativo en el corazón de nuestra cotidianeidad (Morss 1996; Burman 2008).
Entre otros medios, una creciente literatura de divulgación ayudó a llevar el
lenguaje desarrollista al día a día, y así “términos como ‘control de esfínteres’
(potty training), ‘etapa del desarrollo’, o ‘lazo’ [o ‘apego’] (bonding), se han
incorporado al lenguaje común del cuidado de los niños y niñas” (Prout 2005:
51). La publicidad –en diarios, radios, televisión, internet, etc.- está
continuamente haciendo referencia a las necesidades de “los niños” según sus
distintas edades para la promoción de determinados productos, lo que se ve, por
ejemplo, en que muchos juguetes y juegos vienen con recomendaciones según la
edad. Pero el modelo de desarrollo en etapas también orienta “las políticas
sociales, desde la enseñanza obligatoria, a la privacidad para practicar vicios
personales, hasta el acceso a ciertos derechos” (Ryan 2008: 561).

En Estados Unidos la psicología del desarrollo es una asignatura obligatoria en la


formación de enfermeros, trabajadores sociales, trabajadores de guardería y
pedagogos (Turmel 2006: 63). Appell (2009: 709) cree difícil exagerar la
preponderancia del discurso del “niño en desarrollo”, que guía “el derecho, la
medicina, la psicología, la salud, y la participación política”, a través de
“estándares de desarrollo, la creación de la discapacidad, estándares y
evaluaciones educativos, requisitos de seguridad y una presunción general en
contra del trabajo infantil remunerado”. Según Mayall (2000: 245), esto habría
conducido al hecho de que la psicología del desarrollo “ha acorralado el mercado
de conocimiento sobre niñas y niños. Abogados, médicos, trabajadores sociales,
pedagogos e investigadores dependen de la teoría sobre desarrollo infantil como
base para su trabajo en, con y para las niñas y niños. Lo hacen porque tiene un
alto estatus, y porque al hacerlo aumentan aún más su estatus”. En último
término, entonces, la sociedad le ha reconocido, o le ha tenido que reconocer a
la psicología del desarrollo ese rol de “árbitro de la normalidad” infantil (Burman
2008: 300), que ésta reclama para sí misma.

95
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En el ámbito jurídico, lo anterior se refleja en un verdadero “psico-legalismo”


(White 1998), esto es, en una justicia guiada o sometida a los parámetros
desarrollistas en todo lo que tenga que ver con el bienestar infantil,
especialmente en el universo anglosajón, que es el universo de donde también
emana la gran mayoría de literatura desarrollista32. Así, decisiones sobre la
competencia de un niño o niña, sobre su mejor o superior interés, sobre el
entendimiento suficiente que determina su responsabilidad, o sobre cuándo,
quién y a quién se adopta, son, todas ellas, en mayor o menor medida, dejadas
en las manos de lo que dice la psicología del desarrollo (Burman 2008: 9).

Por ejemplo, Emily Buss (1999), profesora de derecho de la Universidad de


Chicago, reconoce y avala la supervigilancia del desarrollismo en el caso de las
decisiones judiciales, y de hecho critica el que los estudios jurídicos relativos al
desarrollo se hayan restringido sólo a lo referido “al desarrollo de habilidades de
razonamiento lógico” (Buss 1999: 897). Ella plantea ampliar esta supervigilancia
refiriéndose a las investigaciones sobre desarrollo socio-cognitivo, que servirían
para desalentar las iniciativas de empoderar a niños y niñas durante los juicios
en que éstos participen. Según ella, la literatura desarrollista “sugiere que la
concepción inmadura que tiene el niño del sí-mismo, de los roles que juegan las
personas, y de sus relaciones con las personas que juegan dichos roles supone
un gran obstáculo al abogado que quiera trabajar para conseguir dicho
empoderamiento” (1999: 899, cursivas nuestras), y concluye que “en razón de la
falta de capacidad de muchos niños y niñas para ponderar su influencia sobre
sus abogados o el tribunal, los abogados harán un flaco favor a niñas y niños si
basan su representación en el ideal de empoderamiento” (1999: 898 cursivas
nuestras).

Las políticas públicas sobre la infancia también están entregadas al discurso


desarrollista, que constituye un “recurso explícito en el ámbito de la ayuda
internacional y políticas de desarrollo y también en lo relativo a políticas
nacionales de desarrollo, lo que refleja cómo las preocupaciones sobre los niños
y niñas, y sobre la infancia en general siempre han estado, y siguen estando,
instrumentalizadas por el objetivo de formar a los ciudadanos del futuro”

32
Especial, pero no únicamente en el mundo anglosajón: en Francia, ya en 1912 la nueva
legislación de menores sustrajo de los jueces la facultad de decidir sobre el discernimiento infantil,
y se la entregó a los médicos (Donzelot 1998: 126-127).

96
1. LA(S) INFANCIA(S)

(Burman 2008: 5). Así, por ejemplo, el informe de UNICEF, Estado Mundial de la
Infancia, de 2001, sobre la “primera infancia”, dice, entre otras cosas,

La mayor parte del desarrollo maravilloso del cerebro ocurre antes de que el
niño cumpla tres años. Mucho antes de que muchos adultos se percaten de lo
que está ocurriendo, las neuronas del niño proliferan, las sinapsis establecen
nuevas conexiones con asombrosa velocidad y se marcan las pautas para el
resto de la vida. En un breve lapso de 36 meses, los niños adquieren
capacidad de pensar y hablar, aprender y razonar y se forman los
fundamentos de los valores y los comportamientos sociales que los
acompañarán durante la vida adulta.

Debido a que los primeros años son una época de grandes cambios con una
influencia que dura toda la vida, es preciso asegurar los derechos de la
infancia al comienzo mismo de la existencia. Las decisiones que se tomen y las
actividades que se realicen en nombre de los niños durante este período
fundamental influyen no solamente en la forma en que los niños se
desarrollan sino en la manera en que progresan los países.

Ningún plan de desarrollo humano debería aguardar de manera pasiva hasta


que transcurran los 18 primeros años de la infancia, antes de adoptar
medidas para proteger los derechos del niño. Tampoco debería
desperdiciarse el período más fructífero para intervenir en la vida de un niño,
entre su nacimiento y los tres años de edad (UNICEF 2001: 9, cursivas
nuestras)

En determinados períodos de la vida, el cerebro es especialmente receptivo a


las experiencias nuevas y está especialmente capacitado para aprovecharlas.
Si estos períodos de sensibilidad pasan sin que el cerebro reciba los estímulos
para los que está preparado puede que disminuyan notablemente las
oportunidades de aprendizaje de distinto tipo…

Cuando el niño no es objeto del cuidado que le hace falta durante los
períodos de desarrollo decisivos, o cuando sufre hambre, abusos o abandono,
es posible que se vea afectado el desarrollo del cerebro. Muchos niños que
viven en situación de emergencia o desplazamiento o en una época posterior
a un conflicto padecen traumas graves y sufren tensiones extremas que no
encuentran solución, circunstancias que debilitan en particular a los niños
pequeños. Sólo se activan unas cuantas sinapsis, mientras que el resto del
cerebro se paraliza. A esta tierna edad, esta paralización detiene el motor del
desarrollo. (UNICEF 2001: 14, cursivas nuestras).

97
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

O sea, contra toda la falta de evidencia mencionada en la sección anterior


(1.3.iii) sobre los vínculos determinantes y deterministas entre experiencias
tempranas y patologías futuras, pero con el objetivo declarado de asegurar el
progreso del país, se amenaza, a quien no esté dispuesto a someterse a las
directrices desarrollistas (porque la idea del documento es intervenir en la vida
de los niños), con ¡una paralización del desarrollo!

En un sentido similar, y hablando sobre los beneficios de invertir en desarrollo


infantil, el Banco Mundial (BM) señala que “todos los niños progresan según una
secuencia identificable de crecimiento y cambio, físico, cognitivo y emocional”33.
Durante los primeros 8 años de vida, esta “secuencia” es dividida por el BM en
siete “etapas del desarrollo”; en cada etapa se dedica una columna para
describir qué hacen “los niños”, y otra columna para decir qué necesitan. Así, y a
modo sólo ejemplar, en la etapa que va de los 7 a 12 meses, el BM dice que
exploran, y necesitan estimulación motriz, sensorial y lingüística, a la vez que una
crianza sensible; entre el año y los 2 años, afirman su independencia, hacen
amistades, y suben escaleras, y necesitan apoyo en lo siguiente: para adquirir
habilidades motrices, lingüísticas y de pensamiento, para desarrollar su
independencia, para aprender autocontrol, o para tener oportunidades para
explorar y jugar; entre los 2 y los 3 años y medio se frustran fácilmente, y
necesitan oportunidades para: tomar decisiones, juegos dramáticos, leer libros
cada vez más complejos, o hacer rompecabezas; entre los 3 años y medio y los 5
años, actúan tonta y bulliciosamente, hablan y preguntan mucho, no les gusta
perder, y necesitan oportunidades para aprender a cooperar; por último, entre
los 5 y 8 años, se hacen curiosos sobre las personas y el funcionamiento del
mundo y se interesan crecientemente por las letras, los números, la escritura y la
lectura, y necesitan oportunidades para desarrollar habilidades aritméticas y de
lectura, solucionar problemas, trabajar en equipo, desarrollar un sentido de
competencia, practicar preguntas, etc. (Banco Mundial 2012a). A la luz de lo que
“los niños” del Banco Mundial hacen y necesitan en las distintas etapas del
desarrollo, queda poco claro qué quiere decirse con Banco Mundial. Las
actividades y necesidades descritas no son, ni pueden ser, las de algún supuesto
niño o niña “mundial”, o “universal”, que ya vimos que no existe, sino las que el

33
El original en inglés dice “all children”; traducimos usando el masculino genérico, es decir, sin
desdoblar en “niños y niñas”, pues el BM está hablando de “los niños” como objetos del desarrollo,
de un supuesto “niño” universal que se desarrolla según una secuencia conocida de antemano,
más o menos varón, más o menos asexuado, más o menos descontextualizado, instrumentalizado
y cosificado.

98
1. LA(S) INFANCIA(S)

desarrollismo prescribe a la luz del modelo occidental contemporáneo ya


criticado más arriba: “los niños”, dice el BM sin ofrecer ninguna cualificación
cultural (Woodhead 2011: 51), deben aprender autocontrol e independencia,
mientras exploran, curiosean y juegan, y sus facultades racionales –según el
modelo de inteligencia racionalista- se desarrollan progresivamente, todo ello
mediando el apoyo y estimulación permanentes de los adultos a cargo (dentro
de todo lo cual, por cierto, la “necesidad” de cooperación entra mucho más
tarde que la de autoafirmación).

Ahora bien, el interés del Banco Mundial no es sólo describir lo que es y necesita
la infancia, según la entiende dicha institución, sino dar un marco de justificación
a la necesidad de intervenir en la infancia temprana. Y lo que es evidente, por la
naturaleza de la actividad del BM, es que la intervención se hará en zonas,
países, o culturas donde, muy probablemente, la infancia se conciba de manera
muy distinta a como la concibe el BM. Dice el BM, en el documento ¿Por qué
intervenir en el Desarrollo de la Infancia Temprana?:

Un sano desarrollo cognitivo y emocional en los primeros años se traduce en


beneficios económicos tangibles. Comparadas con las medidas de reparación
en el futuro, las intervenciones tempranas producen rendimientos más altos
en cuanto medidas preventivas. Las políticas encaminadas a subsanar
carencias sufridas en los primeros años son mucho más costosas que las
inversiones iniciales en los primeros años. El Premio Nobel Heckman…
sostiene que las inversiones en niños ofrecen una mayor tasa de retorno que
las inversiones en adultos de baja cualificación (Banco Mundial 2012b).

Y concluye el Banco Mundial (2012b) diciendo que “asegurar el desarrollo


saludable de los niños, por lo tanto, es una inversión en la futura fuerza laboral
de un país y en su capacidad para prosperar económicamente y como sociedad”.
Una vez que el desarrollo infantil se entiende como una buena inversión
económica para un país, como también lo entiende UNICEF, lo que se hace es
colapsar el desarrollo infantil con el desarrollo económico, o, más bien, mostrar
que no se puede concebir el primero sin tener siempre como referente el
segundo. Pero si “los niños” han de desarrollarse ante el espejo del desarrollo
económico, o sea, si el crecimiento en edad del individuo se mide según el
crecimiento en riqueza de la sociedad a la que pertenece, entonces hay razones
fundadas para dudar de que dicho crecimiento conlleve algún tipo de
“maduración” que es lo que postula el desarrollismo: “si la manera en que
piensan los adultos parece deseable desde el punto de vista de quienes detentan
la riqueza, entonces sería engañoso describirlo como ‘maduro’. La madurez

99
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

implica cambio natural, de un nivel inferior a uno superior” (Morss 1996: 57),
pero aquí tan sólo se conduce al individuo desde un nivel (llamémosle “niño del
BM”) hasta otro nivel (llamémosle “adulto del BM”) no en cuanto superior, sino
en cuanto requerido por las estructuras sociales, políticas y económicas. Las
manzanas maduran; “los niños” son “madurados para”.

Todavía tendremos que volver más extensamente sobre la influencia del


desarrollismo en el discurso hegemónico sobre los derechos de los niños y niñas
(sección 2.5). De momento, lo expuesto es suficiente para comprender que el
desarrollismo opera un caso paradigmático de la “gubernamentalidad”
planteada por Foucault, al menos en los siguientes dos sentidos:

Por ‘gubernamentalidad’ entiendo el conjunto constituido por las


instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las
tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja, de
poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de
saber, la economía política, como instrumento técnico esencial, los
dispositivos de seguridad. En segundo lugar, por ‘gubernamentalidad’
entiendo la tendencia, la línea de fuerza que, en todo Occidente, no ha
dejado de conducir, desde hace muchísimo tiempo, hacia la preeminencia de
ese tipo de poder que se puede llamar el ‘gobierno’ sobre todos los demás:
soberanía, disciplina; lo que ha comportado, por una parte, el desarrollo de
toda una serie de aparatos específicos de gobierno, y por otra, el desarrollo
de toda una serie de saberes (Foucault 1999: 195).

El desarrollismo es un saber que normaliza, controla y disciplina a la población,


en especial a los niños y niñas, pero también a madres, padres, educadores, etc.,
de manera tal que se asegure la reproducción del modelo de individuo autónomo
y autocontrolado que el capitalismo requiere para su producción. Ello se
consigue no imponiendo la cruda voluntad de unos sobre otros, sino “cultivando
la agencia de los individuos de manera determinada… en una interacción sutil
entre el poder coercitivo del gobernante sobre el gobernado y el poder del
gobernado sobre sí mismo, es decir, su autonomía” (Gallagher 2008: 401).
Formando en niñas y niños tanto la independencia como el autocontrol, el
desarrollismo logra esta interacción que difumina la frontera entre ser
gobernado y gobernarse. Y así, no nos extrañamos del hecho de que “desde la
educación, la salud, y el trabajo social, hasta las ansiedades sobre crimen juvenil,
abuso de sustancias, embarazo adolescente, y conducta antisocial, niñas, niños y
jóvenes sean uno de los grupos más intensamente gobernados en las sociedades
modernas” (Gallagher 2008: 401).

100
1. LA(S) INFANCIA(S)

Como vemos, en el discurso del desarrollo se da paradigmáticamente la


articulación de poder y saber de la que habló Foucault (2005: 122). En sus
palabras, que se pueden aplicar perfectamente al desarrollismo,

no existe el discurso del poder por un lado y, enfrente, otro que se le


oponga…; [a] los discursos… no hay que preguntarles de qué teoría implícita
derivan o qué divisiones morales acompañan o qué ideología –dominante o
dominada- representan, sino que hay que interrogarlos en dos niveles: su
productividad táctica (qué efectos recíprocos de poder y saber aseguran) y su
integración estratégica (cuál coyuntura y cuál relación de fuerzas vuelve
necesaria su utilización en tal o cual episodio de los diversos enfrentamientos
que se producen) (Foucault 2005: 124-125).

Considerando su normatividad hegemónica, el discurso desarrollista es,


propiamente hablando, el poder. Así, “la propiedad del discurso -entendida a la
vez como derecho de hablar, competencia para comprender, acceso lícito e
inmediato al corpus de los enunciados formulados ya, capacidad, finalmente,
para hacer entrar este discurso en decisiones, instituciones o prácticas- está
reservada de hecho (a veces incluso de una manera reglamentaria) a un grupo
determinado de individuos” (Foucault 2006: 111-112), que no son otros, en el
caso del desarrollismo, que los propios psicólogos y demás profesionales “del
desarrollo”.

1.5 Socialización
Dijimos, antes de nuestra crítica al desarrollismo, que los dos discursos
articuladores de la concepción occidental de la infancia eran el desarrollismo y la
socialización. Y los tratamos en este orden pues las teorías sobre la socialización
infantil han estado subordinadas a las teorías sobre el desarrollo infantil (Corsaro
2005: 10; James et al. 1998: 173; Mayall 2002: 24). A finales del siglo XIX se
habría producido una verdadera división del trabajo científico entre psicólogos y
sociólogos, en virtud de la cual los primeros se hicieron cargo de las niñas y
niños, y de la infancia, y los segundos de la familia. La infancia parecía desafiar la
división entre naturaleza y cultura, un híbrido en parte social y en parte natural
que no cuajaba bien con la mentalidad moderna que descansaba precisamente
en describir y entender dicotómicamente la realidad. Por eso, los sociólogos
terminan “cediendo” la infancia a la naturaleza, o sea, a quienes como tal la
describen y entienden, a saber, los médicos y psicólogos del desarrollo (Prout

101
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

2005: 63). Como consecuencia de esto, “la sociología descansó acríticamente en


la psicología del desarrollo para que estudiara a los niños y niñas hasta su llegada
a la madurez adulta” (Turmel 2008: 14)34.

Esta asunción de los postulados del desarrollismo psicológico por parte de la


sociología y los teóricos de la socialización se ve, por ejemplo, en la obra de
Talcott Parsons, para quien la socialización se refiere principalmente al proceso
del “desarrollo del niño” (child development) (1991 [1951]: 142), y cómo éste
debe darse correctamente:

hay razones para creer que, entre los elementos aprendidos de la


personalidad, en cierto modo los más estables y duraderos son los patrones
básicos de moralidad [value-orientation] y hay vasta evidencia de que éstos
se establecen durante la infancia y no sufren grandes alteraciones durante la
vida adulta (Parsons 1991 [1951]: 142).

Es decir, Parsons somete la socialización al camino trazado por el desarrollismo,


y hace suya la presunción de la psicología del desarrollo según la cual los
primeros años de vida son fundamentales y dejan una huella indeleble,
enfatizando con ello la importancia de que el desarrollo y socialización operen
normalmente.

¿Qué se entiende, más precisamente, por socialización? Parsons (1955: 17) la


define como “el proceso mediante el cual el niño internaliza la cultura de la
sociedad en la que ha nacido”, lo que, como ha dicho Corsaro, significa entender
que “el niño” es algo “aparte de la sociedad que debe ser moldeado y guiado por
fuerzas externas para devenir un miembro plenamente funcional” (2005: 7).
Como el propio término social-ización revela, se entiende que “los niños son de
la naturaleza hasta que se hacen parte de la sociedad” (Prout 2005: 63), hasta
que son izados a lo social. Pasivos e intrínsecamente maleables, pues
incompletos por definición, “los niños” han de ser completados (Castañeda
2002: 2-3), a través de “compulsivos procesos de integración” (Jenks 2005: 4).
Así alineado con el desarrollismo, el ideal de la socialización busca conducir al
“niño” hacia la normalidad adulta, lugar de la racionalidad que marca la norma o

34
Esta “división del trabajo” se mantiene en España. El “XI Congreso Español de Sociología”,
celebrado en julio de 2013 en Madrid, contó con un Grupo de Trabajo sobre Sociología de la
Familia, pero ninguno sobre Sociología de la Infancia, entre un total de 36 grupos de trabajo. Ver
http://www.fes-web.org/grupos-de-trabajo/pages.1/, consultado el 9 de septiembre de 2013.

102
1. LA(S) INFANCIA(S)

normalidad (Jenks 2005: 12). “Pobremente equipados para participar en el


complejo mundo adulto”, pero con “el potencial para entrar, lenta y
cuidadosamente, en contacto con ese mundo” (Koller y Ritchie 1978: 15), se les
guía a través de la infancia con la meta en una individualidad que todavía no son,
y en un mundo al que todavía no pertenecen. En este esquema, los niños y niñas
importan como estudiantes y aprendices de la cultura adulta, más que como
actores en relaciones sociales complejas (Miller 2005: 9); sus vidas y actividades
pasan a ser una preparación para el futuro; la infancia un viaje hacia el destino
de la adultez (Lee 2001); hacia esa membresía de buena fe en la comunidad
adulta, de la que habla Speier (1971: 188), o, más crudamente, hacia la
“ciudadanía dócil” que refiere críticamente O’Neill (1995: 27). La infancia, y los
niños y niñas, sus actividades, sentidos y culturas, en cuanto infancia, y niños y
niñas, son definitivamente subordinados a la adultez que les marca su sentido
(ver Prout 2005: 60).

Honig (2011) plantea un problema importante que surge con esta perspectiva
crítica de la socialización. Comentando a Jenks (2005), pero en una crítica que se
puede ampliar en general a las posiciones de la “nueva” sociología de la infancia
(ver sección 1.7), señala que “la violencia conceptual que se ejerce sobre el niño”
al someterlo a las normas y normalidad sociales “no puede ocultar que cada
cuestión relativa al niño depende de un marco teórico si quiere llegar a alguna
respuesta” (Honig 2011: 66). La pregunta que buscan responder las teorías de la
socialización, en específico la de Parsons, es aquélla sobre las condiciones de
posibilidad del orden social, sobre la constitución de lo social, pregunta que, dice
Honig, no interesaría a Jenks (y por extensión, tampoco a gran parte de la
“nueva” sociología de la infancia). Una crítica fundada a Parsons debería, por
ello, hacerse cargo de una respuesta alternativa a esta pregunta, más que criticar
la aproximación de Parsons “en el nombre del niño” (Honig 2011: 66). En otras
palabras, aunque para Parsons “los niños” estuvieran en un segundo plano, pues
su pregunta no tenía que ver directamente con ellos, si realmente creemos
importante hacernos cargo de las condiciones de posibilidad del orden social no
podemos reformular su pregunta para ahora dejar a éste en un segundo plano,
por mucho que se quiera con ello darle un nuevo estatus a niñas y niños. La
objeción que plantea Honig es importante, y nos haremos cargo de ella en dos
partes. Primero enfocándonos en el concepto de “orden social” (la realidad a la
que deben terminar adecuándose las niñas y niños), y luego en el de
“socialización” (el camino que deben andar las niñas y niños para dicha
adecuación).

103
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

¿Qué orden social? Si se quiere ir al fondo del tema del orden social, esta
pregunta no basta. El concepto de orden social es normativo, no descriptivo
(como podría ser “la sociedad”), por lo que una verdadera problematización, una
pregunta crítica, debe preguntar, más bien, ¿el orden social de quién?, ¿lo
ordenado por quiénes? Y aquí es donde la “nueva” sociología de la infancia
responde que, en la infancia minoritaria pero hegemónica, los niños y niñas son
socializados hacia (y desde) un orden social que no es el suyo, en cuanto niños y
niñas (ver sección 1.7). ¿Qué legitimidad tiene ese orden social ante los niños y
niñas? En cuanto futuros adultos, alguna, pero en cuanto niños y niñas, ninguna.
Unos y otras deben adecuarse, o más bien ser adecuados a una dada y
dominante formación social y cultural (Jenks 2005: 12), que depende, como dice
Jenks (2005: 17), de la “captura exitosa” de las personalidades totales, lo que
“eclipsa la posibilidad de divergencia, desbandada, disenso, o diferencia
individuales. El sistema se alimenta de las personalidades obedientes de sus
miembros”. “El niño” es “la diferencia” que debe ser asimilada por el sistema
(Jenks 2005: 19).

Como teoría, la socialización comienza con un concepto de sociedad


formalmente establecido y trabaja desde ahí hacia atrás, hacia la necesaria
inculcación de sus reglas en las conciencias de sus potenciales participantes, que
son siempre los niños y niñas (James et al. 1998: 23). Es decir, el modelo de
socialización no problematiza “la sociedad” a la cual “el niño” debe adaptarse:
“el modelo del niño desarrollándose socialmente no se refiere tanto a lo que el
niño naturalmente es, sino a lo que la sociedad demanda naturalmente del niño”
(James et al. 1998: 23). Por mucho que se quiera naturalizar la socialización, para
evitar la problematización social, ello es cualitativamente más difícil que
naturalizar el desarrollo –como hace el desarrollismo- porque la socialización
tiene que hacer explícitos sus objetivos, su telos, el resultado deseado, el orden
social al cual se habrán de acoplar las niñas y niños (ver Jenks 2005: 20). Con esto
se cierra de algún modo el círculo que abría el modelo desarrollista del “niño” y
la infancia, porque se hace explícito lo que el desarrollismo mostraba sólo
implícitamente: “el niño” no madura, sino que es madurado para, en un proceso
vertical impuesto desde “arriba” (adultos) hacia “abajo” (niñas y niños); su
desarrollo está al servicio de una meta que trasciende tanto al desarrollo como
al “niño”; la socialización es siempre para operar funcionalmente en
determinada sociedad. El problema, especialmente para los niños y niñas, es que
en el caso de la infancia hegemónica, que es a la luz de la cual escriben tanto
Parsons y demás teóricos de la socialización, como Honig y los “nuevos”
sociólogos de la infancia, ese orden social es uno que subordina infancia a
adultez, presente a futuro, disidencia a obediencia, diferencia a identidad,

104
1. LA(S) INFANCIA(S)

inteligencia comunitaria a inteligencia racionalista, interdependencia a


independencia, juego a trabajo. Por eso la crítica que aquí se hace es,
necesariamente, una crítica política, no sólo a las instituciones del desarrollo y la
socialización, sino que también al sistema que reclama para sí a esos niños y
niñas así desarrollados y socializados. La culminación de cualquier crítica a los
procesos de integración social hegemónicos ha de ser la problematización del
orden social hegemónico.

Pero hablar de orden social hegemónico significa que hay otros “órdenes
sociales”, en los cuales operarían otras “socializaciones”. La crítica de Honig es
importante pues resalta lo inevitable de este proceso, al menos en la medida en
que la infancia siempre comprende algún tipo de aprendizaje, de algún tipo de
normas y saberes. Criticar el orden social que manda cierto modelo de
aprendizaje no significa barrer con el concepto de orden social, sino sólo poner
en cuestión determinado orden social, en nuestro caso, la sociedad capitalista,
logocéntrica y, en especial, adultocéntrica, del Occidente contemporáneo. ¿Qué
pasa pues, en otras sociedades?, ¿opera igual la socialización?

El que “el niño” deba ser activamente socializado por los adultos es ciertamente
una anomalía cultural de nuestro mundo occidental contemporáneo. En las
diversas culturas no industriales “los adultos tienen la clara expectativa de que la
observación e imitación de las niñas y niños asegura que están aprendiendo la
cultura prácticamente sin instrucción explícita” (Lancy 2008: 154). Esta
expectativa adulta depende, en primer lugar, de que la sociedad esté
efectivamente abierta a niñas y niños, de que el “mundo adulto” no sea un
compartimento estanco cerrado a la contemplación y curiosidad infantil, es
decir, de que no haya una separación rotunda entre infancia y adultez,
dependencia e independencia, ni trabajo (adulto) y juego (infantil). Más arriba
vimos que la crianza en las sociedades no industriales no recae exclusivamente
en los adultos, sino también en los niños y niñas, sean hermanos/as mayores,
primos/as, u otros, quienes muchas veces no se limitan a reproducir la crianza de
los adultos sino que tienen que dar creativamente con nuevas formas de crianza
(ver Weisner y Gallimore 1977). También vimos que es normal descubrir en las
niñas y niños un “ethos de autosuficiencia” (Bird y Bliege-Bird 2005), es decir, de
independencia, que es aceptado por los adultos y que se traduce en su
participación en las labores de reproducción social, de la cual muchas veces
depende el funcionamiento de toda la familia. Estas labores, como dice David
Lancy en la cita que acabamos de transcribir, no son el resultado de una
instrucción explícita, ni formal, sino que, como dijimos más arriba, surgen de la
experiencia con otros adultos, y otros niños y niñas; es decir, los niños y las niñas

105
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

mucho más aprenden que son enseñados (ver Kamei 2005; Tucker y Young
2005). Asimismo, si la vida de adultos y de niños y niñas, el trabajo (adulto) y el
juego (infantil), acontecen en espacios y tiempos continuos, no separados, el
juego infantil se abre al trabajo adulto como fuente de aprendizaje. Lancy (2008)
comenta que en las aldeas de los Kpelle de Liberia hay un lugar llamado
“lugarmadre” (motherground) que consiste en un espacio llano y abierto en
donde las niñas y niños juegan a la vista de los adultos que trabajan o descansan
cerca, y que a veces también sirve a éstos para disponer los materiales de
construcción o secar ropa y frutos. En el “lugarmadre” confluyen grupos de juego
formados por niños y niñas de distintas edades, los mayores asumiendo una
distendida vigilancia de bebés y más peque-ños mientras juegan sus propios
juegos. En caso de conflicto o de que un niño o niña se haga daño, siempre hay
algún adulto cerca para intervenir. Lo relevante para nuestro análisis es que
situar las áreas de juego cercanas a los adultos no sólo permite disminuir la carga
de trabajo adulta en el cuidado de los niños y niñas, pues permite a los adultos
supervisarlos casi sin esfuerzo, sino que también “da a los niños y niñas atentos
una fuente de escenas de la actividad adulta para incorporar a sus juegos” (Lancy
2008: 131), y en definitiva, a su vida.

Tanto la instrucción formal, por ejemplo en los colegios, que preparan a la


infancia para el trabajo adulto pero a través de actividades separadas del trabajo
adulto, como la enseñanza a través del juego adulto-niño (con un gran énfasis en
la importancia del juego materno-infantil), o a través de conversaciones de
adultos con niños y/o niñas en las que los primeros explican, cuentan, o
responden a los segundos, se hacen necesarias cuando “a los niños y niñas se les
ofrecen pocas posibilidades de observar y participar en las actividades laborales
de los adultos” (Morelli et al. 2003: 264). Pero en las comunidades donde no
existe tal segregación y división entre infancia y adultez, estas actividades de
enseñanza explícita pierden mucho sentido (salvo el enorme sentido que otorga
el mero placer de jugar o conversar con los propios hijos), ya que, en estos casos,
“es muy probable que los niños y las niñas pequeñas tengan un mayor acceso al
mundo de los adultos como legítimos participantes periféricos” (Morelli et al.
2003: 264, cursivas nuestras). Refiriéndose a las sociedades no industriales que
estudiaron, Morelli y coautores dicen que no tiene sentido “preparar” a los niños
y niñas para el mundo adulto, usando herramientas especialmente elaboradas
para ello, si unos y otras “ya están integrados en las actividades adultas”, es
decir, si “ya son parte de ese mundo” (Morelli et al. 2003: 272). La socialización,
entendida como lo hacen sus teóricos occidentales, presupone en la sociedad
una previa separación entre infancia y adultez, que no es universal, ni
mayoritaria; pretende incorporar a “los niños” a la sociedad, hacerlos personas

106
1. LA(S) INFANCIA(S)

sociales. Sin embargo, lo que vemos con el relato de Morelli y coautores es que
los niños y niñas que ellos refieren ya son sociales, por lo que no necesitan
ningún tipo de proceso de incorporación. En otras palabras, lo que este ejemplo
muestra meridianamente es que para socializar hay que, previamente, haber
desocializado.

Ya dijimos, sin embargo, que siempre hay aprendizaje durante la infancia por lo
que no podemos desprendernos sin más del concepto de socialización, sino, más
bien, sólo de su comprensión “occidental”. Como sugiere Honig (2011: 68), se
debe desacoplar el concepto de socialización del concepto de desarrollo, que en
Occidente le confiere al primero todo su horizonte interpretativo. Una vez hecho
esto, podemos volver la mirada a los niños y niñas como actores, no como
devenires, a los niños y niñas aquí y ahora, no como futuros adultos,
interactuando con otros niños y niñas pero también con los adultos, sea
colaborando con unos y/u otros, o resistiendo a unos y/u otros, siempre
interpretando y reinterpretando la cultura, a través de su producción y
reproducción (ver Corsaro 2005).

Establecidos los problemas que plantea el concepto de socialización, volvamos


más detalladamente sobre él. Tradicionalmente se ha entendido que hay
diversos agentes de socialización infantil: la familia, el colegio, los medios, el
grupo de pares, etc. (ver Jenks 2005: 33), y en este proceso “el niño” ha sido
descrito más como un objeto del proceso de socialización, que como un sujeto o
agente del mismo. De hecho, es usual identificar como principales agentes de la
socialización a los padres y al colegio, y al grupo de pares mencionársele sólo en
menor y más equívoca medida (ver James et al. 1998: 94), enfatizando así el
carácter pasivo que le correspondería a los niños y niñas en dicho proceso (v. gr.
Fernández 2006: 781). Vamos, brevemente, por partes.

i. Familia (Padre y/o Madre)

Cuando se habla de la familia como agente de la socialización normalmente se


está refiriendo a la moderna familia nuclear (ver Jenks 2005), es decir al grupo
formado por padre y/o madre e hijo(s) y/o hija(s), y la socialización sería
fundamentalmente la que ejerce el padre y/o la madre sobre su prole. Es lógico
que, entendida como agente socializador, la familia sea funcional al orden social
hacia el cual socializa a sus miembros, en este caso, niños y niñas. Así lo habría
entendido Parsons (ver Jenks 2005: 16), y así lo entiende también Jenks (2005:
104-105), quien señala a la familia como uno de los lugares de la
gubernamentalidad foucaultiana de la que hablamos en la sección 1.4, pues

107
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

tanto absorbe como distribuye el control social. La familia nuclear


contemporánea es uno de los puntos de llegada de los discursos desarrollistas
que con su afán normativo permean todas las capas de la sociedad35.

En cuanto madre, la mujer fue objeto principal de esta regulación a lo largo del
siglo XX, y sigue siéndolo. Ya lo hemos mencionado en las secciones precedentes
pero conviene detenernos un poco más en ello pues la regulación de la infancia
hegemónica es inseparable de la regulación de la femineidad-maternidad
hegemónica.

La exclusión de las mujeres y de los niños y niñas de la industrialización en el


siglo XIX significó su progresiva domesticación, literalmente, su confinación en el
ámbito doméstico del hogar (ver Kennedy 2006: 84), que se convirtió en su
destino natural (Donzelot 1998: 41). El trabajo era lo que hacía el hombre adulto
fuera de casa. Las mujeres, y los niños y niñas no trabajaban: unas parían,
criaban y cuidaban (Jenks 2005: 86; James et al. 1998: 53), y los otros
estudiaban, y de hecho, siguen estudiando. La penetración de este paradigma se
ve en que, aún hoy, “madre” y “mujer” son sinónimos a un nivel que “padre” y
“hombre” no lo son36; la maternidad es presentada en la abundantísima
literatura de ayuda y “consejo” a -eufemismo para “control” de- la maternidad
como “el ‘máximo logro’ de una mujer, con el amor materno como ‘natural’, y
por ende, la falta de él como señal de que se necesita ayuda psiquiátrica”
(Burman 2008: 79).

Refiriéndose a los Estados Unidos de mediados del siglo XIX, Kessen (1979: 817,
corchetes nuestros) comenta que el mundo público de los varones adultos
comenzó a ser “visto como feo, agresivo, corruptor, caótico, pecaminoso (una
característica no del todo lamentada), e irreligioso. Y el cada vez más privado
mundo de las mujeres [y de los niños y niñas], en una antítesis inevitable, se
transformaba en algo dulce, casto, calmo, cultivado, amoroso, protector, y

35
Por ejemplo, en Inglaterra se habla del “multi-agency working in early years” (trabajo
multidisciplinario en la infancia temprana), para referirse al equipo de profesionales encargados de
apoyar, guiar, corregir… a los padres en su crianza. Ver, por ejemplo, Siraj-Blatchford et al. (2007) y
Gasper (2010).
36
No se puede desdeñar el rol que el catolicismo y su culto a María han tenido en esta asimilación,
pues la figura de ésta se presenta antes como madre (de Dios) que como mujer, y subordina este
segundo carácter al primero. María, de hecho, difícilmente puede ser pensada en cuanto mujer
pues el dogma católico la ha desexualizado completamente: concibió virginalmente ¡y conservó
dicha virginidad incluso después del parto!

108
1. LA(S) INFANCIA(S)

sagrado” (ver también Kennedy 2006: 84). Madre, mujer, en privado, contra un
hombre, no necesariamente padre, público. No deja de ser llamativo que al
hablar de un hombre público la figura todavía se asocie con un político o figura
de renombre, pero que al hablar de mujer pública, una asociación muy común
siga siendo la de prostituta, como si la mujer tuviera una vulnerabilidad hacia la
corrupción y pecaminosidad públicas, de que habla Kessen, que el hombre no
tiene, o como si la corrupción y pecaminosidad del hombre no importaran tanto
como las de la mujer. Así, el Diccionario de la Lengua Española editado por la
RAE, en su 22ª edición de 2001, define a la “mujer pública” (también “mujer
mundana”) como la prostituta, en cambio el “hombre público” es “el que tiene
presencia e influjo en la vida social”. Y si hay una “mujer de gobierno”, ésta es la
“criada que tenía a su cargo el gobierno económico de una casa”, queriéndose
decir que el lugar natural en donde gobernaba la mujer era el ámbito privado del
hogar (y hasta la 21ª edición, se definía como la “criada que tiene a su cargo el
gobierno económico de la casa”). Por el contrario, el mismo diccionario denigra
al hombre dedicado a las tareas hogareñas definiéndolo como un “cocinilla”,
esto es, un “hombre que se entromete en cosas, especialmente domésticas, que
no son de su incumbencia”. El hombre ha de gobernar (en) lo público, la mujer
(en) lo privado.

Ahora bien, no bastaba con encerrar a mujeres, niñas y niños en la casa para que
se diera la crianza como aquel máximo logro al que toda mujer estaba llamada.
La normalización de la infancia de que hemos hablado profusamente trajo
consigo la necesidad de contar con una maternidad normal y normalizada, lo que
llevó a que, en cuanto madre, la mujer estuviera sujeta a un escrutinio
abiertamente público. Es decir, la privacidad del hogar no era tanto la privacidad
de la madre con sus hijos y/o hijas, sino que, por oposición, su exclusión del
espacio y asuntos públicos. Ya en 1912, en el Congreso Nacional de Madres de
Estados Unidos, se insistió en que el mero instinto maternal no bastaba para un
buen ejercicio como madre; la maternidad “llevaba consigo grandes
responsabilidades entre las cuales se incluía la obligación de abandonar el
mercado de trabajo… Las escuelas para madres empezaron a proliferar. Las
enfermeras entraron en los hogares de la clase trabajadora donde podían hacer
cumplir el evangelio de la higiene. Las niñas en la escuela eran enseñadas a
cuidar bebés” (Cunningham 2005: 156).

Asimismo, la consolidación de la escolarización obligatoria costeada por el


Estado redibujó la división de responsabilidades por el bienestar de niñas y niños
entre aquél y las madres. Por ejemplo, en Reino Unido, como los destinatarios de
la educación obligatoria eran mayoritariamente niños y niñas pobres, una vez

109
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

visibilizados en el colegio se les descubrió enfermos y desnutridos, lo que


implicaba que “el dinero gastado en los servicios educativos sería malgastado si
es que ellos no eran alimentados correctamente y tratados médicamente”.
Desde entonces, los debates de las clases dirigentes sobre las causas de la mala
salud o incluso mortalidad infantil se enfocaron ya sea “en la negligencia
materna o en la pobreza materna” (Mayall 2002: 70).

Ya vimos que el desarrollismo dominante desde hace más de un siglo ha puesto


su mirada no sólo en “los niños”, sino que también en sus madres, buscando
legislar y juzgar sobre lo apropiado y no del ejercicio materno (Burman 2008: 4).
Son las madres las que deben cuidar la regularidad en el cumplimiento de los
hitos del desarrollo (Burman 2008: 79), y las que, a 100 años del Congreso
Nacional de Madres de Estados Unidos, todavía no pueden confiarse sólo de su
instinto sino que, incluso para lo que es una “maternidad sensible”, deben
recurrir a la opinión de los expertos en desarrollo (Burman 2008: 133). Entre
éstos hay quienes dirigen expresamente no sólo su mirada sino que la culpa de
todos los males de la infancia sobre las madres. Ya criticamos la teoría del apego,
y vimos cómo pone sobre los hombros maternos (o de la “figura materna”) la
salud futura de niñas y niños. Lo mismo haría la teoría psicoanalítica de
Winnicott, según Henriques et al. (1984: 211), para quienes “se ha vuelto muy
fácil situar la fuente de todas las patologías en la madre, por no responder bien a
las necesidades del bebé. Más que cualquier otro relato psicoanalítico, el de
Winnicott ha contribuido a la normalización y regulación de la maternidad”.

No es extraño, entonces, que las madres se encuentren oprimidas por un


mensaje angustiantemente equívoco, que les viene a decir: “madres, debéis
cuidar de vuestros hijos e hijas, pero dudamos de que seáis capaces de ello.
Necesitáis de la ayuda y la vigilancia científica” (Singer 1993: 432). Davis (2012)
estudió varios manuales de consejo a las madres, entre ellos los publicados por
John Bowlby (influyente teórico del apego) y el propio Winnicott, y entrevistó a
un extenso grupo de madres inglesas sobre el impacto de estos manuales en la
crianza de sus hijos y/o hijas. Lo que descubrió fue que, no obstante la variedad
de consejos provenientes de los distintos manuales, en lo que coincidían todos
era en el tono amenazante de las prescripciones de crianza, que dibujaba un
abanico de males para los casos en que éstas no se siguieran concienzudamente.
También descubrió que el nivel de exigencia de estos manuales era tan alto que
las madres muchas veces se sentían más frustradas que ayudadas, por no poder

110
1. LA(S) INFANCIA(S)

responder a la exigencia que les correspondía en su calidad de madres37.

A la luz de esta situación es entendible que las diversas “olas” del feminismo se
hayan situado, con mayor o menor énfasis, en un pie de distancia respecto de la
maternidad y con ello de la infancia, al verla como causante de su opresión,
distancia que empezaría a ser superada por los nuevos estudios de la infancia
que incorporan la perspectiva de género al análisis de las diversas infancias (ver
Mayall 2002: 169-178).

Aparte de la subordinación de la mujer a la maternidad, otro factor que también


ha calado hondo en la socialización ejercida por padres y madres, si bien de
forma mucho más reciente, es lo que podríamos traducir como el discurso del
“extraño: daño” (stranger danger), que se suma al del peligro del tráfico de
vehículos (Roose y Bouverne-De Bie 2007: 437-8) para, combinados, alentar una
“crianza paranoica” que reconduce aun más a los niños y niñas a su encierro en
las casas o demás lugares “para niños” (guarderías, ludotecas, colegios, etc.)38.
Esto lleva a los padres a inculcar en sus hijos e hijas el ser cuidadosos y
temerosos (Mayall 2002: 55-56) lo que internaliza en los propios niños y niñas la
domesticidad y vulnerabilidad impuestas por los discursos hegemónicos de la
infancia. Se habla de crianza paranoica porque estos temores no responden a
verdaderos incrementos en la inseguridad a la que se ve sometida la infancia,
respecto de, por ejemplo, una o dos generaciones atrás, sino a cierta “mitología
del abuso infantil” que no toma en cuenta que, paradójicamente, las cifras
suelen revelar que la mayor incidencia de abusos en contra de los niños viene de
la propia familia, no de extraños (Jenks 2005: 93 y ss.).

Así mismo, esta paranoia es consecuencia necesaria de la penetración en las


familias del desarrollismo, que asume que “los niños”, incompetentes por
naturaleza, no sabrán cómo cuidarse a sí mismos una vez enfrentados al

37
Y aunque la crianza recae en las madres, que son quienes cargan con la responsabilidad y en
definitiva las culpas de la crianza, la condición de “hijo” o “hija”, la medida de la filiación, no la da
la madre, sino el padre, por ausente que se acepte que esté: así define el diccionario de la RAE (22ª
ed.) a un “huérfano”: “Dicho de una persona de menor edad: A quien se le han muerto el padre y
la madre o uno de los dos, especialmente el padre” (cursivas nuestras).
38
“En este enfoque paranoico… los padres inevitablemente necesitan apoyo o dirección de parte
de expertos entrenados que les enseñen qué constituye un riesgo y qué no para su hijo o hija. Este
miedo a los riesgos no sólo conduce a padres paranoicos, sino que a niños y niñas sobreprotegidos
[overparented] cuya libertad para jugar, y cuyas posibilidades para aprender a lidiar con los riesgos
son severamente coartadas” (Roose y Bouverne-De Bie 2007: 437-8).

111
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

“peligro”. En un país como Suecia, por ejemplo, la ansiedad de los padres


respecto de los riesgos a que se pueden ver expuestos sus hijos e hijas pequeños
es mucho mayor que en zonas como el África subsahariana, donde los riesgos
para la sobrevivencia infantil son, sin embargo, hasta 25 veces mayores que en
Suecia (Weltes-Nystrom 1988: 76). Esta ansiedad ante los riesgos –reales,
magnificados, imaginados- que amenazan a la infancia termina reforzando la
posición de la familia como lugar de (sobre)protección y (pseudo)seguridad para
niñas y niños, lo que inevitablemente aumenta el peso de la familia como agente
de socialización y consigue seguir alimentando el discurso del “niño” vulnerable
y doméstico. Al mismo tiempo, se afianza con ello la percepción de que, por su
cada vez más consolidada expulsión de la esfera pública, el niño o niña que no
está en un lugar expresamente “para niños” siempre parece estar en el lugar
equivocado.

ii. Colegio

El caso del colegio es particularmente significativo al teorizar la socialización


pues la opinión generalmente indiscutida sobre la bondad y necesidad de la
escolarización infantil, con sus beneficios y utilidades siempre diferidas
precisamente hacia ese mundo futuro y adulto, hacia el ingreso del “niño” en el
orden social, no hace sino reforzar la tesis de la socialización entendida de
manera “occidental”. El colegio asume cuasi-monopólicamente el rol de
administrar la educación, es decir, de canalizar la socialización formal; la gran
mayoría de las diversas infancias han sido escolarizadas, y los niños y niñas han
sido puestos en el colegio como su lugar más propio. Sin embargo, el colegio,
como la familia nuclear, es un fenómeno histórica y culturalmente novedoso,
“ausente, o de una importancia sólo relativa tanto durante la mayor parte de la
historia occidental como en el conjunto de sociedades documentadas por la
antropología” (Lancy 2008: 307).

Ya vimos en la sección 1.2 que la obligatoriedad del colegio desde fines del siglo
XIX había pretendido “salvar” a “los niños” (de la pérdida de su inocencia), a los
adultos (de los niños y niñas que les deprimían los sueldos), al Estado (de los
niños y niñas vagos, indeseables y peligrosos) y a la economía (de futuros
ciudadanos no lo suficientemente formados como para competir en un mercado
abierto y capitalista). Veamos ahora, en términos generales, qué modelo de

112
1. LA(S) INFANCIA(S)

colegio es aquél que desde entonces asumió un rol tan importante para todas las
capas de la sociedad39.

La realidad escolar en Occidente es un ejemplo de la medida en que socialización


y control son palabras a menudo intercambiables al tratar de la relación de los
adultos con los niños y niñas, control de los tiempos y espacios “de” (i.e. para)
niños y niñas, en primer lugar, por el hecho de ser el lugar donde,
obligatoriamente, éstos deben pasar sus infancias.

Foucault (1979) habla de tres técnicas que se conjugan en la escuela,


aproximadamente desde el siglo XVIII (así como en la prisión moderna, en los
hospitales, en los cuarteles, y en las fábricas) para configurarla como lugar de
control y disciplinamiento, disciplina como distribución de los individuos en el
espacio. Primero, la “clausura”, modelada tras la celda monástica, que implica
“un lugar heterogéneo a todos los demás y cerrado sobre sí mismo”, el lugar,
protegido, de la monotonía disciplinaria (1979: 145). Luego la “localización
elemental”: “a cada individuo su lugar; y en cada emplazamiento un individuo…
el espacio disciplinario tiende a dividirse en tantas parcelas como cuerpos o
elementos por repartir hay” (1979: 146), y la regla de los “emplazamientos
funcionales”, que “va poco a poco, en las instituciones disciplinarias, a codificar
un espacio que la arquitectura dejaba en general disponible y dispuesto para
varios usos. Se fijan unos lugares determinados para responder no sólo a la
necesidad de vigilar, de romper las comunicaciones peligrosas, sino también de
crear un espacio útil” (p. 147). Por último, el “rango”, que en el siglo XVIII habría
comenzado
a definir la gran forma de distribución de los individuos en el orden escolar:
hileras de alumnos en la clase, los pasillos y los estudios; rango atribuido a
cada uno con motivo de cada tarea y cada prueba…; en este conjunto de
alineamientos obligatorios, cada alumno de acuerdo con su edad, sus

39
No se nos escapa que es reduccionista hablar, sin más, del “colegio”, pues la diversidad de
pedagogías y sistemas escolares evidentemente no caben bajo una sola definición de colegio o
educación escolar. Sin embargo, la caracterización que aquí hacemos pretende hacerse cargo de la
educación públicamente impuesta como obligatoria, es decir, la de los colegios públicos
propiamente tales, y la de los colegios (más, o menos) privados que se someten a normativa,
programas y control público, que suman la inmensa mayoría de los “colegios” en los Estados-
Nación. En España, por ejemplo, dependiendo de si nos referimos a una Comunidad Autónoma con
o sin lengua cooficial, el Estado, a través de su ministerio de Educación, decide sobre el contenido
del 55% o 65% de los horarios escolares de todos los centros educativos (Ley Orgánica 2/2006, de 3
de mayo, de Educación, artículo 6.3).

113
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

adelantos y su conducta, ocupa ya un orden ya otro; se desplaza sin cesar por


esas series de casillas, las unas, ideales, que marcan una jerarquía del saber o
de la capacidad, las otras que deben traducir materialmente en el espacio de
la clase o del colegio la distribución de los valores o de los méritos.
Movimiento perpetuo en el que los individuos sustituyen unos a otros, en un
espacio ritmado por intervalos alineados.

La organización de un espacio serial fue una de las grandes mutaciones


técnicas de la enseñanza elemental. Permitió sobrepasar el sistema
tradicional (un alumno que trabaja unos minutos con el maestro, mientras el
grupo confuso de los que esperan permanece ocioso y sin vigilancia). Al
asignar lugares individuales, ha hecho posible el control de cada cual y el
trabajo simultáneo de todos. Ha organizado una nueva economía del tiempo
de aprendizaje. Ha hecho funcionar el espacio escolar como una máquina de
aprender, pero también de vigilar, de jerarquizar, de recompensar (pp. 150-
151, cursivas nuestras).

La sala de clases, entonces, se estructura de tal forma de permitir el control de


niños y niñas “poniéndolos en filas, dividiéndolos en mesas o grupos, o según
actividades; llevando a algún niño o niña al ‘rincón de lectura’, o diciéndole que
se acerque a la mesa del maestro o salga al frente de toda la clase” (James et al.
1998: 45). El control de los espacios escolares también se expresa en la
demarcación de distintas regiones en las cuales está más o menos permitido
estar, dependiendo de la actividad, la edad, la hora, etc. (Devine 2002: 309;
Rasmussen 2004: 168).

El control ejercido por el colegio también se refiere a los tiempos y el tiempo, y


en esto también hay que referirse a la herencia monástica, según Foucault
(1979). Los tres grandes procedimientos del modelo monástico del empleo del
tiempo, a saber, “establecer ritmos, obligar a ocupaciones determinadas y
regular los ciclos de repetición, coincidieron muy pronto en los colegios” (1979:
153). Asimismo, en el colegio las actividades de los alumnos y alumnas se
elaboran temporalmente, “el acto queda descompuesto en sus elementos; la
posición del cuerpo, de los miembros, de las articulaciones se halla definida; a
cada movimiento le están signadas una dirección, una amplitud, una duración;
su orden de sucesión está prescrito. El tiempo penetra el cuerpo, y con él todos
los controles minuciosos del poder” (1979: 153). Foucault no da ejemplos de
esto, pero es fácil encontrarlos en el antiguo énfasis en la uniformización de la
caligrafía o en escribir con la mano derecha (por ello, por ejemplo, mi padre es
diestro sólo para escribir): solamente un cuerpo disciplinado puede dar con un

114
1. LA(S) INFANCIA(S)

gesto eficaz (1979: 156). Pero el control de los cuerpos se extiende mucho más
allá de este “gesto eficaz”, y comprende el obligado cumplimiento de una serie
de exigencias de vestido, dieta, conducta, higiene, modales, etc. (Devine 2002:
310) Por último, la escuela, para Foucault, se hace eco del principio de utilización
exhaustiva del tiempo, que “plantea el principio de una utilización teóricamente
creciente siempre del tiempo: agotamiento más que empleo; se trata de extraer,
del tiempo, cada vez más instantes disponibles y, de cada instante, cada vez más
fuerzas útiles. Lo cual significa que hay que tratar de intensificar el uso del
menor instante” y que la rapidez es una virtud (1979: 157-158): el empresarial y
capitalista “el tiempo es dinero” llevado a las aulas, acompañado del énfasis en
una estricta ética del trabajo (Devine 2002: 310). Por último, señalan James et al.
(1998: 75) en la línea de Foucault, los horarios del colegio se intersectan para
“estructurar ciclos diarios, semanales, y anuales, y crean una diversidad de
restricciones espaciales y temporales para los niños y niñas”.

Todas estas restricciones confluyen en el curriculum, “conjunto de objetivos,


competencias básicas, contenidos, métodos pedagógicos y criterios de
evaluación” de la enseñanza, como lo describe la legislación española (LOE
2/2006, art. 6.1). El curriculum “es estratégico en la planificación de toda la
experiencia escolar a través de una combinación de espacio, tiempo, ubicación,
contenido, proximidad, soledad, insularidad, integración y jerarquía” (Jenks
2005: 76). En este sentido, los curriculums son teorías sobre el desarrollo
cognitivo y corporal, y por necesidad contienen presunciones sobre cómo tienen
que ser los niños y niñas (Jenks 2005: 77), las que, obviamente, suelen derivar
del desarrollismo hegemónico que ya hemos criticado. El curriculum como
modelo que da las pautas para una ascensión progresiva desde un menos y peor
a un más y mejor, asume el modelo de desarrollo en etapas universales del
desarrollismo, y el mandato de normalizar o, en su caso, etiquetar a los
anormales. El rígido sistema de clases según edad y capacidad no hace sino
reforzar el paradigma del “niño normal”, estigmatizando los casos de
“desviación”, pues quien se queda atrás o repite, sea porque “no es capaz” o
porque “es inmaduro” revela que es, también, alguien anómalo para su edad
(ver James y Prout 1997c: 237-238). El reciente énfasis en identificar
(¿construir?) trastornos como la hiperactividad con déficit atencional (THDA),
que muchas veces se manifiesta como una perturbación del espacio escolar, y a
tratarlos con fármacos como el Ritalín que busca reconducir a los niños y niñas
“hiperactivos” y “deficitarios” a la “normalidad” (Danforth y Navarro 2001; Singh
2002), es un ejemplo claro de lo radical de la apuesta por la normalización en el
colegio. Por ello los niños y niñas tienen que probar (y probarse)
periódicamente, una y otra vez, a través de exámenes académicos y tests

115
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

psicológicos, que siguen perteneciendo al grupo de edad al que deben


pertenecer.

Los niños y niñas, no hace falta decirlo, no suelen participar en las decisiones
sobre todo esto, más bien,

la escuela y la escolarización son vividas como algo que ‘se les hace’, algo que
es legitimado por un discurso que prioriza necesidades y expectativas
orientadas hacia el futuro-adulto, por sobre la experiencia presente. El énfasis
se pone en la preparación del niño o niña como futuro ciudadano, equipado
con las virtudes (productividad, competitividad, buen comportamiento y
control) que contribuirán como adultos a las necesidades de la sociedad post-
industrial (Devine 2002: 312).

De hecho, la obligatoriedad de la escolarización le quita peso a cualquier


pretensión de auténtica participación de las niñas y niños en la gestión de su
experiencia escolar: ¿qué concepción más débil de la participación infantil es
aquélla que dice que los niños pueden participar en la gestión de su
escolarización obligatoria40? Como sugiere Deleuze, en conversación con
Foucault, esa participación, esa libertad, no es más que la libertad del preso en la
cárcel, y así como “los prisioneros son tratados como niños, …los niños son
tratados como prisioneros”, y “sufren una infantilización que no es la suya” (en
Foucault 2001: 28).

Aunque el objetivo expreso del colegio sea la formación de personas autónomas,


libres, o independientes, la acción pedagógica se realiza como acción
disciplinaria, es decir, ni libre ni independientemente, pues lo que importa en
definitiva es que “el niño” participe en la sociedad, como un buen ciudadano. “El
niño”, futuro ciudadano, presente inacabado, es comprendido sin necesidad de
ser conocido, a través de lo que Gadamer llama “la dialéctica de la asistencia
social”, que pretende comprender al otro anticipándosele y así mantiene “a
distancia la pretensión del otro” (1997: 436-437). La penetración del
desarrollismo “facilita que el modelo competitivo de educación capitalista
avance sin contrapesos; si ya sabemos adónde van los niños y niñas, y cómo,
entonces hemos llegado allí antes que ellos, y podemos planificar su viaje por
ellos” (Kennedy 2006: 13-14). El colegio, que forma a alguien que no se conoce,

40
Contra el pretendido progresismo de las pedagogías así llamadas “progresistas”, ver crítica de
García Olivo (2005: 67 y ss.).

116
1. LA(S) INFANCIA(S)

ni interesa conocer –i.e. el alumno o alumna concreto- para que llegue a ser
alguien –i.e. el ciudadano ejemplar- que de antemano se conoce, anula cualquier
posible pretensión de diferencia del alumno o alumna en favor de una
abstracción al servicio de los poderes establecidos. En el centro de éstos, un
sistema económico que reclama a los “buenos productos” de dicho modelo
escolar para perpetuarse, a la vez que cierra sus espacios a los muchos
“productos” de rendimiento insuficiente (según los estándares del propio
modelo económico). De hecho, en sociedades sistemáticamente desiguales,
entre otras cosas, con asumido desempleo estructural, el desastre más grande
que podrían causar las escuelas sería educar tan bien que todos los niños y niñas
tuvieran éxito. Pues entonces, ¿quién aceptaría empleos poco cualificados y
degradantes? ¿Quién se resignaría a trabajar en puestos que matan la iniciativa y
atontan el intelecto? ¿Cómo soportaría la gente una repartición del empleo por
la cual muchos trabajan tantas horas que su salud está en peligro, mientras que
otros pierden habilidades y confianza en sí mismos durante largos meses [y
años] de desempleo? Ciertamente, las escuelas producen capital social. Pero su
trabajo de fabricación del fracaso es igual de importante (Miller 2005: 26,
corchetes nuestros).

En suma, el colegio es el lugar del “niño”, donde la sociedad busca asegurar la


reproducción de sí misma, y de las relaciones sociales de producción (Miller
2005: 26). Obligatorio, y por ello fiscalizado más o menos de cerca por el Estado,
el colegio es un componente funcional esencial por el cual los poderes
económicos e ideológicos “reproducen esa forma de subjetividad que integra al
trabajador, al consumidor y al ciudadano” (Kennedy 2006: 154), necesaria para
mantener la estructura social hegemónica. Así, junto con la abolición del trabajo
infantil, la asistencia de los niños y niñas al colegio ya forma parte de las
variables que inciden en el “desarrollo” de un país, “objetivos explícitos de
gobiernos y organizaciones internacionales como UNICEF, y consensualmente
asumidos como factores determinantes para la prosperidad económica y la
identidad nacional” (Prout 2005: 36; y ver Cunningham 2005: 3)41.

41
“En las últimas décadas del siglo XX, los regímenes de escolarización de orientación instrumental
de los ‘tigres económicos’ del sudeste de Asia se alzaron como el modelo para la producción de la
eficiencia económica, e influyeron ampliamente en el cambio de los sistemas educativos en
Europa; ... este fenómeno representa una reorientación del impulso moderno para controlar el
futuro a través de la infancia ... Este endurecimiento del control sobre los niños y niñas proviene de
una declinante fe en otros mecanismos de control económico, combinado con el aumento de las

117
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

ii.i. Expansión del colegio.

Su importancia superlativa en la controlada reproducción de las estructuras de


poder ha llevado al colegio a expandirse y colonizar realidades otrora ajenas a su
órbita. En primer lugar, la primera infancia y la juventud, antes en territorio de la
familia y de la sociedad, respectivamente, han sido fagocitadas por el colegio,
que a lo largo del siglo XX se extendió “tanto ‘hacia arriba’ (aumentando
progresivamente la edad de finalización de la educación obligatoria) como ‘hacia
abajo’, con un énfasis creciente en la educación pre-escolar y la provisión de
guarderías” (Prout 2005: 33). Y cuanto más es consumida la vida de una persona
por el colegio, “mayor es el tiempo durante el cual esa persona es tratada y se
concibe a sí misma como niño” (Cunningham 2005: 182).

En seguida, el colegio también ha traspasado el encierro monástico, identificado


por Foucault, para colonizar no sólo a los niños y niñas, sino también al resto de
la sociedad, empezando por la familia. Ésta ha de tratar al niño o niña como a un
alumno desde el nacimiento, si no antes (abundan los “consejos” a las madres
para que hablen o pongan música a sus fetos), para así prepararlo para el colegio
y la sociedad competitiva a donde éste le dirige (ver Lancy 2008: 154). Asimismo,
aunque los niños y niñas son controlados y disciplinados por sus profesores,
éstos a su vez deben someterse a otra serie de controles para administrar
eficientemente la educación de los futuros ciudadanos y consumidores (ver
Wyness 2005: 8).

Por último, el colegio ha colonizado los modos de vida de sociedades muy


distintas a la occidental euroamericana, a cuya reproducción sirve. En las
sociedades que documenta la antropología, de que habla Lancy (2008), el modo
de aprender dista mucho del modo de enseñanza escolar, como vimos en los
apuntes sobre antropología. Por ejemplo, “en una sala de clases de Tonga, los
maestros pueden esperar que las niñas y niños entreguen información
voluntariamente, hagan preguntas, o respondan deseosamente las preguntas
académicas del profesor. En una aldea de Tonga, sin embargo, niñas y niños
deben aprender sólo a través de la observación” (Lancy 2008: 324). Este
contraste a veces implica la colisión de la propia auto-comprensión que el niño o

presiones competitivas de la economía mundial. La intensificación de la competencia mundial y la


intrincada creación de redes en las economías nacionales han erosionado la capacidad de los Estados
para controlar su propia actividad económica. En tales circunstancias, esculpir a los niños y niñas
como la futura fuerza de trabajo se ve como una opción cada vez más importante” (Prout 2005: 33).

118
1. LA(S) INFANCIA(S)

niña tiene de sí mismo y su comunidad pues la estructura escolar enfatiza el


individualismo, “que los estudiantes asuman una responsabilidad individual, se
ganen su nota, y presten atención al profesor y no a sus pares, lo que contrasta
con el énfasis de la aldea en el colectivismo, especialmente en lo referido a los
niños y niñas” (Lancy 2008: 325).

La socialización escolar supone un curriculum académico que, en teoría, abrirá a


niñas y niños un abanico de oportunidades en el futuro, cuando sean miembros
de pleno derecho de la sociedad. Esto difiere mucho del “currículum” que se
observa en las sociedades tradicionales donde los niños y niñas tienen,
tácitamente, un camino más o menos pre-establecido que aprender por sí
mismos. Así, los niños (varones) Touareg del desierto de Mali se forman desde
pequeños para pastorear camellos (currículum del pastoreo); los niños (varones)
Yanomamo de la selva venezolana tienen su arco y flecha de juguete ya a los 5
años (currículum de la caza); los niños (varones) Bamana de Mali entienden ya a
los 4 años lo que es la siembra de la alubia (currículum de la alubia); y en Tobia,
en la Micronesia, a los 7 años los niños (varones) ya empiezan a pescar
(currículum de la pesca) (Lancy 2008: 239-241). Por el contrario, el que en
Occidente se forme a un niño o niña para nada en concreto ciertamente tiene
mucho que ver con el hecho de que los niños y niñas occidentales no sepan nada
(en concreto), con la inutilidad que se proyecta sobre ellos, y con su plusvalía
emocional enfrentada a su minusvalía económica. No es una paradoja menor
que esto ocurra en la autoproclamada sociedad del conocimiento42.

La colonización efectuada por la globalización del colegio ha causado verdaderos


estragos en las sociedades de “acogida”, a cuyas centenarias formas de
educación se les ha reclamado un reciclaje imposible, por repentino,
descontextualizado, impuesto, y sobre todo, culturalmente alienante. Entre las
diversas culturas cazadoras-recolectoras que habitan en los bosques de las islas
Andaman, en el Índico, la imposición de la escolarización ha significado una
perturbación radical de sus modos de vida, pues los colegios creados son lugares
que buscan “socializar a los niños y niñas para la sociedad estatal que existe
allende los bosques. La aspiración de los colegios, financiados con fondos
públicos y gestionados por agencias de desarrollo privadas, es que los hijos e
hijas de los cazadores recolectores se conviertan en ciudadanos, y participen en

42
Lancy (2008: 257-259) propone a los navegantes de la isla Puluwat como único ejemplo de una
sociedad en la que se da una enseñanza activa e intensa de un oficio a los niños, pero, hay que
insistir en ello, es una enseñanza de algo concreto, para algo concreto.

119
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

la economía política donde los individuos deben ser productivos y trabajar por
una remuneración” (Pandya 2005: 388). Por esa misma lógica de imposición e
insensibilidad a la realidad local, no es de extrañar que en grandes partes de
África el sistema escolar haya devenido en “un productor en serie de juventud
desempleada que puede leer y escribir pero que es totalmente dependiente y no
puede aportar a, y ni siquiera usar la sabiduría local” (Nsamenang 2002: 91). Esto
explica por qué Leyra Fatou (2012: 259) postula la necesidad de replantearse la
utilidad de la escuela para la infancia trabajadora en México, pues en sus vidas
cotidianas los niños y las niñas trabajadoras requieren de unos talentos y saberes
que adquieren mucho más en el propio trabajo que en la escuela. De lo que se
trata es de revincular la escuela con las vidas presentes de niños y niñas, más que
con improbables hipótesis futuras.

El caso de los Huaorani de la Amazonía ecuatoriana es particularmente


ilustrativo de la carga de profundidad que supone para la vida comunitaria la
llegada de la lógica escolar. Según Rival (1997: 141), el mayor impacto ha
consistido en “la remoción de las niñas y niños de su entorno natural y,
consecuentemente, su ‘descualificación’ [deskillment] en lo que se refiere a la
sabiduría del bosque”. Aunque la educación formal intente de buena fe reforzar
la cultura y educación indígenas, a la vez que transmitir las habilidades que
demanda la sociedad estatalmente organizada, inevitablemente

termina folclorizando las tradiciones culturales, al descontextualizarlas y


enseñarlas cual narrativas del pasado. Como el conocimiento escolar es por
definición descontextualizado, el conocimiento cultural [de las culturas
indígenas] que ofrece la educación formal es ‘conocimiento escolar’, del
mismo modo que las matemáticas aprendidas en el colegio son ‘matemáticas
escolares.’ Si las matemáticas escolares difícilmente tienen algo que ver con
las habilidades aritméticas de la vida cotidiana [como vimos con el ejemplo de
la serie ‘The Wire’, sección 1.3.i], las culturas indígenas… que se enseñan en
los colegios bilingües tienen muy poco que ver con la cultura de los hogares
de los alumnos y alumnas [Huaorani]… (Rival 1997: 142, corchetes nuestros)43.

43
Aunque esto no supone, necesariamente, la intención de folclorizar y con ello menospreciar las
culturas locales, se sigue de la naturaleza de la educación escolar formal (i.e. públicamente
regulada) en todo el mundo, cuyo establecimiento siempre requiere la existencia de comunidades
que se caracterizan por “la sedentarización y la mayor concentración de población, el desarrollo de
la agricultura, la división entre trabajo mental y manual, la introducción de nuevas categorías

120
1. LA(S) INFANCIA(S)

ii.ii. ¿Colegio como trabajo?

La supuesta (i.e. interesada) inevitabilidad de la educación infantil formal,


intensiva e improductiva en el Occidente urbano –considerando que el modelo
económico hegemónico requeriría alto grado de conocimientos abstractos
(Lancy 2008; Miller 2005)- y su diseminación a lo ancho de todo el mundo, ha
llevado a algunos teóricos a intentar su reconceptualización “desde dentro”.

Ciertamente hay muchos niños y niñas que consideran que lo que hacen en el
colegio es trabajo (ver sección 1.7), y su actividad escolar cabe prácticamente
bajo cualquier definición de trabajo que vaya más allá del trabajo remunerado
(James et al. 1998: 119). Tomando esto en consideración, y como una forma de
corregir parcialmente la anomalía de haber suspendido la utilidad económica
presente de los niños y niñas en razón de una presunta (pero incierta) mayor
utilidad futura, Qvortrup (2001, 2004) ha planteado que, ya que el trabajo
educacional de los niños y niñas tiene un valor real mensurable
intergeneracionalmente, ellos deberían percibir algún tipo de contraprestación
por él. Niñas y niños serían parte de lo que Qvortrup (2001: 100) llama la división
diacrónica del trabajo, y aunque ya no son económicamente útiles para sus
padres, sí lo serían, aunque en forma diferida, para la sociedad en general, que
necesita(rá) la cualificación que se sigue de su trabajo (i.e. educación) escolar.
Antes sólo sus familias gozaban los frutos del trabajo de niñas y niños, ahora los
disfruta(rá) la sociedad entera. Toda productividad social, todos los bienes y
servicios de una economía, serían económicamente rastreables hasta un primer
paso que es la educación escolar. Es decir, aunque el trabajo infantil en el colegio
no sea ahora productivo, supone la capitalización de niños y niñas para ser
productivos en el futuro, por lo que hay que reconocerles anticipadamente tal
productividad. Y ello aun cuando dicha productividad pueda no llegar a
producirse, pues lo relevante, y que debe ser reconocido pecuniariamente, es
que el trabajo de los niños y niñas es propiamente el trabajo escolar (ver también
Morrow 2010: 438).

sociales y patrones familiares, un contacto decreciente con el entorno natural, y una mayor
comunicación con los centros comerciales y administrativos de la nación. Estos requisitos son fijos
y no intencionales, y las distintas opciones curriculares o puntos de vista pedagógicos de los
profesores no pueden alterarlos de manera significativa” (Rival 1997: 142).

121
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

El primer y más evidente problema de la propuesta de Qvortrup es que su


implementación se antoja prácticamente imposible. Incluso en el mundo
minoritario, el supuesto mundo “rico” (que, sin embargo, a 2013 sólo sabe de
austeridad y medidas destinadas a aumentar la competitividad, i.e. adelgazar
gastos y empleos), pagarles un salario a todos y cada uno de los niños y niñas
que van al colegio es plantear una quimera. En segundo lugar, Qvortrup plantea
remunerar a niñas y niños (o a sus padres en su nombre), pero mantiene que el
colegio debe ser obligatorio (2001: 96), pues la sociedad necesita los frutos de la
educación escolar, lo que asemeja dicho pago no tanto a un sueldo como a una
indemnización por trabajar forzadamente. En tercer lugar, aunque Qvortrup
quiera reconocer que el trabajo escolar, es decir, la actividad presente de niñas y
niños, es necesario y mensurable intergeneracionalmente, lo que consigue su
división diacrónica del trabajo es reproducir las categorías de niño para el futuro,
y adulto para el presente, que venimos criticando aquí. El trabajo escolar supone
una obligatoriedad presente para una utilidad necesariamente futura, que
convierte a los niños y niñas en sujetos necesarios sólo de tal comunidad futura.

En cuarto lugar, y recapitulando de algún modo lo anterior, la propuesta de


Qvortrup implica asumir acríticamente la necesidad y consiguiente utilidad
(¿aunque para quiénes?) del sistema escolar en cuanto lugar de enseñanza. Pues
hay que plantearse la efectividad de que el colegio le dé una plusvalía al “recurso
humano” niño/a, es decir, de que sea un lugar, el lugar primordial, donde se
aprende. Más que aprender algo o aprender a saber, parece que lo que más se
aprende en el colegio es a desplegar conocimientos para la evaluación. Lave y
Wenger (1991: 112) argumentan que la práctica de las evaluaciones, pruebas y
exámenes escolares, es la mejor muestra de que la educación escolar no tiene
valor de uso, sino valor de cambio, es decir, que es una mercancía (ver también
Katz 2004: 116)44. En la misma línea, Liebel (2004: 132) dice que esta visión del
trabajo iguala el trabajo del colegio al trabajo adulto en lo que tiene de
experiencia negativa, pues se ha de considerar como trabajo “precisamente

44
Como contrapunto, podemos citar la colaboración de los niños Tallensi, en la actual Ghana,
referida por Fortes (1938: 48). Ahí, desde pequeños, por mucho que la colaboración de los niños y
niñas sea “infinitesimal”-por ejemplo, la niña que acompaña a su madre a recoger agua y trae agua
en un cazo muy pequeño- “es una contribución real”, “en relación con una verdadera necesidad
del hogar”, lo mismo el niño que debe sujetar la pierna de un cadáver animal en un sacrificio: “está
desempeñando una tarea necesaria para completar la ceremonia”; “el entrenamiento del niño y la
niña en el deber y las destrezas es siempre socialmente productivo, y por lo tanto,
psicológicamente provechoso; nunca puede convertirse en artificial o aburrido”.

122
1. LA(S) INFANCIA(S)

porque no sirve para satisfacer necesidades, ni crea valor de uso, sino que está
encaminado a la producción de un valor de cambio y es una presión sobre los
niños y niñas que debe ser compensada por un ingreso”. Entonces, si el trabajo
escolar ya implicaba la producción de un valor de cambio, pues se trabajaba por
una nota en un examen, ahora el trabajo escolar alcanza su plena
mercantilización al equipararse con el trabajo asalariado. En la sección 3.4.i.ii
veremos un ejemplo de refutación práctica, en terreno, de la viabilidad del
colegio remunerado, en el caso de escuelas instauradas por la OIT y UNICEF en
Bangladesh, para “sacar” a los niños y niñas del trabajo.

Por último, como dice Liebel (2004: 134), en las sociedades industriales (donde la
escolarización universal y obligatoria está más asentada), se está haciendo
necesario y accesible el trabajo que no es trabajo escolar, como lo muestra “el
creciente deseo de muchas niñas y niños de al menos complementar el colegio…
con trabajo asumido por su cuenta fuera” de él. Es decir, para entender y juzgar
el trabajo infantil no basta considerar su utilidad social, sino también el sentido
que tiene el trabajo para los propios niños y niñas (ver sección 3.4).

iii. Socialización Corporativa (“Kindercultura”)

En la sección precedente hablamos del currículum escolar, pero hay otro


currículum, paralelo, y muchas veces contradictorio con aquél, que tiene una
incidencia tan relevante como el escolar en las vidas de muchos niños y niñas en
el mundo contemporáneo, particularmente en la infancia minoritaria, y que aquí
sólo bosquejamos (ver Steinberg y Kincheloe 2004a; Buckingham 2011). A este
currículum paralelo lo podríamos llamar el “currículum corporativo”, que destila
la kindercultura, que es la “cultura corporativa del consumo infantil” (Steinberg y
Kincheloe 2004b: 11). El “curriculum corporativo” sustituye los hitos del
desarrollo del desarrollismo y el colegio por hitos de consumo, centrales en la
configuración de la identidad de los “niños-consumidores”, a la vez que cada vez
más necesarios para formar parte de un grupo de pares en permanente
evaluación mutua (ver Langer 2005: 261): hay que ver, tener, y jugar con
determinados productos, cuya producción, venta y distribución es decidida “en
los departamentos de diseño y marketing de las corporaciones transnacionales,
ligados a modas iniciadas en películas y programas de televisión que transforman
el entretenimiento de niñas y niños en publicidad para productos derivados”

123
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

(Langer 2005: 268)45. De este modo, por ejemplo en el caso del juego infantil,
éste ya no sólo se juega sino que, en primer lugar, se compra (McKendrick et al.
2000: 301), y “los juguetes (toys) devienen como-juguetes (commoditoys46)”
(Langer 2005: 267)47. A través de los patrones de consumo inducidos en la
infancia por una omnipresente publicidad, elaborada por “expertos en marketing
que conocen profundamente las vidas, deseos, y contextos culturales de los
niños y las niñas contemporáneas” (Steinberg y Kincheloe 2004b: 11), las
grandes empresas se empoderan como auténticos profesores alternativos de la
infancia contemporánea (Steinberg y Kincheloe 2004b: 16). Llevado al extremo,
se podría considerar que niños y niñas están siendo progresivamente alienados
por esta kindercultura, pues cada vez se hace más raro que produzcan sus
propios placeres. Por el contrario, recibirían “pasivamente el entretenimiento
envasado que se les entrega en los establecimientos comerciales o a través de
los medios” (Henricks 2006: 43).

El diagnóstico de Langer (2005: 261) es sombrío:

El mundo de la infancia consumidora –un mundo de evaluación entre pares


basada en los bienes, personajes de los medios, y conocimiento de los
productos […] – puede ser tildado de inherentemente anómico; un mundo en
el que el deseo es infinito, la satisfacción pasajera, y lo suficiente
inalcanzable. Cada giro del ciclo de producción de entretenimiento les
presenta a las niñas y niños un nuevo universo de juguetes, juegos, ropa, y
cosas para coleccionar, que transforma a las cosas que ya tienen, cualquiera
sea su calidad y cantidad, en inadecuadas para sus ‘necesidades’. La
afirmación de Durkheim de que ‘perseguir una meta por definición
inalcanzable es condenarse a la infelicidad perpetua’ tiene implicaciones que
dan que pensar ante la perspectiva de una infancia consumidora feliz.

45
Sobre los programas de dibujos animados que inundan la cartelera infantil en la televisión, Kline
(1995: 176) dice que: “la televisión comercial se ha… saturado con animaciones promocionales
llamadas ‘anuncios de 30 minutos’ porque las ficciones están tan obviamente fabricadas con
intenciones promocionales”.
46
Literalmente: juguetes-mercancía. Pero preferimos el barbarismo de nuestra traducción porque
parece sugerente, ya que nos referimos a cosas que son como juguetes pero que también son otra
cosa, es decir a cosas con un excedente de significado, que muestran menos de lo que son.
47
Sobre género e industria del juego infantil ver Henricks (2006: 173-180); para estereotipos
sexuales promovidos por la industria del juego, ver Brown et al. (2004: 177-183) y Kline (1995: 168-
169).

124
1. LA(S) INFANCIA(S)

Pero como diagnóstico, el de Langer no es del todo exacto. Primero, porque da a


entender que, como también dice Henricks (2006: 43), las niñas y niños serían
meros títeres en manos de los poderes empresariales. Despojados de toda
voluntad propia, y en una permanente fuga hacia adelante, niños y niñas se
entregarían a una persecución imposible y, aún así, inevitable, es decir a una
tarea ciega, irracional y autodestructiva. Anulada la agencia de niños y niñas,
sólo quedaría el poder de la estructura (i.e. las grandes corporaciones),
empecinada en estrujar los bolsillos de los niños y niñas, y de sus padres y
madres. Contra este fatalismo, Buckingham (2011) muestra que la omnipotencia
de las empresas que sostienen la kindercultura ha de ser relativizada, y que “las
niñas y niños gozan de un grado de poder y agencia en su relación con el
mercado: pueden y de hecho resisten lo que el mercado les ofrece, a la vez que
se lo apropian y lo usan en modos diversos e impredecibles” (2011: 103).

Con todo, y en segundo lugar, lo anterior no quiere decir que el diagnóstico de


anomia, entendida en el sentido de Durkheim (“desregulación moral socialmente
producida”48), esté completamente fuera de lugar. La anomia es, ciertamente,
una consecuencia posible de orientar la vida a la satisfacción vía consumo. Pero
esto llama a poner en cuestión no sólo la agencia infantil, que puede
desembocar en tal anomia, sino cualquier concepto de agencia, incluida la de los
adultos. Es decir, ante la constatación de que la dinámica generada por “el niño
consumidor” y la kindercultura es potencialmente nociva para el primero, parece
que no se debería poner el énfasis en el niño o niña consumidor, sino en el
consumidor (sea niño, niña o adulto) pues el capitalismo se alimenta,
precisamente, de la siempre nueva creación de necesidades -por ende
insatisfechas- en los consumidores, en cuanto tales consumidores (¿de qué otra
cosa se trata el manoseado crecimiento económico?). En otras palabras, y
volviendo al ejemplo del juego, si bien “la promoción y publicidad de los juguetes
ha consolidado al mercado como una enorme institución de control del juego”
(Sutton-Smith, citado en Kline 1995: 165) y, con ello, y por extensión, de control
sobre los niños y niñas (los que juegan, los que no juegan pero quieren jugar, y
los que no juegan ni quieren jugar, todavía…), deberíamos preguntarnos en base
a qué argumentos protegeríamos a esos niños y niñas, distintos de los que
usaríamos para proteger a cualquier adulto del mismo control efectuado por el
mercado.

48
Voz “anomia” en Giner et al. (2006: 27).

125
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Entonces, ante la avalancha de estímulos y demandas de consumo que para los


niños y las niñas supone la kindercultura, debemos reconocer, con Buckingham
(2011), que ni en unos ni otras falta tanta agencia como para suscribir
plenamente el diagnóstico de anomia de Langer (2005), ni en los adultos la hay
tanta como para no extender, matizado, tal diagnóstico también a ellos. O sea,
debemos reconocer el adultismo que supone plantear tanto la escasez de
agencia infantil, como el exceso de agencia adulta. Más abajo volveremos sobre
la agencia de niñas y niños (sección 1.7), y sobre el disciplinamiento que opera el
capitalismo (sección 2.5).

iv. Grupo de Pares

La socialización a través del grupo de pares marca una diferencia cualitativa


respecto de la socialización familiar, escolar, y corporativa, pues supone
abandonar el esquema vertical de un adulto socializando a un niño o niña y dar
paso a un esquema horizontal donde las niñas y niños se socializan entre sí, lo
que permite que surja una agencia reprimida por esas socializaciones verticales.
Por ello, desarrollaremos más profundamente este punto cuando tratemos de la
“nueva” sociología de la infancia (sección 1.7) y su énfasis en el estudio de las
relaciones sociales de las niñas y los niños en cuanto tales.

De momento, hacemos un par de alcances para destacar las resistencias que una
socialización “inter-pares” despierta al interior de la visión tradicional de la
socialización, y para señalar lo estrecho del concepto de pares que el concepto
aún hegemónico de socialización mantiene.

James et al. (1998) explican que las teorías de socialización tradicionales han
desconfiado del “grupo de pares” por ser potencialmente responsable de
desviación y delincuencia, a la vez que han realzado la importancia de los
“amigos”. Esto se debería a que, en la medida en que las teorías de socialización
se basaron en modelos de psicología referidos al desarrollo infantil, asumieron
“un flujo unidireccional de información cultural desde el adulto competente
hacia el niño o niña incompetente y pasivo. En tal modelo había poco espacio
conceptual para una posible socialización de niño/a a niño/a…” (James et al.
1998: 94). Por su parte, el estudio de las amistades infantiles sí que tuvo valor
casi desde el inicio de la psicología del desarrollo, y aún hoy, a cada etapa del
desarrollo se le atribuye su correspondiente modelo abstracto de amistad,
elaborado según los métodos descontextualizantes ya criticados, al cual “los
niños” deben adecuarse so riesgo de ser patologizados (James et al. 1998: 94;
Corsaro 2005: 16). Lo que habría hecho la sociología de la infancia, es acercar las

126
1. LA(S) INFANCIA(S)

tradiciones de la amistad infantil y la socialización (ver James et al. 1998: 95),


para dar cabida a un concepto fuerte de socialización entre pares.

En segundo lugar, se debe relativizar la horizontalidad del grupo de pares en el


sentido de no limitar las relaciones que las niñas y niños tienen entre sí a
relaciones entre pares en edad pues ello tiende a simplificar la complejidad de
sus relaciones, que muchas veces son con niños y/o niñas mayores, o menores
(Prout 2005: 80). De hecho, en el mundo mayoritario los niños y niñas suelen
crecer y aprender, más que nada, junto a otros niños y niñas mayores, que no
son pares; por ejemplo, los Dusun de Malasia, entre los 2 y 4 años pasan más del
70% de su tiempo exclusivamente con sus “niños o niñas cuidadoras” (Weisner y
Gallimore 1977: 172). Al criticar el desarrollismo y su modelo de desarrollo en
etapas ya comentamos la anomalía de los grupos de pares constituidos por niños
y/o niñas de la misma edad, y Konner (2010: 489-480) destaca que estos grupos
de pares en edad tienen que haber sido prácticamente inexistentes en nuestro
entorno de adaptación evolutiva, por razones demográficas y por la limitada
capacidad de carga de los grupos cazadores-recolectores.

Con los pares como iguales en edad el estudio de la socialización se polariza


entre una socialización de los niños y niñas por los adultos (padres, madres,
profesores, responsables de las corporaciones, etc.), por un lado, y una
socialización entre niños/as de la misma edad, por el otro, perdiéndose en el
medio todos los casos de transmisión cultural y aprendizaje que se producen
entre niñas/os de distintas edades, lo cual no sólo conlleva un arbitrario
empobrecimiento de la realidad sino que, al menos en los casos de la
socialización de la infancia más temprana, refuerza la visión del “niño” como
incompetente, pues se entiende que sólo puede ser “socializado” acabadamente
por un adulto.

Las relaciones entre niños/as de la misma edad son, en gran medida, un


artefacto de los estudios de laboratorio y de las condiciones de cuidado de los
niños y niñas en las sociedades industriales. En este contexto, podemos
empezar a entender las formas de comportamiento social que los psicólogos
han definido tradicionalmente en el laboratorio y guardería como ‘juego
paralelo’ y ‘monólogo colectivo’. Los bebés pueden ser ineptos para
relacionarse entre sí porque nunca fueron llamados a hacerlo durante la
mayor parte de la evolución humana (Konner 2010: 499).

127
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Con independencia de las particularidades de la socialización corporativa, sobre


las cuales no es objeto de este trabajo profundizar más, y de lo que habremos de
decir más adelante sobre la socialización entre pares (sección 1.7), lo que hemos
dicho sobre la socialización, en especial en lo relativo a socialización familiar y
escolar, nos revela que es un concepto esencialmente vinculado al de
“desarrollo”, en la medida en que el desarrollo infantil será siempre para la
socialización, y la socialización será siempre a través del desarrollo. Es por eso
que el vocablo “socialización” también se usa como sinónimo de “psicología
social del desarrollo” (Fernández 2006: 781). Del mismo modo, la socialización
también sería siempre para cierto modelo de sociedad. Es decir, el motor tanto
de la socialización querida como del desarrollo deseado es la sociedad buscada.

A continuación nos adentraremos en la infancia que ha resultado de los procesos


y discursos hasta aquí reseñados.

1.6 La Infancia Hegemónica Hoy


i. La Infancia como Indisponibilidad Disponible

La situación preeminente de los discursos del desarrollismo y la socialización (en


cuanto acoplada al desarrollismo, ver sección 1.5) en la ordenación de la infancia
minoritaria, la exclusión de niñas y niños del trabajo, su reclusión en los colegios,
y la pervivencia multiforme de las retóricas de Locke, Rousseau, y románticos,
desembocan en una concepción del “niño” que, antes que nada, lo muestra
como separado y cualitativamente diferente del adulto. Antes de ser cualquier
cosa, “el niño” es otro que adulto, “su naturaleza es separada” (Archard 2004:
37). “El niño” es construido como otro –i.e. diferente-, en primer lugar, a través
de la supervigilancia que supone el desarrollismo y la socialización. Como alguna
vez el nativo, “el niño” es “el otro” observado, vigilado, regulado, orientado, y en
suma conducido a la adultez –como el nativo a la civilización- por el adulto que lo
vigila, regula, orienta y conduce (ver Cannella y Viruru 2004: 84). Este adultismo -
pues “el otro” es siempre “el niño”, nunca el adulto, que es quien fija el punto de
vista para señalar la otredad- implica levantar verdaderas barreras físicas, o
“empíricas” entre el adulto y “el niño”, tales como “diferencias anatómicas, en el
desarrollo neurológico, la estructura del ego, la psicocultura, el tamaño, o la fuerza
física” (Kennedy 2006: 63). La infancia que queda allende esas barreras físicas,
pero también discursivas y simbólicas, es la infancia que se comprende a través de
las metáforas de crecimiento y maduración, un período en el cual se ponen las
fundaciones, infancia como devenir, tabla rasa, preparación, todavía-no,

128
1. LA(S) INFANCIA(S)

inexperiencia, inmadurez, inocencia, juego, y naturaleza. Es decir, la infancia es


una otredad que está literalmente, y en todos los sentidos, subordinada a la
adultez, que la dirige y a la cual se dirige. Como puede concluir Lee (2001: 8), “la
infancia cobra sentido a través de la adultez”.

Esta comprensión es hoy transversal en Occidente, y cada vez más globalizada, y


se manifiesta tanto en las ortodoxias de la psicología del desarrollo y teorías de
la socialización, como en los discursos de los organismos nacionales e
internacionales de defensa de la infancia, en los gobiernos de los Estados-
Nación, y en el discurso popular, como se ve y lee en la prensa, los programas de
televisión y radio, etc (ver Jenks 2005: 8)49.

Al remitir a “los niños” a un polo distinto que el suyo, los adultos dan pie a la
construcción de una serie de polaridades que dependen de esta polaridad
fundante que es la de “niños”-adultos. Vimos que el desarrollismo es
fundamental en la construcción de la polaridad devenir (“niño”) – ser (adulto),
que endosa una ambigüedad ontológica al primero que no sufre el segundo, y
que las teorías de la socialización son muy relevantes al elaborar la polaridad
natural (“niño”) – social (adulto), dibujando a un “niño” llamado a caminar fuera
de su estado natural de la mano de los ya socializados adultos. Esta polaridad se
puede reescribir como la del salvaje (“niño”) – civilizado (adulto), que, como
vimos, era la que instituyeron los precursores del desarrollismo al comparar
cráneos de hombres negros con cráneos de niños y niñas y mostrar la temprana
fase evolutiva que unos y otros representaban en comparación con el cerebro
del varón adulto blanco. Y se sigue reescribiendo al dibujar un desarrollo
cognitivo y moral que va de un menos y peor a un más y mejor, dando lugar a la
polaridad irracional (“niño”) – racional (adulto). Evidentemente, para acabar su

49
Afirmar que este discurso sobre la infancia es hegemónico no implica afirmar, a la vez, que sea
monolítico. Más bien, podría entenderse que este discurso es una suerte de tipo ideal weberiano
(Weber 2009 [1904]: 142 y ss.), con características que no se dan siempre todas, ni todas con la
misma intensidad, pero que permiten siempre reconocerlo como tal discurso (hegemónico). La
infancia globalizada, minoritaria, occidental, etc., sería, así, siempre una infancia más o
menos dependiente, ignorante, irracional, inocente, devenir, “todavía-no”, natural, “otra”,
etc. Entonces, aunque empíricamente no habría un único discurso hegemónico, repetido de la
misma forma a través del mundo minoritario u occidental, ni globalizado homogéneamente, la
hegemonía del discurso vendría dada por la diversidad de manifestaciones del mismo tipo ideal de
discurso. El propio carácter hegemónico del discurso, es decir, de ideología dominante en razón de
su autoridad y no mera fuerza, dirección y no mero dominio, sugiere la pertinencia de entender así
al discurso global sobre la infancia que aquí venimos llamando “discurso hegemónico” (ver
Santucci 2005: 84 y ss.; Larraín 2008: 108 y ss.).

129
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

tránsito hacia lo social, civilizado y desarrollado, un tal “niño”, un poco salvaje,


natural, irracional y todavía inacabado (más varón que mujer, pero más
asexuado que sexuado, ver secciones 1.2 y 1.3), necesita a quienes ya han
caminado ese camino, a adultos que asuman como agentes de su socialización y
guardianes de su recto desarrollo, lo que se refleja en la polaridad dependiente
(“niño”) – independiente (adulto). En ese camino hacia su telos que es la adultez,
“el niño” tiene que hacer “cosas de niños”, que son básicamente estudiar (en el
colegio) y jugar, y no tiene que hacer cosas de adultos, como trabajar, lo que da
origen a la polaridad juego (“niño”) – trabajo (adulto) que dejaremos para un
capítulo posterior por su relevancia en la reconstrucción de un discurso de
derechos emancipador (secciones 3.4 y 3.5.ii).

La separación cualitativa entre “niños” y adultos es la condición de posibilidad


material de todas estas polaridades. La condición de posibilidad formal es que “el
niño”, “los niños”, la infancia, estén precisamente disponibles para ser continua y
diversamente reescritos por los adultos, es decir, por los que están al otro lado
del espejo. O sea, que exista lo que podemos llamar la polaridad disponibilidad
(“niño”) – indisponibilidad (adulto).

La disponibilidad del “niño” quiere decir que él está abierto, o es abierto a una
multiplicidad de representaciones y conceptualizaciones, sea como “una
herramienta política a través de la cual los adultos pueden hablar”, por ejemplo,
en el caso del (ab)uso de la figura del llamado “balserito” Elián González tanto
por parte de Estados Unidos como de Cuba en el famoso incidente ocurrido el
año 2000; o en general en el (ab)uso de fotos o imágenes de niños y/o niñas en
campañas de cooperación –i.e. intervención- internacional; como “objetos de
teorización moral y salvación”, en toda suerte de iniciativas movidas por
eslóganes del tipo ¡salvemos a los niños!; o como “la universalizada identidad
global”, cuando “el niño” es el compendio de todo lo potencialmente bueno y
malo en el ser humano, o en el caso del “niño universal” de la psicología del
desarrollo (Cannella y Viruru 2004: 112-117). “El niño” sirve “como una pantalla
para las proyecciones adultas, del mismo modo que sirven para la civilización
patriarcal blanca las mujeres, los ‘nativos’, los locos, los animales y los dioses. Su
distancia de los adultos hace de él una figura fronteriza, la representación de una
condición límite de lo humano” (Kennedy 2006: 7)50.

50
En este sentido ver Rose (1993: 138): “Describiendo el mito del Buen Salvaje y su impresionante
tenacidad frente a los hechos empíricos (el descubrimiento del hombre primitivo), George Boas
enumera al Niño, la Mujer, el Pueblo, lo Irracional y Neurótico, y el Inconsciente Colectivo, como

130
1. LA(S) INFANCIA(S)

Esta disponibilidad ha sido reproducida incluso por pensadores tan severamente


críticos como Foucault o Deleuze, por quienes nos guiamos en sus críticas a la
socialización escolar. Siguiendo a Bataille, Foucault (1999: 173-174), plantea la
metáfora del “niño” como lugar de superación del sujeto filosófico, de la sujeción
filosófica; lugar del vacío absoluto donde surge, con reminiscencias románticas,
el filósofo loco, anterior al lenguaje y por eso fuente del mismo; en palabras de
Bataille, reproducidas por Foucault, la noche del lenguaje como juventud y
embriaguez del pensamiento. Así, “mientras las teorías normativas del sujeto
pueden dibujar al niño como un otro negativo o incompleto que está ‘fuera’ del
(pero también constituye al) sujeto normativo, el sujeto en la formulación de
Foucault, ocupa el espacio del niño como un lugar de la posibilidad transgresora”
(Castañeda 2002: 145-146). Del mismo modo, junto a Guattari en Mil Mesetas,
Deleuze afirma que “[l]a joven y el niño no devienen, es el propio devenir el que
es niño o joven. El niño no deviene adulto, como tampoco la joven deviene
mujer; pero la joven es el devenir-mujer de cada sexo, del mismo modo que el
niño es el devenir-joven de cada edad” (Deleuze y Guattari 2002: 279). O sea,
“niño” y devenir se identifican, el verbo se hace sustantivo y el sustantivo se
hace verbo, el niño es movimiento, posibilidad, transcurso, pero no entidad.

[E]l niño es… nuevamente figurado como esa forma que puede ser habitada
por personas de todas las edades. ‘Hacerse joven’, en estos términos, es
tomar la forma del niño, que a su vez es definido como una condición de
devenir (en lugar de ser). Habitar al niño, entonces, es habitar la condición de
posibilidad misma; y habitar la condición de posibilidad es hacerse niño;... la
dicha de devenir... se hace alcanzable con la adopción de la forma que es el
niño (Castañeda 2002: 146-148).

Privado de materialidad específica, “el niño” queda como pura forma, plastilina
para las manos adultas. Como no se habla de los niños y niñas de carne y hueso
del presente, ni sobre el presente de los niños y niñas, pues éstos son sólo
devenires, aquéllos que si bien ya son, todavía no son aquéllos que están
llamados a llegar a ser, “los niños” terminan siendo “aquéllos a quienes los
adultos han definido como no-adultos” (Mayall 2000: 245; ver también
Rodríguez 2007: 30, 49, 98), lo que abre el campo a que los adultos, desde su
“posición privilegiada” (Cannella y Viruru 2004: 88), los definan como quieran.

los distintos lugares a los cuales ha migrado el mito. Todos ellos están conectados por una fantasía
de los orígenes – la creencia de que cada uno representa un primer inicio donde todo es perfecto o
puede llegar a serlo”.

131
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Más que personas con proyectos, “los niños” se transforman, ellos mismos, “en
proyectos de los adultos” (Wyness 2005: 8), prestándose o, más bien, siendo
tomados en préstamo, para fundar una infancia que no les pertenece (Giberti
1997: 47), y para hacer de fetiches a disposición de los adultos (Riquelme 1997:
259).

A partir de esta disponibilidad de que son objeto la infancia y los niños y niñas,
se pueden escribir el resto de las polaridades que marcan la infancia
contemporánea y hegemónica, y que nos muestran en qué dirección apunta la
disponibilidad de “los niños”, tales como: sagrado (“niño”) – caído, profano
(adulto); pureza, inocencia, ignorancia (“niño”) – corrupción, conocimiento
(adulto); y privado (“niño”) - público (adulto).

La primera de estas polaridades concibe al “niño” como “sagrado”, y es parte de


un discurso que se ha dado en llamar la retórica del “niño sagrado” (Kennedy
1999: 390), que podríamos traducir mejor como retórica del angelito, haciendo
uso del diminutivo que funciona tan bien a efectos de infantilizar a niñas y niños.
Hemos dicho que la posición de niñas y niños ha evolucionado en Occidente
desde una fuerte participación social (económica), con mínima protección,
durante los siglos XVIII y XIX, período en el cual eran parte activa de la fuerza
laboral, a una fuerte protección con mínima participación social (económica),
durante el siglo XX (Jans 2004: 32-33). La sacralización del “niño” ha significado
que “su sentido y valor ha cambiado desde la valía económica a la invaluabilidad
emocional; … se refiere a que el niño es hoy en día valorado exclusivamente en
términos emocionales” (A. Meyer 2007: 96). Como dice Zelizer (1994:
171),“mientras en el siglo XIX el valor de cambio de un niño o niña dependía de
su capacidad para trabajar, el precio de mercado de un bebé del siglo XX se
relaciona con sonrisas, hoyuelos, y rizos”51. Esta nueva comprensión “incluye la
creencia de que los valores económicos y emocionales son incompatibles” (A.
Meyer 2007: 96), por lo cual, cuanto más ha crecido la valía emocional y el
carácter sagrado del “niño”, más ha disminuido, y de hecho con más fuerza se ha
proscrito, su valor “económico” (es decir, su capacidad de trabajar); cuanto más
ha aumentado su “valor expresivo”, más ha disminuido su “valor instrumental”
(ver Scheper-Hughes y Sargent 1998: 12).

51
Cabría preguntarse qué relación, si es que alguna, existe entre el proceso de intensa
secularización europea, iniciado, más o menos, en el siglo XIX (ver Chadwick 1975), y el proceso,
iniciado más o menos contemporáneamente a dicha secularización, de sacralización de “los niños”
(ver Zelizer 1994).

132
1. LA(S) INFANCIA(S)

¿Y por qué es sagrado “el niño”? Porque es inocente, porque no tiene culpa,
porque es puro. El mundo de “los niños” “es inocente allí donde el mundo de los
adultos es conocedor” (Archard 2004: 37); conocedor de lo bueno y de lo malo.
Los ejemplos de atribución de esta inocente sacralidad a “los niños” abundan y
sólo basta abrir la prensa para dar con multitud de ellos: cuando se produce un
accidente sólo las muertes de niños y niñas se subrayan y destacan dentro de la
cifra total de muertos (antaño pasaba también con las mujeres), porque parece
que la muerte de un “niño” nos duele más, nos desestabiliza más; lo mismo que
el escándalo superlativo que generan las noticias de pedofilia en comparación
con los delitos de abuso sexual contra adultos (ver A. Meyer 2007: 87 y ss.)
porque, se dice, al niño abusado “le han robado su inocencia”, “corrompido”,
“enseñado lo que no tenía que saber”52. Hablando de las sanciones
internacionales impuestas al Iraq de Husein, se lamenta Naím (2010: 8) de que
“Sadam Husein y su familia no sufrieron por la falta de medicinas; los niños de
Iraq, sí”, con lo que da a entender que el sufrimiento de “los niños” es distinto
que el sufrimiento del resto, pues, obviamente, todos los iraquíes sin privilegios
de poder sufrieron las consecuencias de esas sanciones: adultos, ancianos,
mujeres, homosexuales, chiíes, suníes, etc. Pero el articulista sólo destaca el
sufrimiento de “los niños”, como si fuera más grave, terrible, o doloroso que el
de un adulto, porque sus vidas fueran más preciadas, atesoradas, o invaluables.
En el mismo sentido, la presidenta del “National Council of La Raza”, la mayor
organización que aboga por los derechos civiles de los latinos en Estados Unidos,
señala, maniqueamente, que el voto senatorial sobre la regularización de los
niños y las niñas indocumentadas se reduce simplemente a que, “o nuestros
senadores están con los niños y niñas inocentes, o no están” (NCLR 2010), como
si el “valor” de la inocencia infantil tuviera una fuerza que hace irrelevantes
todas las otras variables de la inmigración. Lo que estos ejemplos muestran es
que “el niño”, en cuanto niño, se convierte en fundamento de prácticamente
cualquier cosa, por el solo hecho de ser tal, sin necesidad de tener que explicarse

52
“El niño víctima es desexualizado –necesariamente- pues no parece haber un lenguaje disponible
en el cual se pueda hablar de sexualidad infantil e insistir en la realidad del abuso sexual contra los
niños a la vez” (Rose 1993: xi). Por ello “las niñas (y en este país [Reino Unido] especialmente las
niñas negras y de la clase trabajadora) se ven más problemáticas en relación con la infancia…
porque se dice que despliegan sexualidad, una sexualidad que amenaza la idea de la inocencia
infantil” (Walkerdine 1993: 459, corchetes nuestros). Quien sabe y gana la sexualidad, perdiendo
así la inocencia, se hace culpable: “como indica el comentario de los jueces -‘no es ninguna
angelita’- refiriéndose a una niña pre-adolescente violada por su babysitter, cualquier evidencia de
conciencia o conocimiento perjudica el reclamo de ser víctima: el conocimiento, aparentemente,
es incompatible con la explotación” (Burman 2008: 90).

133
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

por qué o cómo la calidad de “niño” llega a ser un argumento. Inocente, puro,
sagrado y disponible, “el niño” se presta tan rápido para ser la promesa de
nuestro futuro (Roche 1999: 486; Sutton-Smith 1994: 7), como, en una
posmodernidad y capitalismo tardío cada vez más escépticos y desesperanzados,
el lugar de la nostalgia, refugio que simboliza integración, vínculo social y
pertenencia (Jenks 2005: 111; Burman 2008: 87)53.

Ahora bien, las polaridades sagrado (“niño”) – caído (adulto); pureza, inocencia,
ignorancia (“niño”) – corrupción, conocimiento (adulto), no operan con
independencia de las polaridades que hemos tratado en secciones anteriores de
este trabajo. Así, la polaridad natural (“niño”) – social (adulto), que vehicula el
proceso de socialización también se presta para reforzar la inocencia y sacralidad
infantil, en contra de la profana corrupción del estado adulto. Taylor (2011)
comenta los discursos contemporáneos, de raigambre rousseauniana, que
asimilan el sentido de integridad virgen de la naturaleza con el carácter
incontaminado de la naturaleza infantil y que tienen un epígono literario en el
Peter Pan de Barrie. Tal como en esa obra Barrie crea el “País de Nunca Jamás”
como un santuario protegido mediante la proscripción de los adultos
corruptores, la sagrada naturaleza contemporánea se ha de proteger mediante
la ausencia de seres humanos. Y agrega que la naturaleza, sagrada y en peligro,
es decir, inocente y vulnerable como “el niño”, se ha transformado en uno de los
últimos paisajes de autenticidad y autoridad moral; como “el niño”, en
fundamento, “en el compás moral con el que juzgar las acciones humanas”

53
Véase, por ejemplo, el discurso dado por el presidente de EEUU, Barack Obama, tras la muerte
de una niña de 9 años en un tiroteo en Tucson, Arizona, que, de hecho, es un ejemplo no sólo de la
retórica del angelito (en negritas), sino que del discurso universalizante del desarrollismo y la
socialización (en cursivas): “en Christina vemos a todos nuestros niños. Tan curiosa, confiada,
enérgica y llena de magia. Tan merecedora de nuestro amor. Y tan merecedora de nuestro buen
ejemplo ... Imaginen: aquí había un niña que empezaba a tomar conciencia de nuestra democracia,
empezaba a comprender las obligaciones de la ciudadanía, empezaba a vislumbrar el hecho de que
algún día ella también podría tomar parte en la formación del futuro de su nación. Ella había sido
elegida para su centro de alumnos, veía el servicio público como algo emocionante, algo
esperanzador. Iba a reunirse con su congresista, alguien que estaba segura era buena e
importante, y podría ser un modelo a seguir. Vio todo esto a través de los ojos de una niña, no
ensombrecidos por el cinismo o la virulencia que los adultos con demasiada frecuencia
simplemente damos por sentado. Quiero que estemos a la altura de sus expectativas. Quiero que
nuestra democracia sea tan buena como ella la había imaginado. Todos nosotros, debemos hacer
todo lo posible para asegurar que este país cumple con las expectativas de nuestros hijos”, en
http://www.nytimes.com/2011/01/13/us/ politics/13obama-text.html?scp=2&sq=obama%
20speech&st=cse consultado el 14 de enero de 2011.

134
1. LA(S) INFANCIA(S)

(Taylor 2011: 8). Así como la naturaleza, digamos “natural”, se debe desocializar
para ser preservada, la infancia debe ser naturalizada para conservar su
inocencia y sacralidad. Como comentaba Maximiliano Hernández Martínez, que
gobernó El Salvador entre 1931 y 1944, “[e]s bueno que los niños anden
descalzos. Así reciben mejor los efluvios benéficos del planeta, las vibraciones de
la tierra. Las plantas y los animales no usan zapatos” (citado en Dalton 1999:
125)54. La marginalidad del “niño” respecto del discurso racional adulto es en sí
misma una forma de discurso, “el discurso de la naturaleza antes de la Caída, de
un ser en contacto directo con su origen” (Kennedy 2006: 29), de lo irracional
originario frente a lo racional devenido55. Una persona en la selva virgen, como
un “niño” asomado al mundo adulto, marcan ambos el principio de la caída (ver
Taylor 2011: 9). En suma, los discursos “esencializantes sobre la naturaleza
vienen a legitimar los discursos esencializantes sobre la infancia”, con lo que “la
autoridad moral de la naturaleza se pone al servicio de los discursos sobre la
inocencia infantil” (Taylor 2011: 10)56.

Dos ámbitos útiles para mejor vislumbrar la forma que toma esta infancia
inocente, sagrada, natural, privada, y llena de sentido para los adultos, son la
literatura infantil y la institución de la adopción (internacional), que también
muestran el grado superlativo de la comprensión del “niño” y la infancia como
disponibilidad.

La literatura infantil de hecho no es tal, sino literatura de adultos, para “niños”,


con lo cual de inicio es un ámbito que reproduce la separación entre “niños” y

54
Un ejemplo grotesco de esta imbricación de “niño” y naturaleza, de “niños” que parecen ser
alimentados y criados por la propia naturaleza en un espacio libre de adultos, lo da la famosa
fotógrafa Anne Geddes y sus bebés posando entre flores, verduras, hojas y otros objetos
“naturales” (ver http://www.annegeddes.com/), imágenes que se reproducen en todo tipo de
productos comerciales como tarjetas, calendarios, posters, juguetes, ropa infantil, ropa de
maternidad, etc.
55
Llevada al extremo, esta retórica de la natural inocencia infantil puede dar lugar a boutades tan
seductoras como la siguiente, de Picasso, dicha a Herbert Read mientras recorrían una muestra de
arte infantil en Paris, en 1945: “Cuando yo tenía la edad de estos niños podía dibujar como Rafael.
Me tomó muchos años aprender a dibujar como ellos lo hacen” (citado en Kennedy 1999: 392).
56
Un Rousseau contemporáneo, creyente en esa naturaleza pura del “niño”, y, supuestamente,
fundador de una pedagogía progresista, es A.S. Neill, creador de la escuela Summerhill, quien en
Summerhill: A Radical Approach to Education, dice: “Mi visión es que un niño es innatamente sabio
y realista. Si es dejado por sí mismo, sin guía adulta de ningún tipo, se desarrollará tanto como sea
capaz de desarrollarse” (Neill 1969: 4).

135
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

adultos, en la cual los primeros son receptores de mensajes e historias


elaborados por los segundos. La literatura de adultos “para niños” “crea un
mundo en el que el adulto viene primero (autor, fabricante, dador), y el niño
después (lector, producto, receptor), pero en el cual ninguno de los dos entra en
el espacio intermedio… Si la ficción para niños construye una imagen del niño al
interior del libro es para asegurar al niño que está fuera de él, quien no se deja
agarrar tan fácilmente” (Rose 1993: 1-2). En otras palabras, el autor adulto se
asegura en el libro una infancia que fuera de él no se muestra con la misma
seguridad, ni nitidez. Por eso Gupta (2005: 299) dice que la literatura de adultos
“para niños” tiene poco que ver con los niños y niñas como sujetos lectores y
mucho que ver con “los niños” como una categoría política eficaz en el mundo
de los adultos. Es decir, que la exploración de “los niños” en la literatura para
ellos es, en muchos sentidos, “una explotación de la infancia como símbolo de lo
que se considera ausente y degenerado en la adultez. El escritor adulto ve al
niño como aquél que él ya no puede ser, pero cuyos atributos afean su propia
pretendida madurez” (Archard 2004: 48).

Rose identifica una constante en la literatura “para niños”, rastreable hasta


Rousseau, en la cual la inocencia del “niño” y la inocencia de la palabra, la
palabra pura y primigenia, van de la mano: “[s]i el niño todavía puede estar en
contacto con esa pureza, entonces escribir para niños es lo más cercano que
nosotros, como adultos, podemos estar de ella hoy” (Rose 1993: 49). Esto explica
las palabras del Nobel de literatura, Isaac Bashevis Singer, quien tarde en su
carrera literaria comenzó a escribir libros “para niños”:

Llegué al niño porque veo en él un último refugio para una literatura que ha
enloquecido y está lista para el suicidio ... El joven lector se inclina a
mantener no sólo las verdades espirituales de su propio grupo, sino también
las de otras naciones y razas. Con un instinto que ninguna moda puede
destruir, el niño se ha convertido en el guardián de los valores morales y
religiosos que los adultos han rechazado en nombre de una mal concebida
noción de progreso social (Singer 1969).

Por su parte, la adopción ha cobrado una relevancia especial en la medida en


que tener hijos y/o hijas se ha transformado en un componente esencial de “la
buena vida” (Lancy 2008: 111)57. Hemos dicho que los adultos necesitan,

57
Y para algunos, incluso, en “el pasatiempo total” (Lancy 2008: 111).

136
1. LA(S) INFANCIA(S)

emocionalmente, a “los niños”, y por ello están dispuestos a pagar altas sumas
para obtenerlos (Cunningham 2005: 192). La particularidad de la adopción
contemporánea es que, si bien todas las sociedades han tenido algún sistema
para transferir niños y niñas de progenitores a no progenitores, “los
fundamentos para dicha transferencia habían sido principalmente económicos –
la familia receptora le encontraba un uso al niño o niña: y aunque
eventualmente se podían desarrollar relaciones afectivas, ellas no eran la razón
de la adopción” (Cunningham 2005: 192).

Pero la adopción internacional no es sólo un ejemplo de la importancia


emocional que “los niños” representan a ojos adultos, sino que también la
expresión superlativa del “niño” como disponibilidad, pues presupone que
adoptar un niño o niña es adoptar sólo un individuo, sin contexto, sin historia, sin
lazos sociales, y, lo que es más llamativo, sin raza. Comentando el debate sobre
la procedencia de la adopción inter-racial, y criticando a quienes dicen que ésta
promovería la libertad, la elección, y el movimiento, alentando un supuesto
futuro anti-racista, Castañeda dice que la adopción inter-racial supone concebir
un “niño” “cuya diferencia racial es mera superficie, un maquillaje racial, un
color, que no carga ninguna diferencia cultural, ni pertenencia comunitaria”, lo
que, evidentemente, “hace al niño ‘disponible’ para ser adoptado” (Castañeda
2002: 92).

El niño ‘liberado’ para la adopción es racializado como un cuerpo o espacio


abierto para que una historia se escriba en él, de tal manera que esta
escritura también se transforma en una instancia de ‘libre’ elección. La
incorporación, aquí, funciona más bien como un proceso de desnaturalización
que de naturalización con respecto al cuerpo racializado. Desautoriza a la raza
como mero hecho natural, como algo que no significa nada debajo de la piel,
pero, al mismo tiempo le niega cualquier significado histórico o cultural ... la
‘raza’ es a la vez vacía e inocente (Castañeda 2002: 105-106).

De este modo, el niño o niña adoptado es universalizado, formateado, y queda


disponible para la historia que sus padres adoptivos han decidido que sea la
suya. Queda así “el niño”, disponibilidad, plasticidad, maleabilidad absoluta, listo
para ser hecho, o, mejor dicho, devenido. Desconfía también Castañeda de la
supuesta elección, libertad y movimiento que desembocarían en un supuesta
armonía racial, pues lo que se ofrece es “más libertad para los futuros padres
(blancos) como consumidores en el mercado de adopción” (Castañeda 2002: 94).
Al final libertad y movimiento se vinculan a “una economía de oferta (de niños y
niñas ‘disponibles’) y demanda (por parte de los futuros padres)”, en virtud de la

137
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

cual se relacionan “los países pobres que ‘envían’ y los países ricos que ‘reciben’”
(Castañeda 2002: 101), una relación de mecenazgo imperialista justificada por el
supuesto derecho de “los niños” del mundo mayoritario a una “verdadera”
infancia (Burman 2008: 77).

Este fenómeno le otorga a la disponibilidad de “los niños” una nueva dimensión.


Riquelme (1997: 258) señala que la infancia ha sido reificada, es decir, cosificada,
“enmarcada en los criterios de propiedad y usufructo, …el niño constituye
materia siempre disponible …un instrumento de uso, del que se puede disponer
a discreción…”. Como venimos diciendo, la infancia a disposición de los adultos,
construida como disponibilidad. Pero atendida la realidad de la adopción según
la describe acertada y críticamente Castañeda, parece que podríamos hablar de
un nuevo estadio de esta disponibilidad, en la cual la “cosificación” de que habla
Riquelme tiene un referente de verdadera materialidad, de carne y de hueso. La
adopción transnacional mostraría la disponibilidad no sólo emocional o simbólica
de “los niños”, sino la disponibilidad material de ciertos niños y niñas, los del
mundo mayoritario, respecto de ciertos adultos, los del mundo minoritario.

Ahora bien, como se sigue de nuestra exposición, la enorme fuerza retórica que
tiene en la actualidad la imagen de un “niño”, o de un “niño doliente”, para darle
aún más impacto retórico, no se origina en alguna propiedad innata de los niños
y niñas que los adultos estuvieran reconociendo. Por el contrario, es el resultado
de una construcción de la infancia de la cual los propios adultos son los
principales artífices. Y en el caso del “niño sagrado”, puro, inocente y natural es
una construcción al servicio de esos adultos, una construcción que, como dijimos
más arriba, responde a anhelos, esperanzas y nostalgias adultas.
Paradójicamente, cuando el proyecto ilustrado alcanza por fin su meta y el
individuo racional es plenamente “libre” e “independiente” (en su micro-
cosmos), se da cuenta de que sólo le quedan “los niños”, quienes, como dice
Beck, son “la última alternativa a la soledad que puede construirse contra las
evanescentes posibilidades del amor” (1992: 118), es decir, “el símbolo
integrador de la sociedad” (Pupavac 2001: 97), el único mito que todavía pervive,
en el sentido que le da Paul Ricoeur (2004: 170-171, 314-319) al mito, de relato
que responde a una necesidad de sentido, no de causalidad. Es por esta radical
trascendencia para los adultos que la disponibilidad con que cargan “el niño” y la
infancia no es sólo la disponibilidad para el otro (i.e. adulto), sino la
disponibilidad para hacerse indisponible, es decir puro, sagrado, inocente,
natural, y privado, para ese otro.

138
1. LA(S) INFANCIA(S)

“El niño” es indisponibilidad disponible, lo único ilíquido en la modernidad líquida


(ver Bauman 2000), es decir, que ha “liquidado” todo lo demás; tesoro
inconmensurable (Zelizer 1994), y reserva de sentido pero, a la vez, inocente y
desconocedor, o sea, por necesidad, “estructural e innatamente vulnerable” (A.
Meyer 2007: 90). En la medida en que “el niño” sacro e inocente carece “de un
rango de talentos sociales (e.g. ser inteligente en la calle, capaz de discernir
situaciones peligrosas), el discurso de la inocencia construye la vulnerabilidad
como directamente derivada de la calidad de niño” (A. Meyer 2007: 90). Sólo por
ser tal, “el niño” estaría en permanente riesgo (A. Meyer 2007: 92-93), pues “no
sabe”, ni puede saber, ni tiene la experiencia que tan sabios haría a los adultos,
ni su racionalidad (Roche 1999: 476-477). Este tesoro de inocencia, sacralidad y
pureza (que, no lo olvidemos, está en pleno, precario y dependiente proceso de
desarrollo y socialización) debe ser, entonces, protegido y vigilado, ya no tanto
para sí mismo, sino precisamente para aquéllos a quienes nutre de sentido. “El
niño” “debe ser separado de las duras realidades del mundo adulto” y puesto a
habitar un mundo seguro y protegido de juego, fantasía (irrealidad), inocencia y
preparación (Boyden 1997: 1991; Stephens 1995: 14). Debe ser protegido de las
manipulaciones del mercado (McKendrick et al. 2000: 304, y recordar sección
1.5.iii), de los peligros de la calle (McNamee 2000: 482; Rodríguez 2007: 95, 96,
104), de su condición de ser sexuado (Walkerdine 1993: 459), y en general de
todos los peligros del mundo adulto, que por la propia construcción del “niño”
como ignorante, inocente y vulnerable, son multiplicados exponencialmente (en
la imaginación de los adultos al cuidado: ver “crianza paranoica” en sección
1.5.i). Para lograr esta protección, “el niño” es expulsado de la esfera pública,
apartado del resto de la sociedad (Jans 2004: 33), domesticado e insularizado
(Prout 2005: 33) en “espacios para niños” (McNamee 2000: 482), en los mundos
privados, y se supone seguros, del juego, la casa y el colegio (Roche 1999: 479).
Estos lugares configuran una verdadera moratoria psicosocial donde “el niño” ya
no sólo será protegido sino que, en cuanto natural, también criado, y cultivado:
“el jardín infantil [kindergarten] –donde los niños se cultivan y donde son
cultivados- es emblemático de esta atractiva visión… [al] presentar la imagen de
un ambiente natural y apolítico donde las plantas y las personas florecen”
(Mayall 2000: 246). Se hace así evidente la polaridad, ya mencionada más arriba,
privado - público. Si el lugar del adulto es el espacio público, el lugar de un tal
“niño” debe ser, lógicamente, el espacio protegido de lo privado donde se
preserve su carácter inmaculado y se le prepare, fortalezca y madure para, algún

139
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

día, enfrentarse a esas “duras realidades del mundo adulto”. La infancia


contemporánea es la infancia en cuarentena (Rodríguez 2007: 25, 95)58.

ii. La Infancia Vulnerada

Este “niño” que les queda a los adultos, sin embargo, padece una acuciante
ambigüedad ante esos ojos adultos. Pues, ¿qué pasa si falla la cuarentena a la
que debe ser sometido?, ¿qué pasa cuando la divisoria de las polaridades se
diluye y “el niño” se cuela en la independencia, lo caído, lo corrupto, lo público, o
el trabajo? Es decir, ¿qué pasa cuando la indisponibilidad deja de estar
disponible? Cuando la cuarentena falla los adultos pueden reaccionar no
reconociendo que ha fallado, (re)forzándola o, derechamente, expulsando a los
niños y/o niñas de la infancia. Veamos de cerca ejemplos de infancias que causan
este tipo de reacción en los guardianes de la infancia hegemónica, en especial,
los niños y niñas en/“de” la calle y las niñas y los niños soldados.

El niño o niña, dice Jenks (2005: 73-74), suele ser aquél que está en el lugar
equivocado, por eso los espacios infantiles han sido fuertemente regulados,
controlados y segmentados. La universalización del colegio y el enorme peso
adquirido por los discursos sobre la inocencia, pureza y vulnerabilidad infantil le
han reclamado los niños y niñas a los espacios públicos. Como sus vidas se han
normalizado en el ámbito privado de la domesticidad, fuera de éste son muchas
veces vistos como una molestia y perturbación en la vida de los adultos. La
transgresión, y la sanción aleccionadora que le sigue son, de hecho, predicados
básicos de la ontología de la infancia contemporánea (James et al. 1998: 38). De
ahí que no extrañe la aparición de lugares como el crucero comentado por
Corsaro (2005: 225), que se auto-promociona como “libre de humo y libre de
niños”59. Una primera lectura, que es la de Corsaro, es verlo como un caso

58
Langer (2002: 77-78) sugiere que la creciente prevalencia de la “infancia corporativa” y su culto
al consumo (recordar sección 1.5.iii) ha supuesto una pérdida del poder hegemónico del discurso
del “niño sagrado”, pero no creemos que uno y otro discursos sean necesariamente excluyentes.
Como veremos más adelante en relación con la industria del juguete (sección 2.5.i), la “infancia
corporativa” parece, de hecho, acoplarse muy cómodamente a la infancia hegemónica.
59
Para otros ejemplos de lugares que se promocionan como “libres de niños”, sean cruceros,
restoranes o vuelos, ver: http://abcnews.go.com/GMA/AmericanFamily/story?id=3374997&page
=1; http://www.bellaonline.com/articles/art38420.asp; http://es.paperblog.com/zona-libre-de-ni
nos-63817/; y http://moms.today.com/news/2011/04/18/6489301-kid-free-flights-and-restau
rants-where-do-we-sign-up) consultados el 11 de agosto de 2011; y

140
1. LA(S) INFANCIA(S)

escandaloso de discriminación, que sería totalmente inaceptable si fuera


ejercido contra otros colectivos minoritarios o históricamente discriminados
como los negros, homosexuales, mujeres, discapacitados, etc. Sin embargo, si
uno va un poco más allá, también se puede entender esto como ejemplo de la
disociación entre la necesidad de sentido que llena “el niño” entendido como
símbolo y la extrañeza y perturbación que causan los niños y niñas de carne y
hueso, en una sociedad en la cual sus vidas se hacen transcurrir casi
exclusivamente en lugares “para niños” (hogar, escuela, ludoteca o zonas de
juego, silla del automóvil, y poco más). Es decir, en la actualidad los niños y niñas
habrían devenido en ectópicos por defecto: si no están en los pocos lugares
donde prescriptivamente deben estar, lo más probable es que estén donde no
deben estar.

Por esto el espacio público de la ciudad y sus calles, en principio ajenos al control
aquí referido, les ofrece a las niñas y niños un contrapunto a su vida
curricularizada y reglamentada (Connolly y Ennew 1996: 135). Recordemos que
uno de los argumentos para universalizar la obligatoriedad de la escolarización
fue, precisamente, sacar de la calle a la marea de niñas y niños de la clase obrera
que las había inundado con la revolución industrial (Cunningham 2005: 186;
Jenks 2005: 84). Estos niños y niñas eran vistos con recelo por élites y
autoridades pues “carecían de todas las características que ya entonces se
pedían de la infancia normal, lo que se reflejaba en su independencia de los
adultos” (Cunningham 2005: 148). Si a la infancia burguesa había que protegerla
(infancia en peligro), a la infancia popular había que vigilarla (infancia peligrosa),
para lo cual debía ser confinada en los espacios delimitados del colegio y la
vivienda familiar (Donzelot 1998: 47). La incidencia hasta la actualidad de este
impulso ha hecho que, todavía hoy en día, la calle y los niños y niñas (sin padres
o adultos cuidando de ellos) se sigan llevando mal: “ser un niño o niña en las
calles de la ciudad, sin supervisión adulta, es estar fuera de lugar” (Connolly y
Ennew 1996: 133), expuesto a todo un catálogo de experiencias de corrupción
moral (Boyden 1997: 196). Los niños y niñas en la calle se transforman en el
arquetipo de la infancia ectópica, de infancia independiente, que a los
guardianes de las esencias infantiles necesariamente debe sonar a contradicción
en los términos. En “ciudades tan dispares como Abiyán, Bogotá, El Cairo, Manila
y Seúl, los niños y niñas jugando en las calles y otros espacios públicos, y los

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110825/pvasco-espana/menores-bienvenidos-aqui-
20110825.html consultado el 25 de agosto de 2011.

141
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

adolescentes reunidos en las esquinas, fuera de los cines o de los bares, se han
convertido en sinónimo, en la mente del público en general, de bandas
delictivas” (Boyden 1997: 194).

En el Reino Unido se ha popularizado en el último lustro “El Mosquito”, que es


un aparato que emite un sonido agudo y muy desagradable, inaudible para los
adultos, producto de la pérdida natural de la audición que dan los años, pero
perceptible para niñas y niños, lo que lo hace funcionar como verdadera arma
contra “niños” en lugares equivocados, es decir como el non plus ultra de la
tecnología biopolítica (ver Lee y Motzkau 2011). El sitio web del fabricante
señala que “El Mosquito” es

la solución al eterno problema de reuniones no deseadas de jóvenes y


adolescentes en centros comerciales, alrededor de las tiendas y en cualquier
otro lugar en que estén causando problemas. La presencia de estos
adolescentes disuade a los verdaderos compradores y a los clientes a entrar
en su tienda, afectando su volumen de ventas y beneficios. El
comportamiento antisocial se ha convertido en la mayor amenaza a la
propiedad privada en la última década y hasta ahora no había ningún medio
eficaz de disuasión60.

En el mismo sitio web, el fabricante se encarga de asegurar que “El Mosquito” es


plenamente legal y que, de hecho, esta legalidad ha sido refrendada por el
Parlamento Europeo. También en Reino Unido, el tema del absentismo escolar
ha recobrado importancia como tema de política social, implementándose
métodos cada vez más duros para reconducir a las niñas y niños al colegio, su
lugar; y tanto en Reino Unido como en Estados Unidos el toque de queda para
niños y niñas, como medida para sacarlos de los espacios públicos, se ha
incrementado enormemente (Prout 2005: 37). En palabras de Lee (2001: 68), el
toque de queda funciona como “una efectiva herramienta para transformar la
presencia no supervisada de niños y niñas en las calles en una conducta
antisocial”.

Como se ve, de todos lados, y por todos los medios, se intenta reintroducir a “los
niños” en los únicos espacios que les son propios. Pero si los niños y niñas en la
calle ya desafían la comprensión hegemónica de la infancia, los niños y niñas de

60
En http://www.compoundsecurity.co.uk/security-information/mosquito-devices, consultado el 7
de junio de 2012.

142
1. LA(S) INFANCIA(S)

la calle61, que pertenecen a la calle, llevan ese desafío a un nuevo nivel. Un niño
o niña en la calle está transitoriamente en el lugar equivocado, pero el niño o
niña “de” la calle está, ontológicamente, en el lugar equivocado. En palabras de
Judith Ennew, “los niños y niñas de la calle son los mayores fugitivos de la
sociedad… Uniéndose a policías, prostitutas y vagos en esta arena [las
‘peligrosas’ calles contemporáneas] no están sólo fuera de la sociedad, están
fuera de la infancia” (Ennew 2002: 389, corchetes nuestros). Pero, como los
niños y niñas “de” las calles de la revolución industrial, también están fuera del
control adulto; “en sus vidas tienen agencia, autonomía y reconocimiento de sus
pares; de hecho, tienen algo que los niños y niñas raramente tienen, a saber,
poder” (John 2003: 40-1). Tal poder surge del hecho de que los niños y niñas
“de” la calle se organizan en grupos con claras jerarquías internas y una firme
vinculación a un territorio, mostrando una solidaridad grupal “que se extiende a
compartir comida y otros bienes, y a la provisión de protección y apoyo en casos
de crisis” (Boyden 1997: 196). Los niños y niñas “de” la calle no sólo tienen
independencia y poder sino que, muchas veces, están mejor, “objetivamente”
mejor, que con la vida que tendrían de no estar en la calle. Un estudio con
cuatro grupos de niños y niñas en Nepal, el primero, “de” la calle, el segundo, de
aldeas pobres, el tercero, de barrios urbanos pobres, y el cuarto, de colegios
pobres, mostró que los grupos de niños y niñas de las aldeas y barrios pobres
tenían peor salud que el grupo de niños y niñas “de” la calle, lo que en parte se
atribuyó a la mayor independencia de éstos en relación con los otros grupos, la
que les había permitido adaptarse mejor a su situación de pobreza (Konner
2010: 547-548).

A pesar de las certeras palabras de Ennew sobre los niños y niñas “de” la calle
como expulsados de la infancia, los adultos suelen resistirse a reconocer que un
niño o niña ha caído, o ha perdido la inocencia, o la pureza, es decir, que ha
“abandonado la infancia”. Tal es el caso con las niñas y los niños soldados.

61
Usamos la expresión “niños de la calle” para enfatizar el contraste con la hegemónica infancia
domesticada, el oxímoron aparente que supone una infancia exterior. Sin embargo, se debe tener
en cuenta la prevención que hace Liebel (2012: 49), al decir que los propios niños y niñas “de” la
calle no suelen referirse a sí mismos como de la calle, pues consideran que esta manera de
etiquetarlos “los separa como grupo de otros niños y niñas, y los convierte en objeto de
intervenciones para ‘ayudarlos’, o incluso en un grupo ‘desviado’ ”. Al tenor del uso que hacemos
de la expresión, queda claro que estos riesgos no se siguen de nuestra exposición, pero para ser
fieles al sentir de los propios niños y niñas a quienes nos referimos, y evitar la naturalización del
concepto, o sea, la identificación ontológica de “niño/a” y “calle”, usamos la expresión con la
preposición “de” entre comillas.

143
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Primero un poco de contexto histórico. Como explica Rosen, la presencia de


niños y niñas en las filas no es solamente una anomalía de los llamados Estados
fallidos contemporáneos, ni se ha identificado siempre al “niño soldado” con una
víctima de explotación (Rosen 2005: 4-6). En las sociedades que documenta la
antropología hay muchos ejemplos de niños y niñas62 –menores de 18 años-
involucrados en guerras o luchas armadas y la edad de entrada suele ser algún
punto de la adolescencia. Del mismo modo, en Occidente los ejércitos estaban
hasta hace poco llenos de niños (varones) soldados, cuyas edades descendían
hasta los 12 ó 13 años (Rosen 2005: 4). La Guerra Civil de Estados Unidos fue de
hecho una guerra de niños soldados, en la que un porcentaje de entre el 10% y el
20% de los soldados contaban con menos de 18 años; muchos de los cuales
estaban en su adolescencia temprana o eran incluso menores. Y hasta entrado el
siglo XX, los niños siguieron sirviendo en los ejércitos de potencias occidentales
como Gran Bretaña (Rosen 2005: 5).

Pero no es sólo que los niños y niñas participaran y participen todavía en


conflictos armados, sino que el significado de su participación ha sido y es, en
muchos casos, muy distinto que el que solemos escuchar en los discursos
humanitarios contemporáneos. En el caso de la Guerra Civil de Estados Unidos,
los testimonios de los niños en combate hablan de unos niños que soportaban el
combate con “paciencia y alegría”, y no importando lo terrible de la experiencia
bélica, no se creía que ésta destruyera las vidas de los niños, sino que de hecho
la ennoblecía. Los niños que morían decían morir “habiendo hecho las paces con
Dios”, y eran celebrados por la nobleza de su sacrificio (Rosen 2005: 6). Y hoy en
día, en lugares como los territorios palestinos, la participación de los niños y
niñas en la resistencia a la ocupación y agresión israelí se sigue considerando
heroica. Más allá del dolor y aturdimiento lógico que pueden sentir los padres
ante la muerta violenta de un hijo o hija, “ningún niño ni niña muere en vano”, y
si bien cada niño o niña muerto es víctima –de la agresión israelí- también es un
héroe y un mártir (Rosen 2005: 92).

Muy distinta es la comprensión de los “niños soldado” que domina en la


comunidad internacional, especialmente en los discursos de “ayuda
humanitaria”, y que es reproducción de la construcción de la infancia
hegemónica. En “el relato humanitario los niños soldados son víctimas o

62
Como las guerreras del Reino de Dahomey en África Occidental, que existieron como un cuerpo
de élite durante los siglos XVIII y XIX, cayendo finalmente derrotadas ante Francia en 1892, y que
eran reclutadas entre los 9 y los 15 años (Rosen 2005: 4, y ver Halpern 2011).

144
1. LA(S) INFANCIA(S)

demonios, o, mejor dicho, son demonios porque son víctimas” (Rosen 2005:
134). Es decir, matan, violan, y amputan a otros porque son víctimas, “y ni
víctimas ni demonios son actores racionales” (Rosen 2005: 134). El “niño
soldado”, se nos viene a decir, realmente no sabe lo que hace; ha sido
victimizado –sea secuestrado, abusado, torturado, o drogado- y desde ese
trauma insuperable y que consume su ser entero deben leerse sus acciones
posteriores. Esta narrativa de victimización y consecuente irracionalidad infantil
es resaltada por una versión “excesivamente idealizada de la autonomía,
independencia, y madurez adultas” (Rosen 2005: 134), como si todas las niñas y
todos los niños soldados fueran víctimas irracionales que son abducidas por sus
jefes militares adultos para empuñar un arma, y todos los soldados adultos
decidieran enrolarse libre y espontáneamente en un ejército o guerrilla, lo que
dibuja no sólo una descripción totalmente falsa de la participación de los adultos
en las guerras (Rosen 2005: 134), sino que una división, también falsa, entre los
niños y niñas, y los adultos que participan en una guerra. Según la narrativa
humanitaria que comenta críticamente Rosen, cuando los niños y/o niñas

se ofrecen como voluntarios para ser soldados, [lo hacen] porque ‘creen que
ésa es la única forma de asegurarse una comida regular, ropa y atención
médica’ o porque ‘pueden sentirse más seguros... si tienen armas en sus
manos.’ Se unen porque son ‘susceptibles a la seducción de la vida militar y a
la sensación de poder asociado a portar armas letales.’ Los niños y niñas sólo
creen o sienten o tienen sensaciones. Ellos no saben, ni entienden, ni juzgan,
ni deciden. En estas descripciones parece que ninguna persona menor de
dieciocho años tiene ninguna capacidad de juicio racional. Ninguna
credibilidad se le da al hecho de que alistarse voluntariamente puede ser la
única manera de sobrevivir, o que las niñas y los niños armados pueden estar
más seguros que los civiles desarmados (Rosen 2005: 134-135, cursivas
nuestras).

La imagen de unas niñas y unos niños soldados “políticamente activos,


económicamente descontentos, y cansados de ser explotados por una élite”, y
que por eso se alistan, “no es compatible con la imagen del niño vulnerable
reclutado por adultos manipuladores” (Monforte 2007: 187). No es sólo que “el
niño” no sepa, ni tenga racionalidad, sino que no puede saber, ni tener
racionalidad. Entonces, las niñas y los niños soldados, a diferencia de los adultos
soldados, carecen de estrategias de supervivencia individuales, no aplican su
inteligencia, no entablan relaciones, ni conversaciones, y, en general, no hacen
nada de lo que un soldado ordinario suele hacer (Rosen 2005: 134). El “niño
soldado” nunca es victimario, siempre es víctima, y poquísimo más.

145
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

O bien, el “niño soldado” ya no es niño soldado. En el Informe Global sobre Niños


Soldado de 2001, que publica la Coalición para Detener el Uso de Niños
Soldados, cuando se habla de la infancia y juventud palestina que arroja piedras,
quema neumáticos, obstruye calles, o tira cocteles Molotov, se usa
invariablemente las expresiones jóvenes o adolescentes, tengan 10 ó 18 años,
pero cuando se habla de personas de la misma edad muertos por las fuerzas
israelíes, se les refiere, esta vez sí, como niños y niñas (Rosen 2005: 154). “El
niño” padece como niño, pero hace padecer como adulto.

Ambas visiones, la del “niño soldado victimizado” y por eso devenido demonio, y
la esquizofrénica del “niño soldado no niño”, que en el fondo son variaciones
sobre una misma visión, contrastan fuertemente con la percepción que tienen
los propios niños y niñas de su participación en conflictos armados. Los relatos
históricos y etnográficos de niños soldados “enfatizan su agencia, autonomía e
independencia” (Rosen 2005: 134), y demuestran que la gran mayoría de las
niñas y los niños soldados no son reclutados a la fuerza (Rosen 2005: 17). Peters
y Richards recogen testimonios que muestran la racionalidad de las niñas y los
niños soldados, quienes en su mayoría eligen pelear, y no son abducidos o
forzados a ello, como suele plantear la literatura humanitaria; “muchos
combatientes menores de edad eligen pelear con sus ojos abiertos, y defienden
su elección, a veces con orgullo. Enfrentados a un trasfondo de familias
destruidas y sistemas educativos fracasados, la actividad de las milicias les ofrece
a los jóvenes una oportunidad para abrirse paso en el mundo” (Peters y Richards
1998: 183). Es decir, los niños y niñas tienen y dan razones para pelear (Rosen
2005: 61-2), y alzan su voz para decirlo. Muchas de las niñas que sirvieron en el
Destacamento Femenino del Frente de Liberación de Mozambique, hoy adultas,
siguen entendiendo su participación en combate como empoderante y como un
evento que marcó su posterior participación como ciudadanas de pleno derecho
en la vida política de Mozambique; “una experiencia liberadora… no sólo
respecto de la dominación colonial sino que también de las estructuras
patriarcales de dominación en la sociedad ‘tradicional’ de Mozambique” (Rosen
2005: 17). Del mismo modo, estudios con mujeres excombatientes del Frente
Popular de Liberación de Tigray, en Etiopía, las muestran como “más seguras de
sí mismas, independientes y políticamente conscientes que las mujeres que no
pelearon”. Todas las mujeres estudiadas habían sido reclutadas como niñas
soldadas entre los 5 y los 17 años, con un promedio de reclutamiento de 12
años, pero “ninguna se concebía a sí misma como habiendo sido impotente, o
victimizada” (Rosen 2005: 18).

146
1. LA(S) INFANCIA(S)

Evidentemente, aquí no se trata de idealizar la situación de los niños y niñas “de”


la calle, ni de las niñas y los niños soldados. La dureza de ambas experiencias es
difícil de concebir para alguien que ha vivido siempre con muchísimos más
privilegios, y la idealización puede convertirse rápidamente en una nueva forma
de romanticismo, e incluso, conservadurismo. Acudimos a la realidad de los
niños y niñas en la calle, “de” la calle, y en la guerra para mostrar la resistencia
del adultismo hegemónico a relativizar las polaridades, a leer la realidad de niñas
y niños más allá de las polaridades. Aunque la dureza de la calle y de la guerra lo
sea tanto para los niños y niñas “de” la calle, como para los adultos “de” la calle,
para las niñas y los niños soldados, como para los soldados adultos, el discurso
hegemónico se resiste a dejarse cuestionar. No se cuestiona que la de los niños y
niñas en la calle sea una realidad deformante para los adultos que la observan,
pero no para los propios niños y niñas que la viven, ni que la publicidad (contra
domesticidad o privacidad) de los niños y niñas no parece sentarles tan mal a
éstos como a los adultos. No se cuestiona que un niño o niña busque la calle
porque el polo público se le pueda revelar como el polo de la independencia en
contraste con el lugar que se le ha asignado como más propio, el asfixiante polo
privado de la dependencia y el control. Tampoco se replantea la pétrea y falsa
independencia del soldado adulto, versus la pétrea y también falsa dependencia
de la niña o el niño soldado, pues ni uno es tan duro ni el otro tan vulnerable, ni
uno es tan corrupto ni el otro tan sagrado, ni uno es tan victimario ni el otro tan
víctima63.

La respuesta es asegurar y salvar la infancia, aun a costa de olvidar a los propios


niños y niñas. El caso de las niñas y los niños soldados es el más evidente, y de
algún modo el menos perturbador, porque se asume que “el niño soldado” es
siempre víctima, que por terrible que fuere lo que hiciese, siempre será
atribuible a haber sido, previamente, victimizado. El mito del “trauma” de origen
salva la infancia de un niño o niña que, de otro modo, podría estar eligiendo
matar. Es decir, la infancia parece asegurada cuando porta un AK-47, pero,
paradójicamente, no porque el AK-47 vaya a ayudar en su defensa, sino porque
es prueba irrefutable de la victimización de que ha sido objeto, de su
vulnerabilidad. Los niños y niñas de la calle, por su parte, aunque están o se han
puesto fuera de la infancia, como dice Ennew, y son por eso un escándalo,
pueden ser recuperados para la infancia, pueden ser reprivatizados, y a eso se

63
Y recordar sección 1.5.iii, también sobre adultismo en atribución de agencia, entonces ante la
kindercultura y el mercado en general: mucha a los adultos, poca o nada a los niños.

147
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

dedican los esfuerzos de una multitud de agencias de ayuda, ONGs, y fondos


internacionales destinados al mundo mayoritario, que buscan sacar a los niños y
niñas de la calle y devolverlos a sus casas, o recolocarlos en hogares, orfanatos y
colegios. También ectópicos, pero sólo transitoriamente, los niños y niñas en la
calle son una molestia cuya solución, a veces, pasa por un mero “mosquito”, o
por la elección del crucero adecuado. Sin embargo, siendo o estando en la calle,
los niños y niñas ya no sólo están en riesgo sino que son el riesgo (Stephens
1995: 13). La calle presenta el problema de no ser lo suficientemente otra como
la selva africana y un AK-47 para preservar intacta la infancia.

Pero son casos como el asesinato, en Liverpool en 1993, del niño James Bulger,
de 2 años, a manos de dos niños de 10 años, los que marcan el verdadero
terremoto emocional en la sociedad, porque evidencian la posibilidad de
superposición de esos dos polos de manera literal y brutal (entre muchos, ver
James et al. 1998: 52; Jenks 2005). Peor aún, porque evidencian al “niño en
riesgo”, nuestro tesoro, sometido al “niño riesgoso”. La imagen captada por las
cámaras de seguridad del centro comercial donde fue raptado, que muestra a los
asesinos del pequeño “Jamie” -como lo rebautizó la prensa- llevándoselo de la
mano, es una de las imágenes más estremecedoras que pueden concebirse,
porque revienta todas las polaridades: ahí donde los paseantes vieron a un
hermano menor con sus hermanos mayores, la realidad revelaba a unos
torturadores y asesinos con su víctima. Los asesinos de James Bulger son unos
“demonios” y se han puesto fuera de la infancia, pero no damos con el trauma
de origen (niños soldados) que explique lo primero, ni con el lugar inapropiado
(la calle) que dé razón de lo segundo.

El caso Bulger, epítome de los discursos y ansiedades contemporáneos sobre la


infancia, muestra que la infancia a que pertenece “el niño” contemporáneo y
occidental es una que hace de éste tan pronto un sujeto de problemas sociales –
“el niño” que debe ser protegido y educado- como un problema social en sí
mismo (Burman 2008: 89, A. Meyer 2007: 94, Roche 1999: 477) –“el niño” que
ha sido “mal” protegido y educado (Cunningham 2005: 178); tan pronto un “niño
en peligro”, como un “niño peligroso” (Burman 2008: 89-90); tan pronto una
potencial víctima –del tráfico o los extraños- como una potencial amenaza –por
estar en el lugar equivocado (Mayall 2002: 103); tan pronto un “niño inocente”,
como un “niño depravado” (Heywood 2001: 32-34; Editorial Childhood 1998),
capaz de torturar y matar; tan pronto un pequeño angelito, como un “pequeño
dictador” (Urra 2006) con más agencia de la que puede manejar, “como si, en el
imaginario adulto, un joven [fuera] sano, protegido y obediente, o no [fuera]
joven. […] Así, de la declamada paráfrasis ‘juventud, divino tesoro’ se pasa a la

148
1. LA(S) INFANCIA(S)

imprecación de ‘juventud descarriada’,” (Salazar y Pinto 2002: 10); tan pronto un


“niño apolíneo”, es decir puro y angelical, sensible a todo lo bello y verdadero,
según la construcción romántica, que debe ser por ende protegido, como un
“niño dionisíaco”, rebelde, volátil (i.e. inflamable), todavía deslavado de su
origen pecaminoso -o vuelto a él- según la aún influyente mitología cristiana, el
ello freudiano, repositorio libidinal de deseo insatisfecho, que por eso debe ser
vigilado y reprimido (Jenks 2005: 62-72). En cuanto disponibles, con “los niños”
se puede hacer cualquier cosa, pero por eso mismo, pueden resultar en
cualquier cosa.

No sólo se protege al “niño”, entonces, sino que también nos protegemos de “los
niños”. Con todo, lo que une a la comprensión de la infancia dionisíaca con la
infancia apolínea es que ambas pretenden controlar al “niño”, en sus tiempos,
espacios, cuerpos y mentes, sea de manera externa, pública y abierta, en el caso
del “niño dionisíaco” (o, podríamos decir, niño fallido), sea internalizando el
control en el propio niño, observándolo, midiéndolo y evaluándolo, en el caso
del “niño apolíneo” (ver Jenks 2005: 62-70).

Si bien la comprensión de la infancia que aquí hemos descrito es (todavía)


minoritaria, su influencia es virtualmente hegemónica a nivel mundial pues es la
infancia exportada por las grandes potencias colonizadoras, por los instrumentos
de derecho internacional –incluida la Convención de los Derechos del Niño-, y
por los países que hasta no hace mucho contaban con la exclusividad del poder
político, económico y militar. De la mano de la globalización del desarrollismo,
de la escolarización obligatoria y del capitalismo, la infancia hegemónica
también se ha globalizado (Boyden 1997). Así lo hemos ya esbozado en las
secciones 1.4 y 1.5.ii, y sobre ello volveremos en más profundidad en los
capítulos 2 y 3, en particular secciones 2.4, 2.5 y 3.4.i, por lo que aquí tan sólo lo
dejamos planteado.

1.7 “Nueva” Sociología de la Infancia


Hasta aquí (secciones 1.2 a 1.6) hemos elaborado un relato que intenta dar
cuenta de la infancia hegemónica que es, como veremos en el capítulo 2, la
infancia consagrada en el discurso hegemónico de los derechos de la infancia.
Antes de entrar en éste, sin embargo, debemos detenernos o, más bien,
posarnos, en el discurso que más profundamente ha criticado el discurso
hegemónico de la infancia, a saber, lo que se dio en llamar la “nueva sociología

149
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de la infancia” (ver James y Prout 1997a), que hoy se conoce sencillamente como
sociología de la infancia, estudios sociales de la infancia, o, más generalmente,
estudios de la infancia (childhood studies), y que es representado por la línea
editorial de publicaciones periódicas tales como Children & Society64, Children’s
Geographies65 y, sobre todo, Childhood66. Este renovado discurso sociológico,
que, como veremos más abajo, asume programáticamente una perspectiva
expresamente política, crítica, o “de protesta” (ver Introducción), nos servirá de
contrapunto para lo ya elaborado sobre la infancia hegemónica, a la vez que será
el lugar desde donde emprenderemos nuestro repaso crítico del discurso de
derechos de la infancia (capítulo 2), y nuestra marcha hacia un discurso
emancipador (capítulo 3).

En lo que sigue, entonces, haremos nuestra lectura de los presupuestos básicos


del “programa” de la sociología de la infancia, como se leen en “A New Paradigm
for the Sociology of Childhood? Provenance, Promise and Problems” de Alan
Prout y Allison James (1997: 8), aparecido en una influyente colección editada
por ellos mismos originalmente en 1990 (James y Prout 1997a), Constructing and
Reconstructing Childhood. Con variaciones y matices, este programa no oficial
sigue alimentando la praxis de la sociología de la infancia.

i. La Infancia es una Construcción Social

En las secciones anteriores hemos visto la enorme variación en los modos de


crianza entre las distintas sociedades; el predominio del trabajo en la vida de
niñas y niños hasta hace muy poco, con niñas y niños trabajando
normalizadamente todavía hoy en muchas partes del mundo, en el hogar y fuera
de él, remunerada y no remuneradamente, frente al “escándalo” que supone el
trabajo infantil para la infancia hegemónica; la diversidad de actitudes que
tienen los adultos ante los “riesgos” a los que se enfrentan niños y niñas (es
decir, la distinta concepción de lo que es un riesgo); la anomalía cultural de la
socialización escolar, la familia nuclear y el grupo de pares de la misma edad; la
disponibilidad de que es objeto la infancia hegemónica, que se presta a que
niñas y niños sean modelados según una serie de anhelos, esperanzas, nostalgias

64
Ver: http://onlinelibrary.wiley.com/journal/10.1111/(ISSN)1099-0860.
65
Ver http://www.tandfonline.com/loi/cchg20#.UcBzNfn0FqU.
66
Ver: http://chd.sagepub.com/. Para sociología de la infancia en España, ver Gaitán (2006), y
Rodríguez Pascual (2007).

150
1. LA(S) INFANCIA(S)

y miedos adultos, a que a veces vivan una infancia que no es la suya, siguiendo a
Deleuze, para que de ese modo los adultos vivan la infancia que quieren como
suya. Es decir, hemos transitado hasta aquí haciendo nuestro uno de los
supuestos básicos de la sociología de la infancia, esto es, que la infancia es una
construcción social. Con esto se quiere decir que a los niños y a las niñas siempre
se accede a través de un discurso que permea dicho acceso (ver James et al.
1998: 27); en otras palabras, que “[e]mpíricamente, niñas y niños son
impensables en ausencia de la infancia” (Honig 2011: 69); o, en jerga
hermenéutica, que siempre leemos un texto (el niño, la niña), a través de un
contexto (la infancia)67.

Así como la sociología moderna ha desnaturalizado los ámbitos del sexo, el cual
ahora aborda desde una perspectiva de género, y la raza, que ahora es una
cuestión de etnicidad (Jenks 2005: 50), la sociología de la infancia pretende
desnaturalizar la infancia. Ésta ya no equivale a la inmadurez biológica de la
persona, cuyo destino lógico sería madurar, devenir madurez, sino que es el
modo en que las diversas culturas interpretan dicha “inmadurez” (James y Prout
1997b: 3). La infancia es menos un hecho de la naturaleza que la interpretación
de dicho hecho, “y por tanto varía culturalmente la percepción que se tiene
sobre él” (Ravetllat 2006: 50-51).

Ahora bien, esto supone el riesgo de encerrar la infancia en el discurso, y así


reproducir los esquemas bipolares que hemos venido criticando (sección 1.6),
cambiando sólo el polo al que se le quiere dar énfasis: se le quita la prioridad a lo
natural-biológico para entregársela a lo discursivo-social, olvidando que las niñas
y los niños, los seres humanos, también son corporalidad, materialidad,
“biología” (ver James et al. 1998; Prout 2005). La conciencia de este riesgo es
una de las razones por las que incluimos, al inicio de este capítulo (sección 1.1),

67
Se suele atribuir a Philippe Aries (1960) la paternidad de la idea de la infancia como construcción
social, a partir de su tesis de que en la sociedad medieval no existía el concepto de infancia. Sin
embargo, aunque es menester reconocer la gran aportación que significó la idea de que los
conceptos sobre la infancia tienen una historia (ver Cunnigham 2005: 6 y 7), aquí no
profundizamos en la obra de Aries pues su aseveración sobre la inexistencia del concepto de la
infancia en la Edad Media precisamente surge de no entender suficientemente que la infancia es
una construcción social. En efecto, y más allá de sus inconsistencias metodológicas, que ya
comentamos en la sección 1.2, lo que Aries no encontró en la Edad Media fue su concepto de
infancia, el de su tiempo; es decir, actuó con un muy poco riguroso “presentismo”, interpretando
el pasado con gafas del siglo XX: “Aries reclama haber revelado una ausencia en el pasado allí
donde sólo había una presencia diferente” (Archard 2004: 22-23; y ver Heywood 2001: 13).

151
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

la comprensión de la infancia desde la dimensión diacrónica (que brinda el


espejo) de la historia evolutiva del ser humano, transcurrida casi en su totalidad
en un medio (de adaptación evolutiva) radicalmente distinto al contemporáneo.
Por ello, si se plantea que la infancia es una construcción social, producto de
determinada historia, se ha de entender que esa historia de la cual es producto
también comprende (i) la historia de la especie, es decir, su filogenia, y (ii) la
historia de la infancia en la historia de la especie, las que necesariamente
encausan y canalizan la diversidad de construcciones posibles de la infancia. En
otras palabras: un niño o una niña puede saltar de infinitas maneras, pero no
puede saltar sobre sí mismo/a68.

En razón de las maneras infinitas en que se puede dar este salto infantil, los
autores de la sociología de la infancia no suelen hablar de “la” infancia sino que
de “las” diversas infancias, pues las infancias se multiplican en la medida en que
múltiples son los tiempos y contextos sociales (ver Jenks 2005: 6-7). Y así como
cada tiempo y contexto tiene su infancia, cada infancia tiene su contraparte
adulta a la luz de la cual es siempre definida.

Lo que llamamos niño o niña es en primer lugar un niño o niña-para-un-


adulto, y como tal una construcción… No hay tal cosa como un ‘niño’ o ‘niña’
aparte de un ‘adulto’ que lo observe. Niños y niñas sólo empiezan a pensarse
como tales cuando toman conciencia de que hay algo llamado ‘adultez’ de lo
que no son parte (Kennedy 2006: 3).

El razonamiento binario, que define por oposición, marca la relación entre


adultos, y niñas y niños, quienes ya no pueden “imaginarse salvo en relación con
una concepción del adulto”. Pero a la vez, “es imposible dar con un sentido bien
definido de lo adulto, y de hecho de la propia sociedad adulta, sin antes haber
definido el concepto de ‘niño’/’niña’ ” (Jenks 2005: 3). Esto ya lo vimos más
arriba (sección 1.6.i) al describir las polaridades: “el niño” de la infancia
hegemónica es dependiente, vulnerable, juguetón, inocente, irracional, en
proceso de desarrollo y socialización, en la misma medida en que el adulto
hegemónico es independiente, trabajador, caído, racional, desarrollado y
socializado. La posición de los niños y las niñas en una cultura, en cuanto tales,
es siempre relacional (James et al. 1998: 71).

68
Como dice Konner (2010: 615): “todos estamos suspendidos en redes de sentido culturales…,
pero ese sentido no es independiente de las propiedades universales del cerebro y la mente”.

152
1. LA(S) INFANCIA(S)

En las secciones previas ya hemos visto de qué manera diversas infancias se han
construido a lo largo y ancho de la historia. Con eso como antecedente,
volvamos sobre esta diversidad de construcciones.

Por el carácter relacional de la posición de niñas y niños, en la medida en que la


divisoria de la polaridad infancia-adultez se hace porosa, también sus términos
se hacen menos precisos. Entre las infancias de las sociedades cazadoras-
recolectoras, los niños y las niñas no constituyen un grupo social diferenciado,
sino que viven en estrecho contacto con todo el mundo. Y aunque juegan entre
sí y van a recolectar juntos, pasan un tiempo igualmente considerable con los
adultos, siendo usual que compartan con ellos colchonetas para dormir, se
sienten junto a ellos en el fuego, o los acompañen a buscar comida. De hecho, es
más común ver a grupos de edades mixtas que a grupos de niños y/o niñas, por
un lado, y de adultos, por el otro. Por esto, dice Bird-David, “si por ‘niños’ y
‘niñas’ entendemos a dependientes necesitados de comida y cuidado, aquí no
los hay. Los bebés y los que recién empiezan a caminar caen en esta categoría,
pero no las edades que les siguen” (Bird-David 2005: 96). Por otro lado, cuando
se habla de niño o niña, muchas veces no tiene sentido más que como referencia
relacional, pero no en relación con los adultos o la adultez, sino con determinado
padre o madre. Así, entre los Nayaka, “niño” o “niña” (makalo) normalmente es
“niño (hijo) o niña (hija) de alguien”, es decir, es un concepto que sirve para
denotar una relación, no una característica del individuo: no hay niñas y niños en
sí (erigidos por oposición a unos adultos en sí). “Niño o niña de” connota cuidado
mutuo, compartir, y envejecer juntos y no una parte determinada y separada de
la sociedad. Una vez que este “niño o niña de” tiene descendencia se produce el
cambio de posición en la red relacional que lo pone de inmediato del lado de los
padres, pero no de unos “adultos” (Bird-David 2005: 98-99).

Ahora bien, para ser niña o niño, aunque sólo sea por un par de años, o “niña o
niño de”, antes hay que ser persona, lo que no siempre podemos dar por
sentado: una mirada al mundo mayoritario nos muestra que no sólo el concepto
de infancia es una construcción de la cultura, sino que el propio concepto de
persona o ser humano también lo es. Por ejemplo, los Chewong de la península
malaya entienden que para ser persona hay que ser necesariamente Chewong y,
a la vez, que ser Chewong no se restringe solamente a otro individuo de la
especie que conocemos como homo sapiens y de la etnia Chewong, sino que
también incluye todas las cosas del medio, tales como árboles, piedras, ríos,
montes, que según los Chewong tienen conciencia. Así, “en el habla Chewong,
éstos son ‘personas’ (beri), del mismo modo que el gran número de seres
existentes que son invisibles al ojo. Todos son ‘personas’, con idénticos atributos

153
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de personalidad que los [seres humanos] Chewong” (Howell 1989: 46, corchetes
nuestros).

Del mismo modo que la personalidad se construye socialmente, la maternidad y


paternidad también se expanden y contraen socialmente, y en “el extenso
archivo de patrones de crianza comparados, el rol de la madre biológica puede
atenuarse mucho”, en la medida en que niñas, niños y demás adultos asumen el
rol de madre, como ya vimos al hablar de la crianza cooperativa y las alomadres.
Es más, por ejemplo entre los Bofi, campesinos de África Central, todas las
mujeres adultas son “madre” (Nana) y todos los hombres adultos son “padre”
(Bafa) (Lancy 2008: 115).

Y si en el riquísimo arco iris histórico y cultural hay niñas y niños que lo son por
poquísimo tiempo, personas que no son personas, cosas que son personas y no
madres que son madres, también hay adultos que son niñas o niños, o sea, casos
en que la infancia va más allá de la mera interpretación cultural de la “inmadurez
biológica”, desbordando la canalización otorgada por la materialidad de “la
biología”. En la actualidad occidental se ha uniformado la comprensión de que
son adultos los mayores de cierta edad (los 18 años para efectos de la CDN), sin
embargo,

durante la mayor parte de la historia occidental sólo una minoría de los


mayores de edad alcanzaban la … independencia: el resto de la población se
mantenía durante toda su vida en un estado jurídico más parecido a la
‘infancia’, en el sentido de que se mantenían bajo el control de otra persona -
un padre, un señor, un maestro, un marido, etc ... La palabra ‘niños’ [children]
se refiere a adultos serviles hasta bien entrada la Alta Edad Media, y con
frecuencia es imposible estar seguro, sin un contexto adecuado, si la
denominación se basa en la edad, el estado, o ambos (Boswell 1998: 27-28).

Para los Nayaka, de que hablábamos recién, tanto adultos como niñas y niños
“biológicos” son niños del bosque. Dijimos recién que la palabra “makalo” denota
relación y uno de sus usos sirve a los Nayaka para describirse a sí mismos frente
al bosque y frente a todos los moradores previos e invisibles de la zona en la que
habitan, a quienes llaman, alternativamente, “padres grandes” o abuelos (Bird-
David 2005: 93).

Así como hay adultos que son niñas o niños, también hay niñas o niños que son
incluso más que adultos, esto es, ancestros, o maestros espirituales. Para los
Beng, de Costa de Marfil, los bebés son ancestros reencarnados que han vuelto
del mundo de los muertos, por lo que “los adultos Beng no sólo los tratan con

154
1. LA(S) INFANCIA(S)

gran respeto y devoción, sino que les hablan porque el niño-ancestro puede
obrar como intermediario ante poderosas fuerzas espirituales” (Lancy 2008: 90).
También entre los cultivadores de arroz de Bali se cree que el espíritu de los
ancestros vuelve a habitar a la niña o el niño en el vientre materno y, una vez
nacido, se cree que la niña o el niño es un ser divino durante 210 días (Lancy
2008: 90). Del mismo modo, la búsqueda de altos lamas que emprenden los
buddhistas tibetanos, en la que se incluye la del Dalai Lama, es sólo una de las
manifestaciones de la creencia en la reencarnación que, en este caso, supone ver
en la niña o niño a alguien en quien habitan los pensamientos y gestos (adultos)
de la maestra o maestro espiritual renacido (Gupta 2002). Entonces, ¿qué puede
responder la visión hegemónica, por ejemplo, ante una niña “biológica” que
tiene 500 años “culturales”69?

Un paralelo que sirve para mejor entender el carácter construido de la infancia


es contrastar la extendida aceptación del aborto en el mundo minoritario, con el
“horror y repugnancia” (Campoy 2006: 178) que se suele sentir hacia el
infanticidio. Para entender lo artificioso, en el sentido de construido, del
contraste se debe recordar el carácter culturalmente anómalo de este horror y
repugnancia, pues, como dice Lancy (2008: 86), “cuando no existen métodos
accesibles y fiables de contracepción, el aborto, el abandono, y el infanticidio
siempre han sido, y seguirán siendo comunes”. En opinión de Dickerman (1975),
esta práctica no sería sólo una costumbre o tradición, ni una práctica debida
meramente a un contexto de carencia (de métodos contraceptivos u otra), sino
que

[l]o distintivo de la especie humana es la remoción selectiva y deliberada. Las


razones para esta remoción varían caso a caso, pero el habitual acto de
infanticidio es producto de una decisión grupal o individual al interior de un
sistema social saludable, y en ningún caso el producto de mera proximidad
accidental en una situación de desorganización social… Esta capacidad para la
remoción selectiva en respuesta a cualidades tanto de las hijas y los hijos
como del entorno social y ecológico parece ser una parte importante de la
definición bioconductual de Homo sapiens (Dickeman 1975: 108)70.

69
La alta lama tibetana Dorje Phamgo es representante de un linaje ininterrumpido de lamas
mujeres que se remonta al menos cinco siglos hacia atrás (Diemberger 2007).
70
Ahora bien, sea lo que fuere un “sistema social saludable”, ciertamente no se puede concebir
como un estado de cosas aproblemático en el caso del infanticidio. Las elevadas dimensiones que

155
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Konner (2010) señala que el infanticidio existe en la mayoría de las sociedades


no industriales, aunque usualmente se da sólo en el momento del nacimiento,
en casos de deformidad, de intervalo interparto que haga del recién nacido una
amenaza para sus hermanas o hermanos mayores y poco apto para sobrevivir,
en casos de mellizos o gemelos (se mata a uno de los dos), o cuando el recién
nacido es fruto de una unión extramarital. En estas culturas, “la gente concibe el
infanticidio del mismo modo en que la mayoría de estadounidenses conciben
hoy el aborto -como algo lamentable, incluso trágico, pero a veces el mal menor”
(Konner 2010: 424).

Sociedades usualmente descritas como igualitarias y pacíficas, tales como los


!Kung, presentan tasas de infanticidio del 1% de los nacimientos, con el objeto
de mejorar la calidad del cuidado y posibilidades de supervivencia de los niños y
las niñas ya existentes y de evitar cuidar a niños o niñas “severamente
defectuosos”, con muy pocas posibilidades de sobrevivir en el mediano y largo
plazo (Konner 2005: 20). Del mismo modo, cuenta Montague (1985: 89) que las
mujeres de una aldea Kaduwaga en las islas Trobriand de Papua Nueva Guinea,
que suelen ser muy afectuosas con su prole, “se mostraron sorprendidas de que
las mujeres occidentales no tuvieran el derecho a matar un niño o niña no
querido al momento de nacer” pues, según ellas, el bebé todavía no es un ser
social. Quizás eso explique que los Nayaka, mencionados más arriba, no pongan
nombres a sus bebés, y que los entierros de éstos sean mucho más sencillos que
los de los mayores: “la muerte de un bebé parece contar en la comunidad más
como un nacimiento fallido que como la muerte de una persona” (Bird-David
2005: 97).

Volviendo a nuestro mundo minoritario, ¿qué puede querer decir ese “horror y
repugnancia” ante el asesinato extra-uterino pero esa normalización del
asesinato intra-uterino71? Más allá de las consideraciones éticas, pues el punto

alcanza en la actualidad el infanticidio femenino en países como India o China, en relación con el
infanticidio masculino, hace inevitable entender esta práctica, en cuanto fundada en una
discriminación por sexo, como una manifestación más del patriarcado dominante, es decir, como
propia de sistemas sociales muy poco “saludables” (ver Bumgarner 2007, Campos Mansilla 2010).
71
Esta pregunta cobró toda su relevancia ante la polémica provocada por la publicación del
artículo “Aborto post-parto: ¿por qué habría de vivir el bebé?” (Giubilini y Minerva 2012), en el
cual sus autores argumentaban que no hay diferencias éticas entre el aborto y el infanticidio del
recién nacido (al que llaman aborto post-parto), polémica que llevó a que la revista tuviera que
justificar la publicación en un Editorial (2012) colgado en su web a los pocos días de publicado el
artículo.

156
1. LA(S) INFANCIA(S)

aquí no es argumentar a favor ni en contra del aborto, la disparidad de criterios


respecto del aborto y el infanticidio revela muy claramente el carácter
construido de la infancia, su relatividad cultural, que la entidad de niñas y niños
depende directamente de la infancia que habitan, ya que, dicho en muy pocas
palabras, si en el mundo minoritario el niño o la niña vale “x” antes de nacer, y
“cualitativamente más que x” después de nacer, por el sólo hecho de haber
nacido, y no porque haya pasado en el niño o la niña otra cosa que el tiempo, la
razón de esta discrepancia no puede ser otra que el consenso en atribuir esas
calidades divergentes al niño o a la niña según si ha nacido o no, es decir, la
construcción que la sociedad occidental contemporánea se ha dado de la
infancia y sus protagonistas, la cual, como se desprende de la aceptación del
aborto, no comprende a los nonatos (ver Freeman 2007: 18)72.

ii. Las Niñas y Niños son Sujetos Activos en la Construcción de sus Vidas, de las
Vidas de quienes les Rodean, y de la Sociedad

El ejemplo de aborto e infanticidio nos lleva a preguntarnos quiénes (y cómo)


construyen el concepto de infancia en cada cultura. En la sección anterior
dijimos que son niños y niñas quienes los adultos o, más precisamente, quienes
tienen el poder de definir, deciden que lo sean (Mayall 2000: 245; Rodríguez
2007: 30, 49, 98); y el caso del aborto versus el infanticidio es una buena
comprobación de dicha aseveración. Sin embargo, otra intuición relevante de la
sociología de la infancia es que la infancia no es sólo construida por los adultos,
es decir, que éstos no gozan del monopolio del poder de definir. La comprensión
de las niñas y los niños como activos en la construcción y determinación de sus
vidas sociales, de las vidas de quienes les rodean y de las sociedades en las que
viven (Prout y James 1997: 8), o sea, de las niñas y los niños como “actores
sociales competentes” (James y James 2001: 26), es otro de los ejes de la
sociología de la infancia. Niñas y niños son agentes, vocablo polisémico que
abarca “individualidad, motivación, voluntad, intencionalidad, elección,
iniciativa, libertad y creatividad” (Emirbayer y Mische 1998: 962), atributos todos

72
Por ejemplo, cuando se habla de que la diferencia cualitativa entre vida nacida y no nacida es la
posibilidad de “vida autónoma” de los nacidos, en contraposición a la imposibilidad de tal vida
autónoma de los fetos (al menos durante los primeros 6 meses de embarazo), lo que en el fondo
hay es un consenso (no compartido por los antiabortistas), en conferirle a la autonomía un sentido,
entidad y precedencia como principio de argumentación –entre otros, frente a la vida- que no
tiene fuera del contexto específico del caso del aborto. Sobre lo decisivo de debatir y argumentar
lo que sea que signifique la vida del nonato, ver Borgmann (2009).

157
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

que la construcción hegemónica de la infancia reconoce a los adultos en una


medida cualitativamente mayor que a niñas y niños73. Que sean agentes significa
que tienen voz, sin embargo, el caso es que están abrumados por portavoces
(adultos); “ ‘el niño’ está por doquier representado…, pero casi en ninguna parte
públicamente auto-representado” (Wallace 1995: 293-294). El reconocimiento
de la agencia infantil es el paso necesario para abrirse a esta “voz”, a la
capacidad y competencia de niños y niñas para hablar por sí mismos y, entre
otras cosas, para participar en la construcción y reconstrucción de sus infancias y
sus derechos a través de dicha voz74. Volveremos sobre sus voces en la sección
3.1.

Una vez que se comprende a los niños y las niñas como agentes con voz, se
relativiza el concepto de socialización, que criticamos en la sección 1.5, y surgen
en su reemplazo conceptos tales como el de reproducción interpretativa75,
acuñado por William Corsaro (2005: 41), para quien los niños y las niñas se
apropian creativamente de la información del mundo adulto, participan en y
producen sus culturas de pares, y contribuyen a la reproducción y elaboración de
la cultura adulta. Es decir “frente a la descripción de la infancia como momento
ajeno al devenir social”, a la imagen de una niña o un niño siendo izado a lo
social y sólo aprendiendo de los adultos, el nuevo paradigma asume la
consideración de los niños y las niñas “en tanto agentes sociales de pleno

73
Mayall (2002: 21) distingue entre ser “actor social” y ser “agente”. El actor social, dice, hace algo
a partir de un deseo subjetivo, pero el agente negocia con otros con el fin de provocar un cambio.
Siguiendo esta distinción, “estudiar a los niños y niñas como actores sociales es concebirlos como
activos en la construcción de sus vidas y como viviendo vidas que son dignas de ser estudiadas por
sí mismas, y no sólo por lo que nos revelarán sobre el futuro o el desarrollo de la especie. Pero…
concebir a los niños y niñas como agentes es verlos, también, como teniendo un rol que jugar en
las vidas de quienes les rodean, y en las sociedades en que viven, y como formando culturas y
relaciones sociales independientes” (James 2011: 41). Nosotros hablaremos, indistintamente, de
los niños y niñas como “agentes” o “actores sociales (competentes)”.
74
Thomas y O’Kane (1998: 147-148), investigando con niños y niñas ingleses y galeses de entre 8 y
12 años, cuya custodia había sido asumida por el Estado, descubrieron que unos y otras no querían
imponer sus voces, sino, tan sólo, convertirlas en parte relevante del diálogo sobre sus vidas. Es
decir, no querían hablar más alto, sino hablar y ser escuchados, respetados, y tenidos en cuenta.
75
“El término interpretativo recoge los aspectos innovadores y creativos de la participación infantil
en la sociedad ... El término reproducción recoge la idea de que los niños y las niñas no están
simplemente internalizando la sociedad y la cultura, sino que están contribuyendo activamente a la
producción y cambio cultural. El término también implica que, por su participación misma en la
sociedad, están constreñidos por la estructura social existente y por la reproducción social”(Corsaro
2005: 18-19).

158
1. LA(S) INFANCIA(S)

derecho y constructores activos de la sociedad que les rodea” (Rodríguez 2007:


17); ya no sólo modelados por sus infancias, sino que también participando en el
modelado de éstas (James y James 2001: 30; y ver Hirschfeld 2002). Dicho de
otro modo, el reconocimiento de la agencia infantil opera como principio de
desacoplamiento entre desarrollismo y socialización, pues el aprendizaje y
crecimiento propios de la infancia ya no tienen que suponer el binarismo que
subordina infancia a adultez, devenir a ser, presente a futuro (ver secciones 1.5 y
1.6.i).

Dijimos recién que la infancia se construye en relación y contradistinción con la


adultez (ver Mayall 2002: 159), por lo que, reconocido que los niños y las niñas
son agentes, se sigue que la constitución, reproducción y transformación de las
infancias se originará en el cruce de las comprensiones que sobre la misma
tengan los propios niños y niñas, por un lado, y los adultos, por el otro (Mayall
2002: 42). Es decir, la agencia y competencia infantil en la construcción de la
infancia habrá de ponerse en contexto con el poder de los adultos y sus
estructuras para también operar dicha construcción, por lo que el lugar
conceptual de la infancia será siempre el de una tensión entre la agencia infantil
y la agencia adulta (Mayall 2002: 162)76. En este sentido, en la medida en que la
sociología de la infancia estudia a niños y niñas como sujetos de derechos y
capaces de agencia y ciudadanía, asume como central una teoría sobre el poder,
pues desafía arraigados prejuicios adultos, que ya hemos criticado, respecto de
la incapacidad infantil para actuar por derecho propio. (Devine 2002: 303).

En las secciones precedentes vimos múltiples ejemplos de la competente


actuación de niñas y niños que, “desde temprana edad” (Lancy 2008: 19),
desafían el modelo hegemónico: niñas y niños cazando, recolectando agua o
comida, cocinando, pastoreando, cuidando a sus hermanos, hermanas, primos
y/o primas menores; aprendiendo, más que siendo enseñados; imbuidos de un
“ethos de autosuficiencia”, es decir, de autonomía, que es reconocido y
respetado por los adultos; trabajando en el campo, en las industrias rurales y
luego en las fábricas de la industrialización; “conquistando la frontera”
estadounidense; haciendo complejos cálculos para sobrevivir en la calle; jugando
con sus hermanos y hermanas menores en México; actuando con poder e
independencia en las calles del mundo mayoritario; o uniéndose

76
Sobre la relación de estructura y agencia infantil volveremos en las secciones 3.1 y 3.2. Ver
también Stammers (1999: 983).

159
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

voluntariamente a una guerrilla o un ejército. Y cuando hablemos


específicamente del trabajo infantil (sección 3.4), veremos que en el contexto
latinoamericano se habla del paradigma del protagonismo infantil, enfocado
especialmente al caso de los NNATs (Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores),
infancia trabajadora cuyas responsabilidades trascienden con mucho el ámbito
familiar (Cussiánovich 2006). Todos estos niños, niñas e infancias, del mundo
mayoritario o del pasado del mundo minoritario, muchas veces funcionan como
fieles espejos de la propia infancia castradora que hemos construido en
Occidente, revelando a niños y niñas con competencias, responsabilidades y
capacidades desconocidas y, lo que es más relevante, no deseadas o incluso
temidas en “el niño” de la infancia minoritaria.

Pero los ejemplos de agencia no se pueden restringir a las infancias mayoritarias.


Los niños y las niñas del mundo minoritario también son actores sociales
competentes. Sea encerrados en sus casas, colegios, o en los espacios protegidos
del juego, individualmente o en grupos de pares, actúan motivada, voluntaria,
intencionada, libre y creativamente, y hacen emerger su agencia, sea como
asistencia, es decir, junto a los adultos, como resistencia, es decir, enfrentada a
los adultos, o de manera solitaria o entre los propios pares, es decir, con
independencia de los adultos.

Al criticar la construcción desarrollista de niños y niñas como incompetentes ya


dijimos que la privatización de la infancia contemporánea opera como una
profecía auto-cumplida de la incompetencia infantil: una competencia que surge
en la casa, fuera de la mirada pública, termina quedándose en la casa, oculta a
quienes moldean las ideologías de la infancia (sección 1.3.ii.). Pero cuando se
traspasa el velo de lo privado y se vislumbra lo que hay en el espacio hogareño,
se puede descubrir la agencia ocultada, y a niñas y niños que trabajan, haciendo
de confidentes de sus padres - especialmente las hijas, de las madres-, cuidando,
por ejemplo, a una madre enferma, y, en general, muy conscientes de que los
cuidados en la casa son recíprocos, es decir, asistiendo, colaborando,
participando en la economía (i.e. las normas de la casa) (ver Mayall 2002: 104-
111).

Evidentemente, en el ámbito hogareño la agencia como resistencia también


existe, y al criticar el desarrollismo ya mencionamos que éste puede disfrazar de
etapa del desarrollo (“los terribles dos”) algo que mucho más parece un
enfrentamiento entre agencias. Pero la dificultad de registrar esta agencia
privada y privatizada, sea como asistencia, como resistencia o como
independencia, hace que seamos reacios a apoyarnos más en ella.

160
1. LA(S) INFANCIA(S)

A diferencia de la competencia hogareña que, por ser tal, sólo se puede ver y
conocer de manera imperfecta y limitada, otros ámbitos en los que la infancia
contemporánea ha dispuesto a niñas y niños sí nos entregan mayores y mejores
luces sobre la activa competencia infantil. Entonces, actuando colectivamente,
en grupos de pares, amigos y/o amigas, los niños y las niñas alzan sus voces para
crear una armonía muchas veces cacofónica a oídos oficiales.

El llamado grupo de pares, o sencillamente de amigos y/o amigas, como


instancia de empoderamiento infantil frente al mundo adulto, o sea, como
vehículo de la agencia como resistencia, es de larga data en Occidente. Esta
agencia oposicional aparece especialmente en aquellos espacios en que los
adultos han decidido, unilateralmente, que las niñas y los niños deben estar
(colegio), o no estar (calle); o en actividades que, también unilateralmente, los
adultos han decidido que las niñas y los niños deben hacer (estudiar y jugar), o
no hacer (trabajar, ver sección 3.4). También en estos espacios y actividades
puede aparecer la agencia como asistencia (ver sección 3.4.ii, sobre NNATs y
adultos “colaboradores”), sin embargo, como hemos dicho al referirnos a la calle
y el colegio, éstos son espacios definidos por los adultos y para el adulto (que la
niña o el niño devendrá), por lo que cuesta desvincular la agencia como
asistencia de niñas y niños de la cooptación que hacen de ella los adultos para
los adultos (que tales niñas y niños devendrán). Del mismo modo, el
desarrollismo ha consagrado el juego materno-infantil, una actividad en ningún
caso universal (Lancy 2007), como sinónimo de desarrollo saludable, por lo que
cuesta distinguir la eventual agencia como asistencia del niño o la niña de la
cooptación que el desarrollismo, a través del cual se suele leer todo el juego
materno-infantil, hace tanto de la agencia del niño o niña como de la madre (ver
Cordero 2008: 10-11, 27, 50)77. La agencia de niños y niñas también aparece
cuando actúan en solitario o entre pares, pero no viene al caso aquí extenderse
en ello pues la agencia que nos interesa es la agencia que surge en relación con
los adultos: son éstos quienes han elaborado los discursos del desarrollismo y la
socialización, éstos quienes han clausurado a niños y niñas en espacios “para
niños”, éstos los que han instaurado las polaridades esencializantes y
separadoras, y éstos quienes definen los derechos y necesidades de los niños y
las niñas, por lo que es sobre todo ante éstos que tiene que manifestarse una
agencia infantil que pueda tener proyección emancipadora.

77
En http://www.iisj.net/iisj/de/la-ambiguedad-del-derecho-a-juego-de-los-ninos.asp?cod=4893
&nombre=4893&nodo=&orden=True&sesion=1, consultado el 25 de junio de 2012.

161
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Dos variables surgen consistentemente en los grupos de pares: i) las niñas y los
niños intentan persistentemente ganar control sobre sus vidas (en un medio que
de derecho ha entregado ese control a los adultos); y ii) ese control que se gana
es compartido entre los propios niños y niñas (Corsaro 2005: 134 y 191). Es decir,
unos y otras quieren tener una voz fuerte, ser agentes, y quieren tenerla y serlo
en comunidad. Ahora bien, precisamente porque son actores sociales
competentes, también son conscientes de su mermada posición en la jerarquía
generacional, en un contexto social que por definición les ha excluido de la
participación, y que por tanto tiende a restringir su agencia. Producto de estos
desequilibrios de poder, las niñas y los niños muchas veces no pueden implicarse
en una resistencia u oposición abierta contra las restricciones con que se les
presenta el mundo adulto sino que se emplean en “una política simbólica de
protesta ante un mundo adulto sordo y prejuiciado. Las niñas y los niños tienen
que comenzar desde donde están socialmente posicionados, lo que significa que
tienen que crear su propio espacio en espacios creados por otros” (Roche 1999:
479). Según la elaboración de James C. Scott en su estudio sobre la “dominación
y las artes de resistencia”, retomada por Sutton-Smith (1997) para el caso de
niñas y niños, unas y otros pueden elegir no desafiar los términos de su
subordinación abiertamente, sino, tras bambalinas, “crear y defender un espacio
social en el cual el disenso respecto del discurso oficial pueda expresarse” (Scott
1990: xi). En cuanto grupo subordinado, niñas y niños crean “un ‘guión oculto’
que representa una crítica del poder realizada a espaldas de los poderosos”
(Scott 1990: xii), y así su “rumor, cotilleo, folklore, canciones, gestos, bromas, y
teatro” pueden interpretarse “como vehículos a través de los cuales, entre otras
cosas, insinúan una crítica al poder a la vez que se esconden en el anonimato o
tras la inocua comprensión de su conducta” (Scott 1990: xiii).

Corsaro (2005) toma prestado el concepto de Goffman de ajustes secundarios


para describir este tipo de agencia “tras bambalinas”, que presenció durante 20
años de trabajo etnográfico en guarderías (preschool, normalmente no más allá
de los 6 años) de Estados Unidos e Italia. Para Goffman (1961: 189) los ajustes
secundarios son “cualquier arreglo habitual por el cual un miembro de una
organización usa medios no autorizados, o alcanza fines no autorizados, o
ambos, esquivando así los supuestos de la organización sobre lo que dicho
miembro debería hacer y lograr, y por ende ser”. En su investigación, Corsaro
(2005: 42) descubrió que “los niños y las niñas intentan evadir las reglas adultas
a través de ajustes secundarios producidos cooperativamente, que les permiten
ganar cierto control sobre sus vidas en estos escenarios”. Siguiendo con el
esquema de Goffman (1961: 171 y ss.), una vez que estos ajustes secundarios se
masifican, y niños y niñas participan creativamente en un gran número de ellos,

162
1. LA(S) INFANCIA(S)

Corsaro (2005: 151) sostiene que se desarrolla una verdadera subvida, que es al
colegio lo que el submundo es a la ciudad (ver Goffman 1961: 199). Esta subvida

existe paralelamente y como reacción a aquellas reglas organizativas de las


guarderías que afectan la autonomía de niñas y niños. En este sentido, la
subvida es una parte esencial de la identidad del grupo de niñas y/o niños…
La subvida es quizás más evidente en los ajustes secundarios llevados a cabo
a través de la colaboración activa de varios niños y/o niñas. Estos ajustes
secundarios normalmente involucran el uso de recursos legítimos de manera
sinuosa para eludir las normas y conseguir lo que se desea (Corsaro 2005:
151).

Ahora nos detendremos brevemente en esta agencia como resistencia (más, o


menos subterránea) que surge en el colegio, y con un poco más de detalle, en la
que emana del juego (que, en cualquier caso, muchas veces se da en el colegio,
por ser éste uno de los lugares “para niños”).

Hablando de la solidaridad generacional de niñas y niños frente a los adultos en


el colegio, Mayall sostiene que “las investigaciones con niñas y niños en el
colegio muestran claramente que como compañeros de clase hacen causa
común frente a los profesores en clases y en el patio de recreo” (2002: 126).
Constituidos en grupo de pares, la agencia de los niños y las niñas en el colegio,
en la relación con los profesores adultos, muchas veces se manifiesta a través de
una forma pasiva de resistencia (lenguaje corporal, trabajo lento, “olvido” de
libros, etc.) (Devine 2002: 315), es decir, como “guión oculto”, de forma oblicua y
sinuosa, “subvital”.

Pero otras veces la resistencia se manifiesta abierta y explícitamente. En 2006,


las y los estudiantes de secundaria en Chile protagonizaron un movimiento que
se inició con demandas de mejoras en las condiciones económicas (relativas a la
tarjeta estudiantil para el transporte público, y a la gratuidad de la prueba de
acceso a la universidad), pero que pronto se transformó en un enjuiciamiento a
todo el sistema educacional que había estado prácticamente sin tocar desde el
fin de la dictadura de Pinochet. El Mayo de los Pingüinos78, como se le llamó, en
comparación con el Mayo francés de 1968, se transformó en el mayor estallido
social hasta entonces, desde finalizada la dictadura militar.

78
En Chile las y los estudiantes de escuelas públicas llevan uniforme, camisa blanca, y americana
(“chaqueta”) negra o azul marino, de ahí el mote de “pingüinos”.

163
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Los “pingüinos”, con una fuerza y determinación no vistas en otros actores


sociales durante los últimos 20 años, enarbolaron banderas en contra de un
sistema que juzgaron injusto y pusieron en evidencia la desigualdad que
aqueja a la sociedad chilena a pesar de los logros macroeconómicos y de los
espacios de libertad existentes…; ese masivo grupo de estudiantes
secundarios logró despertar conciencias y mostrar el descontento acumulado
durante los años de transición a la democracia (Monckeberg 2008: 9-10).

Los frutos de este movimiento iniciado por escolares se notan en que a día de
hoy (2013), con un gobierno de derechas en el cual varios miembros del gabinete
ministerial fueron conocidos colaboradores de la dictadura, se está
emprendiendo la mayor reforma al sistema de educación escolar y universitario
desde su desmantelamiento llevado a cabo por esa misma dictadura.

En el hemisferio opuesto, en la costa oeste de Estados Unidos, niñas, niños y


adolescentes agrupados en los movimientos Youth Power (Poder Juvenil) y
Students Rise Up (Estudiantes en Pie), han conseguido conquistas similares. Los
niños y niñas de “Poder Juvenil”, de Oakland, California,

[f]undamentalmente cambiaron los paisajes de sus escuelas: en algunas


escuelas instituyeron exitosamente centros de jóvenes que ofrecían un
empoderante respiro pro-juventud, frente a sus frustrantes experiencias de
escolarización. Crearon comités de estudiantes para reunirse con los
administradores escolares con el objeto de tratar el diseño curricular, y
organizaron jornadas de la unidad multirracial que hacían hincapié en
alianzas raciales, alterando radicalmente las despolitizadas y divididas
celebraciones multiculturales de la diversidad de sus escuelas. Protestaron
por el Examen de Egreso de la Educación Secundaria de California, y fueron
fundamentales para ganar un retraso de dos años en su implantación
(Gordon 2010: 199).

Del mismo modo, en Portland, Oregon, las y los activistas de “Estudiantes en


Pie”,

movilizaron a adolescentes de toda la ciudad para presionar a los votantes


adultos en torno al aumento de impuestos para la educación. Crearon
sindicatos de estudiantes y clubes de activismo estudiantiles en sus escuelas y
atrajeron la atención de los medios locales al orquestar masivas sentadas y
huelgas a lo ancho de la ciudad. Colocaron las preocupaciones del
estudiantado de escuelas públicas en las protestas y manifestaciones contra

164
1. LA(S) INFANCIA(S)

la guerra [de Iraq] que sacudieron a la ciudad. Marcharon hasta la oficina del
alcalde y le exigieron que bajara a hablar con ellos acerca de por qué la
ciudad no podía financiar por completo sus escuelas públicas. Tomaron la
delantera en la organización de una escuela comunitaria gratuita, para salvar
así la brecha educativa que resultaría del cierre prematuro de escuelas
(Gordon 2010: 199, corchetes nuestros).

Pero también porque son agentes, muchas veces niños y niñas se dan cuenta de
que el colegio puede ser un sinsentido, una herramienta de control para vivir esa
infantilización que no es la suya, que menciona Deleuze, y entienden que
ninguna reforma va a cambiar eso (ver sección 1.5.ii). Nelsen (1985) estudió las
medidas para forzar la asistencia al colegio en Toronto, mostrando que cuando
todo falla, los alumnos y alumnas son encarcelados: en el año 1981, 42 jóvenes
(youth, pero menores de 18 años) de Toronto sin otros cargos criminales que el
haberse ausentado de clases habían sido encarcelados, como grupo, durante
más de 100 días.

Encarcelar a quienes faltan a clases [truants] es una evidencia clara de que las
autoridades… consideran faltar a la escuela... como algo grave. Es grave
porque quienes faltan se niegan a permitir que las autoridades de la escuela,
en nombre de la cultura en general, los definan y estandaricen. Pero es más
que eso: pues la parte más importante de este rechazo es su negativa a
subordinar su identidad, a despersonalizar su subjetividad única en favor de
las reglas tradicionales, reglamentos y procedimientos estandarizados de
funcionamiento del gran sistema socio-económico. Las y los jóvenes no están
dispuestos a cooperar en su propia burocratización - un proceso que está… en
el corazón mismo de la socialización escolar. En resumen, a diferencia de los
individuos bien escolarizados, estos desviados ‘intransigentes’ se niegan a
cooperar con las autoridades escolares en su objetivo de sujetarlos a una
mano cada vez más férrea, a medida que se suceden los niveles escolares,
como parte del procesamiento de su propio ‘ajuste’ a las condiciones socio-
económicas hegemónicas (Nelsen 1985: 148).

Por las características de la escolarización, que ya hemos comentado


críticamente (sección 1.5.ii.), es entendible que la agencia infantil se manifieste
como resistencia. ¿Pero resistencia en el juego?

Sutton-Smith (1997) identifica la existencia de una serie de discursos o retóricas


sobre el juego, entre las cuales destacan, para efectos de nuestro trabajo, la
retórica del juego como progreso-desarrollo y la retórica del juego como poder.

165
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

La retórica del juego como progreso es la retórica de bandera del desarrollismo y


sostiene que las niñas y niños se desarrollan a través del juego, que opera como
catalizador de su desarrollo cerebral y social; que el juego sirve de
entrenamiento para el futuro o “lo inesperado” (Spinka, Newberry y Bekoff
2001), o sea, que en sí mismo tiene una entidad ambigua; que el juego es fuente
de resiliencia, regulación emocional, empatía, competencia social, apego seguro,
y salud, entre otras múltiples virtudes (Lester y Russell 2008); que es un
mecanismo efectivo para facilitar la innovación y fomentar la creatividad
(Bateson 2005); que jugar es aprender (Singer et al. 2006), etc. Este discurso
sobre el juego es permeado por un ethos del juego según el cual su importancia
funcional (i.e. sus beneficios para el desarrollo) suele “encontrarse” y sostenerse
de manera mucho más acrítica que como se encuentra y sostiene la importancia
funcional de otras conductas humanas (Smith 2006). En definitiva, la retórica del
progreso mantiene que el juego es lo que niños y niñas deben hacer, su trabajo
(Isaacs 1936; Paley 1993), con lo que separa a los niños y niñas, que juegan, de
los adultos, que trabajan.

Es fácil reconocer en esta breve descripción del discurso sobre el juego las trazas
del discurso desarrollista que criticamos en la sección 1.3. Y por ello, es muy
difícil para las niñas y niños reconocer su juego en este discurso. Diversos
estudios (King 1979, Sutton-Smith 1997, Ceglowski 1997, Liebel 2004) coinciden
en que la comprensión que las propias niñas y niños tienen del juego no tiene
nada que ver con lo que los adultos tienen en mente –sea aprender,
desarrollarse, progresar, o “trabajar”- cuando hablan del juego infantil. Robson
(1993) muestra que los niños y niñas suelen responder con un “no” al ser
preguntados si estaban aprendiendo al jugar; y Howard et al. (2006) encontraron
que niñas y niños usan señales parecidas para “no aprender” y para “jugar”.

¿Qué suelen entender, entonces, los niños y niñas por “juego”? Howard et al.
(2006) muestran que niños y niñas asocian su juego con la ausencia de adultos,
o, más precisamente, con la ausencia de control adulto, y diversos estudios con
niñas y niños del mundo minoritario (Romero 1989, Wing 1995, Rasmussen
2004) coinciden en señalar que para unas y otros el juego es una actividad que
se define por el nivel de control que tienen sobre ella. Para estos niños y niñas
(del mundo minoritario, esto es, escolarizados, privatizados y encerrados en el
juego y el estudio) “el trabajo es sobre lo que tú [adulto] quieres, el juego es
sobre lo que yo quiero” (Wing 1995: 243, corchetes nuestros); lo que los lleva a
definir “la misma actividad… como juego si es elegida por los niños y/o niñas; y
como trabajo si la han ordenado los profesores” (Romero 1989: 408).

166
1. LA(S) INFANCIA(S)

Si el juego, para niñas y niños, es una actividad definida por el nivel de control
sobre ella, la presencia del adulto, especialmente del emisario de la retórica del
progreso, representará un abierto desafío. Surge entonces, en los niños y niñas,
la retórica de poder, la retórica de su juego como poder frente al
desempoderamiento permanente ejercido por los adultos, como mecanismo de
resistencia al control social ejercido por los adultos, como herramienta para
fortalecer el estatus de los jugadores (ver Sutton-Smith 1997: 29). “El poder
como autonomía de cara a la realidad cotidiana se relaciona inmediatamente
con el juego. La habilidad para experimentar el poder, aunque sea en espacios
lúdicos ilusorios, es uno de los grandes atractivos del juego” (Lindquist 2001:
15)79.

En el juego, sea de niños, niñas o adultos,

los grupos que se hallan subordinados pueden experimentar la libertad de la


que han sido privados, por lo que el juego suele formar parte de la
infrapolítica de quienes carecen de poder […,] una manera de alzar la voz y
escenificar una crítica implícita. Esta resistencia puede ser abierta, o ejercida
de forma inconsciente por medio de la inversión de los límites de normalidad
consensuados, pervirtiendo en risas lo que la autoridad considera sagrado, o
haciendo propuestas amorales (Lindquist 2001: 22).

Evidentemente, cuando la situación de un colectivo es, por definición, de


carencia de poder, y cuando a dicho colectivo, también por definición, le ha sido
encomendada, por los propios poderosos, la tarea del juego, tenemos un caso
donde el juego como resistencia se da paradigmáticamente. Tal es el caso del
juego infantil, en el cual niñas y niños pueden “recuperar el poder de definirse a
sí mismos” (Gus 2005: 240), tener la posibilidad “de ser por y ante sí mismos, y
actuar en consecuencia” (Farné 2005: 177), y, en definitiva, “subvertir la retórica
de los adultos creando su propio juego como una retórica pragmática contra

79
Para ejemplos de juegos de poder en Occidente y otras culturas, ver Lindquist (2001: 17). Es
importante prevenir que, como hablamos de discursos o retóricas sobre el juego, aquí no
queremos decir que, necesariamente, el elemento de poder sea evidente para quien juega, lo que
no impide que un análisis de dicho juego lo saque a relucir, mostrando que, de hecho, el juego
funciona como un pulso de poder, una reafirmación de la capacidad infantil, una puesta en duda
de la agencia de los adultos, etc. Por lo demás, lo mismo cabría decir, con mucha mayor
contundencia, sobre el elemento aprendizaje en el juego del que se ocupa la retórica del progreso,
con la diferencia de que el análisis tiende a mostrar que, de hecho, tal aprendizaje no reluce
fácilmente en dicho juego (ver Sutton-Smith 1997: 76; Strandell 1997: 462).

167
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

esos adultos” (Sutton-Smith 1997: 117). Quizás de este modo deban entenderse
los ejemplos que da Rasmussen (2004: 159 y ss.) sobre niñas y niños jugando, a
sabiendas, juegos definidos como “peligrosos” por los adultos, contra la voluntad
de éstos. Pues, ¿lo que representa la agencia para niñas y niños es la superación
del peligro, o la superación del adulto que define tal peligro80?

Sin embargo, producto del desequilibrio de poder entre niñas y niños, y adultos,
el juego como resistencia no suele manifestarse frontalmente o como “guerra
abierta” (Sutton-Smith 1997: 122) sino bajo el “camuflaje” de los “guiones
ocultos” de que habla Scott (1990). Por ejemplo, Romero (1989: 410) cuenta de
niñas y niños “ludificando” el trabajo que les ha sido asignado por los profesores,
y con ello, pervirtiéndolo; Nancy King, quien mostró esto mismo en niñas y niños
mayores, habla del juego ilícito en el aula (referida en Sutton-Smith 1997: 11); y
Strandell (1997: 457 y ss.) narra la manera en que niños y niñas se reapropian,
por medio del juego, de situaciones originalmente controladas y diseñadas por
los adultos. En un caso ligeramente distinto, McNamee (2000: 479) explica de
qué manera los juegos de videoconsola y ordenador operan como constructores
de “heterotopías”, es decir, lugares de resistencia donde la realidad es invertida
pues la niña o niño que juega tiene el poder de manipular su entorno y hacer lo
que es imposible en la realidad, por ejemplo, algo tan sencillo como jugar en la
calle. Aquí el guión oculto de niños y niñas consistiría en (ab)usar de su situación
privatizada para, en y desde esa misma privatización, escabullirse en la esfera
pública del ciberespacio, además de generar un espacio para comunicarse y
compartir con sus pares fuera de la supervigilancia adulta (ver McNamee 2000:
486)81.

Thomas (2004) contrapone la “poesía oficial de la escuela” esto es “el tipo de


poesía escrita por adultos y enseñada a niñas y niños en las clases” (Thomas
2004: 153), que sería la forma dominante o hegemónica de poesía, a la “poesía

80
Factor (2004: 149) cita a una niña que dice que cuanto más le prohíben un juego los adultos, más
ganas le dan de jugarlo, lo cual es parte de la experiencia de muchos de nosotros, adultos que
alguna vez fuimos niños o niñas. Una manera de verbalizar la actitud de la niña sería: “Cuanto más
te afirmas como adulto, más me reafirmo como niña, en oposición a ti”, lo que tiene consecuencias
no menores en lo que hemos hablado sobre la separación entre infancia y adultez.
81
En el mismo sentido, Thorne (2009: 23) comenta las investigaciones de danah boyd sobre el uso
de (el hoy menguado) Myspace por parte de niñas y niños, quienes “aun cuando están usando
físicamente el ordenador en el espacio controlado por adultos del hogar…, crean espacios públicos
en Internet donde juntarse, pasar un rato [hang out], negociar sus identidades, y ganar estatus y
reconocimiento, con un mínimo de vigilancia adulta”.

168
1. LA(S) INFANCIA(S)

del patio”, que es la poesía de la cotidianeidad de niñas y niños, “un corpus que
éstos usan y manipulan generalmente sin intervención, ni ‘explicación’, ni
‘tranquilizadora contextualización’ adulta” (Thomas 2004: 154). Desde el punto
de vista de la mayoría de los adultos, la poesía del patio es inquietante, rara,
perturbadora, pues “desmantela nostálgicas nociones del niño como inocente,
obediente, y controlable, y por lo tanto..., tiende a perturbar a los adultos pues
conlleva la imagen de niñas y niños agentes, sexualizados y complicados, capaces
de controlar su mundo a través del juego lingüístico y, a veces, de imágenes y
metáforas violentas y antiautoritarias” (Thomas 2004: 155). Así por ejemplo, el
siguiente poema, referido por un niño neozelandés a Sutton-Smith (2008: 122):
En la cima del Monte Egmont, cubierto de arena / Le disparé a mi pobre
profesora, con un elástico gris / Le disparé con gusto / Le disparé con orgullo /
Imposible no darle / Medía 15 metros de ancho / Fui a su funeral / Fui a su tumba
/ Algunos arrojaron flores / Yo arrojé una granada / Su ataúd subió, su ataúd
bajó / Su ataúd se estrelló contra el suelo / Miré en su ataúd, todavía no estaba
muerta / Así es que saqué mi bazuca y le volé la cabeza82.

Siguiendo a de Certeau, Thomas (2004: 158) considera que la poesía del patio es
uno de aquellos “procedimiento populares… [que] juegan con los mecanismos
de la disciplina y sólo se conforman para cambiarlos”, una de “las formas
subrepticias que adquiere la creatividad dispersa, táctica y artesanal de grupos o
individuos atrapados”, como niñas y niños, “en… las redes de la ‘vigilancia’” (de
Certeau 2000: xliv-xlv). O podríamos decir, con Scott (1990), que es una
manifestación de los guiones ocultos de niñas y niños, o con Corsaro (2005), de
sus ajustes secundarios y su subvida, o con Lindquist (2001), de la infrapolítica de
los que carecen de poder.

A la vez que este juego busca desafiar el control de los adultos, se desarrolla en
un ambiente de solidaridad entre pares. Strandell (1997: 457) habla de un fuerte
sentimiento de comunidad (togetherness) entre niños y/o niñas, en la medida en
que es en cuanto grupo como más pueden influir en la definición de la situación.
Marks (1995: 87-88) muestra cómo niñas y niños, empoderados por el grupo de
pares, invierten las relaciones de poder con los adultos a través de su

82
On top of Mt. Egmont, all covered in sand /I shot my poor teacher, with a grey rubber band / I
shot her with pleasure / I shot her with pride / I couldn’t have missed her / She was 40–feet wide. / I
went to her funeral / I went to her grave / Some people threw flowers / I threw a grenade / Her
coffin went up, her coffin went down / Her coffin went splat all over the ground / I looked in her
coffin, she still wasn’t dead / So I got my bazooka and blew off her head.

169
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

conversación lúdica. También se refieren a ello Evaldsson y Corsaro (1998: 398),


quienes dicen que

al enfatizar la importancia de la cultura de pares, somos conscientes de que


aspectos de esa cultura son diferentes y están a menudo enfrentados a la
cultura de los adultos. A través de ojos adultos, algunos aspectos de las
rutinas de juego de los niños y niñas que hemos discutido aquí pueden
parecer demasiado agresivos, riesgosos, inapropiados o incluso desafiantes.
Estas características de la cultura de pares son muy importantes pues
demuestran que gran parte de la apropiación que hacen niñas y niños de, y
de su contribución a cambios en, el mundo adulto es el resultado de una
función principal de los grupos de pares de niñas y niños: establecerse en
oposición a la cultura adulta.

James et al. (1998: 89) señalan que el juego de niñas y niños –incluidos chistes,
rimas, etc.- es un saber (lore) “que se transmite entre generaciones de niñas y
niños desafiando las restricciones de los adultos sobre lo que unas y otros
‘deberían’ o ‘habrían de’ saber”, es decir, sitúan a la cultura o subcultura de
niñas y niños como un lugar de reproducción cultural83.

En la sección 1.6.ii hablamos del control necesario para prevenir la metamorfosis


del niño-ángel en el niño-diablo. En el caso del juego, el riesgo es que el buen
juego, educativo y controlado que predica la retórica del progreso -que, en la
imposibilidad de saber cuál es y cómo favorece efectivamente el aprendizaje, no
es otro que el que el supervisor adulto avala como tal- devenga juego de poder,
de oposición, de descontrol. Entonces se reconstruye el juego como auténtica
“tecnología de gobernabilidad”, en el sentido foucaltiano, en cuanto facilita el
control de los adultos sobre niñas y niños. Ailwood habla del proceso de
racionalización del juego infantil, especialmente en lo relativo a la definición de
cuál es el juego “normal”, y de la observación o vigilancia del juego, para ver si se
desarrolla dentro de esos parámetros de “normalidad” (Ailwood 2003: 294). Esto
se traduce en que el juego es cada vez más regulado y restringido, especialmente
en los colegios (Factor 2004: 148-149); en que, como ya hemos dicho, niñas y

83
Para una matización de la cultura de pares como cultura separada de la de los adultos,
señalando los peligros que conlleva esta concepción en el sentido de poder perpetuar la
esencialización, separación y diferencia de los niños, y para un relato de los niños y niñas como
también integrados competentemente a la cultura adulta, que está inextricablemente unida a la
cultura de los niños, ver James et al. (1998: 82-90), Corsaro (2005: 27), y la sección 3.4.ii.

170
1. LA(S) INFANCIA(S)

niños cada vez están menos en la (peligrosa, i.e. libre) calle, donde solían jugar
hasta hace muy poco –“las calles eran el lugar donde los niños y/o niñas podían
encontrarse en sus propios términos y crear sus propias condiciones de juego”
(Peterson 2004: 158)-, y más en la (segura, i.e. controlada) casa, escuela, parque
de juegos (ver McNamee 2000: 481); en que el juego muchas veces pasa a ser
“aventura controlada” en los parques de juego comerciales (ver McKendrick et
al. 2000: 305); en que hay muchos juegos que son lisa y llanamente prohibidos
por razones de seguridad (Rasmussen 2004: 159 y ss.); en que los adultos cargan
contra los espacios de los niños y niñas (diseñados por éstos a su imagen y
semejanza, en contraposición a los espacios “para niños”), en razón de ser
“ejemplos de desorden, destrucción y conducta prohibida” (Rasmussen 2004:
162); en que no se puede correr ni saltar (Göncü et al. 2006: 168), ni jugar a los
“policías y ladrones” (Factor 2004: 148-149), y ni siquiera jugar a las mascotas
(Göncü et al. 2006: 158).

El guión público de los adultos es hacer que niñas y niños progresen, su guión
privado es la negación de sus impulsos agresivos y sexuales; el guión público
de los niños y niñas es ser exitosos como hijos e hijas, y como escolares, su
discurso privado u oculto es su vida de juego, en la cual pueden expresar
tanto su identidad especial como su resentimiento por ser un grupo cautivo
(Sutton-Smith 1997:123).

Si el juego es el “trabajo” de niñas y niños, lo que sucede en la cultura de la ética


(protestante) del trabajo es que allí donde los adultos deben trabajar, y trabajar
mucho y muy bien, niñas y niños deben jugar, y jugar mucho, y, sobre todo, jugar
muy bien.

iii. Las Relaciones Sociales de Niños y Niñas Merecen Ser Estudiadas en sí


Mismas

Otra de las claves programáticas de la sociología de la infancia es que las


relaciones sociales de niñas y niños merecen ser estudiadas en sí mismas (Prout
y James 1997: 8), lo que ya hemos dejado claro con la exposición de las diversas
instancias de agencia infantil (secciones 1.1, 1.2, 1.6.ii y 1.7.ii). En la medida en
que son producto de agentes, se sigue, lógicamente, que las relaciones sociales
de los niños y niñas deben ser estudiadas por sí mismas, rescatando “a las niñas,
los niños y la infancia de un espacio conceptual que ha sido definido como
apolítico”, y trabajando “en la tarea de sacar teóricamente a niñas y niños de la
familia para poder estudiar su posicionamiento como grupo social” (Mayall 2000:
247). Es decir, metodológicamente, la sociología de la infancia busca hacer

171
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

aparecer a la niña o niño oculto bajo el manto del núcleo familiar (Rodríguez
2007: 22, 24)84. Cabe insistir en que este énfasis es metodológico. El estudio de
las relaciones sociales de niños y niñas en cuanto tales, y su emergencia como
sujetos diferentes y diferenciados del marco familiar no supone,
necesariamente, plantear una separación ontológica, sino sólo metodológica o
epistemológica. Es decir, no se trata de hacer aparecer al niño o niña como un
totalmente otro respecto de su familia o escuela sino de que, para ser conocido,
no puede asumirse acríticamente al niño o niña como en una situación de
subsunción respecto de su familia o escuela, de que no se puede conocer a las
niñas y los niños a través de sus familias o escuelas (por ejemplo, sociología de la
familia o sociología de la educación). Niñas y niños, como madres y padres, y
como los profesores de la escuela, también son sujetos. La separación analítica
inicial del niño o niña respecto de su familia tiene el propósito de hacerlo
aparecer como tal niño o niña, no de cercenar sus vínculos como integrante de
una familia o comunidad más amplia (cfr. Arneil 2002: 82)85.

Dar relevancia a las relaciones sociales de la niña o niño aquí y ahora también se
sigue del reconocimiento de que la infancia no es necesaria, ni principalmente,
una práctica o preparación para la adultez. En términos conceptuales, esto
significa que se debe emancipar a niñas y niños de ser sólo futuro (así como una
sociología de la tercera edad, ancianidad o vejez ha de buscar emancipar a los
ancianos de ser sólo pasado), disputándole a los adultos el monopolio del
presente (ver Morss 1996: 158).

iv. La Infancia es una Variable del Análisis Social

La sociología de la infancia sostiene que la infancia es una variable del análisis


social y, como tal, no puede divorciarse de otras variables como la clase, el
género, o la etnicidad (Prout y James 1997: 8). Dijimos más arriba (sección 1.7.i)
que la sociología de la infancia considera que la infancia es una construcción

84
No deja de ser sugerente, siguiendo esta línea argumental sobre la viciada confusión entre
niño/a y familia, que una de las colecciones sobre derechos de la infancia más relevantes del
último tiempo haya sido publicada en una revista titulada, precisamente, International Journal of
Law and the Family (1992).
85
Usando conceptos de Raimon Panikkar (1998, 1999), el propósito es hacer ver al niño o niña
como un nudo (sujeto) de la red (familia y/o comunidad), no desgajarlo de la red. Volveremos a la
mutua dependencia o interdependencia de niños y niñas con sus familias y/o comunidades en las
secciones 2.4.iii, 3.4.ii y 3.5.

172
1. LA(S) INFANCIA(S)

social, o sea, que a la infancia se accede a través de un discurso que permea


dicho acceso, lo que implica un afán por desnaturalizarla y desvincularla de su
identificación con la mera “inmadurez biológica” de niños y niñas. También
dijimos que esta construcción se realiza siempre a la luz (o sombra, más bien) de
la respectiva construcción de la adultez. Es decir, “tal como ‘varones’ y ‘mujeres’,
‘niñas y niños’ y ‘adultos’ también designan categorías sociales posicionadas
dentro de una relación mutua, las primeras en una relación de género, y las
segundas, en una relación generacional” (Alanen 2011: 168).

La idea de la infancia como una “generación” tiene ciertamente un potencial


emancipador en las relaciones entre las niñas y niños, y los adultos, tal como el
concepto de “género” lo tiene para las relaciones entre las mujeres y los
hombres (Mayall 2002: 1), pues relativiza la diferencia esencializadora, y da
origen a una sociología relacional (Mayall 2002: 27). No es ya tanto niños y niñas
frente a los adultos, sino una generación frente a otra86 (ver también James et al.
1998: 66).

Sin embargo, la potencialidad emancipadora del concepto de generación no


quita la actualidad opresiva de la generación adulta sobre la generación infantil.
Tal como el feminismo y los estudios de género han concebido al género como
“una formación estructural de las relaciones de poder que existe más allá del
encuentro cara a cara entre hombres y mujeres”, que se reproduce mediante
procesos estructurantes (Alanen 2011: 168), el orden o estructura generacional
también es parte constituyente de las relaciones de dominación, al organizar las
diversas infancias. En el caso de la infancia hegemónica, al disponer que el
control del conocimiento sobre la generación infantil recae en la generación
adulta, al excluir del concepto de “trabajo” la actividad de la generación infantil;
o al concebir que la generación infantil actúa en, y pertenece a, el dominio
privado (Mayall 2002: 24; y ver Corsaro 2005: 29).

86
Siguiendo a Bourdieu, Mayall (2002: 40) precisa el concepto de generación social, que ayuda a
lidiar con las diferencias de edad que el concepto de infancia occidental acarrea en su seno, entre
lactantes por un lado, y jóvenes de 17 años, por el otro. Este concepto permite: “asociar a esta
gente de desarrollo dispar bajo el paraguas de ‘esta generación de niñas y niños’, viviendo dentro
de una conjunto específico de condiciones sociales, y sujeta a comprensiones específicas sobre lo
que es la infancia”.

173
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Pero una vez que se reconoce la existencia de un orden generacional como


principio organizador de las relaciones sociales, se constituye en una
estructuración socialmente determinante, junto al propio género, la clase social,
la raza o etnicidad, etc. La interdependencia y coexistencia de estas variables del
análisis social u órdenes de estructuración social, es un llamado a pensar la
sociología de la infancia de manera estructural y relacional, entendiendo que “no
todo lo observable y… cognoscible sobre las vidas y experiencias de los seres
humanos a los que llamamos niñas y niños puede ser atribuido a su ‘niñez’ ”
(Alanen 2011: 162; y ver Corsaro 2005: 3).

Sobre raza y etnicidad, Corsaro habla de las diferencias en los modos de relación
entre las infancias afroamericanas y las infancias de la clase media blanca en
Estados Unidos, y nota que el estilo oposicional de los niños y niñas
afroamericanos en sus relaciones de pares muchas veces parece agresivo a ojos
de sus pares blancos de la clase media cuando, sin embargo, para los primeros esa
oposición y antagonismo se da dentro de un contexto lúdico en el cual, en último
término, “lo que emergía de las voces muchas veces competitivas de… las niñas y
niños eran relaciones de amistad positivas y competitivas que conducían al
respeto mutuo y a la solidaridad grupal” (Corsaro 2005: 169). En Estados Unidos
el color de piel es un rasgo importante para la auto-comprensión de los niños y
las niñas pequeñas, y se suele dar el caso de que ‘blanco’ es la raza por defecto,
pues “los niños y las niñas blancas raras veces mencionan el color de piel
mientras que los niños y las niñas negras ponen un claro énfasis en su piel
negra”. Del mismo modo, el juego infantil muchas veces se estructura en torno a
conceptos de raza o etnia, como herramienta de inclusión o exclusión, y para
controlar las interacciones entre pares (Corsaro 2005: 180-1).

Sobre el factor de la clase social, Lavalette pone un ejemplo bastante gráfico:


“Dicho sin rodeos, la vida y las experiencias de los príncipes reales al comenzar el
siglo XXI no tienen nada en común con las de los miles de niños y niñas que se
crían en la pobreza en los barrios marginales de las ciudades británicas” (1999:
22).

Ya mencionamos la íntima dependencia de los conceptos de género y


generación, que evidencia que el género es una variable muy presente en los
estudios de la sociología de la infancia. Diversos estudios sobre infancia y género
resaltan el rol activo de niños y niñas en la construcción de las identidades de
género y los muestran “resistiéndose a roles de género dicotomizados y
mostrando una apertura a múltiples maneras de ser hombre o mujer”. (Corsaro
2005: 178-179).

174
1. LA(S) INFANCIA(S)

El cruce e interdependencia (interseccionalidad87) de los distintos órdenes de


estructuración social se ilumina allí donde variables de diversa jerarquía se
distribuyen en grupos opuestos. Quizás algo de esto ya se podía distinguir en el
poema citado por Sutton-Smith (sección 1.7.ii), sobre un niño poetizando la
“(re)muerte” de su profesora. Pero se hace evidente en la escena descrita por
Walkerdine (1983), ocurrida en una guardería en la cual la profesora, “señorita”
Baxter, que tiene unos 30 años, se sienta en torno a una mesa con niñas y niños
de 3 y 4 años. Annie, una niña de 3 años, está jugando con Legos; Terry, niño de
4 años, trata de quitarle un bloque y ella se resiste, ante lo cual Terry le dice:
“Eres un coño tonto, Annie”. La profesora le dice que se calle y Sean, otro niño
de 4 años, responde desordenando la construcción de Legos de otro niño. La
profesora le dice a éste que no siga y el diálogo continúa de la siguiente manera:

Sean: Quítese ya señorita Baxter paxter.

Terry: Quítese ya las bragas señorita Baxter.

Sean: Quítese ya señorita Baxter paxter.

Terry: Quítese ya señorita Baxter las bragas paxter bragas, culo.

Sean: Bragas, mierda, culo.

Señorita Baxter: Sean, basta ya, no seas tonto.

Sean: Señorita Baxter, bragas, enseñe las bragas.

Terry: Señorita Baxter, enseñe el culo.

Señorita Baxter: Creo que os estáis portando como tontos

Terry: Mierda señorita Baxter, mierda señorita Baxter.

87
Desde hace varios lustros la interseccionalidad viene siendo una categoría fundamental en los
análisis feministas (McCall 2005) y iusfeministas (Barrère 2010; Barrère y Morondo 2011). Su uso
se remonta a dos artículos ya clásicos de Kimberlé Crenshaw en los que estudió la intersección de
género y raza, es decir, de sexismo y racismo, en la discriminación laboral (1989) y violencia (1991)
a las que se enfrentan las mujeres afroamericanas.

175
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Sean: Señorita Baxter, enseñe las bragas, enseñe el culo.

Sean: Quítese la ropa, quítese el sostén.

Terry: Sí, sí; y quítese el culo, quítese la cosita, quítese la ropa, quítese la boca.

Sean: Quítese los dientes, quítese la cabeza, quítese el pelo, quítese el culo.
Señorita Baxter el paxter bragas paxter.

(Se ríen).

Señorita Baxter: Sean, ponte a otra cosa, haz el favor (Walkerdine 1983: 112-
113).

Este diálogo muestra a niños de 4 años acosando sexualmente a su profesora


adulta. Los niños asumen la posición de varones en el lenguaje, en relación con
los cuales la profesora, como mujer sexualmente objetivada, es inferior. De este
modo, contrarrestan su posición de relativa falta de poder como niños alumnos
en relación con la autoridad de la profesora adulta usando un discurso sexista
que sitúa a las mujeres como objetos, pasivas y débiles; ella es convertida “en
objeto impotente del poder de ellos” (Walkerdine 1983: 113; ver también
Burman 2008: 227). Pero con esto los niños (varones) ejercen una agencia de
resistencia de efectos no potencialmente revolucionarios, ni emancipadores,
sino que reaccionarios, en la medida en que para combatir su propia opresión se
sirven de otras estructuras, de género, también opresivas (Walkerdine 1983:
112, y recordar sección 1.7.ii).

v. Énfasis en la Etnografía como Metodología de Estudio

Otro punto del “programa” de la sociología de la infancia es la consideración de


la particular relevancia de la etnografía como metodología de estudio de la
infancia pues permite a las niñas y niños una voz más directa, y su participación,
en la producción de los datos sociológicos (Prout y James 1997: 8). Esta
relevancia ya la hemos suscrito, al referir múltiples ejemplos y testimonios de
investigación etnográfica (ver secciones 1.1, 1.3, 1.5.ii.i, 1.5.iv, 1.6.ii, y esta
sección 1.7), y al contrastar esta investigación con la investigación experimental,
de laboratorio, enfatizada por el desarrollismo (sección 1.3).

176
1. LA(S) INFANCIA(S)

vi. La Sociología de la Infancia Supone una Opción Política

Por último, como ya hemos avanzado y se desprende de lo que hemos dicho


hasta aquí, la sociología de la infancia considera que proclamar un nuevo
paradigma de sociología de la infancia es también embarcarse en, y responder a,
el proceso de reconstruir la infancia en la sociedad (Prout y James 1997: 8). La
tarea de la sociología de la infancia es una tarea también, o quizás
principalmente, política. Analizar el orden social, tomar en cuenta las
perspectivas de niñas y niños, su calidad de agentes, y sus contribuciones al
orden social, favorece “un mejoramiento del estatus social de la infancia”
(Mayall 2002: 2). Lo que ha hecho el feminismo con las mujeres, es lo que estaría
haciendo la sociología de la infancia con los niños y las niñas (Mayall 2002: 178),
tratando, entre otros, del impacto que construcciones como la de la infancia
hegemónica producen en la realidad (James et al. 1998: 28). La desnaturalización
de la infancia que ella opera supone “un movimiento sistemático para
redemocratizar la sociedad moderna y desmontar todas las formas de
estratificación ocultas todavía existentes” (James et al. 1998: 31), asumiendo
que la investigación académica ha de servir como herramienta de cambio en el
mundo. Esto supone que la sociología de la infancia reconoce como
indispensable una crítica de las prácticas y arreglos sociales en los que están
envueltos los niños, las niñas, y sus infancias, lo que sólo se puede hacer si “se
especifica qué es una buena, o al menos, mejor vida para las niñas, los niños y los
seres humanos en general” (Alanen 2011: 150).

Es fácil darse cuenta de que esta última particularidad de la sociología de la


infancia permite que configure un tándem perfecto con un discurso de derechos
de la infancia con vocación emancipadora. Pero antes de ese discurso
emancipador, toca recalar en el discurso “oficial” de los derechos de la infancia,
hegemónico, institucional y tributario de la infancia hegemónica. A eso
dedicaremos nuestro Capítulo 2.

177
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS
DE “LA INFANCIA” Y LA CDN
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En el capítulo anterior vimos que la antropología cultural nos presenta


determinadas infancias (sección 1.1), que a su vez difieren de la infancia que
predominó en Occidente durante la modernidad y hasta el siglo XX (sección 1.2),
la cual, a su vez, es muy distinta de lo que hemos llamado “infancia hegemónica”
(sección 1.6). También comentamos críticamente el desarrollismo y las
disciplinas que lo originan –en especial la psicología del desarrollo- (secciones 1.3
y 1.4) y asumimos como propia la orientación propuesta por la sociología de la
infancia (sección 1.7). Es decir, transitamos por diversas construcciones de la
infancia, y constatamos que las disciplinas que estudian a niñas y niños
participan equívocamente en dichas construcciones.

Presentamos, asimismo, a niñas y niños agentes que a lo largo de las diversas


infancias del arco histórico y cultural despliegan esta agencia, sea abierta y
espontáneamente, como suele pasar en las infancias registradas por la
antropología, o más encubiertamente, muchas veces como guiones ocultos o
ajustes secundarios, en la infancia hegemónica.

Ahora toca entrar de lleno en el discurso (hegemónico) de los derechos de la


infancia (en adelante, discurso de derechos de “la infancia”), cuya máxima
expresión es la Convención sobre los Derechos del Niño, de 1989 (CDN).
Habremos de desgranar lo que fuere que signifique que los niños y las niñas
tengan derechos, así como el contenido de éstos, recorriendo el camino,
¿discontinuo?, entre derechos (de los adultos) y derechos de niñas y niños.
Corresponde, también, que dilucidemos qué se entiende por derechos de los
niños y las niñas; es decir, a quiénes se refiere el discurso de derechos de “la
infancia” por tales. Si en el capítulo 1 mostramos la diversidad de las infancias,
ahora toca preguntar qué hace de esas diversas infancias el discurso de sus
derechos; si las reconoce, acoge e incluye, o si prioriza una sobre otras. En este
sentido, corresponde indagar si el desarrollismo -y su deriva socializante- eje de
la infancia hegemónica, es también el eje del discurso de derechos de “la
infancia”.

A la vez, debemos preguntar por el discurso de los derechos de la infancia, por la


medida en que éste es efectivamente un discurso de niñas y niños. Si les hemos
reconocido agencia y voz, los derechos pueden y deben ser de los niños y las
niñas, por lo que cabe indagar qué hace de esta agencia y voz el discurso de
derechos de “la infancia”; en particular, si se construye a partir de ellas y si las
reconoce como tales.

180
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Si, como Geertz (1983: 174) ha argumentado desde la antropología, el sistema


legal es un marco interpretativo de la realidad y la “técnica jurídica” es un
“esfuerzo organizado para describir correctamente la realidad”, la cuestión que
nos debe ocupar aquí es de qué forma el marco interpretativo impuesto por los
adultos logra, o no, describir correctamente la realidad de las niñas y los niños,
tal como la viven y entienden las propias niñas y niños. Es decir, la cuestión es en
qué medida caben las diversas infancias en el discurso de derechos de “la
infancia”, y en qué medida los participantes de esas diversas infancias pueden
reconocer ese discurso como suyo. El objetivo de este capítulo es, pues, intentar
desnudar, comprender y exponer el discurso de derechos de “la infancia” a la luz
de las interrogantes e inquietudes antecedentes.

Para comprender, para llegar al nudo desnudo de ese discurso, es necesario, en


primer lugar, problematizar, es decir, abrir las preguntas que estimamos
clausuradas en relación con tales derechos; en palabras de Hunt (1990: 314),
“abrir los silencios del discurso hegemónico”, que es lo que intentamos en el
capítulo anterior en relación con el discurso hegemónico de la infancia. Van
Bueren (1995: 6), que participó en los debates de redacción de la Convención
sobre los Derechos del Niño, comenta con satisfacción que no hubo debates
filosóficos en los debates de los delegados de los distintos Estados:

durante la redacción no hubo ningún debate sobre la naturaleza de los


derechos de niñas y niños; ... en el contexto de la silenciosa emergencia que
significan las muertes infantiles por desnutrición y enfermedad, el diálogo
filosófico puede parecer demasiado parecido a un juego... A fin de cuentas, el
desarrollo de los derechos del niño/a, tanto legal como moral, se debe más a
la afirmación de Minogue de que los derechos no se derivan de la ‘operación
de la razón natural’, sino ‘de una idea de lo que es ser humano’, o en este
caso lo que es ser un hombre joven [sic].

Lo que Van Bueren está diciendo es que la falta de reflexión sobre la naturaleza
de los derechos de la infancia, especialmente según se conciben en la CDN, no se
debe a un consenso sobre su naturaleza, sino a su falta de problematización. Sin
embargo, la urgencia de reconocer las infancias periféricas, expresada por Van
Bueren, no justifica la clausura de la reflexión, porque ese reconocimiento, cuyo
propósito es convertirse en praxis, necesita un qué (se reconoce), un cómo (se
reconoce), un cuándo (se reconoce), un quién (es reconocido), un por quién (se
es reconocido) y, si somos fieles al proyecto crítico, un por qué (se reconoce), un
para qué (se reconoce), y, sobre todo, un para quiénes (se reconoce). Y estas
preguntas sólo pueden ser respondidas una vez que se entiende la naturaleza del

181
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

discurso de derechos -en este caso el de la CDN- lo que, a su vez, parece que sólo
puede ocurrir si se entiende el discurso sobre los propios niños y niñas -en este
caso, según se expresa en la CDN. Porque lo que Van Bueren y los redactores de
la CDN no pueden haber evitado al momento de enfrentarse a la redacción es
tener en cuenta alguna concepción de “el niño” y de “la infancia”. Es decir, si se
pensaba que niñas y niños necesitaban una carta de derechos humanos distinta
que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), tiene que haber
sido porque se pensaba que niñas y niños son, de alguna manera, distintos que
los destinatarios (adultos) de la DUDH. Por lo tanto, aunque probablemente sea
cierto que los derechos no se derivan de la operación de la razón natural, el
hecho de que se puedan derivar de una idea de lo que es ser un humano, en este
caso un niño o niña (“el niño”), como dice Van Bueren, hace indispensable
desmenuzar esa idea, y discernir de dónde viene, a quién sirve, y por qué sigue en
pie.

En lo que sigue de este capítulo problematizaremos y trataremos de abrir los


silencios del discurso de derechos de “la infancia”, principal, pero no
exclusivamente, a través del estudio de lo que se ha llamado el sistema de
significación de la CDN, esto es, “el sistema de políticas y prácticas [de los
derechos de la infancia] según consta en la CDN… y en sus documentos
relacionados, de seguimiento, información, calificación, [interpretación], y
aplicación” (Daiute 2008 : 701, corchetes nuestros). En razón de este marco,
cuando se hable de niñas y niños se comprenderá a quienes tengan menos de 18
años de edad, como hace el sistema de significación de la CDN, lo que implica
casarse con una determinada construcción, si bien formal, de la infancia. Sin
embargo, esto se justifica porque, a pesar de nuestra posición crítica con la CDN
y sus criterios y conceptos, son los propios niños y niñas, incluidos los niños y las
niñas trabajadoras de que hablaremos latamente en la sección 3.4, quienes
hacen suya dicha definición formal de infancia; porque ese límite de edad está
muy extendido en las culturas jurídicas de todo el mundo; porque sirve para
subrayar “la naturaleza socialmente (y legal, política o históricamente)
construida de la infancia” (Shanahan 2007: 408), en la medida en que un día se
es niño o niña y al día siguiente no; y porque representa el marco temporal
utilizado por las principales publicaciones en el campo de la sociología de la
infancia (Thorne 2008).

Empezamos nuestro tránsito con algunas palabras, breves pero necesarias, sobre
el discurso general de los derechos (humanos), que precede temporal y
conceptualmente al discurso de derechos de “la infancia”, a la vez que le sirve de
referencia y espejo.

182
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

2.1 Derechos Humanos, Racionalidad y Legitimación


Democrática.
Desde el hombre (sic) como res cogitans de las meditaciones cartesianas,
pasando por su sistematización kantiana, lo racional se instala como la medida
de lo humano y lo real (ver Douzinas 2000: 189). El paradigma de derechos
humanos es heredero de este racionalismo ilustrado, un “producto único de la
civilización occidental moderna” (Chen 1998: 5).

El sujeto de derechos (humanos) se caracteriza por ser libre, es decir, por su


“capacidad para un sentido de justicia efectivo, esto es, su capacidad para
entender, aplicar y actuar a partir de… los principios de la justicia” a la vez que
por su “capacidad para formarse, revisar y perseguir, racionalmente, una
concepción del bien”, como dice John Rawls (1980: 525, cursivas nuestras). Paul
Ricoeur también subraya la centralidad de la capacidad, entendida como
agencia, al decir que “la capacidad de un agente humano para designarse como
autor de sus actos posee una significación considerable para la ulterior
asignación de derechos y deberes” (Ricoeur 1997: 29, cursivas nuestras)88. El
liberalismo democrático, que es el sustrato ideológico de los derechos humanos,
supone a personas libres, que “no están atadas a ningún fin, que son una fuente
originaria de demandas válidas, y que son responsables de sus fines”, es decir, a
personas “constituidas por su capacidad para elegir fines, adoptar intereses,
formar deseos” (Nino 1989: 110, cursivas nuestras). Esta capacidad para decidir
sobre nosotros mismos, para elegir los fines del propio proyecto vital, para ser
autores de los actos que nos llevarán a dar con aquella concepción del bien que
también nosotros nos hemos dado, es lo que suele llamarse autonomía
individual (ver Nino 1989: 120-130), que, como principio inspirador del discurso
de derechos humanos (Nino 1989: 129; Hierro 2000: 360), se constituye no sólo
por la valoración positiva de “la elección y realización de las concepciones del
bien y de los planes de vida basados en ellas”, sino que, también, por la
prohibición de que el Estado y los particulares interfieran con su ejercicio (Nino
1989: 137). La libertad como autonomía reconoce al individuo la potestad para
hacerse legislador de sí mismo (Douzinas 2000: 235), o, dicho más severamente,
para “controlar y dominar la naturaleza y el poder a la luz de un sistema
coherente de Razón” (Gaete 1991: 152). Ahora bien, según Nino, no todos

88
Para un tratamiento acabado de la “capacidad” como referente último del reconocimiento del ser
humano como sujeto de derechos en Paul Ricoeur, ver Picontó Novales (2005: 83-111; 2008: 740-748).

183
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

pueden disfrutar de esta autonomía, sino sólo “quienes pueden elegir y hacerse
cargo de principios morales en general, y de las ideas de bondad personal y los
resultantes planes de vida que son el referente específico de dicho principio”.
Sólo para quienes tienen esta capacidad, continúa Nino, es un verdadero bien el
estado de cosas que presupone la autonomía (Nino 1989: 221, cursivas
nuestras). Y esta capacidad presupone la razón, que es la facultad que, en
definitiva, nos hace libres, agentes, capaces, responsables, autónomos: el sujeto
de derechos es un individuo racional, y en cuanto tal, competente (ver Pilotti
2000). Por ello, es también la razón el fundamento de nuestros derechos (Fariñas
1998: 366).

La razón no sólo nos hace libres sino dignos, pues dota a nuestros actos de una
entidad vinculante, les da una dignidad y prestancia que de otro modo no
tendrían. El principio de dignidad de la persona “prescribe que las personas
deben ser tratadas de acuerdo con sus decisiones, intenciones, y expresiones de
consentimiento, y que éstas pueden considerarse como antecedentes de
obligaciones y responsabilidades” (Nino 1989: 178). Se pregunta Paul Ricoeur,

¿En cuanto qué podemos estimarnos o respetarnos? En cuanto capaces de


designarnos emisores de nuestras enunciaciones, agentes de nuestros actos,
protagonistas y narradores de las historias que contamos acerca de nosotros
mismos. A estas capacidades se añaden las que consisten en evaluar nuestros
actos según la vara de lo ‘bueno’ y lo ‘obligatorio’. Nos estimamos a nosotros
mismos en cuanto capaces de estimar nuestros propios actos, nos
respetamos en cuanto capaces de juzgar imparcialmente nuestros propios
actos. La estima y el respeto por sí mismo se dirigen reflexivamente, pues, a
un sujeto capaz (Ricoeur 1997: 31).

Pero el principio de dignidad no se agota en las decisiones y los actos que


puedan vincular al agente que los toma y realiza, sino que se extiende a sus
creencias y opiniones, en el sentido de deber ser respetadas como legítimas
opiniones y creencias. “Esta extensión del principio de dignidad es iluminadora,
pues de nuestra idea de lo que significa tomar seriamente una creencia u
opinión, podemos inferir la idea… de lo que es tomar seriamente una decisión o
el consentimiento de un individuo” (Nino 1989: 179). Igual que con la
autonomía, la dignidad no se extiende a todos sino, en las palabras de Ricoeur,
sólo a quienes pueden comprenderse a sí mismos como capaces, como agentes

184
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

y jueces de sus actos; sólo a “quienes son capaces de tomar decisiones y


consentir a las consecuencias de sus actos”89, como dice Nino (1989: 222), entre
los cuales el iusfilósofo argentino excluye expresamente a niñas y niños, “a
quienes conviene eximir de esta responsabilidad”.

En cuanto racional, entonces, el moderno sujeto de derechos es libre, capaz, y


digno. Esta es la visión que recoge la Declaración Universal de Derechos
Humanos, surgida tras la enorme sinrazón de la Shoah, al proclamar en su
artículo 1 que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros” (cursivas nuestras). Es decir, en cuanto
dotados de razón y conciencia, los seres humanos deben respetar mutuamente
sus derechos.

¿Y de dónde proviene la legitimidad de los derechos, incluidos los derechos


humanos, ante los sujetos que son sus destinatarios?

En cuanto colectividad de individuos autónomos, la legitimidad de los derechos


en una sociedad democrática no puede provenir sino del consenso de dichos
individuos. La “génesis democrática del derecho” está marcada por el
“consentimiento de quienes se han de someter a él” (Preuss 1998: 326). En el
mismo sentido se expresa Iris Young (2000: 5-6), para quien la legitimidad
normativa de las decisiones democráticas, entre las que se ha de contar el acto
legislativo, “depende del grado en que los afectados por ella[s] han sido incluidos
en el proceso de toma de decisiones y han tenido la oportunidad de influir en sus
resultados”. A esta concepción de legitimidad se llega a través de la larga
tradición democrática del contrato social que, entre muchos, pasa por Locke,
Rousseau, Kant y Rawls (Rosenfeld 2001: 1311). Así Rawls (2001: 41), definiendo
el principio de legitimidad liberal, dice que “el poder político sólo es legítimo
cuando se ejerce de acuerdo con una constitución (escrita o no) cuyos elementos
esenciales puedan ser suscritos por todos los ciudadanos, en cuanto razonables y
racionales, a la luz de su razón humana común”.

En una conceptualización afín al paradigma del contrato social y a la definición


de Rawls del principio de legitimidad liberal, Jürgen Habermas considera que la
legitimidad del derecho depende, en última instancia, de un “acuerdo

89
Ver también Hierro (2000: 360 y 364).

185
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

comunicativo: en tanto que participantes en discursos más o menos racionales,


en negociaciones más o menos imparciales, los sujetos sometidos al Derecho
tienen que ser capaces de examinar si una norma controvertida cuenta, o puede
contar, con el acuerdo de todos los posibles afectados” (1994: 229). Para
Habermas, la autonomía se expresa en la ley escrita como autolegislación,
“figura conforme a la cual los destinatarios son a la vez autores de sus derechos”
(Habermas 2005: 169).

En resumen, el sujeto de derechos contemporáneo, incluido el sujeto de los


derechos humanos, tanto a nivel de discurso teórico como de concreción
legislativa, es quien está dotado de racionalidad, y los derechos de los cuales es
sujeto y a los cuales está sujeto sólo lo sujetan en la medida en que ha
consentido a dicha sujeción.

2.2 Racionalidad, Competencia y Derechos Humanos de las


Niñas y Niños.
“Si los derechos dependieran de la competencia muy pocas personas tendrían
derechos”,
M. Freeman (2007: 12).

i. Irracionalidad, Incompetencia, Vulnerabilidad.

En la medida en que el discurso de los derechos humanos se vio impulsado por la


fundación racional que acabamos de comentar, nos encontramos con un primer
problema cuando se habla de los derechos humanos de niños y niñas porque,
como ya mostramos en el capítulo 1, la infancia hegemónica les niega, por
definición, la condición de racionales, y con ello, la competencia y autonomía
que se siguen. Y el caso es que el discurso de derechos de “la infancia” ha hecho
suya esa presunción de incompetencia e irracionalidad que destila la infancia
hegemónica. Niños y niñas serían irracionales, y por lo tanto incompetentes (Van
Bueren 1995; Brighouse 2003; Campoy 2006). Es decir, si bien a nivel del
discurso hegemónico no parece objeto de controversia entender los derechos de
la infancia como una especificación de los derechos humanos (Peces-Barba 1991;
Bobbio 1991; Perry 1998; Ronquist 1998; Fanlo Cortés 2007), es decir, como su
adaptación a la “realidad” infantil, una mirada atenta al discurso de derechos de
“la infancia” no muestra tan claramente que los derechos de niños y niñas sean,

186
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

también y en un sentido pleno, derechos humanos. De este modo, los


destinatarios de los derechos de la infancia (i.e. las niñas y los niños) no parecen
encajar fácilmente con los destinatarios de los derechos humanos (i.e. los
adultos). Así lo manifiesta Roche (2005: 43) al revisar la jurisprudencia sobre los
derechos de la infancia de la Corte Europea de Derechos Humanos: “si bien el
texto del CEDH [Convenio Europeo de Derechos Humanos] es aparentemente
inclusivo de los niños y niñas, y sus intereses, la interpretación del CEDH por los
tribunales revela una serie de supuestos relativos a los niños y niñas, y a sus
relaciones con los adultos, que operan para socavar sus derechos humanos”. En
concreto, se pregunta “si son sólo los adultos quienes caben de lleno en el
discurso de los derechos humanos”90.

Detengámonos con más profundidad en esta paradoja constitutiva del discurso


de derechos de “la infancia”.

En principio, los teóricos de los derechos de la infancia desarrollan sus teorías sin
solución de continuidad respecto de las teorías generales de derechos humanos.
Así, señala Campoy (2006: 982, cursivas y corchetes nuestros) que “el valor que
prevalece en los sistemas morales y jurídicos de nuestras sociedades
occidentales es el de la libertad”, por lo que “es a éste al que también se ha de
atender principalmente en el reconocimiento de derechos y deberes cuando
éstos se relacionan con los niños [sic]”. Igualmente, Freeman (1992) enfatiza los
conceptos de igualdad y autonomía, en un sentido explícitamente rawlsiano (ver
sección 2.1), como fundamentos del discurso de derechos, incluidos los de la
infancia. Los conceptos de libertad, igualdad, y autonomía, que confluyen en “el
valor y la dignidad de la persona humana” (ver Salado 2000: 19-20), dan una idea
general de lo que los teóricos de los derechos humanos de niñas y niños
entienden como presupuesto general de fundamentación de los derechos
humanos per se.

Sin embargo, a poco andar se presentan los problemas, y la continuidad entre el


discurso de derechos humanos y el discurso de derechos de “la infancia” se
revela como más aparente que real. Griffin, para quien el derecho es “un poder

90
En un sentido similar, Catharine MacKinnon ha planteado si acaso las mujeres son seres
humanos para enfatizar de qué manera el discurso de derechos humanos –todavía muchas veces
llamados derechos del hombre, droits de l’homme- no reconoce como violación de derechos, o al
menos no del mismo modo, la situación sometida, secundaria (accesoria), y menospreciada de las
mujeres (“Ser una mujer todavía no es un nombre para una forma de ser humana” [2006: 43]).

187
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

que posee una persona para controlar, reclamar o hacer algo” (2002: 19), es
decir, una herramienta al servicio de la voluntad, escribe que la dignidad de la
que surgen los derechos humanos, y de la que se habla por ejemplo en la DUDH,
no sería otra que la que se viene atribuyendo al ser humano desde la Ilustración,
esto es, una dignidad que implica personalidad, es decir, agencia y autonomía.
Pero el caso es que los niños y las niñas, para Griffin, no son agentes (Griffin
2002: 20-1). En el mismo sentido, Brighouse (2002: 31) señala que “cuanto más
se aparta un agente del modelo liberal de la persona racional competente,
menos apropiado parece ser atribuirle derechos. Pero niñas y niños se apartan
mucho de este modelo, y más cuanto más jóvenes son”.

Los derechos de la infancia cargan con esta paradoja como vicio de origen pues,
como dice Prieto Sanchís, durante el apogeo de la revolución industrial “la
reacción humanitaria frente al tratamiento y a la situación de los menores [sic]
no postuló… la autonomía individual”, sino que adoptó una forma paternalista
“que difícilmente puede presentarse como fundamento u origen de los derechos
humanos del menor [sic], al menos si nos referimos a la concepción tradicional
de derechos fundamentales como libertades” (1983: 11, corchetes nuestros). De
ahí que desde el surgimiento del debate sobre la atribución de derechos a niños
y niñas, unos y otras surgen como necesitados de protección, pero no como
poseedores de autonomía, ni como sujetos de derechos civiles ni, “en general,
[de] los que pudiéramos llamar derechos-autonomía”, lo que, para este autor,
hace necesario subrayar “la evolución contradictoria de los derechos
fundamentales en general con el derecho de menores” (Prieto Sanchís 1983: 12).

Es muy ilustrativa a este respecto la “Declaración de Dependencia de los Niños y


las Niñas de Estados Unidos de América en las Minas y Fábricas y Talleres” de
1913, que si bien los hace hablar en primera persona, fue redactada por un
adulto. Dice:

Considerando que, nosotros, niñas y niños de Estados Unidos, somos


declarados como habiendo nacido libres e iguales, y

Considerando que, sin embargo, todavía somos esclavos en este país de


libres, forzados a trabajar día y noche, sin ningún control sobre las
condiciones de nuestro trabajo, sean de salud, seguridad, horarios o salarios,
y sin derecho a los beneficios usuales por nuestros servicios, por lo tanto,

Resolvemos I - que la infancia está dotada de ciertos derechos inherentes e


inalienables, entre los que destacan ser liberados de tener que trabajar por el

188
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

pan de cada día; el derecho a jugar y a soñar; el derecho al sueño reparador;


el derecho a la educación, que nos permita tener igualdad de oportunidades
para el desarrollo de la integridad de nuestras mentes y corazones.

Resolvemos II - Que nos declaramos indefensos y dependientes; que somos de


hecho, y debemos ser de derecho, dependientes, y que presentamos nuestra
impotencia como llamada para que podamos ser protegidos en el goce de los
derechos de la infancia.

Resolvemos III - Que exigimos la restauración de nuestros derechos por


medio de la abolición del trabajo infantil en Estados Unidos (en Hindman
2002: 44, cursivas nuestras).

Esta Declaración se presta a muchísimas lecturas, pero aquí nos quedamos con el
subrayado en cursivas, que pretende ser la consumación, ¡por decreto!, de la
dependencia infantil. El derecho de niñas y niños surge como su derecho a ser
protegidos, se entiende, por los adultos.

Niños y niñas, entonces, serían irracionales, incompetentes y dependientes


(Brighouse 2003: 699), “especialmente vulnerables e inmaduros” (Van Bueren
1995: 13), estarían “en riesgo” (Goldstein 1977: 645), tendrían necesidades, más
que intereses (Coady 1992: 49), y padecerían de una “falta de poder innata”
(Fortin 2005: 14). Dependerían de otros para su bienestar porque solos no
pueden satisfacer sus necesidades, ni sortear apropiadamente los obstáculos del
mundo social. Por esto mismo, también serían “profundamente vulnerables” a
las decisiones de otros; sin embargo, a diferencia de otros dependientes y
vulnerables, sí tendrían “la capacidad para desarrollar las habilidades necesarias
para satisfacer sus necesidades (Brighouse 2002: 40), por lo que la solución a su
vulnerabilidad y dependencia, así como a su falta de autonomía y de agencia, el
“remedio principal” para superar estas deficiencias, sencillamente sería crecer
(O’Neill 1992: 39).

Hasta aquí, podemos ya ver cómo el discurso de derechos de “la infancia” va


reproduciendo el discurso sobre la infancia hegemónica que criticamos en el
capítulo anterior, y las polaridades que separan a niños y niñas de los adultos.
Los primeros serían irracionales, dependientes, vulnerables y devenires, i.e.
futuros-adultos (becomings), mientras que los segundos serían racionales,
independientes, autónomos y seres de pleno derecho (beings) (ver Goldstein
1977: 645).

189
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Por ser irracionales, o no lo suficientemente racionales, según Brighouse (2002:


43) las niñas y los niños estarían mal informados sobre sus intereses futuros, que
es una de las razones, junto a su radical dependencia de otros, para considerar
que no están en la situación de poder proteger esos intereses futuros. Pero no
sólo estarían mal informados, sino que derechamente serían ignorantes sobre lo
que significa, por ejemplo, ser un ser sexuado, o negociar relaciones en pie de
igualdad, o ser responsables del bienestar propio o ajeno (Brighouse 2002: 43).
Frente a unos adultos que saben, unos niños y unas niñas ignorantes e
inocentes, en polos opuestos.

Mientras se remedia su actual incapacidad, es decir, mientras llegan a la adultez,


niñas y niños tienen que depender de quienes sí son capaces, es decir, de los
adultos, para conducirse en el mundo (de los derechos). A diferencia de los
adultos, niñas y niños carecen de razón, y por ello “son incapaces de tomar sus
propias decisiones, sean buenas o malas” (Schapiro 2003: 575); es decir, “la
presunción de que las personas [i.e. los adultos] son los mejores jueces sobre lo
que es bueno para sí mismas no se extiende ni se debería extender a los niños y
las niñas” (MacCormick 1976: 316, y ver Goldstein 1977: 645). Purdy agrega que
“hay diferencias suficientemente grandes en el razonamiento instrumental entre
la mayoría de los niños y niñas, y la mayoría de los adultos, como para justificar
un tratamiento distinto” (Purdy 1994: 227). De este modo, se concluye que los
“procesos deliberativos de niñas y niños no serían todavía constitutivos de
autoridad” por lo cual no obligan a los adultos a cuyo cuidado están, lo que
justifica la autoridad asimétrica de esos adultos sobre tales niñas y/o niños
(Schapiro 2003: 594). Por provenir de seres irracionales o de razón deficiente, los
actos y decisiones de niñas y niños no tendrían la entidad vinculante, la dignidad
que dijimos se les reconocía a los actos de los sujetos de derecho, i.e. adultos, en
la sección anterior (2.1).

La evidencia que se cita para justificar la exclusión de los niños y las niñas del
universo racional (i.e. moral, social, ciudadano, público) es a veces anecdótica,
como la que da Neil MacCormick (1976: 316) al decir que ellos y ellas perciben
“como lo contrario de un derecho incluso aquellos derechos que son los más
importantes para su bienestar a largo plazo, tales como el derecho a disciplina o
a un entorno seguro”. Este autor no explica específicamente quiénes piensan así,
aunque da a entender que lo que dice es una extrapolación de su experiencia
como padre (MacCormick 1976: 316), ni tampoco desarrolla qué pueda significar
un “derecho a la disciplina”, o un “derecho a un entorno seguro”, que más bien
parecen “derechos” de los adultos a disciplinar, vigilar y asegurar a niños y niñas.
Del mismo modo Fortin (2005: 22) dice que “niñas y niños son, obviamente, más

190
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

proclives a limitar sus perspectivas de futuro que los adultos, tomando


decisiones de corto plazo imprudentes”, como, por ejemplo, cuando deciden “no
ir al colegio afectando, así, negativamente su desarrollo”. Es decir, el colegio,
como espacio aproblemático (cfr. sección 1.5.ii), se presenta como necesario
para el desarrollo, como proceso también aproblemático (cfr. sección 1.3), de
unos niños y niñas sin agencia para problematizar el uno, ni el otro. Pero lo usual
es citar estudios empíricos para avalar estas afirmaciones sobre incapacidad,
vulnerabilidad, irracionalidad, etc., casos en los cuales las referencias se
restringen al ámbito de la psicología del desarrollo (v.gr. Wald 1979, Campbell
199291, Purdy 1994, Brighouse 2003, Fortin 2005, Campoy 2006) que, como ya
vimos en la sección 1.3, se ha revelado como inapropiada para juzgar la
(in)competencia de niñas y niños.

Por ejemplo, Wald (1979: 273-274 cursivas nuestras) mantiene que “antes de
concederle un derecho específico a niños y niñas es necesario dilucidar si tienen
la capacidad para tomar la decisión por sí mismos”, lo que implica dilucidar “qué
habilidades necesita una persona para tomar determinada decisión y hasta qué
punto los niños y las niñas de cierta edad poseen esas habilidades”. Para esto,
sigue Wald, se debe acudir a la autoridad “de las investigaciones sobre el
desarrollo intelectual, moral y social de niños y niñas”.

Fortin (2005: 5, cursivas nuestras) hace suya la sugerencia de Wald y dice que las
evidencias que proporciona el desarrollo a lo largo de la infancia “muestran
claramente que los niños y niñas son diferentes que los adultos, en desarrollo,
conducta, conocimiento, y habilidades, así como en su dependencia de los
adultos”, pareciéndole claro que “el desarrollo relativamente lento de los
procesos cognitivos en niños y niñas hace que en su mayoría sean incapaces de
hacerse responsable de sus vidas por medio de la concesión de libertades
adultas, al menos hasta mediados de la adolescencia”. En cualquier caso, “antes

91
Campbell (1992) plantea, si bien implícitamente, la dependencia directa de su teoría jurídica en
las teorías psicológicas y sociológicas sobre desarrollo y agencia infantil (¿de qué otra manera se
conocen los intereses del lactante, infante, niño/a, adolescente, etc.?) Ahora bien, ¿pensar a un
niño o niña diacrónicamente, como propone Campbell, esto es, como alguien que ya es persona,
sigue siendo niño o niña y va a ser adulto, le da más o menos peso al sujeto niño/a frente al sujeto
adulto, que siempre se piensa sincrónicamente? Puede que le reste más de lo que le aporta, pues
el adulto sincrónico es acreedor de todos sus derechos aquí y ahora en tanto en cuanto es un aquí
y un ahora; por su parte el niño o la niña, que en parte es un tiempo futuro, es también un
acreedor a plazo. Es decir, parece que en el relato de Campbell los derechos se condensarían en el
adulto así como se dispersarían en el niño o la niña.

191
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de la adolescencia temprana la mayoría de niñas y niños carece de las


habilidades cognitivas y de la capacidad de juicio necesarias para tomar
decisiones importantes que puedan afectar seriamente sus vidas” (Fortin 2005:
74). Asimismo, su desarrollo gradual sería “crucial para entender la importancia
sólo relativa de su capacidad para la autonomía”, pues, en definitiva, gran parte
de los derechos de niñas y niños “tienen muy poco que ver con tomar
decisiones”. Y de todos modos, “pronto se mueven fuera de la dependencia
hacia una etapa del desarrollo en la cual su capacidad para tomar
responsabilidad por su vida necesita ser alentada” (Fortin 2005: 6, cursivas
nuestras). Por último, Fortin (2005: 75-6) expresamente le resta validez a
investigaciones que han reconocido una enorme competencia a niños y niñas a
cargo de administrar cuidados, que viven en la calle, que trabajan, etc. (entre
ellas, las de Priscilla Alderson, que ya comentamos en la sección 1.3), diciendo
que “todos estos escritores parecen pasar por alto las investigaciones sobre el
desarrollo cognitivo del niño [the child] y adolescente promedio”.

Las palabras de Fortin son útiles para aclarar mejor nuestras intenciones y el
discurso de derechos de “la infancia” que desnudamos en este capítulo. En
primer lugar, Fortin se hace eco de la concepción hegemónica que construye a
cada niño y niña como un diferente, es decir, un otro, alguien que no es un
adulto, ni comparte sus características (sea de desarrollo, conducta,
conocimiento, etc.), con todo lo que ello supone para el mantenimiento de la
estructura bipolar que recluye a la infancia en un polo inferior, menor, al polo
que habitan los adultos. Fortin señala que no es conveniente concederle
derechos de autonomía a niños y niñas (hasta mediada la adolescencia), pues su
desarrollo hasta entonces les impediría hacer buen uso de ellos, y que “es
apropiado blindar al niño promedio [the average child] de tomar decisiones
importantes hasta que cuente con las herramientas cognitivas para hacerlo
apropiadamente” (Fortin 2005: 76). A la luz de la multitud de ejemplos que ya
dimos en el capítulo 1 sobre niños y niñas activamente trabajando, asumiendo su
propio cuidado, así como el cuidado de otros (por ejemplo, como “alomadres”),
la mayoría antes de mediados de la adolescencia, esto parece revelar que lo que
Fortin quiere es blindar su determinada construcción de la infancia,
incompetente, irracional, vulnerable, y nada de universal. Aun así, ella pretende
borrar de un plumazo las diferencias entre las diversas infancias y habla de “el
niño promedio” que, obviamente, no es otro que “el niño” abstracto construido
por la infancia hegemónica. Al mismo tiempo, al decir que no conviene
“conceder” derechos de autonomía a los niños y las niñas, da por sentado que
sus derechos son, por definición, una concesión de los adultos y nunca una
conquista de niños y niñas. Fortin también se hace eco del “remedio” recetado

192
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

por Onora O’Neill, a saber, que a las niñas y los niños sólo les queda crecer o, en
sus palabras, “moverse fuera de la dependencia”, ridiculizando, así, la posibilidad
de agencia infantil. Por último, es fundamental la desacreditación hecha por
Fortin de las investigaciones que, hace ya un tiempo, vienen mostranto tal
agencia y competencia, pero de esto corresponde que nos ocupemos más
adelante (ver sección 3.2.iii).

Dijimos en la sección anterior (2.1) que, en el Occidente contemporáneo, lo que


hace a una persona tal, o sujeto de derechos, es su razón, competencia, agencia,
o independencia, que permite dar por hecho su consentimiento a las reglas y
autoridades de determinada comunidad. De ello se deduce que, como los niños
y las niñas carecen de ellas según el discurso de derechos de “la infancia”,
“literalmente no son parte de la comunidad en la que nacen, sino hasta el
hipotético momento en que son considerados racionales y pueden consentir a su
autoridad” (Arneil 2002 : 74). Se asume que la autonomía no interesa a gran
parte de los niños y niñas del mundo, siendo “el derecho al sustento básico una
necesidad mucho más urgente para los niños y las niñas de países
subdesarrollados donde la hambruna es epidémica” (Fortin 2005: 10). Esto,
ciertamente, ahorra preguntarse si ese derecho a un “sustento básico” se podría
asegurar, precisamente, reconociéndoles a las niñas y niños de tales países la
autonomía para, por ejemplo, trabajar; o si esas niñas y niños podrían tener ya
una autonomía, una “madurez”, que los adultos, como Jane Fortin, se obstinan
en reprimir; o si la mejor manera de proveerles y protegerles acaso no sería el
empoderamiento para que se provean y se protejan; es decir, ahorra
problematizar y poner en cuestión, entre otras cosas, la autoridad del
desarrollismo para responder por esas infancias mayoritarias. O hay quienes,
como Tom Campbell, dicen que los niños y las niñas no tendrían ningún interés
en cosas tales como el derecho a la participación democrática, o el derecho al
trabajo –y es revelador que Campbell excluya, simultáneamente, a los niños y las
niñas de las condiciones para la agencia política y para la agencia económica-,
pues éstas serían cosas de “individuos maduros”, por contraposición a la
“inmadurez” consustancial de niñas y niños (Campbell 1992: 17). En suma, a los
niños y las niñas se les excluye de la ciudadanía (Appell 2009: 712), y aunque
vivan “vidas ricas, diversas, y llenas de sentido, se les encasilla en una
construcción jurídica que los dibuja como pasivos, dependientes, privados e
incompetentes” (Appell 2009: 710). Con esto el discurso de derechos de “la
infancia” asume otra de las polaridades propias de la infancia hegemónica (ver
sección 1.6.i): “el niño” es privado, tanto como públicos son los adultos.

193
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Inevitablemente, con todo esto se consolida un doble rasero entre unos


derechos incompletos para unos “niños” también incompletos y unos derechos
completos para unos adultos también completos, que es aceptado incluso por
los más enconados defensores de los derechos de la infancia (ver Van Bueren
1995: 3). Y aparece una figura jurídica que viene a dar razón de, y forma a este
doble rasero en los derechos de “los niños” y de los adultos, cual es la del
paternalismo jurídico.

ii. Paternalismo Jurídico.

El paternalismo -del que históricamente también han sido objeto otros grupos
como las mujeres y las personas negras- supone “protección” sin participación, y
es la contracara de la atribuida falta de autonomía infantil: los adultos gozarían
de una superioridad cualitativa en su racionalidad que los legitimaría para decidir
y obrar por los niños y niñas.

La libertad, dice la perspectiva paternalista, es importante en la medida en que


permite a las personas perseguir racionalmente los deseos y objetivos vitales
que se han dado a sí mismas para su vida plena, feliz, o buena, por lo que si
obstaculiza este objetivo se transforma en una “herramienta rota”, que es lo que
pasa con los niños y las niñas, quienes, “libres de la coerción adulta, es
difícilmente creíble que pudieran alcanzar la felicidad (o incluso, en muchos
casos, ni siquiera sobrevivir)”. La libertad infantil es una herramienta rota porque
no es (suficientemente) racional, y “un acto racionalmente decidido tiene
muchas más posibilidades de aumentar el bien de su agente que otro que no ha
sido decidido racionalmente” (Scarre 1980: 122-123). Sólo en cuanto incapaces,
es decir, incapaces de “tomar una decisión racional” (Alemany 2005: 292)
pueden los niños y las niñas “ser tratados paternalistamente”, y el caso es que,
sigue el paternalismo, la mayoría de las veces, ser niño o niña equivale a ser
(racionalmente) incapaz (Alemany 2005: 288). En la medida en que “su
capacidad de actuar racionalmente para conseguir su propio bien” no es la
misma que la de los adultos, dice Rawls, el paternalismo deja a cubierto a niñas y
niños de la posibilidad de no desarrollar sus potencias, o de no satisfacer de un
modo racional sus intereses, siendo lo racional, para los propios niños y niñas,
“protegerse contra sus propias inclinaciones irracionales”, entendiéndose que
aceptan las imposiciones destinadas a prevenir o “reparar las consecuencias
desafortunadas de su conducta imprudente” (Rawls 1971: 248-249).

194
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Específicamente, ¿cuándo se justifica el paternalismo? Según Alemany (2005:


290), A ejerce paternalismo justificado sobre B por medio de X, si y sólo si, X es
una medida idónea y necesaria para evitar que B se dañe a sí mismo, o se ponga
en riesgo de dañarse, sin haber alternativas razonables no paternalistas para
ello; si la tendencia al daño o riesgo proviene de una incapacidad básica de B
(por ejemplo su irracionalidad); y si se puede presumir racionalmente que B
consentiría tanto a la posibilidad general de ser tratado paternalistamente por A
en ciertas ocasiones como al contenido concreto de X, si no estuviera
incapacitado (pues lo apetecible es obrar, o en su defecto, “ser obrado”,
racionalmente). Para Scarre (1980: 123), por su parte, el paternalismo se
justificaría cuando hay razones para creer que una decisión no se ha basado en
consideraciones racionales, y que por ello es probable que atente contra el
bienestar de quien toma dicha decisión, disminuyendo el bienestar existente, o
impidiendo alcanzar el aún no existente.

En pocas palabras, el paternalismo protege a alguien de las posibles


consecuencias dañinas de sus propios actos irracionales, y así como hay una
presunción, más o menos de derecho, de que niñas y niños actúan
irracionalmente, y por ende, se les debe proteger paternalistamente, la hay de
que los adultos lo hacen racionalmente, y por ende, es ilegítimo el paternalismo
hacia ellos.

En el universo de las teorías sobre los derechos de la infancia, hay quienes creen
que este paternalismo es compatible con sostener que los niños y las niñas
tienen derechos, haciendo la cualificación de que sólo son incapaces de
ejercerlos. Es decir, que se puede ser vulnerable, dependiente e irracional, y, sin
embargo, tener derechos. Como las niñas y niños no tendrían las “capacidades
volitivas relevantes para reclamar derechos”, según explicamos más arriba, la
única manera de sostener que tienen derechos, dice Campbell (1992: 5), es
asimilando éstos a sus intereses, y entregando su ejercicio a los adultos. Pero
Campbell no repara en la posibilidad de estar levantando un oxímoron al
considerar viable una teoría “en la cual los derechos no están analíticamente
atados a la elección,” y que permite, así, “decir que las niñas y los niños tienen,
por ejemplo, los mismos derechos [que los adultos] pero sin el poder de
elección” (Campbell 1994: 260, corchetes nuestros). Pues lo que él sostiene
equivale a decir que, en el fondo, los que efectivamente tienen los derechos de
niñas y niños son los adultos. Esta incongruencia la reconoce acríticamente
McGillivray (1994: 253), en su polémica con Laura Purdy (que defiende que los
niños y las niñas no deberían tener los mismos derechos que los adultos), en la
cual la primera dice que los derechos de niñas y niños “son reclamados,

195
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

peleados, y administrados principalmente por quienes están fuera de ese


grupo”, sin que, para ella, eso les reste legitimidad ante “ese grupo” (i.e. niñas y
niños). Pues decir esto implica asumir que un niño o niña puede tener “derecho”
a hacer, o a que pase, exactamente lo contrario de lo que quiere hacer, o que
pase (ver Ferguson 2013: 193). Sea como fuere, y contra lo que se podría haber
deducido de la sección anterior (2.2.i), los niños y las niñas, se insiste, sí tienen
derechos, pero éstos equivalen a sus intereses, y deben ser ejercidos y
defendidos por los adultos (ver también Bernuz 2000: 297)92.

Ahora bien, si uno pretende dar con un concepto de los derechos de la infancia
no del todo esquizofrénico, es decir, si pretende tomarse en serio los derechos
de los niños y las niñas (Freeman 1992), y toma conciencia de lo problemático –
oximorónico- de escindir, por principio, los derechos de la infancia entre
poseedores (niños y niñas) y administradores (adultos); en otras palabras, si
quiere conservar de alguna forma la legitimidad democrática de los derechos
ante sus sujetos, de que hablamos al final de la sección 2.1, no puede sin más
prescindir de la voluntad de éstos en el ejercicio de sus derechos. So pretexto de
estar ejerciendo sus derechos y protegiendo sus intereses, no se puede
transformar a los niños y niñas en meros objetos de protección, ni olvidar
completamente que, en un sentido fuerte, un derecho es “un poder normativo
para obligar a otros por medio del ejercicio de la voluntad del sujeto del
derecho” (Campbell 1992: 5). Pero, si atendemos estas prevenciones, resurge el
problema de dar con (algo parecido a) la elección a la que debe estar atado todo
derecho, pues quien tiene que elegir no puede hacerlo (i.e. no tiene
racionalidad). La solución no se dibuja tan difícil: su elección se supone, presume
o imagina. Y con esto damos un paso más en la sofisticación que supone el
paternalismo jurídico.

92
Aunque aquí estamos aludiendo tácitamente al debate entre teoría del interés y teoría de la
voluntad, evitamos entrar en él, y por eso no las mencionamos expresamente, pues es nuestra
opinión que, en la práctica, las diferencias entre ambas teorías son más aparentes que reales:
ambas arrojan a unos niños y niñas (i) bajo protección, y (ii) de quienes no depende tal protección.
Es decir, en ambos casos, se concluye que, llegado el momento, será el respectivo adulto a cargo
quien decidirá lo que deba o no pasar con el niño o la niña. Este debate, que retumba en las
cámaras vacías (de niños y niñas) de las alturas filosóficas, es un debate de los adultos y para los
adultos (para una exposición reciente del debate, ver Fanlo Cortés [2011]).

196
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Dijimos recién que Alemany sitúa el consentimiento presumible del


sujeto/objeto del paternalismo (2005: 290) como uno de los requisitos de una
intervención paternalista justificada. Los teóricos de los derechos de la infancia
han desarrollado cómo y cuándo se ha de presumir el consentimiento de las
niñas y niños.

Para Michael Freeman, tomarse los derechos de las niñas y los niños en serio
exige “tratarles como personas, con derecho a la misma consideración y respeto,
y con derecho a que tanto su autonomía actual sea reconocida, como su
capacidad de autonomía futura garantizada”; es decir, exige “reconocer su
integridad y capacidad para tomar decisiones, pero al mismo tiempo darse
cuenta de los peligros que encierra una total o completa liberación” (Freeman
1992: 66). De ahí que se deba aceptar la intervención en la vida de niños y niñas:
“las acciones de aquéllos con capacidades limitadas pueden perjudicar su
autonomía en el futuro, cuando sus capacidades ya no fueran así limitadas… lo
que lleva a aceptar la intervención en las vidas de niños y niñas para protegerlos
de acciones irracionales, pero debiendo definirse estrictamente lo que sea
‘irracional’,” para lo cual se han de tener en cuenta “las aportaciones de la
psicología cognitiva” (Freeman 1992: 67). Concretamente, una determinada
acción sería irracional si, en el caso de ser llevada a cabo, “disminuyese las
preferencias de la vida futura del niño o la niña y perjudicase sus intereses de
una forma irreversible,” lo que implica “tolerar errores”, siempre y cuando éstos
“no perjudiquen seria y sistemáticamente el desarrollo y la consecución de la
plena personalidad”, tales como lo harían usar heroína o escoger no ir al colegio
(Freeman 1992: 67). Es importante, entonces, que el niño o la niña elija, que
decida cómo ejercer sus derechos, pero el adulto debe estar vigilante para evitar
que este ejercicio devenga perjuicio irreparable93. La cuestión que nos
deberíamos plantear, sigue Freeman es,

93
Para Scarre (1980: 123, cursivas nuestras), “[l]as acciones racionales son aquéllas que están
dirigidas a maximizar la utilidad esperada del agente. Además, las acciones respaldadas por
decisiones racionales se manifiestan generalmente como elementos de un enfoque sistemático
adoptado por un agente para maximizar su bien. Esta última característica es de especial interés
pues indica por qué se permite imponer un régimen paternalista general sobre los niños y las
niñas. La capacidad de planificar políticas sistemáticas de acción es esencial para resolver los
problemas prácticos de la vida. La mayoría de los adultos, porque han vivido mucho tiempo, tienen
esta capacidad, pero los niños y las niñas, debido a que sus facultades mentales y experiencia son
inadecuadas por igual, no la tienen”.

197
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

¿de qué tipo de acción o conducta querríamos, en cuanto niños y niñas, que
se nos protegiera, en el supuesto de que también querríamos madurar hacia
una adultez racional y autónoma, y ser capaces de decidir sobre nuestro
propio sistema de fines, como seres libres y racionales? Elegiríamos, creo,
principios que permitieran a los niños y las niñas madurar hacia una adultez
independiente, e impediríamos las acciones y conductas que condujeran a la
frustración de dicha meta (que tildaríamos de irracionales)… (1992: 67-68).

A la vez de impedir el acto “irracional”, el adulto que interviene ha de guiar su


intervención paternalista intentando que el niño o niña, una vez adulto y
mirando hacia atrás, pudiera “apreciar y aceptar las razones de la restricción que
se le impuso, considerando lo que entonces sabrá como adulto racional y
autónomo” (Freeman 1992: 68).

Freeman concluye que ésta sería su versión del paternalismo, “pero no el


paternalismo en su sentido clásico, pues en ese caso no existirían los derechos
de niñas y niños”, sino un “paternalismo liberal” que, paradójicamente, debe
estar orientado precisamente a la “independencia racional” de niñas y niños, es
decir, a superar cuanto antes las condiciones que lo hacen necesario (Freeman
1992: 68).

John Eekelaar también ha elaborado una versión del paternalismo orientado a la


futura independencia racional, primero a través del concepto de “valoración
subrogada” (substituted judgement) (1992) y luego del concepto de “auto-
determinación dinámica” (dynamic self determinism) (1994). Si bien Eekelaar
reconoce que “ninguna sociedad habrá comenzado a concebir a sus niños y niñas
como sujetos de derecho hasta que las actitudes adultas y las estructuras
sociales sean seriamente adaptadas para que unos y otras puedan expresar sus
opiniones, y para que éstas puedan ser escuchadas con respeto,” es decir, que
“escuchar lo que dicen los niños y niñas debe estar en la raíz de la elaboración de
sus derechos”, también reconoce que, “como han padecido todos los teóricos de
los derechos de la infancia”, esta concepción se estrella con aquella otra de que
“las niñas y niños pueden ser muy jóvenes para decir algo; e incluso si no lo son,
sus opiniones pueden estar distorsionadas por la ignorancia o la influencia de sus
padres” (Eekelaar 1992: 228). Con la mente puesta en la meta de un desarrollo
pleno y saludable, intercede entonces la “valoración subrogada” por la cual un
adulto decide por el niño o niña de tal forma de procurar que, llegada la adultez
(i.e. la racionalidad), ese hoy-niño o niña, entonces-adulto, vaya a aprobar lo
decidido en su nombre (Eekelaar 1992: 229). A la pregunta relevante, sobre “¿si
alguien tiene derecho a decidir sobre mi bienestar [en este caso, un adulto el

198
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

bienestar de un niño o una niña] tengo derechos en un sentido relevante?”


(Eekelaar 1992: 223, corchetes nuestros), Eekelaar responde afirmativamente
con su “valoración subrogada”.

El “auto-determinismo dinámico”, que es una variación de la “valoración


subrogada” que busca “desobjetivarla” y particularizarla en cada niña y niño, se
funda aun más explícitamente en argumentos desarrollistas94, y pretende
ampliar la influencia de niñas y niños en la determinación de su interés superior
(o mejor interés). “El propósito del ‘auto-determinismo dinámico’ es conducir a
un niño o una niña al umbral de la adultez con el máximo número de
oportunidades para formarse y perseguir metas vitales que reflejen lo más
fielmente posible una decisión autónoma” (Eekelaar 1994: 53). La voluntad de la
niña o el niño se considera autónoma, es decir, competente y vinculante, cuando
los deseos que elige perseguir son intencionalmente consistentes con sus metas
últimas, las que se deben poder alcanzar al interior de las estructuras sociales
existentes. La consecución de estas metas “precisa del conocimiento y
predicción de la conducta de los otros actores sociales, así como de la niña o
niño, y por ello requiere, principalmente, habilidad cognitiva. Son, así, los adultos
quienes han de hacer estas valoraciones” (Eekelaar 1994: 55). Sería
incompetente una decisión “que reflejara un deseo tan severamente inestable, o
tan contradictorio con otros deseos de la niña o niño, que implementarla
significaría arriesgarse a un grave conflicto en una etapa posterior de su
desarrollo” (Eekelaar 1994: 56). En suma, cuando el interés de la niña o del niño
se ve perjudicado, en acto o potencia, por seguir el “auto-determinismo
dinámico”, éste debe abandonarse, es decir, no se debe atender a su voluntad
(Eekelaar 1994: 53).

Aparentemente, las aproximaciones de Freeman y Eekelaar suponen un avance


respecto de lo expuesto en las secciones 2.1 y 2.2.i sobre la irracionalidad e
incapacidad infantil. Al menos en el sentido de mantener que las niñas y los
niños no siempre actúan irracionalmente, y de que se puede vislumbrar un
propósito racional subyaciendo a sus actos, en cuyo caso estos actos poseen
dignidad y deben ser respetados, sí sería un avance. Pero en cierto modo, ¿no
parecería también que estos autores tratan de inducir cierta saludable y
necesaria porosidad en las polaridades racional – irracional, y capaz - incapaz?

94
Es interesante constatar que Eekelaar (1994) cita evidencias de la psicología del desarrollo que
sirven tanto para refrendar su tesis como para refutarla, sin explicar por qué le da valor a unos
argumentos, y se desentiende de otros (ver sección 3.2.iii, más abajo).

199
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Pronto nos damos cuenta de que esto último es, efectivamente, sólo apariencia,
pues el guardián de la racionalidad, y con ello de los derechos de la infancia, es
siempre un adulto. En primer lugar, el adulto que ha de intervenir
paternalistamente, valorando cuándo la conducta del niño o niña disminuye las
preferencias de su vida futura y perjudica sus intereses de forma irreversible,
decidiendo cuáles errores son tolerables, y cuáles no, por perjudicar seria y
sistemáticamente el desarrollo y la consecución de la plena personalidad,
valorando cuándo los deseos que elige perseguir el niño o niña son
intencionalmente consistentes con sus metas últimas, y alcanzables al interior de
las estructuras sociales existentes; en suma, decidiendo qué es un acto racional y
por tanto vinculante, y qué no. En segundo lugar, este guardián adulto siempre
habrá de tener presente, a su vez, lo que el adulto-futuro en que ha de devenir el
niño o niña-presente se supone que querría, para lo cual habrá de dilucidar la
voluntad supuesta de ese “todavía no” (en caso de que la voluntad efectiva se
califique como irracional). Pues, en palabras de Freeman, tomarse los derechos
de las niñas y los niños en serio implica, también, garantizarles su capacidad de
autonomía futura, no disminuir sus preferencias de vida futura, no perjudicar el
desarrollo, cuyo objeto es la adultez (plena personalidad) –para lo cual se ha de
ir al colegio, de nuevo aproblemático-, y lo que niñas y niños quieren, o eso es al
menos lo que les supone el adulto Michael Freeman, es madurar hacia una
adultez racional y autónoma, desde la cual podrán mirar atrás y reconocerse en
las intervenciones paternalistas de que fueron objeto. Y siguiendo a Eekelaar, en
el caso de la “valoración subrogada” el adulto que tutela ha de decidir de tal
forma que el niño o niña que padece la tutela, una vez adulto emancipado,
pueda prestar su aprobación a dicha decisión, y en el caso del “auto-
determinismo dinámico”, su propósito es conducir a la niña o niño al umbral de
la adultez, dándole el máximo número de oportunidades para formarse y
perseguir metas vitales que reflejen lo más fielmente posible una decisión
autónoma. Es decir, el sentido y los intereses de la niña o el niño aquí y ahora se
subordinan al sentido y los intereses del adulto allá y entonces. El niño o la niña,
real, es sólo un devenir, que orbita en torno a ese adulto, irreal, que personifica
al ser95.

95
Aparte del manifiesto adultocentrismo, elaborar una hipótesis de consentimiento orientada a un
futuro hipotético padece de la incongruencia lógica de que la niña o el niño será, inevitablemente,
producto de aquella opción impuesta por los adultos en su momento, por lo que cualquier
valoración ex post estará filtrada por dicho condicionamiento. Supone, más encima, que esa
decisión, valorada a “x” años plazo, tuvo consecuencias reconocidas y reconocibles, y cierra la
puerta a la infinidad de posibles consecuencias que habría traído la o las alternativas planteadas

200
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

El adultocentrismo de este modelo se ve, también, en la construcción de una


prueba de adultez (i.e. racionalidad) para cribar el acceso de niñas y niños a la
condición de plenos sujetos de derechos que, evidentemente, muchos adultos
no podrían pasar. De hecho,

si la competencia cognitiva adulta se entendiera de esta manera, no hay


ninguna razón para pensar que ella se adecúa a las habilidades cotidianas de
los adultos occidentales… Es muy fácil concebir a niñas y niños como
incompetentes cognitivamente cuando el estándar de competencia por el
que se les mide es tanto culturalmente específico como incumplido por
muchos adultos (Archard 2004: 93-94).

Porque, aún entendiendo que, como sugiere Archard, las palabras de Eekelaar,
Freeman y demás autores paternalistas sólo pueden tener sentido en el contexto
culturalmente específico del Occidente contemporáneo, y sin siquiera entrar a
discutir el hecho de que estos autores conciben la competencia de forma
descontextualizada y desencarnada, como una competencia en sí, tal como
dijimos más arriba que era imposible de ser concebida (ver secciones 1.3.i y
1.3.ii), incluso aquí, en el mundo occidental, minoritario, ¿acaso nosotros, los
“racionales” adultos occidentales, no estamos siempre disminuyendo nuestras
preferencias de vida futura, y muchas veces, perjudicando nuestros intereses de
forma irreversible? ¿Cuántos adultos eligen perseguir deseos intencionalmente
consistentes con sus metas últimas, a la vez que han desarrollado metas últimas
alcanzables al interior de las estructuras sociales existentes? ¡¿Cuántos adultos
viven su vida de acuerdo con “metas últimas”?! ¿Decidir en base a deseos
contradictorios, y pagar a futuro por ello, no es acaso de lo que está hecha la
vida misma? De seguir el paternalismo liberal de Freeman y Eekelaar habría que
ser paternalista incluso con el doctorando que pierde el tiempo navegando por
internet en vez de trabajar en su tesis doctoral... Bajo la fachada de la
“normalidad” esto esconde una flagrante discriminación contra las niñas y los
niños pues se pretende que “lo normal” sea que los adultos tengan una
racionalidad y competencia que, en la práctica, la mayoría no tiene (ver Jones y
Basser Marks 1994: 280; Lee 2001: 9, 46).

por la niña o el niño cuando se le prohibió decidir. Y por último, se basa en un supuesto falseado
empíricamente a la luz del problema de la indeterminación, que implica que, a tan largo plazo, “no
podemos saber a ciencia cierta cuál es el mejor interés de una niña o un niño, ni estar siempre de
acuerdo en los valores que son importantes” (Thomas y O’Kane 1998: 138).

201
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Un excurso, para ser justos: es improbable que Michael Freeman suscribiera esta
versión del paternalismo a día de hoy, pues su discurso ha sido fértilmente
permeado, entre otros, por la sociología de la infancia, en el sentido de descubrir
una competencia, racionalidad y agencia ocultas a “los constructores de lo que
debe ser la infancia” (Freeman 1998: 441). Otrora abogado de las “decisiones
racionales”, Freeman ha dicho, no hace mucho, que:

Incluso los niños y las niñas pequeñas pueden mostrar una preferencia, y la
mayoría de niños y niñas ‘entienden’ una situación. Muchos pueden
‘entender’ la información que se les revela, y muchos también pueden dar
razones, aunque ellas no nos convenzan. ¿Cuántos adultos van más allá? La
mayoría de la población adulta no piensa racionalmente, ni de un modo en
que maximice beneficios y minimice pérdidas o alcance una decisión
razonada. Si los derechos dependieran de la competencia muy pocas
personas tendrían derechos (Freeman 2007: 12).

Y nosotros no podemos estar más de acuerdo pero, aún así, presentamos su


exposición de los derechos de los niños de hace 20 años pues, junto a la de
Eekelaar, sigue siendo una pieza fundamental del discurso de derechos de “la
infancia” (ver Campoy 2006; Hanson 2012; Ferguson 2013).

En este punto ya podemos constatar que la infancia asumida por el discurso


hegemónico sobre los derechos de niñas y niños es una infancia protegida e
incapaz, que ha sido dotada de ciertos derechos parciales, resultantes de una
poda (adulta) del discurso de los derechos humanos, derechos que son, por
ende, un sub-producto único de la modernidad occidental (ver Chen 1998).
Como resultado de esta filiación, niñas y niños son sometidos a unos derechos
donde prima la “racionalidad” como estado ideal, alcanzable a través de los
principios propuestos por el desarrollismo (ver sección 1.3) y su derivada
socializante. De ahí la importancia del colegio (ver sección 1.5.ii), enfatizada por
varios teóricos del derecho, y la devaluación del trabajo infantil (por ejemplo,
presumiéndoles a niños y niñas una falta de interés en trabajar, como hace
Campbell [1992]). No hay cabida en este relato para el rico abanico de infancias
que mostramos en el capítulo 1, sino sólo para aquello que llamamos infancia
hegemónica (sección 1.6).

Demos otro paso en el desmenuzamiento de este “paternalismo liberal” y su


adultocentrismo, para adentrarnos más todavía en su coincidencia con la
infancia hegemónica. De las palabras del Freeman de 1992 se desprende que no
basta con actuar “competentemente” para vincular al adulto a cargo, y Eekelaar
(1994: 57), de hecho, dice que si se considera que una niña o un niño es

202
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

competente, de acuerdo con sus estrictos criterios de racionalidad y


sistematicidad, la decisión de la niña o el niño es vinculante, salvo cuando, aun
competentemente, es decir, racionalmente, la niña o el niño tome una decisión
“contraria a su propio interés”, entendido como “bienestar e integridad física o
mental”, en cuyo caso es el adulto responsable quien debe decidir.

En los mismos términos, Ignacio Campoy (2006), que sigue en líneas generales el
modelo de Freeman y Eekelaar, y la dependencia de éstos en el desarrollismo
(ver Campoy 2006: 441; 619-620), interpreta que cualquier decisión que
concierna a un niño o una niña deberá tomarse respetando su “auténtica
voluntad”. Esta auténtica voluntad se expresa cuando se considera –esto es, un
adulto considera- que el niño o la niña “tiene las facultades de la razón, la
información suficiente y la experiencia para poder valorar la información” en
cuyo caso es injustificado cualquier trato paternalista o intervención en la libre
expresión de su voluntad (Campoy 2006: 985). Ahora bien, si el adulto a cargo
considera que falta la razón, la información, y/o la experiencia, pasa a ser
legítimo y necesario “discernir” (i.e. interpretar, presumir, imaginar), en nombre
del niño o de la niña, cuál sería su voluntad si es que contara con esa razón,
información y experiencia que le son esquivas (Campoy 2006: 988-989). ¿Cuándo
faltan la razón, experiencia o información? Cuando no es posible realizar un uso
correcto de la voluntad, específicamente, cuando uno se daña a sí mismo, o se
expone a un daño de tal gravedad que se hace difícil o imposible la consecución
de los propios planes de vida y del libre desarrollo de la personalidad (Campoy
2006: 990-991). Entonces, Campoy presume que el niño o la niña que se daña a
sí mismo, o incluso, y esto es lo más relevante, que sólo asume riesgos es, de
derecho, incapaz. Así, por ejemplo, una niña que juega cerca de un precipicio
debe ser protegida, “aun cuando se supiese que lo más probable fuese que,
finalmente,… nunca llegase a caer”, porque el riesgo de muerte, si se cae, es
importante (Campoy 2006: 994), lo que implica que, necesariamente, esa niña
está actuando sin la razón, la información y/o la experiencia requerida. No cabe,
para Campoy, plantearse que la niña pudiera efectivamente comprender el
riesgo, desde la razón, experiencia e información con las que cuenta -tal como
parecían hacer las niñas y los niños Sioux (ver sección 1.1), o hacen los adultos
que se lanzan en parapente, o ascienden el monte K2- y aún así, o precisamente
por ello96, asumirlo como tal riesgo y preferir jugar al borde del precipicio. En

96
Sobre el juego infantil, dice y suscribe Tonucci (2009: 153): “A la pregunta ‘¿Qué es el juego para
un niño [sic]?’, la neuropsiquiatra infantil francesa Françoise Dolto, responde: ‘Diría que es
disfrutar de la realización de un deseo a través de los riesgos’ ”.

203
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

definitiva, se juzga la madurez y competencia de la niña a partir de la valoración


que se hace de su decisión, lo que, como advierten Archard y Skivenes (2009: 10)
deviene en que se “infiera un juicio de incompetencia a partir del mero
desacuerdo con la prudencia de esa decisión”.

Detrás de los razonamientos de Eekelaar y Campoy subyace la afirmación


adultista de que incluso cuando un niño o una niña sabe (es decir, actúa
“racional” y “competentemente”), y los adultos saben que el niño o la niña sabe,
hay ciertas acciones que, cuando realizadas por un niño o niña, y por el sólo
hecho de ser realizadas por un niño o niña, chocan con la conciencia moral de
esos adultos. Comentando desde el contexto del common law, Seymour (1992:
101) sostiene que una decisión judicial en un caso que involucre la disputa de la
capacidad de una niña o un niño para tomar una decisión independiente será
muy raramente “dictada sólo atendiendo a su madurez y comprensión, sino que
se tenderá a evaluar esta capacidad según su conformidad con lo que se
considera el mejor interés de la niña o el niño. Por ello, si la decisión de ésta o
éste parece contradictoria con ese interés, lo más probable es que se decida que
no tiene la capacidad para tomarla”. Y no sólo los jueces suelen decidir
subordinando la “racionalidad” de niñas y niños a algún interés decidido de
forma adultista, también lo hacen muchos trabajadores sociales, dentro del
mismo contexto del common law: “realmente, [las niñas y niños]… pueden
tomar decisiones, siempre y cuando no estén en desacuerdo con las opiniones y
percepciones adultas sobre lo que está pasando, pues, de lo contrario,
obviamente no entienden lo que está pasando” (un cuidador adoptivo, a Thomas
y O’Kane [1998: 151]).

La circularidad de este último comentario resume bien nuestra crítica. Cuando se


constata que ni siquiera actuar “racionalmente” sirve para poder actuar
libremente si se es niña o niño (y debemos recordar que la racionalidad que se
les pide a niñas y niños es radicalmente exigente, en cuanto racionalidad), lo que
se sugiere es que “racionalidad” es sólo una palabra comodín, que los adultos
sacan a relucir para intervenir en aquellos actos que, sencillamente, prefieren
que las niñas y niños no hagan: racional termina siendo lo que los adultos
consideran que es racional, literalmente, y en todos los sentidos97. Tenemos,

97
En este sentido, ver, por ejemplo, el “Programa de Trabajo Internet Más Segura” [Safer Internet
Work Programme] de 2011, de la Unión Europea, que dispone en su n° 2.2 que en Internet un
“contenido dañino es aquél que padres, cuidadores, profesores, y otros adultos responsables por
las niñas y los niños, consideren dañino para éstos”; en WORK PROGRAMME 2011 “Safer Internet:

204
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

entonces, que recapitular sobre lo dicho hasta ahora en esta sección, pues
parece que la verdadera piedra de toque para admitir la acción libre de niñas y
niños, es decir, la acción apta para salvar la intervención paternalista, no es (o al
menos, no sólo es) el hecho de que actúen “racionalmente”.

Si volvemos a la discusión sobre la infancia hegemónica (sección 1.6), podemos


sugerir, a la luz de lo recién expuesto, que un niño o niña que actúa de manera
“racional”, es decir, competentemente, pero en contra de la voluntad de los
adultos a cargo (por lo cual se le tilda de “irracional”), está reclamando de vuelta
su disponibilidad, se está haciendo disponible para sí mismo, y dejando de serlo
para los adultos. Quien actúa sabiendo es una niña o niño que, salvando una
polaridad, arriesga salvarlas todas, y por ende caer, mancharse, corromperse: la
niña de Campoy, que racionalmente se acerca a un precipicio, está arriesgando
mucho más que una caída literal; está, de hecho, arriesgando hacer aquello que
sólo los adultos, por el mero hecho de ser tales, pueden hacer. Por eso el adulto
que la aleja del precipicio tampoco está sólo protegiéndola de una posible caída,
sino que restituyendo ciertos límites, y polaridades: la niña -“el niño”- como
incapaz, irracional, vulnerable, dependiente, ignorante, devenir...98 Lo que
estamos sugiriendo es que habría una barrera implícita, no mencionada,
inconsciente incluso, que pasaría por la particular concepción que del “niño”
tienen los adultos que piensan, hacen e interpretan los derechos de los niños y
niñas (y no podemos olvidar la afirmación de Van Bueren [1995] de que los
derechos se derivan de una idea de lo que es ser un niño/a). Entonces, cuando se
pone en riesgo (la concepción que tienen los adultos de) “el niño”, y rechazamos,
por principio, su competencia, ¿lo hacemos porque “el niño”, ese angelito del
que hablamos más arriba y que nos llena de sentido, nos importa mucho?, ¿o lo
hacemos por el adulto que le seguirá, que también nos importa mucho?

Probablemente lo hacemos por las dos cosas, pero en cualquier caso, no parece
que lo hagamos por ese niño o niña, ahí y ahora, sino por nosotros, adultos de
hoy, y/o por él o ella, adulto del futuro. Por esto, la protección que funda el
paternalismo en general, y la protección orientada a la participación que funda el

A multi-annual Community programme on protecting children using the Internet and other
communication technologies”, Comisión de la Unión Europea, C(2011) 1237, Bruselas, 3 de marzo
de 2011. Agradezco a Iván Rodríguez esta referencia.
98
Lo mismo las niñas negras o de la clase trabajadora en Inglaterra, de que habla Walkerdine
(1993: 459), que osan desplegar su sexualidad, vulnerando así las fronteras de la infancia, y que
por ello se ven como un problema (ver sección 1.6.i)

205
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

paternalismo liberal, se deslizan, en el caso de niñas y niños, hacia un


reconocible pero no reconocido control. La infancia hegemónica (sección 1.6) se
cuela de lleno en el discurso de derechos de “la infancia”, y niñas y niños pasan a
necesitar ser protegidos, es decir, vigilados y controlados, ya no sólo para sí
mismos, sino que también, y sobre todo, para aquéllos a quienes nutren de
sentido: los adultos que los controlan hoy, y los adultos (i.e. controladores) que
ellas y ellos devendrán mañana.

Resumiendo, sombríamente, esta sección: en cuanto derechos, los derechos del


discurso de derechos de “la infancia” son derechos mutilados; en cuanto de los
niños y niñas, son mucho menos de éstos que de los adultos; y en cuanto las
niñas y niños que son sujetos (objeto) del discurso hegemónico, son
exclusivamente las niñas y niños irracionales, devenires, inocentes, ignorantes,
vulnerables, dependientes y privados, es decir, “los niños” totalmente otros que
adultos, construidos por la infancia hegemónica.

A continuación, analizaremos de qué manera se encarna este discurso sobre


protegida ciudadanía, protegida agencia, y protegida participación, en el
instrumento hegemónico de los derechos de la infancia, a saber, la Convención
sobre los Derechos del Niño (CDN), de 1989.

2.3 “Participación” en la CDN


En línea con el propósito de no solucionar la continuidad entre el discurso de
derechos general y el discurso de derechos de las niñas y niños (ver sección
2.2.i), la CDN consagra derechos que, supuestamente, promoverían la autonomía
o participación infantil. Así, se suele hablar de que en la CDN se consagrarían tres
tipos de derechos, las tres ‘P’s’, de Protección, Provisión y, lo que nos interesa
aquí, Participación. En el caso de las dos primeras, su lectura coincide fácilmente
con el diagnóstico que hicimos en la sección anterior sobre el discurso de
derechos de “la infancia”. Así, dentro de la ‘P’ de protección se comprende lo
consagrado en el Preámbulo de la CDN, que dice que “el niño”99 está necesitado

99
En castellano, la versión “auténtica” de la CDN (art. 54 CDN), usa rigurosa y exclusivamente el
masculino genérico para referirse tanto a los niños como a las niñas (169 menciones al “niño” o los
“niños”, contra ninguna mención a la “niña” o las “niñas”). Al citar, y según el caso, al criticar la
CDN, reproducimos esta formulación androcéntrica “oficial”, porque, como consta de la
construcción de la infancia hegemónica que el discurso de derechos de “la infancia” vehicula, tal

206
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

de una “protección especial… por su falta de madurez física y mental” (cursivas


nuestras); el artículo 3, que consagra la protección del bienestar de “el niño”, a la
luz del principio del interés superior (originado en la tradición paternalista del
derecho de familia del common law [Breen 2002: 16], y todavía de
interpretación marcadamente paternalista, pues quienes juzgan cuáles son esos
intereses son siempre los adultos [ver Archard 2004: 66]); el artículo 6, que
compromete a los Estados Partes a garantizar “en la máxima medida posible la
supervivencia y el desarrollo del niño” (cursivas nuestras); el artículo 14, que
consagra la modulación parental de la libertad de pensamiento, conciencia y
religión de “el niño”, es decir, que “da con una mano lo que la otra ya está lista
para quitar” (Milne 2008: 50); el artículo 19, que obliga a los Estados Partes a
adoptar “todas las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas
apropiadas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o
mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación”; el artículo 32,
en el que los Estados Partes reconocen “el derecho del niño a estar protegido de
la explotación económica y “de cualquier trabajo que pueda ser peligroso o
entorpecer su educación, o que sea nocivo para su salud o para su desarrollo
físico, mental, espiritual, moral o social” (es decir, y en la práctica, de todo
trabajo); el artículo 34, que obliga a los Estados Partes a proteger “al niño” de los
abusos y explotación sexuales; o el artículo 36 que, previniendo del caso de que
hubiera algún tipo de abuso no contemplado expresamente en la CDN, señala
que “los Estados Partes protegerán al niño contra todas las demás formas de
explotación que sean perjudiciales para cualquier aspecto de su bienestar”.
Como se ve, el articulado transcrito “refuerza la autoridad de la familia y, en

formulación no se puede entender como inocente, ni casual, ni inadvertida. Aún así, cabe señalar
que la versión “auténtica” en inglés, aunque se construya en torno a the child, que es un sustantivo
de género neutro, desdobla los pronombres (“him or her”; “he or she”) y los determinantes
posesivos (“his or her”). Esto ha inducido a alguna autora a decir que el lenguaje de la CDN –en una
concepción bastante superficial de “lenguaje”- es “implacablemente neutral en lo relativo al
género”, para, sin embargo, acto seguido matizar que la misma CDN que usa ese lenguaje neutral
podría usarse para controlar y confinar a las mujeres, en la medida en que, en un contexto
patriarcal, la atribución exclusiva de multiples responsabilidades de crianza a “los padres” (i.e.
padres y madres), suele terminar recayendo exclusivamente sobre las madres (Olsen 1992: 198 y
ss.). Asimismo, el hecho de que the child sea genéricamente neutro supone que el legislador pueda
olvidarse de los niños (boys) y las niñas (girls) convirtiendo el sexo y género de los sujetos de la
CDN en un “hecho irrelevante” (Bridgeman y Monk 2000: 16; ver también Taefi 2009: 357 y 360-1).
Como veremos en el resto de este capítulo, esto sucede pues the child es situado en
contraposición a los adultos, y todos quienes caen en tal categoría, sean niños o niñas, se definen,
en primer y exclusivo lugar, a partir de dicha contraposición, como inmaduros, dependientes y
necesitados de protección (Bridgeman y Monk 2000: 16).

207
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

especial, del Estado en las vidas de niñas y niños” (Arneil 2002: 78) por lo que,
como dicen Franklin y Franklin (1996: 100), estos derechos “no implican ningún
cambio en su estatus…, ni les otorgan mayor autonomía o independencia
respecto de sus padres y madres, u otros adultos”. De hecho, “una consecuencia
de los derechos de protección puede ser, en algunos casos…, disminuir los
derechos de autonomía” (Franklin y Franklin 1996: 100), ya que muchas veces la
agencia de las niñas y niños “es constreñida en nombre de su protección”, (A.
Meyer 2007: 91), arguyéndose ésta para su exclusión de los ámbitos de decisión
o, en el peor de los casos, “para proteger a los propios adultos o al orden social
adulto de las molestias que genera la presencia de niños y niñas” (Qvortrup
1997: 86-87).

Entre los derechos consagrados bajo la ‘P’ de provisión caben los del artículo 3,
que menciona la responsabilidad en el cuidado y protección de “los niños” de
diversas “instituciones, servicios y establecimientos”; el artículo 5, que consagra
el respeto a las responsabilidades, derechos y deberes de los padres, o de
quienes tienen “el niño” a su cargo; el artículo 6, ya mencionado y que busca
tanto proteger como proveer al “niño”; el artículo 18, que compromete a los
Estados Partes a prestar “la asistencia apropiada a los padres y a los
representantes legales para el desempeño de sus funciones en lo que respecta a
la crianza del niño”, y a velar “por la creación de instituciones, instalaciones y
servicios para el cuidado de los niños”; el artículo 20, que señala que “los niños
temporal o permanentemente privados de su medio familiar, o cuyo superior
interés exija que no permanezcan en ese medio, tendrán derecho a la protección
y asistencia especiales del Estado”, que es una forma de protección por vía de la
provisión; el artículo 24, en virtud del cual “los Estados Partes reconocen el
derecho del niño al disfrute del más alto nivel posible de salud y a servicios para
el tratamiento de las enfermedades y la rehabilitación de la salud”,
comprometiéndose los Estados Partes a un esfuerzo “por asegurar que ningún
niño sea privado de su derecho al disfrute de esos servicios sanitarios”; el
artículo 26, que consagra el derecho a beneficiarse de la seguridad social; el
artículo 27, que reconoce “el derecho de todo niño a un nivel de vida adecuado
para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social” (cursivas nuestras); o
el artículo 28 que consagra el derecho a la educación y el deber de los Estados
Partes de implantar “la enseñanza primaria obligatoria y gratuita para todos”
(cursivas nuestras). Como se ve, estos artículos tampoco son inocuos respecto de
la autonomía y participación infantil, ya que al presentar a los niños y niñas como
dependientes de la (buena) voluntad de los adultos, vienen a “sostener e incluso
aumentar la autoridad de los padres y el Estado” en sus vidas (Arneil 2002: 78).
En ambos casos, protección y provisión, si bien “la CDN pone énfasis en la niña o

208
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

niño y sus derechos…, subordina dichos derechos a los derechos del núcleo
familiar o del Estado” (Jones y Basser Marks 1994: 268).

Alderson (2008) plantea que los derechos comprendidos en cada una de las tres
‘P’s configuran, respectivamente, una particular díada entre un adulto y un niño
o niña: en el caso de la ‘P’ de protección, un adulto que protege a un niño o niña
desprotegido, es decir, vulnerable; en el caso de la ‘P’ de provisión, un adulto
que provee a un niño o niña necesitado; y en el caso de la ‘P’ de participación,
una niña o niño que participa junto a un adulto, desde el respeto mutuo.
Aunque, como veremos a continuación, esta cuenta de los derechos de
participación es excesivamente optimista, sirve para aclarar la pretendida
diferencia entre protección y provisión, por una parte, y participación, por la
otra. La CDN no prevé que los niños y niñas se protejan o provean entre sí, sino
que encomienda dicha misión a los adultos, enfatizando con ello el abismo entre
infancia y adultez, la polaridad que sitúa en un lado a necesitados y vulnerables
(niñas y niños), y en el otro, a protectores y proveedores (adultos). Por el
contrario, la participación es un derecho que, por definición, es decir, en teoría,
tiende a ecualizar infancia y adultez, poniendo a niñas, niños y adultos en un
plano cooperativo, no jerárquico (ver Davis y Jones 1996), en el cual la entidad
presente del niño o niña (titular de ciudadanía en cuanto niño o niña) adquiere
prioridad sobre su entidad potencial (pseudo-ciudadanía en cuanto futuro-
adulto). Es por esto que los derechos de participación tienen una importancia
cualitativamente mayor que los de protección y provisión para el reconocimiento
de la agencia y ciudadanía de niños y niñas, de su calidad de sujetos de pleno
derecho, y de la autoridad de sus voces; aunque, por lo mismo, surgen como un
contrapunto de difícil convivencia junto a los “derechos” de protección y
provisión. Corresponde, entonces, que ahora nos centremos en el tratamiento
que de la participación hace la CDN.

Tanto los comentaristas de la CDN como el Comité de los Derechos del Niño100,
que es el órgano de “expertos” que supervisa la aplicación de la CDN por sus
Estados Partes (art. 43 CDN), están de acuerdo en que la ‘P’ de participación está
consagrada en el artículo 12 de la CDN, “piedra angular” de la Convención según
Freeman (1998: 438, y ver el Comentario General N° 12). El primer párrafo del
artículo 12 establece que:

100
A día de hoy (2013), el Comité de la ONU encargado de supervigilar el cumplimiento de los
derechos de los niñas y las niñas sigue siendo el Comité de los derechos del niño.

209
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Los Estados Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse


un juicio propio el derecho de expresar su opinión libremente en todos los
asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones
del niño, en función de la edad y madurez del niño.

Sin embargo, como dice Freeman (1998: 439),

en el gran ‘asunto’ de los contenidos de la Convención misma, no hay


evidencia de que las niñas y niños, o sus asociaciones, participaran, fueran
consultados en la redacción, o tuvieran algún tipo de influencia en las
discusiones preliminares. La Convención, así, codifica un conjunto de
derechos y desarrolla una imagen de la infancia desde la perspectiva del
mundo adulto, observando casi desde afuera el mundo de niños y niñas.

Con la exclusión en su redacción de los sujetos a los que está destinada, la


legitimación democrática de la CDN ya queda seriamente en entredicho (ver
Nolan 2010: 782), pues no hay autolegislación (Habermas), ni inclusión (Young),
ni consentimiento (Rawls) de niñas y niños en el nacimiento de la misma (ver
sección 2.1). Pero no se trata sólo de que las niñas y los niños no participaran en
la redacción de la Convención (ver también Boyden 1997: 222)101, sino de que la
“participación” que les redactaron los adultos es extremadamente restringida;
“encajonada por los adultos” (Smith 2007: 34). Archard (2004: 66) destaca el
alcance limitado del artículo 12.1 de la CDN, pues el derecho de la niña o niño a
ser escuchado en relación con los asuntos que le afectan es sólo “un sustituto de
un derecho a tomar sus propias decisiones. El derecho a ser oído es sólo el
derecho a tener una oportunidad de influir en la persona que va a elegir por el
niño o niña. El poder para decidir recae, en última instancia, en alguien que no es
el niño o niña”. Esta versión descafeinada de un, así llamado, derecho de
participación, es contrastada por Alderson (2008: 91) con lo que habrían de ser
verdaderos derechos de autonomía: “¿Tienen derecho los niños y niñas a tomar
decisiones? El derecho a tomar decisiones personales y, en la medida de lo
posible, estar a cargo de la propia vida es un derecho de autonomía fundamental
para los adultos. La CDN, sin embargo, no versa tanto sobre los derechos de
autonomía de los niños y niñas sino sobre su versión diluida, sus derechos de

101
A modo de ilustración, piénsese en lo impensable que habría sido un tratado como la
Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres
(CEDAW) sin la participación principal y primordial de las mujeres en su redacción, lo que, de
producirse, le habría quitado toda legitimidad frente a sus destinatarias.

210
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

participación”, y eso sólo si, como advierte Milne (2005: 31), “en realidad se
trata de derechos”.

Comentando la redacción del artículo 12, Liebel (2006a: 30) se detiene en sus
numerosos y ambiguos requisitos “que abren el campo a cualquier tipo de
interpretación”, interpretación que, debemos tener en cuenta, siempre es
encargada a los adultos. Así, se pregunta, ¿por qué las niñas y niños pueden
expresar sólo sus propios puntos de vista, y no, sencillamente, sus puntos de
vista? ¿Quién determina cuándo sus puntos de vista son sus propios puntos de
vista? ¿Cuándo un asunto afecta a un niño o niña? “¿Acaso no está ‘afectado’
por un asunto desde el momento que desee expresarse sobre él?” (Liebel 2006a:
30). ¿Y por qué se han de tener debidamente en cuenta, y no, sencillamente, en
cuenta, las opiniones de niñas y niños? Esta pregunta cobra aún mayor
relevancia al considerar que el peso debido (due weight, según la versión inglesa
de la CDN) a la opinión del niño o niña dependerá de su “edad y madurez” (y eso
siempre y cuando “esté en condiciones de formarse un juicio propio”), lo que,
como advierte Smith (2002: 75), significa entregar la decisión a la “particular
teoría de desarrollo” infantil que suscriba el intérprete adulto. Y si en la sección
1.4 hablamos de la hegemonía del desarrollismo, no es difícil discernir cuál será,
mayoritariamente, esa particular teoría del desarrollo.

Lee (1999, 2003) destaca la ambigüedad del artículo 12, que dibuja a un “niño”
que es tanto un “ser político” –en la medida en que debe ser escuchado-, como
un “devenir psico-fisiológico” –en la medida en que dicha escucha es restringida
y restrictiva-, y que abre, así,

una brecha en el principio general del derecho a hablar y a ser escuchados


que, dependiendo de las creencias y motivaciones de las personas con poder
sobre las vidas de niñas y niños, puede abrirse hasta el punto de excluir
totalmente sus voces de casi cualquier proceso de toma de decisiones, o
cerrarse tanto como para bajar la edad de votación a los 8 años (Lee, 2003 :
46; y ver Milne 2008: 52)102.

102
Lee (1999) cree que el artículo 12 se salva de ser contradictorio exclusivamente porque
posterga el momento de decisión entre “niño-devenir”y “niño-ser” a la aplicación de las
legislaciones nacionales de cada país, pero esto no significa que las contradicciones no vayan a
surgir cuando la ambigüedad ya no pueda ser diferida y se haya de decidir.

211
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Pero, cualquiera que fuere la ambigüedad discernible en el artículo 12, es una


ambigüedad que tiene que ser descubierta, discernida, y resuelta por el adulto
que interpreta. Es decir, es una ambigüedad que empodera a los adultos en la
misma medida en que desempodera a los niños y niñas. Por ello, en lugar de
lograr el objetivo de ecualizar a niñas, niños y adultos o, en palabras de Milne
(2005: 34), de “fusionar los mundos de los adultos y de los niños y niñas”, tiende
a “segregarlos aún más”. Esta comprensión se refuerza al atender el hálito
paternalista que despiden los derechos de las ‘P’s de Protección y Participación,
y la existencia de artículos como el 3, sobre el interés superior, y el 5, sobre la
“guía y dirección” adulta en el ejercicio que hacen niñas y niños de sus derechos,
“que pueden justificar la suspensión o denegación del ejercicio de cualquiera de
los derechos supuestamente liberadores” (Milne 2005: 31). No es de extrañar,
entonces, que, a la luz de la crítica al artículo 12, Archard (2004: 66) concluya
que en la CDN los adultos “mantienen la autoridad última sobre niños y niñas”.
Más aún, en la medida en que su participación “en la sociedad civil, y su camino
hacia la plena ciudadanía depende de la evaluación adulta de sus competencias y
capacidades, del acceso que les conceden los adultos, y de la estimación que
éstos hacen del valor de sus contribuciones” (Milne 2005: 35), no parece que
Milne (2005: 41) exagere cuando dice que “la CDN es un instrumento sustantivo
y cabal de negación de la ciudadanía de las niñas y niños”.

Esta negación es síntoma de una negación más amplia, referida a la calidad de


sujeto social del niño y la niña, de agente, y que permea, por ausencia, toda la
CDN. Como dice Daiute, la CDN sólo contempla al “niño” desenvolviéndose en
relaciones jerárquicas o verticales, sea con padres (i.e. padres y madres)103,
tutores, guardianes, el Estado, etc. (Daiute 2008: 711). En ninguna parte de la
CDN se representa al “niño” como ser social o agente social, como intentamos
(re)presentar a niños y niñas a lo largo del capítulo 1, “ninguno de los artículos
destaca sus relaciones igualitarias [horizontales], sea con pares, hermanos u
otras instituciones en las que el niño o niña pueda tener responsabilidades o
causar algún efecto en otros”, lo que “subraya la falta de representación de sus
capacidades y… de su participación socio-política” (Daiute 2008: 712, corchetes
nuestros). De hecho, “el niño” parece actuar siempre bajo el alero de un adulto
responsable (arts. 3.2, 23.2, 26.2, 27.3 CDN) pues él mismo no parece que lo sea,

103
En la CDN no hay casi madres (una mención), sino que abrumadoramente casi sólo padres (35
menciones). Pero de nuevo, la versión también “auténtica” en inglés, salvo por lo relativo a las
bajas por maternidad, habla sólo de parents, es decir, padres y madres.

212
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

sino que está, más bien, sólo preparándose “para asumir una vida responsable”,
por medio de la educación formal (art. 29.1.d CDN).

Más allá del texto mismo de la CDN, la labilidad de su concepto de participación


–y con ello, de la concepción del “niño” como agente y ciudadano- también se
puede ver en las reservas formuladas por sus Estados Partes. Revisando éstas,
Daiute (2008: 714) encontró que “diez de los doce artículos mencionados con
mayor frecuencia se centran en derechos que enfatizan la auto-determinación
de los niños y niñas”, lo que refleja la minusvaloración del principio de
autonomía infantil, y es un ulterior condicionamiento a la ya condicionada
participación de niñas y niños. Esto encaja con el desencanto expresado
por Cussiánovich (2006: 210) quien sostiene que el consenso sobre la
importancia de la participación infantil es “un fenómeno puramente de
diplomacia internacional”, un baile de máscaras en total contradicción con la
realidad de la mayoría de adultos que trabajan directamente con niños y niñas,
donde prevalece un modelo proteccionista.

Sin atender a las diversas críticas formuladas contra esta concepción espuria de
la participación, el Comité de los Derechos del Niño ha insistido en ella,
presentando una versión muy restringida de la participación infantil en su
Comentario General N° 12, de 2009, sobre “El Derecho del Niño a Ser
Escuchado”. En primer lugar, el Comité hace equivaler explícitamente el artículo
12 con la participación de “los niños” (pars. 3 y 13)104, lo que conlleva reconducir,
y con ello degradar, las riquísimas posibilidades de participación al mero derecho
a ser escuchado. Así, cuando el Comité dice que “el artículo 12 pone de
manifiesto que el niño tiene derechos que ejercen una influencia sobre su vida, y
no sólo derechos derivados de su vulnerabilidad (protección) o su dependencia
respecto de los adultos (provisión)” (par. 18, cursivas nuestras), está no sólo
refrendando el discurso de derechos de “la infancia” que aquí venimos
criticando, sino que también está sugiriendo que al “niño” no le cabe participar
en la definición y salvaguarda de sus derechos de protección y provisión. En
segundo lugar, el Comité considera que las opiniones de “los niños” sólo tienen
que ser “consideradas” en la toma de decisiones, la formulación de políticas y la
preparación de leyes y/o medidas (par. 12), o sea, entiende que éstas son
responsabilidades de los adultos, en las que los niños y niñas “participan” como

104
Como se ve, el inglés child/children de los textos originales del Comité se vierte en las
traducciones oficiales como “niño/niños”.

213
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

extraños, aunque extraños con derecho a ser escuchados. En tercer lugar, el


Comité presenta un modelo protegido e institucionalizado para escuchar a niñas
y niños que, si algo, sólo puede ser propio de la infancia minoritaria. Según este
modelo, los responsables de dicha escucha y los padres o tutores del “niño”
deben informarle a éste “de los asuntos, las opciones y las posibles decisiones
que pueden adoptarse y sus consecuencias” (par. 25), y esta responsabilidad de
escuchar recae principalmente en los profesionales de la infancia (par. 42). De
este modo se excluye la posibilidad de que las niñas y niños expresen y hagan oír
sus voces espontáneamente porque, para escuchar a un niño o niña, los adultos
tienen previamente que preparar el escenario para la “audiencia” y al propio
niño o niña (par. 41). En cuarto lugar, el Comité reconoce expresamente que el
artículo 12 no se redactó con el objeto de darle “al niño” “un mandato político
general” (par. 27), por lo tanto acepta, sin ningún tipo de problematización, que
la valoración de la capacidad, edad y madurez de niñas y niños está y debe estar
en manos de los adultos, quienes siempre han de modelar y modular su
participación. Esto llega hasta el extremo de ridiculizar cualquier sentido posible
de “participación” cuando el Comité dice que el propósito de valorar la
capacidad de “el niño” es “tener debidamente en cuenta sus opiniones o…
comunicar al niño la influencia que han tenido esas opiniones en el resultado del
proceso”, lo que equivale a enajenar totalmente al niño o niña del proceso
mismo (par. 28, y ver par. 45). A continuación, el Comité distingue claramente el
artículo 13 (libertad de expresión) del artículo 12 (derecho a ser escuchado),
estableciendo, así, que un niño o niña puede decir lo que quiera pero que para
que lo que dice importe, está obligado a someterse a una valoración por parte
del respectivo adulto a cargo, y, aun así, sólo dependerá de este adulto lo que se
siga de lo dicho por él o ella (par. 81). ¿Esto quiere decir que las niñas y niños
que protagonizaron el “Mayo de los Pingüinos” en Chile, y que protagonizaron
las conquistas de los movimientos “Youth Power” y “Students Rise Up” en
Estados Unidos (ver sección 1.7.ii), no estaban participando, sino sólo
expresándose, como quien lee un poema o canta una canción? ¿Y las alumnas y
alumnos que se enfrentan a la policía en Chile para decidir sobre el presente de
su educación, están participando, están expresándose, o qué derecho, si alguno
según el Comité, están ejerciendo105? Por último, cuando el Comité se refiere a
los niños y las niñas trabajadoras, lo hace con el fin de incluirlos en la “solución”
del “problema” del trabajo infantil (par. 116), lo que significa que el Comité no

105
Ver http://www.emol.com/noticias/nacional/2012/08/20/556518/alumnos-obligan-a-salir-a-
carabineros-y-retoman-el-instituto-nacional.html, consultado el 20 de agosto de 2012.

214
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

tiene oídos para escuchar las reclamaciones de la infancia trabajadora, que


busca el reconocimiento de su derecho a un trabajo digno; en otras palabras,
significa que los niños y niñas no tienen derecho a reclamar tal cosa. Por ello,
parece hipócrita afirmar que “los niños y, si existen, los representantes de las
asociaciones de niños trabajadores, también deben ser escuchados cuando se
redacten las leyes laborales o cuando se examine y evalúe el cumplimiento de las
leyes” (par. 117), pues los oídos adultos no parecen dispuestos a escuchar todo
lo que las niñas y niños digan. De hecho, así quedó en evidencia en la
Conferencia Mundial sobre Trabajo Infantil celebrada en La Haya en mayo de
2010, que excluyó a asociaciones relevantes y representativas de niñas, niños y
adolescentes trabajadores (ver sección 3.4.ii)106.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) también se hace eco
de esta participación infantil condicionada y mermada. El documento de UNICEF
sobre la participación de los niños y niñas - Estado Mundial de la Infancia, 2003:
Participación Infantil- señala que,

En el contexto de la Convención, la participación conlleva el acto de alentar y


permitir a los niños dar a conocer sus puntos de vista sobre los asuntos que
les afectan. En la práctica, la participación implica que los adultos escuchen a
los niños –la totalidad de sus múltiples y diversas formas de comunicación,
asegurando su libertad de expresarse y tomando en cuenta sus puntos de
vista cuando se refieran a decisiones que les afectan (UNICEF 2002: 4)107.

De este modo UNICEF hace suya la restricción de la participación infantil, al


menos desde un punto de vista de derechos, al artículo 12 de la CDN, es decir, al
oído que prestan adultos a niñas y niños. Y no podría ser de otra forma pues aquí
UNICEF concibe a los niños y niñas como “ciudadanos en formación” (UNICEF

106
Ver la Declaración del Movimiento Latinoamericano y Caribeño de Niños, Niñas y Adolescentes
Trabajadores (MOLACNATS) dirigida a la Conferencia Global sobre Trabajo Infantil – La Haya 10-11
Mayo, 2010, en http://molacnats.org/index.php?option=com_frontpage&Itemid=1&limit=5&
limitstart=5, consultado el 14 de abril de 2011.
107
Como se ve, el inglés child/children de este texto de UNICEF, de 2002, todavía es vertido en la
traducción oficial como “niño/niños”. Sin embargo, en los últimos informes sobre el Estado
Mundial de la Infancia, UNICEF ya ha asumido su responsabilidad de visibilizar a las niñas en sus
versiones castellanas (por ejemplo, ver informes de los años 2010:
http://www.unicef.org/spanish/rightsite/sowc/pdfs/SOWC_SpecEd_CRC_MainReport_SP_100109.
pdf, y 2011: http://www.unicef.org/spanish/sowc2011/pdfs/SOWC-2011-Main-Report_SP_
02092011.pdf, ambos consultados el 26 de enero de 2013).

215
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

2002: 4), o sea, futuros-adultos, todavía-nos, devenires, y los sitúa, por ende, en
la polaridad de la dependencia respecto de los independientes adultos.
Analizando discursivamente este documento de UNICEF, Skelton (2007: 176)
concluye que esta concepción de niñas y niños como proyectados al futuro es
transversal, siendo su participación “un medio que les permite que ese futuro
sea positivo para ellos mientras crecen y se desarrollan hacia el ‘tipo correcto’ de
ciudadanos”. Es decir, y en línea con las distintas concepciones de paternalismo
que ya hemos criticado, la participación de los niños y niñas se subordina a las
posibilidades del modélico ciudadano-futuro (en “los niños”, recordémoslo, se
encarnan los sueños y esperanzas para el futuro), lo que necesariamente
refuerza la noción del “niño” como devenir (becoming), en detrimento de la
noción de niños y niñas como seres (being) que tienen derecho a participar
plenamente, aquí y ahora (ver Skelton 2007).

Esta concepción de la participación infantil nos permite comprender mejor la


“participación” de los niños y niñas en las conferencias internacionales que, a lo
largo y ancho del mundo, se ocupan de cuestiones de la infancia. Ennew (2008:
67) ha analizado la participación infantil en reuniones internacionales que,
supuestamente, la fomentan. Así, por ejemplo, comentando la Sesión Especial
sobre la Infancia de la Asamblea General de la ONU, de 2002, suscribe lo que,
según ella, ya entonces empezaban a comentar algunos observadores de la
participación de las niñas y niños en las reuniones de la ONU, a saber,

la manera en que los ‘puntos de vista’ de niños y niñas eran diluidos y


manipulados por los adultos que buscaban sus ‘voces’, mediante el
expediente de decidir qué temas debían ser discutidos por los niños y niñas
en los foros regionales, organizados a fin de prepararlos para los foros
mundiales. En el caso de la Sesión Especial, a unos y otras se les proporcionó
un listado de 10 temas a priorizar, en lugar de alentarlos a elegir su propio
listado de temas (Ennew 2008: 70-71).

Ennew también comenta la celebración, en 2006, del Día General de Discusión


del Comité de los Derechos del Niño, Con Derecho a Hablar, Participar y Decidir –
El Derecho del Niño a ser Escuchado, que fue uno de los orígenes del Comentario
General N° 12, de 2009, recién criticado. En esta reunión, dice Ennew, a niños y
niñas les resultó muy difícil adaptarse a los procedimientos de la ONU, y, tal
como en la Sesión Especial de la ONU, de 2002, sus voces –su hablar, participar y
decidir- parecieron estar más al servicio de las expectativas adultas, que de sus
propios intereses: “Una declaración conjunta de niñas y niños, que estaba
prevista, no fue presentada a la sesión plenaria de apertura en la que, en vez,

216
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

hablaron cuatro niños [children] a título individual, haciendo declaraciones


personales, y a menudo, muy emotivas. En este caso, y como sucede con
frecuencia, los niños [children] fueron testigos en lugar de representantes”
(Ennew 2008: 72; y ver, en el mismo sentido, White y Choudhury [2007: 529-
530], sobre la Semana de los Derechos del Niño celebrada en Dhaka, Bangladesh,
en septiembre de 2000). Asimismo, o por lo mismo, niños y niñas, y adultos, no
fueron tratados como participantes de la discusión en pie de igualdad:

En la sesión de apertura, a tres adultos se les dieron 45 minutos para hablar,


mientras que a los testimonios de los cuatro niños [children] sólo se asignó un
total de 15 minutos. Los niños y niñas recibieron certificados de asistencia,
mientras que los adultos no; y no se dio ninguna explicación para esta,
aparentemente, condescendiente distinción… Una notable diferencia entre
éste y anteriores días generales de discusión fue la ausencia casi total de
organismos especializados de las Naciones Unidas, aparte de UNICEF y de la
Comisión de Derechos Humanos. Uno habría esperado que la Organización
Mundial de la Salud estuviera presente para hacer una declaración sobre el
consentimiento infantil al tratamiento médico, la Organización Internacional
del Trabajo (OIT) para justificar la exclusión de niñas y niños de los sindicatos, y
el Tribunal Penal Internacional para hacer una intervención en el grupo de
trabajo sobre los procedimientos judiciales y administrativos (Ennew 2008: 73).

En suma, concluye Ennew (2008: 67, corchetes nuestros), en estas conferencias,


reuniones y encuentros “la participación efectiva [de niños y niñas] en la toma
de decisiones tiende a ser limitada”, “mecanismos controlados por adultos
suelen ser requeridos para que los niños y niñas manifiesten sus propias
opiniones” y, en suma, su “participación… está limitada por el control adulto no
sólo de los recursos necesarios para asistir a los eventos internacionales, sino
que también de las materias a discutirse, de la agenda y procedimientos de los
encuentros, de los procesos de selección o elección, y de la selección de las
materias sobre las que se pide su opinión”.

Ahora bien, lo preocupante es que Ennew está hablando del mejor escenario
posible, porque la “participación” tokenista108, que detrás de una fachada de
participación esconde lisa y llana manipulación de las niñas y niños por parte de

108
El tokenismo “describe situaciones en que a los niños y niñas aparentemente se les reconoce
una voz, pero que, en los hechos, reportan poca o ninguna posibilidad de decidir qué comunicar y
cómo hacerlo, y poca o ninguna oportunidad de expresar sus opiniones” (Hart 1992: 9).

217
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

los adultos, todavía está muy presente en las reuniones internacionales. Es


tristemente indicativo del pobre papel atribuido a la participación en la CDN, que
nadie menos que Adam Lopatka, Presidente del Grupo de Trabajo encargado de
su redacción, al tiempo que afirma la “obviedad” del hecho de que la CDN haya
sido redactada exclusivamente por los representantes adultos de los Estados
Partes, la que, por ende, “es un logro de éstos” (en OHCHR 2007: vol. 1 :xl), o
sea, la obviedad de que las niñas y niños no tengan derecho a decidir, ni nada
que decir sobre sus derechos, es decir, en suma, la obviedad de la falta de
legitimación democrática de la CDN, recuerda la “participación” de las niñas y
niños en el “proceso de redacción” en términos explícita y acríticamente
tokenistas:

Cuando el borrador de la Convención estaba casi terminado, un grupo de


niñas y niños suecos entró en la sala donde el Grupo de Trabajo celebraba su
reunión y presentó una petición por escrito en un cartel de un metro de
ancho y varios metros de largo firmado por aproximadamente doce mil niñas
y niños. La petición apoyaba la Convención y, especialmente, la propuesta de
Suecia de que los niños y niñas no debían ser llamados a servir en las fuerzas
armadas, ni participar en conflictos armados (en OHCHR 2007a: vol. 1 :xl).

Es asombroso, y por ello no merece mayores comentarios, que Lopatka presente


esto como un ejemplo de la participación de niñas y niños en el proceso de
definición de sus propios derechos. Y también asombra que, del mismo modo,
parezca enorgullecerse de que “una hora después de la adopción de la
Convención por la Asamblea General de Naciones Unidas, miles de niños y niñas
de todo el mundo se reunieron en celebración en la Sede de las Naciones Unidas
en Nueva York... Obviamente, los niños y niñas allí reunidos estaban encantados
de unirse a las celebraciones que marcaban un momento histórico” (en OHCHR
2007a: vol. 1 :xl, cursivas nuestras). Es imposible trascender el ámbito de la
subjetividad personal de Lopatka para saber qué quiere decir con esto del
“encantamiento” infantil, pero sí se puede dar por hecho que tal encantamiento
no deriva del júbilo de niñas y niños por haber conquistado algo a través de su
participación109.

109
Otros ejemplos de tokenismo lo dan White y Choudhury (2007: 529-530) al describir a un
emocionado miembro de una ONG de derechos de los niños en Bangladesh gritando: “¡hemos
llevado a los niños al Banco Mundial!”. Como bien señalan White y Choudhury, este despliegue de
emoción y orgullo les dejó una sensación de intranquilidad, pues, “¿por qué podría tal declaración

218
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

El hecho de que el Comité de los Derechos del Niño, en su Comentario (u


Observación) General N° 5, de 2003 (par. 12), haya advertido explícitamente en
contra de las actitudes tokenistas al consultar y escuchar a “los niños” según lo
dispone el artículo 12, no significa más que alentar la superación de una escucha
aparente, en favor de una escucha efectiva, teniendo debidamente en cuenta las
opiniones de “los niños”, como subrayó el Comité posteriormente, en el ya
referido Comentario General N° 12. Y ya hemos visto que tal escucha efectiva
puede significar tantas cosas como quiera el adulto a cargo de interpretar y
aplicar el artículo.

Para recapitular, la CDN y su sistema de significación presentan un concepto de


participación infantil, de agencia y ciudadanía de las niñas y niños, pobre,
mermado y subordinado, y eso sólo en la medida en que se sostenga que
presenta algún concepto de participación y ciudadanía pues, como se colige de lo
dicho por Daiute (2008), “el niño” de la CDN parece siempre estar mirando hacia
arriba, o, peor aún, buscando la mirada que de arriba viene.

Si hemos de volver a la pregunta sobre la humanidad de niñas y niños, que


planteaba Roche (2005) al analizar la jurisprudencia que sobre sus derechos ha
ido sentando la Corte Europea de Derechos Humanos, tenemos que reconocer
que la humanidad de niñas y niños, en cuanto sujetos de derechos en la CDN y su
sistema de significación, no sale bien parada, tanto por su falta de participación
en la redacción de la misma CDN, como por la magra concepción que ésta ofrece
de la participación y agencia infantiles. Si es que alguna vez se planteó una
tensión entre los principios de participación (agencia, ciudadanía, art. 12 CDN) y
los de protección y provisión (“el niño” inocente, necesitado, vulnerable,
ignorante), la CDN y su sistema de significación ceden claramente a favor de los
segundos (ver Leonard 2004: 45-46). Es decir, no es tanto que la CDN acoja o

sostenerse en el caso de niños y niñas, cuando era difícil de imaginar a nadie, incluso en el apogeo
del enfoque de ‘género y desarrollo’, presentando un logro paralelo de haber ‘llevado a las mujeres al
Banco Mundial’?”; y, recientemente, Saadi (2012), que fue testigo directo de la “participación”
tokenista de niños y niñas en la Conferencia Mundial sobre Trabajo Infantil celebrada en La Haya, y
organizada por la OIT, en 2010: “los únicos niños y niñas presentes en la conferencia fueron un
grupo de baile contratado para entretener a los delegados, y un ex ‘trabajador infantil’ cuya
historia calzaba perfectamente con la agenda de los organizadores” (Saadi 2012: 160-161). En la
sección 3.4.ii volveremos sobre la (no) participación infantil en las conferencias internacionales
sobre infancia, en el caso específico de las niñas, niños y adolescentes trabajadores.
Para una instancia en la cual los niños y niñas conscientemente subvierten el tokenismo al cual son
inducidos, ver Nairn et al. (2006: 264-265) y Gallagher (2008).

219
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

soporte cierta ambigüedad (Lee 1999, 2003) entre protección (paternalismo,


provisión, niño-devenir) y participación (agencia, ciudadanía, niño o niña-ser),
como que condiciona cualquier participación a dicha protección (ver A. Meyer
2007: 91). El “soplo proteccionista” del que habla Alejandro Cussiánovich (citado
en Liebel 2006a: 30) recorre toda la CDN, y no sólo las ‘P’s’ de la Protección y la
Provisión. Como señalaba justamente Prieto Sanchís (1983), y como corrobora
Shanahan (2007: 417) para el caso de la CDN, “desde sus inicios la legislación
sobre derechos de la infancia se ha concebido para proteger el estatuto especial
de niños y niñas, un estatuto particularmente diferente que el de los adultos”.
Stephens piensa del mismo modo, e interpreta el empuje para dar con una carta
universal de los derechos de niñas y niños a la luz de la creciente percepción de
que la infancia está en riesgo (1995: 36). En el caso de las P’s de Protección y
Provisión esto se nota claramente al consagrarse un modelo en el que los niños y
niñas son siempre protegidos y proveídos por los adultos, sean padres, madres,
cuidadores o los Estados Partes; y en la ‘P’ de Participación se nota en que ésta
no es verdaderamente tal, como recién hemos mostrado. Una vez negada la
(capacidad de verdadera) participación, automáticamente se refuerza la
(necesidad de) protección de los niños y niñas, estableciéndose, así, el círculo
vicioso del que habla Gerison Lansdown (1995), en virtud del cual, cuanto menos
competencia se les reconoce a niños y niñas, más vulnerables y necesitados de
protección se les considera; pero a mayor necesidad de protección, se ha de
seguir mayor empoderamiento de los adultos para “proteger” a niños y niñas,
todo lo cual, aumenta su dependencia respecto de los adultos. Lo conveniente,
bueno, razonable, o necesario para el niño o niña, termina siendo lo que, como
ejemplificamos al final de la sección 2.2.ii, es conveniente, bueno, razonable, o
necesario para el adulto a su cargo.

De este modo, en cuanto instrumento de derechos humanos, la CDN surge como


un oxímoron evidente en la medida en que funda todo un conjunto de derechos
en las incapacidades, vulnerabilidades y necesidades de sus destinatarios
(“sujetos”), reforzando inevitablemente el paternalismo en abierta oposición al
proyecto ilustrado de los derechos humanos (ver Pupavac 1999).

O sea, la CDN no sólo les supone a los niños y niñas la falta de razón, necesaria
para ser agentes y ciudadanos según comentamos en las secciones 2.1 y 2.2, sino
que construye al “niño” como un conjunto de carencias, en el polo opuesto al
polo adulto donde todas esas carencias han sido debidamente satisfechas. El
Preámbulo ya lo deja sentado, al hablar de la necesidad de “protección especial”
de “los niños”, en razón de su “inmadurez física” (carencia de fuerza, i.e.
vulnerabilidad), “y mental” (carencia de razón, i.e. irracionalidad e ignorancia).

220
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Ser “niño”, para la CDN, es padecer un estado de necesidad, o sea, ser cierto
“niño”, que no podemos sino identificar con “el niño” de lo que en el capítulo 1
llamamos la infancia hegemónica. Así se desprende del reiterado énfasis en el
desarrollo de “los niños”, sobre el que aún tendremos que volver (ver sección
2.5), y su consiguiente representación como “ciudadanos en formación” (UNICEF
2002: 4), es decir, futuros-adultos, devenires; de la exagerada amplitud de la
protección debida a “los niños” (ver art. 19 CDN), frente a la raquítica
participación que les es concedida; de que siempre se represente al “niño”
actuando bajo el alero de un adulto responsable, pues él mismo sólo estaría
preparándose para asumir una vida responsable (art. 29.1.d CDN); de la necesidad
de someterse a ese cada vez más largo período protegido, dependiente y por
cierto obligatorio de preparación para la adultez y la responsabilidad, que es la
educación escolar (art. 28 CDN); de la condena del trabajo infantil (art. 32 CDN;
Comentario General N° 12, par. 116; y OHCHR 2007 vol. II: 693-708), sobre la que
también habremos de volver (ver sección 3.4), frente a la inclusión del derecho
al juego (art. 31 CDN) como exclusiva novedad en una carta de derechos
humanos, debiendo ser el juego el verdadero “trabajo” infantil (ver sección
1.7.ii); de las referencias a la vulnerabilidad y dependencia de “los niños”
(Comentario General N° 12, par. 18); del modelo eurocéntrico (i.e. burocrático)
propuesto para la participación infantil (Comentario General N° 12, pars. 25, 41 y
42); y de la tendencia a seguir usando a los niños y niñas como símbolos
(tokenismo) en las reuniones internacionales destinadas a discutir sus derechos.

Pues no otra cosa que un símbolo se está describiendo al referirse a “los niños y
niñas del mundo” como “inocentes, vulnerables, dependientes…, curiosos,
activos y …llenos de esperanza”. O al hablar de su infancia como una época que
debe ser “de alegría y paz, juegos, aprendizaje y crecimiento”. Y de su futuro
como teniendo que “forjarse en armonía y cooperación”, con sus vidas
madurando “en la medida en que amplían sus perspectivas y adquieren nuevas
experiencias”, como hace en su párrafo 2 la “Declaración Mundial sobre la
Supervivencia, la Protección y el Desarrollo de los Niños y Niñas”, acordada por
71 Jefes de Estado y de Gobierno, junto a otros dirigentes mundiales en la
Cumbre Mundial para la Infancia del 30 de septiembre de 1990110. Esta
declaración remite a todos o casi todos los polos inferiores en que la infancia
hegemónica y el discurso de derechos hegemónico han situado a las niñas y

110
En http://www.unicef.org/wsc/declare.htm consultado el 17 de enero de 2010.

221
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

niños, y presenta dicha polaridad subyugada como el símbolo de lo que deben


ser “el niño” y “la infancia”.

Gaete (1991: 163-4) ha hablado de la “canonización del hombre” efectuada por


las cartas de derechos humanos que, paralelamente a la deriva secularizante,
habrían erigido al hombre [sic] como el Absoluto, como fundamento último y
causa de sí mismo (ens causa sui). Sin tener que entrar en las matizaciones sobre
el carácter más simbólico que real de esta “canonización”, es fácil reconocer que
su grado superlativo es la canonización de “la infancia” que operan la CDN y el
discurso de derechos de “la infancia”. En la medida en que lo sagrado en
Occidente siempre ha sido una presencia ausente, separada, Otra; un más allá
trascendente respecto de este más acá inmanente en el que habitamos, el
hombre [sic] de los derechos humanos, por definición un varón blanco adulto
euroamericano, puede que esté demasiado cerca, demasiado aquí para ser
materia de canonización. Lo contrario de lo que ocurre con la infancia, y sus
juegos, inocencia, simpleza, y otredad, que reclaman ser protegidos de manera
absoluta en su vulnerabilidad. La infancia es, así, embalsamada en su condición
de indisponibilidad disponible, y la canonización se revela al servicio de quien
canoniza, es decir, de quien regula.

Concluyo esta sección con unas palabras muy ilustrativas de Yanghee Lee,
entonces presidenta del Comité de los Derechos del Niño, comentando el
resultado de las negociaciones sobre el nuevo mecanismo de reclamaciones ante
el Comité, cuyo resultado, según ella, fue un Protocolo Facultativo muy limitado
y limitante: “Me temo que hemos ratificado que las niñas y niños son mini-
humanos con mini-derechos, y este borrador se ajusta a esta idea... Por todas las
niñas y niños, lamento profundamente no haber tenido éxito en su pleno
reconocimiento como sujetos de derechos”111. Dioses, sí, pero también mini-
humanos, con mini-derechos, y a confesión de parte, relevo de prueba.

111
Palabras dichas el 16 de febrero de 2011, en http://www.crin.org/resources/infodetail.asp?id=
24180, consultado el 25 de febrero de 2011. El lamento de Lee se explica, entre otras razones,
porque el nuevo Protocolo Facultativo, relativo al procedimiento para presentar reclamaciones
ante el Comité, no instaura un mecanismo de reclamaciones colectivas, no admite reclamaciones
que no sean por escrito, consagra un brevísimo plazo para presentar las reclamaciones desde
agotada la instancia doméstica, restringe la cobertura de las violaciones de derechos económicos,
sociales y culturales, etc. No sabemos, sin embargo, si su lamento también se deba a textos como
los del artículo 2 del Protocolo, que subordina las opiniones del niño o niña al principio de su
interés superior. El texto del nuevo Protocolo en: http://treaties.un.org/doc/source/signature/
2012/CTC_4-11d.pdf, consultado el 6 de marzo de 2013. Ver, también, Egan (2013).

222
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

2.4 CDN, Infancias y Contextos


En las secciones 2.1, 2.2 y 2.3 nos hemos centrado en tratar de desmenuzar el
discurso de derechos de “la infancia” a la luz de los hilos conductores de la
protección y la participación infantil. Hemos visto de qué manera tal discurso de
derechos tuerce el sentido del discurso de los derechos humanos, del cual surge,
para dar origen a una conceptualización de los derechos y de sus sujetos
totalmente diferente. Y que esos derechos se corresponden con determinado
“niño”, que identificamos con “el niño” de la infancia hegemónica. En el capítulo
1 criticamos esta construcción, y ahora corresponde que, encarnada
jurídicamente, la confrontemos con algunos de los asuntos que planteamos en
dicho capítulo relativos a la abstracta miopía que supone leer todas las infancias
a través de esa, estrecha, infancia hegemónica. En particular, nos detendremos
en el hecho de que cada niña y niño aglutina una pluralidad de contextos, es
decir que las niñas y niños no son sin las variables del análisis social, o variables
culturales, que definen a todos los seres humanos, por lo que nunca hay sólo un
“niño”, frente a sólo un adulto (sección 2.4.i); que la infancia hegemónica
recogida por la CDN es una infancia minoritaria, o sea, que los niños y niñas del
mundo habitan diversas infancias, diferentes entre sí, y, a menudo, distintas que
la de la CDN (sección 2.4.ii); que, como nos mostraron especialmente las
infancias del mundo mayoritario, las niñas y niños ya son responsables, y asumen
deberes (sección 2.4.iii); y en que, como vimos con la experiencia de la infancia
callejera y la infancia en armas, hay infancias que sencillamente son proscritas
por la infancia hegemónica abrazada por la CDN (sección 2.4.iv).

i. Variables Culturales.

En este punto debemos traer a colación la sección 1.7.iv donde dijimos que la
sociología de la infancia concibe a ésta como una variable más del análisis social
y, como tal, indisociable de otras variables culturales, o dimensiones de diferencia,
como la clase, el género, o la etnicidad. Aparentemente, la CDN tendría esto en
cuenta, pues tanto en su Preámbulo como en su artículo 2 señala que los derechos
garantizados se gozarán “sin distinción alguna” por motivos de raza, color, sexo,
origen nacional o social, posición económica, etc.; es decir, “independientemente”
de estas variables. Pero esta indistinción no se da sin problemas.

En primer lugar, aun cuando la CDN mencione las variables culturales, no parece,
especialmente en su versión en castellano, que el discurso hegemónico
encarnado en ella se desarrolle con una verdadera conciencia de que no hay tal

223
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

cosa como un “niño”, sin más. Siempre habrá una niña, o niño, blanco, amarilla,
negro, o roja, mapuche, o wingka (como se refieren los mapuche a los chilenos
no mapuche), más, o menos pobre, y algunas veces rico, o rica, hetero u
homosexual, con alguna discapacidad, o no, etc. (ver Freeman 1998; Prout
2005), sin embargo, la CDN se presenta como la Convención de los Derechos de
el Niño, como si hubiera un solo “niño” en quien todos los niños y niñas fueran
conocidos y representados, “una categoría única… hecha para servir de máscara
a todos los niños y niñas” (James 2007: 262). Hablar de “el niño”, como hace
reiteradamente la CDN, igual que hablar del “niño promedio” (Fortin 2005: 74),
es referirse a una construcción que prescinde de las particularidades de cada
niño o niña en favor de un inexistente (i.e. simbólico) “niño ideal”: el niño es un
concepto, nunca un niño o niña. Y no se puede excusar esta concepción
abstracta y uniformante esgrimiendo el carácter jurídico, general, “destinado a
todos”, de la CDN, pues basta recordar que en un instrumento también
destinado a todas, a saber, la “Convención sobre la Eliminación de Todas las
Formas de Discriminación contra las Mujeres”, (CEDAW), redactada, ésta sí, por
mujeres concretas, no hay ninguna referencia a una “mujer”, ni a “la mujer”, y
más de un centenar a “las mujeres”112.

112
En http://www.un.org/womenwatch/daw/cedaw/text/econvention.htm, consultado el 25 de
mayo de 2011. La referencia es a la versión inglesa; la versión castellana sí contiene innumerables
referencias a la “mujer”. Sin embargo, nos guiamos por la versión inglesa. En primer lugar, porque,
aunque la versión castellana es “igualmente auténtica” (art 30 CEDAW), la discusión del texto de la
CEDAW (trabajos preparatorios) se hizo en inglés y es el texto inglés el definitivamente acordado,
aunque después se tengan sus traducciones por fidedignas. Pero sobre todo, porque eso es lo que
se desprende de las reglas de interpretación del derecho de los tratados. El artículo 33.4 de la
Convención de Viena sobre el Derechos de los Tratados señala que “salvo en el caso en que
prevalezca un texto determinado conforme a lo previsto en el párrafo 1, cuando la comparación
de los textos auténticos revele una diferencia de sentido que no pueda resolverse con la aplicación
de los artículos 31 y 32, se adoptará el sentido que mejor concilie esos textos, habida cuenta del
objeto y del fin del tratado” (cursivas nuestras). Entonces, si la versión castellana dibuja una mujer
abstracta e ideal, y la versión inglesa comprende a las múltiples mujeres, cada una con su
identidad, imposibles de ser reducidas a un solo molde conceptual, se ha de entender, en un texto
cuyo “objeto y fin” es eliminar discriminaciones, visibilizar a las mujeres, y en definitiva, allanar el
camino para su empoderamiento, que el texto que prevalece es el inglés, y que la CEDAW habla de
las mujeres, no de la mujer. Como se desprende de todo lo que argumentamos en este capítulo 2,
este criterio, que pretende “salvar” a la CEDAW como instrumento de emancipación es mucho más
difícil, sino imposible, de aplicar a la CDN, pues su “objeto y fin” no es la igualación de la infancia a
la adultez, ni el empoderamiento de niñas y niños, ni, en definitiva, constituirse como tal
instrumento de emancipación; de ahí que el original the child lo traduzcamos siguiendo la versión
“auténtica” castellana como “el niño”.

224
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

En el mismo sentido, Skelton (2007: 174) critica la descontextualizada noción de


“participación” del informe de la UNICEF Estado Mundial de la Infancia 2003:
Participación Infantil, que, aparte de una oración suelta, no da ninguna
relevancia a las variables culturales en la participación infantil. De haberlo hecho,
tendría que haber reconocido que hay muchas maneras a través de las cuales las
niñas y niños pueden expresar sus “esperanzas y sueños”, en palabras del
informe, y que, como vimos en la sección 1.3.ii al hablar de la competencia
infantil, esta expresión siempre surge desde, se da en el marco de, y es
condicionada por el respectivo contexto. La CDN, por el contrario, nos quiere
presentar un texto (“el niño”) sin contexto (cultura).

En segundo lugar, la indistinción propuesta por la CDN deja sin problematizar las
relaciones estructurales de inequidad y opresión que hacen necesario que sí se
distinga, y que se han construido históricamente a partir de la adjudicación
arbitraria de jerarquías entre las diversas variables culturales (varones sobre
mujeres, blancos sobre negros y negras, ricos sobre pobres, adultos sobre niños
y niñas, colonos occidentales sobre colonizados y colonizadas nativas, etc.). La
acción afirmativa (affirmative action) no es otra cosa que tratar de hacerse cargo
de esto por medio de tomar en cuenta el contexto de los sujetos de derechos. Lo
contrario es congelar (i.e. refrendar jurídicamente) relaciones injustas y de
opresión que es, por ejemplo, lo que habría sucedido en Sudáfrica una vez
terminado el Apartheid. Entonces eran las personas blancas las que contaban
con todo el poder económico, en capital y tierras, y como el nuevo régimen
constitucional post-apartheid sólo consagró derechos pero no reparó la histórica
violación de derechos que habían sufrido las personas negras, son los blancos, en
virtud del derecho de propiedad consagrado por el nuevo régimen constitucional
(junto a una reciente y muy minoritaria élite negra asociada al poder político),
quienes siguen teniendo dicho poder, consolidándose la situación previa de
marginalidad de la mayoría negra (ver Mutua 2002: 126 y ss.)113.

113
Goodhart (2003: 950) refiere algo similar en relación con la consagración de derechos durante
el liberalismo -la llamada primera generación de derechos humanos- cuya igualdad formal “habría
impuesto un barniz igualitario a relaciones sociales claramente desiguales”. Lo mismo
descubrieron los esclavos emancipados por la revolución haitiana de fines del siglo XVIII: su
recientemente ganada igualdad política no había cambiado la enorme desigualdad económica que
implicaba la mantención de los derechos de propiedad sobre la tierra de los terratenientes pre-
revolucionarios (Buck-Morss 2009: 73). Más sobre el nacimiento de los derechos humanos en
secciones 2.4.ii y 3.3.

225
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Con esto estamos planteando una cuestión eminentemente política. El indebido


reconocimiento de las variables culturales evita el compromiso con “las
realidades políticas y económicas de una economía global emergente” (Fernando
2001: 12). Las relaciones de poder que condicionan el goce de los derechos de
niñas y niños revelan la interseccionalidad de las variables culturales entre sí, y
de los derechos de niñas y niños con los derechos reclamados por otros
colectivos sociales como las mujeres, los discapacitados, los inmigrantes, las
minorías étnicas y sexuales, la clase trabajadora, etc. En otras palabras, “¿qué
tan lejos podemos llegar si desarraigamos a los niños y niñas de las relaciones de
género […,] clase, [raza, etnicidad, etc.] que experimentan en sus relaciones con
los adultos?” (Fernando 2001: 15, corchetes añadidos).

Es decir, la experiencia que de sus derechos tenga una niña musulmana en una
comunidad islámica salafista, y que será muy distinta que la que tenga un niño
musulmán en esa misma comunidad, dependerá de su condición de “menor de
edad” y de mujer, y el ejercicio de sus derechos, la plenitud de sus derechos,
pasará por tomar ambas variables en cuenta, pues nada se saca con defender los
derechos de la “menor” sin, también, defender los derechos de la mujer. Del
mismo modo, la experiencia que de sus derechos tenga un niño negro en un
pueblo con fuerte presencia de supremacistas blancos, y que será muy distinta
que la que tenga un niño blanco, dependerá de su condición de “menor de
edad” y de varón y de negro, y nada se sacará defendiendo sus derechos en
cuanto niño si no se defienden, también, en cuanto negro. Por último, la
experiencia que de sus derechos tenga una niña de la clase obrera que vive en la
periferia de una gran ciudad, y que será muy distinta que la experiencia que
tenga un niño de familia rica, viviendo en un barrio exclusivo de la misma ciudad,
dependerá de su condición de “menor de edad” y de mujer y de la clase
trabajadora, y, como venimos diciendo, cualquier posibilidad de ejercicio cabal
de sus derechos tendrá que invocar y dar cuenta de esas tres calidades114.

114
En particular, sobre la intersección entre edad/generación y sexo, que en un mundo de
hegemonía patriarcal sitúa en una inferior posición social a las niñas que a los niños, ver Amoah
(2007) y Taefi (2009). En España, Rubio (2008) ha escrito sobre “la igualdad de género: los
derechos de las niñas”, pero su aportación se debe leer con cautela pues, aunque no articule
propiamente una concepción de la infancia, de lo que dice se desprende que reproduce una serie
de características propias de lo que hemos criticado como “infancia hegemónica”, en particular, en
lo relativo al desarrollismo e infancia orientada al futuro. Así, la referencia a la infancia como la
“futura ciudadanía” (Rubio 2008: 253), a los niños como “potenciales sujetos-ciudadanos” (p. 260),
a las niñas como “futuras mujeres (p. 254), o a los atentados contra los derechos humanos de

226
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

En la sección 1.7, reprodujimos una conversación registrada por Walkerdine


(1983) en la que unos niños (varones) abusaban de una profesora (adulta), y con
ello mostramos que la interseccionalidad de las distintas variables culturales se
puede dar de forma asimétrica, es decir, haciendo coincidir en una misma
persona variables que en la existente jerarquía social se sitúan en polos opuestos
(por ejemplo, mujer y adulta, o niño varón). Asimismo, comentamos lo espurio
de una agencia infantil que, para combatir su propia opresión en razón de
generación, se sirve de otras estructuras opresivas, en razón de género. Esta
posibilidad de una interseccionalidad asimétrica, sumado a lo que venimos
comentando sobre la necesaria existencia de tal interseccionalidad, hace
evidente que una lucha por los derechos de niñas y niños que no pase por una
lucha por los derechos de clase, por la igualdad de género, por los derechos de
las minorías discriminadas en razón de su raza, etnicidad y/u orientación sexual,
y, en fin, por una lucha contra todas las estructuras de poder que fomentan las
inequidades derivadas de las variables culturales, podrá ser un saludo a la –
ciertamente muy atractiva- bandera de los derechos de la infancia, pero no
tendrá nunca un verdadero potencial emancipador (ver en el mismo sentido,
John 2003: 135).

ii. Diversidad de Infancias.

Dijimos recién que la CDN nos presenta un texto (“el niño”) sin contexto
(cultura). Hay que matizar. La CDN es el instrumento de derechos del “niño”, en
el cual cabrían, idealmente, todos los niños y niñas; el documento de la infancia.
Sin embargo, ya vimos en la sección 2.3 que ese “niño” ideal no es cualquier niño
o niña (pues, como ya se hace evidente al mencionar la diferencia sexual, tal
abstracción no existe), y que su infancia no es cualquier infancia (abstracción que
tampoco existe). Más que un texto sin contexto, proponemos en esta sección, la
CDN nos presenta un texto con un contexto (mal) disimulado. En la sección
anterior nos aproximamos microscópicamente (al nivel de niñas y niños) al
despojo del contexto operado por el discurso de derechos de “la infancia”, y su

niñas y niños como un “robo de sus infancias… que afecta al desarrollo y al futuro de estas
personas” (p. 270), frase que también destila algo de la infancia como lugar sagrado e inocente,
indisponibilidad disponible (pues, a contrario sensu, no se entiende qué podría significar que, por
ejemplo una violación, le “robe la adultez” a una mujer). De este modo, cualquier potencial
emancipador de la perspectiva de género queda descolorido por la polarización, control y
desarrollismo, más o menos explícitos, que supone tal comprensión.

227
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

instrumento vehiculador. Ahora toca la aproximación macroscópica (al nivel de


las infancias).

En la sección 2.3 sugerimos que la CDN suscribe el modelo de infancia


hegemónica que describimos en el capítulo 1. Así lo consideran diversos autores
cuando hablan de que “la CDN está contextualizada en los conceptos
dominantes de Occidente”, y se refiere a un individuo-niño (varón por defecto)
universal, que está inmerso en una “trayectoria de desarrollo específica” (Mayall
2000: 245); que la CDN se basa “en un modelo de infancia occidental, que a su
vez se basa en la idea de que las niñas y niños deberían ser protegidos del
mundo adulto… y de que la infancia es una época de juego y preparación para la
adultez” (Milne 2008: 50; y ver Stephens 1995: 36, y Freeman 1998: 439).

Se impone, entonces, preguntar, con Stephens (1995: 36), si acaso “en el


nombre de los derechos universales de niños y niñas, la CDN de hecho impone
un marco histórico y cultural dominante como matriz para las ‘minorías
culturales’ subordinadas”. Explícitamente, por ejemplo, el artículo 7.1 CDN dice
que “el niño… tendrá derecho desde que nace a un nombre”, lo que, como
señala Stephens (1995: 44), excluye realidades como las de la sociedad de Tonga,
en la que las personas adquieren sus nombres como marcas de cambios
significativos en su estatus social a lo largo de la vida. Por su parte, el artículo
28.3 CDN afirma la voluntad de los Estados Partes de “eliminar la ignorancia y el
analfabetismo en todo el mundo y de facilitar el acceso a los conocimientos
técnicos y a los métodos modernos de enseñanza”, lo que pone en entredicho el
valor de las culturas orales (Stephens 1995: 37). Pero estos dos artículos, que
cargan manifiestamente con una parcialidad cultural, son sólo un síntoma de la
parcialidad cultural más (mal) disimulada que impregna toda la CDN. Si volvemos
sobre la diversidad de infancias retratadas en el capítulo 1, queda claro que, a
diferencia de lo que postula la CDN, no es universal una concepción de los niños
y niñas como inocentes, necesitados (sobre todo de protección), vulnerables,
dependientes, irracionales, ignorantes, en estricto desarrollo, ciudadanos en
formación, devenires, aún no responsables, en exclusiva preparación,
encerrados en el colegio, sólo jugando (y estudiando), nunca trabajando,
curiosos, activos y llenos de esperanza.

Es difícil, por no decir imposible, ver cómo esta concepción de la CDN puede
coexistir, por ejemplo, con las diversas infancias cazadoras-recolectoras (sección
1.1), donde la crianza se plantea de forma necesariamente cooperativa, y en las
que niñas y niños asumen un rol fundamental, es decir donde la protección y
provisión no sólo se esperan de los adultos, sino que también de las niñas y

228
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

niños. En estas infancias cazadoras-recolectoras, debemos recordarlo, la


educación no es formal, es decir, el colegio no es la norma ni lo normal, ni
mucho menos obligatorio (cfr. art 28 CDN), los niños y niñas aprenden en
sociedad -junto a otros niños y niñas, y junto a los adultos- porque ya son parte
de la sociedad, y no están en preparación para, algún día, incorporarse a ella
como miembros de pleno derecho (cfr. art. 29 CDN). Precisamente porque se
reconocen como seres sociales, las niñas y niños de estas infancias trabajan y el
trabajo no escandaliza (cfr. art 32 CDN). Del mismo modo, la protección no
ahoga la agencia infantil en aras de una supuesta especial necesidad de
protección (cfr. Preámbulo CDN), y las niñas y niños no son un colectivo “en
riesgo”, sino que viven imbuidos de un “ethos de autosuficiencia” (contra el
“soplo proteccionista” de la CDN). Por último, no podemos olvidarlo, la huella
evolutiva de estas infancias sigue viva en todas las infancias, incluida la
hegemónica. Es muy difícil, también, ver cómo puede coexistir la CDN con las
infancias de otras sociedades no-industriales (ver sección 1.1), donde los niños y
niñas también participan de la crianza de otros niños y niñas (protección y
provisión intra-generacional, es decir, participación por vía de la protección y
provisión), incluso con lo que hemos llamado una “agencia creativa”, que no se
limita a repetir los patrones de cuidado de los adultos. Infancias en las que,
como en las cazadoras-recolectoras, el sentido de autonomía infantil conserva
una dimensión fundamental, en las que niños y niñas no suelen considerarse “en
riesgo”, y en las que participan activamente en la economía familiar, sea
trabajando en el hogar o fuera de él. Es decir, es muy difícil ver cómo puede
coexistir la CDN, y su concepción uniforme y uniformante de la infancia y sus
derechos con el hecho de que la infancia sea una construcción social (ver sección
1.7), o sea, “de que hay ‘infancias’, más que un único fenómeno, universal y
trans-cultural” (Freeman 1998: 439), y de que esas infancias tienen distintas
comprensiones sobre lo que es mejor para cada una (Archard y Skivenes 2009:
8). Por lo mismo, es mero papel mojado, una ilusoria declaración de intenciones,
el que la CDN declare en su Preámbulo tener “debidamente en cuenta la
importancia de las tradiciones y los valores culturales de cada pueblo para la
protección y el desarrollo armonioso del niño”.

Decimos que es muy difícil ecualizar la CDN con la pluralidad de infancias, pero
no debería extrañar esta dificultad de encaje en un instrumento de derechos
humanos. La CDN no puede disimular el modelo (hegemónico) de infancia que
consagra, y que conlleva la exclusión del resto de infancias, pues los derechos
humanos, y con ellos los derechos humanos de las niñas y niños, tienen un
anclaje claramente histórico, y como tal cultural. La CDN protege la infancia
(occidental) hegemónica existente en 1989, año de su adopción, con la cual

229
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

tampoco tienen mucho que ver las infancias de nuestro pasado occidental no tan
remoto, en el cual los mundos de los adultos y de las niñas y niños no estaban
radicalmente separados, el aprendizaje informal era la norma, y el trabajo
infantil estaba integrado en la vida social (ver sección 1.2). Es decir, la CDN
consagra la protección de una particular infancia emergida hace no más de dos
siglos, y sólo dentro de cierto espacio geográfico y cultural muy específico (i.e.
Euroamérica). Por ello Fariñas (1998: 357-8) habla de la historicidad de los
derechos humanos, es decir, de su surgimiento en cuanto respuestas históricas a
problemas o necesidades humanas que “aparecen también como históricas,
relativas y socialmente condicionadas”. En este sentido, los derechos humanos,
también los de niños y niñas, son un “producto cultural” de la “modernidad
occidental capitalista” (Herrera Flores 2005: 19), que se reclama como “el
exclusivo genio de la sociedad buena” (Mutua 2002: xi). Los derechos humanos
(de las niñas y niños) son, como la propia infancia, una construcción social, es
decir, “creados, re-creados e instanciados por actores humanos en determinadas
condiciones socio-históricas”. Entendidos así, los derechos humanos ya no tienen
que depender de alguna previa “existencia metafísica”, ni se han de
fundamentar a partir del “razonamiento abstracto o lógico” (Stammers 1999:
981).

Ya vimos que el fundamento a partir del “razonamiento abstracto o lógico” de


los derechos de niñas y niños, en el caso de su agencia, autonomía y
participación, se quiebra en el último paso, pues los adultos se acreditan con la
facultad de intervenir en las decisiones de un niño o niña por el mero hecho de
ser tales adultos, con independencia de “lo racional” o “lo razonable” (que se
define tramposamente como lo que deciden los adultos; ver sección 2.2.ii).
Sugerimos, luego, que aun más que a un modelo racional, el discurso de
derechos de “la infancia”, y su instrumento vehiculador, se debían a la
concepción hegemónica de la infancia, que enfatiza sobre todo su (ambigua)
necesidad de protección (ver secciones 2.2.ii y 2.3). Y ahora damos un paso más
en la comprensión del origen y destino del discurso de los derechos de “la
infancia”, una vez que lo comprendemos como una construcción social anclada
en la infancia hegemónica (también socialmente construida).

No hace falta decir que esta interpretación es minoritaria. Las cartas modernas
de derechos humanos, desde la Declaración Universal de 1948, presuponen la

230
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

validez universal de sus preceptos115. El caso de la CDN no escapa a esa regla, y


su firma y ratificación casi unánime habla en ese sentido116. La “Declaración y
Programa de Acción de Viena”, adoptada por consenso por los representantes
de 171 Estados durante la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de 1993,
sostiene que “el carácter universal de estos derechos y libertades no admite
dudas”117, lo que obviamente comprende los llamados derechos de la infancia.
Es decir, el problema del discurso de los derechos humanos de las niñas y niños
es que es un discurso histórica y culturalmente determinado pero sin conciencia
de serlo (o con mala conciencia de serlo; ver sección 2.5). Así, Thomas
Hammarberg, miembro durante seis años del Comité de los Derechos del Niño
(1991-1997), y posterior Comisionado Europeo de Derechos Humanos, ha
sostenido que “cuando hay un conflicto entre prácticas culturales… y los
derechos del niño o niña, defendemos los derechos del niño o niña” (citado en
Boyden 1997: 219). Con ello, el exmiembro del Comité parece suscribir una
polaridad artificial entre cultura y derechos humanos, como si pudiera haber
derechos a-culturales, o desencarnados; como si los derechos se dijeran en un
más allá de la cultura y no fueran, todos ellos, construcciones de alguna cultura,
es decir, y en sus palabras, prácticas culturales.

115
Como recuerda Douzinas (2000: 123), la DUDH también es culturalmente específica: “Los
colores ideológicos de la Declaración Universal eran evidentemente occidentales y liberales. Los
miembros del comité preparatorio eran la Sra. Eleanor Roosevelt, un cristiano libanés y un chino.
John Humphrey, el director canadiense de la División de la ONU de los Derechos Humanos, que fue
encomendado por el comité para preparar un primer borrador, recuerda que el miembro chino
sugirió en una fiesta que él debía poner sus otras tareas a un lado durante seis meses y estudiar
filosofía china, después de lo cual podría ser capaz de preparar un texto para el comité. Humphrey
preparó el texto, que en lo sustancial fue aprobado por el comité, pero su respuesta a la propuesta
revela la actitud occidental que con el tiempo se convirtió en el lado universalista del debate frente
al relativismo cultural: ‘No fui a China, ni estudié los escritos de Confucio.’ Los trabajos
preparatorios que utilizó para preparar su proyecto, con sólo dos excepciones, provenían de
fuentes occidentales en inglés, siendo la presentación del American Law Institute una influencia
principal”. Ver también Santos (2009: 515-516).
116
A 10 de diciembre de 2013, sólo faltaban por ratificar Estados Unidos y Somalia:
http://treaties.un.org/pages/ViewDetails.aspx?src=TREATY&mtdsg_no=IV-11&chapter=4&lang=en,
consultado en esa fecha.
117
A/CONF.157/23, 12 de julio de 1993. En http://www2.ohchr.org/english/law/pdf/vienna.pdf,
consultado el 26 de enero de 2010.

231
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Adam Lopatka, Presidente del Grupo de Trabajo encargado de la redacción de la


CDN y también exmiembro del Comité de los Derechos del Niño, de quien ya
hemos criticado su concepción tokenista de la participación infantil (sección 2.3),
trata de conjugar la universalidad de los derechos de niñas y niños, con su
interpretación e implementación contextual, señalando que “para la protección
y desarrollo armónico del niño o niña” siempre se debe tomar debidamente en
cuenta la importancia de sus tradiciones y valores culturales (Lopatka 1992: 48).
Sin embargo, acto seguido asume la universalidad de su modelo de infancia, y
con ello la universalidad de los derechos que este modelo acarrea, al decir que
“la naturaleza física y mental del niño o niña es idéntica en todas partes”, que las
niñas y niños tienen “las mismas necesidades: para la protección de su
personalidad, para la integridad y la privacidad”, que “el proceso de crecimiento
y la adolescencia siguen un curso similar en todos los niños y niñas”, y que sus
“necesidades físicas y mentales son también similares”(Lopatka 1992: 49). Es
decir, entendemos que Lopatka cree estar haciéndose cargo de la diversidad que
presentan las infancias a lo largo del mundo, pero lo que en realidad está
haciendo es refrendar la universalidad de la visión hegemónica esgrimida por el
desarrollismo, que postula que todos los niños y niñas se desarrollan de forma
natural, uniforme e igual (ver sección 1.3).

Este verdadero paso de contrabando de la concepción hegemónica de la infancia


en el discurso universal de derechos de las niñas y niños “oscurece su verdadero
carácter y la identidad cultural de las normas que pretende universalizar”
(Mutua 2002: 1). Es decir, dificulta el diálogo, y favorece la imposición. Con razón
se lamenta Cussiánovich (2006: 209) de que

la Convención… no logró inaugurar un nuevo pacto social con las infancias


fundado en la interculturalidad, es decir fundado en el reconocimiento sin
timideces ni matices de la diversidad cultural como un recurso necesario a la
sobrevivencia de la humanidad como especie y como fuente de capacidades
renovables. Ello habría permitido además asumir una crítica a todo
paradigma colonizador de la infancia y a todo rastro de pensamiento único. Y
es que el enfoque intercultural puede ofrecer un punto de vista
epistemológico emancipador.

En suma, la CDN priva de sus particularidades no sólo a cada niño y niña (sección
2.4.i), sino que a todas las infancias que no son su “infancia por defecto”, que no
caben en la, paradójicamente estrecha, infancia universal. Y lo hace en voz baja.

232
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

iii. Niño-Individuo, Comunidad y Deberes de Niños y Niñas.

Una de las características del “niño” modelo del discurso de derechos de la


“infancia” es su carácter marcadamente individual (ver sección 1.3.i.), o, más
precisamente, paradójicamente individual. Como dijimos más arriba (sección
2.3), la CDN funda derechos en la falta de capacidad de las niñas y niños para
tener derechos, en su individualidad incompleta. En la sección 2.1 ya indicamos
que el discurso de los derechos humanos surge de la matriz cartesiana que sitúa
lo racional como medida de lo humano, racionalidad que se identifica con lo
racional-individual. Y así como el individuo es fundamento porque tiene razón, el
niño o niña devendrá algún día (pleno) fundamento porque, algún día, tendrá
(plena) razón.

No sin problemas, entonces, el discurso de derechos de “la infancia” recoge el


concepto del “niño” como individuo, esto es, como alguien que, aun siendo un
necesitado, un vulnerable y un dependiente, atesora en potencia ese trasfondo
racional propio del sujeto de derechos humanos que lo distingue, es decir, lo
hace distinto y separado de todos los otros sujetos (ver Fariñas 1998: 366). Un
sujeto “autónomo, libre, independiente, y desapegado” (Appell 2009: 718),
separado de la sociedad y autónomo respecto de la naturaleza (Panikkar 1982:
80-83); un individuo con “intereses particulares analíticamente separables de los
intereses de otros individuos”, lo que convierte a la sociedad en la mera “suma
de estos intereses expresados como derechos” (Arneil 2002: 82), en una
agregación de individuos separados entre sí (Panikkar 1982: 80-83; Arneil 2002:
82). El individuo del discurso de derechos, del que “el niño” de la CDN participa
ya aunque sólo sea por proyección, no se define por sus vínculos ni relaciones,
sino por su autonomía, libertad e incluso indiferencia respecto de otros
(Peterson y Runyan 1993: 34)118.

La individualización del sujeto de derechos humanos, incluido “el niño” de la


CDN, se sigue necesariamente del hecho de haberlo abstraído de su contexto
inmediato (en cuanto persona, ver sección 2.4.i) y de su contexto mediato (en
cuanto parte de un cuerpo social más amplio, ver sección 2.4.ii). Luego de eso,

118
Como dijimos en la sección 1.7.iii, no se debe confundir la critica a la “individualización” de
niñas y niños con el proyecto de la sociología de la infancia, que busca distinguir a niñas y niños de
su contexto educativo y familiar, pues la distinción de la sociología de la infancia no plantea una
separación ontológica (en el sentido del individualismo racionalista) sino metodológica o
epistemológica.

233
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

como luego de la duda metódica, sólo queda ese residuo racional y abstracto
que se identifica con lo individual. Olvidado el contexto, queda un ser humano
aislado, frente a todos los otros seres humanos, es decir, un antagonista (Belden
Fields y Narr 1992: 19).

En el caso del “niño”, precisamente por su carácter residual, la condición


individual está subordinada a la condición necesitada, dependiente, y vulnerable,
pero también sirve para exacerbar esta condición de precariedad. Abstraído de
sus contextos, de su propio género (sexuado por defecto: “el niño”), de sus
hermanos y hermanas mayores, de su familia ampliada, de sus amigos, y amigas,
de los adultos con los que interactúa, de su comunidad, del sentido de
pertenencia que puede originar su adscripción a un colectivo, por ejemplo, racial
o étnico (ver Corsaro 2005), no queda más que el niño, solo, allá. Cercenados los
contextos, se cercena el camino que puede unir las polaridades que separan a
niños y adultos, pues privado de sus contextos “el niño” es, también, privado de
los adultos que forman dichos contextos. De este modo “el niño” aparece, más
que nunca, como una fragilidad necesitada de protección.

Este carácter de “mónada aislada” (Marx 2009 [1844]: 148, y ver Douzinas 2010:
84) del sujeto del discurso de los derechos humanos se traduce en que,
minimizada y apartada la comunidad, no se entiende que el sujeto de derechos
le deba nada a ella, ni a nadie. Así, aunque la DUDH consagra en su artículo 29.1
los deberes de “[t]oda persona… respecto a la comunidad, puesto que sólo en
ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”, no codifica ni
desarrolla estos deberes en detalle. Tampoco lo hacen el “Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales”119, ni el “Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos”120, que recogen en su Preámbulo una redacción
parecida a la del artículo 29.1 DUDH (aunque el segundo consagre ciertos
“deberes” en lo relativo al ejercicio de la libertad de expresión, que se
circunscriben a disponer que se haga respetando los derechos ajenos y el Estado
de Derecho). La redacción del artículo 29.1 DUDH, de hecho, invita a pensar que
los deberes respecto a la comunidad no son más que un medio para permitir el
libre y pleno desarrollo del individuo, lo que, como dice Wang (2002: 174-175),
es reflejo del individualismo que subyace a la DUDH. Es más, esta equívoca y
genérica referencia a los deberes se suele interpretar de acuerdo con el artículo

119
En: http://www2.ohchr.org/spanish/law/cescr.htm, consultado el 21 de agosto de 2012.
120
En: http://www2.ohchr.org/spanish/law/ccpr.htm, consultado el 21 de agosto de 2012.

234
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

30 DUDH (Sloth-Nielsen y Mezmur 2008: 162-163), que dispone que nada en la


DUDH puede interpretarse en el sentido de conferir derecho alguno, a nadie,
para suprimir cualquiera de los derechos y libertades del individuo que se
proclaman en la DUDH. La prelación es, así, diáfana.

En el caso específico del discurso de derechos de “la infancia”, la CDN no les


reconoce a niños y niñas ningún deber, para con nadie. Sólo tienen deberes “los
padres” (i.e. las madres y padres), los demás cuidadores, y los Estados Partes.
Pero no es sólo que no se mencionen deberes sino que la CDN concibe al “niño”
como sujeto pre-social, sin responsabilidades presentes (art. 29.1.d). Como
dijimos en la sección 2.3, la sociabilidad del “niño” permea por ausencia toda la
CDN, y cuando aparece, como sugiere Mayall (2000: 245), lo hace restringida a la
relación absolutamente vertical del “niño” con sus “padres” (ver artículos 3.2,
7.1, 14.2, 18.1, 24.2.f, 27.2 CDN; y recordar sección 1.3.i, en que señalamos que
el desarrollismo termina identificando el contexto del “niño” con su madre)121.

Este énfasis en la calidad individual y pre-social de los sujetos de los derechos de


la infancia también conlleva la atomización de los fenómenos sociales de niñas y
niños. Como explica Boyden, el discurso de derechos de “la infancia”

tiende a minimizar el impacto de las condiciones sociales, económicas,


políticas y culturales más amplias en la conformación de los fenómenos
sociales y, por lo tanto, a abogar por soluciones individuales para corregir los
problemas sociales. Se prioriza la causalidad individual, destacándose las
patologías o disfunciones físicas, y las estrategias de rehabilitación basadas en
el historial de cada caso se utilizan en la ‘cura’ de los problemas sociales
(Boyden 1997: 197).

121
Es cierto que el artículo 5 CDN menciona el respeto que se debe, en su caso, a “las
responsabilidades, los derechos y los deberes…de los miembros de la familia ampliada o de la
comunidad, según establezca la costumbre local”, pero lo hace del mismo modo que menciona el
respeto que se debe a “los tutores u otras personas encargadas legalmente del niño”. Es decir, la
CDN trasciende por una vez la órbita estrecha de la familia nuclear hacia la de la familia ampliada e
incluso la comunidad, pero no parece concebir ésta como un lugar donde el niño o niña sea un
verdadero agente, pues los derechos y deberes de que habla son los de la comunidad respecto de
él o ella. Por lo demás, es difícil saber qué entiende la CDN por comunidad pues, salvo una
mención al pasar relativa a “los niños” mental o físicamente impedidos (23.1 CDN), no vuelve a
hablar de ella.

235
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Fuera el contexto inmediato y mediato, abstraída la comunidad, sólo queda “el


niño” en donde buscar y encontrar los problemas.

Nuevamente, la concepción de la persona como “individuo” vinculado sólo


accidentalmente a su comunidad, a la vez que fundamento del sistema de
valores (hasta alcanzar la “canonización” de que habla Gaete [1991], ver sección
2.3) es una curiosidad de la modernidad occidental (Chen 1998: 5). Hasta el
medioevo, en Europa las personas eran sobre todo miembros de una
comunidad, por lo que más que derechos tenían roles sociales, dependientes del
contexto social, que acarreaban tanto ciertos derechos como ciertos deberes, lo
que se estrella contra la visión de unos derechos iguales para todas las personas,
también abstractamente iguales, en virtud de su concepción abstractamente
aislada (Goodhart 2003: 948; Douzinas 2000: 19-20).

Del mismo modo, para la cosmovisión india el punto de partida no es “el


individuo”, sino la compleja concatenación de lo real, y el carácter consistente o
correcto de cada cosa o acción en relación con dicha realidad (Panikkar 1982:
96). La persona es una categoría no substancial (en y para sí), sino funcional (en y
para algo, en función de quien se es). Por eso, derechos (en el sentido de
reclamos) y deberes son interdependientes y, por ejemplo, el derecho a vivir no
se puede entender sin vincularlo al cumplimiento del deber de mantener el
mundo (Panikkar 1982: 98). Desde el punto de vista de la cosmovisión india, y
siguiendo el estudio de Panikkar, dice Santos (2009: 519) que

los derechos humanos son incompletos porque no logran establecer un


vínculo entre la parte (el individuo) y el todo (la realidad), o, aun más
radicalmente, porque se centran en lo que es meramente derivado, en los
derechos, en lugar de centrase en el imperativo primordial, el deber de las
personas de encontrar su lugar en el orden de toda la sociedad y de todo el
cosmos.

En el pensamiento clásico chino tampoco existe la noción del “individuo”


abstracto y autónomo, con sus derechos; no hay “individuos”, sino hijos, hijas,
madres, maridos, mandatarios, ministros, etc., es decir, seres humanos sociales
por definición, cada uno con un rol asociado a su condición. “En el pensamiento
chino, el ser humano es definido por sus relaciones sociales, y la realización de la
naturaleza humana pasa por cumplir las obligaciones morales asociadas al propio
rol social” (Chen 1998: 6). El ideal de armonía y unidad social prevalente en la
cosmovisión china subordina la persona y sus derechos a la comunidad y las
obligaciones para con ella, por lo que la persona “encuentra su dignidad no en la

236
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

expresión autónoma sino en el cumplimiento de la voluntad del Cielo, no en el


individualismo sino en la membresía en una comunidad…” (Wang 2002: 177)122.

Como señala Cobbah (1987), el caso de África quizás sea el que marca un
contraste –comunitario, cooperativo, colectivo- más evidente con la cosmovisión
occidental contemporánea del “individuo” sujeto de los derechos humanos. En la
línea de lo que venimos comentando, la concepción africana de la persona “no
es la de un individuo abstracto y aislado, sino la de un miembro integrado a un
grupo y animado por un espíritu de solidaridad” (Obinna Okere citado en Mutua
2002: 65), de una persona enclavada en una comunidad (Sloth-Nielsen y Mezmur
2008: 164), siendo los derechos y los deberes dos caras inseparables de la misma
realidad (Mutua 2002: 82). Esta concepción ha sido expresamente suscrita por
los más altos representantes de la judicatura, como el Presidente del Tribunal
Constitucional de Sudáfrica, Pius Langa, quien en una sentencia redactada en el
ejercicio de su magistratura ha dicho que

La noción de que ‘no somos islas para nosotros mismos’ es fundamental para
la comprensión de la persona en el pensamiento africano. A menudo se
expresa en la frase umuntu ngumuntu ngabantu [‘una persona es una
persona a través de otras personas’] que hace hincapié en ‘la comunalidad y
la interdependencia de los miembros de una comunidad’ y en que cada
persona es una extensión de otras… La dignidad y la identidad son
inseparables pues el sentido de autoestima está definido por la identidad. La
identidad cultural es una de las partes más importantes de la identidad de
una persona precisamente porque emana de la pertenencia a una comunidad
y no de una elección o logro personal. Y pertenencia implica algo más que
simple asociación; incluye la participación y la expresión de las prácticas y
tradiciones de la comunidad123.

122
En la comunidad de Chillihuani, en los Andes peruanos, Bolin (2006: 2) constató que “el respeto
se traduce en derechos y responsabilidades, en la medida en que recuerda a las personas sus
deberes de cara a sus prójimos y a la vida en general, a la vez que el reconocimiento que merecen
a cambio. Así, dando y recibiendo respeto, se crea un círculo virtuoso de reciprocidad que une a las
personas entre sí y con la naturaleza, de manera que facilita la supervivencia de todos”.
123
Sentencia dictada por el Tribunal Constitucional de Sudáfrica recaída en caso MEC for
Education: Kwazulu-Natal and Others v Pillay (CCT 51/06) [2007] ZACC 21; 2008 (1) SA 474 (CC);
2008 (2) BCLR 99 (CC) (5 de octubre 2007), descargada de la página del Southern African Legal
Information Institute, http://www.saflii.org/za/cases/ZA CC/2007/21.html, el 21 de agosto de
2012, pp. 26-27.

237
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

La concepción africana de la persona en comunidad se cristaliza en la “Carta


Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos”124, que desde su mismo
título refleja la importancia del “pueblo” o grupo comunitario como unidad
básica de la sociedad en la tradición africana (Sloth-Nielsen y Mezmur 2008:
165). La Carta Africana hace patente que “los derechos individuales sólo pueden
justificarse en el contexto de los derechos de la comunidad” (Mutua 2002: 91).
De este modo, reconoce derechos de la comunidad y de los pueblos
(trascendiendo así al mero “individuo”), a la vez que impone deberes a sus
destinatarios.

El Capítulo II de la Primera Parte, sobre “Los Deberes”, señala, entre otros, que
“Toda persona tendrá deberes para con su familia y sociedad, para con el Estado
y otras comunidades legalmente reconocidas, así como para con la comunidad
internacional” (artículo 27.1), que “toda persona tendrá el deber de respetar y
considerar a sus semejantes sin discriminación, y de mantener relaciones
encaminadas a promover, salvaguardar y fortalecer el respeto y la tolerancia
mutuos” (artículo 28), y que

la persona también tendrá el deber de... preservar el desarrollo armonioso de


la familia y de fomentar el respeto y la cohesión de ésta; de respetar a su
padre y/o madre en todo momento y de mantenerlos en caso de necesidad;
[de] servir a su comunidad nacional poniendo sus aptitudes físicas e
intelectuales a su servicio; … [de] preservar y reforzar la solidaridad nacional y
social, especialmente cuando la primera se vea amenazada; … [de] trabajar al
máximo de su rendimiento y pagar los impuestos estipulados por la ley en el
interés de la sociedad; [de] preservar y reforzar los valores culturales
africanos positivos en sus relaciones con los demás miembros de la sociedad
en un espíritu de tolerancia, diálogo y consulta y, en general, contribuir a la
promoción del bienestar moral de la sociedad; [de] contribuir en todo lo
posible, en todo momento y a todos los niveles a la promoción y la
consecución de la unidad africana (Artículo 29)125.

124
En http://www.unhcr.org/refworld/publisher,OAU,,,3ae6b3630,0.html, consultado el 28 de
enero de 2013.
125
Sobre la advertencia de que imponer deberes puede servir para legitimar el abuso del poder
estatal, en perjuicio de los derechos individuales, o para condonar o incluso apoyar prácticas
reaccionarias o represivas al interior de la comunidad o familia, Sloth-Nielsen y Mezmur (2008:
167-168) previenen que éstos son temores a menudo infundados pues “la violación de los

238
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Así como la “Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos” impone
derechos y deberes, también la “Carta Africana sobre los Derechos y el Bienestar
del Niño/a” (Child)126, adoptada en 1990 pero en vigor desde 1999, le reconoce a
cada niño y niña tanto derechos como deberes; es decir, asume a niños y niñas
como miembros de la comunidad y por tanto ya responsables, ante sus madres y
padres, la comunidad y el Estado. El artículo 31, sobre las “responsabilidades del
niño/a”, establece que,

Todo niño/a tiene responsabilidades con respecto a su familia, la sociedad, el


Estado, otras comunidades legalmente reconocidas y la comunidad
internacional. El niño/a, en función de su edad y capacidad, y con las
limitaciones que puedan estar contenidas en la presente Carta, tendrá la
obligación de:

a) trabajar para la unión de la familia, respetar a sus madres y padres,


superiores y mayores en todo momento y ayudarles en caso de necesidad;

b) servir a su comunidad nacional poniendo sus habilidades físicas o


intelectuales a su servicio;

c) preservar y reforzar la solidaridad nacional y social;

d) preservar y reforzar los valores culturales africanos en sus relaciones con


otros miembros de la sociedad, en un espíritu de tolerancia, diálogo y
consulta, y contribuir al bienestar moral de la sociedad;

e) preservar y reforzar la independencia y la integridad de su país;

f) contribuir en todo lo posible, en todo momento y a todos los niveles, a la


promoción y realización de la Unidad Africana.

Subyaciendo al deber de trabajar por la unión o cohesión familiar está la


centralidad de la familia extendida que es “el pegamento que aglutina la vida
social, económica y política en la tradición africana” (Sloth-Nielsen y Mezmur
2008: 173), previniendo así “que las personas se atomicen en estructuras

derechos humanos en África no ha surgido de un abuso del concepto de deberes”, sino que de “la
estratificación social y de la consolidación del poder político en manos de una pequeña clase
dominante”.
126
En http://www.acnur.org/biblioteca/pdf/8025.pdf?view=1, consultado el 22 de agosto 2012.

239
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

socialmente inviables, desconectadas y, en suma, desintegradas” En este


esquema, “el niño o niña no es simplemente un objeto a quien proteger y
proveer, sino un actor responsable de promover el bienestar general de la
unidad familiar” (Sloth-Nielsen y Mezmur 2008: 174). O sea, no es sólo un
dependiente, sino también alguien de quienes otros dependen, ni sólo un
necesitado, sino también alguien a quienes otros necesitan. Asumiendo
responsabilidades y cumpliendo con sus deberes el niño o niña participa de
manera relevante en la vida comunitaria. A diferencia de la participación en
miniatura que criticamos en la sección 2.3, “el artículo 31 [de la “Carta Africana
sobre Derechos y Bienestar del Niño/a”] contempla una forma de participación
activa en la vida comunal y social a nivel práctico, a saber, a través de la asunción
de sus responsabilidades por parte del niño o niña” (Sloth-Nielsen y Mezmur
2008: 171), en línea con lo afirmado por el magistrado Pius Langa, en su
sentencia ya citada, de que “pertenencia implica algo más que simple asociación;
incluye participación” (ver también Freeman 2011: 384).

Los casos brevemente reseñados del medioevo, India, China y África revelan la
indigencia del discurso hegemónico de los derechos humanos en la medida en
que sugieren que sólo sobre una base comunitaria, corresponsable, e
interdependiente es posible “sustentar las solidaridades y los enlaces colectivos
sin los cuales ninguna sociedad puede sobrevivir y mucho menos florecer”, lo
que ejemplifica la dificultad mucho más amplia de “definir la comunidad como
un área de solidaridad concreta y como una obligación política horizontal”
(Santos 2009: 520). Como dijimos en la sección 1.3.ii, no se puede dar por
descontada la dependencia infantil pues lo que hay son interdependencias,
múltiples. Sin embargo, se suele enfatizar sólo cierta dependencia, siempre de
las niñas y niños. Aún tendremos que volver sobre esto.

El caso es que el contraste del discurso africano de los derechos de las niñas y
niños, con el discurso que vehicula la CDN se revela abismal. La pseudo-
ciudadanía del “niño” de la CDN se encoge aún más una vez confrontada con la
ciudadanía de las niñas y niños de la Carta Africana. A la luz de su construcción
de un “niño” irresponsable y sin deberes, es imposible pensar que la CDN
consagre algún concepto de ciudadanía medianamente maduro (ver Milne 2005:
31), como sí hace el discurso africano. Esto recuerda la crítica que Hannah
Arendt dirigía contra los derechos humanos. Para Arendt (2009 [1973]: 50) la
comunidad es “un lugar en el mundo que hace a las opiniones relevantes y a la
acción efectiva”. Fuera de la comunidad –en el caso del “niño” de la CDN, pues
aún no dentro de ella- no importa cuánto se consagre un derecho, éste no
tendrá sentido, pues no existe ese “lugar en el mundo” donde hacerlo efectivo.

240
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

De hecho, en las diversas legislaciones nacionales la privación de la ciudadanía


con su consecuente privación de derechos, es decir, la expulsión de dicho “lugar
en el mundo”, suele ser consecuencia de un acto por el cual un ciudadano ha
incumplido sus responsabilidades y deberes -en general negativos, de respeto de
los derechos ajenos- cometiendo un crimen o delito127. Es decir, a quien ha
incumplido las obligaciones más fundamentales se le priva de uno de sus
derechos más fundamentales, en este caso el derecho a voto, seña de identidad
ciudadana128. Pero si tal persona no tiene obligaciones, ni deberes, ni es
(criminalmente) responsable, como “el niño” de la CDN, ¿de qué se le podría
responsabilizar para privarle de su ciudadanía?, ¿qué deber habría incumplido?,
¿de qué ciudadanía se le podría privar129?

Reminiscente del “homo sacer” del que habla Giorgio Agamben (1998), en
cuanto sujeto incluido por exclusión en el sistema de derechos, y como el “nada
más que humano” de Arendt (2009 [1973]: 51), “el niño” de la CDN es nada más
que niño.

iv. Infancias Proscritas.

En las secciones precedentes hemos hablado del empeño del discurso de


derechos de “la infancia” en borrar la diversidad de las niñas y niños (2.4.i), y de
las infancias (2.4.ii). Pero hay infancias ante las cuales el discurso hegemónico es

127
En todo caso, no se debe confundir el deber positivo de actuar, trabajar y comprometerse en
beneficio de la comunidad, de que hemos venido hablando y que se ha planteado como un tema
de derechos y deberes humanos, con este deber negativo de no dañar a las personas que
componen la comunidad, ni a sus derechos, que es un tema de derecho penal.
128
“A nivel internacional, la política en materia del derecho a voto de los presos sigue un
continuo… Por un lado, hay países que les permiten votar (por ejemplo, Canadá, Ucrania, Sudáfrica
e Irán). Por otro lado, hay países que no, aunque con variaciones. Varios países restringen el voto a
determinados grupos de presos. Por ejemplo, en Australia los presos condenados a más de 5 años
no pueden votar, y en China los prisioneros condenados a muerte tampoco pueden votar. Muchas
naciones contemplan una suerte de prohibición general al voto de los presos (por ejemplo, Reino
Unido y Rusia). Por último, hay unas pocas naciones, como Finlandia, que prohíben votar a los presos
por un período aún luego de haber abandonado la cárcel. Algunos estados de Estados Unidos… les
quitan de forma permanentemente el derecho a voto a los condenados” (Dhami 2005: 236).
129
Evidentemente, esto no quiere decir que estemos avalando la reducción de la edad de
responsabilidad penal, sino sólo intentando resaltar el necesario vínculo social entre derechos y
deberes (aunque sean los deberes negativos que contempla el derecho penal), entre ciudadanía y
responsabilidad.

241
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

particularmente sensible, en la medida en que vulneran directamente la


concepción hegemónica de la infancia. Así, por ejemplo, la infancia representada
por los niños y niñas “de” la calle (ver sección 1.6.ii). El Preámbulo de la CDN
afirma que “el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad,
debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y
comprensión,” lo cual, sumado a la caracterización que ya hemos hecho de la
infancia del discurso de derechos de “la infancia”, contrasta radicalmente con la
visión de los niños y niñas “de” la calle. Como decíamos más arriba, éstos son
puestos derechamente fuera de la infancia oficial representada en la CDN, que
tuvo por modelo al “niño” doméstico o privado de la infancia occidental (ver
sección 1.6.i), globalizado a través del colonialismo, primero, y por medio del
imperialismo de la ayuda internacional, después (Ennew 2002: 289; Pupavac
2001: 103). Por el contrario, el niño o niña “de” la calle es descontrolado (i.e.
escapa al control adulto [John 2003]), no responde a las pautas de desarrollo y
socialización aceptadas y aceptables (Stephens 1995; Ennew 2002); es “el
miembro más indigente y depravado de la sociedad”, expuesto peligrosamente a
la polución de lo público (Boyden 1997: 196), y representa la contracara oscura
del “niño” de y en el colegio y la familia (Boyden 1997). Los niños y niñas “de” la
calle parecen escapar de la protección y provisión que por su naturaleza se
supone necesitan, lo que los hace contranaturales (Ennew 2000: 177), pues
suelen “trabajar para sí mismos, cuidarse y respetarse mutuamente sin pedirle a
la sociedad que los salve” (John 2003: 46; y ver Boyden 1997: 196).

La infancia “de” la calle representa un grado superlativo de infancia divergente


respecto de la hegemónica. Pero como hemos visto (secciones 2.4.ii y 2.4.iii, y
recordar infancia en armas, sección 1.6.ii) no es la única infancia divergente.
Roche (1995: 289) considera que el discurso de derechos de “la infancia” se
articula según una jerarquía de comunidades (e infancias), unas en el centro, y
otras en la periferia, y Pupavac (2001: 101) entiende que las infancias periféricas
(las infancias “del sur”) han sido construidas como patológicas desde y por la
infancia central. Los niños y niñas del llamado “Tercer Mundo”, por contraste
con “el niño” modelo de la infancia hegemónica, son “representados como
desafortunadas, incluso escandalosas violaciones de alguna infancia universal y
natural” (James et al. 1998: 141). Consiguientemente, la intervención estatal en
las vidas de quienes habitan dichas infancias se pretende legitimada en cuanto
no serían “verdaderas” infancias, es decir, en nombre de lo que debe ser la
infancia, aun cuando, por ejemplo, para las propias niñas, niños y/o sus padres,
muchas veces la presencia infantil en los espacios públicos, su ausencia del
colegio, su trabajo, o su vida en la calle “no sean indicativos de conductas

242
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

patológicas, sino de precoces mecanismos de supervivencia… entendidos como


integrales a una socialización normal” (Boyden 1997: 213).

Como dice Snodgrass (1999: 436-437), “si definimos la infancia como un espacio
de dependencia económica y social respecto de la familia, y reclamamos para
todas las niñas y niños un ‘derecho’ a esa situación, excluimos a millones de
niñas y niños, de la calle y trabajadores, de la pertenencia a la categoría analítica
de infancia”. En otras palabras, cuando en el nombre de sus propios derechos un
niño o niña sufre la censura de su infancia como anormal, marginal o patológica,
el primer “derecho” de que goza es el de ser reconducido a esa “verdadera”
infancia de la que ha sido privado. Como hemos insistido, los derechos de la
infancia, según el discurso de derechos de “la infancia”, son sólo los derechos a y
de cierta infancia.

Con lo dicho hasta aquí –secciones 2.4.i, 2.4.ii, 2.4.iii, y 2.4.iv- debería quedar
claro que estaba justificado el temor a que la sobrerrepresentación del mundo
minoritario y la participación de ONGs mayoritariamente occidentales en la
redacción de la CDN (ver OHCHR 2007 vol. II: 936-937) conducirían a “un texto
fuertemente orientado hacia el Norte” (Milne 2004: 49). A lo que desde la
estricta literalidad se podría replicar que, si la Declaración de Viena sobre
Derechos Humanos, adoptada por consenso por representantes de 171 Estados,
y que evidentemente comprende los derechos humanos de niñas y niños, dice
que “el carácter universal de es[t]os derechos y libertades no admite dudas” (ver
sección 2.4.ii), es porque, de hecho, la universalidad de los derechos humanos
(de niñas y niños) no admite dudas. Y este sería especialmente el caso de la CDN,
ratificada por todos los Estados del mundo salvo Estados Unidos (y no porque la
CDN no acoja la diversidad de infancias sino, entre otras razones, porque
concedería una participación ¡demasiado amplia! a los niños y niñas [ver Daiute
2008: 702]) y Somalia (pues es difícil encontrar un Estado que ratifique en
Somalia [ver Wall 2008: 535]). En palabras de Alston y Tobin (2005: x), la
ausencia de Somalia y Estados Unidos sería “lo único que se interpone entre la
Convención y el reclamo de su completa universalidad”.

Sin embargo, desde la perspectiva crítica que venimos desplegando, y no sólo


por la extensión y profundidad de las reservas formuladas por los Estados Partes,
de que hablamos en la sección 2.3, la verdad se acerca más probablemente a lo
que previene An-Na’im (1992: 428):

243
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

La hegemonía occidental (en los ámbitos económico, tecnológico, intelectual


y otros) influye profundamente en las élites gobernantes, así como en los
académicos y activistas, del Sur o Tercer Mundo... A la vista de lo que podría
llamarse una “dependencia de los derechos humanos”, es engañoso suponer
una auténtica representación de las percepciones y actitudes populares hacia
los derechos humanos en nuestros países a partir de la participación formal
de “nuestros delegados” en los foros internacionales. Desde el punto de vista
de la legitimidad cultural universal de las normas internacionales de derechos
humanos, el hecho de que los delegados gubernamentales hayan
“participado” en su formulación y adopción no nos puede llevar a asumir que,
en nuestros respectivos países, hay una necesaria aceptación popular amplia
de estas normas, ni un compromiso con su aplicación.

Por lo tanto, la actitud acrítica, y de ahí aprobatoria, de los delegados del mundo
mayoritario ante la “universalidad” de las normas de derechos humanos
occidentales no parece surgir de una coincidencia “universal” con dichas normas,
pero tampoco de un cínico cálculo de conveniencia política hecho por las élites
estatales, que luego torcerían esas mismas normas culturales para sus propios
fines. Tal actitud parece surgir, más bien, de la inevitabilidad de tener que
subordinarse a las normas hegemónicas (Harris-Short 2003: 133). En este
sentido, esta subordinación formal no tiene necesariamente, ni siquiera
probablemente, ningún vínculo con las realidades sociales y la voluntad popular
de cada uno de los países del mundo mayoritario, lo que revela “las limitaciones
inherentes y debilidades fundamentales de un sistema jurídico internacional
basado en una ‘sociedad de Estados’ en el que las voces de lo local y lo
particular, son eficazmente silenciadas” (Harris-Short 2003 : 134, y ver
Nieuwenhuys 2007).

Todo lo anterior es una renovada razón para buscar, destapar y escuchar las
voces de las niñas y niños, pues así como es problemático confiar en adultos
actuando a su nombre para promulgar y ejercer sus derechos, también es
problemático confiar en la legitimidad que los instrumentos emanados del
mundo minoritario pretenden respecto de las realidades del mundo mayoritario.
El camino de las voces de las niñas y niños permitiría sortear la representatividad
de los adultos, tanto en cuanto adultos, como en cuanto sujetos de una voluntad
ajena a ellos mismos y a las niñas y niños que han de representar, en el caso de
las infancias del mundo mayoritario (sobre las voces, ver sección 3.1).

244
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

2.5 CDN, Desarrollo y Disciplinamiento


i. Disciplinamiento de Niñas y Niños para (en nombre de) el Desarrollo Infantil

Ahora retomamos nuestra exposición crítica del desarrollismo de las secciones


1.3 y 1.4. Como no podía ser de otra forma, unas ciencias sociales hegemónicas
tenían que estar vertebrando el instrumento de derechos humanos de la infancia
hegemónica (minoritaria). A lo largo de este capítulo 2 hemos visto que la CDN
contiene múltiples referencias al “desarrollo” y “evolución de las facultades” del
“niño” y “los niños”. En particular, el artículo 6 CDN establece en su párrafo 2
que “los Estados Partes garantizarán en la máxima medida posible la
supervivencia y el desarrollo del niño”, disposición que ha sido consagrada como
uno de los principios generales de la CDN por el Comité de los Derechos del
Niño, a la luz del cual toda ella debe interpretarse. El Comité llama a interpretar
“el término ‘desarrollo’ en su sentido más amplio, como concepto holístico que
abarca el desarrollo físico, mental, espiritual, moral, psicológico y social del
niño”, y señala que las medidas de “aplicación deben estar dirigidas a conseguir
el desarrollo óptimo de todos los niños” (Comentario General N° 5, par. 12). Lo
mismo ha consagrado la Asamblea General de las Naciones Unidas, que insta al
fomento del “desarrollo físico, psicológico, espiritual, social, emocional, cognitivo
y cultural de los niños” (ONU 2002: par. 14). En su Comentario General N° 7, el
Comité recuerda que el derecho al desarrollo del artículo 6 sólo puede realizarse
integralmente “mediante la observancia de todas las demás disposiciones de la
Convención, incluidos los derechos a la salud, la nutrición adecuada, la seguridad
social, un nivel adecuado de vida, un entorno saludable y seguro, la educación y
el juego…, así como respetando las responsabilidades de los padres y ofreciendo
asistencia y servicios de calidad…” (par. 10), o sea, dibuja el derecho al desarrollo
como el derecho que refleja el verdadero cumplimiento de la CDN, su “prueba
de blancura”, y por ello, como un derecho principal. Van Bueren (1995: 293)
llega a una conclusión parecida, pero desde la vereda opuesta, señalando que la
relevancia del derecho al desarrollo contemplado en el artículo 6 CDN yace en
que con él se asegura “el desarrollo del niño o niña a un nivel que le permite
beneficiarse del ejercicio de todos sus otros derechos”, o sea, que asegurándose
el derecho al desarrollo, se aseguran, o al menos se abre la puerta a, todos los
demás derechos de las niñas y niños. Ambas interpretaciones deben entenderse
como complementarias: se ha de asegurar el resto de los derechos para asegurar
el desarrollo, y se ha de asegurar el desarrollo para asegurar el resto de los
derechos, lo que sitúa este derecho al desarrollo como un eje modelador y
modulador de la CDN.

245
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Ensalaco (2005: 9) da un paso más y derechamente sitúa el fundamento moral


de los derechos de niños y niñas en su “desarrollo material y espiritual”, o sea,
en su situación de personas en tránsito, proyectos de, lo que fundamenta
también “el especial cuidado” que se les debe. Así como en los adultos el
fundamento de los derechos humanos se sitúa en una dignidad en acto, en los
niños y niñas a esta dignidad se le superpondría un desarrollo siempre en
potencia (ver Ensalaco 2005: 10). Este énfasis en concebir al “niño” como “niño-
en-desarrollo”, que permea toda la CDN, se muestra también, por ejemplo, en
la “Declaración mundial sobre la supervivencia, la protección y el desarrollo de
las niñas y niños”, de 1990, referida más arriba (sección 2.3)130, que señala que
“cada día, innumerables niños y niñas alrededor del mundo son expuestos a
peligros que obstaculizan su crecimiento y desarrollo…”, y en la cual los
participantes asumen el compromiso de emprender un esfuerzo conjunto y
hacer un llamado urgente “para que se dé a todos los niños y niñas un futuro
mejor” (par. 1). Porque si bien es innegable que los participantes de esa cumbre
seguramente también pretendían un mejor presente para cada niña y niño, el
hecho revelador es que se refieren al futuro, no al presente; se refieren a un
tiempo “todavía no” para un adulto “todavía no”. Del mismo modo, la
Declaración del Milenio, adoptada en 2000 por la Asamblea General de la
ONU131, señala en su párrafo I.2: “…En nuestra calidad de dirigentes, tenemos,
pues, un deber que cumplir respecto de todos los habitantes del planeta, en
especial los más vulnerables y, en particular, los niños del mundo, a los que
pertenece el futuro”. Entonces, a “los niños”, es decir, a los más vulnerables,
pertenece el futuro, por lo que suponemos que el presente es sólo propiedad de
los invulnerables adultos (ver sección 1.3.ii).

Si nos detenemos con más detalle en la CDN, descubrimos que el impulso


desarrollista la atraviesa de principio a fin. Ya desde el Preámbulo se reconoce
que el crecimiento “en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y
comprensión”, es fundamental para el pleno y armonioso desarrollo de la
personalidad del “niño”. El artículo 5 CDN consagra el respeto a “padres” o
demás responsables del “niño” para “impartirle, en consonancia con la evolución
de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los
derechos reconocidos en la presente Convención” (cursivas nuestras); el artículo

130
En http://www.unicef.org/wsc/declare.htm consultado el 17 de enero de 2010.
131
A/RES/55/2; en http://www.un.org/spanish/millenniumgoals/ares552.html, consultado el 24 de
septiembre de 2012.

246
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

14.2 dice que se respetarán los derechos y deberes de “padres”, o demás


responsables, en la guía del “niño” en el ejercicio de su derecho de libertad de
pensamiento, conciencia y religión, “de modo conforme a la evolución de sus
facultades” (cursivas nuestras); y el artículo 18.1 señala que “ambos padres [o
los respectivos responsables] tienen obligaciones comunes en lo que respecta a
la crianza y el desarrollo del niño”, y que a ellos incumbe “la responsabilidad
primordial de la crianza y el desarrollo del niño” (cursivas nuestras), añadiendo el
artículo 27.2 que “los padres”, o demás personas a cargo del “niño”, también son
los responsables de proporcionar las “condiciones de vida” necesarias para su
desarrollo (con la ayuda, en la medida de sus posibilidades, de los respectivos
Estados [art. 27.3 CDN]). El Comité ha señalado que “la evolución de las
facultades” de que hablan los artículos precedentes se refiere a “procesos de
maduración y de aprendizaje por medio de los cuales los niños adquieren
progresivamente conocimientos, competencias y comprensión” (Comentario
General N° 7, par. 17). Es decir, la CDN establece que la crianza ha de estar
acompasada con y guiada por el desarrollo de niñas y niños (ver Lansdown
2005), y que el goce y ejercicio de sus derechos “progresa” de la mano de la
evolución de sus facultades, es decir, de la mano de su desarrollo. Pero también
de la mano de sus padres y madres, y sin desmerecer la necesaria mención y rol
de éstos, cabe tener en cuenta la prevención de Daiute (2008: 712-3), que ve un
excesivo énfasis socializador, jerárquico, vertical en el rol que la CDN les encarga
a éstos, ya que “da a entender que, en última instancia, la opinión de la niña o
niño termina reproduciendo la de padres y madres, y, más todavía, que por
definición éstos nunca limitarían los derechos de sus hijas e hijos”132.

En seguida, el artículo 27.1 CDN reconoce “el derecho de todo niño a un nivel de
vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social”
(cursivas nuestras), y el artículo 29.1.a establece que la educación debe estar
encaminada a “desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y
física del niño hasta el máximo de sus posibilidades…” (cursivas nuestras). Sobre
los propósitos de la educación, enunciados en los cinco incisos del párrafo 1 del

132
Esta prevención se ve justificada al considerar, por ejemplo, el artículo 18 de las “Directrices de
las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil”, de 1990 (Directrices de Riad
1990), que establecen que “es importante insistir en la función socializadora de la familia y de la
familia extensa; es igualmente importante reconocer el papel futuro, las responsabilidades, la
participación y la colaboración de los jóvenes en la sociedad” (artículo 18), o sea, que establece el
rol fundamental de padres y madres en la socialización del niño o niña presente hacia el futuro
adulto que es causa final de toda crianza.

247
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

artículo 29, el Comité de los Derechos del Niño ha comentado que ellos: “están
directamente vinculados con el ejercicio de la dignidad humana y los derechos
del niño, habida cuenta de sus necesidades especiales de desarrollo y las diversas
capacidades en evolución” (cursivas nuestras), siendo los objetivos “el desarrollo
holístico del niño hasta el máximo de sus posibilidades” (Comentario General N°
1, par. 1, cursivas nuestras). La educación a la que “el niño” tiene derecho, sigue
el Comité, “es aquélla que se concibe para prepararlo para la vida cotidiana”,
con el objetivo de “habilitar al niño desarrollando sus aptitudes, su aprendizaje y
otras capacidades…” (par. 2, cursivas nuestras). La educación, en suma, que
busca preparar, habilitar y capacitar, es el camino propuesto por la CDN para el
desarrollo de “los niños”, y si éstos se deben desarrollar, entonces también se
deben educar. Esto explica mejor el llamado a implantar la enseñanza primaria
obligatoria para todos (art. 28.1.a CDN).

Avanzando en la CDN, su artículo 31 consagra el derecho del “niño” al juego que,


como ha dicho el Comité de los Derechos del Niño, es una actividad que “los
niños necesitan… para su desarrollo y socialización” (Comentario General Nº 12,
par. 115, cursivas nuestras), o sea, “esencial para el desarrollo de los niños”
(Comentario General Nº 17, par. 18, cursivas nuestras; y ver pars. 7, 8, 9, 14.c,
14.e, 21, 40, 43, 47, 56.a, 56.b). El Comité ha agregado que “el valor del juego
creativo y del aprendizaje exploratorio está ampliamente aceptado en la
educación en la primera infancia” (Comentario General N° 7, par. 34), y que el
juego y la recreación “contribuyen a todas las dimensiones del aprendizaje”
(Comentario General Nº 17, par. 9). En este sentido, precisa que la
implementación del artículo 31 es fundamental para garantizar el cumplimiento
del artículo 29, sobre la educación; que los derechos del artículo 31 son
beneficiosos para el desarrollo educativo de “los niños” y que, aunque relevante
para todos “los niños”, “el juego es particularmente importante durante los
primeros años de escolarización, en los cuales la evidencia científica ha
demostrado que el juego es un medio importante para el aprendizaje de los
niños” (Comentario General Nº 17, par. 27). Asimismo, al orientar sobre los
informes que han de presentar los Estados Partes, el Comité reúne al juego y la
educación en un único grupo de artículos sobre los que han de informar los
Estados (Orientaciones 2010: 8), y señala que los datos relativos a este grupo se
deben presentar desglosados en diez categorías distintas de las cuales sólo una
corresponde al juego (sobre el número de espacios públicos de juego), y otras
ocho -o incluso nueve, si se considera a la recreación “organizada” (por adultos)
como actividad educativa- se refieren a la educación (Orientaciones 2010: 17).
Como se ve, el Comité no sólo subsume el derecho al juego en el derecho a la
educación, sino que, tanto por el orden como por el número de menciones de

248
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

uno y otro en las Orientaciones (2010) dirigidas a los Estados Partes, se


desprende que subordina el derecho al juego al derecho a la educación, es decir,
al desarrollo. Por su parte, el Manual de Implementación de la CDN, publicado
por UNICEF, señala que “el juego contribuye mucho a la salud física y psicológica
de niñas y niños,” y añade que “muchas de las habilidades sociales, tales como la
negociación, el compartir y el autocontrol” se obtienen a través del juego con
otras niñas y/o niños, a la vez que, en “términos de desarrollo físico, es
fundamental que niñas y niños dediquen tiempo a ejercitar sus cuerpos”
(Hodgkin y Newell 2007: 472). A estos antecedentes que muestran el colapso de
juego, educación y desarrollo se deben sumar los trabajos preparatorios de la
CDN (OHCHR 2007), la interpretación explícita del exsecretario del Comité de los
Derechos del Niño (David 2006: 15), y la “Declaración sobre el Derecho del Niño
a Jugar” de la Asociación Internacional por el Derecho del Niño a Jugar o IPA
(antes ‘International Playground Association’), que es una ONG reconocida por el
Consejo Económico y Social de la ONU, con carácter consultivo ante la UNICEF, y
designada como Mensajera de la Paz por la ONU, todos los cuales coinciden en
interpretar que el derecho al juego de la CDN se refiere a un juego orientado al
desarrollo de niñas y niños, educativo, a la vez que supervisado.

Y así como el juego infantil es encumbrado por la CDN, a través de su conversión


en instrumento del desarrollo, el trabajo infantil es, inversamente, entendido
como un obstáculo para ese desarrollo, por lo que el artículo 32.1 CDN señala
que los Estados Partes deben proteger al “niño” “contra el desempeño de
cualquier trabajo que pueda ser peligroso o entorpecer su educación, o que sea
nocivo para su salud o para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral o
social”133.

Ahora bien, si para desarrollarse y socializarse hay que jugar (y no trabajar), y el


desarrollo y la socialización son el destino natural y primordial de niños y niñas,
no parece que el juego sea tanto su derecho, como su obligación. Ya lo dijimos
en la sección 1.7.ii al hablar del “buen juego” y de la influencia del desarrollismo
en la concepción del juego como el paraíso de las externalidades positivas. Y
también dijimos que los niños y niñas no suelen reconocer su juego en este
juego, que equivale a desarrollo, que equivale a educación: frente al juego como
tecnología de gobernabilidad, que reproduce la CDN, surge el juego como
resistencia, el juego de niñas y niños (ver sección 1.7.ii).

133
Volveremos en profundidad sobre el trabajo infantil en la sección 3.4.

249
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Esta subordinación del juego al desarrollo y la educación adquiere una nueva


dimensión una vez que uno y otros son cooptados por la kindercultura, de la que
hablamos en la sección 1.5.iii. Así se ve, por ejemplo, en el caso del Consejo
Internacional de las Industrias del Juguete, que es “la asociación de la industria
mundial de juguetes, que reúne asociaciones nacionales de veinte países”, y
cuya misión “es la promoción de los estándares de seguridad de los juguetes, la
reducción o eliminación de las barreras comerciales, y la consolidación de la
responsabilidad social en la industria”134. Esta asociación ha suscrito la
“Declaración sobre la Vital Importancia del Juguete”, originalmente redactada
por la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes, que señala por qué, a su
entender, “los juguetes son tan necesarios para el desarrollo y bienestar de las
niñas y niños”. Entre otras razones, se dice que “los juguetes promueven el
bienestar de niñas y niños”, y que son herramientas vitales en su “desarrollo
mental, físico, emocional y social”, a la vez que en el desarrollo de su “fantasía,
imaginación y creatividad”; que “los juguetes son instrumentos que promueven
el derecho al juego”, juego que es, a su vez, “esencial para el desarrollo
saludable”; que la falta de juego, luego, la falta de juguetes, “tiene graves
consecuencias en el desarrollo de los niños y niñas y en su futuro
comportamiento como adultos”; que los juguetes “promueven el derecho a la
educación, al motivar el juego y el aprendizaje”; o que “hay juguetes para todas
las etapas y edades del desarrollo del niño y niña”, los que “enriquecen la vida de
la familia al proporcionar diversión, alegría y comunicación entre todos los
miembros de la familia, independientemente de su edad”135 (ver Langer 2004).

Como se ve, esta Declaración enreda con desparpajo desarrollo infantil,


educación, juego y negocio: los juguetes son fundamentales para el juego, que
es fundamental para la educación y el desarrollo, lo que hace fundamental
reducir y eventualmente eliminar todas las barreras comerciales que afecten a la
industria del juguete (¿!). Al amparo de esta Declaración surge, por ejemplo en
España, el Observatorio del Juego Infantil, creado por la Asociación Española de
Fabricantes de Juguetes en 2011. Los “principales objetivos” de este
Observatorio son la promoción del derecho al juego del art. 31 CDN, el
seguimiento de su implementación, y el fomento de y concienciación “sobre la
importancia del juego y el juguete en el desarrollo de los niños,” impulsando “la
investigación sobre el papel del juego y el juguete en la infancia, mediante la

134
En http://www.toy-icti.org/about/whatis.html, consultado el 24 de febrero de 2012.
135
En http://www.toy-icti.org/resources/importanceoftoys.htm, consultado el 24 de febrero de 2012.

250
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

relación directa con universidades y especialistas en el sector”136. La


penetración social del ethos de la Declaración sobre la Vital Importancia del
Juguete explica, también, por qué una editorial del prestigio de la Oxford
University Press se presta para publicar un libro como Play = Learning (Singer et
al. 2006), que, como hacen constar sus editores, surge de una conferencia hecha
posible “gracias al generoso apoyo de [la industria transnacional de juguetes]
Fisher Price”, y en la cual el exdirector de Relaciones Públicas de esa empresa
actuó como guía (Singer et al. 2006: vii). En dicho libro, de hecho escribe la
Gerente del Departamento de Investigación Infantil de Fisher Price, ¡que dedica
tres páginas de apéndices de su artículo a mostrar las distintas posibilidades
educativas de diversos juguetes de Fisher-Price! Como veremos más adelante
(secciones 2.5.ii y 2.5.iii), esta relación subordinada de ocio a negocio, de
desarrollo infantil a desarrollo económico, permea todo el discurso de derechos
de “la infancia”.

Pero no nos adelantemos, y permanezcamos, de momento, en el desarrollismo


stricto sensu. Así como éste atraviesa y significa toda la CDN, también ha sido
suscrito y desarrollado como doctrina informadora expresamente por el Comité
de los Derechos de los Niños, en su Comentario General N° 7 sobre “Realización
de los Derechos del Niño en la Primera Infancia”. La primera infancia (que según
el párrafo 4 del Comentario dura hasta los 8 años), “es un período esencial
[“crítico” en su versión original inglesa] para la realización de los derechos del
niño… [pues es] la base de su salud física y mental, de su seguridad emocional,
de su identidad cultural y personal y del desarrollo de sus aptitudes” (par. 6.e,
corchetes nuestros). En seguida el Comité alienta a “los Estados Partes a vigilar la
disponibilidad y el acceso a servicios de calidad que contribuyan a la
supervivencia y desarrollo de los niños pequeños, en particular mediante una
recopilación sistemática de datos, desglosados según las principales variables
que presenten los antecedentes familiares y las circunstancias del niño…” (par.
12). El párrafo 13 se refiere a la “relativa inmadurez” de “los niños pequeños”,
que los hace dependientes “de autoridades responsables, que evalúan y
representan sus derechos y su interés superior en relación con decisiones y
medidas que afecten a su bienestar”. Por último, el párrafo 36 habla de la
“especial vulnerabilidad de los niños pequeños” que, “menos capaces de
comprender las adversidades” o de resistirlas, se encuentran en una situación de
riesgo para “su salud o desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social”. “Los

136
En http://www.aefj.es/noticias/?id=156, consultado el 16 de marzo de 2012.

251
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

niños pequeños”, sigue el Comité, “necesitan una consideración particular


debido al rápido desarrollo que experimentan; son más vulnerables a la
enfermedad, los traumas y las distorsiones o trastornos del desarrollo, y se
encuentran relativamente impotentes para evitar o resistir las dificultades,
dependiendo de otros para que les ofrezcan protección y promuevan su interés
superior”. Y concluye el párrafo 36 señalando que de “las investigaciones se
desprende que la atención institucional de baja calidad raramente promueve el
desarrollo físico y psicológico saludable y puede tener consecuencias negativas
graves para la integración social a largo plazo, especialmente en niños menores
de 3 años, pero también en niños de hasta 5 años de edad”.

Como se ve, el Comité hace suyos muchos de los presupuestos que ya hemos
criticado como propios del desarrollismo hegemónico. En primer lugar, la
referencia a un “período crítico” como base para todo el bienestar posterior, así
como la mención expresa del umbral de los 3 años, revelan que el Comité
suscribe la visión que criticamos en la sección 1.3.iii sobre el impacto indeleble
de los primeros años en el resto de la vida (i.e. que un fallo de origen puede
perjudicar y frustrar todo el proceso y su resultado, a saber, el adulto “normal”).
Del mismo modo, el aliento a que los Estados supervigilen el desarrollo infantil
mediante “una recopilación sistemática de datos, desglosados según las
principales variables que presenten los antecedentes familiares y las
circunstancias del niño…” (par. 12) pone al discurso de derechos de “la infancia”
en línea con aquella visión que criticamos en la sección 1.3.i según la cual,
conociendo ya al “niño”, pues, recordémoslo, hay sólo uno y el mismo “niño”, lo
que el Estado ha de hacer es verificar si los niños y niñas particulares se
desarrollan según se debe desarrollar el niño para, en caso de desvío, intervenir.
La presunción de que los primeros años son decisivos (sección 1.3.iii) sólo sirve
para reforzar esta necesidad de disciplinamiento pues, cuanto más relevante e
influyente se considere un período de la vida para todo el resto de la vida, más
susceptible de intervención, regulación y control será ese período,
especialmente si esa relevancia e influencia ni siquiera se refieren,
principalmente, al titular de la vida, como ya sugerimos en la sección 1.4, y sobre
lo que habremos de volver en seguida. Asimismo, el Comité se refiere al “niño”
(menor de 8 años) como vulnerable, dependiente, inmaduro, impotente, y en
riesgo. Es decir, se refiere a un “niño” que es física y emocionalmente
dependiente, pues física y emocionalmente incompetente, dando a entender,
entre otras cosas, que habría algo como la “competencia en sí”, y no diversas
“competencias para” (contextualmente determinadas). Esta visión del Comité es
central al desarrollismo y ya la criticamos latamente en la sección 1.3.ii.; y en el

252
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

ámbito del discurso de derechos de “la infancia”, ciertamente no es exclusiva de


este Comentario General.

En efecto, si hasta aquí hemos hecho un repaso crítico del desarrollismo


explícito, o literal, en la CDN y su sistema de significación (Daiute 2008 : 701), el
caso es que en cada una de la secciones precedentes de este capítulo 2 se habrá
podido reconocer una crítica implícita, o más o menos explícita, al desarrollismo
subyacente al discurso de derechos de “la infancia”. Así, en la sección 2.2 ya
dijimos que tal discurso considera que “los niños” son irracionales,
incompetentes, dependientes, vulnerables e inmaduros, pero que, también,
están en camino hacia la superación y remedio de todas estas limitaciones, es
decir, en camino hacia la adultez, y que para afirmar eso los autores se basan en
las conclusiones de la “ciencia” desarrollista (así Wald 1979, Campbell 1992,
Eekelaar 1992, Freeman 1992, Purdy 1994, Brighouse 2003, Fortin 2005, Campoy
2006). Por ejemplo, Fortin (2005) se cuelga del desarrollismo para señalar la
diferencia de niñas y niños, y Freeman (1992) y Eekelaar (1992) dan con un
abierto adultismo y racionalismo producto de seguir la “ciencia” desarrollista, en
la medida en que consideran que hay que llevar a la niña o niño al umbral de una
adultez racional y autónoma: “el niño” como devenir (adulto), camino de la
racionalidad, paso a paso, etapa a etapa, como comentamos y criticamos en la
sección 1.3.i.

Del mismo modo, las P’s de Protección y Provisión que comentamos en la


sección 2.3 son de clara inspiración desarrollista pues se construyen a partir de la
imagen del “niño” como necesitado de protección especial en razón de su
inmadurez, vulnerabilidad, dependencia, etc., y lo hacen jerárquicamente -un
adulto protector y proveedor protege y provee a un “niño” necesitado de
protección y provisión- de manera tal que resaltan aún más la diferencia y
otredad infantil, tan propias del desarrollismo según vimos a lo largo de la
sección 1.3. De hecho, como también comentamos en la sección 2.3, la CDN
siempre concibe al “niño” al alero de un adulto responsable, generalmente sus
“padres”, pues “el niño” está sólo preparándose para hacerse responsable (art.
29.1.d CDN), por lo que no parecería tener relaciones más que con ellos (y con
esto recordamos la sugerente apreciación de Burman [2008: 105] que referimos
en 1.3.i, según quien, a veces, parecería que para el desarrollismo el contexto del
“niño” es la madre o, en el caso de la CDN, “los padres”). Por su parte, la P de
participación, recluida en el artículo 12 CDN, como también vimos en la sección
2.3, está literalmente condicionada por criterios desarrollistas, tanto en lo
relativo al significado de “estar en condiciones de formarse un juicio propio”,

253
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

como en lo relativo a la valoración de la “edad y madurez del niño o niña” (ver


Smith 2002).

En la sección 2.4 criticamos que el discurso hegemónico encarnado por la CDN


prescindiera cualitativamente de los contextos de las niñas y niños, y en esto
también es tributario del desarrollismo. En la medida en que el desarrollo es
endógeno, o sea surgido de la naturaleza del niño o niña, el contexto deja de ser
cualitativamente relevante, como criticábamos en la sección 1.3.i. El “niño en
desarrollo”, como “el niño” de la CDN, es una abstracción universal (ver sección
2.4.i). Como dice Mayall (2000: 245), la CDN responde a “la idea occidental de lo
que es ser persona” y concibe a “un niño universal, individual, y
descontextualizado… que se encuentra en una trayectoria específica del
desarrollo”. En este sentido, el discurso hegemónico que vehicula la CDN
prescinde también de la diversidad de infancias existentes en el mundo, pues
considera que habiendo sólo una infancia, también han de haber sólo unos
derechos. Vimos que Thomas Hammerberg y Adam Lopatka, exmiembros del
Comité de Derechos del Niño, sostienen esta visión descontextualizada (sección
2.4.ii), como si los derechos humanos fueran a-culturales, según el primero, y
como si el desarrollismo fuera irrefutable, y todos los niños y niñas se
desarrollaran de forma natural, uniforme e igual (que el abstracto y universal
niño-modelo de la infancia hegemónica), según el segundo. Si el desarrollismo
hegemónico es un caso de “pensar localmente, actuar globalmente” (Gergen et
al. 1996: 500), construir la CDN en torno al concepto de desarrollo “promueve
estándares globales para juzgar las infancias de otros pueblos” (Woodhead 2011:
51).

Siguiendo con el paralelo entre la descontextualización del desarrollismo y la de


la CDN, la racionalidad a la que apunta como destino el discurso de derechos de
“la infancia”, como mostramos en la sección 2.4.iii, es aquélla que en la sección
1.3.ii llamamos inteligencia racionalista, propia del individuo aislado de la
tradición occidental que reproduce el desarrollismo, un individuo que se plantea
como la forma “normal” de ser sujeto (Henriques et al. 1984: 102). Dijimos que
era difícil que la CDN tuviera otro concepto de inteligencia y subsiguiente
competencia porque ha abstraído al “niño” de sus vínculos comunitarios, de su
ser comunitario, pero ello significa dejar en fuera de juego a lo que llamamos
“inteligencia comunitaria”, prevalente en el mundo mayoritario y que es un
talento encaminado a la armonía comunitaria, y a las correspondientes
competencias que surgen de la interdependencia y la mutua responsabilidad.

254
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Por último, de la lectura de la sección 2.4.iv se desprende que, según el discurso


de derechos hegemónico, el “derecho” de niñas y niños, de todas las niñas y
niños, es a vivir una “verdadera” infancia, y no hay otra infancia verdadera que la
infancia hegemónica (ver sección 1.6, y Burman [2008: 77], ahí referida). Esto
equivale a decir que no hay derecho a infancias alternativas, y de ahí que
habláramos de “infancias proscritas”, lo que engarza con la hegemonía y afán
normativo que constituyen al desarrollismo (sección 1.4). Si todo se juega en el
desarrollo, dijimos, no sólo ni principalmente para los niños y niñas, el desarrollo
debe ser un proceso vigilado y controlado: el niño o niña tiene derecho a
desarrollarse pero, sobre todo, tiene la obligación de ejercer ese “derecho”. El
desarrollismo, encarnado en la CDN, surge como una práctica de normalización,
un administrador social, un discurso disciplinador de cada niña y niño, de sus
familias y la sociedad, que actúa con la autoridad de la “ciencia” natural y que no
sólo indica cuál es el caso, sino cuáles deben ser todos los casos, todos los niños
y niñas, y todas las infancias137.

El niño o niña es disciplinado, y con ello sus derechos recortados, o minimizados


como decía la entonces presidenta del Comité de los Derechos del Niño (ver
sección 2.3), en primer lugar para (en nombre de) su desarrollo. Como hemos
visto hasta aquí, la infancia hegemónica tiene como destino convertirse en la
adultez hegemónica, ese adulto racional, individual, productivo, democrático, en

137
Sobre desarrollismo, derechos de “la infancia” y control, ver también el artículo 1.2 de las
“Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores”, de 1985
(Reglas de Beijing 1985), que establece que “los Estados Miembros se esforzarán por crear
condiciones que garanticen al menor una vida significativa en la comunidad fomentando, durante
el período de edad en que el menor es más propenso a un comportamiento desviado, un proceso
de desarrollo personal y educación lo más exento de delito y delincuencia posible…”. Entonces,
según la Asamblea General de la ONU, habría un período crítico en que niñas y niños, sólo por el
hecho de ser tales y tener determinada edad, serían más propensos a “un comportamiento
desviado”, lo que da nuevos bríos al afán normativo del desarrollismo (sección 1.4), que primero
construye una etapa del desarrollo proclive a la “desviación”, y luego se erige como guardián del
recto –i.e. no desviado- desarrollo. Y si bien “los padres” son encomendados con la misión directa
de cuidar y promover el desarrollo de sus “hijos”, este desarrollo es demasiado importante como
para quedar entregado al mero arbitrio de “padres”. Es por eso que el artículo 16 de las Directrices
de Riad (1990), documento también convenido por la Asamblea General de la ONU, para prevenir
la delincuencia juvenil, estipula que “Se deberán adoptar medidas y elaborar programas para dar a
las familias la oportunidad de aprender las funciones y obligaciones de los padres en relación con
el desarrollo y el cuidado de sus hijos, para lo cual se fomentarán relaciones positivas entre padres
e hijos, se hará que los padres cobren conciencia de los problemas de los niños y los jóvenes y se
fomentará la participación de los jóvenes en las actividades familiares y comunitarias”. Disciplina
sobre disciplina.

255
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

suma, “normal”. Se apela a la ciencia como autoridad objetiva y neutral que


puede y debe guiar la infancia, lo que se muestra de manera diáfana en el
informe ya citado del “Centro del Niño en Desarrollo” de la Universidad de
Harvard (sección 1.4), que llama a no desperdiciar “la oportunidad sin
precedentes de lanzar una nueva era, científicamente guiada, de políticas sobre
la infancia” (Dev. Child Harvard 2007: 7). Como ha dicho Huber (1993: 225), “el
imperio del derecho es una gran cosa, pero ni la mitad de grande que el imperio
de los hechos…; parte de estos hechos dependerán de las leyes de la ciencia
que… representa la ley más noble de todas”. Esta apelación a la ciencia, que
reviste al desarrollismo y al derecho que lo reproduce de un incontestable manto
de autoridad, es una herencia típicamente moderna, que presenta afirmaciones
normativas como afirmaciones científicas (transformar la necesidad de controlar
y regular el crecimiento en una “psicología del desarrollo”), a la vez que presenta
afirmaciones científicas como afirmaciones normativas (transformar esa
psicología del desarrollo en una Convención de los Derechos del Niño) (ver
Santos 2009: 36). La referencia mutua de la normatividad “científica” de la
psicología del desarrollo y la normatividad jurídica del discurso de derechos de
“la infancia” viene a reforzar aún más las pretensiones de validez de los
postulados de éste, dotándolo de un estatus naturalizado, como si manifestara
lo normal, natural y universal (Burman 1996: 61).

Con todo, el disciplinamiento no se agota en el desarrollo individual de niñas y


niños, que es su objetivo inmediato. En primer lugar, se debe tener presente que
el desarrollo infantil es una industria de la que se benefician, sobre todo, los
adultos. Como dice en un sugerente artículo David Oldman (1994), los niños y
niñas viven su desarrollo para beneficio inmediato de los adultos. Su crecimiento
es controlado por los adultos, quienes crean un trabajo con niñas y niños
(childwork), o sea, trabajo hecho por los adultos en la organización y control de
las actividades infantiles, sean profesores de guardería, de escuela, trabajadores
sociales, psicólogos del desarrollo, psicopedagogos, cuidadores, etc. Los niños y
niñas, y sus actividades, configuran el objeto del trabajo de estos adultos.
Aparentemente, la actividad de crecimiento o desarrollo reportaría valor tanto a
quienes crecen y se desarrollan, que se harían con el capital social o humano que
necesitarán en su vida adulta (recordar Qvortrup 2001, en sección 1.5.ii.ii), como
a los adultos que trabajan para facilitar y asegurar tal crecimiento y desarrollo,
que son remunerados por ese trabajo. Sin embargo, lo que sugiere Oldman
(1994: 155) es que el valor para los adultos crece a expensas del valor para los
niños y niñas, es decir, que los primeros explotan a los segundos, lo que
constituye, para el autor, un modo generacional de producción: se “produce”
capital humano a través de la actividad de niños y niñas pero mucho de ese

256
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

capital es expropiado por los adultos. En otras palabras, la calidad de vida de los
adultos mejora por su control del proceso de crecimiento y desarrollo de niños y
niñas, que en la infancia hegemónica constituye la actividad infantil por
antonomasia, en la misma medida en que la calidad de vida de niños y niñas
empeora (Oldman 1994: 163) o, dicho de otro modo, el aumento de valor del
trabajo con niños y niñas no se refleja, necesariamente, en el aumento de capital
humano que ellos obtienen (1994: 164).

La tesis de Oldman debe ser tomada con cautela, como él mismo dice, ya que
requiere de un mínimo contraste empírico que el autor no entrega. Sin embargo,
nos hace mucho sentido a la luz de lo que venimos exponiendo, especialmente si
consideramos que, como dice Oldman (1994: 164), y como hemos visto que
pontifica tácitamente el desarrollismo, “no hay nada ‘normal’ hecho por la niña o
niño que no sea, también, en el corto plazo, de interés económico para los
adultos que lo supervisan”. Como lo ‘anormal’ es también de interés para los
adultos, todo lo que hacen niños y niñas termina siendo económicamente
interesante, i.e. rentable, para los adultos, y de ahí el potencial de la tesis de
Oldman. Entonces, las niñas y niños viven el desarrollo (o, más bien, sufren su
disciplinamiento), pero son los adultos quienes viven, y lucran, del desarrollo.

ii. Disciplinamiento de Niñas y Niños para (en nombre de) el Desarrollo


Socioeconómico

Ya dijimos, aunque no en el sentido sugerido por David Oldman, que el


desarrollismo padece un acuciante adultismo, pues el desarrollo está modelado
tras el adulto que el niño o niña devendrá, y está custodiado y regulado por el
adulto al cuidado de aquél o aquélla, sea que “trabaje con niños y niñas” o no.
Pero el disciplinamiento impuesto por el desarrollismo no acaba aquí. En la
sección 1.4 adelantamos que el niño o niña también es disciplinado, o sobre todo
es disciplinado, para (en nombre de) el desarrollo de la sociedad, de los países.
“Hay una interdependencia entre el desarrollo infantil y el desarrollo económico
y social”, dice Geraldine Van Bueren (1995: 294) que participó en la redacción de
la CDN. Comentando la redacción del borrador de la CDN, señala que
[e]l derecho al desarrollo es el derecho de los individuos, los grupos, y podría
decirse que de los pueblos a participar, contribuir y disfrutar de un continuo
desarrollo económico, social, político y cultural, en un entorno en el que
todos los derechos humanos puedan hacerse realidad… Al presentar el
borrador que se convirtió en el artículo 6 [CDN, sobre el derecho a la vida,
supervivencia y desarrollo de niñas y niños], India argumentó enérgicamente

257
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

que el concepto de desarrollo era necesario para reforzar la noción de


supervivencia. En concreto, en relación con las niñas y niños, el derecho al
desarrollo tiene otra faceta interrelacionada. El derecho al desarrollo también
se refiere a la salud y al desarrollo de cada niña y niño a un nivel que le
permita beneficiarse del ejercicio de todos sus demás derechos (Van Bueren
1995: 293, corchetes nuestros).

O sea que en la historia de la CDN se transluce que, al parecer, primero surge el


derecho de las sociedades o países a desarrollarse, y sólo luego el derecho de
niñas y niños, en el sentido del desarrollismo, a hacerlo. Así lo hace explícito el
referido informe del “Centro del Niño en Desarrollo” de la Universidad de
Harvard, para el cual el desarrollo de niñas y niños sirve a –está al servicio de- el
desarrollo nacional, habiéndose de promover la intervención temprana producto
del impacto de los primeros años (Dev. Child Harvard 2007: 7). El Informe de
UNICEF Estado Mundial de la Infancia, de 2001, sobre “la primera infancia”,
también resalta el impacto indeleble de los primeros años, y la incidencia del
desarrollo infantil en el “progreso de los países”, llamando a la intervención
temprana, so riesgo de paralizar el desarrollo de niños y niñas, y por ende, de
toda la sociedad (UNICEF 2001). También dijimos en la sección 1.4 que el Banco
Mundial suscribe la tesis de que “todos los niños y niñas progresan según una
secuencia identificable de crecimiento y cambio físico, cognitivo y emocional”
(Banco Mundial 2012a), que los conduce hacia lo que hemos llamado inteligencia
racionalista, y promueve la intervención en la infancia temprana, pues “un sano
desarrollo cognitivo y emocional en los primeros años se traduce en beneficios
económicos tangibles”, y porque, de hecho, es más barato intervenir
tempranamente que corregir y reparar a futuro. Asegurar el desarrollo saludable
“es una inversión en la futura fuerza laboral de un país y en su capacidad para
prosperar económicamente y como sociedad” (Banco Mundial 2012b). La
edición de 2004 del Manual de Implementación de la CDN que publica UNICEF
llamaba al “niño” “a llegar a ser un miembro útil de la sociedad” (Hodgkin y
Newell 2004: 505), esto es, a desarrollarse hacia aquello que debe llegar a ser,
que no es otra cosa que un miembro útil a y para la sociedad. La edición de 2007
del mismo Manual ya no hace tal referencia expresa a la utilidad futura de niñas
y niños, pero, comentando el artículo 31 CDN, incluye una frase reveladora de la
subordinación del desarrollo individual al desarrollo social: “la naturaleza
azarosa y anárquica del juego no parece contribuir de manera evidente a la
economía nacional, o al perfil internacional”, para luego puntualizar que, no
obstante esa impresión, las ventajas del juego son muchas tanto para el
desarrollo como para la socialización infantil (Hodgkin y Newell 2007: 472). El
comentario y la aclaración plantean una interpretación inevitable: una

258
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

justificación que no pase del aquí y ahora, del presente del niño o niña, en este
caso de su gusto por jugar azarosa y anárquicamente, no parece suficiente
justificación de un derecho de los niños y niñas. Sus derechos, y su desarrollo, se
tienen que leer a la luz de intereses superiores, en este caso, de “la economía
nacional y el perfil internacional”. La misma prelación plantean algunos de
quienes se definen como abogados de los derechos de la infancia, para quienes
“los niños y niñas son el futuro; invertir en su educación, salud y bienestar y
protegerlos de la explotación fortalece a las comunidades y contribuye a un
desarrollo nacional sostenible; nada puede ser más sencillo…” (Ensalaco y Majka
2005: 1)138.

De este modo el niño o niña se (re)escribe como objeto o medio para el


desarrollo de su país (ver también Burman 2008: 293-294). Si esto es así,
tenemos que volver a preguntarnos si su desarrollo puede ser, realmente, sólo
un derecho para él o ella. Y la respuesta obvia es que no, que una vez colapsado
el desarrollo individual con el desarrollo social lo que queda no es ni siquiera el
supuesto proceso de maduración del ser humano, de un nivel inferior a uno
superior, sino que la producción de un sujeto al servicio de estructuras que lo
trascienden, la mera transformación del “niño del Banco Mundial” en el “adulto
del Banco Mundial” (ver sección 1.4). El telos del desarrollismo es un individuo
adulto, racional, aislado, competente y productivo que está en función de y
responde a determinado modelo socioeconómico, y el desarrollismo normaliza,
controla y disciplina para asegurar la reproducción de ese individuo, necesario
para la reproducción de ese sistema socioeconómico, a saber, el capitalismo139.
En palabras certeras de Burman (2008: 26):

138
Las Reglas de Beijing (1985) establecen que “la justicia de menores se ha de concebir como una
parte integrante del proceso de desarrollo nacional de cada país y deberá administrarse en el
marco general de justicia social para todos los menores, de manera que contribuya a la protección
de los jóvenes y al mantenimiento del orden pacífico de la sociedad” (artículo 1.4). La justicia de
niños opera, entonces, como el último reducto donde tratar de asegurar el desarrollo individual -
de disciplinar al niño- y, con éste, el desarrollo nacional.
139
Ver, entre otros Lichtman (1987: 128), Belden Fields y Narr (1992: 19), Douzinas (2000: 225-
226), Cannella y Viruru (2004: 4), Vandenbroeck y Bouverne-De Bie (2006: 134). Para una visión
matizada, desde el interior de este paradigma crítico, ver Stephens (1995: 15), quien señala que “la
relación entre las necesidades de la economía industrial moderna y la socialización y educación
infantil en la casa y el colegio nunca ha sido simple”. Stephens quiere enfatizar que el rol de los
niños y niñas en la construcción de la realidad moderna es más importante que el de ser meras
herramientas al servicio del capitalismo, lo cual es cierto, y ya lo hemos dicho al hablar de la

259
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

[E]l impulso hacia la racionalidad en los modelos de desarrollo puede ser un


reflejo de la racionalización del capitalismo llevada a cabo a nivel de los
procesos psíquicos individuales, más que a nivel de procesos industriales. Las
normas y los hitos que estructuran la psicología del desarrollo presentan una
imagen de graduación ordenada y progresiva a través de etapas hacia una
cada vez mayor competencia y madurez. Podemos ver aquí la modelación de
un tipo ideal de ciudadano-sujeto que es cognoscible, conocido, dócil y
productivo...; transformar el complejo desorden del desarrollo individual en
pasos ordenados hacia la madurez explicita los intereses sociales que buscan
mantener el control social dentro y entre los grupos sociales y las naciones140.

iii. Disciplinamiento de los Países “en Desarrollo” para (en nombre de) el
Desarrollo Socioeconómico

El entrelazamiento y subordinación del desarrollo infantil al desarrollo


socioeconómico cobra distinta significación según de qué países o sociedades
estemos hablando. Los diversos documentos, cartas de derechos y declaraciones
reconocen una realidad compuesta por “países desarrollados” y “países en
desarrollo”, por lo que es lógico que sean estos últimos los que más padezcan el
disciplinamiento de un discurso que, precisamente, conmina al desarrollo. La
consagración del llamado derecho de los países al desarrollo, de que hablaba
Van Bueren más arriba, precede cronológicamente a la consagración del derecho
de las niñas y niños al desarrollo de la CDN, y aunque consagra formalmente el
derecho de todos los países al desarrollo, es evidente que, si se asume que ya
hay países desarrollados, los verdaderos destinatarios sólo sean los países que
aún están “en desarrollo”. En concreto, la Declaración sobre el Derecho al
Desarrollo (41/128)141 fue adoptada por la Asamblea General de la ONU en 1986,
tres años antes que la CDN, y, entre otros, su artículo 4.2 habla de la necesidad
de “una acción sostenida para promover un desarrollo más rápido de los países
en desarrollo” (cursivas nuestras). La Declaración de Viena y Programa de

agencia infantil. Pero eso no quita que, desde el punto de vista desarrollista, central a la infancia
hegemónica, los niños y niñas sean instrumentales al desarrollo económico, es decir, al capital.
140
No se puede confundir esta subordinación de niños y niñas al desarrollo nacional, con la
interdependencia de obligaciones y derechos de que son sujetos en muchas culturas del mundo
mayoritario, y que presentamos como ejemplo de participación (ver sección 2.4.iii). En el caso del
desarrollo de que hablamos ahora, niños y niñas parecen mucho más objetos útiles al desarrollo de
“su” país, que sujetos constructores del bienestar de su comunidad.
141
En http://www2.ohchr.org/spanish/law/desarrollo.htm, consultado el 7 de marzo de 2013.

260
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Acción142, de 1993, dice, entre otras cosas, que “la comunidad internacional
debe apoyar a los países menos adelantados que han optado por el proceso de
democratización y reforma económica, muchos de los cuales se encuentran en
Africa, a fin de que realicen con éxito su transición a la democracia y su
desarrollo económico” (par. I.10, cursivas nuestras); que el derecho al desarrollo
es un “derecho universal e inalienable” y “parte integrante de los derechos
humanos fundamentales” (par. I.10); y que quienes participan “en la
cooperación para el desarrollo deben tener presentes las relaciones mutuamente
complementarias entre el desarrollo, la democracia y los derechos humanos”
(par. II.74, cursivas nuestras). Por último la Declaración del Milenio, ya referida,
está atravesada por referencias a los países “en desarrollo” y tiene el claro
propósito de llevar el desarrollo a todo el mundo, en especial a esos países.

La CDN, que no sólo habla del desarrollo infantil, recoge el entrelazamiento


entre éste y el desarrollo social, así como la inspiración asistencialista,
paternalista y neocolonialista de las declaraciones recién citadas. En su
Preámbulo la CDN reconoce “la importancia de la cooperación internacional para
el mejoramiento de las condiciones de vida de los niños en todos los países, en
particular en los países en desarrollo,” dando a entender que “los niños” del
mundo mayoritario están más necesitados, o viven derechamente una peor
infancia que los del mundo minoritario, y que para salir de esa situación
dependen de la ayuda de ese mundo minoritario. Con el mismo tenor, esta
mención se repite en los artículos 23.4 y 24.4, que hablan de responder a las
necesidades de los países en desarrollo en materias de atención a “los niños”
impedidos y de derecho a la salud, usando dos palabras –“necesidades” y
“desarrollo”- con las que el discurso de derechos de “la infancia” identifica al
propio niño o niña: un indigente en tránsito. El artículo 28.3, por último, es una
verdadera invitación a la (re)colonización:

Los Estados Partes fomentarán y alentarán la cooperación internacional en


cuestiones de educación, en particular a fin de contribuir a eliminar la
ignorancia y el analfabetismo en todo el mundo y de facilitar el acceso a los
conocimientos técnicos y a los métodos modernos de enseñanza. A este
respecto, se tendrán especialmente en cuenta las necesidades de los países
en desarrollo (cursivas nuestras).

142
A/CONF.157/23, 12 de julio de 1993; en http://www2.ohchr.org/english/law/pdf/vienna.pdf,
consultado el 26 de enero de 2010.

261
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Por su parte, el Comité de los Derechos del Niño ha hecho un llamamiento a los
Estados Partes, a las organizaciones no gubernamentales y a los agentes
privados “para que señalen y eliminen los posibles obstáculos al disfrute de estos
derechos [juego, esparcimiento, recreación] por parte de los niños más
pequeños, como parte, entre otras cosas, de las estrategias de reducción de la
pobreza”, es decir, reproduce la puesta en función del derecho de “los niños” al
desarrollo con el derecho de los países al desarrollo (Comentario General N° 7,
par. 34, corchetes nuestros). Luego recomienda, en razón de las limitaciones de
recursos que afectan a muchos Estados, “que las instituciones donantes, entre
ellas el Banco Mundial, otros organismos de las Naciones Unidas y los donantes
bilaterales apoyen, financiera y técnicamente, los programas de desarrollo en la
primera infancia y que éste sea uno de sus principales objetivos en la asistencia
al desarrollo sostenible en países que reciben ayuda internacional” (Comentario
General N° 7, par. 42). Dicho más sencillamente: los programas de desarrollo
infantil se plantean como una parte de la estrategia de desarrollo sostenible de
los países “en desarrollo”, es decir, el desarrollo de niñas y niños sirve para el
desarrollo de los países. UNICEF aporta lo propio en su informe Estado Mundial
de la Infancia 2003, sobre Participación Infantil:

Lo que resulta evidente es que si los gobiernos y los organismos nacionales y


los diferentes aliados internacionales no se ocupan de los derechos y el
bienestar de los niños, no será posible alcanzar los objetivos de desarrollo. Y
si no se cumplen los Objetivos de Desarrollo para el Milenio ni los
compromisos alcanzados en la Sesión Especial de las Naciones Unidas en
favor de la Infancia, no cabe duda de que la pobreza persistirá y la
democracia languidecerá (UNICEF 2002: 12-13).

Los países a que se refieren todos estos documentos están, como los describe la
propia CDN, “necesitados” y “en desarrollo”, es decir, son “niños”, o al menos
son concebidos como tales, infantilizados. Son países necesitados de un
desarrollo que no tienen y que sólo pueden obtener, aparentemente, de los
países “desarrollados” –i.e. del mundo minoritario-, con sus modelos de
desarrollo, educación, salud e infancia. Pues si el desarrollo del niño-humano
nunca se deja sólo en manos del niño-humano, el desarrollo del niño-país
tampoco puede dejarse sólo en manos del niño-país. Puede ser útil leer esto a la
luz de la metáfora de los derechos humanos elaborada por Mutua (2002: 28-9),
compuesta del salvaje (que viola los derechos humanos), la víctima, y el
salvador. La víctima (de violaciones a los derechos humanos) al interior de esta
metáfora es: “débil (vulnerable), simpática e inocente”, características que, si
predicadas de un adulto se pueden entender como circunstanciales (a pesar de

262
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

que, según Matua, el discurso de derechos humanos las ha querido hacer


permanentes en los nativos de Africa y el resto del mundo), cuando predicadas
de un niño o niña -de “el niño”- se entienden como ontológicas, de la naturaleza,
constitutivas de la infancia hegemónica. Esto explica hasta qué punto el
encuentro del discurso de la infancia hegemónica con el discurso de los derechos
humanos, que da origen al discurso de derechos de “la infancia” que vehicula la
CDN, tiene la capacidad de convertirse en una verdadera aplanadora retórica en
manos de los “salvadores” (adultos) encargados de hacerlo valer en favor de las
“víctimas” (niñas y niños). Y si estas víctimas cuyo desarrollo hay que salvar,
proteger y fortalecer viven en un país que está, ¡él mismo!, en desarrollo, se
entiende mejor la incuestionable legitimidad con que el mundo minoritario
interviene y debe intervenir en las infancias del mayoritario.

Detengámonos un poco más en esta pendiente o centrifugadora (que baja o gira


desde los “países-adultos-desarrollados” hacia los “países-niños-en-desarrollo”)
instalada en el centro mismo del discurso de derechos de “la infancia”. Si hemos
dicho que el niño o niña se disciplina tanto para su propio desarrollo como para
el desarrollo nacional, esta “pendiente” de que hablamos sugiere que los propios
países también son disciplinados para (en nombre de) su desarrollo. Son estos
países del mundo mayoritario los que, dentro del paquete del desarrollo,
reciben, tienen que recibir, un modelo de infancia (hegemónica) que no es la
suya (Burman 2008: 293-294), exportada por el mundo minoritario en nombre
de los derechos de niñas y niños (Boyden 1997). La globalización del discurso de
derechos de “la infancia”, encarnado en la CDN, sería mera continuación del
ímpetu que bajo signo imperialista viene esparciendo la construcción de la
infancia occidental por muchas partes del mundo desde el siglo XVIII (ver
Cunningham 2005: ix). Si el colonialismo puede entenderse en muchos sentidos
“como una guerra contra lo pre-moderno, un gran proyecto que expandió las
verdades de la razón y el racionalismo por el mundo” (Cannela y Viruru 2004:
32), la globalización de la infancia puede entenderse como una guerra contra
todas las infancias pre-modernas, o sea, que no son la hegemónica. El reclamo
de bondad del discurso de derechos de “la infancia” funciona entonces como un
caballo de Troya intercultural, una herramienta de colonización y dominación
(Panikkar 1982: 89 y ss.) que no puede mantener en sordina su especificidad
cultural (ver secciones 2.4.ii y 2.4.iii), lo que dota de un nuevo dramatismo a la
proscripción de las infancias de que hablamos en la sección 2.4.iv. Ese caballo de
Troya es el “paquete del desarrollo” del que hablamos recién, que en la
Declaración de Viena de 1993 es reflejado por el colapso de “desarrollo”,
“democracia” y “derechos humanos” (par. II.74), y en el informe de UNICEF
sobre el Estado Mundial de la Infancia de 2003 se muestra en el colapso de

263
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

“democracia”, “niños” y “desarrollo” (ver Skelton 2007: 175). Entendidos ambos


colapsos juntos –y no pueden sino entenderse juntos- se revela que a los países
“en desarrollo” se les apremia con un “tómalo o déjalo” por el cual, si no abren
paso a la infancia hegemónica, y su modelo de desarrollo, se les cierra el paso al
desarrollo (socioeconómico), a los derechos humanos y a la propia democracia.
Las consecuencias de este tipo de disciplinamiento son de sobra conocidos
desde la época colonial, y se entienden mejor al rastrear la genealogía del
“derecho” al desarrollo.

iv. Disciplinamiento de los Países “en Desarrollo” para (en nombre de) los
Países “Desarrollados”.

Rajagopal (2003) explica que al terminar la Segunda Guerra Mundial, y con el


desmoronamiento del mundo colonial, fue consolidándose lentamente un nuevo
modo de relación entre el mundo minoritario y el mundo mayoritario, que ya no
estaría centrado en el colonialismo, y su pareja colono-colonizado, sino que en el
desarrollo y el par desarrollado-subdesarrollado. El término “tercer mundo” fue
de hecho acuñado por el demógrafo francés Alfred Sauvy en 1952 para reflejar
esta nueva relación jerárquica: un mundo (que aquí hemos llamado
“mayoritario”) a la zaga de otro (que hemos llamado “minoritario”), y en el cual
el “primer mundo” asumía el rol de ayudar, salvar, civilizar, democratizar, en
suma, mejorar al “tercer mundo” (hacer “de primera” lo que era sólo “de
tercera”). El “desarrollo”, entonces, resolvería por fin la endémica pobreza de las
antiguas colonias.

Todo este impulso desarrollista, como lo planteó el presidente de Estados


Unidos en 1949, era avalado por la ciencia y tecnología de ese “primer mundo”.
Decía Harry Truman en su discurso de investidura de enero de 1949, que había
llegado la era del desarrollo:

[D]ebemos embarcarnos en un atrevido programa para poner los beneficios


de nuestros avances científicos y progreso industrial al alcance de las áreas
subdesarrolladas, y así permitir su mejora y crecimiento… Más de la mitad de
la población del mundo vive en condiciones cercanas a la miseria. Su
alimentación es inadecuada, y son víctimas de la enfermedad. Su vida
económica es primitiva y está estancada. Su pobreza es un obstáculo y una
amenaza tanto para ellos como para las áreas más prósperas. Por primera vez
en la historia, la humanidad posee el conocimiento y el talento para aliviar el
sufrimiento de estas personas ... Creo que debemos poner a disposición de
los pueblos amantes de la paz los beneficios de nuestro acervo de

264
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

conocimientos técnicos con el fin de ayudarles a realizar sus aspiraciones a


una vida mejor. . . Nuestra meta debería ser ayudar a los pueblos libres del
mundo, por medio de sus propios esfuerzos, a producir más comida, más
ropa, más materiales para vivienda, y más poder mecánico para aliviar sus
cargas… El viejo imperialismo –explotación para lucro extranjero- no tiene
lugar en nuestros planes. Lo que anhelamos es un programa de desarrollo
basado en los conceptos de trato justo democrático ... Una mayor producción
es la clave para la prosperidad y la paz. Y la clave para una mayor producción
es una aplicación más amplia y más vigorosa del conocimiento científico y
técnico moderno143.

Truman da un paso más en “el paquete del desarrollo” al incluir la amenaza que
significa para el propio “primer mundo” la falta de desarrollo del “tercer
mundo”. Ya no es sólo que sin desarrollo no haya democracia ni derechos
humanos en el mundo mayoritario; es que la falta de desarrollo pone en riesgo
el desarrollo ya alcanzado por el mundo minoritario. Sin demasiado cinismo se
puede decir, entonces, que los países aún no desarrollados se deben desarrollar,
es decir, disciplinar, para (en nombre de) el bienestar de los países ya
desarrollados. Ante el riesgo para las “áreas más prósperas”, que supone una
amenaza de intervención muy poco velada, el presidente de las bombas
atómicas alude a la autoridad de la ciencia para justificar una mayor producción,
que habrá de acarrear la deseada prosperidad, paz y desarrollo. Sólo el
capitalismo “científico” podrá salvar a los pueblos de su atraso milenario, como
sólo el desarrollismo “científico” podrá producir adultos a la altura de dicho
capitalismo. Truman dice que no hay lugar para el “viejo” imperialismo, pero con
esa mera referencia ya hace implícito que lo que está planteando, el desarrollo
“científico”, es un nuevo imperialismo. De este modo se entiende mejor cuál es
la pobreza endémica que, entonces como ahora, quiere abolir el desarrollo: “no
otra que la ausencia de un tipo muy específico de riqueza capitalista”
(Niewenhuys 2007: 153).

El derecho internacional de los derechos humanos fue poco a poco recogiendo y


confundiéndose con esta ideología del desarrollo (Rajagopal 2003: 27), aun
cuando, formalmente, se ha planteado siempre como libre de influencias
colonialistas (Rajagopal 2003: 175). Así hasta dar con el derecho al desarrollo

143
En http://www.presidency.ucsb.edu/ws/index.php?pid=13282, consultado el 24 de septiembre
de 2012.

265
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

reconocido en las diversas declaraciones que ya hemos comentado y que, a la luz


de lo que venimos diciendo, también empieza a parecer, tal como en el caso de
niñas y niños, mucho menos un derecho que una obligación de desarrollo. Con la
Biblia del desarrollo en la mano, el abogado de los derechos humanos
contemporáneo, igual que el misionero cristiano, el administrador colonial, o el
mercader de la libre empresa, tiene delante una cultura “nativa” que obstaculiza
el desarrollo, y que por tanto debe ser transformada y reemplazada, poniendo
en su lugar lo universal, esto es, lo minoritario (Mutua 2002: 20-1; Rajagopal
2003: 206). El trayecto propuesto es ir de lo particular (cultura/tradición) a lo
universal (derechos humanos/modernidad) a través del desarrollo. Pero en el
fondo de lo que se trata es del sistema de derechos y libertades que necesita el
modo de producción capitalista para su funcionamiento exitoso. Así como el
modo de producción capitalista necesita niños y niñas desarrollados (o en
correcto desarrollo), también necesita países desarrollados (o en correcto
desarrollo) (Goodhart 2003: 955).

Con todo, la imposición de este desarrollo no ha supuesto, en general, el uso de


la violencia física porque se ha servido de un auténtico régimen de disciplina de
mercado (Evans 2005). La hegemonía global del capitalismo, del sistema de
mercado, con su énfasis en el crecimiento económico y el mercado libre, cuyas
supuestas bondades se han consolidado como de sentido común, otorga
relevancia internacional sólo a los derechos humanos que sirven a ese mercado,
y al modo de producción e intercambio del capitalismo contemporáneo,
básicamente, los relativos a la libertad, seguridad y propiedad. El apego a la
disciplina de mercado es supervigilado por agencias u organismos regionales e
internacionales, tales como la Organización Mundial de Comercio, el Banco
Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea (Evans 2005:
1056-1057). Pero las consecuencias de esta imposición, a pesar de la ausencia de
violencia física “literal”, son tan devastadoras como las que supondría el uso de
dicha violencia física.

La violencia que se comete en nombre del desarrollo es multiforme y se ve, por


ejemplo, en el continuo desplazamiento de comunidades enteras producto de la
construcción de presas para centrales hidroeléctricas, como es el caso del
desplazamiento de 33 millones de personas en la India, (Rajagopal 2003: 195), de
cientos de familias luego de la construcción de la presa El Cajón, en Honduras, en
un proceso de relocalización que fue, “en una palabra, un desastre” (Jackson
2005: 173), y de diversas comunidades pehuenche en el sur de Chile, producto
de la construcción de la central Ralco; se ve, también, en la inmisericorde
condicionalidad que los programas de ajuste estructural plantean a los

266
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

“beneficiarios” de los préstamos de instituciones como el Banco Mundial o el


Fondo Monetario Internacional, que conlleva, entre otros, la priorización del
pago de la deuda, la reducción o supresión de programas y subsidios sociales sea
en salud, educación, vivienda, etc., la privatización de servicios públicos, y la
creación de “escenarios favorables a la inversión” (eufemismo para la
precarización laboral, y las bajadas de impuestos a las empresas) (ver Lavalette
1999: 32; Rajagopal 2003: 34; Evans 2005: 1059; Niewenhuys 2007: 156; Liebel y
Saadi 2012: 113-115)144; se ve, asimismo, en la masiva perturbación y dislocación
social vinculada a la introducción de derechos de propiedad exclusivos y
excluyentes; o, por último, en la erosión de los valores locales o “tradicionales”
(¿mera “ignorancia” según el art. 28.3 CDN?) (Goodhart 2003: 955). Pero toda
esta violencia que aquí vemos permanece sustancialmente invisible, como tal
violencia, al discurso de derechos humanos. Este discurso está casado con un
modelo de Estado que lo concibe como garante del desarrollo económico
(Rajagopal 2003: 195-197), y con un modelo de ser humano racional,
competente y productivo -que Rajagopal define como el homo oeconomicus-
cuya búsqueda de realización personal está confinada a las posibilidades morales
de tal Estado y a las condiciones materiales del mercado global. Por ello el
discurso de derechos humanos es ciego ante la violencia causada por el
desarrollo económico que ese mismo discurso vehicula, a la vez que no puede
concebir la resistencia a esa violencia como una resistencia emprendida en
nombre de los derechos humanos (Rajagopal 2003: 199). No hay violencia, sino
el inevitable costo asociado al objetivo último del desarrollo y progreso
económico (Evans 2005: 1060)145.

144
A 2013, el disciplinamiento de los mercados, particularmente en el sur de Europa, y la
subordinación de gran parte de un continente y sus derechos a la voluntad de “los mercados”,
hacen patente y mucho más dramático lo expuesto por Evans.
145
No es de extrañar, entonces, que, más allá de los constreñimientos de forma propios de los
convenios internacionales, que sólo vinculan a sus Estados Partes, las políticas y decisiones de
entidades tales como el Banco Mundial, el FMI, la Organización Mundial de Comercio, las
empresas multinacionales y los bancos e instituciones financieras privados, no sean sometidas al
escrutinio del Comité de los Derechos del Niño, aun cuando causan un impacto altísimo en las
vidas de las infancias mayoritarias (incluidas las infancias mayoritarias al interior del mundo
minoritario), y se revelan como un obstáculo insalvable para la adecuada salvaguarda de los
derechos humanos de las niñas y niños (Lavalette 1999: 32; Niewenhuys 2007: 156). Y por lo
mismo, subleva la ceguera cómplice del Comité de los Derechos del Niño que, recientemente, en
referencia expresa al Banco Mundial, FMI y Organización Mundial de Comercio, ha dicho que los
Estados “no deberían aceptar préstamos de organizaciones internacionales, ni condiciones

267
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

A lo largo de sucesivas estadías durante fines del siglo XX, Cindi Katz estudió los
efectos de esta violencia, “los desintegradores efectos del ‘desarrollo’ ” (Katz
2004: ix) en las vidas de las niñas y niños de una aldea sudanesa a partir de la
implantación de un proyecto de agricultura intensiva, promovido por el Estado y
financiado por capitales kuwaitíes y japoneses.

Hasta la implantación de este proyecto, las tierras en la aldea sudanesa de Howa


habían sido comunes, repartidas por jeques administrativos locales a los
residentes para su cultivo, y en manos de éstos mientras las trabajaran, por lo
que había tierras que habían sido trabajadas durante sucesivas generaciones por
una misma familia. Esto permitía el cultivo de sorgo y sésamo para el consumo
anual de cada familia y para sus (pocas) necesidades de dinero. Las familias
vivían de una combinación de agricultura, pastoreo, y recolección de leña,
llevadas a cabo en tierras comunes. Sin embargo, el nuevo proyecto de
desarrollo “no sólo circunscribió la tierra disponible para el cultivo, sino que
determinó quién tenía acceso a ella y en qué condiciones” (Katz 2004: 25), en un
proceso que recuerda el cierre de terrenos comunales (enclosure) a favor de los
terratenientes ingleses, iniciado a comienzos del siglo XVI y consolidado en el
siglo XIX, y que Marx (1970 [1867]: 760) describe como el que “iba a echar los
cimientos del régimen capitalista” (ver historia del proceso en Thompson 1966).
Con este cierre y exclusión, el acceso a muchos bienes hasta entonces
comúnmente sostenidos, de producción propia, o de libre disposición, fue
restringido (Katz 2004: 50). A la vez, el proyecto incidió en la rápida
deforestación del entorno de Howa, principalmente por los requerimientos del
propio proyecto, pero también por la llegada de inmigrantes atraídos por éste, y
por la necesidad de dinero en efectivo que condujo a la mayor deforestación
para vender como madera. Esto, a su vez, trastornó el acceso a materiales para
la construcción de las viviendas, forraje para ganado, plantas medicinales,
madera para combustible, tipos de, y facilidad de acceso a, los alimentos, y
modo de producción (agricultura y pastoreo para consumo familiar y/o local y,
luego de asentado el proyecto, agricultura para su venta en el mercado global).
El proyecto exacerbó la tendencia a la monetización y la adopción de modos
capitalistas de organizar la producción, cambiando un ancestral esquema de
subsistencia caracterizado por la circulación de mercancías, del tipo Mercancía –

propuestas por tales organizaciones, si tales préstamos o condiciones probablemente van a afectar
los derechos de los niños” (Comentario General Nº 16, par. 47). Como si la disciplina de mercado
hubiera dejado alguna puerta abierta al margen de dichas organizaciones; es decir, como si los
“Davides” y “Goliates” de la escena internacional conversaran libremente y en pie de igualdad.

268
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

Dinero - Mercancía (“vender para comprar”) (ver Marx 1970 [1867]: 107-109),
por otro de Dinero – Mercancía - Dinero (“comprar para vender”) (ver Marx 1970
[1867]: 151-159), pues se reemplazaron los cultivos tradicionales de sorgo y
sésamo (producción básicamente para consumo familiar), por los de algodón y
maní (producción para venta en los mercados nacionales e internacionales). En
definitiva, el proyecto significó la fractura del hogar como espacio de producción
y reproducción social146, la redefinición de las relaciones sociales al interior del
hogar, la monetización y mercantilización de la economía y de las relaciones
sociales, un alto aumento de la migración laboral, la proletarización de gran
parte de la población (diferenciación socioeconómica), la expansión de la
educación formal, y la ruptura de la pacífica unidad del juego y el trabajo de
niñas y niños (Katz 2004: 26-31, y 137)147.

En el caso de los niños y niñas, es particularmente relevante la mercantilización


de la educación (conocimiento) y del trabajo que operó el proyecto de
agricultura. La “educación” infantil en Howa consistía en un progresivo
conocimiento del entorno medioambiental, aprendido rutinariamente en una
comunidad compuesta de niñas, niños y adultos, y enfocado a la producción, que
también se daba en ese entorno, por lo que niños y niñas aprendían en la
medida en que trabajaban, y trabajaban en la medida en que aprendían; más
aún, el trabajo no estaba separado del juego, sino que componía con él un
continuo donde ambos se entrelazaban de manera pacífica y a ratos
indistinguible. Es decir, y usando los conceptos de Katz, la reproducción social
(juego y educación) estaba unida a la producción (trabajo) en las vidas de las
niñas y niños. Pero en la medida en que su entorno se comenzó a desvincular de
las actividades productivas tradicionales -por la migración, la producción para la
venta y no el propio consumo, el cierre de las tierras comunes, la deforestación,
el reemplazo de cultivos, etc.- el conocimiento de ese entorno comenzó a perder
relevancia para la producción, y empezó a ganar terreno la educación abstracta

146
Para Katz (2004: x), la reproducción social “comprende ese amplio abanico de prácticas y
relaciones sociales que mantienen y reproducen relaciones particulares de producción, junto con
los fundamentos sociales materiales en los que se llevan a cabo. Es tanto el material carnoso,
desordenado e indeterminado de la vida cotidiana, como un conjunto de prácticas estructuradas
que se desenvuelven en relación dialéctica con la producción, con la que se constituye en tensión
mutua”. Nosotros, con Liebel (2004: 43-46) y Leyra Fatou (2012: 143), hemos asumido un concepto
de reproducción social en el cual se subsume la producción.
147
“Aunque muchas de estas alteraciones se habían comenzado a manifestar antes de la llegada
del proyecto, todas ellas fueron aceleradas por el mismo, y por las relaciones sociales más amplias
de producción y reproducción a él asociadas” (Katz 2004: 136-137).

269
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

(descontextualizada) y formal representada por el colegio. No obstante, su


desvinculación de las actividades productivas tradicionales no significó que niños
y niñas dejaran de trabajar sino que, apremiados por las necesidades de
producción intensiva del nuevo proyecto, se tuvieran que dedicar sólo a trabajar
(y cuando se podía, a estudiar, pues se comenzaba a percibir que los
conocimientos “antiguos” perdían relevancia), restringiéndose radicalmente el
continuo entre juego y trabajo, todo lo cual radicalizó el proceso de separación
entre producción y reproducción (Katz 2004: 18, 60 y 95-96). Esto trajo
aparejado el consiguiente auge de la emigración pues el trabajo ya no se
encontraba en el propio hogar, a la vez que se comenzara a concebir el hogar
como el ámbito residual de “lo doméstico”. Con el aumento de importancia del
trabajo remunerado, “los segmentos no remunerados de la población,
básicamente mujeres, niñas y niños, y personas mayores, perdieron poder en
relación con los asalariados” (Katz 2004: 150).

Como se ve, el capitalismo entró con violencia en Howa, especialmente en las


vidas de sus niñas y niños, sin embargo, tal violencia sigue sin ser
conceptualizada, y por ende reconocida, por el discurso de derechos de “la
infancia” (ver Niewenhuys 2007: 156).

Luego de lo relatado en esta sección 2.5.iv., no parece desacertado admitir que


“no ha sido la falta de desarrollo lo que ha causado pobreza, infligido violencia, y
propiciado la destrucción de la naturaleza y los distintos medios de vida; sino
que ha sido el propio proceso de llevar el desarrollo lo que ha ocasionado eso en
primer lugar” (Rajagopal 2003: 3).

En suma, como hemos visto en esta sección 2.5, la globalización del discurso de
derechos de “la infancia” ha significado una cascada de disciplinamientos: de los
niños y niñas en nombre de su desarrollo, de las niñas y niños en nombre del
desarrollo de sus países, y de los países en nombre de su propio desarrollo (a lo
que se podría agregar, aunque habría que profundizar en la argumentación, de
los países “en desarrollo” en nombre de los países “desarrollados”). Las vidas de
niñas y niños son disciplinadas en el sentido clásico de un poder ejercido por A
(adultos) sobre B (niñas y niños), fundado en la autoridad incontestada del
discurso desarrollista que recoge la CDN; las infancias del mundo mayoritario,
infancias “desfavorecidas” y “necesitadas” de la cooperación –eufemismo para
intervención- internacional, son disciplinadas y encauzadas hacia la infancia
hegemónica; y la sociedad entera es disciplinada, en aras de un desarrollo
infantil indistinguible del desarrollo socioeconómico, empoderados ambos
mutuamente hasta devenir un discurso intocable, el lugar del “sentido común”

270
2. EL DISCURSO DE LOS DERECHOS DE “LA INFANCIA” Y LA CDN

contemporáneo que, en el sentido de la gubernamentalidad foucaltiana


(Foucault 1979, 1999), disciplina y normaliza todas las relaciones de, con y
relativas a los niños y niñas (ver Manokha 2009).

Este diagnóstico hace mucho más evidente la urgencia de desacoplar desarrollo


y socialización, de que hablamos más arriba (sección 1.5), o sea, de resignificar lo
que se entiende por socialización, prescindiendo del rol vertebrador que en tal
concepto opera el desarrollo que, ahora entendemos, no se refiere sólo ni
principalmente a las niñas y niños. En la sección 1.7.ii sugerimos que la agencia
infantil, y las voces de niñas y niños son un principio de tal desacoplamiento,
pero esto ya es tema del siguiente capítulo.

271
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE
LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Luego de nuestro repaso parcial, pero no arbitrario, de las infancias, en el


capítulo 1, y del comentario crítico al discurso de derechos de “la infancia”, que
se encarna sobre todo en la CDN, en el capítulo 2, ya podemos reanudar un
camino que la necesaria problematización de la infancia hegemónica, y sus
derechos, nos habían reclamado desandar. Asumiendo como propio el programa
de la “nueva” sociología de la infancia (ver sección 1.7), y de la mano de nuestra
crítica al discurso de derechos de “la infancia”, creemos que, si el derecho es una
construcción social encajada a su vez en otra construcción social, que es aquélla
de la infancia hegemónica, se puede y debe construir una concepción fuerte de
los derechos de niñas y niños, es decir, lo que es lo mismo, que, en cuanto
activos en la construcción de sus vidas y sus sociedades, las niñas y niños
pueden148 construir sus derechos y trascender el derecho que los concibe como
personas “en tránsito”, adultos en potencia, inmaduros, irracionales, devenires,
otros que adultos, lo que en sí mismo conlleva reconstruir una concepción fuerte
de la participación infantil (cfr. secciones 2.1, 2.2 y 2.3) y, en definitiva,
reconstruir la propia infancia en la sociedad (ver sección 1.7); creemos, también,
que se puede y debe construir un discurso de derechos de la infancia que se haga
cargo de la diversidad de los niños y niñas, y de la diversidad de las infancias, o
sea, un discurso de los derechos sensible a las múltiples variables del análisis
social y a la pluralidad de voces en las niñas y niños, y en las infancias (cfr.
secciones 2.4.i, 2.4.ii y 2.4.iv); creemos que se puede y debe construir una
concepción de los derechos de la infancia que reconozca que no hay ciudadanía
sin deberes pues no hay sujeto sin responsabilidad (cfr. sección 2.4.iii); en suma,
creemos que se puede y debe construir un discurso de derechos de la infancia
que no opere como instrumento de disciplinamiento sino como herramienta de
emancipación (cfr. sección 2.5).

Ahora bien, reconocer que se puede y debe construir tal discurso que supere al
discurso de derechos de “la infancia” (i.e. hegemónico), es apuntar hacia un
horizonte aún lejano. A la luz del capítulo 1, en el capítulo 2 intentamos una
crítica profunda del discurso de derechos hegemónico, desvelando el
desempoderamiento que éste obra sobre niñas y niños. Apoyado en esa crítica,

148
Digo que niños y niñas “pueden” construir sus derechos, pero titubeo y en definitiva recelo de
decir que “deben” hacerlo. A estas alturas ya hemos dado indicios para entender esto, pero se
explicará con más detenimiento en la sección 3.2, en que hablaremos del “paso atrás” que
debemos dar los adultos en la construcción del discurso de derechos de niñas y niños.
Probablemente, el “deber” de que aquí hablamos consiste precisamente en el paso atrás de los
adultos, que despeja el paso al “poder” de los niños y niñas para construir.

274
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

el presente capítulo intenta ser el punto de partida hacia un discurso


empoderador, no la consolidación de tal discurso. Aquí pretendemos despejar el
camino y sentar las bases (secciones 3.1, 3.2 y 3.3), y señalar posibilidades a
nuestro entender fecundas para tal elaboración (sección 3.4). De ahí su menor
extensión y, sobre todo, su carácter menos concluyente que los capítulos
precedentes, aunque, esperamos, más sugerente. Y el caso es que no podría ser
de otra forma porque, como se verá, la elaboración de tal discurso no es tarea
(principalmente) adulta (sección 3.2), sino de las propias niñas y niños (sección
3.4).

Entonces, para comenzar, y si queremos ser fieles a que la construcción de los


derechos de las niñas y niños lo sea desde, con y por las niñas y niños, es
indispensable volver a su voz, o, más precisamente, sus voces (sección 3.1).
Luego de ello, veremos el lugar que les cabe, y el lugar que desde una
perspectiva teórica les debe caber a estas voces en el discurso de los derechos de
la infancia (sección 3.2), lo que pondremos, más adelante, en el contexto más
general de la emergencia histórica de los derechos humanos “desde abajo”
(sección 3.3). Para terminar, nos detendremos más latamente en un caso
concreto en el cual percibimos que las voces de niñas y niños comienzan a
construir, nítidamente, su discurso de derechos, a saber, en las asociaciones de
niños, niñas y adolescentes trabajadores, conocidas internacionalmente como
NNATs (sección 3.4).

3.1 Las Voces de los Niños y Niñas


En la sección 1.7 concluimos, con Prout y James (1997: 8), que los niños y niñas
son “activos en la construcción y determinación de sus vidas sociales, de las
vidas de quienes les rodean y de las sociedades en que viven”; es decir, que son
“actores sociales competentes” (James y James 2001: 26), agentes con una voz
no necesitada de portavoces, pero abrumada por éstos. Ahora bien, una
aproximación crítica a los derechos de las niñas y niños no puede asumir la
perspectiva de la voz aproblemáticamente.

Los problemas de la perspectiva de la voz infantil han sido planteados sobre todo
por la vertiente más crítica de los estudios de la infancia, a partir de las
investigaciones con niños y niñas. En primer lugar, se ha planteado la dificultad
de traducir correctamente sus voces en los resultados de la investigación, pues
estas voces son inevitablemente interpretadas y mediatizadas por los adultos

275
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

que investigan y son, de hecho, eso, voces, diversas como diversos son los niños,
las niñas y las infancias, lo que muchas veces se olvida haciendo confluir a todas
las niñas y niños en una sola voz, de una sola infancia (James 2007: 262). Por eso
hay que cuidarse de pretender estar dando con las voces “auténticas” pues,
aunque las transcripciones de voces citadas en los trabajos de investigación sean
fidedignas, éstas ya han sido seleccionadas, editadas y muchas veces glosadas
por el investigador, e insertadas en el texto para ilustrar una idea del propio
investigador. Es decir, las voces que se citan en una investigación sirven, en
último término, al punto de vista del autor o autora, no al de los niños y/o niñas
investigados (James 2007: 264-265)149. Del mismo modo, no es raro que las
“voces” que se citan en los diversos programas de desarrollo internacional
implementados por ONG’s, generalmente elaborados con criterios académicos,
sean una instrumentalización al servicio de los programas de las propias ONG’s
(White y Choudhury 2007), de lo cual el tokenismo, de que hablamos más arriba
(sección 2.3), es el ejemplo más burdo.

Más aún, la relación entre el investigador (adulto) y el investigado (niño o niña)


es una relación que por definición arriesga reproducir los diferenciales de poder
que ya existen en la sociedad entre las niñas y niños, y los adultos (ver James
2007: 262). Por ello, Burman (2008: 120-121) advierte que la retórica de darles
voz a niños y niñas “puede enmascarar antes que desmantelar las relaciones de
poder que estructuran [sus] relaciones” con los adultos. La voz no se puede
asumir sin más como “auténtica”, ni anterior a las condiciones y relaciones socio-
culturales. Especialmente en el caso de la infancia, la noción de “voz” arriesga
“subestimar el rol de los otros en su producción”, porque es común, sigue
Burman, “que aquéllos sometidos a una práctica regulatoria se posicionen de
acuerdo con ella”, en el caso de niños y niñas, que hablen ya en un marco de
opresión, o minimización, lo que muchas veces implica que al querer dar “voz” a
la niña o niño, el investigador esté, más bien, produciendo una voz, un sujeto
modelado de acuerdo al habla de la práctica institucional (Burman 2008: 120-
1)150. Como dicen Cannella y Viruru, “cuando se le ‘confiere’ voz al ‘otro’, cuando

149
Comentando a Walkerdine, Castañeda (2002: 150-155) llama la atención sobre el peligro de que
la subjetividad de la investigadora adulta, en la forma de la proyección de sus propias memorias y
fantasías de infancia, ocupe el lugar de la subjetividad y experiencia de las niñas de la
investigación.
150
Richard Farson, el célebre “liberacionista infantil”, decía en 1974 que: “así como los negros y las
mujeres que todavía carecen de autoconsciencia son el mayor obstáculo para sus movimientos [de
emancipación]…, podemos predecir que los niños y niñas serán sus propios peores enemigos en el

276
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

a los otros ‘se les da una voz’ sin que se reconozca ni intente cambiar las
inequidades que crearon las diferencias originales [entre el que “da” la voz, y el
que la “recibe”], la ‘cesión de voz’, o su ‘escucha’ se convierten en un nuevo
aparato de colonización” (2004: 146-147, corchetes nuestros). Es decir, surge el
riesgo de sustituir un paternalismo explícito, que dice “cállate, hijo mío, yo sé lo
que es bueno para ti”, por otro encubierto y sutil, que dice “no dudes más, abre
la boca, pues yo soy tu voz” (Théry 1993: 365).

Para conjurar estos peligros, Alldred y Burman (2005) proponen usar el análisis
del discurso para mejor “escuchar” a niñas y niños. Como siempre hay una
interpretación por parte del adulto investigador, su reflexividad, su saberse
intérprete, mediador, y glosador debe extenderse no sólo al momento del
diálogo de investigación con los niños y niñas, sino que también “incluir los
juicios políticos y procesos subjetivos que se cuelan en sus decisiones de
interpretación, autoría y edición sobre [su] representación de las ‘voces de unos
y otras’ ” (2005: 176), es decir, debe incluir los discursos que informan su propia
interpretación de las experiencias infantiles (Spyrou 2011: 160). Pero para poder
aprehender el alcance y sentido de esas voces, a lo anterior debe sumarse la
necesaria familiaridad del investigador con los discursos que las alimentan y
modulan; “sólo entonces se puede dar cuenta de la particular representación de
lo ideológico que hacen las niñas y niños, es decir, de sus perspectivas” (Spyrou
2011: 160). En otras palabras, es ingenuo y equívoco identificar la voz
meramente con lo que se dice (Arnot y Reay 2007: 323).
Las prevenciones antecedentes sugieren que, sea en el contexto de investigación
o en cualquier otro, no hay tal cosa como una emergencia diáfana de una voz
libre. La experiencia de niñas y niños, y por consiguiente las voces de esa
experiencia, se dan dentro de unos límites que trascienden las propias voces, es

movimiento para su liberación” (Farson 1974: 10-11). Pero si bien este comentario acertaba en
percibir los peligros del condicionamiento ideológico que menciona Burman, erraba de lleno al
considerar que los niños y niñas, todos los niños y niñas, padecían de falta de autoconsciencia, o
sea, al asumir que no había más infancia que la infancia hegemónica y castradora de la agencia
infantil desde la cual Farson escribía, y que era imposible que los niños y niñas resistieran esta
infancia. También fallaba, quizás aún más groseramente, al concebir que la liberación, por lo
mismo, habría de ser “llevada” o “entregada” a niños y niñas, se entiende, por los adultos. Ya
comentamos en la sección 1.7 la resistencia encubierta de los niños y niñas en su juego, y la
resistencia explícita de los grupos de estudiantes en Chile y Estados Unidos, peleando
colectivamente por sus derechos en el seno mismo de la infancia hegemónica, y volveremos en
más detalle sobre esto al hablar de la lucha de los NNATs.

277
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

decir, la propia agencia infantil. Las relaciones de poder a las que están
sometidos niños y niñas en el contexto adultocéntrico de la infancia hegemónica
dan forma a su experiencia, la delimitan, y con ello también modelan y delimitan
la voz que de ella surge.

Este entrelazamiento y condicionamiento no es, como es obvio, exclusivo de las


voces infantiles, sino de todas aquellas voces que surgen en contextos
asimétricos de poder. El caso de la falsa conciencia de que habla la tradición
marxista desde Engels (1968 [1893]), plantea el fenómeno extremo, en virtud del
cual la ideología capitalista anula y coopta las voces del proletariado. Pero algo
similar se puede decir de todas las voces que surgen en contextos de
subordinación (Matsuda 1990151), en los que se vive el riesgo de internalizar la
opresión (Tappan 2006). Así las voces de las mujeres en un contexto patriarcal
(Hill Collins 1986152, Riger 1992), las voces de negras y negros en un contexto
racista (Calmore 1992), o las voces homosexuales en un contexto
heteronormativo (Connell 1992). Sin embargo, las luchas de estos diversos
colectivos, que han reflejado una conciencia crítica (Matsuda 1990) por la que se
han reapropiado de sus propias voces -en jerga marxista, constituyéndose en
colectivos “para sí”- y las conquistas que tales luchas les han reportado a esos
colectivos, son evidencia de que, en el caso de las niñas y niños, el
condicionamiento estructural que las relaciones de poder ejercen sobre sus
voces tampoco puede conducir a un inmovilismo fatalista. Pues si, como hemos
insistido, y al igual que proletarios, mujeres, negros y negras, y homosexuales,
los niños y niñas son agentes, o sea, no meros efectos de una estructura,
entonces no pueden ser sólo objeto de la infancia ya existente, sino que también

151
Matsuda (1990: 1778) señala que el fenómeno de la falsa conciencia es real entre los grupos
subordinados, pero que coexiste con el de la conciencia crítica (sea de raza, clase, sexo, etc.).
También advierte, sugerentemente, de la existencia de una “falsa conciencia sobre la falsa
conciencia”, es decir, de poderosos incentivos para no tener en cuenta la opinión de los grupos
subordinados precisamente por ser futo de una supuesta falsa conciencia.
152
Hill Collins (1986: 19) sugiere, paradójicamente, que la conciencia de opresión surge en la
medida en que se vive un contexto que no admite la posibilidad de escapar a la misma, es decir,
que no admite el autoengaño: “el elemento más importante que modela la mayor comprensión de
Truth y White [dos mujeres negras] sobre su propia subordinación, en relación a los hombres
negros o las mujeres blancas, es su experiencia en la intersección de múltiples estructuras de
dominación. Tanto Truth como White son mujeres, negras y pobres. Tienen, entonces, una visión
más clara de la opresión que otros grupos que ocupan posiciones más contradictorias respecto del
poder de los hombres blancos –a diferencia de las mujeres blancas, no tienen la ilusión de que su
‘blancura’ permitirá superar su subordinación como mujeres, y a diferencia de los hombres negros,
no pueden apelar a una supuesta hombría para neutralizar el estigma de ser negras”.

278
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

sujetos activos en la construcción de dicha infancia (James 2007: 266, y ver


sección 1.7.ii). Como dice Nieuwenhuys (2008: 8), “si niñas y niños pueden
actuar éticamente y ser sujetos de su propia historia, entonces no hay nada en la
cultura ni en unas y otros que sea permanente o inmutable”. El espacio (o
construcción) social que es “la infancia”, es habitado por diversas niñas y niños
individuales, que representan a la categoría generacional “niñas y niños”. Y así
como la infancia condiciona su rol, niños y niñas también inciden en la
modulación de sus propios roles, como personas, y como colectividad, es decir,
como categoría generacional, e incluso “pueden crear nuevos roles que cambien
el espacio social de la infancia” (James 2007: 270). En suma, así como los
cambios en las relaciones de poder cambian la deriva de las voces de niñas y
niños, las voces también cambian las relaciones de poder (ver Arnot y Reay 2007:
316-317).

Ante esta inescapable dinámica de estructura (infancia) y agencia (las niñas y


niños), en la cual ambos conceptos se van (re)formando continuamente,
Komulainen (2007) plantea situar el complejo proceso de formación de la voz un
paso más allá, al decir que ésta y su sentido surgen allende el niño o niña en
cuanto individuo, o sea que, condicionada o no, no existe la voz en sí (y ver
James 2007: 269, también previniendo de la esencialización de la voz).
Komulainen descree de un concepto de comunicación entendido como
representaciones mentales entre individuos, como si la voz fuera
necesariamente atribuida a un agente, y postula una comunicación como
mutualidad o multivocalidad, en la cual la voz sería más un proceso que algo que
está en un lugar; es decir, sería algo que no existiría sino en sociedad. El sentido
(de la voz) es así consecuencia de dos o más voces encontrándose, de un
hablante y un oyente comunicándose (2007: 23), o sea, “la voz” es siempre voz
dicha a alguien. No es sólo que la voz sea condicionada por el contexto en el que
emerge (y ver Connolly 1997), sino que ese contexto es siempre interpersonal.
En la medida en que el sentido de un acto yace en la naturaleza de la respuesta
que genera, para Komulainen la voz de niñas y niños (y cualquier voz) es una
construcción social (2007: 24). Ahora bien, lo relevante de esto para nuestro
análisis es que el niño o niña no es ajeno a ese proceso de construcción social. Es
decir, si preguntados sobre quién produce la voz infantil, en palabras de Burman
(2008), o quién la construye, en palabras de Komulainen, el propio niño o niña
siempre será un agente central de la respuesta.

En suma, las prevenciones antecedentes deben servir para tener siempre


presente que, como cualquier voz, las voces de niñas y niños tampoco surgen
aproblemáticamente. Pero a pesar de dicha emergencia problemática, la

279
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

perspectiva de la voz sigue valiendo la pena porque, aunque arriesgada, ese


riesgo existe, como dijimos, cuando se indaga en las voces de cualquier grupo
oprimido o subordinado, no sólo de niños y niñas; porque una metodología de la
voz apropiada, es decir, sospechosa de sí misma, se supone que debe tomar en
cuenta precisamente estos riesgos, con el fin de reducirlos al mínimo; y porque
la alternativa es volver a la sustitución de las voces de las niñas y niños con
aquello que los adultos “juzgan” que son sus voces, esto es, a la imaginación
adulta de las voces infantiles (recordar a Eekelaar [1992, 1994], Freeman [1992]
y Campoy [2006] en sección 2.2.ii), lo que, eso sí, hace imposible cualquier
emergencia de las voces de las niñas y los niños. Además, como ya hemos
adelantado (secciones 1.5, 1.7.ii y 2.5), y como veremos en el resto de este
capítulo, la perspectiva de la voz permite desmontar la bisagra que une
socialización a desarrollo porque les devuelve a los niños y niñas la titularidad
sobre sus vidas, con independencia de cualquier “recto” (según los adultos)
desarrollo. Por lo mismo, da pie a una nueva socialización, lo que probablemente
haga necesaria una nueva palabra para designar tal proceso -por ejemplo, la
reproducción interpretativa de William Corsaro, de que hablamos en la sección
1.7.ii-, pues las niñas y los niños no son de la naturaleza hasta devenir sociales, ni
deben ser “izados” hacia lo social. Por último, como veremos al tratar de los
NNATs (sección 3.4.ii), a lo anterior debe sumarse que las voces de los niños y las
niñas trabajadoras no son voces mediatizadas, ni editadas, o sea, que son texto y
contexto a la vez, son fin pero también medio, y que, asimismo, son voces que
no han sido “dadas” por los adultos y “recibidas” por los niños y niñas (riesgo del
que advertían Théry [1993], Cannela y Viruru [2004], y Burman [2008]), sino que
reclamadas y conquistadas por unos y otras. Pero no nos adelantemos; lo
primero es empezar por el lugar que cabe a las voces infantiles en el discurso de
sus derechos.

3.2 Derecho a Definir y no Ser Definidos: Paso Atrás de los


Adultos
i. Los Derechos de las Niñas y Niños: Ni Concebidos, ni Dados por los Adultos

Como vimos en el Capítulo 2, las voces de las niñas y niños, sus voluntades, y sus
agencias, no han sido ni son parte relevante en la formulación, interpretación y
aplicación del discurso de derechos de “la infancia”. Los niños y niñas, dijimos
(sección 2.3), no participaron en el nacimiento de la CDN, sino que “recibieron”
un conjunto predefinido de derechos. Lo que justificó redactarles una carta

280
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

especial, independiente de las ya existentes para los seres humanos, fue la


consideración adulta de que necesitaban derechos adicionales. Así lo reconoce
Adam Lopatka, presidente del grupo de trabajo encargado de redactar la CDN:

Una cesión de ciertos derechos humanos adicionales, específicos para el niño,


o el ajuste de derechos debidos a todos a las propiedades del niño, no es en
absoluto excepcional en el sistema de promoción y protección de los
derechos humanos. Derechos especiales adicionales se han concedido a las
mujeres, a las personas discapacitadas y con retraso mental, a las personas
privadas de libertad, a los miembros de minorías étnicas, religiosas o
lingüísticas. En resumen, ciertos derechos humanos adicionales se han
concedido a aquellos grupos de personas que, por una variedad de razones,
son más débiles que el resto. Estos derechos se otorgan con el fin de
garantizarle a esas categorías específicas de personas un disfrute de los
derechos humanos que sería igual al de los demás, y a veces simplemente
para salvaguardar su supervivencia (Lopatka 1992: 48-49, cursivas nuestras).

Es decir, y como insistimos en el capítulo 2, en la CDN se le dan derechos al


“niño” porque éste es, por definición, débil, de ahí que se le deba proteger y
proveer. Lopatka asume aquella definición de fortaleza en virtud de la cual la
norma es que el fuerte sea el varón adulto, blanco, y euro-americano. Es este
propio varón adulto, blanco, y euro-americano quien entrega derechos a los
débiles, no éstos quienes los conquistan: por definición, los débiles no están en
situación de conquistar nada. El problema de esto, en primer lugar, es que es
falso que se les den derechos “adicionales” a los niños y niñas; lo que ellos
“reciben” son derechos recortados, o mini-derechos, como expusimos en el
capítulo 2. Es más, a diferencia del instrumento internacional de derechos de las
mujeres (CEDAW), cuyo título expresamente señala que es la convención para
eliminar toda forma de discriminación contra las mujeres, o del instrumento
internacional de derechos de las minorías étnicas o raciales (CERD153), cuyo título
expresamente señala que es la convención para eliminar toda forma de
discriminación racial, nadie puede creer, honestamente, que la CDN haya surgido
como respuesta a la discriminación contra los niños y niñas en cuanto niños y
niñas. Por eso rechinan las palabras de Lopatka al sugerir que los derechos de la
CDN tienen “el fin de garantizarle a [niños y niñas] un disfrute de los derechos
humanos que sería igual al de los demás”. La CDN sólo menciona la

153
En http://www2.ohchr.org/english/law/cerd.htm, consultado el 15 de octubre de 2012.

281
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

discriminación en su artículo 2154, y de manera genérica para decir que no se


discriminará al “niño” en razón de su condición, circunstancias, posición, raza,
casta, género, etc., ni tampoco en razón de la situación, circunstancias o
condición de sus “padres”. Pero no sitúa en tal horizonte de protección a la
discriminación del “niño” en cuanto niño o niña, o sea en cuanto “menor” que
“el adulto”. Es decir, la CDN sólo dispone que al niño negro no se lo debe
discriminar en cuanto negro, y que a la niña no se la debe discriminar en cuanto
mujer. Y no podría ser de otro modo pues gran parte de la CDN es, de hecho, un
caso de discriminación de niñas y niños en cuanto “niños”, es decir, de adultismo
y reproducción de estructuras adultistas, como ya expusimos en el capítulo 2155.
Por el contrario, tanto la CEDAW como la CERD se construyen, precisamente,
como instrumentos que buscan combatir, en el primer caso, la discriminación de
las mujeres en cuanto mujeres, es decir, la discriminación que proviene del
machismo, y en el segundo caso, la discriminación de una persona o colectivo en
razón de su raza, color o etnicidad, es decir, la discriminación que proviene del
racismo. En ambos casos, los instrumentos se refieren a la discriminación como
aquello que atenta contra el reconocimiento y ejercicio de los derechos y
libertades en pie de igualdad (art. 1 CERD), o sobre la base de la igualdad de
hombres y mujeres (art. 1 CEDAW).

A diferencia de la CERD y la CEDAW, la CDN no tiene por objeto igualar a los


niños y niñas con los adultos, sino que pretende, en palabras del propio Lopatka,
“simplemente salvaguardar la supervivencia” de niños y niñas. Dicho de otro
modo, la CDN es un instrumento para asegurar la llegada de “los niños” a una
adultez racional y autónoma (ver secciones 2.2, 2.3 y 2.5.i). Con esto la CDN
revela una diferencia específica de concepción respecto del resto de
instrumentos de derechos de las minorías (de poder), al no haber surgido para
proteger de las discriminaciones contra “los niños” sino que, sencillamente, para
proteger a “los niños”. Por eso no es sólo que la CDN no busque igualar (i.e.

154
Y en un sentido muy específico y restringido, en su artículo 30, que protege la libre expresión
cultural, religiosa o lingüística del “niño” que pertenece a una minoría étnica, religiosa o lingüística,
“en común con los demás miembros de su grupo”. Decimos restringido pues aunque la cultura se
pueda “expresar” libremente, sólo se puede transmitir (i.e. educación) por medio de determinada
educación, obligatoria, alfabetizada, que no admite el trabajo, etc. (ver capítulo 2).
155
Para el caso general de los niños y niñas como víctimas de discriminación generacional, o por
edad, ver Liebel (2012: 94-107).

282
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

corregir la discriminación), sino que, derechamente, busca consolidar la


desigualdad (i.e. perpetuar la discriminación)156.

Pero si el problema es de concepción, cabe preguntarse si acaso bastaría con que


la CDN hubiera sido concebida como un instrumento de auténtica igualación
para que eso la transformara en una verdadera herramienta para la igualación
(i.e. emancipación) de las niñas y niños que, se debe recordar, no participaron en
dicha concepción. Federle (1995) cree que se le pueden “dar” derechos a los sin
poder, en su caso, a los niños y niñas, y que eso significa empoderarlos, o sea,
igualarlos. Los derechos, considera Federle (1995: 1595), tienen valor en la
medida en que reconocen y remedian la falta de poder, es decir, en la medida en
que empoderan a los desempoderados. En este sentido, los derechos serían en sí
mismos una forma de poder que, en metáfora de Federle (1995: 1597), de
alguna manera “fluyen” hacia los que no lo tienen, y les permiten reclamar lo
que les corresponde (1995: 1598). Pero este poder que fluiría hacia niñas y niños
en forma de derechos se reduce, en los ejemplos de esta autora, básicamente a
un abogado representando a un niño o niña en litigios sobre custodia o en
procedimientos sobre su bienestar (child welfare), es decir, y aunque Federle no
lo exprese así, a un adulto interpretando la “voz” del niño o niña, para así
defender sus intereses y derechos, esto es, a un adulto “ejerciendo el poder” de
o para ese niño o niña (ver Federle 1995: 1600 y ss.).

Federle cree, entonces, que el derecho (es decir, el poder) es algo que unos
pueden dar a otros, aunque en sus ejemplos no queda en absoluto claro cómo ni
cuándo se consuma esa dación, considerando que son los adultos los que
ejercen siempre el poder de niñas y niños. Con independencia de los problemas
de consumación de dicha dación, o del problema de ser sólo una apariencia de
dación, su reflexión es útil para el planteamiento de unos derechos
verdaderamente emancipadores y empoderadores. La pregunta que se nos

156
Decimos que hay una diferencia “de concepción” con los otros instrumentos porque, como
advierte MacKinnon (2006), en la práctica las reservas han aguado mucho la aplicación de la
CEDAW. Esta autora incluso advierte que la propia concepción de los derechos de las mujeres en la
CEDAW es aguada, en comparación, por ejemplo, con la CERD (MacKinnon 2006: 6, 11). Lo mismo
dice Donner (1994: 242), que cree que quienes redactaron la CEDAW “crearon un documento que
protege mucho menos de la discriminación contra la mujer que lo que protege la CERD de la
discriminación racial”. No obstante, considerando lo hasta aquí expuesto, creemos que la
comparación de MacKinnon y Donner revela una diferencia cuantitativa, allí donde la comparación
con la CDN revela una diferencia cualitativa: la diferencia entre proteger contra la discriminación
(CEDAW y CERD) y, sencillamente, proteger (CDN).

283
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

impone es si son concebibles unos derechos emancipadores que sean dados por
los adultos y recibidos por los niños y niñas.

Mayall se ha planteado esto en el caso específico de los derechos de


participación, e identifica una aporía central a la concesión de este tipo de
derechos, a saber, que

[p]ara honrar los derechos de participación de niñas y niños debemos


establecer las condiciones en las que ellos pueden ser honrados. Es decir,
nosotros, los adultos, tenemos que llevar a cabo la labor de proteger y
proveer a los niños y niñas para que tengan una base segura desde la cual
participar en y trabajar las cuestiones que les afectan. El problema, entonces,
radica en los elementos de control inherentes a tal protección y provisión.
Porque si niñas y niños están socialmente controlados, su capacidad de
participar puede verse limitada (Mayall 2000: 248-249).

Es decir, en la medida en que los niños y niñas son objeto de derechos


concebidos y administrados por los adultos, parece inevitable que estos
derechos adolezcan de las estrecheces de tal concepción y administración
adulta, o sea, que estos derechos se puedan desenvolver sólo al interior del
marco prefijado por los adultos. Como dice Singer (2005: 618) hablando sobre la
historia de las pedagogías liberadoras centradas en las niñas y los niños, la
liberación infantil emprendida por los pedagogos adultos “va siempre de la mano
de nuevas formas de disciplina”. Toda metodología liberadora, viene a decir
Singer, en cuanto extraña a niñas y niños, puede terminar volviéndose en su
contra. En el mismo sentido, Margolin (1978: 449) entiende que el problema
fundamental del movimiento de liberación infantil de Farson, Holt y otros
consistió en haber sido concebido y liderado por adultos. En otras palabras, y
como iremos viendo en este capítulo, no parece factible llevar a las niñas y niños,
ni a nadie, de la mano hacia su emancipación.

Dar derechos a los niños y niñas, y someterlos a marcos ajenos a ellos anula sus
voces en el diseño de sus encuadres vitales. Corsaro (2005) narra un ejemplo que
muestra lo espurio e ineficaz de la heteronomía que supone darle derechos a
niñas y niños, frente a la legitimidad y eficiencia radical (de raíz) de la autonomía
infantil. Corsaro pone en el contexto de la vida diaria de una escuela infantil
italiana el famoso libro de Vivian G. Paley (1993), No Puedes Decir ‘No Puedes
Jugar’. Como se desprende del título, en este libro Paley intenta desarrollar una
perspectiva inclusiva en la cual no haya discriminaciones entre niños y/o niñas,
es decir, que los iguale entre sí. A partir de su experiencia como profesora, Paley

284
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

alienta el desarrollo de la siguiente regla: “No puedes decir ‘no puedes jugar’ ”,
que ella “promulgó” entre los niños y niñas de su clase. Sin embargo, y a partir
de su investigación en la escuela infantil italiana, Corsaro comenta que para el
desarrollo de un ethos inclusivo puede que se necesite más que la mera
prescripción inclusiva. Dicho ethos inclusivo, sugiere Corsaro, surge cuando los
propios niños y niñas se han transformado en colegisladores de su experiencia,
es decir, cuando han internalizado dicha inclusividad. De ahí que sea distinto que
Paley, profesora, les diga a sus alumnos: “No está permitido prohibir jugar”, a
que Franco, niño italiano, le diga a Sara, compañera de escuela que quiere
excluir de una actividad a otro compañero llamado Paolo: “¿Quién eres tú para
decir que yo, o quien fuere, no puede estar en esto?” (Corsaro 2005: 188). Una
cosa es que los adultos entreguen normas emancipadoras e igualitarias a los
niños y niñas, lo que tendría una eficacia limitada en la igualación intentada, y
otra, muy distinta, que los propios niños y niñas desarrollen sus normas de
justicia, convivencia y participación, lo cual tiene una eficacia indiscutiblemente
mayor. Lo que nos sugiere el ejemplo y crítica de Corsaro es que unos derechos
emancipadores sólo pueden ser fruto del esfuerzo colectivo de sus sujetos por
auto-definirse.

Por lo demás, no es fácil entender qué quiere decir darles derechos a las niñas y
niños, o poder, que según el concepto de derechos emancipadores que venimos
defendiendo viene a ser lo mismo. Para dilucidar esto tenemos que detenernos
en el concepto mismo de “poder”. Ya mencionamos en la sección 3.1 que las
voces de niños y niñas surgen en un contexto de relaciones de poder asimétricas.
Ese contexto los sitúa en el polo inferior de una jerarquía cuyo polo superior es
ocupado por los adultos. Es decir, los adultos escuchan las voces de las niñas y
niños “desde arriba, hacia abajo”. La realidad de la infancia hegemónica es un
plano inclinado (especificado, aún más, por otros varios planos inclinados según
las diversas formas de estratificación social) donde, por definición, las niñas y
niños están abajo, y los adultos arriba. En este sentido, el poder no es
propiamente una cosa que se tenga sino, como la voz para Komulainen (sección
3.1), algo que surge en relación, una disponibilidad y capacidad que se tiene para
algo, o sobre otro(s) (Lukes 2005, Gallagher 2008). En el caso de la infancia
hegemónica el poder es asimétrico en virtud de la situación jerárquica que
tienen los adultos respecto de los niños y niñas, no de algún poder que los
adultos pudieran tener en sí. Para graficarlo mejor: no es (económicamente)
poderoso quien tiene un maletín con 100 millones de euros en una isla desierta,
pues no tiene para qué ni sobre quién ser (económicamente) poderoso. Aunque
este ejemplo también debe ser matizado pues en el contexto apropiado, el
dinero sí es una medida de poder en sí, y su cesión puede transformar a quien no

285
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

lo era hasta entonces en alguien (económicamente) poderoso. Diferente es el


caso de intentar darles poder, en forma de derechos, a las niñas y los niños. En
este caso, nada se logra, o sea nada se ecualiza si es que dicha dación no se
acompaña de la igualación del plano sobre el cual se produce la dación, es decir,
si los derechos se siguen dando desde arriba hacia abajo, pues se seguirán
ejerciendo desde abajo hacia arriba. Ya lo dijimos al criticar los intentos por
darles voz a los niños y niñas, o sea, de empoderarlos por medio de darles voz
(sección 3.1): es estéril, “un nuevo aparato de colonización”, en palabras de
Cannella y Viruru (2004: 146-147), darles voces a niños y niñas sin asumir la
necesidad de cambiar las condiciones que los mantienen en silencio. Lo mismo
sucede con el empoderamiento por medio de darles derechos: es estéril
empoderar a los niños y niñas sin, a la vez, cambiar las estructuras que permiten
seguir “empoderándolos”. Por ello, el acto (ficticio) de “dar poder” -así como el
acto (ficticio) de dar voz- no sólo no mitiga las relaciones de poder entre quien
“da” ese poder (los adultos), y quien “lo recibe” (niñas y niños), sino que las
refuerza, en la medida en que reproduce el plano inclinado que permite dicha
dación. Quien “da” poder a los niños y niñas lo único que hace es reafirmar su
posición de poderdante, o sea, la posibilidad de dar y seguir dando poder, es
decir, de seguir teniendo tal poder sobre esos niños y niñas. En la desafortunada
metáfora de Federle (1994), lo único que fluye cerro abajo es la voz de los
adultos, que cae sobre niñas y niños diciendo: “nosotros podemos daros poder,
vosotros no podéis tenerlo por vosotros mismos, ni menos dar(nos)lo”.

En suma, unos derechos concebidos por los adultos para las niñas y los niños no
pueden ser emancipadores, como tampoco pueden serlo unos derechos dados
por los adultos a las unas y los otros.

ii. Los Derechos de las Niñas y Niños: Autodefinidos.

Niñas y niños son -y una señal de su extrema minimización es tener que recordar
esto- seres humanos. En cuanto tales, son libres e iguales con respecto al resto
de la humanidad. La propia CDN reconoce, de pasada y parecería que más por
convención que por convicción, esta igualdad. Dice su Preámbulo:
…de conformidad con los principios proclamados en la Carta de las Naciones
Unidas, la libertad, la justicia y la paz en el mundo se basan en el
reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana… las Naciones
Unidas han proclamado y acordado en la Declaración Universal de Derechos
Humanos y en los pactos internacionales de derechos humanos, que toda

286
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

persona tiene todos los derechos y libertades enunciados en ellos, sin


distinción alguna, por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión
política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica,
nacimiento o cualquier otra condición (Preámbulo CDN, cursivas nuestras).

Y la aludida Declaración Universal de Derechos Humanos señala que “todos los


seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (art. 1 DUDH).
Ambas cartas de derechos se ven luego abrumadas por una historia, un
articulado, una interpretación y una aplicación que ya hemos criticado y que, en
el caso de los niños y las niñas, coarta gravemente sus derechos, y termina por
negar su libertad e igualdad. Más encima, y a la luz del estado de los derechos
humanos en el mundo, es muy certera la extendida crítica de que estas
declaraciones de igualdad y libertad son sólo aspiracionales y condicionales, es
decir, vacías. Sin embargo, lo transcrito admite ser puesto al servicio de una
tarea emancipadora, refleja un sentido común desde el cual comenzar, un
consenso para construir nuevos consensos y nuevos sentidos comunes. Después
de todo, hablar de un discurso emancipador de los derechos implica creer en la
emancipación desde el lenguaje de los derechos; es ésta “nuestra moneda de
uso”, y no debemos soslayar sus posibilidades (Freeman 2011: 377). Leídas a
través del lente emancipador, estas declaraciones son una constatación de que
los niños y niñas son ya libres e iguales, de que su libertad e igualdad son
axiomas incondicionales, y de que, en virtud de eso, tienen derecho a resistir
todo aquello que negare dichas libertad e igualdad originarias (de origen, de
inicio) con el resto de la humanidad (ver Douzinas 2010: 97-99), a resistir
cualquier intento de no tratarlos como personas (ver Smith 2002: 85), o de
tratarlos como cosas (ver Williams 1991: 148). Como dice Morss (2002: 52),
“proponer tratar a niñas y niños como seres humanos puede no ser tan banal
como podría parecer; parece implicar que no hay derechos de las niñas y niños
como tales y, por ende, plantea preguntas desafiantes sobre la CDN”. Ya
planteamos este desafío en la sección 2.2.i y lo desarrollamos a lo largo de las
secciones 2.2 y 2.3: una mirada atenta al discurso de derechos de “la infancia”
nos mostró que los derechos de niños y niñas que consagra no son, también y en
un sentido pleno, derechos humanos.

El derecho de resistencia contra toda deshumanización, despersonalización y


cosificación está en el corazón de dos declaraciones que han servido de faro para
la deriva moderna de los derechos humanos: la Declaración de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano, dada en Francia en 1789, y la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América, dada en 1776. El artículo 2 de
la Declaración de 1789 dice que: “[l]a finalidad de toda asociación política es la

287
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

preservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre [sic]. Esos


derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión”157. La Declaración de Independencia de Estados Unidos, por su parte,
señala que todos “los hombres” (sic) son creados iguales, y gozan de derechos
inalienables, como la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad; que el rol de
los gobiernos es asegurar estos derechos, y que, por ello, cuando un gobierno
“se convierte en destructor de estos principios, es un derecho del pueblo
reformarlo o abolirlo, e instituir un gobierno nuevo”158.

Si bien la CDN y el discurso de derechos de “la infancia” niegan la igualdad


originaria de los niños y niñas, pues los minimizan y subordinan, la luz del faro
revolucionario permite alumbrar que, en los intersticios del discurso de derechos
de “la infancia”, se puede reconocer a la persona tras “el niño”, al niño o niña en
cuanto ser humano, a la niña o niño en pie de igualdad, habitando un plano
enderezado. En cuanto seres humanos, los niños y niñas tienen derecho a la
igualdad de que hablamos, pues la diferencia con que los construye el discurso
de derechos hegemónico vehiculado por la CDN los hace inferiores, i.e. mini-
humanos (ver Santos 2002: 57). Siendo, como son, seres humanos libres e
iguales, y también, como hemos dicho, personas con voz, agentes, las niñas y
niños tienen derecho a resistir todo aquello que ahogue sus voces, y que
minimice esa dignidad de libres e iguales con la que ya cuentan; derecho a
resistir la opresión que, siguiendo a Bloch (2011 [1961]: 280) no es otra cosa que
la proscripción de su paso erguido (pues todavía no debe erguirse). En especial,
tienen derecho a resistir la atribución de un conjunto de derechos que funcionan
como un mecanismo de minimización, disciplinamiento e infantilización (es
decir, de silenciamiento de su habla). Aunque el derecho a resistir la opresión
minimizadora no es hoy un derecho reconocido en las cartas de derechos, sin la
conciencia y reconocimiento de su existencia habrían sido imposibles todas las
cartas de derechos, que surgieron a partir de unas voces que se alzaron en
contra de la injusticia opresiva. Si nuestro objetivo es participar en la
reconstrucción de un discurso emancipador de los derechos de niñas y niños,
debemos volver a una concepción de los derechos como “instancias normativas
de cambio revolucionario”, antes que como “mecanismos de defensa [del orden

157
En http://www.textes.justice.gouv.fr/textes-fondamentaux-10086/droits-de-lhomme-et-libertes-
fondamentales-10087/declaration-des-droits-de-lhomme-et-du-citoyen-de-1789-10116.html,
consultado el 18 de octubre 2012.
158
En http://www.archives.gov/exhibits/charters/declaration_transcript.html, consultado el 18 de
octubre 2012.

288
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

establecido] contra la posibilidad de resistencia” (Douzinas 2010: 93, corchetes


nuestros). Propongo detenernos en un derecho específico que parece capaz de
vehicular esa resistencia revolucionaria (es decir, que vuelve al origen fundador),
a la vez que servir de herramienta para mejor avanzar en el camino de un
discurso emancipador de los derechos de niños y niñas: el derecho a definir y a
no ser definidos.

Según Santos (2009), el paradigma de derechos de la modernidad, basado en el


equilibrio entre regulación y emancipación, en la actualidad se ha quebrado en
favor de la regulación, por lo que debe ser reescrito para rescatar las
posibilidades emancipadoras de los derechos humanos. Es fácil advertir la
pertinencia de este diagnóstico en lo relativo a las niñas y niños, cuyo control y
disciplinamiento se realiza bajo la fachada de la salvaguarda de sus derechos,
como explicamos en el capítulo 2. Dicha reescritura consiste, según Santos, en el
diseño de unos derechos fundadores, “derechos originales” o “ur-derechos”, que
restituyan al corpus de derechos humanos su fuerza emancipadora, suprimida
por el colonialismo occidental y la modernidad capitalista. Son derechos que
surgen precisamente de la injusticia original que supusieron el colonialismo y la
modernidad capitalista (Santos 2009: 534), lo que los hace particularmente
apropiados para señalar el camino al discurso emancipador de derechos de los
niños y niñas, que aquí buscamos construir desde la denuncia de la injusticia que
supone el discurso de derechos de “la infancia”. Entre los derechos originales
que señala Santos, destaca el “derecho a organizar y participar en la creación de
los derechos”, derecho cuya supresión, habría “constituido el fundamento del
gobierno y de la dominación capitalista. Sin semejante supresión, las minorías
nunca habrían sido capaces de gobernar sobre las mayorías en un campo político
que está formado por ciudadanos libres e iguales” (Santos 2009: 539, y ver
Mutua 2002: 22); libres e iguales como niñas y niños, tendremos que seguir
insistiendo. Con Santos, creemos que sin este derecho “no se pueden alcanzar
siquiera mínimamente ninguno de los otros derechos” (Santos 2009: 540), por lo
que pensamos que no tergiversamos su proyecto si lo tratamos con
independencia del resto de derechos originales que propone, como estando un
paso más acá o, mejor dicho, más abajo, más al fondo. En la supresión de este
derecho a organizar y participar en la creación de los derechos subyace la
concepción “según la cual los derechos más fundamentales no tienen que
crearse: ya están presentes como derechos naturales, como ‘dados’ ” (Santos
2009: 540); en el caso de niñas y niños, siempre “dados” por los adultos. En la

289
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

reconquista de este derecho, en cambio, está la recuperación de la igualdad y la


libertad, es decir, de la dignidad negada a niños y niñas por el discurso de
derechos de “la infancia” (ver Dussel 2011: 151)159.

El derecho a organizar y participar en la creación de los derechos se puede


vislumbrar ya en lo que dijimos en la sección 1.7.ii, relativo a que los adultos no
tienen el monopolio del poder para definir lo que sea la infancia. Pero es hecho
más explícito por Mary John (2003: 47), cuando, hablando específicamente de
los niños y niñas, se refiere al “derecho a definir cómo los otros deben definir”.
También surge en las palabras de Invernizzi (2008: 138-139) quien, a partir de la
definición que hace la OIT del trabajo infantil -desempoderadora y extraña a la
realidad de las niñas y los niños trabajadores- llama a que unas y otros, junto a
sus comunidades, sean incluidos en la definición de sus derechos, y por ende, de
su propia ciudadanía. Sencillamente: los niños y las niñas tienen derecho a definir
sus propios derechos; sin embargo, y como hemos venido diciendo, tal derecho
les ha sido negado pues, partiendo por la CDN, no han participado en dicha
definición. Por el contrario, la mayoría del discurso sobre los derechos de las
niñas y niños se ha construido sobre la base de la identificación que los adultos
han hecho de las “necesidades” de “los niños”. Es por ello que Woodhead
plantea que la única posibilidad (emancipadora) de mantener una perspectiva de
necesidades es subordinándola a la definición que los propios niños y niñas den
de éstas, abogando por el derecho de niñas y niños a “participar en el proceso de
definir sus necesidades” (Woodhead 1997: 81). Ahora bien, Williams (1987) ha
explicado que, históricamente, para los afroamericanos la perspectiva de las
necesidades, “la descripción de las necesidades, ha significado un penoso fracaso
político” (aunque un éxito artístico y literario) (1987: 412). Por eso aboga por un
mecanismo que permita confrontar la negación de las necesidades, es decir, por
unos derechos que hagan exigibles tales autodefinidas necesidades (1987: 413).
Para el caso de los niños y niñas, entonces, no se trata sólo de que definan sus
necesidades, sino también los derechos relativos a tales necesidades, se trata del
derecho a convertir sus necesidades en sus derechos. Liebel, por último, también

159
Speed (2006) refiere el caso de una comunidad indígena en Chiapas, México, que luchó por su
derecho a definirse como indígena para proteger sus costumbres e instituciones, para luchar por
sus tierras como tales tierras, o territorios históricos, y no como mera propiedad privada, y, en
definitiva, para gozar de todos los derechos consagrados a los pueblos indígenas por el Convenio
OIT N°169. La lucha no logró el objetivo del reconocimiento oficial, pero sí formó parte de un
proceso más amplio de recuperación y recreación de la identidad de dicha comunidad, en cuanto
indígena.

290
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

suscribe la incorporación de niños y niñas en la definición de sus derechos, al


señalar que hay que “despaternalizar” la protección (se protege al “niño”
necesitado y vulnerable, recordemos), y “convertir los derechos de participación
en parte integral de esta protección” (Liebel 2006a: 32). Las posibles
encarnaciones del derecho de niñas y niños a definir, sea su ciudadanía, sus
necesidades, o su protección, revela que el derecho a definir los derechos es
precisamente el derecho de los niños y niñas a la autonomía (es decir, a
gobernarse por sí mismos, sin que debamos entrar todavía a discernir qué se
entiende por este “sí mismos”).

Mary John (2003) entiende que el “poder” de niñas y niños consiste


precisamente en este derecho a definir e insta a incorporar a las tradicionales
tres ‘P’s (Protección, Provisión y Participación) que informan la CDN, una cuarta
‘P’, de Poder, poder que consistiría en la capacidad de hacer realidad las propias y
auto-definidas aspiraciones infantiles (John 2003: 46). Sin embargo el derecho de
que venimos tratando no es sólo el derecho a definir sus derechos, a secas, o más
bien, el derecho a definir sus derechos es la cara de una contracara que es el
derecho a no ser definidos (en sus derechos, aunque no sólo en sus derechos), y
ambas caras son inseparables. Por esto, es necesario abrir la ‘P’ de Mary John a
ambas caras de nuestro derecho. Veamos.

El ejercicio del derecho a definir los propios derechos exige un espacio, en


primer lugar, conceptual, donde elaborar y desplegar la definición, pero también
un espacio material, donde vivir las propias definiciones. Por eso, quien tiene el
derecho a definir tiene derecho, a la vez, a resistir las definiciones que le son
impuestas y que ahogan sus propias definiciones, a resistir ser fijado “con
claridad, exactitud y precisión”, según una de las acepciones que da el
Diccionario de la Lengua de la RAE, o sea, derecho a no ser definido. Edouard
Glissant, nacido en la isla Martinica (departamento de ultramar francés) y que
pensó, vivió y sufrió el colonialismo y el racismo, habló con profundidad de esta
resistencia a ser definido, refiriéndola como el “derecho a la opacidad”. Con este
derecho Glissant (1997) propone trascender el mero derecho a la diferencia, que
siempre implica una diferencia respecto de una norma o escala, diferencia
respecto de quien señala la diferencia, que “entiende” al otro como tal
diferente, y así lo encasilla. Y el problema está precisamente en esta necesidad
de entender. Para Glissant, tras el requisito de entender a otra persona para
comunicarse con ella se esconde una demanda, muy propia del pensamiento
occidental, de transparencia, que pretende que para relacionarse hay que
previamente entender, lo que permite comparar, probablemente reducir (a esa
norma o escala), y sólo entonces, aceptar. Él contrapone a esa transparencia la

291
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

opacidad, como derecho, que no supone el derecho “a encerrarse en una


autarquía impenetrable”, sino que a la “subsistencia en una singularidad
irreductible” (Glissant 1997: 189-190), constituida por la naturaleza fracturada
(“fractal”) de todas las conductas humanas (Glissant 1997: 193). Los vínculos de
la opacidad con nuestro derecho a definir los propios derechos quedan claros
cuando Glissant señala que de la opacidad no se ha de seguir la parálisis, ni la
insularidad -“¿cómo me puedo relacionar con quien no entiendo?”-, si es que se
asume que “es imposible reducir a alguien, no importa quién, a una verdad que
no ha generado por sí mismo” (Glissant 1997: 194), o sea, que entre las personas
todo conocerme (tú a mí) debe pasar por un previo darme a conocer (yo a ti).
Sólo desde esta opacidad, entonces, es posible una relación entre iguales,
porque sólo ella da refugio a la dignidad y libertad irreductibles de cada persona.
La opacidad opera como escudo ante el ojo inquisidor e indagador, que pretende
conocerlo y saberlo todo porque cree que todo puede y debe ser sabido y
conocido; ella desfunda la ontología de las esencias y absolutos, y funda una
ontología de la relación, es decir, de la democracia (ver Herrera Flores 2005: 24-
26).

En el caso que nos ocupa, la opacidad se opone al conocimiento claro y distinto


de los niños y niñas, y previene de su categorización, clasificación y, en definitiva,
comprensión (es decir, de que sean aprehendidos, agarrados, cogidos). En la
opacidad se revela el derecho de niños y niñas a no ser definidos. Así, por
ejemplo, Burman habla del silencio de niños y niñas como una posibilidad de
“resistir ser reclutados en un discurso moral que quieren evitar” (Burman 2008:
121). En especial, Silverman et al. (1998: 220) estudian los silencios de los niños y
niñas en las entrevistas con profesores a las que asisten junto a sus padres y/o
madres, y señalan que,

enfrentados a la ambivalencia subyacente a las preguntas y comentarios de


los profesores (y los padres y/o madres), el silencio puede ser entendido
como una muestra de competencia… porque el silencio (o al menos la falta de
respuesta verbal) les permite a niñas y niños no implicarse en un universo
moral construido por los adultos, y, por lo tanto..., les permite resistir la
entrada en un discurso institucional que sirve para encuadrar y restringir sus
competencias sociales.

En sentido parecido, Harriet Strandell sugiere el derecho de niñas y niños a no


ver su juego “traducido” a definiciones de utilidad, desarrollo y preparación por
parte de los adultos, para evitar que éstos, controlando conceptualmente una
actividad, la puedan instrumentalizar pedagógicamente, o servirse de ella para

292
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

aumentar su control sobre niños y niñas (Strandell 2000: 155-156). Por su parte,
Judith Ennew propone ciertos derechos específicos para los niños y niñas “de” la
calle, uno de los cuales sería el derecho a no ser etiquetados (labelled), lo que
comporta liberarse de ser tratados como y en cuanto infancia de la calle, ya que
esto muchas veces conduce a abusos y discriminaciones, a la vez que liberarse de
una serie de juicios y apreciaciones sobre la infancia callejera que son
sencillamente erróneos (Ennew 2002: 399). Pero es la exposición que hicimos en
los capítulos precedentes la que confirma con mayor dramatismo que el derecho
de las niñas y niños a definir sus derechos necesita, perentoriamente, la
contracara del derecho a no ser definidos, es decir, el escudo de la opacidad.
¿Pues qué otra cosa se propone el desarrollismo sino una comprensión cabal,
una definición completa del “niño”, en cuanto “niño”, es decir, y para el
desarrollismo, en cuanto incompleto, para así normarlo, controlarlo y llevarlo a
su completitud? (ver secciones 1.3, 1.4 y 2.5.i). ¿Y cuando “el niño” deviene
última fuente de sentido en un mundo que ha perdido todo otro referente de
sentido, cuando “el niño” se cristaliza en una indisponibilidad disponible para los
adultos, qué otra cosa se está haciendo sino poner sobre niñas y niños una
definición como una losa? (sección 1.6.i). Trataremos cada una de las
inquietudes que plantean estas preguntas en secciones separadas.

iii. Derecho a No Ser Definidos por la Ciencia.

En las secciones 1.4 y 2.5 expusimos los problemas que plantea la hegemonía del
desarrollismo. Dijimos que como discurso científico hegemónico sobre las niñas
y niños es un discurso político que esconde su condición de tal, presentándose
como únicamente científico. A esto se suma que el discurso de derechos de “la
infancia” se ha hecho abrumadoramente dependiente de ese discurso
desarrollista y reclama autoridad a partir de esa dependencia de la “ciencia”,
todo lo cual incide en que “la ciencia” termina sirviendo de fundamento para
restringir los derechos de las diversas infancias. Esta dependencia sería razón
suficiente para erigir como derecho fundamental de niños y niñas el derecho a
no ser definidos, controlados, regulados, ni normados por la ciencia desarrollista.
Sin embargo, la relación entre ciencia y derechos no es problemática sólo en
razón del “contenido” de la ciencia (en este caso, castrante y minimizante de la
realidad infantil). Hay un problema previo.

En la sección 2.2.i dijimos que Fortin (2005: 75-6) expresamente le resta validez a
investigaciones que han reconocido una enorme competencia a niños y niñas
cuidadoras, “de” la calle, trabajadores, etc., diciendo que “estos escritores

293
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

parecen pasar por alto las investigaciones sobre el desarrollo cognitivo del niño y
adolescente promedio”. Probablemente, el autor de esta obra sería, para Fortin,
parte de ese grupo que “pasa por alto” las investigaciones que ella menciona,
pues aquí nos hemos dedicado a referir, reseñar y suscribir todo un conjunto de
investigaciones que hace ya décadas viene mostranto la agencia y competencia
infantil. Esta disparidad de pareceres sobre, se supone, los mismos hechos, se
revela como decisiva para mostrar el problema que ahora queremos destacar en
la relación entre hecho (“ciencia”) y derechos de los niños y niñas. Y es que es
equívoco hablar, sin más, de tal relación (y consiguiente dependencia). Así lo ha
reconocido Federle (1994: 349, corchetes nuestros), al decir que “quienes se
oponen a otorgarles derechos a niñas y niños acuden a la autoridad de la
literatura psicológica y sociológica [desarrollismo], del mismo modo que quienes
quieren ampliar esos derechos apelan a investigaciones similares para
contradecir a los primeros”. Ante esta disyuntiva, entonces, ¿quién y cómo se
decide? En la sección 1.3.ii ya nos detuvimos en esto, al preguntarnos sobre qué
investigación empírica sobre competencia infantil había de ser tenida por buena,
por científica, y argumentamos en favor de la superioridad de las investigaciones
que han revelado a niñas y niños agentes y competentes. Sin embargo, esto no
evita que en otros estudios se siga argumentando de manera inversa, diciendo
que los niños y niñas, como dice Fortin, son más incompetentes y menos agentes
de lo que aquí decimos. Entonces, precisando la pregunta sobre quién y cómo se
decide, y en la medida en que parece que los hechos se observan y valoran
distinto según la comunidad científica que los observa y valora, de lo que se trata
es de dilucidar si es posible una decisión (ver Huber 1993: 226).

Hablando en general de las relaciones entre ciencia y derecho, Nelken se plantea


este mismo interrogante: ¿cómo decide el discurso jurídico entre visiones
científicas contrapuestas? (2009: 161). Es decir, ¿cómo decide entre las
investigaciones de comunidades científicas que difieren sobre cómo se ha de ver
lo que se ve? Thomas Kuhn señalaba que “los representantes de paradigmas160
en competencia reflejan siempre, aunque sea tenuemente, propósitos cruzados.
Ninguna de las partes concederá a la otra todos los supuestos no empíricos que
ésta necesita para justificar su caso”. Es decir, “están condenadas a hablar, en
parte, a través de la otra parte. Aunque cada una de las partes pueda tener la

160
Para Kuhn (1970: viii), un paradigma es “un conjunto de logros científicos universalmente
reconocidos que durante un tiempo proporcionan el modelo de problemas y soluciones a una
comunidad de profesionales”.

294
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

esperanza de convertir a la otra a su manera de ver su ciencia y sus problemas,


ninguna puede tener la esperanza de probar su caso. La competencia entre
paradigmas no es el tipo de batalla que pueda resolverse con pruebas” (Kuhn
1970: 148) sino, como dice luego Kuhn (1970: 152), por “persuasión”. Es
evidente, según lo que hemos planteado hasta aquí, que el paradigma
desarrollista y el paradigma de la sociología de la infancia –que asume la voz y
agencia infantil- tienen un problema de entendimiento mutuo161. Desde la
propia sociología de la infancia se han alzado voces que, señalando la existencia
de un verdadero “muro de silencio” (Thorne 2007: 150) entre psicología del
desarrollo y sociología de la infancia, llaman a sortear este abismo y a acercar
ambos paradigmas de investigación (y ver Prout 2005: 145). Desde la psicología
crítica se ha planteado lo mismo en sentido inverso (Morss 2002). Pero con
independencia de lo que resulte de estos llamados de acercamiento, lo cierto es
que en este momento el abismo no ha sido salvado y que, de serlo, y esto es lo
más importante, aunque el resultado de ello pudiera ser un nuevo paradigma en
los estudios de los niños y niñas, y de las infancias, ciertamente seguiría siendo
“ciencia”.

Entonces, lo que proponemos aquí es que, en el caso de los derechos de las niñas
y niños, la pregunta sobre la relación entre derecho y ciencia es si debería existir
del todo tal relación. O sea, no se trata de cómo decidir el lugar y autoridad de la
ciencia al interior del discurso jurídico, ni de cómo, una vez abierta la puerta a la
ciencia, decidir cuándo cerrársela y reconducir el debate a términos jurídicos
(Nelken 2009: 161). Se trata, más bien, de si acaso la ciencia haya de tener algún
lugar y autoridad en el discurso de los derechos de los niños y niñas, es decir, de
si hay que abrirle la puerta en un primer lugar. Pues, aunque estamos
convencidos de lo acertado del juicio y creemos que es indispensable decirse,
políticamente parece que no avanzamos demasiado diciendo que “casi todo lo
que se ha dicho desde el punto de vista normativo... [acerca de la incompetencia
infantil] ha resultado equivocado y una subestimación de la competencia de las
niñas y niños” (Smith 2002 : 82, corchetes nuestros), ya que pronto aparece

161
Aunque los paradigmas científicos a que alude Kuhn provienen de las ciencias llamadas exactas,
y ni el desarrollismo ni la sociología de la infancia pueden apelar a tal calificativo, sí creo poco
cuestionable el que ambas disciplinas (en el caso del desarrollismo, encarnado en la psicología del
desarrollo) representan paradigmas, en el sentido de acuerdos reconocidos en determinados
universos de investigación que sirven para modelar nuevos problemas, y que orientan la búsqueda
de las soluciones a dichos problemas. Es decir, que ambos, tanto sociología de la infancia como
psicología del desarrollo aluden a determinadas comunidades de investigación (Kuhn 1970: 10-11).

295
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

quien, como Fortin, ondea “ciencia” que dice lo contrario. En otras palabras,
hemos dado razones contundentes que avalan una comprensión de la infancia,
las niñas y los niños como competentes y agentes, pero las buenas razones no
son razón suficiente para construir un discurso de derechos de los niños y niñas
que sea, efectivamente, de los niños y niñas.

Los hechos a que alude cualquier discurso de derechos de la infancia –la realidad
de las niñas y niños, y de la infancia que habitan- serán siempre equívocos y
potencialmente desempoderantes en la medida en que resulten de
descripciones emprendidas por el discurso científico, el cual, en cuanto
construido sólo por adultos, es construido por definición sin los niños y niñas.
Esto hace patente la necesidad de trascender (no de abolir) los discursos
científicos sobre esos hechos. ¿Hacia dónde? Ya lo hemos dicho, y no podemos
cansarnos de repetirlo: hacia las voces de las niñas y los niños. La única realidad
autorizada como referente de los derechos de los niños y niñas es su realidad,
expresada en sus voces. Éstas son “los hechos” a los que se debe su derecho,
ésta la realidad a la que se debe acudir y apelar cuando se construye el discurso
sobre sus derechos, y sólo en tanto en cuanto la sociología de la infancia está
programáticamente comprometida con sacar a relucir esas voces (sección 1.7.vi),
voces de sujetos de derecho, puede ser puesta en tándem con ellas. Nelken
(2009: xviii) ha argumentado que la ley con frecuencia se desvincula de los
hechos, entendidos como ciencia: “La ley está más sujeta al juego de cálculos
políticos que [...] a menudo conduce a decisiones que dependen más de lo que el
público cree, espera y desea, que de lo que los expertos aconsejan”. ¿Los
derechos contra los hechos, para las voces? Paradójicamente, y no obstante lo
espurio de las voces, ésa es la norma en la ley de los adultos en las democracias
contemporáneas. Pero el caso es que las niñas y niños, en lo que respecta a sus
derechos, y como se desprende de lo que hemos dicho hasta aquí, aún no son
ese público con derecho a influir en la deriva jurídica. Ya adelantamos algo en
este sentido al concluir la sección 1.3.ii, cuando mencionamos la distinción hecha
por Walkerdine (1993: 457) entre la investigación moderna y la posmoderna, y
los problemas que conlleva reconocerle poder para definir quién es competente
y quién no, quién vulnerable y quién no, quién racional y quién no, sólo a
algunos, en este caso, sociólogos, psicólogos, juristas, etc., pero siempre adultos.
Ahora parece más claro que una condición ineludible de un discurso
emancipador de los derechos de niñas y niños es la necesidad de expropiar ese
poder a los adultos. El derecho de los niños y niñas a no ser definidos es,
siempre, el derecho a no ser definidos por la ciencia, más precisamente, a que
sus derechos sean un dique de contención ante las definiciones de la ciencia.

296
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Un ejemplo: en la sección 1.3.i parafraseamos a Chakrabarty (2000) para mostrar


de qué modo el desarrollismo encorseta el tiempo (y la vida) de la infancia en un
ritmo implacable, y toda la sección 2.5 la dedicamos a criticar el disciplinamiento
que supone la canonización jurídica del desarrollismo. La “ciencia” desarrollista
es la guardiana de el tiempo, uno e igual, para todas las niñas y niños, diáfano
como los números de un calendario. A este respecto, dice Buck Morss que si,
como decía Adorno, “la historia está en la verdad”, o sea, si en toda verdad hay
historia y toda verdad es histórica, entonces “la historia y con ella el cambio
temporal están en juego en la pragmática de la verdad, que no puede concebirse
como impermeable al tiempo”. Por ello “importa quién posee el tiempo”, pues
quien lo posea también administrará su significado (Buck Morss 2010: 68). De
este modo, el derecho de niños y niñas a no ser definidos por la ciencia implica,
entre otros, su derecho a poseer el tiempo, es decir, a recuperar un tiempo para
sí, y ya no para cumplir cabalmente con los hitos del desarrollo que les marcan
los adultos. En este sentido, de la lectura de Woodhead (2011: 51-52) se puede
colegir el derecho de niñas y niños a guardar silencio sobre su edad, es decir,
sobre su “tiempo calendárico”, pues de la pregunta sobre la edad infantil, y de la
consiguiente respuesta, se sigue toda una cascada de deducciones, fundadas en
la lógica desarrollista, sobre lo que ese niño o niña de tal edad, y sólo por tener
tal edad, es, sabe, quiere, y puede o no hacer.

iv. Derecho a No Ser Definidos por los Adultos Huérfanos de Definiciones.

El desarrollismo disciplina definiendo al niño-futuro, y hace de la vida de los


niños y niñas un relevo de etapas predeterminadas que ha de culminar en su
titulación como determinados adultos. Pero este disciplinamiento orientado al
futuro coexiste con un disciplinamiento orientado al presente, esto es, con la
definición del “niño”, en cuanto niño-presente, como mito o símbolo, última
fuente de sentido, indisponibilidad disponible, última definición cierta en una
modernidad líquida que ha desdibujado todas las demás definiciones (ver
sección 1.6.i). Recién vimos que la emancipación del primer tipo de definiciones
(i.e. niño-futuro) pasa por emanciparse de la dependencia de la ciencia, lo que,
en último término, habrá de significar emanciparse de un discurso capitalista
que demanda cierto tipo de ciudadanos (ver secciones 1.4 y 2.5). En cuanto al
segundo tipo de definiciones (i.e. niño-símbolo), suponen hacer cargar a las niñas
y niños con un peso simbólico que no está a su servicio, sino al de la necesidad
de sentido que apremia a los adultos (ver sección 1.6.i). En la sección 2.2.ii ya
criticamos lo espurio de intentar fundar los derechos de niños y niñas en la
necesidad de sentido adulto que unos y otras vienen a satisfacer. Ahí también

297
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

criticamos el “paternalismo liberal” de Freeman (1992), Eekelaar (1992, 1994) y


Campoy (2006), y señalamos la incoherencia de prohibirles actos a las niñas y
niños que, aun siendo “racionales”, son considerados riesgosos o peligrosos por
los adultos. Y anticipamos que emanciparse de este peso indebido ha de pasar
por que los niños y niñas recuperen su disponibilidad para sí, por que se hagan
disponibles para sí mismos, es decir, por que hagan oír sus propias voces,
definiendo (sus derechos) y sobre todo no dejando que les definan (sus
derechos). Esto no quiere decir que debamos renunciar a amar a nuestros hijos e
hijas, ni a que ellos llenen de sentido nuestras vidas -yo soy el primero que no
está dispuesto a ello-, sino que debemos renunciar a que eso que sentimos
nosotros, los adultos, hacia las niñas y niños, opere como el fundamento de sus
derechos, de los derechos de las niñas y niños. Si el derecho de la infancia no
puede servir de correa de transmisión de un desarrollismo disciplinante,
tampoco puede servir para perpetuar los mitos por los que la comunidad elige
vivir (ver Nelken 2009: 203), cuando esos mitos sólo sirven para saciar la
necesidad de sentido (ver Ricoeur 2004: 170-171, 314-319) de una parte de la
comunidad (los adultos) en perjuicio de otra parte (los niños y niñas).

Recapitulando, hemos dicho que el derecho a definir los propios derechos y el


derecho a no ser definidos son la cara y contracara de un mismo derecho, y que
ambas caras se complementan y necesitan. Por una parte, el derecho a definir
los propios derechos es el derecho a una ex-istencia (esto es, a tomar una
posición y proyectarla al mundo), que es la existencia de los niños y niñas como
sujetos de pleno derecho constituidos en legisladores de sus vidas, es decir, en
ciudadanos autónomos. Por la otra parte, el derecho a no ser definidos es el
derecho a una re-sistencia (esto es, a tomar una posición, y mantenerla contra
quien la desafíe); que es la resistencia que permite asegurar tanto el escenario
donde las niñas y niños se constituyen en legisladores de sus vidas, como las
condiciones necesarias para tal despliegue de su autonomía. Entre otras, estas
condiciones incluyen el derecho al silencio de los propios niños y niñas, que así
evitan entrar en la reproducción de una infancia que no es la suya, pero también
el derecho a que los adultos guarden silencio sobre los niños y niñas,
permitiendo así la apertura a una escucha relevante de sus voces. La cara y la
contracara juntas, o, más precisamente, la cara posada en la contracara, la
existencia apoyada en la resistencia, configuran un derecho formal, que permite
a niñas y niños dotar de un fondo nuevo al discurso sobre sus derechos.

Este derecho desfonda el discurso de derechos de “la infancia” y permite


refundar un nuevo discurso (es decir, remece y rehace el fondo), a partir de
contenidos decididos por los propios niños y niñas (ver Douzinas 2000: 165, y

298
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Goodhart 2003)162. En cuanto tal derecho formal, es un derecho intransferible,


porque es continente sin contenido, libro por escribir. Por eso mismo, no se
puede siquiera caer en la tentación, que describimos más arriba (sección 3.2.i),
de “dárselo” a niñas y niños pues, materialmente, no hay nada que dar, nada
que hacer “fluir” (cfr. Federle 1995). En cuanto derecho, sólo sirve para recusar
las definiciones adultas sobre las niñas y niños, y para abrir y ensanchar el
espacio de sus propias definiciones, el espacio de sus voces. El derecho de los
niños y niñas a definir sus derechos y a no ser definidos es, en suma, el derecho a
demandar que los adultos y sus definiciones den un paso atrás. Desde aquí en
adelante, entonces, el protagonismo corresponde a las niñas y niños. Antes de
escuchar sus voces y definiciones, debemos referirnos someramente al camino
que condujo a que esas voces, “desde abajo”, se convirtieran en una auténtica
posibilidad emancipadora.

3.3 Los Derechos Humanos (de Niños y Niñas) “Desde Abajo”


“…la emancipación de las clases trabajadoras debe ser conquistada por las
propias clases trabajadoras; …la lucha por la emancipación de las clases
trabajadoras no significa una lucha por privilegios de clase, ni monopolios, sino
por igualdad de derechos y deberes, y por la abolición de todo dominio de clase”,
Karl Marx (1964 [1866]: 265).

Hasta el momento nos hemos centrado en los derechos humanos (de niñas y
niños) “desde arriba”, institucionales, que equivalen al discurso hegemónico. Su
historia es la historia de los grandes pensadores (sea Las Casas, Grocio, Hobbes,
Locke, Rousseau, Paine, Kant, Mill, Rawls, etc); de las declaraciones,
convenciones y tratados internacionales; de los Comités que supervigilan la
aplicación de éstos; de los Estados que los incorporan a las legislaciones
nacionales, etc. Es, como dice Stammers, “la historia de ‘grandes hombres’
elaborando ‘grandes ideas’ que luego se convierten en ‘grandes leyes’,” y que
desemboca en el sistema actual de la ONU. O, lo que es lo mismo, en la
reformulación crítica de Stammers, la historia de hombres imperialistas y

162
Hablando del discurso de derechos humanos en general, dice Douzinas (2000: 165) que “la
crítica de la falsa abstracción de la naturaleza humana encuentra su horizonte no en una verdadera
abstracción, sino en la proliferación de contenidos parciales y locales que rellenarán al ‘hombre’
vacío con una multitud de colores, formas y características”.

299
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

capitalistas elaborando ideas imperialistas y capitalistas que luego se convierten


en leyes imperialistas y capitalistas (Stammers 2009: 160-161). O es la historia de
la gran catástrofe europea que significó la Segunda Guerra Mundial, y del
compromiso asumido por los Estados, desde arriba, para que ella no se repitiera
(Rajagopal 2003: 174 y ver Stammers 2009: 116). No se concibe que los derechos
puedan surgir de otra parte que de las élites, intelectuales y/o de gobierno (ver
Rajagopal 2003: 167).

Y sin embargo, si bien la vida de los derechos humanos se puede entender de


este modo, aquí proponemos mirarla del revés, “desde abajo” (Rajagopal 2003).
Como bien dice Ferrajoli (2001: 39-40), “ninguno de estos derechos cayó del
cielo, sino que todos fueron conquistados mediante rupturas institucionales”. Es
decir, aunque hayan terminado diciéndose “desde arriba”, desde “el cielo” del
poder institucional, el caso es que previamente han sido escritos “desde abajo”,
y sólo desde su vínculo con este origen mantienen su legitimidad. La historia de
los derechos humanos, una vez que uno mira a ese “abajo” del que hablamos, se
revela como una serie de conquistas por parte de grupos, colectividades y
movimientos sociales que han ido luchando contra el poder establecido y
reivindicando su condición de libres e iguales; los derechos humanos son el
producto de la praxis de dichos movimientos.

Como dice Stammers (1993, 1999, 2009), a quien seguimos en nuestra


exposición histórica sobre las conquistas de derechos por parte de los colectivos
y movimientos sociales163, la apelación a derechos naturales de la época de las

163
La exposición de Stammers es transparentemente radical sobre este movimiento “desde abajo”.
Pero también en este sentido, ver Bloch (2011 [1961]: 147, 282, 346-353); Weston (1992: 18-20);
Douzinas (2000: 91, 258); Ferrajoli (2000: 85-86, y 2001: 40); Rajagopal (2003: 167-168). Norberto
Bobbio (1991: 17-18), también habla de los derechos como conquistas sociales (más o menos
“desde abajo”), pero sin concebir a sus conquistadores como sujetos revolucionarios, ni grupos
articulados en movimientos sociales. Peces-Barba (1986-1987: 219-58) habla del puesto de la
historia en el concepto de derechos humanos (fundamentales), pero parece reproducir la visión de
los derechos humanos concebidos “desde arriba”, pues si bien reconoce que los derechos
humanos surgen en la historia, es decir, que están históricamente condicionados, tiende a
reconducir su origen a un ir y venir entre los grandes pensadores de cada momento histórico, que
recogen el ethos, sentir, y/o necesidades de su tiempo, y el poder estatal, que cristaliza en ley
positiva tales ethos, sentir y/o necesidades. Desde una perspectiva distinta, y novedosa, Hunt
(2004: 58-59), que ha estudiado particularmente el caso de la Francia revolucionaria, también
concibe que los derechos humanos tienen orígenes revolucionarios, a partir de un “desde abajo”
que surge de una “empatía imaginada” con el resto de “los individuos”, facilitada por las nuevas
formas de cultura impresa. En otras palabras, que “la lectura de novelas creaba nuevas

300
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

grandes revoluciones pretendía desafiar el statu quo, es decir, surgía de


determinado contexto socio-histórico. Así, la noción de que la soberanía residía
en el pueblo era un desafío al derecho divino de los reyes; el derecho a
resistencia, de que hablamos en la sección 3.2, se afirmaba en que el gobierno
sólo era legítimo si servía a los intereses del pueblo; la idea de que las personas
tenían derechos desafiaba la noción de que sólo tenían deberes para con sus
maestros y superiores; e incluso el derecho de propiedad desafiaba la creencia
de que toda propiedad residía en último término en la corona. En esa época,
“éstas eran demandas revolucionarias que desafiaban la legitimidad de
relaciones de poder que se habían mantenido durante siglos” (Stammers 1993:
73). La idea de que los derechos llamados “del hombre” (porque, de hecho, lo
eran, en el sentido de varón) se construyeron para desafiar las relaciones de
poder emanadas de la estructura del Estado absolutista no parece controvertida.
Sin embargo, más novedosa es la idea de que el “liberalismo” que lideraba dicho
desafío haya sido un movimiento social, que es lo que sugiere Stammers; el
liberalismo como “un conjunto de movimientos sociales que se involucraron en
las luchas para lograr un cambio político y social fundamental en los siglos XVIII y
XIX” (Stammers 1999: 988). Así como las inequidades propias del Estado
absolutista de los siglos XVII y XVIII fundaron el desafío del “liberalismo” al poder
estatal, la explotación sistemática de la clase trabajadora en el capitalismo del
siglo XIX hizo patente que el poder estatal no era el único problema. La
acumulación de propiedad privada y el consiguiente ejercicio ilimitado de poder
económico propiciaron las demandas de derechos de los trabajadores. Los
teóricos del socialismo y los activistas de la clase trabajadora “identificaron la
propiedad y control del capital como una fuente fundamental del poder en la
sociedad y comenzaron a reclamar derechos” para subvertir esa realidad
(Stammers 1993: 75). Fueron estos movimientos de socialistas y trabajadores los
que lucharon por reivindicar esas demandas de derechos económicos y sociales
(Stammers 1999: 988). Más adelante, durante el siglo XX la realidad del poder
imperial y colonial se vio desafiada por movimientos anti-imperialistas y de
liberación que reclamaron el derecho de auto-determinación de los pueblos
(Stammers 1993: 78; 1999: 989). Por último, se deben mencionar los
movimientos sociales surgidos a partir del reconocimiento de discriminaciones
sistemáticas enquistadas en la sociedad, por razones de sexo (por ejemplo,
movimientos feministas), raza (por ejemplo, movimiento por los derechos civiles

experiencias individuales (la empatía) que a su vez hacía posibles nuevos conceptos sociales y
políticos (los derechos humanos)” (Hunt 2004: 60).

301
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

del colectivo afroamericano), etnia (por ejemplo, movimientos indígenas),


orientación sexual (por ejemplo, movimientos LGBT[Q]), o discapacidad (por
ejemplo, movimientos por los derechos de las personas con discapacidad), y que,
ante las estrecheces de un modelo que asegura igualdad sólo formal, han
planteado, entre otros, el derecho a la acción afirmativa como paso necesario para
el enderezamiento de una realidad inclinada en perjuicio de dichos colectivos
(Stammers 1993: 79-80; 1999: 989). Los movimientos sociales, entonces, al
menos desde el comienzo de la Ilustración, han usado el discurso de derechos
para desafiar las relaciones y estructuras de poder (Stammers 1999: 989)164.

Como se desprende de esta breve relación, las luchas por los derechos han
buscado

redefinir el modo dominante de entender las relaciones entre clases, grupos


e individuos… El objetivo cultural de las luchas antiesclavistas, de los
trabajadores y de las mujeres era rearticular las relaciones entre los libres, los
propietarios o los varones (por lo general los tres predicados coincidían en la
misma persona), y los esclavos/as, la clase trabajadora o las mujeres. La vieja
posición hegemónica afirmaba que los primeros grupos se relacionaban con
los segundos sobre la base de diferencias naturales, que las desigualdades
eran el resultado lógico y necesario de las diferencias. Los rebeldes y los
manifestantes, por su parte, construyeron esa relación no como una de
diferencia, sino de desigualdad y de dominación ilegítima, de inmoral
negación de las similitudes, que convertía las diferencias neutras en
jerarquías sociales (Douzinas 2000: 258).

Quienes luchan por sus derechos, entonces, buscan afirmar sus definiciones, y
derogar las definiciones que de ellos mismos han dado los poderosos. En este
sentido, los derechos legitiman realidades alternativas y validan “las perspectivas
e identidades de los oprimidos por relaciones y estructuras de poder

164
Siguiendo la asentada división de los derechos humanos en distintas generaciones de derechos,
Weston (1992: 18-20) señala que el surgimiento de esas distintas generaciones se debe entender a
partir de la sucesión de conquistas históricas de los diversos movimientos sociales: derechos de
primera generación (asociados a la libertad) a partir de las revoluciones liberales o “burguesas”;
derechos de segunda generación (asociados a la igualdad), a partir de las revoluciones socialistas y
marxistas, y de las luchas de los trabajadores; derechos de tercera generación (asociados a la
fraternidad), a partir de las revoluciones contra la dominación colonial e imperial. En el mismo
sentido, Ferrajoli (2001: 40) señala que “se puede decir que las diversas generaciones de derechos
corresponden a otras tantas generaciones de movimiento revolucionarios”.

302
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

determinadas” (Stammers 1999: 988). Es decir los (nuevos) derechos ensanchan


la realidad. Pero para que ello ocurra, son aquéllos cuyas realidades se ven
estrechadas por la asfixiante realidad hegemónica los que tienen que marcar los
pasos (ver Douzinas 2000: 145). Son ellos quienes tienen que propiciar el cambio
en las “reglas de inclusión” y el “equilibrio establecido”, quienes han de
cuestionar lo que hasta entonces se da por sentado, e intentar la alteración del
prevalente sentido común, así como un nuevo arreglo de las jerarquías sociales
(Douzinas 2010: 94-95). Como dice la Nobel de la Paz iraní, Shirin Ebadi: “Los
derechos se consiguen con la lucha, no se regalan” (Ebadi 2011: 41), ni tampoco,
como dice Ferrajoli (2001), caen del cielo. Es decir, la emancipación de los
oprimidos sólo puede ser obra de ellos mismos (Balibar 1994a: 49), no algo que
reciban de otros, pues los oprimidos son sujetos de la acción liberadora, no sus
objetos (Freire 2002: 34 y 63). Son las clases subordinadas, oprimidas,
minimizadas, quienes han de luchar para transformarse en legisladores, es decir,
en sujetos con capacidad creadora de normas (Hunt 1990: 316); y sólo en esa
lucha puede conquistarse la “justicia desde abajo” (Bloch 2011 [1961]: 49). Así lo
dice Cole (1953: 163) en relación con los sindicatos, los cuales, donde sea que
han surgido, “se han visto obligados a librar una dura batalla por el mero
derecho a existir, y han conquistado un reconocimiento razonable por parte de
la ley sólo por etapas y gracias a luchas intensas, que han requerido inmenso
valor”. En otras palabras, son “las bases” (grassroots), quienes deben construir
las normas y principios para reducir o eliminar las condiciones que fomentan su
indignidad y desempoderamiento (Mutua 2002: 5), so riesgo de que, como
explica Mutua (2002) que ha pasado en Sudáfrica, la creación de derechos para
un colectivo –en este caso los sudafricanos negros- pero sin ese colectivo, sea un
más que probable camino para la creación de derechos contra dicho colectivo. A
esta conciencia de auto-emancipación se refiere Lewis (1995: 26, corchetes
nuestros) al comentar el consenso del movimiento feminista africano en torno a
que “la supervivencia y liberación de las mujeres africanas [sólo llegará] a través
de su propio activismo”, en contraposición a mucho feminismo occidental, o
colonial, que pretende llevar la liberación de las mujeres a Africa.

En suma, la respuesta “desde abajo” implica que toda emancipación es un


emanciparme, un acto que se realiza en primera persona, el fruto de mi agencia;
que mis derechos sólo son míos en la medida en que son concebidos y
conquistados por mí. Pretender la liberación de los oprimidos “sin su reflexión en
el acto de esta liberación es transformarlos en objetos que se deben salvar de un
incendio” (Freire 2002: 61-62); es hacerlos comparecer a su propia emancipación
como cosas, para después intentar la operación, imposible -como hemos venido
diciendo en este capítulo-, de transformarlos en seres humanos (Freire 2002: 65).

303
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Como sujeto de su propia liberación, quien lucha por sus derechos está
ejerciendo una agencia típicamente política, una voluntad o voz política, que se
manifiesta en un acto autónomo (es decir, de quien se da su propia ley)
(Hallward 2010: 122). Ya lo dijo el abate Sièyes en vísperas de 1789: “todo
hombre [sic]… tiene el derecho intrínseco de deliberar y querer [vouloir] por sí
mismo”, y, “o uno quiere [veut] libremente, o es forzado a ello, no hay término
medio” (Sieyès 1789: 14-15). Ahora bien, estamos hablando de la lucha por sus
derechos llevada a cabo por movimientos sociales, por determinados colectivos.
Por eso, no podemos hablar, sin más, de la agencia de los meros miembros de
dichos movimientos o colectivos. Esa agencia cobra su fuerza emancipadora
precisamente en cuanto se asume como parte de un proyecto colectivo. La
voluntad política de que habla Hallward es una voluntad general o, por
definición, generalizable, y es esa voluntad colectiva “la que está operando en la
movilización de cualquier fuerza de emancipación colectiva… y la que se esfuerza
por formular, afirmar y sostener un interés plenamente común (y por lo tanto
plenamente inclusivo e igualitario)” (Hallward 2010: 121). Aunque los derechos
sean luego atribuidos a individuos, siempre se conquistan colectivamente, es
decir, políticamente: así como “nadie puede ser emancipado por otros, … nadie,
tampoco, puede emanciparse sin otros” (Balibar 1994b: 12; en el mismo sentido
Freire 2002: 63).

La voluntad general(izable) de que habla Hallward supone una agencia que


trasciende los límites de la individualidad, una agencia colectiva; es decir, supone
que la agencia no es sólo una propiedad de los individuos (ver Stammers 2009:
25). La voluntad del colectivo trasciende la mera suma de las voluntades
individuales de sus miembros pues el colectivo no es una mera suma de “yoes”
que se juntan para conseguir un objetivo que beneficia a cada uno en particular,
sino un auténtico nosotros y/o nosotras. De este modo, resulta que todo
emanciparme conlleva siempre un emanciparnos. Comentando el activismo de
las clases trabajadoras inglesas en el siglo XIX, Thompson (1998: 76) grafica esto
en términos materiales, diciendo que

el atractivo del socialismo comunitario debe verse también en términos de las


tradiciones de mutualidad preexistentes en la clase obrera. Los gremios,
clubes funerarios [burial clubs], sociedades comerciales, mutualidades y
sindicatos de los siglos XVIII y comienzos del XIX representaron esfuerzos
colectivos para proveer seguridad material a quienes, de forma individual, era
improbable que sobrevivieran a las gélidas ráfagas de los vientos levantados
por la competencia económica.

304
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Pero si la propia emancipación se conquista a través de la emancipación


colectiva, entonces, como dice Balibar, la construcción de la autonomía
individual es también colectiva, o “transindividual” (1994b: 12). La autonomía
que se expresa en la acción emancipadora de los colectivos y movimientos
sociales es, así, inclusiva, “se enfoca en las relaciones más que en la separación y
las fronteras…; enfatiza los lazos antes que los límites” (Rajagopal 2003: 264). El
propio Marx, muy crítico de los derechos humanos, comprendió que éstos,
según la forma que le habían dado sus “descubridores, los norteamericanos y los
franceses”, suponían un sujeto político que no era mera suma de individuos, sino
que un verdadero sujeto colectivo; que, en cuanto derechos políticos, los
derechos humanos “sólo pueden ejercerse en comunidad con otros hombres
[sic]” en la medida en que su contenido es “la participación en la comunidad…”
(Marx 2009 [1844]: 145-146). Es decir, y si seguimos una ruta que Marx esbozó
pero dejó sin andar, los derechos humanos no sólo serían conquistados
colectivamente sino que también serían, por su propia naturaleza, ejercidos
colectivamente. En suma, la autonomía que se transluce en estos derechos
humanos que surgen “desde abajo” es una autonomía, por definición, no
ensimismada sino que interdependiente; una autonomía nuestra, no mía165.

Una vez establecido que la agencia que define y conquista los derechos es, en
último término, una agencia colectiva, se relativiza el hecho de que, al interior de
determinado colectivo, haya quienes no participen directa o activamente de la
lucha emancipadora –personas con alguna discapacidad, ancianos, lactantes,
etc.-, personas que, en el peor de los casos, pueden no sólo no poder participar,
sino que ni siquiera poder suscribir la lucha. Pues su falta de participación
material en la lucha no los priva de ser miembros del colectivo, de participar del
colectivo que está inmerso en la lucha, y con ello, de participar de los derechos
conquistados por el colectivo. Hablamos de una voluntad general o generalizable
(Hallward 2010:121) es decir, expresa o presunta, por lo que se ha de asumir que
quienes no pueden participar directamente en la lucha también gozan de sus

165
Como se ve, esto se distingue de la intuición planteada por John Stuart Mill (1862: 65), al
sostener que: “los derechos e intereses de todas y cada una de las personas sólo están seguros de
ser vulnerados cuando la persona interesada misma es capaz de, y está habitualmente dispuesta a,
defenderlos”. Pues aunque la formulación es similar a las que hemos dado en esta sección, en Mill
sirve a un argumento que justifica que sólo los individuos racionales, i.e. los adultos, son
potenciales sujetos de derechos. Más aún, el individuo (racional) de Mill sólo defiende los intereses
del individuo (racional); mientras que en las luchas de los movimientos sociales es el colectivo
quien pelea por el colectivo, en el cual también se comprende cada individuo.

305
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

conquistas en primera persona. Ahora bien, esto acarrea problemas prácticos


sobre cómo definir quién es parte de un colectivo, sobre quién define, y,
especialmente, sobre la eventual intromisión en nuestro argumento, casi de
forma clandestina, del paternalismo que criticamos de manera rotunda y,
creemos, definitiva, en la sección 2.2.ii. Sobre este riesgo, es decir, sobre la
posibilidad de estar reintroduciendo perspectivas paternalistas ya superadas,
debemos recordar que en la sección 2.2.ii. criticamos las decisiones que unos
(adultos) toman respecto de otros (niños y niñas) que se conciben, por
definición, como totalmente otros. Sin embargo, ahora hemos introducido un
sujeto nuevo, un nosotros político que, al menos en teoría, debe hacer
retroceder las odiosidades que se siguen de esa distinción esencializante que
hace el paternalismo, sea en su versión clásica o liberal. Pues ahora son mujeres
luchando por mujeres que no pueden luchar, y quizás ni siquiera suscribir la
lucha; homosexuales luchando por otros y otras homosexuales igual de
imposibilitados; negras y negros luchando por sus hermanas y hermanos de color
que no pueden hacerlo, etc. Es decir, hay una diferencia radical entre hablar por
unos otros y hablar por un nosotros. Por lo mismo, la acción de ese sujeto plural,
aun respecto de sus miembros incapaces, necesariamente amplía sus derechos,
pues se mueve para enderezar el plano inclinado que sirve de plataforma de
opresión contra todo el colectivo. Por el contrario, el paternalismo que
criticamos en la sección 2.2.ii restringe los derechos pues presume la necesidad
del plano inclinado; presume, por naturaleza, la inclinación de la realidad,
estando los adultos arriba, y las niñas y niños, los otros, abajo. Por último, aquí
estamos hablando de la posibilidad material de participar en, o suscribir, la lucha
por los derechos, lo que restringe considerablemente, en comparación con el
paternalismo clásico o liberal, las hipótesis en que una voluntad haya de ser
sustituida por otra. El paternalismo clásico o liberal, debemos recordarlo, y por
más que pretenda disfrazarlo, termina hablando de una imposibilidad
conceptual, no dada por las circunstancias, sino debida a la naturaleza del ser
“niño”. Volveremos sobre esto en la sección siguiente, al hablar de la lucha que
han emprendido los niños y niñas por sus derechos.

Hasta el momento, como hemos dicho reiteradamente, no hay constancia de


dicha lucha en el discurso de derechos de “la infancia”. Por oposición a la
conquista de ciudadanía por parte de los colectivos históricamente marginados,
que hemos reseñado aquí, las niñas y niños han sufrido la atribución de ciertos
derechos, precisamente por quienes ya gozan de ciudadanía (formal). Como
consta del recorrido de la CDN, en la historia oficial de los derechos de la infancia
no hay “un movimiento social que precediera la escrituración de sus derechos”
(White 2002: 1101). Pero esto no tiene por qué seguir siendo así. Aunque a día

306
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

de hoy, en el mundo minoritario “ni los niños y niñas, ni sus voces estén
liderando el movimiento de los derechos de la infancia” (Appell 2009: 732), ya ha
quedado claro que hay más mundos que el mundo minoritario. En la siguiente
sección toca que aprendamos de ellos, siguiendo la huella del trabajo infantil.

3.4 Infancia, Trabajo y NATs: Paso al Frente de los Niños y las


Niñas
i. Niñas y Niños, Trabajo y Prohibición

“Pues yo digo que es bueno trabajar, ¿no?”,


Niña trabajadora en vertedero de Ciudad de México (en Leyra Fatou 2012: 250)

i.i. Trabajo Infantil y Sentido.

“Me acuerdo también de un verano, cuando tuve por función, mientras se


bataneaba el trigo, el apretar hasta abajo las vigas y la paja que saltaba del aire.
Debía yo estar todavía muy tierno, ya que hace falta ser pequeño para correr
como una rata bajo las tejas. Salía yo de allí sudando, extenuado, con la garganta
seca y la nariz y los ojos lastimados por el polvo, pero me sentía yo tan orgulloso
de aquel trabajo, que esperaba con impaciencia el día siguiente para comenzarlo
de nuevo. Me parecía que aquella victoria me daba nuevos derechos en la
sociedad, y mayor dignidad en la mesa de los labradores”,
C. Freinet (2006 [1946]: 181).

Como vimos en las secciones 1.1, 1.2 y 2.4.iii, es un hecho que los niños y niñas
han trabajado siempre, con normalidad e integrados en la sociedad, sea de
manera remunerada o no. Así ha sido y sigue siendo en las sociedades no
industriales, donde el trabajo infantil todavía es mayoritario (Miller 2005: 23;
Liebel 2004; y ver sección 1.1). Así ha sido y sigue siendo en las sociedades
donde los derechos de niñas y niños van de la mano de sus deberes y
responsabilidades para con la comunidad; donde el niño o niña es un miembro
más, interdependiente y corresponsable, de la comunidad (ver sección 2.4.iii).
Así ha sido y sigue siendo en muchas partes del mundo mayoritario, como
veremos más abajo. Y así fue en Europa y Estados Unidos hasta muy entrado el
siglo XIX e incluso comienzos del XX (ver sección 1.2.).

307
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

De hecho todavía hoy, y aunque no se quiera ver (Archard 2004: 38), en países
“tan” occidentales como Inglaterra y Alemania, es mayor el porcentaje de niños
y niñas sobre los once años que combina trabajo y colegio que el de los que sólo
se dedican al colegio (Liebel 2004: 113; ver también Mckechnie y Hobbs 1999;
Frederiksen 1999; Hungerland et al. 2007). Por ejemplo, en el Reino Unido,
Morrow (1994: 131) encontró que en una muestra de 730 niñas y niños de entre
11 y 16 años, un 38% trabajaba remuneradamente, en una actividad económica
marginal, o en un negocio familiar fuera de casa, y un 40% trabajaba en labores
domésticas. Como previene Morrow (1994: 139), estos niños y niñas no son,
necesariamente, conducidos a trabajar producto de la pobreza familiar, es decir,
no se ven, necesariamente, obligados a trabajar. En general, los testimonios de
los niños y niñas que trabajan suelen reflejar que ellos no ven en el trabajo un
problema –como lo suelen conceptualizar los adultos (Archard 2004: 38)- sino
que una expresión de su personalidad y madurez, el medio para ganar en
confianza, autoestima e independencia, y para sentirse “mayores”, una
posibilidad de ampliar las alternativas de consumo, o, en el otro extremo, la
forma de poder sobrevivir, una forma de tener mayor libertad, y hacer valer la
propia voz, una manera de compartir con los amigos, una fuente de orgullo, una
forma de aportar significativamente a la familia o de “ayudar”, una instancia de
aprendizaje, etc. (ver Morrow 1994, 2010; Frederiksen 1999; Archard 2004;
Leonard 2004; Liebel 2004; Cunningham 2005; Leyra Fatou 2012).

Sobre la experiencia que tienen los niños y niñas de su trabajo, importa


detenernos en el hecho de que suelan verlo como lugar de dignidad y fuente de
sentido. Eso fue lo que constató Bolin (2006) en la aldea Chillihuani de los Andes
peruanos, donde niñas y niños crecen en un entorno donde el trabajo es fuente
de orgullo, orgullo de trabajar para la familia y la comunidad (p. 72). El propio
paraíso andino –Hanaqpacha- se concibe, de hecho, como un lugar donde los
niños y niñas trabajan unas tierras fértiles y abundantes y las cosechas no están
expuestas a pérdidas o calamidades (p. 71). Katz (2004) por su parte, en la aldea
sudanesa de Howa, reconoció una “impresionante camaradería y cooperación
entre los niños pastores… que eran cruciales para su trabajo” (p. 70), a la vez que
una cultura de niños pastores donde resaltaba su autonomía, independencia,
creatividad y autoestima (p. 71)166. Corsaro (2005) se refiere a la activa
participación de niñas y niños en la conquista de la “frontera” estadounidense en
el siglo XIX, en tareas de producción y subsistencia, y señala que “los niños y

166
En Howa la labor de pastoreo es tarea de los niños varones (herdboys).

308
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

niñas de la frontera sentían autonomía y orgullo por sus contribuciones a la


familia, ¡a la vez que lo pasaban bien!” (p. 75). Incluso en las condiciones de
mayor indignidad, el trabajo puede surgir como una ocasión para que las niñas y
niños recuperen su dignidad perdida. En el Estados Unidos previo a la Guerra
Civil, los niños hijos de esclavos negros, y en menor medida las niñas, se
buscaban huecos para explorar sus entornos, y cazaban y pescaban con sus
pares durante el día, y con sus padres durante la noche para complementar su
ración de comida: “la caza y la pesca no eran sólo divertidas, sino que también
generaban sentimientos de autoestima en niñas y niños por su contribución a la
mesa familiar” (Corsaro 2005: 72). En estudios con los hijos e hijas de
inmigrantes chinos en Inglaterra, que trabajan en el negocio familiar, se ha
constatado algo similar. Para niños y niñas esta tarea “involucraba un
compromiso orgánico con el proyecto familiar; significaba dar lo mejor, y asumir
responsabilidades sin ser requerido…; a diferencia de la mayoría de los trabajos,
ayudar a la familia tenía sentido en sí mismo” (Miller 2005: 15). Konner (2010)
refiere estudios de familias rurales de Estados Unidos que muestran que el
trabajo en la granja familiar les entrega a las niñas y niños un sentido de
competencia. En especial, cita un estudio hecho en el condado de Dodge,
Georgia, que mostró que “aunque difíciles, las tareas asignadas a niños y niñas
les aportan talentos de los que siguen orgullosos a lo largo de la vida y que, a
menudo, estrechan los lazos familiares”, y que “el trabajo les da un sentido de
valía, pues su ayuda es verdaderamente necesaria” (p. 649). Invernizzi (2003),
investigó con niñas y niños que trabajan en las calles de Lima. El reconocimiento
de la valía de su trabajo infantil se encarna, por ejemplo, en proyectos colectivos
como la construcción de una casa, durante la cual la solidaridad surge en la
forma de ayuda mutua e intergeneracional entre los miembros de la familia. Dice
Dora, una niña entrevistada por Invernizzi: “Yo ayudo a mi mama comprándome
ropa . . . y después de los útiles mi papá . . . mi mamá más . . . hay veces cuando
no tengo plata o no trabajo mi mamá me da . . . Mhjm, en mi familia sí, todos
nos ayudamos, mi hermano, mi mamá, mi papá, mi mamá. . .” (p. 340). Liebel
(2004: 164) refrenda lo anterior al comentar que “la inclusión de niños y niñas en
las actividades económicas de la familia les da un sentido de competencia o
maestría”. Pero a medida que la vida laboral de niños y niñas avanza, Invernizzi
(2003) descubrió que unos y otras son cada vez más reacios a entender su
trabajo como mera ayuda. Luego de haber trabajado ya durante un buen
tiempo, el niño o niña busca estatus y reconocimiento social a través de su
trabajo; el trabajo se transforma en un atributo fundamental de su identidad (p.
335). Tanto al interior de la familia como en las relaciones sociales, “el niño o
niña reclama reconocimiento de su estatus como ‘niño trabajador’ o ‘niña
trabajadora’ ” (p. 336). Leyra Fatou (2012) que investigó con niñas trabajadoras

309
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de Ciudad de México, constató que tanto niñas como niños trabajan porque
quieren ayudar a sus familias y devolverles todo lo recibido de ellas, asumiendo
las obligaciones mutuas que surgen de la reciprocidad; que niñas y niños suelen
trabajar con gusto (p. 210); y que, particularmente las niñas, “al trabajar se
sienten útiles, mejoran su autonomía, y el trabajo les puede aportar un poco más
de autonomía que de otra manera sería más difícil para ellas” (p. 211). Así, una
niña trabajadora dice con orgullo que el trabajo le “ha ido enseñando que no
todo se da en la vida” (p. 250).

Entonces, el trabajo es, o puede ser, fuente de dignidad; una dignidad que suele
surgir de la conciencia de participar en una empresa colectiva. Es una agencia
puesta al servicio de un proyecto que, englobándola, la trasciende (y recordar
sección 3.3.). Dejamos esto sólo esbozado, pues tendremos que volver sobre ello
(sección 3.4.ii), pero por el momento baste destacar el profundo sentido que
otorga su trabajo a muchos niños y niñas, así como a muchos de los adultos de
su entorno.

i.ii. Trabajo Infantil y Sinsentido.

Sin embargo, la realidad actual del trabajo infantil, como sugieren estos relatos,
que refieren infancias extintas o marginales, o al menos ocultas o desconocidas,
es una realidad marginada por los discursos de derecho y de la infancia
hegemónicos. Por consiguiente, el sentido hegemónico que se le da al trabajo
infantil tampoco es el que suelen transmitir las niñas y niños que trabajan. Si
hasta la industrialización niñas y niños habían sido “útiles en el sentido de
participar en gran medida en las importantes labores productivas asociadas al
hogar y a la comunidad local, contribuyendo así a las vidas de los miembros de
sus familias” (Olk 2011: 198), con la industrialización se fracturó la familia como
lugar de la reproducción social, es decir, se escindió “producción” y
“reproducción” (ver Bourdillon y Spittler 2012). Por un lado, se hizo pública la
producción, que pasó a ser provincia exclusiva del varón adulto, único trabajador
verdadero (i.e. asalariado), y por el otro, se privatizó la reproducción, que se
entendió como vocación exclusiva (i.e. obligada) de las madres, destinadas a ser
domesticadas junto a su prole (ver Katz 2004: 150; Wallerstein 2011: 25). La
industrialización, así, redefinió y segregó los roles económicos y no económicos
(Kabanoff 1980: 60)167. Como describimos en la sección 1.2, a finales del siglo XIX

167
Para entender este cambio es útil recordar que la palabra “economía” se refiere,

310
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

se impone en Occidente la convicción de que los niños y niñas no debían trabajar


sino que escolarizarse, asentándose el “modelo patológico” en virtud del cual el
trabajo daña su desarrollo (Woodhead 1999: 45-46). Niñas y niños, se dijo,
debían educarse y su único trabajo, como dijimos en la sección 1.7.ii, debe ser el
juego (ver Patterson 2004, Liebel 2003). De este modo, los niños y niñas pasaron
a ser al juego lo que los adultos al trabajo, y todavía hoy, un niño o niña que
trabaja es algo tan impropio como un adulto que no lo hace: el primero es una
víctima, el segundo un vago. A diferencia del trabajo de los adultos, que en
términos generales mantuvo o aumentó su valor (económico) en el mundo
minoritario, las actividades infantiles acabaron perdieron todo el suyo (James et
al. 1998: 116). En virtud de todo lo anterior, se consolidó la separación de raíz de
los mundos de los niños y niñas, y su juego, y de los adultos, y su trabajo.

La privatización de las mujeres (de la “madre-mujer”), junto a sus hijos e hijas,


incide necesariamente en la distinta concepción que se tiene del trabajo de niñas
(mujeres) y niños (hombres), incluso ahí donde el trabajo infantil es una realidad
normalizada o aceptada. Por ello, y usando categorías feministas, Mayall (2002:
8) cree que uno de los temas claves en una sociología de la infancia es la posición
de niños y niñas en la división del trabajo. Leyra Fatou (2012) estudió
precisamente esto en los niños y las niñas trabajadoras en Ciudad de México,
descubriendo la división sexual del trabajo entre ellos, que supone la
discriminación de unas en relación con los otros. Por ello plantea, en la línea de
Mayall, la necesidad de considerar el trabajo infantil de forma desagregada, en
otras palabras, de reconocer la intersección de edad y género (ver secciones
1.7.iv y 2.4.i), pues lo contrario “supone un sesgo interpretativo, al no
[considerar] todos los elementos que configuran las desigualdades tales como el
uso del tiempo, el uso del dinero, la diferente realización de trabajos fuera del
ámbito familiar y la asignación inequitativa de tareas domésticas” (Leyra Fatou
2012: 276, corchetes nuestros). El estudio de Leyra Fatou revela que tanto niñas
como niños trabajan, y mucho, fuera de sus hogares, pero el trabajo en el hogar
es mucho más intenso para las niñas (p. 228), por lo que en su caso corresponde
hablar de la “doble jornada femenina” (p. 233). En efecto, son las niñas
trabajadoras quienes, junto a sus madres o a otras mujeres de la casa, están
encargadas de lavar los trastes, barrer y recoger, cuidar de hermanas y

etimológicamente, a la dirección o administración de una casa, pues la casa es el lugar donde


“producción” y “reproducción” (i.e. la reproducción social) se daban de forma natural, y casi
indistinguible. La industrialización subvierte esto, y con ello el significado más “noble” de economía
también sale de la casa.

311
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

hermanos pequeños, hacer las camas, preparar la comida y lavar la ropa; por el
contrario, en el entorno doméstico los niños sólo se ocupan de lavar el vehículo
familiar, cuando lo hay, y de hacer recados (p. 227). Esta invisibilidad o
domesticidad natural de las mujeres, y con ello de las niñas, se manifiesta
también en los espacios públicos donde trabajan niños y niñas pues, aunque las
niñas están ahí, y se pueden mirar, dice Leyra Fatou que se “ven” mucho menos
que los niños (p. 177-8). La privacidad connatural adscrita a las niñas implica,
también, que sean mucho más controladas que los niños. Sin embargo, este
control, ejercido por padres, madres y hermanos, se relaja cuando las niñas se
encuentran trabajando en el espacio público (p. 128-129). Y no sólo el control se
relaja, sino que también la división sexual del trabajo, que tan clara se veía en el
ámbito hogareño, se ve relativizada, aunque no disuelta, en el espacio público.
Ahí los niños asumen labores que en el hogar sólo corresponde a las niñas (por
ejemplo, cocinar, lavar trastes o barrer), pues en el espacio público se redefinen
como parte de su trabajo, y las niñas asumen roles que en el hogar sólo
corresponden a los niños (por ejemplo, hacer recados), pues los peligros y
prejuicios que impregnan la concepción de las niñas en el entorno doméstico se
ven mitigados una vez instaladas en el espacio público del trabajo, donde tanto
niños como niñas interactúan como unos trabajadores más dentro de las
complejas redes sociales del entorno laboral (p. 149 y 234). Leyra Fatou no
profundiza en esta mitigación o relativización de la desigualdad de género en el
espacio público, pero creemos importante tenerla en cuenta, como primer paso,
para cuando hablemos de los movimientos de NNATs (sección 3.4.ii), pues refleja
cómo una vez que una de las polaridades dicotomizantes (hombre público –
mujer privada) es colectivamente vulnerada, se ponen en cuestión otras
polaridades, igualmente opresoras168.

168
Sobre niñas trabajadoras, y diferencias en razón de género con los niños trabajadores, ver
también Woodhead (2007: 35): “las niñas suelen trabajar más horas, usualmente en tareas
domésticas apenas reconocidas como trabajo…, y a menudo sin recibir una remuneración directa
por ello”; Chandra (2007), sobre niños y niñas trabajadores en Lucknow, India, con los niños
trabajando fuera de casa, más o menos voluntariamente, y en casa sólo si quieren, y las niñas
trabajando en casa, junto a sus madres, muchas más horas (pero haciendo la prevención de que las
niñas actúan con agencia y muchas veces se sirven de su trabajo para renegociar sus roles); Song
(2001: 65), sobre niñas y niños chinos en Inglaterra, y la mayor presión que supone a las niñas que
a los niños ayudar a sus padres y madres en sus negocios de comida para llevar, dado que ellas
deben realizar muchas más labores domésticas y de cuidado que sus hermanos; Becker et al.
(2001: 77), sobre la mayor presencia de niñas cuidadoras que de niños cuidadores en las familias
de Reino Unido (cuidadores regulares y sustanciales de algún otro miembro de la familia); Solberg

312
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Por el momento, tenemos que profundizar en la prohibición del trabajo infantil


ventilada por el mundo minoritario. Como dijimos en la sección 1.2, las razones
para prohibirles a niños y niñas el trabajo, para domesticarlos en la casa, escuela
y juego, no fueron tan sencillas como “salvarlos” de la “dureza” de la realidad
industrial, sino que también pasaron por dar respuesta al lobby de los
trabajadores adultos, que alegaban que la masiva presencia infantil deprimía sus
sueldos, así como por la toma de conciencia por parte de los Estados de que una
economía cada vez más competitiva requería una mano de obra cada vez más
competitiva, es decir, escolarizada (ver sección 1.5.ii). Y cuando se trataba y,
todavía hoy, cuando se trata de “salvar” verdaderamente a las niñas y niños –las
razones para prohibir el trabajo infantil no se excluyen mutuamente-, tal
salvataje debe ser problematizado preguntándonos para quién se les salva. Es
decir, qué estamos salvando, como adultos, al excluir a niñas y niños del trabajo.
La respuesta ya la esbozamos al hablar del “niño símbolo”, última posibilidad de
sentido en un mundo que ha perdido todo referente de sentido, indisponibilidad
disponible: la minusvalía económica que acarreó la exclusión de niñas y niños del
trabajo se compensó con una exorbitante plusvalía emocional, precisamente,
para los adultos que los excluían (ver sección 1.6). Por último, con la
globalización de la infancia hegemónica (Boyden 1997; y ver sección 2.5), la
exclusión infantil del trabajo iniciada hace un siglo en el mundo minoritario ha
logrado asentarse ya como un consenso internacional, más o menos hipócrita,
como veremos, desde el cual se diseñan las políticas de infancia a nivel local,
estatal e internacional.

Tal consenso en el discurso de derechos de “la infancia” se manifiesta en los


esfuerzos combinados de la OIT, UNICEF, el Banco Mundial, y las ONGs

(2001: 116), sobre la mayor participación de niñas que de niños en las labores domésticas de las
familias noruegas; Ingenhorst (2001: 146), sobre que los niños alemanes trabajan más que las
niñas fuera de casa, pero también por una mayor remuneración: las niñas alemanas no sólo
trabajan en trabajos peor remunerados que los niños, sino que aún cuando trabajan en lo mismo,
son peor remuneradas; Mansurov (2001: 158), sobre que los niños rusos tienen más posibilidades
de encontrar trabajo que las niñas; Méndez (2008: 82-83), sobre la diferencia de ingreso entre los
niños y las niñas trabajadoras domésticas en Nicaragua; Liebel (2006b: 56), sobre mayores cargas
para las niñas trabajadoras pobres que para los niños trabajadores pobres en Alemania; Liebel
(2006b: 88), sobre la mayor carga de tareas domésticas para las niñas que los niños en Estados
Unidos; y Espinosa (2012), sobre la mayor discriminación que afecta a las niñas que trabajan en la
calle, en razón de vulnerar doblemente el tabú de la privacidad infantil: en cuanto “menores de
edad” y en cuanto mujeres.

313
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

agrupadas en la “Marcha Global contra el Trabajo Infantil”169, que colaboran con,


y presionan a los diversos Estados para implantar la prohibición (Invernizzi y
Milne 2002: 404; y ver Morrow 2010: 438) y acabar definitivamente con los
bolsones de trabajo infantil que, luego de un siglo de campaña en contra,
todavía quedan en el mundo. La OIT figura encabezando este impulso
“abolicionista” del discurso hegemónico, principalmente por la centralidad que
en éste ocupan los Convenios de la OIT N° 138, sobre Edad Mínima, de 1973170, y
N° 182, sobre las Peores Formas de Trabajo Infantil, de 1999171, lo que se refleja
en que el propio Comité de Derechos del Niño, al revisar los informes periódicos
de los Estados Partes, urge a dichos Estados a ratificar tales Convenios cuando
todavía no lo han hecho (ILO 2010a: 14), tal como en su momento urgió la
Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU 2002: para 29). En particular, el
Convenio N° 138, sobre Edad Mínima, establece, entre otros, que: “[t]odo
Miembro para el cual esté en vigor el presente Convenio se compromete a seguir
una política nacional que asegure la abolición efectiva del trabajo de los niños
[sic] y eleve progresivamente la edad mínima de admisión al empleo o al trabajo
a un nivel que haga posible el más completo desarrollo físico y mental de los
menores” (art. 1). La edad mínima para trabajar no podrá bajar de 15 años (art.
2.3), salvo en casos de Estados en situaciones especiales, que se estudiarán
debidamente, en cuyo caso dicha edad podrá reducirse a los 14 años (art. 2.4).
Pero si el trabajo resulta peligroso para la salud, seguridad o moralidad de los
niños y/o niñas, en ningún caso la edad mínima podrá ser inferior que 18 años
(art. 3.1). En cualquier caso, si el niño o niña todavía tiene que ir al colegio, esto
es, si está “sujeto aún a la obligación escolar”, sólo podrá trabajar en
ocupaciones que no perjudiquen su asistencia a la escuela ni el aprovechamiento
de la enseñanza recibida en ella (art. 7).

169
“La Marcha Global contra el Trabajo Infantil” se define como “un movimiento para movilizar
esfuerzos en todo el mundo para proteger y promover los derechos de todos los niños,
especialmente el derecho a recibir una educación gratuita y llena de sentido, y de estar libres de
explotación económica y del desempeño de cualquier trabajo que sea probablemente nocivo para
su desarrollo físico, mental, espiritual, moral o social”, haciendo de “los convenios de la OIT N° 138
y N° 182, así como de la CDN ... la base del movimiento”. Es revelador que el lema de la “Marcha
Global contra el Trabajo Infantil” sea De la Explotación a la Educación, como si todo el trabajo
infantil fuera, necesariamente, explotador, y atentara contra la dignidad de los niños. En
http://www.globalmarch.org/, consultado el 18 de abril de 2011.
170
En http://www.ilo.org/dyn/normlex/es/f?p=NORMLEXPUB:12100:0::NO:12100:P12100_
INSTRUMENT_ID:312283:NO, consultado el 21 de noviembre de 2012.
171
http://www.ilo.org/dyn/normlex/es/f?p=1000:12100:0::NO::P12100_INSTRUMENT_ID:312327,
consultado el 21 de noviembre de 2012.

314
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Como consta del propio texto, así como de los trabajos preparatorios de la CDN
(OHCHR 2007 vol. II: 693-708), el espíritu de ambos Convenios se ve reflejado en
el artículo 32 de la CDN, que llama a proteger a “el niño” de la explotación
económica y de cualquier trabajo que “pueda ser peligroso o entorpecer su
educación, o que sea nocivo para su salud o para su desarrollo físico, mental,
espiritual, moral o social” (art. 32.1 CDN), a la vez que “a fijar una edad o edades
mínimas para trabajar” (art. 32.2.a). La interpretación de este artículo, a
diferencia de lo que pudiera pasar con otros artículos de la CDN que se pueden
prestar a mayor ambigüedad (ver sección 2.3), es uniforme y aproblemática:
niñas y niños no deben trabajar, y los Estados tienen que hacer todo lo posible
para que, si todavía trabajan, lo hagan cada vez menos. Es decir, el trabajo de los
niños y niñas, que es un grave obstáculo para su desarrollo (art. 1 C138), no tiene
nada de bueno ni rescatable, y por eso se lo pretende “abolir”, como en su día se
abolió la esclavitud, y como hoy se busca abolir prácticas consideradas en sí
mismas injustas, como la pena de muerte, o ilegítimas, como la monarquía. Así lo
ha expresado reiteradamente la OIT en diversas instancias. En su sitio web dice
que, si bien “los niños y niñas disfrutan de los mismos derechos que todas las
personas”, “al carecer de los conocimientos, experiencia y desarrollo físico de los
adultos, y del poder para defender sus intereses en el mundo adulto, tienen
derechos de protección específicos por razón de su edad”, uno de los cuales es
“la protección de la explotación económica y del trabajo peligroso para su salud
y moralidad, o que afecta a su desarrollo”. El principio de abolir efectivamente el
trabajo infantil, sigue la OIT, “significa asegurar que cada niña y niño tenga la
oportunidad de desarrollarse física y mentalmente en todas sus potencialidades”,
despejando los obstáculos a su educación y desarrollo172. Aunque luego la OIT
precise, en su sitio web, que esto no significa acabar con todo trabajo ejecutado
por los niños y/o las niñas, sino sólo con el trabajo que les hace daño, es
evidente que una tal concepción entiende, básicamente, que todo trabajo
infantil es dañino, pues, como dice la OIT, en concordancia con el discurso
hegemónico de la infancia, los niños y niñas son aquellos devenires ignorantes,
inexpertos y vulnerables que necesitan prepararse y desarrollarse mucho y muy
bien antes de entrar en el mundo real (i.e. “de los adultos”).

172
En http://www.ilo.org/declaration/principles/abolitionofchildlabour/lang--en/index.htm,
consultado el 19 de noviembre de 2012 (cursivas nuestras).

315
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Los Informes Globales sobre Trabajo Infantil que desde 2002 viene preparando
cada cuatro años la OIT exponen a cabalidad la doctrina hegemónica sobre el
trabajo infantil. Sobre el de 2006 (ILO 2006), que ya desde su título –El Fin del
Trabajo Infantil: al Alcance- no deja dudas sobre lo inequívoco de su intención,
Liebel ha criticado que, como acabamos de comentar, la OIT defina al trabajo
infantil de manera tal que sólo admita una valoración negativa, en cuanto
incompatible con el colegio y obstáculo al desarrollo, al crecimiento económico y
a la reducción de la pobreza (2007: 282). Según la OIT, critica Liebel (2007: 283),
los niños y niñas que trabajan no aprenderían nada de su trabajo. Por último,
recalca la contradicción de que a niñas y niños sólo se les invite a participar bajo
la condición de que apoyen los esfuerzos sobre el trabajo infantil (ILO 2006: para
345), es decir, que apoyen los esfuerzos para quedarse sin trabajo (Liebel 2007:
284).

El informe de 2010 de la OIT (ILO 2010a) tampoco admite dudas, y desde su


título llama a Acelerar la Acción contra el Trabajo Infantil. Según la OIT, “nadie de
nosotros quiere vivir en un mundo donde más de 200 millones de niñas y niños
trabajan a costa de su y nuestro futuro” (ILO 2010a: par. 1). Es decir, asumiendo
que los niños y niñas están allá, y los redactores, nosotros los adultos, estamos
acá, la OIT sostiene que todos los niños y niñas que trabajan lo hacen a costa de
su futuro, como si no tuvieran presente, y como si el trabajo infantil fuera
siempre poner en jaque al adulto que va a suceder al niño o niña. Peor aún, el
trabajo infantil pondría en jaque el futuro de los que ya son adultos, es decir, se
entiende, de los adultos que se supone sufren el desempleo derivado de que
niñas y niños acaparen sus puestos de trabajo. Sin pudores, la OIT insiste en el
corporativismo adultista que, desde hace más de un siglo, viene sirviendo para
sacar a la infancia del mundo del trabajo. La situación es urgente, por ello “el
ritmo tiene que ser más veloz, y nuestra visión y acciones más ambiciosas si
queremos deshacernos de la plaga del trabajo infantil” (ILO 2010a: para 2,
cursivas nuestras). Se debe insistir en que esta “plaga” del trabajo infantil no
comprende, para la OIT, sólo al niño prostituido, o explotado, o vejado, sino que,
como se explica, al trabajo de todo niño que trabaja teniendo menos de la edad
mínima para hacerlo, es decir, y por regla general, al trabajo de todo niño menor
de 15 años (ILO 2010a: pg. 6). Como comentaba ya Liebel en sus críticas al
informe de 2006, la OIT considera que el trabajo infantil es un lastre para la
economía mundial; lo que se debe hacer es sacar a niñas y niños de sus trabajos
“y ponerlos en el colegio” (ILO 2010a: par. 2). Como plantas –y recordar el jardín
de infantes o kindergarten- los niños y niñas deben ser puestos en el colegio. De
más está decir que lo que los propios niños y niñas consideren sobre estos
movimientos no es tenido en cuenta. Uno de los aliados que busca la OIT en esta

316
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

expulsión de la infancia del trabajo son los sindicatos de trabajadores adultos


(ILO 2010a: pars. 136 y ss., y 385), a quienes llama a colonizar el sector informal
de la economía, donde se da la mayor presencia de trabajo infantil, para así
acabar con toda huella de niños y niñas que trabajan (ILO 2010a: pars. 139-141; y
ver Liebel 2007: 283, comentando el mismo llamado en el informe de 2006)173.
Es evidente que este tipo de llamados sólo se pueden entender si el trabajo
infantil se concibe como “plaga”. Peor aún, y más ofensivo para con todas las
niñas y niños que ven en el trabajo una fuente de dignidad, para la OIT el trabajo
infantil es “un síntoma de marginación social, a la vez que contribuye a dicha
marginación” (ILO 2010a: par. 165). Esta concepción bastarda del trabajo infantil
se relaciona con el diagnóstico que hace la OIT sobre sus causas, que contra la
evidencia que hemos presentado más arriba, sitúa exclusivamente en la pobreza
crónica, la falta de “desarrollo” y vulnerabilidad a las conmociones económicas, y
la falta de una educación gratuita, obligatoria y universal (ILO 2010a: para 67 y
228). Parece inevitable que la OIT yerre tanto en el diagnóstico de las causas del
trabajo infantil si, para informarse sobre él, para mejor entenderlo, busca
“fortalecer la capacidad estadística y analítica nacional para la recolección de
datos y la mejora del conocimiento del trabajo infantil” (ILO 2010a: par. 105),
pero no se abre a escuchar a los propios niños y niñas que trabajan, esto es, a las
únicas voces que podrían dar cuenta de la experiencia del trabajo infantil. Por
último, dice la OIT, todo se solucionaría con el acceso gratuito, universal y
obligatorio al colegio. (ILO 2010a: par. 161). Y no cualquier colegio. La OIT
previene de la educación informal en la medida en que, producto de su
flexibilidad, no cierra del todo las puertas al trabajo infantil, con lo que podría
estar fallando en su calidad de mecanismo de transición, del trabajo al colegio,
para los niños y las niñas trabajadoras, transformándose en una opción en sí
misma. Por lo mismo, advierte que la educación informal podría causar
perjuicios indeseados en el sistema formal de educación (ILO 2010a par. 167).
Esta visión doblemente estrecha, primero de la educación, y luego de la propia
escolarización, inevitablemente conduce a la radical incompatibilidad de colegio
y trabajo en el discurso de derechos de “la infancia”.

173
Históricamente, a mayor presencia de los sindicatos en determinado sector económico, más
efectiva ha solido ser la prohibición del trabajo infantil en el mismo, pues ha significado una mayor
aplicación de la ley laboral que lo prohíbe. Lo mismo se ha dado en términos inversos: a mayor
informalidad y menor presencia sindical, mayor posibilidad de presencia de niñas y niños
trabajadores, debido a que la situación irregular admite trabajadores irregulares (Niewenhuys
2011: 290).

317
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

En pocas palabras, y como lo resume la OIT en su “Hoja de Ruta para la


Eliminación de las Peores Formas de Trabajo Infantil”, la tarea es eliminar todo el
trabajo infantil, pues éste es un impedimento tanto para realizar los derechos de
los niños y niñas, como para alcanzar el desarrollo nacional y los “objetivos del
milenio”, relativos a la educación, igualdad de género, alivio de la pobreza, etc.
(ILO 2010b: 33).

Lo categórico de su condena no oculta que la definición de trabajo infantil del


discurso hegemónico es contradictoria, sesgada y equívoca. En primer lugar, es
contradictoria pues incluso si asumimos la perspectiva desarrollista, es un
contrasentido plantear que todo el desarrollo del “niño” se debe parcelar en
etapas de progresiva complejidad y dificultad; definir al “niño” como alguien que
se desarrolla de menos a más, poco a poco; presumir que sus competencias se
van sumando unas a otras y acumulando unas sobre otras; pero, en lo relativo al
trabajo, sustraer al “niño” de este mundo evolutivo, en desarrollo, de progresión
y acumulación, suspendiendo su contacto con él hasta la vida adulta.

En segundo lugar, es una definición sesgada pues tiende a identificar trabajo


infantil con tareas durísimas, con niños al interior de minas oscuras y sin
ventilación, o niñas caminando horas cargando grandes cantidades de leña (ILO
2010a: par. 5). No sólo eso, sino que desde las propias definiciones que se ha
dado el sistema existe la tendencia a confundir trabajo infantil con explotación,
esclavitud e incluso criminalidad (Niewenhuys 2007: 156). El artículo 3 del
Convenio OIT N° 182 señala que son peores formas de trabajo infantil, entre
otras, “todas las formas de esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud,
como la venta y la trata de niños [sic], la servidumbre por deudas y la condición
de siervo, y el trabajo forzoso u obligatorio, incluido el reclutamiento forzoso u
obligatorio de niños para utilizarlos en conflictos armados”, así como “la
utilización, el reclutamiento o la oferta de niños para la realización de
actividades ilícitas, en particular la producción y el tráfico de estupefacientes”.
Esta definición causa bastante perplejidad, de partida porque cuesta imaginar
qué trabajador, sea niño, niña o adulto, concebiría tales prácticas como trabajo.
La esclavitud, en cualquiera de sus formas, es por definición una actividad en la
cual la agencia del esclavo está suprimida; éste es un objeto para su dueño, que
no empleador. Lo que hay aquí es un delito, tipificado, por lo demás, en la
mayoría de legislaciones internas, y eso, ciertamente, debe ser abolido. De igual
forma, aunque del niño o niña que delinque y que es retribuido por ello sí podría
decirse que, según el caso, lo hace a sabiendas o libremente, en el sistema de
derechos tal actividad es materia del derecho penal de menores, ¡no del derecho
del trabajo! Es difícil discernir qué pretende la OIT con esta confusión

318
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

conceptual. ¿Recordarnos, quizás, que el trabajo infantil es una “plaga”? En este


caso, la plaga no está dada por el hecho de que niñas y niños trabajen, sino de
que sean, alternativamente, víctimas y victimarios de delitos. Esta asimilación del
trabajo infantil con un estado de verdadera indigencia moral, esclavitud y
perversión, que se ha dado en llamar, críticamente, la “asiatización” del trabajo
infantil (Cussiánovich 2006: 370), es, ya lo hemos dicho, una constante del
discurso de derechos de “la infancia”, como si todo el trabajo infantil se
condensara en las penurias más abyectas sufridas por los niños y niñas en las
fábricas de la revolución industrial. Y también es una falacia de composición;
extrapolar las características de la parte al todo. Peor aún, es dar por verdadera
una característica espuria de la parte -pues hay muy poco de trabajo infantil en
las vejaciones múltiples con las que se obsesiona el discurso hegemónico-
extrapolándola luego al todo. Con esto estamos ya muy lejos de la experiencia
de trabajo de muchos niños y niñas, algunas ya comentadas más arriba, para
quienes sus trabajos son interesantes, y muchas veces divertidos. Así me lo hizo
ver un investigador keniata con quien compartí piso en un congreso de estudios
de la infancia celebrado en la Universidad Rutgers en Camden, Filadelfia, quien
me comentaba lo ajeno e insensato que le parecía que una de las experiencias
que él recordaba con más cariño de su infancia, como era la de llevar el ganado a
pastar y a beber agua, aunque supusiera largas caminatas, fuera estigmatizada
como una experiencia indeseable de explotación y marginación (y ver Konner
2010: 649). De hecho, y como veremos más abajo (sección 3.4.ii), son las propias
niñas y niños quienes distinguen “entre lo que es la explotación laboral y el
trabajo digno, y repudian así la confusión incoherente que se hace al involucrar
dentro del trabajo infantil a la explotación comercial sexual infantil, el tráfico de
niños, el alquiler de niños, o la pornografía infantil, dado que estas situaciones
[… representan] tratos inhumanos que resultan indignos para la persona”, sea
ésta niña, niño o adulto (Villagrasa 2006: 46, cursivas nuestras).

Y en tercer lugar, la definición hegemónica de trabajo infantil es equívoca, pues


concibe como tal, formalmente, ahora en el papel más que en el discurso
ventilado, tanto lo anterior, como cualquier trabajo realizado por una persona
menor de 15 años, por muy “ligero” que fuere, si afecta de algún modo el
“aprovechamiento” de lo que se le enseña en la escuela. Y se cuela como posible
“peor forma” de trabajo infantil, junto a la esclavitud, la prostitución, y la
delincuencia, aquél que, “por su naturaleza o por las condiciones en que se lleva
a cabo, es probable que dañe la salud, la seguridad o la moralidad de los niños”
(art 3.2, C182). El “daño a la moralidad” dependerá ciertamente del contexto
cultural (Invernizzi 2008: 137). Pero, por ejemplo, en nuestro contexto
occidental, ¿afecta a la moralidad trabajar en una imprenta que imprime comics

319
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

violentos, o en la barra de un bar, o en la taquilla de un cine porno? ¿Y eso está


al mismo nivel que asaltar la imprenta, ser esclavizado por el dueño del bar, o
participar en la película porno que exhibe el cine? No lo parece, y situarlos en el
mismo plano, como hace el Convenio OIT N° 182 es profundamente equívoco.
Como también lo es fundar la prohibición del trabajo infantil en el desarrollo
nacional y el progreso económico, como hace reiteradamente la OIT. Para
desvelar esta equivocidad es útil preguntarnos qué podría significar prohibir el
trabajo de las mujeres, o de los negros y negras, o de los homosexuales, fundado
en razones de desarrollo y progreso nacional. A día de hoy, y luego de las
diversas conquistas en igualdad, parece indudable que no queremos un
desarrollo y un progreso basado en la exclusión de una parte de los que se
suponen sus beneficiarios. Inevitablemente, tras tales desarrollo y progreso
discerniríamos, respectivamente, sexismo, racismo y homofobia. Lo que
queremos decir es que, como el trabajo de las niñas y niños no sólo se prohíbe
en nombre de sus derechos, sino de razones como el desarrollo y progreso que,
como hemos visto, tienen mucho más peso que sus derechos (ver sección 2.5),
se termina prohibiendo por razones ajenas e incluso antagónicas a sus
derechos174.

Ahora bien, es indudable que hay trabajo infantil que, no siendo del tipo descrito
en el artículo 3 de la Convención sobre Peores Formas (pues ésos no son
trabajos) sí supone enormes esfuerzos para los niños y niñas, a veces penurias,
muchas veces salarios bajísimos, etc.; y que, al mismo tiempo, hace ciertamente
difícil su conciliación con el colegio. Pero la prohibición de ese trabajo no parece
convertir a niños y niñas en sus beneficiarios principales. Tanto en el mundo
mayoritario como en el minoritario abundan adultos en ese mismo tipo de
trabajos, y suelen ser los hijos e hijas de éstos los que se emplean en ellos. En
estos casos, como en muchos otros, “las vidas laborales de las niñas y niños
están inextricablemente unidas con las de los adultos” (Mayall 2000: 245). La
prohibición no se hace cargo, entonces, del mermado contexto socioeconómico
ni de la injusticia estructural desde los cuales surge un tal trabajo, que hacen que
el aporte de niñas y niños suela ser indispensable, aportando a la economía
familiar y muchas veces proveyendo con recursos para los gastos escolares (ver

174
La definición del trabajo infantil por parte de la OIT siempre ha sido equívoca, es decir,
adaptable a los intereses hegemónicos del momento: “desde 1919 la OIT ha usado definiciones
diversas, a menudo entregando su elaboración a los gobiernos locales…. Claramente, lo que ha
guiado estas elaboraciones han sido intereses económicos y políticos que poco han tenido que ver
con el bienestar de niñas y niños” (Morrow 2010: 43)

320
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Levine 1999; Mayall 2000; Invernizzi 2008; Leyra Fatou 2012). Si esto se tuviera
en cuenta, el objetivo debería ser la mejora de las condiciones laborales de todos
los trabajadores en situación de precariedad, tanto adultos como niños y niñas,
antes que “la patologización de las culturas y familias del mundo mayoritario por
no defender el ideal occidental moderno de la infancia como un período de
dependencia, juego e irresponsabilidad”. Para lograr dicho objetivo, que es
precisamente el tipo de objetivos que se debería marcar una agencia
internacional como la OIT, se debería buscar la “transformación de las relaciones
geopolíticas de inequidad” (Burman 2008: 93). La OIT sostiene algo, en
apariencia, parecido, cuando dice que reduciendo la pobreza e inequidad se
acabará con el “problema” del trabajo infantil (ILO 2010a: par. 220). Sin
embargo, la divergencia se hace manifiesta si se atiende a que, para la OIT,
acabar con el “problema” del trabajo infantil es acabar, lisa y llanamente, con el
propio trabajo infantil, mientras que para los niños y niñas que trabajan y
muchas veces también para sus familias, el problema se soluciona acabando con
las condiciones que impiden la dignidad de dicho trabajo (Liebel 2004: 3). Desde
la perspectiva de los niños, niñas y familias trabajadoras, la solución de la OIT, es
decir, la exclusión de la infancia del trabajo, es un modo, precisamente, de
agravar sus problemas.

Así lo dejó en evidencia la amenaza de boicot internacional contra productos en


cuya producción hubieran participado niños y/o niñas, que afectó a la industria
textil de Bangladesh a comienzos de la década de los 1990s. La amenaza de
boicot fue consecuencia de un proyecto de ley estadounidense, conocido como
la Harkin Bill por el apellido del senador que la propuso, que prohibía la
importación de artículos (co)producidos por niños y/o niñas175. El mero proyecto
de ley, y el miedo al boicot consecuente, considerando que en esa época Estados
Unidos acaparaba el 50% de las exportaciones de la industria textil bangladeshí
(ILO/UNICEF 2004: 5), llevó al despido de entre 40.000 y 50.000 niños y niñas
(ILO/UNICEF 2004: 6; Niewenhuys 2011: 292) menores de 14 años –edad mínima
en Bangladesh- que trabajaban en tareas livianas de la industria textil (Boyden
1997: 221; James et al. 1998: 111). Las consecuencias de la expulsión de las
fábricas, según reveló un seguimiento realizado por la propia OIT en conjunto

175
Sin embargo, como explica Niewenhuys (2011: 292) no se puede desdeñar la influencia de
“exportadores y sindicatos del Norte que empezaban a buscar formas de prevenir la entrada de
productos baratos de los países en desarrollo en los mercados del Norte, lo que más encima
amenazaba puestos de trabajo”.

321
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

con UNICEF, tuvieron poco o nada de positivo para los niños y niñas expulsados,
como alegaron los propios niños y niñas al decir que el trabajo liviano combinado
con la asistencia a clases dos o tres horas al día era la mejor solución para su
pobreza (James et al. 1998: 111). En primer lugar, se advirtió que el trabajo de
niñas y niños en la industria textil era una fuente importante de ingresos para
sus familias, y que, de manera especial, proveía de ingresos a las niñas lo que era
de destacar considerando las dificultades de las mujeres, en la sociedad
musulmana de Bangladesh, para emplearse fuera de casa (Boyden 1997: 221;
ILO/UNICEF 2004: 6). Por lo mismo, los niños y las niñas despedidas buscaron
nuevos trabajos y siguieron trabajando, pero ahora en las condiciones más
riesgosas del sector informal, por lo general en ocupaciones más peligrosas y
demandantes (Leonard 2004: 58), como picar ladrillos o tirar de rickshaws
(transporte colectivo de tracción humana) (Boyden 1997: 222). De este modo,
sus nuevos trabajos les supusieron, por regla general, no sólo menores ingresos
(James et al. 1998: 111), con la consecuente mayor vulnerabilidad económica
(Leonard 2004: 58), sino que peor salud, y peor nutrición que la de la minoría
que había podido seguir trabajando en la industria textil: sufrían enfermedades
graves y crónicas a una tasa cuatro veces superior que la de los niños y niñas que
todavía trabajaban en la industria, y comían menos, y peor (Boyden 1997: 222).
Como concluye Boyden (1997: 222, corchetes nuestros), “es evidente que el
interés superior de las niñas y niños de la industria textil en Bangladesh no fue
atendido por una intervención [i.e. el despido masivo producto de la amenaza de
boicot] que, en último término, se basaba en supuestos totalmente alejados de
su realidad”. Las propias OIT y UNICEF reconocieron que, aunque “sacar a niñas y
niños de la industria estaba en línea con los estándares internacionales y era
deseable en el largo plazo, los despidos abruptos sin alternativas mejores no
servían su interés superior” (ILO/UNICEF 2004: 6)176.

176
Un caso muy similar se dio en Meknes, Marruecos, en 1995, cuando un programa de la
televisión británica denunció que prendas supuestamente hechas en Gran Bretaña, en realidad
eran manufacturadas en ese pueblo marroquí, entre otros, por niñas de entre 12 y 15 años,
muchas de las cuales padecían malas condiciones de trabajo. Una vez que esto salió a la luz
pública, muchas de esas niñas fueron despedidas de la fábrica marroquí, luego de lo cual se mostró
–respecto de aquéllas que pudieron ser rastreadas- que estaban peor, en peores trabajos, o con
peores salarios. Por añadidura, también se reveló que sus familias, que dependían en parte de sus
salarios de la fábrica textil, también estaban peor (Lavalette 1999: 40-41; sobre lo
contraproducente de expulsar a los niños y niñas del mercado formal, ver también Ennew 2002).

322
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Por esto, y como vía intermedia, la OIT y UNICEF propusieron y firmaron un


Memorando de Entendimiento (MdE) con la patronal textil y el gobierno de
Bangladesh en 1995, para dar con una solución que suavizara e hiciera menos
traumática la transición de niñas y niños desde la industria al colegio, aunque
siempre con el objetivo de “sacar a los niños y niñas de la industria textil y
enviarlos al colegio” (ILO/UNICEF 2004: 8). En dicho MdE se establecía el pago de
un estipendio a niñas y niños por asistir al colegio, lo que motivaría su asistencia
y desmotivaría su vuelta a la industria textil. Por lo mismo, la irregularidad en el
pago, la falta de pago, o su insuficiencia, devino un factor clave en la inasistencia
de los niños a las escuelas creadas para ellos en virtud del MdE (ILO/UNICEF
2004: 9 y 11), lo que muestra, como dijimos más arriba (sección 1.5.ii.ii), que una
vez convertida en valor de cambio, la educación pierde sentido en sí misma, y
sólo se entiende a través de aquello por lo que se cambia. La OIT y UNICEF
admiten que “la mayoría de las familias de niños y/o niñas que perdieron sus
trabajos en la industria textil y que asistieron a los colegios establecidos por el
MdE sufrieron una pérdida significativa en su nivel de ingresos”, así como que “la
gran mayoría de los niños y niñas informó que el despido había significado un
impacto negativo en sus vidas” (ILO/UNICEF 2004: 12), impacto que, no se dice
pero se da a entender, no había sido compensado por las medidas
implementadas a partir del MdE. Por último, la OIT y UNICEF creen que la
compatibilización de colegio y trabajo sólo debe permitirse como medida
temporal (ILO/UNICEF 2004: 15), aun cuando, luego, reconocen que “la
abrumadora mayoría (85%) de las niñas y niños que asistían a un colegio
instaurado por el MdE habrían preferido una combinación de colegio y trabajo”
(ILO/UNICEF 2004: 16). En suma, es tanto el celo prohibicionista o “abolicionista”
del discurso hegemónico representado por la OIT y UNICEF, que aún
reconociendo el desastre causado por la prohibición, la insuficiencia de las
medidas compensatorias, la pérdida de calidad de vida de los niños y las niñas
despedidas, y de sus familias, en razón del menor nivel de ingresos, y la voluntad
expresa de niños y niñas en contra de la prohibición, se siguió manteniendo
firme, es decir, acrítico e irreflexivo, sobre la necesidad de sacarlos de todo
trabajo y meterlos a tiempo completo en el colegio. Por eso no extraña que en la
versión definitiva de la “Hoja de Ruta para la Eliminación de las Peores Formas
de Trabajo Infantil” (ILO 2010b) se haya excluido finalmente una frase que había
figurado en borradores previos y que señalaba que “ningún niño o niña debería
ser removido de su trabajo sin la protección y prestación de servicios adecuados”
(Morrow 2010: 438).

323
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Niewenhuys (2007, 2011) sugiere un nuevo tipo de sesgo y equivocidad en el


prohibicionismo hegemónico, ahora en la implementación de la política y
legislación prohibicionista, que apunta un peldaño más abajo, es decir, más
profundo. En la sección 2.5.iv comentamos, al pie, que nadie supervigila el
impacto que tienen en las vidas de niñas y niños las decisiones de organismos
tales como el FMI o el Banco Mundial, que es muchas veces devastador. Y nadie,
tampoco, suele relacionar ciertas formas de trabajo infantil con las políticas de
estos entes, decididas en los salones más minoritarios del mundo minoritario,
políticas de “austeridad”, saneamiento de déficits, ajuste estructural, etc., que,
entre otras cosas, han significado la eliminación de los precios “protegidos” de
los alimentos, en economías muy dependientes de la agricultura, y drásticos
recortes en los gastos relacionados con la infancia (Niewenhuys 2007: 155). Pues
lo que hay que entender es que una vez asumido el eufemismo de las “reformas
económicas”, lo que les ha quedado a muchos países del mundo mayoritario
como “ventaja competitiva”, en un mundo que los abrió por fuerza a las
“bondades” del comercio global, es su amplia reserva de mano de obra barata,
es decir, de trabajadores informales, que por norma no son otros que niñas y
niños (Niewenhuys 2007: 158; y Liebel 2004: 5-6). Formalizar estos trabajos, sea
pagando sueldos cuando no se hace –economía familiar, comunitaria, trabajos
domésticos, “ayuda”- o aplicando las normas laborales, que siempre redundan
en un aumento de costes salariales, conllevaría un aumento de costes generales
imposible de asumir en economías que dependen de sus bajos costes para poder
competir. El mismo efecto causaría la prohibición o “abolición” efectiva del
trabajo infantil, pues en ambos casos, se perdería “la ventaja competitiva que
mueve la globalización” (Niewenhuys 2007: 160). Un ejemplo claro de esto sería
la Ley sobre Trabajo Infantil de la India (Indian Child Labour Act), de 1986, en la
cual,

aunque se dice que las ocupaciones y sectores destinados a la prohibición o


regulación son especialmente perjudiciales para la salud de niños y niñas, no
consta evidencia de que lo serían más para éstos que para los adultos, ni que
otros sectores u ocupaciones serían menos perjudiciales, particularmente en
la agricultura. La agricultura es el sector que más niños y niñas emplea en la
India y en el resto del mundo, pero produce materias primas baratas que son
críticas para el nivel de beneficios empresariales, lo que puede explicar el
hecho de que sea sistemáticamente ignorada cuando se trata de políticas
sobre el trabajo infantil. Los sectores destinados a la prohibición, como
cerillas, fuegos artificiales, latón, soplado de vidrio, alfombras, bordados, etc.,
tienen en común que son típicamente sectores artesanales que emplean a un
gran número de personas y ofrecen productos baratos al consumidor local.

324
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Aunque no hay dudas de que en estos sectores los niños y niñas trabajan en
condiciones difíciles, su prohibición también sirve a los intereses de las
grandes empresas que buscan restringir la competencia de los pequeños
empresarios locales (Nieuwenhuys 2011: 291).

Entonces, concluye Nieuwenhuys (2011: 292), quizás el Convenio N° 182 sobre


Peores Formas de Trabajo Infantil no deba interpretarse, como se suele hacer,
como un complemento a la legislación anterior, sino en el sentido de que: “si hay
peores formas de trabajo infantil que deben ser priorizadas, entonces otras
formas pasan a ser, al menos temporalmente, toleradas en el mundo en
desarrollo [sic], aun cuando siguen prohibidas en el Norte”, por el bien del
progreso, el desarrollo y la “economía global” (cfr. ILO 2010a: paras 2 y 337; y
ver sección 2.5).

i.iii. Niñas y Niños (Trabajadores) como Minoría Discriminada y Oprimida

En cualquier caso, no es necesario apelar a la hipocresía del discurso de derechos


de “la infancia” para concluir que el sesgo tremendista, sumado a la equivocidad
en su comprensión del trabajo, sólo conjura para que los adultos amplíen
indiscriminadamente el campo posible de prohibición. Y ya sabemos que no son
las niñas y niños quienes recogen los frutos de ésta. Con la prohibición se
“impide construir sobre estrategias de supervivencia, prácticas culturales y
recursos ya existentes en contextos socioeconómicos diversos y específicos”
(Invernizzi 2008: 138), que comprenden la participación fundamental de los
niños y niñas en las economías locales (Burman 2008: 93). Es decir, se supone
que el mundo es uniforme y la receta que ha “servido” a unos (el mundo
minoritario) debe servir a todos; siendo el deber del mundo mayoritario copiar al
minoritario (Niewenhuys 2007: 160). El prohibicionismo habla, así, “el lenguaje
de la disciplina y la exclusión” (Invernizzi 2008: 139). Y todo ello sin escuchar a
niñas y niños; peor aún, sin dar ninguna relevancia a lo escuchado a niñas y
niños. La prohibición del trabajo infantil no toma en cuenta la calidad ni el
significado de su trabajo para las niñas y niños que hoy trabajan en el mundo
(Liebel 2007: 284); ni que la prohibición del trabajo infantil para las personas
menores de quince años, que es la que defiende, sólo para empezar, el discurso
hegemónico, es vista por pocos niños y niñas trabajadoras como beneficiosa
(Liebel 2004: 73-4); ni que en general los niños y niñas que trabajan en el mundo
mayoritario se oponen a que se les niegue el derecho a trabajar, prefiriendo
conciliar trabajo y colegio en vez de prescindir del primero en favor del segundo
(Woodhead 1999); ni que en el propio mundo minoritario niñas y niños

325
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

demandan abrumadoramente no sólo un derecho a trabajar durante su etapa


escolar (Leonard 2004: 46), sino que a hacerlo en condiciones dignas (Leonard
2004: 56), entendiendo que la mejor forma de protegerlos es protegiendo sus
intereses en el mercado de trabajo (Leonard 2004: 49). La prohibición no toma
en cuenta que los niños y las niñas se oponen a que se ignoren sus roles y
responsabilidades sociales y económicas, y que se desprecie un trabajo esencial
para sus familias “y que ayuda a crear relaciones de solidaridad y apoyo mutuo
de largo aliento” (Nieuwenhuys 2011: 293). O sea, la prohibición no toma en
cuenta que, lisa y llanamente, en general los niños y niñas que trabajan quieren
trabajar. A mayor abundamiento, en la medida en que la prohibición no acaba ni
puede acabar efectivamente con el trabajo infantil, se convierte en mera falta de
regulación del mismo, en falta de reconocimiento, lo que convierte a niños y
niñas en doblemente discriminados. Primero, como venimos diciendo, en cuanto
niños y niñas, por no ser tomados en cuenta en un tema que los concierne sobre
todo a ellos, pero luego también en cuanto trabajadores, por no contar con leyes
laborales que les aseguren sus derechos de salario mínimo, descanso,
cotizaciones, seguro de salud, seguridad, conciliación con sus estudios,
sindicalización, etc. (ver Frederiksen 1999; y ver Ennew 2002: 393).

El trabajo se prohíbe, más aún, para imponer una escolarización (por donde se
mirase, mucho más una obligación que un derecho [ver Boyden 1997: 215]) que
“subestima lo que los niños y niñas aprenden en su trabajo con sus pares, sobre
la vida, las responsabilidades familiares y las relaciones sociales”, y que,
educando para el futuro, “muchas veces …no es relevante ni útil para esos niños
y niñas, ni para el futuro que les espera” (John 2003: 187; y ver Leyra Fatou
2012: 259). La OIT propone mejorar las escuelas y la educación formal a fin de
poner a niños y niñas allí; prepararlos para el trabajo futuro, la ciudadanía futura,
la utilidad futura.

Es evidente que la prohibición niega a los niños y niñas su agencia económica


(Nieuwenhuys 1996: 246). Pero con ello termina negando su agencia política. Da
lo mismo lo que digan sobre su trabajo, da lo mismo que expresen su voluntad
de trabajar, da lo mismo que alcen sus voces contra la prohibición. Al negarles de
derecho su agencia económica a niñas y niños, se les niega, de hecho, su agencia
política, su derecho a participar y a que sus opiniones sean al menos tenidas
debidamente en cuenta en los asuntos que los afectan (art. 12 CDN). Los niños y
las niñas no tienen nada que decir, nada en lo que participar en lo relativo a su
trabajo. Lógicamente, con esto pierden los niños y niñas; los que trabajan y
reclaman su derecho a hacerlo, los que trabajan silenciosa y anónimamente, y
los niños y niñas en general, que con esto entienden que no sobre todos sus

326
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

asuntos valen sus opiniones, con lo que se les da una señal para cuidarse de sus
opiniones o para, sencillamente, no tenerlas, porque de todos modos terminarán
siendo irrelevantes (Invernizzi y Milne 2002: 404). Pero también se les da la
señal, por cierto de forma involuntaria, de que sólo se puede participar si hay
algo con lo que participar. Es decir, de que no hay agencia política sin agencia
económica. Como dice Cussiánovich (2006: 211) sobre las culturas de los Andes
peruanos, se les sugiere que el trabajo es “una forma de pertenencia, de
participación en la reproducción ampliada de la vida comunitaria”. Se les da a
entender que los verdaderos derechos humanos tienen que estar arraigados en
la posesión de poder económico, sin el cual, las demandas de libertad, igualdad y
fraternidad no son más que vacua retórica (Stammers 2009: 79); o sea, que no
puede haber libertad sin igualdad económica (Bloch 2011: 294). Y el primer paso
-ciertamente no el último- hacia ese poder e igualdad económicos, es la
posibilidad de producir valor (ver Nieuwenhuys 1996: 246).

Esto ya se ha dicho en relación con los procesos de emancipación post-


coloniales, donde “la conquista de la autodeterminación a menudo permitió la
continuación del imperialismo en otras formas…, la más importante, el
imperialismo económico” (Stammers 1993: 78); es decir, procesos en los cuales
la liberación política no trajo la liberación de un sistema económico básicamente
desarrollado y controlado por las antiguas metrópolis, lo que hizo evidente que
“sin liberación económica no puede haber liberación política” (Young 2001: 5).
También lo saben las mujeres. Como ha dicho Michelle Bachelet, exdirectora
ejecutiva de ONU Mujeres, la Entidad de la ONU para la Igualdad de Género y el
Empoderamiento de las Mujeres, hablando de la lucha de las mujeres por la
igualdad: “si la mujer no tiene independencia económica no puede llegar a nada”
(Bachelet 2011). Es decir, es falsa una ciudadanía política, una autonomía política
que no comprende la ciudadanía y autonomía económicas, la agencia
económica. Negada ésta, o sea, prohibido o no reconocido el trabajo, que
permite crear valor, no hay posibilidad de empezar el largo camino hacia la
igualdad, ni para las mujeres, ni para niñas y niños. Por mucho que se les quiera
conceder derechos y hasta ciudadanía a los niños y niñas, en la medida en que
no se les reconozca su rol en la división del trabajo, es decir, en que los adultos
tengan el monopolio de la definición de la división del trabajo, la inutilidad
económica derivada de esto inevitablemente se traducirá en inutilidad política.

En suma, la prohibición del trabajo infantil busca “reforzar la dependencia de los


niños y niñas y restringir sus roles y actividades sociales”, encerrándolos en la
infancia hegemónica (Lavalette 1999: 41; y ver sección 1.6), asumiendo que su

327
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

lugar “en la sociedad moderna es forzosamente uno de dependencia y


pasividad” (Nieuwenhuys 1996: 238). Negándoles a niñas y niños la posibilidad
de trabajar, o sea, de producir valor, pasan a ser, por definición, una carga
económica para sus padres y madres, unos dependientes (económicos) respecto
de ellos, dependientes “de la capacidad de mercado de sus padres y madres, la
que, a su vez, depende en última instancia del mercado laboral” (Olk 2011: 197).
El único valor que pueden crear los niños y niñas es su superlativo valor
emocional, que ni siquiera es un valor para ellos, sino para los adultos que a
través de él resignifican sus propias vidas (ver secciones 1.6 y 3.2.iv). Es,
entonces, la propia identidad de niñas y niños la que es modelada por el poder
económico de los adultos sobre ellos (Devine 2002: 307). Con esto, se cierra con
candado “la frontera entre infancia y adultez” (Leonard 2004: 50), y se dan
renovados bríos a todas las polaridades que venimos discutiendo en este trabajo
y que sitúan al “niño” y la infancia en el polo inferior, menor, débil (ver James et
al. 1998: 90; y sección 1.6).

Esto parecería indicar que no es el adultismo hegemónico el que propicia la


expulsión de la infancia del trabajo, sino que sucede lo inverso: tal expulsión
pavimenta el camino del adultismo. Una analogía con el proceso de esclavitud y
racismo puede ayudarnos a iluminar esto. Históricamente, cuando la esclavitud
creció a un volumen tal que los esclavos negros se empezaron a acercar a
Europa, incluso llegando a ella; cuando más arreciaban los incidentes de
revueltas de esclavos en las colonias, reclamando la libertad que se les
aseguraba a todos en Europa, y se les negaba a los negros en las colonias; es
decir, cuando la frontera entre unas colonias de Europa que abrazaban la
esclavitud y una Europa que la rechazaba se hacía más porosa, “más receptivos
se hicieron los europeos hacia las teorías que consideraban que los negros
estaban naturalmente destinados a la esclavitud” (Buck Morss 2009: 89-90).
Como explica Peabody (1996: 68-69),

la defensa francesa de la noción abstracta de libertad unida a la persistente y


creciente realidad de la esclavitud en las colonias necesitaba una justificación
en virtud de la cual la esclavización de unos y no otros se pudiera explicar…,
un contrapeso ideológico que pudiera explicar por qué, si la libertad era un
bien absoluto y la esclavitud un mal absoluto, los africanos y sus hijos podían
ser mantenidos legítimamente en servidumbre perpetua… Una respuesta en
el siglo XVIII fue que los africanos eran un pueblo inferior, singularmente
adaptado a la esclavitud…, en pocas palabras… el racismo.

328
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

La emergencia de distinciones raciales garantizó, así, los derechos de propiedad


de los amos, a la vez que vigilaba la frontera entre los esclavos y la libertad
(Buck-Morss 2009: 91). Entonces, y como resumió hace más de medio siglo Eric
Williams (1944: 7), “la esclavitud no surgió del racismo; más bien, el racismo fue
la consecuencia de la esclavitud”. Llevado a términos del trabajo infantil, su
prohibición, y el adultismo, y, luego del análisis precedente, podemos
parafrasear a Williams y dejar planteado que la prohibición no surgió del
adultismo; más bien, el adultismo fue consecuencia de la prohibición. Es decir, se
les prohibió a los niños y niñas trabajar, y luego se los definió como
ontológicamente inaptos para trabajar. La fuerza de esta hipótesis surge de que,
como hemos visto, las razones más vinculantes tras el prohibicionismo no han
pasado por el bienestar o los derechos de niñas y niños, sino, desde las primeras
exclusiones en la Inglaterra de la revolución industrial hasta la OIT del siglo XXI,
por la seguridad y estabilidad del trabajo de los adultos177, por el desarrollo y
progreso nacional, y por la economía global. Incluso, como hemos insistido,
cuando se los ha querido “salvar” de las penas del trabajo, tal salvataje no ha
sido para los niños y niñas sino, paradójicamente, para los adultos salvadores.

Como se desprende del análisis precedente, la prohibición del trabajo infantil


muestra diáfanamente el perjuicio que supone para niños y niñas el
silenciamiento de sus voces y, con ello, la negación de su derecho a definir sus
derechos (al trabajo, y en definitiva a vivir sus infancias), y a no ser definidos
(como no aptos para el trabajo, y necesitados de protección y preparación, i.e.
escolarización) (ver Invernizzi 2008: 139).

También muestra lo apropiado de interpretar sus reivindicaciones desde la


perspectiva del grupo minoritario, u oprimido. Es por su naturaleza similar a la
de las luchas de otros grupos minoritarios u oprimidos que incluimos la sección
3.3, y es sobre los niños y las niñas como un grupo al que se le niega su voz, y con
ello sus derechos, en cuanto miembros de ese grupo, de lo que hemos hablamos
en esta sección.

177
Tanto el lobby sindical de comienzos de la revolución industrial, como la OIT hoy, se han
pronunciado contra el trabajo infantil en términos de combatir una fuente de competencia dañina
para los trabajadores adultos, por ser particularmente barata. Del mismo modo, en 1773 Portugal
prohibió la entrada de esclavos brasileños y de negros emancipados pues se concebían como
competencia injusta o desleal (unfair) para los trabajadores domésticos (portugueses), al cobrar
mucho menos que éstos (Buck-Morss 2009: 93).

329
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

James et al. (1998: 86) tienen reparos con un análisis que contemple a niños y
niñas como “minoría”, pues ello equivaldría a entenderlos “como
aproblemáticamente constituidos de forma separada y diferente de los adultos”.
Pero no es el investigador el que constituye a los niños y niñas en minoría
oprimida, sino la infancia hegemónica la que los construye como tal. Es a los
niños y niñas a quienes se ha tildado de “menores”, por sus “mayores”; son los
niños y niñas quienes, como dependientes y subordinados, han sido puestos en
la situación de tener que ser guiados porque se dice que de conducirse por sí
mismos podrían desviarse (Ranciere 2010: 168); los niños y niñas quienes han
sido puestos en situación de ser definidos, no de definir(se), y encerrados en
tiempos y espacios para ellos, como el colegio y la casa, “que se organizan en
torno al poder de los adultos para decidir sobre las experiencias de niños y
niñas” (Mayall 2002: 20). Son unos y otras quienes padecen la atribución de una
ambigua y minimizada ontología infantil, que deriva en la atribución y
constricción paternalista de sus derechos, es decir, en la sub-expresión de los
mismos. Y también son los niños y niñas, como hemos sugerido y veremos al
hablar de los NNATs, quienes, precisamente, recelan de tal constitución
aproblemática de infancia y adultez en compartimentos estancos. Es usual que el
niño o niña que trabaja tenga un lazo inextricable con los adultos de su familia,
por el cual siente orgullo y que muchas veces dota de sentido su trabajo. Ese lazo
se actualiza constantemente a través del propio trabajo. Los niños y niñas se
reconocen en el nosotros familiar a través del trabajo colectivo. Sin embargo, es
la propia prohibición del trabajo de los niños y niñas en cuanto tales la que,
cercenando ese lazo inextricable, erige la frontera que hace posible la
constitución de infancia y adultez como realidades separadas. Paralelamente,
tampoco se puede decir que, por ejemplo, las mujeres, estén constituidas
“aproblemáticamente de forma separada y diferente” que los varones, pero ellas
se unen entre sí para pelear por las discriminaciones que sufren en cuanto
mujeres. Así lo ha entendido Mayall (2002: 9), para quien los “niños son un grupo
social minoritario cuyos males necesitan ser reparados”.

Onora O’Neill (1992: 37-39) también desconfía de la analogía de la situación de


niñas y niños con la de otros grupos oprimidos, pues alega que hay cuatro
aspectos en los que la dependencia infantil es distinta que la dependencia de
otros grupos oprimidos. En primer lugar, dice, la dependencia no es creada
artificialmente; luego, la dependencia no se termina meramente por cambios
políticos o sociales; en tercer lugar, los niños y niñas dependen de quien(es) no
dependen de ellos, a diferencia por ejemplo de los esclavos, de cuyo trabajo
dependían sus dueños; y por último, los ‘opresores’ de niñas y niños usualmente

330
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

quieren que la dependencia termine. Una vez atendida la realidad del trabajo
infantil, y su prohibición, se hace evidente que el análisis de O’Neill está
encerrado en, y cegado por la infancia hegemónica. Pues, replicando a sus
razones, en primer lugar sí es claramente artificial la dependencia de niños y
niñas creada por la privación de su agencia económica, es decir, por la ofensiva
contra su trabajo. En segundo lugar, y por lo anterior, un cambio político y social
ciertamente podría empoderarlos, como niños y niñas, y como trabajadores, y es
precisamente por ese cambio, como veremos, por el que están luchando los
NNATs. En tercer lugar, los niños y niñas que trabajan dependen de sus familias,
tal como éstas dependen de aquéllos, y se debe recordar que hablar de
dependencia es sumamente equívoco (ver sección 1.3.ii). Y en cuarto lugar, la
posición de la OIT y del discurso hegemónico en general es una prueba clara de
que “los opresores” no quieren que la dependencia de niñas y niños termine (ver
también crítica a O’Neill de Freeman 1992: 57-58).

Por último, la analogía que acabamos de hacer entre prohibición del trabajo
infantil y adultismo, por un lado, y esclavitud y racismo, por el otro, habla de la
pertinencia de una aproximación a las reivindicaciones de las niñas y niños desde
la óptica del grupo minoritario.

En lo que sigue, veremos de qué manera ese grupo minoritario se ha organizado


para luchar colectivamente y “desde abajo” en la conquista de su derecho a
definir sus derechos y a no ser definidos, en lo que es una experiencia que,
creemos, debería iluminar el camino de cualquier teoría emancipadora de los
derechos de niñas y niños.

ii. Niñas, Niños y Adolescentes Trabajadores (NNATs): Infancia Organizada


para Existir y Resistir.

“No tengo miedo, porque el movimiento está en manos de los niños”,


Rocío, delegada nacional del MANTHOC, al dejar su cargo
(en Cussiánovich 2006: 160).

La organización de los niños (y en menor medida de las niñas) para defender su


trabajo no es nueva. Nasaw (1986: 62-87) habla de los newsies, en su mayoría
niños (varones) vendedores de periódicos en las ciudades estadounidenses de

331
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

comienzos del siglo XX178. La guerra de Estados Unidos con España había
consolidado el auge de la circulación de periódicos vespertinos comenzada ya en
la década de los 1880s, y para entonces éstos ya eran más importantes que las
ediciones matutinas. Su venta, al igual que la venta de periódicos matutinos, fue
asumida por niños (más o menos, de entre 11 y 15 años), con la diferencia de
que ahora por las mañanas iban al colegio, y por las tardes vendían periódicos.
Lo que sacaban de las ventas iba en parte para ellos, y en otra parte para sus
padres y/o madres, con quienes vivían.

La relación de los niños con los adultos que les suplían los periódicos y que
gestionaban la circulación era una relación de negocios… Existía un contrato
no escrito entre los niños y los adultos que les vendían a ellos los periódicos.
Mientras los adultos honraran dicho contrato –y no hicieran nada por cortar
el margen de ganancias de los niños, ni perturbaran las leyes de la calle- los
newsies cooperarían con ellos (Nasaw 1986: 66).

La alta demanda de periódicos vespertinos, y la dependencia de los empresarios


periodísticos en los niños para su venta, les daba a éstos un poder importante en
la gestión de su trabajo, donde experimentaban una autonomía mayor que la
que tenían en el colegio o el hogar. Como “contratistas independientes, no
tenían que aceptar la supervigilancia patronal de sus lugares de trabajo, ni de sus
rutinas”; sencillamente, si vendían más, ganaban más, y viceversa, lo que
dependía de ellos179. Por el contrario, “en el colegio eran vigilados, examinados y
disciplinados por los profesores” y en la casa “estaban sujetos a la autoridad de
padres, madres, familiares adultos, y hermanos/as mayores” (Nasaw 1986: 67-

178
“Las condiciones que hacían de la venta callejera algo tan atractivo para los niños, la ponían
fuera de límites para las niñas [las que, sugerentemente, eran referidas como ‘pequeñas madres’
(little mothers)]. Las niñas no debían ser temerarias, agresivas, ni ruidosas. No debían perseguir a
clientes desconocidos calle arriba y calle abajo. // La venta callejera no sólo era algo impropio para
las damas [unladylike], sino que se consideraba abiertamente peligrosa para las niñas. Sobre esto,
había un consenso generalizado” (Nasaw 1986: 101, corchetes nuestros). Como se ve, la
identificación de lo público con los hombres, pequeños o no, y de lo privado con las mujeres,
pequeñas o no, ya se estaba consolidando en el mundo minoritario hace un siglo. Con todo, esto
no impedía la existencia, si bien minoritaria, de niñas newsies (Nasaw 1986: 103).
179
Los niños compraban un número de periódicos, decidido por ellos, y luego lo vendían a un
precio mayor por unidad, que era de donde sacaban sus ganancias. Lo importante era, entonces,
no sólo saber vender y cautivar al comprador, sino saber cuánto comprar, para no quedarse sin
stock, ni quedarse con demasiado stock sin vender, ambas situaciones que auguraban pérdidas
(Nasaw 1986: 75-76).

332
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

68). Más aún, los newsies disfrutaban su trabajo, “la emoción, el ruido, el cambio
permanente que supone la calle, eran un antídoto contra una mañana pasada en
una sala de clases pesada y abarrotada”; el trabajo se disfrutaba; el colegio,
como tarea que era, se aguantaba (Nasaw 1986: 71).

La autonomía de los niños en su trabajo se hizo manifiesta cuando los magnates


de la prensa de Nueva York, Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst,
decidieron subir los precios de compra para los newsies, en 1899. Ello significaba
menor margen para los newsies, que respondieron uniéndose en sindicato y
declarándose en huelga. Esto no debía de extrañar si, después de todo, los
newsies, provenientes por lo general de familias de la clase trabajadora, se
habían impregnado en sus casas y familias del ethos de la lucha trabajadora:
“sindicándose y yendo a huelga para proteger sus derechos y beneficios, los
niños se comportaban precisamente como creían que debían hacerlo los
trabajadores estadounidenses cuando tratados de forma injusta” (Nasaw 1986:
181). En un principio, los empresarios no se tomaron en serio la huelga,
“después de todo, sus protagonistas eran sólo niños, demasiado pequeños,
inexpertos e irresponsables como para ganarles la batalla a los adultos” (Nasaw
1986: 172). Sin embargo, se la tuvieron que tomar en serio cuando las empresas
anunciantes de publicidad manifestaron su preocupación, la huelga empezó a
concitar apoyo del público, y la brutal baja en las ventas mostraba su éxito.
Durante la segunda semana de huelga, los editores de los periódicos
reconocieron su derrota, y les ofrecieron a los niños un acuerdo ventajoso que
éstos aceptaron: el mayor precio de compra se mantenía, pero en adelante las
empresas reembolsarían íntegramente a los niños por todos los periódicos que
éstos no vendieran (Nasaw 1986: 176).

Aunque el sindicato y en general la situación de los newsies no duró mucho más,


al crecer “ellos llevaron consigo la memoria del mundo laboral que habían vivido
como niños, y la noción de que el trabajo en Estados Unidos no tiene por qué ser
explotador ni desagradable” (Nasaw 1986: 68).

Una experiencia similar a la de los newsies vivieron los niños y niñas180


suplementeros en Chile. En 1888, los niños que vendían el diario El Mercurio de

180
Al igual que en el Nueva York de hace un siglo, en el Chile de fines del siglo XIX y comienzos del
XX los suplementeros eran en general niños, aunque se conoce la existencia de niñas por
referencias indirectas, que, al igual que en Estados Unidos, aluden a la impropiedad de la presencia
de las niñas en las calles. Así, el Prefecto de policía de Santiago, Guillermo Chaparro, expone en

333
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Valparaíso se manifestaron contra la subida del precio de compra de 3 a 4


centavos, e iniciaron una movilización que, aunque “no tuvo gran efectividad en
sus objetivos”, provocó “inconvenientes no menores” para la empresa editora
(Rojas Flores 2006: 25). En 1902, y también por el alza de precios, los niños que
vendían El Diario Ilustrado de Santiago se declararon en huelga, y esta vez sí,
consiguieron hacer recular a la empresa, que declaró que si bien los lectores no
se habían resistido al alza: “entre los vendedores ambulantes, que son los únicos
que en Santiago sirven de intermediarios entre la imprenta y el público, tropezó
ella [la empresa] con ciertos inconvenientes que nuestra Dirección ha creído
necesario cesar, volviendo a adoptar el antiguo precio de cinco centavos” (en
Rojas Flores 2006: 60-61). La organización y efectividad de la huelga fue tal, que
el periódico anarquista de la época, La Agitación, “calificó el movimiento como
una ‘huelga modelo’, que demostraba la efectividad de la acción directa” (Rojas
Flores 2006: 61).

En las décadas que siguieron, se hace más difícil encontrar experiencias similares
a las reseñadas (para algunos casos aislados de contestación, ver Liebel 2004:
216-231), probablemente porque, por un lado, en el mundo minoritario terminó
por imponerse la absoluta prioridad y virtual exclusividad de la escolarización,
haciendo del trabajo infantil una realidad residual en los tiempos y espacios de
niñas y niños, y por tanto más difícil de aglutinar en torno a una identidad
colectiva. Es decir, a la privatización de las niñas, ya asentada a comienzos del
siglo XX, le siguió la privatización también de los niños. Por otro lado, en el
mundo mayoritario la industrialización fue más tardía, la globalización es un
fenómeno reciente, y el trabajo infantil siguió vinculado fundamentalmente a la
economía familiar. Pero desde finales de la década de los 1970s, comienzan a
aparecer en el mundo mayoritario las organizaciones de niños, niñas y
adolescentes trabajadores que, a día de hoy, llevan la bandera de vanguardia en
la defensa de los derechos de niñas y niños.

1916 que “es común ver en todos los barrios de la ciudad con los muchachos suplementeros, niñas
de tierna edad que ejercen ó pretextan ejercer el mismo oficio ambulante, haciendo vida común
con ellos. // Esta situación, perfectamente inmoral y desquiciadora, es abiertamente contraria á la
ley, y la Policía debe impedirla por todos los medios” (en Rojas Flores 2006: 78-79). Como bien dice
Rojas Flores (p. 79), el Prefecto argumentaba que esta presencia de niñas contravenía la Ley de
Protección de Menores, de 1912, aunque no aclaraba por qué esta misma normativa no debía
aplicarse a los niños.

334
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Una primera particularidad de estos movimientos es que, allí donde el discurso


de derechos hegemónico opera de manera centrífuga, ejerciendo su influencia
desde el (etno) centro euroamericano, hacia la periferia, ellos operan e influyen
de manera inversa, desde la periferia –entendida desde la óptica hegemónica-
hacia el centro. Así se refleja, por ejemplo, en que estos movimientos son
identificados usualmente por el acrónimo castellano NATs (o NNATs, haciendo
hincapié en que son niños y niñas), aún en las publicaciones anglosajonas (ver,
por ejemplo, Hanson y Vandaele 2003), debido a que las voces de los NNATs de
América Latina han podido consolidar esta auto-definición más allá de los países
hispanohablantes del mundo mayoritario, donde se originó. Pero también hay
movimientos de NNATs activos en África, como el Movimiento Africano de
Niños, Niñas y Jóvenes Trabajadores (MAEJT181) y Asia (por ejemplo, Bhima
Sangha182). Manfred Liebel (2003, 2004, 2008), que ha investigado y trabajado
mucho con las organizaciones de NNATs, les concede el mérito de haber
instalado las voces de los niños y niñas que trabajan en un lugar principal, más
allá del “problema” del trabajo infantil. Alejandro Cussiánovich, que también ha
trabajado y colaborado con los NNATs, pone de relieve que se organizan en
asociaciones que no dependen de ninguna otra organización, siendo los niños y
niñas quienes se representan a sí mismos frente a la sociedad y el Estado, es
decir, que son organizaciones con “autonomía orgánica” (2006: 158-159), y
democracia interna (John 2003: 184). Según la experiencia de Cussiánovich, lo
que permite a niños y niñas trabajadoras devenir sujetos sociales es la
autoestima como trabajadores, la conciencia de un trabajo socialmente útil, y la
experiencia de una organización propia, que está inserta, a su vez, y como
veremos, en una lucha más amplia por la transformación social junto a otras
organizaciones territoriales, de mujeres, de sobrevivencia, y de solidaridad, a
nivel regional, continental e internacional (2006: 238). Es por ello que los NNATs
han podido ser concebidos como auténticos movimientos sociales (Cussiánovich
y Méndez 2008)183.

181
Ver http://maejt.org/indexanglais.htm
182
Ver http://www.workingchild.org/bs.htm
183
Como dicen Della Porta y Diani (2006: 23): “existe una dinámica de movimiento social cuando
episodios individuales de acción colectiva son percibidos no sólo como eventos discretos, sino
como componentes de una acción más duradera; y cuando los que están comprometidos en ellos
se sienten vinculados por lazos de solidaridad y de comunión ideal con protagonistas de otras
movilizaciones análogas”. Por su parte Álvaro García Linera (2009: 353) considera a “los
movimientos sociales como estructuras de acción colectiva capaces de producir metas autónomas
de movilización, asociación y representación simbólicas de tipo económico, cultural y político”.

335
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Como adelantamos más arriba (3.4.i.i), para los niños y las niñas trabajadoras su
trabajo no es sólo una cuestión de necesidad económica, sino de la dignidad,
autonomía relativa y autoafirmación que provienen de sobrevivir gracias a su
propio trabajo (Cussiánovich 2006: 239-240)184. Esta dignidad, sigue Cussiánovich
(p. 241), es una “ ‘dignidad de clase productora’ que es matriz de dignidad
individual”. Es por eso que niñas y niños ponen el énfasis en la calidad de ser
niñas y niños trabajadores, no meras niñas y niños que trabajan; es ésa “la matriz
epistemológica” a través de la cual aproximarse a sus realidades (p. 277).

La agencia y la autonomía de los NNATs es el resultado de la interacción de un


grupo de pares, lo que coincide con lo que, históricamente, ha sido la instancia
de empoderamiento y resistencia de niñas y niños frente al mundo adulto
(Cunningham 2005). En su situación minoritaria, las niñas y los niños
trabajadores “tienen que hacerse un espacio en espacios hechos por otros”
(Roche 1999: 479), lo que significa que su acción sólo puede ser efectiva y tener
un impacto si hay “una conciencia de intereses comunes entre los niños y niñas
que actúan” (Liebel 2008: 38). Es precisamente en cuanto grupos de pares con
conciencia de su situación minoritaria, que los NNATs buscan ganar
colectivamente control sobre sus vidas (ver sección 1.7); salir, colectivamente,
de tal situación minoritaria, es decir, emanciparse (Ranciere 2010: 168; y ver
sección 3.3). Las niñas y niños reconocen que sus experiencias no son sólo
personales sino propias del grupo al que pertenecen, en este caso, de niñas y
niños trabajadores; reconocen como común “la experiencia de acometer tareas
vitales en la vida diaria, a pesar de una adversidad y discriminación
generalizadas” (Liebel 2008: 38). En otras palabras, los NNATs tienen conciencia
de clase, de comunidad, de generación: “es probablemente este paso, de la
experiencia personal a la identidad grupal…, el primero en la consecución de un
cambio” (John 2003: 56-57)185.

184
“En los NATs que son hijos de migrantes andinos se da algo de la cultura del campesino que es
una cultura de trabajo, de dependencia en el propio trabajo, mientras la cultura del costeño es
todavía, al parecer, una cultura colonial, una cultura de vínculo con el poder, de ‘contactos’, más
que de control del futuro basado en el propio trabajo” (Cussiánovich 2006: 239-240). Esta
distinción ha de leerse en relación con el estudio etnográfico de Bolin (2006), sobre los niños y
niñas en la aldea Chillihuani, de los Andes peruanos, y sirve para entender el sedimento que deja
en cualquier cultura una historia basada en la dignidad del trabajo.
185
Leyra Fatou (2012) habla del espacio laboral (público) como generador de capital social, sin
embargo, tal “capital” parece argamasa insuficiente para aglutinar a un nosotros con potencial
emancipador, ya que las relaciones que constituyen tal capital social no son horizontales-
democráticas, sino verticales-jerárquicas (p. 187-188). Los niños y niñas entrevistados por Leyra

336
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Más arriba (sección 3.4.i.ii) esbozamos que la acción de niñas y niños en el


espacio público supone una ecualización de las diferencias de género entre unas
y otros, pues relativiza la división esencializante entre la “mujer privada” y el
“hombre público”. En el caso de una niña organizada como NNAT, ella ya ha
trascendido la esfera de lo privado, es decir, ha escapado del lugar donde se
configura por naturaleza la opresión de las niñas que es la esfera doméstica. La
niña NNAT ya está en lo público, pues lo público es el “lugar natural” de los
NNATS como movimiento social (Cussiánovich y Méndez 2008: 26). Pareciera
que la acción de los NNATs, en cuanto pública y también colectiva, es decir,
organizada en torno a un ethos aglutinante, a una identidad y proyecto
comunes, avanza un paso más en el camino hacia tal ecualización. Así se puede
inferir del trabajo de González (2010) sobre la experiencia del “banco de los
niños” en la periferia de Santiago de Chile. González muestra que las niñas y los
niños santiaguinos se han congregado “en el ejercicio de la participación” (p. 39)
para reunir recursos para sus propias iniciativas recreativas, deportivas y
culturales, recursos que provienen tanto del trabajo de esos mismos niños y
niñas (“autogestión cooperativa”, p. 41), como de fondos municipales (aunque
éstos son cada vez menores). Esta voluntad de autogestionarse es explicada por
la autora a partir de “una experiencia comunitaria basada en la identidad con un
territorio particular, y plasmada en la conformación de organizaciones sociales
de base, la cual les entregaría a los niños y las niñas esta familiarización con la
participación y la organización social” (p. 40). En este “banco de los niños”
colaboran adultos, niñas y niños, pero la última palabra es de las niñas y niños (p.
43), quienes manifiestan respecto de él un sentido de pertenencia e identidad,
de proyecto propio a cuidar y del cual estar orgulloso. El trabajo sirve para
financiar el propio juego, pero también conlleva sentido en sí mismo. En cuanto
al poder de niños y niñas en su negociación con las autoridades, éste surge tanto
de su capacidad para generar recursos económicos de forma autónoma (p. 44),
como de “un ejercicio centrado en el colectivo, más que en la individualidad, con

Fatou, y también las mujeres, suelen concebir el trabajo como ayuda -en la práctica trabajan, pero
en su discurso sólo ayudan- o, lo que es lo mismo, equiparan ayuda y trabajo de una forma que no
se equipara en el caso del “hombre proveedor”, pues éste sólo trabaja. Esto ocurre en razón del
machismo y adultismo hegemónicos, a la vez que por la influencia de las organizaciones de la
sociedad civil que suelen interactuar con ellos, que no esconden su vocación abolicionista (“los
niños” no deben trabajar, si quizás algo, sólo ayudar), y cuyo discurso termina permeando el de
niñas y niños (p. 196-200). El problema evidente de esto es que, como veremos, una niña o un niño
trabajador sin conciencia de ser plenamente tal, sin conciencia de clase, todavía no parece sujeto
hábil para protagonizar su emancipación.

337
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

una práctica de cooperación permanente” (p. 45, cursivas nuestras). Este eje
cooperativo en torno al colectivo hace que entre los propios niños y niñas “se
pueda apreciar una construcción identitaria que se cimienta sobre la experiencia
compartida de ser niño o niña en relación y diferenciación de las personas
adultas, y no sobre las diferencias de género o etarias entre ellos y ellas” (p. 45,
cursivas nuestras). Es decir, relativizada la polaridad de lo público versus lo
privado, y puestas en relación las identidades individuales, parece que se
termina por relativizar las discriminaciones que surgen de tal polaridad y falta de
relacionalidad. No se trata, obviamente, de barrer con las identidades
personales, sino de abrirlas al proyecto colectivo, de reconstruirlas a partir del
proyecto colectivo, lo que redunda, como se ve, en una afirmación de esas
propias identidades. Los logros de este “banco de los niños”, autogestionado por
niños y niñas,

ha llegado a cifras por sobre las proyectadas por el municipio, aún cuando la
mayoría de ellos y ellas vive en condiciones de exclusión social (el año 2007
llegaron a reunir dieciocho millones trescientos mil pesos… [30.000 euros]). El
impacto [de] esta capacidad de autogestión genera un reconocimiento y
legitimación social por parte del mundo adulto, que les otorga un poder a
partir de su práctica económica, que no detentaban antes. Los niños y las
niñas asumen este poder en la economía y a partir de ello, producen y
elaboran nuevas maneras de relacionarse con el campo económico, a través
de valores de cooperación y solidaridad colectivas. En este sentido, se puede
inferir que esta experiencia propuesta principalmente por los niños y las niñas
del banco se inserta en la llamada economía solidaria (González 2010: 45,
corchetes nuestros)186.

Entonces, aunque creemos que todavía faltan estudios empíricos sobre la


experiencia de las niñas, en cuanto niñas, como integrantes de los movimientos
de NNATs, y que ello impide sacar mayores conclusiones sobre tal experiencia,
quizás lleven razón Cussiánovich y Méndez cuando dicen que “la dimensión de
género, especialmente la cuestión femenina en las organizaciones de NATs”, no
parece ser “un problema dada la relación que en la calle y en el trabajo sitúa a
ambos géneros en contextos similares”. En cualquier caso, ciertamente llevan
razón cuando acotan que hay que hacerse cargo de tal dimensión y cuestión,
hasta ahora descuidada, pues ello enriquecería las plataformas de lucha de los
NNATs (Cussiánovich y Méndez 2008: 49; y ver Liebel 2012: 207).

186
Sobre NNATs y economía solidaria, ver Liebel (2012: 211-215).

338
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Ahora bien, esta ecualizada autogestión de niñas y niños no quiere decir que los
adultos no tengan participación en los movimientos de NNATs, como lo muestra
desde ya el ejemplo del “banco de niños”, en el cual participan los adultos. Una
de las primeras organizaciones de NNATs, el “Movimiento de Adolescentes y
Niños Trabajadores Hijos de Obreros Cristianos” (MANTHOC), de Perú, muestra
desde su nombre la unión inextricable del trabajo de niños (y niñas) y adultos de
que hablamos más arriba (sección 3.4.i), y asume “a los niños trabajadores como
sujetos sociales, señalando el valor de trabajar conjuntamente con su familia…”
(Cussiánovich 2006: 158). Pero los adultos participan como personas que se
identifican no sólo con el proyecto de la organización sino que adaptan y
subordinan su práctica a ese proyecto (Cussiánovich 2006: 163-164). Por
ejemplo, el artículo 17 de la Declaración de Principios del Movimiento de NNATs
Organizados del Perú (MNNATSOP) dice que: “El MNNATSOP en todos sus
niveles, quiere ser una experiencia de nueva relación entre generaciones como
signo concreto de su visión, es decir, la de una sociedad en que niños, niñas y
adultos podamos ejercer nuestro derecho a ser protagonistas sin exclusiones”
(en NATs 2000: 217 y ss.). En el mismo sentido, el artículo 18 señala que: “Los
adultos son parte del MNNATSOP en su condición de colaboradores es decir: No
son los representantes del movimiento; No son dirigentes del movimiento; No
son ni tutores, ni apoderados del movimiento; Colaborar significa: co-asumir, co-
animar, co-promover, co-acompañar, co-actuar, co-decidir, co-participar sin
sustituir ni suplantar a los NATs”, y termina diciendo que los adultos ejercen y
desarrollan “su protagonismo desde el permanente desarrollo del protagonismo
de los NATs” (en NATs 2000: 217 y ss.). Los NNATs, entonces, y éste es un
concepto central, son protagonistas de organizaciones autónomas (Cussiánovich
2006: 186), y el papel de los adultos es el de colaborar en la promoción de tal
autonomía y protagonismo. Confrontado con la visión hegemónica, que asimila
trabajo con explotación y crimen, los adultos colaboradores de los NNATs
actuarían como verdaderos (y valientes) cómplices.

Como se ve, las relaciones entre los adultos colaboradores y los NNATs, aun
teniendo en cuenta la enorme diversidad entre organizaciones a escala regional,
continental e internacional (ver Liebel 2012), se desarrollan a un nivel
completamente diferente que la relación propugnada por la CDN y el discurso de
derechos de “la infancia”: los niños y niñas, y los adultos, son sujetos sociales,
ciudadanos con voz, dignos de escucha y de respeto.

Las organizaciones de NNATs han reclamado sistemáticamente, a nivel local,


regional e internacional, el derecho de sus miembros a trabajar con dignidad, y a
ser titulares de plenos derechos (Liebel 2003, 2004, 2008, 2012), criticando el

339
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

hecho de que los niños y niñas sean “protegidos”, como vimos que pretende la
OIT y demás instancias representativas del discurso de derechos de “la infancia”
(sección 3.4.i.ii), “pero sin que se les deje participar en la elaboración de tales
programas de ‘protección’ ” (Liebel 2003: 270). No se trata de idealizar una
realidad muchas veces dura, sino de dignificarla (Cussiánovich 2006: 185). Los
NNATs, en lo que es una constante de las reivindicaciones históricas de los
trabajadores (Stammers 2009: 84), reclaman el derecho a un trabajo digno, esto
es, tanto un derecho al trabajo como derechos en el trabajo (Saadi 2012: 153-
154), contra el criterio del trabajo “decente” propuesto por la OIT, que en
definitiva identifica trabajo infantil con trabajo indecente (Cussiánovich y
Méndez 2008: 17). Es más, en el horizonte de la lucha de los NNATs, el trabajo
digno se debe entender finalmente como un pleonasmo, pues ellos son los
primeros en entender que “el trabajo que atente contra la dignidad del ser
humano no puede ser considerado como trabajo” (Cussiánovich 2006: 376). En la
medida en que todo trabajo es digno, también se entiende que el trabajo “no
puede ser patrimonio de la pobreza”; pero que ésta sí es “la causa de las
condiciones de explotación que se imponen al trabajador” (Cussiánovich 2006:
281). Esto exige una aclaración sobre el concepto de explotación.

Lavalette (1999) es muy crítico con el trabajo infantil asalariado (en el cual tiende
a subsumir todo el trabajo infantil) pues, como todo trabajo asalariado desde
una perspectiva marxista, lo entiende como explotación: la expropiación que
realiza el empleador de la plusvalía del trabajo realizado por el trabajador. Desde
esta posición, que ve en el trabajo una realidad denigrante, y por ende en el
“derecho al trabajo… un contrasentido, un mezquino deseo piadoso”, como dijo
Marx (1895), se hace difícil simpatizar con luchas que buscan extender la
posibilidad de trabajar a grupos de la sociedad que, más encima, como hace
Lavalette, se suelen concebir como particularmente vulnerables187. Esta es una
forma posible de entender la resistencia a la explotación laboral propia del
capitalismo: se resiste acotando lo más posible las instancias de trabajo; en el

187
El problema con la concepción de Lavalette (1999), justa y necesariamente crítica con el
capitalismo explotador y su globalización, es que concibe todo trabajo infantil como trabajo
asalariado, lo que favorece su diagnóstico negativo del mismo. Además, no reconoce la posibilidad
de voluntariedad en el trabajo infantil y descree de la que expresan las propias niñas y niños; y
cuando admite que hay veces que los niños y niñas tienen que trabajar, pues la prohibición sólo
redundaría en mayor pauperización para ellos y sus familias, lo admite como quien admite un mal
necesario y transitorio, paso previo a la conquista para (no parece que por) los niños de su derecho
a no trabajar.

340
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

caso de las niñas y niños, retrasando su entrada en el mercado laboral. Esta


postura es todo lo más comprensible desde que muchos de los niños y niñas que
trabajan, estén o no organizados en movimientos de NNATs, lo hacen en
condiciones de mucha precariedad, consecuencia de una globalización que sólo
los computa como mano de obra barata (ver sección 3.4.i.ii; y Cussiánovich 2006:
369-370). La estructura radicalmente injusta de la globalización capitalista ha
hecho que “en muchas regiones del mundo, el exceso de mano de obra barata
haya deprimido los salarios de los adultos, ya de por sí inadecuados, hasta el
punto de que un padre o madre y su hijo/a, juntos, ganen hoy menos de lo que
ganaba el padre o madre por sí solo hace un año” (Toor 2001: 204). De ahí que
haya quien crea que el mayor obstáculo para la realización de los derechos de
niñas y niños sea, precisamente, la estela de inequidad “de una economía global
cada vez más integrada” (Seabrook 1998: 38).

Pero por esto mismo, otra forma de resistir es la de los NNATs, no todos ellos
trabajadores asalariados, pero no por ello menos imbricados en el proceso
depredador de la globalización capitalista. Se asume, entonces, que salirse del
mercado de trabajo capitalista es sólo cambiar una subordinación por otra (Elson
1982: 495), la subordinación al empleador por la subordinación a la precariedad
económica de los padres (a su vez subordinados a la explotación de un
empleador), con la diferencia de que la subordinación del niño o niña asalariada
abre la posibilidad de obrar con una agencia económica que su salida del mercado
laboral clausura (ver sección 3.4.i), limitando, con ello, las posibilidades de
mejorar sus condiciones de existencia (Levison 2000). En otras palabras, la vía de
los NNATs implica asumir que no todo está perdido cuando uno recibe un
sueldo, que en la expropiación de la plusvalía el empleador no logra expropiar la
dignidad del trabajador, y que la dignidad que queda, aunque sea residual,
puede dar una dura batalla en busca de más y mejor dignidad; pues, o se resiste
pasivamente, hasta que probablemente ya no haya nada por lo cual resistir, o se
alzan las voces tan alto como ancho sea el colectivo, y se emprende el camino de
la resistencia activa.

Cuando los intentos de regulación del trabajo infantil niegan un salario


adecuado a las niñas y niños, omiten reducir los trabajos penosos, y son
además altamente selectivos, como es el caso hoy en el mundo en desarrollo,
es difícil no concluir que la verdadera cuestión es quién cosecha los
beneficios. Aquí es donde entran los movimientos de las niñas y los niños
trabajadores (Nieuwenhuys 2011: 295).

341
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Los NNATs organizados se alzan en lucha contra los que, directa o


indirectamente, “cosechan los beneficios” (ver sección 3.4.i), producidos por su
propia falta o insuficiencia de beneficios; contra quienes lucran gracias a su
mano de obra barata, o incluso “gratuita”, cuando ésta se diluye en la economía
familiar o doméstica. Se alzan, entonces, tanto contra el adultismo
(eurocéntrico) que quiere prohibirles trabajar, como contra la explotación
capitalista que denigra su trabajo (Liebel 2004, 2006). Y reclaman en primer
lugar, como dijimos antes de detenernos en la explotación, un trabajo digno. El
artículo 23 de la DUDH señala que “toda persona tiene derecho al trabajo, a la
libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo
y a la protección contra el desempleo”, que “toda persona tiene derecho, sin
discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual”, que “toda persona que
trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le
asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y
que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de
protección social”, y que “toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a
sindicarse para la defensa de sus intereses”. Por su parte, el artículo 6.1 del
“Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” reconoce,
también a toda persona, “el derecho a trabajar, que comprende el derecho… a
tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente
escogido o aceptado”. La Declaración y el Pacto se mencionan en el Preámbulo
de la CDN, que señala que “toda persona tiene todos los derechos y libertades
enunciados en ellos, sin distinción alguna”, entre ellos, entonces, el derecho al
trabajo. Pero, a la luz del prohibicionismo adultista hegemónico, ¿debemos
entender que allí donde se dice “persona” estos documentos quieren sólo decir
“adulto”? No parece legítimo para el intérprete distinguir allí donde el legislador
no lo ha hecho. Más aun, no parece legítimo para el intérprete discriminar (en
razón de edad) allí donde el legislador lo ha prohibido. Así lo entienden,
ciertamente, los niños y las niñas trabajadoras que interpretan.

Los niños y las niñas trabajadoras han alzado sus voces para hacerse oír en los
escenarios internacionales relevantes en los que su presente y futuro se está
discutiendo en su ausencia; se han alzado contra un sistema que sólo identifica
como voz autorizada en la producción, comentario y crítica de los derechos a la
voz del “blanco, occidental” (Rajagopal 2003: 188) y adulto. Los NNATs han
reclamado su derecho a definir sus derechos y a que éstos no sean definidos por
otros; en especial, han reclamado el derecho a un trabajo digno, de acuerdo con

342
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

sus propios términos, rechazando las definiciones adultas sobre lo que deberían
o no hacer, o sobre lo que son o no son188, lo que incluye, por ejemplo, la
oposición articulada a la adopción e implementación universal de los Convenios
OIT N°138 y N°182 (Invernizzi y Milne 2002: 404). Estas voces se han alzado no
sólo para decir, sino que también para hacer, o sea, se han encarnado en acción
emancipadora al interior de sus respectivas comunidades. En particular, y a
modo sólo ejemplar:

 Los NNATs han conseguido el reconocimiento constitucional de su derecho al


trabajo, a la vez que la prohibición del trabajo forzado y la explotación infantil,
en Bolivia, en 2009189.

 Los NNATs han redactado declaraciones de derechos propias, tal como los
“12 Derechos” del “Movimiento Africano de Niños, Niñas y Adolescentes
Trabajadores” (MAEJT), que incluye, entre otros, el derecho a un trabajo en un
entorno seguro (a la vez que a tiempo y espacio para jugar), al descanso en caso
de enfermedad, a ser respetados y escuchados, y, como muestra de sus vínculos
con la familia y la comunidad, el derecho a quedarse en la aldea. La importancia

188
El nivel de penetración del consenso prohibicionista, y el adultismo que subyace a él, se refleja
en voces, por otro lado tan críticas, como las de Neil Stammers o Michael Lavalette. El primero, al
comentar el surgimiento de las organizaciones de NNATs, señala que, “[e]n la medida en que los
jóvenes actores sociales son capaces de construir movimientos y generar en los mismos una praxis
creativa, parece que el activismo en torno a los derechos es totalmente consonante con el análisis
que se ofrece en este volumen. Sin embargo, me parece que también se podría argumentar que
los movimientos y organizaciones de los niños y niñas tienen más probabilidades de surgir cuando
ellos se ven obligados por sus circunstancias a actuar como si fueran adultos, por ejemplo, teniendo
que trabajar o que asumir responsabilidades hogareñas y familiares cuando sus padres no están…;
entonces, deberíamos ponderar si acaso muchos niños y niñas no estarían mejor atendidos por un
régimen institucional claramente expresado en términos de los deberes de los padres, la
comunidad y la sociedad en lugar de en términos de los derechos que, especialmente en el caso de
los derechos de niñas y niños, puede ser tan fácilmente secuestrados por los adultos” (Stammers
2009: 236, cursivas nuestras). Por su parte, Lavalette (1999: 27-28) critica el énfasis en la voz
(voluntad) de niños y niñas pues con ello se daría prioridad a cierto conjunto de experiencias
subjetivas sobre otro. Así, desconfía de los investigadores que aluden a la voluntad de trabajar que
expresan los niños y niñas, pues desconfía en último término de sus voces: Lavalette equipara al
niño o niña que habla de su trabajo con el niño o niña golpeado por sus padres o cuidadores y que,
aun así, defiende que le peguen, es decir, al niño o niña traumatizado. Con esto, es imposible
reconocerles a niños y niñas capacidad o libertad para saber lo que es mejor para ellos.
189
En http://siporbolivia.wordpress.com/2009/02/18/la-nueva-constitucion-reconoce-el-trabajo-
infantil-en-condiciones-dignas/, consultado el 10 de Mayo de 2011.

343
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

de estos vínculos se hacen evidentes en el reconocimiento de deberes que


también asumen los NNATs, y que incluyen, entre otros, el deber de respetar sus
trabajos, de respetarse a sí mismos, y de escuchar a los mayores (ver sección
2.4.iii)190. Estas declaraciones de derechos también se dan en otros movimientos
de niños y niñas, y en reuniones similares celebradas por éstos se delinean
derechos similares:

Hasta cierto punto, estos derechos se orientan hacia la CDN, pero la


trascienden en puntos esenciales, o tocan temas o problemas no discutidos
en ella... Es típico de los derechos formulados por niñas y niños que no sólo
son muy concretos, y relativos a cuestiones específicas [es decir, que huyen
de la universalidad abstracta], sino que también, cuando es posible, son
implementados por los propios niños y niñas organizados, o su
implementación es reclamada con el apoyo de manifestaciones. Así, las niñas
y los niños organizados en el movimiento africano reexaminan en sus
reuniones, celebradas cada dos años, el nivel de implementación de los 12
derechos, y los obstáculos o dificultades particulares que se pudieran haber
presentado (Liebel 2008: 41, corchetes nuestros).

Paralelamente, y luego de un intenso lobby de 3 años, en noviembre de 2012 la


lucha del MAEJT por la promoción y defensa de sus derechos le granjeó el
estatus de Observador ante el Comité Africano de Expertos en los Derechos y el
Bienestar del Niño/a, que es el ente mandatado por la Carta Africana sobre los
Derechos y el Bienestar del Niño/a, referida en la sección 2.4.iii, para supervigilar
la protección de los derechos de los niños y las niñas africanas191. De este modo,
el MAEJT complementa en su lucha la dimensión pre- o extra-institucional de los
“12 Derechos”, con la dimensión institucional de la Carta Africana (ver Liebel y
Saadi 2012: 120).

 En Perú, a través de actividades de “incidencia social y política”, los NNATs


han logrado contener, hasta la fecha, la presión abolicionista que pretende
reformar el Código de los Niños y Adolescentes, y restringir aún más el derecho

190
Ver http://www.maejt.org/page%20anglais/indexanglais.htm
191
En http://maejt.org/page%20anglais/documents/DOCS%202012/statut_observateur_eng2.jpg,
consultado el 25 de febrero de 2013.

344
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

al trabajo de niñas y niños (Junior Sánchez192, comunicación personal; y ver


Cussiánovich y Méndez 2008: 52)193.

 Los NNATs africanos, latinoamericanos y asiáticos, unidos en Senegal, han


denunciado el Convenio OIT N° 182, sobre las Peores Formas de Trabajo Infantil,
diciendo que “estamos contra la prostitución, la esclavitud y el tráfico de drogas
que involucre a niños y/o niñas. Estos son CRÍMENES no TRABAJO. Los políticos
deberían distinguir claramente entre lo que es trabajo y lo que es crimen” (en
Liebel et al. 2001: 354).

 En el mismo sentido, el MOLACNATS (Movimiento Latinoamericano y del


Caribe de Niñas, Niños y Adolescentes Trabajadores) envió una carta a la
Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas con motivo de la sesión
sobre los derechos del niño del 9 de marzo de 2011, que dejó fuera, “una vez
más”, a los Movimientos de NNATs de Latinoamérica, “organizaciones cuya
identidad es la de ser y reconocerse públicamente como trabajadores”. En este
comunicado el MOLACNATS denuncia que la Comisión de Derechos Humanos no
entiende que el trabajo es un factor que reorganiza la vida de los niños y niñas
“de” la calle, a la vez que sigue esa “confusa lógica” propagada por la OIT “que
mete en la misma bolsa delitos contra la infancia, es decir de lesa humanidad, y
actividades legítimas de autoempleo” (NATs 2011: 162 y ss.); lo que más arriba
(sección 3.4.i.ii) llamamos la “asiatización” del trabajo infantil.

 Los NNATs se han dirigido en carta abierta al “5° Congreso Mundial por los
Derechos de la Infancia y la Adolescencia”, celebrado en San Juan Argentina, en
2012, para expresar su “profunda indignación por la manera con la cual los
organizadores han violentado el ejercicio pleno y efectivo de la participación
protagónica de los niños, niñas y adolescentes”. Los “niños, niñas y adolescentes
trabajadores de Mendoza-Argentina, organizados en una instancia juvenil que
tiene por nombre La Veleta y La Antena, con la compañía del… MOLACNATS y la
presencia fraterna de nuestros hermanos representantes del movimiento
estudiantil secundario de Chile y de organizaciones sociales de niños y jóvenes
del mismo país”, se dirigieron a la organización del Congreso para denunciar que

192
Delegado de Sede del MNNATSOP (Movimiento de Niñas, Niños y Adolescentes Trabajadores
Organizados del Perú). Agradezco a Andrés Sanz por haberme contactado con Junior.
193
Ver http://spij.minjus.gob.pe/CLP/contenidos.dll?f=templates&fn=default-
codninosyadolescentes.htm&vid=Ciclope:CLPdemo, consultado el 15 de febrero de 2013.

345
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

el MOLACNATS, “instancia orgánica de representación internacional de derechos


de niños y niñas y adolescentes trabajadores agrupados en 9 países de América
Latina y con una trayectoria de más de 42 años de organización, movilización y
participación de todos los niños, niñas y adolescentes, fue apartado de cualquier
invitación oficial al evento”. También denunciaron que “los integrantes de
nuestra organización La Veleta y La Antena, conociendo la forma con la cual los
organismos internacionales siempre han dejado de lado la voz de los que día a
día luchamos con dignidad desde nuestros espacios de trabajo, nos hemos visto
en la obligación de articular con otros actores para lograr una posible ponencia
que lleva por nombre ‘Niños y adolescentes como sujetos revolucionarios’. Esta
ponencia se aceptó, pero esperando que un adulto fuera el presentador. Vaya!
Cómo no indignarse!” En seguida, denunciaron que “ya en el marco de la
inauguración formal del evento, viajamos un grupo numeroso de niños y niñas y
adolescentes trabajadores para movilizarnos y gritar consignas y pintando
nuestras remeras con mensajes tales como ‘Nunca más sin nosotros’; ‘Infancia +
adultos = participación’ y ‘Nuestra voz vale’. Todo esto porque nos parece a lo
menos raro un congreso PARA niños y niñas, POR los niños y niñas, pero SIN
niños y niñas”. Y por último, representaron su malestar por el hecho de que
“Durante el segundo día de actividades del congreso, producto de nuestro
trabajo e incidencia política, logramos participar en UNO de los cientos de
espacios en que la voz, la presencia e ideas de los niños, niñas y adolescentes
siempre debiera estar”194.

Lamentablemente, no cabe esperar que los organizadores les respondan a los


niños, niñas y adolescentes que enviaron la carta. Preguntado sobre la misma, el
presidente del Comité Científico del Congreso celebrado en San Juan ha señalado
tan sólo que “la erradicación del trabajo infantil es una política del Estado
argentino, y del Mercosur y de la mayoría de Estados de América Latina”, que se
opone “a toda forma de política social que para combatir la pobreza promueva el
trabajo infantil”, y que la no respuesta al MOLACNATs supone un “respeto
autoexplicativo” atendiendo su posición abolicionista (Eduardo Bustelo,
comunicación personal). Es decir, se silencia la voz de niñas y niños, y se bautiza
tal silenciamiento como “respeto”.

194
En http://www.ifejant.org.pe/documentos%20portada/cartaveletavcongreso.pdf, negritas en el
original, consultado el 2 de diciembre de 2012.

346
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

 Los NNATs han “alzado sus voces” en el “Comunicado ante la Conferencia


mundial sobre el trabajo infantil - La Haya, 10-11 de mayo de 2010”, del
MOLACNATS, “para protestar por la falta de respeto demostrada por los
organizadores de la conferencia de La Haya al no invitarnos -ni siquiera
informarnos- a participar ni en la preparación ni en la propia conferencia,”
señalando que “es “inaceptable que nosotros, legítimos representantes de las
niñas, niños y adolescentes trabajadores organizados de América Latina y el
Caribe, hayamos sido ignorados en la convocatoria de esta conferencia puesto que
se van a discutir temas que atañen directamente a nuestra realidad”, y que “la
presencia únicamente de adultos, en su mayoría muy alejados de la realidad de
nuestras vidas, confirma una vez más que sigue vigente una mirada adulto-
céntrica de las niñas, niños y adolescentes trabajadores y que la participación de la
infancia y adolescencia queda sólo en las buenas intenciones y en los documentos
jurídicos”195. A la luz del documento que resultó de dicha conferencia mundial, a
saber, la “Hoja de Ruta para la Eliminación de las Peores Formas de Trabajo
Infantil” (ILO 2010b), que criticamos más arriba (ver sección 3.4.i.ii), se entiende
plenamente el tono de la protesta de los NNATs latinoamericanos y caribeños.

 Los NNATs han denunciado “el teatro” que montan organismos como la OIT
al celebrar el 12 de junio como el día internacional contra el trabajo infantil, que
es más bien el día “por la erradicación de quienes día a día aportan al país, una
nueva alternativa de vida con su trabajo mientras ellos, los organismos
internacionales con sus convenios ocultan una realidad que es palpable”. “La
crisis financiera mundial”, sigue la denuncia de los NNATs, “es el resultado de
estos organismos, gobiernos y empresas transnacionales y decimos que desde
hace tiempo estos señores se vienen embolsillando dolares a costa de los
trabajadores y cuando hablamos de trabajadores también incluimos a todos los
NATS, ya que representamos una gran parte de la población”. La denuncia
termina enfatizando lo importante que es “para nosotros los Nats rechazar el 12
de Junio como el día de nuestra eliminación, ya que el propósito de ésta es hacer
creer al mundo que la OIT- IPEC [Programa de la OIT para la eliminación del
trabajo infantil] tiene razón porque mientras ellos dicen: No al trabajo infantil,
nosotros decimos y ratificamos: Sí al trabajo digno de Niñ@ y Adolescentes”196.

195
En http://molacnats.org/index.php?option=com_frontpage&Itemid=1&limit=5&limitstart=5,
negritas en el original, consultado el 14 de abril de 2011.
196
En http://molacnats.org/index.php?option=com_content&task=view&id=183&Itemid=107,
corchetes nuestros, consultado el 14 de abril de 2011.

347
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

 Los NNATs, caso del MAEJT, participaron activamente en el Foro Social


Mundial celebrado en Dakar en 2011, en debates sobre movilidad infantil
(referido al “éxodo” de la aldea) y sobre violencia contra niñas y niños, tanto en
el colegio como en el trabajo, y en un diálogo inter-generacional con mujeres
campesinas sobre la “apropiación de las tierras”, esto es, la privación de sus
tierras que sufren los pobres por parte de los poderosos, en particular
sociedades multinacionales, el gobierno, y autoridades locales y religiosas, sea
para construcción de infraestructuras, urbanización, explotación de recursos,
etcétera197.

 Los NNATs, caso del Movimiento Indio de Niñas y Niños Trabajadores, han
preparado sus propios informes alternativos para ser presentados al Comité de
Derechos del Niño de la ONU, decidiendo que esto “sería una forma de
‘presionar’ al gobierno [indio] para trabajar al interior del marco de la CDN”,
entendida desde la perspectiva de los propios niños y niñas que trabajan. Unos y
otras usan, así, “un mecanismo de la ONU para dirigirse, principalmente, al
gobierno nacional, con argumentos en favor de la institucionalización de su
ciudadanía activa a nivel nacional” (Ennew 2008: 74).

 También en la India, algunas organizaciones de NNATs, como Bhima Sangha,


usan la palabra “sindicato” para identificarse a sí mismas, reconociendo que las
niñas y los niños trabajadores organizados están reclamando determinadas
garantías y derechos, tales como una remuneración justa y mejores condiciones
de trabajo, que serían normalmente reclamados por los sindicatos en el caso de
los trabajadores adultos (Milne 2005: 32), lo que sitúa a la lucha de niños y niñas
en su plena dimensión política198.

 En Nicaragua los NNATs han logrado acuerdos con el Departamento de


Sanidad y la Policía Nacional, que benefician directamente a los niños
trabajadores (Liebel 2003).

197
En http://www.gmfc.org/en/action-within-the-movement/africa/regional-news-in-africa/962-
over-1000-maejt-members-join-opening-march-at-the-wsf-in-dakar-, consultado el 15 de marzo de
2011.
198
Ver http://www.workingchild.org/bs.htm, consultado el 14 de abril de 2011.

348
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

 En Venezuela, los NNATs han conseguido la creación de un instituto


especializado para su atención sanitaria, salvando así el problema de negación
de acceso a la salud que afecta a la gran mayoría de NNATs que, siendo
trabajadores, no tienen derecho a la atención sanitaria por trabajar en el sector
informal (Cussiánovich y Méndez 2008: 47).

 En Perú, los NNATs participan en la COMUDENA (Comité Municipal por los


Derechos del Niño y del Adolescente), en CODEME (Coordinadora de Municipios
Escolares), en los Concejos Regionales por la Infancia, en el Congreso Mundial
sobre Infancia y Adolescencia, en el Fórum Mundial Social, en diversas redes,
consorcios, y mesas de lucha contra la pobreza, en audiencias públicas regionales,
etc. También han suscrito convenios con distintos municipios para generar
puestos de trabajo en condiciones adecuadas (Cussiánovich y Méndez 2008: 50).

 Particularmente en Lima, los NNATs han firmado acuerdos con autoridades


municipales que les aseguran condiciones de trabajo dignas a cientos de niñas y
niños mayores de 12 años (Liebel 2003).

 En Dakar, Senegal, los niños y las niñas trabajadoras portan acreditaciones de


su pertenencia a sus respectivas organizaciones de NNATs, las que son
reconocidas por la policía (Liebel 2003).

 En Bolivia, la principal federación sindical (adulta), que aglutina a todos los


sindicatos del país, ha aceptado la entrada de asociaciones locales de lustrabotas,
vendedores ambulantes y otros niños y/o niñas trabajadoras (Liebel 2003).

 Por último, en otros casos la falta de acuerdos formales, que acarrean un


reconocimiento explícito por parte de las autoridades adultas, no ha impedido
que los NNATs logren cosas tales como la reparación de caminos y puentes,
usual, pero no exclusivamente usados por ellos, o que, considerando seriamente
la experiencia de los NNATs, las autoridades escolares desarrollen un currículo
especial para ellos (Liebel 2003).

Los NNATs, como se ve, “alzan sus voces” como un nosotros, un colectivo, y en
ese sentido le dan a sus voces ese carácter de mutualidad de que hablaba
Komulainen (ver sección 3.1). Siguiendo la comprensión de Komulainen (2007), y
conscientes de que esto no puede ser más que una generalización de la
pluralidad de experiencias de los NNATs, es factible aventurar que sus voces
surgen como un proceso multivocal y social, es decir, colectivo; que tanto las

349
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

voces como su sentido surgen allende cada niño o niña en cuanto individuo. Es
decir, que las suyas no son voces ensimismadas, sino proferidas, voces con
vocación política que existen y crecen en sociedad, en particular, en la
comunidad de niñas, niños, adolescentes y adultos que conforma el entorno de
los NNATs. En cuanto nosotros, colectivo de vocación y acción pública, las
organizaciones de NNATs son verdaderos sujetos políticos que reclaman, en
comunidad, su derecho a ser protagonistas en y de la comunidad199. En la
conciencia de ser voces sometidas a la constricción del poder, voces que sería
mejor que no se dijeran, son voces más libres, y más liberadoras, pues, al
decirse, ya influyen en equilibrar el plano inclinado por el adultismo hegemónico.
Es el silencio impuesto por éste y por el capitalismo hegemónico -el “sentido
común”- el que las voces libres de los NNATs abren y denuncian (ver Hunt 1990),
reabriendo para sí mismos, aunque no sólo para sí mismos, un mundo que
pretenden haber clausurado tales adultismo y capitalismo (ver Bloch 2011: 291).
A diferencia de las voces que tratamos en la sección 3.1, las voces de los NNATs
son voces sin portavoces, cosa que ni los sociólogos de la infancia, ni los
psicólogos críticos, ni los antropólogos pueden decir que recojan, pues ellos
mismos siempre están haciendo de intérpretes, traductores, puentes,
portavoces de la voz de las niñas y los niños. De este modo, las voces de los
NNATs trascienden el debate planteado en esa sección, en la medida en que las
suyas no son voces enclaustradas en las paredes de la investigación, no son
voces mediatizadas siempre por el investigador, es decir, no son voces privadas,
sino voces públicas por vocación y convicción, sin intermediarios y que no surgen
de la inquietud de un adulto –i.e. el investigador- por sacarlas a la luz, sino por la
inquietud de los propios niños y niñas por hacerse escuchar, y respetar, por ex-
istir y re-sistir (sección 3.2). A los NNATs no se les “da” una voz (que es de lo que
preveníamos en las secciones precedentes), sino que ellos hacen oír sus voces.
Las suyas son voces encarnadas, no sólo dichas; encarnadas, precisamente, para
desafiar las estructuras de poder; voces, entonces, en palabra y en cuerpo, con
resultados, que no sólo dicen sino que también hacen. Son voces, por eso, que
dicen una infancia que no es mera construcción social, como recelaba Prout
(2005; ver sección 1.7.i), sino que una infancia arraigada en la materialidad de su
trabajo y de su lucha.

199
Ya Marx, como dijimos en la sección 3.3, reconoció que el contenido de los derechos humanos
es “la participación en comunidad”.

350
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Como dijimos más arriba en relación con los derechos humanos “desde abajo”
(sección 3.3), los NNATs asumen la lucha por sus derechos sabiendo que “un
derecho no se mendiga ni para su reconocimiento ni para su cumplimiento. Ello
da un talante y refiere directamente a una actitud de dignidad. Hay que
conquistar su reconocimiento y conquistar su cumplimiento” (Cussiánovich
2006: 203). La pregunta sobre la capacidad de niñas y niños pierde sentido –la
autoridad de la ciencia sobre el derecho es abolida (ver sección 3.2.iii)- cuando
unas y otros no esperan a que les “den” sus derechos, sino que los pelean y
conquistan; es decir, cuando los definen. Una vez que se ha conquistado cierto
derecho, por ejemplo el derecho de niñas y niños al trabajo digno, como en el
caso de los NNATs bolivianos, es absurdo preguntar si sus conquistadores, que
ya han demostrado capacidad para conquistarlo, tienen ahora capacidad para
ejercerlo: el terreno ha sido marcado por los NNATs; el “sentido común” ha sido
trastocado. Como movimiento social, los NNATs operan una verdadera
“liberación cognitiva” frente a las “creencias dominantes”, que legitima su acción
colectiva (García Linera 2010: 24).

Ahora bien, es necesario dejar claro que no son propiamente los derechos los
que dan dignidad a los niños, las niñas y su trabajo. Los NNATs comparecen a la
lucha por sus derechos como esos seres humanos que son ya (ver sección 3.2),
no como mini-humanos (ver sección 2.3). Es decir, no esperan devenir humanos
gracias a la conquista de sus derechos, sino que esperan, más bien, que éstos
sean el reconocimiento de una igualdad y libertad, o sea, de una humanidad, que
ya les es propia (ver Freire 2002: 65). La lucha es la que dota de dimensión y
sentido a tales igualdad y libertad (Douzinas 2010: 95); en la lucha es donde
éstas se prueban y actualizan (Hallward 2010: 126-127). Por esto, no se puede
decir, sin más, que los derechos sean herramientas de los débiles frente a los
poderosos (Stammers 1993: 71), o el poder de los que no tienen poder (Federle
1994b: 345). En la medida en que no puede haber tal cosa como un poder o
derecho “cedido”, y que todo derecho es fruto de una conquista, tiene que
haber un poder que preexista tal conquista y la haga posible. Estructuralmente
hablando, tiene que haber al menos una dimensión del plano menos inclinada
por el adultismo. El origen de ese poder, también en el caso de los NNATs, es
precisamente la toma de conciencia de esa igualdad y libertad de la que ya se
goza, y que sin embargo hay quienes insisten en despreciar. Reconocer que no
hay nada de natural en la dependencia impuesta por el discurso hegemónico es
comenzar el camino hacia la in(ter)dependencia (ver Freire 2002: 63). En el caso
de los NNATs, este reconocimiento se da no sólo a nivel individual, sino
colectivo, de un nosotros (ver sección 3.3), y comprende también a sus familias,
y a sectores significativos de sus comunidades, también adultos, que les

351
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

reconocen a los niños, niñas y adolescentes su competencia, agencia y


ciudadanía, y su calidad de actores y protagonistas sociales. De este modo, al
reconocimiento jurídico, es decir al derecho o poder conquistado, le precede el
reconocimiento individual, colectivo, familiar, y comunitario, es decir el poder
para conquistar. Y entre uno y otro debe existir una necesaria relación dialéctica.
El derecho conquistado sólo podrá operar como herramienta de emancipación
en la medida en que el poder para conquistar le sirva de horizonte de
interpretación, es decir, en la medida en que se mantenga la tensión dialéctica
entre derecho y lucha por el derecho, entre estar sujeto, y ser (un) sujeto (ver
Douzinas 2000: 177). Los derechos de los niños y niñas serían entonces, por
necesidad, una obra en curso (work in progress) (Saadi 2012). A esto apunta
Stammers (1999, 2009) cuando dice que los derechos humanos tanto desafían al
poder, como lo sostienen, y que abandonar la primera dimensión es
abandonarse a un poder espurio en relación con el desafío que les dio origen. Y
también Santos (2002, 2009; y ver sección 3.2), cuando señala que el paradigma
de los derechos de la modernidad, basado en la tensión creativa entre regulación
y emancipación social, y quebrado en la actualidad en favor de la regulación, debe
ser reescrito recuperando el polo emancipador. Sólo volviendo permanentemente
a la lucha, el desafío, la emancipación, es decir sólo siendo fiel a su filiación
“desde abajo”, puede el derecho conservar su potencial subversivo y liberador.

Esta filiación constituye una verdadera “ciudadanía desde abajo”, pues es


construida por sus propios sujetos, no recibida. Los derechos que emanan de la
rotunda agencia política y económica que sostiene tal ciudadanía son reflejo “de
una práctica que descansa en la auto-organización y subraya la posibilidad de
que los niños y niñas sean parte creadora de la sociedad” (Liebel 2008: 42). En
virtud de esta ciudadanía, “niños y niñas se plantean objetivos y eligen los
medios para alcanzarlos” (Liebel 2008: 42). Es también “desde abajo”, desde la
solidaridad entre los propios niños y niñas, la unión inextricable de éstos con sus
familias, la colaboración con los adultos y la convergencia con otros movimientos
sociales, que niños y niñas alzan sus voces y emprenden su lucha. Como suele ser
el caso de las luchas de todos los movimientos sociales (ver sección 3.3; y
Rajagopal 2003: 264), los NNATs luchan a partir de una autonomía enfocada a la
relación y no a la exclusión, como colectivo luchan en una autonomía inclusiva.
Por eso, ese mundo para sí mismos que reivindican no se agota exclusivamente
en ellos. Como sugeríamos en la sección 3.3, el nosotros que lucha es
trascendido por el nosotros para el que se lucha. O dicho de otro modo, aunque
todo el colectivo está en lucha, no todo el colectivo lucha. Por último, los NNATs
llevan “desde abajo” esta lucha a la arena internacional, sea a nivel continental,
como es el caso del MOLACNATs (América Latina y el Caribe) y el MAEJT (Africa),

352
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

o a nivel mundial, como es el caso de las reuniones de NNATs de África, América


Latina y el Caribe, y Asia, a partir de la reunión celebrada en Kundapur, India, en
1996200, donde 29 delegados, todos niños trabajadores o niñas trabajadoras,
provenientes de 32 países de Africa, América Latina y Asia, acordaron la
Declaración de Kundapur, que reclama expresamente su reconocimiento como
actores sociales y el respeto a sus decisiones, entre ellas, la de trabajar en
condiciones dignas (Liebel 2004: 9)201. En 2004, en Berlín, queda constituido el
“Movimiento Mundial de NATs” (Cussiánovich 2006: 163). A este nivel, los
NNATs ya se insertan de pleno derecho en esa “solidaridad transfronteriza entre
grupos explotados, oprimidos o excluidos por la globalización hegemónica”, que
Santos (2002: 43) llama “cosmopolitismo”, y que, por ejemplo, se ve en el tipo
de debates y diálogos en los que, como dijimos, participó el MAEJT en el Foro
Social Mundial de Dakar, de 2011, y se convierten en protagonistas de esa forma
de lucha que se ha denominado “globalización desde abajo”, por oposición a la
globalización hegemónica “desde arriba” (Santos 2002, 2009). Los NNATs se
suman, así, a “las luchas emancipadoras que convergen en la globalización
contrahegemónica”, reivindicando su derecho a definir sus derechos y a que éstos
no sean definidos “como si fuera su principio político básico” (Santos 2009: 540).

Los derechos “desde abajo”, peleados y definidos colectivamente -i.e.


interdependientemente- por los niños y las niñas trabajadoras son una respuesta
poderosa al desafío que nos planteamos al comienzo de este capítulo, sobre la
necesidad de reconstruir el discurso de los derechos de las niñas y niños. Los
NNATs han hecho suyo, tácitamente, el derecho a definir sus derechos, y a no
ser definidos, que elaboramos a partir de los planteamientos de Santos y
Glissant (sección 3.2.ii). Su experiencia, su lucha, nos ha mostrado a unos niños y
niñas que, en cuanto activos en la construcción de sus vidas, están construyendo
una concepción fuerte de sus derechos, trascendiendo el discurso de derechos
de “la infancia” que los concibe como personas en tránsito, adultos en potencia,

200
Sobre el encuentro de NATs de Kundapur, que se suele referir como el primer encuentro
mundial de NATs, Cussiánovich (2006: 385) dice que “si bien fue muy abierto y democrático, no
dependía de las organizaciones de NATs y fue financiado por organismos, algunos de los cuales no
sólo no compartían nuestra posición sino que hasta la combatían abiertamente, como quedó
demostrado con la aprobación del Convenio 182, la creación del Programa IPEC y la Marcha
Global”. Por eso él cree que el primer encuentro mundial de NATs propiamente tal fue el de Berlín
2004, pues Kundapur no se habría ajustado al carácter de autonomía de las organizaciones de
NATs. Para declaraciones de estas reuniones: http://www.italianats.org/dichiarazioni.php
201
En: http://www.workingchild.org/prota2.htm, consultado el 17 de enero 2010. Ver también
O’Kane (2002).

353
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

inmaduros, irracionales, devenires, otros que adultos, lo que en sí mismo


significa que están construyendo una concepción fuerte de la participación
infantil (cfr. secciones 2.1, 2.2 y 2.3) y, en definitiva, de la propia infancia en la
sociedad. También nos ha mostrado a unos niños y niñas activos en la
construcción de un discurso de derechos de la infancia sensible a la diversidad de
los niños y niñas, y a la diversidad de las infancias, o sea, un discurso de los
derechos sensible a las múltiples variables del análisis social y a la pluralidad de
voces en las niñas y niños, y en las infancias, por lo menos, y esto ya es mucho,
en la medida en que se plantea como una alternativa localmente construida a la
infancia hegemónica (cfr. secciones 2.4.i, 2.4.ii y 2.4.iv). Así mismo la lucha de los
NNATs nos ha mostrado a unos niños y niñas cuya concepción de los derechos de
la infancia supone que no hay ciudadanía sin deberes pues no hay sujeto sin
responsabilidad (cfr. sección 2.4.iii). En suma, los NNATs nos han mostrado a
niñas y niños construyendo un discurso de derechos de la infancia que no opera
como instrumento de disciplinamiento sino como herramienta de emancipación
(cfr. sección 2.5), ofreciendo un contrapunto esperanzador a la visión
hegemónica de los derechos, “desde arriba”, que criticamos en el capítulo 2.

Los NNATs tras ese derecho “nuevo” suponen un contrapunto a la infancia


hegemónica de que hablamos en el capítulo 1, caminando con fuerza hacia la
recuperación de la disponibilidad para sí (contra “el niño” como indisponibilidad
disponible). El trabajo digno es obra de un ser humano digno, de un niño o niña
que es sujeto y ya no símbolo, ni devenir (proyecto de ser humano, o mini
humano). Los NNATs luchan colectivamente definiendo sus derechos y
resistiendo los “derechos” que les dona el discurso hegemónico. Luchan,
principalmente, por el derecho al trabajo digno, tras el cual yace, como transluce
la exposición precedente, el derecho a ser sujetos necesarios de la comunidad
presente (por oposición al desarrollismo y socialización que escriben a “el niño”
como sujeto necesario de la comunidad futura, y por oposición a los adultos
huérfanos de sentido, que lo escriben como objeto necesario de la comunidad
presente; y ver Liebel 2008: 37). Con su lucha los NNATs desafían al menos cinco
mayúsculos sesgos que confabulan en el desempoderamiento de las niñas y
niños: el sesgo hacia las élites, que ignora el papel desempeñado por la gente
común en la transformación legal; el sesgo hacia el mundo minoritario, que rara
vez concibe al mayoritario como protagonista del cambio legal (Rajagopal 2003);
el sesgo hacia un discurso disciplinario de los derechos, que los concibe como
regulación, no emancipación; el sesgo hacia un discurso abstracto e
individualista de los derechos, que desarraiga a niños y niñas de ese “abajo” en y
desde el cual luchan; y el sesgo hacia los adultos, que prohíbe a niñas y niños
participar en la construcción de sus propios derechos.

354
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Sin embargo, como decimos, la experiencia de los NNATs nos ha mostrado a


unos niños y niñas, a ciertos niños y niñas, no a “los niños” (abstracción
inexistente). De ahí que no podamos generalizar ni universalizar sus experiencias
al momento de plantear la construcción de un discurso emancipador, lo que nos
llevaría de seguro a caer en los mismos vicios de universalización en que cae la
CDN. Nadie puede erigir una voz en representación de todas las infancias del
mundo, salvo los miembros, i.e. las niñas y niños, de cada una de esas diversas
infancias. En este sentido, el potencial emancipador de los derechos humanos de
niñas y niños reclama que se conciban como multiculturales (ver Santos 2009:
513). Sin embargo, la poderosa lucha por sus derechos protagonizada por los
NNATs se ha constituido en un faro que de seguro facilitará la participación de
las múltiples infancias del mundo en la construcción de sus propios discursos de
emancipación. Los niños y niñas trabajando en el mundo minoritario, y
reclamando desde ahí su derecho al trabajo, así como derechos en el trabajo
(ver Leonard 2004), muestran que tal faro puede estar ya iluminando la
navegación de otras infancias hacia su emancipación.

3.5 Cuestiones Abiertas


i. Cuidado, Derechos, Emancipación: Autonomía Interdependiente

Hemos comenzado este trabajo hablando sobre las infancias cazadoras-


recolectoras (sección 1.1), y lo hemos terminado hablando sobre los NNATs
(sección 3.4). En ambos casos, como hemos dicho, se trata de infancias
radicalmente “agentes” (i.e. competentes). Ello coincide con nuestra creencia de
que un discurso de los derechos de niñas y niños que se pretenda emancipador
debe tener como principio y fin la dignidad de las niñas y niños en cuanto sujetos
de sus propias historias, y no meros objetos de una historia escrita por otros.
Tanto en las infancias cazadoras-recolectoras (y, aunque en menor medida,
también en las infancias no industriales en general) como en las infancias de los
NNATs, reconocimos una solidaridad intrageneracional, la asunción de
responsabilidades para con la familia y comunidad, una considerable igualdad de
género, la presencia relevante de la educación informal en las vidas de niñas y
niños, el trabajo infantil desde pequeños, en el hogar y fuera de él, con la
consiguiente temprana independencia (el “ethos de autosuficiencia”), y una
posición de colaboración o incluso comunión -no confrontación- de los niños y
niñas respecto de sus familiares adultos y comunidades. En el camino desde el
principio en las infancias cazadoras y recolectoras hasta el final en las niñas y los

355
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

niños trabajadores organizados, se ha añadido la perspectiva de derechos, y la


conciencia de los NNATs de ser tales sujetos de derechos. Pero creemos que hay
suficientes coincidencias entre unas y otras infancias como para leerlas en
diálogo, especularmente, especialmente a partir del nosotros inclusivo desde el
cual se despliega la agencia de las niñas y niños de estas infancias (y recordar
que no sólo entre los grupos cazadores-recolectores, sino que en gran parte del
mundo mayoritario, la “competencia” es un talento encaminado a la armonía
comunitaria; sección 1.3.ii).

Ahora trataremos de esbozar algunas pistas para profundizar en este nosotros,


que no sólo configura la agencia de las infancias cazadoras recolectoras y de los
NNATs sino que, como dijimos en la sección 3.3, ha configurado las luchas de
emancipación de los diversos colectivos y movimientos sociales a lo largo de los
últimos tres siglos.

Ya hemos dicho que niñas y niños han sido “enemigos” tanto de las clases
trabajadoras, por “robarles” sus trabajos y deprimir sus sueldos (secciones 1.2 y
3.4), como de las mujeres, por ser coadyuvantes, i.e. covíctimas, en su
privatización, domesticación, reclusión en tareas reproductivas, y objetivación:
mujer: madre: ama de casa (secciones 1.2, 1.3, 1.4, 1.5.i). De ahí la importancia,
como dijimos (secciones 1.7.iv y 2.4.i), de la interseccionalidad, de una
emancipación inclusiva, que es siempre una emancipación colectiva, que “no
supone el reemplazo de una forma de poder por otra” (Stammers 1999: 1005).
Como elaboramos en la sección 3.2, emanciparse no es invertir la inclinación del
plano discriminatorio de la realidad, sino equilibrar dicho plano, situar a las
personas que participan de una misma realidad en pie de igualdad, y no unas
sobre otras. La conquista de los derechos que protagonizan los diversos
colectivos y movimientos sociales es la conquista de una nueva posición social,
no de una cosa, que se estuviera arrebatando a otras personas, colectivos o
movimientos (ver John 2003: 48; Alderson 2008: 186-7; Somers y Roberts 2008:
413).

En esta línea de emancipación inclusiva, Cussiánovich y Méndez (2008: 13) han


situado las luchas de los NNATs dentro de un cuestionamiento más global contra
el patriarcado-adultismo. Y de ahí que sus reivindicaciones les permitan, cada
vez más, “articularse a otras infancias no trabajadoras”. Pero, siguen estos
autores,

356
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

quedan preguntas abiertas: ¿lo referido al patriarcado-adultismo constituye


realmente el conflicto social en torno del cual los movimientos sociales de
NATs se desarrollan como proyecto cultural, habida cuenta que en el sentido
común dominante aquello del adulto no se ve como lacerante para el niño
sino, muy por el contrario, como la condición de su orientación en el futuro?
¿Será éste el camino para fundar un nuevo pacto social con la infancia? ¿No
será que se está estableciendo una polaridad entre generaciones o
favoreciendo una confrontación entre adultos y niños? (Cussiánovich y Méndez
2008: 13).

Cussiánovich y Méndez están, precisamente, previniendo de presentar la


emancipación de los NNATs como una emancipación contra los adultos, y no con
ellos, exclusiva, en vez de inclusiva. Vandenbroeck y Bouverne-De Bie (2006:
140) previenen de lo mismo, al decir que el necesario énfasis en la aproximación
a la infancia como categoría separada no puede significar “el enmascaramiento
de la marginalización común que sufren ciertos grupos de niñas y niños y sus
padres”. Ya reparamos en esto (secciones 1.7.iii y 3.4) e insistimos en la
emancipación inclusiva de los NNATs, intra- e inter-generacionalmente
hablando, pero es indispensable volver a ello si queremos dar con una
concepción fuerte de emancipación. Las relaciones de poder que subyugan a los
niños y niñas no son sólo de éstos abajo, y de los adultos, arriba, sino, muchas
veces, de los niños, niñas, y sus familias (y sus comunidades) abajo, y de otros
adultos y sus estructuras, arriba. Esta situación de una subyugación infantil que
suele ser mucho más que sólo infantil lleva a Cussiánovich y Méndez (2008: 27) a
preguntarse si acaso “el patriarcalismo inhibió culturas de infancia,
representaciones de infancia, que permitían la autonomía, la autodeterminación
y la equidad entre todos los seres humanos más allá de las diferencias de edad,
de fase de desarrollo, de capacidad, de madurez, etc.”.Y la hipótesis que
aventuran, sin desarrollar, es que “el movimiento feminista constituye la matriz
desde la cual hay que intentar encontrar la especificidad del significado ético,
cultural y político de los movimientos sociales de NATs y, por supuesto, de
cualquier movimiento social infantil”202.

202
Raitt (2005: 14) también plantea la necesidad del diálogo entre el movimiento de los derechos
de los niños y niñas y el movimiento feminista, reconociendo que ambos comparten un
componente político y que, según ella, el primero le debe mucha de su fundamentación al
segundo, lo que no siempre se hace explícito.

357
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

Siguiendo esta línea de argumentación, es útil referirnos a un estudio


comparado de la infancia londinense y la infancia de una pequeña ciudad
finlandesa. Mayall (2002: 140 y ss.) descubrió que, a diferencia de la infancia
londinense, los niños y niñas en esa ciudad de Finlandia son más independientes
para manejar sus rutinas diarias, pueden moverse sin compañía por el vecindario
y en general van al colegio solos o con amigos/as, teniendo buenas
oportunidades para socializar con pares fuera de la familia. Del mismo modo, los
padres y madres finlandeses tienen mucho menos presente los temores
propiciados por el fenómeno del “extraño: daño” y los peligros del tráfico (ver
sección 1.5.i), aun cuando las tasas de accidentes por tráfico son mayores en
Finlandia que en Inglaterra. Lo que parece más relevante y, como creemos,
probablemente condiciona lo anterior, es que el trabajo no es algo ajeno para los
niños y las niñas finlandesas, como sí lo es para sus pares londinenses. En
Finlandia la obligatoriedad de la escolarización data sólo de 1921, y no impidió
que durante mucho tiempo los niños y niñas siguieran conjugando colegio y
trabajo: “en el curso de las vidas de los padres y abuelos finlandeses
contemporáneos, el niño o niña como trabajador al interior de la familia ha sido
una realidad vivida” (Mayall 2002: 152). Mayall cree que esta normalizada
presencia de las niñas y niños en el trabajo se debe a que las mujeres han tenido
siempre un estatus alto en la sociedad finlandesa:

La participación de la mujer en la vida pública ha incluido… desafíos al


patriarcado, y esto es importante no sólo para las relaciones de género, sino
para las relaciones generacionales... El control ejercido por ‘relaciones de
gobierno’ decididas por los hombres sobre la vida de las mujeres, y los niños y
niñas, ha sido modificado por el creciente poder de las mujeres para dar
forma a las instituciones que organizan la vida cotidiana (Mayall 2002: 157).

Es decir, la exitosa resistencia de las mujeres finlandesas a su domesticación ha


incidido en la normalización de la “publicidad” infantil, incluida la publicidad que
se sigue del trabajo. Así, el relato de Mayall ilumina doblemente nuestra
comprensión de la infancia, su trabajo y el discurso sobre la igualdad de género.
En primer lugar, es un nuevo argumento para creer que, históricamente, no es el
adultismo lo que genera el rechazo al trabajo infantil, sino que es tal rechazo –
fundado en razones económicas, y, como se ve, ausente en el relato de la
infancia finlandesa- lo que da origen al adultismo, aun cuando a día de hoy las
causas de uno y otro sean polimorfas, y ambos fenómenos se potencien
mutuamente (ver referencia a esclavitud y racismo en sección 3.4.i.iii). En
segundo lugar, plantea que la igualdad de género es una condición de posibilidad
para la emancipación de niñas y niños, para la igualdad inter-generacional. Es

358
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

decir, y como sugerían Cussiánovich y Méndez (2008) otorga un lugar relevante


al discurso feminista en un discurso emancipador de los derechos de niñas y
niños.

¿Pero cuál es el feminismo que va a coadyuvar en la emancipación de la


infancia? Si los niños y niñas han sido “enemigos” de las mujeres por haber sido
causa, ciertamente involuntaria, de su privatización, domesticación, reclusión en
tareas reproductivas, y objetivación, es entendible que la liberación planteada
por la teoría del derecho feminista haya sido, también, una liberación respecto
de los niños y niñas, entre otros, del rol de mujer-madre, “liberando a las
mujeres de la dependencia que surge del cuidado [caregiving]” (Appel 2009:
716). Especialmente, una concepción hegemónica de las madres como a cargo
de la satisfacción de las necesidades de “los niños”, termina transformando a
éstos en límites y apéndices de sus madres, es decir, a unos y otras en
antagonistas. De este modo, “el proyecto teórico feminista de la liberación de las
mujeres no podía considerar, de forma simultánea, la liberación de las niñas y
niños” (Appel 2009: 723).

En este trabajo hemos rechazado una concepción de los niños y niñas como
apéndices necesitados, que es precisamente como los concibe la infancia
hegemónica. Pero, como venimos argumentando en estas líneas, esto no
conlleva, necesariamente, cortar los vínculos de interdependencia de niñas y
niños con sus familias y comunidades. Desde el feminismo, ha sido la “ética del
cuidado” (Gilligan 1982) la que más sistemáticamente ha intentado una
articulación del ser humano como constituido interdependientemente, en
relación, contra la autonomía egocéntrica, abstracta y racionalista del sujeto del
discurso de derechos (Jones y Basser Marks 1994; Cockburn 2005). Como
sintetiza Olsen (1992: 207) la ética del cuidado es informada por tres
preocupaciones feministas: “la apreciación de las relaciones, el compromiso con
la visión de uno mismo forjado en conexión con –y no sólo a través de la
separación de- otros, y una preferencia por los destellos de complejidad, detalle
contextual, y conversación continua”. Sin embargo, el problema con la ética del
cuidado referida a la infancia (Minow 1986; Olsen 1992) es que asocia la
interdependencia, el aprecio por las relaciones, y la concepción del ser humano
como conectado y no separado, al niño-dependiente, y de ahí que sea una ética
particularmente apropiada no para pensar las infancias en general, sino la
infancia hegemónica, en particular. Así, por ejemplo, Martha Minow (1987:
1910), que encuentra “algo terriblemente deficiente en derechos para las niñas y
niños que se refieran sólo a la autonomía y no a la necesidad, especialmente a la
necesidad básica de relaciones con adultos que puedan crear los escenarios para

359
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

el florecimiento de niñas y niños”, y que plantea (Minow 1986: 2) abandonar la


perspectiva de derechos de los niños y niñas que compara las habilidades de
éstos con las de los adultos, para pasar a una en la que se enfaticen sus
necesidades y conexiones mutuas. O Seyla Benhabib (1992: 189, cursivas
nuestras), que señala que “ontogenéticamente, ni la justicia ni el cuidado son
básicos, sino que cada uno es esencial para el desarrollo del individuo adulto
autónomo, a partir del niño o niña frágil y dependiente”. En el caso de la infancia,
entonces, la ética del cuidado corre el riesgo de ser la ética que cuida de los
niños, en cuanto necesitados, vulnerables y dependientes (ver Lim y Roche 2000:
247). También señala este riesgo Cockburn (2005: 80) al decir que el discurso del
cuidado pueda devenir posesivo y controlador, igual que la perspectiva de las
necesidades (Cockburn 2005: 81), que ya hemos criticado a lo largo de este
trabajo. Hablando sobre y desde la infancia minoritaria, agrega Federle:

[E]l énfasis del pensamiento feminista en las relaciones presupone una


conexión entre adultos y niñas y niños que pone de relieve la vulnerabilidad e
indefensión de los menores al tiempo que subraya su condición de
dependientes. Además, la afirmación feminista de que los adultos también
son interdependientes no se hace cargo de una distinción crucial y
fundamental entre estos dos tipos de relaciones. Los adultos toman
decisiones sobre sus relaciones con los demás, pero los niños y niñas no
tienen una opción real en la creación o el mantenimiento de la mayor parte
de sus relaciones con los adultos, ya que se cree que ‘necesitan’ esas
conexiones (Federle 1995: 1592).

Parecería, entonces, que el discurso feminista peca en cualquier caso por exceso,
sea alejando demasiado a los niños, convirtiéndolos así en antagonistas, o
acercándolos demasiado y convirtiéndolos en dependientes de otros
(inter)dependientes. Es aquí, sin embargo, donde entra la experiencia de los
NNATs, según la intuición de Cussiánovich y Méndez, que muestra el encuentro
fecundo del “cuidado” –interdependencia, corresponsabilidad, relación,
deberes- con la “justicia” – independencia, autonomía, derechos; es decir, de la
“ética del cuidado” con la “ética de los derechos”; de “el otro concreto”, de que
habla Benhabib (1986), con “el otro generalizado”, que Benhabib identifica con
el otro cuya identidad necesariamente se ignora de la tradición contractualista
occidental, por ejemplo, el otro tras el velo de la ignorancia de Rawls (ver
también Cockburn 2005: 75-76; Bodelón 2010). Pero tal encuentro ya no se
produce en los términos propuestos por Benhabib, que ve en los niños y niñas a
unos seres frágiles y dependientes que están camino del desarrollo. Por el
contrario, el nosotros político cargado de agencia que constituyen los NNATs

360
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

llega a la contextualidad, relacionalidad (conexión con otros) y corporalidad (ver


Cockburn 2005) de la “ética del cuidado” desde el frente, caminando erguido, no
desde abajo. Es decir, los NNATs no llegan a la ética del cuidado desde la
vulnerabilidad, necesidad y dependencia, sino que desde su autónoma
interdependencia. Entonces, la crítica del individuo como mónada aislada (que
hace la ética del cuidado) ya no supone reconocer la vulnerable dependencia de
niñas y niños, y de algún modo suavizarla al postular que todos somos más o
menos (inter)dependientes, sino que reconocer su autónoma interdependencia,
que resulta de la propia conquista de sus derechos. Con esto creemos que
también gana la propia ética del cuidado, en cuanto discurso feminista, es decir
político, pues una vez que se hermana con la relacionalidad emancipadora, que
estudiamos referida a otros colectivos en la sección 3.3, y a niñas y niños en
especial en la sección 3.4, deja de ser un “discurso piadoso” (en el sentido en
que Badiou [2004: 49] se refirió a la ética de Lévinas), que subordina los
derechos a las obligaciones, es decir, el cuidado propio al cuidado del otro (Baer
1999: 48-52).

ii. Más Allá de los Dualismos

La realidad de los NNATs, leída especularmente con la realidad de las infancias


cazadoras y recolectoras -porque creemos que es fértil de ser así leída- revela la
relativización o incluso disolución de muchas de las polaridades que han servido
para construir la infancia hegemónica que informa el discurso de derechos de “la
infancia” (ver sección 1.6.i). De partida, y como acabamos de ver, su lucha
relativiza el dualismo que separa individuo y colectivo. El “nosotros” de los
NNATs, siendo una colectividad, no es un colectivo en el que se disuelvan las
individualidades de cada niño o niña trabajadora. Y esto conduce directamente a
la puesta en cuestión de una polaridad que atraviesa todo el discurso sobre la
infancia hegemónica y sus derechos, a saber, la polaridad ser (adulto) - devenir
(“niño”). Siguiendo a Lee (1999, 2001) y a Prout (2005), parecería que si se
asume que los derechos, tanto los de los adultos como los de niñas y niños, son
conquistados necesariamente de forma colectiva, que la persona es mucho más
inter-dependiente que dependiente, y que su voz es un fenómeno multivocal,
entonces se debe asumir, también, que tanto los niños y niñas como los adultos
son, siempre, seres y devenires, o sea, que los seres humanos no son individuos
autosubsistentes, ni mónadas ensimismadas. Un proyecto emancipador o
empoderador de la infancia, entonces, ya no debería reclamar categorías
“adultas”, i.e. “completas” o “definitivas”, para los niños y niñas (su plena
racionalidad, autonomía, independencia, etc.), sino reconocer las categorías

361
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

humanas tanto en los adultos como en los niños y niñas, aunque con todas las
prevenciones y precauciones necesarias para que eso no signifique reconducir a
los niños y niñas al polo del “devenir” (Woodhead 2011: 55, y ver Lee 1999: 458;
Kennedy 2006: 69). Nuestra naturaleza humana nos pone en el camino del
prójimo, quien viene a completarnos tanto como nosotros salimos a completarlo
a él. En cuanto propias del ser humano, de todos los seres humanos, el
reconocimiento de estas categorías no tendría por qué comprometer el estatus
de personas, sujetos de derechos, e iguales en dignidad y derechos de los niños y
las niñas (ver Prout 2005: 66).

Esta intuición, que aquí sólo podemos esbozar, ha suscitado bibliotecas enteras
de literatura, que podríamos agrupar bajo el epígrafe de personalismo, partiendo
por la propia ética del cuidado, y pasando por el reconocimiento de su presencia
mayoritaria en la organización de las culturas no industriales (ver secciones 1.1,
1.3.ii y 2.4.iii), hasta fecundar ramas tan diversas como la filosofía y teología203,
la sociología (Elias 1982, contra el ser humano como homo clausus), o la
psicología (Reddy y Morris 2004, Kagitcibasi 2007). La elaboración de una
comprensión de los derechos de las niñas y niños a la luz del personalismo
trasciende las posibilidades de este trabajo, pero la dejamos sugerida, ya que la
propia comprensión de los niños y las niñas trabajadoras parece ir en ese sentido
(ver también Woodhead 2011:54).

En la sección 3.4 también mostramos que la realidad de los NNATs (y,


especularmente, la de las infancias cazadoras y recolectoras), relativiza otras
polaridades, tales como la de hombres públicos versus mujeres, niñas y niños
privados; la de independencia y competencia (propias de la adultez) versus
dependencia e incompetencia (propias de la niñez); o la de lo social adulto
versus lo natural infantil (y recordar sección 1.5). Esta porosidad operada por la
realidad de los NNATs termina incidiendo en la relativización de la construcción
del “niño” como disponible (indisponibilidad disponible), versus el adulto
indisponible, y, en definitiva, en la relativización de la infancia como una realidad
totalmente otra que la adultez. Es decir, es una porosidad emancipadora.

203
Ver Buber (1958), Moltmann (1973), Levinas (1999, 2002), Kasper (1986), Glissant (1997),
Gunton (1997), Panikkar (1998, 1999), Innerarity (2001), Kennedy (2006). La íntima relación entre
el personalismo filosófico y el teológico es lo que ha llevado a Badiou (2004: 49) a señalar la ética
levinasiana como “una categoría del discurso piadoso”, y lo que nos ha llevado a nosotros a poner
la ética del cuidado en necesaria relación con la relacionalidad en lucha, emancipadora, de los NNATs.

362
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

Asimismo, vimos que la realidad de los NNATs relativiza el dualismo entre lo


discursivo y lo material, entre lo cultural y lo biológico (ver James et al. 1998;
Prout 2005). Los NNATs son infancia encarnada, es decir, situada, corpórea, no
mera entidad del discurso. Y son tal precisamente porque reclaman la titularidad
del discurso para sí, o sea, porque no son objetos de un discurso ajeno sino
sujetos del propio discurso, que tiene como eje vehiculador la materialidad de su
trabajo.

Pero quizás la polaridad más decisiva al momento de construir la separación de


las realidades de los adultos, y de las niñas y niños sea la del juego (infantil)
versus el trabajo (adulto). En nuestra exposición hemos comentado la radical
separación entre uno y otro que obró la revolución industrial. Hasta entonces,
los tiempos de la agricultura, del campo, de la tierra, permitían intercalar
festividades en la vida diaria, haciendo del juego un componente de la
cotidianeidad social, lo cual fue radicalmente interrumpido por la rutina de la
fábrica, con su “semana laboral”, y por la vida urbana, que terminaron con la
posibilidad de continuar con estas festividades (Sutton-Smith 1997: 202). Ahora
tocaba arrancar a los niños y niñas (y a sus madres) del trabajo, y encerrarlos en
el juego, y, con ello, en “la infancia”, mientras los varones adultos se apropiaban
del espacio público del trabajo (ver secciones 1.1, 1.2 y 3.4). Por el contrario, los
relatos de las infancias cazadoras y recolectoras, así como los estudios con los
NNATs, nos revelan no sólo que los niños y niñas de esas infancias trabajan, sino
que su trabajo no excluye la posibilidad del juego, que se experimenta como una
posibilidad latente en todo trabajo.

Hace más de cincuenta años Cohen (1953) ya sugirió la existencia del continuo
juego-trabajo, diciendo que las diferencias entre uno y otro eran sólo de grado,
no esenciales. Archard también ha identificado la separación entre juego y
trabajo como una rareza de la infancia hegemónica (i.e. minoritaria).

La concepción moderna construye al “niño” como alguien que juega; el


trabajo es lo opuesto al juego, y algo a lo que sólo los adultos se dedican.
Pero puede que las sociedades del mundo mayoritario no vean el trabajo y el
juego como esos contrarios evidentes (Archard 2004: 37).

Así, por ejemplo, y sumado a lo que ya observamos en la sección 1.1, y en la


sección 3.4.i.i, al hablar de un trabajo lleno de sentido para los niños y niñas, los
rituales colectivos de los Yoruba, en Africa occidental, tales como nacimientos,
entierros, y ritos de iniciación, son profundamente lúdicos y serios, para los
niños y niñas y para los adultos (Sutton-Smith 1997); entre los Kpelle de Liberia

363
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

las niñas y niños participan de la vida social en la forma de juego-trabajo,


asumiendo juguetonamente actividades productivas (Gaskins et al. 2006); entre
los Kipsigis africanos “el trabajo y el juego están entrelazados en un tejido
cotidiano virtualmente indistinguible” (Parmar et al. 2004: 97); y entre los
Kwara’ae de las isla Solomon, cuando un niño o niña trabaja asume lo que la
autora llama “modalidad adulta”, es decir, encarna una representación
fantástica por la cual juega a trabajar (juego simbólico) con resultados, sin
embargo, verdaderamente productivos (Watson-Gegeo 2001). En un sentido
similar, entre los niños y niñas !Kung la ocupación principal es el juego que, sin
embargo, típicamente incluye el “juego de subsistencia”, que produce comida
(Konner 2005: 29); entre los Baka de Camerún, “mientras los niños y niñas
buscan en grupo caracoles o miel lo pasan claramente bien, pero también
encuentran comida y aprenden los datos y destrezas de las que dependen sus
vidas y su éxito reproductivo” (Konner 2010: 640; y ver Kamei 2005); entre los
Mikea de Madagascar, la recolección de comida a que se abocan niñas y niños
“es una extensión de su juego” (Tucker y Young 2005: 150); y entre los niños y
niñas de Chillihuani, en los Andes peruanos, “en la medida en que no hay una
separación estricta entre juego y trabajo, el trabajo no es concebido como algo
penoso, en comparación con un supuesto juego divertido. Tanto el juego como
el trabajo son ocupaciones placenteras y con sentido, que sirven para aprender y
ganar en autoestima, a la vez que dan sustento a la familia” (Bolin 2006: 152).
Relatos similares de entrecruzamiento e interfecundación de juego y trabajo se
pueden encontrar también referidos a las infancias de los Hadza (Konner 2010:
638-640), los Meriam (Bird y Bliege Bird 2002: 291), y los Yora de la Amazonía
peruana (Sugiyama y Chacón 2005: 257).

Samantha Punch transcribe un fragmento del diario de Cira, un niño de 9 años


de Tarija (Bolivia), que nos parece un ejemplo conmovedor de la experiencia
vivida del continuo juego-trabajo. Se cita aquí con su redacción y ortografía
originales, tal como fue recogido en Punch (2003: 292):

Sabado 28 de septiembre de 1996: Me levante de cama a las 6.00 y me fue


peinarme y lavarme la cara y me fue a tomar mi desayuno con tortillas y me
fue a doña Felisa a vuscar un chivito y despues vino a la casa me puesto a
pelar papas y ay ponido la holla y hay echo el almuerso y me fue a soltar los
chivos y le saque leche y les solte y fue dar de comer mis pollitos y despues
me fue a traer agua del canal y me veniste a la casa y me fue a almorsar. Mi
almuerso fue de arros y me fue a dar agua y mais a los chanchos y diay me
fue a traer agua para regar mis flores y diay me fue carpiar las papas y diay
con mi ermana emos ido a jugar con la visicleta de mi ermano y me fue a

364
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

traer agua y mi ermana a visto una palomita. La amos querido pillarle y no le


podiamos pillar a la palomita, amos alsado la agua y diay jugar con la pelota y
diay me fue a tomar mi te con pan y de hai me fue a serrar las vacas y deay
me fue a serrar las chivas y de hay me fue a senar y me acoste a las 8.00.

Pero el continuo juego-trabajo no es una experiencia reservada a los niños y


niñas de las sociedades no industriales, o premodernas. Leyra Fatou (2012: 265-
266), en su estudio con niñas trabajadoras en Ciudad de México, también
describe cómo éstas entrelazan su trabajo con sus juegos. Lo mismo constató
Antonella Invernizzi en los niños y las niñas trabajadoras de Lima con quienes
investigó. Ella distingue una serie de etapas por las cuales transitaría la vida
laboral de los niños y las niñas trabajadoras de Lima, una de las cuales es la del
“trabajo como juego”:

Esta etapa se caracteriza por una constante búsqueda de diversión y


exploración dentro del mismo trabajo, o junto a él. En el centro de los
intereses de los niños y niñas están los pares, tanto como compañeros de
juego como por la amistad. Para el niño o niña, el buen trabajo es aquél que
le permite encontrar tiempo para jugar, proporciona diversión, favorece la
exploración y permite reunirse con los amigos... El trabajo como juego implica
que el niño o niña tiene suficiente dominio de la actividad como para
garantizar la generación de ingresos (Invernizzi 2003: 334).

Si el continuo consiste en un ir y venir de niños y niñas del juego al trabajo, ese ir


y venir transitaría por lo que podemos llamar carácter juguetón, o lúdico
(playfulness), que sería lo que mantiene la puerta abierta entre ambas
actividades. Tanto el juego como el trabajo serían lenguajes cuyo metalenguaje
unificador o herramienta de encuadre sería el carácter lúdico (ver Strandell
1997: 449). En otras palabras, si el juego y el trabajo son las actividades
encuadradas, el carácter juguetón es la actitud, que permite perturbar las
rutinas de uno y otro, manipular lo esperado e, incluso, jugar con los encuadres
aceptados tanto del juego como del trabajo (ver Lindquist 2001: 20-21)204. Como
sugiere Katz (2004: 98), siguiendo a Lev Vygotski, “el juego provee a niñas y
niños de un medio para tomar conciencia de las relaciones vividas y las cosas
hechas, de otro modo, sin pensar. Las esencias de las relaciones sociales y

204
En este sentido, el vaivén que va de juego a trabajo sin estar fijado a uno ni a otro es,
hermenéuticamente hablando, también un juego (Gadamer 1997:146).

365
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

prácticas materiales en sociedad son destiladas y puestas bajo la luz en el juego”.


Es decir, parecería que sólo durante el juego se entendería plenamente el
trabajo. Algo así como trabajar (i.e. trabajar) y reflexionar sobre el trabajo (i.e.
jugar)205. De ahí la inseparabilidad que supone el continuo.

Sin embargo, el capitalismo ha supuesto un cercenamiento radical del carácter


juguetón, lúdico, que permitía el tránsito sin solución de continuidad entre
ambos polos del continuo. El trabajo devino alienación y explotación, por lo que
el carácter juguetón desapareció del mismo y se refugió, junto con los niños y
niñas, en el juego. El juego infantil, que hasta entonces estaba incrustado en la
vida social en cuanto indistinguible del trabajo, devino una entidad diferenciada
y separada, oponiéndose al trabajo adulto como lo más etéreo (irreal) a lo más
concreto (real). El juego devino irreal representación de lo real; precedido por, y
siempre en relación con, la realidad (del trabajo) que él no es (Ehrmann 1968).

El interés meramente instrumental en el juego de los niños y niñas tendió, y tiende

a encerrarlos en un mundo de juego, y a separar este mundo de juego de la


vida real. El problema de la relación entre juego y realidad se resuelve
removiendo al juego del contexto de la vida real. En el juego, los niños y niñas
son vistos como practicando o simulando acciones y relaciones reales entre
las personas. El juego se dice que lidia con la realidad – pero realidad en un
sentido muy distante y abstracto, una realidad que existe en otro tiempo y
otro espacio. La realidad se sitúa en el futuro, donde el niño habrá
progresado a una nueva etapa de la infancia, o abandonado definitivamente
la infancia. El juego es seccionado de la realidad social inmediata de la que es
parte, en el mismo tiempo y en el mismo lugar (Strandell 1997: 447).

Cindi Katz constató el despliegue de este proceso de progresiva separación del


juego y trabajo en la aldea sudanesa de Howa por la irrupción de un agresivo
programa de desarrollo impulsado por capitales internacionales, percibiendo el
desajuste que supuso esta separación en las vidas de los niños y niñas, pero
también en las de sus familias y en la de la aldea en general. Ya comentamos
este caso más arriba (ver sección 2.5.iv) pero ahora cobra más dramatismo, si

205
Creemos que Célestin Freinet, pedagogo francés y autor de un hermoso libro que, en el fondo,
trata del continuo juego-trabajo (2006 [1946]), habría suscrito esta intuición. Evidentemente, la
“reflexión” no es aquí considerar detenidamente el trabajo, sino tomar distancia de él;
prosaicamente, tomar aire respecto del trabajo, que es otra manera de insuflarle aire al mismo.

366
3. HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y NIÑOS

cabe, al ponerlo en el contexto histórico y teórico del quiebre esquizofrénico de


las vidas de las niñas y niños que ha supuesto disociar su juego del trabajo. Como
dice Katz,

si el juego y el trabajo son separados y los grupos de niños y/o niñas se


transforman sólo en instancias de juego, ellos son gradualmente aislados de
la sociedad más general que está dedicada al trabajo. Con estos cambios, el
equilibrio entre juego y trabajo como actividades de aprendizaje e interacción
ambiental también cambian. Si estas condiciones aíslan al grupo de pares,
también trivializan el juego como una actividad ‘infantil’ [childish] a ojos de
los adultos. La concepción del juego como una actividad trivial y no esencial,
con un estatus simbólico inferior en razón de su separación del trabajo, es, no
cabe duda, parte del desarraigo respecto de la vida cotidiana que acarrea la
‘modernización’ capitalista (Katz 2004: 148-149).

El trabajo en el capitalismo, lo dijo Marx (2001 [1844]: 110), ya no es “la


satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las
necesidades fuera del trabajo”. Separado el negocio (trabajo) del ocio (juego), lo
“económico” de lo “no-económico”, el trabajo ya no sirve para integrar las
distintas dimensiones de la vida, e inevitablemente se vive como alienación (ver
Kabanoff 1980; Henricks 2006).

Por todo lo anterior, cualquier aproximación emancipadora a los derechos de las


niñas y niños debe referirse a, y hacerse cargo de, en último término, la
superación del capitalismo (Lavalette 1999: 35 y 42; y recordar secciones 1.3,
1.4, 1.5.ii, 1.5.iii, 2.5 y 3.4.i).

Terminamos con una cita bellamente sugerente, a la vez que muy útil para la
apertura de las preguntas que deben seguir guiando un discurso emancipador de
los derechos de las niñas y los niños:

El comunismo busca hacer posible la conversión del trabajo en voluntad. El


comunismo apunta a completar la transición, a través de la lucha colectiva de
auto-emancipación, de una necesidad sufrida a una autodeterminación
autónoma. Es el esfuerzo deliberado, a escala histórica y mundial, por
universalizar las condiciones materiales bajo las cuales la libre acción
voluntaria pueda prevalecer sobre el trabajo involuntario o la pasividad. O,
mejor dicho: el comunismo es el proyecto a través del cual la acción
voluntaria busca universalizar las condiciones para la acción voluntaria
(Hallward 2010: 117).

367
4. CONCLUSIONES
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

A lo largo de los tres capítulos de este trabajo hemos ido incorporando nuestras
conclusiones parciales en cada sección, por lo que no repetiremos lo ya dicho en
cada una de ellas. En lo que sigue, optaremos por retomar brevemente el
ejercicio exegético que planteamos en la Introducción, pero ahora no desde la
perspectiva formal, allí desarrollada, sino desde una perspectiva material, de
fondo, si se quiere, informada por nuestra exposición.

Nos propusimos encaminarnos hacia un discurso emancipador de los derechos de


las niñas y los niños. Ello supuso, en primer lugar, abrir la pregunta sobre los
niños y las niñas, es decir, abrir el discurso hegemónico sobre la infancia,
construido sobre los ejes del desarrollo y la socialización, y en torno a un
conjunto de polaridades en las cuales los adultos se sitúan en un extremo y “los
niños” en otro, dando como resultado a “los niños” y la infancia como una
disponibilidad para hacerse indisponible para los adultos, es decir, como
indisponibilidad disponible; última fuente de sentido cuando todas las otras se
han evaporado o liquidado. Frente a esta infancia hegemónica descubrimos, es
decir, desvelamos una multiplicidad de infancias, y de niños y niñas, más o
menos asfixiados bajo la losa impuesta por la infancia “oficial”. Así, las infancias
cazadoras-recolectoras, las infancias previas a la revolución industrial, las
infancias del mundo mayoritario, las infancias en y “de” la calle, las infancias
levantadas en armas e, incluso, al interior de la infancia hegemónica, la
dimensión agente y competente, resistente, de los niños y niñas, que no suele
salir a la luz salvo como desviación. Estas diversas infancias “extraoficiales”,
atravesadas por niños y niñas que muestran agencia y se revelan como actores
sociales que buscan ganar control sobre sus vidas, a la vez que compartir tal
control, sirvieron, especularmente, para valorar la construcción hegemónica de
la infancia, remeciendo un “sentido común” que tiene muy poco sentido ante los
niños y las niñas. Bajo la luz liberadora del faro de dichas infancias, y guiados por
el rico y diverso corpus de los estudios de la infancia, tomamos distancia de los
discursos desarrollista y de la socialización, y de la construcción hegemónica y,
cabe recordar, minoritaria de la infancia.

El análisis de la infancia minoritaria nos dejó claro que ésta es un espacio


construido de espaldas a sus integrantes, aun cuando los niños y niñas sean
activos en la construcción de sus infancias. O sea, nos dejó claro que hay un
problema de poder permeando la construcción de la infancia hegemónica, un
adultismo que abruma las construcciones subalternas operadas por niñas y
niños. De nuestro análisis también resultó claro que dicha infancia hegemónica
es reproducida por el discurso de derechos de “la infancia”, vehiculado por la
CDN, que sirve de altavoz de la minimización adultista que padecen “los niños”

370
CONCLUSIONES

en la infancia hegemónica. El discurso de derechos de “la infancia” concibe al


“niño” como irracional, incompetente, en desarrollo y vulnerable, por lo que
plantea su protección a través de la figura del paternalismo, expresión central
del adultismo que atraviesa el discurso de derechos de “la infancia”. El
paternalismo es adultista en cualquiera de sus versiones porque se escribe en
torno al adulto, sea el adulto que decide la protección del niño (por ejemplo, la
sustitución de su voluntad), que así protege al niño en cuanto símbolo, o el
adulto en que va a devenir el niño o niña presente (niño o niña presente para el
adulto futuro). El paternalismo es, así, la expresión jurídica de la concepción del
“niño” como indisponibilidad disponible. Este paternalismo se refleja en el
artículo supuestamente menos paternalista de la CDN, a saber, el artículo 12,
cuyo concepto de “participación” subordina cualquier agencia posible de niñas y
niños a su protección, provisión y mejor interés, conceptos todos decididos de
manera adultista por los adultos. Más aún, la CDN separa a los niños y niñas de
sus contextos, lo que significa cortar el camino que permitiría unir las
polaridades esencializantes y opresivas que apuntalan la infancia hegemónica.
Pero quizás donde más se reconoce la modelación del discurso de derechos de
“la infancia” según la infancia hegemónica sea en el desarrollismo, que aquél
hace suyo. Tanto en el modelo de la infancia minoritaria como en el discurso de
derechos de “la infancia” el desarrollo no se restringe al mero desarrollo de
niños y niñas en cuanto individuos (maduración según una secuencia predefinida
de etapas universales, etc.) sino también, y sobre todo, apunta al desarrollo de
“los niños” para, y subordinado a, el desarrollo económico de los países.

El colapso de infancia hegemónica y discurso de derechos de “la infancia” nos


muestra lo indispensable de la superación de tal discurso de derechos, es decir,
de dar con un discurso emancipador de los derechos de niñas y niños. Y ningún
discurso es emancipador si no es originado por, y en, aquéllos a quienes está
llamado a emancipar; en este caso, si no es de los niños y las niñas. Agencia y
voces se alzan, entonces, como conceptos fundamentales de un discurso
emancipador. No se les pueden ceder sus derechos a los niños y niñas, sino que
ellos deben ser autodefinidos por unos y otras. En este sentido, su derecho más
básico es el derecho a definir sus derechos y a no ser definidos (en sus derechos,
pero no sólo en sus derechos). El derecho a definir se puede resumir en el
derecho a la autonomía, es decir, a gobernarse por sí mismos. En cuanto al
derecho a no ser definidos (contracara del derecho a definir), se refiere al
reclamo de opacidad que surge de la humanidad de niñas y niños, humanidad
que convierte en un intento de colonización cualquier pretensión (adulta) de leer
y escribir transparentemente a niñas y niños. Como parte del derecho a no ser
definidos, es especialmente relevante el derecho a no ser definidos por la

371
HACIA UN DISCURSO EMANCIPADOR DE LOS DERECHOS DE LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS

ciencia, en particular, el derecho a recusar al desarrollismo como discurso


(científico) autorizado para hablar por y para los niños y las niñas, y para
delimitar, controlar y, en lo que toca al derecho, normar sus vidas. Pero el
derecho a no ser definidos también pasa por resistir las definiciones con que los
adultos, huérfanos de definiciones, insisten en significar sus propias vidas, a
partir de la canonización de “los niños”.

Precisamente porque un discurso emancipador, de los niños y niñas, debe


tenerlos a éstos como fuente y referente principal, la lucha de los NNATs por
definir sus derechos y resistir las definiciones adultas debe tenerse como eje del
discurso emancipador que aquí bosquejamos, el cual, debe recordarse, no es
más que un discurso emancipador (pues la emancipación es siempre
contextualizada, “desde abajo”). La experiencia de los NNATs pone en
entredicho la construcción de un discurso sobre los derechos de las niñas y niños
fundado en lo que la investigación determine que unas y otros pueden o no
hacer, y muestra, en vez, que el camino para una tal construcción emancipadora
pasa por la fidelidad a lo que los niños y las niñas ya hacen, debiendo ser, unos y
otras, protagonistas de dicha construcción.

Por último, debemos enfatizar que nos hemos puesto de camino hacia un
discurso emancipador. O sea, que la emancipación es una obra en curso, y el
discurso aquí propuesto está sólo en ciernes. Hemos desvestido un discurso de
ropaje opresivo y sólo puesto los pañales de otro de ropaje emancipador. Por la
propia naturaleza de ese nuevo ropaje, no podíamos hacer otra cosa, porque
nuestra intención ha sido sobre todo abrir las preguntas que confabulan para
cerrarse sobre los niños y niñas, fijándolos en una “infancia” al servicio de otros,
y despejar un espacio para que los propios niños y niñas elaboren sus
respuestas, su discurso. Pero creemos que aquello que llamamos ropaje
emancipador permite, ahora sí, una gran libertad de movimiento a niños y niñas;
y señala rutas prometedoras a seguir descubriendo. Una es la que ofrece el
encuentro del discurso emancipador con el feminismo, es decir, de la justicia
conquistada y el cuidado, que abre las posibilidades de una autónoma
interdependencia. Otra es el desafío que representa la superación de los
dualismos que persisten en separar la realidad adulta de la realidad de niñas y
niños, a través de la particular atención a la artificiosa y perniciosa separación
del juego (“infantil”) y el trabajo (“adulto”). El continuo juego-trabajo, ese lúdico
ir y venir del ocio al negocio, debería ser una huella a explorar por todos quienes
se sientan comprometidos con un discurso emancipador de los derechos de las
niñas y los niños.

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