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Después del grito originario que nos instaló en el tiempo y en la creencia sobre
la provisionalidad de las cosas, el hombre se ha ido constituyendo como tal en el único
espacio posible que puede hacer comprensible su anhelo constante por encontrar un
remedio contra el devenir y los cambios; ese espacio privilegiado y necesario es el de la
narración. Los juegos múltiples de la narratividad son los que han permitido tomar
conciencia de las diferentes terapias en torno a las cuales se han venido configurando,
por un lado, la episteme occidental y su extensión técnica y, por otro, la respuesta
siempre provisional que el discurso sobre lo inmutable ha querido dar al sinsentido de la
esencia del nihilismo. Históricamente, la hermenéutica, instalada en su metodismo
operativo, ha pretendido ir respondiendo parcial, fragmentaria e inconscientemente a los
múltiples aspectos culturales en torno a los que se ha constituido la narración procesual
de la inquietud humana. Sin embargo, sabemos ahora bien que a partir de Nietzsche y
sobre todo de Heidegger y Gadamer, la hermenéutica ya no es una estrategia sino un
modo de ser: el consecuente modo de ser ante la ineludible narración de la duda siempre
latente. La narratividad hermenéutica es la radicalización ontológica de la herida
permanentemente abierta de la contingencia y de la creencia en que las cosas de la nada
proceden y a la nada retornan. La narratividad hermenéutica es el síntoma responsable
que refleja la ausencia de la totalidad en la permanente tarea de pretender aprehender la
inaprehensibilidad del sentido.
En todo este contexto, la de la complejidad es una opción más para contarnos a
nosotros mismos cómo gestionar del modo más apropiado posible la incertidumbre y el
dolor. Si la narración es el modo de darse la creencia misma en el devenir y si la
hermenéutica es la ineludible tarea que se desprende de las urgencias implícitas en las
múltiples narraciones históricas y sus contenidos, la reconsideración del pensamiento
entendida ahora como pensamiento complejo tendrá que ser también filtrada por el
tamiz de la lectura.
Es preciso tener en cuenta que la dimensión sistémica de la complejidad, aún
explicitando el dinamismo de la multiplicidad de las cosas en la garantía de la
interconexión ineludible, azarosa o necesaria, deja también entrever en su urdimbre
epistemológico-terapéutica la aspiración a la totalidad. Todo está en todo. La esencia del
principio hologramático del que nos habla Morin habla evidentemente de diferencia y
de multiplicidad, pero sin duda de unidad. Esta evocación de unicidad que la unitas
multiplex evoca en el corazón mismo del devenir no parece inicialmente obedecer a las
pretensiones semánticas de los inmutables clásicos como la metafísica, teología, la
ciencia o el pensamiento único. Probablemente ello sea debido a que el pensamiento
complejo obliga a habitar en el límite. Se evoca trágicamente la unidad y la totalidad de
las cosas en la necesidad imperiosa de gestionar la múltiple energía de la incertidumbre.
Únicamente el desconsuelo que emana del pensamiento fronterizo y del reconocimiento
de la narratividad como modo de ser insoslayable se convierte en la más cualificada
mirada hermenéutica para leer el rearme eco-socio-antropológico de la complejidad
educativa y su proyección cultural y política en la denominada era planetaria.
Antes de describir las claves de ese nuevo paradigma de complejidad con el
que parece que nuestra era comienza a leer el mundo parece interesante detenerse,
aunque sea muy brevemente, a hacer referencia a alguno de los indicadores
contemporáneos, ultramodernos o postmodernos, sobre los que se sustenta la fuerza de
esa reconfiguración metafórica entorno a lo que vemos, lo que somos o lo que
queremos. Se ha transformado el relato. El relato está tomado conciencia del devenir, de
la incertidumbre, del tiempo… Por eso el paradigma narrativo ha cambiado y
probablemente nosotros, a pesar de las constatadas resistencias, también.
No sabemos si lo que se ha venido denominando como postmodernidad existe,
o si es una idea, o una experiencia cultural, o todo a la vez (Lyon, 1999: 21), pero lo
cierto que esta emergencia de una nueva cosmovisión contemporánea requiere ser
contemplada indisolublemente tanto desde un punto de vista social como desde una
perspectiva cultural. Por eso, al tránsito hacia la perspectiva nihilista de ausencia de
fundamento, de incertidumbre, de historicidad y de lingüisticidad ontológica y
epistemológica de las representaciones y de los múltiples usos del lenguaje en las que
nos ha situado el propio devenir de la cultura filosófica es preciso añadir las claves
paralelas que han permitido la consumación social de la modernidad. Pensemos, por
ejemplo, cómo en los cambios sociales derivados de la transformación del capitalismo
requiriendo nuevas materias primas, nuevas fuerzas del trabajo y nuevas estrategias
industriales se operan algunos elementos de consumación al no servir ya
exclusivamente la estandarización fondista de la producción debido a una demanda de
novedad frenética de la cultura actual del consumo y de los mas media. Se puede pensar
también en cómo la respuesta a la complejidad social, típica de solidaridades orgánicas
(Durkheim), que daba la meritrocracia funcionalista no ha sabido resolver el potencial
crítico de la diferenciación social que recorre todos los ámbitos. Además es preciso
señalar como progresivamente se ha ido haciendo insostenible la atadura de la “jaula de
hierro” de la que nos habló Weber y que los procesos de racionalización burocrática y
disciplinante han ido admitiendo un sutil pero radical giro hacia el estallido hedonista
del individualismo y de la consiguiente eficacia en la gestión del deseo. Casi de forma
natural la fuerte secularización que de ello se derivaba ha pasado a conferir carácter de
culto al simulacro haciendo que los referentes ya no sean significativos sino huellas
delebles que remiten a otras huellas sin tener que permanecer necesariamente. De este
contexto socio-cultural la escéptica alternativa comienza a ser la de las sociedades
reflexivas que toman conciencia de sus excesos y del riesgo que conllevan habilitando
inútiles discursos críticos en los espacios reducidos de lo privado ya que lo público está
reservado para el espectáculo adormecedor. Parece que únicamente es a través de
aquellos sectores voluntarios que han respondido responsablemente a las urgencias
epistémicas y éticas de la globalización por donde se consigue desenmascarar el uso
fraudulento que el poder hace de la interdisciplinaridad convertida en discurso y por
donde se puede verdaderamente rescatar el vigor crítico y metodológico que encierran
los paradigmas de complejidad.
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