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POLÍTICA

TRANSGRESIÓN
Antología de textos
de la Revista Metapolítica

COMPILADOR
Israel Covarrubias
A.A.V.V.,
Política y Transgresión: Antología de textos de la Revista Me-
tapolítica. -1ra. ed. México: Casa Editorial Analéctica; Arkho Edi-
ciones; Red de Pensamiento Decolonial; Red CoPaLa; Revista
FAIA, 2021. (15.24 x 22.86 cm)

ISBN: 979-851-06-5407-3
Primera edición: Mayo de 2021, México: Casa Editorial Analéctica

Casa Editorial Analéctica – www.analectica.org

en Co-edición Internacional con Arkho Ediciones – Red Co-


PaLa – Red de Pensamiento Decolonial – Revista FAIA

Dirección Editorial
Juan Carlos Martínez Andrade
& Fernando Proto Gutierrez

Compilación
Israel Covarrubias

Diagramación & Maquetación


Agustina Issa

Diseño de portada
Paola Mireles

Este libro ha sido dictaminado por pares académicos.


Acceso abierto para descarga gratuita
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 7
El arte de la transgresión y las fronteras
de la política
Israel Covarrubias

1. ESPACIOS POLÍTICOS 33
La huella del crimen. Imagen de la ciudad 34
Patxi Lanceros

Por una política más allá de los amos de la ciudad 63


Rosario Herrera Guido

Imposible, sin embargo real 86


Mario Perniola

Tiempo, orden, poder. Sobre algunos presu- 95


puestos conceptuales del programa neliberal
Maurizio Ricciardi

Populismo y discurso anti-populista 121


Javier Franzé

Plétora Trashumante. Clinamen y deslizamien- 132


to existencial
Reyna Carretero Rangel

Las raíces de la política absoluta 146


Alessandro Pizzorno

Sobre el concepto de sociedad compleja 193


Gian Enrico Rusconi

4
2. HETERODOXIAS 207
Guy Debord: violencia y esperanza en el últi- 208
mo espectáculo
Giorgio Agamben

Miguel Abensour: el mapa del mundo y el 215


ataúd de la utopía
Patrice Vermeren

María Zambrano: añoranza de la ciudad 230


María Luisa Maillard García

Pier Paolo Pasolini, un intelectual “herético” 242


Giovanni Falaschi

Eros y anomia en Georges Bataille 254


Edgar Morales

Estado, venganza y justicia en Friedrich Nietzsche 265


Hugo César Moreno Hernández

Milan Kundera: narrativa y heterodoxia 288


Conrado Hernández López

Claude Lefort, práctica y pensamiento de la 300


desincorporación
Gilles Bataillon

Uexküll, Deleuze y el cuerpo sin órganos: ha- 323


cia una ontología del entre
María Luisa Bacarlett Pérez

5
Kant, la larga y monotona vida de un genio re- 342
volucionario
Franco Volpi

3. PALABRAS-CLAVES 346
Hacer un interrogar del hacer 347
Paola Martínez

El derecho al sueño 354


Emma León

El cuerpo como lugar de la experiencia estética 365


Zulai Macias Osorno

El “verdadero obrero de nombres”: ley, dere- 375


chos y principios en la era veroconstitucional
Rafael Estrada Michel

La violencia de la letra y post-letra.Reflexiones 387


sobre algunos aspectos de la biopolítica
Laurence Le Bouhellec Guyaman

Algunas consideraciones sobre la vida cotidiana 408


Michel Maffesoli

EPÍLOGO 413
La filosofía, ¿antítesis de la transgresión?
Juan Cristóbal Cruz Revueltas

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS 423

6
INTRODUCCIÓN

El arte de la transgresión y las fronteras


de la política
ISRAEL COVARRUBIAS*

El otro y la transformación de la subjetividad política


La palabra transgresión tiene una semántica peculiar. Primero,
comporta la alteración de un orden, plano, secuencia o regla. Es el
punto de quiebra entre dos ángulos que curiosamente están unidos
por la separación a la que empuja el acto de transgredir. La división
de dos cuerpos o dos puntos en el interior de un mismo cuerpo, su-
ponen observar y rastrear las huellas de esa distancia que hace dife-
rente y extraño al uno del otro, para que dejen ver su total incomple-
tud en la mutua dependencia que los exige y sofoca. Por ejemplo,
cuando se sigue insistiendo en la necesidad de amplificar la ficción
de aquel imperativo categórico que registra y determina la “identi-
dad” sexual anclándola a su mero carácter biológico, se termina por
confirmar que la existencia es una e indivisible, cosa más ajena de la
realidad de nuestros días.
La transgresión, por ende, es un desafío a la edificación de fron-
teras de todo tipo en el interior de la sociedad, comenzando con
aquellas territoriales hasta llegar a las inmateriales que se encuentran
subsumidas o quizá perdidas en la lógica ilusoria de lo correcto (o lo
normal), presentes en muchas de nuestras sociedades. Si se habla de
fronteras de la vida en sociedad, no se puede dejar de lado el carácter
político que adopta la forma de la transgresión. Es decir, no hay
transgresión sin relación con la política. Es, de hecho, esta última la
que la modela y probablemente termina por colocarse como el dispo-
sitivo de reducción o expansión de aquella. Así, seguir insistiendo

*Profesor investigador en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de


Querétaro.

7
que la vida en democracia presupone que todos somos iguales frente
a la ley, frente al derecho, frente a las instituciones, es una falacia, ya
que aquel que puede tener y obtener poder seguro lo ejercerá en con-
tra de aquellos que no están en posibilidades de tenerlo. Ya Claudio
Magris (2008: 60) lanzaba irónicamente la sentencia de que “la ley
es la tutela de los débiles, porque los fuertes no necesitan de ella”. Y
tal parece que en la democracia del siglo XXI esta premisa sigue
siendo moneda de uso corriente.
De cualquier modo, la transgresión es una frontera al tiempo que
inventa nuevos límites con cada movimiento que desarrolla. Al res-
pecto, en su contribución a este volumen, Patxi Lanceros dice que:
“La línea, trazo o traza, es establecimiento e institución de un princi-
pio de orden”. El derribamiento de las fronteras al momento de ser
transgredidas supone el nacimiento de las separaciones y barreras
entre los Estados, los sujetos, las experiencias sociales que se traslu-
cen en ese ángulo infinito de toda frontera. Luego recomienza la
transgresión y así sucesivamente… “Las fronteras”, escribe Alejan-
dro Grimson (2003: 22), “pueden desplazarse, desdibujarse, trazarse
nuevamente, pero no pueden desaparecer: son constitutivas de toda
vida social”. Ergo, no hay manera de que la política permita la diso-
lución total de las fronteras que implican a la transgresión en la crea-
ción de esos muros.
Segundo, si pensamos que la transgresión es una palabra esen-
cial en cualquier concepción acerca de los universos constitutivos de
la política, tanto en su vertiente categorial como en su forma históri-
ca, entonces es una frontera que divide a la política de lo político, ya
que se vuelve una condición sine qua non es posible la construcción
de opciones para ampliar las formas que adopta el proceso gradual e
históricamente determinado donde a los sujetos se les permitirá habi-
tar el espacio político que “constituye” a la ciudad; pero ahí también
será síntoma de ciertas maneras de participación del ciudadano en la
decoración —por más excéntrico que parezca— del juego a un tiem-
po perverso y fascinante que configura la articulación del lugar co-
mún.
Para el Diccionario de la Lengua Española (2018), la trans-

8
gresión es la “acción o el efecto de transgredir”, y significa: “Que-
brantar, violar un precepto, ley o estatuto”. En general, en los dic-
cionarios antiguos como en los contemporáneos, la transgresión está
referida al acto o acción de ir más allá de lo que la ley establece co-
mo prohibición, donde esta es siempre de diversos signo, ya que
puede ser mundana o divinizada. Véase, en este sentido, los ejem-
plos del Dictionnaire de L’Académie française (1694), que habla de
“transgresión de los mandamientos de la ley de Dios”. Por su parte,
para el Istituto della Enciclopedia Italiana, la transgresión significa
tres cosas:

1. El acto de transgredir, de ir más allá de los límites permitidos; violación


de una orden, de una ley […] 2. estens. Desviación del comportamiento
compartido por la mayoría, en una sociedad o en un grupo social […] 3. En
geología, evidencia estratigráfica de la gradual extensión del mar sobre tie-
rras ya emergidas, consistente en una superposición de depósitos marinos
(llamados transgresivos), primero de agua poco profunda y luego de agua
profunda, sobre terrenos anteriormente expuestos a una erosión subaérea
con los cuales se presentan en discontinuidad estatigráfica (Istituto Trecca-
ni, 2018).

De tal suerte, la transgresión es una violación de una norma, pe-


ro al mismo tiempo supone una desviación y una erosión que socava
los cimientos de la organización política. Luego, una de las tareas
que tendría en su horizonte la teoría política contemporánea es la de
problematizar el fenómeno de la transgresión desde y a través de su
relación con la vida política y el poder que se desarrolla en su inte-
rior como palanca de movilización frente a la producción de norma-
tivización y normalización de las relaciones y las entidades que son
separadas por el rebasamiento de las fronteras que funda los lugares
específicos de la política. Sobre todo es necesario colocar la cuestión
de la transgresión en el plano donde se despliega el fenómeno de la
subjetivación de la política, ya que no es posible la experiencia de
comunidad y, por ende, de la formación de un lugar “común”, sin
pluralismo y sin el establecimiento de separaciones y desvíos. El pe-
ligro real siempre termina siendo la conformación de los limites in-

9
ternos de la comunidad, aunque el afuera siga operando como gran
catalizador de lo inconmensurable de la regla (Covarrubias y Mora-
les, 2016: 29-158). La transgresión cumple con creces su rol de pa-
lanca de distanciamiento y desplazamiento (Legendre, 1996). Por
ello, el proceso que une al sujeto con su alteridad en el acto mismo
de la transgresión de nuestros universales políticos vigentes (el Esta-
do, la Democracia, la Ley, el Orden, la Libertad) es una de las causas
para que se produzca la subjetivación de la vida política. Este proce-
so, además, permite la dinamización de lo propio que la regla captu-
ra en la prohibición con lo impropio que presiona la regla a través de
la subversión que siempre termina por condicionarla, en específico,
cuando lo que se querella es la definición y constitución de lo apro-
piado frente a lo inapropiado.1 Y aquí, se tiene un enorme capítulo
de equívocos y desalientos teóricos, porque estamos frente al reto de
lograr una mínima observación de los procesos sociales, estructura-
les, incluso biográficos que han mantenido una “identidad” de lo
propio en lo común de las fronteras que limitan y separan a lo posi-
ble de lo imposible en el campo de diferencias de la política demo-
crática.
Por ejemplo, este desafío cruza completamente el ámbito de sig-
nificatividad desde el punto de vista teórico, y el de la historicidad
desde el punto de vista práctico, cuando hoy hablamos con insisten-
cia sobre los populismos que han cobrado vida en contextos de de-
mocratización y desestructuración del orden político que ha precedi-
do su ascenso. Incluso lejos de su consideración “positiva” o “nega-
tiva”, el populismo en esta clave de lectura puede ser considerado
como una respuesta a las exigencias de lo propio en lo común de las
democracias, tanto de viejo como de nuevo cuño, sobre todo cuando
lo propio se vuelve un espacio siempre en vías de “universalización”
frente a la dinámica de las disparidades y la exclusión que caracteri-
zan la dinámica de las democracias.
Si el arte de la política no logra entender la fuerza de innovación

1Las relaciones entre soberanía y vida que tanto le atraían a Georges Bataille po-
drían ser tomadas en consideración bajo este nuevo ángulo (Perniola, 2018: 47-
157).

10
que ciertas situaciones sociales empujan (o reivindican) en el espacio
público, tal vez en un primer momento crecerá la demanda en fun-
ción del tipo de respuesta que la política envía para resolverla; pero
si la respuesta abre nuevos espacios de innovación y genera nuevos
desafíos a causa de la ambigüedad discursiva y también práctica de
los políticos al momento de dar respuesta al desafío, la situación de
cambio podría escalar y volverse un auténtico problema de conduc-
ción política. De este modo, es posible observar que la capacidad de
reproducción de la conflictividad en el interior de una sociedad tiene
una conexión con las maneras de percepción (el juego de diferencias
de la subjetivación de la política) radicalmente distantes unas de
otras, pues es la materia de la controversia, y que hacen de la lógica
de la apropiación el objeto sublime de disputa: la línea de separación
entre lo permitido y lo prohibido es lo que está en negociación y re-
estructuración, más allá de su forma básica de conclusión en leyes,
reglamentos, etcétera. Además del populismo, ¿qué otros fenómenos
de transgresión pueden entrar en esta dinámica? Para James G.
March y Johan P. Olsen (1995: 32), también se pueden incluir los
“Desórdenes civiles, exigencias de redistribución global del poder
político y del bienestar, revoluciones políticas y reformas radicales
[que] derivan de nuevas definiciones de apropiación, basadas sobre
las identidades sociales antes que sobre el cálculo de costos y bene-
ficios”.
Quien ha señalado la enorme actualidad del debate sobre la de-
clinación de las identidades y la proliferación de alteridades en las
sociedades democráticas que se fijan en distintos grados a la cuestión
de la subjetivación en la política, es Jacques Rancière, que al pre-
guntarse “¿Qué es un proceso de subjetivación?”, responde: “[es] la
formación de un uno que no es un yo o uno mismo sino que es la re-
lación de un yo o de uno mismo con otro”. Más adelante expresa
que:

un sujeto es un in-between, un entre-dos. Proletario [por ejemplo] fue el


nombre “propio” dado a personas que estaban juntas y que por lo tanto es-
taban entre: entre varios nombres, estatutos o identidades; entre la humani-
dad y la inhumanidad, la ciudadanía y la negación de ésta; entre el estatuto

11
de hombre útil y el del ser hablante y pensante. La subjetivación política es
una puesta en práctica de la igualdad —tratamiento de un daño— por per-
sonas que están juntas y que por tanto están “entre”. Es un entrecruzamien-
to de identidades que reposa sobre un entrecruzamiento de nombre: nom-
bres que conectan el nombre de lo que está fuera-de-la-cuenta, que conec-
tan un ser a un no-ser o a un ser-por-venir (Rancière, 2004: 30).

Por lo tanto, se puede comprender la fuerza contenida en la lógi-


ca de la yuxtaposición de identidades, de poderes “otros” que surgen
del proceso de pluralización de las sociedades contemporáneas y que
lo propio de su pretensión universalizante fecunda la aspiración so-
cial “fuerte” de sustancialización de la comunidad (Nancy, 2010:
151). Aspiración, por su parte, que es en sí misma una forma de
transgresión a la regla mínima de la ausencia de centro de la vida
pública contemporánea, sobre todo en sociedades donde existe una
conciencia (clara o no es otra cosa) del carácter incompleto de las
formas organizacionales que se han heredado de la época moderna
para resolver los problemas de jerarquía y exclusión, así como para
la neutralización, siempre relativa, del conflicto.
¿Toda aspiración a la constitución del común “des-
sustancializado” es singularmente transgresiva en el contexto del hi-
per-liberalismo democrático? Es decir, ¿cualquier manera de trans-
gresión que involucra al común es política por el hecho de disolver
la terrible tendencia hacia la petrificación de las identidades y la
convicción unívoca de producción del lazo social? Parece que el
problema no es la transgresión, sino el sujeto y los grupos sociales
que la usan como proceso conjuntivo de ataque y defensa. Es decir,
el problema no es el efecto de construcción de vidas sociales “fuer-
temente identificadas” a un topos —si podemos suponer que son
fuertes en sus expectativas no en sus recursos mucho menos en sus
raíces—, más bien que un puñado de sujetos usen en nombre de esa
posibilidad la violencia y las formas más atroces de irrupción espa-
cial y política que hoy las encontramos en la base de ciertos fenóme-
nos de transgresión (el terrorismo está colocado a la cabeza de la
lista) que golpea a las democracias. Por ello, la trasgresión es pecu-
liar: funda sus causas y sus efectos, aunque lejos está de poder desa-

12
rrollar con claridad su justificación política y religiosa.
Para Giorgio Agamben (2006: XVI), la existencia de los “luga-
res sin espacio” (topos outopos) es una realidad que indica desde el
punto de vista simbólico pero también desde la concreción en los
campos sociales de su historicidad —la desterritorialización del tra-
bajo y la inmaterialización del capital son ejemplos elocuentes— el
hecho de que el lugar no necesariamente inscribe a la espacialidad,
ya que puede suponer una pura “diferencia” que permite la elabora-
ción de una “estancia” al mismo tiempo propia e impropia, que niega
y afirma a la vez la relación de un “yo” con su “otro” (como en el
caso del fetichista y el objeto). Tal vez la transgresión tenga que ser
pensada entonces desde una perspectiva topológica, ya que la articu-
lación del lugar donde desarrolla la diferencia radical de la alteridad
que siempre oculta, llega a cubrir una parcela del proceso de subjeti-
vación política que supone el encuentro con el otro. Por ello, es po-
sible la relación entre el dispositivo de la ley que reproduce los uni-
versales de la política tanto en la dimensión de la escritura, así como
en la actividad persuasiva, y las reglas de la transgresión, y menos
con la transgresión misma, lo que sugiere que la transgresión es el
elemento diferencial entre la ley que funda el ordenamiento político
y las reglas que definirán el adentro del afuera de la estructuración
de ese “común”, donde precisamente la transgresión queda como
elemento excluido, porque en este caso “La ley”, sugiere Nancy
(2010: 149), “conoce únicamente los lazos formales y externos”.
Así, la transgresión pareciera no tener espacio en el juego de la polí-
tica, con excepción de que la subjetivación de esta reproduzca ciertas
estancias o lugares del poder.
Por consiguiente, la transgresión es un proceso que cubre la exi-
gencia de tener lugares sin espacialidad para que se le pueda reducir
a la prohibición de la ley y las normas escritas que son configuradas
a través de los diversos dispositivos jurídicos, y que terminan por ser
los ámbitos privilegiados para capturarla en la época moderna. Des-
de esta óptica, la transgresión tiene un signo negativo para el campo
jurídico-institucional, aunque se vuelva totalmente contrario a este
carácter (sin que por ello logre un valor positivo) cuando se identifi-

13
ca en la mudanza de lo viejo a lo nuevo, de lo tradicional a lo mo-
derno, y de este a lo contemporáneo. Volverse el opuesto de esa ne-
gatividad institucional que infiere la construcción de reglas escritas
para la garantía de la vida en común es parte del proceso que en la
primera modernidad operó a través del fenómeno de la “censura” y
la reglamentación por medio de “censos” de la vida moral de las so-
ciedades, ya que como advierte Lucia Bianchin:

La tarea de la censura es la de llegar ahí donde no llegan las leyes: la censu-


ra no es el poder de la fuerza que obliga, ni de la voluntad que obliga, antes
bien, el de la mirada que registra (del latín censere = revisar, evaluar), que
distingue, clasifica, vigila, reprime y enjuicia; un poder diferente a la vio-
lencia y a la ley, y que consiste esencialmente en el disciplinamiento de las
costumbres. En este sentido, la censura vuelve, a imitación de nueva cuenta
de la antigua magistratura romana, a desarrollar una función de garante de
la estabilidad y prosperidad de la politìa, con doble función característica:
de control y de información de un lado, de instrumento represivo más flexi-
ble y afilado de la ley por el otro (2005: 11).

Este mecanismo explicaría (o por lo menos está en condiciones


de ofrecer un conjunto de elementos explicativos) la relación direc-
tamente proporcional entre prohibición, tanto moral como legal, con
el transgresor en ciertas épocas (la moderna y la contemporánea no
se escapan) que hacen del uso obsesivo de las leyes contra quien
transgrede la aniquilación de cualquier promesa de conjunción y
subjetivación en el terreno de la política como juego diferencial entre
lo uno y lo múltiple al mismo tiempo.
La derivación sociológica está a la vuelta de la esquina y nos
lleva de la mano a uno de los capítulos más fascinantes de la historia
de las Ciencias Sociales: la transgresión es el acontecimiento vincu-
lado con la conducta desviada, cuyo desenlace es el fenómeno de la
anomia como forma disruptiva de la vida en sociedad. Por lo tanto,
supone una expresión transgresiva al ordenamiento general de las
leyes de la civitas o polis en el mundo antiguo, del principado o del
Estado en la época moderna. Si atendemos a la genealogía semántica
de la categoría de anomia, observaremos que en su origen griego la
palabra estaba adherida totalmente al fenómeno de la transgresión

14
del gobierno de la ley, es decir la anomia supone estar “fuera” de la
ley. Pero esta concepción se amplía a partir de las contribuciones de
la sociología en el siglo XIX, cuando se agregó el rebasamiento de
los límites que suponen las leyes morales o sociales como fenóme-
nos sociales desviados (Atria, 2011: 81-83). En este sentido, la
transgresión ocupa un lugar relevante en los ritos de paso que se con-
figuran como fenómenos intersticiales que van del orden al desorden
y viceversa, y que las comunidades ponen en acción para el desarro-
llo de las prácticas sociales, uniendo a los sujetos que las componen
por medio de la producción de sentido en los espacios más discretos
de la sociedad, esto es, en los estratos más invisibles de su conjuga-
ción (Gasparini, 1998).
De los muchos ejemplos sociológicos, citemos la anotación de
Antonio Gramsci (1997: 414-431) en “Americanismo y fordismo”.
En este texto, el teórico italiano trabaja una serie de ideas sobre las
figuras de la transgresión que acompañaron las dinámicas del cam-
bio social en el pasaje cultural, político y económico del siglo XIX al
XX. Obviamente la atención está puesta en el desarrollo del fenó-
meno en Estados Unidos, aunque no se detiene sólo en ese país.
Gramsci intuye que la aparición intempestiva de nuevas moralidades
por el cambio del régimen de la economía, que pasa del individua-
lismo liberal clásico a la economía programada del fordismo, trans-
forma los códigos sociales de las comunidades, los grupos y las fa-
milias, al grado de permitir el nacimiento y el desarrollo de diversos
fenómenos de transgresión en el campo de la “cuestión sexual”, que
se expresan en formas particulares de bestialismo y pederastia en la
frontera entre el ambiente del campo (mundo rural) frente a la em-
bestida “racional” de la ciudad (mundo urbano). También advierte la
aparición de nuevas funciones sociales que comienzan a cubrir lo
femenino, lo que termina por empujar al despliegue de maneras iné-
ditas de reglamentación pública, análogas a la de la censura de la
primera modernidad,2 de la vida sexual, y en general de expresiones

2 La censura era, en definitiva, concebida como “un instrumento para la represión


de aquellas conductas que no constituían aún un delito, y por ello no encontraban
su sanción en las leyes, sin embargo, si se hubieran quedado impunes, habrían

15
consideradas “obscenas”, “perversas”, “innaturales”. La inferencia
de Gramsci es sugerente. Me permito citar en extenso:

La cuestión ético-cívica más importante vinculada a la cuestión sexual es la


de la formación de una nueva personalidad femenina: a fin de que la mujer
logre alcanzar no sólo una real independencia frente al hombre, sino tam-
bién un nuevo modo de concebirse a sí misma y a su participación en las re-
laciones sexuales, la cuestión sexual seguirá siendo rica de rasgos morbosos
y será necesario ser prudentes con cualquier innovación legislativa. Cada
crisis de coerción unilateral en el campo sexual lleva en sí a un desenfreno
“romántico” que puede agravarse por la abolición de la prostitución legal y
organizada. Todos estos elementos complican y hacen muy difícil toda re-
glamentación del hecho sexual y cualquier intento por crear una nueva ética
sexual que esté conforme a los nuevos métodos de producción y trabajo.
Por su parte, es necesario proceder a dicha reglamentación y a la creación
de una nueva ética. Es importante subrayar cómo los industriales (espe-
cialmente Ford) se han interesado en las relaciones sexuales de sus depen-
dientes y en general en el cuidado de sus familias; la apariencia de “purita-
nismo” que ha asumido este interés (como en el caso de la prohibición) no
debe llevarnos al error; la verdad es que no se puede desarrollar el nuevo
tipo de hombre exigido por la racionalización de la producción y del traba-
jo, hasta que el instinto sexual no haya sido regulado, incluso racionalizado
(Gramsci, 1997: 418-419).

La derivación del diagnóstico es que la transgresión puede ser


interpretada como un fenómeno de entrada y de salida. Es un fenó-
meno de entrada porque rompe lazos, o por lo menos los desgasta,
con el mundo social “tradicional”, “premoderno”, “familiar” “primi-
tivo”, previo a la época de las grandes transformaciones sucedidas
mediante la dirección del proceso de industrialización avanzada que
marcó los inicios del siglo XX, aunque como se sabe el proceso ya
estaba en marcha desde el siglo XIX. Sobre el particular, Gramsci
(1997: 419) afirma que:

La historia del industrialismo ha sido siempre una continua lucha contra el


elemento de ‘animalidad’ del hombre, un proceso ininterrumpido, con fre-
cuencia doloroso y sangriento, de subyugación de los instintos (naturales,

conducido al Estado hacia su disgregación interior” (Bianchin, 2005: 239).

16
es decir, animalescos y primitivos) a las siempre nuevas, más complejas y
rígidas normas y hábitos del orden, de la exactitud, de la precisión que ha-
cen posible las formas más generales de la vida colectiva que son la conse-
cuencia necesaria del desarrollo del industrialismo.

Por otro lado, es un fenómeno de salida porque la falta de con-


trol de las estructuras sociales que nacen cuando se “abandona” el
mundo social tradicional, difícilmente se consolidan sin pasar por
una fuerte dosis de liberalización social y relajamiento de las normas
legales, morales y culturales, con lo que se que pueden terminar con
un incremento significativo de las más variadas formas de transgre-
sión, que logran la ampliación del espacio de la criminalidad: la apa-
rición de pandillas y corporaciones mafiosas, la clandestinidad del
relajo y la nocturnidad de su espectáculo, la figura del pequeño in-
fractor, el alcoholismo y la drogadicción, la salud precaria, el ausen-
tismo en el trabajo, el auge de los cabarets y los salones de prostitu-
ción, la indigencia, la externalización de las fantasías relacionadas
con el sexo y el travestismo, que rompen por completo con la moral
capitalista, etcétera (Saffirio, 1980). En esta misma línea de análisis,
Brunon Holyst (1994: 252-253) advierte que: “Si el desarrollo eco-
nómico se produce de modo repentino y espontáneo, sin tener en
cuenta las características de las llamadas estructuras sociales atrasa-
das, entonces se produce un verdadero ‘genocidio cultural’, al que
acompañan muchos fenómenos de la patología social”.
El fenómeno del prohibicionismo, tan caro para la nueva norma-
tivización estatal de impronta decimonónica, que surge como res-
puesta a los efectos sociales de los procesos de industrialización y
transformación del espacio político (Germano, 2020: 104-115), actúa
como un amortiguador de la disolución de los lazos que desaparecen
en momentos de modernización social. Recordemos que el tiempo
que levanta un muro a la imaginación de los “perversos” es el resul-
tado de las grandes codificaciones jurídicas sobre la vida pública de
la modernidad en las diversas artes clasificatorias que acompañaron
al siglo XIX, pero que era una realidad durante el siglo previo (Fou-
cault, 2012). Artes disciplinarias que adoptan toda su propiedad en
los compartimentos de la demografía, la criminología, la psicología,

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la medicina legal, la antropología, etcétera. Es decir, paralelo al in-
cremento de los ritmos de la industrialización y la transformación del
espacio político en el siglo XIX, se imprimirá un cambio de subjeti-
vación de lo político donde la liberalización de los cuerpos y sus
perversidades se confinan a la vida privada, dado su carácter trans-
gresivo y mimético:

A partir de 1810 el Código Penal francés, surgido de la Revolución y del


Imperio, transforma de arriba abajo la legislación sobre las costumbres, a
tal punto que sirvió de modelo de referencia, en grados diversos y durante
todo el siglo, al conjunto de los países de Europa. […] Desde esta perspec-
tiva, todas las prácticas sexuales son laicizadas y ninguna puede ser ya ob-
jeto de delito o de crimen, desde el momento en que son privatizadas y con-
sentidas por parejas adultas. La ley sólo interviene para proteger a los me-
nores, castigar el escándalo —es decir, los ultrajes cometidos en la vía pú-
blica— y sancionar los abusos y las violencias perpetrados en personas no
consintientes. […] En consecuencia, las singularidades sexuales considera-
das más perversas —bestialismo, sodomía, inversión, fetichismo, felación,
flagelación, masturbación, violencias consentidas, etc.— ya no son objeto
de condena, puesto que la ley deja de intervenir en la manera como los ciu-
dadanos prefieren alcanzar el orgasmo en su vida íntima. Desprovistos de
su furor pornográfico, se rebautizan al capricho de una terminología sofisti-
cada (Roudinesco, 2009: 86-87).

Observemos cómo se consolida un núcleo nominativo que pro-


duce uno de los episodios más intensos de categorización unidirec-
cional de la modernidad, ya que al establecer las normas y las pautas
generales de coordinación social a través del aparato jurídico del Es-
tado, logrará desplegar con éxito el desarrollo de la universalización
de la política (y una “reducción” o auténtica “prohibición” de lo po-
lítico) en la centralidad de sus semánticas: la Ley, el Orden, la Liber-
tad, la Igualdad, lo Puro, lo Propio, entre otras nomenclaturas, redu-
ciendo el proceso de subjetivación política a la construcción de iden-
tidades “sólidas” y excluyentes unas de otras.
Caso similar pasa con la lectura fundada en el eje “civilización-
barbarie” que enmarca la ficción del salvaje como figura de “extran-
jeridad”, de otredad “agreste y cruel”, propia del halo modernizador
de conquistadores y colonizadores de cualquier extirpe, para quienes

18
“los salvajes adoptan a veces la forma de bárbaros que descienden en
hordas destructoras desde el norte o de indígenas primitivos que in-
vaden desde el sur” (Bartra, 2002: 119 [cursivas mías]). La transgre-
sión en esta vertiente discriminadora imagina mundos habitables
frente a mundos inhóspitos; identifica al transgresor como un habi-
tante de los márgenes (por ello la espacialización “norte-sur”) de la
ciudad, pero sin ser extranjero, pues en muchos casos se encuentra
en tierra propia, con lo que devienen en “extranjeros del interior”, y
terminan siendo pensados y “comprendidos” en concordancia con
esta categorización (Wacquant, 2007). Aquí, el “otro” bajo la másca-
ra del salvaje, el “monstruo” o el “bárbaro”, se vuelve la frontera que
funda los orígenes de la ciudad. Al respecto, Luis Goytisolo (2006:
28) sentencia: “La historia de los pueblos empieza siempre por un
conflicto con el bárbaro”. Y remata: “Está también en el origen de
las religiones, cuando determinado pueblo elegido lucha contra los
otros, que no poseen la religión verdadera” (Goytisolo, 2006: 28).

Algunas dimensiones analíticas para el estudio de la


transgresión
Las líneas de trabajo que apenas he apuntado son algunas dentro
de las muchas que redundan la categoría de transgresión en la histo-
ria de las ideas y del pensamiento político y social moderno, así co-
mo en la historia del pensamiento político contemporáneo. En este
campo es posible encontrar una tradición de estudios sobre las fun-
ciones sociales y simbólicas de los mitos y de la iconología de la
otredad que dan cuenta del amplio campo de investigación en el inte-
rior de las ciencias del hombre con relación a ciertos temas y pro-
blemas que pasan por las semánticas y los fenómenos de la transgre-
sión, al menos a partir del Renacimiento (Bartra, 1993: 35-50). Por
consiguiente, y para los fines de conceptualización de esta obra, qui-
zá sea oportuna la proposición de pensar a la transgresión por medio
de dos direcciones analíticas: una, como forma de ruptura de un or-
den o ley en las variadas expresiones que adoptan sus dispositivos.
Dos, como forma de potencia que resulta fundamental para la subje-
tivación de lo político. Es decir, la transgresión supone una serie de

19
figuras analíticas que podríamos reunir a través de la pareja “arriba-
abajo”, o como lo indica Roger Bartra, en el eje “norte-sur”, con lo
que estaríamos en posibilidades de esbozar algunas variaciones para
un discurso de teoría política que pueda relacionarse con la filosofía
y la ciencia política, pero también con el campo de la teoría social y
la teoría crítica.
Por su parte, estas dos dimensiones pueden ser divididas en cin-
co líneas de reflexión y al mismo tiempo expresar un marco de cate-
gorización sobre la transgresión, el poder y la subjetivación política
que ésta obra desarrollará.
Primera línea. La transgresión como problema de la relación
histórica entre el cuerpo (sobre todo político) con sus órganos, donde
las metáforas binarias son abundantes: pueblo contra oligarquía; ra-
zón contra deseo (cabeza vs. órganos sexuales); soberanía contra
sumisión; público contra privado. Por ejemplo, en continuidad con
las formas de categorización del cuerpo que se le imponen a las so-
ciedades decimonónicas cuando estas últimas entran en etapas de
innovación social y cultural, en nuestros días dos figuras cubren una
parte significativa del espectro público de los transgresores: el pede-
rasta y el terrorista, que hacen del uso de sus cuerpos un “arma de
destrucción”; el primero, del menor que ultraja, y el segundo, del
lugar que hace desaparecer con su espectáculo (Roudinesco, 2009:
233).
Segunda línea. La transgresión como problema de la densidad
de lo religioso, tanto en la forma clásica de lo sagrado contra lo pro-
fano; del pecado contra la permisión; de lo visible contra lo invisi-
ble; pero también en la forma que adopta su representación contem-
poránea: es en el nombre de un Dios, probablemente desconocido y
furioso, que se espolonean los sentimientos de destrucción y vengan-
za de hondo calado social.3

3 Una obra ejemplar para el estudio de esta línea es El erotismo de Georges Batai-
lle (1997), recurso indispensable para estudiar la relación entre profanación (trans-
gresión) y conjunción con el universo de lo sagrado. Recientemente Giorgio Aga-
mben (2005) ha desarrollado un ensayo titulado Profanaciones que también puede
ser útil en la exploración de esta línea de trabajo.

20
Tercera línea. La transgresión es una forma de potencia en dos
sentidos. Por un lado, y desde un punto de vista social, aparece como
forma de cimentación de los lugares de segregación entre élite políti-
ca y clases menos favorecidas, lo que termina por organizar un sis-
tema de separación que puede encontrar en el odio al “otro” un car-
burante poderoso. En este sentido, sigue siendo sintomático y útil el
pathos de la distancia que Nietzsche advierte:

[…] los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados
sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos, y a su obrar
como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo
bajo, abyecto, vulgar y plebeyo […] el derecho del señor a dar nombres lle-
ga tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del
lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen “es-
to es esto y aquello”, imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello
de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo (Nietzsche, 1996: 32-
33).

Por el otro, y desde un punto de vista político, la transgresión es


además una apertura radical del espacio público para que se logre la
diferenciación entre ciudadanos y no ciudadanos. Su corolario más
violento es la pérdida gradual del derecho de poder hacer acto de
aparición en la ciudad como ciudadano. Piénsese en el desarrollo de
la figura del “desaparecido” en las democracias latinoamericanas.
Paul Virilio desarrolló una tesis provocadora al respecto. Para este
autor, en la concepción clásica de la política, cuando la forma de la
ciudad (civitas) aparece, al mismo tiempo aparece “la figura del ciu-
dadano”. Así, al hacer una reflexión sobre las “locas” de la Plaza de
Mayo, Buenos Aires, Argentina, indica que los “desaparecidos”
cumplen una función central en el proceso a través del cual se “pue-
de hacer desaparecer” la ciudadanía para transformar a los ciudada-
nos en “extranjeros en el interior” de un Estado —interpretable como
una forma de supresión del otro—, lo que significa la pérdida de
identificación y el descrédito progresivo de todo derecho estatuido
por el gobierno de la ley. Al desaparecerlos como ciudadanos, el or-
den estatal los hará reaparecer pero como “muertos vivos” y no pre-

21
cisamente como ciudadanos (Virilio, 1981: 9-18).
Cuarta línea. La transgresión impacta en la relación de movili-
dad social y económica, sobre todo es un factor que permite el pasaje
de la exclusión a la inclusión en contextos de cambio político rápido,
donde a la inversa puede suceder que nos encontremos ante la evi-
dencia de la consolidación de una fuerte “naturalización” del despre-
cio por la igualación público-política (estigmatización) que ocasiona
un bloqueo institucional y moral del cambio, y por extensión, de la
transgresión como forma de dinamización social (Grignon, 1993: 23-
25).
El odio como forma de “naturalización” del desprecio al otro ha
cobrado vida en las sociedades democráticas a partir de los proble-
mas derivados por las fuertes oleadas migratorias de países pobres a
los países ricos, principalmente hacia Estados Unidos y Europa occi-
dental. Como botón de muestra, véase toda la campaña en contra de
los “mexicanos” que llevó al gobierno a Donald Trump. Si bien el
odio cruza totalmente el fenómeno de la diferencia racial, será con el
miedo al otro, al extraño, que cobra inusitada fuerza a través del fe-
nómeno de la xenofobia. No obstante, existe una diferencia funda-
mental entre racismo y xenofobia, pues se puede ser xenófobo sin ser
racista y ser racista sin ser xenófobo (Revelli, 1996: 141-143).
Quinta línea. La transgresión es un dispositivo de confrontación
entre el poder político y las zonas de contrapoder, es decir, opera
como proceso de “des-naturalización” del desprecio hacia el otro,
que en esta dirección actúa como in-put que constantemente obliga a
la transformación del aparato de producción normativa, cultural y
moral, en las sociedades contemporáneas.
Como se puede observar, en las cinco líneas la diferencia en-
tre oikos y polis se hace presente, incluso sugieren que la transgre-
sión es una potencia contenida en el fondo de la relación entre lo
doméstico y la política, en espera de generar oportunidades de expo-
sición desde la vida privada, que van más allá de las reglas morales
de cada familia, de cada tribu, de cada sociedad, a la vida pública: la
búsqueda de un suelo común que encuentra en las leyes de la polis
su cimiento, esas leyes también pueden ser señaladas como antídoto

22
a la transgresión que las rivalidades intestinas producen continua-
mente en el seno del universo de lo privado, aunque pueda suceder
su volcamiento cuando lo intestino termina por definir todo el campo
de lo público (Agamben, 2015).

Un nuevo prefacio para la transgresión


La transgresión es una palanca de desarrollo de la política con-
temporánea. Pone en acción una serie de dispositivos de los comple-
jos mecanismos de estructuración social. Precisamente el desarrollo
de la vida en sociedad termina siendo posible porque su campo de
ejecución permite una serie de operaciones donde la transgresión es
siempre incluida, aunque sea bajo la forma de la incomprensión de
sus determinaciones. Está y no está presente en las maneras de pro-
ducción del suelo común: es el chivo expiatorio y la necesidad de un
tercero ausente para la justificación y quizá la legitimación de toda
forma de reclamo al orden.
Así, tomando prestado el título de un breve artículo que escri-
biera Michel Foucault (1996: 123-142) en 1963 para la revista Criti-
que, en un número dedicado a Georges Bataille, este volumen pudie-
ra llamarse “Nuevo prefacio a la transgresión” —el título del artículo
de Foucault es “Prefacio a la transgresión—, en la medida de que
ofrece una serie de lecturas que introducen desde diversas filiaciones
disciplinarias como la filosofía, la sociología, la ciencia política, la
historia, el derecho y el psicoanálisis, tópicos y procesos políticos
que componen y agregan entendimiento al circuito histórico que re-
laciona la transgresión con los cambios en la subjetivación de la po-
lítica y del poder; circuito que en el caso particular de la modernidad
aparece cuando en el mundo ya no se “reconoce un sentido positivo
a lo sagrado” (Foucault, 1996: 124).
La constatación de este vacío, de este carácter puramente dife-
rencial, o como justo Foucault subraya, de esta “ausencia centellan-
te”, es decir, que está presente, que distrae y se vuelve insoportable-
mente necesaria su ausencia, pudiera ser un potencial comienzo de
discusión sobre algunas variantes recientes de la des-
universalización de la política y la democracia, que al esfuerzo de

23
reproducción de sus universales, han llegado al confinamiento de sus
formas clásicas en significantes en vías de vaciamiento, con el riesgo
de “llenarlos” o “alimentarlos” en los límites de su capacidad de in-
tegración social con ciclos enteros de protesta y resentimiento.
En esta compilación la noción de transgresión se desdobla por
diversas estancias topográficas, pero sobre todo topológicas; desa-
rrolla su “biografía” a través de sus “cultores”, es decir, de algunos
de sus personajes, que junto a las obras excepcionales que producen,
terminan por construir un conjunto de categorizaciones que deben
ser pensadas como herramientas útiles (por su significación en cier-
tas palabras-clave) para nuestras tareas de enseñanza y transmisión
del conocimiento. Pero también hemos pensado en la posibilidad de
contribuir a la construcción de diversas “rutas de navegación” por
los claroscuros de la política, sea definida como fenómeno histórico,
sea trabajada como fenómeno filosófico, sea igualmente señalada
como fenómeno teórico, y que tiene en la categoría de transgresión
una semántica aún por hacerse. Este volumen colectivo intenta ser
un primer paso en esta dirección.
La obra tiene su punto de partida en la heterogénesis del fenó-
meno de la transgresión, en el sentido de que se esfuerza por comu-
nicar el espacio de ciertas formas de subjetivación política, así como
del proceso de gubernamentalización del otro. El hecho cobra rele-
vancia en nuestros días si pensamos que las múltiples maneras de
relacionar al yo con su alteridad en el concierto de las democracias
colindan con uno de los desafíos esenciales de la política: la biopoli-
tización de la sociedad y del desarrollo de las instituciones que iden-
tifican todavía hoy a la democracia con una forma de gobierno, y en
muchos casos, con una forma de sociedad. Todo ello en un ambiente
donde los Estados han “evolucionado” rápidamente hacia una forma
estatal de seguridad, fundados en la “necesidad” y el “miedo” de los
ciudadanos, que son espoloneados a partir de la aparición de un otro
absoluto que se manifiesta de manera relativizada en el problema del
terrorismo, del crimen organizado de impronta transnacional y re-
cientemente en la emergencia sanitaria del Covid-19. Uno de los
efectos de estos problemas es la despolitización del ciudadano, lo

24
que supone una nueva configuración del “extranjero del interior” al
transgredirse las garantías individuales cada vez que se recurre a la
declaración del estado de emergencia o excepción mediante la re-
ducción de la apropiación del espacio público, la sospecha como
norma, y la posibilidad de entrar en el espacio privado sin ningún
tipo de orden judicial (Agamben, 2020). Quizá este momento revela
el cambio de la democracia en este siglo, pero también el de la histo-
ria de lo político por venir, dibujando su estancia menos apacible en
la intermitencia de la violencia y el “retorno” de cualquier hagiogra-
fía que otorgue sentido en un mundo como el nuestro.

En busca de una “obra ausente”


Política y transgresión. Antología de textos de la Revista Meta-
política está estructurada en tres grandes apartados: “Espacios políti-
cos”, “Heterodoxias” y “Palabras-claves”, y a partir de ellos desarro-
lla las diversas maneras de lectura que hasta este momento se han
comentado. La transgresión opera como fenómeno transversal a to-
das y cada una de las colaboraciones de esta obra. De hecho, también
se puede sostener que el conjunto de contribuciones de algún modo
transgreden diversos regímenes discursivos y disciplinarios para po-
der llevar a cabo la empresa que se proponen en cada tópico especí-
fico que ponen bajo revisión.
En la primera sección encontramos diversos capítulos que traba-
jan múltiples direcciones filosóficas y políticas de la transgresión:
Patxi Lanceros aborda la fundación de la ciudad (civitas) a partir del
concepto de crimen que está en su origen y junto a la posibilidad de
instituir la espacialidad para el sujeto-ciudadano (cive) en el juego
inclusión-exclusión. Rosario Herrera Guido discute la dualidad cons-
titutiva de toda política y de toda formación de civilidad: la de la
unión entre ética y poética, que para la autora quiere decir “una ética
política que se despliega como estética en la ciudad”, con lo que la
labor primordial de la polis no es la captura de la vida por parte de
aquellos que detentan el poder, sino la de la expansión de la libertad.
Mario Perniola desarrolla un alegato crítico sobre la sociedad del
consumo actual y su relación con el terrorismo a partir de los ataques

25
en 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York, advirtiendo la entrada
de las sociedades actuales a un nuevo régimen de historicidad (pre-
sentismo) caracterizado por el ascenso de nuevas fobias y prejuicios.
Maurizio Ricciardi desarrolla una reflexión sobre la fundamentación
teórica y jurídica del neoliberalismo, en la génesis de este fenómeno
en los años veinte y sobre todo treinta del siglo pasado. Por su parte,
Javier Frazné discute algunas de las falacias en torno al discurso re-
currente para la descalificación del populismo, evidenciando las con-
tradicciones semánticas insoslayables que conlleva este discurso, así
como lo que sí es posible incluir, teóricamente, en el genus del popu-
lismo reciente. Reyna Carretero Rangel se pregunta sobre la posibi-
lidad de constituir una plétora trashumante, en tanto búsqueda conti-
nua de aquello que puede densificar la vida en medio de las turbu-
lencias de lo que llama “el proceso paulatino de desertificación sub-
jetiva, cuya abrumadora avanzada va quebrando toda barrera protec-
tora e invadiendo las “zonas de confort” emocionales y materiales,
abriendo un gran desierto y dejando sólo un puente mínimo sobre el
que transitamos pendularmente”. En este proceso es que cobra rele-
vancia el debate sobre la forma del clinamen y el deslizamiento exis-
tencial. Alessandro Pizzorno problematiza el nacimiento de la cate-
goría de lo político en la historia cultural y política de Occidente,
con el objetivo de desarrollar una conceptualización original sobre la
reflexividad del poder, es decir, sobre su capacidad constante de po-
ner en negociación y movilización los límites después de los cuales
la política absoluta, como él la llama, tiene lugar y ha terminado por
ser un motor de la política moderna. Finalmente, Gian Enrico Rus-
coni discute algunas de las dimensiones fundamentales del concepto
de sociedad compleja, tanto en el campo de la sociología política
como en el de la teoría política. Muestra la pertiencia analítica de
pensar ideas y procesos como el de incertidumbre y contingencia en
las formas de constitución de la sociedad contemporánea.
En la segunda sección, contamos con una serie de contribucio-
nes sobre figuras que sin duda hacen de la transgresión un modo de
existencia, y de crítica social y política. La sección abre con una re-
lectura sobre La sociedad del espectáculo de Guy Debord, desarro-

26
llada por Giorgio Agamben, donde sostiene la tesis de que en el tex-
to de Debord es posible encontrar algunos de los principales rasgos
que definirán a la sociedad capitalista de nuestros días. Le sigue una
aguda reflexión de Patrice Vermeren sobre Miguel Abensour y la
actualidad de estudiar y discutir sobre las utopías y su seductora
“(in)actualidad”, en concordancia con las directrices desarrolladas en
esta introducción del topos outopos. María Luisa Maillard sigue las
huellas de las reflexiones en torno a la ciudad como espacio político
y filosófico que desarrolló a lo largo de su obra la pensadora españo-
la María Zambrano. Luego, tenemos una lectura sobre algunos de los
aspectos más polémicos de la biografía y la obra del escritor y ci-
neasta italiano Pier Paolo Pasolini, por parte de Giovanni Falaschi,
quién subraya la obsesión de Pasolini por transgredir normas políti-
cas, morales y culturales para advertir los efectos perniciosos de la
espectacularización de la sociedad italiana y europea en una época
que va de los años cincuenta del siglo XX hasta mediados de los
años setenta, momento del asesinato del escritor italiano. Asimismo,
contamos con la contribución de Edgar Morales, quién se detiene en
algunos pasajes de la obra de Georges Bataille, figura de la transgre-
sión por excelencia. Asimismo, tenemos una indagación puntual por
algunos juegos de derribamiento-erección de la ley en el pensamien-
to de Friedrich Nietzsche a cargo de Hugo César Moreno Hernández.
Por su parte, Conrado Hernández López hace un esfuerzo de catego-
rizar el carácter abiertamente heterodoxo de la figura del escritor Mi-
lan Kundera, quizá uno de los escritores contemporáneos más auda-
ces en el panorama de las narrativas que hemos heredado de la se-
gunda mitad del siglo XX. Gilles Bataillon nos ofrece un recorrido
puntual sobre la obra del pensador francés Claude Lefort, subrayan-
do la importancia de su obra para el pensamiento sobre la democra-
cia en los debates contemporáneos y la crítica que desarrolló muy
tempranamente en su obra en torno a los totalitarismos. María Luisa
Bacarlett Pérez nnos ofrece una discusión en torno a las obras de
Uexküll y Deleuze para establecer algunos campos de inteligibilidad
entre ciencias de la vida y filosofía, particularmente tomando en
consideración la obra de estos autores para pensar el cuerpo como

27
espacio político. Franco Volpi nos ofrece un original ensayo sobre la
vida y obra de Kant, subrayando su carácter innovador de la figura
de Kant para la cultura y la vida intelectual de su tiempo, y dejando
de lado la imagen de un Kant aburrido y muy ordinario.
En la tercera sección, Paola Martínez trabaja sobre una de las
paradojas centrales de la sociedad actual: qué hacer frente al hacer
que no deja de extender sus dominios en lo más íntimo del sujeto, a
partir de la reflexión propuesta en un texto de reciente publicación
de Jean-Luc Nancy. Emma León nos ofrece un alegato sobre el sue-
ño como refugio y como derecho, algo que en las ciencias humanas
actuales está completamente olvidado. Zulai Macías debate la noción
de cuerpo escénico, sus aporías y sus desarrollos, recordando que la
política no deja de ser movimiento, fragilidad y flexión. Rafael Es-
trada Michel desarrolla una crítica puntual a los usos perversos de la
lengua del derecho y la justicia por parte de los llamados “expertos”
que literalmente expulsan la materia de elucubración de toda norma:
la vida, sobre todo aquello que potencialmente es de todos. Laurance
Le Bouhellec discute el concepto de biopolítica, particularmente re-
lacionado con los fenómenos de violencia en la sociedad contempo-
ránea, donde argüye que “el concepto de biopolítica permite señalar
y rastrear un cierto impensé de lo social”. Cierra esta sección un tex-
to del sociólogo francés Michel Maffesoli, quien señala la importan-
cia de cambiar las maneras de observación del mundo social, sobre
todo de aquello que compone la vida ordinaria de los sujetos, para
recuperar una de las formas de análisis clásicas de la sociología, que
a saber es descifrar el significado que los sujetos otorgan a sus ac-
ciones.
Es oportuno expresar que con excepción de esta “Introduc-
ción” a mi cargo, y del “Epílogo” escrito por Juan Cristóbal Cruz
Revueltas, textos que han sido redactados especialmente para esta
compilación, todos los demás capítulos que componen el libro fue-
ron publicados previamente en diferentes números de la revista me-
xicana de teoría política Metapolítica, publicación editada por la Di-
rección de Comunicación Institucional de la BUAP. Todos los textos
fueron escritos con absoluta independencia unos de otros. Si bien los

28
trabajos de esta compilación fueron publicados entre los años 2007-
2020, es oportuno agregar que son reflexiones desde una perspecti-
va, quizá sin proponérselo, totalmente “inactual”. Por ello, cuando
uno los relee termina con la sensación de que merecen —y quizá
exigen— encontrar un nuevo lugar, menos “abigarrado” y menos
“desfasado”, si partimos del hecho de que toda publicación periódica
produce y pluraliza los ángulos de sus contenidos a partir de las in-
quietudes y los interés intelectuales del momento en el cual se confi-
gura cada entrega, lo que en muchas ocasiones hace que se pierdan
en medio de las formas y estilos a veces totalmente divergentes de
los números donde aparecieron los materiales de la presente compi-
lación.
La exigencia de encontrar un nuevo lugar que los reciba y que
además justifique la posibilidad de que pueden estar y mantenerse
juntos, es decir, como una obra colectiva, exige la construcción de su
campo de inteligibilidad, lo que nos empujó a problematizarlos a
través de la categoría de transgresión y su relación con otras formas
de fronteras de la política. Michel Foucault (1996: 127) conocía bien
esta conjugación:

la transgresión es un gesto que concierne al límite; es allí, en la delgadez de


la línea, donde se manifiesta el relámpago de su paso, pero quizás también
su trayectoria total, su origen mismo. La raya que ella cruza podría ser efec-
tivamente todo su espacio. El juego de los límites y de la transgresión pare-
ce estar regido por una sencilla obstinación: la transgresión salta y no deja
de volver a empezar otra vez a saltar por encima de una línea que de inme-
diato, tras ella, se cierra en una ola de escasa memoria, retrocediendo así de
nuevo hasta el horizonte de lo infranqueable.

La recopilación quiere mostrar un cierto interés “secreto” por


algunas formas políticas, tanto clásicas como contemporáneas. La
afinidad “electiva” de los textos sugiere un recorrido por diversas
maneras de narrar y contradecir las figuras de la ley y del orden polí-
tico en los lugares, materiales o inmateriales, de la democracia en el
mundo antiguo y en el moderno.
Por lo demás, al ser un conjunto de textos que pertenecen a otro

29
sistema de referencias (el momento preciso de su publicación), y que
pueden explayarse (pues no se agotan en su lugar original) a campos
de significatividad distintos y distantes de aquel para el que fueron
pensados, pueden ser leídos como “fragmentos” que sobrepasan el
ámbito de su publicación para atisbar nuevos significantes en torno a
lo político (Agamben, 2011: 101). O como lo sugiere Giorgio Aga-
mben, quién ha vuelto a proponer en el campo de las ciencias huma-
nas el juego de la escritura de un libro imposible,

Cada obra escrita puede ser considerada como el prólogo (o más bien como
la tablilla perdida) de una obra jamás escrita y que permanece necesaria-
mente así, puesto que, con respecto a ésta, las obras sucesivas (a su vez pre-
ludios o moldes de otras obras ausentes) no representan más que estacas o
máscaras mortuorias. La obra ausente, que no puede ser exactamente situa-
da dentro de una cronología, se transforma así en las obras escritas como
prolegomena o paralipomena de un texto inexistente o, en general, como
parerga que encuentra su sentido verdadero sólo al lado de un ergon ilegi-
ble. Según la bella imagen de Montaigne, son el marco grotesco para un re-
trato inconcluso o, según la sentencia de una carta pseudoplatónica, la con-
tracara de un escrito imposible (Agamben, 2011: 209).

Quizá esta coincidencia no exigida sea la que permita ahora


desmantelar la “convencionalidad” editorial, para iniciar una ruta
crítica hacia un esfuerzo colectivo de pensar la transgresión y su re-
lación con la vida política a través de indagaciones que se presentan
simplemente como historias del singular, entendiendo con esta acep-
ción “[…] la minucia de una historia, por así decir, en estado nacien-
te donde todo es astilla y jirón aislado, pero donde cada fracción es
inmediata e históricamente completa” (Agamben, 2011: 189). He
aquí, entonces, la potencialidad y la pertinencia de la presente com-
pilación, ofrecida sobre todo al lector, tanto colegas como estudian-
tes, de “obras ausentes” del mercado editorial universitario actual de
nuestro país.

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32
1. ESPACIOS POLÍTICOS

33
La huella del crimen
Imagen de la ciudad

PATXI LANCEROS*

No obstante, la vida humana es bendecida en


imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes
puede comprenderse a sí misma; las imágenes son in-
desterrables, están en nosotros desde el comienzo del
rebaño, son más antiguas y más poderosas que nues-
tro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pa-
sado y futuro, son doble recuerdo del ensueño y tienen
más poder que nosotros.

Herman Broch, La muerte de Virgilio.

De espacio
Concebido en la modernidad, junto al tiempo y en relación con
él, como condición a priori de la sensibilidad (con el concurso y la
venia de Kant, evidentemente), el espacio no se ha beneficiado —sí,
por el contrario, el tiempo— de una suficiente reflexión filosófica
hasta hace muy pocos años. Si a lo largo del siglo XX el concepto de
espacio ha sido habitual en las obras de arquitectos y urbanistas, de
geógrafos y sociólogos, parece que su carácter “condicionante”, aca-
so equivalente al del tiempo, no incitó a la filosofía tanto como el de
este último. Tal vez porque la modernidad ha vivido bajo el patroci-
nio de la historia (o ha consistido en el pre-dominio de la historia) y
esta se extiende y se distiende en el tiempo, el espacio, inmóvil y
fijo, paciente y subyacente, no ha requerido atención adecuada. O tal
vez porque parece que la humana existencia se halla afectada por el
tiempo y por el tiempo infectada, mientras que “solamente” se so-
porta en el espacio.
Sin embargo, en el espacio se sostiene y se contiene la existen-
cia humana. En el Espacio máximo de desconocidos límites que, más

* Profesor investigador en la Universidad de Deusto, Bilbao, España.

34
o menos, equivale al Universo y en los espacios mínimos, inframi-
croscópicos, infraatómicos o infracelulares; y también, más próxi-
mos a la experiencia habitual, en esos “mesoespacios” que se sitúan
entre las magnitudes macroscópicas y microscópicas, que van desde
el habitáculo hasta el Globo terrestre pasando por lugares, ciudades,
regiones, naciones, continentes… Todos ellos son condición —
inmanente— de la sensibilidad; y aun parecería que también del en-
tendimiento y de la razón. Todos ellos son condiciones de la existen-
cia y de la co-existencia.
En ausencia de confirmación de una base en el griego spadion-
stadion,4 la palabra espacio (espace, space, spazio) procede del latín
semiculto spatium que designa un terreno abierto, un campo hábil
para correr o para pasear (sentido que se mantiene en el alemán
spazieren, también semiculto), un terreno, por ello que se entiende
“exterior” y “público”, y que podría considerarse como dato inicial,
o como mera naturaleza. En alemán, sin embargo, el término que
cabe traducir por espacio (Raum) procede del teutónico ruun, que da
room en inglés o ruimte en holandés. Derivado del adjetivo común
altogermánico ruuma relacionado a su vez con el avéstico ravah y
con el latino rus (ruris) designa espacio, sí, pero un espacio que ha
sido previamente “abierto” o despejado, un espacio que se ha conse-
guido o ganado; delata el término Raum la actividad humana en la
elaboración y en la “conquista del espacio” (Duque, 2001, pp. 8 y
ss., 2005, 2008).
Encontrarse en el espacio abierto o provocar la apertura, saberse
en el espacio o conquistarlo. Esa parece ser la alternativa que la his-
toria de las palabras descubre y describe. O, más que la alternativa,
la alternancia que indica la posición del humano y su trabajo crea-
dor: desde el espacio, sobre el espacio. Que puede aparecer, a la vez,
como ilimitado y susceptible de delimitación, como indeterminado y
susceptible de determinación.
Determinación y delimitación son condiciones del orden, de to-

4 La hipótesis fue tempranamente sugerida por Mommsen y no cuenta, hasta donde


me consta, con muchos partidarios, aunque resulte atractiva por muchos concep-
tos.

35
do orden. Y orden, u órdenes, es lo que descubre la mirada en los
diferentes hábitats que la condición humana se ha dado, los que ha
elaborado en su existencia y con su experiencia. Órdenes que, a una
percepción no entrenada, o excesivamente complaciente con el pro-
pio entramado de relaciones, con las disposiciones habituales de sus
palabras y sus cosas, le puede frecuentemente parecer caos. Pero or-
den delata la gruta prehistórica, o el claro abierto en el bosque a
efectos de culto o reunión, o la ciudad antigua, cruzada por sus dos
principales avenidas, o la Roma quadrata.
Determinadas y determinantes, esas experiencias de orden son el
resultado de una intervención técnica; una intervención en la que la
técnica todavía conserva y guarda la presencia del arte. Esas expe-
riencias son, también —o sobre todo— sustracción al espacio in-
finito, in-menso; son acto —violento, si se quiere— de apropiación:
o verdadera violencia fundadora, que antecede a la estudiada por
Benjamin o Derrida. Del espacio in-finito se hace lugar al establecer
límite, valla o cercado, al talar o despejar el bosque o el matorral. El
espacio continuo se ve así fracturado, cortado por discontinuidades
que establecen diferencias cualitativas, niveles y jerarquías: un ámbi-
to sagrado, por ejemplo, un espacio separado y protegido, un espacio
segregado del bosque o la llanura, un espacio capturado, captado y
conceptualizado
Así el temenos griego, o incluso anterior, y el templum romano
son el producto de un corte, de una segregación. Y se alzan como
territorio sagrado en la medida (y por la medida) en que representan
una intervención, o una sustracción fundadora de culto y cultura. Lo
mismo que la tierra de labor; también ella, en este sentido, sagrada,
ha sido separada, sustraída para el cultivo.
Cultivo, culto y cultura, ámbitos de actividad y contemplación,
de acción y pensamiento, escenarios en los que se gesta —y se ges-
tiona— la experiencia humana y que aparecen inicialmente como
dibujo, diseño y designio en el espacio: en un espacio que una vez
cultivado y culturizado, se expone como condición de existencia.
No se discute aquí si el humano ha trabado combate —singular
y plural, individual y colectivo— en, con y contra el tiempo. Y que

36
la intervención, también de-marcadora, delimitadora, en el flujo
temporal ha propiciado ritmos de actividad o labor, de celebración,
culto y guerra, días fastos y nefastos, también ellos segregados. Co-
mo no se discute que el orden y la medida se experimenten también
en el decurso del tiempo: en la alternancia del día y la noche, en los
ciclos solares o lunares, en el devenir y retornar de las estaciones. Lo
que ocurre es que la ley —férrea ley— del tiempo se conjura y se
conjuga con la ley del espacio. Y ambas, de común acuerdo, son
condición de orden, condición de existencia; o condiciones de toda
experiencia posible.
Pues la ley de la posibilidad y la posibilidad de la ley implican
pro-posiciones, condiciones pro-puestas de(l) poder. Del poder ser,
del poder estar. Despejar una estancia o promover un intervalo, es la
genuina actividad creadora, previa a cualquier edificación. Bien lo
sabía el cronista de la creación en el mito semita (Gen. 1, 1-18), que
narra el episodio como una sucesión de separaciones y reuniones, de
delimitaciones y demarcaciones que abren espacio y tiempo, escena-
rios en los que tendrá lugar la completa aventura de la vida (vegetal,
animal y, finalmente, humana); o en los que tendrán lugar la pro-
ducción (vv. 11 y 24), la expansión y el dominio (vv. 26 y 28).
El imperativo “fiat” del Dios bíblico es el arquetipo, efectiva-
mente, de la creación, de una “tecnopoiética” que delimita y separa:
la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, la tierra
de los mares, el día de la noche. El arte de la separación crea espacio
y da lugar (y tiempo).
Trazar una línea es circunscribir un habitat, y prefigurar hábitos
y habitantes, divisiones y decisiones normativas que presuponen el
gesto creador inicial e iniciático, gesto que se repite en la fundación
de ciudades, en ese acto in-augural que invoca cielo y tierra y se
consuma con un trazo, con una marca de limitación.
Ocurre también que el espacio que así se abre, o el lugar que se
augura y se inaugura, tiende rápidamente a cerrarse, que el trazo de
apertura puede ser también trazo de clausura; y que la demarcación
se prolonga en líneas de fractura: de exilio, hostilidad y combate.
Caos es el “espacio” infinito, no demarcado o no trazado. Caos

37
es el bostezo informe que, según Hesíodo, era en el principio, o era
el principio. La línea o el trazo, la separación en cualquier caso, dan
lugar (tópos) o espacio propiamente dicho, el que puede ser, con tra-
bajo, violencia o astucia, habilitado y habitado (jóra): recipientes y
contenedores hospitalarios en los que se cursa la experiencia y que
cobijan la existencia. Pues espacio y lugar son cercos o límites sa-
grados de protección (el lugar, dice Aristóteles, es el primer límite
inmóvil de lo abarcante: tou periéjontos péras akíneton proton). In-
móvil y, frecuentemente, impasible, el lugar, apertura de hospitali-
dad, es también clausura que proyecta hostilidad. No ambigüedad
sino intrínseca duplicidad de toda línea, de cada trazo.
Quizá todo el drama del humano, el drama de su existencia, se
proyecta desde la primera línea que se traza, desde esa línea que crea
espacio y da lugar: también al horror. Quizá el drama humano se ha-
ya escenificado preferentemente —y hoy más que nunca— en ese
conjunto de líneas, superficies, volúmenes, en esa organización del
espacio (y) del poder que es la ciudad (Cfr. van de Ven, 1981).
La línea, trazo o traza, es establecimiento e institución de un
principio de orden. De un principio que sucede, sin embargo, a otro:
a un origen, si se quiere, que queda retraído o rezagado, a un origen
separado (sagrado) del que el humano ha sido expelido, expulsado.
Y del cual queda, resiste, memoria narrada, leyenda: mito. Origen
paradisíaco, roto por la desobediencia: que abre otro espacio, de no-
madismo y exilio, en el que se hace la experiencia de la orfandad,
del abandono. El abandono y la orfandad de Adán y Eva, que dan
paso a su condición humana:5 demasiado humana y plenamente hu-
mana. Y orfandad de una estirpe que se revela delincuente, que habi-
ta en el inmenso territorio de la falta, de la falta de fundamento: fuga
del origen con el que sólo (y siempre) se entabla relación a través del

5Puede ser, como afirma Georg Simmel, que la fruta que degustaron (y por la que
padecieron) Adán y Eva en el Paraíso no estuviera suficientemente madura: obli-
ga, en cualquier caso a un nacimiento para siempre pre-maturo. Escenifica, sin
duda, la caída, y la intemperie a la que la caída condena. Pero apenas sugiere nada
a efectos de elevación alternativa. Esta última se proyecta desde otro signo, otro
crimen. Una excelente filosofía de la caída (y de la caída en la filosofía) puede
encontrarse en Fabris (2008).

38
relato. Estirpe, la de Caín, que gestionará la herencia, acaso sin tes-
tamento, de una fundación distante del Paraíso, o en permanente exi-
lio: organizado y ordenado. Orfandad de Rómulo y Remo que, ama-
mantados por una loba, se yerguen de su estado salvaje (agrios) para
proyectar otro estado de cultura, tal vez —la expresión es conoci-
da— otro estado de barbarie.
Y tras el abandono, el crimen: el de Rómulo mismo, el de Caín.
Y tras el crimen (no se olvide: doméstico, familiar, “entrañable”), la
ciudad. Roma, o aquella que fundó Caín en la región de Nod; y a la
que puso el nombre de su hijo, Henoc. Otra vez la familia.
Muchas cuestiones se acumulan sobre la línea: línea de fuga, de
fractura, pronto de protección. Cuestiones relativas al origen —
eludido o elidido— y aun al “suplemento del origen” (Derrida, 1985,
pp. 149 y ss.),6 cuestiones referidas a la diferencia y a la presencia, o
a la violencia, tanto fundadora como (in)fundada. A esa violencia
que dispersa a la familia (y altera el estatuto de las génesis y las ge-
nealogías, la lógica del estirpe o del clan) al explotar en y desde su
interior: y que re-produce (de forma difer(i)ente) sus arcaicos y arca-
nos prestigios en otro lugar.
En el espacio in-menso o des-medido, en el espacio infinito o
meramente indefinido, la línea abre otro espacio (que se quiere defi-
nido y acaso definitivo) al cerrarse sobre sí misma, al instituirse co-
mo clausura autorreferencial: condición de posibilidad de la hetero-
referencia, de la comunicación y el dominio. En el mundo infinito —
por pervertir un famoso título de Koyré— abre, al clausurarse, un
cosmos cerrado. Ese cosmos es la ciudad, artefacto principal de la
conquista del espacio.
La línea es la gran hazaña técnica; la gran hazaña artística, vale
decir. Y su producto genuino es la ciudad. La línea es signo, es cri-
men. Es efecto de una discriminación o un discernimiento y causa de
muchos otros, es efecto de una decisión, de una occisión. De una

6 No se olvide, por cierto, que crimen en latín (de cerno, relacionado a su vez con
el kríno griego) significa, precisamente, signo. Resultará evidente que esa equiva-
lencia —y lo que propone pensar—, fácilmente comprobable en cualquier diccio-
nario, es la guía retórica del presente ensayo.

39
violencia que amenaza con extender el desorden, de prolongar el
abandono. Habrá que seguir interrogando sobre el mensaje que emi-
ten esas metáforas —familiares— del abandono o de la orfandad.
Vayamos, sin embargo, al crimen, al signo: de Rómulo o de Caín.
Vayamos a la ciudad (Zarone, 1993; Lanceros, 2006).
Pues sin línea, sin discriminación o discernimiento, sin crimen,
sin signo, no hay ciudad. Y no hay región. No hay espacio abierto
sin el cierre de líneas.
Coincido con Edward Soja (1996, 1989) en que no se puede en-
tender la ciudad sin referencia —fundamental— al espacio. Tampo-
co se puede entender el espacio como espacio político, o espacio es-
tético, o espacio ético, sin referencia a la ciudad.7 Que muchos estu-
dios de geografía urbana, sociología y urbanismo avalen hoy ambos
asertos, no es óbice para ensayar una interpretación del compromiso
princip(i)al entre espacio y ciudad.
Pues la ciudad no se instala en un espacio indiferente: crea, por
el contrario, un espacio diferente. Y un espacio que quiere —puede
querer y quiere poder— diferirse en el tiempo. La ciudad crea re-
gión. Cuestión, nuevamente, de líneas: de crímenes o signos.
La región puede pasar por ser el continente espacial más cercano
a la mera naturaleza. La nostalgia de ella, de la naturaleza, que hoy
nos afecta de forma particularmente acuciante, parece imponer esa
“naturalidad” a las regiones, frente a la artificialidad de las provin-
cias o de los Estados.

7 Pues de ese espacio se trata, efectivamente: un espacio producido o proyectado


cuyo estudio requiere el análisis de ámbitos diversos, que no van a ser explorados
aquí. Una invitación a considerar la complejidad del espacio en perspectiva urbana
se puede encontrar ya en los clásicos trabajos de Castells (1974, p. 424): “Tan im-
posible es hacer un análisis del espacio ‘en sí’ como hacerlo del tiempo... El espa-
cio, como producto social, es especificado siempre por una relación definida entre
las diferentes instancias de la estructura social: la económica, la política, la ideoló-
gica y la coyuntura de las relaciones sociales que resulta de ello. El espacio es,
pues, siempre coyuntura histórica y forma social que recibe su sentido de los pro-
cesos sociales que se expresan a través suyo. El espacio es susceptible de producir,
recíprocamente, efectos específicos sobre los otros campos de la coyuntura social,
debido a la forma particular de articulación de las instancias estructurales que
constituye”. Véase también Castells (1981), Borja y Castells (1997), y Lezama
(2002).

40
Conviene no olvidar algún dato que ilustra al respecto del esta-
tuto de la región, desde el principio. Y en el principio, lo sabemos,
era el verbo: en este caso el verbo rego (conducir o guiar, dirigir en
línea recta). Un verbo que delata un evidente uso político, o ya pre-
político; una íntima relación con el orden y la organización. Que de
él procedan las palabras que enuncian lo recto y lo correcto, la recti-
tud y la corrección, o las que dicen el derecho y lo derecho (también
la derecha), las que aluden al régimen y al regimiento, o a toda suer-
te de dirección, rección y erección, es algo interesante que no puede
ser explorado aquí.8
Región: un territorio, acaso un país, una zona, una comarca, una
extensión de terreno delimitada. Naturalmente. Pero, ¿delimitada por
quién?, ¿delimitada por qué?, ¿por qué, por quién y dónde se traza la
línea que de-limita, que de-fine la región?, ¿qué marca (es) la co-
marca?, ¿qué signo, qué crimen, qué acto de discriminación, de dis-
cernimiento o demarcación?
En principio, regio no significa sólo zona o territorio delimitado,
sino que alude, sobre todo en plural, a la misma línea o al límite, a la
frontera que define la zona: y que zona, a su vez designa el ceñidor o
la faja, el cinturón que ciñe, y así limita o demarca, lo que queda en
su interior.9 Al pensar la región estamos, una vez más, sobre la línea.
Ya no tan naturalmente.
¿Qué línea o líneas? La regio, no visible para todos o para cual-
quiera es, efectivamente, una composición de líneas: las que traza el
augur en el cielo con su lituo (lituus). Se trata de la fundación de la
ciudad, se trata de la imagen de la ciudad, de sus límites imaginarios
que, a través de un rito complejo al que más tarde aludiremos, se
trasladan a la tierra. La regio, la zona, el espacio, se definen y se tra-

8 Sí el hecho de que región (regio) sea un derivado, a su vez, de ese verbo imposi-
tivo (rego) que estaba —ya— en el principio: alejado del origen, con el que sin
embargo, prolonga o difiere una cita permanentemente aplazada, permanentemente
desplazada.
9 Zona, en latín, deriva a su vez de la palabra griega zóne, forma sustantiva del

verbo zónnymi, que significa ceñir o ceñirse. De ahí procede también la palabra
zoster, ese herpes con apariencia de cordel o cinturón, y que ciñe con dolor y sin
piedad.

41
zan desde la ciudad, desde la fundación de la ciudad. No se instala,
no se instituye o se funda la ciudad en una región (sea la de Nod, la
del Ática o la del Lacio) sino que es la ciudad la que proyecta y do-
mina un espacio que queda de-finido, de-limitado o de-marcado co-
mo región, como territorio ceñido, dirigido y dominado por la ciu-
dad: regio.
Toma de tierra, como diría Carl Schmitt, que implica capturar,
partir o repartir, traer o sustraer, y habilitar un terreno nutritivo y se-
guro, zona de paz y zona en la que pacer, zona de pastoreo y de pas-
to (no sólo para animales no racionales): Nehmen, Teilen, Weiden.
Trazado de líneas, partición o reparto, que precedería a la ley y al
nombre: Nomos-Nahme-Name (Schmitt, 1953, 1959, 1979).
Se trata de líneas, se trata de signos (Azara, 2005, pp. 56 y ss.).
Y de imagen, poder o dominio. El lituo, el instrumento con el que
esas líneas se trazan (en el cielo, no se olvide) es, efectivamente, el
bastón o el báculo del augur, pero también la trompeta o el clarín de
guerra, y también el signo, la señal: y el que de-signa y da la señal.
Desde el cielo y sobre la tierra se funda la ciudad, se traza la lí-
nea, la región. Se cierra lo que (se) abre y abre lo que (se) cierra: la
línea. Y se ha señalado, de signo se trata, un centro que es imagen
del cielo en la tierra, imagen de la gloria y del poder. Desde ese cen-
tro, convenientemente señalado, se medirán el espacio y el tiempo.
Desde ese centro, convenientemente edificado —construido, habita-
do, pensado— se proyectan el orden, la ley y el nombre: edificio
singular y ordenación total, organización y normalización desde lo
que se contempla, se percibe y se consiente como excepcional. Es-
quema repetido y conservado en sus muchas metamorfosis, para ese
edificio modelo que la imaginación y la pluma de Julio Verne ubican
en el centro de Stahlstadt —la Ciudad del Acero—, gobernada con
mano de hierro por Herr Schultze: “Sabía que el centro de la tela de
araña formada por Stahlstadt era la Torre del Toro, especie de cons-
trucción ciclópea que dominaba todos los edificios próximos” (Ver-
ne, 1970, p. 81). Desde cada Torre del Toro se proyecta(rá) una ima-
gen que concentra y promueve todo ese complejo, todo ese síndrome
—enfermedad de repetición— de dominio. Y que ejerce como con-

42
dición de la sensibilidad: cierto es que ser es percibir y ser percibido.
Desde la ciudad, desde la fundación de la ciudad, desde la ima-
gen que la ciudad encarna o pretende, desde el Zigurat o la acrópolis,
el palacio o el templo se habilitan espacio y tiempo habitables, se
instituyen hábitos, se producen habitantes.
En un verso célebre del primer estásimo de Antígona, se refiere
Sófocles a tres dominios que el hombre, que poco antes ha sido cali-
ficado como “lo más formidable” (to deinotaton), ha aprendido por
sí mismo: el lenguaje, el pensamiento y las pasiones que ordenan
ciudades (astynómous orgás). Hemos de prescindir aquí, no por su
menor importancia, de las dos primeras para centrarnos en la tercera.
Considerando, además, que esas pasiones ordenadoras de ciudades
se vierten en dos cursos de acción, obviamente relacionados, como
se acaba de sugerir, desde el principio: la instauración de normas y la
construcción de formas. Entre ambas, en el nudo que las ata, se pro-
duce y se reproduce la multisecular alianza o el verdadero matrimo-
nio (no ajeno a desavenencias y conatos, nunca definitivamente con-
sumados, de divorcio) entre la arquitectura y el poder.
Espacio y tiempo, y todos los modos y todos los aspectos. Ab
urbe condita.

De la ciudad
Si no una estricta necesidad, es una vieja convención la de com-
parar la ciudad real —en detrimento de ella— con una imagen o mo-
delo que presume del valor añadido de la perfección y de la trascen-
dencia. Sea la ciudad ideal (Platón es, obviamente, el aludido), sea la
Ciudad de Dios (San Agustín, esta vez) o la larga serie de utopías
que, a lo largo de los siglos, han proyectado el pensamiento, la litera-
tura y el arte.
La ciudad real, aquella que, de diversas formas se ha ido real-
izando desde sus lejanos comienzos (acaso Jericó, acaso Uruk, o Ur,
o Çatal Huyuk...) hasta las actuales megalópolis tiene que justificar-
se; y tiene que defenderse, todavía hoy, de su pecado original. Que,
según el mito bíblico, consiste en haber nacido al margen del plan y
del cobijo divino, y como consecuencia del crimen. Pues fue Caín —

43
se sabe— el que fundó y construyó la primera ciudad; y cainitas se-
rían, desde sus infames comienzos, las relaciones y la convivencia en
la inicua ciudad real. Signo del crimen y crimen del signo: la ciudad.
Quizá por ello, por esa necesidad de justificación, por esa per-
manente necesidad de indemnización, o de expiación de la falta co-
metida en el principio, la ciudad se impone por principio la tarea de
mostrarse digna, de proyectarse como orden. Pero se trata de una
dignidad y un orden que no son prolongación de la naturaleza o don
gratuito de los dioses. La imagen de la ciudad (Lynch, 1984), la dig-
nidad y el orden que esa imagen persigue tiene un carácter artificial:
arte y técnica se alían, desde el principio y por principio, para cons-
truir una imagen que no consta en el catálogo de la naturaleza ni en
el legado de los dioses, aunque establezca con aquella y con estos un
diálogo no exento de fricciones y conflictos. La huella del crimen.
La historia de la ciudad puede narrarse como una historia de las
normas, lo que daría lugar al despliegue de una ética y de una políti-
ca urbana; también puede narrarse como una historia de las formas:
cuestión de percepción y estética. Creo que separar ambas historias
es una operación falaz, ya que la norma se refleja en la forma, se in-
corpora a la forma. Y esto es lo que nos está ocupando aquí: el rela-
to, necesariamente esquemático, de una estética de la ciudad. Pero de
una estética integral, de una estética que considere los compromisos
normativos y normalizadores de la forma. Si se pretendiera exhausti-
vo, este relato tendría que dar cuenta de las continuidades y disconti-
nuidades en la composición urbana, en el trazado y en la trama, ten-
dría que recordar modelos y pautas de crecimiento, también modelos
y pautas de colapso. Más modesto en sus pretensiones, el presente
ensayo propone algunos motivos para pensar la ciudad desde el pun-
to de vista estético. Para volver a pensarla. Para volver a empezar a
pensarla.10
Doblemente im-pertinente, por cuanto no perteneciente a la eco-
logía natural ni a la economía divina, el artificio urbano construye
sus normas y sus formas según pautas y lógicas que han de ser pro-

10 Cfr. Simmel (1986). Sobre los tópicos simmelianos y otras cuestiones presentes

44
ducidas e inventadas. Se propone y progresivamente se impone co-
mo una nueva presencia, como una nueva representación.
Hoy, cuando más de la mitad de la humanidad habita en ciuda-
des, cuando son las ciudades las que imponen modos, modas y esti-
los, las que gestionan la necesidad y el deseo, el trabajo y el ocio;
hoy, cuando las grandes urbes se exhiben como hipérbole, acaso
atroz, de aquella “elefantiasis megalopolitana” a la que aludía Lewis
Mumford refiriéndose a la Roma clásica, quizá sea más urgente e
importante que nunca estudiar la plural norma urbana, la múltiple
forma de la ciudad. Una y otra en el cruce entre presencia y repre-
sentación.
¿Por qué en ese cruce, en esa encrucijada entre presencia y re-
presentación? Tal vez por la costumbre, propiciada por la historia y
la teoría, fomentada por ciertas “estéticas de lo bello” y acentuada
por el turismo masivo, que sólo percibe la ciudad en tanto represen-
tación: y representación enucleada en unos cuantos puntos de refe-
rencia. Puntos, se dice, significativos, que expresan la identidad y la
diferencia de la ciudad, fragmentos de pasado o visiones de futuro,
reliquias o piezas de vanguardia que consienten ser fácilmente perci-
bidos y consumidos. Monumento u ornamento del que hoy, apenas
se cuestiona su lugar, su sentido y su función en el conjunto de la
ciudad. Y de una ciudad de la que se olvida o ignora que no sólo es
representación sino presencia; o que no sólo es arquitectura, sino es-
tructura.11
Quizá en el momento actual más que en ningún otro, bajo la ins-
trucción de una economía, una política y una cultura de la imagen y
del espectáculo, se tienda a cercenar la estética de la ciudad, a pres-
cindir de las complejas relaciones de estructura a favor de las impre-
siones ópticas, de la seducción visual que producen el monumento y
el ornamento (Cfr. Loos, 1993, en particular “Ornamento y delito” y

en este ensayo, véase Frisby (2001, 1992), y Cunningham (2005).


11 La oposición, drástica y deliberadamente forzada, entre arquitectura y estructura

ha de ser brevemente justificada: entiendo aquí por arquitectura únicamente la que,


con independencia de su supuesta o superpuesta funcionalidad, se produce según
la lógica del monumento; por estructura, todo tipo de relación, flujo o estanca-
miento, que compone la aventura urbana: por más que (a)parezca desestructurada.

45
“Ornamento y educación”; también Kracauer, 1999). Y esa misma
cultura de la imagen (con sus corolarios o fundamentos, económicos
y políticos) dicta la pauta de intervención en las ciudades. Una pauta
que apenas se preocupa de la producción de una estética urbana inte-
gral mientras multiplica gestos retóricos, a menudo superfluos, a
menudo esperpénticos, del “star system” arquitectónico, o se dedica
a restauraciones y conservaciones de dudoso valor artístico y nulo
valor funcional mientras se incrementan los problemas de habitabili-
dad, movilidad, etcétera; de todo aquello que la ciudad como presen-
cia ha de proporcionar (Tarufi, 1976, 1980; Benevolo, 1985).
Podría decirse que desde el mismo comienzo de la forma urba-
na, la ciudad ha aparecido como “teatro del poder”, como escenogra-
fía para la producción, multiplicación y exhibición del poder políti-
co, o de los poderes religioso y económico, a menudo con-fundidos
(Cfr. Giedion, 1955, 1981; Soja, 2008; Davis, 2003, 2007; Kotkin,
2006; Ibelings, 1998; Morris, 1984; Benevolo, 1999). La estética de
la representación ha dominado siempre sobre la estética de la pre-
sencia. Cierto es, si de dominio se trata. Cierto que la exhibición del
poder ha dado —en todos los momentos de la historia— forma a la
imagen de la ciudad; cierto que los edificios y monumentos que co-
bijan y exaltan los poderes se destacan en el espacio y se prolongan
en el tiempo. Aquí y allá podemos admirar restos: la calzada de los
muertos de Teotihuacán o las pirámides de Egipto, acrópolis, arcos
de distintas fechas, de distintos triunfos, iglesias y catedrales, casti-
llos y palacios de diferentes culturas y estilos. Arquitectura altiva,
más sobrecogedora que acogedora, que un día dominó el espacio y
ahora resiste en el tiempo y al tiempo. Arquitectura altiva que, muda,
llama la atención sobre lo que no resiste, sobre lo que no existe: so-
bre la ciudad precisamente, que antaño se rendía —casi literalmen-
te— a sus pies.12
Representación sin presencia, memoria llena de olvidos, de una
estética de la ciudad ligada a la representación, sacrificada a ella. De
un estética que sigue informando los modos de construir y percibir la

12 Dice Giorgio Piccinato (2003, p. 82): “La arquitectura persigue sorprender antes

46
ciudad.
A lo largo de sus muy venerables historias tanto la ciudad mo-
numental como la ciudad documental han padecido el síndrome de la
representación y han producido el efecto de la represión. Por decir-
lo, sin total consentimiento, con los términos que ahora utiliza la an-
tropología, la ciudad ha reprimido a lo urbano (Cfr. Lefevre, 1968,
1971, 1972, 1974, 1976; Hannerz, 1993; Joseph, 1999; Delgado,
1999, 2002). Dicho de otro modo, el teatro de la ciudad —
representación del poder— ha excluido, sometido y reprimido la
dramaturgia urbana —presencia de una potencia siempre incómoda y
acaso peligrosa.
La imagen de la ciudad es una cierta organización del espacio
que se proyecta en el tiempo. Uno y otro —espacio y tiempo— son,
pervirtiendo levemente a Kant en la Crítica de la razón pura, condi-
ciones de toda sensibilidad, de toda percepción, condiciones estéticas
en todos los sentidos del término.
Pero la percepción humana dista de ser natural; es más bien un
proceso —habitual, a veces instantáneo, a menudo inconsciente, pe-
ro siempre complejo— informado por condiciones de organización y
orden, producidas por la invención, consolidadas por la tradición y
reiteradas como costumbre. No es un exceso, afirmar que la mera
percepción, es un acto moral. E incluso el acto moral por excelencia,
ya que prescinde de cautelas reflexivas o reservas críticas, ya que no
impone corrección ética, o política, al (in)flujo moral.
Y es la ciudad la que ordena y organiza ese (in)flujo moral, la
que, al medir y distribuir el espacio y el tiempo, pro-pone las condi-
ciones, a la vez trascendentales y empíricas, de toda sensibilidad, de
toda y cada percepción. O es la ciudad la que —utilizando pro domo
famosas categorías de Reinhart Koselleck (1993)— organiza tanto el
espacio de experiencia como el horizonte de expectativa. Es, en
cualquier caso y en todos, la que incorpora a la forma la norma del
orden público, de la jerárquica convivencia. Desde el principio (Cfr.
Park, 1999).

que expresar”; véase también, de las Rivas (1992).

47
Se pueden consultar, por ejemplo en el libro de Charles Delfante
(2006), cientos de planos de ciudades que se han ido produciendo y
sucediendo en el tiempo y en diversos espacios; se puede leer esa
historia urbana en el texto de Lewis Mumford (1966, 1945). Se pue-
de repasar la filosofía desde sus comienzos, por ejemplo en la Carta
VII de Platón, donde se impone el cometido de “salvar la polis”, y en
todos los casos, tanto en los miles de ejemplos de ciudad monumen-
tal como en los miles de páginas que exponen la ciudad documental,
se descubren dispositivos, artes y técnicas de representación que im-
ponen norma y forma a la ciudad.
Rykwert (2002) ha reconstruido el complejo rito de fundación
de la ciudad antigua, aquella a la que Numa Fustel de Coulanges
(1984) dedicara un libro. Ese rito, del que entre nosotros Trías (2001,
1991) ha hecho reiteradas lecturas y ha extraído sutiles conclusiones,
ejemplifica perfectamente la constante histórica a la que me estoy
refiriendo: la incorporación de la norma en la forma, la prioridad de
la representación en la organización de la presencia.
Previa a su plasmación en la tierra, la ciudad se halla dibujada
en el cielo. Augures pacientes y arúspices tenaces contemplaban
(cumtemplatio) cielo y tierra hasta encontrar las señales propicias
para garantizar el éxito de la proyección de aquel sobre esta. Hasta
hallar, en el cielo, el lugar exacto en el que trazar las líneas, el lugar
exacto desde el que delimitar o definir la regio, o marcar la comarca:
dibujar la zona y ceñirla. Y desentrañaban —literalmente, como se-
ñala Trías en el prólogo a la edición española del citado texto de
Rykwert— el secreto de la ciudad. En el cielo aguardaba la norma; y
ojos atentos de sacerdotal o hierática dignidad la incorporan a, y en,
la forma: las dos avenidas principales de la ciudad, el cardo y el de-
cumanus que al cruzarse ubican el centro, y las murallas que habrán
de proteger el espacio urbano. Rito, ceremonia o institución del va-
llum: genuina “cuadratura” válida tanto para la fundación de la ciu-
dad como para la erección del campamento militar (ciudad diferente,
ciudad diferida).13 Desde el centro se proyectan las avenidas que, en

13 Usual es que campamentos militares devengan ciudades. En España, León con-

48
el interior de la empalizada, y acaso del terraplén defensivo (agger),
dividen la ciudad en cuatro cuadrados, quartiers o barrios. El espacio
ha quedado instituido, ordenado y dominado. Y el futuro augurado.
La in-auguración se ha cumplido.
A partir de aquí, la institución se impone, naturalmente. La ins-
titución, preciso es recordarlo, es, más por antonomasia que por
ejemplo, Roma: la ciudad eterna, caput mundi. Roma, que multipli-
cará señales de su poder y de su gloria, que fundará otras ciudades,
que será modelo obviamente envidiado.
Contemplada en el cielo, la norma se proyecta idealmente sobre
la tierra. Proyección ideal o representación que genera una arquitec-
tura y segrega una estructura. Una estructura, ya que las avenidas de
la ciudad, el cardo y el decumanus, separan y excluyen, dibujan es-
pacios habitables de distinta densidad económica y política, también
artística. Y una arquitectura. La que, elocuente, se alzará, con voca-
ción de perennidad, con ambición de eternidad, flanqueando las ave-
nidas: signo de la ciudad como representación del poder y de la glo-
ria. Crimen de la ciudad, poder y gloria de la representación.
La norma ideal, aquella que a lo largo de los siglos ha estado
custodiada en distintos cielos —el de los múltiples dioses, el del
Dios único, el cielo del Estado o el cielo del capital— dispuesta, sin
embargo, a revelarse en el momento oportuno, se plasma en la forma
urbana: horizontalmente distribuye los espacios (y los tiempos: de
trabajo, fiesta, etcétera) y atribuye a esos mismos espacios diferentes
valores: produce estructura; verticalmente erige signos del poder,
hieráticos y dominantes, visibles desde la lejanía: produce arquitec-
tura. Lo importante, lo sabía y lo dice Lewis Carroll, es saber quién
manda. Y el lenguaje de la ciudad expresa el mensaje del que manda.
Ese mensaje, más que en ningún otro sitio, más que en órdenes
precisas, en códigos o en libros de intención y contenido legal, polí-
tico o moral se escribe en la ciudad:14 se plasma violentamente en la

serva, en su nombre, el recuerdo de su origen (legio): aunque ahora se dude de si


era la séptima o la sexta gemela la que estuvo asentada allí.
14 No es la única forma de referir ni a la una ni a la otra, no es la única palabra

sobre una y sobre otra, pero conviene recordar el vínculo que establece Platón

49
estructura y se exhibe obscenamente en la arquitectura. Porque la
forma de la ciudad, traducción real de la (presunta) norma ideal, es
un artificio pedagógico: cosmos “bien ordenado” que regula espa-
cios, tiempos y movimientos, enseña a percibir el orden establecido
como orden necesario, en el extremo como único orden. Educación
estética, en el sentido más radical del término, pues nacer en la ciu-
dad —o integrarse en ella— obliga a adaptarse a sus espacios, a sus
tiempos y a sus modos, obliga a insertarse en las rutinas y en el
(in)flujo moral que produce el uso de su estructura. Y la arquitectura
—no pensada ni realizada para intimar sino para intimidar— puede y
debe ser contemplada: para recordar quién manda.15
De este modo, se convierte en asistente óptimo de esa operación
estético-política fundamental que consiste en ordenar la sensación,
organizar lo sensible, dominar la sensibilidad o producirla según
pautas precisas. O según pautas difusas: otra modalidad. Operación a
la que Jacques Ranciére denomina, acertadamente, “división de lo
sensible”: irrupción en —más que interrupción de, como afirma el
filósofo francés— “las coordenadas normales de la experiencia sen-
sorial”,16 ordenación y normalización que tiene su principio en la

(1971) entre la escritura y la ciudad. La pregunta es sobre la justicia (y sobre la


siempre probable injusticia). Indagación delicada: “La investigación que hemos de
acometer no es nada fácil, y requiere, a mi entender, una vista penetrante. Pero
como no estamos nosotros dotados de ella, me parece -les dije- que podríamos
llevar a cabo esta pesquisa como lo haría un hombre de vista no muy aguda, a
quien se le ordenase leer de lejos unas letras pequeñas (grámmata smikrà), y que
luego se diese cuenta de que las mismas letras están reproducidas en otra parte en
tamaño mayor y en un espacio también mayor (aùtà grámmata ésti pou kaì állothi
meízo te kaì en meízoni). Sería para él una suerte, a lo que pienso, el poder leer
primero las letras grandes, y fijarse luego en las pequeñas, para ver si resultan ser
las mismas. [...] Pero la ciudad, ¿no es mayor que el individuo? (Oukoún meízon
pólis enòs andrós)”.
15 Se hará más adelante, con base en Walter Benjamin, algún comentario al respec-

to de la contemplación. Conviene, sin embargo, retener la invectiva de Debord


(1992) contra la imagen autónoma y la contemplación que suscita.
16 La definición de esa operación por parte de Jacques Ranciére sirve a un muy

interesante concepto de política cuyo análisis no podemos acometer aquí. La ver-


sión que he propuesto parte de una más (que) desencantada interpretación de la
rutina estético-política, de su insistencia pertinaz. Véase, entre otros trabajos, Ran-
ciére (2005, p. 19, 2002, 1998, 2006, 1996).

50
mera percepción, en la pura sensibilidad. Y que acaso no tenga fin,
aunque sí fines (Harvey, 1990, pp. 260-308, 1997, 2003, 1999).
Así pues, la ciudad real —refugio para siempre de la estirpe de
Caín— paga permanentemente la deuda infinita contraída en el mo-
mento de su pecado original. Expulsada del Paraíso —incluso de la
Promesa—, hija del crimen y heredera del signo, se somete al más
violento de los mitos: aquel del orden alógeno y del orden necesario.
El mito de la representación. Con su corolario: la represión.
Nuestras ciudades —modernas o posmodernas, en el caso de
que hubiera diferencia apreciable— guardan (o inventan) memoria
de esos mitos, de esas violencias. Los edificios que se yerguen, que
se elevan intimidatorios exhibiendo orgullosos toda la envergadura
que la técnica en cada periodo histórico ha podido lograr, son re-
cuerdo —y, desgraciadamente, promesa— de otros tantos órdenes,
de otras tantas violencias.
Antaño la ciudad elevada —la acrópolis—, después palacios, ca-
tedrales, luego los edificios repres(entat)ivos del Estado-nación, aho-
ra las estilizadas torres de empresas y bancos que dibujan el horizon-
te: skyline del capital globalizado. Y siempre, sometida, una estruc-
tura en la que sangran las heridas de mil violencias. Las insulae ro-
manas,17 que horrorizaban a Marcial, Terencio, Juvenal o Petronio
no han dejado de proliferar, no han dejado de degradarse. Quizá sor-
prenda su presencia humillada y humillante, su presencia sometida al
mito de la representación.
No he transitado las barriadas asiáticas; sí las europeas y las
americanas: allí donde se presenta —que no se representa— el dra-
ma urbano, el drama humano de la presencia excluida y sometida.
Suburbios o arrabales, bidonvilles o favelas. No sólo recuerdo y
presente sino promesa. Se calcula que en el inminente futuro, esos
lugares de asentamiento, en África, Asia y América Latina, alberga-
rán a más del 90 por ciento de la nueva población urbana. Pero tam-

17 Debe verse, una vez más, el impecable e implacable “descenso al reino de las
madres” que narra Herman Broch (1979, pp. 39-47): el asombro ante las casas de
la ciudad, el ascenso, peldaño a peldaño, por la calle de la miseria, la locura eleva-
da hasta la verdad; locura de la verdad o verdad de la locura.

51
bién en las ciudades europeas y norteamericanas, el incremento de la
suburbialización se impone como tendencia: las banlieues francesas
han dado, desde el otoño de 2005, nombre a ese proceso; y han mos-
trado una parte de su complejidad. Fuera de la imagen de la ciudad,
incluidos como excluidos (o viceversa) en la ciudad de la imagen,
esos paisajes —con su política, su estética, su economía y su ecolo-
gía— hablan y gritan sobre la hegemonía de la forma, sobre su
alianza con la norma. Y sobre la capacidad de ambas —forma y
norma— de imponer significado, de crear discurso.
Obviamente esos asentamientos ejercitan lo urbano; obviamente
mantienen con “la ciudad” una relación extraña: de extrañeza y ex-
trañamiento. En ellos se cursa una genuina Ent-fremdung, una autén-
tica Ent-äusserung. Extraños y ajenos a la lógica de la ciudad y, sin
embargo, atados a ella. Extraños y ajenos no porque en ellos se cobi-
je —que también— una masa creciente de población inmigrante y
alógena: no sólo por la ascendente etnificación —y consiguiente
guetificación— del suburbio. Ya Walter Benjamin en Passagen-
Werk había identificado esas dinámicas de ocupación y rechazo. Y
había señalado a un cierto urbanismo, a una cierta arquitectura, como
operación destinada a asegurar la extrañeza.
El suburbio no pertenece a la imagen de la ciudad. No pertenece
a su arquitectura. La imagen de la ciudad se tramita estética y políti-
camente, se ofrece a la contemplación. La contemplación que requie-
re el suburbio es de otra índole: despojo infrapolítico, desierto eco-
nómico, que puede interesar como documento sociológico o demo-
gráfico, que puede atraer al cine documental. Y que sin duda llamó
la atención de la novela y de determinada poesía, de la pintura, ya
desde el expresionismo.
Cinturón alrededor de la ciudad, archipiélago que penetra en su
interior, que medra y se expande como infección, o como metástasis.
En él —verdadero Ground Zero dibujado tras una explosión demo-
gráfica, o tras la imparable atracción de la inalcanzable ciudad— se
localizan todas las especies del peligro y desde él se proyectan todas
las figuras —desfiguradas— del miedo (Davis, 1992, 1998; Bauman,
2007, 2005).

52
En esos lugares dimite la forma, en esos espacios se altera la
norma. Lugares y espacios de alteración y alteridad, de impertinen-
cia: la ciudad ni los tiene del todo ni los contiene, no los alcanza (te-
neo); tampoco se extiende hacia ellos, no se prolonga y apenas los
toca (pertineo). Cuando lo hace, lo hace con temor o asco. Varios
grados por debajo de la ciudad, de su forma y de su norma, son espa-
cios de-gradados (y la caracterización, habitual, falsa inferioridad
económica y ecológica, política, estética y moral).
Son lugares in-formes, amorfos, desfigurados. Por ello, a-
nómicos y anómalos. Poblados por masas humanas que comparten la
misma anomalía, la misma condición amorfa o anamórfica. En el
extremo, verdaderos anacronismos humanos. Fuera de la norma y de
la forma, del espacio y del tiempo. Fuera de la ley. En el límite —a
veces difuso, a veces bien definido— en el que cesa la forma, tam-
bién la norma se eclipsa.
Sobra decir que sólo la imagen habla, sólo la forma y la norma
se expresan. También, o sobre todo, para mejor resguardarse de la
intromisión.
En los márgenes (aunque estos penetren en “el centro”) y al
margen de la ciudad, crece lo inhóspito, lo siniestro, lo que produce
una radical inseguridad (unheimlich). Aquello, oprimido y reprimi-
do, que amenaza con el eterno retorno. Espacios en relación proble-
mática con la ciudad de la imagen y la ecología del espectáculo, en
los que se ensayan alternativas de socialización, con otros códigos,
con otros ritmos y tiempos (rag-time): desaforadas por estar fuera,
inquietantes por estar próximas. Sobre ellos, delincuentes a natura
por estar permanentemente en falta, no se inclina la política sino la
policía. Y si gozan de atención política es, frecuentemente, la de una
política penal y punitiva. “Tolerancia cero”: consigna del otrora al-
calde de Nueva York, Rudolf Giuliani, y de su jefe de policía, emi-
nente asesor internacional, William Bratton. En el Manhattan de Dos
Passos. Y en todo el mundo (Wacquant, 2000). Urbanismo y arqui-
tectura, policía y derecho, blindan o acorazan, muchos pasos obs-
truidos. Y garantizan uno permanentemente abierto, franco: el que
va del gueto a la cárcel y viceversa. Y es que, pervirtiendo la inten-

53
ción de una certera idea de Leibniz, “El Dios arquitecto satisface
plenamente al Dios jurista”. La inversa también suele ser cierta.
Esos espacios omitidos, borrados de la imagen, anicónicos y
acaso iconoclastas, revelan una proliferación del fragmento y llaman
la atención sobre otros tipos de (auto)segregación. A la suburbializa-
ción amorfa y anómala replica una suburbanización —esta sí, formal
y normal— que busca y encuentra seguridad y confort. Lo que desa-
parece en el proceso es el espacio público y el sentido pleno de lo
que un día quiso ser la ciudad. Suburbialización y suburbanización:
¿promesa o amenaza de una futura, o acaso ya presente, subpolitiza-
ción y subcivilización?, ¿qué hay de la ciudad, qué de lo urbano?, ¿y
de la imagen de la ciudad, su signo, su crimen?
“Los edificios acompañan a la ciudad desde su lejana prehisto-
ria. Son muchas las formas artísticas que, desde entonces, han nacido
y desaparecido [...] Pero la necesidad de alojamiento en el hombre es
constante. La arquitectura nunca se interrumpe. Su historia es más
larga que cualquier otro arte y hacerse cargo de su influencia resulta
de importancia capital para cualquier intento de comprender la rela-
ción de las masas con el arte. Los edificios son recibidos de una do-
ble manera: por el uso y por la percepción. O también, mejor dicho:
táctil y ópticamente [...] En el lado táctil no existe, en efecto, ningún
equivalente a lo que es la contemplación en el lado óptico, ya que no
se produce tanto por la vía de la atención como por la costumbre, la
cual determina en gran manera la recepción óptica respecto a la ar-
quitectura”. Walter Benjamin (2008, p. 82).
Recepción táctil, recepción distraída, afirma Benjamin, recep-
ción que se forja en el uso y se consolida en la costumbre.18 O expo-
sición permanente, señalo, a un (in)flujo moral que transita por las
calles. Exposición a una moral que, a fuerza precisamente de cos-
tumbre, acomoda y no incomoda, que domestica la percepción (y

18 La relación entre percepción distraída y percepción atenta es crucial a la hora de


trazar cualquier tipo de consideración sobre la imagen. Apuntada eficazmente por
Benjamin, creo que solicita mayor estudio. Al respecto ha de considerarse, de nue-
vo, el viejo artículo (de 1926) de Kracauer (2006, pp. 215-223); véase también
Osborne (2008).

54
tras ella el entendimiento y la mera razón). Por otro lado, por el lado
de la contemplación, percepción atenta, percepción recogida, dice
Benjamin. No tanto recogida, corregimos aquí, cuanto sobrecogida.
Y sobrecogedora. En el enésimo eón del arte y de la técnica, en el
momento en que uno y otra vuelven a co-incidir en una determinada
(y determinante) arquitectura, se complica la “imagen dialéctica” de
la ciudad. Esa imagen en la que se dan cita el presente y “lo ya siem-
pre sido”. Y se complica la relación —fundamental sin embargo—
entre percepción táctil y percepción óptica, entre distracción y sobre-
cogimiento en ausencia de recogimiento o acogida.
Lo que re-cita ese “ya siempre sido” en el que y por el que la
atención se dirige rendida, a la instancia que impone y garantiza la
costumbre, a la que gestiona el (in)flujo moral que se vierte como
orden necesario. Como orden obligatorio. Por eso, la perspectiva, un
punto optimista, que Benjamin deriva de la percepción —mediada
por la costumbre— formada en la arquitectura (y que traslada al ci-
ne) ha de ser atendida. Y tal vez matizada: “También ella se da ori-
ginariamente mucho menos en una atención tensa que en una obser-
vación ocasional. Pero esa recepción, formada en la arquitectura, tie-
ne bajo ciertas circunstancias un valor canónico, pues las tareas que
en las épocas de cambio se le plantean al aparato perceptor humano
no cabe en absoluto resolverlas por la vía de la mera óptica, es de-
cir, de la contemplación. Poco a poco irán siendo cumplidas, bajo la
guía de la recepción táctil, por la repetición y por la costumbre”
(Benjamin, 2008 [cursivas del autor]; véase también, del mismo
Benjamin [1982]; además, Buck-Morss, 1996). La dialéctica —y aun
la imagen dialéctica— adquiere otros compromisos, sanciona otros
presentes y vaticina otros futuros (para el aparato perceptor humano)
cuando la óptica, la contemplación sobrecogida, impone sus diseños
y designios a la recepción táctil, a la costumbre y a toda repetición.
Dialéctica negativa, en un sentido decisivo del término, y fácil de
entender. Dialéctica congelada, en la repetición y en la variación, en
la cita de lo “ya siempre sido”. En la re-citación implacable.
Esa es la dialéctica inscrita en la imagen y en el lenguaje de la
ciudad, en su estética, siempre trascendental, siempre empírica. La

55
cuadrícula de Hipodamo de Mileto —celebrado por Aristóteles, ridi-
culizado por Aristófanes— deja sitio a distintas —jerarquizadas—
formas de habitar, formas de uso y costumbre, de educación estética
y moral; y da lugar a la arquitectura representativa del poder. Incor-
pora a la forma la norma ideal de la polis. No es el peor ejemplo. Vi-
trubio en su —fragmentariamente conservada— instrucción escrita,
Antonio Averlino (Filarete) o Palladio, el barón Hausmann o Albert
Speer. Todos ellos, augures y arúspices, contemplaron la ciudad en
distintos cielos. Y, seguramente, no dudaron a la hora de someter la
ciudad real, la ciudad de la presencia, al infierno de la representa-
ción.
Hoy, en este mismo momento, arquitectos aúlicos han observa-
do, quizá pacientemente, el vuelo de otras aves. David Childs, Frank
Ghery, Cesar Pelli, Renzo Piano, Norman Foster y tantos otros com-
piten, o siempre habrán competido ya —hablamos de Manhattan,
otra Roma— por dibujar, desde el cielo y hasta el cielo, el perfil del
horizonte. Y por imponer una arquitectura intimidatoria a la que
cualquier estructura se somete (Cfr. entre otros, Frampton, 1981;
Rossi, 1971; Leach, 2001; Amendola, 2000; Foster, 2002; Sudjic,
2007; Montaner, 1997; Norberg-Schulz, 1979, 2005; Chambers,
1990). No ya en nombre del emperador o del papa sino en nombre de
Time Warner, New York Times, World Trade Center 7 (WTC7),
Reuters o el Banco de América, en Bryant Park. Manhattan, preci-
samente (A.A.V.V., 1997; Frampton, 2004; Koolhaas, 2007, 2001).
Manhattan, que re-produce la memoria alterada de la célebre cuadrí-
cula de Hipodamo. Sin ágora.
Hacer imagen, hacerse con una imagen, dar imagen. Obsesión
de una sociedad de consumo y de espectáculo que se alza, literal-
mente, como obstáculo insalvable para la genuina experiencia urba-
na. Arquitectura monumental que lleva en su interior el ADN del
palacio o de la catedral, como representación del poder, como poder
de la representación. Arquitectura altiva, sobrecogedora, al servicio
de un urbanismo que tramita gramáticas de exclusión. O arquitectura
selectiva que elige su público y que se ejercita en rechazos y despre-
cios. Elocuente: dice y muestra lo que hay. Un orden (¿hay otros?)

56
atado a la forma y a la norma que en la forma se expresa. Orden de
la imagen. Y —cómo no— imagen de orden.
La imagen y el orden del capital, y aun del capital financiero,
dominan la imagen, dominan desde la imagen en una sociedad del
espectáculo y de la especulación: organizan los espacios y los tiem-
pos trazando sus líneas horizontal y verticalmente. Rigen y crean
región. O regiones. Expanden, hoy a escala global, la norma y la
forma: a través de reiteradas, incesantes y sobrecogedoras re-formas
(o, más radicalmente, re-generaciones). Y dejan, como residuo o
como excremento19 zonas asoladas y desoladas: enormes y a-
normales, informes. Fuera de la imagen, fuera de la norma y la for-
ma, fuera de la ley.
La historia de la ciudad, la que narra su estructura y de la que
alardea su arquitectura, es una historia de dominación. Es una histo-
ria de poderes despóticos, tiránicos, absolutos. Los edificios ante los
que nos inclinamos —como debe ser, con rendida admiración, con
sumiso sobrecogimiento— narran esa historia. No hay otra.
Y esto no constituye problema. Es una mera constatación. El
problema es el de nuestras actuales ciudades, que repiten acaso irre-
flexivamente la pauta de una construcción obsesionada por la repre-
sentación —del capital, en este caso— y represora de la presencia. O
definen una imagen de ciudad que es, cada vez de forma más decidi-
da, la ciudad de la imagen. Imagen de dominio y dominio a través de
la imagen. Una ciudad cuyo signo, cuyo crimen emite plurales men-
sajes en grandes letras. Acaso en ninguna se lea la justicia. Acaso no
haya imagen de la justicia. Sólo otros signos, sólo otras huellas. Del
crimen.
La ciudad posmoderna carece por completo de forma democrá-
tica. ¿Puede alguien pensar que sea democrática la norma que la ins-
pira?

19 La palabra excremento procede, obviamente, de los conocidos verbos kríno y


cerno. Está relacionada, pues, con la discriminación y el discernimiento, con el
criterio y la criba. Con el crimen. Con todos y cada uno de sus signos; en la forma
de ex: exclusión, expulsión… Sobre capital y arquitectura, además de la bibliogra-
fía citada, véase Jameson (1999).

57
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Por una política más allá de los amos
de la ciudad
ROSARIO HERRERA GUIDO*

En lo concerniente a aquello de lo que se trata,


a saber, lo que se relaciona con el deseo,
con sus arreos y su desasosiego,
la posición del poder, cualquiera sea,
en toda circunstancia, en toda incidencia,
histórica o no, siempre fue la misma.
¿Qué proclama Alejandro llegando a Persépolis
al igual que Hitler a París?
Poco importa el preámbulo:
He venido a liberarlos de esto o de aquello.
Lo esencial es lo siguiente: continúen trabajando.
Que el trabajo no se detenga.
Lo que quiere decir —que quede bien claro—
que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mí-
nimo deseo.

Jacques Lacan, L’étique de la psychanalyse.

I
En este ensayo espero poner a prueba una hipótesis de trabajo:
mostrar que a partir de una posible (po)ética (una ética política que
se despliega como estética en la ciudad), es posible pensar y actuar
en consecuencia más allá de los amos de la ciudad, para nuestro
tiempo y el por venir. Una (po)ética que al oponerse al poder en su
faz de dominación, se despliega como poíesis en la polis. Una hipó-
tesis arriesgada y polémica, pero consecuente con una ética política
que aspira a promover nuevas formas de subjetivación. Una hipótesis
para cuyo fundamento han sido imprescindibles Michel Foucault,
Sigmund Freud, Jacques Lacan, Gilles Deleuze, Georges Bataille,
Jean Baudrillard, Eugenio Trías y Ludwig Wittgenstein, entre otros.

* Docente e investigadora en el Doctorado Iberoamericano en Teorías Estéticas de


la Universidad Autónoma de Guanajuato.

63
II
Para poner a prueba una (po)ética, se requiere de entrada un diá-
logo constructivo entre la filosofía y el psicoanálisis. Por ello, co-
mienzo con el pensamiento de Michel Foucault sobre la ética: “[...]
el tipo de relación que se tiene con uno mismo, la relación a sí mis-
mo, que yo llamo ética, y que determina cómo el individuo juzga
constituirse como sujeto moral de sus propias acciones” (Foucault,
1991:195). Una ética a la que si además le agregamos el esquema de
Arnold Davidson, no se contradice con la ética del discurso del psi-
coanálisis, sino que lo ilustra (Davidson, 1988: 552):

Tanto para Foucault como Lacan, la moral es la conducta de la


gente a través de un código moral que se les impone, y que a partir
de reglas que determinan acciones prohibidas, permitidas o requeri-
das, asignan valores positivos o negativos a conductas posibles.
También Lacan (en compañía de Freud y de Foucault) trata de des-
plazar el acento “de la constitución del sujeto moral de sus propias
acciones”, sin negar la importancia del código moral con el que se
confronta toda reflexión ética que impele a actuar en consecuencia.
La moral es el conjunto de valores y reglas que son propuestos a los
individuos y a los grupos sociales, de manera explícita por aparatos
prescriptivos (la familia, las instituciones educativas, las iglesias,
etcétera). De modo que los comportamientos de los individuos son

64
morales en tanto se adecuan o no a las reglas y valores propuestos.
En el primer caso se trata del “código moral”; en el segundo de la
“moralidad de los comportamientos”. Además de los códigos y los
comportamientos, hay que considerar la manera en que el sujeto se
constituye como sujeto moral.
La ética —sostiene Foucault—, refiere a la relación con uno
mismo, y contempla cuatro aspectos: 1) sustancia ética, que con-
cierne a una parte de nosotros mismos o de nuestra conducta que
permite el juicio ético, y que determina qué parte de nosotros debe
tomarse en consideración para la formulación de nuestro juicio mo-
ral; 2) modo de sujeción, que refiere a la manera en que a la gente se
la invita o incita a reconocer sus obligaciones morales, que pueden
ser reveladas por la ley divina, o impuestas por la razón, o la con-
vención, o para darle a la propia existencia una forma bella; 3) acti-
vidad autoformadora, que atañe al medio por el cual cambiamos pa-
ra convertirnos en sujetos éticos a través del “cultivo de sí” (practi-
que de soi), que en un sentido amplio refiere al ascetismo; y 4) telos,
que designa el aspecto final de la ética: la clase de ser al que aspira-
mos cuando nos comportamos moralmente. Sin olvidar que Foucault
agrega que existen relaciones entre los cuatro aspectos de la ética,
aunque con cierta independencia. Una acción moral no se reduce a
un acto o serie de actos de acuerdo a una regla, una ley o un valor.
Toda acción moral comporta una relación con lo real donde se reali-
za y una relación con el código. Pero involucra una relación consigo
mismo, que no es puro “conocimiento de sí”, sino constitución de sí
como “sujeto moral”, para fijar el modo de ser, como realización
moral de sí mismo y actuar sobre sí mismo, para perfeccionarse y
transformarse.
Foucault delimita un concepto de ética para definir un dominio
de análisis en sus últimos volúmenes de Histoire de la sexualité,
donde la ética es el dominio de la constitución de sí mismo como
sujeto moral. La historia de los cuatro elementos (sustancia ética,
modo de sujeción, actividad autoformadora y telos), “podría llamarse
una historia de la ‘ética’ y de la ‘ascética’, entendida como historia
de las formas de subjetivación moral y de las prácticas de sí que es-

65
tán destinadas a asegurarla” (Foucault, 1984: 36). Existen, desde
luego, morales orientadas hacia el código (que acentúan el elemento
prescriptivo) y morales orientadas hacia la ética (que insisten en los
modos de subjetivación). Porque el concepto de ética se refiere a la
relación consigo mismo, como una práctica, un ethos: un modo de
ser y actuar.
La ética griega de los placeres, que reactualiza Foucault para
nuestro tiempo y el por venir, tiene la misma estructura que la políti-
ca, pues como el individuo es semejante a la ciudad, trata del go-
bierno (Foucault, 1984: 83). El problema es a la vez ético y político,
social y filosófico; no se trata de liberar al individuo del Estado y de
sus instituciones, sino de liberarnos del Estado, del tipo de individua-
lización que le está asociado. Por eso la necesidad de promover nue-
vas formas de subjetividad, impugnando el tipo de individualización
que se nos imponen desde hace siglos. De aquí el interés de Foucault
por la política como ética. En cuanto a la dimensión estética, Fou-
cault reactualiza de nuevo la ética griega de los placeres, como un
modo de sujeción, una política-estética: una elección libre en la que
está en juego el gobierno de sí y de los otros, como ideal de una vida
bella. Por ello Foucault no propone una moral orientada hacia el có-
digo y los comportamientos, estructurada jurídicamente, sino elabo-
rar una estética de la existencia (Foucault, 1994: 232, 398 y 488).
Estamos ante lo que Foucault, retomando un término de Plutarco,
llama Étho-poiética, para referirse a la actividad por medio de la cual
el sujeto se constituye a sí mismo como sujeto ético (Foucault,
1984a: 19).
He aquí un tema privilegiado donde Lacan se encuentra con
Foucault, en una posible (po)ética del discurso del psicoanálisis, que
conduce a la política, pues el deseo, que se despliega en la ciudad
como sublimación y creación, se opone radicalmente al poder en su
faz de dominación, para poder actuar (po)éticamente más allá de los
amos de la ciudad.

III
Los problemas éticos para el psicoanálisis siempre están presen-

66
tes, en la teoría como en la experiencia clínica, tanto para el analista
como para el analizante. Por parte del analizante está “la culpa de
haber cedido en el deseo”, en función de satisfacer el supuesto deseo
del Otro (el deseo de la madre y la cultura), y por extensión de los
otros, representado en las exigencias de la moral social y las costum-
bres, tradiciones, prejuicios de la cultura, demanda social o Estado.
Ya Freud hablaba de los conflictos entre la “moral civilizada” y
las pulsiones sexuales amorales. Porque si, por la vía de la prohibi-
ción del incesto, no se pueden sublimar las pulsiones, desviarlas ha-
cia fines culturales, artísticos, científicos, políticos y religiosos, la
sexualidad en sus formas perversas es reprimida, lo que conduce a la
neurosis, o desmentida (perversión), o expulsión (psicosis). Para un
Freud temprano la moral civilizada es la causa de la neurosis (Freud,
1979). La moral patógena provoca el sentimiento de culpa incons-
ciente. Y más tarde el superyo, representante de la ley paterna, que
suele introyectarse en su forma más feroz, es una instancia moral que
se vuelve más cruel si el yo se somete escrupulosamente a sus exi-
gencias (Freud, 1979). Por parte del analista, el problema consiste en
cómo tratar con la moral patógena y la culpa inconsciente del anali-
zante, por haber traicionado su deseo, así como con todos los pro-
blemas éticos que pueden surgir durante el análisis.
El imperativo ético del analista, para Lacan, refiere al deseo del
analista en tres momentos: 1) no desear nada por y en lugar del ana-
lizante, para que articule su deseo y actúe en consecuencia; 2) desear
que el analizando devenga deseante; y 3) introducir la diferencia ra-
dical entre el deseo del analizante y su madre y el supuesto deseo de
la cultura. Tres momentos que no se excluyen y que al analista no le
autorizan a culpar ni a perdonar al analizante, tampoco a desaparecer
los problemas éticos como si fueran una ilusión neurótica. Contra las
éticas clásicas y las costumbres, Lacan dice que siempre que el ana-
lizante siente culpa es porque ha traicionado su deseo, y la tarea del
analista consiste en descubrir dónde ha traicionado su deseo (Lacan,
1986: 211-223). De aquí que el psicoanálisis no pueda ni deba aliar-
se a la moral civilizada porque es patógena. Pero tampoco puede
promover un ethos libertino, porque es más moral que la moral vir-

67
tuosa, puesto que somete al sujeto al goce, le ordena gozar (Genuss,
en el alemán de Hegel y Freud, que refiere a un exceso de placer que
colinda con el dolor y el sufrimiento). La neutralidad sería la salida,
pero no existe ninguna posición ética neutral. Por ello el analista no
puede evitar las cuestiones éticas. Lacan propone que la ética del
psicoanálisis se opone a la meta de adaptación a la realidad de la psi-
cología del yo, basada en una moral normativa, dice Foucault, una
moral orientada hacia el código.
Lacan resume la cuestión ética en una pregunta: “¿Has actuado
de acuerdo al deseo que te habita?”. Una cuestión que contrasta con
las éticas de Aristóteles, Kant y Hegel. Por lo que en oposición a la
ética clásica del bien, la ética del psicoanálisis ve el bien como un
obstáculo al deseo. Además —como piensa Lacan desde Hegel—
sólo el amo quiere bien del esclavo. Hasta la sabiduría popular sabe
que quien dice querer sólo nuestro bien nos hace el peor de los males
posibles. No olvidemos que los amos de la ciudad, representantes del
gobierno y el Estado, también pregonan a través de sus demagógicos
discursos que “quieren nuestro bien”. Pero la ética del psicoanálisis
rechaza todo ideal de bienestar y felicidad, adaptación o cura. El psi-
coanálisis también se opone a la ética del placer (el hedonismo),
porque tiene en cuenta la duplicidad del placer, que al rebasar el lí-
mite del placer y llegar al exceso, el goce, se experimenta como su-
frimiento. A esto se debe que el psicoanálisis esté en contra de la éti-
ca de los bienes, porque antepone el trabajo (“la existencia segura”)
al deseo. De aquí que el psicoanálisis impela al sujeto a enfrentar la
relación entre sus acciones y su deseo en la inmediatez del presente.
A partir de ahora, se comprende la traducción de Lacan del im-
perativo ético freudiano: “Wo es war, soll lch werden” (“Donde era
ello, debo ser yo”), que se puede castellanizar como “Donde era el
goce, yo debo llegar a ser”. Lo enseña Lacan: “El status del incons-
ciente, tan frágil en el plano óntico, como se los he indicado, es éti-
co” (Lacan, 1973: 41). Un imperativo ético que responde a una ética
del deseo, que se opone al imperio de la dominación, a los dictados
del amo a través de una ética política que va más allá de los amos de
la ciudad. Para el mundo de El malestar en la cultura, actualmente

68
—como lo llama Trías— “Casino Global”, no existe otro valor que
el mercado, la producción de bienes, a los que debemos servir, re-
chazando todo lo que concierne al deseo, eternizando el poder en su
faz de dominación, mas no su forma virtuosa (Trías, 1977: 17-20).
Como para Foucault, no una moral orientada exclusivamente hacia el
código, estructurada jurídicamente, sino una ética política que se in-
clina hacia una política estética más allá de los amos de la ciudad.

IV
Para postular una (po)ética, nada como un diálogo abierto y
creativo entre la filosofía y el psicoanálisis. Para tal fin, permítanme
recurrir a un escrito de Lacan, “Kant con Sade” (Lacan, 1971: 148),
así como a Gilles Deleuze en Presentación de Sacher-Masoch (De-
leuze, 1973), a la (re)escritura del imperativo categórico kantiano de
Eugenio Trías en Ética y condición humana (Trías, 2000) y a Lud-
wig Wittgenstein en su Conferencia sobre ética (Wittgenstein,
1990). Justo porque —en compañía de Lacan— como la oposición
entre el deseo y la ley no se puede resolver, propongo una ética uni-
versalmente válida, pero sustentada (po)éticamente en la conjunción-
disyunción entre el deseo y el deber, que no ordena el puro deber ni
el deseo puro, sino que introduce el encuentro entre la ley y el deseo,
como la ley del deseo, que ordena desear, en los dos sentidos: manda
desear y organiza el deseo. Una ética que aspira a resolver la con-
frontación entre la ética del psicoanálisis y la ética filosófica.
Kant con Sade introduce una interrogante fundamental: ¿es po-
sible una ética universalmente válida? Una pregunta que invalida
Benjamín Farrington en La rebelión de Epicuro: “Cuando Aristóte-
les hubo concluido su examen de la Idea de Bien, tuvo la certeza de
que la noción de un universo bueno para todo y para todos, en la to-
talidad de sus relaciones y situaciones, era una ilusión total. Debe-
mos, pues, preguntarnos, ¿bueno para quién, para qué fin y en qué
momento? Si queremos hallar la respuesta a estos interrogantes de-
bemos consultar al individuo, porque un legislador no puede jamás
dictar una regulación universalmente válida. La definición de lo
bueno más aceptada corrientemente en las esferas político-religiosas

69
es la felicidad; sin embargo, lo que es alimento para un hombre pue-
de ser veneno para otro” (Farrington, 1983: 141). Un pensamiento
que comparte Lacan, pues como para Claude Lévi-Strauss, la ley no
es un simple fragmento de legislación particular, sino el principio
fundamental que subyace en todas las relaciones sociales. La ley es
el conjunto de principios universales que hacen posible las estructu-
ras que gobiernan todas las formas de intercambio social: la prohibi-
ción del incesto, las relaciones de parentesco, el acto de regalar y los
pactos. Como la forma básica del intercambio es la comunicación, la
ley es una entidad lingüística, un orden simbólico. La ley es una in-
vención humana para poder desear, y nos diferencia de los animales,
pues al regular las relaciones sexuales superpone el reino de la cultu-
ra al de la naturaleza. El nombre del padre enunciado por la madre
introduce la función paterna: el papel prohibitivo y legislativo; el
padre representante de la ley que se incluye en la propia ley; un pac-
to más que un imperativo: la regulación del deseo por la ley.
Se trata de la ley del principio del placer, que ordena al sujeto
gozar lo menos que se pueda, para mantenerlo alejado de la Cosa,
Das Ding, lo real más allá del significante, el objeto prohibido, el
bien supremo para el sujeto, pero que experimenta como mal (Lacan,
1991: 121-137). La relación entre la ley y el deseo es dialéctica: “el
deseo es el reverso de la ley”. La ley le pone límites al deseo; el in-
terdicto crea el deseo. Como dice Pablo de Tarso (san Pablo): “Yo
no conocí el deseo hasta que conocí la ley”. El deseo es deseo de
transgredir; por ello es necesaria la ley. No hay un deseo preexistente
que después regula la ley: el deseo surge de la ley.
La ley surge —dice Trías en compañía de Freud— del asesinato
del padre del mito moderno de “Tótem y tabú”, de la falta moral, la
caída. Un asesinato que no libera de la ley a los hijos, sino que la
refuerza. La ley —dice Lacan— tiene una doble faz: pacificadora y
placentera o terrorífica y obscena. Una ética que, no obstante, reco-
noce la ley cincelada en llamas por un orden legal propuesto como
trascendente y que toma en cuenta la condición humana, consciente
e inconsciente. Una ética del deseo inconsciente del sujeto de la que
el yo racional no puede librarse, pues está frente al carácter universal

70
de la ley moral. Como Foucault, a pesar de la primacía de la moral
orientada hacia la ética, se inclina porque prevalezca la moral orien-
tada hacia la ética, que permite, a partir de elecciones libres, promo-
ver nuevas formas de subjetivación.
Kant con Sade de Lacan muestra que dos pensadores, aparen-
temente disímiles, se encuentran y se complementan, a través de dos
discursos: la Crítica de la razón práctica (1788) y La filosofía en el
tocador (1795). Textos con los que Lacan pone a prueba una hipóte-
sis que no deja de escandalizar: La filosofía en el tocador completa
la Crítica de la razón práctica. La paradoja kantiana —según La-
can— consiste en que el sujeto no tiene ningún objeto enfrente
cuando encuentra una ley; sólo algo significante, la voz de la con-
ciencia que se articula como máxima y propone el orden de una ra-
zón práctica: “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda
valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación
universal” (Kant, 1961: 36). Para que esta máxima haga ley se re-
quiere que la prueba de esa razón se retenga como universal por de-
recho lógico, pues si no vale todo caso no vale en ningún caso. Una
prueba de razón (pura aunque práctica), cuyo éxito depende de un
asidero analítico de impecable razón. Un argumento que objeta La-
can, advirtiendo que lo que autoriza a Kant a sostener esta ley moral
está basado en que sus intuiciones no se fundan en ningún objeto fe-
noménico: “Convendremos en que a todo lo largo de la Crítica ese
objeto se hurta. Pero se le adivina por el rastro, que deja la implaca-
ble continuación que aporta Kant para demostrar su hurtamiento y
cuya obra retira ese erotismo, sin duda inocente, pero perceptible,
cuyo carácter bien fundado vamos a demostrar por la naturaleza del
susodicho objeto” (Lacan, 1971: 122).
El tema de la ley tratado por Deleuze en su Presentación de Sa-
cher Masoch (Deleuze, 1973), donde indica que Kant provoca la
caída de la imagen clásica de la ley: la ley de Platón, que no es punto
de partida ni origen, sino un poder secundario que depende de un
principio superior: el bien. Pues si los hombres conocieran el bien o
se pudieran identificar con él, la ley no sería necesaria. Pero a Kant
no le interesa tanto la relatividad de la ley (un asunto cotidiano para

71
el mundo de la ley clásica), como realizar una verdadera revolución,
para que la ley ya no dependa del bien, sino que el bien se supedite a
la ley, para que tenga valor en sí misma y se funde en ella misma: a
saber, en su forma. La ley sin especificación, la ley sin objeto y sin
deseo. El bien gira ahora alrededor de la ley. Lo que Kant manifesta-
ba, lo advierte Deleuze: “[...] las últimas consecuencias de un retorno
a la fe judaica más allá del mundo cristiano y, quizá anunciaba la
vuelta a una concepción presocrática (edipiana) de la ley más allá del
mundo platónico [...] haciendo de la ley un fundamento último, Kant
dotaba al pensamiento moderno de una de sus principales dimensio-
nes: el objeto de la ley esencialmente inasequible” (Deleuze, 1973:
85). Por ello Deleuze recomienda leer Kant con Sade de Lacan, para
dilucidar el problema de la universalidad de la ley moral. Y es que la
ley, en su forma pura, no se sabe ni se puede saber en qué consiste, a
pesar de que actúa sin ser conocida, dado que señala los límites que
se han transgredido sin saber que existían, como le sucede al trágico
Edipo. Nada permite conocer la ley, ni la culpa ni el castigo. La ley
es indeterminada; el castigo preciso. Lo que evoca el mundo de
Franz Kafka, interpretado por Deleuze y Felix Guattari en su libro
Kafka, por una literatura menor, en el que hablan del condenado
como quien sólo sabe de la ley por las cicatrices en su cuerpo (De-
leuze y Guattari, 1978). Para Deleuze, como para Lacan, la paradoja
de la ley es que el que obedece a la ley se siente más culpable cuanto
más se afana en su escrupulosa obediencia. Por lo que Deleuze re-
cuerda al Freud de El malestar en la cultura: “Debemos a Freud el
haber descubierto esta fantástica paradoja de la conciencia moral: la
ley se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más
virtuoso es el hombre” (Deleuze, 1973: 86). Y sigue a Freud, a pro-
pósito de la represión y la conciencia moral: la represión de las pul-
siones no procede de la conciencia moral, sino que es la conciencia
moral la que surge con la represión, ya que a más represión mayor
severidad de la conciencia moral, al punto de que toda la agresividad
no satisfecha, reprimida por el superyo, es vuelta contra el yo. Una
ley terrorífica y obscena que ordena el exceso de placer y que Lacan
llama goce, que colinda con el dolor y la muerte. Pero hay otra para-

72
doja más, el carácter indeterminado de la ley, de la que Deleuze,
evocando a Lacan, dice: “la ley y el deseo reprimido son la misma
cosa”.
Sade propone el derrumbe de la ley; la odia porque es el ti-
rano el que habla la lengua de las leyes. Sade cree que se instala en
una anti-tiranía. Por eso fundamenta el mal para atentar contra la ley.
Sade plantea institucionalizar la anarquía, porque el universo de las
leyes es vicioso y la anarquía virtuosa. De aquí que Lacan considere
que el cumplimiento kantiano de la ley se confunde con la anarquía
sadiana. Como la ley no sólo ordena y pacifica, sino que ordena go-
zar hasta la muerte, el “tú no debes hacer esto se invierte en tú debes
hacer esto”. La prohibición, los golpes y las amenazas no evitan la
masturbación, antes bien la mantienen, la provocan y hasta la orde-
nan. La máxima de Sade es la ley del goce, a la que deben someterse
todos. Ante lo que Lacan afirma: “Humor negro, en el mejor de los
casos, para todo ser razonable, si se distribuye la máxima en el con-
sentimiento que se le supone” (Lacan, 1971:123). Kant, por su parte,
propone la práctica incondicional de la razón, el rechazo del pathos,
la pasión, lo patológico, el deseo, para liberar el campo de la ley mo-
ral, porque la voluntad está obligada a una práctica de razón fundada
en su máxima misma.
Sade ordena el goce para una república liberada de toda ley, pe-
ro con una ley del terror que otorga el derecho a gozar del cuero de
los demás en el capricho de las exacciones que vengan en gana sa-
ciar sin que nada lo impida (Sade, 1988). Lacan interroga este goce
sadiano que al liberarlo empuja hacia una libertad terrorífica. Liber-
tad para gozar de la carne, mas no del cuerpo bañado de lenguaje y
habitado por el sujeto. Justine, la víctima gozada y entregada al goce,
a la que todas sus carnes le son arrebatadas, finalmente transmite un
tedio que harta, pues es la imagen del sacrificio eterno, la tiranía del
suplicio. La oposición entre goce y placer alude a la distinción hege-
liana y freudiana entre Genuss (goce) y Lust (placer). El sujeto puede
transgredir las prohibiciones impuestas a su goce, para ir más allá del
principio del placer. Pero el resultado no es más placer sino sufri-
miento, porque el sujeto sólo puede soportar una cierta cantidad de

73
placer. Por eso el goce es siempre trasgresor.
Kant propone una ley universal que regule la acción, a partir
de una voluntad libre de pasiones, en un mundo legislado por la ra-
zón. Norma las acciones válidas para todos, para producir leyes que
demuestren su valor universal y que legislen las acciones de los
hombres. La razón práctica hace de la moral una práctica razonable,
una práctica incondicional de la razón: un imperativo categórico.
Ello explica que Kant se dirija hacia la inmortalidad del alma (por lo
que anula las pasiones). El sujeto trascendental se hace la pregunta
sobre las posibilidades a priori de la razón, el orden del conocimien-
to o de la acción. Esto lleva a Kant a separar de la filosofía trascen-
dental del problema del deseo, ya que es en la ley moral donde éste
debe ser examinado, donde el deseo escapa a la ley moral a lo largo
de la Crítica; una ausencia que acompaña a un sujeto sin autonomía.
Con Kant no podemos pensar más allá de la finitud de una experien-
cia posible; el conocimiento del alma y la finalidad del mundo no se
funda en la experiencia. Al escapar de la singularidad, sólo queda un
sistema moral sin referencia a la experiencia, que elimina la relación
con el objeto del deseo. Kant debe ignorar el deseo porque es preciso
rechazar lo patológico (objeto de la pasión), para poder enunciar “la
ley fundamental de la razón práctica pura”. Como los objetos afectan
al sujeto, lo apasionan, lo patológico (dominado por el principio del
placer y su exceso, el goce) no puede sostenerse como universal,
porque ningún objeto asegura una relación constante con el placer.
La solución de Kant es borrar de la preocupación ética la experien-
cia. Así es como el interés por el mundo de los bienes y el sujeto pa-
tológico quedan fuera.
En cambio, para Lacan, sin el objeto del deseo, sin la pasión, es-
tamos ante una ética apática fundada en la razón; toda inteligencia,
gracias a la identificación del sujeto con la ley, fuera de toda lógica
de lo sensible. Una ética para un sujeto apático que se sujeta a la ley
haciéndose legislador él mismo y sometiéndose a su propia legisla-
ción. Una ley feroz de la razón pura aunque práctica, que no admite
excusas. La ley kantiana —advierte Deleuze— busca el bien supre-
mo pero evade la faz terrorífica y obscena de la ley que devela La-

74
can: la ley feroz. Lo constata Kant:

En este juicio de lo bueno y lo malo en sí a diferencia de lo que sólo


puede denominarse así en relación con lo agradable o desagradable, im-
porta tener en cuenta los siguientes puntos. O bien un principio de razón
se piensa en sí mismo como motivo determinante de la voluntad, sin te-
ner en cuenta posibles objetos de la facultad apetitiva (o sea mediante la
mera forma legal de la máxima), aquel principio es la ley práctica a
priori y la razón pura se supone que es práctica de por sí. La ley deter-
mina entonces directamente a la voluntad; el acto conforme a ella bueno
en sí, y una voluntad cuya máxima esté siempre de acuerdo con esta ley,
es absolutamente buena en todo sentido y condición suprema de todo
bien. O bien un motivo determinante de la facultad apetitiva precede a
la máxima de la voluntad que presupone un objeto de placer y displacer,
o sea algo que agrada o duele, y la máxima de la razón de favorecer
aquél y evitar éste, determina los actos como buenos con respecto a
nuestra inclinación, o sea sólo indirectamente (con respecto a una fina-
lidad de otra índole, como medio para ella), y entonces estas máximas
no pueden denominarse nunca leyes, pero sí preceptos prácticos razona-
bles. La finalidad misma, el placer que buscamos, no es en el último ca-
so un bien, sino algo agradable, no es un concepto de razón sino un con-
cepto empírico de un objeto de la sensación: no obstante, el empleo del
medio a este efecto, es decir, la acción (porque para ella se requiere re-
flexión racional) se llama buena, más no absolutamente, sino sólo en re-
lación con nuestra sensibilidad respecto del sentimiento de placer o dis-
placer que produce; pero la voluntad cuya máxima es afectada de esta
suerte, no es una voluntad pura que sólo busque aquello en que la razón
pura por sí misma puede ser práctica (Kant, 1961: 69).

Y es que la razón pura sólo busca la ley que determina la volun-


tad, cuya máxima está siempre de acuerdo con esta ley, como condi-
ción del bien absoluto. Un imperativo que recuerda que los mayores
excesos han sido comandados por el apego ciego a la ley.
Aquí se vuelven a encontrar la ética y la política, dado que la fe-
rocidad de la ley desencadena un goce descomunal como la inquisi-
ción o el nazismo. Recordemos que Freud, en “El porvenir de una
ilusión” (1927), advierte que los norteamericanos han decidido no
volver a tomar vino y no engañar a sus mujeres, y que no quiere ni
decirnos lo que va pasar; sobre el engaño a sus mujeres no cunde

75
ningún escándalo; pero en torno al vino surgió el mercado negro, Al
Capone y su pandilla, la mafia siciliana y ahora el narcotráfico y el
crimen organizado globalizados. Un exceso provocado por la ley te-
rrorífica que al prohibir el goce lo desata. Lacan y Deleuze coinciden
en que la moral de los amos se alimenta de mandamientos feroces,
que en lugar de pacificar ordenan el exceso, como se puede constatar
en el México actual, víctima de la violencia, justo por la militariza-
ción del país para combatir la violencia.
Lacan y Deleuze coinciden en que dado que Kant no incluye la
dimensión humana del deseo, el objeto de su ética es el bien supre-
mo, como objeto absoluto, el imperativo “tú no debes” convertido en
“tú debes”: pura voluntad de goce. Deleuze critica el objeto absoluto
para la “verdadera moral”, contra la que lanza esta ironía: “Kant de-
nuncia las falsas pretensiones del conocimiento, pero no pone en du-
da el ideal del conocer; denuncia la falsa moral, pero no pone en du-
da las pretensiones de la moralidad, ni la naturaleza ni el origen de
sus valores. Nos reprocha haber mezclado dominios, intereses; pero
los dominios permanecen intactos, y los intereses de la razón, sagra-
dos (el verdadero conocimiento, la verdadera moral, la verdadera
religión)” (Deleuze, 1973: 214). Se trata de una ética universal y
verdadera, pero a condición de que los sujetos no estén interesados
en nada, que no tengan deseo.
Sade, la otra cara de la misma moneda, persigue, como dice
Klossowski, la desintegración del hombre con la liquidación radical
de todas las leyes de la razón, luego de matar a Dios. Pero, creyendo
demoler la moral y la religión, propone edificar otra religión más
implacable que la mosaica (la monstruosidad absoluta), y otro tem-
plo (la perversidad universal). Lacan y Deleuze se encuentran en la
crítica a la polaridad entre la razón y la pasión, la ley y el deseo.
Porque las exigencias de la razón pura kantiana no están al alcance
de la mayoría de los mortales. El imperativo de goce de Sade, como
es invisible, conduce a la muerte. Lacan y Deleuze también se en-
cuentran con el pensamiento de Georges Bataille, el filósofo del ero-
tismo, quien afirma que el místico y el voluptuoso coinciden en el
mismo punto: lo sagrado, la ley suprema, lo imposible, el erotismo

76
(el goce), en su más paradigmática definición: “el erotismo es la
afirmación de la vida hasta en la muerte”. Sade, para Lacan, invierte
el imperativo categórico kantiano: erigir la trasgresión en ley univer-
sal; aunque en un punto toman caminos opuestos: el sujeto kantiano
legisla, ejecuta y sujeta; el sujeto sadiano es objeto de goce de un
Otro absoluto que lo trasciende (el padre terrorífico o un dios perver-
so). Porque el verdugo cree que ejecuta libremente la ley, pero no
hace más que recibir órdenes supremas de un tercero que le ordena:
“haz tu deber”.
Georges Bataille, en Las lágrimas de Eros, propone superar las
máximas universales a través de un pensamiento deslumbrante: “Na-
die imagina un mundo en el que la ardiente pasión dejara de turbar-
nos definitivamente. Por otra parte, nadie considera la posibilidad de
una vida desligada por siempre de la razón” (Bataille, 1981: 35). Un
pensamiento con el que Bataille introduce una ética para la condi-
ción humana, la subjetividad fronteriza, que no es unívoca como la
ley ilustrada kantiana o la ley sadiana, ni equívoca como la ética
posmoderna (todo se vale y se puede), sino una (po)ética, una Éthos-
poiético, una ética del deseo que abre una dimensión estética, un es-
pacio de sublimación y de creación, una ética política más allá de los
amos de la ciudad.

V
Freud se niega a escribir un tratado de moral o una ética; recha-
za el papel del amo que dicta normas morales para la vida buena y
feliz; sólo dice que “cada cual sabrá su medida”. De aquí que como
la ética del psicoanálisis sólo es esbozada, tiene que ser construida.
Lacan, por su parte, quien sólo dice que no hay que ceder en el deseo
y gozar lo menos que se pueda, agrega que “sin el goce sería vano el
universo”, y que no es cierto que no sabemos lo que deseamos, como
dijo Freud, porque en realidad “deseamos ser, bajo todas las signifi-
caciones posibles”.
En uno de nuestros enriquecedores diálogos con Eugenio Trías,
coincidimos en los muchos puntos de contacto entre su filosofía del
límite y la ética del psicoanálisis: la advertencia freudiana de que el

77
principio de realidad prevalezca por sobre el principio del placer; la
mesura y el límite que introduce Freud en El porvenir de una ilusión,
a través un verso del poeta Hein: “Dejemos los cielos / a ángeles y
gorriones” (Freud, 1979: 48). Como advierte Trías, como ya no po-
demos regresar a la naturaleza y tampoco ser sobrenaturales, no nos
queda más que nuestra condición humana, ser habitantes del límite o
la frontera entre el inconsciente nocturno de los románticos y la con-
ciencia luminosa de los ilustrados: el preconsciente. También nos
encontramos con Trías en El malestar en la cultura de Freud, cuando
alerta que si la cultura no quiere sucumbir es preciso que ponga la
pulsión de muerte al servicio de eros. Un diálogo del que concluyo:
sí es posible proponer una ética universalmente válida, tanto para el
psicoanálisis como para la filosofía. Una ética que se funda en la ley
del deseo, en los dos sentidos: que ordena desear y organiza el deseo,
en la que cada cual debe encontrar su medida, pero que no puede re-
nunciar a confrontar su deseo con la moral como código. Una ética
que —como dice Lacan— no puede prometer más que lo sublime.
Una sublimación en la que la ética, la política y la estética se encuen-
tran, como Éthos-poético, una (po)ética, una ética política más allá
de los amos de la ciudad.
Ya Wittgenstein, en su Conferencia sobre ética (1993), sos-
tiene que ningún enunciado puede implicar un juicio de valor absolu-
to, por lo que advierte que nada de lo que podemos pensar o decir
puede ser el objeto de la ética; que no es posible escribir un libro
universalmente válido de ética, pues si eso fuera posible habría que
destruir todos los libros de la Tierra, pues sólo se requeriría ese libro
para saber cómo vivir (Wittgenstein, 1990: 33-43). No obstante,
Trías, al lado de Kant, Freud y Lacan, en La razón fronteriza y Ética
y condición humana, propone (re)escribir el imperativo categórico
kantiano: “Obra de tal manera que tu existencia (en exilio o éxodo)
se ajuste a tu propia condición de habitante de la frontera” (Trías,
1999: 69). Y que vuelve a (re)escribir en Ética y condición humana:
“Obra de tal manera que ajustes tu máxima de conducta, o de acción,
a tu propia condición humana; es decir, a tu condición de habitante
de la frontera” (Trías, 2000: 16). Un imperativo que corresponde a la

78
condición de la humana razón, que escucha la voz del padre muerto
o del Dios muerto, que le ordena ser lo que humanamente puede lle-
gar a ser: habitante de la frontera. Ni pura razón ni pura pasión. Ni
puro deber ni puro deseo. Una razón fronteriza que evoca la filosofía
de la aurora de María Zambrano, que no opta por la deslumbrante
razón de los ilustrados ni por los nocturnos himnos de los románti-
cos, sino por una lógica del corazón, una inteligencia poética auroral,
una razón metafórica, una (po)ética, una ética política más allá de los
amos de la ciudad, que espera devenir la fuente de la que abrevan
tanto el psicoanálisis como la filosofía, para que puedan mantener un
diálogo enriquecedor sin asimilarse ni confundirse.
Contra el discurso del amo (discurso del poder en su faz de do-
minación), el único bien accesible es el deseo. La fuente del deseo es
el lenguaje, que permite darle significados a nuestro ser. Por eso la
(po)ética del deseo se expresa a través de una ética del “bien decir”.
Como enseña Lacan: “L’etique du biendire”. Una (po)ética, cuyo
“biendecir” conduce a actuar en consecuencia con el deseo que nos
habita, y que nos impele a rescatar el goce prohibido por la vía inver-
tida del deseo: crear el objeto perdido, a través de una poíesis de la
polis, más allá de los amos de la ciudad.

VI
Por último, por una política más allá de los amos de la ciudad,
exige también ser fundamentada en una crítica política de las masas,
que por razones de espacio sólo voy a poder interpretar Psicología
de las masas y análisis de yo de Freud, A la sombra de las mayorías
silenciosas de Jean Baudrillard y Freud ¿Apolítico? de Gérard
Pommier.
La gregariedad humana ha sido abordada de diversas formas.
Pero en este ensayo voy a compartir la metáfora que Freud toma de
El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, para
ilustrar su Psicología de las masas, y dar cuenta de la dinámica gru-
pal: la sociedad es como una manada de puercos espines que durante
el invierno se aproximan para darse calor, pero al acercarse se clavan
las púas, lo que los obliga a retirarse y a volver a padecer, como dice

79
el tango, “un frío más cruel que el odio”. Una metáfora que devela la
ambivalencia humana: la oscilación entre el amor y el odio.
La modernidad pensó lo grupal a partir de la necesidad, en lo
social. Pero para Freud, Lévi-Strauss, Clastres, Lacan y Pommier, lo
que prevalece en la cultura es una causalidad trascendente, un sím-
bolo que hace lazo social: el tótem, el ancestro, el líder, el jefe, el
amo, el maestro, el rey y Dios. Un símbolo que identifica y cohesio-
na a los pueblos. Freud va más allá del símbolo al inventar el mito
moderno de Tótem y tabú (1913), en el que los hermanos matan al
padre porque es un obstáculo para que los hijos puedan gozar de sus
hembras, en particular de la madre. El motivo del asesinato es la fal-
ta de goce, al que ya no tendrán acceso, pues la falla moral —como
señala Trías— conlleva la culpa, que eleva al objeto del crimen al
rango de lo sagrado, motivo de culto: nacimiento de la cultura (Trías,
1991: 367-397). Una falta que sella el primer lazo social que une a la
humanidad: en el lugar de la fiesta totémica los hermanos edifican el
tótem, juran una alianza fraterna y pactan dos interdictos que fundan
la cultura: la prohibición del incesto y el parricidio. Un mito mo-
derno que, justo por carecer de pruebas científicas, muestra su auten-
ticidad y el acceso a la simbolización.
Un mito transhistórico, que como poema se actualiza cada vez
que hablamos, pues lo hacemos en nombre de nuestro ancestro: el
tótem. Nuestra firma —dice Pommier— es la impronta de nuestro
origen, desde donde nos autorizamos a hablar como sujetos al len-
guaje y del lenguaje (Pommier, 1987: 19). Pero como el sujeto del
lenguaje no puede definirse a sí mismo con ninguno de los signifi-
cantes que emite, pues cada uno remite a otro para poderse signifi-
car, porque ninguno designa su ser, está marcado por una incomple-
tud radical: hablar es evocar la falta de goce, la falta en ser que evo-
ca cada frase. Sólo el nombre del tótem, nombre patronímico se de-
fine a sí mismo, porque no remite a otro, ya que designa el origen de
la cadena significante, el Nombre-del-Padre, que introduce el inter-
dicto del incesto, la ley del parentesco, el linaje y la cultura. El nom-
bre patronímico es el garante desde donde el sujeto hablente
(parlêtre) se autoriza el acceso al goce de la lengua, que cobija su

80
cuerpo. Por ello, el ser, el bien, el goce, la felicidad, son móviles de
lo grupal, cuya consistencia es el símbolo. Los hombres y las muje-
res no pueden gozar plenamente porque el nombre propio de cada
cual no designa su ser. Por esta falta de goce enganchan su ser a la
imagen que les da el espejo y al semejante como espejo, del que es-
peran un goce pleno, gracias a la completud imaginaria que es el yo,
que cree que la imagen del espejo es su ser, y que constituye el nar-
cisismo humano. Sin el espejo, nuestra imagen está fragmentada,
marcada por una incompletud radical. Como canta Borges: “No hay
detrás de las caras un yo secreto que gobierna los actos y recibe las
impresiones, somos únicamente la serie de esos actos y esas impre-
siones errantes” (Borges, 1980: 289). Una frase que remite a La fase
del espejo de Lacan. Desde donde Pommier propone que como no
podemos estar todo el tiempo frente al espejo para asegurarnos de
esa completud imaginaria, recurrimos al prójimo, con amor, odio y
angustia, para tomarlo como espejo. Michel Tournier lo ilustra en su
novela sobre Robinson y Viernes: “Narciso de un género nuevo,
abismado de tristeza, extenuado de sí, meditó largamente cara a cara
consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nues-
tra carne que modela y remodela, entibiese y anima sin pausa la pre-
sencia de nuestros semejantes” (Tournier, 1971: 76-77). El prójimo
aporta el rasgo unificador, el trazo de identificación, que asegura la
existencia: lo social y la cultura. El encuentro de nuestra imagen en
el otro, hace grupo. Lo imaginario es del orden del semblante. Las
masas viven en lo imaginario. Como dice Baudrillard: “[...] sólo ha-
cen masa los que están liberados de sus obligaciones simbólicas [...]
Se les da sentido, quieren espectáculo. Ningún esfuerzo pudo con-
vertirlas a la seriedad de los contenidos, ni siquiera a la seriedad del
código. Se les dan mensajes, no quieren más que signos [...] idola-
tran todos los contenidos mientras se resuelvan en una secuencia es-
pectacular” (Baudrillard, 1978: 8).
Pero el grupo —dice Freud— sólo se sostiene gracias al líder
que refuerza el lazo social, pues ocupa el lugar del ideal del yo, que
se identifica con la imagen del espejo, que le aporta una completud
imaginaria, a través de la identificación y el amor al líder.

81
La masa parece estática, pero es dinámica. El grupo fortalece la
imagen que cada cual tiene de sí mismo, que permite vivir momentos
de excelsa felicidad, pero no es un júbilo permanente, también hay
malestar (que Freud y Marx llamaron síntoma social). La cultura se
derrumba sin líder, que asegura el lazo social. Y cuando no hay un
líder auténtico hay que inventarlo, para que le recuerde al grupo que
el goce es imposible. No existe una frontera infranqueable entre lo
privado y lo político, antes bien hay un quiasmo entre lo individual y
lo colectivo, entre la ética y la política, porque el individuo es pro-
ducto de la masa que surge de la relación con el semejante. ¿Y el yo?
No existe antes de la relación especular. Lo que pre-existe al indivi-
duo es el lenguaje, que está esperándolo antes de su nacimiento, para
alimentarlo, acariciarlo, alimentarlo y bañarlo con palabras. Si el or-
den simbólico precede a lo grupal, al yo y el orden imaginario, en-
tonces se puede sostener la primacía del sujeto del lenguaje, sujeto
del inconsciente y el deseo.
Existen tres tiempos: 1) el sujeto; 2) la masa; y 3) el individuo.
El sujeto está, según Hegel, desgarrado porque: “[...] el lenguaje del
desgarramiento es el lenguaje completo y el verdadero espíritu exis-
tente de este mundo total de la cultura (Hegel, 1966: 306). El sujeto
está dividido porque le habla a alguien, que al sancionar su mensaje
crea una división entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enun-
ciación. Y porque alguien se dirige a otro, la masa exige un líder que
venga a crear la unidad donde hay división. Lo social no se opone al
individuo. Es el sujeto desgarrado el que busca en la masa suturar su
herida.
Pero la masa no es la salvación del individuo, puesto que tam-
bién es su enajenación. El líder parece salvar al grupo de su aliena-
ción y de la ambivalencia amor-odio. Pero al líder se le ama y se le
odia porque interdicta el goce; pero cuando goza y no da cuenta de
su goce al grupo, estamos ante el tirano, que cree encarna la ley, y no
tiene autoridad porque es autoritario (el rey que cree que de su ser
emana el ser rey, caso del psicótico, que no se encuentra dividido
entre el nombre que lo representa ante los demás y su propio ser.
Como el sujeto no se reconoce ni en la masa ni en el individuo,

82
es el sujeto que puede poner en peligro a la polis, pues es el sujeto
del deseo, opuesto al poder en su faz de dominación. Aquí resplan-
dece Sócrates, quien al lanzar sus ironías al amo de la polis, le revela
su impotencia. Brilla Antígona, quien más allá de las leyes de los
dioses y de los amos de la cuidad, pone en cuestión la arbitraria ley
de Creonte. Destacan Romeo y Julieta, que con su trágico amor con-
frontan la ley del odio que reina entre sus familias.
El sujeto combate la alienación, abandona al amo de la ciudad,
rechaza y resiste a su poder en su faz de dominación, para encontrar-
se con el poder propio: con una (po)ética, con una ética política. Pe-
ro el yo siempre trata de obstaculizar el encuentro con el poder pro-
pio, por “miedo al propio poder”, como propone Trías (1977: 33-65).
Marx, que no se aventura a interpretar la servidumbre voluntaria de
Etienne de La Böétie, afirma que “el esclavo besa sus cadenas”. El
miedo al propio poder, al deseo, es uno de los más notables descu-
brimientos de Freud. Desde donde Lacan destaca el espanto que se
apodera del sujeto al descubrir su propio poder.
Es difícil apartarse de las insignias imaginarias del poder, por-
que son signos de goce, tan falsas como impotentes, porque son em-
blemas de la dominación. Pero la impugnación del amo de la ciudad
no debe traducirse en anarquía, sino en la distancia con el amo. Hay
que inventar el instante en que el sujeto está solo y el amo no signifi-
ca gran cosa para él; un instante en el que surge una ética que rompe
el espejo y abandona la servidumbre a las imágenes del poder, por-
que está ante su más genuino deseo. Porque lo grupal, la polis, el Es-
tado, siempre mortifican al sujeto con su proyecto unificador y tota-
lizador, como sostiene Trías en sus meditaciones sobre el poder. El
sujeto de esta (po)ética política, tiene que ser excéntrico a la masa,
para poderse retirar a su soledad, y atormentado por sus demonios y
pacificado por sus ángeles, inventar los significantes de su existen-
cia, para poder regresar a la masa a participarle lo que ha creado en
soledad. No se trata de una ruptura apolítica, pues atenta y resiste al
poder usurpador.
Como lo grupal sufre ambivalencia, amamos al prójimo porque
sostiene nuestra imagen, pero lo odiamos porque al verlo completo

83
creemos que es dueño de un goce que se nos escapa. Sólo un líder
auténtico puede aligerar esta ambivalencia y cohesionar al grupo,
superar lo que Lacan llama “odioamoración”, a través de la solidari-
dad, en un momento creador de la vida histórica de los pueblos, en
respuesta al ser ético del ciudadano, que doblega su egoísmo para
constituirse como sujeto ético e impedir la decadencia moral y polí-
tica de los pueblos. Porque un grupo sin líder desconoce la solidari-
dad y la fraternidad, y el odio se constituye en su ley. Una solidari-
dad expresada en la disposición del individuo a sacrificarse por la
masa, cuya virtud se advierte en la acción conjunta, a través de una
ética política, que no trata de liberar al ciudadano del Estado y de sus
instituciones, sino de liberarnos del Estado, del tipo de individuali-
zación que le está asociado, promoviendo nuevas formas de subjeti-
vidad, por la vía de la estética de la existencia, cual elección libre en
la que está en juego el gobierno de sí y de los otros, como ideal de
una vida bella, cual (po)ética más allá de los amos de la ciudad.

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85
Imposible, sin embargo real

MARIO PERNIOLA (1941-2018) *

“La obra de arte más grande e imaginable en el mundo”: con es-


ta expresión el compositor Karlheinz Stockhausen ha comentado el
evento-matriz que inaugura una nueva edad de milagros y traumas:
los atentados del 11 de septiembre de 2001 (11-S) atribuidos a la or-
ganización islámica Al-Qaeda, dirigida por el millonario saudita
Osama Bin Laden. La frase de Stockhausen señala, por un lado, el
final de la comunicación entendida como provocación, cuyo modelo
durante los años noventa del siglo XX estuvo representado por el
arte y, por el otro, el ingreso a un nuevo tipo de comunicación, que
se presenta como absolutamente seria y efectual al máximo, a pesar
de seguir, como los otros tipos de comunicación que le han antecedi-
do, insensata y trivial. De ello deriva la arrogancia comunicativa,
una suerte de neo-dispositivo autoritario que anula el principio fun-
damental de la civilidad jurídica anglosajona, establecido desde la
Magna Charta de 1215 y reafirmado solemnemente en el siglo
XVII, el habeas corpus, es decir, la facultad de cualquier ciudadano
de conocer las causas de su captura.
Quien, para explicar lo que aparece como una increíble re-
gresión de la civilidad occidental, ha recuperado y reelaborado el
concepto de Estado de excepción inventado por el politólogo alemán
Carl Schmitt, según el cual cualquier ley es suspendida cuando el
Estado está amenazado, no ha entendido que lo esencial de la cues-
tión en la actualidad es comunicativa y metapolítica, no política en el
sentido tradicional de la palabra: es decir, pertenece a un régimen de
historicidad esencialmente diferente de aquel de la acción histórica,
hacia el cual a la sociedad occidental le parece imposible regresar,
no obstante el milagro y el trauma (según sea el punto de vista), de
una guerra infinita con todos los desastres, carnicerías, masacres y
oprobios de cualquier tipo que ello conlleva. Con el 11-S no entra-

86
mos en un Estado de excepción, antes bien, en un Estado de valora-
ción arbitraria y tendenciosa, inicua y sectaria, que completa el tra-
bajo de desreglamentación y desestabilización de la civilidad occi-
dental construido en el 68 y continuado en las décadas posteriores.
En otras palabras, para nada hemos salido del mundo fútil y efímero
de la comunicación.
Es “imposible, sin embargo real” que pueblos notoriamente
celosos de las libertades individuales, de la privacy, de los derechos
del ciudadano y del hombre, de las singularidades y de los particula-
rismos, se hayan transformado en muy poco tiempo en una masa de
borregos, controlados, vigilados, espiados, monitoreados en todas
sus actividades mediante una tecnología invasora y lesiva de la pri-
vacidad y de la delicadeza, tratados como malhechores y terroristas
potenciales, asesinados en medios de transporte convertidos casi en
carretas de bestias, frustrados, maleados y encanallados por la mala
educación generalizada, vejados por la paquetería computacional que
no contempla las excepciones, obligados a una vida programada en
los mínimos detalles que elimina cualquier experiencia poética, que
no deja espacio a la meditación y elaboración de las experiencias,
sumergidos en un cúmulo de idioteces y por una publicidad asfixian-
te.
¿Cómo ha sido posible todo ello?, ¿cómo ha sido posible que
poblaciones con un altísimo nivel de instrucción, herederas de gran-
des tradiciones culturales, dotadas de un espíritu excesivamente crí-
tico, incluso manifestado por una rebeldía sediciosa, que confunde la
autoridad con autoritarismo, hayan aceptado servilmente el programa
inaudito y contradictorio de una guerra infinita, reconocido como
insensato por todos los que de auténticas guerras saben mucho?,
¿que todas las protestas en contra de la guerra infinita se han resuelto
en amenos paseos colectivos con niños e incapacitados en sillas de
ruedas, de cuya inutilidad y vacuidad todos los participantes, así co-
mo las fuerzas del orden, eran perfectamente conscientes? Si en las
décadas anteriores ha sido posible hacer creer casi cualquier cosa,

* Fue profesor investigador en la Universidad de Roma II-Tor Vergata, Italia.

87
ahora es posible lamentarse por cualquier cosa. La comunicación ha
cumplido un salto ulterior, englobando y recuperando también lo
opuesto: el infinito, lo permanente, lo valorativo.
Una vida que vale la pena ser vivida es la de la lucha por
cualquier cosa que va más allá de nuestra particular existencia, como
la antigüedad clásica —no menos que la modernidad occidental—
nos ha enseñado. Del 68 al día de hoy muchos han dedicado todo su
tiempo y sus energías para mantener la existencia de un mundo co-
mún, que comprende —como dice Hannah Arendt— a los que han
vivido antes que nosotros y a los que vivirán después. De la existen-
cia de un mundo común surge la posibilidad de una valoración, la
cual es obviamente relativa y está siempre sujeta a cambios; sin em-
bargo, presupone compartir un método que todos estamos obligados
a respetar, de algunos principios lógicos fundamentales y la existen-
cia de una entidad por valorar distinta a las otras. Aquellos han com-
batido obviamente el mundo de la comunicación, no sólo porque ésta
es efímera e instantánea, sino también porque está organizada pre-
tenciosamente para confundir todo con todo, sumergiendo cualquier
conocimiento en un popurrí, en una “noche en la cual todos los gatos
son pardos” (según la famosa expresión de Hegel), así como anulan-
do, en nombre de una concepción aberrante de la democracia y la
igualdad, la posibilidad de algún tipo de excelencia, mérito, calidad.
En efecto, el mundo de la comunicación se ha caracterizado hasta
nuestros días por aquella actitud que el poeta italiano Giacomo Leo-
pardi atribuía a los italianos de su tiempo (en las primeras décadas
del siglo XIX), en la cual nadie era reconocido por un mérito más
alto que otro. Por tanto, dice Leopardi, cada uno “es poco más o me-
nos igualmente honrado y deshonrado”, o como dice un proverbio
romano: er più pulito c’ha la rogna (¡el más limpio tiene roña!).
Al contrario, la educación, la cultura, el saber, el progreso
material y moral se fundan sobre la idea de que no sólo todo ser hu-
mano es perfectible en cualquier momento de su vida, sino que este
mejoramiento puede ser también transmitido a las generaciones futu-
ras. Las personas que han combatido la comunicación han sido las
víctimas del 68, del 79 y del 89. En efecto, ¿cómo podían imaginar

88
que incluso la duración, el “mañana aún mejor” y la valoración po-
drían ser absorbidos por la comunicación?, ¿que aun lo que es lo más
importante de la vida, y que implica una lucha por la vida y por la
muerte, se volviese un horizonte nuevo de la comunicación, con el
cual se ha abierto el segundo milenio? En otras palabras, ¿que lo se-
rio se volviese indistinguible de lo chusco, que la muerte no consti-
tuya más la quiebra decisiva entre la acción histórica y la comunica-
ción, que la idea de valoración fuese, por decirlo de alguna manera,
“revalorada” e impuesta según programas informáticos, proyectados
según criterios incongruentes y que, sin embargo, se presentan como
categorías y normas?
Para afrontar el enigma de este último “imposible, sin em-
bargo real”, es necesario sobre todo entender el significado histórico
del ataque a las Torres Gemelas del 11-S, el abismo entre su mínima
relevancia desde el punto de vista de la acción militar y su inmanente
importancia desde el punto de vista comunicativo. Como se sabe, el
renacimiento islámico sunita tiene una larga historia que comienza
con el nacimiento de la “Sociedad de los Hermanos Musulmanes” en
Egipto en 1928. En el interior de esta organización, han estado pre-
sentes distintas estrategias políticas. Para algunos el medio más efi-
caz para alcanzar el poder, eliminando a los demoniacos gobernantes
de las ideologías occidentales, ha sido por mucho tiempo el golpe de
Estado. El clamoroso asesinato del jefe del Estado egipcio Anwar al-
Sādāt durante una parada militar en 1981, representó la máxima rea-
lización de esta estrategia. A pesar del éxito de la acción, el régimen
no cayó y a ella le siguió una feroz represión, de la cual surgió la fi-
gura del doctor Ayman al-Zawāhirī, que devino líder de la “Jihad
islámica egipcia”, y que tuvo ocasión de encontrar al millonario sau-
dita Osama Bin Laden. Según Lawrence Wright, autor de un muy
documentado libro sobre el argumento, este encuentro (que se ubica-
ría hacia finales de los años ochenta, en la época del retiro de las tro-
pas soviéticas de Afganistán) puso en contacto a dos personalidades
profundamente distintas: el egipcio era un cirujano que hasta ese
momento se preocupaba sobre todo por derrocar al gobierno de su
país mediante una acción militar de tipo tradicional, mientras que el

89
saudita, que se movía a su antojo en el mundo de las altas finanzas y
había asimilado la mentalidad de la comunicación euro-americana,
pensaba según una perspectiva global y tenía a su disposición un
ejército de voluntarios internacionales, de dimensiones desconoci-
das, pero de fuerte impacto imaginativo. En otras palabras, se con-
frontaban dos distintos regímenes de historicidad: el tradicional de
al-Zawāhirī, centrado sobre la idea de la acción local eficaz, y el co-
municativo de Bin Laden, centrado sobre el efecto global de un
evento-matriz de dimensiones inauditas dirigido contra Estados Uni-
dos. En el transcurso de los años noventa, según Lawrence Wright,
la estrategia del egipcio se manifestó como causa perdida: su organi-
zación se fragmentó en bandas rabiosas y promovidas por los servi-
cios secretos de Egipto y Sudán. Él mismo, después de muchas pere-
grinaciones en Europa y Asia bajo un nombre falso, terminó arresta-
do por los rusos en Chechenia y condenado a seis meses de prisión.
Fue hasta 1998 que la Jihad egipcia y Al-Qaeda se unieron, y el mé-
dico egipcio, con los pocos secuaces que le habían quedado, decidió
seguir la estrategia comunicativa planetaria de Bin Laden, la cual,
como reveló Stockhausen, presenta más afinidad con el arte contem-
poráneo que con cualquier estrategia política conspirativa y revolu-
cionaria.
El “imposible, sin embargo real” del 11-S resulta, no menos
de los otros tres eventos-matrices que le han precedido (el Mayo
francés de 1968, la revolución islámica de 1979, la caída del Muro
de Berlín de 1989 y la consiguiente disolución de la Unión Soviéti-
ca), algo esencialmente enigmático, milagroso y traumático, según
los puntos de vista: los 19 actores suicidas de la operación para nada
estaban desesperados o exaltados, sino que eran adultos cultos,
acaudalados, con capacidades de coordinación excelentes, en los pa-
rámetros de las sociedades occidentales. De estos, 15 eran de nacio-
nalidad saudita, dos de los Emiratos Árabes Unidos, uno egipcio (el
líder de toda la operación, Mohammed Atta) y uno libanés. ¿Qué fue
lo que pudo haber empujado a éstas 19 personas para embarcarse en
una empresa de la cual era absolutamente imposible salir con vida?
La explicación más plausible es la frustración, común a muchos is-

90
lámicos, entre la enorme riqueza acumulada a través de la explota-
ción de los pozos petroleros y la total irrelevancia política de sus paí-
ses. Pero esta explicación psicológica, que puede hacer suya Bin La-
den, no basta para entender un acto cuyo sentido está enraizado pro-
fundamente en la sensibilidad occidental basada sobre la comunica-
ción, en un régimen de historicidad que ha vuelto imposible la ac-
ción, en una mentalidad que ha destruido la tradición cultural euro-
pea. Hay algo paradójico e incomprensible en el hecho de que la tra-
dición cultural del otro Occidente, el Islam, se alce contra el Occi-
dente euro-americano, adoptando sus mismas armas mediante un
proceso de rivalidad mimética que en apariencia es autodestructivo y
en sustancia autoafirmativo.
El regreso al régimen histórico de la acción queda impedido,
pero la comunicación, para ser creíble, debe alejar de sí la sospecha
de ser únicamente publicidad. Por lo tanto, está obligada a reintrodu-
cir la necesidad de una valoración, caminando en dirección opuesta a
la desreglamentación de los años ochenta: naturalmente, los criterios
de la valoración no pueden ser aquellos del 68, considerados en tér-
minos filosóficos como “metafísicos” y “esencialistas”, ni pueden
ser abiertamente autopromocionales y narcisistas. Es necesario re-
clamarse a algo que valga más que las vidas individuales: en esta
nueva edad de la comunicación está la puesta en juego de la propia
vida que hace eficaz la comunicación. Regresa bajo la forma abe-
rrante de la necesidad de una “lucha por la vida y la muerte”, que
para Hegel constituía la base del reconocimiento y la relación entre
el amo y el esclavo. Pero esta vez la lucha no es, como en Hegel, por
la condición de la acción histórica seria y efectiva, ya que las cartas
están trucadas. Los criterios de la valoración son arbitrarios y mu-
chas veces no públicos, los evaluadores son secretos y las pruebas
contrahechas. Lo que más valor tiene en la vida no es lo que puede
ser transmitido a las generaciones futuras, ya que el régimen históri-
co es el mismo: estamos siempre en el cuadro del “efecto que actúa”,
no en sus premisas ni en sus consecuencias.
La respuesta que Estados Unidos ha dado al 11-S se encuen-
tra sobre el mismo plano comunicativo del ataque a las Torres Ge-

91
melas, pero presenta un paralelismo invertido respecto de la estrate-
gia de Bin Laden: es en la pertenencia autoafirmativa y en la sustan-
cia autodestructiva. Se dirige más contra los propios ciudadanos que
en contra los enemigos, con los cuales mantiene una especie de se-
creta complicidad, ya que tiene necesidad de que continúen existien-
do. Por ello toma objetivos que nada tienen que ver con Al-Qaeda,
como Irak de Saddam Hussein, inaugurando un belicismo desenfre-
nado e insólito que no se dirige hacia una efectiva victoria militar,
concebida en los términos clásicos, sino únicamente para obtener
resultados comunicativos de igual modo milagrosos y traumáticos:
poner, gracias a la ayuda de las tecnologías de la información, a to-
dos los habitantes del mundo bajo la propia vigilancia y valoración.
Así, se confrontan dos estrategias comunicativas de ambicio-
nes desenfrenadas, que están sobre la misma frecuencia del 68 y rea-
lizan el eslogan de aquella época: “seamos realistas, pidamos lo im-
posible”. Entre el 68 y hoy existe todavía una diferencia: el 68 se
presentaba como una ruptura, caracterizada por una fortísima carga
polémica contra el pasado, y de la cual negaba no sólo los valores,
sino la misma idea de valorización que, a su vez, estaba sellada con
el término entonces considerado en modo despreciativo de “merito-
cracia”. En cambio, ahora se nos expropia con un ultraje desconside-
rado de la idea de valorización y de meritocracia, haciendo un uso
aberrante por el cual es suficiente ser un asesino suicida para volver-
se mártir, o bien entender el funcionamiento del logaritmo de los
motores de búsqueda para ser digno de pasar a la posteridad. En el
primer caso, el nudo hecho toma el lugar de la larga experiencia en
la cual se madura el punto de llegada del martirio: en el atentado sui-
cida el milagro y el trauma combaten perfectamente el uno con el
otro, pero ello no tiene ya nada que ver con el claustro de los sabios
que, una larga tradición, comparaba a la shahāda. En el segundo ca-
so, se establecen clasificaciones y cánones demenciales, hábilmente
manipulados que a través de la introducción de toda una serie de vie-
jas palabras rehabilitadas pero adoptadas en modo tendencioso e
inicuo, como reputation, authority, pertinency, relevance, rank, im-
pact, scrutiny, etcétera, pueden ser etiquetadas y valoradas por todos

92
los habitantes del globo en todos los aspectos de su vida cotidiana,
económica, recreativa, turística, intelectual, espiritual, incluso ínti-
ma. Si en su momento no hubiera sido posible la existencia de Bin
Laden sería necesario inventarlo, para que todos aceptasen servil-
mente, sin la mínima protesta, la seguridad de ser registrados y dete-
nidos en modo incuestionable. En realidad, Bin Laden forma parte
del mismo mundo de la comunicación euro-americano que dice
combatir. Y ello en virtud de que la arrogancia comunicativa y el
despotismo tecnológico provocan un extraño efecto: la desaparición
del opuesto, el diferente, el otro y la dificultad de encontrar instru-
mentos conceptuales (antes que políticos) para oponerse a una situa-
ción de opresión en la cual estamos atrapados y de la cual nos senti-
mos al mismo tiempo cómplices; si no es así, ¿para qué usar, como
en la época de la decadencia del Imperio romano, tropas mercenarias
(con la excepción de gran relevancia del Estado de Israel)?
Sin embargo, más que el mártir islámico o el ciudadano is-
raelita, que creen generalmente vivir aún en la época de la acción, el
auténtico protagonista de nuestra época es el periodista de investiga-
ción, ya que sabe perfectamente poner en peligro su vida por alguna
cosa fútil: con él, la comunicación encierra a su contrario, se vuelve
una metacomunicación, compite con el despotismo tecnológico
adoptando sus mismas armas, está en perfecta consonancia con el
mundo del simulacro, es decir, con el pasaje de lo verdadero a lo fal-
so, de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo feo, de lo magnífico a lo
abyecto. En las tres formas precedentes de comunicación, existía al-
go que quedaba fuera: en los años sesenta era el prestigio del pasado,
en los años ochenta era la alteridad de la diferencia, en los noventa la
cripta inatendible de un duelo que no puede ser elaborado. En cam-
bio, en la actualidad la comunicación ha logrado apropiarse de todos
estos enemigos suyos: ha superado de un golpe la última frontera y
puede hablar en nombre del prestigio, de la alteridad y el luto. El 11-
S y el despotismo tecnológico se sostienen el uno con el otro y ha-
blan en nombre de algo que va más allá de la vida de todos nosotros:
el presente finalmente ha logrado la apropiación, incluso, del pasado
y del futuro, quitándoles su trascendencia y transportándolos sobre la

93
tierra. Tendrá lugar en modo decisivo y subrepticio el proyecto de
Marx, que quería poner a caminar nuevamente con los pies sobre la
tierra a la dialéctica que Hegel hacía caminar con los pies en el aire.
Sin embargo, al mismo tiempo dicha comunicación pretende gozar
de las mismas prerrogativas otorgadas a sus enemigos, frente a los
cuales se presenta como el heredero natural, amamantándose de una
solemnidad que no le compete, sino que se impone con la fuerza de
los hechos. Lo real coincide con lo racional, el trauma con el mila-
gro, la “verdad efectual de las cosas” con “repúblicas y principados
que jamás han tenido lugar ni se han conocido verdaderamente”, el
“cómo se vive” con el “cómo se debería vivir”, para emplear las pa-
labras del capítulo XV de El Príncipe de Maquiavelo. De este modo
se vuelven visibles al mismo tiempo tanto el realismo político como
el idealismo político, ya que ambos llegan a la misma conclusión en
cuanto reconocen la distancia entre el ser y el deber ser, a pesar de
que extraigan deducciones opuestas. La comunicación pretende ha-
cer creer, con la violencia incontrovertible de los hechos, que no
existen alternativas a los atentados suicidas y al control universal. El
discurso de la comunicación en esta última fase de su desarrollo sue-
na para los islámicos como sigue: la “resurrección” islámica no pasa
a través de los golpes de Estado, las organizaciones asistenciales, la
guerra tradicional y las conspiraciones, sino a través del “imposible,
sin embargo real” que hizo caer en pocos minutos el símbolo del po-
der norteamericano la mañana del 11-S. A las sociedades euro-
americanas, en cambio, la comunicación le reserva un discurso com-
plementario con relación al anterior: la “seguridad” de Occidente ya
no puede ser garantizada por el derecho internacional, las Naciones
Unidas, el pacifismo o los derechos del hombre, sino por el “imposi-
ble, sin embargo real” del control capilar y total del planeta, asegu-
rado por las nuevas tecnologías informáticas.

Traducción de Israel Covarrubias

94
Tiempo, orden, poder
Sobre algunos presupuestos conceptuales
del programa neoliberal

MAURIZIO RICCIARDI*

Die Gefahren des Chaos sah er nicht


Böhm, Eucken y Grossmann-Doerth (1937: XVI)

Orden y sistema
El programa neoliberal se construye alrededor del concepto de
orden. La frecuencia del término y su densidad conceptual son tales
que del ordoliberalismo alemán hasta el proyectado neoliberalismo
de Friedrich A. von Hayek es casi una obviedad afirmar su relevan-
cia.20 El programa neoliberal nace de la percepción de un revés epo-
cal que va mucho más allá de la reacción a la crisis económica de los
años treinta del siglo pasado, que es desclasificada a consecuencia
muy comprensible de las dinámicas económicas normales (Röpke,
1933: 553-568), mientras es colocado en el primer plano el punto
muerto consolidado del proyecto del siglo XVIII de hegemonía de la
libertad individual. Este diagnostico general fue acompañado en
Alemania con la declaración del fracaso del “laboratorio burgués”
(Schiera, 1987) que había dado la forma a la política alemana en el
siglo XIX y en los primeros decenios del siglo XX. Aquel laborato-
rio, en el cual la ciencia alemana actuaba como factor constitucional,
fue abandonado, ya que no es tomado más en cuenta en el sentido de
producir mediaciones políticas y sociales a la altura de las tensiones
que atraviesan a toda la sociedad. La “quiebra de la herencia de la
época burguesa” debe ser rechazada porque su patrimonio ha sido
acumulado bajo el signo del historicismo, que ha producido un “fata-

*Profesor investigador en la Universidad de Bolonia, Italia.


20Sobre la cuestión general con particular atención a la relación entre derecho y
economía, Cf. Dardot y Laval (2013), también Commun (2016).

95
lismo” político que lleva a comprometerse con cualquier emergencia
social, reconociéndole de cualquier modo una legitimidad histórica.
El historicismo ha encontrado sus expresiones potentes precisamente
en la ciencia jurídica y en aquella económica, pero ha terminado por
producir el “destronamiento de ambas ciencias”. Se trata, por lo tan-
to, en primer lugar, de restaurar las dos ciencias en el papel de guía
para la acción política que no solo el historicismo sino también, des-
de otro punto de vista, la confirmación irresistible de la sociología
han terminado por sustraerse de ello.
La herencia de la época burguesa es por lo tanto imposible de
aceptar, porque ella no logró tener fe en sus promesas y sucumbió a
la revolución que había permitido con la consolidación de la misma
burguesía. “Que el intento de ordenar haya fracasado realmente es lo
trágico de la era burguesa histórica. De hecho, en el programa de la
revolución, el propósito de la libertad y el propósito del orden forma-
ron una unidad” (Böhn, 1937: 4).21 Los responsables últimos de este
fracaso son Gustav Schmoller y Werner Sombart, que a través su
historicismo convencido abrieron la vía a aquel relativismo histórico
que impide el reconocimiento de las estructuras del orden existente.
La historización sombartiana del concepto de capitalismo describe el
origen y la evolución que, a pesar de prever su senectud, no es nece-
sariamente un anuncio de su fin, sino que deja de cualquier modo
entrever la posibilidad de una inestabilidad ya inevitable y de un
cambio indeterminado, pero necesario (Rüstow, 1987: 378-393, el
texto original es de 1941-1942). Schmoller por su parte ha sido el
científico social más importante en una época convencida de que las
pasiones negativas fuesen destinadas a ser constantemente reabsor-
bidas por la acción ética del Estado. Su fe en el progreso ético y eco-
nómico se fundaba sobre una antropología sustancialmente positiva
que le hacía considerar transitorias todas las perturbaciones políticas
y sociales, porque no reconocía la fundamental aspiración al poder
que mueve a cualquier individuo (Eucken, 1940: 468-506). “ÉL no
veía los peligros del caos”. La tarea que los padres del ordolibera-

21 Sin embargo, para una crítica ordoliberal del historicismo, cf. sobre todo Eucken

96
lismo se confieren en 1937, un año antes del Coloquio Lippmann en
París,22 es en primer lugar aquel de restablecer el discurso del orden
gracias a un enfoque abiertamente teórico, que no está dirigido a
desencadenar la enésima disputa sobre el método, porque “para cada
ciencia las múltiples reflexiones metodológicas son un signo de en-
fermedad” (Eucken, 1944: VII). En cambio, el problema es aquel de
identificar y dar sistematización teórica, es decir, ordenar, los ele-
mentos constitutivos de la realidad económica, ya que “la realidad
no es un racimo de datos uno al lado del otro” (Böhm, Eucken y
Großmann-Doerth, 1937: XV). Si el primer enemigo de este proyec-
to es el historicismo, el segundo es por lo tanto el liberalismo eco-
nómico, convencido de que el Mercado sea un orden que se autorre-
gula sin ninguna intervención.23 Una adecuada comprensión de la
historia muestra en cambio que hay una constante necesidad de una
guía (Lenkung), sin la cual el desorden y el caos pueden siempre re-
presentarse. Por consiguiente, se deben establecer las condiciones
políticas para producir una decisión en vista del orden. Derecho y
economía pueden reconquistar la centralidad perdida solo si el pri-
mero acepta el primado político y epistemológico de la segunda, o
bien construye su discurso sobre la realidad indiscutible de la eco-
nomía de mercado. La tarea es, por ende, “concebir y formar el or-
denamiento jurídico como constitución económica”, que debe ser
entendida como “una decisión política integral sobre el orden de la
vida económica nacional” (Böhm, Eucken y Großmann-Doerth,
1937: XIX), en el interior de la cual al derecho le concierne la fun-
ción de regular no solo la relación entre los diversos elementos del
orden, sino también la de asegurar el poder de conducción de la au-
toridad política. Economía y derecho son dos elementos resultantes
de una revolución que habría debido garantizar, en efecto, la liber-
tad, pero también su “contrapeso, es decir, el elemento de orden”
(Böhm, 1937: 7).

(1938: 63-86).
22 Véase el texto integral del coloquio y su contexto en Audier (2012).

23 Esta crítica atraviesa todo el neoliberalismo y encuentra su formulación más

significativa y sistemática en un texto de 1945 de Rüstow (2001).

97
Entonces, para reequilibrar la relación entre economía y de-
recho se deben anclar las normas jurídicas al orden económico en
modo que el derecho lo conciba como una “constitución jurídica”,
haciendo de este modo visible su “carácter político” y colocando por
consiguiente en primer plano el “primado de la política” (Böhm,
1937: 11). Por lo tanto, el neoliberalismo no se funda simplemente
sobre una despolitización, sino sobre un doble movimiento que, ase-
gurando la politicidad exclusiva del actuar económico, reconoce a lo
político la capacidad y la posibilidad de afirmarla con sus decisiones.
Incluso la libertad de iniciativa económica, introducida por la Ge-
werbeordnung de 1869, no debe ser considerada como la elimina-
ción de vinculos históricos, sino como la decision dirigida política-
mente al establecimiento de una nueva constitución económica (Ra-
bault, 2016: 189-210). De este modo, a la decisión política se le re-
conoce su capacidad de dar forma a la historia, a condición de que
reconozca cuáles son aquellos rasgos histórico-universales que, co-
mo veremos, reconocen constantemente en el tiempo y en el espacio.
De cualquier modo, el orden es vinculado a una “decisión principal
(Führungsentscheidung) competente y autorizada”, que establezca
con toda claridad cuál es el contenido del orden y cuáles son sus lí-
mites hacia el exterior. Solo de este modo la decision puede crear
una condición juridical que reconoce el fin y el character técnico y
no solo ideal del orden. En otros terminus, no siendo natural el orden
debe contener un rasgo organizacional que es esencial para su defi-
nición (Ricciardi, 2010). “Este orden concreto, técnico, tiene en el
ámbito de la vida económica el mismo significado de los principios
fundamentals tácticos y de la dirección military estratégica en la gue-
rra” (Böhm, 1937: 59). Mientras el character schmittianamente con-
creto del orden (Schmitt, 1972: 245-275)24 confirma que éste no
puede ser considerado sin su cntenido económico, la analogía bélica
nos ayuda a subrayar el character eminentemente técnico de la eco-
nomía, que diferencia la constitución económica de aquella política,
pero sobre todo hace referencia a la necesidad de gobernar tanto la

24 La distancia incolmable entre el programa neoliberal y la doctrina shmittiana es

98
estática como la dinámica de los procesos económicos.
Este concepto de orden es el centro genético de todo el aparato
conceptual y categorical que unifica el programa neoliberal, no obs-
tante las diferencias incluso evidentes de todos aquellos que lo fo-
mentan. La filosofía del orden de Hans Driesch, cuya importancia
difícilmente puede ser sobrevalorada, define las coordenadas de un
pensamiento que reacciona a la contingencia del movimiento históri-
co con la intención de establecer las líneas de su coherencia interna
(Driesch, 1923: 438 y ss.). Siempre manteniendo la centralidad del
concepto de orden el programa neoliberal se articula en las décadas
sucesivas en tres constelaciones distintas. La primera es la fundacio-
nal, el origen del momento ordoliberal, que arroja las bases del pro-
grama neoliberal en su conjunto, individuando una serie de temas
que serán centrales incluso en las formulaciones posteriores. No se
trata únicamente de temas económicos sino también, por ejemplo, de
la crítica a la sociología y a aquello que Wilhelm Röpke llama
“saint-simonismo eterno”, o bien la idea de que la sociedad sea una
estructura plástica, organizable según un plano que se revela como la
más inquietante de las distopías (Röpke, 1947: 73 y ss.).25 En esta
primera constelación el neoliberalismo inaugura un discurso político
específico sobre la sociedad, asegurando sus movimientos gracias a
una auténtica restauración de lo político. La segunda constelación es
aquella posterior a la Segunda Guerra Mundial: aquí, el enemigo es
sobre todo la economía planificada en Occidente y los monopolios, a
los cuales se les contrapone el mercado como modelo democrático.
En la tercera constelación, a partir de los años setenta, en correspon-
dencia con la nueva crisis y con un renovado miedo por el caos sis-
témico, el programa neoliberal se transforma finalmente en una polí-
tica económica aplicada en breve tiempo sobre escala global. La so-
lidaridad social está señalada como un peligro y la decisión política
vuelve a ser la solución en última instancia en el momento en donde
las lógicas del mercado no logran presentarse como normas sociales

evidentemente la dependencia del derecho al orden económico que éste prevé.


25 Pero también véase la recuperación del mismo argumento en 1952 por Hayek

(1967).

99
compartidas. El programa neoliberal abandona los círculos académi-
cos y se emancipa del provincialismo exitoso de la economía social
de mercado alemana y de su serio capitalismo renano (Streeck,
2009). El neoliberalismo se vuelve global, madurando en su interior
las articulaciones significativas. No se trata solo de las diferencias
entre la escuela de Friburgo y aquella austriaca de Hayek y von Mi-
ses, sino también de aquella igualmente significativa del neoconser-
vadurismo estadounidense.26 A pesar de todo, aquello que se man-
tiene como constante es una interdicción política de fondo que per-
mite hablar en un momento ordoliberal que atraviesa el neolibera-
lismo en su conjunto. Con el ordoliberalismo, en efecto, la continui-
dad de la experiencia histórica, y por consiguiente el peso político de
la tradición con el sucesivo rechazo de toda revolución, la crítica de
la sociología colectiva de la sociedad, la afirmación de lo político
como decisión en última instancia incluso contra las contingentes
institucionalizaciones estatales de la política se vuelven elementos
recurrentes e irrenunciables de la específica práctica neoliberal de la
libertad.

Una antropología histórica de lo económico


Al comienzo de los años treinta, la evidente crisis del capitalis-
mo coincide plenamente con la expectativa del final de una época. El
programa neoliberal pretende colocar esa crisis en un cuadro históri-
co integral en modo tal que le permita mostrar su carácter relativo y,
por lo tanto, no destructivo. Es “necesario observar estos problemas
en el marco de la historia universal” (Müller-Armack, 1932: 297),
que debe ser entendida como el conjunto de condiciones empíricas
en las cuales el actuar económico está con frecuencia involucrado en
el tiempo. Por ello, el problema no es la crisis, sino la comprensión
del capitalismo y de las condiciones generales del actuar, ya que “el
ambiente capitalista obliga al hombre a la reflexión sobre su condi-
ción histórica” (Müller-Armack, 1932: 1). Solo con el marxismo se

26Sobre la semántica política del término, cf. Venugopal (2015: 165-187). Sobre el
neoconservadurismo estadounidense, cf. Vaisse (2010); sobre las intersecciones
políticas, cf. Brown (2006: 690-714).

100
volvió de pronto evidente el carácter histórico del capitalismo, su
carácter transitorio. Al contrario, “las doctrinas de la armonía de los
economistas liberales todavía se alimentaban en las estructuras del
mundo que analizan con aquella confianza intacta, en la cual el rasgo
casual y el fundamento del poder de este orden mundial era necesa-
riamente ignorado” (Müller-Armack, 1932: 2). A la comprensión
dinámica del capitalismo introducida por el marxismo, la sociología
alemana con Ferdinand Tönnies, pasando por Max Weber, Sombart
y hasta llegar a Max Scheler, había respondido con la construcción
del aparato categorial que hacía del capitalismo un momento esen-
cial en la producción de la sociedad. Esta es la constelación socioló-
gica frente a la cual reacciona el naciente ordoliberalismo al comien-
zo de los años treinta, negando definitivamente que en el interior del
capitalismo pueda ser fundada alguna tensión en la racionalización,
así como que ello camine con fuerza hacia un presunto antagonismo
que lo caracterizaría. La historia en general y por lo tanto también el
capitalismo en su interior no poseen un principio interno que hipote-
que o garantice sus movimientos. “El proceso fundamental de la his-
toria debe ser de este modo interpretado como auto-realización”
(Müller-Armack, 1932: 21). Esto es una continua sucesión de impul-
so (Trieb) y espíritu (Geist), esa relación jamás definitiva entre el
plano inmediatamente individual del actuar y el contexto general de
sentido, con el cual toda acción debe medirse. Cada fenómeno histó-
rico debe ser observado desde esta doble perspectiv, sin que sea po-
sible resolver definitivamente este contraste. Aquello que debe ser
registrado es que con el capitalismo el movimiento deviene la cate-
goría fundamental del actuar. Este es el primer sistema económico
en la historia “en el cual la dinámica deviene el principio estructural”
(Müller-Armack, 1932: 28). Más que de un principio, se trata en
realidad de la máxima explicitación de un carácter que la historia ya
poseía. Es decir, no se trata de un criterio exterior que permita la
formulación de un juicio sobre el capitalismo mismo, sino sobre todo
del modo de funcionamiento del capitalismo como de la historia en
su conjunto.
De cualquier modo, aquella dinámica estructural disuelve y no

101
constituye las diferencias entre las figuras sociales que actúan en el
interior del sistema económico. La dinámica, en efecto, establece la
identidad del sistema presidiendo a su cambio sin que sea posible
identificar una tendencia más o menos precisa a partir del movimien-
to mismo. El futuro está neutralizado por completo dado que la “ac-
tividad de progreso no es deducible” (Müller-Armack, 1932: 32),
incluso la particular organización de la producción no puede ser con-
siderada decisiva, así como la coacción del capital para autovalorar-
se. Ni siquiera se puede hablar de una “acumulación originaria”,
porque la dinámica no ha encontrado su origen en la violencia y en
el poder de algunas instituciones o de algunos individuos. Del mis-
mo modo, debe ser rechazada la idea de que el capitalismo indique el
pasaje de la comunidad a la sociedad, tal y como lo había indicado
Ferdinand Tönnies. Como veremos, el rechazo de la historización de
la comunidad es un rasgo esencial del primer momento del discurso
neoliberal. Retomando al menos en parte a Max Weber, Múller-
Armack afirma sin embargo que todo acto social es al mismo tiempo
comunitario y societario, porque no existe una dinámica específica-
mente social que pueda imponerse sobre aquella económica. Esta
última no establece un “movimiento carente de límites, sino los lími-
tes que le son establecidos son fijados solo desde su interior”
(Müller-Armack, 1932: 94). De este modo es negada la existencia de
cualquier posible vínculo histórico o ético, mientras que se puede
afirmar que “el proceso económico encierra siempre su forma con-
creta solo gracias a una relación histórica de vez en vez mudable de
lo económico con lo político” (Müller-Armack, 1932: 101).
De este modo surge la preocupación principal en el origen del
ordoliberalismo, en tanto restauración de lo político en su posición
de garante del orden de la economía en tanto liberado de todo víncu-
lo social. La confrontación con la sociología y la antítesis que se es-
tablece con su discurso se dirigen a la liberalización de lo político de
cualquier hipoteca proveniente de la sociedad y en particular de los
intereses organizados en su interior. Los grupos de interés, los in-
tereses organizados, son el enemigo declarado del naciente programa
neoliberal. En la base de la inversión sobre el Estado hay el redescu-

102
brimiento de la esencialidad o más bien de la simplicidad de lo polí-
tico, de su capacidad de reducir la complejidad social, por ello le es
exigida la producción de decisiones indiferentes a la sociedad y a sus
conflictos. Lo político ordoliberal no tiene una función constitutiva
de las relaciones, posiciones que atañen solo y exclusivamente a lo
económico; este interviene para restablecer las condiciones ordena-
das por el proceso económico. Justo porque la historicidad del hom-
bre es la único posible orientación en el interior de la historia misma,
debe ser prevista una función de sustitución que garantice la dinámi-
ca económica:

En el lugar de las teorías históricas que buscan traer de vuelta la concreta


plenitud del acaecer a un modelo, haciendo caos omiso de la profundidad
de la historicidad, debe tomar el relevo una teoría que busque solamente
la condición de la historicidad, que muestre la estructura gracias a la cual
ella se vuelve posible, sin sobreponer a la historia empírica alguna deter-
minación de contenido (Müller-Armack, 1932: 173)

En el interior de esta inagotable continuidad histórica y hacien-


do uso de la antropología filosófica de Helmut Plessner, el hombre
es concebido como potencia y lo político deviene, en consecuencia,
“un comportamiento interhumano dirigido al aseguramiento o al au-
mento de su potencia a través de la restricción o aniquilamiento del
ámbito de una potencia ajena” (Plessner, 1979: 326). Incorporando
el discurso schmittiano sobre lo político, Plessner apuesta por la
construcción de una antropología global no eurocéntrica que, mien-
tras reconoce que cualquier individuo es un sujeto de potencia, asu-
me también la extranjeridad como motivo fundamental de enemis-
tad. Así como en realidad todo el discurso ordoliberal, Müller-
Armack puede contraponer al liberalismo del siglo XIX esta imagen
de relaciones no inmediatamente pacificadas y justo por ello siempre
expuestas a la denegación. Excéntrico con relación a aquel discurso
es en cambio su apretada confrontación con el concepto histórico y
político de capitalismo, porque el programa neoliberal toma decidi-
damente licencia de un concepto que hace referencia a antagonismos
sociales sin remedio y asume en su origen un espíritu burgués con

103
una fuerte intención ética. Como escribe pocos años después
Wilhelm Röpke: “La palabra ‘capitalismo’, palabra usada en exceso
y ahora desgastada e variopinta como una moneda antigua, contiene
tantas inexactitudes que cada vez es menos adecuada para un hones-
to tráfico intelectual” (Röpke, 1947: 5). En efecto, no se trata de un
problema terminológico. Ya Wilhelm Eucken había criticado al capi-
talismo por la sustancialización que habría hecho una suerte de suje-
to autónomo, mostrando cómo a toda la discusión sobre la crisis del
capitalismo le faltara “una visión histórico-universal” (Eucken,
1944: 77). Partir del capitalismo significaría colocar la cuestión del
proceso económico en modo a-histórico, repitiendo los errores de la
economía clásica, cuya “conclusión teórica no correspondía con la
multiplicidad de la vida histórica” (Eucken, 1944: 31). Esta reducía
el problema del orden a la competencia perfecta de los mercados.
Los “atemporales” (Eucken, 1940a: 114), como Walras y Pareto,
pensaban a la economía en el marco de una comprensión del tiempo,
como si se produjera e intercambiara al mismo tiempo. Considerar el
desarrollo temporal del proceso económico significa individuar un
distinto objeto para la ciencia económica. En el centro no está la ac-
tividad en vista de la satisfacción de las necesidades actuales y ni
siquiera la individualización de las necesidades presentes, “antes
bien interesa exclusivamente en qué medida las necesidades del pre-
sente y aquellas del futuro próximo y lejano son consideradas” (Eu-
cken, 1944: 129).
Esta exposición subjetiva al futuro puede ser solo individual,
porque solo los individuos pueden tener aquella proyección futura
que no puede ser de ninguna manera alcanzada colectivamente. Esta
oclusión del futuro colectivo es el verdadero fundamento de la impo-
sibilidad de una economía organizada centralmente, “en la cual una
ubicación central planifica y decide”, ya que la planificación preten-
de transformar un proceso abierto en una condición previsible. Preci-
samente por ello, para Eucken el opuesto de la economía planificada
no es el libre mercado sino la Verkehrswirtschaft, una economía de
tráfico, en la cual la presencia de innumerables planos individuales
le pone a la ciencia el problema de cómo estos “se perfeccionan en

104
ordenes económicos” (Eucken, 1944a: 162). La economía política
clásica no será rechazada por los errores que le son imputados, sino
porque reduce la complejidad de los planos individuales a compor-
tamientos esquemáticos que luego deberían ordenarse de manera au-
tomática. Esta reduce el problema del orden al equilibrio sobre los
mercados, en lugar de preguntarse qué podía realmente justificar la
ciencia económica. “¿Qué es la economía?, ¿qué es un ‘principio
económico’? incluso, en modo más fundamental: ¿qué es la socie-
dad?” (Eucken, 1944: 32).
Solo poniéndose esta preguntas se puede tomar la multiplicidad
de la experiencia histórica, moviéndose de la consciencia de que en
cualquier época y en cualquier situación los hombres actúan econó-
micamente. A esta multiplicidad, en efecto, corresponde una unidad
de fondo del actuar humano que no puede ser puesta en discusión ni
mucho menos relativizada. Por este motivo Eucken rechaza cual-
quier esquema interpretativo que no incorpore la multiplicidad ele-
mental del wirtschaften, del actuar económico. Nos encontramos
frente a una ulterior especificación de la antropología neoliberal del
tiempo histórico. Ella no reconoce diferencias entre estadios econó-
micos y entre economía urbana y rural, así como no acepta las dis-
tinciones de estilos económicos que reucen la multiplicidad a dife-
rencias formales.27 Ni siquiera puede admitir la antítesis entre un ac-
tuar orientado a la cobertura de los requisitos y uno orientado en
cambio a la adquisición monetaria. No existe una segunda naturaleza
capitalista que se sobreponga a aquella originaria, y mucho menos
un actuar económico histórico de nuevo determinado por el dominio
del dinero. La licencia del capitalismo significa también despedirse
del tipo humano que las teorías sociológicas habían construido y
afirmado. Así como la antropología de Plessner vuelve universal la
confrontación y el choque con el extranjero, el argumento de Eucken
muestra el tipo humano neoliberal como expresión de la continuidad

27Destaca a este respecto Müller-Armack y su Genealogie der Wirtschaftsstile


(1944), donde demuestra que la posterior “economía social de mercado” tuvo una
gestación teórica no siempre linear y unitaria. Cf. además Somma (2014) y Tribe
(1995: 203-240).

105
inagotable de la historia universal, sujeta al cambio pero también
propensa a persistir obstinadamente en las mismas actitudes y en las
mismas expectativas. “Se demuestra que el comportamiento econó-
mico es las ambas cosas al mismo tiempo: constante y cambiante.
Constante en un determinado estrato del hombre en singular, cam-
biante en otras capas del hombre” (Eucken, 1944: 254).
La regularidad de esta doble actitud establece el carácter de la
historia universal cuya posibilidad, como hemos dicho, es una de las
mayores preocupaciones neoliberales, como Eucken esclarece en
aquello que ha sido indicado justamente como uno de los manifiestos
fundadores del ordoliberalismo (Eucken, 1932: 297-321; vid. tam-
bién Ptak, 2004). Se trata de una historia que es universal en el espa-
cio y en el tiempo, porque en ella se repite siempre el mismo esque-
ma de comportamiento, dado que justo por su carácter global su de-
finición de hombre no tolera excepciones. El principio de la econo-
mía está presente en cualquier constitución individual y no es solo
del “mercante o incluso del mercante de la modernidad europeo-
norteamericana”. El objetivo polémico, sin embargo silenciado, es
una vez más Werner Sombart (1915) y sirve para confirmar el carác-
ter universal de esta constitución humana que justo por ello puede
ser el fundamento de un pensamiento del orden. La respuesta a la
pregunta sobre el principio económico es también la respuesta a la
pregunta sobre qué es la sociedad en la historia universal. “El homo
sapiens actúa siempre según el principio económico e incuso si —
con Bergson y otros filósofos vitalistas— se sostiene llamarlo con
más precisión homo faber —él no es homo faber si no sigue el prin-
cipio económico” (Eucken, 1944: 154). Este último cesa de ser una
de las posibles elecciones para orientar la acción y se vuelve el prin-
cipio necesario del hacer que define el modo legítimo de actuar en la
sociedad.
A pesar de que se reivindique la multiplicidad como manifesta-
ción de la vida económica y social, el programa neoliberal encuentra
en su antropología y en su principio de economía la posibilidad de
unificar en el tiempo todos los comportamientos. Alexander Rüstow
lo reconoce con claridad: “la naturaleza humana en su conjunto

106
siempre queda y donde sea como la misma […] todos los esfuerzos
por modificarla están en su utopismo destinados al fracaso” (Rüstow,
1950: 14). No se trata únicamente de un juicio de experiencia y mu-
cho menos de la polémica recurrente en contra de todos los intentos
de construir al hombre nuevo que atraviesan a Europa en aquel pe-
riodo. Esta convicción antropológica es el fundamento epistemológi-
co de todo el proyecto neoliberal. “En efecto, sin esta constancia de
la naturaleza humana no sería posible alguna unidad de la cultura y
de la historia humana, ninguna posibilidad de comprensión, ni mu-
cho menos existirían las coordenadas fundamentales de aquello que
es antropológicamente en su esencia normal y sano” (Rüstow, 1950:
14). Esta antropología fundamental produce su historia universal
cruzada por lo múltiple, aunque en lo fundamental estático, en el
sentido de que en su interior no existen los entusiasmos revoluciona-
rios y mucho menos innovaciones radicales, sino solo la repetición
en forma diversa del mismo actuar. Si, desde el punto de vista eco-
nómico, eso significa que el sistema económico no puede ser inter-
pretado solo a partir de su dinámica, desde el punto de vista histórico
y político eso exige para asegurarlo la constancia sobre un plano no
solo individual. El orden se encarga de historizar un actuar que de
otra manera estaría paradójicamente carente de historicidad.

Sobre la patogénesis de la sociedad


Constancia y mutabilidad son la consideración antropológica de
la estática y de la dinámica del sistema económico. Estas asumen
una dimensión más explícitamente política en el momento en que al
individuo le son atribuidos un “deseo conservador”, que le hace
desear que todo se quede como está, y una “voluntad revolucionaria
de un trastorno radical”. Sin embargo, las dos pulsiones no estable-
cen de vez en cuando un equilibrio diferente. Ya que no es posible
un acontecimiento histórico sin pasado, justo esta prehistoria (Vor-
geschichte) termina por constituir el auténtico centro de gravedad de
la acción. Ninguna voluntad revolucionaria puede, en efecto, dirigir-
se por completo en contra de su pasado. Cualquier expectativa diri-
gida al futuro sería recorrida por consiguiente y al mismo tiempo por

107
la tensión para reconfigurar el pasado. Las luchas presentes por con-
quistar el futuro son necesariamente luchas por el pasado: “la exten-
sión hacia atrás de la dirección que queríamos avanzar es para noso-
tros la coordenada fundamental de la historia”. Al mismo tiempo, sin
embargo, la prehistoria del futuro es eso que nosotros proyectamos
hacia atrás como negativo. “De la convicción antropológica que los
valores buenos y deseables en última instancia son idénticos a aque-
llos de la naturaleza humana incorrupta le sigue que debe ser expues-
ta una situación patológica de origen histórico-sociológica para cada
situación proactiva” (Rüstow, 1950: 15). El primado de la prehistoria
de la acción sobre su futuro está dado por el hecho que cualquier
búsqueda de mejoramiento debe hacer las cuentas con la necesidad
de sanar una patología pasada. Todo movimiento revela su patogéne-
sis así como la búsqueda de la libertad está motivada por su prehisto-
ria marcada por el dominio que, recurriendo a los instrumentos más
clásicos de la Kulturgeschichte alemana, Rüstow reconstruye en la
búsqueda de una “medida universalmente válida” que permita for-
mular un juicio sobre el presente. Incluso en este caso, sin embargo,
el presente muestra toda su insuficiencia y falta de confianza tanto
que, con un movimiento que Friedrich August von Hayek repite con
convicción aún mayor, Rüstow sostiene la necesidad de un “regreso
en espiral al siglo XVIII”, es decir, a un momento previo a la revolu-
ción, que es el verdadero momento patógeno de la modernidad polí-
tica.
Regresar al tiempo previo a la revolución significa reaccionar a
la temporalización específica de la política que ella ha inaugurado.
Esta reacción no asume los rasgos inmediatos del pensamiento con-
trarevolucionario. Ella no expresa solamente una condena ideológica
y poco original de un proceso que en los dos siglos precedentes ja-
más a dejado de reactivarse. El problema no es solo negar la necesi-
dad y la utilidad de nuovas revoluciones en virtud del juicio maduro
sobre aquello que ha sucedido. En cambio, el programa neoliberal
apunta a indicar la posibilidad de un tiempo no revolucionario, es
decir, de una temporalidad que no tenga como su presupuesto la
identificación de modernidad y revolución. Esta última no es la

108
afirmación más o menos tumultuosa de la sociedad contra su go-
bierno como en Thomas Paine, ni el movimiento con el cual la so-
ciedad conoce y se modifica a sí misma como en Marx; esta es ante
todo la patología que por la “ceguera sociológica del racionalismo”
piensa poder reconstruir el mundo a partir de su proyecto. Röpke dis-
tingue analíticamente la revolución económica de aquella política,
consciente de la estrecha relación que las ha conectado históricamen-
te. La abolición de los vínculos personales ha sido el pasaje necesa-
rio para la libertad económica, que es la auténtica revolución que se
ha desarrollado en la modernidad sin necesidad de trastornos repen-
tinos y violentos. La revolución deviene un proceso sin eventos polí-
ticos, mostrando la necesidad urgente de criticar hasta cancelar la
Revolución francesa como acontecimiento en el origen de todas las
patologías sucesivas.

Cualquier revolución —escribe Röpke— es una verdadera desgracia, una


crisis catastrófica, cuyo éxito final es siempre muy incierto y donde su ca-
rácter eminentemente patológico es ya evidente en sus formas. Ella es po-
tencialmente una parálisis mortal de la sociedad; es anarquía, disolución del
orden, lucha originaria de instintos y pasiones y nada es más en acto para
dibujarla que el hecho que, si no es detenida a tiempo, suele llevar muy en
alto a los patanes y arrojar a los hombres bajo el dominio pasajero de nota-
bles neurópatas (Röpke, 1942: 70).

La patología revolucionaria es el signo de un proceso de des-


composición, al final del cual están “la civilización de masas, el nihi-
lismo y el colectivismo”. Ella está en perfecta continuidad con aque-
lla precedente del absolutismo y del feudalismo. En definitiva, la re-
volución no puede producir una sociedad, o mejor aún, la sociedad
que esta produce lleva inevitablemente consigo los signos de su des-
composición, porque empuja al “desconocimiento de las leyes cons-
titutivas de la sociedad, el cual conduce a la creencia errónea de que
puede organizarla según algún postulado de la razón con indepen-
dencia de la necesidad de auténticas comunidades” (Röpke, 1942:
83). Obviamente la revolución como patología histórica produce sus
efectos sobre el plano inmediatamente político, al grado de que

109
Ludwing von Mises puede de manera incisiva afirmar que “la demo-
cracia no es sólo no-revolucionaria, sino que busca más bien extirpar
la revolución” (Mises, 1990: 96). La democracia neoliberal no se
dirige solo a producir una serie de antídotos que impidan el estallido
de la revolución, como ha sucedido durante la larga estación refor-
mista de las democracias occidentales. En cambio, ella es parte cons-
titutiva de un programa que pretende instaurar una condición social
estructuralmente no revolucionaria, que no puede ser garantizada
solo por las instituciones políticas, sino que debe ser asegurada por
la presencia visible de un orden.
En realidad aquello que determina la situación y la consistencia
de la trama societal es la centralidad reconocida al poder. Mientras
hace de la afirmación de la libertad la forma social de su afirmación
(Foucault, 2004: 65), el programa neoliberal se construye sobre la
reformulación de la gramática del poder. De frente a la gran innova-
ción introducida por el Estado moderno en la historia misma del po-
der gracias a su capacidad de ejercerlo hacia el interior y hacia el
exterior con una intensidad antes desconocida, no es posible imagi-
nar un ámbito libre del poder. El problema es más bien la segmenta-
ción del poder económico en modo que este no entre en competición
con aquel estatal. El programa neoliberal no promete una coopera-
ción libre del poder, como pretendía el liberalismo económico del
siglo XIX. Dejado a su movimiento, el mercado puede permitir una
acumulación de poder social que luego será utilizado para influen-
ciar al poder estatal a ventaja suya. Necesita por ende reconocer esta
realidad, si bien “aún falta en muchos economistas la mirada y la
comprensión de todo lo que el hecho económico se ha llenado de la
brutal lucha por el poder” (Eucken, 1944: 237). La competencia
puede impedir la acumulación del poder social, al grado de que su
importancia no depende tanto de su productividad sobre el plano
económico, sino más bien de su relevancia en aquel político. Sabien-
do bien que “la política económica constitucional debe ser diversa
según las forma de mercado” (Eucken, 1942: 44), la libre competen-
cia debería limitar al poder, mientras lo hace visible ya que muestra
su titularidad. En contra de la idea marxista del dominio impersonal

110
y alienante de las leyes naturales de la producción capitalista, en
contra de la concepción weberiana del dominio capitalista-
burocrático, Eucken niega que el poder económico sea una cosa
“irracional y mística: este es racional, comprensible, accesible racio-
nalmente” (Eucken, 1944: 246).

Tradición y democracia
Esta racionalización del poder económico permite considerarlo
como el paradigma de un poder democrático que debería liberar al
individuo de la subordinación personal, entregándolo a una solitaria
pero universal impotencia. Las reglas del mercado son la base de le-
gitimación de una forma democrática que no depende ni del forma-
lismo de sus procedimientos ni de la participación intencional de sus
ciudadanos. Justo por esto, como escribe Böhm, esta no es otra cosa
que una “democracia plebiscitaria empujada al extremo, que actúa
todos los días y a todas horas, técnicamente perfeccionada del modo
más refinado” (Böhm, 1950: 51). La analogía expresa la honda ten-
sión del programa neoliberal hacia formas de decisión democrática
no procedimentales y que no tengan necesidad de la legitimación
popular. La célebre renuncia de Hayek al uso mismo del nombre
democracia es su signo más evidente. Su propuesta de sustituir de-
mocracia con demarquía está diriga para neutralizar el poder colec-
tivo de los individuos porque kratos le “parece subrayar la fuerza
bruta antes que el gobernar según reglas”. Si “democracia deviene
sinónimo de gobierno de la mayoría dotado de poder ilimitado, yo no
soy democrático, y considero tal gobierno pernicioso, y no creo que
pueda funcionar en el largo periodo” (Hayek, 2000: 413-414). En
cambio, demarquía puede reafirmar la centralidad de la referencia al
archein, es decir, al origen, al fundamento, como aparece no fortui-
tamente en monarquía y oligarquía, o sea los poderes que se fundan
sobre la tradición.
La democracia se vuelve un episodio en la tradición del poder y
no puede pretender ser la modalidad en la cual esa tradición se
disputa. En contra de esta siempre posible disputa el derecho no
puede ser el instrumento gracias al cual modificar la realidad de las

111
relaciones corporativas, quizá en nombre de aquella justicia social
que para Hayek “es probablemente al día de hoy la amenaza más
grande en las confrontaciones de la mayor parte de los otros valores
de una civilización libre” (Hayek, 2000: 268). Para sustraer el dere-
cho a la disponibilidad de los individuos presentes y de sus mayo-
rías, esto debe ser comprendido y legitimado sobre una base comple-
tamente distinta de aquella del positivismo jurídico de matriz hobb-
sesiana o kelseniana, así como debe abrumar los marcos normativos
en donde eso encuentra su expresión (Ricciardi, 2016: 101-118). La
producción jurídica es una tradición normativa basada sobre la prio-
ridad reconocida al derecho privado como ya lo ha afirmado Franz
Böhm (Walther, 2016: 95-126). La tradición es el real opuesto polí-
tico y conceptual de la revolución, porque delinea un tiempo que no
depende del actuar de los sujetos. La tradición no es creada y justo
por esto los individuos se le someten, ya que con “nuestras acciones
producimos sin intención la aceptación de principios que vuelven
necesarias las acciones ulteriores (Hayek, 2000: 78). Por lo tanto,
estamos frente a “una tradición de reglas que comprendemos solo
imperfectamente”, que se legitima con la consideración de que
“cualquier progreso debe estar basado sobre la tradición” (Hayek,
2000: 547).
La rehabilitación de la tradición es parte integral del programa
neoliberal. La referencia reiterada y compartida a Burke expresa la
convicción de que la tradición no puede ser simplemente interpreta-
da como un retardo normativo presente en el interior de la sociedad.
Ella es más bien una modalidad específica de racionalización de las
relaciones corporativas, una necesidad que surge de las relaciones
mismas. La “vida social exige una tradición” (Popper, 1972: 225),
para garantizar el contenido de sentido de las diversas acciones. La
misma historia universal de la que hablan Eucken y Böhm es en
realidad una tradición histórica fundada sobre la específica antropo-
logía que esta delinea y sobre el actuar económico en tanto su expre-
sión continua e inmutable. La convicción de que “cualquier cultura
descansa sobre la tradición” (Rüstow, 1951: 508) revela que el tiem-
po del programa neoliberal es justo la tradición, en tanto tiempo his-

112
tóricamente ordenado en donde aquella economía es en realidad la
única dinámica capaz de introducir innovaciones sin poner en discu-
sión la continuidad política y normativa. Precisamente este anclaje a
la tradición impide considerar al homo oeconomicus como el sujeto
fundamental del programa neoliberal, porque como el proletario él es
una figura que tiende a disipar el orden. En efecto, ambos se consi-
deran desvinculados de cualquier vínculo jerárquico. El homo oeco-
nomicus es el resultado fracasado del laissez faire y de sus ilusiones.
Es un sujeto que existe solo en virtud de su cálculo, máxima expre-
sión de aquella deriva racionalista que le siguió a la gran revolución
con su pretensión de ignorar las “barreras y condiciones exigidas por
los datos vitales”, y no “apenas el intelecto se emancipa de tales li-
mitaciones y se vuelve señor de sí mismo y autónomo, sucede una
desgracia” (Röpke, 1946: 61). Al individuo neoliberal se le exige
desarrollar su libre actividad económica permaneciendo sumiso a los
vínculos jerárquicos que permiten la reproducción ordenada de la
sociedad.
La comunidad es el espacio jerárquico que debe garantizar la
continuidad en el tiempo de relaciones que por su mismo carácter
dinámico corren el riesgo por lo demás de hacer menos cualquier
continuidad social. Si la crítica de la sociología de Müller-Armack
apuntaba a cerrar la diferencia entre el actuar comunitario y aquel
societario, para Röpke y Rüstow la comunidad es una suerte de re-
serva de comportamientos, normas y figuras necesarias a la política
de la sociedad. Esta reutiliza el conjunto de la parafernalia del co-
munitarismo alemán de la Jugendbewegung a los valores de la civi-
lidad campesina a la centralidad de la familia, le seul remède contre
la mort, como escribe Röpke citando a Taine.28 En contra de la so-
ciología tönniesiana de la comunidad, Rüstow afirma que la sociedad
funciona siempre como un “sustituto de comunidad (Gemeinschaft-
sersatz)”, ya que es siempre una degeneración de las relaciones que
deberían en cambio dirigirse a la perfecta integración de todos sus
miembros. Si la familia es la referencia necesaria de un modelo de

28 Sobre el concepto ordoliberal de comunidad y sus intersecciones con aquel de

113
sociedad jerárquica, la comunidad en su siempre evidente decolora-
ción desarrolla el papel estratégico de indicar no solo los limites de
la sociedad en términos de integración, sino también aquellos que, a
pesar de poder, no debe superar. Por consiguiente, la sociedad está
marcada por una carencia de integración, una sub-integración (Un-
terintegration), que es en última instancia la causa del exceso de
dominio que la atraviesa. Reaccionando a estas condiciones el socia-
lismo propone una hiperintegración coactiva de los individuos, pero
actuando de este modo, perpetúa e intensifica aquellos elementos
que han encontrado su expresión ejemplar en el ordenamiento feudal
y en la tendencia a la conquista. La misma burocratización, que
desearía ser una racionalización organizativa de las relaciones corpo-
rativas, no es otra cosa que el proceso que más que ningún otro per-
petúa relaciones sociales fundadas sobre el amo y el siervo. En la
burocracia se manifiesta al máximo aquella “estructura de servicio
feudaloide” (Rüstow, 1950: 134) que sigue informando sobre todas
las relaciones corporativas. Esta simetría constitutiva entre sociedad
y dominio impone un constante reclamo a la comunidad como lugar
de una libertad ordenada. Eso es paradójicamente verdad incluso en
una teoría como la de Hayek, que crítica duramente la lógica del pe-
queño grupo y más bien asume como su ambiente sociológico la
Great Society de Adam Smith.
Aquello que de hecho une al ordoliberalismo alemán con el neo-
liberalismo de la escuela austriaca es la afirmación de la tradición
como indispensable horizonte normativo del orden social. Aquel ho-
rizonte ha sido disuelto por la gran revolución que ha violado la “ley
sociológica según la cual la comunidad humana es esencialmente
determinada por la subordinación a un superior y común punto de
referencia, de modo que la relación horizontal presuponga uno verti-
cal” (Röpke, 1947: 101). Retomando la doctrina de Guglielmo Ferre-
ro, que considera la legitimidad democrática sustancialmente incapaz
de hacer las cuentas con la verdad banal que el “poder se ejerce des-
de arriba” (Ferrero, 1981: 325 y ss.), Röpke puede sostener la nece-

Volksgemeinschaft, cf. Rieter y Schmolz (1993: 87-114).

114
sidad estructural de la dimensión vertical del poder, como demues-
tran las relaciones familiares que son reafirmadas como el verdadero
modelo implícito de cualquier relación política. Este patriarcalismo
político no es un mero artificio retórico (Sauer, 2016: 153-181;
Cooper, 2017: 7-24), sino la afirmación de la necesidad de una rela-
ción de subordinación justo de “una comunidad piramidal y ‘jerár-
quica’” (Röpke, 1947: 151-152). Esta sociología de las relaciones de
poder muestra cómo no se puede atribuir al neoliberalismo una in-
tención modernizadora que la economía planificada y el igualitaris-
mo habrían por lo demás impedido.
La revolución neoliberal es tal porque logra reactivar contenidos
políticos negados por las revoluciones de los siglos anteriores ha-
ciéndolos funcionales a la consolidación del orden económico y de
un individuo que en su espíritu empresarial obligada puede ser solo
una de las expresiones de aquel orden (Bröckling, 2007). Esta nueva
historización de la relación entre orden y poder redefine la forma
política democrática porque, mientras afirma la necesaria limitación
de las actividades estatales, pretende restaurar la autoridad del Esta-
do en cuanto condición de posibilidad para hacer valer lo político,
entendido como la capacidad de decidir contra la posibilidad siempre
presente del desorden. Tradición y comunidad, en efecto, son preca-
rios suplementos para una economía que no puede contar ni sobre un
orden natural ni sobre una armonía preestablecida por el mercado. El
programa neoliberal, que Rüstow sostiene haber comenzado en 1932
en conjunto con Eucken (Rüstow, 1963: 220-229), está basado sobre
la consciencia de que el caos es una posibilidad siempre presente y
eso motiva la necesidad práctica del “ala punitiva del Estado” en tan-
to “parte constitutiva del Leviatán neoliberal” (Wacquant, 2016:
183-206).
Ya en el ocaso de la República de Weimar, Rüstow invocaba el
advenimiento de un Estado fuerte que decidiese “en dirección de las
reglas del mercado”. Solo este Estado podía consolidarse limitando
su esfera de acción, poniendo “esta autolimitación como fundamento
de la auto-afirmación”. Solo así la autoridad del Estado podía erigir-
se por encima de la pluralidad de intereses “no a través del poder y el

115
domino, más bien a través de la autoridad y la guía (Führertum)”.
Solo gracias a esta reducción del Estado a la decisión por lo econó-
mico es comprensible la afirmación aparentemente paradojal según
la cual “nuestro destino no es la economía, sino el Estado y el Estado
es también el destino de la economía” (Rüstow, 1963: 249-258). A
este Estado no le es exigida su intervención directa en las coyunturas
económicas o en la política social, no así la de ser la representación
visible de lo político en grado de decidir por lo económico, ya que
esta decisión es la única realmente importante para establecer la
forma económica y, por lo tanto, política de la sociedad. Al mismo
tiempo, esta define el fundamento de la democracia, estableciendo su
forma y contenido. Esto vale también para los Estados post-
coloniales que deberían “encontrar una forma de Estado posible, que
asocie las ventajas de la dictadura, o bien, digamos las ventajas de
una clara dirección central responsable, con el aseguramiento de un
stock mínimo (Minderbestand) de democracia”. Rüstow reconoce
todas las responsabilidades occidentales por el pasado colonial, pero
justo el nuevo orden mundial impone el reconocimiento que la de-
mocracia parlamentaria es “un asunto precisamente de aquellos
tiempos amables y pequeño-burgueses en los que esta se basada solo
sobre la política interna” (Rüstow, 1963: 165-189). Frente a los es-
pacios post-coloniales el programa neoliberal deviene global, ha-
ciendo del Occidnete una tardición política a la cual solo se le puede
uniformar, ya que esta es la única adecuada al orden económico de la
sociedad mundial del tráfico. Sin embargo, es aquella capacidad re-
conocida a lo político para restablecer el primado de lo económico
frente a cualquier resistencia y a cualquier excepción que establece
el núcleo generativo de aquel Estado global (Ricciardi, 2013: 75-93)
que debe al neoliberalismo su legitimación más potente.

Traducción de Israel Covarrubias

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120
Populismo y discurso anti-populista

JAVIER FRANZÉ*

En la actualidad el populismo se ha convertido en el Otro de las


democracias liberales occidentales. Viene a ocupar, en ese sentido, el
rol que desempeñaba el comunismo antaño. El discurso anti-
populista es a grandes rasgos uno muy similar que circula con gran
intensidad y amplitud en distintos medios masivos y enunciado por
partidos, actores e intelectuales diversos en diferentes países.
Sus puntos centrales definen el populismo así:
1. Puede ser de izquierda (Venezuela, el kirchnerismo, Pode-
mos) o de derecha (Trump, Le Pen, el Brexit), pero en cualquier caso
es extremo —en relación al centrismo y consensualismo de la demo-
cracia representativa liberal— y como los extremos se tocan, ambos
son similares.
2. Es intolerante y proto-totalitario porque decide quién es parte
del pueblo y quién no. No reconoce que en realidad no existe una
voluntad general, sino una suma de intereses sectoriales contrapues-
tos. Por eso el populismo es iliberal y anti-republicano.
3. Es un medio de conquista del poder que apela a la retórica y
a las emociones, proponiendo soluciones sencillas para problemas
complejos.
Estas características son muy similares a la versión clásica del
populismo como anomalía y demagogia, como enfermedad infantil
de la madurez democrática, propia de países jóvenes, como los lati-
noamericanos en particular y los del Tercer Mundo en general. 29 Lo

* Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid, España.


29 Esta idea no sólo apela a un modo esencialista de concebir la edad de los países,
según la cual Italia sería más antigua que Argentina porque se la identifica con la
época romana, cuando en verdad su unificación moderna es posterior a la indepen-
dencia argentina, si es que se puede considerar que Argentina existía como la con-
cebimos hoy en 1810-1816. Pero sobre todo esta idea niega la existencia del popu-
lismo ruso, italiano y francés, también norteamericano, en el XIX y XX, y lo des-

121
único que se incorpora de nuevo respecto de esa idea clásica de
anomalía es la distinción de un populismo de izquierda y de derecha,
y la idea del populismo como medio.
Tradicionalmente, el populismo fue definido por su contenido
(programa, relación líder-masas, régimen político, ideología, base
social). Ernesto Laclau en La razón populista (2005) propuso un giro
conceptual definiéndolo por su forma y ya no por su contenido.30 Las
novedades que incorpora este discurso dominante —la distinción de
un populismo de izquierda y de derecha, y la idea del populismo
como medio— se deben en parte a ese renovado concepto propuesto
por Laclau. Pero para entenderlas hay que mirar su conceptualiza-
ción completa, no sólo una parte: Laclau define el populismo por
contraposición al institucionalismo.

Populismo e institucionalismo en Laclau


Populismo e institucionalismo se diferencian más que por lo que
hacen, por cómo se representan eso que hacen. Los dos hacen lo
mismo: crear la sociedad. Pero, ¿no es esto absurdo?, ¿cómo van a
crear la sociedad si la sociedad siempre está ahí?
Lo que Laclau busca es llamar la atención sobre el hecho de que
precisamente como la sociedad para nosotros siempre está ahí, no
reparamos en cómo está constituida. Pero como miembros de la so-
ciedad, la imagen que tengamos de ésta es clave para nuestra rela-
ción con ella. ¿Podemos cambiarla?, ¿qué cosas se pueden cambiar?,
¿en qué medida y cómo se pueden cambiar?
No es lo mismo pensar que un río se desborda porque los dioses
nos castigan que porque hay una determinada combinación de facto-
res que cabe conocer y controlar. La idea que tengamos de esto defi-
ne nuestros deseos y objetivos en relación a la sociedad.
¿Qué quiere decir esto? Laclau parte de que la comunidad polí-
tica no es algo natural, sino un artefacto que hay que construir. A esa

plaza geopolíticamente al Tercer Mundo.


30 Un antecedente de su texto de 2005 es uno originalmente de 1977, “Hacia una

teoría del populismo”, publicado en su libro Política e ideología en la teoría mar-


xista.

122
constitución llama lo político.
Para Laclau, toda sociedad está compuesta por grupos y valores
diferentes, ninguno de los cuales posee la verdad capaz de dar por
finalizada la discusión. Esa verdad que nos reconciliaría a todos en
una vida no conflictiva no existe. ¿Si no hay una verdad que nos re-
concilie, si todos tenemos perspectivas particulares, cómo hacemos
para vivir juntos?, ¿cómo respondemos a la pregunta sobre cómo
deberíamos vivir? Para ello hay que resolver dos problemas. Uno,
los valores fundamentales de esa vida en común. Dos, el modo de
resolver los conflictos y diferencias que habrá incluso entre los dis-
tintos grupos que comparten esos valores fundamentales.
La definición de los valores fundamentales, de lo aceptable y
sobre todo de lo inaceptable en la vida social, es lo que define la
identidad fundamental de esa comunidad, permitiendo que sus
miembros se identifiquen con ella, entre sí y formen un conjunto.
Ese todo puede tener variados nombres: ciudadanía, pueblo, nación,
etcétera.
Toda comunidad se define por lo que aspira a ser y por lo que no
quiere ser. Las democracias contemporáneas, por ejemplo, suelen
definir eso que no quieren ser como “fascismo”, “integrismo”, “dic-
tadura”, “totalitarismo”. Lo que no puede una comunidad es definir
qué quiere ser sin determinar lo que no quiere ser, sostiene Laclau,
para quien la identidad no es una esencia que reposa en uno sino una
diferencia entre dos.
Como decíamos antes, populismo e institucionalismo se diferen-
cian no tanto por lo que hacen, sino por la imagen que tienen y pro-
mueven de lo que hacen. El populismo explicita los conflictos que
implica construir una sociedad, mientras que el institucionalismo los
niega. Constituyen dos modos de representar la relación entre orden
y demandas.
A esta altura se ve que la diferencia entre populismo e institu-
cionalismo no es de lugares de actuación —uno en la calle y otro en
el parlamento, por ejemplo—, como podría sugerir el sentido habi-
tual de ambos términos, sino por cómo es modelada la sociedad des-
de los diversos espacios de la misma en los que se desenvuelven las

123
fuerzas políticas populistas e institucionalistas.
El populismo en general se explica como algo en sí mismo y al
hacer eso se entra insensiblemente en la idea tradicional de anoma-
lía. El populismo se entiende solamente por contraposición al insti-
tucionalismo, que es la otra forma de construir lo político.
El populismo se basa en la explicitación de la frontera política,
el pueblo contra la oligarquía, o el pueblo contra el poder, los de
abajo contra los de arriba: los nombres son varios. La idea funda-
mental es que las demandas del pueblo no pueden hacerse efectivas
porque hay una minoría insensible que es la que gobierna o mejor,
tiene el poder. Por lo tanto, para que las demandas del pueblo sean
efectivas, hay que cambiar el orden, despojando a la oligarquía de su
poder.
El institucionalismo también es una manera de relación entre
demandas y orden. La diferencia es que el institucionalismo les dice
a cada uno de los demandantes: “¿Asfalto?, a la ventanilla cuatro.
¿Más presupuesto educativo?, a la ventanilla ocho”, y así con el res-
to. Disgrega las demandas e impide la formación —aunque no haya
una voluntad consciente— de un pueblo unido alrededor de reivindi-
caciones diversas pero que se sienten solidarias porque tienen un
enemigo común, como en el caso del populismo. Por eso la promesa
de una sociedad institucionalista es que siempre se puede expandir
más, que en ella caben todas las demandas. Lo escuchamos todos los
días en las sociedades democráticas, por ejemplo, con frases como
“aquí puede vivir todo el mundo”, “aquí cabemos todos”.
La clave del institucionalismo, a diferencia del populismo, es
que para que se satisfagan las demandas no hace falta cambiar el or-
den. No hace falta entrar en conflicto con él. Por eso lo que prima es
la institución y de ahí su nombre. El protagonista en el populismo es
el pueblo, el pueblo contra el orden, mientras que el protagonista en
un orden institucionalista son las instituciones. Dicho de un modo
que Laclau probablemente no aceptaría: el pueblo en el instituciona-
lismo es solidario con el orden, no se enfrenta a él, le deja el prota-
gonismo a las reglas. Para Laclau esto es la negación de la idea de
pueblo, de populismo y en definitiva de la política, pues éstos exis-

124
ten cuando “se patea el tablero”, se cuestiona el orden. En mi pers-
pectiva eso es un elemento normativo en Laclau, que expresa más lo
que para él debería ser la política que lo que es.
El populismo acepta que tiene que definir unos valores funda-
mentales y que al hacerlo modela las características centrales de sus
miembros y del conjunto diferenciándose de otros valores e identi-
dades. Asume también que eso es motivo de lucha constante, coti-
diana, porque como la sociedad no es natural, hay que renovar el va-
lor que esos valores fundamentales tengan para sus miembros. Dado
que el populismo se ve a sí mismo como defensor de unos valores
populares y nacionales, por lógica verá a los que no los comparten
como aquellos que, guiados por sus intereses minoritarios de grupo,
jaquean la vida colectiva. De ahí que reciban el nombre de oligar-
quía, élite, establishment.
Lo que está en juego en esa lucha entre el pueblo y la oligarquía
no es la vida colectiva en términos físicos, concretos. Seguirá ha-
biendo un conjunto de personas que vivan juntas, trabajen, tengan
vida privada, vayan al mercado, al cine y se relacionen entre sí. Esta
vida en comunidad, como tal, no es lo que se va a acabar si triunfan
los intereses elitistas, ni será sustituida por la guerra o el estado de
naturaleza. Lo que se terminará es la vida colectiva compartiendo
unos determinados valores y será organizada alrededor de otros. Tal
como ocurre con el cambio de una dictadura a una democracia, o de
una sociedad socialmente desigual a otra más horizontal.
El institucionalismo en ese aspecto hace lo mismo que el popu-
lismo, pero lo niega. Define unos valores como los deseables y otros
como inaceptables, y renueva cotidianamente el valor respectivo de
ambos. Para el institucionalismo también está en juego la vida colec-
tiva entendida no como vida física agrupada o dispersa, sino como
construida alrededor de los únicos valores que en cada caso merez-
can el nombre de vida en común.
Pero, ¿cómo niega eso que hace? Básicamente, de dos maneras.
Una, negando que sus valores fundamentales sean particulares, unos
entre otros, discutibles y por tanto que puedan dar lugar a conflictos,
que alguien pueda no tener lugar en una sociedad organizada en

125
torno a ellos. No se trata de un lugar dentro de la ley, sino de un es-
pacio social como identidad: un integrista no puede desarrollarse
como tal en una sociedad laica, por ejemplo (y viceversa). Dos, des-
cribiendo a los que rechazan esos valores o intentan cambiarlos no
como actores políticos con otra identidad, sino como incivilizados,
irracionales, bárbaros, terroristas que se colocan ellos mismos fuera
ya no de los valores propios de una forma vida colectiva, sino de lo
humano en sí.
La principal consecuencia de esta diferente forma de autoperci-
birse como sociedad es que el institucionalismo cree que todos los
fines, valores y demandas (“humanas”, según su perspectiva) pueden
ser atendidos en su sociedad, uno a uno, e integrados en la vida co-
lectiva. Por lo tanto, tiene una mirada sobre sí mismo como univer-
salista, pluralista, tolerante, abierto, reformista. Se auto-despolitiza.
Por el contrario, el populismo representa un momento —como lo
define Chantal Mouffe— en el cual se acepta que hay un conflicto
alrededor de cómo construir la sociedad, con qué valores. En este
sentido, es politizante. Ese momento populista busca agrupar las de-
mandas sociales para construir una nueva identidad popular, congre-
gada en torno a unos valores que niegan los hegemónicos propios de
esa sociedad ahora vieja, insensible a esas reivindicaciones. Esa so-
ciedad, en tanto frustra la realización de las demandas populares, no
puede sino estar manejada por un poder elitista, oligárquico, que sólo
mira por sus intereses de grupo.
Toda sociedad no es institucionalista o populista de modo ex-
cluyente, sino que en ella predomina el institucionalismo o el popu-
lismo. El peronismo clásico tan pronto llamaba al pueblo a luchar
contra la oligarquía como recomendaba a los trabajadores ir “de casa
al trabajo y del trabajo a casa”. Cuando Rajoy recordó al diputado
independentista catalán Joan Tardá que “la decisión sobre la unidad
nacional no le corresponde ni a la Generalitat, ni al gobierno ni al
Parlamento, ni al Senado [sino que] corresponde única y exclusiva-
mente al conjunto del pueblo español […], derecho del que usted le
quiere privar”, contrapuso pueblo (español) a minoría (independen-
tista catalana) apoyándose “en la ley y la Constitución”, en una fina

126
combinación de populismo e institucionalismo.
El pueblo que construye el populismo no es ni monolítico, ni in-
discutible, ni la realización del ser nacional o de los intereses de las
masas sufrientes. Precisamente porque es una construcción, sus valo-
res no pueden ser legitimados como esenciales. Cuando lo son, en-
tran en contradicción con ese carácter construido. Tanto como cuan-
do se justifica la democracia —que presupone la inexistencia de una
verdad— como la única forma digna o humana de organización polí-
tica. La construcción del demos legítimo es una pugna constante en-
tre una pluralidad de versiones, disputa que ninguna gana para siem-
pre del todo.
En definitiva, lo que distingue al populismo del institucionalis-
mo no es que uno construya un pueblo y el otro no, que uno defina
unos valores y rechace otros y el otro no, ni que uno impida la reali-
zación de las identidades contradictorias con sus valores fundamen-
tales y el otro no, sino la explicitación de todo esto y, así, que la so-
ciedad asuma que la lucha de valores es su motor o que entienda que
el conflicto es síntoma de algún tipo de error que hay que subsanar.
El principal efecto del institucionalismo es la desmovilización políti-
ca como consecuencia de la disolución de la política como conflicto.

El populismo, según el discurso hegemónico


Veamos ahora si el populismo responde a los rasgos que le otor-
ga el discurso dominante, tal como hemos comentado en la primera
parte de este capítulo:
1. En efecto, hay un populismo de izquierda y otro de derecha.
Comparten la forma de hacer política: la distinción pueblo-oligarquía
y la impugnación de ésta por negar los valores de lo popular. Ese es-
queleto admite muchos contenidos: el pueblo puede ser la ciudadanía
democrática frente al fascismo, los nacionales contra los inmigran-
tes, la defensa de los derechos humanos y sociales ante el capital fi-
nanciero o la clase trabajadora contra la burguesía.
La diferencia es que unos organizan la vida colectiva alrededor
de valores e identidades incluyentes, que permiten ampliar el demos
legítimo, y otros lo cierran, expulsando del demos legítimo a colecti-

127
vos antes incluidos o no dejando entrar a otros nuevos. Ambos dejan
fuera a los valores incompatibles con su modo de vivir y construyen
el conjunto a partir de unos valores fundamentales; pero en unos el
pueblo es más amplio y variado, y en otros, más estrecho y exclu-
yente. Quizá el síntoma de ello es que los que amplían el demos legí-
timo lo definen por lo que hace (derechos; valores) y los que lo es-
trechan, por lo que “es”. Mientras un demos legítimo amplio excluye
determinadas conductas públicas (el fascismo, por ejemplo), un de-
mos estrecho deja fuera a lo que previamente define de modo esen-
cialista por lo que “es” (la condición inmigrante, étnica, religiosa,
etcétera).
La diferencia entre populismo de izquierda y populismo de de-
recha puede abarcar desde la democracia liberal representativa al
fascismo. Entre ambos “extremos”, como los llama el discurso do-
minante, caben muchos matices. Lo cual muestra que lo distintivo
del populismo no es ser extremo y que los extremos no necesaria-
mente se tocan.
2. Como hemos visto, cualquiera que hace política define un
pueblo. No sólo el populismo. El populismo no es la ideología que
construye un pueblo, ni que lo concibe puro o santo. El populismo
no dice Vox Populi, Vox Dei.
En España —a diferencia de Argentina, por ejemplo— el orden
hegemónico no es populista sino institucionalista, pero construye un
pueblo cotidianamente. Baste recordar la repetición incesante por
parte de medios de comunicación y partidos dominantes, cada vez
que hay elecciones generales, de afirmaciones del tipo “los españo-
les han dicho a los políticos que tienen que pactar”. O el relato sobre
la transición a la democracia como superación de un pasado cainita
por parte de una ciudadanía madura y moderada, por no mencionar
el empleo de la selección nacional masculina de fútbol (y de los
triunfos deportivos internacionales en general) como emblema na-
cional, o el significado mítico aglutinante que términos como “mo-
dernidad”, “progreso”, “reforma” y “Europa” tienen en la narrativa
política.
Los partidos dominantes niegan, en nombre de su perfil dialo-

128
gante, que deciden quién es el pueblo y quién no, pero a la vez ex-
cluyen a priori de cualquier negociación a determinados partidos —
siendo legales y estando reconocidos— “porque quieren romper Es-
paña”, colocándolos así políticamente fuera de la “voluntad general”
(sí, esa que “es una ficción”).
Cabe insistir en que es legítimo construir un pueblo, tanto como
elegir a priori con quién negociar y con quien no. Ambas cosas son,
además, inevitables para cualquiera que haga política. El problema
es si se reconoce o no.
La diferencia radica en que el populismo construye un pueblo
contra el poder, mientras que el institucionalismo —con las reservas
ya mencionadas que pondría Laclau— modela un pueblo solidario
con el poder, entendido como el orden existente y sus instituciones.
3. En efecto, el populismo es un medio de conquista del poder,
en tanto es un modo de hacer política basado en la construcción de
un pueblo a partir de la contraposición pueblo-oligarquía. Ésa es su
especificidad: no la de construir un pueblo, sino cómo lo hace. Y ni
siquiera lo característico es que lo haga separando sectores, sino que
esas divisiones sean nombradas como “pueblo versus oligarquía”. El
institucionalismo también separa y enfrenta —si bien no contra el
poder entendido como la oligarquía— aunque no usa esos nombres
porque no nombra ese proceso, porque lo deja implícito.
El populismo no es un medio en el sentido de que sea una pura
táctica de seducción y engaño de las masas, pues eso sería volver a
identificarlo de modo excluyente con la demagogia. Ésta es un re-
curso que pueden usar distintos partidos e ideologías: tanto cuando
se exalta la “moderación y prudencia de los ciudadanos”, como
cuando se afirma que “el pueblo nunca se equivoca”.
La apelación a las emociones tampoco es un rasgo específico del
populismo. Al menos desde Freud, y salvo que sigamos pensando
con Platón, no cabe distinguir tajantemente entre lo racional y lo
irracional. La conducta humana es una combinación inescindible de
esos elementos, cuya clave es la identificación.
Lo racional, lo prudente, lo serio forma parte de una identidad
como cualquier otra. Quienes se autositúan como “racionales”, en

129
verdad operan a través de una identificación con la razón —que los
emociona— tan decisiva como otro que actúa con otros elementos a
priori designados —en general por los adversarios— como emoti-
vos. En ausencia de un saber científico concluyente sobre los valores
y por tanto de una verdad que nos reconcilie, la política (y la acción
humana en general) implica una apuesta en un doble vacío: no sa-
bemos las consecuencias inmediatas de la acción en favor de los va-
lores escogidos y no sabemos tampoco cómo sería esa sociedad en
caso de alcanzarla, pero aun así la deseamos. Por lo tanto, el vínculo
con los valores radica en una fe en ellos. La racionalidad no propor-
ciona respuestas en términos de contenidos, de preferencia del valor,
pues nadie sabe objetivamente si la libertad es mejor que la igualdad
o viceversa, tal como nos enseñó Weber. La racionalidad sólo cabe
como cálculo de probabilidades de las consecuencias de la acción
para nuestros valores, no para el mundo ni para “la humanidad” en
general.
4. La soluciones sencillas para problemas complejos tampoco
es lo propio del populismo, precisamente porque el populismo no se
define por un contenido o programa, ni por la demagogia. Proponer
soluciones sencillas es un medio al alcance de cualquier fuerza polí-
tica.
En los últimos años, grandes transformaciones sociales se hicie-
ron y se siguen realizando con razones como: 1) “No se puede gastar
más de lo que se ingresa”, que como mínimo anula la complejidad al
representar “lo que se ingresa” como un dato inamovible, cuando
cualquiera sabe que puede aumentar, por ejemplo gracias a una re-
forma fiscal o persiguiendo el fraude; 2) “Bajar impuestos favorece
la inversión y el crecimiento económico”, que al menos liquida la
complejidad al plantear que todos los empresarios beneficiados pro-
cederán igual, que siempre habrá más rentabilidad en la inversión
productiva que en la financiera y que el ciclo productivo será coro-
nado con éxito por el consumo popular; 3) “Hemos vivido por enci-
ma de nuestras posibilidades”, lo cual reduce la complejidad del
problema al tomar un país como si fuera un todo homogéneo, en el
cual además todos viven por encima de lo que ganan, cuando por

130
ejemplo en España es sólo el 1 por ciento de mayor renta el que lo
hace, pues paga apenas el 20 por ciento en impuestos que su homó-
logo sueco.
Hay más soluciones simples a problemas complejos que forman
parte del sentido común hegemónico, como por ejemplo los muros
para la inmigración, lo privado como garantía de eficiencia, lo públi-
co como lugar privilegiado de amiguismo, la escuela privada como
garantía de “libertad educativa” o el endurecimiento de las penas pa-
ra acabar con el delito. Sin olvidar la propia idea que corona y a la
vez es requisito de toda simplificación: que el sentido común es el
mejor conocimiento.
La caracterización del populismo en los términos en los que lo
hace este discurso que circula con tanta amplitud y recurrencia, en
verdad confirma la autopercepción del discurso institucionalista, que
hace política negando hacerla al presentarse como neutral, racional,
serio, moderado, tolerante y complejo.

131
Plétora Trashumante
Clinamen y deslizamiento existencial

REYNA CARRETERO RANGEL*

Múltiples son las puertas de abordaje a esta Plétora Trashuman-


te, su calidad de navío en continuo movimiento impide el deteni-
miento prolongado en algún paraje; ofrece, sin embargo, “imágenes
momentáneas”31 de nuestra elaboración continua de un planómeno
cartográfico32 —que deviene, a diferencia de la fijeza del mapa, en
una elaboración continua de mundos—; a través del cual, nos colo-
camos en los espacios “intersticiales” que abren puertas a la revisión
e iniciación, donde “puede escucharse la experiencia intersticial de
la diáspora y la inmigración” (Bhabha, 2013: 126-127).
La Plétora existencial comienza con un “deslizamiento” bus-
cando la unión, la continuidad en medio de la discontinuidad, donde
el “temor a la muerte y al dolor es superado”.33 El ser trashumante,
en el continuum del exilio, exige y demanda un espacio de hospitali-
dad, efímera, transitoria e infinita como la unión pletórica; porque en

* Investigadora del CRIM-UNAM.


31 Alusión a los tratados en “miniatura” titulados por George Simmel: “Imágenes
momentáneas sub specie aeternitatis” que envuelve una paradoja y que “remite al
punto de vista externo y absoluto del conocimiento, a la exigencia de que el cientí-
fico vea las cosas ‘puras y en función de su necesidad e importancia internas, des-
ligadas del azar del aquí y del ahora’” (Simmel, 2007: 126).
32 El planómeno cartográfico de la hospitalidad-trashumancia ha sido configurado

con los textos de Indigencia Trashumante. Despojo y búsqueda de sentido en un


mundo sin lugar; La comunidad trashumante y hospitalaria como identidad narra-
tiva, y Atlas místico de la hospitalidad-trashumancia (ver bibliografía). El concep-
to de planómeno en Deleuze y Guattari alude a “una mesa, una planicie, una sec-
ción. Es un plano de consistencia o, más exactamente, el plano de inmanencia de
los conceptos” (Deleuze y Guattari, 1992: 39).
33 Bataille relata de este modo el momento pletórico: “Es la plétora la que comien-

za un deslizamiento en el que el ser se divide; […] Los momentos de plétora, en


los que los animales son presa de la fiebre sexual, son momentos de crisis de su
aislamiento. En esos momentos, el temor a la muerte y al dolor es superado. En
esos momentos, el sentimiento de continuidad relativa, […] una contradicción de
la ilusión discontinua es bruscamente revigorizado (Bataille, 1992: 134 y 137).

132
muchos casos no hay una Ítaca con Penélope que nos espere como a
Ulises de su viaje de regreso. El mundo es así nuestra tierra evocan-
do aquel refrán de origen árabe: “Donde está mi pan está mi tierra”;
y el pan se metamorfosea de múltiples maneras. El alimento es una
mirada que anhela nuestra llegada, una voz que nos dice: “¿Qué tal
te fue hoy? Ven, vamos a comer”.
Esta búsqueda pletórica acontece hoy en día, en medio de la
turbulencia del proceso paulatino de desertificación subjetiva, cuya
abrumadora avanzada va quebrando toda barrera protectora e inva-
diendo las “zonas de confort” emocionales y materiales, abriendo un
gran desierto y dejando sólo un puente mínimo sobre el que transi-
tamos pendularmente. Condición contemporánea de indigencia tras-
humante “que se muestra como el espejo de la exclusión extrema,
reflejando la indigencia ética generalizada de una sociedad que pro-
voca la emergencia de esta experiencia de despojo, pérdida de senti-
do y desgarro del horizonte cotidiano” (Carretero y León, 2009).
Esta imagen de “caudales turbulentos” trashumantes (Se-
rres, 1994), de la irrupción masiva de poblaciones desarraigadas y
pobres al extremo, evoca la etimología latina de trans-humus, la cual
refleja con precisión la experiencia de salida, cruce, búsqueda y re-
torno de una tierra a otra:

En la trashumancia, después de partir se intenta permanecer, habitar el


nuevo lugar; como en muchos casos esto no es posible, la búsqueda se
vuelve infinita, se experimenta la circularidad trashumante, el continuo ir
y venir, ya sea de la tierra que nos vio nacer hacia donde se anhela llegar, o
se emprende el camino a lugares más lejanos, lanzándonos así a la errancia
sin fin, recordando a García Ponce (Carretero, 2012: 11-12).

Errancia que sin embargo no está destinada al sufrimiento, ni a


un futuro obligado de indigencia y abyección, puesto que “nuestros
movimientos ni a tiempos ni a lugares se sujetan determinadamente
[…] aunque una fuerza extraña obligue a andar a muchos mal ni gra-
to en nuestro pecho, sin embargo queda un poder que combate y ha-
ce frente” (Lucrecio, líneas 333-362). Por ello es que en la plétora
trashumante encontramos “huellas y signos” (Lévinas, 2006: 75-

133
79)34 de hospitalidad inmersos en los paisajes distópicos, fuera de
nuestras coordenadas de sentido, que nos guían por entre la bruma, y
que nos señalan que hacia allá es el camino: “Es ir hacia los Otros
que se encuentran en la huella de la eleidad” (Lévinas, 2006: 82).
Eleidad, como lo Otro trascendente en nosotros mismos.

Cartografía pletórica de lo otro posible

Colección de mapas útiles para localizar nues-


tros movimientos, un atlas nos ayuda a res-
ponder a estas cuestiones de lugar. Si nos he-
mos perdido nos encontramos gracias a él
(Michel Serres, Atlas: 11).

Esta cartografía está conformada por una pluralidad de “cimas”,


hondonadas y caminos, a modo de un “diagrama en red”, esto es: el
despliegue de un “razonamiento con muchas entradas y conexiones
múltiples es más rico y más flexible que un encadenamiento lineal de
razones”, como nos sugiere Michel Serres (1996: 9).
En particular, detenemos nuestra mirada sobre los espacios “re-
chazados”, inspirados en esa mirada propuesta por Foucault, para
quien “lo fundamental residía en los extremos, el terreno en las fron-
teras, las condiciones en los límites” (citado en Serres 1996: 241). El
“habitante fronterizo” es aquel que está lanzado a los límites sean
éstos corporales, intelectuales, emocionales. Esto se vuelve aún más
extremo cuando entramos al terreno de los “desamparados”, y desde
esa condición de indigencia, buscamos atisbos de esperanza, de hos-
pitalidad, de confianza, de virtudes y sentimientos que nos ayuden a
crear esa “cartografía de los bordes del pensamiento desamparado”
(Serres, 1996: 236).

34En Lévinas, la “huella desempeña también el papel de signo y […] es un pasado


inmemorial y es la eternidad [que es] la irreversibilidad misma del tiempo, fuente
y refugio del pasado […] La huella es la inserción del espacio en el tiempo, el pun-
to en el que el mundo se inclina hacia un pasado y un tiempo” (Lévinas, 2006: 75-
79).

134
La indigencia alude a la miseria, estrechez, necesidad y pobreza materiales
que, trasladadas al plano de los valores, se asocia con la carencia del valor,
con una incapacidad de ser gente de decencia. Sin embargo, la indigencia
en términos filosóficos y literarios, puede ser considerada como un estado
potencial de todos los seres, que no se circunscribe necesariamente a un
contexto precario de exclusión o privación de bienes materiales mínimos o
de pobreza extrema. Indigencia connota la llana condición humana de lo
incompleto y la necesidad de búsqueda de sentido que cada amanecer nos
acosa, y que solo termina con la muerte (Carretero y León, 2009: 86).

Cartografía del desamparo como “espacios de frontera” donde


se experimentan los “estados o movimientos de in-conformidad”,
figurados por Marcelo Percia: “modos siempre plurales de lo posi-
ble, que intentan dejar perplejas a las formas fijas […] inconformi-
dad puja como perplejidad indignada que afirma el no. Afirmación
que es desacuerdo con la barbarie de la civilización y voz firme que
se pregunta cómo es posible un mundo con tanto sufrimiento innece-
sario” (2011: 8, 60). Y esto se vuelve apremiante, como nos señala
Graham Greene (2004: 26): “[…] cuando vemos a qué desventura, a
qué peligro de extinción nos han llevado los siglos de cerebración,
sentimos a veces curiosidad por descubrir si podemos recordar, des-
de lo que hemos llegado a ser, en qué punto nos extraviamos”.

Esa es mi firma; pues, a menudo, vivo y me siento desamparado, de la


misma manera que, en medio del huracán y de la mar imponente, una nave
pierde rápidamente todos sus aparejos; las olas destruyen las alturas, los
mástiles rompen, la red de cuerdas se desgarra, todo cae al agua, y sólo
queda el caso agujereado bamboleante al que se aferra la tripulación super-
viviente. Sobrevivo en el infortunio desde hace tanto tiempo que he perdi-
do cualquier superestructura propia, bandera o título, amarras, velas capote,
dirección y puerto, denominación, rostro, aspecto y opinión (Serres, 1995:
201).

En este paisaje social es donde emerge el trashumante, quien


“abrevia el tránsito entre lo cercano y lo lejano, cuyo cuerpo cruzado
o disuelto encadena los extremos opuestos de las diferencias o las
transiciones similares de las identidades. Mejor que describirlo o
definirlo, quiero llegar a serlo, viajero que explora y reconoce, entre

135
dos espacios alejados, este lugar tercero” (Serres, 1995: 31).

Las palabras en las que uno creía han perdío su significado... Uno las ecu-
cha todos los días y no las reconoce ya... Por ejemplo “nosotros”... ¿Quié-
nes somos nosotros?... Uno ve escrito “somos”, “tenemos”, “hacemos”,
“queremos”, y no es, ni tiene, ni hace, ni quiere lo que reza el diario. Son
ellos y no nosotros... Es un “nosotros” que no es nuestro (Goytisolo, 1962:
134).

La mirada cartográfica y pletórica permite iniciar la travesía por


nuestra inasible geografía cuya riqueza se descubre transitando en
cada valle, descendiendo en cada socavón y habitándolo, deteniendo
artificialmente el movimiento para descansar, y así emprender de
nuevo el viaje que no cesa, puesto que:

[…] el tránsito o el intercambio deben descubrir entonces caminos tortuo-


sos, o paradójicos, pasillo cuyo trayecto oblicuo no siempre sigue la identi-
dad exacta de las cosas. A falta de poder comparar un paralelo, que no
existe, intentamos un cruce incomparable. Entonces, lo diferente ilumina a
lo semejante, o lo lejano a lo cercano (Serres, 1995: 28).

Plétora conformada de metáforas continuas —siendo congruen-


tes con nuestro “impulso a la elaboración de metáforas, ese impulso
fundamental del hombre, que no puede ser eliminado ni por un ins-
tante porque ello significaría la eliminación del hombre mismo”,
como apasionadamente nos insistía Nietzche (2010)— que van te-
jiendo una red de “efemérides subjetivas” como memoria fundamen-
tada en la fortaleza y profundidad que nos lanza y proyecta a un fu-
turo continuo donde la hospitalidad es ese puerto de arribo y reco-
gimiento que honra nuestro carácter trashumante, comprendido co-
mo ese “Desplazamiento infinito que desde los tiempos ancestrales
volvió indispensable el correlato de la hospitalidad para el existente
como expresión teofánica, y en la actualidad ha devenido en llamado
y enunciación urgente. Existente como hospitalidad que emerge co-
mo totalidad de sentido, como ethos teofánico y primordial (Carrete-
ro, 2013: 41).

136
Paisajes distópicos
Un punto de quiebre que da lugar a la trashumancia como cau-
dal y turbulencia es precisamente la noción de “ciudadanía”, la que
—inicialmente protectora de los individuos de una “ciudad”, y más
tarde de un Estado—, se ha desconfigurado convirtiéndose en estado
de excepción para cientos de millones de trashumantes en el mundo,
quienes no somos protegidos por el Estado que nos expulsa y que
nos ha negado eso, precisamente, nuestros atributos “ciudadanos”:
educación, trabajo, familia; en breve: reconocimiento social, sin te-
ner otro espacio que nos reciba. Hemos así devenido como humani-
dad en “habitantes de la frontera”, aunque aún nos cueste asimilarlo,
hemos sido arrojados a una condición de “deriva liminar” (Bauman,
2007: 58).35
Dicha deriva liminar, como nos dice Eugenio Trías: “sólo se
aguanta y soporta en la frágil maroma que entre el ser y el no ser es-
tablece el límite que le determina y define”, y donde la falta fundan-
te o “endeudamiento existencial queda salvado, o saldado, mediante
el movimiento de alzado ético, a través del cual llega el humilis llega
a convertirse en habitante de la frontera del mundo” (Trías, 1999:
74 [cursivas mías]). En este panorama fronterizo y de éxodo, tanto el
auge del individualismo como forma social en apariencia predomi-
nante (Lipovetsky, 2012; Touraine, 2012), así como las formas co-
munitarias sobrevivientes, muestran ya un giro importante y un des-
plazamiento hacia una dimensión social emergente: una multiformi-
dad que transfigura al “individuo urbano” de los dos últimos siglos,
así como a la “comunidad rural” fija y aislada.

La historia viene de lejos. Empieza en la transición liberal que abrieron las

35 En consonancia con el señalamiento de Zygmunt Bauman (2007: 27, 58): “En la


fórmula política del ‘Estado de la seguridad personal’, el fantasma de la degrada-
ción social contra el que el Estado social juró proteger a sus ciudadanos está sien-
do sustituido por la amenaza de un pedófilo puesto en libertad, un asesino en serie,
un mendigo molesto, un atracador, un acosador, un envenenador, un terrorista o,
mejor aún, por la conjunción de todas estas amenazas en la figura del inmigrante
ilegal, contra el que el Estado moderno, en su encarnación más reciente, promete
defender a sus súbditos” (cursivas mías).

137
revoluciones del 68. Aquel momento fue el inicio del proceso de desmonta-
je de unos sistemas sociales muy comunitaristas, montados sobre un orden
rígido y unas sociedades jerarquizadas con fuerte carga ideológica, en que
cada ciudadano tenía un puesto asignado de por vida. La crisis actual es, en
cierto modo, el estallido final de un proceso de individualización que acabó
por quebrar las bases del mínimo consenso social necesario (Ramoneda,
2008: 33).

Por lo que el reto que se nos presenta como cartógrafos existen-


ciales es la descripción de esta multiconfiguración desbordada; tarea
que ha sido emprendida aguerridamente por autores actualmente in-
dispensables, y de los que al unísono hemos recogido su voz en
nuestros trabajos anteriores sobre la hospitalidad-trashumancia;36
haciendo el llamado de que en esta suerte de transcivilización ha
emergido una transformación epistemológica de grandes consecuen-
cias, como de manera ejemplar lo sintetiza Michel Serres, nuestro
autor “de cabecera” en esta Plétora: “La arqueología retrocede sobre
las vías de la heterología y cambia secretamente la vieja metáfora
kantiana y husserliana del suelo profundo por la del límite y del bor-
de; […] resulta una teoría de las fronteras, un marginalismo, un mé-
todo de ultraestructura, […] invierte la función del límite, convierte
el exterior en interior” (1996: 251).
De ahí que nuestra propuesta para la narración de esta “ultraes-
tructura” sea la elaboración de una cartografía de estos movimientos.
Una cartografía sui generis, que busca encontrar aquellas mesetas y
oasis que en el mapa social devienen estancias de hospitalidad para
los trashumantes que recorren los “espacios de frontera”, como lo es,
por ejemplo: la inspiradora experiencia de las mujeres palestinas que
conocieron el mar por primera vez en su vida, a pesar de estar muy
cerca de él, gracias a la ayuda de un colectivo de mujeres israelíes
que con disfraces las ayudaron a pasar los controles militares: “Ya
van siete ‘excursiones’ este año, la última este fin de semana, y solo
duran un día. Saben que con ello no cambiará mucho la conflictiva
situación entre ambos pueblos. Pero quieren creer que es un día del

36 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Michel Serres, Zygmunt Bauman, Jacques Atta-
li, Marc Augé, Michel Maffesoli, Eugenio Trías, entre los principales.

138
futuro que tiene que llegar” (El Ventano, 2012).
Intuimos desde ya la dimensión del reto emprendido en esta plé-
tora cartográfica, reconocemos en ello, y en sintonía con Serres y
otros autores, su calidad “doblemente extraña”, el deslizamiento de
lo “estable” a lo “inestable”: “[…] El tránsito del intercambio, ¡y
qué difícil de cartografiar! ¿Cómo vamos de lo semejante a lo dife-
rente o de lo diferente a lo semejante? […] ¿Cómo cartografiar esos
mares desconocidos que alejan y acercan las tierras habitadas, y cu-
ya representación no figura en mapa alguno?” (Serres, 1995: 30).
Intentamos rastrear y cartografiar narrativamente esos lugares que
“brotan, sin avisar, de lo vivido, del desplazamiento del encuentro
[…], abriendo para cada uno de nosotros una geografía secreta, afec-
tiva, y alumbrar, en un plano social y cultural, los procesos de se-
lección y de repartición de los espacios con alto valor agregado”
(Wünenburger, 1999: 36, 28).
Y sin duda, el más “alto valor agregado” de un espacio es la
hospitalidad, aquel lugar donde somos bien recibidos, aceptados;
puesto que un jardín, la terraza de un café pueden tener una belleza
en sí mismos, pero la plaza polvorienta de un pueblo cualquiera o las
calles de una ciudad que carecen de belleza evidente, devienen en
lugar de refugio y encuentro para los trashumantes, muchas veces
hambrientos y perdidos; y por ello, son los mejores lugares del mun-
do. Una cartografía de la hospitalidad-trashumancia, mostrada aquí
como un “horizonte de posibles”, que como espejo nos pregunta:
“¿Quiénes somos, cuando pasamos por este intercambiador o este
nudo de carreteras? Intercambiadores vivos, ramilletes de sentido.
Como ángeles portadores de mensajes […]” (Serres, 1995: 30), don-
de paulatinamente se develan los:

Infinitos espacio-tiempos, [que] a todos nos atraviesan en cada instante…


¡Cuántas historias y cuántas épocas! ¡Cuántas geografías y cuántos lugares
pueblan cada mínimo instante-espacial “real”! [...] Las confortables coor-
denadas cartesianas que hacían el mundo habitable han estallado en mil pe-
dazos. Ahora, en general habitamos vertiginosos instantes transidos de
tiempos multicolores en las más diversas geografías del mundo (Lapouja-
de, 1999: 9).

139
Hospitalidad-Clinamen
Es así que la hospitalidad-clinamen se devela como componente
fundamental y primordial en la configuración de una ética para la
sociedad por-venir. Como cartografía de la visualización de múlti-
ples experiencias originadas a partir del germen de otro modo posi-
ble de contarnos, ubicadas en las coordenadas de lo expuesto por
Michel Serres sobre el concepto de clínamen epicureano,37 como
movimiento de declinación, a través del cual Epicuro avizora la
puerta de salida a la ley de la necesidad o el determinismo (Epícuro,
Ep. a Herodoto 42-43, y Lucrecio, libro 2, líneas 253 y 292): “El cli-
namen busca refugio en la subjetividad, pasa del mundo al alma […]
sería el secreto último de la decisión de un sujeto, su inclinación”
(Serres, 1994: 20). Y sobre todo la inclinación del uno hacia el otro
como nos recuerda Jean-Luc Nancy:

Hace falta la inclinación del uno hacia el otro, del uno por el otro o del uno
al otro. La comunidad es al menos el clinamen del “individuo”. Pero nin-
guna teoría, ninguna ética, ninguna política, ninguna metafísica del indivi-
duo es capaz de encarar este clinamen, esta declinación o este declinamien-
to del individuo en la comunidad. El “personalismo”, o bien Sartre, sólo
lograron revestir al individuo-sujeto más clásico con una pasta moral o so-
ciológica: no lo inclinaron fuera de sí mismo, sobre este borde que es el de
su estar-en común (Nancy, 2000: 22-23).

La hospitalidad como clinamen de la trashumancia, como ruptu-


ra y también como “feminidad-declinación”. La humanidad comien-

37 El concepto de clinamen de Epicuro contenido en la Epístola a Herodoto, ha


sido fuente continua de inspiración de la física y de la filosofía contemporánea.
Expuesto en términos de átomos señala que éstos “además del movimiento general
de gravedad, poseen otro movimiento muy tenue de declinación (clinamen), por el
cual pueden desviarse de la vertical. Con ello intentaba Epicuro salvar la libertad y
evadirse de la ley de la necesidad o del destino” (Fraile, 2011). Aquí recuperamos
algunos atisbos fundamentales, sobre todo el de Michel Serres, quien, de acuerdo a
las palabras de Deleuze y Guattari, ha tenido una influencia importante: “la fuerza
de su libro (El nacimiento de la física en el texto de Lucrecio. Caudales y turbu-
lencias, ed. original: 1977) radica en haber mostrado esa relación entre el clinamen
como elemento diferencial generador, y la formación de los torbellinos y turbulen-

140
za así a través del mayor acto de hospitalidad, en tanto el vientre ma-
terno es el espacio hospitalario primordial por el que se posibilita la
existencia (Carretero, 2012: 49), como lo confirma Lévinas quien “a
partir de la feminidad, define la acogida por excelencia, el acoger o
el acogimiento de la hospitalidad absoluta, absolutamente originaria,
pre-originaria incluso, es decir, el origen pre-ético de la ética, nada
menos” (Derrida, 1998: 65).
Se vuelve obligado entonces, nuestro reconocimiento y narra-
ción como comunidad trashumante y hospitalaria, (Carretero, 2012:
83): “Reconocernos parte de la comunidad trashumante es como ‘en-
frentarnos a un misterio tan grande como la muerte’” (Proust en Ri-
coeur, 2006: 91), a la disolución de los “mí mismos”, ya que la co-
munidad es lo que tiene lugar a través del otro y para el otro, como
nos dijo antes Nancy (2000: 36). Hospitalidad como clinamen, como
declinación en la trashumancia, ruptura y turbulencia, resistencia y
diferenciación: “El clinamen es la turbulencia infinitesimal, la pri-
mera, pero también es el paso de la teoría a la práctica. Y —
repitámoslo sin él, sería imposible comprender nada de lo que acae-
ce” (Serres, 1994: 105).

Plétora existencial

En la plétora, el ser pasa de la tranquilidad del


reposo a un estado de violeta agitación; y esa turbu-
lencia, esa agitación, afectan al ser enteramente, afec-
tan a su continuidad (Bataille, 1992: 72).

El horizonte de la humanidad abre potencialmente el espacio pa-


ra acceder en colectivo a su aurora, a la “plétora existencial”; esto
es, al descubrimiento, reconocimiento y despliegue de los atributos
con los que hemos sido investidos en nuestra dignidad y sutileza
humana. Para experimentar conscientemente esos movimientos del
surfing y el parkour, ligados a una experiencia pletórica de movi-
miento que han tomado gran impulso en las actuales generaciones

cias como los que ocupa un espacio liso engendrado” (2002: 497).

141
como disciplina, deporte y forma de expresar sentimientos y circuns-
tancias de la vida diaria. En relación al sentido de plenitud, la metá-
fora de surfear es retomada aquí para reflexionar sobre la vida como
forma de emprender una navegación por el espacio del territorio
existencial: evoca ese fluir en armonía con las olas que suben y ba-
jan como polifonía simultánea (Berman, 2004).

La clase de movimientos que encontramos en los deportes y hábitos están


cambiando. Durante mucho tiempo tuvimos una concepción energética del
movimiento, donde había un punto de contacto o nosotros éramos la fuente
del movimiento. Correr, disparar, y otros por el estilo: esfuerzo, resistencia,
con un punto de comienzo, una palanca. Pero hoy en día, vemos la defini-
ción del movimiento cada vez menos en relación a un punto de palanca.
Todos los nuevos deportes: surfing, windsurfing, ala delta, —toman la
forma de sumergirse en una ola existente—. No hay más un origen como
punto de partida sino una suerte de ponerse en órbita. La clave es cómo
conseguir ser atrapado en el movimiento de la gran ola, una columna de ai-
re creciente, “subirse en algo”, en lugar de ser el origen de un esfuerzo
(Deleuze, 1985).

En este sentido, el parkour, vocablo francés y disciplina que


muchos jóvenes practican actualmente en varios países, es utilizado
para expresar el arte del deslizamiento de un punto a otro de ese te-
rritorio lo más eficazmente posible, utilizando las habilidades del
cuerpo y las potencialidades afectivas y cognitivas para superar los
obstáculos que se presentan en el recorrido: así, ese espacio vital,
hodológico se configura dinámicamente por cercos, muros, paredes,
precipicios; frondas que atajan la inclemencia solar, formaciones
rocosas o ríos, y como con total claridad nos dice Zygmunt Bauman
“el espacio global ha asumido el carácter de un espacio de frontera.
En un espacio de frontera, la agilidad y la astucia valen más que una
pila de armamento. En los espacios de frontera, los cercos y empali-
zadas, más que dar cuenta de una realidad, son una declaración de
intenciones” (2011: 116).

El Parkour ayuda a escaparme de la vida cotidiana”, explica Abdullah.


“Cuando empecé hace cinco años, me ayudó a salir de la depresión que

142
sentía por vivir en Gaza”. Mirando a los tres jóvenes saltar y dar vueltas,
con sus siluetas proyectadas contra el cielo celeste, realmente se percibe su
sentido de liberación. “Este deporte me da libertad”, añade Mohammed.
“No hay límites. Sientes que puedes superar cualquier obstáculo. Sientes
que nada puede detenerte (Donnison, 2011).

Combinación azarosa entre homo barroco y homo ludens


(Johan Huizinga) donde el juego antes superfluo y al margen de la
vida “formal” toma el control, deviniendo así el espacio social como
pro-eyecto superabundans.

[…] Sólo la irrupción del espíritu, que cancela la determinabilidad ab-


soluta, hace posible la existencia del juego, lo hace posible y compren-
sible. La existencia del juego corrobora constantemente, y en el sentido
más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos […]
Nosotros jugamos y sabemos qué jugamos, somos, por tanto, algo más
que meros seres de razón, puesto que el juego es irracional (Huizinga,
2007: 14-15).

Búsqueda de juego, superabundancia y vida placentera, en sín-


tesis: la plétora existencial, y es precisamente aquí cuando invoca-
mos “el espíritu del juego”, cuando se necesita “luchar seriamente
por la existencia”; así nos lo recuerdan Raúl García y Emma León:
“¿Qué clase de juego puede aprenderse de leyes naturales que fun-
damentan la vida y la sobrevivencia de las especies, para convertir-
se, junto a otras virtudes sociales, en una alternativa que trascienda
el mito del escenario insuperable?” (2012: 117-118). Ante esta pre-
gunta podemos concluir, en este breve estudio, que la plétora tras-
humante se muestra como una forma de juego pletórico que puede
tomar varios caminos: uno de ellos, para aludir a un modelo emer-
gente, se manifiesta en la experiencia que disfrutan muchos jóvenes
actualmente como miembros de la comunidad Couchsurfing.org, la
cual está conformada por miles de personas de todo el mundo que se
ofrecen mutuamente hospitalidad, aunque es claro que esta alternati-
va de hospitalidad-trashumancia no está al alcance de todos, en tanto
se requiere de recursos mínimos para el viaje (algo de dinero, docu-
mentos migratorios, idiomas, edad), sí marca un hito en la conviven-

143
cia actual, como lo refleja con claridad este testimonio:

Conocí a Clara a través de Couchsurfing.org, una comunidad de hospitali-


dad ‘en línea’ que permite a sus miembros ofrecer su ‘Couch’ o habitación
de huéspedes a otros miembros, y viceversa, para contactar miembros en
otros lugares y pedirles su hospitalidad […] Yo estaba intrigada por su ge-
nerosa hospitalidad. Le pregunté si no tenía miedo de dejar extraños en su
casa y darles las llaves, ella contestó que no; ‘la gente retribuye la confian-
za que le ofreces’, o al menos ella creía eso. Cuando regresé escribí una re-
ferencia positiva que apareció en su perfil de couchsurfing: ‘Clara fue la
primera persona que me hospedó a través de esta red, y si todos los cou-
chsurfers son como ella, presagio el fin cercano del capitalismo como una
forma de organizar las relaciones humanas; una nueva era de trashumancia
basada en la cortesía, confianza, amabilidad, y por supuesto, sardinas asa-
das (Picard y Buchberger, 2013: 12).

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145
Las raíces de la política absoluta

ALESSANDRO PIZZORNO (1924-2019)*

Am I both priest and clerck? Well then, amen.


William Shakespeare, Riccardo II; IV.1.173

La política absoluta y el poder reflexivo de la política


Más allá de la idea de la política como esfera definida por sus
límites, y por su dilatación y contracción, no es difícil descubrir en
las representaciones tanto individuales como colectivas la imagen de
un estado de cosas —o la esperanza y/o terror que genera— donde a
la práctica del compromiso político y al ejercicio de la voluntad polí-
tica no se le anteponen límite alguno. En este sentido, todo hecho
social es considerado sub specie politicae; toda realidad interpretable
y transformable a través de la política. Llamaré “política absoluta” al
estado de cosas que se refleja en esta imagen. Este será el objeto de
la presente indagación, y por lo tanto se ocupará de las circunstan-
cias en las cuales la política no puede ser considerada como el tipo
de actividad definida de antemano que dicta las reglas de conducta
para las actividades sociales fundamentales; mientras que éstas, por
su parte, son valoradas esencialmente por los efectos políticos que
pueden producir. En este cuadro la acción política, entendida exclu-
sivamente como el tipo de acción capaz de transformar a la sociedad,
es además una instancia a través de la cual la vida de la humanidad o
de una nación, puede ser mejorada con relación a un tipo ideal. De
modo que la vocación política y la participación en política son con-
cebidas como las más altas decisiones individuales: dictan a una per-
sona los objetivos que prevalecerán sobre aquellos de su personal
interés.
Por lo tanto, la política absoluta es considerada no sólo como la
representación de un cierto modo de organizar un sistema político,
sino ante todo como un modo de concebir, y posiblemente también

* Fue Profesor emérito del Instituto Universitario Europeo, Fiesole, Italia.

146
de poner en acción, los instrumentos que permitan la realización de
una forma deseable de sociedad.
Las premisas lógicas que justifican este modo absoluto de referir-
se a la política están contenidas en los siguientes términos. Si sola-
mente la buena sociedad puede generar a individuos buenos, enton-
ces la acción política que conduce hacia esa sociedad constituirá la
actividad moral superior. En la medida en que puede ser objeto de
juicio moral, toda actividad humana —educativa, profesional, artísti-
ca o recreativa— debe ser ante todo actividad de un juicio político.
La política es aquello que proyecta la actividad humana hacia el fu-
turo. Lo que cuenta no es el bienestar de los seres humanos presen-
tes, pero sí la felicidad identificable con una humanidad futura. Qui-
zá son excepción las obligaciones hacia aquellos contemporáneos
que se encuentran absortos en las tareas necesarias que persiguen
aquel estado final.
Así descrita, la política absoluta puede aparecer como un punto
extremo, un modo casi patológico de concebir a la política, un modo
donde el empeño total y la devoción a una causa suprimen, en la
práctica, las circunstancias inmediatas y cotidianas de la vida políti-
ca. Sin embargo, la idea de una política absoluta no está aislada, no
se separa fácilmente de los eventos más normales que son atribuibles
a la vida política moderna. Basta con recordar que el Estado es la
única institución legitimada para exigir a sus miembros el sacrificio
de la vida.
Además, en el Estado moderno la política establece sus límites
frente a las otras actividades. Para definir lo que está dentro de lo
que se encuentra fuera de la esfera de la política son necesarias las
leyes, o la supresión de las leyes, es decir, decisiones políticas, acti-
vidades y discursos políticos. A esto lo podemos denominar el “po-
der reflexivo” de la política. En él se encuentran las raíces de la con-
cepción absoluta de la política. Si la política decide sobre sus límites,
llegará un momento en el cual éstos se desarrollarán excesivamente
y, por decirlo de algún modo, desaparecerán.
La política absoluta, por consiguiente, no puede ser explicada
simplemente como si fuese una momentánea o cíclica patología en el

147
campo de la desviación ideológica. Lo que está en juego es un me-
canismo en acción continua en nuestras instituciones.

Política y religión según el modelo hidráulico


Veamos en qué fallan algunos análisis acreditados de nuestro
fenómeno. Tomemos la concepción de Talmon (1952: 1-2) de la po-
lítica absoluta como:

La asunción de una sola y exclusiva verdad en política. Puede ser llamada


mesianismo político en el sentido que postula un esquema de cosas prede-
terminado, armonioso y perfecto, hacia el cual los hombres son empujados
irresistiblemente y al cual están destinados. Esta reconoce, en última ins-
tancia, un plano único de existencia, aquel político. Dilata el ámbito de la
política hasta abrazar la existencia humana en su totalidad.

Esta definición podría dirigir nuestros propósitos. Sin embargo,


posteriormente el autor clarifica lo que pretende describir como: “Un
estado mental, un modo de percibir, una disposición, una configura-
ción de elementos mentales, emotivos y comportamentales, compa-
rables con el conjunto de conductas generadas por la religión” (Tal-
mond, 1952: 11).
Es ese estado mental el que tiene sus orígenes en la obra de “fi-
lósofos” o ideólogos como Helvétius, Holbach, Rousseau, Morelly,
Mably, los jacobinos, etcétera. En oposición, Talmon pone el estado
mental de la escuela liberal-democrática. Su indagación no va más
allá de la reconstrucción de estos “estados mentales”. No explica las
condiciones del perfil de cada una de las “escuelas”, así como no se
muestra la relación entre uno y otro estilo de la política y del fenó-
meno del “poder reflexivo” de la política.
Talmon estaba interesado en la reconstrucción lógica de la polí-
tica absoluta más que en la explicación de su comprobación. Sin em-
bargo, apuntala una serie de factores causales cuando afirma que con
“la decadencia de la autoridad religiosa […] y el rechazo de la igle-
sia y de la justicia trascendental, el Estado se queda como la única
fuente y sanción de la moralidad” (Talmon, 1952: 4). Coloca este
proceso en el siglo XVIII, “la única fuente y sanción de la morali-

148
dad”, ¿o sólo en determinados países y momentos? En el primer ca-
so, la democracia totalitaria debería ser localizable en cualquier lado.
En el segundo, ¿cómo pueden ser explicadas las variaciones?
La de Talmon no es una posición aislada; al contrario, representa
una versión de una vieja idea de casi un siglo y ampliamente difun-
dida, según la cual algunas formas de política son expresiones secu-
larizadas de conductas y sentimientos religiosos. Recientemente esta
idea ha tenido nuevo crédito con la teoría de las llamadas “religiones
seculares”. Este es el nombre otorgado a las doctrinas que parecen
haber sustituido la fe del pasado, recolocando en esta vida, en un fu-
turo remoto, la salvación de la humanidad en la forma de un orden
social aún por crear. Las “religiones seculares” producen en sus se-
guidores los mismos caracteres considerados por Talmon: total de-
voción a una causa; creencia absoluta en la verdad de la causa; into-
lerancia, fanatismo contra otras causas; juicios morales dependientes
de una creencia política y de la posesión de una visión global del
mundo, incluida la visión de una sociedad futura por realizar a través
de la acción política.
Esta teoría se volvió más sistemática con Julien Freund (1982),
y encuentra un tratamiento amplio y documentado con Jean-Pierre
Sironneau. Puede ser sintetizada con la siguiente afirmación: “Lo
sagrado no desaparece, antes bien rebota en otras esferas de la acti-
vidad humana, en particular en la esfera política” (Sironneau, 1982:
6).
La teoría es construida sobre lo que podríamos llamar un mode-
lo “hidráulico”: el flujo de lo sagrado corre a través del conducto de
las instituciones religiosas y, cuando estas se encuentran por cual-
quier razón atascadas, ese flujo en su totalidad o en parte se mueve
por medio de otro conducto, principalmente el político.
Para que los modelos de este tipo puedan ser eficaces, deberán
ser respetadas condiciones espcíficas. En particular, deberá ser ex-
plicitada la naturaleza del “flujo” para que pueda observarse separa-
damente de los conductos donde está moviendo. Deberá ser especifi-
cada también la naturaleza de los conductos para que puedan ser
identificables con independencia del contenido que transportan. Fi-

149
nalmente, el mismo material que obstruye este o aquel conducto será
especificado con relación a las categorías generadas por la misma
teoría que define los conductos y los flujos. Estas condiciones no son
respetadas por las versiones de esta teoría avanzada hasta el día de
hoy. O el “flujo sagrado” es siempre el mismo, y en este caso no hay
modo de distinguir instituciones y movimientos religiosos de aque-
llos políticos, o cambia, y en este caso no se aprende nada sobre los
fenómenos políticos al llamarlos “religiosos”.
Las teorías hidráulicas de las “religiones políticas” son popula-
res porque actúan como “paraguas teóricos” de dos posiciones ideo-
lógicas dominantes. La primera es la visión secular de la política,
basada sobre la idea de que la “política absoluta” es una forma de
patología, dado que mezcla la religión con la política. Se aniquila el
“absoluto” de la política y esta última regresará sana. La otra es la
visión conservadora de la política limitada, basada en la idea de que
la sociedad, “desgraciadamente”, necesita valores compartidos, pero
éstos no son asunto de la política. Por ello, la “política absoluta” no
sería política, sino una forma de religión deformada y perversa.
Ambas visiones son simplistas, pero son útiles, ya que llaman la
atención sobre las relaciones entre política y religión. Es la cuestión
que fue discutida por Hegel, en un famoso parágrafo (270) de la Fi-
losofía del derecho, cuando se refería al origen del Estado como “or-
ganización autoconscientemente racional y ética”, con la disolución
de la unidad religiosa de Occidente. Del mismo modo, Marx, en La
cuestión judía, observa que el Estado asume la tradicional función de
la iglesia, esto es, la de crear una “comunidad ilusoria”. La sociedad
estaba dividida en clases e intereses contrastantes. Para dar la ilusión
de su unidad era necesaria una institución omnicomprensiva. Cuando
la iglesia misma se dispersa y divide, y no es capaz de desempeñar
esa función, en su lugar emerge el Estado. De cualquier modo, esto
no ofrece aún una auténtica teoría, más bien da sólo indicaciones.
Sería oportuno entender mejor cuáles mecanismos dan vida a una
institución “funcionalmente equivalente”, cuando se vuelve necesa-
ria; y cuáles son las funciones “normales” de las instituciones políti-
cas cuando la iglesia parece desenvolver la función unificadora; y,

150
viceversa, cuál es la función de las instituciones religiosas cuando la
función unitaria está supeditada al Estado.

¿Cuándo apareció la categoría de lo “político”?


Una manera de abordar estas interrogantes es considerar que la
“política” como categoría específica tiene un origen histórico recien-
te. Del modo que se quiera fechar, es sólo después de ese momento
que es lícito hablar de la política como una actividad separada. Con
anterioridad, religión y política se encuentran indiferenciadas, sin
posibilidad de distinguir lo que es político y de lo que es religioso en
determinadas funciones o actividades.
Los historiadores “contextualistas” subrayan con insistencia este
punto:

La ausencia de lo “político” en el vocabulario occidental antes del siglo


XIII indica que la idea que esto presupone es que aún no estaba afianzada,
o lo estaba sólo débilmente: el éxito del papado en Occidente y el fracaso
por parte de los reyes y los emperadores occidentales contra el Papa se de-
bieron, en efecto, a la ausencia de una norma política como categoría sepa-
rada y distinta del pensamiento y la acción. Sostener que lo “político” era
simplemente un sinónimo de “temporal” o “real” y cosas parecidas sería
una salida fácil de las dificultades… La emergencia de lo “político” y con-
secuentemente del “ciudadano” —como distinto del cristiano— anunció el
fin de la edad medieval en Occidente (Ullmann, 1974).

En paralelo, en la conclusión de su Foundations of Modern Poli-


tical Thought (1978), Quentin Skinner escribe que “las más impor-
tantes precondiciones para la adquisición del concepto moderno de
Estado” son: primero, la formación de una disciplina de la ciencia
política como rama separada de la filosofía moral; segundo, que el
Estado territorial esté concebido como autónomo de cualquier poder
externo y superior, en particular del Imperio; tercero, que la autori-
dad del Estado esté construida sin implicar un reconocimiento de
jurisdicciones rivales sobre su territorio, en específico la jurisdicción
de la iglesia. “Finalmente, la aceptación de la idea moderna de Esta-
do presupone que la sociedad política pueda existir sólo para propó-
sitos políticos” (Skinner, 1978: 349-352). Los argumentos son con-

151
vincentes. Sin embargo, no es posible derivar de estos la idea políti-
ca “moderna” como actividad en la cual los “fines divinos” son sim-
plemente correcciones sin que nada semejante los sustituya. Tome-
mos el caso de los Politiques franceses del siglo XVI, Michel de
l’Hôpital, Bodin y sus amigos, que Skinner demuestra que fueron los
primeros en escribir claramente que, en la práctica, el Estado no de-
be otorgar “fines divinos” a su actividad. En contra de ellos, los ex-
tremistas religiosos usaban nociones “divinas” en la formulación de
sus fines. ¿En qué consiste la diferencia? Ambos hacían referencia a
fines de largo periodo. Pero diferían alrededor de la colectividad que
habría tenido que inclinarse hacia aquellos fines. Para unos, se trata-
ba de la colectividad territorial del Estado. Para los otros, de una co-
lectividad de creyentes unidos en virtud de su creencia. En otras pa-
labras, fines “divinos”, en otros términos “espirituales”, “últimos”,
siempre pueden ser hallados, en distintos grados, con la prosecución
de las actividades donde con frecuencia fijamos el nombre genérico
de política: aspiran a empeñar en modo vinculante el futuro de una
determinada colectividad. Lo que cambia es la naturaleza de los
nuevos vínculos, no la presencia o ausencia, o el grado, de religiosi-
dad en las intenciones de los actores. Lo que algunos llaman “mo-
dernización de la política” es precisamente este tipo de cambio: no
es un proceso de secularización de los valores —por lo menos como
primer motor— sino de territorialización de relaciones vinculantes.
Por su parte, es incluso engañoso atribuir una naturaleza “políti-
ca” y no “religiosa” a determinadas actividades de las sociedades
tradicionales. Consideremos la distinción entre el movimiento clu-
niacense y los reformadores gregorianos que le sucedieron, dando
origen a la revolución eclesiástica de los siglos XI y XII —distinción
analizada en profundidad por Gerd Tellenbach en su estudio clásico
sobre la iglesia y el Estado en el tiempo de las luchas por la investi-
dura. El primero tenía en mente la reforma moral de la vida monásti-
ca, estando orientada hacia lo extra-mundano, no inclinada a la lucha
contra los emperadores, antes bien, listos para cooperar con ellos.
Los segundos pensaban en una reforma general de toda la iglesia oc-
cidental, eran hostiles al imperio, que los quería subordinar, y perse-

152
guían un programa comparable al de una revolución política. Por
consiguiente, se podría decir que las pretensiones de Cluny no eran
políticas, y aquellas de Hildenbrand eran típicamente políticas (Te-
llenbach, 1979: 186).38
La caracterización parece plausible. Hoy no tenemos dificultad
para definir “no político” a un programa que establece nuevas reglas
de ascetismo, comportamiento moral, regularidad de vida y trabajo
en una organización monástica o eclesiástica. En cambio, ¿qué po-
dría ser más “político” que la estrategia de crecimiento de la autori-
dad de la iglesia de Roma con relación al imperio, como sucedió con
Hildebrando y compañía? Sin embargo, los actores de la época,
prescindiendo del uso de la palabra, no veían una diferencia signifi-
cativa entre los dos tipos de acción; acaso sólo de método. Ambos
movimientos se perfilaban hacia la purificación y el mejoramiento
de la vocación y el estatus clerical en la cristiandad. Ambos actuaban
de acuerdo con una interpretación de la doctrina cristiana común-
mente aceptada. Que nosotros miremos distinto todo eso y conside-
remos la reforma gregoriana como la primera gran revolución políti-
ca de Occidente,39 es precisamente lo que constituye nuestro pro-
blema. El hecho es que entre ese entonces y el ahora han intervenido
por lo menos las consecuencias de entonces —por lo que nos atañe,
está la emergencia de las premisas para la política absoluta.
Un segundo ejemplo en el mismo periodo histórico puede ser ex-
traído de un trabajo reciente, pero ya clásico: el estudio de Georges
Duby (1978) sobre los tres ordenes del feudalismo. Analizando la

38 Las diferencias entre el movimiento cluniacense originario y los gregorianos


pueden ser mejor formuladas a través de la dicotomía weberiana de las creencias
religiosas: ascético/hierocrático. El ascetismo implica la abolición de los intereses
presentes, aislamiento del mundo y una orientación racional y exclusiva hacia el
futuro (salvación). La postura hierocrática implica el reconocimiento del carisma
del cargo (rechazado por el ascético), la necesidad de especialización y profesiona-
lización, por lo tanto, el aparato eclesiástico permanente. La observación de Weber
donde sugiere que la religión ascética es compatible con el papado cesarista puede
explicar la voluntad de Cluny por realizar alianzas con el imperio. Los gregorianos
hierocráticos, en cambio, estaban destinados a confrontarse con esto.
39 Esta es la tesis desarrollada en todo el trabajo de Berman (1983), que comienza

a ser aceptada por los historiadores.

153
Estoire des ducs de Normandie, escrita hacia el final del siglo XII
por Benoît de Saint-Maure, Duby observa que el discurso político
comienza a encontrarse sin referencias a la redención y concepción
que observaba en la distribución de los honores en la ciudad terrena
un reflejo de aquella en acto en la ciudad celeste, señales que carac-
terizaban el discurso “político” en los siglos anteriores: “He aquí en-
tonces, después de la elevaciones teológicas, fulgurantes, hacia las
cuales se había elevado el pensamiento de los obispos del año Mil,
gracias al sueño del Pseudo-Dionisio, el cambio fundamental, trági-
co, esta recaída, esta disminución hacia la pequeña cosa mezquina:
eso que llamamos política” (Duby, 1978).
Duby ve la política moderna —“eso que llamamos política”—
surgir de la caída, o del debilitamiento, de un discurso religioso (teo-
lógico). Lo descubre en un texto del siglo XII. Parece que cada vez
que el discurso religioso decae, surge la política, la política como
nosotros la concebimos —mejor aún, como debemos concebirla:
“aquella pequeña cosa mezquina”. Habrá momentos en los cuales
algún “discurso religioso” será reintroducido, pero en estos casos la
gente, en vez de hacer política, hará religión enmascarada.
Distingamos dos cuestiones. La primera tiene que ver con el na-
cimiento de la política, modernamente entendida. La segunda es
nuestra inquietud: ¿cuándo se pusieron las premisas para la política
absoluta en las instituciones occidentales? Nos ocuparemos de esto,
pero antes son necesarias algunas digresiones.
Inicialmente he citado un tipo de teoría donde las premisas del
fenómeno de la política absoluta permiten acompañar el proceso de
diferenciación de la política de la religión. Además he dado ejemplos
históricos para develar la dificultad de individuar el origen y la natu-
raleza de este proceso. En efecto, la diferenciación de funciones es
un concepto ambiguo. La idea es que los dos tipos de funciones, aho-
ra desarrolladas por dos diferentes individuos o estructuras, con ante-
rioridad eran desarrolladas por un solo individuo o estructura. En el
estructural-funcionalismo evolucionista esto representa la idea cen-
tral para una teoría general del cambio social. Sin embargo, lo que
generalmente queda inexplorado o no se vuelve explícito es si la di-

154
ferenciación se ha realizado y por qué las esferas derivadas tienen
que consolidarse en las actuales instituciones divididas (política y
religión). En otras palabras, de la experiencia de la división institu-
cional moderna simplemente estamos inducidos a inferir la persis-
tencia de diversas funciones analíticas como un Universal. El surgi-
miento de estructuras distintas (iglesia y Estado, por ejemplo) puede
explicarse como un proceso de emancipación de una frente a la otra.
Esto no es muy reconfortante.
Los análisis historiográficos citados pueden sugerir una recons-
trucción distinta del proceso de cambio social, obtenida describiendo
los vínculos cambiantes y los límites que identifican aquella colecti-
vidad que le compete asignar fines sociales últimos —y por consi-
guiente, determina la identidad última de los individuos. Entonces,
periodos de política absoluta jugarían un papel crucial en este tipo de
pasajes.

El momento gregoriano, o la vida espiritual al poder


Esta visión de los procesos de cambio social y de la parte que
contienen los episodios de política absoluta me inducen a escoger el
“momento gregoriano” como el episodio, para este propósito, más
emblemático en la historia occidental. Se ubica en las raíces de la
transferencia, por decirlo de algún modo, de la responsabilidad co-
lectiva para los fines últimos, de una colectividad localizada en los
confines de la cristiandad —y que incluye a todos los creyentes rela-
cionados por este particular vínculo de fe— a colectividades distin-
tas, definidas por los límites territoriales de un Estado y que incluyen
a todos los individuos identificados por el hecho de vivir dentro de
esos confines.
El proceso sigue las huellas de la lucha entre las dos estructuras
dominantes de la vieja sociedad. Se trata de la lucha entre iglesia e
imperio y, según una terminología en boga en aquel tiempo, entre
“poder espiritual” y “poder temporal”. Podría parecer, pero obvia-
mente no lo es, la lucha entre dos “funciones”, la religiosa y la polí-
tica, es decir, un proceso de diferenciación funcional. En cambio es
una lucha entre grupos de individuos, identificados, en efecto, por su

155
posición y funciones pero sólo en parte y más bien juntos por la idea
de cual deberá ser la colectividad responsable de los fines últimos de
los seres humanos (cristianos). De hecho, esta fue la idea de que los
intereses de largo periodo, es decir, calculados sobre la eternidad,
eran comunes para todos.
El hecho de que las dos partes se identifiquen con las nociones
de “poder espiritual” y “poder temporal” puede ser iluminador, pero
sólo si antes se logra armar un rompecabezas hermenéutico. ¿Hasta
qué punto podemos capturar el significado de las nociones de “espi-
ritual” y “temporal”? No pertenecen a nuestro vocabulario —o por lo
menos no a aquel hoy universalmente compartido (incluso si alguno
podría reivindicar una comprensión personal de las dos nociones).
¿Cómo podemos explicar un conflicto entre un agente “espiritual” y
uno “temporal”?, ¿cómo podemos juzgar si lo “espiritual” en cuanto
tal gana o pierde?, ¿cuál ha sido el significado de ese conflicto para
quien ha participado realmente?, ¿cuáles son las armas usadas por
una parte, que la otra parte puede temer?, ¿cuáles los recursos con-
trolados por unos que los otros pudieron haber deseado poseer? Pro-
blemas de este tipo no surgen cuando consideramos dos Estados te-
rritoriales o dos ejércitos, dos partidos políticos, dos sociedades por
acciones o incluso dos clases sociales en conflicto. En estos casos
parece fácil decir quién gana o pierde, ya que es posible establecer
cuáles fueron, o se creyó que eran, los intereses antagónicos de los
contendientes, antes o después de los sucesos. Mientras que en un
conflicto entre un agente espiritual y uno temporal los “intereses” de
las partes no pueden ser definidos (cuando mucho pueden ser los in-
tereses de los individuos involucrados en situaciones específicas). El
resultado sólo puede ser una nueva forma de sociedad, y en esta si-
tuación final ninguno de los actores, identificados con relación a la
forma anterior de sociedad, será reconocido por la misma identidad;
cuando se verifican condiciones como estas, estamos frente a un ca-
so de política absoluta.
En el proyecto gregoriano la dirección hacia el absoluto fue in-
dicada abiertamente. El proyecto se dirigía a asegurar autonomía y
superioridad a aquella clase que se ocupaba de los recursos espiritua-

156
les, y que era considerada como la única en grado de guiar a la so-
ciedad hacia un fin deseable de largo periodo. La definición especí-
fica de este fin provenía de esa clase; también, el hallazgo de los re-
cursos necesarios para perseguirlo y las instrucciones sobre cómo
usar esos recursos. Teniendo ya el monopolio de los “recursos espiri-
tuales” se observaba el advenimiento de un orden donde la clase se-
ría autónoma y, en un sentido que aclararemos enseguida, superior.
Pero, ¿cómo estos recursos condujeron a tal pretensión?, ¿cuál
forma asumieron, cómo actuaron? Para responder a estas interrogan-
tes es necesario mirar cuatro modos de control fundamentales, cuyo
ejercicio estaba exclusivamente en manos de los agentes de la espiri-
tualidad, en la clase eclesiástica: el control del saber, de los proce-
dimientos normativos, de los estados de devoción y de la definición
de los enemigos. Los analizaremos uno a la vez.
Control del saber. El control del saber representa el más típico y
generalmente el más poderoso de los recursos “espirituales”, espe-
cialmente hasta que es fijado sobre una visión global de largo perio-
do, sobre los fines últimos de la sociedad y el individuo. Los fines
últimos (es decir, de largo término) implican incertidumbres, mien-
tras los inmediatos (es decir, de breve periodo) implican certezas
prácticas. En otras palabras, decisiones en vista de fines de largo pe-
riodo provocan consecuencias que son desconocidas, inciertas, im-
previsibles. Esta incertidumbre es anulada por formas de saber tras-
cendente.
Por el momento limitémonos a estas definiciones. El mínimo in-
tento de justificarlas nos alejaría demasiado.40
Es suficiente con recordar que si el saber concerniente a los fi-
nes últimos sirve para introducir áreas o nichos de certidumbre en las
decisiones individuales o colectivas, quien posee el monopolio de la
oferta de este saber lo puede usar después para adquirir poder en
otros campos. Es esto lo que hace, en el caso que estamos examinan-
do, la clase eclesiástica.
Sin embargo, no se sabe cómo la necesidad de certeza trascen-

40 Para un desarrollo de este argumento, cfr., Pizzorno (1986).

157
dental estuvo también vinculada a otra forma de saber que era “tras-
cendental” en sentido espacio-temporal, y aparece como un compo-
nente esencial de la identidad colectiva. El uso del latín como len-
guaje capaz de trascender la limitación local de los dialectos orales,
como también el cuidado específico de la escritura y los registros,
permitieron a la clase eclesiástica mediar cualquier tipo de comuni-
cación y discurso extra-local y, por consiguiente, todos los mensajes
políticos; así como cualquier comunicación tanto del pasado (tradi-
ción cultural) como hacia el futuro (lenguaje de la salvación, de los
fines últimos). La identificación de la comunidad cristiana a través
del tiempo, y en el interior de sus confines en el espacio, estaba ase-
gurada gracias al control del saber “trascendental”. Además, el saber
trascendental actúa sobre el saber ordinario, cotidiano, no organiza-
do, análogamente a como lo “general” actúa sobre lo “particular”: el
uno confiere significado al otro. Es decir, el saber “trascendente”
hace la comunicación posible, generalizable, durable. Sobre todo
confiere significado al pasado y al futuro en el ámbito de una confi-
guración global.
Además, la naturaleza secreta del saber de la iglesia —un saber
que el no iniciado no podía entender, colocado detrás de las aparien-
cias (Duby, 1978: 27)— puede ser concebida también como una ex-
presión de la superioridad eclesiástica fundada en el control de los
eventos futuros; por consiguiente, sobre la previsión de consecuen-
cias que quedan escondidas al laico.
La conciencia de todo esto proveía a los promotores de la supe-
rioridad del poder espiritual su argumento central: como el conoci-
miento de lo “general” es superior a aquel de lo “particular”, dado
que no se puede comprender el segundo si no se ha comprendido el
primero, así el poder espiritual es superior a aquel temporal. De aquí
deriva que quien gobierna no puede tomar decisiones cotidianas con
éxito si no es iluminado por el conocimiento de los fines generales
de la sociedad. Y estos se encuentran bajo la posesión de la clase es-
piritual (eclesiástica).
Durante el “momento gregoriano”, una clase que controla el sa-
ber se moviliza para reivindicar su autoridad general sobre la socie-

158
dad. El saber organizado es movilizado para definir los fines últimos
y atribuir significado general a los símbolos de la comunicación que
son condiciones necesarias para que una sociedad pueda vivir más
allá de la dimensión transitoria y local.
Control de las normas. El conocimiento de los fines últimos
puede ser considerado como una operación, hecha de una vez por
todas. Pertenece a la categoría de los fenómenos generales y, por tal,
relativamente inmutables. Su continua presencia en la sociedad está
asegurada por rituales que reiteran el contenido en el mensaje. Pero
en el nivel más bajo de la vida cotidiana, en las metas de breve pe-
riodo, en las particulares direcciones de acción, eventualmente di-
vergentes y contradictorias, son necesarias normas mucho más espe-
cíficas. Antes de la disociación de la dimensión espiritual, la clase
eclesiástica tenía el poder de emanar estas normas y de juzgar cuan-
do surgían infracciones o conflictos. Esta clase controlaba lo colecti-
vo y lo interpersonal, la esfera última y la próxima.41
Tradicionalmente, estos dos componentes del dominio espiri-
tual, definición de la identidad y regulación normativa, no eran dis-
tinguibles con claridad. El pecado, por ejemplo, era juzgado prefe-
rentemente según el criterio “todo o nada”. O si se era cristiano, y
por ende destinado a la salvación, o bien si se estaba incomunicado y
expulsado de la comunidad cristiana. Delito coincidía con pecado.42
Cuando los niveles espiritual/temporal comenzaron a separarse, la
clase eclesiástica se organizó para renovar explícitamente su control

41 “El descubrimiento, la explicación y la fijación de las normas de conducta para


el cristiano, o de aquello que fue definido como norma recte vivendi, no podían ser
actuadas por parte del no iniciado, privado de los conocimientos adecuados: se
trata de un trabajo que presupone un especial adiestramiento y saber. La exigencia
de scientia, es decir, de saber especializado, está conectada íntimamente con el
carácter de la iglesia como ente moral que debe ser dirigido con base a las normas
cristianas deducibles por la fe cristiana” (Ullmannn, 1974: 35). Véase también
Duby (1978: 27-28). Berman (1983: 73 y ss.) muestra cómo el clero administraba
incluso el derecho penal.
42 “Crímenes seculares también eran pecados, las palabras criminal y pecado eran

usadas como intercambio” (Berman, 1983: 70). Esto es verdad en cualquier lugar
donde aún no han aparecido religiones de la salvación y donde éstas no son lo su-
ficientemente autónomas y la definición de lo sagrado es tarea de las autoridades
militares-territoriales. Por ejemplo, así fue en Japón hasta no hace mucho tiempo.

159
sobre las regulaciones de los fines próximos. Este intento se mani-
festó tanto en la organización del derecho canónico como en la dis-
tinción entre dos tipos de poder, diferentes pero pertenecientes al
dominio espiritual. En la terminología eclesiástica uno terminó sien-
do llamado poder ordinationis (vinculado a los sacramentos, a la li-
turgia, al ritual), y el otro poder jurisdictionis (vinculado a la iglesia
como organización corporativa legal). Tanto del saber eterno como
las regulaciones cotidianas cayeron en las manos del aparato espiri-
tual.
Control de la devoción. Un tercer recurso espiritual de impor-
tancia es la capacidad de controlar aquello que pudiera inducir a la
devoción. La devoción es el comportamiento mental o proyecto de
vida gracias al cual un individuo “consagra” su actividad, tiempo y
riquezas, a una causa colectiva que trasciende sus intereses persona-
les. Obviamente en la definición de una particular forma de devoción
está implícita la definición exacta de lo que, en determinadas cir-
cunstancias, puede ser (o es percibido así) el “interés propio”. Ence-
rrarse en un monasterio, devolver las riquezas a la iglesia, morir por
una causa religiosa o política pueden ser perfectamente incluidos en
la categoría de las acciones dirigidas al interés propio, si lo “propio”
en cuestión incluye también el alma del individuo después de la
muerte. En este sentido, el control de la devoción está relacionado al
primero de los recursos que hemos descrito, la capacidad de definir
la identidad personal a través de la definición de los fines últimos.
Mientras esta capacidad basada sobre el saber escatológico empuja a
la asignación de una determinada identidad colectiva a la sociedad
(por ejemplo, definiéndola como la “sociedad cristiana”, es decir,
una sociedad que es distinta a todas las otras en virtud de los fines
últimos que establece con sus miembros, dejando de lado las dife-
rencias respecto a la lengua, lazos de sangre, fidelidad territorial y
política), el control de la devoción fija un especial estándar en la in-
tensidad de la identificación de los fines individuales con aquellos
colectivos. Situaciones de devoción pueden ser alcanzadas en un
grado particularmente intenso durante toda la vida por individuos
excepcionales o por individuos normales en momentos decisivos de

160
carácter excepcional.
Individuos excepcionales son aquellos que Weber ha llamado
los “virtuosos” de la religiosidad. Los momentos excepcionales de-
ben ser buscados fundamentalmente en una conducta que se desarro-
lla cuando el monopolio de la iglesia sobre la devoción se encuentra
en entredicho o amenazado. Puede ser ilustrado con el ejemplo de un
hombre rico en el lecho de muerte, el cual tiene que decidir a dónde
(a quién) irá su riqueza. En efecto, es un momento crucial para la
definición de su identidad, de lo que (su alma) ha sido (en la conse-
cuencia de cálculos ilimitados que lo han llevado a acumular aquella
riqueza) y de lo que (él) se volverá su alma. Si es un hombre “devo-
to”, es decir, si la iglesia lo ha convencido que la identidad de su al-
ma puede ser definida sólo en el ámbito de la identidad colectiva de
la iglesia triunfante o en otras palabras que “sus” fines últimos coin-
ciden con los fines últimos de la sociedad cristiana, entonces dejará
su riqueza o una parte de ella a la iglesia.43 La mayor parte de la ri-

43 El significado de la aparición del testamento individual en el tardo Medievo es


obviamente complejo. Por un lado, la iglesia presiona para la individualización del
testamento, por el motivo obvio que este tipo de testamento le permite recibir por
lo menos una parte de la herencia del difunto. En consecuencia, se esperaba que
los sacerdotes asegurasen que el fiel no muriese intestado. Por su parte, las “dona-
ciones religiosas” no ocurrían en absoluto sin un cálculo individualista de las ven-
tajas que el alma del difunto podía recibir en el Purgatorio. Incluso si con frecuen-
cia las cláusulas iniciales del testamento tenían relación con las medidas eclesiásti-
cas por considerar para liberar el alma del testador del Purgatorio, el testamento
incluía disposiciones con el objetivo de asegurar una participación popular en el
funeral, e intereses comunitarios análogos o de status terreno. Los legados podían
ser destinados a la reparación de calles o puentes, a propósitos caritativos, y la
cuota para las oraciones no estaba limitada a las necesidades del testador, sino era
ofrecida también para el bien de amigos de la comunidad o de “todas las almas
cristianas”, cfr. Dickinson (1979: 349-359); véase también Berman (1983: 234-
236). En otras palabras, la identidad de largo periodo del testador, en el momento
en el cual calcula la mejor distribución de sus riquezas terrenas, no consistía sim-
plemente en la identidad de su alma en el Purgatorio, sino en alguna identidad de
sí mismo, definida en el recuerdo que quería dejar en su comunidad. O en su fami-
lia: “el siglo XII observa el enriquecimiento de la memoria […] las familias ex-
tienden y prolongan sus genealogías” (Le Goff, 1981: 315). Es decir, la identidad
es vinculada a aquel círculo de otras personas que tenían un cierto poder duradero
para reconocerlo y estimarlo.
Con mucha probabilidad, esta es una descripción aún demasiado “secu-
lar” de lo que estaba sucediendo en aquel momento crítico. “Los sufragios por los

161
queza y, por consiguiente, del poder temporal de la iglesia, siguió
por siglos, desde esta “política de la devoción”, como también de
aquel otro tipo de “política de la devoción” que inducía a los hom-
bres y mujeres a pasar una vida entera en el compromiso afanoso y
entusiasta, hacia los fines no egoístas, en los monasterios, donde la
riqueza era creada de manera continua y ordenadamente, acumulada,
transmitida, durante los periodos de desorden y miseria.44
La auténtica esencia de la iglesia como guardiana y promotora
de la identidad colectiva de la cristiandad consiste en su control de
las técnicas de devoción. Cuando pierde, al menos en parte, este con-
trol, cuando la devoción, o sea la fidelidad, de una población será
capturada por otras identidades colectivas (el Estado o los movi-
mientos heréticos), disminuirá también el poder de la iglesia. Y
cuando el Estado, o un movimiento político, esté en grado de contro-
lar la devoción en modo absoluto, entonces hará su aparición la polí-
tica absoluta, en su sentido más restringido.
Definición de los enemigos. Cuarto y último punto, el poder es-
piritual incluye la operación con la cual se definen los enemigos.
Una institución que está calificada para decidir quienes son mis

muertos presuponen la constitución de solidaridad de larga duración más acá y


más allá de la muerte, de relaciones directas entre vivos y muertos” (Le Goff,
1981: 315). La comunidad que se presuponía durar y de cuyo reconocimiento a su
vez permitía a este individuo hacer cálculos estaba compuesta, se puede decir, por
aquellos que lo habían circundado durante la vida y que se unirían a él en el más
allá, y por aquellos que normalmente seguían los individuos durante la vida y que
lo habrían seguido en el más allá. Se trataba de una comunidad que hacía posible
un sistema de reconocimiento y recompensa tanto horizontal (en el espacio) como
vertical (en el tiempo). Estas fueron los premisas para todo tipo de cálculo indivi-
dualista. Véase Pizzorno (1986).
44 Se puede observar lo inadecuado del uso de categorías como “religioso” o “eco-

nómico” para la definición de decisiones vinculadas con el “largo periodo”, o bien,


relativas a la formación o preservación de una durable identidad colectiva, y al
mismo tiempo, individual. Eran decisiones que “extrapolaban una pequeña porción
en el mundo de la mutabilidad ausente de sentido, para hacer una copia de la eter-
nidad” (Southern, 1970: 28). O simplemente para confirmar la existencia de una
colectividad durable capaz de asegurar a sus miembros una continua identifica-
ción: “aquel reforzamiento de la cohesión de la comunidad —familias carnales,
familias artificiales, religiosas o confraternas—, aquella extensión después de la
muerte de solidaridades eficaces” (Le Goff, 1981: 24).

162
enemigos, enemigos que en cualquier caso tendré el derecho de ma-
tar, enemigos de vida y muerte, posee un poder profundamente pene-
trante. No hay duda de que en el mundo contemporáneo sea el Esta-
do el que tenga un poder y una autoridad similares. Incluso, pode-
mos fechar el nacimiento del Estado moderno en el momento en el
cual conquista y monopoliza esta autoridad. Pero desde que la socie-
dad cristiana existe como una unidad que era más amplia y más
comprensiva de los pueblos, las naciones y comunidades que la
componían, los enemigos “legítimos” eran solamente los infieles y
quizá los heréticos, es decir, aquellos que rechazaban compartir la
misma definición de los fines últimos. Existieron guerras y masacres
entre cristianos, pero ello no era legítimo: un soldado que asesinaba
enemigos en batallas que no estaban dirigidas contra los infieles, es-
taba obligado a hacer penitencia.45 Se puede decir que como la igle-
sia se ocupaba de la definición de los fines últimos, así también se
ocupaba de la definición de los confines últimos. Y estos no eran
territoriales, sino espirituales. En donde fuese que vivieran, los infie-
les o los paganos, apenas eran convertidos individual o colectiva-
mente, se integraban en la sociedad cristiana. Esta ha sido la función
esencial y de largo respiro de la iglesia en la formación de la civili-
zación occidental: ofrecer un conjunto de símbolos de una identidad
común que hiciera posible el establecimiento de quien era parte de la
comunidad y quien estaba excluido, con independencia de sus oríge-
nes culturales; y seleccionar a quién pedía formar parte de ello.
Mediante procesos de exclusión individual o de grupo eran

45 “En el 913 los obispos audaces impusieron una penitencia de tres años a todo
aquel que hubiese estado presente en la batalla de Soissons […] De igual modo,
después de la Batalla de Hastings, los obispos normandos impusieron un año de
penitencia por cada asesinato perpetrado por cada miembro del ejército victorio-
so” (Southern, 1970: 226). Naturalmente, posiciones duras análogas eran ficticias.
Después el sistema de sustitución que permitía a los pecadores redimir los delitos a
través de la limosna, o engañando a otras personas para obligarlas a la penitencia,
el resultado real no consistió en costos espirituales para el pecador, sino en benefi-
cios materiales para la iglesia. Sin embargo, el valor simbólico del reforzamiento
de la jurisdicción supra-territorial de la iglesia y de la subordinación de las fideli-
dades territoriales o personales permaneció intacto. Considérese además que los
obispos normandos impusieron la penitencia a los soldados del ejército que ellos

163
definidos los confines relativos a los heréticos o a los excomulgados.
Aquellos constituían los “enemigos internos”. En este caso, el con-
trol de la definición de los confines se relacionaba con el control de
los juicios y de las penas, dado que a la larga la esencia del castigo
consistía en formas de exclusión del cuerpo colectivo (la muerte era
obviamente una de estas, la excomunión era otra, la infamia una
forma más ligera y temporal, etcétera).
Estos cuatro componentes de lo que ha sido tradicionalmente
llamado poder “espiritual” parece que actúan en parte a través de la
rutina (como los controles del saber y de la formación de las normas)
y en parte a través de momentos o casos individuales excepcionales
(como en el caso del control de la devoción y la definición de los
enemigos). Sobre otro ámbito, los controles de las normas y la defi-
nición de los enemigos aparecen como volcados (ambos) al mante-
nimiento de los confines de la colectividad: de los confines interiores
o culturales, contra la disgregación a causa de comportamientos des-
viados; de los confines externos, contra los invasores. Por su parte,
saber y devoción son la base para un rebasamiento de los confines;
estos crean espacio mediante formas de compromiso ilimitado.

El poder ritual del débil


Los tipos de control hasta aquí descritos tienen un aspecto en
común: asumen que la colectividad es una entidad unificada. Parece
que niegan la presencia de diferencias y divisiones. Ahora conside-
remos la extraña presencia de la figura del eclesiástico en una cere-
monia de legitimación de la autoridad de un poderoso guerrero. Con
relación a su rol, se trata de una persona ajena al poder mundano,
excluida del uso de la fuerza; sin embargo, parece que es una figura
indispensable cuando se observa que el poder es reconocido y acep-
tado por la colectividad. Se podría decir que es algo inexplicable si
no fuese tan común en cualquier sociedad histórica. La necesidad de
la presencia de componentes de la colectividad sin poder, en el acto
donde el poder recibe reconocimiento y se vuelve “autoridad”, ha

(y el Papa) habían favorecido.

164
sido llamado, con una fórmula sintética, el poder ritual del débil. Es-
te puede tomar la forma del derribamiento del estatus (el subalterno
se eleva a predominante), de humillación ritual del poderoso (como
en la fórmula servus servorum dei en la consagración del Papa), de
compromisos para servir al débil (como en la vela del caballero me-
dieval), o de otras técnicas parecidas que castiguen al poderoso. En
las sociedades tribales con frecuencia la presencia del débil es dirigi-
da y se encuentra circunscrita a aquello que Van Gennep denomina
“los momentos liminares” de la sociedad, es decir, a los ritos de pa-
saje. Pero con la creciente complejidad en la división social del tra-
bajo, “eso que en la sociedad de transición ‘entre y entre’ determina-
dos estados de la cultura y de la sociedad se ha vuelto aquello mismo
un estado institucionalizado” (Turner, 1969: 107),46 y es la condición
incorporada en la profesión eclesiástica.
De este extraño poder acordado con las clases sin poder de la
sociedad, o por sus representantes, a través del proceso ritual durante
el cual el poder es instituido, se pueden dar dos interpretaciones. Una
es la “interpretación estructural” de naturaleza maquiavélica por la
cual el poder ritual del débil es visto como poco más que una misti-
ficación. Con más precisión, como una astuta técnica de control so-
cial que le facilita al poderoso el gobierno de la sociedad. Por su
misma temporalidad, las fases en las cuales los poderosos son humi-
llados, los estatus derribados, a los que no tienen poder se les da la
experiencia de la autoridad, representan puros desfogues, estados
ilusorios desde los cuales las clases subordinadas regresan mucho
más tolerantes y sumisas a la vida productiva de todos los días.
Cuando es creado un complejo aparato para representar a los que no
tienen poder, los representantes se unen a los verdaderos poderosos

46 La conciencia de representar a aquellos que no tienen poder y de estar por lo


tanto en grado de sostener un estándar ético más alto es clarísima en la concepción
eclesiástica de las funciones separadas en el interior de la comunidad cristiana. De
esa conciencia sigue la idea de que el señor es responsable hacia la entidad en el
largo periodo del pueblo, ya que esta simbolizada e interpretada por la iglesia. Por
consiguiente, la iglesia tienen título para gestionar la autónoma autoridad judicial
que potencialmente está en grado de castigar el delito de un gobernante. Véase
Kern (1970: 97-110).

165
para compartir los beneficios del poder. De este modo la ilusión es
perfecta.
La interpretación alterna puede ser llamada “comunitaria”. En la
base del poder ritual del débil está la necesidad de la comunidad de
verificar periódicamente su unidad. La presencia de aquellos que no
tienen poder en el proceso de formación del poder es la garantía de
la identidad colectiva. En este proceso, las clases débiles y las fuer-
tes se conjugan en una suerte de unión mística. Esta unión no es sólo
momentánea o ilusoria. Más allá de la garantía de unidad, las clases
sin poder poseen algo de relevancia para dar a los poderosos. Estan-
do sin poder y sin éxito, viven en una particular tensión hacia el futu-
ro, donde se podría realizar una suerte de redención que llevaría a
término su miseria y sujeción. Las clases que ya tienen poder y éxito
están menos dispuestas a formas de tensión hacia el futuro. Pero la
colectividad en su conjunto puede tener necesidad, necesitando de
este modo de la particular contribución que en esta dirección están
en grado de otorgar las clases inferiores o sus representantes.47
Las dos interpretaciones no se contradicen necesariamente. Se-
gún el grado de peligro o tranquilidad vividos por la colectividad, la
una o la otra se encontrará más próxima a los hechos. Cuando la co-
lectividad no se encuentra en peligro, el poder ritual del débil no in-
fluirá las jerarquías sociales ordinarias. Cuando la colectividad está
en peligro, el detentador normal del poder tiene mucho que perder
tanto como aquel que normalmente no tiene poder. La solidaridad
generada en los ritos se volverá entonces verdadera incluso en la es-
fera instrumental cotidiana y las situaciones rituales se desarrollarán
espontáneamente en acción colectiva. Por consiguiente, la posición
social relativa de la clase ritual —encargada de los ritos y de los sa-
crificios, y representante también de la parte más débil de la socie-
dad— será valorizada. Su visión, su estilo, sus procedimientos inspi-

47Al menos implícitamente, Tuner se inclina por esta segunda interpretación. Las
observaciones más explícitas sobre la tensión hacia el futuro como característica
de aquellos que no tienen poder o que no alcanzan el éxito pueden ser encontradas
en Weber (bajo la influencia de Nietzsche). Las religiones de la salvación repre-
sentan la solución del problema de la teodicea para las clases sin poder. La tensión
hacia el futuro es una función de la ausencia de poder el presente.

166
rarán el gobierno de la sociedad mucho más de lo que tradicional-
mente sucede. Incluso, este es el momento donde la tensión hacia el
futuro será exigida para superar la situación de incertidumbre. En
otras palabras, la duración en el tiempo de la identidad colectiva es
observada como el auténtico interés común para ambas partes de la
sociedad.
La política trascendental y aquella absoluta son de esta naturale-
za. Renovación o tensión de la identidad colectiva, tensión hacia el
futuro, hacia un cambio radical de la situación, son algunos de sus
ingredientes esenciales.

Enseñanza contra mando


Definir los fines últimos de las actividades sociales, determinar
quiénes deben ser los enemigos de la sociedad, prescribir las normas
de la vida cotidiana e inducir conductas de devoción en los indivi-
duos o circunstancias específicas, recibir poder espiritual a través de
la representación del débil: parece ser la lista de todo aquello que
ayuda al ejercicio del poder. Con una excepción en verdad funda-
mental: la capacidad en el uso de la fuerza. La capacidad de emplear
la fuerza era considerada la auténtica alternativa al poder espiritual.
No es gratuito que el movimiento de la reforma eclesiástica tuvo ori-
gen principalmente en el movimiento por el indulto de Dios (Duby,
1978: 41). Y cuando conquistaron el papado, los reformadores espe-
raban encontrar en la predicación de las cruzadas una manera para
reafirmar el derecho de conferir objetivos espirituales al uso de las
armas.
Esta noción del uso de la fuerza como cosa distinta y específica
nos persigue hasta el día de hoy, cuando por ejemplo, en términos
weberianos, concebimos al Estado como la institución que tiene el
monopolio del uso legítimo de la fuerza; o cuando trazamos una dis-
tinción radical entre consenso y coerción en la relación entre gober-
nantes. Si se consideran simplemente las relaciones entre individuos,
en efecto, existe motivo para distinguir entre aquellos que obligan a
otro a hacer algo, con el uso de los músculos o la amenaza de las ar-
mas, y aquel que induce a otro a hacer lo mismo a través del uso de

167
recursos que son definibles como “espirituales”, con independencia
de cuáles sean en concreto. De este segundo tipo de individuo diría-
mos que controla íntimamente la voluntad de los otros. Pero si se
considera el uso de la fuerza en términos políticos o militares, cuan-
do es implícita la acción colectivamente organizada, entonces esta
distinción es mucho menos clara. El mismo Weber observaba cómo
organizaciones y acciones militares fueron posibles por tipos de re-
laciones sociales muy cercanas a formas de devoción religiosa. Y
resulta necesario poner atención por lo menos a la circunstancia
inevitable que, al ordenar el uso de la fuerza, la fuerza no pueda ser
usada. Otra cosa debe ser puesta en acción.
El hecho es que esta venerable dicotomía de las formas de con-
trol esconde dos dimensiones completamente diversas. Con relación
a la primera dimensión, la dicotomía alude a los modos de usar el
control en el tiempo y con amplitud. Espiritual es aquel control que
exige tiempo para producir sus consecuencias. Consideremos su
forma más típica, la enseñanza (la función de enseñanza distingue
todas las clases sacerdotales en las religiones tradicionales), en con-
frontación con el mando, la relación más típica de control, premisa
del uso de la fuerza. La enseñanza actúa en el largo periodo y en una
generalidad de situaciones. El mando tiene consecuencias inmedia-
tas. A pesar de que su ejecución sea diferida, el contenido de lo que
debe ser hecho está definido específicamente por el mandato mismo
(según la fórmula escolástica, a la espada temporal competía el usus
immediatus). Además, la jurisdicción inherente a las dos formas de
control tiene diferentes tipos de límites. La enseñanza en la medida
en que implica conversión y proselitismo o, de alguna manera, modi-
ficación de las identidades, no tiene confines predeterminados que
pongan límites al mensaje, procede sin horizontes fijos, su auditorio
no puede ser jurisdiccionalmente definido. El mando, en cambio,
está caracterizado por un contenido específico y por confines prede-
terminados. Quién debe obedecer está establecido de antemano. Fue-
ra de la jurisdicción del mando se encuentran sólo los enemigos (ex-
ternos o internos, infieles, criminales, heréticos, etcétera), a los cua-
les está dirigido el uso de la fuerza.

168
Si con relación a la primera dimensión la distinción estaba basa-
da sobre las modalidades de convencimiento entre individuos y gru-
pos, con relación a la segunda, la distinción se refiere a las razones
de obedecer un mandato. En este caso, la alternativa esencial es entre
obedecer a un mandamiento porque emana de un determinado cargo
o, en cambio, porque es expresión del individuo, donde quien recibe
la orden está ligado personalmente en virtud de especiales vínculos
(en general, de consanguineidad). El primer principio había surgido
en la comunidad cosmopolita del Imperio romano y fue adoptado por
la organización eclesiástica de una religión que se proclamaba “cató-
lica”, o bien mundial y dirigida a reunir hombres de cualquier raza.
El segundo fue constituido por las naciones germánicas que estaban
ocupando el Imperio, y está presente en criterios políticos de identi-
dad duraderos, como la “dinastía”, “parentela”, “pueblo”, “raza”,
etcétera. Cuando las naciones germánicas se difundieron sobre am-
plios territorios, el principio de consanguineidad no pudo mantener
su centralidad precedente. Las relaciones de dominio estaban basa-
das principalmente en pactos de lealtad personal. En contra la supe-
rioridad de la lealtad personal, cuando aún tenían suficiente autono-
mía para pesar, la iglesia era partidaria abierta de la universalidad, la
impersonalidad, así como de la supra-territorialidad. La autoridad,
para la iglesia, debía ser una “emanación del cargo” (Ullman, 1974:
41).
La distinción central entre razones para obedecer fundadas sobre
el cargo y razones fundadas sobre los individuos ha permanecido por
mucho tiempo en la formación de las identidades políticas en Occi-
dente. Esta no corresponde —ya debería estar claro— a la distinción
“espiritual/temporal”. Ambos principios pertenecen a los asuntos
espirituales. La razón para obedecer basada sobre la concepción de
una durable comunidad de sangre, derivada de comunes (divinos)
antepasados, es tan espiritual como la razón para obedecer basada
sobre la pertenencia a una comunidad salvadora de almas. Sólo se
trata de espiritualidades fundamentalmente diferentes. Por consi-
guiente, están destinadas a chocar.
Es un choque recurrente en el curso de la historia. En las socie-

169
dades tradicionales fue resuelto circunscribiendo las tensiones indi-
viduales hacia la salvación en el ámbito de círculos de aquellos que
renunciaban al mundo. En Occidente se desplegó un curso diferente.
La organización potencialmente centralizada, supra-étnica y supra-
territorial de los funcionarios de la salvación encontró en los dos
principios (que la salvación debía ser individual y que las normas
debían ser aplicadas universalmente) una poderosa arma para la ex-
pansión del control espiritual más allá de cualquier frontera. Aque-
llos que renunciaban al mundo se les abrió la vía para volverse trans-
formadores del mundo. Ni los padres de Cluny, ni los reformadores
gregorianos, incluso, ni los grandes Papas juristas del siglo XIII per-
cibieron claramente este pasaje similar. Pero la original conexión
entre renuncia al mundo y transformación del mundo no se volvió
una extravagancia histórica. Tenía que volverse un tema recurrente
del estilo absoluto de la política y puede ser todavía identificado en
la estructura de la personalidad de algunos protagonistas de ese estilo
político en nuestro tiempo.

Condiciones para una política de la trascendencia


En los tres parágrafos anteriores he intentado mostrar cómo una
particular disociación histórica del poder espiritual de aquel temporal
está en el origen del estilo occidental de la política y de sus manifes-
taciones “absolutas”. Por lo tanto, he intentado definir la naturaleza
de estos dos poderes. En general, la comprensión del significado de
la distinción está dada por descontado. Incluso, aquellos que no
creen en alguna realidad espiritual, o que dan una descripción filosó-
fica y no religiosa, aceptan la idea de que un aparato espiritual pueda
tener poder, sin preguntarse de qué tipo de poder se trata. A lo mu-
cho se hace referencia al significado que los fenómenos religiosos
tienen para nosotros en la actualidad. Esto provoca confusión, pues
dado que la política ya no es aquello que había sido, análogamente la
religión tampoco lo es. Cuando se ocupan de fenómenos similares,
los antropólogos son más cautos. Dado que la distancia cultural entre
ellos y sus objetos es más amplia, su reconstrucción está obligada a
ser más teórica. A ellos les faltan las analogías nominales donde sea

170
posible la asignación o los cánones tradicionales en los que se pueda
confiar. Por lo tanto, están obligados a justificar en modo mucho
más sistemático sus categorías. En modo análogo, he intentado es-
clarecer la naturaleza del poder espiritual considerándolo formado
por cuatro tipos de poder o control: control de la organización de la
consciencia y del saber; de la producción de normas; del impulso a la
devoción y de la definición de los enemigos de la sociedad. Se trata
de formas de actividades y conductas que existen en las sociedades
más disímiles, con independencia de la creencia en alguna realidad
extra-mundana. Además, no forman parte, acaso de manera indirec-
ta, de aquello que hoy consideramos constitutivo de los fenómenos
religiosos. Lo mismo pude decirse del poder ritual del débil, cuya
representación, en nuestro ejemplo, era otra función del aparato ecle-
siástico.
Por lo tanto, la dicotomía “espiritual/temporal” está desvincula-
da de su habitual referencia a la dicotomía “religioso/político”. Ana-
líticamente, la referencia esencial se vuelve: fines “últimos” (o de
largo periodo) contra fines “próximos”. Para el término “temporal”
la alusión está incluida en la raíz lingüística de “provisorio”. Del
mismo modo, para el término “espiritual” la alusión a la dimensión
del tiempo, de la duración (si es eterna o sólo de largo periodo es una
cuestión de medida), ilumina sólo el significado aceptable para los
no creyentes.
La consecuencia de este análisis para nuestra indagación es la de
considerar la política occidental como compuesta, en distintos mo-
dos, por estos dos tipos de poder. Dos visiones generales alrededor
de lo que debería ocuparse el gobierno de la sociedad corresponde
incluso a esta dicotomía de los dos tipos de poder. Según una prime-
ra interpretación, un grupo dominante, en virtud de vínculos y lealta-
des personales, en posesión de medios para el uso de la fuerza, es
concebido como un grupo que impone obediencia al resto de la po-
blación. Según la otra interpretación, un grupo de “maestros”, apa-
rentemente débil respecto al uso de la fuerza, pero inspirado por una
común concepción de los fines de largo periodo de la sociedad y en
posesión de los medios para un control intrínseco de las voluntades

171
individuales, está destinado a operar como guía de la colectividad
hacia una transformación de las condiciones de vida sociales. Estos
dos tipos de poder, y las consecuentes visiones de la política, nor-
malmente coexisten y se complementan. Cuando logran separarse, y
el segundo tipo se vuelve dominante, se tiene la política absoluta.
Entonces, es necesario preguntarse en cuáles circunstancias es pro-
bable que eso se verifique.
El poder de tipo temporal está basado sobre las lealtades perso-
nales y sobre la eficacia e inmediatez de la transmisión de los man-
datos. En situaciones donde los vínculos personales se aflojan y el
mando apoyado en la fuerza está impedido, se vuelve ineficiente o
de lo contrario obstáculo, entonces la acción de la colectividad debe
ser estimulada a través de medios espirituales. En este caso se vuelve
dominante la enseñanza, u otras formas de discurso intelectual, téc-
nicas de devoción, ritos, representaciones, amenazas inminentes para
la identidad común. A tales situaciones pueden conducir, por ejem-
plo, los procesos de rápida movilización social y geográfica. Enton-
ces, las comunidades tradicionales se colapsan y las costumbres se
debilitan o vacían. Se puede afirmar que todo proceso de individua-
lización acecha la contribución de los vínculos jerárquicos persona-
les al orden social. Por otra parte, el colapso de las autoridades cen-
trales, la fragmentación territorial y, en general, el desmembramiento
de los agentes de la fuerza y fracturas en su cadena de mando obsta-
culizan a quien tenía el control de la fuerza en sus intentos por resta-
blecer la subordinación. La jurisdicción del mando se restringe. La
jurisdicción de la autoridad espiritual se expande, proporcionando el
criterio para identificar qué debe hacerse, sobre qué bases y con o
contra quién.
Por consiguiente, el debilitamiento de los vínculos personales o
de otros vínculos sociales inmediatos es una condición necesaria pa-
ra la posibilidad que el aparato espiritual asuma el mando. Para que
posteriormente se desarrolle una política real de trascendencia toda-
vía son necesarias otras condiciones. El ejemplo histórico que pode-
mos referir es la diferencia entre la cristiandad oriental y aquella oc-

172
cidental.48 Si analizamos estas diferencias sobre un plano de tipos
ideales, encontramos en un caso (en el oriental), las siguientes cir-
cunstancias concomitantes; un territorio política (y militarmente)
unificado; escasa importancia de los movimientos de la población;
autocracia imperial (militar) con mando sobre las cuestiones religio-
sas; el emperador como fuente de la ley; el ejercicio de la ley en ma-
nos de los juristas, no en aquellas de los eclesiásticos, y la presencia
de un desarrollado servicio civil, laico, jerárquico; ecumenismo ecle-
siástico (predominio de las asambleas religiosas sobre los titulares de
los cargos eclesiásticos); liturgia comunitaria (participación popular
como parte del ritual); matrimonio de los sacerdotes y su plena per-
tenencia a la comunidad; culto y no las creencias como criterio deci-
sivo para el establecimiento de la ortodoxia; “materialización” de la
liturgia (pan y vino verdaderos, real inmersión en el agua, aceite
verdadero, etcétera), vinculada a la idea de que el espíritu y la mate-
ria no fuesen entidades separadas y opuestas de manifestaciones de
una misma realidad última y que la materia fuese “sede del espíritu”
no menor que aquella del alma del individuo. Finalmente, el factor
más importante, la salvación era un proceso colectivo, no individual;
el pecado representaba la separación de la comunidad y la penitencia
la reconciliación de ella —no una institución para culpas y castigos
individuales— con el sacerdote en las funciones de testigo en vez de
juez.
Considerando la situación occidental, podemos construir un tipo
ideal opuesto a aquel oriental con relación a casi todas las voces. Un
territorio continuamente dividido, escenario de vastos movimientos
de la población; autoridades militares divididas y en lucha entre
ellas; gobierno eclesiástico unificado, autocrático; el Papa como
fuente de la ley; el ejercicio de la ley en manos de la clase eclesiásti-
ca, virtual monopolio de cualquier tipo de saber; una liturgia “espe-

48La idea de considerar la diferencia entre mundo cristiano oriental y aquel occi-
dental como una suerte de “experimento de control” para determinar los factores
que influyen en las relaciones entre iglesia y Estado está contenido implícitamente
en numerosos análisis de este tema. Véase Parker (1955: 66 y ss.); Runcimann
(1955); Zernow (1942). En este artículo, persigo un interés ligeramente distinto al
de estos autores.

173
cializada” (si se permite el término) en vez que comunitaria, alta-
mente simbólica, descarnada (ablución parcial en vez de la inmer-
sión, pan sin levadura, etcétera); el alma del individuo, no los objetos
materiales, como depositaria de la espiritualidad; los sacerdotes so-
metidos a un grado elevado de ascetismo sexual con relación al resto
de la humanidad; el contenido de la creencia más importante de la
modalidad de culto; la salvación considerada como conquista indivi-
dual; la penitencia vista como expiación de un pecado que expresa el
fracaso de un individuo, mientras el sacerdote se ubica como juez en
vez de que sea un simple testigo.
Es por esta última serie de circunstancias que quizá comenzó una
política de la trascendencia. Aquí el peso mundano del pasado y de
las tradiciones de la comunidad es mucho menos determinante. La
nueva espiritualidad, el espíritu de reforma, son tomados más seria-
mente. Alcanzar un deseado estado futuro del mundo cristiano no
parece imposible.49
Obviamente sería engañoso, incluso extravagante, concebir
cualquier rasgo de los dos tipos ideales, apenas descritos, como co-
nectados coherentemente o derivados de un mismo factor. Por ello,
vale la pena considerar por lo menos dos hipótesis. Un incremento
en la autonomía del aparato espiritual parece proceder paralelamente

49 Se podría pensar que en términos de condiciones ambientales, Roma debía mos-


trar características más cercanas al tipo oriental y no al occidental. Y esto fue cier-
to. Pero el movimiento de Reforma, Hildebrando y la mayor parte de sus seguido-
res tenían sus raíces en las regiones germanas (o francas) de la cristiandad. La or-
ganización de la iglesia, su ideología y su relación con el ambiente fueron exacta-
mente aquello que la descripción del tipo ideal se esperaba que fuera. La circuns-
tancia fundamental es con mucha probabilidad la que ha sido descrita, para los dos
siglos sucesivos, por Robert Brentano (1968) en su análisis comparado de la igle-
sia en Inglaterra e Italia. En Italia (no diferente de Bizancio) la iglesia no era mo-
nopólica y no estaba aislada en sus funciones intelectuales. Notarios, abogados se
encontraban en todos los sitios en acción y los laicos formaban parte de la admi-
nistración eclesiástica. En resumidas cuentas, ningún claro confín de tipo “gótico”
separaba a la iglesia de la sociedad. En Inglaterra el aparato eclesiástico, que mo-
nopolizaba la enseñanza y la escritura, estaba constituido por una organización
claramente diferente, con un conjunto específico de funciones, y éstas estaban
subordinadas a la función central del cuidado pastoral. Era una especie de corpora-
ción, una empresa para la enseñanza y la guía hacia una sociedad mejor. El triunfo
de la espiritualidad fue la auténtica ideología inspiradora.

174
a un incremento de la individualización de la sociedad. Además, la
autonomía e la autoridad del aparato espiritual parecen desarrollarse
fuertemente durante periodos de fragmentación territorial. Tomemos
estas dos hipótesis a continuación.
a) Un proceso de individualización de la sociedad aumenta las
ocasiones y las ambiciones de un aparato de “especialistas del ámbi-
to espiritual”. La guía espiritual puede ser ejercida directamente so-
bre el individuo, con independencia de las prescripciones de su rol
que recibe por su posición en la sociedad. Así, las pretensiones de la
jerarquía eclesiástica estaban basadas sobre su derecho a controlar
las almas de los miembros de la sociedad cristiana, entre las cuales
estaban naturalmente incluidas la del rey y las de los emperadores.
Almas de hombres poderosos, almas de soberanos, pero en cualquier
caso almas, pertenecientes a la jurisdicción de lo espiritual. La base
de la distinción entre oficio (rol) y persona se vuelve fundamental
para la instauración de una jurisdicción espiritual, autónoma de los
otros poderes “sociales” como de otras áreas especializadas de la vi-
da social. Un tipo completamente nuevo de relación social ha sido
introducido: la relación de la organización eclesiástica —como orga-
nización especializada en recursos espirituales— con las personas en
cuanto tales, no en la medida de que sean titulares de roles. La nueva
forma de penitencia (castigada por el Concilio de Letrán de 1215,
pero claramente emergente en el mismo periodo de la revolución
eclesiástica), con su relación directa entre sacerdote y pecador, con
el arrepentimiento interior (fundado en sentimientos de culpa indivi-
duales) en sustitución del proceso de reconciliación comunitaria, de-
be ser entendida como una de las más sorprendentes manifestaciones
de esta relación directa, no mediada, entre individuo como tal (es
decir, no a partir de sus capacidades sociales) y la oferta de servicios
espirituales por parte de la organización eclesiástica. La penitencia,
unida al mismo tiempo a la difundida idea del Purgatorio y de aque-
lla de un destino futuro para el alma del individuo, medible y “nego-
ciable”, muestra además el doble significado de este nuevo objeto de

175
función especializada.50 En virtud de un control directo y personal
del alma del individuo, la clase eclesiástica penetrará en el proceso
de determinación de lo que debe ser hecho por cada individuo para
moverse hacia sus fines últimos. Los fines últimos son más impor-
tantes de los próximos. Su consecuencia es la superioridad de la fun-
ción eclesiástica. Pero la pareja en cuyo ámbito se determina la di-
rección hacia los fines últimos tiene dos orillas. Uno es el sacerdote,
y el otro es el individuo. En este proceso el individuo es ayudado
para que se vuelva autónomo de los vínculos sociales inmediatos y
de la prescripción del rol. El camino queda abierto para una amplia
autonomía de la inicialmente anticipada.
b) La segunda hipótesis indica que la fuerza del aparato espiri-
tual crece en el caso de fragmentación territorial. Cuando los confi-
nes político-militares operan para una población interna, el “otro te-
rritorial”, el enemigo militar, coincidirá con el infiel religioso. La
clase militar y la eclesiástica constituirán la realidad social en modo
unitario. Los símbolos religiosos son necesarios como puro expe-
diente auxiliar para reforzar una identidad colectivas, bien definida
por los confines territoriales o culturales. El cesarismo papista —en

50 La nueva forma e institucionalización de la práctica de la penitencia es central


para la comprensión del proceso de cambio social; en particular el cambio de la
posición del clero en la sociedad. Es una expresión y un instrumento de la transfe-
rencia del control sobre los individuos de las técnicas de la vergüenza hacia aque-
llas de la culpa. Institucionalizada la idea de la moralidad como intención y volun-
tad, lejana de la moralidad como conformidad con las costumbres sociales —que
Abelardo es el primero en introducir en el pensamiento filosófico. Finalmente,
ayuda a separar la idea del pecado de aquella del delito, remitiendo a una función
comparable a la de la institucionalización de los sistemas legales. Véase Hepworth
y Tuner (1982); Vogel (1969); Berman (1983: 172-173).
El elemento de cálculo ya estaba presente en la confesión pre-auricular, la llamada
confesión irlandesa, difusa entre los siglos VII y XI, basada en un específico tribu-
to para cada categoría de pecado. Sin embargo, sólo la elaboración de la idea del
Purgatorio involucró en el cálculo a toda la identidad de largo periodo del indivi-
duo (Le Goff, 1981; Chiffoleaum 1980).
Naturalmente, no se debe olvidar que la institucionalización de la penitencia fue
también considerada como una importante arma en la lucha contra los heréticos.
No obstante, esta circunstancia refuerza la anterior interpretación del significado
general del nuevo fenómeno. En contra de los movimientos colectivos que amena-
zaban la lealtad del individuo hacia la colectividad oficial, la iglesia usó una técni-
ca de individualización.

176
el sentido amplio de una autoridad militar que ejerce el mando sobre
el aparato espiritual— es la consecuencia institucional lógica de todo
ello.51
Sin embargo, en el caso opuesto —como en la cristiandad occi-
dental— cuando una población que profesa una única religión está
dividida entre numerosas autoridades militares, y los posibles
enemigos de las guerras temporales no coinciden con el infiel de
siempre, entonces el aparato espiritual tiene una tarea difícil y con-
trovertida, pero excitante.52 De la potencialidad de esta tarea pueden

51 Hay que subrayar que esta interpretación de los motivos del cesarismo papista
difiere de la weberiana. De hecho, Weber (1978: 1161 y ss.) se limita a describir el
cesarismo papista y observa cómo su emergencia es mucho más probable cuando
la religiosidad está basada en el carisma mágico del sacerdote y no en el aparato
burocratizado y racional en posesión de un sistema doctrinario propio; menos
probable cuando la religiosidad está basada sobre una ética de la salvación. Pero
esta relación es o una tautología (que necesita de numerosas y ulteriores califica-
ciones si se debe incluir la cristiandad ortodoxa oriental entre las religiones buro-
cratizadas, no doctrinarias) o subraya simplemente el hecho de que la religión de la
salvación tiende a expandirse más allá de las fronteras políticas, comprendiendo
poblaciones que pertenecen a diferentes unidades políticas. Este último hecho es el
que tiene que ser visto como factor que hace improbable el cesarismo papista.
Al mismo tiempo, hay que observar que el cesarismo papista tiene una tendencia a
restablecerse gracias al interés que toda autoridad política muestra para controlar
el aparato espiritual imponiendo confines políticos a la identidad religiosa, de fac-
to, si no en modo doctrinario (el galicanismo y el anglicanismo expresan procesos
de esta naturaleza, con diferentes intensidades).
52 Sería interesante verificar esta hipótesis a la luz de un cuadro mucho más amplio

de casos comparados. Brevemente la hipótesis sería que la coincidencia o no de las


fronteras religiosas y militares tienen un impacto sobre el poder relativo al aparato
religioso. Se deberá considerar, por ejemplo, el caso de la completa subordinación
del sintoísmo en Japón, donde las fronteras de la comunidad militar y de la religio-
sa coinciden exactamente por largo tiempo. (¿Se trata del caso más duradero de
religión política “tradicional” o más bien de una invención ingeniosa puesta en
acción por los Meiji cuando era necesario?). Por otro lado, el caso del islam bajo el
califato. Aquí la subordinación de los especialistas religiosos, si bien con una au-
tonomía peculiar, tiene que vérselas con una situación en la cual los confines de la
comunidad militar eran mucho más amplios que los confines de aquella religiosa.
Es decir, numerosas religiones coexistían en el interior de una misma colectividad
política. Esto explica lo que para la época era una excepcional tolerancia religiosa
de estos regímenes. Otros casos tendrían también que ser considerados.
En la cristiandad el aparato eclesiástico siempre ha gozado de una cierta libertas y
jamás estuvo subordinado al aparato militar y administrativo. Ni antes de Hilde-
brando la iglesia intentó conquistar una superioridad hierocrática. Incluso con Ge-

177
surgir los proyectos de una política de la trascendencia, la cual inten-
tará resolver la intrínseca contradicción entre la identidad espiritual y
aquella territorial, sujetando la segunda a la primera. El alcance y la
caída de este intento, en Occidente, toma lugar en la fundación del
Estado moderno sobre el principio de la contigüidad territorial. Esto
importó una serie de consecuencias.
La primera fue aquella apenas indicada. Si una sociedad está te-
rritorialmente definida, falta la necesidad de una clase espiritual que
determine la identidad de quién debe ser el enemigo. Una interacción
con estos, entonces, no será entendida como manifestación de anta-
gonismos espirituales, por ello no negociables. La coexistencia y un
sistema internacional de Estados independientes se vuelven posibles
y la política comprenderá también la política exterior.
La segunda consecuencia deriva de la naturaleza particular del
vínculo social territorial. Este se encuentra dividido por un vínculo
asociativo, dado que el individuo contrae un vínculo de este tipo en
virtud de una elección voluntaria, mientras no es así, si acaso excep-
cionalmente, en el caso del vínculo territorial. Es distinto del vínculo
de parentela, que no sólo predetermina la pertenencia sino también
su ordenamiento jerárquico. Y es distinto del vínculo religioso, don-
de la pertenencia es opcional y no predeterminada, al menos en prin-
cipio, pero el ordenamiento jerárquico, en la medida en que es de
origen divino, está predeterminado. Por lo tanto, el vínculo territorial
se contrapone a aquel religioso según dos dimensiones: el individuo
nace en su interior, pero no le es señalado ningún otro vínculo, ya

lasio —el momento doctrinario más alto de las aspiraciones eclesiásticas— la igle-
sia reconoció claramente la plena potestas del emperador, y su confirmación vigo-
rosa dependía de la superioridad del Papa en materia espiritual. Sin embargo, en el
curso de la historia, existieron variaciones en el poder relativo al aparato eclesiás-
tico. Se puede decir que existieron momentos “gelasianos” (próximos a la hiero-
cracia) y momentos “constantinianos” o “carolingios” u “otoniano” (próximos al
cesarismo papista). En un examen rápido, encontramos que los primeros tienen
lugar en periodos de fragmentación territorial del mundo cristiano; los segundos en
un periodo de unificación. La confirmación de esta hipótesis constituirá una con-
tribución dirigida hacia la reconciliación de las visiones divergentes sobre la natu-
raleza de las relaciones entre iglesia y Estado en la cristiandad católica. Véase
Tierney (1964: 3 y ss.).

178
que la estructura social, como en el caso de las asociaciones volunta-
rias, no tiene ninguna forma pre-ordenada.
Consideremos que estos cuatro tipos de vínculo cubran las princi-
pales posibilidades de organización macro-social. El modo bajo el
cual les he clasificado puede ser visualizado en la siguiente tabla:

TIPO DE PERTENENCIA
predeterminado opcional
TIPO DE ORDENA- predeterminado De parentela Religioso
MIENTO JERÁRQUI-
CO
opcional territorial Asociativo

Cuando la identidad territorial se vuelve importante, son mini-


mizados los impedimentos para cualquier tipo de dirección indivi-
dual de la acción —pensemos en las ventajas que tiene el sistema de
mercado en la medida en que se ha desarrollado con base a vínculos
territoriales y no a través de vínculos de parentela o espirituales.
Además, el control social adopta una forma completamente distinta
que en las sociedades precedentes. Los límites territoriales hacen po-
sible definir en términos individuales las condiciones para la obser-
vancia de las normas, con lo que se implica claramente la universali-
dad de su aplicación. En otras palabras, la identidad territorial es una
de las condiciones para el surgimiento del sistema legal moderno.
No hay necesidad de ir más allá con el análisis de nuestro caso.
La elección de referirnos al “momento gregoriano” respondía a la
exigencia de individuar un caso en donde el surgimiento de la políti-
ca de la trascendencia, la movilización de “recursos espirituales” en
la lucha por la autonomía y el poder de un aparato monopólico de los
medios del saber y de aquellos de la salvación, y el posterior intento
de usar este poder para transformar la estructura de las relaciones
sociales, mostrasen del mejor modo sus más nítidos rasgos. Se trata-
ba de la primera aparición de un estilo de la política, peculiar de Oc-
cidente, cuya potencialidad se enraizó en las instituciones políticas
europeas. De este episodio deriva una serie de resultados inespera-
dos, que obviamente no es posible discutir. Nos limitaremos sola-

179
mente a llamar la atención de algunos en el parágrafo final. Pero el
análisis ha producido algunas hipótesis generalizables que ahora sin-
tetizaremos.
Cuando la disolución de la jurisdicción territorial abre el camino
a formas de fragmentación administrativa y militar, y el concepto de
enemigo se disocia de aquel de infiel religioso, es posible esperar la
aparición de una política de la trascendencia, que se dirigirá a con-
servar la identidad supra-territorial para asegurarse que el enemigo
real sea aún el infiel. Es probable que suceda lo mismo cuando las
lealtades tradicionales se debiliten y los miembros de una población
conciban su destino en términos individuales. En donde las relacio-
nes cara a cara, el pequeño grupo o las sociedades locales cesan de
producir normas para la conducta del individuo suficientemente
obligatorias y fácilmente aplicables, los controles consuetudinarios
funcionarán con menor eficacia y los individuos actuarán libremente,
ya que pueden escoger entre distintas alternativas. Una política de la
trascendencia tendría que ofrecer los ingredientes para nuevas moda-
lidades de control. Una es el sistema de normas universalista, que se
ocupa de la definición de los derechos y los deberes del individuo
qua individuo —el derecho moderno surgió para responder a la ne-
cesidad de este tipo de control. La otra es la forma directa de control
del alma del individuo —y aquí los recursos movilizados por la polí-
tica de la trascendencia se dirigen al control de los fines próximos de
la vida cotidiana refiriéndolos a los principios dictados por algún fin
último.
Lo que ha sido llamado política de la trascendencia es un tipo de
política absoluta, que toma forma antes de la constitución del Estado
moderno territorial y cuyos protagonistas pertenecían a una religión
organizada de modo trascendental. Los mismos ingredientes funda-
mentales estarán presentes en los casos de política absoluta más mo-
dernos.

Colapso e ironía
“Como todas las victorias, la victoria de la iglesia en la lucha
por las investiduras tuvo consecuencias imprevisibles. Confirmando

180
su carácter único, separándose claramente de los gobiernos laicos,
involuntariamente la iglesia refinó los conceptos sobre la naturaleza
de la autoridad secular […] El concepto gregoriano de iglesia exige
casi la invención del concepto de Estado […]” (Strayer, 1970: 22).
En efecto, este es uno de los posibles significados del fenómeno en
su generalidad.
El aparato eclesiástico movilizó los recursos sociales que contro-
laba monopólica o semi-monopólicamente, con el objetivo de con-
firmar su superioridad. Esta movilización era necesaria porque las
nuevas formas de lealtad territorial que estaban surgiendo amenaza-
ban con relegarlo a una posición subordinada. Como en periodos
análogos, la fragmentación territorial de las autoridades temporales
cristianas estimuló proyectos de centralización y superioridad ecle-
siástica. Como en otros casos, cuando un actor social se encuentra en
posición de debilidad con relación a otros que compiten con él, para
compensar su inferioridad tendrá que buscar, en la medida de sus
posibilidades, la forma de agrandarse. Un modo de expansión es
aquel de la producción de racionalizaciones ideológicas de su papel.
Quizá la proposición de diseños de sociedad futuras en las cuales su
papel será exaltado, pero que se vuelvan también deseables para
otros grupos y categorías sociales. De este modo logrará aleados. Sin
embargo, puede suceder que este nuevo diseño social conduzca a la
movilización de fuerzas sociales que, en esta nueva valorización de
ellos, encuentren razones para la acción autónoma. Estas —y los ac-
tores que las representan— terminarán haciéndose del control de los
recursos originalmente movilizados para los fines de los reformado-
res. Esto es lo que sucede con la revolución eclesiástica. Los recur-
sos sociales movilizados por la iglesia para su proyecto fueron uno a
uno sustraídos de su control. Ilustraré brevemente este fenómeno re-
corriendo de nuevo lo que sucede con los tipos de recursos que des-
cribí como el componente original del “poder espiritual”.
El saber social era uno de estos y estaba en manos de la iglesia.
En donde hubiera necesidad de saber, se hacía presente una parte del

181
aparato eclesiástico.53 El fervor de los reformadores y la creciente
exigencia de conocimientos especializados en el nivel administrati-
vo, legal y teológico (estos últimos para sortear la amenaza de nue-
vas herejías), condujeron a una gran expansión del saber. Las univer-
sidades, con el nuevo entusiasmo por la escolástica, fueron un pro-
ducto de este proceso de expansión. Durante el siglo XII aumentó
con rapidez el número de las personas cultas. Los documentos escri-
tos se multiplicaron. Miles de jóvenes abarrotaban las escuelas, que
después servían a funcionarios legales o eclesiásticos. “Hacia finales
del siglo XII no había casi ninguna ausencia de clérigos y contado-
res. Hacia finales del siglo XIII existía con probabilidad un exceden-
te de personas en grado de desarrollar este tipo de trabajo” (Strayer,
1970: 24-25; Myers, 1975: 16). Este excedente facilitó el recluta-
miento de intelectuales por parte de las nuevas autoridades seculares.
Incluso, si estos intelectuales vestían el hábito clerical, y una amena-
za de doble fidelidad se prolongó por algunos siglos y no fue com-
pletamente derrotada hasta la época de la Reforma, no obstante se
puede decir que los vínculos del intelectual con la madre iglesia co-
menzaron rápidamente a liberarse.
Cuando un actor social que cubre una posición particular en las
funciones intelectuales de la sociedad entra en conflicto con otras
agencias sociales, desarrolla una ideología que lo ayuda a definir y a
justificar sus objetivos y a coordinar su acción. Para este fin son ne-
cesarias las fuerzas intelectuales. El estatus de los intelectuales es
valorizado y su número crece. De este modo, éstos son localizables
en cantidad mayor sobre el mercado, y en las mas divergentes for-
mas y condiciones. Por ello, están listos para servir a otros grupos y

53 “Las nuevas técnicas de gobierno dependían cada vez más del saber especializa-
do, y esto aumentó la importancia de aquellos que estaban dotados de preparación
intelectual para ofrecer este producto. Sucede que el largo proceso a través del cual
los laicos abandonaron cualquier pretensión de participar en una preparación esco-
lástica que fuese más allá de un nivel elemental, virtualmente se completó hacia
finales del siglo XI —en el momento en donde la importancia práctica de una pre-
paración escolástica avanzada se manifestó por vez primera en Europa medieval.
Esto le dio al clero un monopolio de todas las disciplinas que no sólo determina-
ban la estructura teorética de la sociedad, sino proveían también instrumentos de
gobierno” (Southern, 1970: 38).

182
proyectos, y para proponer nuevas y diversas ideologías. Esta es la
situación que se vuelve predominante en Occidente y que puede ser
considerada una premisa de la política absoluta, ya que los intelec-
tuales son necesarios para proponer y presentar los proyectos que la
sustancian.
El “control de las normas” es otro de los recursos que compone
el poder espiritual. Uso este termino genérico para referirme a la
producción de normas, a su aplicación, juicio, conciliación, etcétera.
En una sociedad dominada por el derecho consuetudinario, la parti-
cipación de agencias normativas era raro; pero si había una agencia
que participaba, esta era la iglesia. Cuando la iglesia intentó una sis-
tematización del mundo normativo, pretendía reforzar y sancionar
este monopolio. Y su ideología fue dispuesta para perseguir este fin.
“La teología de la Revolución papal fue una teología del juicio […]
Esta teología dotó al sistema eclesiástico, por vez primera, de un
forum externo para el juicio de los crímenes, en oposición al forum
interno del confesionario y del sacramento de la penitencia” (Ber-
man, 1983: 529).
Incluso en este caso las consecuencias resultaron imprevistas.
Cuando fue realizado aquel cuerpo jurídico autónomo y separado
que era el derecho canónico de la iglesia, tendría que haberle seguido
una serie de cuerpos jurídicos seculares igualmente autónomos. De
hecho, la idea de que el gobernante laico debiera ser garante de la
justicia estaba implícito en la nueva concepción eclesiástica del de-
recho (Berman, 1983: 83). A partir del momento en que los gober-
nantes laicos “no compartían más la responsabilidad en la guía y en
el gobierno de la iglesia […] entonces la única justificación de su
existencia se volvía el ejercicio de la justicia” (Strayer, 1970: 23).
Esta concepción correspondía a la realidad del proceso de formación
del Estado. La judicial fue la principal actividad a través de la cual
los gobernantes construyeron una red de alianzas, involucrando a la
población libre de un país en el trabajo de los tribunales, en calidad
de contrapartes o, como sucedió en Inglaterra, de jurados. Este servi-
cio fue contracambiado en términos de deberes fiscales; impuestos y
actividad judicial se volvieron materia constitutiva de los nuevos Es-

183
tados (Strayer, 1970: 28-41). Pero si la ley, gracias a la nueva teolo-
gía, se estaba volviendo una nueva manifestación de lo “sagrado”,
entonces la administración de la ley adquiría características de sacra-
lidad. Este fue el terreno donde pudo crecer la ideología del nuevo
Estado y su potencialidad absoluta. La sacralidad fue transferida a la
autoridad territorial. En efecto, no era lo que tuvieron en mente los
gregorianos.
Esta transferencia se manifestó, por ejemplo, en atribuir “eterni-
dad” (es decir, inmortalidad, inmutabilidad en el tiempo) al cuerpo
político. “El cuerpo político de la soberanía aparece como un retrato
de espíritus santos y ángeles porque, como los ángeles, representa lo
inmutable en el tiempo” (Kantorowicz, 1957: 8). La continuidad en
el tiempo de un objeto, de un “cuerpo”, es el atributo necesario para
el reconocimiento durable de una identidad. En posesión de un cuer-
po político, el Estado territorial podía suceder ahora a la iglesia al
absolver la función de conferir identidad última a sus súbditos, y por
consiguiente volverse “objeto de devoción política y de emoción
semi-religiosa” (Kantorowicz, 1957: 232). Con la transferencia de la
idea del corpus mysticum a la identidad territorial, surge la noción de
madre patria, de patria. La muerte por la identidad territorial —
como es definida por los límites donde viven las leyes de la patria—
se vuelve sacra. Las palabras de los macabeos (3:20): “Nosotros lu-
charemos por nuestras almas y nuestras leyes” predicadas por un
eclesiástico francés en 1302, durante la lucha entre Francia y el pa-
pado, se volvieron un tema central de la propaganda política (Kanto-
rowicz, 1957: 251).54 Las leyes son para el cuerpo político lo que el
alma es para el individuo: espirituales, por tal, eternas, definidoras
de la identidad; así se anuló el principio donde se conminaba peni-
tencia por el asesinato de enemigos territoriales.55

54 La cuestión completa es abordada en el capítulo “Pro patria mori” de Kantoro-


wicz (1957: 232-272).
55 Al contrario, la movilización para una guerra nacional suspendía incluso los

privilegios y la inmunidad del clero territorial. Según Nogaret (como sea, se trata
de una visón insólita): “Si, en defensa de la patria, un hombre asesinaba a su pa-
dre, esto constituía un mérito antes que un crimen” (citado en Kantorowicz, 1957:
250-251). Esto nos da una idea de lo que cambió en la concepción del enemigo

184
Esta naturaleza espiritual eterna del Estado se vuelve un atributo
no sólo de su actividad productora de leyes, sino también de una de
sus actividades aparentemente más materiales, pero cruciales: la tri-
butación. La perennidad y la impersonalidad del fisco fue una condi-
ción para la perennidad e impersonalidad del Estado. La eternidad
del fisco fue incluso comparable, en textos del siglo XIII, a la eterni-
dad del Dios y Cristo (Kantorowicz, 1957: 191).56 ¡Qué elocuente
evidencia de la total transferencia de espiritualidad!
Un aspecto posterior del mismo proceso fue la transferencia del
principio de la impersonalidad del cargo de las instituciones eclesiás-
ticas a aquellas estatales. El primer objeto de esta transferencia fue el
cargo del rey. La estrategia de individualización de la iglesia, orien-
tada al control de las almas de los poderosos con base en una rela-
ción directa, secreta (dentro del confesionario) y por tal “privada”,
produjo efectos indeseables. El alma del individuo se vuelve objeto
del control eclesiástico. No obstante, esto importó la constitución de
un segundo cuerpo, el cual se escapaba a todo control eclesiástico
individual. Se trataba del cuerpo del rey en cuanto rey. Es con esto
que tiene lugar efectivamente la sede de la nueva autoridad territo-
rial. Con ello también fue posible el descubrimiento del surgimiento
de la impersonalidad de los cargos públicos y, por consiguiente, de
la autonomía de una nueva esfera “pública”.57
Controlar las acciones del derecho significaba, para las autori-
dades territoriales, poseer un instrumento para el cambio social. Un
instrumento poderoso. En verdad, la idea de una transformación in-

respecto a la situación descrita en el pie de página 8.


56 Un punto de vista similar se encuentra en Strayer (1970: 26 y ss.). En este caso

es interesante observar una confirmación de la hipótesis que la ideología es nece-


saria sobre todo en condiciones de debilidad. Cuando la sacralidad y por ende la
perennidad, del fisco fue comparada a la sacralidad del cuerpo de Cristo, la estabi-
lidad efectiva del sistema fiscal no se había logrado completamente. En aquel
tiempo, la imposición permanente de los impuestos era un fenómeno raro, tanto
que la continuidad de los ingresos era posible sólo por la periódica convocatoria de
los parlamentos (Maitland, 1963:179 y ss.). La perennidad del Estado y de sus
principales instituciones, fue antes que nada construida ideológicamente (expresa-
da en los términos de una preliminar ideología) y después realizada gradualmente.
57 Esta es la conocida tesis central de Kantorowicz (1957).

185
tencional de la sociedad (la realización de una sociedad “cristiana”)
ya estaba presente en el movimiento gregoriano. El Estado, heredan-
do el control del derecho, heredaba también la potencialidad de
transformar, o aspirar a transformar, la sociedad existente o una parte
de esta, sobre la idea de sociedad buena. Se trataba de una condición
de gobierno nueva y de amplio respiro.
Centralidad de la idea y de las operaciones del derecho en los
orígenes del nuevo Estado territorial, de la idea de la sacralidad y por
consiguiente de la perennidad de un “cuerpo jurídico”, ergo, de un
Estado: no es difícil ver, como todo esto pudiese constituir las pre-
misas (en las instituciones políticas occidentales) de una cierta abso-
lutidad en la idea de qué eran o qué podían ser las actividades dirigi-
das a la administración de la población de un territorio. Sin embargo,
la superioridad del derecho en el orden político medieval produjo
consecuencias ambivalentes. Si este refuerza la mano del adminis-
trador territorial, también permitió la constitución de una autoridad
más alta del Estado. De hecho, la más alta autoridad imaginable. “La
ley había sido concebida para existir con independencia de la volun-
tad de cualquier gobernante, con independencia incluso de la volun-
tad de Dios; Dios mismo obedecía a la ley […] así el rey: está suje-
tado a la ley, si bien no sometido a ningún hombre” (Maitland, 1963:
101, 195; Myers, 1975: 19). La idea de un Rechtsstaat, de un “Esta-
do de derecho, de una norma de derecho, ya está presente, aquí, en
su esencia” (Berman, 1983: 292-294). Considerando este aspecto, la
victoria del Estado territorial estaba lejos de ser completada. Y esto
no a causa de que la iglesia, y por medio de ella un orden normativo
que debía ser esencialmente plural, estaba aún muy enraizada en el
orden político occidental; ni porque otros señores temporales incluso
el rey estuvieran en grado de ejercer poder suficiente para adherirse
con éxito a aquella autoridad superior. La idea de algún derecho
(“natural”) superior abrió la puerta de acceso de un nuevo actor so-
bre la escena donde los propietarios de derechos actuaban siguiendo
intereses identificables y en concordancia con las normas. Este actor
era el individuo; al principio no en cuanto tal, sino en tanto propieta-
rio. De hecho, la propiedad representaba la identidad durable compa-

186
rable a la identidad durable del alma como criterio para el reconoci-
miento de un individuo.
La construcción de un cuerpo jurídico que era superior fue la
base para la introducción de dos nuevos tipos de identidades políti-
cas: aquellas de los Estados territoriales y aquellas de los individuos
en cuanto propietarios. Si las primeras, en un extremo la persecución
de sus intereses, generaban la posibilidad de la política absoluta, las
otras se ubicaban en el otro extremo. Las dos alternativas (la política
absoluta dirigida al modelamiento de la sociedad y la política míni-
ma que deja la estructura del poder así como surge de las conductas
y de los intercambios sociales) estaban presentes en la naturaleza
legal del Estado.
Por eso, fue a través de la transferencia de los otros recursos que
habían formado el poder espiritual, la capacidad de suscitar devoción
colectiva y la función de definir a los enemigos, que se abrió la di-
rección que un Estado debía recorrer para aproximarse a las condi-
ciones de la política absoluta. La iglesia pierde su monopolio del
control de la devoción sobre todo en virtud de la creciente implica-
ción del derecho, tanto en la organización del aparato eclesiástico
como el “curso incesante y mezquino de las cosas y de las causas
legales” derivadas de esta actividad (Southern, 1970: 111). Después
de la revolución gregoriana explotaron los movimientos heréticos en
Occidente. Tuvieron sus altibajos, pero no cesaron jamás, hasta el
agrietamiento de la unidad de la iglesia. Naturalmente, la iglesia lu-
chó en modo astuto o heroico y jamás perdió su capacidad de susci-
tar formas de devoción; lo que perdió fue la posición monopólica.
Quienes se beneficiaron de esto fueron, por una parte, las sectas y el
Estado, por la otra.
Ya hemos visto que la guerra es una gran productora de devo-
ción. Esta última puede ser “personal” o “de grupo” —y en la reali-
dad de la batalla con frecuencia es de esta última naturaleza. Pero
cuando la identidad de las partes en batalla repetidamente es la mis-
ma y está definida territorialmente, la devoción no puede evitar estar
referida de algún modo al Estado. Sobre esta base el Estado desarro-
lló la capacidad de definir los fines últimos de sus ciudadanos. Fue

187
un pequeño avance en la dirección de la emergente tentación de pro-
poner una ideología. Por medio de textos, juramentos, ceremonias,
música o monumentos, todos los Estados occidentales en alguna me-
dida se empeñaron en ello. Algunos en modo más explícito e inten-
so. A la luz del esquema general anterior se puede afirmar que los
Estados más débiles eran aquellos que tenían una mayor necesidad
de una ideología manifiesta. Los Estados más débiles son aquellos
amenazados peligrosamente por enemigos externos o internos o por
la fuerte presencia de un aparato espiritual alterno, además tienen
dificultad para reconquistar aquella autonomía espiritual que el apa-
rato eclesiástico les ha sustraído. Los Estados más fuertes (Francia,
España) lograron esa autonomía haciendo valer la fuerza de sus apa-
ratos burocráticos. Estuvieron en posibilidades de abolir los privile-
gios del orden clerical, la exención fiscal del clero, las inmunidades
legales de la iglesia, en una palabra, la interferencia de una jurisdic-
ción espiritual externa sobre su territorio.58 Los Estados más débiles,
que no podían obtener los mismos resultados valiéndose únicamente
de medios burocrático-políticos, debieron movilizar la devoción de
sus ciudadanos a través de alguna suerte de proyecto espiritual,
transformador. La reforma religiosa podía ser utilizada para este ob-
jetivo, y así fue, volviéndose otro ejemplo de política de la trascen-
dencia. Pero esta vez el aparato espiritual no actuó para sus propios
fines. Cuando, en sus inicios, parecía ubicarse en la guía del movi-
miento, era en los Estados territoriales más débiles. En cualquier lu-
gar donde el autónomo liderazgo espiritual estaba destinado a ceder
rápidamente todo tipo de poder territorial. Durante el periodo en el
cual la identidad de la colectividad política tenía aún necesidad de
ser apuntalada por la presencia de ideas comunes sobre la salvación,
el enemigo político se inclinaba de nuevo a coincidir con aquel reli-

58 Para una clara valoración del estado del conocimiento sobre esta conexión, Cfr.
Skinner (1978: 60), quien lo sintetiza del siguiente modo: “Ahí donde fue posible
llegar a tal concordato, el gobierno involucrado —como en Francia o en España—
mostró la tendencia a permanecer fiel a la iglesia católica durante toda la Reforma.
Pero donde las disputas sobre las anualidades, investiduras y rezos no fueron re-
sueltas —como en Inglaterra, Alemania y Escandinavia— las presiones sobre el
papado continuaron acumulándose”.

188
gioso. Sin embargo, un sistema europeo de potencias territoriales no
puede ser fundado sobre esta coincidencia. Cuando la justificación
religiosa de la guerra y la violencia no fue más tolerable, el principio
territorial pareció monopolizar la producción de las identidades co-
lectivas últimas. Entonces, el momento hobbesiano se perfiló como
respuesta definitiva al momento gregoriano.
Pero la historia tenía que expresarse nuevamente a través de la
ironía. Los Estados que con anterioridad eran menos autónomos se
liberaron de las autoridades supra-territoriales y readquirieron la to-
tal devoción de sus súbditos con la corroborante ayuda de las nuevas
religiones separadas por Roma. Los Estados que no habían adoptado
la política de la trascendencia de la Reforma debieron aun adaptarse
a la presencia sobre su territorio de un antagonista espiritual, o por lo
menos de un aparato alterno de control espiritual, el poder y los pri-
vilegios del cual eran reducidos parcialmente por los pactos. Estos
Estados con frecuencia se encontraban con la necesidad de proponer
en modo explícito e imponer algún programa directo para los fines
de largo periodo y definir para sus súbditos identidades últimas, en-
mascarando así de manera ideológica el vínculo territorial. La políti-
ca absoluta y la ideología formulada por los intelectuales caracteri-
zaban el estilo de los gobiernos y de las oposiciones en los países
donde el aparato de la iglesia mantiene control, al menos parcial, so-
bre el alma de los súbditos.
No menos irónicas fueron las consecuencias del establecimiento
de los vínculos individuales entre el aparato del control espiritual y
las almas de los creyentes. El control de la iglesia sobre la colectivi-
dad, y principalmente sobre sus miembros más poderosos, fue en
efecto reforzado, en el inicio, por la desvinculación del individuo de
sus tradicionales vínculos colectivos. Fidelidad y herencia podían ser
de este modo dirigidas a la iglesia. Pero si la insistencia sobre la con-
tratación individual de los medios de salvación emancipó al indivi-
duo de las estructuras tradicionales, posee también las premisas para
una posterior emancipación. La iglesia se vuelve con rapidez incapaz
de resolver el problema del control social de una sociedad individua-
lista. Una nueva serie de estructuras disciplinarias surge de la misma

189
sociedad civil. Sin embargo, cuando la sociedad civil era débil o in-
suficiente, fue la opción de una política absoluta la que apuntaló la
autodisciplina social y respondió a la exigencia de un control gene-
ral. Ahora bien, que los enemigos fuesen claramente definidos o
simplemente evocados, sólo el Estado territorial podía cumplir esta
operación.
Finalmente, sufrió una inesperada transformación también el
tradicional “poder ritual del débil”: se le puede encontrar en los ri-
tuales representativos de la democracia de masas.
Los ingredientes de la política absoluta han sido presentados
como efecto de la disociación original entre la esfera espiritual y la
temporal. Estas han correspondido, en un determinado momento de
la historia política y religiosa de Occidente, a la esfera de los fines
últimos y de los fines próximos, respectivamente. El proceso de su
disociación no ha sido un proceso de secularización de la política. En
cambio, las cosas fueron de este modo: al inicio, el aparato espiritual
intentó la obtención de la libertad de su dependencia de los sobera-
nos territoriales, en un intento de conquistar una influencia directa
sobre la administración de la sociedad; luego, el aparato territorial
recuperó, en distintos grados y modos, una cierta influencia sobre la
formación de los fines últimos. Esta reapropiación del derecho de
definir los fines últimos es más radical en las naciones débiles que
luchan para superar sus desventajas. Encuentra menos resistencia
cuando una sociedad civil débil es incapaz de proponer identifica-
ciones alternas para la satisfacción de la necesidad de certeza de lar-
go periodo. Análogamente, grupos, clases o movimientos, cuando
son débiles, tienen la necesidad de proponer explícitamente y con
fuerza fines de largo periodo para superar su debilidad. A veces, los
medios de la política absoluta (capacidad de inducir a la devoción,
sacrificio de sí, compromiso de largo periodo, esperanzas o ilusiones
de transformar la realidad) están en las manos de movimientos o
grupos. A veces están en aquellas de Estados u otras colectividades
en posesión del uso de la fuerza. Este último es el caso más amena-
zante.
Traducción de Israel Covarrubias

190
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192
Sobre el concepto de sociedad compleja

GIAN ENRICO RUSCONI*

1. Las reflexiones que siguen son sugeridas por la interrogante


que supone si el concepto de complejidad está en grado de identifi-
car el modo de funcionamiento y la estructura de la sociedad con-
temporánea. Rápidamente aclararemos un posible malentendido. La
temática de la complejidad con su aparato conceptual de la diferen-
ciación funcional, de la división del trabajo, de los procesos de insti-
tucionalización, etcétera, es un bagaje consolidado del análisis socio-
lógico —al nivel de la teoría de sistemas, de las teorías generales de
corte funcionalista y en el ámbito específico del estudio de las orga-
nizaciones. Puede parecer obvio que la sociedad en cuanto tal deba
ser analizada con los instrumentos conceptuales examinados en los
estudios de las organizaciones complejas. Pero sobre esta dirección
se llega rápidamente a la aporía por la cual la complejidad referida a
la totalidad social no es reducible a las características propias de las
organizaciones complejas singulares que la componen. La compleji-
dad, como todo social, pretende ser tratada como un principio consti-
tutivo sui generis. Por lo tanto, la interrogante se dirige hacia la natu-
raleza de los problemas que surgen cuando la complejidad deviene
paradigma, o bien, cuadro conceptual, canon de explicación, punto
de referencia de indicadores y características sustantivas de la socie-
dad contemporánea. O bien, en tanto orden de problemas que pone-
mos en evidencia —en el análisis sustantivo y en la reflexión epis-
temológica— cuando discursivamente hablamos de sociedad “com-
pleja” en asociación o en competición con fórmulas tales como so-
ciedad “post-industrial” o “de capitalismo maduro”.
No haré un resumen de las definiciones dadas en los países del
occidente industrializado. Estas se pueden dividir en dos corrientes.
La primera, está centrada sobre el subsistema productivo-tecnológico
y se inclina alrededor del concepto de “industria”, en todas sus va-

193
riantes y sucesiones hasta llegar a aquellas de sociedad post-
industrial, administrativa, terciaria, científica, tecnológica, tecno-
electrónica, etcétera. La segunda, se concentra sobre las relaciones
económicas de poder y de clase; y se inclina sobre el concepto de
“capitalismo” en sus diversas variantes (tardío, avanzado, organiza-
do, monopolista de Estado, etcétera).
Tanto en la una como en la otra concepción podemos encontrar
los mismos indicadores materiales. Lo que cambia son sus articula-
ciones y la prioridad que se le otorga a un subsistema sobre otro. La
diferencia entre las dos concepciones se instaura sobre el común pos-
tulado de que los elementos calificativos de la sociedad contemporá-
nea deberán ser buscados en los grandes procesos históricos de la
industrialización, en las formas capitalistas de valoración económica,
en la modernización social y política. Naturalmente, cada una de es-
tas expresiones presupone una lectura polémicamente distinta de los
nexos existentes entre los subsistemas económico, político y socio-
cultural. Pero la polémica se alimenta sobre una matriz conceptual
común que ve a las clases sociales y a las tecnologías productivas, a
los movimientos y a las instituciones, a los conflictos de interés y de
las culturas, moverse en un campo abierto a las dinámicas del cam-
bio, del desarrollo. Sólo recientemente, en coincidencia con la larga
crisis de los años setenta del siglo XX, se asistió a un cambio de óp-
tica en los dos enfoques citados. En el centro de estudio de las socie-
dades avanzadas no existe más la dinámica del desarrollo, pero sí la
problemática de su interrupción, o mejor dicho, de los inesperados
efectos disgregadores de la pérdida de la lógica lineal del cambio. A
la corroboración de la creciente inestabilidad e ingobernabilidad de
los sistemas, se llega por senderos paralelos a los modelos de socie-
dades post-industriales y de capitalismo tardío. Los primeros (mode-
los) descubren que “la inseguridad es general, que el papel del go-
bierno es controvertido, los costos por los servicios sociales son into-
lerables, que los programas sociales pasan de una crisis a otra, los
servicios sanitarios no funcionan, etcétera” (así se lee en un estudio

* Profesor emérito de ciencias políticas en la Universidad de Turín, Italia.

194
sobre California, considerada el caso ejemplar de sociedad post-
industrial en el esquema clásico de Daniel Bell).
Con relación a los modelos del capitalismo avanzado, es cono-
cido cómo hacen de la crisis de gestión (en el nivel más profundo de
la crisis de legitimación), la condición del funcionamiento del Estado
capitalista avanzado.
Es en este contexto que regresan los términos de complejo y
complejidad. Diferenciaciones y desarticulaciones en los procesos
productivos, dilatación de los sectores distributivos y de la adminis-
tración, expansión de la intervención estatal, disgregación y multi-
plicación de los grupos sociales, circularidad entre expectativas y
frustraciones colectivas —todo esto llamado sintética y genérica-
mente crecimiento de la complejidad del sistema social—. Esta
complejidad es interpretada como “complicación” y desarticulación
de estructuras y mecanismos de funcionamiento de subsistemas sin-
gulares y de sus relaciones recíprocas, con la puesta en dificultad de
los tradicionales procesos decisionales.
Pero una lectura más rigurosa del incremento de la complejidad
del sistema nos lleva, por medio de la expansión y la diferenciación
cuantitativa de las partes que lo componen, a la redefinición de sus
fronteras interiores y exteriores, a la alteración de los espacios de
acción y decisión de los sujetos (sean actores sociales o institucio-
nes). Así, en la medida de que éstos sujetos están identificados con
su funcionamiento, aparecen alteradas sus mismas identidades, refle-
jando la identidad compleja del sistema. Los polos dentro de los cua-
les va colocado el concepto de sociedad compleja son, por un lado,
la reformulación del problema de las identidades y, por el otro, la
centralidad de la cuestión de la extensión (sistémica), del con-
trol(social) y de la decisión (política).

2. Identidad es un término que siempre regresa más extensa e in-


tensamente en el lenguaje sociológico, sobre todo en la acepción de
las “nuevas identidades colectivas”, que señalan sujetos empíricos
que se forman de frente a comportamientos que rompen los esque-
mas convencionales. Por extensión, la expresión tiende a sustituir las

195
denominaciones tradicionales de clase y grupo, en el momento en
que estas entidades colectivas se presentan sobre el escenario con
tensiones, intenciones, y capacidades de incidencia sobre los equili-
brios existentes. Pensemos en el uso del concepto de identidad colec-
tiva con relación o al margen de la acción obrera de los primeros
años de la década de los setenta.
El concepto de identidad vinculado a la sociedad como un
todo tiene contenidos diferentes. Estos deben comprender aquello
que dice oficialmente de sí un sistema (en cierto sentido la Carta
constitucional es una suerte de identidad de un sistema); los procesos
de socialización y aculturación que conforman la unidad y la inte-
gración social por medio de mecanismos lingüísticos y la tradición
cultural; las proyecciones ideológicas y las expectativas de los gru-
pos sociales que forman parte del sistema mismo. La identidad, no
como ideología dominante, sino como un ajuste de ideologías en
disputa —pero sobre todo la forma cultural que surge del modo de
funcionamiento de un sistema—. Por ejemplo, si miramos hacia
atrás en Europa entre 1848 y la Primera Guerra Mundial, es difícil
negar la singular combinación entre ideología dominante, ideologías
minoritarias en disputa y los modos particulares de funcionamiento
en el nivel de la producción económica, control y contención de los
conflictos, procedimientos decisionales —combinación unánime-
mente identificada como burguesa, liberal, industrial—. A un siglo
de distancia sabemos que todo esto ha cambiado irreversiblemente,
sin embargo nos resulta fatigoso esforzarnos para abandonar defini-
ciones como sociedad post-burguesa, post-liberal, post-industrial —
es decir, fórmulas que se limitan a registrar el agotamiento de una
identificación. ¿Estamos ciegos frente al dominio omni-penetrante
del capital que no tiene más necesidad de identificación? O bien,
¿este impasse es la señal de la necesidad de reflexionar sobre la raíz
de la cuestión?, ¿por qué no redefinir la identidad de los sistemas
existentes directamente con el paradigma de la complejidad?
Rápidamente dejemos de lado la propuesta de Luhmann, que
ciertamente tiene el mérito de haber repropuesto el tema de la com-
plejidad con una perspicacia desconocida en las teorías de los siste-

196
mas y en los funcionalismos, pero ha creado una figura casi trascen-
dental en la cual desaparece cada unión histórica y sociológica. Para
Luhmann, no existen más los sujetos ni los fines particulares, no hay
objetos determinantes ni límites específicos. O mejor dicho: todos
estos pueden ser reintroducidos como cambios de un accionar uni-
versal que es la reducción de la complejidad, junto a su conserva-
ción.
Esta concepción de la complejidad nos interesa sólo si está en
grado de asumir connotaciones sustantivas más precisas con relación
a la estructura de clase, de producción, de poder político en un senti-
do históricamente determinado; se transforma en un punto de soporte
teórico de los análisis sociológicos ya existentes sobre los movi-
mientos colectivos y las acciones institucionales, sobre el compor-
tamiento de clases, partidos, grupos —análisis puntualmente válidos,
pero a menudo viciados por un “realismo ingenuo”, por la actitud de
quién cree que el mundo social desfila como un cortejo bajo su ven-
tana y que basta describir el recorrido o sus incidentes para entender
el sentido.

3. Para comenzar, el concepto de complejidad o de sociedad


compleja (los dos términos son analíticamente distintos, pero utiliza-
bles como sinónimos en esta primera fase del discurso), es incompa-
tible con la idea de un “recorrido” o de una “lógica de desarrollo”
construida sobre la imagen de leyes sociales objetivas, que tienden a
ser descubiertas y llevadas a cabo por actores perspicaces o privile-
giados. No hay lugar para sujetos históricos con S mayúscula, capa-
ces de individuar y perseguir las leyes del movimiento de la socie-
dad. Si de leyes queremos hablar, éstas se determinan con las cons-
tantes del hacer y del rehacer de sujetos empíricos, en una reciproci-
dad de referencias que funde dimensiones cognitivas (identidad) y
dimensiones operativas (acciones). En efecto, no se trata de negar a
la sociedad capitalista industrial una constancia de elementos de
desarrollo o una coherencia de factores que permiten hablar correc-
tamente de su “lógica de desarrollo” —al menos para el pasado—.
Pero dicha lógica aparece hoy retrospectivamente menos determina-

197
da por una dinámica que tiene origen en factores de naturaleza eco-
nómica, y sí de una específica (y cambiante) combinación de deter-
minadas formas de funcionamiento económico con determinadas
formas de organización del consenso/disenso y con otras tantas de-
terminadas formas de la decisión política. Con el pasaje a la etapa
post-industrial y de capitalismo tardío (en la acepción ya señalada)
esta combinación siempre ha jugado más sobre los factores del con-
trol social. En general, el concepto de sociedad compleja no excluye
la idea del desarrollo y mucho menos aquella del cambio. Simple-
mente, las focaliza en una nueva constelación de los factores que co-
nectan integración sistémica con integración social. Aquí esta el pun-
to neurálgico de la sociedad compleja.
Entre integración sistémica e integración social no existe espe-
culación. Integración o capacidad sistémica no quiere decir dirección
o marcha sin crisis de una economía capitalista, a la cual correspon-
dería especulativamente una integración social, entendida como
subordinación socio-cultural a los procesos de valorización del capi-
talismo. Las sociedades complejas del capitalismo avanzado viven
literalmente de disfunciones —viven, por así decirlo, de crisis eco-
nómicas— que lejos de ofrecer una desintegración social, son com-
pensadas por la no correspondencia de la tendencia de la integración
socio-cultural. Es la impugnación de la imagen tradicional de la es-
tructura/superestructura la que puede indicar la relación entre subsis-
tema productivo y subsistema socio-cultural. Cuando, ubicados en
una óptica sistémica, decimos que un subsistema es el “ambiente” de
otro, se señala la irreducible reciprocidad de los procesos de los dos
ámbitos. De aquí, la serie de variantes de sus combinaciones, aunque
también si no son todas las posibles como se desearía por los víncu-
los impuestos por la rigidez de la estratificación social y de la irre-
versibilidad de algunos caracteres históricos de la modernización.
Antes de retomar este punto, recordaré otro concepto tradicional
que sufre hoy una metamorfosis en el uso sociológico convencional
y que espera una revisión crítica: el concepto de contradicción. Per-
dido su estatuto originario en la tradición de pensamiento hegeliana
y marxista, ha devenido sinónimo del conflicto de los intereses so-

198
ciales más dispares. La misma contradicción entre capital y trabajo
agotó, en el lenguaje ordinario, su significación conceptual originaria
para convertirse en prototipo de la conflictividad social.
Sin embargo, la caída en la conceptualización de la palabra con-
tradicción refleja la situación de la sociedad compleja. Ella está llena
de incompatibilidades de intereses entre sujetos o sectores singula-
res, llamados “contradicciones”, sin que alguno de ellos sea determi-
nante. Es una sociedad encarcelada en una espiral de cambios parcia-
les, aniquiladores para los individuos y los grupos, a menudo pro-
fundamente innovadores para subsistemas enteros (si pensamos en
las transformaciones del ethos sexual y familiar). Pero, al mismo
tiempo, es una sociedad habilitada en su propia indefinida subsisten-
cia, en virtud de la capacidad de producir soluciones parciales, y a su
vez generadora de otras soluciones parciales de manera indefinida —
todas debidas a irresolución de las llamadas contradicciones de fon-
do—. Irresolución, indecisión, son —no es gratuito— las connota-
ciones esenciales del fenómeno convencionalmente llamado “crisis”.

4. Veamos cómo esta situación se configura en el subsistema


político. La sociología política de estos años encontró en las catego-
rías de “mercado” o “intercambio”, instrumentos interpretativos efi-
caces para la relación entre acción sindical y cuadro político. Sobre
este terreno renovó los enfoques tradicionales más importantes (pri-
mero aquel del pluralismo), abriendo la problemática del “neo-
corporativismo”.
Si reflexionamos sobre la temática del intercambio político, des-
cubriremos que ella fija con relación a ámbitos de decisión relativa-
mente circunscritos, problemas ya particularizados, en términos más
generales, en la búsqueda de una definición de sociedad compleja.
En efecto, también aquí hay, por una parte, la emergencia y la trans-
formación de las identidades colectivas y, por otro lado, una solución
peculiar —precisamente corporativa— de la cuestión relativa a la
capacidad y control del sistema. Es decir, se tiene la redefinición de
la identidad, tanto de nuevos sujetos sociales emergentes, como de
los contrayentes institucionales del triángulo corporativo (sindicatos-

199
patronato-Estado) en coincidencia con una combinación específica
de integración sistémica e integración social. En este doble proceso
está involucrado directamente cada contrayente. Sabemos cuánto
dependen los términos reales del intercambio político de la estructu-
ra organizativa de los contrayentes. Sabemos, por ejemplo, cuan de-
cisiva es para la determinación de la acción “externa” del sindicato
su modo “interior” de concebir la organización del consenso de base
y viceversa. Dicho en lenguaje sistémico, el problema siempre es
contemporáneamente, aquel del doble límite, externo e interno. El
accionar jamás es comprensible en su intencionalidad, sino en el
juego de las co-determinaciones entre sistema y ambiente. La acción
siempre es coacción, en el sentido literal de un hacer co-activamente
juntos.
Si nos ubicamos en la otra dimensión, aquella de la capacidad y
funcionamiento del sistema, encontramos la cuestión de la legitima-
ción. Existe una viva polémica entre aquellos que ven en la legitima-
ción un factor crítico de las sociedades del capitalismo avanzado y
aquellos que no la ven del todo como un problema. Aquí evito entrar
en la sustancia de un debate, que se origina —entre otras cosas— de
dos concepciones muy diferentes de la legitimación, la primera,
construida sobre el código del procedimiento administrativo, la se-
gunda, sobre el código hermenéutico del diálogo. Restrinjo la óptica
sólo al aspecto político-institucional visible. Las sociedades de capi-
talismo avanzado, envían su instancia de legitimación política al apa-
rato institucional democrático, dotado de segmentos formales y se-
guros, sobre los cuales su descripción se encuentra acorde con los
elogiadores y críticos. Tal aparato tiene su fundamento en el papel
del Estado, al mismo tiempo, garante y contrayente de los procesos
decisionales. La legitimación del Estado democrático no se apoya
tanto sobre sus declaraciones constitucionales, sino sobre los proce-
dimientos decisionales que no deben aparecer prejuzgados y prejuz-
gantes para todos aquellos que tienen acceso al mercado político. Es
decir, la legitimación tiende a perder cualidades sustanciales, para
transformarse en un puro mecanismo de acceso y garantía para suje-
tos parciales, portadores de intereses e identidades parciales, que a su

200
vez están implicados en un crecimiento de articulaciones por reducir
y conservar al mismo tiempo. En concreto, esto quiere decir que las
elecciones (choice), que entre otras cosas jamás se dejan calificar
como puramente económicas o puramente políticas, no pueden tener
fuerza resolutiva, solamente compromiso y contratación.
Para responder a la pregunta sobre si el modelo corporativo repre-
senta el centro direccional de la sociedad compleja, se necesita
afrontar una cuestión preliminar. ¿Cómo se concilia la situación de
complejidad con la permanencia de estructuras de clase, de jerar-
quías sociales y poder, fundadas sobre derechos de propiedad y otros
recursos de influencia? No gastaré muchas palabras para recordar
que la sociedad compleja permanece como sociedad clasista, aunque
si queremos redefinirla con criterios de colocación de los grupos so-
ciales en la producción o con criterios que se dirigen hacia la impo-
sibilidad cotidiana para millones de hombres y mujeres de determi-
nar libremente su propia existencia, a causa de su dependencia eco-
nómica y social. Por otra parte, esta subalternidad no tiene la forma
ni material ni cultural de la proletarización clásica. Las incertidum-
bres de imágenes y de estrategias de las grandes organizaciones
obreras, testimonian que ni siquiera la tradicional “conciencia de cla-
se”, lugar de transparencia e iluminación de intereses legítimos y
generalizables, soporte de un proyecto político global y racional —ni
siquiera esta forma rige la fragmentación y la aglomeración de los
grupos sociales, que llevan consigo la fragmentación y la aglomera-
ción de intereses y pedazos de culturas políticas—. Los tradicionales
indicadores de clase perdieron relevancia como base de referencia
para procesos decisionales eficaces. Cuando se habla de disolución
de las identidades de clase tradicionales, no se registra, por un lado,
simplemente la apertura entre una generalizada conciencia de socia-
bilidad (traducida en demanda universal de garantías sociales), y, por
la otra, la afirmación de intereses particulares organizados. Sobre
todo se constata que el accionar de los sujetos, de las organizaciones
que se reclaman a proyectos y estrategias de clase, producen difícil-
mente comportamientos reactivos, de resistencia, de coacción a elec-
ciones sustancialmente heterónomas. A este propósito, es típico el

201
fenómeno de la conflictividad. Sabemos mucho sobre la fenomeno-
logía de los conflictos; en muchos casos, estamos en grado de mos-
trar la función de variables independientes en la dinámica de la so-
ciedad del capitalismo avanzado. Pero conocemos muy poco los me-
canismos específicos mediante los cuales los conflictos entran posi-
tivamente a formar determinadas salidas decisionales y no otras.

5. El modelo neo-corporativo o corporativista está un paso ade-


lante en este conocimiento. Es difícil, en efecto, sustraerse a la im-
presión que el triángulo sindicatos-patronato-Estado, más allá del
centro de gravedad del subsistema económico, sea también el núcleo
direccional de la sociedad compleja. En algunos casos nacionales, tal
núcleo no se limita a existir al interior del cuadro político-
institucional de la democracia parlamentaria, sino a sostenerlo por
medio de aparatos “consociativos”. En verdad, este último caso que
vale para algunos pequeños países europeos (no obstante haber sido
evocado injustamente —pero con una fuerte sugerencia— para la
situación italiana), particularmente en el caso de las democracias
consociativas, nos lleva a extender el discurso a un nivel distinto de
análisis.
Es evidente lo fatigoso que resulta encontrar un común denomi-
nador que esté en grado de comprender, sin forzar, las experiencias
históricas y concretas de los países a los cuales plausiblemente se
adapta el modelo corporativo. En consecuencia, cambian los caracte-
res de los singulares contrayentes, sus formas de acción y reacción.
Estamos frente a un típico ejemplo de la fragilidad del límite entre
subsistema y sujetos colectivos, donde la formación de las identida-
des se conjuga con el juego de las reglas de funcionamiento del sub-
sistema económico.
El modelo corporativista, que está supeditado a los procesos de-
cisionales (formalizados o no) de los fuertes contrayentes de las rela-
ciones industriales, envía nuevamente y se funda sobre el concepto
de intercambio político. Según este concepto, en una sociedad de
capitalismo avanzado, la lógica de las relaciones industriales es
aquella del “intercambio” entre salario/ocupación (o los bienes de

202
trabajo) y consenso (u otros bienes) de naturaleza francamente polí-
tica.
En realidad, la lógica y los términos de este intercambio no se
explican por sí solos. Toman su fuerza de “afuera” —de las reglas
del juego formalista y garantizado que preexiste y coexiste con la
contratación del trabajo organizado—. Los contrayentes calculan sus
espacios de acciones móviles, porque móviles y reversibles son las
decisiones “democráticas”, no prejuzgadas, y por ende en espera de
una futura y posible reposición. Y esta dinámica no se expande en un
lugar social o político abstracto, sino concretamente en la articula-
ción de los subsistemas de representación política y sindical, con re-
lación a partidos obreros y socialistas concretos e históricos. Si sólo
pensamos en la situación europea (inglesa, alemana, italiana) el cua-
dro de las variantes se nos presenta ilimitado.
Con esto, la individualización del mecanismo corporativista re-
presenta un notable paso adelante respecto a las opiniones genéricas
e intercambiables del “primado” de la economía y/o de la política.
En cada sociedad desarrollada existe un núcleo corporativista: alre-
dedor de él, y alrededor de sus fases de desarrollo, se puede recons-
truir la historia político-social del siglo XX. Sin embargo, ¿cómo se
combinan la relativa uniformidad y la progresiva consolidación de
los mecanismos corporativos con las diferencias de estructura y de
funcionamiento de los variados sistemas políticos?, ¿cómo se expli-
can las pausas político-institucionales que distinguen la historias de
cada país? El caso típico es el de Alemania, ejemplar tanto por la
progresión linear de las etapas del corporativismo, como por las pro-
fundas pausas, incluso traumáticas, de su historia político-social. La
aporía deviene aún más evidente si se piensa que el corporativismo
alemán se ha afirmado, y también, en gran medida, por tales pausas.
En esta ocasión, dejamos de lado el problema específico de la re-
construcción histórico-comparativa (a la Charles Maier); queda co-
mo necesidad una más rigurosa determinación de la calificación de
lo “político” aplicada al concepto de “mercado”.
La fuerza analítica del concepto de mercado político (y de los
modelos corporativos desarrollados sobre él) está en la esencialidad

203
con la cual adquieren una lógica de comportamiento los sujetos en
acción (los contrayentes), los contenidos en cuestión (los bienes de
intercambio). También, su fuerza está en la capacidad de trazar con
claridad sus propios confines y, por lo tanto, delimitarse respecto a
los fenómenos políticos de gran importancia. Pero al mismo tiempo,
envía de nueva cuenta necesariamente a estos, como precondición de
su propio constituirse: la formación de identidades colectivas por
fuera de la lógica de intercambio, la multiplicación de las represen-
taciones sociales y políticas, las transformaciones de las culturas po-
líticas.
Sin embargo, aquello que se gana en reducción de complejidad
del lado “interior” del sistema-mercado político, se traduce en cre-
cimiento de complejidad del lado “exterior”, o bien de su “entrada” o
formación. La estrategia conceptual, basada sobre la categoría del
mercado, muestra sus límites, cuando se busca determinar con preci-
sión las condiciones, las regularidades, las contingencias que presi-
den su constitución en los diversos contextos históricos. En efecto,
no sólo los bienes intercambiados son políticos, también lo son las
reglas mismas del intercambio. Y estas reglas dependen de la calidad
del consenso social, que con ello juega el doble papel de objeto cen-
tral de intercambio y precondición del mismo. Como tal, la calidad
del consenso nos lleva por afuera y más allá el mecanismo del mer-
cado: a sus razones constitutivas. Esto, que puede parecer un círculo
vicioso, es interrumpido por el procedimiento lógico-reductivo del
modelo del mercado. Pero al mismo tiempo, ello no perjudica la de-
finición de los otros elementos de complejidad, descartados por ne-
cesidad de procedimiento. Hagamos un ejemplo: Italia y Alemania
pueden ambas ser leídas como sociedades dotadas de una estructura
corporativa. Pero cualquiera, intuitivamente las colocan a los extre-
mos de una escala ideal de clasificación. Por una parte, tenemos una
estructura corporativa fuerte, manifiesta, institucionalizada entre Es-
tado-patronato-sindicato; del el otro, una estructura débil, denegada,
controvertida. En ambos contextos, tiene lugar el intercambio del
“bien político-consenso” con otros bienes. Pero los contenidos y las
formas de intercambio de tales bienes son prácticamente inconfron-

204
tables por la diversidad del sistema partidario, de las culturas políti-
cas, de las dinámicas de los movimientos sociales, etcétera. Y la ob-
servación se extiende a la figura del Estado que en el modelo corpo-
rativo aparece sólo en modo reducido bajo la forma del aparato insti-
tucional, que a un tiempo es garante y contrayente de las transiciones
socio-políticas. La primera conclusión que podemos sacar es que la
estructura corporativa es un elemento presente, que no puede ser su-
primido, pero no determinante de la sociedad compleja. Sin duda
alguna, las decisiones tomadas esta ocasión son siempre relevantes
para el sistema en su conjunto. Pero las modalidades de decisión y la
medida de su relevancia envían nuevamente hacia afuera del meca-
nismo corporativo en estricto sentido. En otras palabras, existe una
complejidad en ello no reducible, que se articula en modelos signifi-
cativamente alternativos de democracia. Así, en una democracia
consociativa el mecanismo corporativo sustituye y corrige la frag-
mentación de las culturas políticas con bases ético-religiosas. En las
democracias competitivas ello es a un tiempo factor indiscutible de
la capacidad del sistema y lugar de contraste táctico de las fuerzas
políticas. Sin embargo, se necesita distinguir entre democracias
competitivas de tipo inglés o americano de aquellas, por ejemplo,
alemana, en donde la competición está condicionada por las culturas
y experiencias histórico-políticas, que restringen notablemente el
espacio expresivo de lo político. Todavía distinta es la situación de
las democracias altamente conflictivas, donde los criterios, con los
cuales una fuerza organizada y políticamente legitimada va a formar
parte a pleno título del sistema democrático dependiendo de la diná-
mica política misma. La legitimación es un momento de una con-
frontación compleja en la cual están (o aparecen) en juego las reglas
de funcionamiento del sistema mismo.

6. Estas simples señales deberían bastar para dirigir la búsqueda


de la definición de la sociedad compleja, no tanto hacia un sistema
cerrado de constantes y variables, sino hacia un conjunto de situa-
ciones que se prestan a diferentes combinaciones, revocables todas
ellas. En particular, la búsqueda de un “centro” decisional o también

205
de un policentrismo (con la recuperación, más o menos oculta, de los
esquemas pluralistas tradicionales), no debe descartar la hipótesis-
límite de una sociedad compleja porque es “excéntrica”. Una socie-
dad funciona más por elisión o neutralización de contrapoderes, por
interacción y resistencias recíprocas, que por orientaciones unívocas.
Esta hipótesis-límite vale también para la determinación del papel
del Estado (o quizá sólo de nuestro Estado), leído de manera simplis-
ta y condenado en la clave de un nuevo Leviatán. Si buscamos la su-
gerencia de una figura bíblico-hobbesiana para exorcizar nuestro po-
sible futuro, no la encontraremos en el Leviatán sino en Behemoth:
el símbolo del desorden, del conflicto incontrolable e irresuelto, de la
complejidad no dominada.

Traducción de Israel Covarrubias

206
2. HETERODOXIAS

207
Guy Debord: violencia y esperanza en el
último espectáculo

GIORGIO AGAMBEN

Cuando en noviembre de 1967, Guy Debord publica La socie-


dad del espectáculo, la transformación de la política y de toda la vi-
da social en una fantasmagoría espectacular no había aún alcanzado
la figura extrema que se nos ha vuelto perfectamente familiar hoy.
Mucho más notable es la lucidez implacable de su diagnostico.
“El capitalismo en su forma última —así él argumenta, radicali-
zando el análisis marxista del carácter de fetiche de la mercancía, en
aquellos años tontamente rechazado— se presenta como una inmen-
sa acumulación de espectáculos, en los que todo aquello que era di-
rectamente vivido se ha alejado en una representación”.
Sin embargo, el espectáculo no coincide simplemente con la esfe-
ra de las imágenes o con aquello que llamamos hoy media: éste es
“una relación social entre personas, mediado a través de las imáge-
nes”, la expropiación y la alienación de la misma socialidad humana.
O bien, con una fórmula lapidaria: “el espectáculo es el capital a un
tal grado de acumulación que deviene imagen”.
Pero, por ello mismo, el espectáculo no es su pura forma de se-
paración: donde el mundo real se ha transformado en una imagen y
las imágenes devienen reales, la potencia práctica del hombre se ale-
ja de sí misma y se presenta como un mundo a sí. Es en la figura de
este mundo separado y organizado a través de los media, en donde
las formas del Estado y de la economía se compenetran, que la eco-
nomía mercantil accede a un estatuto de soberanía absoluta e irres-
ponsable sobre la vida social.
Después de haber falsificado el conjunto de la producción, ésta
puede ahora manipular la percepción colectiva y aprovecharse de la
memoria y de la comunicación social, para transformarlas en una
única mercancía espectacular, en la que todo puede ser puesto en
discusión, incluido el espectáculo mismo, que, en sí, no dice otra co-

208
sa que: “aquello que aparece es bueno, y aquello que es bueno apa-
rece”.
En mayo de 1988, Debord publicó un Comentario a la sociedad
del espectáculo, que agrega a sus análisis precedentes algunos desa-
rrollos importantes. Si entonces él había distinguido dos formas de
sociedad espectacular: aquella concentrada, que tenía su modelo en
la Rusia estalinista y la Alemania nazista; y aquella difusa, que co-
rrespondía a Estados Unidos y a las democracias occidentales, él
muestra que, en los veinte años sucesivos, se ha estado imponiendo
en escala planetaria un tercer modelo, para el que Italia y Francia
han servido de laboratorio, y que Debord define como el “espectácu-
lo integrado”.
“El espectáculo integrado se manifiesta al mismo tiempo en el
estado concentrado y en el estado difuso y, a partir de esta fructífera
unificación, ha logrado emplear al máximo la una y la otra cualidad.
Sin embargo, su modo de aplicación se ha transformado. Si se consi-
dera el aspecto concentrado, el centro directo ahora ha devenido
oculto: no se sitúa más en ningún líder reconocible, ni en una ideo-
logía clara. Si se considera el aspecto difuso, el influjo del espec-
táculo jamás había determinado a tal punto la casi totalidad de los
comportamientos y los objetos de la producción social.
El sentido último del espectáculo integrado es, de hecho, que éste
se ha integrado en la realidad misma a medida que le hablaba: y que
la reconstruye así como le habla, en modo que ésta no se coloca más
enfrente como si fuera una cosa extraña. Cuando el espectador era
concentrado, la mayor parte de la sociedad periférica se le escapaba:
cuando era difuso, se le escapaba solo una pequeña parte; hoy nada.
El espectáculo se ha mezclado a cualquier realidad, permeándola.
Como era de esperarse en la teoría, la experiencia práctica del cum-
plimiento desenfrenado de la voluntad de la razón mercantil muestra,
rápidamente y sin excepciones, que el devenir-mundo de la falsifica-
ción era también un devenir-falsificación del mundo.
Si se exceptúa una herencia aún consistente, pero destinada a re-
ducirse cada vez más, de libros y edificios antiguos que, por lo de-
más, cada vez son más seleccionados y colocados en perspectiva se-

209
gún la conveniencia del espectáculo, ya no existe nada, en la cultura
y en el mundo, que no se haya transformado y contaminado según
los medios y los intereses de la industria moderna”.
Es difícil, para nosotros que hemos vivido los últimos veinte años
de la historia italiana, no suscribir este análisis. Dado que es cierto
que, como parece sugerir Debord, Italia ha sido el laboratorio en el
que, mientras el terrorismo suministraba el espectáculo de cobertura
que monopolizaba toda la atención, se ha estado probando y llevan-
do a cabo la transición de las democracias occidentales hacia la últi-
ma fase de su desarrollo histórico. Nunca —ni siquiera en los años
cincuenta, cuando los Estados europeos, eliminados el fascismo y el
nazismo, se dieron con celo a proseguir la obra en otra forma— una
masa tan grande de falsificación se ha concentrado en un tiempo tan
breve sobre cualquier aspecto de la vida social.
En el giro de pocos años, ideologías, confesiones religiosas, sin-
dicatos, partidos políticos, periódicos, entre los cuales existían dife-
rencias sensibles y representaban tradiciones opuestas, han acordado,
como siguiendo las instrucciones de un tejido invisible, para repetir
con las mismas palabras el mismo discurso sobre los mismos temas.
Y nunca, en algunos regímenes totalitarios, el discurso público ha
sido tan homogéneo y, en lo esencial, consciente como en Italia de
los últimos años, donde es discurso de todo a condición de no pensar
nada; y nunca, bajo alguna dictadura, los intelectuales, reducidos de
buena gana al rango espectacular de expertos, han sido más rápidos
en su tarea de obtener el consenso y tranquilizar confundiendo las
ideas. Dado que, si el Estado espectacular es el estadio extremo en la
evolución de la forma Estado, hacia el cual, casi empujados por una
fuerza fatal, parecen moverse hoy todos los Estados en el mundo, el
espectáculo, en el sentido restringido de circulación mediática de la
información, sirve para hacer imposible que los problemas decisivos
sean colocados en modo claro y que los ciudadanos dispongan de los
elementos para formarse una opinión no contradictoria sobre sí mis-
mos.
En este sentido, los libros de Debord constituyen una de las po-
cas descripciones de nuestro tiempo a la altura del problema: y, por

210
otro lado, el único análisis que puede comparársele, por rigor y no-
vedad, es aquella que, exactamente cuarenta años antes, Heidegger
había conducido en los parágrafos 25-38 de Ser y Tiempo. Solo que
la dimensión que Heidegger llamaba “impropiedad”, Uneigentli-
chkeit, no convive más simplemente con el ser-propio. Eigentlich,
del hombre pero, hecho autónomo, ha sido sustituido por completo
de éste, haciéndolo imposible.
Así, el “espectáculo” de Debord puede ser aproximado sin mu-
chas reticencias a aquella frase extrema del desarrollo de la técnica
que Heidegger llama Gestell, y de la cual dice es el peligro más
grande y al mismo tiempo el presentimiento de la apropiación última
del hombre.
Si esto es cierto, ¿en qué medida hoy el pensamiento puede recu-
perar la herencia de Debord? Ya que es claro que el espectáculo es el
lenguaje, la misma comunicatividad o el ser lingüístico del hombre.
Esto significa que el análisis marxista va integrado en el sentido de
que el capitalismo —o como se quiera llamar el proceso que domina
hoy la historia mundial— no estaba dirigido solo a la expropiación
de la actividad productiva, sino también y sobre todo a la alienación
del lenguaje mismo, de la misma naturaleza lingüística o comunica-
tiva del hombre, de aquel Logos en el que un fragmento de Heráclito
identifica con el “común”.
La forma extrema de esta expropiación de lo común es el espec-
táculo, es decir, la política que nosotros vivimos. Esto significa in-
cluso que, en el espectáculo, es la misma naturaleza lingüística la
que es volcada. Por ello —justo porque al estar expropiada es la po-
sibilidad misma de un bien común— la violencia del espectáculo es
tan devastadora; pero por esta misma razón, el espectáculo, en el que
se forma la humanidad parece ir al encuentro ciego de su propia des-
trucción, contiene también una extrema posibilidad positiva, que ella
no debe a ningún costo dejar escapar.
En efecto, el Estado espectacular queda, a pesar de todo, un Esta-
do que, como cualquier Estado, se funda, como ha demostrado Ba-
diou, no sobre el lazo social, del cual sería su expresión, sino sobre
su disolución, que prohíbe. En última instancia, el Estado puede re-

211
conocer cualquier reivindicación de identidad, incluso (y la historia
de las relaciones entre Estado y terrorismo en nuestro tiempo es una
elocuente confirmación) aquella de la identidad estatal en su interior.
Pero qué de las singularidades hacen comunidad sin reivindicar una
identidad, qué de los hombre co-pertenecen sin una representable
condición de pertenencia —el ser italianos, obreros, católicos, terro-
ristas—, he aquí lo que el Estado no puede en ningún caso tolerar.
Sin embargo, es el mismo Estado espectacular, en cuanto nulifica
y vacía de contenido toda identidad real, que produce duramente
desde su seno las singularidades que no son más caracterizadas por
alguna identidad social ni por alguna real condición de pertenencia:
son las singularidades auténticamente cualquiera.
Es cierto que la sociedad en la que es posible vivir es también
aquella en la que todas las identidades sociales se han disuelto, en la
que todo aquello por lo que por siglos ha constituido la verdad y la
mentira de las generaciones que se han sucedido sobre la tierra ya ha
perdido cualquier significado. En la pequeña burguesía planetaria, en
la que la forma del espectáculo ha realizado paroxísticamente el pro-
yecto marxista de una sociedad sin clases, las diversas identidades
que han señalado la tragicomedia de la historia universal se encuen-
tran expuestas y recogidas en una fantasmagórica vacuidad.
Por ello, si es lícito avanzar una profecía sobre la política que
viene, esa no será más la lucha por la conquista o el control del Esta-
do por parte de los nuevos y viejos sujetos sociales, sino la lucha en-
tre el Estado y el no-Estado (la humanidad), disyunción incolmable
de las singularidades cualquiera y de la organización estatal.
Esto no tiene nada que ver con la simple reivindicación de lo
social contra el Estado, que ha sido por largo tiempo la motivación
compartida de los movimientos de contestación en nuestro tiempo.
Las singularidades cualquiera en una sociedad espectacular no pue-
den formar una societas, porque no disponen de ningún tipo de iden-
tidad que puedan hacer valer, de algún vínculo social que puedan
reconocer. Tanto más implacable es el contraste con un Estado que
nulifica todos los contenidos reales, pero para el cual un ser que fue-
se radicalmente privado de toda identidad representable sería, a pesar

212
de todas las vacías declaraciones sobre la sacralidad de la vida y los
derechos del hombre, simplemente inexistente.
Esta es la lección que una mirada menos descuidada habría po-
dido extraer de los hechos de Tian An Men. Lo que más impacta, en
efecto, en las manifestaciones de ese mayo chino es la relativa au-
sencia de contenidos determinados y reivindicaciones. Democracia y
libertad son nociones demasiado genéricas para constituir un objeto
real de conflicto, y la sola exigencia concreta, la rehabilitación de Hu
Yao Bang, ha sido rápidamente acogida. Tanto más inexplicable
aparece la violencia de la reacción estatal.
Sin embargo, es probable que la desproporción sea solamente
aparente y que los dirigentes chinos hayan reaccionado, desde su
punto de vista, con perfecta lucidez. En Tian An Men, el Estado se
encontró frente a aquello que no puede ni quiere ser representado y
que, no obstante, se presenta como una comunidad y una vida co-
mún. Y esto independientemente del hecho de que aquellos que se
encontraban sobre la plaza fueran efectivamente conscientes. Que lo
irrepresentable exista y haga comunidad sin presupuestos ni condi-
ciones de pertenencia (como una multiplicidad inconsciente, en los
términos de Cantor), esta es justo la amenaza con la que el Estado no
está dispuesto a llegar a un acuerdo.
La singularidad cualquiera, que quiere apropiarse de la pertenen-
cia misma, de su mismo ser en el lenguaje, y declina por esto toda
identidad y toda condición de pertenencia, es el nuevo protagonista,
no subjetivo ni socialmente consistente, de la política que viene. En
cualquier parte estas singularidades manifestarán pacíficamente su
ser común, existirá una Tian An Men y, antes o después, aparecerán
los carros armados.
Con relación a nosotros, con independencia de que suceda cual-
quier cosa, no podemos más que repetir con Debord las palabras de
Marx a Ruge: “No se puede en verdad decir que yo tenga mucha es-
tima por la época presente; pero si no me desespero por ello, es por
su situación desesperada, que me llena de esperanza”.
Traducción de Israel Covarrubias

213
Miguel Abensour: el mapa del mundo y el
ataúd de la utopía

PATRICE VERMEREN*

¿Han leído a Miguel Abensour? En la filosofía política crítico-


utópica de Miguel Abensour, los conceptos van siempre en pares:
“utopía y democracia”, “democracia salvaje y principio de anarquía”,
“la conversión utópica: la utopía y el despertar”, “utopía: futuro y/o
alteridad”, “los pasajes Blanqui entre melancolía y revolución”, “fi-
losofía política y socialismo”. Pero el uso de la conjunción (y) no
indica la ambigüedad ni la opacidad filosófica de lo político, como
en Merleau-Ponty (Humanismo y terror), ni su transparencia, como
en Kojève (Tiranía y sabiduría). Más bien, se trata de la expresión
del enigma de lo político, entre dominación y emancipación. Otra
singularidad sería el complemento sistemático, a estas categorías de
la tradición política, de un adjetivo calificativo paradójico que seña-
laría la intempestividad: en Abensour la utopía es persistente; el he-
roísmo, revolucionario; la emancipación, auto-emancipación; la de-
mocracia, salvaje o insurgente; y la filosofía política, utópica o utó-
pico-crítica. Ser intempestivo, después de Nietzsche y Françoise
Proust, puede querer decir dos cosas. O pensar y actuar, no contra,
sino a la inversa del propio tiempo. O afrontar el propio tiempo a
contrapelo, por su reverso: cuando la mirada, el pensamiento, la ac-
ción se dirigen hacia el presente con la finalidad de asirlo, no son sus
contemporáneos. Es lo que signa la inactualidad del presente (Proust,
1995; Riba, 2002: 215-224). Es lo que Walter Benjamin traduciría,
según Françoise Proust, como el porvenir considerado, a la vez, co-
mo aquello a lo que el pasado convoca y aquello que convoca al pa-
sado, y lo intempestivo considerado no como una tarea, ni una obli-
gación, sino como una propiedad del tiempo presente. La cuestión se

* Profesor-investigador en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Pa-


rís-VIII, Francia.

214
vuelve entonces la de los efectos que lo intempestivo produce, y la
de los inéditos poderes de resistencia que puede liberar. Horacio
González habla del proceso de liberación de los textos desplegado
por Miguel Abensour, al leer a Leroux o a Tomas Moro, a quienes
ya no se lee, a Marx, Saint Just o Strauss, a quienes ya no habría que
leer, a Clastres, Levinas, Lefort, relegados al estatuto de pensadores
de segundo orden (González, 2006: 29). ¿Cuál es el estatuto filosófi-
co de esta empresa crítico-salvadora de revelación de las potenciali-
dades emancipadoras de los textos, que exige leer un escrito contra sí
mismo, y dar forma al tipo de lector emancipado?
La ambigüedad de la palabra Utopía ha sido pensada por Tomás
Moro, al forjar ese neologismo en 1516: la utopía es o bien el eu-
topos, el lugar del bienestar perfecto, o bien el ou-topos, el lugar que
no existe en ninguna parte, o bien ambos a la vez (Baczko, 1984:
84). Inmediatamente, la palabra designa todo texto que toma por
modelo al del autor del “verdadero libro de oro”, y también comien-
za a calificar todo proyecto de legislación ideal, como la República
de Platón (Diccionario de Trévoux, 1771): utopía se escribe entonces
sin mayúscula y puede emplearse en plural. Desde entonces y por
largo tiempo, el adjetivo utopista proviene de la boca del otro, para
descalificar al soñador, creador de quimeras que no mira de frente la
cartografía de lo real del mundo y se refugia en un imaginario pre-
sentado como realización imposible. Gueudeville, el traductor de
Tomás Moro al francés, escribe en su prefacio a Utopía: “Lo real no
se utopizará jamás”. Bronislaw Baczko también cita a Louis-
Sébastien Mercier, autor de Año dos mil cuatrocientos cuarenta59
(1771): “Ficcionalizar un plan de gobierno en una isla lejana y en un
pueblo imaginario, para el desarrollo de diversas ideas políticas, es
lo que han hecho diversos autores que han escrito, en términos fic-
cionales, a favor de la ciencia que abraza la economía general y la
felicidad de los pueblos”. El Diccionario de la lengua francesa de
Littré (segunda edición, 1873-74) propone estas dos definiciones:
“UTOPIA, s, f.// 1) País imaginario donde todo está regulado por lo

59 Hay traducción al castellano: Año dos mil cuatrocientos cuarenta, México, Insti-

215
mejor, descripto en un libro de Tomás Moro que lleva ese título. Ca-
da soñador imagina su Utopía (con mayúscula). 2) // Figurado. Plan
de gobierno imaginario, donde todo está perfectamente ordenado
para la felicidad de cada uno, y que, en la práctica, produce con fre-
cuencia resultados contrarios a aquello que se esperaba (con minús-
cula). Crearse una utopía. Vanas utopías. /Proyecto imaginario”. Que
el resultado del plan del gobierno imaginario pueda ir contra las es-
peranzas de felicidad de aquel o de aquellos que lo han concebido, y
perseguir el riesgo del peligro social, es lo que bien quisieran demos-
trar todos aquellos que, en el siglo XIX, se oponen a los utopistas
socialistas o humanitarios (Saint-Simon y los sansimoneamos Ba-
zard y Enfantin, Charles Fourier y Victor Considérant, Robert Owen,
Etienne Cabet, Pierre Leroux). Tal y como Louis Reybaud, autor de
una serie de artículos célebres en la Revue de Deux Mondes, sobre
los Réformateurs contemporains et les socialistes modernes (1842)
[Reformadores contemporáneos y los socialistas modernos], de
Jérôme Paturot à la recherche d’une position sociale (1843)
[Jérôme Paturot en busca de una posición social] y de Jérôme Patu-
rot à la recherche de la meilleure des Républiques (1848) [Jérôme
Paturot en busca de la mejor de las Repúblicas], que escribe —en el
prefacio a la segunda edición del primer libro citado— que “lo que
engaña sobre todo a los innovadores y los mantiene en una ilusión
funesta es su punto de partida. Con aspiraciones matemáticas, quie-
ren alcanzar lo absoluto: imaginan para el hombre una felicidad ab-
soluta, una moral absoluta. Ahora bien, el absoluto escapa a nuestra
naturaleza contingente y limitada, el absoluto es el secreto de los
dioses. Un hombre absolutamente virtuoso, absolutamente feliz, ya
no sería un hombre […] Persigamos lo mejor], sea. Pero busquémos-
lo en la esfera de lo posible y sin soñar en los destinos humanos una
solución de continuidad, una metamorfosis súbita, un cambio a la
vista”. A ese realismo de lo posible, puede oponerse la célebre fór-
mula de Alfonso de Lamartine, que presupone que la utopía podría
tener un rol de previsión histórica: si “las utopías no son a menudo

tuto Nacional de Bellas Artes, 1987, traducción de Joaquina Rodríguez Plaza.

216
más que verdades prematuras”, ¿no corren el riesgo de abdicar de su
pretensión de transformar radicalmente lo real? Que la utopía pueda
prefigurar la ciencia también es uno de los temas privilegiados por
Marx y Engels: “El socialismo científico se ha elevado sobre los
hombros de Saint-Simon, de Fourier y de Owen, tres hombres que,
pese a toda la fantasía del utopismo de su doctrina, se cuentan entre
los más grandes espíritus de todos los tiempos y han anticipado ge-
nialmente innumerables ideas cuya exactitud demostraremos hoy
científicamente” (Engels, 1962). Que por su irrealismo la utopía esté
consagrada a la impotencia (lo que se revelaría singularmente con el
fracaso de la Revolución de 1848) o que triunfe por incorporación en
la historia como momento precientífico, correspondiente a un estado
precoz del proceso revolucionario, consistiría en volver a proclamar
el fin de las utopías en nombre del realismo del liberalismo y del
triunfo del capitalismo generalizado, o de la cientificidad del mar-
xismo y de la revolución comunista anunciada (Abensour, 1973, to-
mo 1: 31). Es sin dudas contra el presente, un siglo más tarde, de esa
doble herencia del mapa del mundo y del ataúd de la utopía, que na-
ce el proyecto filosófico de Miguel Abensour de un nuevo espíritu
utópico, dirigido contra dos escollos: 1) el escollo de la degeneración
tiránica de la utopía totalitaria, en el que ésta realiza la unidad inte-
gradora y totalizante del todos Uno, que convierte en su contrario a
la utopía emancipadora del todos unos; 2) y el escollo de la degene-
ración autárquica de la utopía de los sabios, donde una pequeña élite
se encierra sobre sí misma para construir sólo para ella, aquí y ahora,
la libertad —que los utopistas revolucionarios continúan reivindi-
cando para el género humano— que así ha pasado del todos unos al
todo uno.
Si se quiere situar la coyuntura en la que Miguel Abensour reac-
tiva, a finales de los años sesenta del siglo XX, la cuestión de la uto-
pía, en primer lugar debe evocarse toda la literatura oficial y oficiosa
del Partido Comunista Francés, que transporta como una perogrulla-
da el juicio de Engels sobre su carácter pre-científico y anti-
revolucionario. A modo de prueba, elijo al azar la acusación a Geor-
ge Sand realizada por Jean Larnac en 1947: “Arribada a la acción en

217
nombre de la utopía, después del fracaso (de 1848), George Sand se
refugia en la utopía, una utopía cada vez más vaga, desprovista de
toda verdad social, de la cual no quedaba más que la piedad suprema
cara a Hugo y a Tolstoi, que obliga a asumir automáticamente el par-
tido del más débil, sin considerar la justicia, y que desde luego im-
plica, en quien a ello se libra, la pertenencia a la clase aristocrática,
la creencia en la superioridad del patricio sobre el plebeyo, la negati-
va a creer en la posibilidad de una inversión de las clases o en su su-
presión […] Cuando un ‘comunista’ no tiene en la boca más que las
palabras de San Juan: ‘Hermanos, ámense los unos a los otros’, es un
comunista extenuado, un comunista que ya no espera nada más que
el cielo” (Larnac, 1947: 231). Después de Maximilien Rubel,
Abensour ataca la manía de las rupturas del dogmatismo estalinista:
ruptura entre Marx y sus predecesores, entre Marx y los filósofos,
entre Marx y los utopistas, entre el joven Marx hegeliano y el Marx
vuelto marxista, que inventa el materialismo histórico y establece los
fundamentos del materialismo dialéctico. Pero es sobre todo el corte
epistemológico ciencia/utopía, retomado por el althusserismo, el
blanco de Miguel Abensour. Distinguir a Marx de los marxistas, tal
es para él la virtud del trabajo de Maximilien Rubel,60 para devolver
a la utopía toda la extensión que ocupaba en Marx (Abensour y
Janover, 2008: 37). La tesis doctoral de Miguel Abensour se cierra
con la demostración de que “la teoría de Marx no es el lugar donde
la energía utópica viene a extinguirse para dar lugar a la ciencia, sino
donde se opera un trans-crecimiento (crecimiento superado) de la
utopía socialista-comunista o comunista crítica. Marx no es el sepul-
turero de la utopía, ha retomado y llevado su energía a un nivel más
alto, proyectándola en el movimiento real del comunismo, principio
energético del futuro próximo” (Abensour, 1973, tomo 2: 201). A

60 Maximilien Rubel (1905-1996) consagró su vida al estudio de Marx y publicó


sus Obras en la colección La Pléiade; postula que “Marx no es el fundador de una
ciencia económica constituida, sino el autor de una crítica que vuelve nula la eco-
nomía política”. Según Abensour, Rubel reemplaza a un Marx monolítico “padre
del movimiento obrero” por un Marx viviente, abierto, inconcluso, fiel a su inspi-
ración crítica, oponiéndose a Louis Althusser, para quien “El Capital es la obra
por la cual Marx debe ser juzgado”.

218
partir de entonces, Abensour retomará varias veces esa hipótesis para
volver a trabajar sobre ella, y singularmente veinte años después, en
1993, momento privilegiado del “realismo”, del retorno del derecho
y del Estado de derecho. La reformulará bajo la forma de una cues-
tión intempestiva, que exige la presencia de Marx en tanto pensador
vivo y la permanencia de la utopía (Abensour, 1993: 28). La crítica
marxiana de la utopía procede de dos momentos: la pregunta por el
sentido de esa crítica y la pregunta por las relaciones del comunismo
crítico con la utopía. La oposición socialismo científico/socialismo
utópico adquiere el estatuto de una instancia de censura que tiene por
objetivo la invalidación de todo perjuicio al dogma de la separación,
y requiere una relectura del Manifiesto comunista y de Socialismo
Utópico y Socialismo Científico que restituya esos dos textos canó-
nicos al conjunto de los textos marxianos relativos a la utopía, y que
invalide la oposición utopía/ciencia no por no-marxista, sino por po-
sitivista (fruto de una controversia entre Augusto Comte y los sansi-
monianos). Así, es en nombre de su falta de radicalidad —como re-
volución parcial y sumisión a lo real—, y no por su exceso y su
irrealismo, que Marx critica las utopías. Su crítica no podría ser uni-
ficada, y el comunismo crítico debe ser juzgado en función de la plu-
ralidad del espacio utópico, que comprende al socialismo utópico, al
neo-utopismo y al nuevo espíritu utópico.
Contra la utopía eterna, que está en el fundamento del odio a la
utopía, atestiguado desde los años 1840 y hasta los “nuevos filóso-
fos”, que asimilan en 1980 utopía, revolución y gulag, la pluralidad
de la tradición utópica viene a garantizar la persistencia de la utopía,
y la visibilidad de su relación con la emancipación. Según Abensour
(1974: 55-81), se distinguirá 1) el socialismo utópico, sea éste “la
Aurora del socialismo” según Leroux, o “desde muchos puntos de
vista revolucionario” según Marx y Engels, cuyos representantes
más autorizados son Saint-Simon, Fourier y Owen, y que preconiza
la asociación contra toda forma de dominación; 2) el Neo-utopismo,
resultado de una conciliación entre el socialismo utópico y las ideas
dominantes, o entre el movimiento comunista y las ideas de la clase
dominante, cuyo objetivo es suprimir la separación que supone la

219
utopía (Marx y Engels lo toman como blanco bajo la triple forma de
los fourieristas de la democracia pacífica, del socialismo verdadero,
y de las soluciones de la “cuestión social”); 3) el Nuevo Espíritu
utópico, posterior a 1848, ya sea de desarrollo autónomo (Déjacque,
Coeurderoy) o crítico (William Morris, Ernst Bloch, Walter Benja-
min). La hipótesis del nuevo espíritu utópico permite revitalizar la
utopía hasta hoy, en un espacio plural de confrontación, que invalida
a la vez el discurso neoliberal y el discurso marxista sobre la utopía
ya que son discursos globalizantes, así como interrogar el movimien-
to paradójico por el cual la emancipación moderna se transforma en
su contrario, bajo la experiencia de la repetición, para preservar la
utopía de la regresión que la amenaza, cual una espada de Damocles.
El tema conservador de la utopía eterna postularía que bajo la forma
de un texto siempre idéntico, el discurso de la utopía aparece, desde
Platón hasta los filósofos de mayo del 68, para legitimar una socie-
dad cerrada, autoritaria y estática, negadora de toda temporalidad y
de la pluralidad y singularidad de los individuos. El de la persisten-
cia de la utopía, al contrario, connota la idea de una búsqueda asintó-
tica, voluntarista y siempre renovada para terminar con la domina-
ción, la servidumbre voluntaria y la explotación. Miguel Abensour
ve su actualidad en la reelaboración incesante del concepto de uto-
pía, el nuevo espíritu utópico en su relación con la dialéctica de la
emancipación y las relaciones con la utopía y la democracia
(Abensour, 2010a [2006]: 172). Podría entonces, junto a Ernst
Bloch, verse en el incumplimiento del Ser, en su distancia con res-
pecto a la esencia, el secreto de la persistencia de la utopía, desde el
momento en que la intención utópica estaría completamente en la
distancia que la separa de su realización, arriesgándose al cumpli-
miento del Ser que tendría como efecto el fin de la utopía: “Sólo si
un Ser semejante a la utopía se apoderara del contenido que activa el
hic et nunc, el sentimiento fundamental de la situación de esta agita-
ción pulsional (la esperanza) sería también y al mismo tiempo absor-
bido por la realidad lograda” (Ernst Bloch, Le principe Espérance,
París, Gallimard, 1976, tomo 1, p. 228, citado en Abensour, 2010a
[2006]: 176). Un modo distinto al de la ontología, para dar cuenta de

220
la persistencia de la utopía, sería el de Emmanuel Lévinas, del lado
de la relación con el otro y en la irreductibilidad del encuentro, don-
de la utopía sería el surgimiento de lo humano bajo una forma distin-
ta a la del ser, descubrimiento de un no-lugar que duplicaría todo
lugar: “Al utopismo como reproche, este libro escapa recordando
que lo que tuvo humanamente lugar no ha podido jamás permanecer
encerrado en su lugar” (Emmanuel Lévinas, Autrement qu’être ou
au-delà de l’essence, La Haya, Martinus Nijhoff-Fata Morgana,
1976, p. 63, citado en Abensour, 2010a [2006]: 179; véase también
Abensour, 2008: 78). Y si la relación con el otro no es ontología,
sino utopía más allá de la utopía, el hombre sería entonces un animal
utópico. Abensour llega incluso a dudar de que la posición ética de
Lévinas y la posición ontológica de Bloch puedan realmente presen-
tarse como una alternativa.
Como a todo gran filósofo, puede leerse a Miguel Abensour to-
mando como punto de partida una intuición primera que no habría
hecho más que conceptualizar y desarrollar, sin olvidar su negativa a
producir un sistema filosófico. Podemos también interrogar la forma
con la cual dirige su atención a la coyuntura, y según la cual despla-
za su cuestionamiento y sus referencias filosóficas, en la fidelidad a
la relectura de los textos anteriormente estudiados, y en el recurso a
aquellos que (re)descubre en el presente. Es evidente que los años
sesenta privilegian la referencia a Marx, puesto que en ese momento
el blanco a deconstruir es el par establecido socialismo utópi-
co/socialismo científico. La utopía no es el primer bosquejo de la
ciencia sino además su migración hacia la historicidad o la previsión
que no es su verdad advenida. La utopía tiene más bien esta función
de vigilancia incansable para conjurar toda coincidencia del ideal y
de lo real. Algunos años más tarde, la tenacidad del odio a la utopía
se manifiesta en la voluntad de sus sepultureros de asociarla al leni-
nismo, al estalinismo, incluso al fascismo y nazismo, como prefigu-
ración de un totalitarismo al cual no habría dejado de ser asociada:
como si el concepto de totalitarismo fuese tan simple de pensar co-
mo su concepto de utopía. Abensour demuestra que el totalitarismo
es un fenómeno complejo y nuevo, inasimilable e irreductible a la

221
tiranía, al despotismo, al Estado absoluto, a la dictadura y al Estado
autoritario, cuyo concepto recubre 1) una hipertrofia del Estado que
tiende a asimilarse con la sociedad civil y a producir un universo so-
cial casi homogéneo; 2) un partido único como vector de esa unifi-
cación de la sociedad civil y el Estado; 3) una separación tal del Es-
tado y de la sociedad civil que el poder se concentra en la persona
del Gran Hermano; 4) la afirmación del pueblo-Uno, de una socie-
dad reconciliada, de la cual el conflicto —es decir, la condición de la
política democrática— son excluidos. A lo cual hay que añadir que,
aun si el mito de la sociedad reconciliada y del buen gobierno trans-
portado por la tradición utópica puede ser interrogado en su relación
con la genealogía del totalitarismo, la tradición utópica es demasiado
compleja y, sobre todo, plural (Abensour, 2011 [1978]: 72).
Habría que escrutar con atención la escansión, hecha por Miguel
Abensour, de cada momento de la inactualidad de esta utopía persis-
tente. El último —pero se sabe que habrá otros—, consagra el uso
del concepto de conversión utópica. Término que deberá ser enten-
dido por afuera de toda connotación religiosa, pues permite iluminar
“el movimiento (el desplazamiento) por el cual el hombre o el colec-
tivo se desvía del orden existente para dirigirse hacia un mundo nue-
vo”, de una topía a una utopía, según Gustav Landauer citado por
Abensour, “el desapego respecto del orden seguido inmediatamente
por la investidura de una nueva forma de lazo entre los hombres, de
lazo humano” (Abensour, 2010b: 11). Abensour intenta pensar el
cómo de esa conversión a través de dos paradigmas, el de la epojé
fenomenológica (que provoca el despertar de la subjetividad, su des-
arraigo del sueño dogmático del orden establecido, y la aparición de
lo humano utópico) y el de la imagen dialéctica que proyecta al so-
ñador fuera del sueño, hacia el despertar, el centinela del sueño cuya
función es construir técnicamente la constelación del despertar (Wal-
ter Benjamin, Paris, capitale du XIX° siècle, París, Éditions de Cerf,
2000, citado en Abensour, 2010b: 33) tomada de Walter Benjamin.
Dos paradigmas que, aun si emanan de fuentes diferentes, la política
por un lado y la ética por el otro, remiten a una postura filosófica que
liga indisociablemente utopía y filosofía. Miguel Abensour regresó

222
sobre esta postura en una entrevista con Daniel Cohen-Levinas, al
elaborar esta definición: “La utopía es esa disposición que, gracias a
un ejercicio de la imaginación, no teme, en una sociedad dada, tras-
cender sus límites e inventar algo que es diferente” (Abensour,
2013). La conversión es pasaje de un estado a otro, de un lugar a
otro, o más bien a un no-lugar. El mapa del mundo nos asigna un
lugar dado y un tiempo determinado como naturales, que parecerían
imponérsenos como una evidencia, un orden establecido que conde-
naría la subjetividad a la pasividad, a la servidumbre y a la resigna-
ción, y conduciría la eterna utopía, como un destino al cual no podría
escapar, al ataúd de la historia. Abensour insiste en ello: el efecto de
la conversión utópica no sería el desplazamiento de un lugar a otro,
un reemplazo que sustituiría un espacio antiguo por un espacio nue-
vo, una transferencia de lugar que opera en el tiempo, sino, en la
suspensión de un espacio y de un tiempo determinados, el movi-
miento de desviarse de una topía hacia la utopía, lugar de ninguna
parte y tiempo de ningún tiempo, experimentación de un nuevo ser
(conjunto) en el mundo, exploración de la posibilidad de relaciones
humanas que jamás existieron. “La conversión utópica es, pues, la
salida de un sueño dogmático, y al mismo tiempo el aprendizaje del
conocimiento del despertar o del despertarse”.
Contra la utopía eterna, la utopía persistente, en lugar y despla-
zados del mapa del mundo establecido, la conversión al no lugar de
la utopía. Quedaría por mostrarse cómo de esta posición se deduce
una concepción de la democracia como insurgente, pues, aún si per-
tenecen a lógicas heterogéneas —unitaria la utopía, conflictiva la
democracia—, y si cada una está expuesta a dos formas de degenera-
ción posible (tiránica por transformación del todos unos en todos
Uno, o autárquica por transformación de todos unos en todos solos,
en cuanto concierne a la utopía; transformación de la conflictividad
política en guerra civil, o de la acción política en pura discursividad,
en cuanto concierne a la democracia), conviene democratizar la uto-
pía y utopianizar la democracia. La democracia no es un simple Es-
tado de derecho, un régimen político entre otros, sino una institución
política conflictiva de lo social y una modalidad de la acción política

223
que se reinventa sin cesar para luchar contra toda lógica de domina-
ción, totalización, mediación o integración propia del Estado, y para
preservar el poder de acción del pueblo (Grelet, Lèbre y Wahnich,
2009: 11). Esta concepción de la política y de la democracia radical,
salvaje o insurgente, que se propone preservar la distancia respecto
de sus formas degeneradas, va a la par con la reivindicación de una
filosofía política crítica o crítico-utópica, contra la restauración aca-
démica o reaccionaria de la filosofía política, y al punto nodal de la
crítica de la dominación y del pensamiento de la emancipación
(Abensour, 2007).
No es indiferente confrontar esta posición con la adoptada por
Jacques Rancière. En cuanto concierne a la utopía, Rancière (2001:
43-57) propuso este análisis de la novela de Balzac: Le curé de villa-
ge [El cura de pueblo]: la utopía no es una negación simple, sino una
doble negación. No es solamente el no-lugar de un lugar, sino el no-
lugar de un no-lugar. 1) El lugar sería la disposición “normal” de los
lugares y las funciones, de las maneras de hacer y hablar en armonía
con la manera de ocupar su lugar y de ejercer su función en el espa-
cio común: todo enunciado emitido por un cuerpo tiene un destino
preciso —tal cuerpo otro— y una función precisa —tal acto a reali-
zar. A la gestión de ese lugar, Rancière asigna el nombre de policía,
el orden de la dominación, el reparto de lo sensible que designa a
aquellos que obedecen y aquellos que mandan, a aquellos que están
consagrados al trabajo intelectual y aquellos que tienen derecho al
pensamiento. 2) La democracia interviene para perturbar esa distri-
bución ordenada de los lugares en tanto no es un régimen de go-
bierno o un estado de lo social, sino un lugar sin lugar donde surge el
sujeto político que reivindica ser contado en igualdad entre las partes
de la comunidad: “hay política porque hay una parte de los sin-parte,
una cuenta como total de la gente insignificante que viene a super-
ponerse a la cuenta real de las partes de la sociedad o al desmem-
bramiento de sus funciones”. 3) Ese no-lugar vacío de la democracia,
suspendido en una confusión de la escritura susceptible de ser toma-
da por cualquiera para hacer cualquier cosa, es sustituido por el no-
lugar del no-lugar que es la utopía (aquella propuesta por la comuni-

224
dad sansimoniana, o por el pueblo de la novela de Balzac), una escri-
tura otra en las cosas, que colma el vacío y propone un orden donde
los cuerpos estén en su verdadero lugar en la comunidad nueva: la
utopía instaura un no-lugar que es la negación del no-lugar democrá-
tico. Lo que así resume Rancière: el utopista no es aquel que propo-
ne rehuir la realidad, sino aquel que reclama que se termine con las
palabras, las quimeras, las ideologías de los utopistas, y consagrarse
a las cosas reales.
Jacques Rancière habla de la utopía del siglo XIX como de la
idea o esperanza de una palabra que se habría vuelto carne viva de la
comunidad, sueño de una palabra que se encarnaría en un territorio,
en una comunidad. Explica, por otra parte, que siempre desconfió
del discurso que constituye la utopía como suplemento del alma.
Ahora bien, no es porque haya que salir de los límites declarados
como campo de lo posible, del orden declarado “natural” por aquello
que denomina policía, que habría que apelar a los utopistas, quienes
postulan con frecuencia que no hay necesidad de conflictos políticos.
Pero al mismo tiempo los utopistas producen la distancia, y si los
proletarios los invocan para confortar sus sueños de perturbación del
campo de los posibles, no lo hacen para entrar en las formas de or-
ganización que los utopistas les proponen (Rancière, 2009: 116).
Sostiene además que no es la utopía la que pone en marcha la acción
democrática, sino la acción utópica la que crea su horizonte utópico.
La capacidad de las luchas del presente y la acción colectiva son
quienes inventan el porvenir (im)posible. En fin, en cuanto respecta
a la filosofía política como división natural de la filosofía que acom-
paña a la política de su reflexión, aun cuando ésta fuera crítica, Ran-
cière plantea que, puesto que no hay fundamento propio de la políti-
ca, la filosofía política no existe. La política no existe más que por la
prueba de la igualdad de cualquiera con cualquiera, en la interrup-
ción del orden del reparto de lo sensible dado por natural entre do-
minantes y dominados (Vermeren, 2008: 176). Si Miguel Abensour
reconoce a Rancière por luchar, como él mismo, contra una filosofía
política que definiría o fundaría una política de los filósofos, también
encuentra en él los elementos constitutivos de una filosofía política

225
crítica, por cuanto sitúa la política en la interrupción de la domina-
ción y, por lo tanto, separada de ella, el común de la comunidad polí-
tica está condicionado por la división, y hay una especificidad irre-
ductible de la política. ¿No habría entonces que reconocer en el
desacuerdo una pieza esencial de una filosofía política crítica?
(Abensour, 2009: 43) ¿Leer a Rancière contra Rancière? ¿Rancière
haría una filosofía utópico-crítica sin saberlo, como el señor Jourdain
de Molière hacía prosa sin saberlo?
Leer Abensour es leer Abensour leyendo o releyendo otros tex-
tos. Textos seleccionados, cuya selección queda, a la vez, abierta a
nuevos añadidos y cerrada —en el sentido en que, una vez elegido,
cada texto es objeto de una relectura persistente, en cuanto respecta a
su inactualidad. Es evidente que hay un corpus de las lecturas de
Abensour, que llegó a publicar en su colección “Crítica de la políti-
ca”, de la editorial Payot, para tenerlos a su disposición, los libros
que faltaban en la biblioteca por no estar traducidos al francés, como
aquellos de la Escuela de Frankfurt, o como aquellos que redescru-
brió y que estaban olvidados, o aquellos cuya existencia descubrió
como manuscritos inéditos, o aun aquellos cuya escritura suscitó,
para mejor revisitarlos. Es lo que Horacio González ha denominado
un proceso de liberación de los textos: “Los textos de M. Abensour
se escriben para salvar otros textos aparentemente insignificantes o
anómalos”, escribe Horacio González a propósito de aquellos que
Abensour consagró a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel
de Marx, y a la obra de Saint-Just, de Blanqui y de Pierre Leroux. Y
añade otro caso de esta figura, el de otros textos, como el escrito que
Abensour consagra al ensayo de Lévinas sobre la filosofía del hitle-
rismo, y que se propone revelar el procedimiento retórico de Lévinas
para dar cuenta del error de Heidegger a partir de Heidegger mismo.
“Para Abensour, los textos son pruebas ‘en acto’ de un sentimiento
utópico. Si hay utopía, es porque hay una lectura de los textos que
apela a sus líneas de fuga, a sus nudos indefinidamente irresueltos”
(González, 2006: 31). Lo que bien percibe Horacio González es que
el objetivo de Abensour es menos la propuesta de una teoría de la
utopía que la provocación en el lector de sentimientos que revelan

226
pensamientos que son el fruto de actos de la imaginación utópica, así
como de sentimientos que van a inducir al lector en acto a retomar su
lectura, a liberar los textos de sí mismos, a rescatarlos, a veces, de sí
mismos. Leer Abensour al leer textos olvidados, o al encontrar el
hilo conceptual perdido de otros textos, sería aceptar entrar en la piel
de ese personaje utópico que es el lector de excepción. Y es esto lo
que también constituye la dificultad de escribir o hablar sobre la obra
de Abensour, a riesgo de quebrar el impulso emancipador que es el
efecto de textos filosóficos escritos para no cercar el horizonte del
debate, evitar el impasse de la solución definitiva dada. Más bien
pensar con Miguel Abensour, como lo escribiera uno de quienes a
ello se aventuraron, para mejor “alimentar una inquietud susceptible
de conducir al lector a pensar por sí mismo” (Cervera-Marzal, 2013:
13). Pensar por sí mismo sería también permanecer lo más cerca po-
sible de la literalidad de las lecturas de Abensour, ya que en una
misma frase dice con frecuencia al menos dos cosas a la vez, despla-
zando, por ejemplo, el enigma de lo político a la paradoja de la uto-
pía.

Traducción de Tuillang Yuing con la colaboración de


Elena Donato

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229
María Zambrano: añoranza de la ciudad

MARÍA LUISA MAILLARD GARCÍA*

Algunas de las más bellas páginas de María Zambrano han esta-


do dedicadas a las ciudades: Segovia, la ciudad de sus recuerdos in-
fantiles y juveniles, que se alza al nivel justo de la luz y cuyos luga-
res la filósofa recorre de la mano de los símbolos del fuego y del
agua; Roma, la ciudad laberíntica y secreta; Florencia, cofre que
guarda la historia y cuna de Dante, Leonardo, Miguel Ángel y Gali-
leo; La Habana, donde la filósofa encontró su patria prenatal, la
inocencia primera, el fundamento poético de la vida y que revela el
alma del hombre que habita ese lugar privilegiado… Sería largo de
enumerar todos los escritos que Zambrano dedicó a las ciudades que
conoció y amó en su largo peregrinaje de exiliada.
Nada es ocioso en el pensar de Zambrano. Como ella misma ha
dejado escrito, todo su pensamiento se mueve en torno a un centro
que llama, aunque rara vez se manifiesta. En sus propias palabras, su
obra sería como “un árbol cuyo germen o raíz no se pierde aunque se
ramifique” (Zambrano, M-212). Ese centro o raíz no es otro que el
logro de un ser humano completo que no haya renunciado a nada; ni
a su razón ni a sus entrañas, aunque sea ese un camino no exento de
esfuerzo y de atención a todo aquello que hay aunque no se le haya
concedido el ser, camino que desde siempre ha seguido la poesía
(Zambrano, 1939).61 Como enuncia en uno de sus últimos libros,
Claros del bosque, en los que ya lleva al lenguaje de forma plena su
razón poética, hay que encontrar el estado exacto de vigilia que re-
quiere cada una de esas dos formas de conocimiento: “Hay que dor-
mirse arriba, en la luz. Hay que estar despierto abajo, en la oscuri-
dad”.

*Presidenta de la Asociación Matritense de Mujeres Universitarias, España.


61“La realidad poética no es sólo la que hay, la que es: sino la que no es; abarca el
ser y el no ser en admirable justicia caritativa; pues todo, todo tiene derecho a ser
hasta lo que ha podido ser jamás” (Zambrano, 1939).

230
Ya veremos cómo sus reflexiones sobre la ciudad acaban enca-
jando con naturalidad y consolidando sus reflexiones sobre la
crisis de la cultura occidental, y de forma especial, sobre el futuro de
la democracia, el régimen, según la filósofa, más adecuado para el
logro de la persona, pero sobre el que la sociedad occidental no ha
reflexionado aún de forma suficiente, al haberla aceptado, después
de haber vivido la noche oscura de los totalitarismos, como algo
acabado cuando aún se encontraba en estado naciente.
Pero vayamos por partes. ¿Qué es para Zambrano la ciudad? Su
pensar inspirado percibe, ya en su época de madurez, la inspiración
que subyace en toda ciudad y, al hacerlo, la afirma como la creación
más lograda de la cultura occidental. La ciudad para Zambrano tiene
un rostro y una figura y por ello es lo que más se aproxima al modo
de ser persona en la vida histórica; pero también la ciudad es la crea-
ción más propia de lo humano por ser capaz de aunar la Naturaleza,
la Historia y un más allá de ella, que la filósofa a veces simboliza en
su relación con la luz, diferente, según la diferente inspiración que
subyace en el sueño inicial que dio lugar a su nacimiento. Así, ha-
blando de las ciudades españolas en su artículo “Un lugar de la pala-
bra: Segovia” (Zambrano, 2011: 787-802), comenta cómo Toledo
persigue la luz, Cuenca está a punto de abrasarse en ella y Granada
de desleírse; mientras que Segovia se alza hacia la luz en el punto
justo en que la luz se da como una ofrenda.
1 Trascendencia de la ciudad, referida a la especial luz que la

envuelve, no sólo debida a que guarda la huella de todos aquellos


que dejaron su impronta a lo largo de los siglos, propiciando esa
comunión con el pasado, que la convierte en “receptáculo del
trascender que mana de un vivir propiamente humano” (Zambrano,
2011: 802), sino lo que es más importante, cada ciudad, con su
peculiaridad propia, es un camino hacia lo universal, desde su
arraigo en la inmediatez de la vida, fiel a ese especial lugar en el que
se encuentra entre el cielo y la tierra, lo que la convierte en un
espacio sagrado, especie de templo nos dice la filósofa: “era la
ciudad ante todo un templo” (Zambrano, 1964: 6).
Y es que la ciudad aúna lo más íntimo y concreto: un lugar físi-

231
co, una arquitectura; una lengua con sus rumores y sus silencios;
unas costumbres y unas tradiciones religiosas; incluso una cocina; y
la vocación de universalidad, sustentada sí en las huellas del pasado,
pero también en la vocación de ser una imagen que responda a las
imágenes dibujadas que alberga el alma de sus habitantes, lo que la
dota de un peculiar estilo.
El estilo de una ciudad tampoco es algo baladí ya que revela,
según Zambrano, no sólo los ensueños de quienes la fabricaron y
usaron, sino que nos habla de la propia vida de sus habitantes, de ese
otro anhelo de trascendencia que consiste en haber resuelto armonio-
samente el conflicto entre la necesidad elemental y la belleza. El es-
tilo, dice Zambrano, ennoblece la necesidad sin ignorarla. Pero que
Zambrano intente desvelar con su pluma el núcleo trascendente y
creador que encierra la ciudad, no quiere decir que no perciba como
uno de los más claros síntomas de la crisis de la cultura occidental el
“desvanecimiento casi completo de la creencia en la ciudad y en el
vivir por ella inspirado” (Zambrano, 2011: 803). 62
2 Hay que señalar, en primer lugar, que Zambrano distingue

con toda claridad la organización humana que es el Estado, de la


organización que fue originariamente la ciudad. Hay una diferencia
clara entre el lugar que el individuo ocupa en el Estado y el que
ocupa en la ciudad. En el Estado, el ciudadano se siente dentro de un
espacio homogéneo regido por un sistema de derechos y deberes,
pero en el que su intimidad queda a la intemperie y su inspiración sin
espacio donde alojarse; en la ciudad, por el contrario, el hombre
encuentra o encontraba más bien no sólo un albergue acogedor,
con su centro, donde se solía situar la Iglesia y el mercado; sus
lugares de encuentro, los casino y cafés; los personajes que la
poblaban; sino una fuerza, proveniente de un lugar que ha
engendrado historia y puede seguir engendrándola. Era la ciudad un
lugar donde el hombre, conservando su soledad, estaba en

62“Y es cosa en extremo grave este desvanecimiento casi completo de la creencia


en la ciudad y del vivir por ella inspirado. Entre los indicios que se muestran,
quizá sea el más delator, el más significativo de que algo pasa, allá en las raíces de
este Occidente” (Zambrano, 2011a: 803).

232
comunicación y compañía, y era también un camino y a la vez el
espacio donde se han dado las creaciones del espíritu humano “como
una planta que en ciertas ciudades especialmente brotara” (1964: 7,
10).
Pero la distinción más importante que señala Zambrano es la di-
ferencia entre producir y crear. La producción es lo propio del Esta-
do y es fruto de una acción de la voluntad conjugada con las circuns-
tancias. Su duración en el tiempo es limitada y se extingue en un pe-
riodo más o menos largo. Lo propio de la ciudad, por el contrario, ha
sido la creación, “pocas cosas hay en la humana historia que tengan
más carácter de creación que la ciudad” afirma Zambrano (1964: 6).
Y la creación se caracteriza porque es capaz de trascender los acon-
tecimientos y enriquecer el mundo con la aportación de algo nuevo y
que pronto se revela como algo esencial. La creación no sólo perdura
sino que es fuente inagotable de nuevas creaciones y, desde luego,
tiene vocación de perdurar en el tiempo.
En este pensar en espiral de Zambrano no podemos dejar de se-
ñalar que su concepción del Estado, como fruto maduro del raciona-
lismo y el capitalismo, y de la ciudad como expresión de esa inspira-
ción que aún convivía con la razón en el origen de las sociedades
occidentales, se encuentra en estrecha relación con ese doble saber
que la filósofa reclama desde sus primeros escritos filosóficos y que
hemos señalado al inicio de esta exposición. Ya en su artículo “Ha-
cia un saber sobre el alma” de 1934, donde se encontraba, según sus
propias palabras, el germen de la razón poética lo enuncia de forma
clara: “Pero había un doble saber: por una parte saber de la razón
que domina; y de otra, un decir poético del cosmos, de la naturaleza,
como no domeñable”. El Estado sería así la organización social, fru-
to del saber dominador de la razón, mientras que la ciudad sería el
ámbito que albergaría la posibilidad de ese segundo saber inspirado.
Por las mismas fechas en que Zambrano abunda en sus escritos
sobre la ciudad, está reclamando en su libro Persona y democracia
(2011: 363-474), la preservación de una organización social que no
ahogue la inspiración de los habitantes que viven bajo su sistema y
que procure así el surgimiento de nuevas ideas y nuevas formas de

233
habitar el planeta tierra, entendiendo la democracia como una orga-
nización social en perpetuo movimiento desde abajo, en vez de un
sistema de gobierno fijo, al modo de una estructura arquitectónica,
que confunde el orden con la quietud. El orden de una sociedad de-
mocrática, según Zambrano, debería estar más próximo a un orden
musical, armonizador de diferencias, que al orden arquitectónico.
Para Zambrano la verdadera democracia debe ser el resultado de una
sociedad democrática, y dicha sociedad sólo se puede lograr si el
hombre, que debe ser el sostén del orden social, va adquiriendo una
visión más justa de su propia realidad. Es por ello que Zambrano, ya
desde mediados de los años sesenta, va abandonando sus reflexiones
referidas a la historia o lo social por la búsqueda gnoseológica de
una nueva antropología y de los caminos para alcanzarla, en su con-
vicción de que el problema no era ya la historia, sino el hombre; pero
aún en los años sesenta, Zambrano sigue atenta a la evolución que se
estaba produciendo en las sociedades occidentales.
De mediados de los años sesenta datan las principales reflexio-
nes de Zambrano sobre las ciudades y, como no podía ser menos,
reflejan el cambio que se estaba produciendo en ellas, debido al se-
gundo gran éxodo del campo a la ciudad, que refleja la autora en uno
de sus artículos de 1964: “Los centros de población”. No se puede
sin embargo olvidar que, ya desde mediados del siglo XIX, la meta-
morfosis de la ciudad, de algunas ciudades, que se encontraban a la
cabeza del progreso, gracias a la industrialización, se había converti-
do en una de las claves de la modernidad. El espejo de esa ciudad
ideal que en el Renacimiento fue capaz de invertir el paradigma de la
ciudad platónica, en la que cada hombre debía definirse por un pa-
trón de identidad; por la de un hombre polimorfo, hacedor y produc-
tor, verdadero creador de la ciudad, y que Zambrano toma en oca-
siones como referencia, estaba ya sufriendo un cambio radical, cuyo
germen había que buscarlo en el siglo XIX.
Eugenio Trías en su libro El artista y la ciudad (1976), recorre
la evolución que el concepto renacentista de ciudad, sintetizado por
Pico della Mirandola (1970) estaba sufriendo en los pensadores eu-
ropeos del siglo XIX. Este autor había concebido un sujeto el

234
hombre y un objeto la ciudad a la síntesis platónica del Alma
y la Ciudad, introduciendo un elemento de movilidad y energía en el
cerrado cosmos platónico y alumbrando la idea del hombre universal
y singular a la vez, hacedor de la ciudad. Tal concepción va perdien-
do fuelle, según Eugenio Trías, a partir del siglo XIX. En Goethe esa
posibilidad aún es real, aunque ya aparece menguada; en Hegel la
síntesis sólo se hace posible en el terreno del pensamiento, y ya en
Nietzsche, la síntesis entre alma y ciudad presenta una quiebra abso-
luta, desplazándose la creación del espacio externo de la ciudad, al
paisaje interno del alma.
La sensibilidad alerta de los poetas, no va a ser ajena a este fe-
nómeno. Baudelaire, ese gran profeta de la modernidad, contempo-
ráneo en tantas cosas de Nietzsche y cuya vida se desarrolló a caba-
llo entre el romanticismo decreciente y la consolidación de la época
burguesa, cultiva en Las flores del mal, como uno de sus temas cen-
trales, el efecto que el cambio de fisionomía de la ciudad moderna
estaba introduciendo en la vida de sus habitantes, atosigados ya por
las prisas y en enloquecida búsqueda de lo nuevo: “De este modo va,
corre, busca. ¿Qué busca?” (Baudelaire, 2005: 361), seres anónimos
en “el desierto de la multitud”, que buscan extraer “lo eterno de lo
fugitivo” y que ya están tocados en lo más íntimo por una nueva
concepción del amor, que Baudelaire condensa en su poema “La pa-
seante”, en donde la intensidad de la experiencia amorosa reduci-
da a los sentidos está relacionada con la fugacidad y el anonimato,
y refleja el cambio de signo del erotismo al insertarse en la tierra de
nadie de las grandes ciudades:
“La calle atronadora aullaba en torno mío. / Alta, esbelta, enlu-
tada, con un dolor de reina, / una dama pasó, que con gesto fastuoso
/ recogía oscilantes, las vueltas de sus velos. […] / Un relámpago.
Noche. Fugitiva belleza / cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
/ ¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás? / ¡En todo caso lejos,
ya tarde, tal vez nunca! / Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi
ruta, / ¡Tú a quien hubiese amado! ¡Oh, tú, que lo supiste!”.
El cambio se estaba produciendo en las grandes urbes europeas,
París y Londres, especialmente, aunque aún seguía habiendo en Eu-

235
ropa, ciudades como la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial,
tan bien descrita por Stefan Zweig, tanto en El mundo de ayer, como
en alguno de sus numerosos cuentos como “Primavera en el Prater”,
que conservaba la inspiración de la ciudad hecha a la medida del
hombre y a la vez con vocación de universalidad: “Acogedora y do-
tada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía a las
fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en
semejante atmósfera de conciliación era un bálsamo, y el ciudadano,
inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmo-
polita, para convertirse en ciudadano del mundo” (Zweig, 2001: 31).
Ciudades que no habían roto su vinculación con la naturaleza: “Las
últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del
Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre jardines y
campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones
de los Alpes” (Zweig, 2001: 32).
Apenas transcurridas dos décadas y después de que la Gran
Guerra hubiese tambaleado los cimientos del “seguro mundo euro-
peo” del siglo XIX, otro poeta, Federico García Lorca, retoma en
1929 el desasosiego de Baudelaire frente al crecimiento de las ciu-
dades, siguiendo la estela imparable del progreso. El poeta se trasla-
da en junio de 1929 al nuevo mundo para impartir una serie de con-
ferencias en la Universidad de Columbia, Nueva York, y en Cuba, y
el resultado es su poemario Poeta en New York, que no es sino un
grito desgarrador ante la deshumanización de la ciudad moderna y la
injustica y discriminación que alberga en su seno: “La aurora de
Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de ne-
gras palomas / que chapotean las aguas podridas. […] / Los primeros
que salen comprenden con sus huesos / que no habrá paraíso ni amo-
res deshojados: / Saben que van al cieno de números y leyes, / a los
juegos sin arte, a sudores sin fruto”.
Ha transcurrido medio siglo, estamos ya en los años sesenta y
Estados Unidos se ha convertido en el nuevo imperio de Occidente,
imponiendo poco a poco su sistema de vida y valores a los países
europeos e hispanoamericanos. María Zambrano contempla con pe-
sar cómo van metamorfoseándose las viejas ciudades, a las que aho-

236
ra se adhieren como tumores malignos grandes extensiones urbanís-
ticas, donde los hombres se alojan, pero no pueden albergarse. Pare-
ce haberse olvidado y la filósofa no cree que haya sido fruto del
azar que los hombres no sólo se alojan en una casa, sino también
en una ciudad. En tales urbanizaciones, fruto de la construcción y no
ya de la inspiración, no sólo se ha perdido ese espacio, que era antes
un cobijo donde el hombre se albergaba; sino ese otro simbólico
donde se ponía en relación la tierra y el cielo, conjugándolos. Parece
que las ciudades, con su nuevo perfil, con su diseño de colmenas,
responde a una pérdida de confianza en lo que la ciudad ha sido a lo
largo de la evolución de la historia occidental, y que ya no tiene ca-
bida en un progreso, que no atañe a la evolución moral del hombre ni
a su capacidad creadora, sino sólo a su bienestar personal y a su en-
riquecimiento material.
En su artículo “Los centros de población”, Zambrano reflexiona
sobre este desmesurado crecimiento de las ciudades, que en Europa
va adquiriendo ya “pavorosas proporciones” y que ha sido precedido
por un fenómeno similar en el Nuevo Mundo, como si la vieja Euro-
pa no supiera recoger las virtudes de América; sino sólo las adheren-
cias más contrarias a su tradición. Es un fenómeno sin duda paralelo
al masivo abandono del campo en la fase de la segunda industriali-
zación, que a las pocas décadas desembocará en la tercera fase del
capitalismo, ahora ya dominada por un conglomerado financiero in-
ternacional que está convirtiendo poco a poco el mundo en el gran
lugar del exilio, porque el desplazamiento de grandes masas de po-
blación ya no se produce en el interior de los países; sino desde las
zonas de hambruna y de guerra de los países poco desarrollados, ha-
cia el “paraíso” del llamado “primer mundo”.
Zambrano no olvida que en las antiguas ciudades también exis-
tían los arrabales, lugares de miseria; así como los palacios y sus
mazmorras; pero no cree que el camino para remediar eso consista
en la creación de los que hoy se llamaría “ciudades dormitorio”, con
la progresiva destrucción de lo que antes era la ciudad. Que ese ca-
mino no ha conducido al logro de una vida digna en las nuevas ciu-
dades lo demuestra la existencia, cada vez mayor, de un tercer mun-

237
do en el primer mundo. Desde que Zambrano avistara las conse-
cuencias del olvido de lo que la ciudad representó para la cultura oc-
cidental, y de lo que debe representar para una democracia cumplida,
el proceso ha adquirido en algunas ciudades proporciones dantescas.
Las ciudades, en vez de ser un lugar de encuentro, se están convir-
tiendo en un lugar de separación. Algunos de sus barrios comienzan
a parecerse a cárceles de la que no está permitido salir, con muros
invisibles, pero también visibles como es el caso del levantado en
Padua de 84 metros de longitud y tres de alto para aislar un barrio de
emigrantes africanos; o el muro de exclusión de tres metros de altura
erigido en el centro de Sao Paulo en el año 2011 para aislar la favela
de Moinho y que fue parcialmente destruido por sus habitantes en el
2013. También a la inversa, lo que en Brasil se denomina “condomi-
nio fechado” y en Estados Unidos “gated comunities” son urbaniza-
ciones en las que se privatiza el espacio, impidiendo la libre circula-
ción de personas, cuya seguridad pretende garantizarse de la furia de
los “desheredados”, no procurándoles su parte de herencia de la tie-
rra que todos compartimos; sino levantando una muralla frente a
ellos.
Una de las consecuencias del nuevo perfil que estaban adqui-
riendo las ciudades y que toca muy de cerca la sensibilidad de Zam-
brano, es lo que ella lama el éxodo de “cierto tipo de personas, cuya
presencia viva y relativamente visible y aun asequible, daba tono,
cualidad, vida a una ciudad” (Zambrano, 1965: 8). Se refiere la filó-
sofa a los escritores, políticos de cierto nivel, poetas, pintores y artis-
tas en general, que daban pulso y diseñaban la imagen de una ciudad,
como aún la tuvo el París de entreguerras. Hay que tener presente
que Zambrano vivió su entrada en la vida adulta en una capital de
pequeñas dimensiones como Madrid, en la que cualquier visitante
podía conocer y oír a los hombres más preclaros del momento, reco-
rriendo los cafés y las tertulias que se diseminaban en un pequeño
radio de no más de 1 kilómetro. Fue el caso de Alejo Carpentier,
quien en 1933 visitó Madrid y en una entrevista posterior contó có-
mo en un solo día se podía conocer a los autores españoles de las
generaciones del 98, del 14 y del 27, recorriendo los cafés. En el

238
Nuevo Café de Levante en la Calle Arenal, tertuliaban los miembros
de la Generación del 98, con Valle Inclán a la cabeza, quien también
participaba en otras tertulias; en el Café Gato Negro, en la calle del
Príncipe, se ubicaban los modernistas, encabezados por Jacinto Be-
navente; en la Granja del Henar, en la calle Alcalá 40, Ortega y Gas-
set prolongaba las tertulias de Revista de Occidente; en el Café del
Pombo era Ramón Gómez de la Serna, quien se erigía en defensor de
las vanguardias artísticas y la lista podría alargarse con otros muchos
lugares públicos de reunión y debate. Claro, que el Madrid de los
años veinte, el Madrid de la “Edad de Plata”, de la Residencia de
Estudiantes, de la Residencia de Señoritas y de Revista de Occidente,
apenas contaba con 750 mil habitantes y España era un país sin in-
dustrializar. María Zambrano conoció y vivió una concepción de la
ciudad, cuya desaparición comenzó de forma generalizada en los
años sesenta en todos los países de Europa.
Al constatar este éxodo cualitativo de la ciudad, Zambrano per-
cibe un fenómeno, que no sólo se ha acrecentado, sino que ha adqui-
rido proporciones de sainete: el carácter de museo que adquieren las
ciudades, cuando, a la ausencia de presencias vivas se suma la proli-
feración de los fantasmas, las estatuas de otros tiempos. Casas de
antiguas personalidades, convertidas en lugares de culto y donde se
han reproducido hasta los más mínimos detalles de su vida cotidiana.
Fenómeno curioso y motivo de alarma, dice Zambrano en los años
sesenta, que hoy, a más de cuarenta año, se ha extendido de forma
desmesurada, llegando a convertir el centro histórico de las ciudades
en una especie de parque temático, como muy bien señala James No-
lan (2005) en su artículo “A solas en el museo urbano”, en donde
adquiere la misma importancia a los ojos de las mesnadas de turistas
una catedral gótica, que la casa del Ratoncito Pérez o los lugares
donde se han producido crímenes sangrientos.
Lo que resulta realmente chocante es que esta consecuencia di-
recta del progreso, la decadencia de las ciudades como lugar de con-
vivencia y creación que, como hemos señalado, ya comenzó a ser
denunciada por poetas y filósofos desde mediados del siglo XIX, y
que Zambrano liga estrechamente a la crisis de valores de la civiliza-

239
ción occidental, no haya tocado la idea misma de progreso, que sigue
siendo el mito indiscutible de nuestro mundo contemporáneo que,
por su parte, sigue venerando a los autores detractores del progreso,
como focos alumbradores de la modernidad. Como muy bien señala
Rafael Argullol (1994), Baudelaire fue moderno a través de un en-
cendido odio al progreso como síntesis y mito fundacional de la mo-
dernidad. ¿No podemos decir lo mismo de Lorca, de Nietzsche y de
la filósofa María Zambrano?
Quizá esta paradoja sea reflejo de la evolución que ha sufrido el
concepto de crisis que ha perdido su elemento dinamizador de la
creación de nuevos retos y nuevas ideas para devenir en lo que Zam-
brano llama orfandad. La época contemporánea ha descubierto que
la forma de neutralizar una palabra de verdad no es prohibirla sino
homologarla a una palabra banal. Finalizamos con una reflexión de
Zambrano de 1987, en el prólogo a la reedición de Persona y demo-
cracia: “La historia se nos ha convertido hoy en un lugar indiferente
donde cualquier acontecimiento puede tener lugar con la misma vi-
gencia y los mismos derechos que un dios absoluto que no permite la
más leve discusión. Todo está salvado y al par vemos que todo está
destruido o en vísperas de destruirse. Es mi sentir”.

Bibliografía
Argullol, R. (1994), Sabiduría de la ilusión, Madrid, Taurus.
Baudelaire, C. (2005), “La modernidad”, en C. Baudelaire, Salones y otros
escritos sobre arte, Madrid, La Balsa de Medusa.
Mirandola, G. P. (1970), Oración acerca de la dignidad del hombre, Edi-
ción de la Universidad de Puerto Rico.
Nolan, J. (2005), “A solas en el museo urbano”, Fundadores en manos de
un dios enfurecido, Madrid, Enigma editores.
Trías, E. (1976), El artista y la ciudad, Barcelona, Anagrama.
Zambrano, M. (1939), Filosofía y poesía, volumen I de Obras Completas
[2014], Barcelona, Galaxia Gutenberg.
3
_____, (1964), “Los centros de población”, Semana, vol. X, núm. 312.
4
_____, (1964), “La ciudad, creación histórica”, Semana, vol. X, núm.
304.
_____, (1965), “La huida de las ciudades”, Semana, vol. XI, núm. 325.

240
_____, (2011a), España, sueño y verdad, volumen III de Obras Completas,
Barcelona, Galaxia Gutenberg.
_____, (2011b), Persona y democracia, volumen VI de Obras Completas,
Barcelona, Galaxia Gutenberg.
_____, 212 (nota manuscrita).
Zweig, S. (2001), El mundo de ayer. (Memorias de un europeo), Madrid,
Acantilado.

241
Pier Paolo Pasolini, un intelectual “herético”

GIOVANNI FALASCHI*

El 2 de noviembre de 1975, pocas horas después de que la tele-


visión había difundido la noticia del homicidio de Pasolini a las
afueras de Roma, en una colonia de clase acomodada de Florencia
donde hay un alto porcentaje de votantes de derecha, apareció una
pinta que glorificaba el delito. Qué leyeron de la obra de Pasolini los
jóvenes fascistas, que presumiblemente eran los autores, o qué pelí-
culas habían visto, no se sabe. Pero pienso que nada de nada. Su odio
estaba determinado por la figura completa del escritor: un ídolo ne-
gativo, un blanco que se necesitaba destruir para liberarse del agita-
dor. Quizá algo más sabía del escritor el jesuita Arturo Dalla Vedo-
va, que a las 6:30 del 6 de noviembre fue sorprendido en Roma
mientras alteraba al cortejo fúnebre de Pasolini arrojándole palabras
como “puerco”, “marica”, “blasfemo”, “pig”, etcétera. A estas dos
reacciones de “perros sueltos” de la derecha, deben agregársele los
provocadores romanos, viejos conocidos de la policía, quienes lo
agredieron y a los que no denunció por las amenazas que le dirigie-
ron, y las denuncias en las confrontaciones donde lo señalaban mu-
chos ciudadanos por los motivos más disparatados: incluso hubo una
por robo en la que participó un semanario popular reaccionario que
publicó una foto de él armado que fue extraída de la secuencia de
una película en la cual había actuado de extra (esto para hacer la
acusación más creíble). Leo sobre una página web que el gran abo-
gado Carnelutti (su defensor) ha sido acusado por los conservadores
de siempre de ser su amante: ¿qué otra cosa lo habría empujado a
arrojarse con Pasolini si no un amor inconfesable, siendo un abogado
famosísimo y por si fuera poco demócrata cristiano?
Más allá del odio contra Pasolini por parte de sus enemigos indi-
viduales, había también atraído el odio de muchos de los exponentes

* Profesor investigador en la Universidad de Perugia, Italia.

242
de las instituciones, como lo muestra el hecho de que algunos magis-
trados dieron curso a muchas denuncias, a pesar de que nunca lo
condenaron. En particular, sus escritos estuvieron en la mira de que-
rellas periódicas, comenzando con su primera novela Ragazzi di vita
(1955), por la que fue acusado de obscenidad, como después sucede
con algunas de sus películas, en particular aquellas elaboradas a par-
tir de obras literarias, como Decameron, Los cuentos de Canterbury,
Las mil y una noches y finalmente Salò; incluso pero de algún modo
otras de sus películas habían golpeado la mojigatería del conserva-
dor de turno. Pasolini coleccionó treinta denuncias, es así que en un
sólo día debía comparecer en la Procuraduría General y sucesiva-
mente en el juzgado de primera instancia. Con relación a la prensa
moderada y de derecha, sabemos que esta fue la columna de las mal-
diciones que se arrojaban sobre este escritor, incluso L’Osservatore
Romano lo tuvo constantemente bajo la mira golpeándolo cruelmen-
te en cada ocasión (ha sido, sin duda, el intelectual italiano que más
acosó la curía romana).
Odiado ferozmente por la derecha, fue mirado con respeto, pero
también con sospecha, por la izquierda. En 1949 inscrito al Partido
Comunista Italiano (PCI), se descubre que era homosexual, lo que a
los ojos de su comunidad friuliana le pareció que encarnaba lo “ne-
gativo”: su partido lo expulsa, mientras pierde el cargo de maestro en
la escuela. Una vez transferido a Roma, fue Calvino quien propusó
Le ceneri di Gramsci (1957) a Il Contemporaneo, periódico dirigido
por Carlo Salinari y voz oficial de la política cultural del PCI, quien
hasta ese entonces no lo había tomado en cuenta. Después comenza-
ría a colaborar con el semanario comunista Vie nuove que le confió
una sección del periódico (1960-1965) —los llamados Dialoghi— en
el cual respondía a los lectores tocando en modo anticonformista las
instituciones italianas: iglesia, escuela, y ante todo la familia. Esto
paralelamente a (o antes de) la colaboración en otras revistas y pe-
riódicos, como Il Giorno o Il Corriere della Sera en los años extra-
ordinarios de la dirección de Piero Ottone.
Tras casi cuatro décadas, se sigue hablando de su asesinato des-
pués de las confesiones de Pino Pelosi (ya auto-acusado del delito y,

243
una vez que salió de la cárcel, se exoneró culpando a otros), para que
luego se asomará la hipótesis que sugiere que la muerte fue ejecuta-
da por el hampa dirigida por alguien de las instituciones, ya que el
escritor tenía en su posesión información reservada alrededor de la
lucha por el control de la ENI,63 información que utilizó, sin duda,
para el libro Petrolio (el título confirmaría “de alguna manera” la
hipótesis), no terminado y publicado póstumamente en 1992. Para la
crónica: el senador Marcello Dell’Utri —se nombra dada la notorie-
dad del personaje— declaró que vio el texto mecanografiado del ca-
pítulo que se supone fue escrito pero misteriosamente desapareció,
que hacía referencia a este episodio (sin embargo, ya Dell’Utri hizo
en su momento revelaciones infundadas sobre los Diari de Mussoli-
ni). En la evaluación del “caso Pasolini”, no es importante que esta
hipótesis se revele sin fundamento, sino que haya sido formulada:
ello significa que el escritor suscita la atención de los medios de co-
municación, y que su personalidad sigue apareciendo completamente
fuera de los esquemas y de las normas donde todo se le puede atri-
buir, y su importancia les resulta de tal envergadura para algunos que
incluso puede ser verosímil que haya sido asesinado por lo que sabía.
Así pues, todo aquello que parece sorprendente e increíble para
otros, se vuelve plausible en él, y eso porque en la memoria colectiva
Pasolini queda como una personalidad excepcional, en torno a la
cual se ha construido un mito, aquel del artista rebelde y anticonfor-
mista que desafió a la sociedad burguesa y que fue víctima de la
misma: la mitologización y el culto al héroe en cuanto personaje han
caminado en paralelo.
A la creación y/o mantenimiento de este mito popular han con-
tribuido cantautores y músicos, asi como directores de cine. Entre los
primeros, hay que citar a Giovanna Marini (“Lamento per la morte di
Pasolini”, diciembre de 1955), Fabrizio de André (“Una storia sba-
gliata”, 1980), Francesco De Gregori (“A Pà”) y Roberto De Simone
(“Requiem in memoria di Pier Paolo Pasolini”), ambas de 1985, evi-

63La ENI italiana era el acrónimo del Ente Nazionale Idrocarburi privatizado en
1995 y que a pesar de la transformación de sus productos, conserva las iniciales
(nota del traductor).

244
dentemente por los diez años de su muerte. Entre los autores extran-
jeros debe ser citada la obra Pier Paolo, montada en Kassel en 1987,
y los Songs for a Child, una compilación de varios artistas alternati-
vos europeos. Entre los directores de cine hay que recordar a Nanni
Moretti que en el final del primer episodio de Caro diario (1993)
llega en una “Vespa” al lugar del homicidio; un recuerdo de Sergio
Citti en Magi randagi (1996); la película de Marco Tullio Giordana
(Pasolini, un delito italiano, 1995), y el documental de Giuseppe
Bertolucci, Pasolini prossimo nostro (2006). Se declara inspirado
por Pasolini el director Aurelio Grimaldi. Esto sólo por citar los re-
sultados más interesantes.
¿Y que hay de los estudiosos, expertos de cine y/o literatura?
Antes de responder es necesario hacer una observación preliminar:
sus Opere fueron publicadas en la colección “Meridiani” de Monda-
dori en diez volúmenes (no me ocupo en este trabajo de distinguir
entre volumen y tomo), y tomando en cuenta de que cada volumen
supera por mucho las mil páginas, se tiene de inmediato una idea de
cuánto produjo Pasolini. A esto se le debe agregar que lo publicado
en la colección “Meridiani” no comprende todos sus escritos, en par-
ticular aquellos periodísticos y además está el hecho de que el escri-
tor concedió muchísimas entrevistas, también editadas en libro. Es-
tos datos puramente cuantitativos dan una idea de cómo la presencia
de este escritor es tan viva en nuestra sociedad que continua y no
puede descuidarse, reforzada por su actividad de director de cine. En
suma: una presencia con la cual no se puede no hacer las cuentas por
parte de aquellos que estuvieron en posibilidades de leerlo y que fue-
ron al cine, en una época en que los italianos realmente iban al cine.
Para hablar de confrontaciones cuantitativas: los críticos han contri-
buido y todavía en la actualidad lo hacen a la consolidación de este
mito, por el cual se puede decir que la obra de monumentalización
del personaje y del autor no permite su disminución (esto no signifi-
ca que los críticos hayan sido y sean siempre admiradores de su tra-
bajo, ¡al contrario!). He aquí algunos datos: en 2009 fueron publica-
dos alrededor de quince libros y ensayos sobre él, tanto breves como
trabajos de mayor empeño. En 2010 fueron seis, y se dejaron de lado

245
los estudios breves publicados en revistas al menos en estos mismos
años, que de todos modos son numerosos. Su fama es tal que ha sido
traducido y estudiado en muchísimas lenguas, y se le dedican con-
gresos no sólo en Italia: en 2009 fueron publicadas las Actas de dos
congresos franceses (con el editor Serra que tiene en su catálogo
muchos libros de Pasolini); ni se puede dejar de lado el número de-
dicado en 2010 de la revista Aut-Aut bajo el título de la Inactualidad
de Pasolini. También desde 2007 hay una revista internacional anual
de alrededor de 200 páginas dedicada sólo a él, llamada Estudios Pa-
solinianos, sobre la que salió una reseña de estudios japoneses en
torno su obra y figura. Los críticos literarios italianos más importan-
tes, de diversa manera y con evaluaciones opuestas, se ocuparon de
él (en primer lugar, y uno de los más ilustrados, Gianfranco Contini,
que entendió rápidamente el valor del poeta dialectal reseñando su
obra Poesie a Casarsa, cuando Pasolini era completamente descono-
cido). Entre los más constantes cito a Gian Carlo Ferreti y, por el
tamaño del trabajo desarrollado en la edición de las Opere, Walter
Siti. Dieron su juicio de algún modo los escritores, de Montale a Un-
garetti, Fortini, Calvino y Moravia; de su correspondencia, que no es
de un nivel sobresaliente (pero intrigante en las ambiguas cartas ju-
veniles dirigidas a mujeres donde cubre su homosexualidad), se de-
duce la red de sus relaciones personales con poetas y escritores.
El grueso de sus cartas se encuentra en 1) el Centro de Estudios
y Archivo Pier Paolo Pasolini de la Biblioteca de la Cineteca del
Municipio de Boloña; 2) el Archivo Contemporáneo del Gabinete
Vieusseux en Florencia; 3) La Biblioteca Pública y Centro de Estu-
dios y Archivo Pier Paolo Pasolini de Casarsa de la Delicia; y otras
cartas están en 4) con su sobrina Graziela Chiarcorsi; y 5) en los ar-
chivos de los editores con los cuales Pasolini tuvo que ver, sobre to-
do Garzanti y Einaudi, pero también Mondadori y Bompiani, sin
contar a los privados.
Una pregunta por hacerse es la siguiente: ¿qué queda efectiva-
mente de este poeta-escritor-crítico-periodista-director de cine-autor
de teatro?, ¿cuáles son las páginas vivas hoy de las miles que publicó
cuando vivía e integradas con las publicaciones póstumas? Es una

246
pregunta banal pero que nos pone de tú a tú con el autor, incluso si
es difícil para cualquiera dominar completamente todo su trabajo. En
pocas palabras: como novelista no me parece que haya escrito una
obra literaria de la cual se pueda decir que seguramente queda como
una gran herencia para la posteridad. Sus novelas más aclamadas y
discutidas, la primera y la última, Ragazzi di vita (1955) y Petrolio
(1992), son novelas muy diferentes, y a la vez no tanto: la primera
tiene algún interés sociológico, de la segunda se salvan las páginas
de los encuentros homosexuales sobre las “praderas” y algunas des-
cripciones (a pesar de que técnicamente no son) anti-líricas del am-
biente. Esto no quita que al momento en que parece suscitar un gran
debate, a todos les parece algo oportuno no discutir. Era la presencia
mítica del escritor que arrastraba consigo al libro. Si hay una prosa
aún legible es aquella de los textos juveniles Amado mio y Atti impu-
ri, sobre los amores del joven Pasolini: un cuaderno secreto que qui-
so mantener inédito y que el editor Garzanti publicaría póstumamen-
te en 1982. Incluso como poeta algo extraordinario hay en su prime-
ra producción, mientras que debo confesar que el poema epónimo de
Le ceneri di Gramsci no alcanzo a hacerle una buena evaluación:
intriga la métrica tradicional, la estructura narrativa, la confesión pú-
blica del autor, el ambiente romano popular; todo eso, y el tomar a
pecho cuestiones ideológicas y querer hacer poesía eran paradójica-
mente una novedad a causa de su brillo “de viejo”; pero también un
libro desigual como resulta ser su autor tomado in toto. Algo bueno,
más allá de las poesías juveniles, se encuentra en L’usignolo della
Chiesa cattolica (1958) y en La religione del mio tempo (1961); todo
esto para decir que Pasolini poeta sale mejor librado si es compilado,
cosa que sus editores han entendido.
No me pronunciaré sobre el autor de teatro, que conozco poco,
puedo decir que su cine tiene cosas bellas, como Il Vangelo secondo
Matteo (1964) y Edipo re (1967), al lado a obras perdidas en el ale-
gorismo intelectual y en el exceso de los sobre-sentidos. Una obra
maestra es La ricotta (1963), secuestrado por “vilipendio a la reli-
gión” con su consecuente condena de cuatro meses de cárcel para el
director.

247
El Pasolini enorme es el crítico literario y el periodista; dos ca-
ras de este intelectual de muchas caras. Como crítico era extraordi-
nario incluso desde joven; eso es evidente desde su tesis de licencia-
tura sobre Pascoli (poeta muy ligado a él), a la cual se había dedica-
do en 1944-1945 —¡no era una tesis para el tiempo de la guerra!— y
que fue publicada de manera póstuma en 1993. Además son notables
las dos colecciones antológicas, la primera de 1952 sobre la poesía
dialectal italiana del siglo XX que tuvo una reseña de Montale; la
segunda, el Canzoniere italiano, de 1955. De cualquier modo, sus
primeras intervenciones fueron siempre agudas e innovadoras: en
Passione e ideologia (1960), con ensayos muy diversos, incluso caó-
ticos como el muy osado “La confusione degli stili”, se percibe mu-
cho la lección, altísima, de Contini, mientras que en Descrizioni di
descrizioni (1979), breves reseñas realmente magistrales publicadas
después de su muerte, el lenguaje —incluso para su publicación en el
periódico— es más claro y el discurso más organizado, con mayor
precisión tanto del estilo como del aspecto ideológico de los autores
reseñados. Estos son los juicios sobre su obra o sobre el conjunto de
ella que se pueden dar a casi cuarenta años de su muerte. Sin embar-
go, no creo en los inventarios de tipo positivista darwinianos que de-
terminan “eso que está vivo de lo que está muerto” de un escritor. Es
un catálogo necesario, que indica la aceptación de cierta responsabi-
lidad por parte del crítico, que establece una especie de cotización en
la bolsa de valores de sus obras, pero que necesita ir más allá esfor-
zándose en la definición de la sustancia de su mensaje y de la natura-
leza de su lección.
Si consideramos algunos aspectos de su sociología es fácil acu-
sarlo de tradicionalista, de nostalgia por la sociedad campesina y por
aquella pre-industrial —como por su parte muchos hicieron— pero
es limitarse a la apariencia y, por consiguiente, casi una equivoca-
ción, ya que la sociedad no consumista y campesina se vuelven en
Pasolini piedras de comparación para un diagnóstico despiadado del
presente en cuanto expresan su búsqueda de la autenticidad de la vi-
da, la propuesta de una sociedad en la cual las relaciones humanas
no sean sustituidas por la absurdidad de las relaciones mercantiliza-

248
das. La imposibilidad de reducir los valores a cosas: esto era lo que
le afectaba y que denunciaba en su actividad de moralista. Porque
Pasolini, en efecto, no fue un periodista sino un moralista que escri-
be sobre los periódicos, que es distinto. Es verdad que en sus inicios
había hecho análisis periodísticos, pero poca cosa con relación a la
mole de su perenne debate con la sociedad desde las columnas de los
periódicos y semanarios. Por lo tanto, un moralista. Para intentar una
mejor definición de él, recientemente se ha tomado una dirección
equivocada, oponiéndolo claramente a Calvino: este último habría
sido ultra controlado, cerebral y estratégicamente volcado a construir
sus obras para obtener el favor del público; en cambio Pasolini vis-
ceralmente se exponía sin cálculos. Entre paréntesis, el juicio sobre
Calvino es equívoco ya que su racionalismo era típico de quien no
tiene certeza epistemológica, es decir, de quien sabe que los resulta-
dos de la razón presuponen siempre el límite de la razón misma, y
que cualquier sistematización racional del caos de las cosas es siem-
pre provisional. Además semejantes contraposiciones son poco fruc-
tíferas. A su modo, Pasolini fue un gran estratega que había moldea-
do su trabajo para desafiar a la colectividad y al mismo tiempo exhi-
birse (en los dos verbos no existe algún contenido negativo: todo in-
telectual inventa la forma de su presencia en el mundo). Una lírica
conocidísima contenida en sus trabajos, incluida en L’usignolo della
Chiesa cattolica nos sugiere cuál es su forma específica de existir,
casi una dádiva de sentido al cristo crucificado; cito un extracto: “Es
necesario exponerse (¿esto enseña / el pobre cristo clavado?), / la
claridad del corazón es digna / de cualquier desdén, de cualquier pe-
cado / de cualquier pasión desnuda… / (¿esto es lo que quiere decir
el Crucifijo? / sacrificar cada día la entrega /renunciar cada día al
perdón / asomarse ingenuamente sobre el abismo). // Estaremos pos-
trados sobre la cruz, / al escarnio, entre las pupilas / límpidas de fe-
roz alegría, / descubriendo el irónico goteo / de la sangre del pecho a
las rodillas, / mitos, ridículos, temblando / el espíritu y la pasión en
el juego / del corazón árido en su fuego, / para constatar el escánda-
lo”. Son versos extraordinariamente elocuentes: exponerse, escanda-
lizarse, exhibir la miseria del cuerpo (o sea de sí como individuo)

249
martirizado. Presupuesto absoluto: ser víctima de una injusticia. Pa-
solini, el “pobre Cristo”, será siempre fiel a esta tarea. Por su parte,
en el Vangelo secondo Matteo, la Virgen afligida bajo la cruz es in-
terpretada por la madre de Pier Paolo: la necesidad de ser él, de nue-
va cuenta, un Cristo piadoso para la madre, y la necesidad de hacer
llorar “por sí mismo” a la madre que tanto había llorado por su otro
hijo muerto, Guido. Este elemento exhibicionista, visceral, está en el
fondo de la tragedia personal de este intelectual, pero también de su
escritura por momentos profética, de su apacible crueldad y despia-
dado agnosticismo. No hay duda de que el Cristo que habla con du-
reza y sin piedad en el Vangelo tienen la connotación que Pasolini
quería atribuir a sí mismo como maestro y guía negando al mismo
tiempo —por su íntima contradicción como persona que se definía
absolutamente excepcional y único pero también pobre y solo— el
deseo y el poder ser en algún modo maestro de alguien. En efecto, la
homosexualidad jugaba como síntoma de su diversidad. Pasolini que
desde las columnas del semanario Vie nuove expresa juicios sobre la
familia, sobre la escuela y sobre el catolicismo de los conservadores
es extraordinariamente inteligente pero también inquietante: hay
como un substrato inconfesable detrás de sus juicios en donde se
puede atisbar un elemento profundamente subversivo que jamás pu-
do decir en modo explícito en las columnas de un periódico. Es la
misma ambigüedad que se encuentra en las cartas de juventud a
Bemporad, de quien, repensando aquello, se entiende que le ha escri-
to uno que jamás podría amar a una mujer, si no a la madre, pero que
no podía declararlo a su interlocutora. A veces, en su hablar de pro-
blemas vinculados al sexo, el indicio se vuelve explícita, y ya esta-
mos en los años setenta; como cuando, hablando del aborto, declara
que existen otras formas de sexualidad que no implican el riesgo de
una maternidad no deseada. En este sentido, es necesario aclarar un
aspecto que tradicionalmente ha vuelto a Pasolini un apóstol del anti-
aborto. Me refiero al famoso artículo en el Corriere della sera del 19
de enero de 1975 publicado con el título “Sono contro l’aborto”,
donde habla de la legalización del aborto como “legalización del
homicido”. En efecto, las tonalidades son oscuras, las palabras fuer-

250
tes, la toma de posición —en este primer artículo sobre el tema— es
clarísima, pero también es necesario reparar la defensa de los “se-
xualmente diversos” que terminaron en el lager, y aún más: la invi-
tación a luchar contra la sociedad “sobre el plano de la causa del
aborto, es decir, sobre el plano del coito”. Como sea, su posición pa-
só a la historia, ya que percibida como anti-abortista en absoluto por
los conservadores y por los católicos reaccionarios interesados, en
realidad fue la misma posición del PCI: en el artículo sucesivo (del
30 de junio), en efecto, escribe: “Mi posición sobre este punto […]
coincide finalmente con aquella de los comunistas”, y proseguía: “Es
necesario evitar primero el aborto y, si se logra, es necesario hacerlo
posible en términos legales sólo en algunos casos ‘responsablemente
valorados’”. De ahí que fuese a favor del aborto en ciertos casos bien
definidos; por qué se volvió en absoluto el gran intelectual anti-
abortista forma parte de la mala fe de los conservadores que por ra-
zones instrumentales dejaron de lado excepcionalmente su odio en
las confrontaciones de un intelectual que siempre han desconocido y
maldecido.
Se puede decir vulgarmente que Pasolini “no se contenía”: fren-
te a sucesos graves y generales era imposible pedirle que no reaccio-
nase diciendo lo que pensaba y hablase de otra cosa, quizá haciendo
consideraciones inteligentes pero no sincronizadas sobre cuanto ha-
bía sucedido. Citemos un solo caso: en 1968 tiene el encargo de re-
dactar la rúbrica “El Caos” sobre el semanario Il Tempo, donde debía
ser sobre todo un “bote pronto” con los lectores sobre argumentos de
actualidad. Sin embargo, el 20 de enero de 1970 el director Nicola
Cattedra le escribe que la rúbrica sería suspendida momentáneamen-
te porque Pasolini se ocupaba de “temas específicamente políticos,
es más diría que técnicamente políticos”, y en marzo se concretaba el
término de la colaboración, de hecho interrumpida desde enero, dado
que los lectores manifestaron su disenso en las confrontaciones de
sus escritos; y aducía problemas no políticos pero de lenguaje (una
disculpa absurda, obviamente, en noviembre de 1972 Pasolini reto-
maba su colaboración con el semanario con una columna de crítica
literaria, por consiguiente, “más difícil”). Y no es que Pasolini acer-

251
tará siempre: de un texto mecanografiado que encontré hace años y
que luego no fue publicado parece que él, en una reacción apurada,
estaba convencido en el involucramiento de Valpreda en la matanza
de Milán de diciembre de 1969.64 Pero este es otro discurso.
Pasolini fue el primero en acuñar algunas metáforas que perma-
necen en el lenguaje común: la distinción entre historia italiana “an-
tes de las luciérnagas” y aquella posterior identificada como un pasa-
je de época, conjuntamente de naturaleza ética y antropológica, sa-
cando a luz las dos formas contrastantes de nuestro estar en el mun-
do: la de la armonía con la naturaleza y la de la devastación urbana.
Lo que pensaba Pasolini de un país que ha construido en los últimos
cincuenta años más que en los diez siglos precedentes está contenido
en esta fórmula. Además, el “palacio” como metáfora de la lejanía
del poder frente a los ciudadanos. Era necesario ser agudos para sa-
car a la luz hace cuarenta años lo que se ha vuelto el gran problema
de Italia en su época contemporánea. Asimismo para algunos parece
una profecía el hecho de pronosticar la matanza de Boloña que tuvo
lugar cinco años después de su muerte: en cambio era la huella de su
gran inteligencia, ya que anticipó los movimientos de quien habría
actuado efectivamente: para debilitar a la izquierda era necesario
demostrar la vulnerabilidad de su fortaleza simbólica. Así pues, in-
cluso la insistencia anafórica de su famoso artículo “Yo sé. / Yo sé
los nombres de los responsables de aquello que es llamado golpe”,
que es una obra maestra de retórica en la cual la serie de los enun-
ciados cognitivos se concluye con el famoso pasaje: “Yo sé. / Pero
no tengo las pruebas. No tengo ni siquiera indicios. / Yo sé porque
soy un intelectual, un escritor, que intenta seguir todo aquello que
está pasando”. Obra maestra de retórica pero también de inteligencia
y de aquello que una vez se llamaba “compromiso civil”. El único, el
más agudo que se quedaba en los intersticios para decir en modo di-

64 El autor hace referencia a la matanza de Piazza Fontana (Milán, Italia) en 1969,


atribuida a grupos anarquistas, donde militaba precisamente Piero Valpreda y que
funge como inicio de los llamados “años de plomo” en Italia, que corren a lo largo
de la década de los setenta y se “clausuran” en 1978 con el asesinato del entonces
líder de la democracia cristiana, Aldo Moro (nota del traductor).

252
recto y claro —directo como el lenguaje duro e inconfundible del
Cristo del Vangelo secondo Matteo— su verdad. El último contra
todos, y por lo tanto una víctima potencial. Pasolini decía aquello
que todos nosotros podríamos suscribir: incluso nosotros sabíamos
que de jóvenes gritábamos en las plazas todos los nombres, pero no
teníamos las pruebas. Esta condición típicamente intelectual de per-
cibir la verdad sin poderla demostrar en detalle era la condición más
difícil, incluso la más peligrosa. Pasolini escribe para todos, y lo pa-
gó. A casi cuarenta años de distancia nos deja como herencia el cora-
je de la impotencia, aquella agresividad de una persona que se sentía
sola, culpable e indefensa y por lo tanto potencialmente una víctima
sacrificial. Amado y no amado al mismo tiempo por todas las perso-
nas burguesamente “rectas” se demuestra aún una vez por lo que
siempre fue: un iluminado y trágico agitador, uno que logra desper-
tar los sentidos de culpa en aquel que sabe que cedió el espacio a las
fuerzas negativas subversivas a cambio de un vivir sosegado, por
renuncia psicológica, por falta de coraje, y por lo tanto, de inteligen-
cia. Cuántas ocasiones en estas décadas nos hemos dicho “nos falta”,
con la certeza de que su diagnóstico inteligente y audaz de los graves
hechos sucedidos en Italia, y que aún suceden, nos habría iluminado.
Y esta es la única pero feliz certeza: no podremos liberarnos jamás
de él.

Traducción de Israel Covarrubias

253
Eros y anomia en Georges Bataille

EDGAR MORALES *

Desde las postrimerías del paleolítico es irrefutable la presencia


de lo que podemos llamar una “simboepidermis” en el ser humano,
una naturaleza exomorfa que se monta sobre las condicionantes in-
mediatas del cuerpo. Esta simboepidermis opera como máscara es-
tructural que funciona como escudo protector contra la intemperie de
un entorno carente, en sí, de orientación simbólica. En tal conforma-
ción temprana de lo humano los referentes primarios del “sentido”
comienzan a ser problematizados, es decir, comienzan a ser afronta-
dos como proyectos de trabajo espiritual, de apuntalamiento del
mundo a través de significados que se presumen permanentes y “na-
turales”. A propósito de clarificar este asunto traigamos a las mientes
Le suicide de Émil Durkheim, en tal ensayo sociológico se tipifican
tres casuísticas básicas de la interrupción voluntaria de la vida, la
primera y más extendida tiene su asiento en el carácter “egoísta” que
considera insufrible todo tipo de pérdida (salud, status, posición eco-
nómica…); la segunda se ubica en el carácter “sacrificial” de la per-
sona que considera que su muerte propicia la remisión de una trage-
dia (considerada mayor a la de su propia muerte); y la tercera, la más
atractiva desde la óptica del sociólogo francés, relativa a las situa-
ciones de pérdida de cohesión subjetiva con el plexo social, en las
que las fuerzas de las principales instancias de significación se some-
ten a las fracturas de una actitud escéptica que actualiza un estado de
anomia presocial, de desconfianza frente al horizonte de significados
que hacen posible el funcionamiento de la realidad. De esta última
esfera se desprenden interesantes hipótesis de trabajo sociológico,
por ejemplo la posibilidad de considerar a la sociedad como la reali-
dad humana, “la realidad” fuera de la cual no hay posibilidad de
producción y reproducción de significados. Vivir en sociedad impli-
ca ajustarse al andamiaje orientador que sustenta la gran muralla que

254
separa-protege al clan de una “exterioridad” anómala, amorfa y di-
solvente. Quien se atreve a desanudar las cuerdas mentales que lo
mantienen ubicado en el domo de los significados se somete al cause
de un río turbulento que termina en la insania, atravesando previa-
mente por las estaciones del colapso racional, el descomprometi-
miento ético y la desorientación afectiva.
Quisiera poner este escenario como horizonte de interpretación
del fenómeno erótico según lo presenta Georges Bataille. En el libro
Las lágrimas de Eros el autor pretende defender, a través de un en-
tablamento básico de la historia del erotismo, una noción de lo eróti-
co como disidencia del orden establecido por una civilización funda-
da en las nociones de fin, utilidad, trabajo, cálculo y racionalidad. El
hombre prehistórico, se nos comenta, ha dejado suficientes elemen-
tos que permiten reconstruir grosso modo su mentalidad, y esto se
aplica por igual al erotismo. Bataille, por ejemplo, se centra en algu-
nas especulaciones a partir de una escena rupestre hallada en las gru-
tas de Lascaux, aquella en donde se presenta un bisonte herido de
muerte (sus entrañas se desparraman a causa de una herida por fle-
cha) frente a un hombre con cabeza de pájaro cuyo falo erecto está
claramente marcado y que puede ser interpretado como muerto por
una embestida del bisonte. Esta escena es coincidente, o al menos así
lo cree el pensador francés, con la leyenda bíblica del pecado origi-
nal, pues convergen en el mismo plano simbólico la conciencia de la
genitalidad y de la muerte, la culpa, la tragedia y el trabajo.

En las lianas de un marxismo heterodoxo


Para Bataille todos los vestigios prehistóricos apuntan a una ca-
suística laboral de la cultura humana, no hay hombre, tal como lo
conocemos, sin fuerza de trabajo, sin concreción de esa fuerza en la
manipulación-transformación del entorno, y en esto es completamen-
te dócil al análisis hegeliano marxista aprendido a través de Alexan-
dre Kojève, apuesta todo a la tesis de que “el trabajo es el fundamen-
to del ser humano”; por la vía de la conciencia laboral se despegó la

* Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

255
humanidad de la animalidad, entró a un mundo nuevo, el entorno
dejaba de ser ese espacio de percepciones ligadas a actitudes instin-
tivas más o menos inmediatas, el hombre ya no vivía más en el mun-
do de la “inmanencia” animal, desde entonces comenzó la habitación
de una realidad compleja. Justo aquí entra nuestra lectura, el trabajo
es esa segunda naturaleza que ha obligado al hombre a plegarse fren-
te a un entorno que se ha convertido en horizonte de enigmas frente
a los cuales despliega sus mejores armas culturales para asirlo, echa
mano de todo cuanto esté tamizado por la persecución racional de
fines, pues esto es lo que le enseñó la actitud laboral al ser humano,
obrar de acuerdo a un plan, una utilidad, un beneficio. Y tales fines
sólo son creíbles en el contexto de una lógica comunitaria que, lle-
gada al clímax de sus exigencias, sacrifica la vida interior en aras de
la comunicación del homo faber cuyo trabajo es la matriz del nomos,
su pivote, desde el que se determinan las formas de lo inteligible, lo
racional, lo humano.
El trabajo nomizador emparejó toda actividad bajo el yugo de la
conciencia de la utilidad, y esto se impuso por igual en el ámbito de
la sexualidad. La fruición instintiva del animal permanecía en el
cuerpo humano, pero éste se había separado significativamente de
ese entorno bestial, se había hecho discontinuo y trascendente en re-
lación a él. El conflicto se hizo patente cuando la exterioridad de la
norma imponía a los cuerpos la acotación reproductiva, el fin de la
multiplicación utilitaria del clan; la sexualidad se sometió al dominio
de esa exterioridad, y con el paso del tiempo se acostumbró a la me-
tamorfosis sustitutiva del “sentir rico” por el “sentir útil”. Un orgas-
mo no beneficia al clan, un hijo sí (virtual cazador, recolector, gue-
rrero…). Esta ha sido la lógica histórica de la expulsión de la volup-
tuosidad del horizonte del nomos, voluptuosidad que permanece en
los registros del cuerpo y que sobrevive en cada individuo no obstan-
te la afrenta moral que conlleva. El único uso conveniente de la se-
xualidad es el que se somete al fin reproductivo, de ahí que toda ac-
ción sexual que esté desprovista de la inteligencia comunitaria está
condenada por el derroche extático que conlleva, pues no incrementa
la ganancia, no fortalece al clan, no acaece a la luz del nomos-

256
realidad.
El erotismo es la sombra de la sexualidad, su retorno simbólico
a la inmediatez inconsciente, es una pérdida (de utilidad) y un exceso
(de gasto). Así entendido se puede comulgar con Bataille cuando
afirma que “el deseo ardiente se opone a la vida”, afirmación des-
concertante prima facie, y es porque el deseo erótico, atrincherado
en las sombras periféricas del nomos, es una amenaza a la norma que
resguarda celosamente “la vida” (y sus consortes: la verdad, la razón,
el bien, la belleza, la serenidad). Georges Bataille no repara en mati-
ces cuando ubica al erotismo en el horizonte de “lo diabólico”, y si
bien tal noción es deudora de la tradición cristiana, como bien acota
Bataille, sirve para marcar lo erótico como dimensión contradictoria
con “la vida”. El individuo que se entretiene más de la cuenta en la
inutilidad del placer se expone a la seducción de las fuerzas disol-
ventes de la existencia humana, corre el riesgo de dar la espalda a un
mundo que lo ha constituido como fuerza laboral productiva y, por
ende, de perder las convicciones sobre las que descansa el mundo
racional, mismo que pierde, conforme avanza la fruición en la inuti-
lidad, su poder de aglutinación en el anonimato colectivo en donde
sólo hay lugar para una imagen monolítica de la realidad.

La voluptuosidad del delirio


El erotismo es herético por antonomasia, opone el cuerpo del
placer al cuerpo del trabajo, fustiga los cimientos mismos de la men-
te civilizada, golpea duro contra el perfil de la serenidad con los
martillos de los gemidos en los que confluyen las risas agónicas y las
lágrimas consonantes de la pequeña muerte. El plano mortuorio abre
su manto para acoger la conciencia erótica de la manera más trágica
posible pues, a diferencia del animal desprovisto de conciencia de
muerte, el hombre desfallece ante un mundo indiferente al deseo de
la perpetuación del gozo. En el erotismo no hay salvación, pues
mientras todo proyecto de redención implica la consagración de los
artificios del colectivo y el deseo de permanencia en los significados,
el erotismo es la fuga semántica, la renuncia al fin utilitario, la antí-
poda del trabajo. De ahí que la actividad erótica esté nimbada con la

257
angustia que se instala en el momento mismo del abandono de los
hábitos de orientación social, de significación del entorno, de cons-
trucción de “la vida”. Tal angustia revela cuán dependiente somos
del nomos, cuán difícil es el retorno a la indiferencia, a la continui-
dad de la inmanencia, y nos coloca de frente a la sensación del ab-
surdo, y es que somos a fin de cuentas (hemos llegado a ser sólo)
conciencias en las que el nomos ha inoculado milenios de pavor a la
carencia de sentido ontológico.
El erotismo es pues una empresa de lo imposible, y esto vincula
la voluptuosidad al delirio, al enloquecimiento de una razón excesiva
que se ha vuelto contra sí misma a través de la conciencia de no sa-
berse ella su propio fin. La razón batailleana es, de esta manera, la
clausura del poder omnímodo de la norma, el desdibujo de un nomos
que se sabe contingente y secundario, una razón con minúsculas que
se ha separado de los afanes positivistas, razón casi contradictoria
que termina por ser ubicada en el pabellón de las nimiedades. En su
lugar irrumpe con violencia el deseo, pero no sólo en su clásica mo-
dalidad genital, sino en complicidad lúdica con todo aquello que li-
bera al individuo de la tensión verticalizante del nomos social; el
erotismo, como ámbito por excelencia del placer, encabeza una nue-
va conciencia, lúdica, violenta y compleja que se reapropia del cuer-
po arrancándoselo al imperio utilitario. Lo imposible es el arranca-
miento total, la devolución sin hipotecas, la vida en la muerte.
Lo imposible es bifronte, es desideratum enloquecido de con-
junción vital y mortuoria, dialéctica del deseo que se resuelve en
muerte (“muero porque no muero”), plataforma de un éxtasis orgás-
mico que no es sino una “petit mort”, una temporal entrega a la in-
manencia de los cuerpos, un olvido contingente, violencia espasmó-
dica que conduce a la atopía de la locura. Por estas razones Bataille
insiste en la demarcación por lágrimas, en su goteo trágico sobre las
pieles del deseo, en la violencia que vierten sobre el curso cotidiano,
pues de no ser así no comportarían experiencias “al límite de lo po-
sible”, experiencias ensordecidas por el estruendo de la caída en los
múltiples abismos de la vida interna.
Y es que en las lágrimas, como en las risas francas, Bataille en-

258
cuentra una fuga significativa de la energía requerida por el nomos
de la utilidad, se trata de excedencias que recuerdan nuestra perte-
nencia a una naturaleza donde se dan los más enfebrecidos derroches
de vitalidad y exhuberancia, fuerzas invertidas en el dispendio mayo-
ritariamente improductivo. Las afecciones emocionales puestas en
juego por la experiencia erótica son, de esta manera, registros de la
inmanencia que grita en los cuerpos el imperativo de vivir los instan-
tes como eternidades ilimitadas, como orgías desbordantes, y este es
justo su peligro para el nomos, actualizar un vitalismo desbocado
capaz de dinamitar los diques de los interdictos que presionan al in-
dividuo.

Disolución y disolutos
Es claro que para Bataille todo interdicto es sello de la mentali-
dad laboral, por lo mismo su valor es relativo (al aspecto comunita-
rio), y es la iluminación, por defecto, del camino de retorno a la in-
manencia de la vida interior a través de su necesaria trasgresión. Por
esta razón se debe desconfiar de la patologización a priori de todo
intento de reversión de la norma, del afán adaptacionista de los dis-
cursos mayoritarios del psicoanálisis y la psiquiatría. Por el contra-
rio, la trasgresión del interdicto debe ser leída como el triunfo parcial
de la excedencia contra la parálisis de la subjetividad, tal como suce-
de en las fiestas sagradas en donde se fractura temporalmente el or-
den establecido y se permiten todo tipo de licencias. La convicción
batailleana es que el interdicto está ahí justo para ser violado, el tabú
vale en tanto preformación de la anomia de lo sagrado que irrumpe
justo en su violación.
Pero el violador no debe conformarse con la trasgresión contro-
lada de la fiesta, debe entregarse a la seducción de la desobediencia
en tanto ésta lo dirige de regreso a sí mismo, debe someterse a la
caída que representa la exposición al mal. Esto es particularmente
violento en el caso del erotismo, campo de disolución progresiva y
mortal, tal como lo vemos concretado en disolutos paradigmáticos
como el Marqués de Sade, Gilles de Rais o Erzsébet Bàthory (o en
personajes literarios como Justine, Simona, Madame Edwarda, y un

259
largo etcétera), sujetos donde confluyen voluptuosidades anómalas y
todo tipo de excesos que marcan su máximo rechazo a la disconti-
nuidad de la vida moral. “Se trata de introducir, dentro de un mundo
fundado en la discontinuidad, toda la continuidad de la que este
mundo es susceptible” (Bataille, 1997: 33), de arrancar al sujeto de
“la vida” (es decir, del nomos que llamamos “vida”), aún cuando es-
to implique la más dolorosa trasformación, pues arrancar al ser de la
discontinuidad es siempre lo más violento. Quien se adentra en este
mundo debe ser capaz de ver más allá de las imposturas personalis-
tas que hacen del otro un simulacro, un imperativo de negación del
placer, y en sentido inverso debe abrir la posibilidad del escándalo,
la conducción del otro a su propia muerte mediante el derrumbe de
sus convicciones o bien, situación extrema, a través del asesinato
(como el mismo Bataille lo planeaba con su consciente amante en la
temprana conformación de la sociedad secreta de los acéfalos).
El amor erótico es “un movimiento de pérdida rápida, que se
desliza aprisa hacia la tragedia, y que no se detiene más que con la
muerte” (Bataille, 1997: 330), punto final cuya dicha debe ser nece-
sariamente ininteligible, ingreso en la continuidad indiferente de la
que ahora sólo podemos asir su aguda conciencia con los brazos del
dolor, pues no hay otra opción aquí ahora, “no tenemos otra salida
aparte de la conciencia” (Bataille, 2006: 108). Por esta razón el ero-
tismo batailleano no debe ser anclado en las playas genitales, sus al-
cances son mayores, apunta a una conciencia hipercompleja que ha-
ce explotar un misil sobre el orgasmo fisiológico para lanzarse hacia
esa zona del deshacimiento en donde se pierden las referencias a
significados exclusivos y donde los placeres devienen antípodas uní-
sonas con el dolor, zona de vértigo donde coexisten todas las posibi-
lidades. Esta es la llamada “experiencia interior”, experiencia al lí-
mite de la vida, fracturación del interdicto que abre las puertas a la
autognosis de una intimidad “santa, sagrada y nimbada de angustia”
(Bataille, 1991: 56). Pero se debe tener cuidado en su interpretación,
no se trata de una “experiencia mística”, tal como se le entiende
usualmente, pues no posee adherencia doctrinal ni compulsión pro-
batoria de validez moral, es más bien una experiencia de libertad so-

260
berana, de soledad frente a las tradiciones, comunión con una intimi-
dad que ha dejado de ser tomada como “objeto”. De hecho es una
experiencia análogamente inversa a la mística doctrinal, es decir, la
experiencia de un Dios que se resuelve en Nada, sin forma y sin mo-
do, que hunde al sujeto hasta su disolución.

La soberanía de un nuevo místico


Tales son las ideas centrales que atan a Bataille al regazo de la
tradición mística, encuadre que le valió el escarnio de algunos inte-
lectuales (es conocida la polémica que intentó levantar Sartre contra
Bataille con el panfleto Un nuevo místico). Pero Bataille nunca se
incomodó con el epíteto de “místico”, al contrario, supo evidenciar
con tales embates la ridiculez de los prejuicios dogmáticos sobre los
que descansamos y la idiotez de las operaciones dicotómicas con las
que simplificamos la realidad. Pero es un hecho, la comprensión del
erotismo es inaccesible a quien desconozca la fenomenología del
éxtasis reportada por la historia de las religiones, pues con ella el
erotismo comparte la violencia contra la lógica de lo profano, el deli-
rio ambiguo que se debate entre la sensación y la apatía, la seducción
del silencio, la urgencia del sacrificio, el vaciamiento del “yo”. La
experiencia interior busca llegar a su límite, rozar lo absoluto, poner
en circulación la posibilidad del éxtasis superlativo en las entrañas
del vaciamiento. Dicha experiencia sucede allende la piel desnuda
incapaz de transfixión, pues el erotismo de los cuerpos debe ceder
frente al erotismo sagrado, en palabras de Malcolm de Chazal (ex-
traídas por Bataille): “Cual un pez perseguido que bajo el efecto del
miedo siente que ‘se vuelve agua’, así en la persecución mutua que
es la voluptuosidad —miedo a la alegría, alegría del miedo— los
cuerpos se licuan en las aguas del alma, y somos todo alma y muy
poco cuerpo […], la voluptuosidad es pagana al comienzo y sagrada
al final. El espasmo proviene del otro mundo” (Bataille, 2004: 97).
Tal es la conciencia erótica, vida del espíritu que ha conseguido
su soberanía no importando la dislocación del mundo, es la concien-
cia del excedente que se nos presenta como destino exhausto, aniqui-
lación del cuerpo profano y ascenso de la materia embriagada de éx-

261
tasis, conciencia dialéctica del encanto festivo y del horror fúnebre,
cólera ardiente de la cruel belleza de “lo irreal”. En esto consiste, si
valen tales líneas como “descripción poética”, lo que Bataille entien-
de por soberanía, sacra indiferencia que renuncia al dominio del
mundo, afirmación absoluta del escurridizo presente.
La soberanía erótica se afila contra los convencionalismos sexo-
lógicos y configura una ontología, una peculiar filosofía nocturna
que invierte las valencias axiológicas de la razón occidental, cons-
truida con una conciencia “maldita”, conciencia que retira de la
muerte el dolor solar, que desintoxica la razón de los ansiolíticos de
las terapias verbosas. Y si bien el estilo batailleano pareciera caer la
mayor de las veces en manierismos exagerados, y con ello exponerse
al desmerecimiento “científico”, esto sucede en la medida del some-
timiento al imperativo de una dramatización que marca la elección
por la vía ardua. El bosquejo de la soberanía erótica a lo lejos parece
ingenuamente salvaje, acostada en la simplicidad del afecto románti-
co, pero es más que eso, es la transfiguración de Dionisos como filó-
sofo (no como simpático borracho de banqueta), es el umbral de una
conciencia compleja capaz de usar críticamente la racionalidad con-
tra los miembros esclerotizados del logos, pues “la razón es la única
que tiene el poder de deshacer su obra” (Bataille, 1990: 60), es el
advenimiento de la sensación de incompletud del pensamiento, insa-
tisfacción antimoderna que somete todo al filo de la duda.
El pensamiento batailleano es radical como pocos, es la aplica-
ción del mazo contra los cimientos de la cultura tout court, pues “es
esencial para los hombres llegar a destruir este servilismo al que se
aferraron, por el hecho de que edificaron su mundo, el mundo hu-
mano, mundo al cual estoy unido, del cual proviene mi existencia,
pero que […] lleva con él una suerte de carga, algo infinitamente
pesado que está en todas nuestras angustias y que de alguna manera
hay que destruir”. Debemos aprender a “deshumanizarnos”, a aban-
donar la confianza en la acción habituada a la consecución de fines,
pues si queremos la soberanía debemos derribar los modelos exclu-
sivos de integración y leer con suspicacia el orden promovido por las
instituciones secretoras de significados trascendentes. Por esta razón,

262
como hemos mencionado, aquí no hay salvación, pero tampoco
“perdición”, la orientación está ausente, los motores normativos es-
tán apagados, y la anomia resultante es un monstruo vaciado de sen-
tidos y voluntades.
El imperio de la felicidad, pecera doméstica llena de virtudes, se
opone al cumplimiento de la soberanía, es usual la defección trágica
que pone freno al retorno a la inmanencia. Es el miedo la única sen-
sación que puede vetar el derecho a la autoapropiación soberana; el
terror de la inteligencia revela su enervación ante la disolución de los
significados que cohesionan al colectivo, tal es la lógica del despre-
cio a los giros poéticos y a las prácticas eróticas condenadas a la
inercia silente. La inutilidad de la poesía es la mentira de los cuer-
pos, es el desfiguro de la sobriedad, el escándalo de la salud. Y al
parecer no hay otra opción, Bataille es consciente del artificio con
que planeamos la fuga, no hay salida real, no al menos a través de la
conciencia que nos mantiene humanos. Pero dicha “imposibilidad”
lejos de amilanar a nuestro autor lo espolea para construir una con-
ciencia iluminada por el negro sol que cubre, con el manto de la in-
significancia, los puntos nimios y que hace refulgir la muerte impo-
seíble y desposeedora, pues “la decepción es el fondo, es la última
verdad de la vida” (Bataille, 1988: 97).
Si la decepción es la silueta final de la conciencia batailleana se
nos antoja decir que nuestra generación es el cumplimiento de tal
propuesta, pero en forma pedestre. Hoy, medio siglo después, lee-
mos a Bataille con la nostalgia del ciego, del mitógrafo, hemos per-
dido la capacidad de herejía, nuestros interdictos son tan precarios
que hacen vacua toda rebelión, hemos adquirido la capacidad de se-
renarnos frente a las deyecciones más vulgares. Ya no duelen los ra-
yos solares, el gemido del placer que antes estallaba en las bóvedas
sacras ha sido absorbido por la ausencia de mitos (único mito inevi-
table). Aún así, aquel terror que sacudía a Bataille es el nuestro en
los días en que se nos fractura de nuevo el subsuelo de la existencia.

Bibliografía
Bataille, G. (1988), El Aleluya y oros textos, Madrid, Alianza.

263
_____, (1990), L’expérience intérieure, París, Gallimard.
_____, (1991), Teoría de la religión, Madrid, Taurus.
_____, (1997), El erotismo, México, Tusquets.
_____, (2004), La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944 –
1961, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora.
_____, (2006), Les larmes d’Éros, París, Éditions 10/18.

264
Estado, venganza y justicia
en Friedrich Nietzsche

HUGO CÉSAR MORENO HERNÁNDEZ*

Lazo social/lazo político


La construcción de un cuerpo político, en clave nietzscheana, no
corresponde necesariamente a la constitución de una sociedad o co-
munidad, es decir, a la congregación de individuos enlazados entre sí
como cuerpo orientado por una voluntad colectiva. Si bien, en ambos
casos el tejido de la relación es con el hilado de las relaciones de
fuerza, lo político sucede en un momento posterior a la consolida-
ción del lazo social (esto en oposición a toda teoría contractualista).
De este modo, ¿cómo se constituye el lazo social? Para responder, es
necesario comprender el concepto voluntad de poder nietzscheano:

Nietzsche llama voluntad de poder al elemento genealógico de la fuerza.


Genealógico quiere decir diferencial y genético. La voluntad de poder es el
elemento diferencial de las fuerzas, es decir, el elemento de producción de
la diferencia de cantidad entre dos o varias fuerzas supuestas en relación.
La voluntad de poder es el elemento genético de la fuerza, es decir el ele-
mento de producción de la cualidad que pertenece a cada fuerza en esta re-
lación. La voluntad de poder como principio no suprime el azar, al contra-
rio, lo implica, ya que sin él no tendría ni plasticidad, ni metamorfosis. El
azar pone en relación las fuerzas; la voluntad de poder es el principio de-
terminante de esta relación. La voluntad de poder se suma necesariamente a
las fuerzas, pero no puede sumarse más que a fuerzas puestas en relación
por el azar. La voluntad de poder comprende al azar en su centro, sólo ella
es capaz de afirmar todo el azar (Deleuze, 2002: 77-78).

La voluntad de poder hace diferencia en la relación. Una volun-


tad de poder, con sus fuerzas en relación, en tensión, domina o es
dominada, es decir, se enlaza con otra como dominante o dominada.

*Profesor investigador de tiempo completo en el Instituto de Ciencias Sociales y


Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla.

265
Ahí, el lazo social se crea a partir de una conexión. El lazo es móvil,
cambiante, en tensión permanente, lo que le permite mutar según se
relacionen las fuerzas pero sin trazar u organizar un derrotero único,
un camino dirigido. En ese sentido, el lazo social plástico no genera
jerarquías sociales, acaso la superioridad de las fuerzas activas, que
activan y crean y es en la creación que devienen otras. Esto siempre
implicando al azar. El azar es dibujo de explosión. El sujeto así rela-
cionado, así atado, es un sujeto explosivo, como la vida en sentido
nietzscheano. No converge dentro de sí, sino fuera de sí en una rela-
ción de fuerzas, en una relación voluntariosa donde el poder, en el
sentido spinoziano, es tanto para afectar como ser afectado.
Los sujetos se relacionan y movilizan conformando un lazo so-
cial motivado por la voluntad colectivizada únicamente en el lazo.
La jerarquía sólo es de relación de fuerza, de imposición uno a uno,
de contrato entre iguales o cercanamente iguales en fuerza y volun-
tad para ejercerla (libres). Lo político sucede en el encuentro de esta
fuerza colectiva con otra según una relación diferenciada por el
quantum de poder. Una vencerá a la otra, pero sin suponer una dia-
léctica amo-esclavo hegeliana, sino una circularidad de relación de
poder y dominación de la fuerza más grande sobre la fuerza más dé-
bil. Un continuum virtuoso capaz de configurar un lazo político. Un
Estado.
En La genealogía de la moral Nietzsche deja claro cómo ob-
serva el origen de lo político mediante la creación del Estado, como
un encuentro de belicosos hombres libres sin mala conciencia para
ejercer su voluntad de poder, su deseo de dominar, con una masa de
hombres aún sin lazo social fuerte, es decir, sin una voluntad de po-
der colectiva, sin un lazo de igualdad que les permitiera luchar o sen-
tir la pulsión de ejercitar su fuerza, su voluntad de poder sobre aque-
llos que les enfrentan y violentan:

He utilizado la palabra “Estado”: ya se entiende a quién me refiero —una


horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y
de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de orga-
nizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población
tal vez tremendamente superior en número, pero todavía informe, todavía

266
errabunda. Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el “Estado”: yo
pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con
un “contrato”. Quien puede mandar, quien por naturaleza es “señor”, quien
aparece despótico en obras y gestos –¡qué tiene él que ver con contratos!
(Nietzsche, 2002: 111).

La función del Estado es, entonces, promover un derrotero vital


donde gracias a la relación desigual entre dominantes y dominados la
sociedad permita, ya controlada por un orden político, el desarrollo
de una casta fuerte, virtuosa y creadora según un orden jerárquico
funcional, en el sentido de cumplir la finalidad última de la política
según Nietzsche, es decir, preparar la superación del Hombre. Como
expresa en el Estado griego, la relación Estado-sociedad sucede en
la tensión de transformación para conseguir el orden desigual: “Pue-
de que el impulso de la sociabilidad en los individuos sea tan fuerte
que sólo la tenaza del Estado obligue a la gran masa a que aquella
separación química de la sociedad, con su nueva construcción pira-
midal, tenga que realizarse” (Nietzsche, 2004: 98-99). Este proceso
de disolución del lazo social o, pensemos aquí dicho lazo más en el
sentido de lazo comunitario según el análisis de Roberto Esposito en
Communitas (2005), aparece como la función inmunitaria del Estado
para establecer el orden político y la relación con el soberano o los
soberanos, es decir, la clase dominante frente a la masa dominada
(esclava). Sólo un Estado así permitirá, desde la perspectiva nietzs-
cheana, un “progreso” vital, es decir, activo y orientado a la vida, no
al nihilismo como sucede con el lazo político en la modernidad. En
este sentido, Nietzsche, en el aforismo 235 de Humano, demasiado
humano, dice: “El estado es una astuta institución para la protección
de los individuos unos contra otros: si se exagera su ennoblecimien-
to, acabará por debilitar, más aún, por disolver al individuo, es decir
por frustrar de la manera más radical el fin originario del Estado”
(Nietzsche, 2007: 157). En términos de la teoría política hobbesiana
(Hobbes, 2003), el Estado surge para proteger al hombre de la otre-
dad inmediata, cualquier otro hombre, siembre su lobo. La otredad
Estado triangula la relación entre los seres humanos para evitar su
destrucción mutua. Con Locke (2005) la triangulación es interioriza-

267
da a través de la ciudadanía, pues la relación con la otredad Estado
deja de ser súbdito-soberano, para pasar a ciudadano-gobernante-
que-a-su-vez-es-ciudadano. De esta manera se asientan las bases pa-
ra el Estado moderno y el desarrollo de la democracia, donde el de-
recho de ciudadanía implica libertad e igualdad.
La transición desde la desigualdad sociedad-Estado, como lazo
político y social resultado de relaciones de fuerza, lucha y confronta-
ción hacia el acuerdo, dominación, disolución y el proceso de arran-
car el derecho a vengarse como relación contractual inicia, para
Nietzsche, con la muerte de la tragedia (2005), ejecutada por Euripi-
des y Sócrates al sentar las bases del proceso civilizatorio que define
a Occidente y la modernidad (lo que he llamado la cadena nietzs-
cheana, ver Moreno, 2010). No existe un pacto o acuerdo entre los
individuos, sino la imposición de un orden y la posterior difumina-
ción del ejercicio de poder de los nobles en una relación política en-
tre ciudadanos con derechos iguales. El contrato social es sólo una
forma para decir expropiación de derecho a relacionarse directamen-
te con el otro y la formación de una mediación terciarizada por el
Estado que imparte justicia. La justicia no es “justa”. No tiene un
origen justo, mucho menos natural, es el invento de unas fuerzas re-
lacionadas que enlazan de otra manera la calculabilidad de los suje-
tos en un cara a cara:

Si se ha comprendido cómo nació el sentido de la equidad y la justicia, tie-


ne que contradecirse a los socialistas cuando hacen de la justicia su princi-
pio. En el estado natural no vale la proposición “lo que es justo para uno, lo
es para el otro”, sino que, en tales circunstancias, lo que decide es el poder.
En la medida en que los socialistas quieren la subversión total de la socie-
dad, apelan al poder. Sólo cuando los representantes del orden futuro se en-
frentan en la lucha con los del orden antiguo y ambos poderes se encuen-
tran con una fuerza igual o semejante, son posibles los acuerdos, y, sobre su
base, nace más tarde una justicia. No hay derechos humanos (Nietzsche,
2004: 140-141).

La justicia como la posibilidad de pagarlo todo, de evitar el en-


venenamiento producto de diferir el cobro desaparece con la erec-
ción de un Estado y la implementación de un lazo político, ya sea de

268
vasallaje o ciudadanía, la venganza conversa en justicia supone la
cualidad exclusiva del Estado para impartir castigo o imponer jui-
cios. Sin embargo, en el primer caso, el Estado deja a los iguales en
sus circunstancias de relación, en el segundo, el Estado está diluido
en el interior de los miembros que le componen. La imagen del Le-
viatán de Hobbes no yerra aquí, cada cuerpo, cada individuo clara-
mente delimitado, individualizado en la masa, es parte del cuerpo, el
error está en el cuerpo antropomorfo, pues el cuerpo del Estado mo-
derno es heterocéntrico, sistémico, no jerárquico, sino funcionalmen-
te diferenciado en términos de una horizontalidad de igualdad. De
esta manera diluye la presencia de los dominantes para producir una
informe masa dominada-sin-dominantes, esclavos-sin-amos.
El lazó social anterior al lazo político descrito por Nietzsche en
La genealogía de la moral se tensaba a través de los contratos fron-
tales entre las subjetividades lanzadas hacia fuera, hacia el otro, de-
jando la tasación de la justicia como forma de saldar deuda a como
fuera lugar. Justo era que todo podía ser recuperado, que el deudor
podía saldar y dejarse del peso para seguir siendo superficial y orien-
tado al fuera de sí. Lo justo era vengarse, dejar que los actos sirvie-
ran de antiséptico social para evitar envenenamiento. Los iguales se
hacían justicia por propia mano y cuando imponían su justicia esta-
blecían un Estado para enlazar a sus desiguales. Se asumía una deu-
da con el otro para establecer lazo social y la misma deuda se le im-
ponía a los débiles para hacer lazo político:

Compra y venta, junto con todos sus accesorios psicológicos, son más an-
tiguos que los mismos comienzos de cualesquiera formas de organización
social y que cualesquiera asociaciones: el germinante sentimiento de in-
tercambio, contrato, deuda, derecho, obligación, compensación fue tras-
pasado, antes bien, desde la forma más rudimentaria del derecho personal
a los más rudimentarios e iniciales complejos comunitarios (en la relación
de éstos con complejos similares), juntamente con el hábito de comparar,
de medir, de tasar poder con poder […] “toda cosa tiene su precio; todo
puede ser pagado” ––el más antiguo e ingenuo canon moral de la justicia,
el comienzo de toda “bondad de ánimo”, de toda “equidad”, de toda
“buena voluntad”, de toda “objetividad” en la tierra. La justicia, en este
primer nivel, es la buena voluntad, entre hombres de poder aproximada-

269
mente igual, de ponerse de acuerdo entre sí, de volver a “entenderse” me-
diante un compromiso ––y, con relación a los menos poderosos, de forzar
a un compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo
(Nietzsche, 2002: 91-92).

La justicia y el Estado tienen una relación íntima para forjar el


lazo político, pero no definen el lazo social. La identidad entre lazo
político y social propia de las teorías contractualistas es echada por
tierra por Nietzsche no por la ausencia de necesidad de imposición
de orden, sino, precisamente, por esto, por la imposición de un or-
den. La divergencia estriba en la manera como se desarrollo el senti-
do de los derechos iguales para todos los participantes de un Estado.
Estos derechos suponen la igualdad de los iguales y el derecho a
mandar. Lo que ofende a Nietzsche no es el Estado democrático o
los derechos humanos, sino la desactivación de la voluntad vital de
poder, la debilitación del Hombre por sí mismo mediante el triunfo
de las valoraciones esclavas-cristianas-democráticas:

El individuo no se iguala en abstracto, sino que busca a sus iguales; sobre-


sale entre los otros individuos. Del individualismo se deriva la formación
de miembros y órganos; las tendencias afines se unen y actúan como un
poder, y entre estos centros de poder aparece la fricción, la guerra, el cono-
cimiento de las fuerzas recíprocas, la compensación, la aproximación, la es-
tipulación del intercambio de servicios. En conclusión, una jerarquía […]
Ellos luchan, acuerdan como finalidad “la igualdad de derechos” (justicia)
(Nietzsche, 2004: 186).

Justicia, venganza y desocialización


La venganza es el acceso activo a la justicia. El sentimiento de
venganza, el rencor anidado en el pecho, rumiado intelectualmente,
la venganza alejada del acto es la sublimación reactiva de la justicia.
La justicia se deja a Dios, luego al Estado y éste hace derecho e ins-
tituciones dirigidas a eliminar la venganza como forma de relación
intersubjetiva. Se corta el lazo para tender otro más fuerte, más duro
y doloroso: el lazo-de-culpa. El Estado pasa a ser, como afirma We-
ber, el legítimo amo de la venganza y le desfigura el rostro para ha-
cerlo más humano a medida que la igualdad obliga a igualar incluso

270
a quienes se han “desviado” o han ofendido la deuda contraída en el
lazo político: justo es normalizar. El Estado aparece, noble o vulgar,
cuando separa al autor de la venganza del acto. El Estado es subli-
mación de la venganza, enajenación de la venganza: por un lado su-
ple al acto, por otro, hace ajena la venganza:

¡Cómo puede tomar venganza el Estado! […] el Estado arrebata lo que en


la venganza sirve para la reparación del honor ofendido: la entrega volun-
taria de la vida, el peligro en favor del honor. Por consiguiente, sólo ofre-
cería una satisfacción al ofendido que piensa innoblemente; al noble, más
bien, le robaría la reparación de su honor […] Por tanto, sólo las natura-
lezas vulgares pueden ver en el Estado el instrumento de la venganza. De
ahí la lucha encarnizada del Estado contra la venganza […] exigir la re-
nuncia a la venganza de sangre como una autosupresión superior, por eso
atribuye la injuria a quien se venga […] El Estado no quiere que uno se
proteja a sí mismo; no teme la venganza, ¡sino el modo de pensar sobe-
rano! (Nietzsche, 2004: 160-162).

Dar la soberanía al Estado supone, por un lado, transferir la re-


lación social de los iguales a una relación política con los desiguales
y en la medida que el Estado y la sociedad aumenten en fuerza y po-
der, el individuo es separado de la justicia con el fin de consolidar un
marco legal que defina las formas de impartición de la justicia ciega
e igualadora del orden político. Para que el Estado se asiente, precisa
restar soberanía a los nobles, fingir soberanía a los plebeyos, es de-
cir, humanizarse. El progreso civilizatorio también se mide con las
intensidades de la crueldad:

Esto lo hemos dicho como una suposición: pues, prescindiendo de que re-
sulta penoso, es difícil llegar a ver el fondo de tales cosas subterráneas; y
quien aquí introduce toscamente el concepto de “venganza”, más que fa-
cilitarse la visión, se la ha ocultado y oscurecido (––la venganza misma,
en efecto, remite cabalmente al mismo problema: “¿cómo puede ser una
satisfacción el hacer sufrir?”). Repugna, me parece, a la delicadeza y más
aún a la tartufería de los mansos animales domésticos (quiero decir, de los
hombres modernos, quiero decir, de nosotros) el representarse con toda
energía que la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de
la humanidad más antigua, e incluso se halla añadida como ingrediente a
casi todas sus alegrías; Ver-sufrir produce bienestar; hacer–sufrir, más

271
bienestar todavía ––ésta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, po-
deroso, humano–– demasiado humano, que, por lo demás, acaso suscribi-
rían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de extrañas cruel-
dades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo “pre-
ludian” (Nietzsche, 2002: 85-86).

Vengarse es justo porque cobra una deuda o repara una falta y


evita el futuro tortuoso del resentimiento. Pero un Estado precisa de
futuro, prefiere evitar los giros trágicos y acentarse en la línea drá-
matica: progreso, futuro=Estado. En Nietzsche la enfermedad de la
modernidad es que ese progreso es infinito en su linealidad, se dirige
a la nada, nihilismo reactivo.
El origen de la justicia en Nietzsche tiene que ver con los límites
de lo humano y su umbral, aquello que le hace legible el límite para
su comprensión. En este sentido, la justicia, tal como la ve en El ori-
gen de la tragedia, aparece ahí donde lo humano se sabe limitado, ya
sea hacia sí o hacia lo externo, lo divino. La oposición entre Esquilo
y Sófocles respecto a lo trágico implica esta doble posibilidad, pero
siempre como un asunto objetivo, incluso en lo que se refiere a la
culpa o culpabilidad:

En Esquilo la náusea queda disuelta en el terror sublime frente a la sabidu-


ría del orden del mundo, que resulta difícil de conocer debido únicamente a
la debilidad del ser humano. En Sófocles ese terror es todavía más grande,
pues aquella sabiduría es totalmente insondable. Es el estado de ánimo, más
puro, de la piedad, en el que no hay lucha, mientras que el estado de ánimo
esquileo tiene constantemente la tarea de justificar la administración de la
justicia por los dioses, y por ello se detiene siempre ante nuevos problemas.
El “límite del ser humano”, que Apolo ordena investigar, es cognoscible
para Sófocles, pero es más estrecho y restringido de lo que Apolo opinaba
en la época predionisíaca. La falta de conocimiento que el ser humano tiene
acerca de sí mismo es el problema sofocleo, la falta de conocimiento que el
ser humano tiene acerca de los dioses es el problema esquileo (Nietzsche,
2005: 263).

La justicia es, pues, una imposición, la ley está fuera del sujeto y
le ata sólo con relación al límite. Sin embargo, ya sea un límite es-
quileo o sofocleo, la justicia tiene dureza objetiva y vital debido a su

272
naturaleza apolínea enfrentada y tensionada con su parte dionisiaca,
es decir, hay una justicia trágica que no moraliza según lo justo y lo
injusto, lo culpable y responsable o lo normal y patológico, sino sólo
a partir del perjuicio y el dolor, lo vital. Por tanto, lo injusto no se
separa de lo justo, sino que están en la continuum de la vida:

[…] el Prometeo de Esquilo es una máscara dionisiaca, mientras que con


aquella profunda tendencia antes mencionada hacia la justicia Esquilo le da
a entender al hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apo-
lo, dios de la individuación y de los límites de la justicia. Y de este modo la
dualidad del Prometeo de Esquilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apolí-
nea, podría ser expresada, en una fórmula conceptual, del modo siguiente:
“Todo lo que existe es justo e injusto, y en ambos casos está igualmente
justificado” (Nietzsche, 2005: 98).

La justicia y el límite se encuentran en la culpabilidad, en la


imputabilidad. Si bien la impartición de justicia es exclusiva de una
fuerza exterior al individuo, el castigo no excede al acto, o disuelve
el exterior para profundizar al sujeto e insertarle la culpa, no intenta
curarle, pues el acto no es efecto de una causa, sino la circularidad
de la vida. La culpa no recae en el sujeto, se desperdiga en el viento
y la irresponsabilidad de los límites exteriores (los dioses, incluso un
Dios, un demón, una fuerza irresistible), porque “a un dios que baja-
se a la tierra no le sería lícito hacer otra cosa que injusticias, tomar
sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino” (Nietzsche,
2002a: 33). El paso a la justicia según la moral esclava implica la
interioridad del proceso, la responsabilidad inseparable del acto, un
acto definido por la interioridad (maldad, enfermedad, perversidad)
del sujeto: éste es la causa del acto:

Ese pensamiento ahora tan corriente y aparentemente tan natural, tan inevi-
table, que se ha tenido que adelantar para explicar cómo llegó a aparecer en
la tierra el sentimiento de la justicia, “el reo merece la pena porque habría
podido actuar de otro modo”, es de hecho una forma alcanzada muy tar-
díamente, más aún, una forma refinada del juzgar y razonar humanos; quien
la sitúa en los comienzos, yerra toscamente sobre la psicología de la huma-
nidad más antigua. Durante el más largo tiempo de la historia humana se
impusieron penas no porque al malhechor se le hiciese responsable de su

273
acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al culpable se le deban
imponer penas: ––sino, más bien, a la manera como todavía ahora los pa-
dres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido, la cual se des-
foga sobre el causante, ––pero esa cólera es mantenida dentro de unos lími-
tes y modificada por la idea de que todo perjuicio tiene en alguna parte su
equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor
del causante del perjuicio (Nietzsche, 2002: 82-83).

La deuda pagable, la venganza, la revancha, el cobrarse el per-


juicio sufrido con el dolor del perpetrador evita el sentimiento de
culpa y resentimiento, hace justicia expedita. Vengarse es justo. Pero
esto no permite la constitución de un Estado dirigido al futuro, un
marco político destinado a perpetuarse con la fecundación de almas
(Platón, El banquete) apesadumbradas por el pasado para forjar futu-
ro evitando el presente, sublimando el presente. En el parágrafo 11
del Tratado segundo de La Genealogia…, queda claro cómo el Esta-
do, con la ley, expropia la venganza para crear la justicia, según la
crítica a la postura contraria en que el sentimiento reactivo de ven-
ganza, cobrarse la afrenta, genera la injusticia. Justicia es una forma
social, política, “humana”, para atemperar la posibilidad de la ven-
ganza, incluso eliminar el sentimiento de poder vengarse para insta-
lar en el interior del sujeto político (el ciudadano) la separación entre
perjuicio y debido proceso para hacer justicia. La triangulación hacia
el soberano (Rey, pueblo, sociedad o Estado) despersonaliza al ata-
cante y elimina la cualidad de víctima para convertir a los implica-
dos en el procedimiento de la impartición de justicia. La víctima se
convierte en elemento necesario para hacer justicia, pero no en el
principal afectado: soberano o sociedad (Foucault, 2001):

¿en qué esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el tratamien-
to del derecho, y también la auténtica necesidad imperiosa de derecho?
¿Acaso en la esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la
esfera de los activos, fuertes, espontáneos, agresivos. Históricamente con-
siderado, el derecho representa en la tierra […] la lucha precisamente con-
tra los sentimientos reactivos, la guerra contra éstos realizada por poderes
activos y agresivos, los cuales empleaban parte de su fortaleza en imponer
freno y medida al desbordamiento del pathos reactivo y en obligar por la
violencia a un compromiso. En todos los lugares donde se ha ejercido justi-

274
cia, donde se ha mantenido justicia, vemos que un poder más fuerte busca
medios para poner fin, entre gentes más débiles, situadas por debajo de él
(bien se trate de grupos, bien se trate de individuos), al insensato furor del
resentimiento, en parte quitándoles de las manos de la venganza el objeto
del resentimiento, en parte colocando por su parte, en lugar de la venganza,
la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, en parte inventando,
proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en parte elevando a la cate-
goría de norma ciertos equivalentes de daños, a los cuales queda remitido
desde ese momento, de una vez por todas, el resentimiento (Nietzsche,
2002: 97).

En principio, el lazo político impuesto por los más fuertes arran-


ca a los más débiles la venganza e impone el sistema de derecho. El
origen del Estado, preciso es reiterarlo, no está en un pacto, sino en
la dominación ejercida por la fuerza, pero este ejercicio de poder no
sólo opera violentamente, si bien no lo hace con ternura, implica la
generación de formas que van suavizándose para lograr la relación
política. El proceso civilizatorio deviene en una suavización tal que,
al igualar a todos, elimina para siempre la venganza del concepto de
justicia. Vengarse es injusto, ilegal, contra derecho, fuera de la ley.

Justicia
La justicia, al igual que la deuda, suponen el contrato (enfrenta-
miento) entre quienes tienen el legítimo “derecho” para prometerse
el pago y, esto es fundamental, el cobro. En La Genealogía de la
moral, El viajero y su sombra y Aurora, Nietzsche deja clara su con-
cepción de justicia noble o trágica: aquella relación establecida con
un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo po-
der, la igualdad estamental surgida de las relaciones de fuerza que se
equilibran en su ejercicio para fundamentar la licitud de contratos y,
por tanto, de todo derecho. Sin duda, lo que Nietzsche problematiza
con esta igualdad diferenciada por la jerarquía, implica el problema
del valor, es decir, la jerarquía de los valores, cómo se valora a partir
de la igualdad (entre iguales) y cómo esto permite la institución de
una fuerza capaz de fraguar un lazo político, un Estado.
El problema del valor, del sentido y la verdad en sentido no-
cristiano, no moderno (el problema de la observación extramoral —

275
más allá del bien y del mal—) no queda fuera de la problematización
sobre la consolidación del lazo social y lazo político. Valorar la po-
sición de la partícula elemental del fenómeno moral según la dispo-
sición, además de la diferenciación entre bueno y malo, es decir, por
qué algo caería en lo bueno y cómo se valora esa posición del lado
bueno ¿a partir de lo bueno o de la problematización de lo malo (lo
que en Foucault sería la normalización)?, supone la exploración del
desarrollo de la subjetividad moderna como proceso de interioriza-
ción y ejecución de una justicia y un derecho a la vez subjetivos pe-
ro, sobre todo, mediatizados por instituciones ajenas al sujeto, por
sistemas de derecho y justicia que se arrogan la justicia de manera
extramoral y, por ende, en función de la igualdad de los sujetos (ciu-
dadanos). La pregunta también podría ser: ¿a quién le pertenece la
justicia y la ley? En términos de la igualdad la respuesta puede ser: a
nadie, por ende, a todos y quien la ejecuta es la nada formada por las
vinculaciones funcionales y sistémicas. El asunto sobre la valoración
activa de lo bueno (lo bueno se valora desde lo bueno) frente a la
pasiva (lo bueno se valora desde lo malo) ejemplifica la subjetiva-
ción funcional del sujeto esférico para renunciar a la justicia pura y
obedecer la justicia legal impartida por el Estado, es decir, esta in-
teriorización de la venganza en forma de lo que Nietzsche llama es-
píritu de la venganza, es central en la interiorización del nivel políti-
co que hace lazo mediante la figura del ciudadano (persona —esto
en sentido luhmanniano— que tiene derechos y obligaciones). Según
este derrotero, el vuelco —la transvaloración— sobre la manera ac-
tiva de valorar, donde el sentido de bueno, la bondad, lo bondadoso,
con orientación hacia la actividad (ser bueno para, es decir, técnico
en cuanto a la condición noble y guerrera) también sufre un efecto
económico hacia la funcionalidad, es decir, la interiorización de la
economía mediante el ciudadano trabajador, el buen trabajador es
buen ciudadano, la ética del trabajo que, para Nietzsche, siempre es-
tará vinculada mediante la “dignidad del trabajo” y la “dignidad del
hombre” y la igualdad democrática (Nietzsche, 2004: 94-104). Así,
en contraposición, malo en sentido técnico-económico va a tender
hacia una malevolencia, ser malo para será ser indigno, ocioso, hol-

276
gazán. En esta transvaloración, en principio judía, después profundi-
zada por el cristianismo-protestantismo, lo bueno se define con la
identificación (problematización) de lo malo, ahora convertido en
malvado, maldito. Los de abajo son ahora los buenos en cuanto los
nobles son malvados. La rebelión de los esclavos —cfr. Tótem y ta-
bú (Freud, 2005) donde el padre señor es derrocado por los herma-
nos-esclavos, y después del “triunfo” ninguno se pone arriba, la cul-
pa permite igualdad (ejercer la voluntad de poder-dominio es algo
malvado), incluso como miedo a la venganza paterna, al fantasma
del padre (Esposito, 2007: 75-82) que elimina la venganza como jus-
ticia, como acción objetiva. La venganza no ejecutada se convierte
en odio venenoso que valora, que crea valores: “La rebelión de los
esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se
vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres
a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la ac-
ción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria”
(Nietzsche, 2002: 50). Es la valoración reactiva-pasiva, que dice no.
La valoración activa dice sí. El resentimiento, la venganza sin ac-
ción, como reacción, como venganza imaginaria (pensar en el dis-
curso de la histérica según Lacan) dice no y así crea valores morales
(derechos y obligaciones). Hombre del resentimiento con odio vene-
noso al no vengarse (hacerse justicia) sino dejarlo todo a lo que vie-
ne, rumiarlo lentamente: pensarlo. El noble actúa su venganza, se
venga (hace justicia expedita) por lo que no se envenena, no produce
resentimiento: “el mismo resentimiento del hombre noble, cuando en
él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata
y, por ello, no envenena” (Nietzsche, 2002: 52-53). La forma reacti-
va de valorar se desentiende de su capacidad de vengarse, mediatiza
la venganza en forma de justicia, remite la venganza a Dios (la justi-
cia, el Estado, la igualdad). Violencia fáctica versus violencia simbó-
lica. Los sacerdotes ascéticos son los maestros de esta sublimación e
interiorización de la venganza como justicia remitida al futuro y a la
forma lejana pero dirigida hacia el interior del sujeto que queda im-
potente para hacerse justicia inmediata, quien deja que se le haga
justicia: “A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta con-

277
vertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más
venenoso” (Nietzsche, 2002: 46). Entonces la justicia se convierte en
algo bueno en términos reactivos, una pasividad frente a la posibili-
dad de hacerse justicia para ser justos frente a la ley, divina o terre-
na. Justicia se convierte en moral, ya no en acto, en ejercicio de la
voluntad de poder.

¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la


sabiduría, la superioridad ––¡tal es la ambición de esos “ínfimos”, de esos
enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición![…] “sólo nosotros so-
mos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae
voluntatis [hombres de buena voluntad]”. Entre ellos hay a montones los
vengativos disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la
palabra “justicia” como una baba venenosa, que tienen siempre los labios
fruncidos y están siempre dispuestos a escupir a todo aquello que no tenga
una mirada descontenta y que avance con buen ánimo por su camino […]
cuando lograsen introducir en la conciencia de los afortunados su propia
miseria, toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día
a avergonzarse de su felicidad y se dijesen tal vez unos a otros: “¡es una ig-
nominia ser feliz!, ¡hay tanta miseria!...” (Nietzsche, 2002: 159-161).

El noble no ve en su enemigo a un malo, sino a un igual. El es-


clavo ve en su enemigo a un malvado (i.e. Hegel, dialéctica del amo
y el esclavo), por consecuencia lógica (y reactiva) el bueno es él. La
forma activa de valorar es yo soy bueno, lo malo es un reflejo de lo
que no soy y hago, lo que hago es bueno porque yo lo hago, quien no
puede hacerlo, es malo, pero no de malevolencia, no en sentido me-
tafísico o trascendental. Malo para, no malo porque… (cómo se fa-
brican ideales, Nietzsche, 2002: 59-61). ¿Cómo se valora reactiva-
pasivamente? No poder vengarse-no querer vengarse, trasladar la
justicia a un tercero Dios-Estado-Padre —el nihilismo es la búsque-
da de trascendencia, es decir, conjurar la muerte, vivir para siempre,
en lo secular ¿acaso no es esto el desarrollo o progreso hacia el infi-
nito?, ¿crecer hasta no morir y, por tanto, negar la vida? Nihilismo
pasivo. La rebelión de los esclavos, la venganza imposible de reali-
zarse (la justicia dejada a un tercero y al futuro) implican el nihilis-
mo, la negación de la vida, en la culpa infinita, la vida eterna ¿podrá

278
involucrar el pago de la culpa o, por el contrario, la convierte en algo
eterno?

¿Otras subjetividades?
La observación nietzscheana sobre la modernidad trata de los
movimientos que rompieron el lazo social y político trágico-
aristocrático (siendo el Estado griego una descripción concentrada
sobre la función de la política y el Estado para la sociedad según
Nietzsche (2004) y forjaron, o comenzaron a forjar, el tipo de lazo
social operando en la sociedad moderna. Su genealogía va a rastrear
los primeros navajazos al lazo social, llamémosle, trágico, para con-
solidar un lazo social dramático. Desde la muerte de la tragedia, per-
petrada por Sócrates y Eurípides (Nietzsche, 2005), hasta la muerte
de Dios (Nietzsche, 2002b: aforismos 108 y 125), todo con el “pro-
yecto” (y aquí juego con la idea de la vida explosiva versus el orden
de la filosofía de la historia) de delinear al sujeto interiorizado. Esto
es, el triunfo de las fuerzas reactivas, la solidificación de la verticali-
dad hasta el endurecimiento de una horizontalidad que atraviesa al
sujeto, ensimismándolo.

Desde entonces, la fuerza reactiva es: 1. fuerza utilitaria, de adaptación y de


limitación parcial; 2. fuerza que separa la fuerza activa de lo que ésta pue-
de, que niega la fuerza activa (triunfo de los débiles o de los esclavos); 3.
fuerza separada de lo que puede, que se niega a sí misma o se vuelve contra
sí misma (reino de los débiles o de los esclavos). Y, paralelamente, la fuer-
za activa es: l. fuerza plástica, dominarte y subyugante; 2. fuerza que va
hasta el final de lo que puede; 3. fuerza que afirma su diferencia, que hace
de su diferencia un objeto de placer y de afirmación. Las fuerzas sólo esta-
rán determinadas concreta y completamente si se tienen en cuenta estas tres
parejas de caracteres a la vez (Deleuze, 2002: 89).

Frente a la expropiación de la venganza y su consecuente in-


teriorización (espíritu de venganza, siempre interior y siempre contra
sí mismo), se opone una resistencia productiva-creativa-activa inmo-
ral, una usurpación de la ley y la justicia mediante la injusticia. La
resistencia creativa puede, entonces, preferir el diálogo, la conexión
o hacerse más creativa: inventar violencias más terribles, hacer del

279
contraflujo algo más explosivo, explosiones en las uniones de las
líneas de la red, la muerte se convierte en el elemento creativo por
antonomasia. Surge ahí un proceso de insurrección (que no revolu-
ción). La resistencia creativa es activa. Esta tautología (creativa-
activa) se desdobla en la insurrección. En responder los gritos aho-
gados de terror hipócrita con gritos vengativos. Visibilidad. Contra-
flujo explosivo. Venganza hacia el exterior.
De ahí que usurpar la ley (que no necesariamente es igual a ir
contra la ley, sino forjar una contraley; una legislación vengativa sin
mala conciencia) no es un acto justiciero o no busca la justicia, sino
la venganza. En tal sentido es antisocial. Lo es en la medida que la
sociedad, siguiendo el modelo inmunizador de la constitución del
orden social, expropia la venganza de los sujetos para normalizar la
justicia, para crear el sistema de derecho, lo que permite el orden, las
relaciones sociales pacíficas. Siguiendo a Nietzsche, “la justicia, que
comenzó con ‘todo es pagable, todo tiene que ser pagado’, acaba por
hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente, ––acaba, como to-
da cosa buena en la tierra, suprimiéndose a sí misma. Esta autosu-
presión de la justicia: sabido es con qué hermoso nombre se la de-
nomina ––gracia; ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo,
el privilegio del más poderoso, mejor aún, su más-allá del derecho”
(Nietzsche; 2002: 94-95), el desprecio por una justicia institucional,
sobrecodificada, hace de la venganza justicia, arcaísmo de la ven-
ganza, un desprendimiento de la sociedad para acceder a relaciones
de poder comunitarias, subjetivaciones chocantes, enlazadas, enfren-
tadas.
Sobre la auto-supresión de la justicia debido al acrecentamiento
del poder de una sociedad, la articulación de una diferencia econó-
mica que repercute en una organización política donde el precio de
ejecutar la venganza torna anímicamente demasiado bajo, Nietzsche
observa con claridad la creación de un lazo político/social de una
comunidad o sociedad constituida por individuos masificados (en
lenguaje foucaultiano esto es una biopolítica) amparados por su reac-
tividad respecto a lo institucional, permitiendo la mediatización de la
venganza, incluso de la propia comunidad contra aquel que la perju-

280
dica, a través de la impartición de justicia que ya no busca vengarse
sino curar las ulceraciones producidas por el delincuente (en el sen-
tido de la falta y la infracción), es decir, vislumbra la operación de la
normalización biopolítica del Estado y la disolución absoluta de la
venganza como acción, arrebujándose en el interior de los sujetos,
venenosa contra la subjetividad debido a la imposibilidad para ejer-
cerla. La complejización de una sociedad, como afirma Durkheim
(2002), invariablemente lleva un derecho penal más laxo, donde la
venganza no es el pago sino la sociedad busca pagar por las faltas
contra el individuo, masificación de las individualidades, biopolítica
y funcionalidad en términos de igualdad, pasible gracias a la ausen-
cia de jerarquías (sin amos, todos somos esclavos), la sociedad hete-
ro-centrada es la horizontalidad de la ausencia de ejercicios de la vo-
luntad de poder, por tanto, la aceptación de la justicia sin venganza.

Si el poder y la autoconciencia de una comunidad crecen, entonces el dere-


cho penal se suaviza también siempre; todo debilitamiento y todo peligro
un poco grave de aquélla vuelven a hacer aparecer formas más duras de és-
te. El “acreedor” se ha vuelto siempre más humano en la medida en que
más se ha enriquecido; al final, incluso, la medida de su riqueza viene dada
por la cantidad de perjuicios que puede soportar sin padecer por ello. No
sería impensable una conciencia de poder de la sociedad en la que a ésta le
fuese lícito permitirse el lujo más noble que para ella existe, ––dejar impu-
nes a quienes la han dañado. “¿Qué me importan a mí propiamente mis pa-
rásitos?, podría decir entonces, que vivan y que prosperen: ¡soy todavía
bastante fuerte para ello!...” (Nietzsche, 2002: 94).

Avergonzarse de los propios instintos y culparse por sentirlos


invoca al juez que impartirá justicia como venganza y guerra, el pro-
pio yo verdaderamente propietario del cuerpo sensible que se desdi-
buja en la acción social y política para individualizarse en una masa
reactiva donde cada sujeto hecho esfera deja de sentir al otro para
devenir en el débil esclavo incapaz de ejercer su voluntad de poder y
funcionar según los derechos y obligaciones de la forma ciudadano.
Incluso se puede pensar esto como la persona de Luhmann. Este
término se centra en el sentido originario de “máscara” con efectos
puramente comunicativos, persona-comunicante como proceso de la

281
comunicación, entidades estables (Luhmann, 1998). La expropiación
de la venganza genera el espíritu de venganza, el ensañamiento del
sujeto ensimismado, desenlazado, aquel que firma el contrato consi-
go mismo para participar en una sociedad.
Ahora bien, en la relación contractual se da el primer enfrenta-
miento entre la persona y la persona donde se “midieron entre sí”
(Nietzsche, 2002: 91) y el contrato también se establece con una co-
munidad y se cobra igual. Pero cuando ésta aumenta en poder, el
principio de que todo es pagable se va atemperando (Nietzsche,
2002: 94-95, 98-99). Entonces, la pena, el derecho, la justicia y la
ley se construyen en el marco de la memoria, la capacidad de prome-
ter y el contrato de una deuda que puede, y ese es el punto, puede ser
pagada. El derecho no es soberano ni general (abstracto, descentra-
do, sin presencia) pues cuando es así no está pensado como un me-
dio en la lucha de complejos de poder (igualdad) sino que iguala. Así
pues, las penas no tienen la finalidad de igualar, normalizar, curar,
atrapar, sino de dejar ver la desigualdad. La mala conciencia no es
producto de la pena, de la cadena pena-derecho-justicia-
ley/memoria-capacidad de prometer-contrato de una deuda-que pue-
de ser pagada. No se hacía un culpable, no se castigaba a un culpa-
ble, se penaba a un autor de daños (Nietzsche, 2002: 107). La pena
domestica al hombre. Lo hace calculable a partir de la contratación
de una deuda, el enlazamiento a partir de la deuda. En contraste, co-
mo indica Foucault (2001), la sanción normaliza, movimiento de in-
teriorización de la pena: origen de la mala conciencia (Nietzsche,
2002: 108-110), la aparición de una organización estatal65 para fun-
dar la sociedad y la paz (cultura-civilización), la soberanía en fórmu-
la Hobbes. Dominación de los instintos. Todos los instintos que no
se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro: la interiorización
del hombre: el alma. El sufrimiento del hombre, por sí mismo. Del
lazo-de-deuda como formación de sujetos-atados-por-su-
exterioridad, se pasa al lazo-de-culpa como formación de lo social a
partir de desvinculaciones. La conjuración inmunitaria de la comu-

65 A la manera de Clastres (1978).

282
nidad (Esposito, 2005):

[…] estas nociones de naturaleza humana, de justicia, de realización de la


esencia humana, son nociones y conceptos que se formaron en el interior de
nuestra civilización, en el interior de nuestro tipo de saber y de nuestro mo-
do de filosofar, y que, en consecuencia, forman parte de nuestro sistema de
clases, y que no podemos, por tanto, por muy lamentable que esto resulte,
servirnos de estas nociones para describir o justificar un combate que debe-
ría —que debe en principio— dar la vuelta completamente a los fundamen-
tos mismos de nuestra sociedad (Foucault, 1999: 96).

Por otro lado y dado que en “nuestra civilización” capitalista


(nada estaría fuera, no hay espacio sin marcar), más que dar la vuelta
a los fundamentos de nuestra sociedad, la situación sería ir a la con-
tra, a contraflujo, revolcando los fundamentos conceptuales de la
justicia al apropiarse de la venganza. Me parece útil pensar esto de la
mano de Nietzsche, cuando pone sobre la mesa que la venganza al-
canza rango virtuoso cuando se le da “el nombre de justicia —como
si la justicia fuera sólo, en el fondo, un desarrollo ulterior del senti-
miento de estar ‘ofendido’ y de rehabilitar suplementariamente, con
la venganza, a los afectos reactivos en general y en su totalidad”
(Nietzsche, 2002: 95). Diferir la venganza, el acto civilizatorio por
antonomasia, la expropiación de la venganza a través de la ley que
hace justicia. Se arranca al sujeto la posibilidad de vengarse, de ha-
cerse justicia cuando un lazo-de-culpa desvincula para ordenar el
espacio estriado de la sociedad moderna. La venganza, como justicia
antigua, es prerrogativa del “hombre activo, el hombre agresivo,
asaltador, [pues] está siempre cien pasos más cerca de la justicia que
el hombre reactivo; cabalmente él no necesita en modo alguno tasar
su objeto de manera falsa y parcial, como hace, como tiene que ha-
cer, el hombre reactivo” (Nietzsche, 2002: 96), se arroga la justicia,
la venganza, no la triangula por el derecho, no se envenena, no in-
terioriza la venganza en forma de ley, no es culpable, se enlaza exte-
riorizándose al ejercer la justicia, su justicia.
La historia de Nietzsche, la cadena Sócrates-judaísmo-
cristianismo/protestantismo/democracia, aprisiona creando al sujeto

283
esférico, interiorizado y desvinculado de los otros dejando al derecho
(ejercicio del poder soberano) realizar la justicia, rumiando la injus-
ticia de la expropiación para convencerse de un pecado original que
lo hace culpable desde siempre y para siempre, absolutamente cul-
pable.

Históricamente considerado, el derecho representa en la tierra […] la lucha


precisamente contra los sentimientos reactivos, la guerra contra estos reali-
zada por poderes activos y agresivos, los cuales empleaban parte de su for-
taleza en imponer freno y medida al desbordamiento del pathos reactivo y
en obligar por la violencia a un compromiso. En todos los lugares donde se
ha ejercido justicia, donde se ha mantenido justicia, vemos que un poder
más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más débiles, situadas
por debajo de él (bien se trate de grupos, bien se trate de individuos), al in-
sensato furor del resentimiento, en parte quitándoles de las manos de la
venganza el objeto del resentimiento, en parte colocando por su parte, en
lugar de la venganza, la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, en
parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en parte
elevando a la categoría de norma ciertos equivalentes de daños, a los cuales
queda remitido desde ese momento, de una vez por todas, el resentimiento.
Pero lo decisivo, lo que la potestad suprema hace e impone contra la prepo-
tencia de los sentimientos contrarios e imitativos —lo hace siempre, tan
pronto como tiene, de alguna manera, fuerza suficiente para ello—, es el es-
tablecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que en gene-
ral ha de aparecer a sus ojos como permitido, como justo, y lo que debe
aparecer como prohibido, como injusto: en la medida en que tal potestad
suprema, tras establecer la ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades
de los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley, como rebe-
lión contra la potestad suprema misma, en esa misma medida aparta el sen-
timiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos de-
litos, consiguiendo así a la larga lo contrario de lo que quiere toda vengan-
za, la cual lo único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del
perjudicado: a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo perjudicado
(aunque esto es lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejerci-
ta en llegar a una apreciación cada vez más impersonal de la acción. De
acuerdo con esto, sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo “jus-
to” y lo “injusto” (Nietzsche, 2002: 97-98).

La ley es la expropiación de la venganza. El Estado, esa máqui-


na inmunitaria contra la comunidad, se adjudica la posibilidad de

284
vengar eliminando la venganza, creando un “derecho” a la justicia
que desdibuja las relaciones de poder para estriar el espacio social,
para eliminar la política y establecer los dispositivos de gobierno,
para instaurar la policía como forma de orden, proscripción de la jus-
ticia expedita, “pura”, si es que la vida nietzscheana puede moralizar
la acción con la palabra “justicia” (en el entendido de que lo justo y
lo injusto sólo funcionan como diferenciadores de los actos cuando
aparece la ley). Los Estados posmodernos, democráticos, “igualita-
rios” carecen de la presencia de superiores, en el “todos somos igua-
les” de la democracia, la desigualdad se determina a través de la ley
y la diferencia se anota en la gradación de la obediencia —más o
menos obediente—, el desordenado, el desobediente cae en otro or-
den, no por débil o, necesariamente, diferente, sino por inocente, es
decir, por no enlazarse con el lazo-de-deuda: “Un orden de derecho
pensado como algo soberano y general, pensado no como medio en
la lucha de complejos de poder, sino como medio contra toda lucha
en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista de
Duhring, sería un principio hostil a la vida, un orden destructor y
disgregador del hombre, un atentado al porvenir del hombre, un
signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada” (Nietzsche,
2002: 98-99).
Venganza versus sentimiento de venganza, la venganza diferida,
la venganza mediatizada por la ley convertida en la justicia como
impartición, hecha justicia al hacer de la venganza una malevolencia
antisocial: el vínculo mediatizado operado por la justicia como ven-
ganza diferida tiene que ver con la transvaloración de todos los valo-
res, el triunfo de la moral esclava, por ende del sistema político es-
clavo, el Estado igualitario:

––Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz).
Sólo ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: “nosotros los
buenos ––nosotros somos los justos”–– a lo que ellos piden no lo llaman
desquite, sino “el triunfo de la justicia”; a lo que ellos odian no es a su
enemigo, ¡no!, ellos odian la “injusticia”, el “ateísmo”; lo que ellos creen y
esperan no es la esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce ven-
ganza (––“más dulce que la miel”, la llamaba ya Homero), sino la victoria

285
de Dios, del Dios justo sobre los ateos; lo que a ellos les queda para amar
en la tierra no son sus hermanos en el odio, sino sus “hermanos en el
amor”, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la tierra.(Nietzsche,
2002: 63).

La venganza reactiva, es decir, el espíritu de venganza, el rencor


envenenador supone la interiorización y la desocialización (disolu-
ción del lazo común) que permite la aparición del individuo mo-
derno, en las antípodas del individuo nietzscheano o, para usar la
terminología de Horkheimer, el individuo auténtico enlazado por la
diferencia jerárquica, formado por tal diferencia que evita la masifi-
cación, la identidad, la individualidad masificada, la igualdad demo-
crática-socialista que tanto aborrecía Nietzsche. Aquí el cuestiona-
miento central no es si es posible pensar una sociedad jerárquica con
un Estado sirviendo a la verdadera política nietzscheana (separar a
los fuertes de los débiles mediante procedimientos eugenésicos y
eutanásicos para preparar el advenimiento del mejor tipo de hom-
bre), sino preguntarnos sobre el Estado, la justicia, el derecho y la
ley en un marco histórico donde la forma Estado se desdibuja bajo la
preeminencia de la economía como motor político, cultural y social.
Es decir, pensar una sociedad jerárquica gracias a la posición eco-
nómica y no al tipo más fuerte de lo humano (ni democracia y aris-
tocracia de los mejores y más fuertes). En este sentido, la debacle del
Estado moderno parece impulsar la desigualdad reactiva sometiendo
a todos por igual.

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287
Milán Kundera: narrativa y heterodoxia

CONRADO HERNÁNDEZ LÓPEZ (1964-2008)*

Entre la basura que puebla el ambiente literario actual (expre-


sión artificiosa de la industria del ocio), la obra de Milán Kundera
representa un respiro y una advertencia sobre el largo proceso de ba-
nalización cultural que, entre otras cosas, afecta a la novela como
medio de conocimiento. Es un alivio que la ironía y el humor relati-
vicen —incluso ridiculicen— creencias incuestionables en religión,
ciencia, política, etcétera. El hecho de que la concepción actual de
democracia acepte que el hombre es un ser íntima y socialmente
conflictivo debería generar cierta desconfianza en las metas y los
ensueños colectivos. Pero no: resulta de mal gusto el aislamiento, la
misantropía, el pesimismo y la desesperanza. Ninguna sociedad ca-
mina si sólo pueden optar entre males presentes y males futuros.
Como señaló E. M. Cioran: “las miserias previsibles no excitan las
imaginaciones y no hay revolución que no haya estallado en nombre
de un futuro sombrío o de una profecía amarga”.
Tampoco podemos librarnos de creencias y supuestos incuestio-
nables por medio de una simple decisión personal. Esto se debe a
que, el trasfondo de toda fe religiosa o política, dice Kundera, hay un
“acuerdo categórico con el ser” por medio del cual el hombre con-
vierte en aceptable todo lo inaceptable de la condición humana. Se-
gún el primer capítulo del génesis el hombre fue creado correcta-
mente, por lo que el ser es bueno y es correcto multiplicarse. Bajo
este principio, el hombre no necesita negar lo inaceptable de la reali-
dad sino que basta con “eliminar de su punto de vista todo lo que en
la existencia humana es inaceptable”. Este acuerdo convencional
permite aceptar la vida, esperanzarse en vivirla, mirarse en el espejo
de la mentira embellecedora y reconocerse con emoción y satisfac-
ción. De ahí que el entusiasmo, el optimismo y la risa misma reflejen
esta situación. En El Libro de la risa y el olvido, Kundera señala:

288
La dominación del mundo, como se sabe, es compartida por ángeles y dia-
blos. Sin embargo, el bien del mundo no requiere que los ángeles lleven
ventaja sobre los diablos (como creía yo de niño), sino que los poderes de
ambos estén más o menos equilibrados. Si hay en el mundo demasiado sen-
tido indiscutible (el gobierno de los ángeles), el hombre sucumbe bajo su
peso. Si el mundo pierde completamente su sentido (el gobierno de los dia-
blos), tampoco se puede vivir en él. Las cosas, repentinamente privadas del
sentido que se les supone, del lugar que tienen asignado en el pretendido
orden del mundo, provocan nuestra risa. La risa pertenece pues, original-
mente al diablo. Hay en ella algo de malicia (las cosas resultan diferentes
de lo que pretendían ser), pero también algo de alivio bienhechor (las cosas
son más ligeras de lo que parecen, nos permiten vivir más libremente, dejan
de oprimirnos con su austera severidad).

La ironía original, esencial al arte de la novela, pertenece al dia-


blo: “Mientras que la risa del diablo indicaba lo absurdo en las cosas,
el grito del ángel, al revés, aspiraba a regocijarse de que el mundo
todo estuviese tan sabiamente ordenado […] y fuese bello, bueno y
pleno de sentido […] Una risa que hace reír es el desastre”.

La visión resquebrajada del mundo


“Las novelas solo son necesarias —apuntó Italo Calvino—
cuando no pueden ser sino novelas, es decir, invenciones de un
mundo poético autónomo o de un nuevo ritmo de relato que exprese
un nuevo contenido ideal” (Calvino, 1994: 163). A partir de su expe-
riencia persona, sus conocimientos e imaginación, el novelista cons-
truye una interpretación posible, no de su mundo, sino del mundo
mismo. Los personajes y las situaciones que describe no tienen un
valor objetivo, ni tampoco puramente subjetivo (no son expresión
del pensamiento racional como entienden los sistemas especulativos
o la ciencia empírico matemática, pero tampoco brotan espontánea-
mente del inconsciente como sueños o ciertos síntomas neuróticos).
A diferencia del relato histórico, que reduce la pluralidad de hechos
a una unidad significativa en un devenir lineal e irreversible, la nove-

* Fue Profesor investigador en el Colegio de Michoacán, Zamora, México.

289
la contiene una realidad autónoma y autosuficiente, cuyo sentido úl-
timo no está “más allá” sino en ella misma. Por eso las revelaciones
que proporciona no pueden constituir respuestas definitivas y dejan
la sensación de algo parcialmente vedado, como si no pudieran ser
expresadas de otra manera más completa, lógica y significativa que
como son enunciadas. Esto se debe, para Kundera, a que los descu-
brimientos hechos por la novela sólo pueden enmarcarse en su pro-
pia historia: la historia de la novela.
La novela tuvo origen en una crisis de creencias, en un mundo
donde la visión unitaria, confiada y absoluta fue sustituida por una
visión resquebrajada y por la incertidumbre sobre el mundo en que
se vive y el trasmundo. La pregunta sobre la realidad o irrealidad de
la realidad se presenta como la descripción de esa zona donde el mal
se distingue difícilmente del bien. En el interior de la novela hay in-
conformidad y deseo: como ser mutilado, el hombre sufre la terrible
dicotomía de tener una vida y desear mil. La ficción le permite acce-
der a otras vidas que no se resigna a no tener. Como nadie está de
acuerdo con su situación y desea una vida distinta de la que lleva,
para Kundera, “la motivación básica, secreta, para escribir una nove-
la es la falta de amor del autor hacia sí mismo. La falta de armonía
entre el autor y su yo. La única forma de lograr un compromiso con
el yo al que no se ama es convertirlo en personaje de novela. Con-
vertir el yo en no-yos, en anti-yos. Es entonces cuando el autor pue-
de, al fin, amarse (en sus personajes)” (Kundera, 1986a: 39).
La novela es el campo donde se exploran vida potenciales, o
bien “una gran forma de la prosa en que el autor, a través de su ego
experimentales (personajes), examina exhaustivamente algunos
grandes temas de la existencia” (Kundera, 1986b: 39). Los persona-
jes son prolongaciones del autor (pueden surgir de una situación, un
detalle, una frase, una metáfora), pero una novela no es la historia
personal de éste sino sus posibilidades fallidas. La novela indaga una
situación llevando hasta sus últimas consecuencias algunas de las
múltiples posibilidades contenidas en la realidad. Y es más allá de
esa frontera que no puede ser explorada por una vida humana indivi-
dual, que limita la unicidad de lo humano, es donde —según Kunde-

290
ra— “empieza el secreto por el que se interroga la novela”.
Esta marca la diferencia básica entre un escritor y un novelis-
ta. Un escritor es vehículo de la originalidad de sus ideas y se cir-
cunscribe claramente en el mapa espiritual de su tiempo y de su na-
ción. En cambio el novelista “no hace gran caso de sus propias ideas.
Es un descubridor que se esfuerza a tientas por revelar un aspecto
desconocido de la existencia, cierto aspecto que sólo la novela puede
iluminar y volver visible. Lo que fascina no es su voz sino la forma
que persigue, y únicamente aquellas formas que responden a las exi-
gencias de su sueño llegan a ser parte de su obra”. Trabaja para su
propio yo con palabras que mediatizan las cosas y moviliza “todos
los procedimientos y todos los saberes para iluminar la existencia”,
pues le corresponde la labor de “unir aquello que todo lo separa, re-
lacionar el análisis más lúcido con la imaginación más libre”. Sin
embargo, la sabiduría de la novela es supra-personal en cuanto que
sobrepasa inteligencia del autor.
La novela solamente está regulada por las necesidades del
lenguaje y por el sentido y la coherencia de los personajes y situa-
ciones que integran su forma lógica, si bien la unidad de la acción
narrativa es un elemento más, ni siquiera el más importante en la
composición del texto. Como síntesis intelectual, “el descubrimiento
de los aspectos desconocidos de la vida humana” lleva a “nuevas
posibilidades de la novela”. La renuncia a viejas convenciones es
consecuencia: “inevitable, tal vez, pero secundaria”. En general la
novela se rebela contra el orden establecido (realidad, necesidad, uti-
lidad) al introducir un antídoto de libertad contra lo irremediable.
Puesto que su única moral es el conocimiento del hombre, la novela
no puede ser instrumento de nada, ni aceptar condicionamientos de
la moral o la política. Se abre a la infinitud de las posibilidades del
hombre hasta llegar al exceso. Y es precisamente ese exceso lo que
exalta más allá de los límites utilitarios, de la domesticación racional
o moral, de los ideales admitidos o lo que hace admisibles a los idea-
les, de lo que la costumbre sanciona como cordura. Así “novelado”
no debe entenderse como “artificial”, o falso, porque es precisamen-
te así como se componen las vidas humanas.

291
En su natal Checoslovaquia (hoy dividida) Kundera compro-
bó el modo en que el mundo totalitario, basado en una verdad, y el
mundo ambiguo y relativo de la novela, están construidos de materia
diferente. La Verdad totalitaria excluye a la relatividad, a la duda, a
la interrogación, y no puede conciliarse con “el alma de la novela”.
El “realismo socialista” fue un proyecto programado para ocultar la
realidad del socialismo. La historia oficial —única tolerada— mani-
puló al pasado y lo impregnó de la más engañosa ficción pues lo in-
ventó y reinventó de acuerdo con las necesidades de la ortodoxia po-
lítica. Por eso señala: “Mis primeros conflictos con el régimen no
fueron ideológicos; fueron los de un artista que no se quería confor-
mar, que no podía ajustarse a la idea de un arte comprometido, de un
arte político, que le estaban pidiendo. Pero al defender el derecho a
vivir como se te dé la gana y a hacer el tipo de arte que quieras, te
metes contra tu voluntad en un conflicto. Y cuando pasa eso, te
vuelves escritor político a los ojos de Occidente”.
Sin embargo, la posibilidad de una degradación generalizada
de los valores culturales, profetizada por los novelistas centroeuro-
peos de principios del siglo, amenaza al mundo actual. Al acabar con
la diversidad de sociedades y culturas, se acaba con la historia mis-
ma. Al anularse la diferencia se anula la fecundidad histórica.

La novela como medio de conocimiento


En El arte de la novela, Kundera ubica dos tipos de conocimien-
to en el origen de la modernidad europea: el teórico (de tendencia
filosófico-racionalista cuyo exponente es Descartes) y el humorístico
(de corte irónico que inicia con Rabelais y Cervantes). Por un lado,
el pensamiento sistemático, técnico y matemático, se purifica de las
ambigüedades para convertir al mundo en un objeto de estudio for-
mal, objetivo. Necesariamente fija y esquematiza al reducir el mun-
do a lo explicable. Los sistemas racionalistas descansan en la frase
de Leibniz: “nada hay sin razón”.66 Como un fundamento de la mo-

66El científico y novelista Charles P. Show escribió un libro Las dos culturas refe-
rente a dos tipos de cultura: la tradicional (o humanista) y la científica (o técnica).

292
dernidad europea, la razón busca una verdad que en cierto modo en-
globe las verdades planteadas en el método. Al indagar el por qué y
el cómo de las cosas y los fenómenos sociales, la perspectiva de la
ciencia parte del principio de que si todo lo que existe es explicable
debe ser calculable, regulable.
Pero la fe en la razón —que sustituyó a la fe religiosa— nunca
fue suficiente para llenar la vida humana, la ficción se convirtió en
un sucedáneo transitorio de la vida. Para Mario Vargas Llosa, son
mentiras que no sólo consuelan y desagravian, sino que ayudan a
conocer mejor al hombre en su tiempo porque:

[…] materializan sus apetitos, sus miedos, sus deseos, sus rencores. En una
ficción lograda se encarna la subjetividad de una época y por eso las nove-
las, aunque, cotejadas con la historia, mientan, nos comunican verdades
huidizas y evanescentes que escapan siempre a los descriptores científicos
de la realidad. Sólo la literatura dispone de las técnicas y poderes para des-
tilar ese delicado elíxir de la vida: la verdad escondida en las mentiras hu-
manas”.

El novelista rescató las ambigüedades y consideró los casos par-


ticulares y los hechos irrepetibles como posibilidad de exploración.
Además de privilegiar la particularidad del hombre frente a la gene-
ralidad de la especie (el carácter privado de su condición humana),
asumió la contradicción, la ambigüedad, la excepción y la indeter-
minación. Nadie es poseedor de la verdad, todos tienen el derecho de
ser comprendidos. Como una verdad no es única sino plural, la nove-
la es un arte “no tributario sino contradictoria de las certezas ideoló-
gicas, a la manera de Penélope deshace durante la noche la tapicería
que teólogos y filósofos urdieron durante la víspera”. Los primeros

Estas verdades aparecen en función del método: lo que es común a todos los pen-
sadores de este tipo es la creencia de que sólo hay un verdadero método, o combi-
nación de métodos; y lo que no puede ser contestado así no puede ser contestado.
La implicación de esta posición es que el mundo es un solo sistema que puede ser
descrito y explicado por el uso de métodos racionales; con el corolario práctico de
que si la vida del hombre tiene que ser organizada un tanto y no dejada al caos y al
juego de la suerte y la naturaleza incontrolada, entonces sólo puede ser organizada
a la luz de tales leyes y principios. Véase Berlin (1983: 145).

293
novelistas compartieron la preocupación primordial de que “el hom-
bre piensa y la verdad se le escapa”. Por eso, escribe Kundera, la
ironía es esencial a la novela como un arte surgido de la “risa de
Dios”. En este arte “el individualismo europeo se confirmó, se creó y
se desarrolló durante cuatro siglos”.
Desde Rabelais y Cervantes, la ironía y el humor, gran inven-
ción del espíritu moderno, se oponen a la reducción del mundo a la
sucesión causal de acontecimientos. La ironía consiste —para He-
gel— en insertar la subjetividad en el orden de lo objetivo. Octavio
Paz añade que es una “subjetividad crítica”: la tragedia y el júbilo se
hacen discursivos y subvierten la pretensión de verdades claras y ab-
solutas de los sistemas racionalistas. El humor, un juicio implícito
sobre la realidad y sus valores, provoca una suerte de suspensión
provisional que hace oscilar a los hombres entre el ser y el no ser.
Para Kundera la novela es una forma poética porque “la poesía no se
encuentra en la acción sino ahí donde la acción se interrumpe, donde
el puente entre una causa y un efecto se destruye y el pensamiento
vagabundo está en una dulce libertad ociosa. La poesía de la existen-
cia, dice la novela de Sterne —Tristam Shandy— está en la digre-
sión. Está en lo incalculable. Se encuentra del lado opuesto de la ca-
sualidad, sin razón”.

Historia y novela
La originalidad de los descubrimientos hechos por la novela se
enmarca en su propia historia (la historia de la novela) que se presen-
ta como una revelación gradual de secretos individuales. Pero, desde
mediados del siglo pasado, “por primera vez la novela se dispone a
asumir las más altas exigencias de la poesía (buscar, por encima de
todo, la belleza; la importancia de cada palabra particular; la melodía
intensiva del texto; el imperativo de la originalidad aplicado a cada
detalle)”:

En 1857, con Flaubert, la poesía permite que la releve la poesía de la nove-


la. La historia de la novela será en adelante la de “la novela vuelta poesía”.
Pero asumir las exigencias de la poesía es algo muy diferente a volver líri-
ca una novela (a renunciar a su esencial ironía, apartarse del mundo exte-

294
rior, transformar la novela en confesión personal, sobrecargarla de orna-
mentos).

Aunque el novelista bebe —en mayor o menor medida— de la


historia para crear ficciones a sus expensas, sólo se vale de las cir-
cunstancias históricas en la medida en que le son indispensables para
comprender una situación humana determinada. Sin embargo el
vínculo entre novela e historia es a un tiempo necesario, contradicto-
rio e imprevisible. La novela cambia la historia, la niega, la contradi-
ce, la inventa. Las circunstancias históricas son medio para explorar
al hombre: proporcionan experiencias inéditas individuales como en
un “laboratorio antropológico donde se muestra al hombre desde án-
gulos poco conocidos, desconocidos o sorprendentes”. La historia
como discurso evolutivo de la marcha de la humanidad “ha hecho
del hombre un simple medio para alcanzar sus objetivos. El novelista
se venga e invierte la situación: la historia es para él un simple me-
dio para el conocimiento del hombre”.
El novelista está atento a la situación del hombre y de la histo-
ria, pero del hombre en una historia vivida a través de la reconstruc-
ción operada en base a la posibilidad, la experiencia imaginaria de
otra historia posible que hace más claros los hilos de su realidad. La
historia del pasado es un cementerio de posibilidades abortadas. En
forma paralela “el apogeo de la novela se remonta a la visión históri-
ca del mundo, que hace su aparición a comienzos del siglo XIX. Si
el hombre no procede de una sustancia eterna y es, como Hegel dice,
un producto de su propia actividad en la historia, hay que admitir
que el género literario que mejor puede captar este hecho es la nove-
la”.
Para aumentar la noción de lo que es el hombre y su condición, el
novelista recurre a un “metahistoria” que podría contarse así: todo
acto del mundo expresa una cuestión del alma; todo acto es a la vez
su ser concreto, objeto, y su ser simbólico, “representante de”. La
novela no da respuestas definitivas (detrás de una causa siempre
puede estar otra) y explorar la complejidad del mundo no es decir
cosas a la ligera. Con todo, en ella están muchas claves que la histo-

295
ria ignora o disimula. Toda novela —por fantástica que sea— hunde
sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que
alimenta. Al privatizar y subvertir la historia, el novelista crea un
simulacro de vida donde el desorden se transforma en orden: organi-
zación, causa y efecto, fin y principio. En cambio la vida real (o la
realidad de la vida) fluye y no se detiene, es un caos en el que cada
historia (particular) se mezcla con todas las historias y por eso mis-
mo no empieza ni termina jamás.
La novela cuenta una historia que los historiadores no pueden
contar, porque asienta sus bases en la parodia, en la farsa desbordan-
te, que se vuelve locura como la propia historia y deja de ser broma
para confundirse con la verdad, o al menos la que parece más proba-
ble o posible de las verdades. Los descubrimientos hechos por la no-
vela a lo largo de cuatro siglos no dejan de ser notables. Por ejemplo,
Cervantes explora el mundo de la aventura,

[...] con Samuel Richarson la novela comienza a explorar lo que hay en el


interior, a develar la vida secreta de los sentimientos. Con Balzac descubre
el arraigo del hombre en la historia. Con Flaubert explora la “terra” hasta
entonces “incógnita” de lo cotidiano. Con Tolstoy examina la intervención
de lo irracional en las decisiones y los comportamientos humanos. Explora
el tiempo, el inapresable momento pasado con Marcel Proust; el inapresa-
ble momento presente con James Joyce. Con Thomas Mann interroga a los
mitos que, viniendo desde el fondo del tiempo, guían nuestros pasos.

También la novela es un género que evoluciona, pues al cambiar


el mundo cambia la forma de interrogarlo. De ahí que la novela sea
indispensable para comprender una época:

No podemos juzgar al espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas,


sus conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y particular-
mente la novela. El siglo XIX inventó la locomotora y Hegel estaba se-
guro de haber comprendido el espíritu de la historia universal. Flaubert
por su parte descubrió la estupidez. Y me arriesgo a decir que es el des-
cubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón científica.

También hay algo notable en el paso de la forma “tradicional” a

296
la forma “moderna”. En el pasado los novelistas creaban personajes
desde una “motivación psicológica” (en una época fascinada por el
conocimiento del individuo, su carácter irremplazable y no inter-
cambiable); en cambio los novelistas centroeuropeos de principios
del siglo XX —Musil, Kafka, Hasek y Broch— ya no conciben al
personaje como una unicidad inimitable sino que, por el contrario,
como lugar de continuidad y entrecruzamiento, pero también de rup-
tura y de separación del hombre y el mundo. La continuidad históri-
ca “no reside únicamente en el vínculo casual de los sucesos sino
también en la identidad de los actores”. La nueva novela se abre co-
mo ventana sobre el pasado lejano del hombre. Cambio innovador ya
que “la novela siempre había estado construida sobre el espacio tem-
poral, el cual no podía sobrepasar la dimensión de una vida”. En este
sentido, dice Kundera, la inspiración inicial de La broma fue “una
continuidad de los actos de los hombres”, o bien que “el pasado le-
jano de la humanidad puede entrevistarse con el presente”.
La novela descubre posibilidades y encuentra nuevas vías de
exploración. La crisis de la sociedad moderna —una crisis de las ba-
ses de nuestro mundo— se manifiesta en la novela como un regreso
al poema y gracias a la autonomía radical de la poesía hecha novela,
por ejemplo, “Franz Kafka ha dicho sobre nuestra condición humana
(tal cual se manifiesta en nuestro siglo) lo que ninguna reflexión so-
ciológica o política podrá decirnos”. Toda situación es obra del
hombre y como tal no puede contener más que lo que ya está en él,
latente como posibilidad. Por lo mismo lo kafkiano existe desde
siempre en tanto posibilidad humana, y representa una posibilidad
elemental del hombre y su mundo, posibilidad históricamente no de-
terminada, y que Kafka descubre en su exploración solitaria. De esto
se infiere que los descubrimientos a los que se accede por medio del
parte de la novela son posibilidades humanas que a su vez la historia
descubrirá algún día. Y no es una capacidad propia de predecir situa-
ciones o acontecimientos, sino que su búsqueda a través de lo posi-
ble la lleva en ocasiones a descubrir posibilidades históricas.
Pero la relación más importante de la novela con la historia es-
triba en que aquella puede considerarse una forma de testimonio

297
inacabado, permanentemente abierto porque la historia de los hom-
bres aún no ha acabado. Pero una novela no es vivida sino escrita:
está tejida con palabras y no con experiencias vivas. Los modos de
describir un hecho real son innumerables en tanto que el hecho es
uno. Al privilegiar una posibilidad, el novelista asesina otras mil ver-
siones de aquello que describe. Por otra parte, la historia es una na-
rración con pretensiones más o menos objetivas que fabrican los his-
toriadores; y también los sucesos mismos cuya crónica atarea a los
historiadores. Es decir: historia es lo que se cuenta que pasa y tam-
bién lo que pasa. El historiador aspira a la verdad (o mejor dicho la
fidelidad) y recurre a métodos objetivos, busca la coherencia y en-
marca los acontecimientos en una circunstancia concreta. Para Kun-
dera la novela privilegia la unicidad del individuo, pero como obra
artística sobrepasa esa realidad y evita el estancamiento en lo hu-
mano. Es decir: atrapa el mundo del hombre por medio de la supera-
ción del hombre. La novela es lugar de excentricidad de los saberes
asentada sobre la imprevisible diversidad de los centros, de las ver-
dades. Es como una grieta múltiple cuyas tramas hagan visible el
vértigo de las identidades condenadas al silencio.
El derrumbe del imperio Austro-Húngaro y la fragilidad en que
quedaron las naciones que lo formaban llevó a los novelistas cen-
troeuropeos a ver en la historia un enemigo implacable, ajeno e in-
humano. El resultado fue un cuestionamiento de esa historia (deifi-
cada, erigida en juez) como nunca antes se había visto. Los novelis-
tas de Europa Central se vengan de la historia que destruyó sus pue-
blos arrojándola dentro de su propia soledad, dejándola atrás, aban-
donada. En un tono profético, la historia será olvidada. “En un mun-
do que se ha desembarazado de ese espejismo occidental que es el
‘tiempo histórico’”. La reacción de los novelistas centroeuropeos se
dirigió contra las “ilusiones líricas” que marcaron en gran medida el
desarrollo de la política y el arte en nuestro siglo. La historia es inde-
fendible, inexcusable: tanto la pasada como la presente o la que ven-
drá. Este viraje significativo de la novela surge de la crisis por la
“tensión del tiempo histórico”: la crisis de creencias se transforma en
un vacío de futuros —como observó Ortega y Gasset— y el hombre

298
mira hacia atrás para resumir la historia de su civilización. En otro
plano, se puede decir que la novela se aproxima al testimonio histó-
rico pues pasa de la particularidad del hombre a la exploración de su
generalidad a través de la continuidad de sus actos.
En fin, la historia ahora transcurre entre la banalidad de la vida
privada de la gente, en un mundo pueril y mecánico, donde la indus-
tria del ocio provee de novelas que renuncian a la esencial ironía,
que se apartan del mundo exterior, que se transforman en confesio-
nes personales, que se sobrecargan de ornamentos y tramas especta-
culares, todo como una señal del fin de los tiempos modernos. Es en
este sentido que la obra de Kundera constituye un respiro y una ad-
vertencia.

Bibliografía
Berlin, I. (1983), “El divorcio entre las ciencias y las humanidades”, en I.
Berlin, Contra la corriente, México, FCE.
Calvino, I. (1994), Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981),
Barcelona, Tusquets.
Kundera, M. (1986a), “La novela, esa reflexión sobre la totalidad”, entre-
vista realizada por Fernando de Valenzuela, La Cultura en México, suple-
mento cultural de la revista Siempre!, núm. 1270, 30 de julio.
Kundera, M. (1986b), “Ochenta y nueve palabras”, Vuelta, vol. 10, núm.
119, octubre.

299
Claude Lefort, práctica y pensamiento de
la desincorporación

GILLES BATAILLON*

¿Cómo presentar la obra de Claude Lefort y hacer el intento de


ofrecer una mirada de conjunto?, ¿qué tienen en común sus primeros
escritos que datan de los años cuarenta, cincuenta y sesenta y sus
trabajos como Machiavel. Le travail de l’oeuvre (Lefort, 1972), Un
homme en trop (Lefort, 1976), que es su ensayo sobre El archipiéla-
go Gulag de Solzhenitsyn, incluso Sur une colonne absente (Lefort,
1978a), que es una compilación de escritos sobre Merleau-Ponty, o
incluso los textos que dieron lugar a Les formes de l’histoire (Lefort,
1978b), además de aquellos que ofrecieron material para otras com-
pilaciones: L’invention démocratique (Lefort, 1981), Essais sur le
politique (Lefort, 1986), Écrire. À l’épreuve du politique (Lefort,
1992)?, ¿cómo ubicar en este conjunto su último libro La complica-
tion. Retour sur le communisme (Lefort, 1999a) o finalmente los ar-
tículos reunidos en su última compilación, Le temps présent (Lefort,
2007)?, ¿qué vínculos se pueden establecer entre los diferentes mo-
mentos de su obra, cómo está construida su obra, cómo se puede leer
en nuestros días? En total, son once volúmenes publicados por diver-
sos editores a menudo a merced de las circunstancias y las amista-
des. Ocho de esos volúmenes fueron compuestos por estudios publi-
cados en las más diversas revistas,67 incluso en obras de homenaje68
o memorias de coloquio. Pero también tenemos los artículos publi-

* Profesor investigador en el Centro de Estudios Sociológicos y Politológicos


Raymond Aron-EHESS, de París, Francia.
67 Por ejemplo: Les temps modernes, Jeune révolution, Socialisme ou Barbarie,

Les lettres nouvelles, Cahiers internationaux de Sociologie, Annales, La quinzaine


littéraire, l’Arc, Esprit, Textures, Libre, Kontinent Scandinavia, Passé Présent y
Poésie.
68 Fundamentalmente obras en homenaje a Maurice Merleau-Ponty, Raymond

Aron y a Louis Dumont.

300
cados en periódicos,69 y finalmente un conjunto de entrevistas. Los
otros tres libros fueron obras pensadas desde su inicio como tal. El
primero fue el fruto de un trabajo que se extendió por doce años,
Machiavel. Le travail de l’oeuvre. Un homme en trop fue escrito en
algunos meses por la iniciativa de Claude Durand, quien le había
propuesto desarrollar un primer estudio sobre Solzhenitsyn publica-
do en la revista Textures en 1975. La complication. Retour sur le
communisme nació del deseo por debatir a partir de dos libros impor-
tantes publicados a mediados de los años noventa en francés sobre el
fenómeno del comunismo: el libro de Martin Malia, La tragédie so-
viétique. Histoire du socialisme en Russie, 1917-1991 y del libro de
Francois Furet, Le passé d’une illusion. Essai sur l’idée communiste
au XX° siècle, ambos publicados en 1995. A estos libros hay que
agregarles una serie de prefacios a obras que Lefort había decidido
publicar en la colección “Littérature et politique” que dirigía para la
editorial Belin (Lefort, 1987, 1988a, 1991, 1993, 2002 y 2003). Y
otros dos escritos pedidos por entusiasmo del editor para que él pre-
sentara dos autores sobre los que había escrito muchísimo, Maquia-
velo y Tocqueville (Lefort, 1980a y 1999b).
¿Qué vínculos existen entre obras compuestas por textos extre-
madamente diversos, algunos de sus primeros escritos totalmente
políticos, como lo fueron los de Socialisme ou Barbarie, pero tam-
bién como lo fue uno de sus textos más célebres de los años ochenta,
“Droits de l’homme et politique”, que también es un gran artículo de
filosofía política, y algunos otros más antropológicos, como lo son
claramente los textos que componen Les formes de l’histoire, o su
monumental Machiavel?, ¿son estos textos de filosofía, historia de la
filosofía, sociología, antropología o más bien ensayos claramente
políticos? Para muchos de sus lectores, su obra se divide entre, por
una parte, un conjunto de ensayos de juventud marcados por un mar-
xismo frente al cual Lefort sin lugar a dudas había tomado su distan-
cia durante los años sesenta, después de un libro muy erudito, como
lo fue su tesis de Estado sobre Maquiavelo, y por el otro, sus trabajos

69 Artículos que aparecieron en los periódicos Le Monde, Le Matin de Paris y Li-

301
que llevo a cabo sobre la democracia y el totalitarismo, así como la
fenomenología de Merleau-Ponty, a los que se les añaden textos por
aquí y por allá abiertamente políticos.

Filosofía
Sin duda, Lefort es considerado como un filósofo, como él mis-
mo lo explicó a detalle a comienzos de los años ochenta en el artícu-
lo “Philosophe?”, publicado por primera vez en un libro en inglés
(Lefort, 1983) y luego en la revista Poésie (Lefort, 1985).70 Como
decía con mucha claridad en aquella época, no se sentía un sociólogo
y mucho menos un politólogo —“no me gusta hablar de mí como un
sociólogo o politólogo, bajo el pretexto de que mi reflexión ha esta-
do en gran medida ejercida sobre hechos sociales y políticos” (Le-
fort, 1992: 337)—. Fue todo un reto tanto para la representación de
la filosofía como “sistema último”, así como para la idea de un fin de
la filosofía. “Si uno se declara filósofo en las condiciones presentes
es, escribe Lefort, […] cargar con una ambición desmesurada”. In-
mediatamente especifica la naturaleza de esa ambición. “Reivindicar
la posibilidad de una interrogante que se emancipa, ya no de la auto-
ridad de la religión, sino de aquella de las ciencias, particularmente
de las ciencias humanas, que quieren dar sentido a aquello que en
todos lados es denunciado como una empresa quimérica y pasada,
esto hace perder la modestia de la inspiración primera, y obliga a
levantar la voz”. De este modo, también avanzó en aquello que lo
definiría como profesor. “Profesor […] esta imagen era aceptable
porque me hacía aparecer como por debajo de mí mismo. Al aceptar
nombrarme así, seguí sin duda la esperanza de superar la definición.
Filósofo, la palabra me turba ya que me parece que me define por
encima de mí mismo” (Lefort, 1992: 339).
Nótese que las palabras por debajo y por encima nos remiten a
un libro que le fascinaba y al cual le había dedicado largos comenta-
rios en sus seminarios de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias

bération.
70 Reeditado en Écrire. À l’épreuve du politique (Lefort, 1992: 337-355).

302
Sociales (EHESS por sus siglas en francés), y que es aquel de Ernst
Kantorowicz, The King’s Two Bodies (Kantorowicz, 1957), donde
subraya su rechazo a cualquier identificación de la imagen de la “fi-
losofía como sustituto de la palabra del rey”, o aún más, “de la filo-
sofía como cuerpo místico de los filósofos” (Lefort, 1992: 341). Es-
tos términos, por debajo y por encima no nos llevan de nuevo hacia
la imagen de un “príncipe moderno a la vez sujetado y por afuera de
las leyes” dibujado por Kantorowicz sino con más claridad a las re-
flexiones de Edgar Quinet, historiador y amigo de Jules Michelet,
cuyos trabajos le apasionaban. Entonces, citaba dos pasajes que lo
llevaron sorpresivamente a la lectura del prefacio de Quinet a su
drama, Les Esclaves. Evocando el tema de las revueltas de los escla-
vos en el mundo antiguo, Quinet reformulaba el tema del desquebra-
jamiento del hombre y “resumía la paradoja de su condición en una
tensión entre servidumbre y heroísmo”. También Lefort observó que
la palabra servidumbre estaba en consonancia con el sentido que dio
La Botié en su Discours de la servitude volontaire. Este heroísmo se
inclinó hacia “el heroísmo del espíritu”, término por el cual Michelet
caracterizó la empresa de Vico, es decir, la voluntad deliberada de
asumir “el riesgo de una búsqueda sin modelo, liberado de la autori-
dad de un saber establecido, para reivindicar la desmesura del deseo
de pensar, más allá de la separación de las disciplinas, en la búsque-
da de la verdad” (Lefort, 1992: 343-344). Quinet y Michelet “des-
piertan o vuelven a despertar” en Lefort una “aspiración confusa a
no dejarse encerrar en las fronteras de aquello que convencionalmen-
te llamamos filosofía”. Las razones que tuvo su apasionamiento fue-
ron “el movimiento heroico a través del cual el pensamiento se esca-
pa de los caminos del conocimiento ya trazado y separado, que no
saben dejarlo actuar: el riesgo del pensamiento no tiene nombre, ni
siquiera el de la filosofía” (Lefort, 1992: 344). Él observó también
que como estos dos historiadores, Vico e incluso Maquiavelo, La
Boétie o Marx, escribió siendo consciente del “vínculo entre la exi-
gencia filosófica y la exigencia política” que “toma en cuenta una
interrogación sobre la esencia misma del pensar, y una exigencia de
participar en la vida pública, mediante la palabra o la acción” (Le-

303
fort, 1992: 346).
Finalmente decía que estas obras, que le fascinaron y cuyo con-
tacto le permitió dar forma a su deseo de pensar y escribir, lo lleva-
ron a producir obras “híbridas” (Lefort, 1992: 347), las cuales no
fueron reconocidas mediante el estatuto de obras filosóficas por par-
te del mundo académico. Para él, no puede existir “un espacio espe-
cífico que sea aquel destinado para las ‘obras del pensamiento’ y
otro espacio que sea para la ‘realidad socio-histórica’” (Lefort, 1992:
348). Sus estudios sobre la democracia o sobre el totalitarismo, afir-
mó, nunca fueron dirigidos “desde el punto de vista objetivo de la
sociología o de la politología, que se aplica para definir a los siste-
mas institucionales y compararlos”, más bien buscaron “comprender
lo que fue la empresa totalitaria […] más allá de la destrucción de la
democracia burguesa”. De nuevo, la fórmula no debe equivocarse,
no se trata de oponer una visión dinámica de la sociedad, de los
“procesos” a las “instituciones” petrificadas. Como lo sostiene en su
artículo “Permanence du théologico-politique” de 1981, su objetivo
era el de comprender al mismo tiempo las instituciones, los procesos
y simultáneamente las “configuraciones” de las cuales se ocupaban
los actores sociopolíticos.
Se produjeron dos consecuencias de estos desarrollos. La primera,
“el filósofo se encuentra obligado a recibir, en lugar de negarla, su
vocación de escritor, en el reconocimiento de aquello que une a la
filosofía a la literatura”. La segunda trata del lugar de la filosofía, “si
la cuestión que […] singulariza […] al filósofo es ‘¿quién piensa?’,
esta no sabría circunscribirse ni definirse en el sentido tradicional,
como una interrogación que invita a regresar sobre un origen para
desplegar y dominar las articulaciones de un campo de consciencia.
[…] la exigencia filosófica nació y renació de todas partes, y aquello
que la gobierna no es para el escritor filósofo sino la llamada de la
obra, en la cual la pregunta permanece en búsqueda de ella misma,
se repite en todos los lugares hacia donde su deseo singular la con-
duce” (Lefort, 1992: 352-353).

304
El camino de una obra del pensamiento
Varios puntos merecen ser señalados en esta reflexión de Lefort
sobre su obra de filósofo. Como él escribió con mucha claridad en
ensayos pasados, su reivindicación de la filosofía mantiene su volun-
tad de jamás deshacerse de un “pensamiento condenado a la inde-
terminación”, de rechazo a la “espera del acontecimiento decisivo
que asegure el pasaje de lo negativo a lo positivo”, como de la “fuen-
te de una reacción permanente y realista, consciente de sus límites”
(véase su artículo “La politique et la pensée de la politique” de 1963,
ahora en Lefort, 1978a: 104). Esta reivindicación mantiene una vo-
luntad de practicar un trabajo de interpretación marcado por una exi-
gencia de “descubrir lo oculto” mientras permanece siempre “sujeto
a la duda” (véase su trabajo “L’œuvre de pensée et l’histoire” de
1970, ahora en Lefort, 1978b: 151).
Antes de seguir su camino en el sentido de interrogarse regre-
sando a sus primeros trabajos, parecía necesario repensar lo dicho
sobre su oficio y su lugar de profesor. Esta imagen pone en eviden-
cia la conexión del escritor político. Su “por debajo de sí mismo”,
que es el lugar del profesor no se separa de la imagen “por encima
de sí mismo”, que sería la del escritor filósofo. Esta implica también
la posibilidad de la excepción que rompe la imagen habitual del pro-
fesor dedicado a la transmisión mecánica de un saber positivo. Esta
excepción está bien encarnada, evidentemente, por él en una figura:
Maurice Merleau-Ponty. Figura en la que reconoce a un maestro.
Maestro sobre el que Lefort agrega ciertas palabras muy significati-
vas “[l]as cuestiones que trataba Merleau-Ponty me daban la sensa-
ción de habitarme antes de que las descubriese. Él mismo tenía una
manera particular de preguntar. Pareciera que inventaba su pensa-
miento hablando, siempre que nos enseñaba lo que ya conocía” (Le-
fort, 1992: 354). El nos llevaba sobre una dirección diferente de
aquella del profesor dedicado a la pura repetición y la sola transmi-
sión de un saber fijo. Como lo escribió en 1993, en el marco de un
debate sobre el utilitarismo y la filosofía con el obsequio de los re-
dactores de la revista MAUSS, el oficio de profesor fue para él un
oficio, en efecto, sujeto a un mundo de instituciones extendidamente

305
burocratizadas y limitadas a los objetivos de la rentabilidad, aunque
no era solo aquello. Más allá de estos imperativos, el profesor fue
también un hombre dedicado a la invención y a la interrogación “[e]l
enseñante… hace frente a una tarea que escapa a la medición. Tiene
que inventar (y en ocasiones reinventar en el contacto con nuevas
clases o de nuevas generaciones, o elementos resultados de nuevos
círculos sociales) una manera de hacerse entender, de acreditar un
determinado género de saber, […] en relación al saber como tal al
mismo tiempo que la de su autoridad. Debe buscar la institución de
un reconocimiento recíproco que esté unido a la asimetría de sus po-
siciones” (véase su artículo “Réflexions sur le projet politique du
Mauss” de 1993, ahora en Lefort, 2007: 723). Nótese que habla del
enseñante en general, y para nada del universitario del cual hará una
figura más alta del saber. Recordemos además que al que nombra su
maestro y que le revela la vocación de ser profesor de liceo, sólo se
convertiría en profesor hasta la universidad, después en el Colegio
de Francia. Esto fortaleció sus observaciones sobre el hecho de que
la filosofía no sabe disociar de su enseñanza, y más aún de lo que
define en diversos textos, la preocupación de una palabra pública.
La actividad de filósofo es de cierta manera doble, es un escritor
atrapado en el lenguaje. Formula su pensamiento en el arte de escri-
bir y hace la prueba del descubrimiento del sentido. Sin embargo, el
lenguaje no es simplemente escritura, es también palabra y palabra
pública. Quienes lo conocieron y lo escucharon, saben que Lefort fue
un orador brillante, capaz de cautivar a su auditorio en el contacto
con su pensamiento. Esta manera de concebir sus seminarios en la
EHESS lo testimonia. Cada uno en la escucha era persuadido de que
él hablaba a partir de un texto escrito. En efecto, él lo hizo en distin-
tas ocasiones solemnes, pero también cuando no hablaba en francés,
sino en inglés. Pero en su seminario como en numerosas conferen-
cias, lanzaba con mucha frecuencia ideas sobre el papel que utilizaba
para desarrollar su pensamiento y construir sus argumentos. Con fre-
cuencia este estilo lo encontramos en la palabra pública que era el
primer lanzamiento del texto, seguido de la minuciosidad de la escri-
tura. Un gran número de estudios reunidos en la L’invention démo-

306
cratique (1981), seguido de los Essais sur le politique (1986), y de
Écrire. À l’épreuve du politique (1992), contienen cuestiones que
fueron discutidas y debatidas con los auditorios que iban a sus semi-
narios. Su obra maestra sobre Maquiavelo es también por un lado el
fruto de la enseñanza oral, y no solamente el trabajo en solitario del
escritor. Como Lefort lo confió a distintos interlocutores, él se in-
teresó en Maquiavelo luego de la publicación del volumen de Obras
de Maquiavelo en la colección de la Pléiade, prologada por Giono en
1952, Merleau-Ponty le solicitó hacer la reseña para Le temps mo-
dernes. Nunca lo hizo, pero llevará a su Maquiavelo a Brasil y lo
volverá la materia de distintos cursos en la universidad de Sao Paulo
(1953-1954), cursos marcados por la interpretación “realista” del
florentino. En la ocasión de estos cursos, como otros que impartió en
Caen, el se deshará de esta interpretación y esbozará por medio de la
palabra lo que se volverá su gran libro.
Su sentido y su arte de la palabra exceden por mucho el espacio
universitario. Son llevados por el deseo de hacerse escuchar en el
espacio público. La cuestión es evidente al leer los textos de Le
temps modernes, aquellos de Socialisme ou barbarie, o de Informa-
tion et correspondance ouvrière. Estos ensayos fueron escritos des-
pués de discusiones y debates con otros que compartieron sus preo-
cupaciones sobre el pensamiento y la acción. No se debe malinter-
pretar que dado que jamás pertenecieron a un colectivo, incluso efí-
mero, sean obras de un solo individuo quien construyó el análisis de
una situación revisando los hechos sociales y económicos para con-
frontar su visión con la de esos otros. Se dirige a sus interlocutores
que pueden ser militantes (pero no solamente). Un texto publicado
en el homenaje a Raymond Aron, “Machiavel et les jeunes”, publi-
cado originalmente en la obra Sciences et consciences de la société.
Mélanges en l’honneur de Raymond Aron (París, Calmann-Lévy,
1971, ahora en Lefort, 1978b), está lleno de enseñanzas sobre este
tema.
Imposible no notar inmediatamente el lado irreverente de este
homenaje. Estamos al día siguiente de 1968, él y Aron no tenían la
misma apreciación de los hechos. Lefort subraya que los interlocuto-

307
res a los que se dirige Maquiavelo en El príncipe, como en sus otras,
“son los jóvenes ávidos de ideas nuevas y con la voluntad de actuar”
(Lefort, 1978b: 156). Estos jóvenes son aquellos que Maquiavelo
frecuentaba Orti Oricellari, esos jardínes donde se reunía la oposi-
ción florentina y frente a los cuales, nos dice Lefort, él “se ocupa
[…] de los temas que constituyeron la materia de los Discursos y del
Arte de la guerra” (Lefort, 1978b: 156). Maquiavelo intenta escu-
char a estos jóvenes para deshacerse de la imagen de una “buena so-
ciedad perdida”. Pretende incitarlos a sustraerse de la autoridad de
los grandes autores del pasado, incluido Tito Livio. Al final, él desea
que su insatisfacción con el mundo presente los empuje a la acción.
Lefort muestra cómo Maquiavelo traza un cuadro muy sutil de los
“errores de la vejez”. Los hombres maduros y viejos idealizan el
tiempo pasado que conocieron bien y desconfían del presente que
conocen mal y que carece de fuerza suficiente, no lo quieren averi-
guar y no quieren apreciarlo. No hay una idealización de la juventud.
Maquiavelo nos enseña hacia el final de los Discursos, en sus co-
mentarios las acciones de Jenofonte y de Epaminondas, que la juven-
tud no sabría apostar únicamente sobre lo impetuoso bajo pena de
ser derrotado; la juventud también debe aprender de la astucia. Astu-
cia que no solo es el arte de la invención de la manipulación o de
burlarse de los enemigos, sino que es también “el arte de escapar a
los señuelos de las ideas simple, que soportan el mito de la sociedad
buena –y de identificar los desvíos en todo lugar, que son necesarios
para la formulación de la acción justa o en la conquista de la verdad”
(Lefort, 1978b: 167). Maquiavelo nos sugiere que “el deseo de saber
sortear las trampas de la idealización está implícito en el deseo de
actuar”, y llama a “sellar un pacto entre aquellos que son sus porta-
voces privilegiados, los jóvenes y el escritor” (Lefort, 1978b: 161).
En apariencia Lefort no nos ofrece en este estudio otra cosa que un
comentario sutil y erudito del pensamiento maquiaveliano. Él dialo-
gó con el florentino contemplando su época, la Francia de los prime-
ros años setenta del siglo pasado marcada por esta “brecha” abierta
por el movimiento de mayo de 1968. Por su parte, él ya había utili-
zado a Maquiavelo en sus reflexiones de mayo del 68 para mostrar

308
que la novedad de los enfurecidos tenía al mismo tiempo una auda-
cia y una capacidad de deshacerse de los mitos de la buena revolu-
ción y a distanciarse de las numerosas nostalgias de la acción revo-
lucionaria del proletariado. Crítica del presente y del pasado, los en-
furecidos, y particularmente Cohn-Bendit, no cedieron al fantasma
de un radiante porvenir. Lefort recupera para su propósito las pala-
bras de Maquiavelo: “ellos son más audaces que prudentes” (Lefort,
1988b: 50). De este modo inventaron un nuevo género político, una
capacidad inédita de conjugar “el realismo” con la “extrema auda-
cia” (Lefort, 1988b: 61-62). No es forzar la interpretación el hecho
de trazar un paralelo entre la preocupación de Maquiavelo y la de
Lefort. De cierta manera sus polémicas con determinados miembros
de Socialisme ou Barbarie o de otros conocidos que jamás se deshi-
cieron del fantasma de la buena sociedad o que se erigían en filóso-
fos en una situación dominante de la interpretación del sentido de la
historia, regresaban fundamentalmente a esta cuestión en la cual el
debate con Maquiavelo, como se hace escuchar de aquellos predis-
puestos a la apuesta por una sociedad libre, los incita a pensar y ac-
tuar sabiendo sentir y discernir los equívocos de la historia en vez de
querer detectar su univocidad. Apostar por la palabra y la escritura
custodiando la idea de un necesario ductus oblicus y no de la necesi-
dad de hablar sólo a un reducido número para ser escuchado, así co-
mo el deseo de volverse un maestro del pensamiento o un hombre
mediático.

Una obra híbrida


Claude Lefort escribirá poco sobre los filósofos con excepción
de Merleau-Ponty, que como es sabido, lo llevo al descubrimiento de
la filosofía. Otros autores de su predilección fueron Marx, Trotsky,
más los opositores al poder soviético, de Ciliga a Solzhenitsyn, los
antropólogos, entre ellos evidentemente Mauss, pero también los so-
ciólogos, particularmente Weber, así como Maquiavelo y los huma-
nistas florentinos, Aron, Arendt y Strauss, y finalmente los historia-
dores filósofos del siglo XIX. Se puede destacar en su obra lo mismo
que él hizo con las obras de Michelet y Quinet. Como ellos, su obra

309
es híbrida. Para recuperar dos expresiones de Merleau-Ponty, él tiene
dos afectos particulares, el gusto y el sentido de “la carne de lo so-
cial” y la de las “cosas mismas”. Pensemos que sus primeros artícu-
los que componen los capítulos iniciales de su obra Éléments d’une
critique de la bureaucratie (Lefort, 1979), y aquellos de su obra Le
temps présent (Lefort, 2007) son más políticos, y serán más antropo-
lógicos los compilados en Les formes de l’histoire (Lefort, 1978b).
Todos abordan cuestiones de filosofía de la historia o aquellas otras
que honraban a los fenomenólogos. En cada uno de estos ensayos, el
joven filósofo Lefort recupera estas interrogaciones con nuevos
bríos, partiendo de lecturas poco habituales a los filósofos. Sin duda,
Merleau-Ponty le abrió el camino y la revista Le temps modernes
llevan la marca de una ventana totalmente nueva a la literatura, a la
etnología, a la sociología y a la historia. Igual que el filósofo Ray-
mond Aron, conocido por sus tesis de filosofía de la historia, y que
se hizo célebre por la sociología sobre lo viviente, como lo fueron
sus contribuciones a France Libre, rápidamente recuperadas en un
volumen después de la guerra (Aron, 1946). Si a la mañana siguiente
de la guerra resultaba evidente la necesidad de formular nuevas pre-
guntas, el propósito de Lefort no es menos relevante en su innova-
ción. No cuestiona simplemente los objetos hasta después de ser es-
tudiados, la situación colonial de 1947, la cuestión del don, aquellas
de las sociedades llamadas “sin historia”. La misma reformulación
en términos inéditos de una serie de cuestiones ya trabajadas por los
marxistas heterodoxos, principalmente el tema de la alienación, que
recupera a partir de sus lecturas de Evans Pritchard, o la de la “expe-
riencia proletaria”, y también la del destino de la Revolución rusa.
Lo que llama la atención en sus primeros textos es su preocupación,
muy fenomenológica, no de explicar y demostrar las cadenas de la
causalidad, sino de describir y agarrar el sentido y la significación de
las prácticas y de las instituciones. Lefort tenía el gusto por los pe-
queños hechos auténticos que ponen en predicamento los argumen-
tos en apariencia mejor establecidos. Su artículo sobre la contradic-
ción con Trotsky, no es sólo la refutación de una tesis sobre el rol del
partido en la revolución, también expresa la preocupación por captu-

310
rar el punto de ebullición de un momento histórico, la capacidad de
invención de los actores socio-históricos. Sus comentarios sobre
Kravtchenko, Anton Ciliga y veinte años después sobre Solzhe-
nitsyn, de igual modo están habitados por el deseo de comprender el
sentido que dan a sus acciones y a la situaciones de los individuos.
Ningún fetichismo para testimoniar o aún de una oposición de “los
de abajo” contra “los de arriba”. O de los hechos ásperos contra la
gran teoría. Él discute los testimonios, los pone unos contra otros, los
confronta con otras interpretaciones, y establece la cuestión de la
revolución como ruptura radical y como acontecimiento posible de
un mundo reconciliado consigo mismo, de aquí en adelante sin divi-
sión social. La preocupación de encontrar la dinámica del totalita-
rismo no está separada jamás de una reflexión sobre la manera de
distinguir lo justo de lo injusto, la libertad de la opresión o la jerar-
quía de la igualdad.
Sus reflexiones sobre “el intercambio y la lucha de los hombres”
o “las sociedades sin historia y la historicidad”, sobre las visiones de
la historia esbozadas por Marx, o incluso aquellas del concepto de
alienación, así como aquellas sobre el individuo, manifiestan al
mismo tiempo el rechazo de un pensamiento sobresaliente y la vo-
luntad de volver a interrogar el sentido de las nociones mismas. Las
perspectivas que esboza en sus estudios deben ser leídas bajo la ópti-
ca de sus análisis del hecho colonial, su primer artículo en Le temps
modernes, “Les pays coloniaux” de 1947 (ahora en Lefort, 2007), o
también su largo desarrollo sobre el nacionalismo argelino, conteni-
do en “La politique et la pensée de la politique” de 1963. Se encuen-
tra como un eco de sus reflexiones sobre los lazos entre capitalismo,
desarrollo de la técnica y democracia en el cual habla de la experien-
cia democrática en Brasil en “Démocratie et représentation” de 1989
(ahora en Lefort, 2007).
Sus investigaciones sobre la democracia moderna están marca-
das por esta misma voluntad de comenzar de los fenómenos mismos,
como de aquello que define como las obras de pensamiento en las
cuales los autores buscaban capturar a la democracia como un hecho
social total, como aquellas de Guizot, Tocqueville, Michelet y Qui-

311
net. Todos estos trabajos tienen el trazo de sus repetidas lecturas de
Maquiavelo. Como Maquiavelo, se interesa por los regímenes tal
como son, por las intrigas del poder, por los juegos de las relaciones
entre dominantes y dominados. Hay que notar que sus primeras re-
flexiones sobre el totalitarismo están en afinidad con el estilo del
pensamiento de Maquiavelo y participan del mismo modo de la
puesta en forma de su pensamiento en aquellos trabajos sobre la de-
mocracia. En efecto, a diferencia de muchos marxistas heterodoxos,
Lefort jamás tuvo en sus estudios del mundo soviético o de las de-
mocracias populares, la idea de confrontar las realidades que obser-
vaba con los modelos que abrevaban del marxismo, “la revolución
permanente”, “el Estado obrero degenerado”, el “despotismo asiáti-
co”, sea de la sociología como de la ciencia política. Si comparamos
el estilo de sus artículos de Socialisme ou Barbarie, y de Arguments,
encontraremos una misma presencia que en los Discursos de Ma-
quiavelo. Una misma voluntad de deshacerse del fantasma de la
buena sociedad perdida, la Roma antigua de los humanistas, la Revo-
lución bolchevique previo a su degeneración. El mismo deseo de po-
ner en entredicho la autoridad de los grandes autores, Tito-Livio por
Maquiavelo, Trotsky seguro, pero también Marx por Lefort. La
misma voluntad de seguir los movimientos de la historia, las accio-
nes de sus protagonistas y los comentarios de los grandes intérpretes.
La misma manera de regresar a los grandes autores para recuperar
las cuestiones que sus epígonos intentan redescubrir. Nada más lla-
mativo con Lefort que su utilización de las consideraciones de
Trotsky sobre Louis XIV y Stalin. Él parte del dicho de Louis XIV,
“el Estado soy yo”, que dice Trotsky no nos regresa a las realidades
del antiguo régimen, sino que Stalin había podido decir de buena
forma “la sociedad soy yo”, para esbozar su reflexión sobre el totali-
tarismo.
Pero regresemos a sus consideraciones sobre la democracia. En
sus primeros artículos sobre el sujeto, “Pour une sociologie de la
démocratie” de 1966 (ahora en Lefort, 1979: 322-348), como sus
ensayos redactados a partir de los años ochenta, rechaza toda defini-
ción normativa de la democracia en términos de instituciones electo-

312
rales o de competición electoral periódicas. No de la democracia que
viene acompañada con una capacidad de reconocimiento de la legi-
timidad del conflicto en diversos niveles. Lejos de oponer la demo-
cracia representativa a la división de clases y a sus conflictos, y creer
que el régimen democrático no vive más que en un cuestionamiento
confinado a manifestaciones cuidadosamente delimitadas o que cier-
tas esferas, por ejemplo, la política internacional o la economía, no
pueden estar más que en manos de un pequeño número de personas
“iluminadas” o “competentes”. El conflicto atraviesa la sociedad
democrática. Otorga forma constante al campo de la política, así co-
mo aquel de la economía o aquellos de las costumbres o valores. Por
lo tanto, no existe complacencia frente a un relativismo absoluto, que
en nombre de la tolerancia y respecto de las diferencias, acepta el
principio de una mayoría hasta “democráticamente” poner fin al plu-
ralismo. Como lo dirá en “Le relativisme déchaine l’imbécillité” de
1992 (ahora en 2007: 683-687), y la pone en su lugar en honor a un
“relativismo relativista”.
Igual que Maquiavelo es sensible a la importancia fundamental
del conflicto por la libertad. Sus comentarios en una de las últimas
entrevistas que le hicieron, fueron esclarecedores sobre este tema
(Molina, 2010: 567-577). “Toda ciudad se instituye en la división
entre gobernantes y gobernados, entre la facción de los dominantes y
la masa de los dominados”. Maquiavelo hace elogio de los tumultos,
no porque ahí identifique el camino hacia una sociedad liberada de
las divisiones. Siempre que nacen del deseo de libertad del pueblo,
los tumultos son beneficiosos. No es por tanto, afirma Lefort, que
Maquiavelo haga del pueblo el depositario de la libertad o de la ley,
de igual modo algunas de sus formulaciones dejan entrever esto. “Él
pone el acento en la fecundidad del conflicto”. “La resistencia del
pueblo, sus reivindicaciones son la condición de una relación fecun-
da a la ley, que se expresa en la modificación de las leyes estableci-
das. […] el pueblo no es, por tanto, una entidad positiva y la libertad
no es definible más que en términos positivos. La libertad forma par-
te con lo negativo en el sentido que esto implica el rechazo de la
dominación”. Maquiavelo dice finalmente que es republicano, y hará

313
de la igualdad uno de los fundamentos de la república.
Todas estas observaciones se refieren también a los comentarios
donde Tocqueville discierne “un pensamiento de los opuestos”, en el
que quiere subrayar la fecundidad (véase su trabajo: “Tocqueville:
démocratie et art d’écrire”, ahora en Lefort, 1992), particularmente
en sus consideraciones sobre el hecho de que el régimen democrático
no puede desplegarse más que la doble exigencia de la libertad y la
igualdad. Sobre este punto da una visión muy sutil de Tocqueville y
es capaz de continuar, yo aquí no puedo hacer el paralelo entre dos
tipos de tensiones que fundamentan la experiencia democrática:
aquella entre el pueblo y los grandes, y aquella entre la libertad y la
igualdad.
Para retomar sus palabras, jamás separó “el trabajo de interpre-
tación… llevado a cabo sobre las obras del pasado y aquel que se
impone [a él] […] tanto el examen de los acontecimientos contempo-
ráneos […] como de una manera más general [en sus cuestionamien-
tos] sobre la democracia moderna y el totalitarismo” (Lefort, 1992:
347-348). De ahí el carácter híbrido de una obra en la que se percibe
una preocupación constante para exigirle a los fenómenos o a las
obras mismas, los rasgos singulares de su inteligibilidad específica.71
Por lo mismo, su obra rompe con la idea de una ciencia que articula-
ría las proposiciones, conectadas unas a las otras, aspirarían a los
avances acumulativos del saber, en ocasiones bajo el signo de la pura
positividad, de la erudición, o incluso aquella de la actividad crítica.
La obra de Lefort se encuentra en las antípodas de tales preocupa-
ciones. Seguro le preocupaba hacer una obra en la cual las cuestiones
permanecieran al tiempo que invitaran a otros a continuar con sus
interrogaciones. Sin embargo, él no estaba preocupado en constituir
una serie de obras sistemáticas, que luego de poner a punto un méto-
do serían desarrolladas libro tras libro. Como Michelet y Quinet,

71 Tomo estas consideraciones del sutil ensayo de Manent (1993. 171). Manent
subraya que “Leo Strauss y Claude Lefort parten frente a la obra de Maquiavelo
del mismo principio de lectura: es necesario preguntar de inicio a la obra misma
los rasgos singulares de su inteligibilidad específica”, de igual modo si “este prin-
cipio está comprometido… por distintas razones (y que) ellos extraen consecuen-
cias muy lejanas”.

314
amaba citar, disfrutaba el placer de hacer una obra preocupada en
anudar las interrogantes surgidas de los acontecimientos contempo-
ráneos, tanto de las formas de tiempos pasados como de las grandes
interrogantes de la filosofía política.

Un temperamento democrático
Su obra así como el estilo de su escritura lleva la marca de su
constante cuidado del examen de su replanteamiento. Tan claras co-
mo tajantes son sus propuestas que jamás serán ideas o disertaciones
ex abrupto. Estas tienen derecho a posibles argumentos que las en-
frentan y a la luz de su lectura se forma su juicio. Su capacidad de
albergar las inquietudes de otros, comentarios sabios y eruditos, o
representaciones comunes, se observa desde sus primeros escritos y
toman lugar en lo que conocemos desde las primeras partes de su
Maquiavelo, “el nombre y la representación de Maquiavelo” o “las
interpretaciones ejemplares”. Por lo tanto, no existe contrariamente a
lo que pensaba Raymond Aron en su Clausewitz (Aron, 1976), la
ambición de forjar “una teoría general de la interpretación”. Le im-
portaba, como lo sugiere en su comentario de 1977 del libro de
Aron, de “reflexionar sobre el problema filosófico para aclarar [su]
propia práctica, no de forjar un sistema o de indicar un método”
(véase su artículo “Sur Penser la Guerre, Clausewitz”, ahora en Le-
fort, 2007: 322-323). El proceso no es distinto en su ensayo sobre
Solzhenitsyn, o en su último ensayo sobre el comunismo. Sus refle-
xiones sobre El archipiélago Gulag como aquellas sobre la Revolu-
ción rusa pasaron por la lectura y la discusión de los comentadores
de Solzhenitsyn, así como por todos aquellos que debatieron el sen-
tido de la revolución de octubre de 1917.
El sentido del trabajo de lo negativo lo llevó a debatir de la ma-
nera más vigorosa con aquellos que admira o con los cuales se sentía
próximo intelectualmente. El mejor ejemplo fue Merleau-Ponty. Es
Merleau-Ponty, como maestro, quien fue duramente criticado por
Lefort en el artículo “Double et triple jeu”, publicado en la revista
Jeune révolution (núm. 2, junio, pp. 1-9) en 1946 por sus posiciones
políticas, y hay que notar que Lefort entonces era muy joven, había

315
nacido en 1924. Asimismo escribirá en los años sesenta con una gran
libertad de tono y una atención escrupulosa al sentido de las tesis de
Humanisme et terreur o aquellas de las Aventures de la dialectique,
y al redactar en 1980 un prefacio durante la reedición de Humanisme
et terreur (Lefort, 1978a; y 1980b: 11-38). Sus comentarios sobre los
escritores que admira como Leo Strauss, Hannah Arendt o Raymond
Aron, obedecen a una misma lógica, recupera sus problemáticas, los
estudia a condición de que esos problemas marquen claramente sus
reservas. Si pensamos tanto en La complication o el artículo
“L’imaginaire de la crise”, publicado en la revista Commentaire en
1997 (ahora en Lefort, 2007: 915-936), sobre la visión que mantie-
nen de la modernidad y de la democracia moderna Leo Strauss o
Hannah Arendt, o incluso en ciertas reservas que le inspiran las tesis
de Aron sobre la política internacional, le da la bienvenida a su in-
terpretación sobre el totalitarismo. Hay que recordar finalmente sus
señalamientos sobre la obra de Furet tanto en Penser la révolution
como en Passé d’une illusion (Lefort, 1986: 110-139, y 1999a) o
incluso sus comentarios a la obra de Pierre Clastres, Société contre
l’État (Lefort, 1992: 303-335).
Con frecuencia el lector se irrita al no entender con claridad lo
que Lefort comunica. Si sus juicios son en ocasiones abruptos, tam-
bién tiene muchos momentos donde su propósito desconcierta. ¿Es
sólo el derecho a examinar ese argumento o, por el contrario, se
apropia de él transformándolo, o matizándolo? El lector en busca de
certezas o argumentos delimitados termina decepcionado. Tomemos
un ejemplo de La complication, obra escrita en el ocaso de su vida y
de la cual su lectura quizá sea una de las mejores maneras de comen-
zar a explorar su obra. Lector atento, lo que él quería hacer era un
estudio de la experiencia concreta del comunismo, sin pretensiones
de separar lo real de lo imaginario. Al contrario, él llama a inspirarse
en la visión desarrollada por Marcel Mauss para comprender el co-
munismo como un “hecho social total”. De aquí surge una primera
serie de preguntas: ¿cuál es el sentido de un pensamiento que desig-
na a los ex comunistas como “las víctimas de una utopía” y los dibu-
ja bajo la doble cara de inocentes y arrepentidos? Su propósito está

316
guiado por la relectura de los artículos de Harold Rosemberg, reuni-
dos en La tradition du nouveau (Rosemberg, 1962). Siguiendo de
cerca el argumento de este escritor norteamericano, Lefort observa lo
cómodo que fue para los comunistas “arrepentidos” que cayeron en
las confesiones que recuerdan a las de los acusados de los procesos
de Moscú sin tener que temer la ira de un Vychinski cualquiera. Na-
da más difícil de seguir que su lectura de los comentarios de Rosem-
berg (Lefort, 1999a: 23-34). En apariencia, Lefort comenta sus ar-
gumentos y los sigue en su análisis. Imposible entonces de conside-
rar a los ex comunistas como inocentes víctimas de la utopía y la ilu-
sión. Es también impensable considerar la adhesión al comunismo de
muchos intelectuales liberales como derivación lógica de su fe en la
libertad, la igualdad y la individualidad. ¿Cómo aceptar si ellos tu-
vieron fe en esos términos, el hecho de que no dijeron nada ante los
procesos de los viejos bolcheviques? Su supuesto idealismo cubre, y
aquí Lefort retoma las palabras de Rosemberg, una mezcla de cinis-
mo y arribismo. Lefort lo cita largamente: “Delirante frente a la idea
de jugar un rol sobre la escena de la historia, ellos cumplieron con
fervor las atrocidades intelectuales que se les encomendaron, no hay
que perder de vista el lugar que esperaban en el poder internacional,
pero sin liberar más el buen lugar en el gobierno, la universidad, Ho-
llywood y la prensa” (Rosemberg, 1962: 235). Inmediatamente des-
pués, Lefort hace el siguiente comentario: “No niego que este sea un
juicio unilateral. Para retomar, transponiendo, una expresión del au-
tor, me gusta mucho el pensamiento que satisface la idea de que los
intelectuales comunistas fueron todos o en su mayoría canallas. En
venganza para mantenerme en el periodo que yo conocía por haberlo
vivido, me parece justo denunciar el cinismo de muchos de esos inte-
lectuales y subrayar los beneficios a un tiempo simbólicos y materia-
les que obtuvieron de su compromiso”.
El lector en búsqueda de una tesis unívoca se irritará. En efecto,
nos dice Lefort, el propósito de Rosemberg tiene algo de sumario
pero remarca también de inmediato que apunta a un solo tiempo y de
manera clara un conjunto de hechos sociales en donde la inteligencia
es capital: el gusto del conformismo asociado a las prebendas mate-

317
riales y simbólicas sin las cuales el surgimiento de las burocracias
revolucionarias permanece incomprensible. ¿No estamos aquí ante
una contradicción o frente a sutilezas innecesarias? Se podrían mul-
tiplicar los ejemplos de este enfoque en casi todos sus textos, de sus
ensayos más breves y más precoces, en su Maquiavelo o en sus últi-
mos escritos. Tomemos su Maquiavelo. Muchos de los lectores de
Maquiavelo hacen los siguientes señalamientos. En sus interpreta-
ciones ejemplares, Lefort critica las lecturas que hacen Antonio
Gramsci y Leo Strauss de El Príncipe y de los Discursos (véase “La
première figure de la philosophie de la praxis–Antonio Gramsci”, y
“La restauration et la perversion de l’enseignement classique ou la
naissance de la pensée politique moderne”, en Lefort, 1972: 237-258
y 259-305 respectivamente). El avanza en contra de sus respectivas
lecturas toda una serie de argumentos bien documentados. Sin em-
bargo, esto no impide que su propia interpretación de El Príncipe y
luego de los Discursos se nutra de sus comentarios para construir el
suyo. ¿Cómo seguirlo en su discurso?
Es apropiado para comprender su aproximación a la lectura que
él hace de los escritores políticos en el breve prefacio de Écrire. À
l’épreuve du politique (Lefort, 1992), y continuado en uno de los
capítulos dedicado a Tocqueville en este mismo libro. Lefort, escri-
bió en ese prefacio, tomó consciencia del curso del tiempo “de la
relación particular que mantiene la literatura y la filosofía política, o
el movimiento del pensamiento y el movimiento de la escritura
cuando se someten a la prueba de lo político” (Lefort, 1992: 9). Se
da cuenta, en unas páginas más adelante que: “el filósofo es un pen-
sador-escritor”. Este juicio, añade y con la intención de que sea no-
tado, “se aplica a todo gran historiador o sociólogo. Una vez que una
u otra de sus tesis es querellada, sin duda querida, Michelet o Weber
ejercen sobre nosotros la misma atracción”. Y concluye que “perma-
necemos sensibles a la invención de su pensamiento que se libra en
la movilidad de su escritura” (Lefort, 1992: 11). Precisa finalmente
que escribir es indisociable del “desafío del riesgo”, “desafío que
permite… el recurso de una palabra singular movida por la exigencia
de burlar las trampas de la creencia o de sustraerse a las luchas de la

318
ideología, de llevarse siempre más allá del lugar donde la espera de
los movimientos contrarios que decepcionan a su vez las diversas
fracciones de su público” (Lefort, 1992: 11).
Literatura y filosofía política están ligadas, como la historia o la
sociología. Las cuatro hacen no solo lugar a la incertidumbre del
lenguaje sino que de ella se nutren. Incluso en su comentario de
Tocqueville, Lefort señala una dimensión más propiamente política
de este lazo. El título mismo de su ensayo es ya muy elocuente:
“Tocqueville: démocratie et art d’écrire”. Plantea un vínculo entre un
estilo de escritura y de reflexión y un modo de organización política.
La tesis está afirmada de la manera más clara. Tocqueville tiene no
sólo una palabra sorprendentemente libre, sino que su escritura “lle-
va la marca de un temperamento democrático –un temperamento que
lo incita a una ‘inquieta actividad’ a imagen de la sociedad que cues-
tiona, precipita el movimiento del pensamiento en múltiples direc-
ciones y, al mismo tiempo, se inclina a ordenar los hechos de acuer-
do a un pequeño número de principios” (Lefort, 1992: 55-56). Este
juicio no da lugar a ningún presupuesto determinista o causal. Se po-
dría aproximar a las reflexiones de Weber sobre las “afinidades elec-
tivas” entre protestantismo y capitalismo o aquella entre protestan-
tismo y republicanismo que están en el centro de La ética protestan-
te y el espíritu del capitalismo. Lefort alude al modo en que La de-
mocracia en América, no es sólo una indagación sobre la democracia
en Estados Unidos sino también “una búsqueda sobre el devenir de
la humanidad, que como tal afronta el desafío de lo interminable”.
Esta prueba dejó su huella sobre el pensamiento de Tocqueville. A la
altura de este enigma, Tocqueville experimentó la desorientación de
un conocimiento ordenado y que aseguraba sus fines últimos. Lefort
podría hacer los mismos señalamientos no sólo a propósito de las
obras de otros historiadores filósofos, como Michelet y Quinet, sino
también con relación a su propia obra. La variedad de temas que él
abrazó, su manera de llevarlos a grandes cuestiones que exploraban
incansablemente llevaban el signo de una inquietud nacida de un
pensamiento que se negaba a construir puntos fijos en los cuales aco-
tar el pensamiento y el cuestionamiento. Lefort no es únicamente el

319
filósofo que partiendo de los trabajos de Ernst Kantorowicz, The
King’s Two Bodies, se interroga sobre lo que denomina el proceso de
desincorporación del poder, del saber del poder y del derecho donde
discierne un proceso fundamental para la dinámica democrática. Su
obra conlleva la huella de este proceso. Más allá de sus reflexiones
sobre la democracia moderna, encarna una serie de principios que
están en el fundamento de lo que constituye la especificidad de su
obra de pensamiento. En efecto, si se considera el conjunto de su
obra, sus artículos y sus entrevistas reunidas en volúmenes como sus
libros, todos tienen quizá lo que él afirmó en una pequeña nota de
presentación de su libro Le temps présent, “un denominador común”,
aquel de trabajar por principios democráticos. Así pues, la obra no
explora únicamente las formas o las experiencias políticas, o las
obras de pensamiento, hace siempre de la experiencia de la ausencia
el punto fijo de garantía última de la verdad. Hay un paralelo entre el
estilo de cuestionamiento ejercido por Lefort y los principios en la
base de la democracia. En sus palabras, “es permitir la pérdida de los
referentes que aseguran una soberana distancia al otro, la distinción
del sujeto y del objeto, lo activo y lo pasivo, el hablar y del escuchar
(interpretar es convertir la lectura en escritura), la diferencia de los
tiempos, del pasado y del presente, es finalmente perder los referen-
tes de la división entre el espacio de la obra y el mundo hacia el cual
se abre…” (Lefort, 1981: 165).

Traducción de Israel Covarrubias y Paola Martínez


Hernández

Bibliografía
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322
Uexküll, Deleuze y el cuerpo sin órganos:
hacia una ontología del entre

MARÍA LUISA BACARLETT PÉREZ*

El cuerpo es la unidad de un ser fuera de sí.


Jean-Luc Nancy, Corpus.

Introducción
Las relaciones entre ciencia y filosofía son de larga data. Antes
de Newton y de que el término científico fuera acuñado (en el siglo
XIX por William Whewell), los límites entre lo científico y lo filosó-
fico eran poco claros. Con todo, la comunicación entre ambos espa-
cios de conocimiento siempre ha dado lugar a contagios y traslapes
interesantes. La relación entre biología y filosofía no es la excepción.
Ya desde Aristóteles encontramos que la observación de los seres
vivos puede dar claves para una concepción más amplia del mundo,
es decir, para una verdadera ontología. Los dos pensadores que aquí
nos convocan, Uexküll y Deleuze, son la muestra de lo rica que pue-
de ser la comunicación entre las ciencias de la vida y la filosofía; en
particular, Deleuze retoma de Uexküll una visión de la naturaleza y
de la manera como los seres vivos se crean a sí mismos, a su cuerpo
y a su entorno, para llevarla hacia la construcción de una perspectiva
ontológica innovadora en la cual el ser, y por tanto el cuerpo, lejos
de concebirse como algo separado, distinto y sin relación, sólo puede
ser pensado como algo que se constituye en la relación y la ensam-
bladura con otros cuerpos, es decir, en el entre. Tanto en Deleuze
como en Uexküll —como para un pensador tan actual como Jean-
Luc Nancy— si hay una ontología es necesariamente una ontología
del cuerpo: “El cuerpo da lugar a la existencia. […] Y, muy precisa-
mente, da lugar a que la existencia tenga por esencia no tener esen-

*Profesora investigadora de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autó-


noma del Estado de México.

323
cia. Por eso es por lo que la ontología del cuerpo es la ontología
misma: ahí el ser no es nada previo o subyacente al fenómeno. El
cuerpo es el ser de la existencia” (Nancy, 2003: 15).
En este talante, y en particular en este artículo, hablar del ser se-
rá hablar del cuerpo. En el caso de Deleuze, tal cercanía queda muy
clara al utilizar la figura del Cuerpo sin órganos (CsO) como la pie-
dra de toque de su propuesta ontológica, una que quiere cuestionar lo
que considera las líneas fuertes del ser. A partir de tal figura, a De-
leuze le interesa dar cuenta de un ser maquínico que sólo puede defi-
nirse a partir de las conexiones y acoplamientos de los que es capaz.
En este sentido, también los trabajos etológicos de Uexküll abrieron
el camino de una perspectiva ontológica distinta que fue ampliamen-
te explotada no sólo por Deleuze, sino por pensadores como Mer-
leau-Ponty, Cassirer y Agamben, entre muchos otros. El recorrido
que pretendemos a continuación es un intento por dar cuenta de este
traslape de ideas entre un biólogo y un filósofo, lo que dio lugar a
una perspectiva fecunda y diferente sobre el ser y, por ende, sobre el
cuerpo.

Uexküll, Deleuze y las haecceidades


Pocas veces un etólogo ha tomado un lugar tan preponderante
dentro de las ideas filosóficas contemporáneas como Jacob von
Uexküll (1887-1967). Su obra sobresale no solamente a la par de los
padres de la etología moderna —Ivan Pavlov (1849-1936),
Wolfgang Köhler (1887-1967) o Konrad Lorenz (1903-1989), entre
otros—, sino también ha dejado impronta en las obras de pensadores
tan actuales como Martin Heidegger, Ernst Cassirer, Hans-Georg
Gadamer, Ortega y Gasset, Jacques Lacan, Maurice Merleau-Ponty,
Georges Canguilhem, Gilles Deleuze y más recientemente Giorgio
Agamben (Buchanan, 2008). Su obra, sin duda, abrió la posibilidad
de pensar el mundo humano a la par de una pluralidad de mundos
animales, igualmente complejos y llenos de portadores significados.
Uexküll nos pone al tanto de que el ser humano no es el único sujeto
que habita y construye su medio a través de una serie de elementos
significantes, los animales también lo hacen y al igual que nosotros

324
constituyen su entorno en un proceso recíproco a través del cual se
constituyen a sí mismos. Existe, pues, una dialéctica en la cual me-
dio y organismo se acoplan recíprocamente, de tal manera que cada
cuerpo está hecho para el medio que él mismo se ha dado. En este
sentido, no hay ni un sujeto ni un cuerpo que antecedan al medio en
el cual van a insertarse, es decir, no existe un cuerpo que previamen-
te estructurado busque adaptarse al medio; al contrario, cada orga-
nismo se constituye en el acoplamiento con el medio que habita, al
tiempo que este medio no precede tampoco a los organismos que lo
moran. No hay, pues, sujetos ni cuerpos como estructuras a priori
que habrán de someterse al medio o de someter al medio; antes bien,
tales sujetos se conforman en la relación, en el acoplamiento con el
medio y con otros organismos. De esta manera estamos ante una
concepción etológica que se trastoca en una verdadera ontología: el
ser no precede a las relaciones de las que es capaz.
Tal concepción ontológica tiene sus raíces, muy probablemente,
en la propia formación de Uexküll: la influencia de ideas filosóficas
—sobre todo provenientes de Kant y Schelling— resultaron funda-
mentales para su peculiar propuesta etológica. Empero, si la obra
uexkülliana ha sido interesante y recuperada por algunos filósofos,
no ha sido necesariamente igual dentro de la etología. Las razones de
tal olvido pueden ser variadas, pero quizá la más importante resida
en el mismo factor que le ha vuelto interesante a los ojos de la filoso-
fía: un cierto talante romántico, una cierta mirada a la naturaleza
como un todo, una perspectiva teleológica que choca con una visión
mecánica de la naturaleza. Efectivamente, Uexküll expande y pone
en jaque una de las categorías canónicas de la filosofía occidental
moderna, la de sujeto. Para él, un sujeto no es aquel que a partir de la
actividad solipsista y voluntaria de su conciencia descubre un mundo
y le da forma; no, un sujeto es ante todo una entidad receptiva que a
través de la percepción se conforma a sí misma y conforma el ámbito
que lo rodea, a través de hábitos y contemplaciones, de afecciones y
respuestas, dando lugar a universos subjetivos inconmensurables en-
tre sí, pero que se traslapan y estructuran mutuamente. Si con Des-
cartes podemos poner en duda todo lo que nos rodea, la existencia

325
misma del mundo, y con ello tenemos el índice de lo indudable de
nuestra existencia; con Uexküll sólo hay sujetos porque hay un me-
dio significativo que es producto de su actuar, al tiempo que este
mismo medio contribuye a la conformación de cada cuerpo y cada
sujeto. Si no hay medio sin un sujeto que lo contemple e interprete,
tampoco hay sujeto sin un medio al cual percibir. Tales ideas
Uexküll las desarrolló a lo largo de una obra poco prolífica, pero sin
duda rica para el pensamiento etológico y filosófico posterior: El
ambiente y el mundo interior de los animales (1909), Ideas para una
concepción biológica del mundo (1913), Cartas sobre biología a una
dama (1920), Biología teórica (1926), Vida y naturaleza (1928),
Teoría sobre la vida (1930), Paseo a través de los mundos animales
y humano (1934) y Teoría de la significación (1940).
Como ya habíamos apuntado, Uexküll no es inmune a diversas
influencias filosóficas que marcan en gran medida su concepción de
la animalidad y de la naturaleza, pero sin duda, es la kantiana la más
significativa, sobre todo porque partiendo del giro copernicano que
ésta implica, Uexküll se expresa perfectamente de acuerdo con aque-
lla máxima que nos dice que no encontramos en la naturaleza más
que lo que hemos puesto previamente en ella, perspectiva que si en
Kant tiene un talante fundamentalmente epistemológico, en Uexküll
asume un cariz abiertamente ontológico: lo que hay, el mundo y los
sujetos que lo habitan, son producto del encuentro de los seres vivos
que contemplan y actúan sobre un medio que configuran a partir de
sus percepciones y acciones, a la vez que este medio configura la
estructura de aquéllos a partir de lo que contemplan y privilegian
como significativo. Si para Kant toda realidad es apariencia subjeti-
va, para Uexküll hay tantos mundos como maneras de percibir y de
habitar existen; es decir, la realidad que conocemos y de la que te-
nemos experiencia es, en última instancia, aquella que subjetivamen-
te percibimos. Claro está que Uexküll lleva la apuesta kantiana al
extremo, pues para él no sólo se trata de la percepción humana, sino
de la de todo ser vivo. No hay, por tanto, un mundo objetivo válido
para todas las formas de percibir, no hay un único mundo del cual la
ciencia, como única mirada objetiva, podría darnos cuenta, bien al

326
contrario, hay tantos mundos como maneras de contemplar y actuar
sobre la realidad, y cada mundo estará hecho por aquello que para
cada sujeto, para cada animal, es significativo o porta algún signifi-
cado. Así, donde la ciencia suele ver un único mundo, Uexküll pro-
pone la existencia de una infinidad de mundos perceptivos todos
igualmente válidos y perfectos, a la vez inconmensurables pero co-
nectados por interferencias e interacciones. Hay, pues, un claro ta-
lante anti-antropocéntrico a partir del cual no hay un solo mundo, es
decir, el humano, y donde cada mundo —el de la garrapata, el de la
mosca, el del perro, el de la araña, etcétera— tiene tanta perfección y
complejidad como el otro. A cada sujeto, pues, le envuelve un medio
circundante o Umwelt a partir del cual cada uno determina —a través
de la contemplación, de la percepción, de la actividad también— lo
importante, lo significativo, lo existente: “Uexküll comienza a dis-
tinguir con cuidado el Umgebung, el espacio objetivo donde vemos
moverse a un ser vivo, del Umwelt, el mundo circundante, que está
constituido de una serie más o menos larga de elementos que él lla-
ma “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas”
(Merkmalträger), que son las únicas que interesan al animal. El Um-
gebung es en realidad nuestro propio Umwelt, al cual Uexküll no
atribuye ningún privilegio particular y, como tal, puede también va-
riar según el punto de vista desde el cual observemos” (Agamben,
2002: 64).
Cada animal, pues, habita su propio Umwelt o medio circundan-
te. La etología uexkülliana nos transporta a un mundo poblado de
miles de esferas72 —también llamadas por Uexküll pompas de ja-
bón— dentro de cada cual los sujetos que las habitan construyen su
mundo y se construyen a sí mismos a partir de tal relación. No es

72 En este rubro, la cercanía de las ideas de Peter Sloterdijk respecto a las de


Uexküll es significativa, las esferas del primero —es decir, de aquellos habitáculos
o burbujas a través de las cuales la vida de los hombres ha sido posible, escapando
del peligro que significa vivir en un espacio natural abierto y sin límites— podrían
verse como la versión biopolítico-ontológica de las pompas de jabón de Uexküll
—de los habitáculos que todo ser vivo necesita construirse como presupuesto de
sobrevivencia, entendiendo por tales habitáculos el territorio, la guarida, la colo-
nia, la manada, etcétera. Cfr. Sloterdijk (2011).

327
que el mundo esté allá afuera esperando que los seres vivos se adap-
ten a él, antes bien, cada organismo entra en relación con una parte
muy pequeña del mundo, se crea un mundo circundante por la mane-
ra como se relaciona con él, creando un ámbito único y propio de él.
Renuente a aceptar cabalmente la perspectiva darwinista,73 Uexküll
apuesta, no por la selección del más apto, sino por la selección del
adaptado, es decir, “la naturaleza no escoge a los organismos adap-
tados a ella, sino que cada organismo se escoge la naturaleza a él
adaptada” (Uexküll, 1934: 7). La dificultad de dar cuenta de tal con-
cepción del sujeto y del medio es que ambos términos no pueden
concebirse separadamente; de manera muy cercana a como Heideg-
ger hablará después del ser en el mundo —en este punto la deuda de
Heidegger respecto a Uexküll es innegable—, el zoólogo estonio
apunta que el animal y su medio no son separables, sino una estruc-
tura unitaria que debe ser considerada holísticamente. (Buchanan,
2008).
Cada medio es el producto de la perspectiva del sujeto que lo
habita, pero de igual manera, cada ser vivo se constituye a sí mismo
a través de la manera como percibe, actúa y se acopla a su medio
significante. Desde esta perspectiva, no estamos ante una relación
lineal y unidireccional en la cual es el organismo el que determina el
medio o, al revés, es el medio el que determina al ser viviente; antes
bien, estamos ante un esquema en el cual las adaptaciones son recí-
procas, donde cada cuerpo tiene una estructura que es producto de la
relación con otros cuerpos y con el medio, donde éstos tampoco son
anteriores a tal relación. Uno de los ejemplos más ilustrativos a los
que recurre Uexküll es el acoplamiento entre la flor y la abeja: para
la abeja la flor es uno de los portadores de significado más importan-

73 De hecho, la distancia que Uexküll antepone frente al darwinismo responde a la


misma razón por la cual pone distancia de toda perspectiva que a sus ojos le parece
demasiado mecanicista o demasiado sujeta a leyes deterministas. De hecho, recha-
za toda perspectiva que intente reducir la biología a las leyes de Física o la Quími-
ca, sobre todo porque desde su punto de vista la verdadera actitud metafísica no es
creer que hay un alma o un plan en el mundo, sino creer que hay un mundo mate-
rial y absoluto, un mundo en sí, con leyes eternas, cuando en realidad es el sujeto
el que dota de leyes y sentido al mundo que habita.

328
tes de su medio, lo cual puede verse reflejado en su propio cuerpo,
constituido de órganos que parecen estar hechos para succionar la
miel de la flor; y al revés, la flor parece estar estructurada para poder
acoplarse con las piezas bucales de la abeja. De hecho, Uexküll defi-
ne a la abeja como flower-like y de la flor como bee-like, tal simbio-
sis queda mejor representada en un poema que Uexküll retoma de
Goethe: “Si la flor no fuera hecha para la abeja / Y si la abeja no fue-
ra hecha para la flor / Jamás estarían al unisón (Goethe en Uexküll,
1965b: 161).
En este poema se expresa la actividad simbiótica de dos seres
vivos que conjuntan sus medios como si se tratara de dos notas mu-
sicales, como si se tratara de una sinfonía natural. Pero lo que coor-
dinan la abeja y la flor no solamente son sus medios, sus cuerpos
también entran en una simbiosis, en una serie de acoplamientos que
definen la forma de cada organismo, de tal manera que cada una se
presenta como hecha para la otra. En este sentido, Uexküll está in-
teresado en destacar que la forma de cada ser, su estructura física, su
cuerpo, no es algo que preceda al encuentro con otros cuerpos, bien
al contrario, es algo que se deriva de tal encuentro. Es en los roces,
en los encuentros, en los acoplamientos, en los choques, que cada
cuerpo puede tener con otros cuerpos que definen su forma y posibi-
lidades. Subrayamos el puede pues, y aquí apelamos a la interpreta-
ción deleuziana, Uexküll estaría más cercano a Spinoza, en tanto un
cuerpo está hecho de los encuentros y acoplamientos que puede tener
y soportar con otros seres. En este sentido, un cuerpo no precede a
las relaciones que entabla con otros cuerpos, no es una sustancia
puntual que luego entra en relación con otra sustancia, antes bien,
cada cuerpo surge en la relación, en el entre, en la línea que lo co-
necta con otro cuerpo, no en el punto que los separa.
Estamos, así, ante un concepción ontológica que debilita al
cuerpo como sustancia y lo concibe como algo que sólo surge en la
relación, en el acoplamiento, en el entre. Este es precisamente uno
de los puntos que más interesan a Deleuze de Uexküll y de dónde

329
deriva, en parte, su concepto de haecceidad.74 Una haecceidad no
precede a las relaciones que la conforman, no existe antes de entrar
en contacto con otros objetos, con otros cuerpos. Retornando al
ejemplo de la abeja y la flor, la primera no es una entidad fija y dada
de una vez por todas, sino debe su forma a las conexiones que esta-
blece, a los agenciamientos que entabla, no es un punto sino una lí-
nea que se conecta con otra cosa, es el devenir que conforman todas
sus interacciones. Como lo expresa Buchanan (2008: 34): “En el
fondo, un organismo es lo que es capaz de devenir, de modo que es
ya otro en el que se convierte en esta armoniosa relación”. El cuerpo
de la abeja está hecho, finalmente, de las afecciones y afectos75 que
sufre a partir de las conexiones que entabla. Deleuze no duda en cali-
ficar a Uexküll de spinozista, pues no le interesan los sujetos bien
constituidos ni permanentemente estructurados, sino aquellos que se
conforman a partir de las afecciones que les produce el encuentro
con otros cuerpos.
En este sentido, Deleuze encuentra en Uexküll un excelente
ejemplo para realizar su propia crítica a lo que llama las líneas fuer-
tes del ser, es decir, una ontología que tradicionalmente ha concebi-
do a los cuerpos y a los sujetos en términos sustanciales o al menos
constituidos de ciertas categorías fuertes que preceden a toda rela-
ción y exposición; frente a ello, piensa que los sujetos no preexisten
a las relaciones y agenciamientos que pueden realizar, es decir, y
trayendo a cuenta el léxico spinozista a través del cual Deleuze lee a

74 Decimos en parte, pues para Deleuze el autor que claramente introduce el con-
cepto de haecceidad es Duns Scoto, quien no deriva tal concepto de ecce (he aquí),
sino de Haec (esta cosa). Sin embargo, el primer sentido (ecce) introduce un error
fecundo, pues habla de un modo de individuación que no se confunde con la de
una cosa o un sujeto bien delimitado o sustancial (Deleuze, 1980).
75 Utilizamos los términos afección y afecto a partir de la interpretación que De-

leuze hace de la Etica de Spinoza: “[…] la afección es literalmente el efecto ins-


tantáneo de una imagen de cosa sobre mí. Por ejemplo, las percepciones son afec-
ciones. La imagen de una cosa asociada a mi acción es una afección. La afección
envuelve, implica un afecto” (Deleuze, 2008: 226). Así, el afecto es la transición
de un estado a otro al que me obliga la afección: “Toda afección, es decir todo
estado determinable en un momento, envuelve un afecto, un pasaje. […] Me pre-
gunto en qué consiste, qué es. Y la respuesta de Spinoza es evidente. Es aumento o
disminución de —incluso infinitesimal— de mi potencia” (Deleuze, 2008: 229).

330
Uexküll: es la capacidad de afectar y de ser afectado lo que constitu-
ye la individualidad de cada cosa. En este sentido, para Deleuze, la
etología y la ontología compartirían el mismo interés por estudiar las
relaciones entre las cosas, la manera en que existen en el entre, en su
capacidad afectar y de ser afectadas. En otros términos, si los cuer-
pos no son sustancias constituidas a priori a toda relación, entonces
su existencia se da en la relación misma, en el roce, en el afectar y
ser afectado. Así, para dar cuenta de un cuerpo no hay que preguntar
qué es, sino qué puede, otra vez Spinoza: con qué puede conectarse,
con qué puede realizar nuevos agenciamientos. En este sentido, lo
importante para Deleuze no son tanto estas burbujas de jabón o me-
dios perceptivos de los que nos habla Uexküll, sino los traslapes, los
contagios, los acoplamientos que pueden establecerse entre diversas
burbujas, entre diversos cuerpos. Los cuerpos, tal y como los conci-
be Uexküll, pueden verse entonces como haecceidades, pues lo que
está aquí es la individuación de ciertos afectos y afecciones, de cier-
tos contagios, de ciertos roces, que pueden ocurrir con otros cuerpos
físicos, pero también con el clima, la temperatura, la hora del día, la
humedad, los sabores, los olores, con todo aquello que se conecta
con este cuerpo a esta hora del día y que lo hace ser lo que es: “El
clima, el viento, la estación, la hora, no son de naturaleza diferente a
las cosas o las personas que las moran, las siguen, que en ellas se
duermen o despiertan” (Deleuze, 1980: 321). No hay cuerpo previo a
las relaciones que entabla, a aquello que lo afecta, por ello mismo,
cada cuerpo es esos acoplamientos que lleva a cabo, esos afectos que
padece y produce. El cuerpo deja de ser, así, una sustancia o un obje-
to previo a todo encuentro, por ello mismo se trata de algo nunca
acabado ni terminado, sino siempre rehaciéndose, siempre reelabo-
rándose: “El individuo no es nunca lo indivisible, él no cesa de divi-
dirse cambiando de naturaleza” (Deleuze, 1968: 331).
En un pasaje de Mil mesetas, parafraseando a Victoria Woolf,
Deleuze se pregunta ¿qué es este perro?, no se pregunta por todos
los perros ni por el término general perro, sino en particular por este
perro que camina por la calle a las cinco de la tarde. ¿Qué es este
perro que cruza la calle a la cinco de la tarde? Deleuze, junto con

331
Uexküll, nos diría: este perro es la calle sobre la que camina, el sol
que se posa sobre su lomo, el calor del pavimento, las cinco de la
tarde. ¡Las cinco de la tarde es este perro! ¡Este perro es este medio!
“El perro flaco que corre sobre la calle, este perro flaco es la calle!”
(Deleuze, 1980: 321).
El perro es, pues, una haecceidad, es todas las afecciones, los
acoplamientos y contagios que lo conforman, desde la hora del día,
hasta el calor y la calle sobre la cual camina. No hay perro previo a
tal encuentro, a tales afecciones; no hay perro como concepto uni-
versal ni como sustancia permanente. Pero lo mismo pasaría con el
hombre, de hecho ningún cuerpo podría ser definido “por su forma
(universal trascendente exterior), ni por su composición intrínseca
(sus órganos) o por su medio (las funciones que ejerce), sino sola-
mente por su ‘composición’ material, sus relaciones de fuerzas”
(Sauvagnargues, 2006: 117). Una haecceidad se constituye siempre
en la relación, en el entre, en entrar en contacto con una hora del día,
el calor, la humedad, la temperatura, etcétera. No hay formas sustan-
ciales a priori ni permanentes, sino una pasarela de contagios, aco-
plamientos, transportes, accidentes.

Larvas, embriones y Cuerpos sin órganos


Ahora valdría preguntarnos: ¿qué tipo de cuerpo puede deman-
darnos una concepción del mismo en términos de haecceidad?, ¿qué
corporeidad podría soportar tal indefinición, plasticidad, falta de sus-
tancia? La figura a la cual recurre Deleuze es una que introdujo An-
tonin Artaud en 1947 y que llamó Cuerpo sin órganos (CsO),76 junto
a esta imagen Deleuze también privilegió las figuras de la larva y el
embrión, pues lo que caracteriza a las mismas es su falta de acaba-
miento, su apertura a soportar las más arduas transformaciones. Re-
tomándolo del ámbito de las ciencias de la vida, lo que fascina a De-
leuze del embrión es que contiene potencialmente un sin fin de for-
mas que antes de concretarse no hacen más que multiplicar sus posi-

76Se trata del poema “Pour en finir avec le jugement de Dieu” que Artaud grabó
en noviembre de 1947 para Radio France.

332
bilidades:77 “El embrión es un sujeto larvario, una masa material ca-
paz de soportar grandes modificaciones, un tejido informal suscepti-
ble de actualizar gran número de formas” (Sauvagnargues, 2006:
47). El embrión sufre una serie de transformaciones, de desplaza-
mientos y torsiones que no ocurren como meros accidentes sobre un
plan o un cuerpo ya preconstituido; al contrario, el embrión está he-
cho de sus relaciones, accidentes, desplazamientos, transformacio-
nes, sin agotarse en un plan dado de antemano. Pero esta capacidad
de transformación y torsión sólo puede soportarla un cuerpo no aca-
bado, una entidad larvaria que aún conserva la plasticidad y apertura
para devenir en un gran número de formas: “La verdad de la embrio-
logía es que existen movimientos vitales sistemáticos, deslizamien-
tos, giros, que sólo el embrión puede soportar: el adulto saldría des-
garrado. Hay movimientos en los que uno no puede ser sino el pa-
ciente, pero el paciente, a su vez, sólo puede ser una larva” (Deleuze,
1968: 155).
Deleuze contempla al embrión como una entidad pasiva, pero
pasivo no quiere decir impotente, todo lo contrario. Se trata de una
pasividad radical78 que concentra en potencia un sin fin de formas
no previstas por ningún concepto. Tal pasividad es, de hecho, do-
blemente potente: por lo que puede hacer y por lo que no puede ha-
cer, potencia negativa que, con todo, es también una forma de ac-
ción, poder no poder el acto. Este punto en particular es desarrollado
más ampliamente por Giorgio Agamben. Para el filósofo italiano,
algo que pasa al acto no suprime su potencia, antes bien, ésta perma-
nece como apertura a posibilidades no agotadas; lo mismo ocurre
cuando no se pasa al acto, permanecen latentes una serie de posibili-

77 Aquí se utiliza la palabra posibilidad con todas las reservas que implica usarla
en relación a la obra de Deleuze. Recordemos que para él es precisamente lo posi-
ble lo que no permite el arribo de la diferencia, porque aquello que consideramos
posible ya está presupuesto por algún concepto. En lugar de lo posible, Deleuze
prefiere hablar de lo virtual como reservorio de singularidades que ningún concep-
to puede anticipar. Tema que Deleuze desarrolla en las páginas 263 y 274 de
Différence et répétition (1968).
78 Retomamos el término usado por Thomas Carl Wall (1999), la pasividad radical

tiene que ver con este estado de no resolución, de no acabamiento, que deja a los
seres abiertos al devenir, a ser de cualquier otra forma, a ser tal cuales.

333
dades por realizar. La pasividad del embrión es de este tipo, pues él
es todas las transformaciones que le acontecen sin identificarse con
una, sin agotarse en una de ellas, sin que haya sustancia por debajo
de los cambios. La larva es los cambios que sufre pasivamente, pero
no impotentemente, su potencia está en su apertura a devenir en un
sin número de formas no previstas.
Íntimamente ligado al embrión está el CsO, éste expresaría tam-
bién tal capacidad de torsión, de inacabamiento, de no resolución.
Hay que aclarar, con todo, que cuando Deleuze habla de un CsO no
nos remite a un cuerpo que no tenga órganos, más bien estamos ante
un cuerpo que no está determinado por los órganos que lo integran y
su especialización. Es decir, estamos ante uno que se define a cada
momento por los acoplamientos y relaciones que puede entablar con
otros cuerpos, sin que sus órganos establezcan de manera rígida qué
puede hacer y con qué puede conectarse. Pensemos en un brazo, no
hay destino ni parámetro que defina de antemano qué es un brazo, lo
que lo define a cada momento es qué podemos hacer con él, con qué
se puede acoplar, qué afectos produce y cómo es afectado: máquina
de penetración, máquina de masturbación, máquina de aprehensión,
máquina de golpeo, máquina de escritura, máquina de acariciar, etcé-
tera. Lo que es un brazo no está dado por alguna esencia ligada al
brazo, sino por lo que puede hacer y por lo que puede acoplarse. Es
pertinente aclarar por qué Deleuze habla de los órganos y los cuer-
pos como máquinas, pues a primera vista parecería existir un contra-
sentido entre definir al brazo por sus acoplamientos y posibilidades o
definirlo como un dispositivo mecánico, es decir, determinado por la
disposición de sus partes. Sin embargo, a lo que Deleuze se refiere
con máquina es al carácter maquínico de los órganos, no a un pre-
tendido carácter mecánico. Hay, pues, una diferencia importante en-
tre mecánico y maquínico, mientras que el primero se refiere a una
forma de funcionamiento estable, lineal, a un dispositivo determina-
do por sus partes y su disposición; en cambio, lo maquínico hace ca-
so omiso de la estructura y se centra en los ensamblajes, en los inter-
cambios y acoplamientos que puede entablar con otras máquinas,
con lo cual no hay estructura ni órganos determinados, cada cosa se

334
transforma de acuerdo al fluir de sus conexiones, en un abanico de
múltiples posibilidades. Así, lo maquínico se diferencia de lo mecá-
nico por su funcionamiento desconcertante y singular, porque se or-
ganiza desde sí mismo y no a partir de un modelo lineal, sino sobre
una lógica múltiple. Lo maquínico nos habla de nuevo de que no hay
sujetos ni cuerpos preconstituidos, previos a las conexiones, antes
bien son máquinas que sólo pueden definirse —
momentáneamente— a partir de aquello con lo que se acoplan, de tal
manera que, al final, resulta ocioso distinguir entre los componentes
originales y los añadidos: la máquina es el continuo de sus sucesivos
acoplamientos. Por lo anterior, en la ontología deleuziana resulta
también ocioso distinguir entre hombre y utensilio, naturaleza y téc-
nica: “Maquinarse, hacer máquina: útiles y hombres tomados en un
proceso maquínico que se reproduce, se repite, se prolonga. Este
proceso es fundamental y precede a las distinciones secundarias
hombre/útil […]. Un bricolaje, una asociación que funciona, se for-
ma y se produce por sí misma: tal es la base misma de la máquina”
(Le Garrec, 2010: 89).
Estamos ante una perspectiva ontológica en la cual objetos y
cuerpos funcionan maquinalmente no mecánicamente, es decir, no
son aquello que les dicta su estructura, sino las conexiones que son
capaces de entablar. La filósofa Beatriz Preciado, utiliza un intere-
sante ejemplo para ilustrar tal falta de determinación estructural de lo
maquínico, se trata del dildo. El dildo no es la copia del pene, no es
el artificio ni el sustituto del pene, antes bien, el pene es uno de tan-
tos dildos que el cuerpo puede conectar con cualquier otra cosa. Para
Preciado, la función placer-penetración —aunque el placer no se re-
duce a la penetración— está ligado a la máquina dildo, misma que
no responde a ninguna estructura en particular. En este sentido, “el
dildo precede al pene”, el dildo precede de hecho a todo órgano que
quiera apropiarse la diada placer-penetración. Hay, así, una gran can-
tidad de dildos, siendo cada uno entidades maquínicas definidas por
sus interacciones: dildo-brazo, dildo-seno, dildo-pene, dildo-zapato,
dildo-micrófono, etcétera, con lo cual, de nuevo, la distinción entre
naturaleza y técnica vuelve a ser superflua, así como toda noción de

335
origen: “El dildo desvía al sexo de su origen ‘auténtico’ porque es
ajeno al órgano que supuestamente imita. Extraño a la naturaleza, y
producto de la tecnología, se comporta como una máquina que no
puede representar la naturaleza sino a riesgo de transformarla” (Pre-
ciado, 2011: 71).
Así, el CsO no responde a lo mecánico sino a lo maquínico,
pues no está determinado por su estructura ni por la disposición de
sus partes, sino por sus relaciones. Así, un CsO rechaza cualquier
determinación y privilegia el proceso de diferenciación, cambio y
transformación. No se trata de un cuerpo que de verdad no contenga
órganos, antes bien, lo que rechaza es la determinación de los mis-
mos, su especialización o jerarquización; rechaza por ende la exis-
tencia de un centro unificador u organizador: “En efecto, el cuerpo
sin órganos no carece de órganos, solamente falta de organismo, es
decir, de una organización de órganos. El cuerpo sin órganos se de-
fine más bien por un órgano indeterminado, en tanto el organismo se
define por órganos determinados” (Deleuze, 2002: 49).
El CsO se muestra también como pura virtualidad, como proce-
so, como variación continua que no sigue plan ni proyecto determi-
nado de antemano. En tal estado de indiferenciación, ningún estado
puede darse como último ni como acabado. En el fondo, continuar
en un proceso intensivo de diferenciación es semejante a permanecer
en lo indiferenciado; por ello, un CsO siempre está abierto a nuevas
conexiones, a nuevas configuraciones que no aspiran a ser ni perma-
nentes ni estables. Renuncia a territorializarse en órganos y funcio-
nes especializadas, por ende, no hay predeterminación alguna, no
hay dirección ni forma preestablecida, antes bien, todo se convierte
en él en virtualidad, en potencia. Esta ausencia de territorialización
permanente y de especialización rompe también con toda idea de
organismo, ya que aquí también desaparecen las jerarquías y la nece-
sidad de un centro que organice los procesos y las funciones.
El CsO conserva en gran medida las propiedades de la larva o
del embrión: apertura a tomar formas insospechadas, rechazo a toda
determinación o fatalidad, flexibilidad para tomar momentáneamente
esta u otra forma, repudio a toda identidad. De ahí que Deleuze hable

336
de un cuerpo esquizofrénico, ajeno a asumir una identidad perma-
nente, dispuesto a cambiar de faz al tiempo que se conecta con otros
cuerpos, que se acopla de maneras insospechadas con otros ambien-
tes y otros individuos.
El CsO es una forma de haecceidad, es decir, es también una en-
tidad que no preexiste ni a sus relaciones ni a sus acoplamientos,
sino que existe en el entre, en la relación con otros cuerpos, en la
línea no en el punto. Ahora bien, es precisamente este existir en el
entre, en la relación, lo que impide que un cuerpo pueda concebirse
como acabado, como completo, pues cambia y se rehace con cada
nueva conexión, con cada nuevo acoplamiento. Estamos ante una
perspectiva ontológica distinta —que bien podríamos llamar ontolo-
gía del entre— a partir de la cual el ser ya no puede seguir conci-
biéndose como absoluto, “perfectamente separado, distinto y cerra-
do, sin relación” (Nancy, 2004: 17), sino que demanda pensarlo en
términos relacionales, como algo que sólo es en la relación, que no
preexiste al acoplamiento. En este sentido, que el ser entre en rela-
ción no es un añadido, sino su consistencia constitutiva: no hay ser
sin relación, se es en el entre.
Jean Luc-Nancy se ha acercado a tal perspectiva a través de la
figura del tocar. Para Nancy no hay nada que se nos escape más que
el propio cuerpo; ni la escritura, ni la ciencia, ni la literatura han lo-
grado apresarlo, pues al final, en lo que dicen tales discursos no po-
demos reconocernos, no encontramos nuestro cuerpo y, lo que es
peor, contribuyen a que lo perdamos como nuestro, como propio: “Y
todos los pensamientos del ‘cuerpo propio’, laboriosos esfuerzos por
reapropiarse lo que se tenía por deplorablemente ‘objetivado’ o ‘rei-
ficado’. Todos estos pensamientos del cuerpo propio son otras tantas
contorsiones que sólo desembocan en la expulsión de eso que se
deseaba” (Nancy, 2003: 9).
Pero no solamente a la palabra se le escapa el cuerpo, al propio
cuerpo se le escapa el cuerpo. Para ilustrar tal situación paradójica
Nancy recurre a la figura del tocar. Pensemos en los amantes. Co-
munión de dos que recorren sus cuerpos, que exploran sus cuerpos,
que se tocan, pero saben acaso ¿qué es el cuerpo de su amante?, ¿lo

337
conocen?, ¿es el cuerpo del amante algo que pueda agotarse, reducir-
se a una forma permanente, poseerse? Para Nancy, no solamente el
cuerpo del amante cambia cada vez que lo tocamos, nunca es exac-
tamente el mismo, además de ello, nuestro propio cuerpo se trans-
forma cada vez que tocamos al amante. El tocar es un tocarse, al to-
car al otro y delimitar sus contornos también delimitamos los pro-
pios, aunque quizá delimitar sea una palabra muy ambiciosa, pues en
realidad cada vez que tocamos el cuerpo del amante los límites cam-
bian, las formas difieren: ni el cuerpo del amante es el mismo ni el
propio es el mismo. Al tocar experimentamos la impropiedad del
propio cuerpo, un cuerpo que se difiere tocando, que cambia con ca-
da nuevo tocar. Cuando tocamos al amante lo sentimos, delimitamos
sus bordes, nos enteramos de su forma, pero también de la nuestra,
nos sentimos a nosotros mismos, delimitamos nuestros propios bor-
des que, sin embargo, cambian cada vez que volvemos a tocar. Es
decir, al tocar delimitamos un límite que no deja de diferirse a sí
mismo: “Tocando el límite —que es él mismo el tocar—, los aman-
tes sin embargo lo difieren” (Nancy, 2004: 96). Tal concepción pa-
radójica del tocar ya se encontraba enunciada en la obra de Maurice
Merleau-Ponty. Para éste, tocar es tocarse, pero ello no implica que
exista alguna coincidencia entre los dos, pues lo que se toca no es
nunca lo tocado y lo que toca nunca coincide consigo mismo, no
existe, pues, ni lo tocante ni lo tocado: “Cierto, entre los dos ‘lados’
de nuestro cuerpo, el cuerpo como sensible y el cuerpo como sintien-
te […] se puede responder que existe, más que una separación, un
abismo que separa el En-sí del Para-sí” (Merleau-Ponty, 2010:
1762).
Estamos frente a una paradoja, pues no tenemos otra manera de
saber qué es un cuerpo, de delimitar el propio o el ajeno, sino a tra-
vés de un acto que al mismo tiempo lo desdibuja y sustrae. Situación
paradójica, pues el cuerpo sólo puede tenerse perdiéndolo, es decir,
en el tocar, en el acoplamiento con el otro que nos muestra nuestros
límites y nuestra forma a la vez que disemina tales bordes, los hace
estallar. Este es precisamente el sentido de la arealidad del cuerpo:
el cuerpo es real y se posee en la medida en que se vuelve aire, en

338
que se difiere, en que no se posee, en que se ar(r)ealiza. Así, no hay
más realidad del cuerpo que en el tocar, en la relación, pero es preci-
samente en tal entre que el cuerpo penetra una zona borrosa que nos
impide reducirlo a una forma acabada, a una sustancia. Es en sus
acoplamientos que un cuerpo nos muestra sus límites, límites que
sólo podemos poseer desdibujados, pues sólo emergen en el tocar, en
el entre. Esta insuficiencia constitutiva, este inacabamiento intrínse-
co a todo cuerpo, ocurre precisamente porque los cuerpos no son
sustancias cerradas y completas en sí mismas, sino que se constitu-
yen en la exposición, en el exponerse a los otros, en el tocar(se), co-
nectarse, acoplarse: “Lo inexpuesto […] es lo inexistente” (Nancy,
2004: 208). Si existir es exponerse, conectarse, ensamblarse con
otro, entonces, en la búsqueda de sí mismos siempre encontramos al
otro, siempre hacemos patente nuestra ausencia de límites definidos
o, más bien, nos encontramos con un límite carente de interior, de
contenido dado y permanente. Este desdibujamiento de bordes que
constituye nuestro propio borde es representado por Deleuze, entre
otras cosas, con la figura del devenir: del devenir animal, del devenir
mujer, devenir niño o imperceptible, en todo caso, se trata de figuras
de minorización en las cuales las líneas fuertes del ser, los bordes
claros y definidos de un sujeto pre-dado, se vuelven porosos, se di-
fuminan en la experiencia que nos hace patente que no somos más
que nuestras conexiones y acoplamientos: haecceidades. En La me-
tamorfosis de Kafka, Deleuze encuentra un ejemplo literario intere-
santísimo que nos permite pensar tal estado de exposición, tal ausen-
cia de bordes, pues si efectivamente Gregorio Samsa se convierte en
escarabajo nunca llega a ser plenamente un insecto, podemos decir
que como escarabajo fracasa, de igual forma que como hombre es
francamente mediocre. Ni hombre ni animal, habita una zona de in-
diferenciación en la que no sólo se hace evidente esta especie de
traslape entre el insecto y lo humano, sino sobre todo la falta de un
límite preciso que distinga de manera rígida a cada uno, que los es-
tablezca como polos intactos, independientes y claramente separa-
dos: “En breve, entre las formas sustanciales y los sujetos determi-
nados, entre los dos, no hay solamente todo un ejercicio de transpor-

339
tes locales demoniacos, sino un juego natural de haecceidades, gra-
dos, intensidades, acontecimientos, accidentes que componen las in-
dividuaciones, totalmente distintas a los sujetos bien formados que
las reciben” (Deleuze, 1980: 301).
En esta cita Deleuze subraya “entre los dos”, pues le interesa de-
jar claro que aquello que constituye a cada cuerpo no es habitar las
zonas bien diferenciadas de las sustancias y los sujetos bien forma-
dos, sino habitar esta zona demoniaca o indiferenciada del entre, de
los transportes y conexiones, en suma, de la exposición. Con el con-
cepto de CsO Deleuze busca resumir tales atributos, los de un cuerpo
que está hecho de sus acoplamientos y conexiones, que habita un
entre en el cual supera la fatalidad tanto del órgano como de la es-
tructura, que transforma su forma y contenido a partir de cada en-
cuentro maquínico.

Coda
Hemos querido encontrar en Uexküll y Deleuze las bases de una
cierta perspectiva ontológica que haría del cuerpo y sus encuentros la
piedra de toque para dar cuenta del ser y de lo corporal desde una
perspectiva diferente, no centrada en sustancias y sujetos a priori,
sino a partir de las relaciones y conexiones de las que son capaces.
Para Uexküll, así como la abeja parece estar hecha para la flor, ésta
parece estar hecha para aquella, todo a partir de un movimiento sim-
biótico en el cual las formas se acoplan y se delimitan mutuamente.
Al reconocer que hay tanto sujetos como medios vividos, Uexküll
está cuestionando por dos vías la noción moderna de sujeto: al admi-
tir una pluralidad de los mismos y una pluralidad de mundos, y al
concebir a cada ser vivo, no como una sustancia previa a toda rela-
ción, sino como el producto de su actuar en el medio, de sus ensam-
blajes y articulaciones. Tales entidades constituidas por sus relacio-
nes y acoplamientos se acercan a la figura conceptual de la haeccei-
dad, misma que Deleuze retoma de Duns Scoto y Spinoza. El ejem-
plo paradigmático de una haecceidad sería precisamente el CsO,
máquina hecha de sus ensamblajes, de sus conexiones, que no puede
reducirse a la lógica lineal y estructural del mecanismo. Todos estos

340
elementos abren la puerta a pensar en una ontología distinta, una on-
tología del entre —sin duda, esbozada también por autores como
Merleau-Ponty o Jean-Luc Nancy—, en la cual el ser no precede a
sus encuentros, a sus roces, a su exposición. En suma, desde esta
perspectiva, existir es estar expuesto, lo inexpuesto es precisamente
lo inexistente.

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341
Kant, la larga y monótona vida
de un genio revolucionario

FRANCO VOLPI (1952-2009)*

Cuando el 12 de febrero de 1804 muere Kant, desde Königsberg


la noticia tuvo rápidamente ecos en toda Europa. El gran regiomon-
tano —desde tiempo atrás retirado ob infirmitatem senilem— era un
símbolo. Con las tres Críticas había empujado al pensamiento euro-
peo hacia un nuevo sentido. Pero ¿quién era realmente Kant?
La imagen que aún el día de hoy está muy difundida es aquella
que ofrecen sus tres biógrafos que lo frecuentaron —Borowski, Ja-
chmann y Wasianski— y que con sus narraciones han alimentado un
anecdotario colorido. Podemos comenzar con su puntualidad, tan
obsesiva que los habitantes de Königsberg podían ajustar sus relojes
alrededor de sus paseos. O de su amor al orden, obsesivo que era su-
ficiente un abrecartas fuera de lugar para estropearle el día. A pesar
de las anécdotas, una vida monótona en su conjunto: ningún viaje,
ningún escándalo, ningún evento, ninguna Lou que lo moviera un
poco.
Sin embargo, Kant no fue aquel pensador pedante y meticuloso
que se caracterizaba cuando envejeció. De joven había sido un do-
cente brillante y gracioso, amado por los estudiantes, y fuera de la
universidad era un hombre de mundo. Frecuentaba los cafés y los
salones literarios de la ciudad, iba al teatro, jugaba a las cartas y al
billar. Leía los periódicos y se mantenía al día al grado de decir que
es “preferible un loco a la moda que un sabio fuera de moda”. Inclu-
so, sabía bailar discretamente. “En verdad Kant es un tipo muy caba-
lleroso”, anotaba un contemporáneo, “viste atuendos adornados, es
un mensajero del amor y frecuenta todas las compañías”. Incluida la
femenina. Al respecto, se conserva un boleto comprometedor que
una de las damas más famosas de Königsberg, María Charlotta Jaco-

* Fue profesor en la Universidad de Padua, Italia.

342
bi, le envió en junio de 1762: “Con un beso, en simpatía”. Otra dama
noble, Luise Rebekka Fritz, iba por Königsberg contando que había
sido su amante. En verdad Kant no se ocupó jamás del otro sexo.
Sobre sus motivos ironiza él mismo: “Cuando tuve necesidad de una
mujer, no podía mantenerla. Ahora que podría, no tengo más necesi-
dad de ella”.
Hamann, su intuitivo alumno, ofrece un testimonio elocuente so-
bre el joven profesor. Teme que “arrastrado por el vórtice del ocio de
la sociedad”, no logre llevar a término los muchos proyectos que tie-
ne en la cabeza. Algunos han hipotetizado que en un determinado
punto de la vida de Kant haya habido un auténtico giro. Una crisis
que le transformó profundamente el carácter y los hábitos, y lo con-
virtió en aquel pensador determinado y riguroso —animado por un
“odio gnóstico por la materia” y un “amor místico por la forma”—
que en el transcurso de una década, entre 1781 (Crítica de la razón
pura) y 1790 (Crítica del juicio), escribe sus obras capitales. Heine
observa que esto se refleja en una visible diferencia en su estilo. Los
textos de juventud, como las Observaciones sobre el sentimiento de
lo bello y lo sublime, un auténtico éxito editorial, están llenas de brío
y ligereza, y lo aproximan a la ensayística francesa. En cambio la
Crítica de la razón pura está “escrita en un estilo gris, árido, pesa-
do”. Goethe decía que era un autor para leer en primavera, cuando
uno se puede consolar con las flores. Y el escritor ruso Nikolái Ka-
ramzín, después de visitarlo, anota: “Todo en la casa de Kant es sim-
ple —todo excepto su metafísica”.
Por lo tanto, la imagen basada exclusivamente sobre las tres Crí-
ticas tiene que ser integrada. Si se leen sus primeros escritos, del ca-
rácter casi periodístico y con un fuerte interés por los acontecimien-
tos de la prensa —como el terremoto de Lisboa de 1755— o por fe-
nómenos como la teoría de los vientos o el origen de nuestro sentido
de la derecha y de la izquierda, en apariencia singulares, en realidad
son escogidos especialmente para personas como los regiomontanos.
Léase la descripción asombrosa de las Maldivas que se en-
cuentra en sus lecciones de geografía física. Es a tal punto detallada
que parece hecha por uno que ha estado verdaderamente y no estaría

343
fuera de lugar en el catálogo de un moderno tour operator. Natural-
mente Kant jamás estuvo en las Maldivas, y mucho menos en los
otros exóticos lugares de la tierra sobre los que informa con la preci-
sión de un cartógrafo. No tenía necesidad de viajar, se desplazaba
con la mente. Era un auténtico cosmopolita. Capaz de salirse de su
particular punto de vista y adoptar el de los otros. De elevarse sobre
un plano universal.
Léase la Antropología, útil y estimulante manual para el conoci-
miento del género humano. Ahí se encuentran consideraciones sobre
argumentos como las diferencias entre el hombre y la mujer, las ca-
racterísticas de los pueblos y de las razas, el análisis de las virtudes y
de los vicios, las enfermedades mentales, las causas del mal de mar,
las formas de embriaguez, y muchas otras cosas.
Sobre la relación entre los sexos, por ejemplo, se lee que en una
sociedad civilizada la mujer debería gozar del “derecho a la galante-
ría”, es decir, de la “libertad de tener públicamente distintos aman-
tes” sin que el hombre sea celoso. ¿Una señal de feminismo? No
precisamente. Al menos al juzgar por aquello que se afirma poco
después de las “mujeres sabias”: “Estas usan los libros como el reloj,
que llevan para hacer saber que tienen uno, si bien con frecuencia
esté detenido o no vaya con el sol”.
Sobre “la tendencia muy difundida a las bebidas alcohólicas y su
influencia sobre la vida intelectual” Kant muestra una gran toleran-
cia. E introduce una aguda distinción, de la que se entiende conocía
muy bien: “la embriaguez taciturna, es decir, aquella que no ama la
sociedad y el mutuo intercambio de los pensamientos, tiene en sí al-
go de nocivo; de tal género es aquella del opio y del brandy. En
cambio, el vino y la cerveza, de los cuales solo el primero es excitan-
te, la segunda más nutriente y casi satisface como una comida, pro-
ducen una embriaguez sociable, con la diferencia que la borrachera
con cerveza es más cerrada y soñadora incluso pesada, la otra es sa-
tisfactoria, clamorosa y graciosamente locuaz”. Kant sostiene ade-
más que el “solipsismo interno” —el comer solos— es nocivo para
la salud, y teoriza que una buena mesa necesita de una buena com-
pañía. De tres a nueve comensales, “no menos de las Gracias y no

344
más que las Musas”, los cuales deben saber “contar historias, razo-
nar, bromear”.
Incluso estas amenidades revelan que para Kant el problema cen-
tral era el hombre. No por nada compendiaba las tres preguntas capi-
tales de la metafísica tradicional —¿qué puedo saber?, ¿qué debo
hacer?, ¿Qué me es lícito esperar?— en una cuarta, en la que está la
esencia de la filosofía: ¿qué es el hombre?.
Lo interesante es que al responder Kant no celebra solo a la razón.
Cierto, en el espíritu de las Luces exhorta al hombre a “salir de su
estado de minoría imputable a sí mismo”, y a “tener el coraje de ser-
virse de su propio intelecto”. Pero se concede el hábito, de raciona-
lista, de escribir incluso una Apología de la sensibilidad. Sobre todo:
no le basta la definición tradicional del hombre como animal racio-
nal. En el preguntarse qué cosa constituya a la humanitas del hom-
bre, observa que la animalitas y la rationalitas no capturan su esen-
cia. Se necesita aquello que llama spiritualitas o personalitas, y que
explicita en términos filosóficos como el hecho que el hombre es
dignidad y jamás cosa, fin en sí mismo y jamás medio, capaz de au-
to-determinarse y no causado por la naturaleza: libertad y no necesi-
dad.
Sin embargo, declara que todo sucede bajo la férrea ley de la cau-
salidad (Crítica de la razón pura) y que la libertad es incognoscible
(Crítica de la razón práctica). Por esta prohibición a pasar por alto
los confines de la experiencia, aparecerá a sus contemporáneos como
un “Hume prusiano”, un “destructor de certezas”, un “nihilista”. Un
“demoledor de todo” como lo llama Moses Mendelssohn. Si una li-
bertad incognoscible es el “sueño de un visionario”, una “quimera de
la razón”, Kant no duda: es una “quimera que vale la pena soñar”.

Traducción de Israel Covarrubias

345
3. PALABRAS-CLAVES

346
Hacer un interrogar del hacer

PAOLA MARTÍNEZ*

Una pregunta nos acosa constantemente en los más diversos es-


cenarios sociales, escolares, familiares, laborales, etcétera, detonada
por la situación actual del país ante la crisis, económica, social, de
gobernabilidad se impone la cuestión: ¿qué hacer?
Como un eco es hallada en la portada de un libro la misma cues-
tión, el autor: uno de los filósofos que han acompañado con su refle-
xión estos tiempos, Jean-Luc Nancy. Se desata la fantasía de que
quizá Nancy anima alguna respuesta, ello conduce hacia el libro con
la esperanza (y permítanme subrayar esta palabra) de aliviar algo de
la angustia. No, enseguida uno se encuentra ante reflexiones que sólo
desatarán más preguntas, que no la angustia, salve decirlo.
Nancy inicia este ¿Qué hacer? y se podría decir también su
quehacer en esta obra con un: “Pequeño preámbulo activista”:

Desempleo (como si el “pleno empleo” fuera el único ideal), desempleo de


masas (como si un solo desempleado no llevara consigo una masa de an-
gustia), ganar o perder (como si no se pudiera hacer nada más), brecha cre-
ciente entre ricos y pobres (como si esta brecha no estuviera cavada por los
unos sobre la espalda de los otros), guerra y terrorismo (como si el miedo
no hubiera subido hacia nosotros desde el fondo de nuestra confortable
paz), catástrofes técnicas y naturales (como si aún se pudieran distinguir),
desmantelamiento de los servicios públicos (como si los “servicios” no fue-
ran una mercancía), choque de civilizaciones (como si no hubiera una sola
afligida por su propia violencia) derrumbamiento de valores (como si no
hubiera otros), religiones asesinas (como si el asesinato no fuera ya ritual),
política corrompida (como si no estuviera ya rota), artículos vibrantes para
una democracia recuperada (como si jamás se la hubiera encontrado), peti-
ciones de solidaridad, fraternidad, justicia (como si se tratara de un asunto
de iniciales)…
Frenemos de antemano estos discursos: ¿no todo ya está olvidado (banali-

* Psicoanalista. Colabora en el Colegio de Saberes, Ciudad de México.

347
dad de más…)?
Entonces, podemos comenzar.
Pero no se contenten con leer. Hagan cualquier cosa (Nancy, 2016: 9-10
[todas las traducciones de los pasajes del texto de Nancy son mías]).

Este pequeño preámbulo adjetivado como activista en un libro cuyo tí-


tulo es la pregunta ¿qué hacer? despliega el hacer y una cierta inconformi-
dad con un acto (el leer) que pareciera de alguna manera reducido al no
hacer nada, pero que es también, el acto del leer, del que se podría partir
para pensar un hacer salir al sujeto de un escenario íntimo, como es el de la
lectura a un escenario quizá más ¿social? y lo pongo entre interrogantes
porque algo no basta.
¿Es acaso una provocación a despertar el activismo que llevamos den-
tro? Un activar el pensar, un hacer acto del pensamiento, un actuar desde la
reflexión, una reflexión del estatuto mismo del ser activista; ¿activista de
qué?, ¿del pensamiento?, ¿de la reflexión constante?, ¿de nuestro propio
quehacer puesto siempre entre interrogantes? Es decir soltar nuestro
quehacer de sus certezas.
Esta breve interrogante ha animado disertaciones de diversos au-
tores, Derrida, entre ellos. En El tiempo de una tesis giraba también
alrededor de esta cuestión y la sitúa en un margen: “La pregunta
‘¿Qué hacer?’ habrá siempre resonado al borde del abismo o del
caos, enfrente del horizonte más indeterminado, más angustioso,
cuando se diría que todo debe ser repensado, re-decidido, re-
fundado, de arriba abajo, y ahí donde tal vez el abajo, el fundamento,
la fundación llegan a faltar” (Derrida, 2017: 34).
Es acaso que esta resonancia indeterminada y angustiosa que co-
loca el abismo ante uno sea la causante del surgimiento y resurgi-
miento de la cuestión del ¿qué hacer? como acto de resistencia a
prescindir de la posibilidad de que algo y todo es posible de hacerse,
de pensarse.
Si el fundamento y la fundación son puestos también en duda,
pudiera acaso pensarse que se vive quizá un instante (cuya amenaza
tiene semblante de devenir un eterno) en el que aquel origen mítico
señalado por Freud, y que da lugar a ellos (es decir al fundamento y
la fundación) mediante la prohibición que engendra la Fuerza de ley
con su fundamento místico de autoridad que contiene esos principios

348
universales que hacen posible las estructuras que gobiernan las for-
mas de intercambio social. Es decir, que aquello que establece el or-
den simbólico, está desarticulado.
¿Qué hacer cuando en la sociedad van dejando de operar las
prohibiciones contenidas en el tabú? (Freud, 2005: 27). ¿Dónde esta
inoperancia pareciera desarmarnos para enfrentar el tiempo presente
con el hacer y nos coloca en mera calidad de espectadores acríticos,
impotentes que renuncian y se dejan reducir a deshechos?
¿Qué hacer cuando el entorno cotidiano se va llenando de muer-
tos y desaparecidos?, ¿qué hacer cuando cotidianamente uno se en-
cuentra con versiones contrapuestas, por un lado “la información”
que se recibe de los medios de comunicación como el número de
gente herida, desaparecida, asesinada por la violencia, el número de
gente que se encuentra afectada por tal o cual padecimiento, desastre
natural, o desastre político y por el otro la voz que narra que algo de
aquello le ha sucedido? Escuchar a alguien que encarna la cifra trae
consigo todo lo que se ha pretendido borrar mediante el número, ha-
ciendo evidente el abismo y la distancia que existe entre uno y otro,
porque para decirlo con Michel de Certeau: “la encuesta estadística
no encuentra sino lo homogéneo. Reproduce el sistema al cual perte-
nece y deja fuera de su campo la proliferación de historias y opera-
ciones heterogéneas que componen los patchworks de lo cotidiano.
La fuerza de sus cálculos se sostiene gracias a su capacidad de divi-
dir, pero precisamente por la fragmentación analítica es que pierde lo
que cree buscar y representar” (de Certeau, 1996: XLIX).
Es en la singularidad donde esta cifra deja de operar, dejar que
sean las cifras el único discurso circulante sería abandonar la posibi-
lidad de poder pensarnos, de resistirnos a un discurso homogéneo
que descorporiza a quienes “se cuentan” en ella. Sería abandonar la
posibilidad de hacer algo para dejar pasar de largo esta disonancia
que se encuentra entre lo homogéneo y frío de la cifra y lo singular
texturizado, encarnado, afectado de la vida de un sujeto.
¿Qué hacer cuando gran parte de la sociedad desea, admira y
pretende el modo de vida de lo criminal?, ¿qué hacer cuando los
criminales y agentes políticos encargados de administrar el Estado

349
comparten el mismo proceder?, ¿qué hacer frente a ejércitos de gente
que hicieron de la muerte su empresa más redituable, donde el capi-
tal se reproduce de manera obscena?
Vuelvo aquí a Derrida y su ¿qué hacer?: “Unos sonámbulos ca-
minan al borde del caos abismal, y en el momento en que saben y
declaran que ya no más, que todo está desajustado, desarticulado
(out of joint, como dice Hamlet), que nada funciona, que todo acaba
en el no-camino, el impasse, la aporía, en el momento en que son
persuadidos de que este mismo discurso panorámico es anticuado, se
hacen adelante, si no como locos, visionarios, profetas o poetas, alu-
cinados, por lo menos como soñadores que quieren mantener los
ojos abiertos…” (Derrida, 2017: 29).
Estas líneas hacen semblante de respuesta: ¿qué hacer? Impedir
el ser reducidos a sonámbulos, mantener los ojos abiertos, y en el
caso del psicoanálisis diría también los oídos.
Sin embargo, la pregunta en cuestión no se deja atrapar ni resol-
ver en una respuesta. Jean-Luc Nancy nos dice: “¿qué hacer? Esta
cuestión se pone, se impone, yo me la hago y se las hago porque to-
dos nos la hacemos; en este sentido, por otro lado, ese ‘asunto’
[Nancy utiliza la palabra sujet: tema, asunto y sujeto al mismo tiem-
po] prohíbe desde un principio que se le transforme en ‘tema’ y por
consecuencia que se le ‘trate’. No puede haber un ‘tratado’ de la
pregunta ¿qué hacer? más que a condición de que se difiera su res-
puesta y no puede responderse más que a condición de no solamente
articular una respuesta, sino de hacer también algo” (Nancy, 2016:
63).
Es inevitable esta cualidad escurridiza de la cuestión ¿qué ha-
cer? donde su diferirse pareciera estar en el acto mismo de pregun-
tarse, de dudar, más que en el de producir respuestas o sostener cer-
tezas; es en esta provocación de Nancy donde reitera la necesidad de
hacer algo, aceptando el hecho de que ese hacer conlleva una sensa-
ción de que aquello que se hace es siempre insuficiente, por lo tanto
motor mismo para intentar otra cosa, siempre antecedida por el he-
cho de la puesta en cuestión y de quizá la única certeza de que en
algo se estará siempre ante esta errancia. Un errar que nos lleva a

350
vagabundear por nuevos caminos del preguntarse acompañado del
hacer que quizá parezca siempre en destiempo, por ello la sensación
de que no basta con lo se hace.
¿Qué hacer? Pregunta que detona también ese buscar con…, la
cuestión como algo que nos sitúa al borde de ese abismo desde don-
de lo que se hace es buscar al otro, para escuchar quizá el eco de esa
angustia producida por haberse formulado la pregunta (y podríamos
decir también la demanda, una demanda hacia el otro para acompa-
ñar esa errancia. Aparición de la necesidad de sumar, de estar con,
ese otro atravesado por esta cuestión, podría pensarse quizá como
ese instante de comunidad, donde se está con ese otro que también
busca hacer desde el ¿qué hacer? donde se produce también un acto
del orden de lo íntimo que permite, que obliga, a dejar escapar y
compartir al otro esas ideas que vienen, y es ya en este momento de
apertura que se está haciendo algo a partir del poder preguntar en
unísono ¿qué hacemos?

Quehacer del psicoanálisis


Si ya Derrida en Estados de ánimo del psicoanálisis hace de esta
práctica un sinónimo del sin coartada, quizá este ¿qué hacer? en el
tiempo presente nos convoque a preguntarnos si el psicoanálisis está
dispuesto también a quedarse sin coartada para la inoperancia, para
el no hacer, si está dispuesto a pensar, leer y escuchar esos nuevos
síntomas y hacer resonar nuevas interrogaciones hacia sus funda-
mentos, cimbrarlos y saber que se sostienen porque están fundados
no sólo en la reflexión sino también en una práctica y pensamiento
de la resistencia y del resistir. Tomo aquí nuevamente a Derrida:

El mundo, el proceso de globalización del mundo, tal como va, con todas
sus consecuencias políticas, sociales, económicas, jurídicas, tecnocientí-
ficas, etcétera, sin duda hoy resiste al psicoanálisis. Lo hace siguiendo
formas nuevas que ustedes sin duda están examinando. Resiste de manera
desigual y difícil de analizar. Opone al psicoanálisis, particularmente
además de un modelo de ciencia positiva, hasta positivista, cognitivista,
fisicalista, psicofarmacológica, genetista a veces también el academismo
de una hermenéutica espiritualista, religiosa o llanamente filosófica, incluso

351
también, ya que todo esto no se excluye, instituciones, conceptos y prácti-
cas arcaicas de la ética, de lo jurídico y de lo político que parecen todavía
dominadas por una cierta lógica, es decir por una cierta metafísica ontoteo-
lógica de la soberanía (autonomía y omnipotencia del sujeto individual o
estatal, libertad, voluntad egológica, intencionalidad consciente, si quie-
ren, el yo, el ideal del yo y el superyó, etcétera) (Derrida, 2005: 19).

Si ante esta oposición al psicoanálisis éste resiste y se sostiene


con un hacer cualquier cosa, algo frente a esta crueldad impuesta,
soberana, sangrienta y psíquica que se tiene tomada nuestra vida co-
tidiana, en este momento, en este país, hacer algo aunque resulte in-
suficiente pero que siempre será más que “dejarse hacer sufrir” en
una pasividad cruel.
Derrida en los Estados de ánimo demanda, interroga y provoca
al psicoanálisis, esta es una de las muchas provocaciones que hace:
“El psicoanálisis en mi opinión, todavía no se ha propuesto, y por lo
tanto menos aún logrado, pensar, penetrar ni cambiar los axiomas de
lo ético, lo jurídico y lo político, particularmente en esos lugares
sísmicos donde tiembla el fantasma teológico de la soberanía y don-
de se producen los acontecimientos geopolíticos más traumáticos,
digamos incluso, confusamente, más crueles de estos tiempos” (De-
rrida, 2005: 20).
Son ya 17 años los que han pasado desde que Derrida pronun-
ciaba esto que hoy leemos. Y si algo se puede decir es que el psicoa-
nálisis, su clínica y su teoría resisten, en su quehacer y en su refle-
xión sobre el ¿qué hacer?. Partiendo desde que su hacer es del mo-
mento, del acontecimiento que surge en un instante de contacto con
el sentido del otro, reconociendo siempre que es necesario que exista
otro para posibilitar un vuelco del sentido. Provocación continua de
inconscientes, errancias que abren nuevos caminos.

A modo de conclusión
Si bien la sensación de lo que se hace es siempre insuficiente an-
te el horror y la soberana crueldad del día a día, eso que se hace acto
al momento de interrogarse ¿qué hacer? y que se desplaza del guar-
dar silencio al hacer algo, cualquier cosa que nos permita soñar. De-

352
jemos que esa fuerza violenta que encierra la cuestión ¿qué hacer?
que no deja que ésta sea reducida a una simple respuesta sino que
resiste siempre en su aperturar nos toque y nos interrogue.
Cierran esta reflexión las dos líneas que Nancy extrae del poema
de Apollinaire, El puente Mirabeau:

Qué lenta es la vida


Y qué violenta es la Esperanza

Bibliografía
de Certeau, M. (1996), La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer, Mé-
xico, UIA/ITESO/Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroameri-
canos.
Derrida, J. (2005), Estados de ánimo del psicoanálisis, Buenos Aires, Pai-
dós.
_____, (2017), “¿Qué hacer de la pregunta ‘¿qué hacer?’”, en J. Derrida, El
tiempo de una tesis, Barcelona, Anthropos.
Freud, S. (2005), “Totem y tabú”, en S. Freud, Obras Completas, tomo
XIII, Buenos Aires, Amorrortu.
Nancy, J.-L. (2016), Que faire?, París, Galilée.

353
El derecho al sueño

EMMA LEÓN*

Romperá la tarde en mi voz hasta el eco de ayer.


Voy quedándome solo al final,
muerto de sed, harto de andar
Pero sigo creciendo en el sol, vivo.
Mi razón no pide piedad; se dispone a partir […].
No me asusta la muerte ritual;
sólo dormir; verme borrar.
Una historia me recordará, vivo79

Soltar las vicisitudes de la vida y dejarlas ir, así, rodando hacia


el borroso fondo de un cabeceo que las recoge en muda sintonía.
Aflojar esta contraída carne tensada por la vigilia, cansada de buscar
y de encontrar o no encontrar; desenganchar sus agitaciones trasno-
chadas por el insomnio vigilante de nuestra vista y nuestros múscu-
los prestos a plegarse, desplegarse y replegarse ante un horizonte en
que las contingencias habitan y nunca duermen. Destrabar las puer-
tas de los sentidos, descoyuntarlas, y quedar así, tendidos, sueltos sin
resorte alguno, sólo neciamente sostenidos por un oír que barriendo
cada espacio, íntimo, cercano o lejano, se resiste a abandonar al
mundo y sus presencias; hasta que de pronto, nunca se sabe cuando,
se callan…, y la mudez de su ausencia nos empapa de silencio…,
dormimos…, entramos en el sueño.
Dormir y entrar en el sueño, es el acto de perderse para encon-
trar refugio. Un perderse de sí, con la yugular expuesta, serenamente
vulnerable, renunciante a toda protección, porque el depredador no
puede acercarse a hacernos presa, no puede agarrarnos, herirnos y
despojarnos; ha perdido su potestad y su dominio para lanzarnos de
nueva cuenta a la vigilia y la agitación atenta, a la afanosa búsqueda

* Investigadora del CRIM-UNAM, y Profesora del Posgrado de la Facultad de


Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
79 Parte de una estrofa de la canción Zamba para no morir.

354
de algo que nos permita quedar asidos a la existencia. Un encontrar-
se en-mí que se logra al cruzar ese umbral donde el cuerpo se diluye,
flota, se cae o simplemente se desaparece; donde no hay más bienes
que cuidar porque en nuestra indefensión abierta renunciamos a pro-
tegerlos y nos donamos a la vida sin mayor expectativa. Porque mi
propia ausencia del mundo y sus afanes no puede ser robada por na-
die, solamente me pertenece a mí, aunque siempre abierta al hospe-
daje de los sueños y ensueños.
Dormir reposadamente y entrar en el sueño, se ha considerado
una condición tan natural e intrínseca a nuestra especie que nadie
repara en la larga lucha que ha costado su establecimiento, como un
derecho humano ganado a las leyes que rigen la evolución y sobre-
vivencia de las criaturas vivientes. Pues ese dormir largo y ese sueño
profundo fue victoria de nuestros ancestros homínidos, dice Edgar
Morin (2000: 73), para separarnos del pesado y corto sopor digestivo
de los depredadores. Liberados por el fuego encontramos refugio
para transformar la vigilia intranquila en confianza, la materia bruta
en cocina, la afilada dentadura de un rígido maxilar en la plástica
gestualidad de una boca que degusta, ríe, canta y habla. Las llamas
protectoras de nuestro sueño dieron paso al hogar, primigenio foco
central iluminado que devino guardián de nuestros empeños por con-
servar la vida mientras, paradójicamente, nos ofrecemos a la rendi-
ción total del descanso. Dormir reposadamente y entrar en el sueño,
su carácter imbuido de naturaleza ha sido y es germen de la fantasía
y de la magia, sustento de nuestro cerebro concipiente y afectivo que
indaga y discierne sobre el mundo, sus cosas y criaturas o que nave-
ga por los fondos de nuestra existencia cuando da rienda suelta a
nuestros sueños, pulsiones, deseos y aversiones. Dormir reposada-
mente y entrar en el sueño, es un fruto logrado a contrapunto de vigi-
lias que personas, hombres y mujeres de todas las edades han habita-
do con sus noches y sus días.
Fuego, hogar, refugio del sueño: miles de años después hemos
perdido las huellas de su entrelazado carácter vital y de derecho lo-
grado al calor del fuego. Su desgarramiento producto de dormir a
cuenta gotas o bajo la intranquilidad angustiosa de otras depredacio-

355
nes y temores, se ha asumido como una más de las facturas irreme-
diables que tienen que pagarse en aras de un supuesto progreso hu-
mano y social que, para realizarse, requiere ser necesariamente acti-
vo, febril, insomne. Su aceptación como característica objetiva de
nuestras vidas, sin embargo, deviene alienación carnal de una nece-
sidad vital, igual de importante como comer o no ser objeto de
crueldad y exterminio. Pues no dormir descansadamente y refugiar-
nos en el sueño nos desposee de una parte fundamental de nosotros,
de la misma manera que la desnutrición reseca nuestra capacidad
neurológica para conocer y habérselas consigo mismo y con el mun-
do. Desgarrar la relación entre refugio seguro y sueño nos aliena en
aras de obtener una ventaja de objetos, seres o cosas, cuya cantidad o
calidad no compensa ese padecimiento de “lo más mío de mi mismo:
mi cuerpo” (Gurméndez, 1989: 31-33).
Con ello quedamos esclavos de una alienación que no sólo afec-
ta nuestra condición humana y su previa trayectoria de logros y desa-
fíos, sino el mismo derecho para realizarla, pues bajo el engaño de
una “economía de la dicha”, dice Jankélévitch, hemos asumido como
premisa de vida que no hay goce en reposo, que tenemos que retar-
dar la satisfacción de nuestras necesidades básicas en aras de la per-
secución de un placer más amplio y duradero o, agrego, de la bús-
queda de algo que no nos quite lo poco que tenemos. Un engaño que
tiraniza al ponernos por delante la esperanza de una vida mejor
siempre huida del presente; una supuesta vida más buena y feliz que
no puede realizarse aquí y ahora, porque es “testimonio del poder
disolvente de una razón que quiso ser demasiado previsora y que ya
no tiene tiempo de realizar todo ese capital abstracto en dicha efecti-
va, en salud, comodidad y beneplácito” (Jankélévitch, 1987: 10-11).
De esta manera alienados de nuestras propias necesidades vitales y
“adheridos sólidamente” a una exterioridad que se nos escapa conti-
nuamente, nos ponemos en ayuno de sueño bajo la consigna de que
el tiempo es oro, que quien no se mueve no está a tono con las exi-
gencias del mundo, así que ¡a dormir al camposanto! No importa si
ayer, hoy, mañana, hemos despertado o despertaremos sobresaltados
a la mitad de la noche o en la madrugada por la angustia de las deu-

356
das adquiridas, los pendientes acumulados o, peor aún, por la guada-
ña afilada de la hipoteca, el guardia o el criminal que nos desaloja de
la casa o del rincón en que hemos colocado, aunque sea subjetiva-
mente, ese foco luminoso que nos protege de la bestias. No es para
tanto regresar al sueño discontinuo-constantemente-interrumpido de
la presa, clama la sociedad entera y una pequeña voz que nos habla
desde el fondo de nuestro insomnio, seamos pacientes “¿no nos han
prometido que a todos nuestros deseos les llegara su turno?”
(Jankélévitch, 1987: 11).
Pero si la condición del Hombre es realizar en acto su presencia
en el mundo, y si ello significa primordialmente contrarrestar la
desazón de muerte mediante la salvaguarda y reconstitución de las
propias potencias disminuidas por la crudeza de vivir ¿como llevarlo
a cabo, si desde hace muchas décadas refugio y sueño se deshebran
en hilos rasgados y crispados? Si la contingencia depredadora y ace-
chante es moneda corriente de todos los días, de qué manera no ir
contra ese connatus esse conservandi, planteado por Spinoza como
la esencia de la existencia humana, y después confirmada por la neu-
robiología como condición necesaria para la vida. Cómo ejercer
nuestra condición de seres vivientes, necesitados de desnudar nuestra
vulnerabilidad, si hay carencia de refugio en donde extenderse o
acuclillarse fetalmente, enroscados en nosotros mismos como re-
cuerdo de la oceánica calidez, ahí dentro del vientre de nuestra ma-
dre, en que nuestro profundo sueño acompañaba la expansión orga-
nizada de nuestros materiales animados. ¿Como afirmar nuestra hu-
manidad, cuando el refugio de nuestro propio sueño está perforado y
dispuesto a ser invadido por los estridentes gritos del desalojo, la
mano que aprieta, la patada en la cabeza, el sobresalto que nos arroja
a la impiedad de otros que prefieren el insomnio de un depredador
hambriento?.
Sedentarios, nómadas, trashumantes, migrantes, con lugar de re-
sidencia o sin ella; nadie escapa al riesgo de este desalojo y remisión
del sueño, porque la crisis de nuestra civilización es crisis de refugio,
es crisis de “sueño rápido” y entrecortado que al igual que con otros
actos vitales, como la respiración misma, ha hecho cultura de la vo-

357
rágine y liquidez espesa que fertiliza la angustia, la tensión, la irrita-
ción, el desgaste, la violencia, el alcohol, el red bull, el prozac, la
pantalla televisiva…, el desinfle, la esquizofrenia. Maridaje extraño
entre lo crónico y lo agudo, entre padecimiento habitual y enraizado
siempre por el claveteo de la filosa alerta, el peso de lo pendiente y
de la preocupación, el sobresalto, la alarma y el respingo. Maridaje
extraño en que la conciencia de nuestro tiempo es a la vez de un aler-
ta y aturdimiento (Berman, 2004: 23) que nos fragmenta, mientras
adormilados intentamos nivelar el desgaste con gritos agudos y la
coca cola o el “trago” en la mano, con una especie de movimientos
dislocados y desenfrenados, casi en la frecuencia lítica o pétrea del
reptil que puede pasar de la inmovilidad total al movimiento explo-
sivo (Wilson, 2004).
Civilización en crisis de sueño y de su derecho, indigente diría
Reyna Carretero, porque sin lugares de cobijo nos abandona a un
insomnio aturdido que se hace transparente, mientras existimos co-
mo la masa oscura de los objetos, esperando el próximo estímulo
para moverse. Indigencia de sueño soltada a la deriva para encontrar
donde hospedarse, aunque sea ahí en la mesa del trabajo, en la disi-
mulada concentración ante el habla borrosa de otro insomne, en el
cine, en los antros y burdeles de paso, en la sala de cualquier espera.
Indigencia de sueño que busca refugio en el autobús urbano, en las
carpas de desplazados, en la acera del hospital público donde se vela,
desde la calle, la enfermedad de los seres queridos; indigencia de
sueño en el camión “pollero”, a lomo de ferrocarril o en la lancha
bamboleante que lleva su carga a otros insomnios y desvelos, a otros
cansancios, otras formas de perderse sin encontrar refugio.

Los refugios del abandono


Bajo el cielo raso, cobijados por la noche y sus estrellas titilan-
tes, los refugios del sueño siempre han encontrado su propio espacio.
Sin embargo, en este mundo nuestro, atravesado por crisis de refu-
gio, los espacios juegan a la libre fluctuación de ser lugares con de-
recho de propiedad o de abrigo desabrigado que pueden muchas ve-
ces ocupar sólo la extensión del propio cuerpo. A los primeros, la

358
casa: espacio de posesión y de arraigo que, por lo mismo, no es hos-
pedaje sino residencia y cuya forma establecida de quedarse (sentar-
se, dice su etimología) puede, si se puede, permitirnos exponer el
cuello, las entrañas, dar la espalda, aflojarnos; o bien amparar la
crispación y la sobrecarga que se anida durante “los trabajos y los
días”. A lo segundo, el espacio volátil que sin fuego que rodear no
logra arraigarse como espacio poseído, como hogar. Solamente es
hospedaje de un sueño provisional, pasajero, inundado de entusias-
mo o de negrura, de fatalismo, indiferencia o mero amodorramiento
incontrolado.
Como se ha dicho, actualmente ambas formas de espacio se
combinan y transmutan en la desposesión de una condición y necesi-
dad vital, dormir profundamente, cuya huida a “brinco de mata” deja
huellas en todas partes. Baste tomar uno que de suyo puede mezclar
el arraigo y el hospedaje: las estaciones de trenes. En ellas deambu-
lan millones de seres humanos “democráticamente” desgastados,
mermados en sus potencias, los cuales generalmente quedan reteni-
dos y a la vez volcados hacia un lugar de llegada en que puedan res-
taurarse, o bien, como sucede con los totalmente abandonados, hacen
hogar de sus rincones y, en el extremo, de sí mismos. El relato es
como sigue.
Enero del año 2001, estación de trenes de Gaya en India, refugio
pasajero de algunos, residencia fija de otros, espacio de tránsito para
turistas, viajeros exploradores, trabajadores, inmigrantes, nómadas,
desheredados, solitarios o acompañados, en parejas o grupos exten-
sos. Espacio que contiene otros espacios, refugio que alberga otros
refugios, todos acechados desde adentro y desde afuera por una mi-
seria hecha oficio, siempre presta a allegarse algo, una bolsa, un tras-
te, una manta, un poco de rupias, quizá una cámara fotográfica. La
espera aquí, como en todo tránsito, siempre es larga, casi eterna, has-
ta que una larga cadena de vagones llegue abriéndose paso en la os-
curidad y bufando en la madrugada se detenga para transportar el
sueño interrumpido de todos y engarzarlo en sueños de destino.
Estación de trenes de Gaya, escenario de refugios en tránsito
que se entrecruzan, abriendo y cerrando umbrales para que todo

359
aquel a quien hospeda encuentre o no encuentre ocasión de bajar la
carga y aflojar los músculos, de perderse un poco y encontrarse. En
los andenes los más desventurados o más escasos de recursos hacen
tiempo parados, sentados o recargados en una pared sorteando basu-
ra o, que haciendo oximorón de la espera, varados-deambulan. Los
que pueden cruzan cierto umbral para acceder a un recinto, el de
primera clase, donde escapar de la multitud y ampararse del humo,
de la amenaza de las raterías o de unas pocas vacas famélicas que
vagan rumiando desperdicios. Espacio de primera clase: reja que
cerca un piso desnudo de cemento, cuyos recuerdos se plasman en
máculas de orines constantemente recorridas, en todo su derecho,
por ratones laboriosos. Ahí, en ese lugar de hospedaje, sin anfitrión
alguno, personas y grupos pondrán en escena sus propias circunstan-
cias, sus propios modos de transitar y refugiarse, sus propios modos
de someterse a una condición y necesidad humana impostergable:
entrar en ese sueño que nos ausenta del mundo para encontrarnos en
nosotros mismos, un sueño que a pesar de no arraigarse en la con-
fianza del hogar nos hace paradójicamente vulnerables para que
nuestro propio connatus esse conservandi se explaye un poco, re-
constituyendo algo de nuestras disminuidas potencias, el cansancio
del cuerpo y de la misma espera.
Ahí, como tantas veces ha ocurrido, pernoctan con sus desple-
gadas pieles, mantas y otros bienes, sherpas que viajan desde Nepal;
grupos de varones o familias de algún otro lugar de la India que pa-
san la noche haciendo rueda, como si un fuego en el centro se en-
cendiera, para jugar juegos interminables de naipes; viajeros-turistas
de otros lados del mundo quienes, con sus maletas y mochilas vigi-
lan expectantes lo que ocurre alrededor, con la incertidumbre de en-
contrar y trepar al vagón designado, cuyas listas de pasajeros pega-
das en la entrada vienen escritas en un lenguaje indescifrable.
En este lugar poblado por tal variopinto grupo de personas se
anuncia el abandono: cruza la reja un anciano quien, al igual que
cientos o miles de ancianos, deambulan en la India sin hogar de resi-
dencia y alojado en su propia suerte. En un mundo como el nuestro
viejos indigentes como éste son parte de su paisaje natural y coti-

360
diano; y tratándose de la proverbial pobreza del subcontinente indio,
el desamparo de este anciano no pasa de ser una anécdota más para
los ajenos y una evidencia irrelevante para los con-nacionales. Pero
él esta ahí, como anunciación de un hogar que no existe, camina len-
tamente con una tira corta de tela andrajosa alrededor de la cabeza,
un morral desleído colgado al hombro y en la mano dobladas unas
hojas viejas de periódico. Se detiene en un rincón, cerca de mí y de
mi esposo. No mira a nadie y como si nadie existiera comienza su
ritual de desamparo mil veces practicado: extiende las dos hojas de
periódico, cuyas letras borrosas han dejado atrás la actualidad de las
noticias para volverse memoria de las veces que ha poblado el suelo.
Su extensión marca el límite de privacidad, esa que acoge un cuerpo
leñoso y que se completa al sentarse y dar la espalda a un mundo
eclipsado por irrelevante. Ahí, albergado en un espacio casi transpa-
rente y oculto por su propia espalda a las miradas de los otros, el an-
ciano desanuda la tela de la cabeza, extrae un pequeño pomo de acei-
te de su morral y con una esquina de este paño harapiento limpia
cuidadosamente sus oídos, nariz, ojos…, saca un incienso y lo pren-
de, junta sus manos, cierra los ojos: ¿está orando?, ¿se encomienda a
alguien? nunca sabremos…, se cubre con el mismo paño, se extiende
de lado y de lado cruza los brazos, flexiona las piernas…, duerme.
Qué puede decirse de esto: presencia de la más profunda intimi-
dad desabrigada la suya, cuyo refugio del sueño sólo es cobijado por
la oscuridad de sus ojos cerrados, por la pared de su espalda y la ce-
rradura de sus brazos. Su dormir es renuncia a cualquier defensa, es
el descanso de una vejez y pobreza que ya ha arrebatado todo, tam-
bién la prisa, la vigilancia, el acecho. Ni sueño de presa ni depreda-
dor lo perturban, pues al menos ahí, en el espacio enroscado de su
cuerpo nada puede desposeerlo. Su ausencia es la de un mundo au-
sente, una residencia que al tener por centro luminoso el abandono
barre de un tajo el espejismo de esa economía de la dicha que hace-
mos operar con nuestras propias vidas, pues implica “la alienación
más cabal y completa, ya que su imaginación creadora […] [nos]
oculta su destrucción lenta y deshacimiento íntimo” (Gurméndez,
1989: 51).

361
El sueño como derecho humano
Aflojar el cuerpo, apacentar la respiración, aflojar el músculo y
descansar navegando en profundas moradas, contar con un espacio
donde pueda residir u hospedarse tranquilamente el sueño, son un
derecho ganado en la larga y penosa trayectoria de evolución bioló-
gica, filogenética y cultural de nuestra especie para confrontarnos
inmediatamente con el mundo, mediante una serie de actos vitales
puestos en práctica (Varela, 2003). Son un derecho humano porque
nos hace humanos, porque responden a necesidades inalienables que
requieren satisfacerse también de manera impostergable.
En una crisis de civilización como la que actualmente padece-
mos en distintas regiones del globo, el crisol de derechos a reconocer
y defender demanda incluirlos, pues su desposesión no sólo es mues-
tra de una alienación particular constreñida a un ámbito de la activi-
dad humana, sino un atentado contra la vida misma que la hace posi-
ble. Es un atentado a la propia vida pues incluso ahora, bajo el impe-
rio de una cultura diletante, no puede escapar de ese principio consti-
tutivo y primigenio señalado por Spinoza, a saber, que “en cuanto
está en ella, se esfuerza por preservar en su ser […] [oponiéndose] a
todo lo que puede suprimir su existencia” (2009: 132). No dormir y
entrar en sueño profundo y carecer de un refugio seguro donde aco-
gerlo, perforarlos con la presencia de cualquier realidad depredadora,
son precisamente, otras maneras más, de ir contra ese principio de
conservación y sobrevivencia, quebrar todo lo que un ser humano
tenga de animación, espíritu y voluntad. Los “científicos” hitlerianos
lo sabían bien, los torturadores lo siguen practicando y grandes capas
de la población planetaria lo padecen en forma de estilo de vida o
producto de contingencias desgarradoras.
Reconocer y recuperar este derecho no significa un combate
contra la vigilia y la postura atenta, compañeras imprescindibles de
todo acto y acción humana; implica recordar el menos que esa eco-
nomía de la dicha denunciada por Vladimir Jankélévitch, se funda en
poner a dieta la satisfacción de nuestras necesidades e imperativos
vitales, entre ellos el sueño. Pero como él bien señala, “dieta no es

362
virtud”, ya que ésta última implica, si nos remontamos al mismo
Aristóteles, no pecar por exceso o por deficiencia, ni se obtiene por
la paciencia de un sacrificio constantemente padecido. Si la virtud,
base de toda ética es aquella disposición y hábito “gracias al cual (el
hombre) realizará bien la obra que le es propia” (2007, 29), su culti-
vo es todo menos que arrebato, incontinencia, hacerse extraño a uno
mismo, enajenar no sólo los productos de nuestro actuar en el mun-
do, sino la propia condición humana para volcarla contra nosotros
“como una fuerza hostil y extraña” (Marx en Gurméndez, 1989: 40).
Contar con espacios de residencia y hospedaje, dormir descan-
sando y entrar en sueño reparador, conforman un derecho humano
que se funda en una ética para la vida; revertir su despojo y aliena-
ción es fomentar una virtud social y personal que no propugna algo
“que debe ser”, lo cual parte una condición a ser transformada para
llevarla a su perfección. Al contrario, es remitirse a ese carácter ne-
cesario, promulgado por Spinoza, que resiste a las fuerzas, factores y
agentes externos abrumadoramente poderosos porque lo que está en
juego es la vida y la muerte, así como “las relaciones de potencia-
ción, alegría o amor por la potenciación de otros” (Gutiérrez, 2005:
117); pues cualquier derecho, virtud y ética no puede fundarse al
margen de la naturaleza y sus principios de conservación de la exis-
tencia y la vida, nada “puede concebirse anterior a ésta” (Spinoza,
2009: 22).

Bibliografía
Aristóteles (2007), Ética Nicomaquea. Política, México, Fondo de
Cultura Económica.
Berman, M. (2004), Historia de la conciencia. De la paradoja al complejo
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Wilson, E. A. (2004), Psychosomatic. Feminism and the Neurological
Body, Dhuram & Londres, Duke University Press.

364
El cuerpo como lugar
de la experiencia estética

ZULAI MACIAS OSORNO*

I
Para pensar al cuerpo escénico no como la fantasía que se en-
marca y hace visible a través del espacio del teatro tradicional, es
decir, más allá del plano bidimensional de la representación que lo
presenta lejano a la continua experimentación de su propia materia-
lidad, se requiere preguntar por los procesos de producción de cuer-
pos que han frenado la desmesura emparentándola con el mal, lo se-
xual, la enfermedad y todo rasgo que insinúa la fragilidad e inestabi-
lidad propia de la carne.
Esta reflexión resulta necesaria por varios motivos. El prime-
ro tiene que ver con la violencia que las disciplinas escénicas han
ejercido sobre estos cuerpos: a través del moldeamiento de movi-
mientos bien estructurados y tabúes, lo gozoso y exuberante se ha
cuadrado a parámetros que no toleran disturbios ni desorganizacio-
nes, acortándole el margen a la experimentación y forzándolos a
moverse dentro de patrones de productividad y eficacia que sólo se
obtienen en la inscripción disciplinar, producto de entrenamientos
físicos que direccionan hacia un único modelo corporal. Bajo este-
reotipos que enuncian lo ideal como la supuesta naturaleza del hace-
dor escénico, se nulifican y homogenizan singularidades en una ex-
clusiva estructura física válida para bailar. Entonces, la fisonomía se
vuelve definitoria y determina las medidas aptas o no para bailar, lo
que da como resultado la exclusión de corporalidades distintas y la
acotación de las posibilidades de pensar al propio cuerpo. En este
contexto también se vuelve indispensable debatir las poéticas y es-

*Docente de la Maestría en Investigación de la Danza del CENIDI Danza José


Limón (INBA).

365
tructuras que han enmarcado al cuerpo en estéticas de la representa-
ción; esto con el fin de impulsar esas otras investigaciones que lo
conciben como el máximo espacio para la experimentación de la
propia performatividad, como el lugar de la reformulación y la con-
tinua reconstrucción del yo, alejándose de los tratamientos que lo
han limitado a ser el mero instrumento o medio para la expresión y
reproducción de ideas ajenas (las del autor, sea el coreógrafo o el
director). Así, más que pensar en una corporalidad saturada de capa-
cidades técnicas indispensable para estar en escena, me interesa re-
saltar al cuerpo como una fuerza viva que de por sí dice, indepen-
dientemente de que haya sido forjado para tramitar o comunicar una
idea.

II
Al criticar la formalidad vertida sobre las técnicas teatrales for-
talecidas hasta mediados del siglo XX, Antonin Artaud argumentaba
que éstas habían encuadrado la fuerza vital en supuestas certezas
corporales que arrastraban al actor al plano de la mera interpretación.
Le interesaba hacer notar que la existencia se daba en la medida en
que se experimentaba el contacto con la tensión vida-muerte (entre el
cuerpo y la carne), tensión tradicionalmente obstruida al negar y re-
ducir el cuerpo al engaño de la representación y a la corrupción. Si la
triada platónica de lo bello, el bien y lo verdadero, mantenía el privi-
legio de la generación artística en el terreno de las ideas (tal y como
lo apunta Sergio Givone [1999: 32]: “La experiencia de lo bello es
también la experiencia del bien, así como la experiencia del bien es
siempre experiencia de lo verdadero; la belleza revela, platónica-
mente, el orden y la medida en que consiste la realidad y en la que
deben inspirarse las acciones humanas”), la búsqueda de Artaud, que
se empareja a la de las vanguardias históricas, impulsa un cambio de
sensibilidad en el arte, atentando directamente a los sistemas repre-
sentacionales, para dar cabida a la experimentación directa en la ma-
terialidad de la obra. En este mismo sentido, Tristan Tzara (1994:
16) argumentaba: “El pintor nuevo crea un mundo, cuyos elementos
son también los medios, una obra sobria y definida, sin argumento.

366
El artista nuevo protesta: ya no pinta (reproducción simbólica e ilu-
sionista) sino que crea directamente en piedra, madera, fierro, esta-
ño, organismos locomotores a los que puede voltear a cualquier lado
el viento límpido de la sensación momentánea”.
En el caso de Artaud, encontraremos la propuesta de un lenguaje
activo que se independiza de los sentimientos y las palabras, de la
expresión de significados y de la apelación a la emoción. Para él,
cuando al teatro se le devuelve la capacidad de estremecimiento físi-
co y sensitivo, deja atrás el intento de llevar a escena una copia de lo
real y aparece un lenguaje que accede a lo absolutamente vivo: “Ese
lenguaje es todo cuando puede manifestarse y expresarse material-
mente en escena, y que se orienta primero a los sentidos en vez de
orientarse primero al espíritu, como el lenguaje de la palabra” (Ar-
taud, 2006: 42), como un gesto que moviliza, que altera y rebasa la
idea a interpretar, al decorado y a la falsa dramatización del actor. Y
añade:

Sé muy bien, por otra parte, que el lenguaje de los gestos y actitudes, y la
danza y la música son menos capaces que el lenguaje verbal de analizar un
carácter, mostrar los pensamientos de hombres, expresar estados de con-
ciencia claros y precisos; pero, ¿quién ha dicho que el teatro se creó para
analizar caracteres, o resolver conflictos de orden humano y pasional, de
orden actual y psicológico que dominan la escena contemporánea? (Artaud,
2006: 46).

Artaud enunció el reto: preponderar el momento del estar expe-


rimentándose así como a la compulsión del efecto inmediato de la
sensación, donde lo corporal adquiere un papel central pues se pre-
senta como la materia propicia para una experiencia estética que
desvía la mirada adiestrada y que logra una proximidad más allá de
lo discursivo y del terreno de lo ideal.

III
Cuando la práctica artística aterriza su idealidad y se enraiza en
el hacer, juega en lo estar corporalmente siendo y la carne se habita
como el lugar de la verdad. Ya Nietzsche (2009: 447) advertía: “Las

367
funciones animales resultan, de manera general, mucho más impor-
tantes que todos los bellos estados de ánimo y la altura de la con-
ciencia [...] Por tanto, la parte incalculablemente mayor se encuentra
en lo que se llama cuerpo, carne; el resto resulta accesorio”. Y Geor-
ge Bataille (2003: 49), quien encontró en la experiencia humana lo
absolutamente articulado con la podredumbre y la inmundicia, con
los dedos de los pies que se sumergen en el barro, con lo innoble de
los órganos y de las palpitaciones sangrientas, considera al cuerpo
desnudo como la dimensión emblemática de la cancelación de la
identidad, porque el cuerpo dispuesto a la descomposición derrumba
todas las barreras de sí y se presenta en su capacidad de entrega radi-
cal, despojado de toda máscara.
Sin embargo, la apuesta por hacer del cuerpo el lugar de la expe-
rimentación, donde no haya más carga que la pura carnalidad, no es
equivalente a decir que se alcanza la presencia absoluta, la absoluta
no-representación de lo real directo: el cuerpo directo es un invento
que siempre requerirá de dispositivos que solicitan de la representa-
ción para ser expuestos. Aunque se pretenda la sustracción del como
si para, entonces, potenciar trayectorias que actúen sobre la sensa-
ción sin intermediarios ni estructuras contenedoras, siempre estará
irresuelta la tensión presencia-representación. Gilles Deleuze y Félix
Guattari mantienen esta aserción al afirmar que no se puede eliminar
al organismo, a la significancia y a la subjetivación de manera salva-
je; al contrario:

Hace falta conservar una buena parte del organismo para que cada mañana
pueda volver a formarse; también hay que conservar pequeñas provisiones
de significancia y de interpretación, incluso para oponerlas a su propio sis-
tema cuando las circunstancias lo exigen, cuando las cosas, las personas, e
incluso las situaciones fuerzan a ello; y también hay que conservar peque-
ñas dosis de subjetividad, justo las suficientes para poder responder a la
realidad dominante (Deleuze y Guattari, 1997: 165).

La práctica artística que desafía a la idea o a su referencia, en la


que la producción del cuerpo se encamina a la experiencia de lo irre-
presentable, pretende descolocar al arte limitado a la tarea de repro-

368
ducir formas y hacer como si; pero también sabe de la imposibilidad
de la irrupción de lo real crudo y vaciado de todo significado, por-
que reconoce que sólo desde ahí se enfrenta y se toma el mundo.
Cuando pienso una estética que centra su tarea en la producción
de experiencias en el cuerpo presente, sin maquillajes ni formaciones
disciplinares, la imagino como un lugar de encuentro, donde se pro-
pician conexiones que hacen a lo corporal en el roce, el tacto y la
escucha de lo otro, concibiendo a la práctica artística como el territo-
rio donde es posible asir y volver inteligible las presencias que van
desapareciendo. Y si el cuerpo es presencia que requiere de repre-
sentación, pero solamente existe en su estarse produciendo, quien
hace una obra se transfigura en el preciso momento en que ésta es
actual, vulnerable a las resonancias de la materia y de las fuerzas del
mundo habitado.

IV
Enfocar la investigación de la experiencia estética en la vivencia
del cuerpo, implica pensarlo: 1) no como uno sino como la relación
de fuerzas que en él se dan, por lo que nunca se nos presenta acaba-
do; 2) como laboratorio, como el Cuerpo sin Órganos (CsO) que se
desnaturaliza, se vuelve artificial y deriva en su invención estética.
A partir de estos ejes que preponderan el ejercicio y la experi-
mentación de lo corporal, podemos pensarlo como performático, es
decir, como un cuerpo que se hace a sí mismo en el conjunto de
prácticas que van del sentido a la sensación, en los términos que
Suely Rolnik, de la percepción a la sensación.
Para Rolnik (2001: 5), tanto la capacidad de percepción como la
de sensación aprehenden la alteridad del mundo. No obstante, la per-
cepción delata lo visible; se queda en el terreno del ojo, del mapeo
de formas que se han diluido en lo cotidiano. En cambio, la sensa-
ción rebasa al yo y molesta porque desubica nuestra cartografía vi-
gente. De esta manera, potenciar la sensación es provocar a la corpo-
ralidad dúctil, plástica, múltiple, que constituye un cuerpo que no se
deja transcribir ni traducir, que escapa a la conceptualización, a la
estructuración, a la representación, al archivo y a la verdad.

369
Para Nietzsche las fuerzas activas, esas que buscan la afirmación
de la vida y posibilitan la expansión de la energía creativa, están en
constante tensión con las fuerzas reactivas (Deleuze, 2006: 31). Las
fuerzas activas son plásticas, mueven, transforman, inventan, adquie-
ren nuevos signos y se enfrentan a las fuerzas de conservación y re-
gulación, a los acoplamientos mecánicos y utilitarios, donde el pen-
samiento está anquilosado. Y cuando triunfan, se despliega la vida y
aumentan nuestro potencial. Así, lejanas al mundo domesticado de la
representación, las fuerzas vitales despliegan la potencia de lo corpo-
ral y hacen estallar una porción de realidad que despierta un extra-
ñamiento sobre el propio cuerpo: éste se mira desfigurado al tiempo
que se abre a la experiencia de lo nuevo y vital, a aquello que está en
metamorfosis y reconstrucción, y que desvía la mirada de lo estático
y de la normalidad.
La noción de CsO propuesta por Deleuze y Guattari, y que re-
toman de Artaud (quien en el año de 1947, en el programa de radio
Para acabar con el juicio de Dios, declara la guerra a los órganos al
decir: “Pues átenme si quieren, pero les digo que no hay nada más
inútil que un órgano”, [Andión, 2007]), se presenta como un cues-
tionamiento a las fuerzas reactivas que organizan y aprisionan a las
fuerzas activas corpóreas. El CsO remite a la desestructuración o
descodificación del organismo contendido y estratificado, y busca la
violencia explosiva que favorece la gestión de flujos turbulentos y
permite la fabricación de desiertos capaces de suprimir significados
y subjetivaciones.
Del estallido del CsO sólo queda el 0 que se convierte en el pun-
to desde el cual empieza la creación. El 0 es el lugar de la experien-
cia de la nada y de la ausencia de lenguaje, al terreno fértil para la
invención, para la reapertura del habitar y para la renovación de la
relación con el mundo: “Es la materia intensa y no formada, no es-
tratificada, la matriz intensiva, la intensidad = 0” (Deleuze y Guatta-
ri, 1997: 158). Es aquel cuerpo que se aísla para desestructurar las
organizaciones y las propias estructuras; es deseo en estado puro, sin
aún ser codificado ni representado; es el límite, es la posibilidad del
invento; es el espacio liso que impulsa alianzas, flujos y conexiones

370
entre la multiplicidad de cuerpos, impidiendo que se petrifiquen
formas cerradas e inmutables.
Vemos, pues, que el CsO no es una noción ni un concepto: es
una práctica, un experimento de lo corpóreo que, como se mueve en
el nivel de lo carnal y la producción, lejos del hacer como si y su-
cumbir a conceptualizaciones, se llena de peligros. Por eso, en este
terreno se debe tener prudencia: uno puede verse arrastrado al mu-
tismo de lo innombrable, a la insensatez, a la enfermedad, al cuerpo
vaciado que ya no posee ningún órgano con el cual construir deseo y
atarse a la vida. De cara a esta dislocación, es preciso mantener una
provisión que ancle, conforme y remita a los estratos, a aquellas
condensaciones estables que permiten el regreso del abismo amorfo.
Bataille ya había tratado el peligro de la continuidad, el de la
atracción hacia la inmensidad del deseo. Señala a la experiencia inte-
rior como el límite de lo posible, como la experiencia que rompe la
expectativa de la trascendencia, siempre irreductible al proyecto, esa
ruta que somete a la existencia a una prisión con límites bien defini-
dos: “El proyecto no es solamente el modo de existencia implicado
por la acción, es una forma de ser en el tiempo paradójica: es el
aplazamiento de la existencia” (Bataille, 1975: 55); es postergación,
llama apagada de la vida, racionalidad, pensamiento discursivo y la
mirada que voltea hacia el futuro, aquel tiempo ideal, tan virtual que
nunca llegará. Sin embargo, Bataille sabía que salirse de esta exis-
tencia organizada trae la noche, el ahogo y el silencio donde ya no es
posible la vida. Es irremediable: regresar a la discontinuidad es for-
zoso para no instalarse en la locura.
Parece, entonces, que someterse al continuo, a lo liso, a lo abso-
lutamente desorganizado, exige la prudencia del movimiento oscila-
torio. La fuerza, como acción o como pasión, como lo que afirma
pero también como lo que niega la posibilidad de la invención de lo
corporal, hace que el cuerpo fluctúe y vaya de la desterritorialización
a tierra firme, y viceversa. De la siguiente forma lo exponen Deleuze
y Guattari (1997: 164): “[El cuerpo] oscila entre dos polos: las su-
perficies de estratificación, sobre las que se pliega, y se somete al
juicio, el plan de consistencia, en el que se despliega y se abre a la

371
experimentación […] Combate perpetuo y violento entre el plan de
consistencia, que libera el CsO, atraviesa y deshace todos los estra-
tos, y las superficies de estratificación que lo bloquean o lo replie-
gan”.
Hay que cuidarse de la tentación de aterrizar en el territorio se-
guro que bloquea y obtura los flujos de composición. Y si bien el
impulso vital de las fuerzas necesita desembocar en formas, éstas
debieran de ser sólo fugas que trazan renovación e invención, anun-
cios de la actualización del sinfín de otras formas, como un movi-
miento que diluye cualquier intento de identidad.

V
Si la lógica representacional invita a mantenernos en la zona de
seguridad de las formas delimitadas, entrar al juego de la desterrito-
rializaciones y reterritorializaciones, del cuerpo inventándose y rein-
ventándose, impulsa un movimiento que altera y es alterado por la
sensibilidad, y que irrumpe la inercia que subyuga a la experiencia
anestesiada. De este modo, el tratamiento del cuerpo como lugar pa-
ra experimentar la afectación directa del arte, potencia la dimensión
de extrañeza que penetra y turba al presente automatizado. Entonces,
el cuerpo en práctica, performático, se vuelve un laboratorio en el
que se despliegan fuerzas anteriores a la forma y a la representación,
provocando un efecto que quebranta estructuras que han domestica-
do la mirada.
Me interesa mencionar que la elección de la experimentación
sobre el cuerpo, hace que el artista encarne la disputa entre las fuer-
zas que intentan conquistar y cuadrar, por un lado, y aquellas activas
y de fuga que buscan constituir otras experiencias y posibilidades
por otra. En esta frontera, el sujeto sólo podrá intuir lo innombrable,
y su tarea será no sucumbir ante las formas nítidas, para, así, hacer
emerger al desarreglo de lo sensorial que, aunque luego reorganizará
momentáneamente en una obra, por instantes se jugará en la invita-
ción y la evasión de la zona 0 que deshace al yo y le da la posibilidad
de volverse a inventar.
A esta reflexión hay que añadirle que no puede existir una re-

372
configuración del cuerpo sin una reconfiguración de los cuerpos; es
decir, el cuerpo no se puede pensar individual ni ajeno a un horizon-
te. Y es que en la práctica, el cuerpo rebasa formas que afectan al
otro desde el encuentro que empieza en la piel (entendida no como
límite sino como apertura al cruce y a la penetración). En la medida
que se entra en contacto con el cuerpo propio, pero, a la vez, con el
del otro, queda anunciada una dimensión ética: la presencia que
siempre es entre dos, no es sólo “mi-cuerpo”, es la dimensión del
yo/nosotros que hace imposible un arte solitario y autónomo.
Sin pretenderlo, en este tipo de práctica los conceptos afines a la
originalidad, como autenticidad, aura, contemplación, obra original y
autoría, se ponen en entredicho: en este habitar entre cuerpos que los
recrea y transforma, es inevitable la fractura de cualquier autoridad,
tanto la del arte como la del artista, así como el desplazamiento de
los marcos que piensan a la creación originada desde la subjetividad
y a partir de un conjunto de percepciones establecidas a priori, suce-
so que hace vacilar al régimen universal del arte y al como si de la
representación.
De esta manera, la mirada del autor deja de ser la de un creador
que desde un epicentro origina una obra, la instituye como si fuera
suya y la determina como objeto de propiedad. Frente a esto, Roland
Barthes (s/f) anotó: “Hoy en día sabemos que un texto no está consti-
tuido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sen-
tido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-
Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se
concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales
es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil
focos de la cultura”.
La presencia haciéndose y reinventándose, atravesada por fuer-
zas impredecibles y contaminada por otros cuerpos mil veces interfe-
ridos, definitivamente repliega al creador. En este sentido, Óscar
Cornago (2008) afirma que no puede existir la configuración del
cuerpo sin una configuración de los cuerpos. Así, estos se hacen
cuando entran en contacto con la experiencia corporal propia y en su
conjugación con la del otro, desafiando a que el artista aniquile la

373
supuesta autonomía del yo.
Entonces, en la producción del cuerpo en el arte performático,
podremos encontrar al ser de sensación que se rehace en el contacto
con otras fuerzas, que se despliega en el intento de reinventarse y
que da lugar a las corporalidades paradójicas, inciertas, informes y
siempre en procesos de invención.

Bibliografía
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Órganos”, Versión, núm. 20.
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[http://www.macba.es].
Tzara, T. (1994), Siete Manifiestos Dada, Barcelona, Tusquets.

374
El “verdadero obrero de nombres”: ley, dere-
chos y principios en la era veroconstitucional

RAFAEL ESTRADA MICHEL*

¡Esos jueces! ¡Han juzgado, pero excedién-


dose en sus derechos y contra toda justicia!
¡Y sin embargo, oh Señor, la justicia existe!
¡A su vez fueron juzgados! ¡Si hubieran sido
íntegros y buenos, se les habría perdonado!
¡Pero oprimieron, y la suerte les ha oprimi-
do y les ha abrumado con las peores tribula-
ciones! Ahora son motivo de burla y de pie-
dad para el transeúnte. ¡Esa es la ley! ¡Esto
a cambio de aquello! Y el Destino se ha
cumplido con toda lógica.

Las mil noches y una noche, Quinta noche.

Por consiguiente es preciso, mi excelente


amigo, que el legislador sepa formar, con
sonidos y sílabas, el nombre que conviene
naturalmente a cada cosa.
Sócrates, Cratilo.

Debo al ministro Mariano Azuela haberme percatado de que una


película que siempre me ha parecido fascinante, La Sociedad de los
poetas muertos, posee una notable carga de desarrollos y conclusio-
nes trascendentes para el mundo del Derecho. En la célebre escena
en que los alumnos de “Hellton”, a instancias del señor Keating, su
profesor de literatura, desgarran y arrancan de sus libros el ensayo
introductorio a la lectura de poesía inglesa, hay todo una alegato fa-
vorable a la complejidad, perfectamente asimilable al mundo del De-
recho, y en general, al de la ética. La pasión aparece como algo in-
conmensurable o, mejor, como algo sólo medible a riesgo de reducir-

* Suprema Corte de Justicia de la Nación.

375
la y de simplificarla. El resto de la película tenderá a mostrar cómo
con la compasión, la experiencia jurídica fundante, ocurre práctica-
mente lo mismo.
No son inofensivas las referencias simbólicas que incluye la pe-
lícula: Keating, el profesor rebelde y libertario, se anuncia a la clase
silbando la Obertura 1812, la pieza de la Liberación de la madre Ru-
sia respecto del código invasor, el impositivo y reduccionista Código
Napoleón; Henry David Thoreau, con cuyos versos inician las sesio-
nes de la Sociedad de los poetas muertos, es el gran héroe del Méxi-
co invadido en 1847 por su ejemplo de desobediencia, más que civil,
civilizatoria y, por tanto, ajena a la imposición de la razón de Estado;
Carpe diem, la admonición del docente frente a los retratos de los
jóvenes que miran desde generaciones pasadas y que “son ahora ali-
mento de gusanos, abono para los narcisos”, se traduce en un volte-
riano “Atrévete a pensar por ti mismo”. Y, para nuestros efectos,
destaca el que la película posea, cuando menos, tres indebidos proce-
sos que conducen a la terrible admonición del padre de Neill, esa
sombra shakesperiana de cuya sustancia estamos formados todos:
“Haces que parezca una condena”.
Como cualquiera que haya visto la película sabe que la venera-
ble institución educativa, leguleya y codificada ad nauseam reduce
la muerte de un joven suicida a lo simple. Busca culpables donde no
puede haberlos, recurre al artificio para inventarlos, exige la dela-
ción, promueve la cobardía pues sabe muy bien que para no pocos
individuos el pescuezo es el dios soberano. Con ello la demoniaca
escuela tranquiliza su conciencia y envía un mensaje muy claro a los
iniciados: si aspiras a pertenecer a nuestra corporación, a la “gente
como uno” (expresión usual, por cierto, entre las oligarquías tercer-
mundistas del Anáhuac) es mejor que vayas asumiendo el Código,
impoético y simplificador. Todos los elementos para un procedi-
miento que no es, en forma alguna, correcto y que, por lo tanto, co-
rrompe y vicia en forma irreparable los juicios.
El principio jurídico supremo es, en cambio, antiformalista, in-
tuitivo y compasivo: el hombre no está hecho para el Sábado, sino
viceversa. La complejidad, como parece gritar el gran profesor, sólo

376
madura en libertad. La adolescente necesidad de aceptación, codifi-
cada por los vínculos tiránicos de la moda, pierde fuerza frente a la
originalidad de los espíritus poéticos, benditos, complejísimos. Los
mismos que, a falta de fortaleza, caen en la mentira tras un torturante
y denigratorio remedo de investigación. Y es que una inquisición
que no se resigna a encontrar la verdad sino que pretende simple-
mente justificar hipótesis e inconmovibles juicios apriorísticos resul-
ta contraria a la dignidad de lo humano. Por eso es que el debido
proceso, no simplificado ni reducido al absurdo, es tan fundamental
para el correcto desenvolvimiento de los derechos y de los deberes
humanos.
En un notable ensayo publicado recientemente en Letras Libres,
Julio Hubard (2013: 26-32), basándose en las reconstrucciones de
Mogens Herman Hansen, muestra cómo el deber-derecho primigenio
en la polis ateniense se hallaba en el uso de la palabra, en el diálogo
socrático y demosteniano para llegar a la verdad política, esto es, a la
que constituye con autenticidad y que el mundo antiguo llamó “poli-
teia”, estructura principialista que “responde a ideas superiores (la
justicia, la equidad, la proporción) pero no a la idea de Estado”.
Si entre los atenienses el gran nominador era el polités, el ciuda-
dano partícipe de una democracia que hemos llamado directa, siem-
pre respetuosa de una búsqueda, la del Orden político ideal, y en la
Edad Media lo será el jurista universitario que devela los nombres y
los conceptos buscando el reflejo, así sea pálido, de un Orden supe-
rior y verdadero, el hombre moderno ya no especula sobre el Orden
divino sino que toma el lugar del Creador y hace que, a lo Hegel, la
idea absoluta encarne en un aparato público: el voluntarista régimen
estatal.
En dos de los grandes libros de la antigüedad mediterránea, el
Cratilo y el Génesis, el Ordo iuris aparece como una creación y no-
minación divina en la que los hombres participan a través de la bús-
queda etimológica (étimos, verdad), a diferencia de los artilugios
modernos que ya no “ordenan” sino “mandatan”, verbo inexistente y
muy utilizado entre nosotros. El problema es que sólo la verdad, la
etimología, hace libres a los hombres. Un ejemplo entre muchos:

377
llamar “proceso” a lo que sea, a cualquier reunión de formalidades
más o menos irracionales, implica tener que calificarlo como débito,
como algo que se nos queda a deber, como algo que no termina de
satisfacer. Si en inglés, lengua que desveló el concepto, due process
of Law significa antes “corrección” que “deuda”, entre nosotros ad-
quiere la traducida connotación de lo debido, de lo que el aparato
estatal paga a golpe potestativo de leyes. El artículo 14 de la Consti-
tución mexicana llega al extremo de calificar como “esenciales” a las
formas procesales, no a sus contenidos. Y nuestro legalismo impide
entender que los derechos humanos son fundamentales por algo más
que la mera calificación en sede legislativa. No extraña, por tanto,
que la “sensatez” de los operadores jurídicos sea tan ajena a la “sen-
sibilidad” de los ciudadanos, y que su discurso de “verdad formal” se
desfase con tanta frecuencia de lo que el profano (acreedor, insisto,
de un juicio que merezca ser calificado como tal) considera “verdad
real”: aquello que el hombre de buena voluntad busca para liberarse
del artificio y de la tiranía demagógica del discurso ambiguo.
Páginas imprescindibles ha dedicado Gustavo Zagrebelsky a
distinguir entre el anglosajón rule of Law, que se refiere antes que a
otra cosa al gobierno de los principios jurídicos y no de los hombres,
respecto del continental (tan latino cuanto germánico) “principio de
legalidad” que, en su vertiente perniciosa (las tiene, por supuesto,
benéficas, sobre todo en el área penal) no es sino “la culminación de
la tradición absolutista del Estado” (Zagrebelsky, 2009: 25) en su
expresión de totalitarismo normativo. Totalitarismo, sí, puesto que
pretende reducir toda expresión jurídica a la fuente que llamamos,
con un dejo religioso, “Ley”.
En Cratilo queda claro que lo maléfico es el artificio que impide
el progreso, lo que mantiene estática tanto a la polis como a la per-
sona individual, lo que no permite procesar la verdad o, como decía
Tomás y Valiente, los “fragmentos de verdad”. Dikaiosunne, la Jus-
ticia o, mejor, la “comprensión de lo justo” es “principio que va de
una parte a otra del Universo, produciendo todo lo que pasa” y go-
bernando “todas las cosas, penetrándolas (diaion)” (Platón, 2011:
257 [cursiva mía]). Sócrates, quien premonitoriamente había dicho

378
que “no es árbitro todo el mundo, mi querido Hermógenes, de impo-
ner nombres, sino que lo es sólo el verdadero obrero de nombres; y
éste es, al parecer, el legislador, que es de todos los artesanos el que
más escasea entre los hombres” (Platón, 2011: 202), será sacrificado
a la mentira, al indebido proceso y a los formalismos autoritarios que
denominan “Justicia” a las cosas más extravagantes. Madero, hace
cien años, pugna por una legalidad no vacua, no meramente requisi-
taria, y sólo recibe incomprensión y burla: aún hoy hay quien le re-
clama no haberse comportado como Díaz o como Huerta, esto es,
haber creído en la verdad constitucional y dinámica de la República.
Don Francisco, el héroe de la sociedad civil que ha dicho Santiago
Portilla, aparece caricaturizado como un ingenuo que, paradójica-
mente, fue sustituido en la Presidencia “con todas las de la ley”,
cumpliendo con todos los requisitos formales que marcaba el texto
fundamental.
Vámonos no cien, sino doscientos años atrás. Con la sensatez
del cura de pueblo el general José María Morelos estableció, en su
Reglamento para el Congreso de Anáhuac reunido en Chilpancingo
(13 de septiembre de 1813), una suerte de axiológico “Obedézcase
pero no se cumpla” por virtud del cual el encargado del poder ejecu-
tivo, esto es, el “Generalísimo de las Armas, como que ha de adqui-
rir en sus expediciones los más amplios conocimientos locales, ca-
rácter de los habitantes y necesidades de la Nación” podría impug-
nar, según el artículo 27 de aquel Reglamento que más parecía una
Constitución, “la ley que le pareciere injusta o no practicable” sus-
pendiéndose en el caso el “cúmplase” de la promulgación a que se
refería el artículo 25 (Lujambio y Estrada Michel, 2012: 111 [cursi-
vas mías]). Atisba Morelos un para él inédito control de constitucio-
nalidad en el principialista (“injusta”) y localizado, peculiarista, sen-
sato (“no practicable”) Ordo iuris. ¿Quién lo habría dicho? El pala-
dín de la igualdad legal entre los mexicanos independientes com-
prendió perfectamente que las formas establecidas por un Congreso
lejano de las circunstancias y temperamentos locales no bastaban, ni
podían bastar, para establecer el gobierno de la “buena ley” a la que
hacían referencia, también en septiembre de trece, los Sentimientos

379
de la Nación.
Considerados como fuente exclusiva del Derecho, los formalis-
mos legales no ordenan ni establecen prioridades, puesto que invisi-
bilizan las circunstancias peculiares, los casos concretos que requie-
ren justicia y proporción en la respuesta. Podríamos intentar, por
desoír a Morelos, una lectura jurídica (mejor: iushistórica) de El la-
berinto de la soledad, en la que Ninguno busca al culpable de su na-
diez. No lo halla: el hijo de la madre chingada está afuera de la toma
de decisiones, fuera del discurso y del cumplimiento de su deber
constitucional pero es, también, un “él” localizado. Prefiere por ello
que su presencia pase desapercibida, se disimula, como célebremente
denunció Paz: un esencialismo invisibilizador que a un tiempo nos
ha impedido ver con claridad la grave cuestión del diseño institucio-
nal y nos ha complicado tomar las decisiones requeridas asumiendo
los sacrificios correspondientes. Huelga decir que nos ha echado en
los brazos del formato, siempre cálidos para evadir las responsabili-
dades anexas al análisis realista de las circunstancias.
Una de las principales causas de queja ante la Comisión Nacio-
nal de los Derechos Humanos es, históricamente, la prestación “in-
debida” del servicio público. ¿Qué es lo “indebido”?, ¿acaso no es
algo que pueda matizarse o graduarse?, ¿es lo mismo dejar de fundar
o motivar un acto de autoridad que practicar la tortura o la desapari-
ción forzosa? Sorprende el extendidísimo uso del eufemismo, dado
que otras causales al uso consisten en “falta de fundamentación o
motivación” y en “falta de legalidad, honradez, lealtad, imparciali-
dad y eficacia en el desempeño de las funciones del servidor públi-
co” ¿No es esto indebido proceso, incorrecto cauce para la realiza-
ción de actos administrativos por los que el contribuyente paga una
buena suma de dinero? Si todo cabe en lo “indebido”, ¿a qué vienen
las distinciones?
Es aquí en donde un análisis imparcial de categorías novedosas
(¿quién lo iba a decir?) de nuestro Orden jurídico se impone. Me re-
fiero obviamente a la cláusula “dignidad humana”, que presta senti-
do a todo el ordenamiento, y que ha sido integrada al fin, sin titu-
beos, al texto constitucional mexicano.

380
Los tratos crueles, inhumanos o degradantes son contrarios, ob-
viamente, a la dignidad humana. En los instrumentos internaciona-
les, así como en documentos eclesiásticos como Dignitatis splendor,
debe hallar el operador jurídico una definición aceptable. La tiene ya
la Ley general de víctimas, que impone la kantiana obligación de no
instrumentalizar a nadie.80 Pero las definiciones generales, abstractas
e impersonales incurren en el riesgo de erradicar la sustancia de
aquello que pretende ser definido. Nos ha ocurrido ya, en el consti-
tucional caso de la “vivienda digna”. Si todo trato puede considerar-
se “digno” con tal de que sea trato, ninguno lo es realmente.
¿Se falta a la dignidad humana cuando no se aplica “exactamen-
te” la ley? Hace más de cien años, Emilio Rabasa denunció la falacia
implicada en pretender que la “legalidad”, en su vertiente de “aplica-
ción exacta”, es un derecho fundamental. Implica reducir la catego-
ría “Derecho Humano” al cumplimiento literal del más ínfimo de los
preceptos del último reglamento municipal. Implica, lo que es peor,
negar carta de naturalización argumentativa al Derecho dúctil, a la
consideración de las circunstancias peculiares que hacen posible la
impartición de justicia, que es tanto como decir el reparto social del
bien público que llamamos “equidad”. Si todo es “Derecho Hu-
mano” en realidad nada lo es.
La legolatría promueve la corrupción. Pretender que las leyes
pueden cumplirse exactamente, ergo, con idéntica fuerza y de idénti-
ca manera haciendo abstracción de las circunstancias, abre las puer-
tas a la desilusión, al cinismo, al disimulo y, en suma, a la búsqueda
de opciones frente a legislación incumplible y falible. Ninguno, el
gesticulador, reconoce en las formas que el Gran Nominador posee

80 Artículo 5o.- “La dignidad humana es un valor, principio y derecho fundamental


base y condición de todos los demás. Implica la comprensión de la persona como
titular y sujeto de derechos y a no ser objeto de violencia o arbitrariedades por
parte del Estado o de los particulares. En virtud de la dignidad humana de la víc-
tima, todas las autoridades del Estado están obligadas en todo momento a respetar
su autonomía, a considerarla y tratarla como fin de su actuación. Igualmente, todas
las autoridades del Estado están obligadas a garantizar que no se vea disminuido el
mínimo existencial al que la víctima tienen derecho, ni sea afectado el núcleo
esencial de sus derechos”.

381
la potestad de fijar el discurso, pero no admite que los fondos se ha-
llen efectivamente bajo su control. No comparte las finalidades del
aparato de justicia, quiere sus propias guardias “comunitarias” y sus
propios mecanismos de enjuiciamiento. No comprende, porque no se
lo han enseñado jamás, que la Justicia restaurativa es mucho más
propia del reconocimiento de la dignidad humana, esa que sólo sabe
brillar en un entorno de paz y de ejercicio efectivo de la libertad en
la responsabilidad. Su búsqueda de la vendetta es, como en toda cosa
nostra, denuncia de un gobierno al que no considera “autorizado” y
de un “Orden” que le es ajeno e incómodo. Recuérdese que, según
Jacques Maritain, “autoridad” es el derecho a mandar y ser obedeci-
do.
La Ley de víctimas establece incentivos económicos para abatir
la cifra negra de carencia en la denuncia de delitos, pero también in-
centiva la denuncia de violaciones a los Derechos Humanos o, por
mejor nominar, de abusos de poder. Por supuesto que puede tratarse
de incentivos perversos, si no se pone coto a la mentira y a la exage-
ración: el artífice de las palabras puede autovictimizarse y reivindi-
car su derecho a llamar “derecho fundamental” a los bichos más cu-
riosos. Es aquí donde los principios jurídicos tendrían que asumir
una posición relevante, dado que nadie debe verse beneficiado con
su propia malicia. La sensatez no puede dejarse de lado: ¿estamos
dispuestos a pagar, como contribuyentes que somos, la reparación
del daño causado a cualquiera que haya recibido una multa incorrec-
tamente motivada, con la compensación por lo que anímicamente
sufrió?, ¿no será que el principio de legalidad estricta funciona muy
bien para no condenar a quien no ha cometido una conducta preci-
samente tipificada como delito, pero también que en otros ámbitos
de la vida en común la cosa se pone mucho más compleja?, ¿no será
que no podemos hacer con los nombres y con el Orden lo que nos
venga en gana?
Es imprescindible asumir, cuanto antes, que el Derecho mexi-
cano ha experimentado una evolución en sentido principialista que lo
aleja de la obsesión por aplicar exactamente la letra de la Ley, así,
con mayúsculas. En 2008 se modificó a nivel constitucional el sis-

382
tema de justicia penal para dotarlo con un sentido valorativo, acusa-
torio y adversarial. Los llamados “juicios orales” son más bien con-
creciones de los principios de igualdad de armas, presunción de
inocencia, posibilidad de contradecir al adversario, defensa adecua-
da, transparencia, inmediación del juez, búsqueda de salidas alternas
y restaurativas y continuidad de las audiencias. En 2011 el carácter
axiológico del nuevo Derecho mexicano se reforzó con la trascen-
dental reforma de Derechos Humanos, particularmente en lo que
respecta a esa cláusula de apertura y de cierre del sistema constitu-
cional que es el artículo primero, con su control de convencionali-
dad, su interpretación conforme al Derecho Universal de los Dere-
chos Humanos y sus principios pro persona y pro dignitate.
Así las cosas, buena parte de la reforma de 2008, independien-
temente de su aterrizaje legislativo, ya entró en vigor. Primero, por la
incorporación de los tratados internacionales al Orden jurídico na-
cional (Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos, Pacto de
San José, etcétera). Segundo, porque la dignidad humana lo impone
(artículo 1º párrafo 5º de la Constitución) y porque los principios
constitucionales son de aplicación directa.
Más allá de cualquier consideración pragmática que desee ha-
cerse, lo cierto es que la revolucionaria mutación constitucional
constata la terquedad de una cultura multisecular. Si viramos hacia
los principios es porque lo que es “conforme a la regla” posee un
tufillo bastante sospechoso en México. ¿Por qué, entre nosotros, “re-
gular” es sinónimo de “más o menos” o de “tirando a mal” cuando
respondemos al preocupado saludo de un amigo?, ¿por qué, sin em-
bargo, nos resignamos a la aplicación de reglas que nos parecen ab-
surdas o, cuando menos, mediocres?
“Regla”, en el Derecho clásico romano, se acercaba más a “má-
xima” que a “norma”. De ahí que desde siempre haya podido anali-
zarse el Ordo Iuris desde una óptica principialista: si las institucio-
nes legales lesionan la dignidad humana, deben ser expulsadas del
sistema. Carecen, pues, de validez. Con operación semejante, lejos
de lesionarse el sistema de legalidad, se otorga solidez a sus princi-
pios fundantes: se permite el cumplimiento de sus máximas de Justi-

383
cia, así sea alejándose de la fría y abstracta letra de la norma. Es lo
que quería Morelos.
“Regular” no es lo mismo que “ordenar”, ni “regulación” equi-
vale a “ordenamiento”. Ordenar implica priorizar, observar las cir-
cunstancias, hacerse cargo de las peculiaridades y necesidades, je-
rarquizar valores, elegir en concreto entre varias soluciones. No ne-
cesariamente sistematizar, pero sí comprender que no todo se puede
y que hay que elegir en ocasiones lo menos malo de entre un amplio
número de posibilidades. Parecería, por ejemplo, que en un país con
sesenta millones de pobres lo más “justo” sería comenzar por redis-
tribuir el ingreso.
En suma, hay que entender que, desde 2008-2011, el Ordo Iuris
no es ya, sólo, Ordo legalis. Por “principios”, en el marco de la céle-
bre diatriba del recientemente desaparecido Ronald Dworkin contra
H. L. A Hart, pueden entenderse aquellos que “amén de no ser pro-
ducto de ninguna decisión explícita o deliberada, son lógicamente
distintos de las reglas (pues)... a) no se refieren a acciones específi-
cas; b) no se aplican de un modo todo-o-nada; y c) desempeñan un
papel especial en la justificación de las decisiones judiciales, en el
sentido de que otros principios pueden desplazarlos por una gran va-
riedad de razones no susceptibles de enumeración exhaustiva”.81 Así,
casi por instinto valorativo, buscamos que el debido proceso consti-
tuya a la República mucho más allá de las formas. Los jueces consti-
tucionales no son, por supuesto, jueces constituyentes; sus decisiones
pueden y deben ser criticadas puesto que se hallan constreñidos a
buscar aquello que un legislador cada vez más legitimado por la ape-
lación al voto público haya querido establecer. Pero es preciso com-
prender que su tarea es, también, como el elemento aristocrático del
saber jurídico que son en el ámbito de la Constitución mixta o mode-
rada,82 hacer progresar al Ordenamiento, vincularlo a las circunstan-
cias que mutan, dinamizarlo, alejarlo de la tiranía de la palabra me-

81 Si bien desde una perspectiva muy crítica hacia Dworkin cfr. Carrió (2006:
349).
82 Sobre esta conceptualización, absurdamente relegada desde hace un par de si-

glos, cfr. Fioravanti (2001).

384
ramente voluntarista.
La ductilidad, que tiene sus límites, se torna de esta manera acti-
tud imprescindible en el accionar del operador jurídico —y de la so-
ciedad que lo autoriza o le retira su confianza—. En relación con el
asesinato de Aldo Moro, Leonardo Sciascia afirmaba “que entre sal-
var una vida humana y mantenerse fiel a unos principios abstractos,
había que forzar el concepto jurídico de estado de necesidad para
trocarlo en principio: el no abstracto principio de salvar al individuo
frente a los principios abstractos” (Sciascia, 2011: 60). Para reponer
un procedimiento es necesario saber, primero, si se puede reponer,
esto es, si reponiéndolo se puede llegar a la conclusión, fuera de toda
duda razonable, de que una persona es culpable. En todo otro caso,
asistiríamos de nueva cuenta al inútil ballet de las formas, al onanis-
mo que no satisface ya prácticamente a nadie. Se ha notado con cla-
ridad en la estadística opinológica sobre casos de judicialización re-
ciente y con la publicación de la Ley general de Víctimas: es de nue-
vo el sentimiento lo que prima sobre la precisión institucional, prin-
cipialista y ordenativa. Quisiéramos ver que nuestras denominacio-
nes, sin importar lo absurdas, artificiales, desordenadas o antinatura-
les que puedan ser, se impusieran como reglas generales de aplica-
ción estricta. A los operadores de lo jurídico les espera una tarea
muy ardua en los años por venir. Vencer, sí, pero sobre todo conven-
cer, como quería un trágico de la existencia y, por lo tanto, de la po-
sibilidad: Unamuno.

Bibliografía
Carrió, G. R. (2006), Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, Abe-
ledo-Perrot.
Fioravanti, M. (2001), Constitución: de la antigüedad a nuestros días, Ma-
drid, Trotta.
Hubard, J. (2013), “Cómo se pierden las democracias”, Letras Libres, núm.
170, febrero.
Lujambio, A. y R. Estrada Michel (2012), Tácticas parlamentarias hispa-
nomexicanas. La influencia de los reglamentos para el gobierno interior
de las Cortes de Cádiz en el derecho parlamentario de México, Valencia,
Tirant lo Blanch.

385
Platón (2011), Cratilo, en Platón, Diálogos III, México, FCE/SEP/UNAM.
Sciascia, L. (2011), El caso Moro, México, Tusquets.
Zagrebelsky, G. (2009), El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, Madrid,
Trotta.

386
La violencia de la letra y post-letra. Reflexio-
nes sobre algunos aspectos de la biopolítica

LAURENCE LE BOUHELLEC GUYAMAN*

[…] y en esta perspectiva debería


ser indagada
la genealogía de la célebre imagen
de la “mano invisible
(Agamben, 2008: 492).

De acuerdo con Michel Maffesoli, lo emergente constitutivo de


las dinámicas de nuestras sociedades actuales no se puede aprehen-
der y menos entender sin establecer primero conexiones específicas
con estratos vivenciales o emocionales anteriores a nuestro momento
histórico, para ello resulta necesario rastrear en aquello que se de-
nomina “pre-modernidad”. Es decir, por más novedosos o sorpren-
dentes que puedan parecer ciertos fenómenos o sucesos, lo más pro-
bable es que parte de su explicación se tenga que construir echando
una mirada a los archivos de lo social. Tomando en cuenta que el
vistazo a aquello que se signa como “origen de” permite no solamen-
te reflexionar sobre lo constitutivo de un posible arche sino también
cierto tipo de entendimiento sobre las soluciones anteriores dadas a
una problemática social específica y su administración que, a su vez
permite reenfocar el análisis y entendimiento de lo actual o de lo
emergente en lo actual.
Cabe subrayar que este enfoque metodológico tiene entre otras
consecuencias la eliminación de las clasificaciones y separaciones
que han acompañado la constitución y posicionamiento de la plata-
forma epistemológica de la modernidad, separando no solamente los
objetos de estudio como tal sino también los discursos generados o
por generar sobre estos objetos y demás prácticas humanas, de tal

* Profesora investigadora en la Universidad de Las Américas, Cholula, Puebla.

387
manera que pareciera que el campo del saber y el entender se hubiera
constituido con un sinfín de fronteras internas difícilmente franquea-
bles y se estuviera llenando de cada vez más letreros tipo: aquí arte,
aquí religión, aquí política, aquí economía, aquí lingüística.
De este modo, en la presente reflexión se analizará información
procedente de distintas fuentes para pensar el concepto de biopolíti-
ca, entendiendo que si bien este es un concepto de creación relativa-
mente reciente que, sin embargo permite reenfocar y agrupar toda
una serie de fenómenos que, debido a las fronteras señaladas escapa-
ban de cierta manera a su propia visibilidad y reflexión. Dicho a la
manera de Michel Foucault: el concepto de biopolítica permite seña-
lar y rastrear un cierto impensé de lo social.
En el marco de esta reflexión, existen ciertas prácticas del go-
bierno de los hombres que van a requerir nuestra atención, su enten-
dimiento requiere a un mismo tiempo el entendimiento de un más
allá de estas prácticas, donde se inscriben y a partir de que se gene-
ran. Por esta razón el camino a seguir señalará en primer lugar, los
principales puntos de las investigaciones desarrolladas por René Gi-
rard que han reposicionado la administración de lo social a partir de
la administración sagrada de la violencia original derivada una y otra
vez de las rivalidades miméticas y de las crisis miméticas, caracterís-
ticas imprescindibles del emplazamiento existencial del ser humano
en este mundo de los hombres.
En un segundo momento me enfocaré en algunas características
de la sociedad restituida al libre uso de los hombres, en particular
ciertas implicaciones de lo que Jacques Derrida ha señalado como la
problemática del logocentrismo: la manera en que la escritura ha lle-
vado a la jerarquización de las sociedades y ha determinado cierto
horizonte de la violencia intersubjetiva vigente. Estas ideas se rela-
cionarán con algunas consideraciones de Claude Lévi-Strauss desa-
rrolladas a partir de su estancia en la primera mitad del siglo XX en
medio de culturas frías de la cuenca amazónica del Brasil y, en par-
ticular, con su reflexión sobre las implicaciones y perturbaciones ge-
neradas por el paso a la letra en la organización política humana. El
último punto de la reflexión toma en cuenta la progresiva e histórica

388
importancia cobrada por la vida en la última etapa de desarrollo de
las comunidades humanas, su instrumentación y administración y la
manera en que los aparatos de poder se han ido interesando en ella
hasta empujar la política hacia su reterritorialización por medio de la
biopolítica.

De las cosas ocultas desde la fundación del mundo83

Se necesita siempre desobedecer a los


violentos, no solamente porque nos empujan al
mal sino porque solamente nuestra desobe-
diencia puede cortar aquella empresa colectiva
que es siempre la peor violencia, la que se ex-
pande de manera contagiosa (Girard, 2001:
42).

Entre las preguntas más comúnmente formuladas en nuestros


días, existe una que sobresale: ¿por qué tanta violencia entre noso-
tros, por qué tanta violencia a nuestro alrededor? Pregunta a la que
suele responderse de la manera más inapropiada y decepcionante
según lo afirma René Girard, al repetir una y otra vez los mismos
argumentos estructurados con base en dos posicionamientos: el pri-
mero, político y filosófico, considera que el hombre es bueno; por
ende, todo lo que viene en los hechos a contradecir el postulado se
encuentra directamente relacionado con las imperfecciones de la so-
ciedad, la imperfección de sus mecanismos de administración y go-
bierno que son buenos pero que fallan por algún detalle no previsto;
o bien por culpa de la opresión ejercida sobre las clases populares
por las clases dirigentes. El segundo acercamiento es biológico: en
medio de la vida animal naturalmente tranquila y pacífica sólo la es-
pecie humana es capaz de ejercer violencia; de ahí que las investiga-
ciones científicas se encaminen a la detección de los genes de la
agresividad.
Estos dos acercamientos resultan tan estériles como decepcio-

83 Utilizo intencionalmente el título de una obra René Girard.

389
nantes: no permiten pensar adecuadamente el problema planteado y
tampoco permiten resolverlo. De ahí que para Girard se requiera
pensar un tercer enfoque que resulta tan antiguo como actual, ya que
viene consignado en los textos antiguos de la tradición del pensa-
miento occidental —en particular en los discursos clasificados como
religiosos— que a su vez cobran vigencia en el momento en que uno
se encuentra ante la esterilidad de los dos puntos de vista menciona-
dos (Girard, 2001: 17). Sin embargo, este tercer enfoque tiene aún
dos obstáculos para su aceptación y difusión: el primero y más re-
ciente, es el romanticismo y su enfoque dominantemente individua-
lista del ser humano que causa estragos en la reflexión sociológica o
filosófica. El segundo, mucho más antiguo pero que sigue activo en
nuestro imaginario que coloca preferentemente a la cultura griega
como punto de origen del pensamiento y la cultura occidental es la
visión platónica que relaciona la imitación y los procesos imitativos
con algo negativo y hasta peligroso, porque se aleja de lo original y
de la verdad. No olvidemos que Platón considera válida la rotunda
exclusión de los límites de la ciudad a cualquier tipo de imitadores
sean poetas, pintores.
En contraparte, el enfoque de René Girard se nutre directamente
de lo relatado y opone a las necesidades determinadas por la biolo-
gía, el deseo y la pasión: todo lo que la humanidad dota de cierto
prestigio, se transforma en modelo y, por ende, desencadena el de-
seo; pero el deseo, lejos de ser total y genuinamente nuestro, es ge-
nerado por el otro porque es algo eminentemente social, algo a la vez
determinado por y constitutivo del tejido social, de cualquier tipo de
dinámica interhumana sin importar el lugar ni el momento. La pa-
sión o el deseo del ser humano se activan a partir de este preciso
momento cuando sus aspiraciones se fijan sobre un modelo que le
sugiere lo que se debe desear y que en la mayor parte de los casos
termina deseando también. Eso es de lo que se nutren precisamente
los archivos del pensamiento occidental y desde sus más lejanos orí-
genes, la literatura occidental en particular ha concebido una y otra
vez la trama de sus respectivas tragedias y novelas con argumentos
estructurados a partir de lo que la dinámica específica del deseo mi-

390
mético o de la imitación deseante generan en las relaciones interhu-
manas, una trama eventualmente compartida con algunos mitos fun-
dacionales (Girard, 1961 y 1972).
Este mismo argumento funciona para explicar el odio de ciertos
países o polos culturales hacia Occidente y todo lo que representa o
le es asociado; dicho en otros términos no es porque Occidente en-
carna cierto tipo de “progreso” al que dichos países o polos cultura-
les se estuvieran negando o considerasen totalmente inapropiado en
su caso, sino porque Occidente genera modelos de competencia y
rivalidad a los cuales se vienen enfrentando de una manera o de otra,
consciente o más bien inconscientemente. De ahí que, de manera ge-
neral, se puede llegar a afirmar que el verdadero secreto del conflicto
y la violencia sea la imitación deseante, es el deseo mimético y las
feroces rivalidades que genera a su paso repetitiva e implacablemen-
te, independientemente de lo específico del momento histórico o del
emplazamiento geográfico de los actores de este conflicto (Girard,
2001: 24). René Girard concluye al respecto: 1) “es una teoría com-
pleta de la cultura humana que se va a dibujar a partir de este solo y
único principio” (Girard, 1978: 27); 2) “este secreto del hombre so-
lamente lo religioso lo puede dar a conocer” (Girard, 1978: 11), en
las últimas décadas por cuestiones de modas teóricas se ha ido ex-
cluyendo lo religioso del campo de reflexión de la antropología por
considerarlo poco pertinente para generar entendimiento o explica-
ciones de las conductas humanas y de sus respectivos sistemas de
codificaciones socioculturales, quizá parte de ello sea por no contar
con una terminología coherente en materia religiosa (Girard, 1978:
12).
Frente a tal diagnóstico ¿qué solución tenemos? Antropólogos,
historiadores y filósofos de las religiones, que han trabajado y anali-
zado los comportamientos humanos de grupos o comunidades no
cristianizados han detectado que, en su mayoría, suelen recurrir de
alguna manera a la descarga simbólica de la violencia mimética fre-
nada y detenida a tiempo por la normatividad social. Principalmente
a través del rito del chivo expiatorio o del sacrificio, dos aconteci-
mientos perfectamente programados, llevados a cabo con periodici-

391
dad en determinados lugares y por determinadas personas para cana-
lizar la acumulación de energía negativa y resolver la crisis mimética
latente de la comunidad humana involucrada. No es que nuestros
ancestros hayan sido más sanguinarios que nosotros sino que la des-
carga de violencia se realizaba entre ellos con precisión calendárica
y además de manera pública para permitir que todos asistieran e in-
tervinieran en el acto ritual y, por ende, sentirse coparticipes. Si bien
el cristianismo se impone en su momento como una gran revolución
cultural al prohibir cualquier forma de sacrificio en tierras conquis-
tadas. Sin embargo, ecos lejanos de antiguas prácticas sacrificiales
públicas se van a mantener por siglos como los auto de fe celebrados
por la Santa Inquisición, actos que solían congregar a numerosos es-
pectadores y no solamente a las autoridades eclesiásticas implicadas.
Si bien dichos actos “permitía[n] a las diferentes colectividades mos-
trarse de manera ordenada y jerárquica” (Portús, 2000: 189), permi-
tían a la vez activar el proceso de transfer simbólico de violencia
como lo solían activar los antiguos ritos sacrificiales. En las colec-
ciones del Museo del Prado en Madrid (España), la presencia de pin-
turas de auto de fe refuerza esta idea. ¿Por qué mandar a pintar este
tipo de suceso sino es para recordarlo una y otra vez y reactivar así
una y otra vez por medio de esta imagen el proceso de transfer sim-
bólico de violencia ahí consignado? “El milagro del sacrificio, es la
formidable economía de violencia que realiza. Polariza en contra de
una sola víctima toda la violencia que, un instante antes, amenazaba
a la comunidad entera. Aquella liberación parece aun más milagrosa
porque sucede siempre in extremis, en el instante cuando todo pare-
cía haber fracasado” (Girard, 2003: 26) De ahí que René Girard no
dude en calificar al sacrificio ritual y, de manera general, a cualquier
forma de represión de la mimesis de apropiación en términos de
primera iniciativa cultural de la humanidad (Girard, 2003: 27).
Si por una parte los ritos consisten, de manera paradójica, en
transformar en acto de colaboración social la desagregación conflic-
tual que amenaza constantemente a la comunidad a raíz de la repeti-
tividad de crisis miméticas exacerbadas, por otra parte las prohibi-
ciones —que a menudo parecen rayar en lo absurdo en ciertos tipos

392
de discursos religiosos— pretenden prevenir posibles rivalidades
miméticas entre los miembros de la comunidad. Así lo afirma René
Girard: “Las prohibiciones tienen como objetivo apartar todo lo que
amenaza a la comunidad” (Girard, 1978: 21). Dicho en otros térmi-
nos, desde su más remoto origen, los sistemas religiosos han sido
más que simples discursos meramente preocupados por la organiza-
ción y la interpretación de lo sagrado; se han fundamentado sobre la
meticulosa observación de las conductas humanas y, en específico,
sobre las conductas que llevan a los hombres en el camino de la vio-
lencia. “Lo religioso violento no hubiera conservado hasta estos úl-
timos años la dominación prodigiosa que logro ejercer sobre la hu-
manidad si solamente fuese charlatanería. […] Su potencia viene de
lo que dice realmente a los hombres lo que se debe hacer y lo que no
se debe hacer para que las relaciones se mantengan tolerables en el
seno de las comunidades humanas, en determinado contexto cultu-
ral” (Girard, 1978: 50). De ahí que si lo considerado religioso más
que una teoría de lo religioso propiamente dicho es una teoría de las
relaciones humanas, cuando ya no se tiene respecto a lo religioso,
automáticamente se degradan las relaciones humanas. Pero por otra
parte, al prohibir el cristianismo cualquier forma de sacrificio, ha
dejado al hombre enfrentarse a su propia violencia. Desde un estricto
punto de vista epistemológico la radical novedad de los textos bíbli-
cos y de los relatos de la crucifixión ha sido el manifestar de forma
totalmente abierta y explícita en el ámbito teológico una verdad an-
tes jamás revelada por ningún otro discurso al confrontarnos abier-
tamente a nuestra propia violencia y, por ende, a los mecanismos
requeridos para su debido control con vista a la supervivencia pacífi-
ca de la sociedad. Si bien tanto los Evangelios como los mitos se en-
focan a relatar el mismo fenómeno del chivo expiatorio y de la vio-
lencia sacrificial, los Evangelios no solamente nos lo revelan como
tal sino que en la medida que dicha revelación es asimilada por el
grupo se desactivan automáticamente la necesidad y pertinencia so-
cial del mismo sacrificio como tal. Lo que significa que, en las co-
munidades cristianas, ya no podrá existir ningún mecanismo de ca-
nalización simbólica por parte de la misma comunidad tanto de las

393
rivalidades miméticas como de la violencia que se genera a partir de
ellas. Dicho en los términos de René Girard: “Lo bíblico y lo evan-
gélico le quitan lentamente a la humanidad sus últimas muletas sacri-
ficiales; nos confrontan a nuestra propia violencia” (Girard, 2003:
59). Y bien podemos pensar que esta histórica, decisiva e irreversible
confrontación del hombre consigo mismo, es decir a su propia vio-
lencia y a la de sus congéneres generaría necesariamente algún otro
tipo de administración de la comunidad humana que, progresivamen-
te, va a emerger aunque sea siglos después del punto de ruptura.
“Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profa-
nar”. Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún
modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al
comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en prés-
tamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era
todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que
las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran
llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (y en este caso, se las
llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el
término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho
humano, profanar significaba por el contrario restituirlo al libre uso
de los hombres” (Agamben, 2005: 97). Ahora bien, ¿qué será de la
administración de una comunidad restituida al libre uso de los hom-
bres?

El logocentrismo: la violencia de la letra

Había en efecto una primera violencia en


nombrar. Nombrar, dar nombres que even-
tualmente estará prohibido pronunciar, tal es
la violencia originaria del lenguaje que consis-
te en inscribir en una diferencia, en clasificar,
en suspender el vocativo absoluto (Derrida,
1974: 164).

No ha de sorprender si, en la comunidad restituida al libre uso


de los hombres, uno de los primeros actos fundacionales es el de

394
concebir y activar una gran y poderosa máquina productora de ilu-
siones, una máquina antropológica para (intentar) posicionar lo hu-
mano en el mundo (de Dios) entre las demás creaturas que también
lo habitan y con quienes tiene que compartirlo. “Homo sapiens no
es, por lo tanto, ni una sustancia ni una especie claramente definida;
es más bien, una máquina o un artificio para producir el reconoci-
miento de lo humano” (Agamben, 2006: 58). Pero en la práctica y
tras décadas de investigaciones aquel complejo artificio ha resultado
totalmente paradójico en sus conclusiones al señalar una y otra vez
la rotunda no existencia de las posibles y tan anheladas cualidades
distintivas entre el hombre y los demás representantes del mundo
animal. Así que bien parece ser finalmente que “la máquina antropo-
lógica del humanismo [no] es [más que] un dispositivo irónico que
verifica la ausencia para Homo de una naturaleza propia, mantenién-
dolo suspendido entre una naturaleza celeste y una terrena, entre lo
animal y lo humano; y por ello, siendo siempre menos y más que sí
mismo” (Agamben, 2006: 63). De ahí que Homo como ser cuya úni-
ca determinación ontológica parece ser la de escapar continuamente
a su propia definición puede recibir y adaptarse sin ningún problema
a todas las naturalezas y todos los rostros. Cabe agregar al respecto
que aquellos continuos y a menudo radicales reemplazamientos que-
dan ampliamente consignados entre las obras de arte parcialmente
archivadas por la historia del arte y que transitan a lo largo de mile-
nios desde los cuerpos sin rostro de los hombres del horizonte fun-
dacional a la cada vez mayor multiplicidad y diferenciación de los
rostros de la actualidad (Le Bouhellec, 2011).
El privilegio concedido al logos por encima de cualquier otro ti-
po de determinaciones del ser es el origen de la condición de la epis-
teme y, por ende, de la constitución del saber en disciplinas en un
determinado periodo de la historia de las ideas en el ámbito occiden-
tal Derrida (1974: 11) nombra a este periodo como logocentrismo.
Es además un periodo que termina confundiéndose con la historia de
la metafísica y en la que echa sus raíces el pensamiento de la mayo-
ría de los filósofos e intelectuales occidentales. Sin embargo, lo peli-
groso de los privilegios concedidos al imperialismo del logos (Derri-

395
da, 1974: 12) se empieza a mostrar en el siglo XVIII, siglo del triun-
fo de la razón pronto convertida en razón paranoica (Maffesoli,
1997), siglo del triunfo de la consignación del sentido de las palabras
en la escritura de la Enciclopedia y del triunfo de la constitución del
saber según la determinación de la presencia del ser. En este sentido,
algunos de los sucesos emblemáticos de la Revolución francesa no
dejan duda al respecto de lo que está pasando tanto en las prácticas
como en los espíritus que generan y aceptan dichas prácticas en este
preciso momento de la historia: por un lado la promoción del culto al
ser supremo entendido como deificación de la razón y, por el otro, la
muerte en la guillotina de Olympe de Gouges promotora de los dere-
chos de la mujer y de la ciudadana.84 ¿Será que el siglo XVIII más
que siglo de las luces no es más que el siglo del inicio de la crisis de
la seguridad logocéntrica? (Derrida, 1974: 147). Una crisis en parte
nutrida, cabe subrayarlo, no sólo por el descubrimiento de escrituras
no europeas sino también y sobre todo por el impresionante avance
de sus técnicas de desciframiento y de lo que implica la arrogante
seguridad del etnocentrismo europeo. Sin olvidar el descubrimiento
de “pueblos sin escritura” pronto confundidos con un estado original
u estado de naturaleza enfrentado a un estado históricamente poste-
rior —y para muchos un estado definitivamente superior en todos los
sentidos de la palabra—: el estado de cultura.
En este contexto no ha de sorprender que uno de los espíritus
“iluminados” de este siglo, y más receptivo a estos “descubrimien-
tos” y al impacto directo que iban a tener sobre la forma de pensar al
hombre en el tiempo y en el mundo, Jean-Jacques Rousseau, haya
sido al mismo tiempo un pensador del abismo que separa el estado
de naturaleza del estado de cultura y un pensador del abismo que se-
para las culturas administradas por una lengua sin escritura de las
culturas administradas por una lengua-escritura. Si la escritura se
puede pensar como suplemento —en el sentido que es un suplemen-

84 Olympe de Gouges publica en 1791 la famosa Declaración de los derechos de la


mujer y de la ciudadana. Muere guillotinada en 1793. El rechazo rotundo a sus
propuestas muestra a su manera hasta qué punto el logocentrismo no se puede des-
ligar de cierto falogocentrismo.

396
to histórico a la lengua como tal— es ante todo y sobre todo un su-
plemento peligroso. “Suplemento peligroso. Son estas palabras que
Rousseau utiliza en las Confesiones” (Derrida, 1974: 214). Pero,
¿acaso no resulta sorprendente que la escritura asociada por la mayo-
ría a la conservación y divulgación del saber y, por ende, a su “de-
mocratización” pueda también ser considerada aunque sea por una
pequeña minoría como peligrosa?, ¿en qué puede la escritura ser o
volverse peligrosa?
El primero y principal peligro de la escritura es llevar a cabo de
manera sistemática la destrucción de la presencia de la cosa porque
la palabra escrita se transforma en una palabra fija que no fluye por-
que no fluye por la voz de quien la podía pronunciar, fija en el mis-
mo acto por el que se ha venido sedentarizando sobre algún tipo de
soporte el sentido que activaba. Resumiendo: primer acto: fijación de
la palabra. Segundo acto: fijación del sentido vehiculado por la pala-
bra. Tercer acto: destrucción de la presencia de la cosa anteriormente
designada por la palabra en su propia temporalidad. Cuarto acto:
reapropiación simbólica de la presencia de la cosa por la representa-
ción de manera siempre atemporal. Con el logocentrismo, el hombre
entra de facto en el mundo de la representación, en el que las pala-
bras gobiernan las cosas y cualquier forma de ser de manera total-
mente general y abstracta sin preocupación por las características
específicas de lo que se está definiendo o juzgando, por medio de
ellas. La escritura como suplemento (peligroso) a la lengua genera a
su vez un segundo suplemento: la representación como suplemento
(peligroso) a la cosa. “[La escritura] no es natural. Hace derivar en la
representación y en la imaginación una presencia inmediata del pen-
samiento a la palabra. Este recurso resulta no solamente “extraño”
sino que es peligroso. Es el agregar una técnica, es una especie de
trampa artificial y artificiosa para que la palabra se haga presente
cuando está de verdad ausente. Es una violencia hecha al destino na-
tural de la lengua” (Derrida, 1974: 207). Por ende, es una violencia
hecha a las cosas mismas. Pensemos por ejemplo en la rigidez de
cualquier código penal u administrativo y en sus implicaciones cie-
gamente respaldadas por una lógica tan implacable como abstracta

397
(Ferat, 2010). Pensemos también en el manual de psiquiatría por ex-
celencia: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders,85
en la inestabilidad de sus cartografías de las patologías mentales y,
por consiguiente, en la inestabilidad ontológica de muchas personas
eventualmente involucradas en los resultados de dicha cartografía y
cuyo destino queda fijado en alguna página de aquella biblia del sa-
ber médico con todas las implicaciones que conlleva el hecho. “Que
el signo, la imagen o el representante se vuelvan fuerzas y hagan
‘mover al universo’, tal es el escándalo.” (Derrida, 1974: 211) Tal
es, en efecto, el escándalo del logocentrismo con el que a su manera
se encontró el antropólogo Claude Lévi-Strauss durante su estancia
entre el grupo Nambikwara en Brasil en la primera mitad del siglo
pasado cuando un buen día se le ocurrió dar inicio a la lección de
escritura (Lévi-Strauss, 1977: XXIII).
En esta parte de su relato, Lévi-Strauss se deja llevar por una re-
flexión general sobre aspectos específicos de la dinámica histórica
de algunas civilizaciones y qué tanto se han caracterizando por tipos
particulares de desarrollos o descubrimientos que se han ido o no
transmitiendo. El brusco colapso de determinadas culturas o civiliza-
ciones cuyas huellas quedan de repente borradas por las arenas de
los desiertos o el crecimiento de los arboles de las selvas sigue sien-
do una de las incógnitas por resolver, así como la sobrevivencia de
otros grupos humanos en condiciones sumamente precarias. Lo que
llama sobre todo la atención del antropólogo es la presencia o no de
la escritura en algunos contextos culturales y, cuando existe, las con-
secuencias que dicha presencia conlleva respecto a la organización y
administración de la comunidad humana. En primer lugar queda cla-
ro que a lo largo de la historia de la humanidad la escritura no es ni
ha sido un instrumento al alcance de todos los miembros del grupo y
que por diversas razones su conocimiento ha quedado restringido a
unos cuantos: “durante milenios y aun hoy en día en una gran parte

85 Considerado por The New York Times como la enciclopedia que decide lo que es
normal y lo que no lo es, esta publicación tiene enormes implicaciones para inves-
tigadores, compañías farmacéuticas, aseguradoras médicas, políticos y pacientes.
(Y puede llevar a muchas personas a tomar medicación innecesariamente.)

398
del mundo, la escritura existe como una institución en sociedades
cuyos miembros, en su inmensa mayoría, no la saben manejar” (Lé-
vi-Strauss, 1977: 342). En segundo lugar, las personas que sí logran
tener el conocimiento de la escritura se caracterizan por ocupar de-
terminados puestos o ejercer determinadas funciones en el grupo al
que pertenecen, las cuales las colocan en una posición jerárquica-
mente superior en relación con las que no saben escribir. De ahí que
una constancia histórica entre las culturas con escritura es la inme-
diata posibilidad de integrar un gran número de individuos en socie-
dades jerarquizadas en castas o clases. “La escritura parece favorecer
la explotación de los hombres antes que su iluminación” nos dice
Lévi-Strauss y de proseguir al respecto: “Si mi hipótesis es exacta,
hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita
es la sujeción. El empleo de la escritura a fines desinteresados, para
obtener satisfacciones intelectuales y estéticas, es un resultado se-
cundario” (Lévi-Strauss, 1997: 344). Definitivamente la escritura
resulta ser algo bastante extraño en la medida que si no ha logrado
cumplir con la difusión del conocimiento, sí ha logrado generar
cambios radicales en la existencia de la humanidad al ser la condi-
ción de posibilidad del desarrollo e implementación de complejos
sistemas de dominación del hombre por el hombre. Veamos: “la ac-
ción sistemática de los Estados europeos a favor de la instrucción
obligatoria, que se desarrolla a lo largo del siglo XIX, va de la mano
con la extensión del servicio militar y la proletarización. La lucha en
contra del analfabetismo se confunde así con el reforzamiento del
control de los ciudadanos por el Poder. Porque se necesita que todos
sepan leer para que este último pueda decir: nadie debe ignorar la
ley” (Lévi-Strauss, 1977: 344). En la comunidad restituida al libre
uso de los hombres la escritura no es más que un tipo particular de
violencia intersubjetiva, una violencia perfectamente justificada y
reglamentada. Tal es y ha sido la característica principal del logocen-
trismo y de su constante implementación hasta nuestros días.

399
La violencia post-letra. El estado de excepción

En un sistema preocupado por el respeto


de los sujetos de derecho y por la libertad de
iniciativa de los individuos ¿cómo el fenómeno
“población” con sus efectos y sus problemas
específicos puede tomarse en cuenta? ¿En
nombre de qué y según qué reglas se puede
administrar? (Foucault, 2004: 323).

Durante milenios, el hombre siguió sien-


do lo que era para Aristóteles: un animal vi-
viente y además capaz de una existencia políti-
ca; el hombre moderno es un animal en cuya
política está puesta en entredicho su vida de
ser viviente (Foucault, 2002: 173).

Así pues, se constata que la fuerza del logocentrismo más allá de


consignar el existir como tal se interese en un momento dado a la
posibilidad misma del existir: la vida. Y menos ha de sorprender que
este particular interés se empiece a generar en un momento histórico
en el que el aumento continuo de la población por un lado coinci-
diendo con el fin de las grandes epidemias y la implementación de
ciertas medidas de higiene y, por el otro, el inicio de grandes movi-
mientos de población a raíz de la revolución industrial en ciertos paí-
ses europeos empiece a generar toda una serie de problemáticas es-
pecíficas para su debido control y administración. De ahí que si du-
rante siglos el poder del soberano se había manifestado de manera
emblemática en el hecho de tener el poder de muerte sobre cualquier
de sus súbditos, a partir del siglo XIX, este poder se desplaza y rede-
fine en el poder de hacer vivir. “Podría decirse que el viejo derecho
de hacer morir o dejar vivir fue remplazado por el poder de hacer
vivir o de rechazar hacia la muerte” (Foucault, 2002: 167). Pero más
que la irrupción de algo totalmente novedoso, parece ser que algo de
la dinámica de los antiguos ritos sacrificiales ampliamente analiza-
dos y glosados por Girard se estuviera reposicionando lentamente en
la comunidad restituida al libre uso de los hombres, porque si bien

400
las formas del ejercicio del poder han podido cambiar, el potencial
de violencia derivado de las rivalidades miméticas y de sus brotes
críticos entre los miembros de la comunidad humana, no. Entonces,
la comunidad humana administrada en vista de su propia sobrevi-
vencia por determinadas reglas, divinas en algún momento de la his-
toria y ahora humanas, se separa siempre y necesariamente de la
mera expresión de la vida que la puede llevar a su propia destrucción
por la dispersión violenta de sus campos de energía. Dicho en otros
términos, la existencia de la política está fundamentada y determina-
da por la rotunda exclusión de la vida natural. Pero, por otra parte,
esta exclusión es una exceptio. “La excepción es una especie de la
exclusión” (Agamben, 2006: 30). Para Giorgio Agamben no hay por
lo tanto la menor duda al respecto: pensar la excepción es la clave
para poder pensar y entender a su vez la soberanía. Y de comentar al
respecto: “[…] si la excepción es el dispositivo original a través del
cual el derecho se refiere a la vida y la incluye dentro de sí por me-
dio de la propia suspensión, entonces una teoría del estado de excep-
ción es condición preliminar para definir la relación que liga y al
mismo tiempo abandona el viviente en manos del derecho” (Agam-
ben, 2007: 24). De ahí se deduce entonces que el soberano se debe
entender como la persona autorizada por la ley para eventualmente
suspenderla.
Ahora bien, cabe subrayar otro elemento determinante en esta
última parte de la reflexión y que obviamente retroalimenta directa-
mente la reterritorialización del poder del soberano y de su ejercicio
tal como se ha dado en las últimas décadas, las capacidades de ac-
ción de la especie humana sobre si misma tanto para su reproducción
o no reproducción como también para la gestión de sus enfermeda-
des o disturbios corporales o psíquicos, se han ido disparando en
comparación con lo posible en siglos anteriores. Bien parece ser que
el ser humano ha entrado en el tiempo de la instrumentación de si
mismo que, a su manera, Peter Sloterdijk plantea en términos de
nuevas reglas para el parque humano (Sloterdijk, 2000). Para el fi-
lósofo alemán, si bien el hombre no es más que el producto de un
continuo proceso de cría y selección, es además un ser que nace

401
prematuro y que al llegar al mundo desprevenido se va a exponer al
mundo con una máscara de hombre que logra tapar su rostro de ani-
mal; de ahí se entiende también que el hombre se vuelve hombre no
solamente al separarse del animal —al echar a andar las trampas lo-
gocéntricas de la famosa máquina antropológica— sino que vuelto
hombre se vuelve “inhumano” con el animal, una manera otra de
afirmar su supuesta diferencia del animal. Pero por otra parte, si el
hombre domestica y cría al animal, domestica y cría igualmente al
ser humano, enseña a volverse humano, a comportarse como hu-
mano, a caminar como humano, a hablar como humano, a vestirse
como humano, etcétera. La angustia y eventualmente el miedo
desatado una y otra vez por la aparición de “niños salvajes” entre
hombres salidos del estado de naturaleza, como si nos recordarán
que “Homo es un animal constitutivamente ‘antropomorfo’ (esto es,
‘parecido al hombre’, según el término que Linneo usa constante-
mente hasta la décima edición del Systema) que tiene que, para ser
humano reconocerse en un no hombre” (Agamben, 2006: 59). Sin
embargo, en las comunidades humanas, no todos los seres humanos
tienen la misma oportunidad —o capacidad— para ejercer la crianza
y domesticación de los miembros de su especie. Como si fuese so-
lamente un privilegio tácito de los miembros posicionados en la cer-
canía del pequeño círculo de la soberanía o perteneciéndole. Desde
este punto de vista, la famosa metáfora del poder pastoral cobra un
sentido diferente al sentido desplegado por la visión idílica de un
apacible pastorcito cuidando a su rebaño en algún tranquilo rincón
de la campiña: en el parque humano actual existen los que vigilan y
los que son vigilados (Sloterdijk, 2000: 41) y los vigilados tienen
que aprender a menudo a cuidarse de los que los vigilan porque cada
vez más gente puede participar de facto en algún proceso de selec-
ción sin haberse percatado forzosamente del preciso asunto al que
los estuvieron induciendo o empujando poco a poco (Sloterdijk,
2000: 41-42); que sean médicos, educadores o reeducadores, orien-
tadores y reclutadores de todos tipos, sin mencionar a las propias pa-

402
rejas que deciden intervenir puntualmente sobre las características
genéticas de sus hijos.86 Al respecto, Peter Sloterdijk (2000: 42) con-
cluye que en lugar de pretender ignorar lo que está pasando, ¿por
qué no participar en ese juego y ponerse a trabajar en la formulación
de un determinado código para la reglamentación de las antropotéc-
nicas? Si bien no se ha llegado aún a la formulación de tales códigos,
en la práctica ha estado funcionando abiertamente toda una serie de
mecanismos de selección a gran escala.
De ahí que en estos tiempos de la implementación de la instru-
mentación del hombre por sí mismo y del desarrollo sin precedente
en la historia de la humanidad de la antropotécnica, no ha de sor-
prender que el estado de excepción se haya vuelto uno de los instru-
mentos más preciados de la biopolítica encarnando como nunca an-
tes el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte. Entre las
enseñanzas de Michel Foucault tras haber revisado las particularida-
des e implicaciones de los procesos históricos característicos de la
formación y desarrollo de la sociedad occidental moderna, hay una
en particular que queda clara: con la regularidad de un movimiento
de péndulo, cada vez que los actores de la historia logran conquistar
contra los aparatos de poder determinadas libertades o derechos, la
respuesta no se hace esperar: iniciando por el grand enfermement y
transitando vía el panópticum hacia el campo de concentración —
que no incluye en sus análisis pero que se puede incluir respetando la
propia lógica de su reflexión—, los aparatos de poder se interesan de
manera cada vez más abierta y precisa por la nuda vida que van ins-
cribiendo apresuradamente en la normatividad del orden político. Es
de esta manera que el juego de la política se ha ido transformando
con más precisión y fuerza en el juego de la biopolítica como si “la
vida biológica con sus necesidades se [hubiese] convertido en todas
partes en el hecho políticamente decisivo” (Agamben, 2006: 154-
155). Por lo tanto, queda claro que el ejercicio de la política domi-
nantemente como biopolítica no llega a caracterizar de manera privi-

86Tal es el caso por ejemplo de los “niños-medicamentos” procreados ex profeso


con el fin de poder servir de fuente para los cuidados específicos requeridos por el
hermano o hermana enfermo.

403
legiada a los Estados totalitarios, si bien son ellos que en determina-
do momento de la historia de la humanidad han ido manifestando
con total claridad la peculiar reterritorialización del ejercicio del po-
der soberano con sabor a tanatopolítica (Agamben, 2006: 155)
cuando la decisión sobre la vida, más que una decisión sobre la vida
como tal es una decisión sobre la muerte. Y “si la excepción es la
estructura de la soberanía, ésta no es, entonces, ni un concepto ex-
clusivamente político, ni una categoría exclusivamente jurídica, ni
una potencia exterior al derecho (Schmitt), ni la norma suprema del
orden jurídico (Kelsen): es la estructura originaria en que el derecho
se refiere a la vida y la incluye en él por medio de la propia suspen-
sión” (Agamben, 2006: 43), es lo que permite entonces entender
también por qué los Estados totalitarios y las democracias parlamen-
tarias terminan compartiendo ciertas maneras de hacer política: la
nuda vida se ha vuelto el objeto central del conflicto político. “En
esta perspectiva, el campo de concentración, como puro, absoluto e
insuperable espacio biopolítico (fundado en cuanto tal exclusiva-
mente en el estado de excepción), aparece como el paradigma oculto
del espacio político de la modernidad, del que tendremos que apren-
der a reconocer las metamorfosis y los disfraces” (Agamben, 2006:
156).
¿La biopolítica es una consecuencia necesaria de la evolución de
las reglas de administración de las sociedades humanas y de las pun-
tuales reivindicaciones del ser humano para su propio posiciona-
miento en ellas? Así parece, por más consternación que pueda gene-
rar la observación de aquella íntima contradicción de la democracia
moderna (Agamben, 2006: 158). Dicho en otros términos, la estri-
dente reterritorialización de lo político en las últimas décadas requie-
re para su debido entendimiento que se revisen primero los archivos
históricos de los cambios generados en la administración de las so-
ciedades occidentales y de sus consecuencias directas e indirectas a
mediano y largo plazo. Porque al momento de señalar lo que entraña
el surgir de la biopolítica, se requiere regresar en el tiempo y perca-
tarse del lento proceso que se inicio hace siglos, aparentemente con
otros objetivos conscientes, pero que ha ido posicionando poco a po-

404
co las piezas del gran rompecabezas de la situación actual en la que
viven las comunidades humanas que han ido incluyendo la nuda vida
como parte medular de su administración y visión política y que
pueden, con tota legalidad, ir desplazando una y otra vez el umbral
que separa la vida de la muerte —un umbral que se mueve con toda
facilidad, dicho sea de paso, a la hora de existir un abismo cada vez
más profundo entre los derechos del hombre y los derechos del ciu-
dadano. No obstante, pareciera que muchos organismos no se han
percatado aún del cambio de reglas del juego impuesto por lo biopo-
lítico y fundamentado en la radical separación de los derechos del
hombre y los derechos del ciudadano de ahí que “mantienen, a pesar
suyo, una secreta solidaridad con las fuerzas a las que tendrían que
combatir” (Agamben, 2006: 169). Queda claro que las categorías
tradicionales del pensamiento de la administración de la comunidad
humana surgidas del horizonte griego y que han fundamentado y nu-
trido siglos de reflexión política en el ámbito occidental han llegado
a su fecha de caducidad en el preciso instante en que la biopolítica se
ha impuesto como la tónica del quehacer político y que se han borra-
do las fronteras que permitían una clara diferenciación entre lo pri-
vado de la vida humano y lo no privado. “Cualquier intento de re-
pensar el espacio político de Occidente debe partir de la clara cons-
ciencia de que de la distinción clásica entre zoe y bios, entre vida
privada y existencia política, entre el hombre como simple ser vivo,
que tiene su lugar propio en la casa, y el hombre como sujeto políti-
co, que tiene su lugar propio en la ciudad, ya no sabemos nada”
(Agamben, 2006: 238). Pensar el ejercicio del poder soberano desde
la biopolítica señala la necesidad de generar un nuevo marco para
poder interpelarse con toda pertinencia con las nuevas formas del
ejercicio del poder soberano saliendo quizá, primero, de la telaraña
del logocentrismo y sin perder de vista la necesidad de seguir admi-
nistrando lo propio del ser humano, es decir la violencia derivada de
las crisis miméticas.
La tarea de los próximos años es el necesario y urgente reposi-
cionamiento de la fundamentación de lo político antes de quedar fa-
gocitados. Volver a pensar la posibilidad misma del estar-juntos con

405
otros parámetros regulando la acción y el imaginario en el que se
pueda inscribir.

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407
ALGUNAS CONSIDERACIONES
sobre la vida cotidiana

MICHEL MAFFESOLI*

Hablar de lo que es, no de lo que será


En la base del análisis de la dinámica social, la banalidad que
ante todo importa considerar es el fracaso de una determinada con-
cepción del tiempo. Este fracaso implica una ruptura en la concien-
cia y en la confianza que la sociedad y las sociedades tienen de sí
mismas. Tal vez a esto se podría llamar crisis. Aquello que ha sido
denominado como modernidad tiende a desgastarse. Vivimos en el
fin del iluminismo. La marcha real del Progreso; el devenir infalible
de la historia pierde su papel hegemónico aún cuando no sea com-
pletamente evidente. El desarrollo humano no pude digerirse más
desde la capacidad científica y técnica. En pocas palabras, el domi-
nio del futuro ya no se advierte o vislumbra como un imperativo ca-
tegórico. Es evidente que tal fracaso tiene consecuencias importantes
en la organización de la dinámica de nuestro tiempo.
El desencanto en la disputa por lo político es la expresión más
clara del fin del tiempo lineal. Anuncia la caída de la ética del traba-
jo y el fin del productivismo. Podemos llamarlo hedonismo o con
cualquier otro nombre, de todos modos, lo que se observa es el re-
surgimiento de una acentuación de los valores corporales, sensuales
y orgiásticos. El cuerpo, que era un instrumento de producción, re-
gresa de nueva cuenta al orden amoroso. En pocas palabras, aunque
sólo sea una tendencia, se puede decir que Prometeo deja su lugar a
Dionisio.
Esta rebelión del cuerpo, que es también la del imaginario, im-
prime al aquí y ahora un valor central en la tríada temporal presente-
pasado-futuro. Es el instante y una ética del mismo, lo que hoy pre-
domina con todas sus consecuencias.

* Sociólogo. Profesor de la Universidad de París-V, Francia.

408
También, es verdad que la acentuación del presente lleva nue-
vamente a los individuos a la aprehensión trágica de la existencia a
la hora de afrontar su destino. Obliga a cada uno a vivir su muerte en
cada día.
En efecto, a pesar de la imposición mortífera, en cualquiera de
sus formas, que es el factor básico de toda estructuración social, se
observa una maravillosa duración, tal vez milagrosa, que se vuelve
inexplicable. El aburrimiento, la masacre, que apuntalaban regular-
mente las historias humanas, junto al suicido o la destrucción total,
parecieran ser extravagantes constantes.
Es desde esta constatación simple, quizás demasiado simple, en
donde comienza mi reflexión, que me lleva a otra cuestión: ¿En dón-
de se encuentra la fuerza para resistir a todo esto? Las actitudes mi-
núsculas que constituyen la vida cotidiana se estructuran y se expre-
san a través de ritos que cambian en el tiempo, pero siempre expre-
sando caracteres inmutables. Se puede decir que el ritual en su repe-
tición, es lo que protege en contra de la angustia del tiempo que pasa
o sirve de barrera en contra de las grandes construcciones de la vida
política. Así, oculta o protegida, la vida diaria es “insignificante”,
irreal, no merece la atención de los poderes que regulan la vida pú-
blica y eso es precisamente lo que ayuda a resistir.

Una centralidad subterránea


El desencantamiento de la sociedad vuelve modesta y prudente
la crítica, que quizá se conforma con afirmar la cualidad de la socia-
lidad.
El análisis jamás podrá tomar la factualidad, el tiempo que pasa,
el fenómeno. Y me parece que está bien. Existe una singularidad de
los actos, de las pasiones y de las situaciones que no puede dejar in-
diferente a quién quiera evitar el esquematismo del pensamiento. Las
minúsculas situaciones de cada día constituyen la parte esencial de la
trama social. Hay una obstinada resistencia de lo concreto, de la pro-
ximidad de frente a cada explicación simplificadora. La rica y densa
materia cotidiana permanece alérgica al positivismo esquemático y
ello porque los actos y las situaciones que la expresan no se agotan

409
en una casualidad o finalismo donde deberían tener un sentido.
Se puede dominar el pasado, los historiadores lo hacen, o valori-
zar el futuro en un modo más o menos objetivo, los perspectivistas
también lo hacen; sin embargo, es imposible agotar toda la riqueza
de aquello que Walter Benjamin llamaba “el interés del presente”.
Habitar, comer, caminar, aparecer, he aquí algunas de las tantas
modulaciones del afecto y las pasiones. Por lo tanto, existe una trá-
gica e incoherente ligereza en los rituales de la vida de todos los
días, que es importante reconocer, después de que a partir de ellas, se
puede comprender que la profundidad de la existencia se inscribe en
la superficie.

Una firma sobre una vida sin cualidad


A medio camino entre la excitación paranoica y la conciente re-
nuncia de pensamientos muertos, el análisis cauteloso del presente
reconoce su época a través de su discurso plural y con la ayuda de
aquellos que lo han precedido. Las astucias de lo social son múlti-
ples, y la aparente adhesión a los valores estables (trabajo-sentido-
bienes), puede permitir, con delicadeza, una real apropiación de la
existencia. La temática de la liberación, tanto en sus formas clásicas
como en sus aspectos más agudos parece haber realizado su tiempo.
Hay una violenta tranquilidad que interioriza y hace suyo aquello
que fue “la asignación” de la “vanguardia”. Existe una cálida co-
rriente de las historias humanas que la más grande lucidez no puede
hacernos olvidar. Y este es el centro mismo de la búsqueda en y de
la vida banal.
El subterráneo es el lugar que salva el descenso hacia el centro
del mundo. Indica un punto nodal, los “residuos” que las distintas
legitimaciones o desviaciones no van hacernos olvidar. Nos encon-
tramos frente a la presencia de la máscara que asegura la perduración
de la socialidad.
Esta espontaneidad, con su carácter subterráneo que es el más
sorprendente, subraya bien la inutilidad de un control y de una ges-
tión externa. La estructura organizativa que tal espontaneidad genera
es frágil pero se deja cargar en todos sus aspectos, por la asistencia,

410
por la vida y por la sobrevivencia de la comunidad. La camorra de
Nápoles tuvo una estructura similar: están los “centros” de las áreas
geográficas, los sectores de actividad; estos centros acuerdan, discu-
ten sus intereses comunes, pero cada uno hace valer su autonomía
protegiendo ―particularmente― a las múltiples y pequeñas bandas
que la componen. Para retomar un lugar común, dicha unidad en la
diversidad es la misma que garantiza la vitalidad y la personalidad
de cada uno. Aquí, se está en presencia de aquel “misterio de la con-
jugación”, que un periodo individualista deseó esconder pero que en
modo residual siempre ha estado presente en el cuerpo social. Se
puede precisar, para no dar la impresión de que estamos haciendo
una apología del crimen, que el italiano distingue siempre la mafia
en tanto organización, de la “actitud mafiosa” que nos lleva de nueva
cuenta a la solidaridad orgánica. La mafia como organización es una
aplicación de este espíritu en un campo particular. Es posible argüir
que el estilo de comportamiento de la mafia es un mixto de solidari-
dad, de ayuda recíproca, de lealtad. Dicho estilo se encuentra nue-
vamente en aquello que la sociología contemporánea comenzó a ana-
lizar bajo la denominación de “redes”. En efecto, existe “mafia” en
todos los sectores institucionales, el hecho nuevo es que se comienza
a reconocer que éstas no son creaciones originales, sino que repro-
ducen y cristalizan las prácticas comunes de la vida cotidiana. Una
sociología de la vida cotidiana que funda su búsqueda sobre el as-
pecto cualitativo de las actitudes sociales no puede dejar de lado la
multiplicidad que siempre articula a las sociedades. El intercambio
de la palabra, la circulación del sexo y de los bienes toman un con-
junto de salidas que han sido ignoradas por los distintos poderes que
se asumen en cuanto tales.
Sea para la nutrición como para la consumación, para la ayuda
doméstica o familiar, la organización de las diversiones y del tiempo
libre, sea también en la resistencia con relación al trabajo y a las di-
versas morales dominantes, existe una multitud de creaciones colec-
tivas, de flechas que participan de este “estilo mafia” y que asumen
nuevamente lo que llamamos socialidad. La vida en los pueblos o
aquella de los barrios urbanos está constituida de esta solidaridad

411
fundamental, no obstante su invisibilidad, no es menos importante en
la constitución del cuerpo social. Más allá del tiempo lineal o catas-
trófico, por fuera del orden cuantitativo, existe un tiempo vertical
donde se vive la banal intensidad del presente. Esta noción que pu-
diera parecer abstracta, en los hechos nos lleva a la cristalización de
todas aquellas pequeñas cosas que una visión macroscópica no pue-
de asumir pero que constituyen la fuerza vital, la potencia de toda
estructuración social.
Está profundamente arraigado en la trama social aquello que en
ausencia de algo mejor, se puede llamar un paganismo estructural
que, bajo la forma violenta de la revuelta, o por medio de una vía
más irónica de la astucia y de la falsedad, subraya la significatividad
en la vida sensual y del imaginario. Entonces, el pensamiento crítico
y analítico (progreso, revolución) que funcionan siempre en el futu-
ro, caen o juegan un papel secundario, para dejar el lugar a un tiem-
po vivido muy cercano a la duración bergsoniana que a través de la
banalidad cotidiana y sin ocuparse del mañana, permite la expresión
armónica de todas las potencialidades corporales y afectivas.
Para terminar, existe una “gaia ciencia” popular que, en la acen-
tuación de los deseos corporales supera a la moralidad estricta de la
conciencia, y es esto lo que instituye una profunda ética donde lo
colectivo (la socialidad) es responsable de su propia existencia.

Traducción de Israel Covarrubias

412
Epílogo
La filosofía, ¿antítesis de la transgresión?

JUAN CRISTÓBAL CRUZ REVUELTAS*

El fanático, él, es incorruptible: si por una idea mata,


de la misma forma puede hacerse matar por ella; en
los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. Nadie
más peligroso que aquellos que han sufrido por sus
creencias, los grandes persecutores se reclutan entre
los mártires a los cuales no les han cortado la cabeza.
(Cioran, 1979: 13)

La humanidad puede experimentar su propia des-


trucción como un placer estético de primer orden.
(Benjamin, 1968: 241)

Como veremos aquí, el conjunto de la historia de la filosofía oc-


cidental puede ser entendida a partir de su relación con las diferentes
figuras de la transgresión. No se trata de un problema secundario,
sino de una cuestión central que define la relación de la filosofía con
el pensamiento mítico y que pone en juego la capacidad del hombre
“de ordenar y regir su propio mundo humano” (Cassirer, 2013: 79).
En efecto, si quisiéramos reducir el imaginario de los antiguos grie-
gos a una sola fórmula, esta se podría encontrar en una obsesión ne-
gativa: la transgresión. En el mundo de Homero y en la época clásica
de Platón, la ausencia de mesura, el no saber limitarse, el orgullo, en
fin, el caer en la hybris, es la falta mayor, el crimen que no se debe
cometer. Antes de acceder al lugar más sagrado, ante el pórtico del
templo de Delfos, la bienvenida del dios a los visitantes rezaba “co-
nócete a ti mismo”, refiriéndose con ello al cultivo de la moderación,
al deber de conocer los propios límites. Valga resaltar que junto a
esta inscripción se grabó posteriormente el “nada en exceso”. No

*Profesor investigador en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Méxi-


co.

413
extraña que de las epopeyas homéricas a las grandes tragedias del
periodo clásico el detonante de la acción sea la ruptura del orden
creada cuando alguien cae en la hybris y la consecuente necesidad de
restablecer al orden original que ha sido alterado. Una larga corte de
personajes míticos y épicos tienen su destino definido por la desme-
sura (hybris): Aquiles, Axaj, Ulises, Midas, Minos, Edipo… De
igual forma y a pesar de la radicalidad crítica que los caracteriza,
inédita en sus días y rara vez vuelta alcanzar, se puede afirmar que
ninguna de las escuelas filosóficas de la época, ni siquiera las más
revolucionarias intelectualmente como las corrientes atomista, la so-
fística o los mismos cínicos como Diógenes, dejan de invocar una
idea de orden que rige la conducta y que no debe ser contrariada. La
crítica extraordinariamente subversiva que se hace en aquellos días
de la tradición, de los dioses o del mundo social es hecha en nombre
del orden natural. El mismo Epicuro que funda su física en la idea
que el cosmos está compuesto fundamentalmente por una inmensa
lluvia de átomos que chocan al azar y concibe la existencia de una
infinidad de mundos, no deja de fundar su ética en la prudente elec-
ción de los bienes “necesarios y naturales”. De igual forma, el estoi-
cismo, que junto con el epicureísmo dominará filosóficamente la an-
tigüedad romana, aconseja vivir en conformidad con la naturaleza.
En tanto que en la filosofía de Platón, logos, nomos y taxis (razón,
ley y orden) son los principios que rigen a la vez el mundo físico, el
mundo ético, incluso el arte: “Si encontramos regularidad y orden en
una casa —nos dice Cassirer en su explicación del pensamiento de
Platón—, esta casa será buena y será bella; si aparecen el cuerpo
humano, reciben el nombre de salud o fuerza; si aparecen en el alma,
le llamamos templanza o justicia” (Cassirer, 2013: 78).
Sólo bajo este marco conceptual y bajo la constatación de un
violento conflicto en el seno del imaginario griego se puede entender
la crítica que Platón y la filosofía enuncian contra una primera figura
de la transgresión y del exceso: el mito. No se trata de ninguna forma
de un conflicto menor. En aquel entonces, el mito representaba “la
fuerza más noble y elevada que había determinado la forma de la
vida y de la cultura griegas” (Cassirer, 2013: 84). Para Platón el pe-

414
ligro que representan los poetas y a fin de cuentas el mito, viene de
su incontrolado poder fabulador. La poesía lleva a concebir, defiende
Platón, cosas tales como que los dioses son el origen de la guerra o
que, en aras de la encantación y la seducción, son adeptos del disfraz
y de las metamorfosis. Homero y Hesíodo nos ofrecen un mundo de
figuras inestables, de dioses que adquieren arbitrariamente formas
animales y cuyos humores transitorios se asemejan a los humanos.
En otras palabras, la amenaza que representa el mito es su carencia
de límites, su constante transgresión de formas y la consiguiente au-
sencia de consistencia (ontológica) de los seres que lo pueblan. Todo
ello pone en duda la homogeneidad misma de lo real y, por ende,
rompe el puente entre el orden del cosmos y el orden político de los
hombres tan deseado por Platón. El mito, observa Hans Blumenberg,
está asociado a una suerte de deshonestidad primigenia derivada de
su incapacidad a honrar siquiera el mismo concepto de lo real:

Que los poetas mientan, no se considera este punto como totalmente sobre-
pasado cuando ellos no toman en cuenta ni siquiera lo contrario de esta te-
sis —a saber, “decir la verdad”—, sino que transgreden en general, cons-
cientemente, la estrechez de la antítesis y las reglas del juego de la realidad
en general. El encadenamiento a la realidad es rechazado en tanto que limi-
tación formal, en tanto que heteronomía, disfrazada de autenticidad, de la
estética. Ahí reside el punto de partida de una representación estética que
puede declararse de ahora en adelante como lo “autentico”, lo que se debe
calificar a partir de todos los conceptos de realidad, como no-real: la para-
doja, la inconsistencia de los sueños, lo absurdo ostensible, la figura mez-
clada del Centauro, el lugar sorprendente dado a los objetos…
(Blumenberg, 2012: 64).

A la crítica del mito se suma una segunda figura de la transgre-


sión y del exceso contra la que se dirige la obra de Platón, a saber, la
del tirano y su voluntad poder. Valga observar primero que en el ca-
so del mito nos encontrábamos ante una crítica relativa, ya que cier-
tos mitos pueden ser aceptados si se mantienen en los límites deter-
minados por los “fundadores de la comunidad” (República, 379 a).
Pero en el caso del tirano y de su voluntad de poder, la condena es
absoluta, ya que incurren irremediablemente en el vicio que los grie-

415
gos llaman pleonexia, es decir, en la insaciable “hambre de más y
todavía más” (Cassirer, 2013: 89). Ante esta hybris el tirano es el
menos indicado para gobernar, siendo que no se domina a sí mismo,
ya que es dominado por una solo impulso que carece de objeto. Si
seguimos la interpretación que hace Cassirer del pensamiento de Pla-
tón, sólo el hombre que se conduce por medio de la razón, la tem-
planza y la moderación posee el control de sí y puede escapar de las
fuerzas sobrehumanas, “divina o demoniaca” (Cassirer, 2013). El
mismo método dialéctico que usa Platón contra la “verborrea ilimi-
tada” de los sofistas y del mito, consiste en limitar el pensar a través
del juego de oposiciones: “Corresponde a la dialéctica llenar el hue-
co entre dos polos opuestos: determinar lo indeterminado, reducir lo
indefinido a medidas fijas, señalar confines a lo que no tiene”
(Cassirer, 2013: 92). Podemos afirmar entonces que la filosofía y la
razón habrían aparecido así como instrumentos de salud que evitan a
los hombres el vértigo mental y político de la trasgresión.
Pero el nominalismo de finales de la Edad Media, con su crítica
de los universales y su idea que la voluntad divina no puede ser limi-
tada por ninguna ley (ni siquiera la ley de la misma divinidad), es
decir, con la radicalización de la idea de la omnipotencia de Dios,
hará entrar en crisis intelectual la visión aristotélica tomista y en ge-
neral toda creencia en un orden natural preestablecido. Crisis que se
hace palpable en la constatación que hace Maquiavelo respecto al
hecho que no hay una visión metafísica y trascendente del bien que
sirva de guía a la acción humana. No extraña que ese entonces,
Erasmo de Rotterdam haga burla, en su Elogio de la locura, de esas
delirantes creencias (“las ideas, los universales, las formas…”
(Rotterdam, 2000: 117) que tienen los filósofos. El cosmos o, mejor
dicho a partir de ahora, el universo, se ha vuelto mudo o indiferente
al destino del hombre. No es difícil encontrar el eco de este giro inte-
lectual en autores tan influyentes como Thomas Hobbes, Baruch
Spinoza, David Hume, Immanuel Kant, Friedrich Nietzsche y, por
ejemplo, en un filósofo reciente como Richard Rorty. Pero antes de
Maquiavelo, es Pico della Mirandola quien enuncia claramente la
nuevas visión filosófica del hombre que surge en el Renacimiento.

416
En esa suerte de curioso arreglo entre el aristotelismo y el nomina-
lismo que es su Discurso sobre la dignidad del hombre, se nos pre-
senta a Dios dirigiéndose a Adán para indicarle que, a diferencia del
resto de las creaturas que se encuentran sujetas a la leyes preestable-
cidas por la divinidad, al hombre lo ha dejado sin “un lugar determi-
nado, ni un aspecto propio”, el hombre está destinado a ser su artífi-
ce y plasmarse en la obra que prefiera, de manera que podrá degene-
rar en los seres inferiores que son las bestias o podrá regenerarse y
elevarse a las realidades divinas.
De ahora en adelante las fronteras entre lo permitido y la trans-
gresión, la verdad y lo falso, la certeza y la duda, se vuelven proble-
máticas. Lejos de limitarse a los filósofos y a los teólogos, la pérdida
de toda garantía trascendente hace que entre el Renacimiento y el
Barroco los grandes temas literarios y artísticos en general sean la
apariencia, la mentira, la duda… Algunos intentos desesperados tra-
tan de oponerse a esta tendencia. Así un René Descartes se enfrenta
con el “genio maligno” del escepticismo (figura que recuerda mucho
al dios malo imaginado por los gnósticos como Marción en los pri-
meros días del Cristianismo) con las armas de un sistema filosófico
fundado en la certeza y en la garantía de un dios que no sabría enga-
ñarnos. Pero visto así, el filósofo francés representa menos el primer
filósofo moderno, que un pensador aún portador de una visión me-
dieval. Una generación más tarde, entre 1685 y 1694, Andrea Pozzo
realiza un enorme fresco en trompe-l’oeil para la bóveda de la Igle-
sia de Ignacio de Loyola que aún se puede ver hoy en los barrios
céntricos de Roma, mismo que hace eco a la visión de Descartes y
que es tan sintomático de la crisis de la época como la obra del filó-
sofo. Gracias al virtuosismo de su realización se consigue que al
momento en el que visitante entra a la iglesia y dirige su mirada ha-
cia la bóveda se tope ante un caos cromático, ante una explosión de
colores que sólo se disipa cuando el observador se sitúa en el centro,
justo debajo de la figura de Jesús Cristo, en ese momento todo ad-
quiere una imagen ordenada, clara y comprensible. Pero tan pronto
como el visitante se aleja de ese punto central, todo se vuelve de
nuevo caótico, vértigo, locura. Máxime que conforme se acerca a la

417
salida, las columnas parece inclinarse progresivamente hacia el sue-
lo, y salen al encuentro del observador imágenes de los seres “caí-
dos”... Esta nostalgia por un mundo sustentado en un orden trascen-
dente y este malestar “ante un mundo que ha perdido sentido” será
una constante durante todo el periodo moderno hasta nuestros días.
Lejos de esa nostalgia por la antigua seguridad ontológica y por
un dios proveedor de un concepto de bien, Maquiavelo inaugura el
pensamiento política moderno anunciando que si la situación lo re-
quiere, el príncipe debe poder trasgredir incluso su condición huma-
na y apoyarse en los mismos atributos de las bestias. Valga subrayar
que esta capacidad que debe poseer el príncipe de mutar de figura
humana a figura animal según su voluntad (condición del hombre en
general ya anunciada, como hemos visto, en el discurso de Pico della
Mirandola), era un atributo propio de los dioses “paganos”. De aquí
que esta figura de la metamorfosis pueda verse como una reaparición
del pensamiento mítico en la obra del florentino. De igual forma, en
otro de los grandes iniciadores del pensamiento moderno, el filósofo
inglés Francis Bacon, la trasgresión no sólo se vuelve necesaria y
atractiva, sino que es elevada a un emblema de los nuevos tiempos.
En efecto, si hasta entonces las columnas de Hércules (el estrecho de
Gibraltar) marcaban el limite geográfico que no debía ser transgredi-
do e indicaban al navegante un prudente: non plus ultra (“no más
allá”), el filósofo se place en ilustrar el frontispicio de su obra
Novum organum o Indicaciones relativas a la interpretación de la
naturaleza (publicada en 1620) con la imagen de barcos que se en-
cuentran rebasando los limites de esas mismas columnas de Hércu-
les.87 En realidad, Bacon no hace otra cosa sino imitar al emperador
Carlos V cuando, en 1516, con el propósito de animar a los marinos
de su armada a surcar el mar más allá de las columnas de Hércules,
hace de “Plus Ultra” (“Más allá”) su divisa personal. No extraña en-
tonces que Hobbes no pueda sino encontrar la “forma” visual y con-
ceptual del Estado moderno en la figura gigante del Leviatán enfati-
zada por la sentencia que lo acompaña: “Non est potestas super te-

87 Cassirer insiste que a pesar de todo en Bacon hay una idea de limitación, un

418
rram quae comparetur ei” (“No hay poder sobre la tierra que se
compare al suyo”). En 1960, más de cuatro siglos después de Carlos
V, en uno de sus más célebres discursos, John F. Kennedy lanza la
expresión “nueva frontera” (en relación a una anterior que ha sido
superada) y del hecho de hallarnos ahora ante el desafío de conquis-
tar “ámbitos inexplorados de la ciencia y del espacio”. Lejos de Pla-
tón, ahora el poder encuentra su imagen en lo ilimitado.
Una evolución semejante se puede constatar en el terreno de las
artes y de la estética en general. De las medidas del hombre de Vi-
trubio de la Roma del siglo I a. C a la perspectiva del renacentista
Alberti, la belleza se entiende como medida y proporción, como re-
flejo de un orden natural. Aún en el Renacimiento un pintor cercano
a Alberti como Piero della Francesca ve las formas del mundo sensi-
ble como un fino velo que transparenta, para quien sabe ver, un des-
lumbrante orden matemático y geométrico; y un matemático cercano
al mismo Alberti, el fraile franciscano Luca Pacioli (en realidad “un
plagiario de la obra de Piero”, según acusa Vasari), publica en aque-
llos días, con ilustraciones de Leonardo da Vinci, su célebre libro De
la divina proporción. El título de esta obra evoca el número áureo
cuya presencia tanto en la naturaleza como en el arte ha asombrado e
intrigado al menos desde el antiguo Egipto. No extraña que el mismo
Leonardo viera en las proporciones descritas por Vitrubio las dispo-
siciones de la naturaleza misma. Esta idea griega de un orden natural
que no debe ser transgredido se reflejaba así en la historia del con-
cepto de belleza. Sin embargo, por efecto de la crisis nominalista de
finales de la Edad Media y por la consiguiente afirmación de la sub-
jetividad moderna, durante el transcurso de la época moderna se
abandona la “noble simplicidad y la serena grandeza” de los antiguos
(según la expresión de Winckelmann), a la vez que el término “Be-
llas artes” desaparece progresivamente del vocabulario. La pérdida
del canon de belleza y de todo criterio objetivo de belleza, hace que
el arte moderno termine por convertirse, nos dice Jean Clair (2012)
en un bello libro dedicado a este tema, en el ámbito de experimenta-

aprender primero “a obedecer las leyes…” (Cassirer, 2013: 350).

419
ción de la fealdad y de lo monstruoso, es decir, en un campo privile-
giado de la transgresión. Pero no sólo se trata de asentar, como hace
Breton en 1928, que “la belleza será convulsiva o no será” (Clair,
2012: 68), sino que la misma experiencia estética (sobre todo en co-
rrientes como el surrealismo) tiende a pensarse como un medio para
atacar el logos occidental y sacar a flote los deseos de barbarie. En
algunos casos este sueño de transgresión se vuelve profético: si ya en
su novela Moby-Dick Herman Melville se obsesiona por la belleza
blanca del “leviatán marino” así llama el escritor a las grandes ba-
llenas y vaticina una “sangrienta batalla” en Afganistán, en el si-
glo XX André Breton y Louis Aragon sueñan con afganos que
“echen abajo los building blancos” (Clair, 2012: 66).
Lo transgresión y lo monstruoso encuentra una de sus expresio-
nes privilegiadas en la obsesión moderna por el gigantismo. Pode-
mos fechar su momento inaugural en el gigante del frontispicio de la
obra de Hobbes (1651). Pero es de notar que éste nos mira de frente
con aire sereno, equilibrado y protector. Todo indica que aún se en-
cuentra dentro de la tradición de los gigantes benignos usual hasta
entonces: “La cultura cristiana, observa Clair, parece no haber cono-
cido gigante sino bajo formas pacificas, benevolentes y protectoras”
(Clair, 2012: 76). Estamos aún en la línea del San Cristóbal cristiano
y del personaje de Gulliver imaginado por Jonathan Swift casi un
siglo después de la obra del filósofo inglés. En realidad, es con el
romanticismo, con su fascinación por la estética de lo sublime y su
énfasis en la capacidad ilimitada del genio creador, que el gigante se
convierte en el monstruo terrible que se puede observar a lo largo de
toda la iconografía moderna. Por principio en el gigante sentado, so-
litario y desnudo de Francisco de Goya (fechado en torno a 1800-
1810, actualmente en la Biblioteca Nacional de Madrid, España).
Pero luego en los titanes que según Ernst Jünger caracterizan nuestra
época (El trabajador,1932), pasando por el gigante acéfalo de Max
Klinger (Pesadillas, 1879) y por la serie de los innumerables gigan-
tes de las dictaduras (en las obras de Borís Iofán, Paul Weber, Mag-
nus Zeller). En su texto contra Wagner, Nietzsche contra Wagner,
suerte de penetrante panfleto que hace las veces de un diagnostico de

420
la modernidad, el filósofo ve claramente en lo que se han convertido
los artistas luego del romanticismo, pero también observa la nueva
asociación de lo sublime (es decir, lo grande) con la transgresión:
“grandes descubridores en el reino de lo sublime, así como en el de
lo feo y lo horrendo… ávidos de lo extraño, lo exótico, lo monstruo-
so y de todos los opios de los sentidos y de la razón” (Nietzsche,
1993: 1217). Valga insistir que para Nietzsche, Wagner, el autor de
Parsifal, es el síntoma por antonomasia de la enfermedad de la épo-
ca. El autor de Así habló Zaratustra no pudo ver mejor: el gigantis-
mo, lo ilimitado y la trasgresión se convierten desde entonces en las
obsesiones paradigmáticas de nuestro tiempo. Los ejemplos son in-
numerables: este deseo de lo ilimitado inspira a León Trosky cuando
sueña con “crear un tipo biológico y social superior, un superhom-
bre, si usted quiere” (Clair, 2012: 105); y sigue resonando en nues-
tros días en las novelas de Michel Houellebecq (La possibilité d’une
île, 2005) o en innumerables películas del cine contemporáneo (La
isla, 2005; Sin límites, 2011; Lucy, 2014; Ex machina, 2014, etcéte-
ra). Pero también se encuentra entre los “transhumanistas” que reco-
rren los pasillos de la Universidad de la singularidad (California,
Estados Unidos), financiada por Google y la NASA, en donde se
busca producir inteligencia artificial y conseguir, entre otras cosas, la
inmortalidad. De igual forma esta obsesión por la transgresión apa-
rece en la atracción por las drogas y en la fascinación por el terror
tanto en los grupos latinoamericanos del narcotráfico, como en Me-
dio Oriente, entre los miembros del “Estado Islámico” cuya violen-
cia moviliza el sentimiento de lo sublime, el “delicioso espectáculo
del terror”, tal como lo describe el antropólogo de la violencia Scott
Atran (2014).
Cuando Hegel en 1821 discute el terror (Principios del Derecho,
§ 5) en el que había desembocado la Revolución francesa, encuentra
su raíz en el fanatismo. Que Maximilien Roberspierre desate el terror
y mande a la muerte por guillotina a una gran cantidad de mujeres y
hombres de carne y hueso en nombre de la virtud abstracta, ello sig-
nifica, nos dice Hegel, que en el fanático la voluntad no se quiere
sino a sí misma, no quiere nada limitado, no ama a ningún ser en

421
particular, sólo se place en el falso infinito de su indeterminación.
Como se puede constatar Hegel hace aquí un amplio eco a la crítica
del tirano en Platón y al papel de la filosofía como instrumento para
imponerle límites a la voluntad y a la imaginación. A su vez, ya en el
siglo XX, cuando Ernst Cassirer se enfrenta al totalitarismo en su
obra El mito del Estado (publicado en su versión original en 1946)
ve en el nazismo la reaparición de las “tinieblas” del mito político en
el mundo moderno. En aquellos días la narrativa también de tipo mí-
tica más que filosófica de pensadores que, como Martin Heidegger u
Oswald Spengler, han renunciado al principio de objetividad, no
juega un papel de contrapeso al mito político. Al contrario, lo refuer-
za. Por su parte, Cassirer quiere recordarnos que el papel de la filo-
sofía es precisamente el de contrarrestar la fascinación por la trasgre-
sión del mito político. Ahora bien, Cassirer no pretende acabar con
el mito, sólo busca domesticarlo, ya que tiene claro, al igual que
Blumenberg, que la enorme riqueza cultural de la antigua Grecia ra-
dicó en esa fértil tensión entre la filosofía y la fuerza transgresora del
mito.

Bibliografía
Clair, J. (2012), Hubris. La fabrique du monstre dans l’art moderne, París,
Gallimard.
Cassirer, E. (2013), El mito del Estado, México, FCE.
Cioran, E. (1979), Généalogie du fanatisme, en Voltaire, Mahomet ou le
fanatisme, París, Le temps Singulier.
Atran, S. (2014), “Jihad’s fatal attraction”, The Guardian, 4 de septiembre.
Blumenberg, H. (2012), Le concept de réalité, París, Seuil.
Benjamin, W. (1968), Ilumnations: Essays and Reflextions, Nueva York,
Schoken.
Nietzsche, F. (1993), Oeuvres, vol. II, París, Robert Laffont.
Rotterdam, E. (2000), Elogio de la locura, México, UNAM.

422
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

1. Espacios políticos

Patxi Lanceros, “La huella del crimen. Imagen de la ciu-


dad”, Metapolítica, año 14, núm. 68, enero-marzo 2010, pp. 16-
31.

Rosario Herrera Guido, “Por una política más allá de los


amos de la ciudad”, Metapolítica, año 19, núm. 88, enero-marzo
2015, pp. 56-66.

Mario Perniola, “Imposible, sin embargo real”, Metapolíti-


ca, año 12, núm. 62, noviembre-diciembre 2008, pp. 17-21.

Maurizio Ricciardi, “Tiempo, orden, poder. Sobre algunos


presupuestos conceptuales del programa neliberal”, Metapolíti-
ca, año 23, núm. 105, abril-junio 2019, pp. 27-37.

Javier Franzé, “Populismo y discurso anti-populista”, Meta-


política, año 23, núm. 106, julio-septiembre 2019, pp. 7-12.

Reyna Carretero Rangel, “Plétora Trashumante. Clinamen y


deslizamiento existencial”, Metapolítica, año 18, núm. 85, abril-
junio 2014, pp. 79-85.

Alessandro Pizzorno, “Las raíces de la política absoluta”,


Metapolítica, año 17, núm. 81, abril-junio 2013, pp. 70-89.

Gian Enrico Rusconi, “Sobre el concepto de sociedad com-


pleja”, Metapolítica, año 23, núm. 104, enero-marzo 2019, pp.
6-13.

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2. Heterodoxias

Giorgio Agamben, “Guy Debord: violencia y esperanza en


el último espectáculo”, Metapolítica, año 23, núm. 107, octu-
bre-diciembre 2019, pp. 46-50.

Patrice Vermeren, “Miguel Abensour: el mapa del mundo


y el ataúd de la utopía”, Metapolítica, año 18, núm. 84, enero-
marzo 2014, pp. 16-22.

María Luisa Maillard García, “María Zambrano: añoranza


de la ciudad”, Metapolítica, año 19, núm. 88, enero-marzo
2015, pp. 50-55.

Giovanni Falaschi, “Pier Paolo Pasolini, un intelectual


‘herético’”, Metapolítica, año 17, núm. 80, enero-marzo 2013,
pp. 63-68.

Edgar Morales, “Eros y anomia en Georges Bataille”, Me-


tapolítica, año 12, núm. 58, marzo-abril 2008, pp. 51-55.

Hugo César Moreno Hernández, “Estado, venganza y jus-


ticia en Friedrich Nietzsche”, Metapolítica, año 17, núm. 81,
abril-junio 2013, pp. 48-57.

Conrado Hernández López, “Milan Kundera: narrativa y


heterodoxia”, Metapolítica, año 12, núm. 59, mayo-junio 2008,
pp. 30-35.

Gilles Bataillon, “Claude Lefort, práctica y pensamiento


de la desincorporación”, Metapolítica, año 21, núm. 97, abril-
junio 2017, pp. 70-79.

María Luisa Bacarlett Pérez, “Uexküll, Deleuze y el cuer-


po sin órganos: hacia una ontología del entre”, Metapolítica,

424
año 16, núm. 79, octubre-diciembre 2012, pp. 37-45.

Franco Volpi, “Kant, la larga y monotona vida de un genio


revolucionario”, Metapolítica, año 23, núm. 105, abril-junio
2019, pp. 12-13.

3. Palabras-claves

Paola Martínez, “Hacer un interrogar del hacer”, Metapo-


lítica, año 22, núm. 101, abril-junio 2018, pp. 11-13.

Emma León, “El derecho al sueño”, Metapolítica, año 18,


núm. 85, abril-junio 2014, pp. 45-49.

Zulai Macias Osorno, “El cuerpo como lugar de la expe-


riencia estética”, Metapolítica, año 16, núm. 79, octubre-
diciembre 2012, pp. 18-22.

Rafael Estrada Michel, “El ‘verdadero obrero de nom-


bres’: ley, derechos y principios en la era veroconstitucional”,
Metapolítica, año 17, núm. 81, abril-junio 2013, pp. 43-47.

Laurence Le Bouhellec Guyaman, “La violencia de la letra


y post-letra.Reflexiones sobre algunos aspectos de la biopolíti-
ca”, Metapolítica, vol. 16, núm. 76, enero-marzo 2012, pp. 35-
43.

Michel Maffesoli, “Algunas consideraciones sobre la vida


cotidiana”, Metapolítica, año 24, núm. 108, enero-marzo 2020,
pp. 6-9.

425

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