Está en la página 1de 101

BIBLIOTECA FÉNIX VOLUMEN 2.

CUENTOS
POR

José Echegaray, Jacinto Octavio Picón,


Eugenio Selles, Eusebio Blasco, Condesa de Pardo
, Basan, Jacinto Benavente, José Zahonero
Enrique de Mesa

I..• '• ' !


' " . '

»¿1^....¿"
ft,sso X^JBJSJESTT'.A.Í»

MADRID
K. T M . A S C O , I M P . , M A S Q U E S DE S A f f T A A N A , 11 DOP.*
TBLáPONO MÚUBeo 551

1912
CUENTOS

Será furtivo todo ejemplar que carezca del sello


MÍ supra.
Es p r o p i e d a d .
Q u e d a h e c h o el d e p ó s i t o
que m a r c a la ley.
BIBLIOTECA FÉNIX
'DIRECTOS: WENCESLAO BLASCO
TObUMEK 2.°

CUENTOS
POR

José Echegaray, Jacinto Octavio Picón,


Eugenio Selles, Eusebio Blasco, Condesa de
Pardo Bazán, Jacinto Benavente, José Zahonero
Enrique de Mesa

1,50 PESETAS

MADRID
a . VELASCO, IMP., MARQUÉS DE SANTA ANA, 11 DUP.°
Teléfono número SSi
1912
LA EXPERIENCIA
NARRACIÓN CASI FILOSÓFICA

J O S É ECHEGARAY

Don Tomás Barrientes era persona de


juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolu-
ción alguna sin meditarla largo rato y sin
pesar antes las ventajas y los inconvenientes
en balanza de precisión.
No, hombre precipitado no lo era don
Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus
impulsos naturales, ni de su instinto, sino
que pesaba y medía las cosas y las contras-
taba en la experiencia propia y en la ajena.
A la experiencia le profesaba don Tomás
..Barrientes culto respetuoso.
En lo pasado decía él que estaba escrito
6

lo porvenir, y que allí debía buscar todo


hombre las reglas de su conducta.
El raciocinio á priori era engañoso, propio
solo de idealistas insustanciales y de los
viejos siglos de la Metafísica.
Y así él, siempre que había de tomar una
resolución en asuntos de cierta importancia,
buscaba en su memoria ó en los apuntes de
su diario algún caso análogo, y en él toma-
ba enseñanza, y por sus enseñanzas se deci-
día á ejecutar tales ó cuales actos.
Pero como el diablo es travieso y á quien
más le gusta atormentar es al hombre pru-
dente, la experiencia le solía dar soberanos
chascos á don Tomás Barrientos.
V a y a de ejemplos:
Llegaba el 15 de Octubre, y el diario le
decía que el día 15 del Octubre anterior
había hecho frío, y que por no llevar ropa de
invierno había cogido un terrible catarro,
que á poco más se gradúa de pulmonía.
Pues aunque el termómetro marcaba
1 8 á la sombra y algunos más al sol, don
o

Tomás vestía ropa de invierno, mediante


cuya precaución sudaba más de lo justo, y -
se acatarraba también.
Pero no por esto perdía confianza en la
experiencia, porque observaba que el año
anterior había sido bisiesto y que el corrien-
te no lo era, con lo que corregía de este
modo el precepto experimental; en los años
7
bisiestos hay que ponerse ropa de invierno
el 15 de Octubre; cuando no lo son, hay que
consultar el termómetro.
En el orden moral, también sufrió algunos
desengaños. Le prestó á un amigo 6.000 rea-
les sin recibo, y el amigo se los negó.
De donde dedujo él esta regla experimen-
tal: no se debe prestar nada á los amigos sin
el recibo correspondiente.
Pero le acompañó en cierta ocasión hasta
la puerta de su casa otro amigo de los más
íntimos, y como en aquel momento empe-
zase á llover, le pidió prestado el paraguas.
Y don Tomás, acordándose de la regla que
se había impuesto, le dio el paraguas, sí,
pero le exigió que subiese y le extendiera un
recibo.
Hay, sin embargo, gente muy susceptible,
y el amigo se ofendió de veras, le tiró el
paraguas á la cabeza, le llamó imbécil y le
volvió la espalda.
Don Tomás escribió en su diario: « A u n -
que siempre hay cierto riesgo, los paraguas
pueden prestarse á los amigos íntimos sin
necesidad de recibo.»
Iba por la Carrera de San Jerónimo una
tarde de verano nuestro don Tomás, natural-
mente de cara al sol, y en dirección contra-
ria venía una señora que resultó ser muy
guapa.
Tropezó con ella, que fué tropiezo agrada-
8

ble, y se disculpó galantemente diciendo:


«Dispénseme usted, señora; iba deslumhra-
do, y es natural, puesto que iba de cara al
sol»; y acompañó la galantería con un ade-
mán gracioso, que indicaba claramente «el
sol es usted.»
L a señora resultó muy amable, le tendió
la mano sonriendo y se hicieren amigos.
Don Tomás escribió en su diario: «En las
tardes de verano hay que ir por la Carrera
de San Jerónimo de cara al sol, y hay que
tropezar con todas las señoras guapas.»
Pero al año siguiente, por la misma época,
quiso aplicar la fórmula.
Tropezó con otra señora intencionalmente,
repitió la fórmula galante, y sin esperar á
que ella le diese la mano, hizo ademán de
cogérsela, cuando sintió que otra mano for-
midable caía sobre su mejilla y le hacía ver
al mismo tiempo que el sol poniente, todo
un surtidor ce estrellas.
Fué preciso modificar el resultado de la
anterior experiencia, agregando: «Pero ante
todo conviene averiguar si la señora con
quien ha de tropezarse va sola.»
Y así se iba tejiendo la vida de don Tomás,
y con ajustar puntualmente su conducta á
las enseñanzas de la experiencia, así y todo
llovían sobre el señor de Barrientos conflic-
tos, calamidades y desengaños.
¿En qué consiste, se preguntaba él así
9
mismo, estos chascos que la experiencia me
da? ¿Pues no afirma el adagio vulgar que la
experiencia es madre de la ciencia? ¿Cómo
para mi sólo la madre amorosísima se me
trueca en madrastra cruel?
A pesar de todo, don Tomás Barrientes se-
guía aplicando á su conducta el método po-
sitivista.
Y siguieron menudeando los conflictos
experimentales y los bofetones prácticos.
Decididamente en algo consistía su des-
dicha; pero ¿en qué consistía?
A l fin cierta mañana en que por entrete-
nerse en algo leía un libro alemán de fábulas,
encontró en una la clave del problema.
L a fábula, en substancia, es como sigue:
En una tarde de Agosto, por terreno áspero,
entre laderas áridas y bajo un sol de fuego,
iba un borrico cargado con unos cuantos
sacos de sal.
L a carga era enorme para el pobre borrico,
que caminaba jadeante y sudoroso.
Los sacos eran viejos, con remiendos mal
cosidos y agujeros y roturas por donde la
sal se escapaba, cayendo sobre las ancas y
el cuello del desventurado animal.
Con el sudor formábase salir uera que le
penetraba por los poros; y el sol, la sal, la
carga y lo escabroso del camino se ensaña-
ban en el borrico, hasta el punto de enloque-
cerlo de cansancio, dolor y desesperación.
IO
Y no se nos diga que no es verosímil
que un borrico enloquezca, porque se han
dado muchos casos, y es de esperar que s e
den otros muchos en lo futuro.
Cuando y a el borrico, que no podía más,
estaba á punto de caer, llegaron él y el mozo
que lo guiaba, y que á puro palo venía ani-
mándole, á un riachuelo, que á poco más hu-
biera sido río, porque arrastraba bastante
caudal de agua.
En el riachuelo se metió el borrico, ó le
metió á palos el mozo; pero al llegar al cen-
tro tropezó, y la bestia y los sacos cayeron
al agua.
No se encontró mal en aquella postura el
pobre asno; así es que estirando el cuello y
sacando el hocico para no ahogarse, se que-
dó de buena gana todo el tiempo que p u d a
en el centro de la fresca y consoladora
corriente.
El mozo juraba y maldecía; pero no podía
levantar al animal, ni podía darle de palos á
su gusto; así es que tal estado de cosas se
prolongó mucho tiempo.
Cuando al fin el borrico se levantó y salió
á la otra orilla, toda la sal se había disuelto
en el agua, y los sacos estaban vacíos por
completo.
¡Qué dicha experimentó la pobre bestia,,
qué felicidad tan honda! £1 peso había des-
aparecido, la salmuera se había lavado y
II
terminó la jornada con un trote ligero y g o -
zoso.
Si don Tomás hubiera sido el borrico ó el
borrico hubiera sido don Tomás, cosas a m -
bas que, dada la fecundidad de la Naturaleza,
sus grandes recursos y su infinita variedad,
no son completamente absurdas, hubiera es-
crito en su diario: «Cuando se lleva una car-
ga muy pesada y se encuentra un arroyo,
hay que dejarse caer en él y hay que estar
en el agua un buen rato.»
Pues esto hizo el borrico, según parece;;
escribir esta sentencia ó este consejo en al-
guna de las circunvoluciones de su cerebro
asnal; porque al cabo de algún tiempo venía
otra vez por el mismo sitio con otra carga,
que esta vez no eran sacos de sal, sino una
verdadera montaña de esponjas, y sucedió lo
siguiente:
Todo era igual á lo que fué en la primera
ocasión: la época del año, pues era un abra-
sador día de verano; el sitio, que por el mis-
mo barranco caminaba el asno y hacia el
mismo arroyo se iba aproximando; el can-
sancio, porque la jornada había sido larga,
aunque la carga no era tan abrumadora como
la otra vez; las molestias, porque lo que no
era en salmuera iba en moscas; todo lo mis-
mo, con esta única diferencia: la de llevar
sobre el lomo esponjas, en vez de llevar car-
gamento de sal.
12

Pero estas diferencias no puede apre-


ciarlas un borrico; pedir que las apreciase,
sería pedir demasiado á su modesta inteli-
gencia.
A s í es que el animal iba pensando consigo
mismo: «Todo esto será hasta que y o llegue
al arroyo, en cuanto llegue, me echo en el
agua, y en cuanto me eche, se acabó la car-
g a y me levanto fresco y ligero. Í
A s í fué, que al acercarse á la arroyada, el
borrico volvió la cabeza, miró con sorna al
mozo que le guiaba, levantó el labio, que fué
una manera de sonreir, porque enseñó los
dientes y pensó para sí: «En cuanto llegue-
mos al arroyo, verás tú.»
Y en efecto, llegó á poco, penetró con cier-
to trotecillo provocativo, y en cuanto se vio
en el centro, se dejó caer, y en el agua se
sumeigieron las esponjas.
A s í estuvo un rato, y al fin se levantó,
pero aquí fué ella.
]Escarnio de la suerte, desengaño cruel,
traición infamel
L a sal de la otra vez se había deshecho,
pero las esponjas se llenaron de agua , y la
carga se multiplicó de una manera abruma-
dora.
Apenas pudo el borrico salir del arroyo,
y el resto del camino fué una continua ago-
nía. Las piernas se le doblaban; á palos le
hacía levantar el mozo, y el sudor de la fati-
13
ga se mezclaba con lo que chorreaba del e m -
papado cargamento.
El borrico no solo iba muerto del cansan-
cio, sino absorto y confundido y abriendo
mucho los ojos, como quien dice: «No lo
comprendo, esto si que no lo comprendo.»
Realmente, es pedir demasiado empeñarse
en que un borrico entienda lo que muchos-
hombres que, con ser hombres, no llegan á
comprender; el método experimental y el
método histórico tienen sus inconvenientes y
sus quiebras.
Don Tomás leyó la fábula, y al concluirla
se dio una palmada en la frente y dijo lo que
se dice al fin de muchas comedias: [ahora lo
comprendo todol
L a sal se deshace en el agua, la esponja la
chupa. L a carga desaparece en un caso, pero
se acrecienta en el otro.
Eso me ha sucedido á mí muchas veces en
la vida, pensó don Tomás.
Sí, gran cosa es la experiencia; pero en
cada caso hay que distinguir y analizar y no
proceder de ligero.
En adelante, antes de echarme en el arro-
y o , me entérate de si la carga que llevo es
de sal ó de esponjas.
Y así lo hizo en adelante. Y cuenta la his-
toria que lo pasó bastante bien.
S u modestia fué recompensada: se había
resignado á recibir las lecciones de un polli-
14
no, y obró prudentemente, porque á veces los
más humildes dan lecciones provechosas á
los más sabios.
L e fué bien hasta el fin, repetimos, porque
algún tiempo después pensó en casarse, y lo
estuvo dudando, porque no sabía á punto fijo
si la nueva carga iba á ser de sal ó de es-
ponjas.
Pero como la novia era andaluza y muy
salada, creyó lo primero y se metió en el
agua resueltamente; es decir, que se casó y
fué feliz. Y aquí se acabó la historia de don
Tomás Barrientes y del borrico de la sal y
de las esponjas.
En la puerta del Cielo

JACINTO OCTAVIO PICÓN

En esas regiones superiores, en esos es-


pacios misteriosos que los ojos de la mate-
ria no alcanzan y que sólo puede fingirse la
mirada del espíritu; en esa gloria que la r e -
ligión promete al justo, por la que muere el
mártir y de que duda el sabio, vive, según
dice la doctrina católica, una vida eterna y
bienaventurada aquel apóstol Pedro, á quien
Cristo dio, con las llaves de su reino, la fa-
cultad de conceder ó negar la entrada en el
Paraíso á cuantos pecadores lleguen á sus
puertas cargados con el pesado fardo de la
culpa ú orgullosos de su virtud.
Estaba un día Pedro recordando la noche
en que negó á su Divino Maestro por tres
16

veces, cuando vio que hacia él venía, con


paso firme, una mujer vestida con esos há-
bitos tristemente poéticos, de color sombrío
y de grosero aspecto, que llevan las herma-
nas de la Caridad. Iba y a el apóstol á pre-
guntarle quién era y cómo había vivido,
antes de darle ingreso en el reino de los cie-
los, cuando por el lado opuesto apareció
otra mujer que caminaba lentamente, con la
frente b¿ja y como temerosa de haber anda-
do en vano y de tener que deshacer lo a n -
dado. Venía completamente desnuda; había
sido en la vida cortesana, y al empezar ese
viaje que el alma emprende cuando muere i
había renunciado á las galas que cubrían
sus formas, ganadas con los besos del peca-
do y realzadas por el brillo de la hermosura.
Chocaron, desde luego, al varón santísimo
la actitud resuelta, segura y decidida de la
una para entrar en el cielo, y la cortedad é
incertidumbre de la otra; el que una viniera
á reclamar su parte de Paraíso, cual si tu-
viera el billete comprado de antemano, y el
que otra pareciera, en su ademán, y su pos-
tura, implorar, como limosna de la gracia
divina, su asiento entre los elegidos.
— ¿Quiénes sois? — les preguntó. ¿Cómo
habéis creído penetrar en la gloria sin que
antes y o conozca vuestras vidas; y, con-
forme á lo que me fué concedido, ate ó
desate e l hilo de vuestras esperanzas, según
17
encuentre en él de prietos los nudos de la
culpa? ¿Quién eres tú, que envuelto el pá-
lido rostro en blancas tocas, vestida de burda
lana y con rosario á la cintura, tan fácil
crees la salvación eterna? ¿Y tú, que desnuda
como la imagen de la verdad, vienes hu-
milde, temerosa, escaldados los ojos por
las lágrimas y todavía húmedos los labios
por los besos?
— Y o — d i j o la hermana de la Caridad—
nací rodeada de las galas del lujo; pasé mi
infancia entre los halagos del cariño, y entré
en la juventud por esa misteriosa puerta de
las ilusiones, que sólo se franquea una vez
y en repasar la cual paiece que se consume
nuestra vida. Desperté á la adolescencia al
calor del fuego del amor primero; en su di-
vina llama se abrasó mi alma, casi se con-
sumió mi espíritu, pero mi cuerpo permane-
ció puro, y no llegué á gustar del placer
más que el deseo. Conservé limpia, como
la piel del blanco armiño, mi pureza, y
mortifiqué mis sentidos; resistí al grito ten-
tador de la naturaleza, cuando en la prima-
vera corre por nuestras venas, ardiente y
como brasa líquida, la sangre que afluye á
los labios para evaporarse en besos, y la
fuerza que se agolpa á los brazos para es-
trechar al hombre amado: cuando en el oto-
ño de la vida sentí invadido mi cerebro por
todas esas ideas que la mujer adivina, pero
2
i8

que la virgen no se explica, y mi corazón


por todas las pasiones de una juventud con-
trariada; cuando el fuego que devoraba mi
alma no era el amor de los primeros años,
no la inquietud vaga y misteriosa que pre-
siente las dichas del amor cumplido, sino el
sacudimiento histérico de un temperamento
ardiente y comprimido, entonces busqué en
las lágrimas del alma raudales con que ane-
gar el incendio de los sentidos; y sobre
aquella culpa que no llegué á cometer, pero
que deeeé ver consumada, y que me fingí
con deleite en los lúbricos antojos del vo-
luntario ensueño, lloré más llanto y más
amargo que el que vierte el sincero arrepen-
timiento sobre el crimen. Entonces, con alma
que inspiraba deseos y sin fuerzas que los
contrarrestaran, como flor que, privada de
dar al viento el aroma que exhala, muere
marchitos y abrasados los pétalos por la
misma intensidad de su perfume, sentí des-
fallecer mi espíritu y vi trocarse en pálidos
y débilmente sonrosados aquellos labios
míos, cu) a candente grana había mojado con
mi aliento de fuego mientras prodigaba á un
fantasma creado por la fiebre beso9 que
chasqueaban en el aire como aristas rotas, y
cuyo eco sonoro ensordecía mis oídos ó mur-
muraba en ellos frases y suspiros impregna-
dos de voces misteriosas que entonaban el
epitalamio de una boda eterna. Luego, cuan-
19
do la prematura vejez me devolvió una razóa
que jamás creí haber tenido, y la nieve de la
cabeza sofocó el humeante incendio del c o -
razón despedazado, entonces, pensé en ese
Dios que ama y perdona: y amé con el pen-
samiento cuanto no pude amar con los sen-
tidos. A r r o j é lejos de mí por enojosas é inú-
tiles las galas, las joyas y las flores; rasgué
los rasos que se ajaron de celos ante la sua-
vidad de mis mejillas, las sedas que oculta-
ron los latidos de mi corazón; aborrecí cuan-
to me había servido para convertir mis en-
cantos en promesas .. Ceñí estas tocas, vestí
esta falda, y todo el amor que sentía quise
verterlo como inmensa oleada de ternura so-
bre esos seres cuyo amor había ambiciona-
do tanto sin lograrlo, devolviéndoles bien
por mal y cuidado por olvido. Corrí á los
hospitales en que padecen primero y mueren
luego los abandonados de la fortuna, y tam-
bién los locos que creen tenerla siempre por
amiga; enjugué las lágrimas del que al llegar
su última hora no tenía otros ojos que reco-
gieran la mirada de los suyos; curé las pesti-
lentes llagas del vicioso; cerré las heridas
que el hermano infirió al hermano; sofoqué
con mi mano la última maldición de la boca
del blasfemo, y con las palabras de mi rezo
acallé la postrer imprecación del reprobo.
V o l é á los campos de batalla y, envuelta en
tempestades de plomo, me arrodillé junto á
20

esos héroes anónimos á quienes la patria


sólo exige, no una vida gloriosa, sino una.,
muerte obscura; escuché de sus labios la úl-
tima palabra de amor para la amada, la últi-
ma frase de confianza para el amigo y la úl-
tima oración para la madre, ese rival eterno
de Dios en el corazón del hombre... He visto
morir al marino alejado de la costa; al sol-
dado, de la patria; al hijo, de la madre; al
hombre divorciado de la razón y la justicia;
y dando consuelo, vida, calor y fe á muchos,
he llorado y rezado por todos. ¡Mío es el
reino de los cielos!

— Y o — d i j o entonces la cortesana, t e m e -
rosa de que su vida pareciera al santo após-
tol un tejido de errores—no he tenido fami-
lia. En la escalinata de la puerta de un tem-.
, pío me abandonó una madre que no entró
en la santa casa á bautizarme, ignorando que
la que penetra culpable sale purificada por
el dolor de su desgracia. Me criaron pechos
pagados con el dinero de esa limosma ¡ úbli-
ca que envilece al pobre sin socorrer al tris-
te, y fui educada en un hospicio, entre niñas
como y o , hijastras del amor, ó hijas del v i -
cio. Encerradas todo el mes, sacábannos á
paseo algunas veces formadas de dos en dos,
como jauría de perros; todas éramos feas,
como si en el rostro lleváramos pintada la
turbación de una pasión culpable, la mancha
21

de un placer infame, ó la priesa de un amor


sobrado.

Cuando salí del hospicio, quise ganar hon-


radamente mi sustento, Entonces supe que
el pobre, con sus propias lágrimas, acibara
el pan que come.
V i al mismo tiempo, si no honrada, favo-
recida la holganza; pagados los favores de la
hermosura con la pompa y el esplendor de
Ja riqueza; vi hacer de la virtud comercio, de
la belleza tráfico, del pudor mercancía, y me
arrojé en la circulación de esos valores que
respiran, cuya cotización casi regulan los po-
deres y que algunos miran todavía como á
más que bestias y menos que mujeres.
Entré en la bacanal de la vida vendiendo
belleza á los que y a no pueden conquistarla,
sentí sobre mis mejillas el beso frío del indife-
rente que da satisfacción al instinto sin sen-
'tir amor, y sobre mis labios rastreó babean-
do la boca inmunda del viejo decrépito y vi-
cioso. La nieve de mi frente se trocó en cie-
no; las rosas de mi pecho se ajaron como
flores presas por una mano abrasadora; á se-
mejanza de las bacantes paganas, sentí en la
boca el espachurrarse de los negros racimos
oprimidos por otros labios más ardientes que
los míos, y juntas con el jugo embriagador
del fruto, me quemaron el rostro las llama-
radas del sonrojo.
22

En vano protestó mi conciencia de aque-


lla esclavitud odiosa y denigrante. Apenas
salían de mis labios frases de arrepentimien-
to, y y a en mis oídos sonaban risas de in-
credulidad.
Sólo para el mal encontré anchas todas las
•ías, risueños todos los ro tros, generosas
todas las manos. Llegó el día de mi muerte,
y la vida que empezó en una calle, siguió en
un hospicio y continuó en los máb brillantes
lupanares, acabó en un hospital, no templo
de la caridad, sino lugar donde, al volver los
ojos, creí ver revestidos los muros de espe-
jos fidelísimos de mi pasado, no hallando
por doquiera otra cosa que asco, vergüenza,
odios y rencores. Viví reconociéndome ino-
cente y despreciándome á mí misma... |Por
lo que he sufrido, dejadme entrar en el reino
de los cielos!
—Entrad las dos;—dijo San Pedro—pero
tú, pecadora, entra delante; y vos, hermana,
entrad también: mas no fundéis en vuestra
virtud tanto orgullo, que si no os envío al
infierno es porque y a lo habéis pasado en.
vida.

18S6.
Los tres poderes

EUGENIO SELLES

Erase que se era un rey que tenía tres


hijos; los vistió de colorado... y y a está el
cuento empezado.
Y en verdad no los vistió de colorado,
sino de negro, color de luto; porque el bue-
no del rey estaba para morir cuando llamó
á ios tres hijos, y les habló de esta manera:
— Y a veis cuan de prisa me v o y al pan-
teón, sin llevarme á él más de lo que que-
rráis ponerme por mortaja; no me llevo mi
reino, ni mis riquezas, ni mis honores, ni
mis palacios, porque es la fosa tan estrecha,
que en ella no cabe sino el cuerpo. L o de-
más ahí queda para vosotros. Pero puedo
llevarme un consuelo, que ese no ocupa lu-
24

gar, é irá sentado en mi corazón. Y es el de


saber que os repartís mi herencia sin dispu-
tas ni rencores que turben la paz de mLse-
pultura. Así, pues, escoja cada cual de vos-
otros !a parte que apetezca, y si no hubiera
conformidad, y o la pondré en las pocas
horas que me restan.
Yo—dijo el mayor—escojo la corona, con
el poder y autoridad que representa. Y no
pido nada fuera de justicia, porque ellos to-
can al primogénito, según leyes y costum-
bres de nuestro reino.
—Dices bien; tuya es la corona.
— Y o — d i j o el segundo—escojo los teso-
ros y haciendas, porque es justo que quien
es hijo y hermano de reyes tenga con qué
sustentar el decoro de la majestad.
— Y si os lleváis todo por derecho de
primacía, qué dejáis para vuestro hermano
menor, que es tan hijo y hermano de reyes
como los sois voíotros?
— L e quedan los palacios de la ciudad y
de recreo que no deba ocupar el rey futuro.
—Ni los necesito ni los quiero—dijo el
menor,—porque palacio sin rentas, antes da
risa que respeto. Dejadme solamente la bi-
blioteca de la familia. No hará gran falta á
mis hermanos; y si les fuere menester, bien
podrán el uno conquistar y el otro comprar
biblioteca mejor que ésta. Y os juro por el
reposo de nuestro padre, que mi elección va
25
tan conforme con mi gusto y quedo tan
contento con mi parte, que no habría esco-
gido otra á ser y o el primogénito.
—Hágase como lo pedís. Y muero tran-
quilo, puesto que os dejo en paz.
Y murió el buen viejo, que había sido un
buen monarca, aunque, por tradición de su
país, monarca despótico, como se echa de
ver por el reparto que hizo de su herencia,
sin sujetarse á otra ley que su voluntad.
Ulrico, que así se nombraba el hijo ma-
yor, entró á gobernar su reino, un estado
constituido autoritariamente en la semicivi-
lización de la antigua autocracia slava.
Wladimiro, el segundo, pasó á gozar de
su opulencia, llevando vida de príncipe rico,
parte soberano en cuanto á los fueros, p r e -
eminencias y ventajas, y parte vasallo en
cuanto á la independencia de la vida y la
persona, estado cómodo y envidiable, tan
libre de la obligación de mandar como des-
cansado de la pesadumbre de obedecer.
Sergio, el menor, se dio á perfeccionar su
sabiduría, que y a era grande, y á cultivar
su entendimiento, que no era poco, según
se puede advertir por la elección de su h e -
rencia.
El rey Ulrico disponía á su antojo de vi-
das y haciendas, mandaba los ejércitos de
tierra y mar, recibía embajadas de soberanos
extranjeros y homenajes y reverencias de
26

los subditos propios. Pero, no poseyendo


otras rentas que las de su lista civil, no muy
abundante, vivía con modestia despropor-
cionada á tan grande poder y autoridad. Y
envidiaba á su hermano Wladimiro. Wladi-
miro vivía con tanto rumbo y boato, que
mejor que príncipe de las rudas dinastías
slavas, se le creyera un príncipe de las anti-
guas dinastías babilónicas. Festines, banque-
tes en su palacio de la ciudad, cabalgatas y
monterías en sus palacios de recreo, legio-
nes de criados y de aduladores, corte de
parásitos más numerosa que la corte oficial
de su rey. Pero no tenía el poder soberano.
Y envidiaba á Ulrico. El uno se emborra-
chaba en una orgía de autoridad; el otro en
una orgía de placer.
Y a m b o s concordaban únicamente en una
cosa: en desdeñar á Sergio, que, ni rico ni
poderoso, pasaba sus días en el estudio y la
meditación.
— T o d o lo puedo y o con mi acero—decía
Ulrico acariciando con la mano su espada,
ante la cual temblaban sus vasallos.
— T o d o lo puedo y o con mi oro—decía
Wladimiro, tirando al aire sus monedas>
ante las cuales se humillaban las turbas y
se abrían las puertas y se doblaban las v o -
luntades y los amores.
Y electivamente; el rey, á fuerza de tira-
nías, cohechos y exacciones, pudo ser y fué
27

rico, chupando la sangre de sus subditos..


Y el príncipe, a fuerza de dádivas y c o -
rrupciones, se atrajo gran golpe de parciales
•—que el oro los recluta fácilmente entre los
malos,—los cuales le proclamaron por rey
de un territorio vecino.
Ulrico y Wladimiro quedaron henchidos-,
de satisíacción y de orgullo pensando que
habían y a encadenado la felicidad.
El mando y la riqueza piden tanta suerte
para conseguirlos, como discreción para em-
plearlos. Y de esta cualidad carecían precisa-
mente ambos reyes; por lo cual se desespe-
raban viendo con sorpresa y con ira que con
todos sus esplendores deslumbrantes, ni la.
fuerza conquista ni el oro compra una sola
lucecilla de entendimiento. Y aquellos dos
pobres de inteligencia, si alguna vez la tu-
vieron en su espíritu, nunca la descubrieron
por falta de labor y cultivo. Porque estaban
criados á la usanza de aquellas razas anti-
guas, que fiaban todo á los prestigios de la
alcurnia y de la fuerza. Bastábales con saber
echar una firma garabatosa ó manejar una
espada reluciente. Cualquier otro oficio, así
fuese liberal, era reputado por vil y digno
sólo de gentecillas asalariadas para discurrir
por los magnates, quienes se hacían servir el
alimento intelectual de la misma manera que.
el alimento corporal, por servidores merce-
narios.
28

A s í se embrutecieron aquellas razas; así


se petrificaron aquellas naciones, purgando
en la dominación extranjera el pecado de
subvertir la obra de la naturaleza, que colo-
ca el cerebro en la cima de la figura huma-
na para mostrar su supremacía. Y así lo pa-
garon los soberbios príncipes. Sus deprecia-
ciones, tiranías y derroches, provocaron la
ira de sus subditos y la enemistad de otros
reinos, y la guerra de afuera, ayudada de la
revolución de dentro, devoró en pocos días
el poder de Ulrico y Wladimiro, que pare-
cían sentados sobre tronos inconmovibles de
acero y oro. Combatidos, derrotados y aban-
donados de los que fueron cortesanos de la
fuerza y parásitos de la fortuna, que se p e -
gan al manto y no á la persona de los reyes,
hubieron de huir de sus reinos con más prie-
sa que equipaje y más miedo que comitiva
para quitárselo.
El pueblo desbordado, que, como los ríos,
toma en una hora venganza de los diques y
presas que lo oprimieron durante muchos
años, se desquitó de las tiranías pasadas in-
cendiando los palacios y castillos de sus r e -
yes. Y no se libró de la ruina general el po-
bre Sergio, porque en tales desquites suelen
las familias padecer las culpas de las per-
sonas.
Los tres hermanos pudieron, con grandes
fatigas, refugiarse en una nave extranjera
29

que los dejó en isla remota y gobernada al


uso patriarcal.
Ulrico desembarcó antes que los otros,
con paso firme y cabeza erguida, como quien
está acostumbrado á ser el primero en todo.
Siguióle Wladimiro, pisando con cautela
para no poner el pie en el lodo y suciedad
del camino y mirando con asco las toscas
viviendas del país, como quien no sabe vivir
sino en medio de sederías, tapices y regalo.
Iba detrás Sergio con cara de gozo y mi-
rada de curiosidad satisfecha, como quien se
recrea en conocer cosas y costumbres nue-
vas. Su amor al estudio le daba allí la felici-
dad que faltaba á sus hermanos.
Erraron durante algunas horas por la p o -
blación solos y tristes, sin más abrigo que la
ropa puesta y sin dinero para albergarse
porque los crueles revolucionarios les despo-
jaron de todo lo que tenía valor. Únicamen-
te se había salvado una cosa: un libro que
Sergio se llevó consigo, y eso porque en el
país era objeto despreciado que nadie que-
ría.
Cogióles la noche y durmieron en mitad
de la calle. Y durmieron mal y poco, porque
no tardó en despertarles un guardia de la
policía advirtiéndoles que en aquel pueblo
no se consentía la vagancia ni la mendicidad.
A l verse tratados de tal manera los dos or-
gullosos monarcas se desmandaron contra el
3o
guardia, y éste los llevó presos ante el jefe
de la isla.
—¿Por qué dormíais en la calle?—les pre-
guntó.
— Porque no tenemos nada.
— P u e s hay que ganarlo con el trabajo. S e
os dará ocupación. Tú, ¿qué sabes hacer?
— Y o , mandar,—dijo Ulrico.
—Buen oficio mientras haya quien obe-
dezca.
— Y o , gastar,—respondió Wladimiro.
—Buen oficio mientras haya dinero.
—Hemos perdido reinos y riquezas, todo,
todo.
—Vosotros habréis perdido todo, y o nada,
—dijo Sergio.
—¡Pues si ni tú ni nosotros tenemos más
que lo que traemos encimal
—Por eso no he perdido nada. He salva-
do todo mi equipaje; lo traigo puesto: en el
cerebro.
— ¿ Y tu biblioteca?
—También la traigo: en la memoria.
—Pues tú serás el único que vivas aquí.
Y los dos soberbios príncipes quedaron
humillados ante aquel á quien tanto despre-
ciaban, aprendiendo tardíamente que sólo
h a y poder firme é imperecedero: el del en-
tendimiento.
LA SePULTURe^A

EUSEBIO BLASCO

— ¡ A h í tienes la cena! Y o no tengo ganas.


—Pues están muy apetitosas las chuletas,
y el arroz huele á gloria... ¿Qué tienes? Y o
ao sé si es la calor ó tu convalecencia de las
calenturas, pero estás que no te aguantas á tí
misma. Aprende de mí, que hoy he enterra-
do á seis párvulos y cinco personas mayores
y estoy reventado, y ahora, que son las ocho
de la noche, acabo de abrir dos zanjas para
huéspedes nuevos; y, sin embargo, vengo de
buen humor, porque v o y á verte, á cenar
contigo, con mi Nicanora, que cada día está
más buena moza.
32
— ¡Quita day!
— ¡Un abrazol
— ¡ Q u e no! ¡Que estoy requemada y con
la sangre ardiendo y no tengo humor de
mimos! ¡Quién me sacó á mí de la plaza de
los Mostenses! Allí, á lo menos en este mes
de Agosto, sentada en la acera, delante de
la fresquería de mi padre, hablaba con la
gente, oía requiebros y buenas palabras , la
servían á una la cena y no tenía uno que
hacerla; tomaba una el aire...
— Pues vamos á sacar la mesa á la puer-
ta: anda, hay una luna hermosa, cenaremos
fuera, nadie nos ha de estorbar.,, vaya, coge
de este lado...
— S í , eso es; cenar delante de las tumbas,
viendo esos fuegos que salen de las fosas y
me siguen y me corren, que de eso cogí la
enfermedad; cenar á la luna, rodeada de
muertos...
¡Maldita sea la hora!
—¡¡NicanoraÜ
Y Acisclo se levantó y echo mano al
bolsillo izquierdo interior de la chaqueta.
—¡Quél ¿Me vas á matar? ¡Pues y a tardasl
Pa vivir aquí sola, siempre sola, condenada
á no ver más que carros de muertos, cadá-
veres y más cadáveres, que al descubrirlos
para decirles el último responso, están h o -
rribles... y luego no tratar con mi marido
más que a las horas de comer, y tener que
33
guisar cosas que para traerlas de Madrid es
menester andar leguas...
¡Oh, qué aborrecida estoy y qué harta!
No, no me mires así, ni te pongas descolo-
rido; y a te lo he dicho, no le temo á la
muerte...
¡Enterrarás un muerto más y y o habré
descansao!
Acisclo sacó la mano del bolsillo interior
y se echó á llorar.
Y era cosa de ver aquel mocetón de vein-
tiséis años, fuerte, robusto, buen mozo, y
aquella hermosa madrileña de veintitrés,
blanca como la nieve, con los ojos negros
como la mora, despechugada, la blusa abier-
ta, los brazos al aire, la falda recogida á un
lado, los blancos pies metidos en zapatos
descotados, que fueron de noviazgo, y que
ahora en chancleta servían de babuchas...
¡Oh, qué hermosa estaba! ¡Y él, qué ena-
morado!
Lloraba, lloraba como un niño, y ella no
se conmovía; porque las mujeres lloran para
enternecer y hacer sucumbir á los hombres,
¡pero cuando nosotros lloramos, nos resisten
y luchan!
—¿Te engañé y o acaso cuando te casas-
te conmigo? ¿No te dije que mi oficio era
vivir en el cementerio, vida tranquila, si se
quiere, y de provecho, porque tienes la casa,
tienes un jardinillo, tienes la seguridad del
3
34
amor de tu marido?... ya, y a te conozco; á
tí no te gusta esto, á los ocho meses de
casada y a no quieres más soledad, te hace
falta Madrid, y la plazuela, y las verbenas,
y los piropos de los chulos, porque eres chu-
la de sangre, porque lo eresl
Y lloraba, lloraba, y se daba con la ca-
beza contra el respaldo de la silla.
— ¡ Y qué!—exclamaba la Nicanora desa-
filándole .— Y o tenía mis buenas alhajas,
que me regalaron mis parientes cuando me
casé, y a sabes que soy ciega por las alhajas,
todas me las has empeñado y se han per-
dido...
— L a s empeñé para pagar el médico y la
botica, porque has estado enferma dos m e -
ses, y cada vez que venía el médico desde
Madrid costaba dos duros, y la botica ha
subido á más de tres mil reales .. y gracias
á Dios todo lo doy por muy bien empleado,
porque y a estás buena, y tan buena moza y
tan hermosa... Oye, Nicanora, no nos enfa-
demos, ven, déjame que te abrace...
— ¡Quita day, te he dicho! ique estoy para
echar á correr de aquí y no volver en mi
vida! Pensar que y o lo pasaba tan bien, que
tenía un novio rico...
—¡No lo nombres!
— S í , aun tienes celos de él, de Isidro el
matutero... Matutero ó no, y diga mi padre
lo que quiera, valía más que tú, que no ha-
35
ees nada por tener á tu mujer contenta...
contenta... [No te acerques, que hueles á
muertol
—Nicanora, por Dios, por la Virgen S a n -
tísima de la Paloma que nos está oyendo ( y
señalaba á la imagen que tenía en la pared,
sobre la cama), no me tientes, no me pon-
gas en un precipicio... mira que te quiero
cada día más, que esta noche, así, tan des-
cuidada como estás, te veo más hermosa
que el día en que nos casamos... ¿Qué es lo
que tú quieres? ¿Qué quejas tienes de mí?
jQué puedo y o hacer para que me niegues
esos brazos que son mi descanso, mi alegría,
•mi felicidad?
La Nicanora pareció ablandarse.
Se acercó á él, se arremangó hasta los
hombros, y dándole un cariñoso codazo...
— ¡ Y o te daré más abrazos que muertos
hay por ahí fuera; pero dame gusto alguna
vez, dime que harás lo que y o te pida.
— ¡ T o d o lo que se te antoje!
—júramelo.
—¡Si no hace falta!
— J ú r a l o delante de la Virgen!
— ¡ T e lo juro; pide por esa boca!
— ¡Vaya, hombre, que siempre se ha de
liacer lo que tú quieras!
36

II

¡Oh, pálida luna, que presides en la sole-


dad de la noche á los más íntimos amoresf
¡Muertos que dormís el eterno, sueño en el
fondo de vuestras tumbas!... ¡fosforescentes
luces de los huesos humanos que revoloteáis
en torno de la humilde vivienda; ruiseñores
de la pradera que cantáis en la callada noche
de verano!... ¡emblemas y símbolos de la
temida muerte, respetad y arrullad en silen-
cioso coro los éxtasis mudos de exhuberan-
tes vidas!

III

El reloj del cementerio dio las tres. L a


luna comenzaba á descender, y sus rayos
últimos, penetrando por las entreabiertas
ventanas, alumbraron la sombría y trágica
escena...
— O y e — d i j o la Nicanora.—Esta tarde ha-
béis enterrado á la mujer del joyero de la
calle de la Luna. S e conoce que su marido
la quería mucho, porque al abrir el féretro
37
en el patio, delante de todos aquellos seño-
res que vinieron con el duelo, la vi cubierta
de brillantes, esmeraldas, rubíes; la muerta
lleva brazaletes de oro, pendientes de perlaSj
un collar que vale lo que tú no sabes... Coge
la piqueta y tráeme todo eso...
Acisclo saltó del lecho al suelo como un
tigre herido.
—¡Qué es lo que me pidesl
— ¡Lo que me has prometido! ¡Lo que me
has jurado!
— ¡No, por Dios! ¡Por la Virgen Santísi-
ma!... ¡Eso no puede ser, eso no se ha hecho
nunca!
— ¡ Y eres tú el que me quieres tanto! ¡Qui-
ta doy, cobarde!
Y de un empujón de sus robustos brazos,
le arrojó lejos de ella.
Acisclo se puso de rodillas:
—¡Nicanora, vida mía, ten compasión de
mi!... ¡no me pidas cosa tan horrible!
—Ni tú me pidas á mí que viva más con-
tigo. A las cuatro y media amanece, y á las
cuatro y media me voy, ¿lo oyes? Porque
eres un nadie, porque no eres hombre de ha-
cer nada por una mujer, ni aun por la tuya...
¿Y y o te he abierto los brazos?... ¡Quita, quí-
tate de en medio, cualquier cosa!
El hombre se levantó, miró fijamente al
cuadro de la Virgen, descolgó de la pared la
piqueta y la pala, se volvió á contemplar á
38

su hermosísima mujer que desmelenada y


perezosa, estaba tendida en la cama con el
mayor descuido y en todo el esplendor de
su juventud, y le dijo por última vez:
—¿Pero por qué tienes esa ambición de
cosas ricas? ¿No eres feliz aquí á mi lado?
— T e n g o que ir á la verbena de San A n -
drés, lo he prometido: todo aquel barrio me
conoce; mis alhajas se han perdido; no me
queda más que el mantón porque lo salvé de
tus uñas... quiero que me vean como me
han visto siempre, quiero que digan que tu
mujer, la sepulturera, ha hecho raya, ¿lo
oyes? L a muerta no necesita perlas y dia-
mantes, y cuando tú veas como y o sé po-
nerme...
Acisclo echó á correr, exclamando:
—¡Espera! |No hablemos más! ¡Ya está
hecho! ¡ya está hecho!

IV

L e vio marcharse corriendo, á la luz de la..'


moribunda luna...
Y entonces metió la mano por entre los,
dos colchones y sacó la carta que desde dos
semanas antes tenía escondida. La carta
decía:
39
Si eres una mujer de veras, vente, que con-
migo no te faltará nada.—Isidto.
La rompió en mil pedazos y se puso á la
ventana á contemplar, allá á lo lejos, en el
fondo del primer patio, á su marido, que l e -
vantaba la blanca losa, y daba fúnebres y
sordos golpes con la piqueta... Operación
larga, muy larga, que ella presenciaba á dis-
tancia, allí, sola, recogiéndose y echándose
atrás la mata de pelo que le caía por los
hombros y la sofocaba, porque la impacien-
cia y el miedo á la soledad del santo lugar
le daban fríos sudores...
Comenzaba á amanecer. La tenue claridad
del nuevo día se dibujaba por cima de las
tapias, y allá, en el fondo del árido paisaje
madrileño, sobre las cumbres del blanco Gua»
darrama, rosados tintes anunciaban un día
estival, rico de luz y de calor sofocante.
Y a la tremenda faena estaba por lo visto
acabada, Acisclo volvía.
Entró en su vivienda y arrojó sobre la
mesa donde aún estaba intacta la cena de
ambos cónyuges olvidada, dos brazaletes,
unos pendientes, un collar, sortijas, broches,
una verdadera riqueza, que aun á la débil luz
matinal deslumhraba con la irradiación de
las piedras preciosas.
—Toma... ahí lo tienes todo... todo... L a
muerta tiene los ojos abiertos... me miraba
de un modo espantoso, le he arrancado cuan-
4o
to llevaba encima... estoy aterrado, estoy
rendido de cansancio, de hambre, de insul-
tos y de caricias... mañana tal vez... el pre-
sidio... pero á gusto tuyo, todo por tí, todo
para tí, tú mandas, tú eres la reina, tú eres
mi vida, mi alma, mi voluntad...
Cayó sobre la cama desplomado, como
muerto ..
—Duerme, hijo mío, duerme...—dijo ella
besándole en la frente...

Y así que le vio rendido á la fatiga y á las


emociones de la noche, salió al patio, llenó
un cubo de agua en la fuente, volvió á su
caseta, se lavó y se relavó, sacó de la cómo-
da las medias negras de los días de lujo, las
enaguas crujientes de puro almidonadas, el
vestido de percal rosa pálido con motitas
obscuras, y sobre todo esto, el pañolón n e -
gro de sesenta duros con media vara de fle-
co. Y en seguida la peina del día de la boda,
y así que toda la ropa cuidadosamente guar-
dada con premeditación y alevosía, estuvo
sobre el hermoso cuerpo, lo adornó con las
alhajas tiradas sobre la mesa: brazaletes,
pendientes, sortijas, broches...
41
S e contempló un instante en el modesto
espejo que sobre la cómoda había. Sacó ade-
lante el pie derecho para vérsele bien calza-
do con los descotados zapatos amarillos, y
después de apretarse con ambas manos las
caderas y tornar á mirarse, dando media
vuelta y volviendo la cara, apoyó la mano
en la puerta, lanzó una larga mirada sobre
el sepulturero, tendido boca arriba y respi-
rando con fuerza profundamente dormido...
levantó á la vez los dos hombros y arqueó
los ojos, y adelantó el labio inferior con un
gesto de suprema y fatal resolución, y salió
al campo respirando con ansia el aire fresco
de la mañana.

VI

Los periódicos lo anunciaron al día si-


guiente por la tarde:
«...El señor cura del cementerio halló esta
mañana profanada la tumba de la inolvida-
ble y virtuosa señora de Orioste, enterrada
anteayer tarde. Todas las alhajas que el ca-
dáver llevaba, han sido robadas. El sepultu-
rero Acisclo Gómez se ha declarado autor
d e este infame robo, y ha sido inmediata-
42

mente detenido. A l ser conducido desde el


cementerio á la cárcel, aprovechando un
instante de descuido de los guardias, se ha
dado la muerte degollándose con una navaja
de afeitar que, no se sabe cómo, había sin
duda conseguido ocultar para llevar á caba
el suicidio...»
L IR 1 V A L

CONDESA DE PARDO BAZÁN

L a única mujer que me ha trastornado


inspirándome algo espiritual, algo domina-
dor—dijo Tresmes evocando uno de sus r e -
cuerdos de galanteador incorregible,—ni era
bonita, ni elegante, ni descendía del Cid...
Por no ser nada, tengo para mí que ni aun.
era virtuosa, en el sentido usual de la pala-
bra. Para mí virtuosa fué, ó dígase inexpug-
nable; y acaso sea esa la verdadera razón de
mi sinrazón,—porque, créanlo ustedes, estu-
v e loco.
A n t e todo referiré cómo la conocí. Es el
caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda...
¿No os acordáis? ¡Fué tan público aquélíol S ív

Celita, mi prima, á la sazón mi doña Perpe-


44
tua (ya íbamos cansándonos de constancia,
preciso es decirlo en elogio de los dos), un
día en que nos aburríamos más de la cuenta
y temblábamos ante la perspectiva de pasar-
nos la tarde entera poniendo bostezos de á
cuarta entre un paloma y un mía, me pro-
puso lo que acepté inmediatamente: ir á con-
sultar á una adivina, sonámbula, ó qué sé y o
qué, recién llegada de París. Dicho y hecho;
nos embutimos en un simón —á esas cosas
no se suele ir en coche propio,—llegamos á
la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico
que recuerda la Inquisición, subimos una es-
calera destartalada, y entramos en una salita
•con muebles antiguos, de empalidecido da-
masco carmesí...
—¿Y cómo es que una hechicera parisien-
se se había metido en tal tugurio?—pregun-
tamos al vizconde.
— ¡ A h í Ella vivía en un hotel, pero para
mayor misterio consultaba en aquella vieja
•casa, que desde tiempo inmemorial habitan
las brujas de Madrid. Sí: es una morada—lo
averigüé entonces,—donde nunca falta quien
eche las cartas y practique los ritos quiro-
mánticos.
Soltamos la carcajada, sin que Tresmes
uniese su risa á la nuestra, de un superficial
escepticismo.
—Esperamos—continuó—cosa de media
shora, y la espera irritó la curiosidad. Sin
45
embargo, tomamos la cosa como travesura.
Cuando nos hicieron pasar al gabinete nos
dábamos al codo. Aunque era día claro, en
Abril, las seis de la tarde, las ventanas es-
taban cerradas herméticamente, y la habita-
ción, revestida de paños negros, la alumbra-
ban cirios en candeleros de plata.. A n t e una
.mesita con tapete de raso negro vi sentada
á la bruja. ¿Me permiten ustedes que la llame
así? ¡Como que jamás he sabido su verda-
dero nombre!
— V a y a por bruja,—respondimos entre
burlones y condescendientes.
— L a bruja, pues, era una mujer joven^
pálida, muy pálida, casi demacrada, cuyos
ojos, de un color de avellana amarillento,
hervían en chispas de luz como la venturina
al sol. Sus labios eran demasiado rojos; su
pelo, lacio, negro, abundante, debía de p e -
sarle. Vertía una bata grana y llevaba al
cuello un collar de amuletos egipcios...
—¡Estaría hecha una birria!—exclama-
mos algunos, que habíamos determinado
poner en solfa el cuento de Tresmes.
— E s o opinó Celita cuando salimos á la
calle— repuso él;—pero ¿qué sabemos lo que
es risible, lo que es ridículo? El convencio-
nalismo social dicta leyes, la pasión no las
conoce... Desde que puso los pies en el ga-
binete negro de la bruja me sentí, ¿cómo ex-
plicarlo? fuera de ó sobre lo convencional.
4 6
Mi prima Celita, intachablemente vestida,
me produjo el efecto de una muñeca. Los
ojos de la bruja me habían sorbido el co-
razón.
Sin levantarse, sin ofrecernos asiento, nos
preguntó cuál era el objeto de nuestra v i -
sita.
—Que nos diga usted la buenaventura—
gritó Celita aturdidamente.—Mi hermano y
y o (al decir hermano me miraba con malicia
involuntaria) queremos conocer el porvenir.
— D e n m e ustedes á un tiempo la mano—
contestó la bruja;—y reuniendo mi diestra
abrasada y temblorosa con la de Celita, pro-
nunció lentamente sin mirarnos, con los ojos
puestos en el techo: «Hermanos, no. Ena-
morados tampoco. Parientes... y ligados por
un lazo que se rompe...»
Nos miramos con miedo. No cabía más
amarga y completa lucidez. La bruja soltó
mi mano, conservando asida la de Marcela;
la abrió la palma y me hizo señas de que
alumbrase con un cirio.
—¿Debo decir la verdad?—preguntó gra-
vemente.
— V e n g a la verdad,—tartamudeó Celita
impresionada.
— Pues la línea de la vida en usted hace
una rápida inflexión, |tan rápidal...
—¿Es... presagio de muerte?
—Pudiera serlo... No lo afirmo así, en ab-
47
soluto, pero... convendría que tuviese usted
cuidado...
Celita quiso reir, pero su risa era forzada
y su cara estaba lívida.
—¿Y yo?—pregunté para distraerla, ten-
diendo á mi vez la mano. La bruja la tomó
y sentí como una fuerte corriente eléctrica
que atravesaba mi cuerpo.
—Usted... ¿A ver? Tenga la bondad de
alumbrar, señora... lOh! ¡Larga, muy larga
existencia! Ni los excesos ni los placeres
han conseguido atacar la vitalidad. A no ser
por muerte violenta... L a sangre que v e o —
continuó con una especie de extravío—es
ajena. ¡Esta mano sabe dirigir la bala!
Tresmes calló un intante, preocupado;
todos le imitamos, recordando su famoso
desafío con Lamira, á quien había clavado
una en mitad del corazón.
— E n fin—prosiguió después de un rato
de silencio,—salimos de allí, y aunque Ce-
lita declaraba haberse divertido muchísimo,
en realidad íbamos los dos preocupados;
ella, temblando ante la idea de l a muerte;
y o , sin poder olvidar el rostro descolorido y
los ojos de venturina. A l otro día, á la mis-
ma hora, me fui solo á la calle de la Cruz
Verde. Recibido por la bruja, no sé qué la
dije; la confesé el atractivo que en mí ejer-
cía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí.
Helada y serena, me señaló una silla, y e m -
4 8
prendimos larga conversación, entre el olor
de iglesia de los encendidos cirios y el t é -
trico silencio de una habitación tan seme-
jante á un catafalco.
A l g o emanaba de aquella mujer que y o
no había hallado en ninguna. Conocedor y
experto en el género—creo que ustedes sa-
ben que no es jactancia; - coleccionistas de
impresiones femeniles; aficionado al amor
como otros al objeto de arte, encontraba allí
lo nuevo,—y nada escasea en amor como la
novedad.—Si he de definir mis sentimientos
por medio de una paradoja, diré que al lado
de la bruja experimentaba lo que llamaré
frío atdiente. Todo en ella era glacial: su
piel marmórea, lisa, semejante á un témpano;
su rostro impasible de sibila; su habla so-
lemne; el mirar de sus ojos de ágata, trans-
parentes como la superficie de un estanque.
No necesito decir qne rompí con-Celita; fué
un trueno silencioso; sencillamente, no volví
á poner los pies en su casa. Pasaba las tar-
des en el gabinete negro, tratando de leer
en el alma enigmática de mi bruja, ¡en su
alma, lo único de que y o tenía sed! A v e -
rigüé que no era francesa, sino dinamar-
quesa; que no tenía familia; que desde los
quince años rodaba por el mundo, y que
estaba casada, aunque no vivía con su ma-
rido.
—Mi esposo—díjome un día con orgullo
49
— e s un príncipe de la más ilustre progenie;
sus dominios son tan vastos, que jamás po-
drá medirlos; su poder no tiene límites; nin
gún soberano compite con él. Como sabe
que tantas mujeres le adoramos, nos hace
poco caso, y nos es infiel sin cesar. Conmigo
sólo pasó un día—el de nuestras bodas...—
y desde ese día le idolatro. ¡Nadie borrará
su recuerdo, nadie!
A l pronto me causó extrañeza la conseja
del príncipe archimillonario y poderosísimo
que deja á su mujer ganarse la vida diciendo
la buenaventura; pero después, una idea hi-
rió mi imaginación, y se me ocurrió que el
tal príncipe sólo podía ser... Ea, si se ríen
ustedes, me callo. Ese personaje no está de
moda, y sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!
en él nos movemos, vivimos y somos todos los
pecadores y epicúreos de la coronada villa y
de cuantas villas existen. L a ocurrencia de
que el esposo de la bruja era ni más ni me-
nos que... el mismo Diablo, me empeñó más
en su insensato amor, sin esperanza alguna.
¡Rival de Lucifer! Eso no. se v e todos los
días. A l tocar la mano de la bruja, el hielo
de su piel me encendía el alma. Llegué á
creer lo que cuentan de la posesión diabó-
lica...
—<¡Y cómo acabó esa rara manía, vizcon-
de?—insistimos.
~- ¡Ah! De un modo extraño también.
4
5o
Ustedes me dirán si me equivoco... Oigan
ustedes. Estaba y o más embebecido que
nunca en mi pasión del otro mundo, cuando,
casualmente, al leer un periódico, me encuen-
tro con la noticia de que Celita había muer-
to. Una imprudencia á la salida de un baile;
un enfriamiento... En fin, que aquel día la
enterraban. Profundamente emocionado al
ver realizada la profecía de la bruja, resolví
acudir al funeral; ¡no podía hacer menosl A l
entrar en una iglesia por primera vez des-
pués de muchos años, creí divisar á la bruja
en la puerta, abriendo sus brazos blancos y
sin color para estorbarme el paso. Instinti-
vamente—¡hábitos de la niñez!—me persig-
né, murmurando restos de una oración casi
borrada de mi memoria. Entonces desapare-
ció la figura de mujer, y vi el ataúd de Celi-
ta cubierto de paños negros, y oí con terror,
¿á qué negarlo? los rezos de difuntos... Me
prosterné de rodillas, hecho un doctrino.
¡Pobre Celita! Hubiese jurado que su voz,
llorosa y débil, pronunciaba mi nombre... S e
me humedecieron los ojos... y fué como si
me arrancasen del pecho una raíz muy larga
de planta venenosa; se me borró enteramen-
te la imagen de la bruja. Ni volví á pasar
por la calle de la Cruz Verde. ¡Cuando pien-
so que, ocho días antes, me había revolcado
á sus pies, rogándola que se divorciase de
mi rival y aceptase mi mano...!
5i
Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del ciga-
rro, añadió:
— A n t e el amor, más aún que ante la
muerte, debemos reconocer que no somos
nadie... Polvo y ceniza.
Juego de niñas

J A C I N T O BENAVENTE

Pilar, ocho años; Blanca, nueve; Julia,


0Hce. Una Miss; una Fraulein. En el inver-
nadero de un hotel aristocrático.
(Las dos ayas cuchichean en un rincón; la
alemana hace labor de gancho; la inglesa
está mano sobre mano, con aire señorial y do
minador. Las tres niñas hablan muy ani-
madas.)
P I L A R . — M i r a d , aquí en el banco lo pone-
mos todo; figura que son los regalos y el
Uousseau. Y o me v o y á casar, ¿sabes? Como
la hermana de Jacobita, vosotras venís á mi
casa á verlo todo; ésta (señalando á Julia,)
es la mamá, y tú eres mi amiga. Bueno, t o -
davía no habéis venido; ahora lo arreglo y o
54
todo, como en casa de Jacobita; y o estuve
ayer con fraulein por la mañana.
J U L I A . — H i j a , tú lo v e s todo.
BLANCA.—Ve todas las funciones que
echan en los teatros por las tardes.
J U L I A . — A nosotras no nos llevan más que
al circo; no quiere mamá; dice que es pe-
cado.
P I L A R . — T u mamá dice que todo es pe-
cado. ¡ A y , hija! ¿Vosotras no habéis visto
nunca un trousseau? ¡Qué pavas!
J U L I A . — N o lo he visto, pero sé cómo es.
P I L A R . — M i r a , aquí está la ropa blanca:
las camisas, los pantalones...
J U L I A . — ¡ U y ! ¡los pantalones! ¡si ahora no
se llevan pantalonesl
P I L A R . — Y a lo sé; me querrás enseñar...
se llevan unas medias muy largas que suben
hasta aquí.
J U L I A . — L o sé; mamá dice que ella T a
por dentro como las bailarinas por fuera.,.
B L A N C A . — B u e n o ; pero la ropa interior no
se enseña nunca en casa de la novia; se v e
en la tienda.
P I L A R . — P u e s en casa de Jacobita estaba
todo; hasta los corsés.
J U L T A . — P o r q u e son unas cursis. No se
enseñan más que los vestidos y los regalos.
P I L A R . — B u e n o , pues entonces quito todo
esto, que era la ropa interior, porque y o no
quiero ser cursi.
55
J U I I A , — O y e , ¿qué le ha regalado tu mamá
á la hermana de Jacobita?
P I L A R , — U n imperdible todo verde con
muchos brillantes.
B L A N C A . — i Q u é tonta eres! ¡Todo verde!
De oro verde, que es la moda, son las alha-
jas modernistas. Mamá le ha regalado una
medalla de la Virgen del Perpetuo Socorro.
P I L A R . — ¿ Y eso pega para una boda? T u
mamá regala medailas á todo el mundo. Y a
está arreglado; ahora entráis... Pase usted.
¿Tú qué quieres ser?
J U L I A . — Y o , duquesa.
P I L A R . — A h o r a sí que eres cursi: ¡como
que te v o y á llamar y o duquesa! T e llamaré
por tu nombre; ¿no ves que somos iguales?
Digo si quieres ser casada ó soltera, para
preguntarte por tu marido y los niños...
J U L I A . — Y o quiero ser viuda, como tía Te-
resa, y no tengo hijos.
P I L A R . — E n t o n c e s tu hermana, ¿qué v a á
ser tuyo?
J U L I A . — E s o , mi hermana.
B L A N C A . — N o ; y o soy tu amiga; es m u y
soso ser lo mismo de siempre. (Saludos, be-
sos, etc.)
P I L A R . — E l traje de boda. L o he encarga-
do á París.
B L A N C A . — ¡ P e r o tonta! Si el traje de boda
lo regala el novio...
P I L A R . — Y a lo sé; ¿pero dejará de encar-
56
garlo donde y o quiera? ¿Lo va á comprar
hecho? ¡Tú sí que eres tonta!...
J U L I A . — ¡ P r e c i o s o ! ¡de mucho gusto! ¡Lás-
tima de traje para un dial
P I L A R . — ¡ H i j a , no digas eso; eso sí que no
lo dice nadie. ¿A tí qué te importa que el
traje no sirva más que pata un día? ¡No eres
poco aprovechada...! Un vestido de baile, de
tul pailletée; otro de paseo, verde almendra,
con piel de nutria; el abrigo para este traje,
todo de piel, y bolero también de piel para
alternar... ¿Y esta salida de teatro? ¿Y ésta?
J U L I A . — B u e n o . Y á todo esto, ¿con quién
te casas?
B L A N C A . — E s verdad; ¿quién figura que
es tu novio?
P I L A R . — ¡ M i r a que sois tontas! Y o qué sé.
A h o r a estamos jugando á esto; ¿qué nos im-
porta el novio...? El novio es lo de menos.
V a m o s á jugar con formalidad, como si fué-
ramos mayores. Aquí están los regalos,..
(Ysigue enseñando elttousseau imaginario.)
El hijo del Capitán

JOSÉ ZAHONERG

—Nada, chico, nada. Y a ni nos deja que


la hablemos del asunto; es terco y más recio
que un cable embreado,—dijo el veterano
Sanz.
—Pero y o , por mi parte, he de volver á mi
tema, ¿estás tú? No te desanimes, muchacho;
si éste ha sido piloto, y o he sido carpintero
de á bordo, y con mi barrena taladro un
acorazado,—añadió Ginés.
Luego los dos marinos viejos, inseparables
camaradas, insaciables bebedores, animada-
mente hablaron, cuándo uno, cuándo otro,
y en algunos momentos á la vez, afirmando
58
que no habían perdido la esperanza de con-
vencer al capitán para que consintiese á su
hijo casarse con Paulita. ¿Por qué no? si era
una chica muy linda y muy hacendosa. ¡Mi-
ren qué fundado motivo para oponerse á la
boda tenía el capitán: que la niña era hija
de un pobre pescador! Ginés había navegado
dieciocho años á las órdenes del capitán, y
el piloto mucho más tiempo... ¡Cómo no
habían al fin de convencer á éste! Desde
hacía más de un mes le visitaban, le acom-
pañaban á paseo desde la aldea á la playa;
habían salido juntos algunos días en el ba-
landro, doblando con viento y mar la punta
del Proriño... y recordando aventuras pasa-
d a s peligros terribles y lances de guerra.
Esperaban obligarle á que no fuese cruel
con su hijo.
— L e conozco—exclamó con desaliento
éste, Juan Martín, añadiendo:—Es de hierro,
es inquebrantable. Jamás consentirá en que
y o me case con la luja de Parrucho... Repito
que el capitán es de hierro; sólo al fuego del
noble y ardiente amor de mi santa madre
hubiera podido ablandarse la voluntad de
mi padre...pero mi madre, ¡ay! mi madre no
existe... Habré de hacer una locura.
—¿Cuál? No hagas desatinos, muchacho,
—replicó el viejo piloto.
— E l último extremo... robar á la mucha-
cha... Parrucho entonces pedirá por su ho-
59
ñor... y motivo de honra fué siempre ley
para mi padre.
— Ó para que te rompa un hueso... Ten
calma, espera; ¡quién sabel puede que éste,
que ha puesto parches en muchos agujeros,
tapone el casco y lleguéis á puerto, ¿verdad,
Antoñete?
—Haremos una nueva tentativa...—con-
testó el carpintero,
¡Que si quietesl Pasaron días, y nada l o -
graron los viejos, sino que el terrible capitán^
cejijunto y airado, ordenase á sus amigos
que no volviesen á mencionar el caso. T o -
que de silencio.
Sanz y Antonio seguían acompañando al
capitán, y hasta lograron que éste entrase
una ó dos veces en la taberna, pero sin que
hiciera más gasto que el de una diminuta
copa de rom; se hablaba de todo menos
del tema prohibido.
¿A cuántos estamos? A tantos... Faltan
tres días para la famosa fecha, aniversario
del combate...
¡Triste fecha!... Aquel día se reunirían en
la taberna los tres para charlar de aquellas
tremedas cosas, á solas, donde nadie pudiera
oirlos, donde les fuera dado protestar, la-
mentarse, consolarse de su desdicha, de las.
desdichas de la patria...
Alto, erguido, sin arrogancia, airoso sin
alarde, mostrando muy marcada en el rostra
6o
la nobleza y en la despejada frente la inteli-
gencia, escuchaba el capitán con grave si-
lencio la charla brusca y atropellada de sus
amigotes, y hubo un momento en que les
interrumpió:
—No se puede hablar de esto... más vale
olvidarlo.
Y dichas tales palabras, tomó de la mesa
la botella de rom y volvió á llenar la copa,
bebiéndola de un solo trago.
Sanz y Antonio se miraron llenos de asom-
bro; aquel hombre tan sombrío, tan comedi-
do, tan severo, nunca había hecho cosa se-
mejante. Su inesperada acción sorprendió de
tal modo á Sanz y á Antonio, que casi estu-
vieron á punto de hacer por no emborra-
charse aquella tarde.
—¿Hablar de eso?... |A quél Ir al combate
en barcos cascados, llevando por máquinas
unas costureras Singer y por cañones unas
jeringas... ]Qué infamia!
El rostro moreno pálido del capitán e x -
presó una espantosa indignación, tan impo-
nente, que sus compañeros se estreme-
cieron.
—Bueno, bueno, capitán—dijo Sanz,—de-
j e m o s eso... Hablemos de otras cosas. ¡Brin-
demos por el desquite!... y á otro asunto.
—¡Sí, por el desquite!—exclamó con co-
lérico acento el capitán. Y bebió... una ter-
cera copa de rom!
61

Aquello era prodigioso; ¡beber el capitán!


¡el marino más austero del mundol
—¿Sabe usted, capitán, de lo que ahora
me acuerdo? Pues de la rapariga brasileira
que en Bahía nos convidó á cenar en su casa
de campo... ¡Gran algazara tuvimos allí toda
la tripulaciónl—dijo Sanz.
— ¿ Y la zambullida que se llevó el ingle-
sote aquél que se permitió bromear con el
capitán!—añadió Antonio.
—Buena fué—dijo, ¡caso bien singular!
sonriendo el capitán, como entregándose de
buen grado y por aquellos recuerdos á la
francachela.— Quiso el babieca tocar á la
v i s c a de mi gorra, y de un papirotazo le
eché al agua.
Poco á poco fué animándose la fisonomía
del capitán; enrojecíase su faz, chispearon sus
ojos, bebió mas, charló y llegó á 'o inverosí-
mil... llegó á canturrear, acompañando á sus
amigotes y antiguos subordinados.
¡Qué hervor sentía en el cerebro! ¡Con qué
desatinada velocidad en aquella juiciosa y
siempre serena inteligencia se sucedían las
ideas! Inquieto, desviado, veía que todo gi-
raba en torno suyo... Creyó estar á bordo...
y mandó en voz alta una maniobra...
—¿No oís?—dijo después.—¡Estáis b o -
rrachos!
A l pronunciar esta palabra, como si ella
le hubiera devuelto en parte la secuestrada
62

conciencia, púsose en pie y vióse impedido


á salir del tabernucho... á escapar dejando
allí á Sanz y á Antonio amodorrados.
Dando traspiés salió, perdió el tino, pero
volviendo á enderezarse hizo por caminar y
anduvo algunos pasos. Pero tropezando no
pudo sostenerse y cayó pesadamente al sue-
lo, hasta que poco después alguien le ayudó
á levantarse y le puso el sombrero en la ca-
beza.
A pesar de la turbación que velaba sus
ojos, el capitán creyó reconocer á su hijo.
¡Su hijol ¡Qué bochorno! ¡qué afrenta! No
obstante la borrachez, el capitán sentíase ate-
rrado, humillado; su altivo carácter, su varo-
nil entereza acababan de hundirse.
— ¡ H i j o , no estoy...! ¡La boca me amarga!
J u a n Martín! Juan... y o decía el capitán,
en tanto que el joven procuraba ocultarse á
la vista de su padre y que éste alargaba la
mano para agarrarle de la ropa y acercárselo
á sí. En una de dichas tentativas, prendió el
capitán la cadena del relej del muchacho, y
sin que éste lo advirtiese, de un tirón quedó-
se el marino con parte de la joya, y cerran-
do fuertemente la mano, retuvo en ella los
eslaboncillos.
—Parrucho... vale más que yo. Nunca le
han visto... borracho,—decía el capitán. Lue-
go, con acento de timidez, añadió: —Cásate,
hijo mío, cásate...; tienes .mi licencia.., ¿En
63
tiendes? Te concedo... el consentimiento...
— ¡Nunca lo acepto asíl—decíase Juan
Martín.—¡No, padre mío, nol—pensaba el
joven, profundamente conmovido por respe-
tuosa compasión hacia aquella venerable des-
gracia, efímera, fortuita, involuntaria.
Diestra y cuidadosamente fué acompa-
ñando y guiando á su casa á su padre, y al
llegar á ella y ordenar á un criado llevase al
señor á su habitación, añadió severamente:
— S i el señor te preguntase por mí, dile
que marché de la aldea esta mañana. No di-
gas que le he acompañado; te va en ello el
pellejo... ¡Silenciol Y o no he venido aquí, y o
estoy en la ciudad. Bien lo sabes; marché
esta mañana.

II

Despertóse el capitán confuso, sintiendo


por vez primera en su alma el fervor de un
abatimiento vergonzoso. No cabía duda; la
tarde anterior se había emborrachado, y al
recordarlo, tentaciones le dieron de coger el
revólver y pegarse un tiro, ó de salir en bus-
ca de Sanz y de Antonio, de aquellos viejos
toneles, y molerlos á estacazos.
De pronto asaltóle vagamente el recuerdo
64
de haber visto á su hijo, de haberse humilla-
do ante él, y por tal afrenta haberle conce-
dido licencia para casarse con la hija de Pa-
rrucho... ¿Cómo retroceder, si y a lo había
otorgado?
Levantóse, salió de la habitación, pregun-
tó por su hijo, y los criados, cumpliendo las
órdenes que éste les diera, dijeron que el jo»
ven se había marchado muy de mañana á la
ciudad el día anterior.
— ¡ C ó m o ! — dijo el capitán; — ¿no me
acompañó anoche á casa?
— N o , señor. El señor vino solo; y o le abrí
la puerta, y el señor se encerró en su habi-
tación,—contestó uno de los criados.
— ¡Ah, mi hijo no estaba, mi hijo no m e
ha visto! ¡Tal vez nadie!—se dijo el capitán.
— ¡ L o que y o vi fué un delirio de la em-
briaguez!
D e pronto en uno de los bolsillos del cha-
quetón halló los eslabones de la cadena de
oro, la cadena de su hijo, y el capitán recor-
dó todo. Y quedóse sobrecogido de espanto.
Horas después, Parrucho con sus hijos en-
traba furioso en casa del capitán, demandan-
do una reparación para la perdida honra.
Juan Martín había robado á Paula.
— ¡ A h ! lo ha hecho porque no ha visto
otro medio de arrancar el consentimiento...
de usted,—decían Sanz y Antoñete.
El capitán estaba asombrado; no c o m -
65
prendía aquello, no sabía qué replicar, no
sabía qué resolver; sus recuerdos del día an-
terior y aquel suceso parecían contradicto-
rios; pero al cabo no se hizo esperar el de-
senlace. Juan Martín y Paula se presentaron
á demandar de sus padres el consentimiento
y el perdón.
¿Qué pasó por aquella noble alma del c a -
pitán? Iluminóse su mente con un rayo de
luz, se conmovió profundamente su corazón,
y abrazando á Paula y á su hijo, puso en
manos de éste, y sin que nadie pudiera ad-
vertirlo, el fragmento de la cadenita de oro,
y dijo:
•—¡Benditos seáis por el Señor como y o
os bendigo!... Vuestros hijos os honrarán
vuestras canas, como honráis tú, Juan mío,
y tú, hermosa niña, las de este viejo que os
ama.

5
ENRIQUE DE MESA

Rosario echó sobre sus hombros el man-


tón alfombrado; luego anudóse con gracia,
bajo la barbilla redonda, el pañuelo blanco
de seda.
—¿Qué tal, nenín?—dijo.—Y plantándose
ante el espejo se arrebujó con garbo.
Antonio la miraba embobado.
—Sosón, ¿no dices nada?
Se oyó un beso furioso y una risa nervio-
sa de mujer.
—Burro, más que burro.
Rosario, chispeantes los ojos, rechazó á
su amante, que tambaleándose fué á caer
sobre el diván, frontero al espejo.
— M e has descompuesto.—Y los dedos,
6/

sabios en coquetería, blancos y finos, se e s -


condieron entre los negros rizos, arreglaron
pulcramente las arrugas del pañuelo...
A Rosario le encantaba la escapatoria
nocturna. Iría como una chula, apretadita
contra su hombre, taconeando firme, reca-
tando la cara entre la seda del pañolillo. L o s
nocherniegos amigotes de Antonio, al ver á
la pareja, pensarían para sus adentros: «Bah;
aventura de bajo vuelo.» Y ella sofocaría su
risa gozosa de engañar, de mentir, de cam-
biar aparentemente de medio.
Salieron de puntillas, sigilosos. Antonio
descorrió el cenojo, que chirrió ligeramente.
Se detuvieron asustados. ¿Lo habrían oído?
Un momento escucharon en la obscuri-
dad de la antesala.
Nada; el crugido de un mueble, el rodar
lejano de un coche por las piedras heladas
d e la calle; e l isócrono tic-tac del reloj del
pasillo.
Estaban tan juntos, que el aliento perfu-
mado de Rosario se le entraba á Antonio
por la boca embriagándole, inundándole de
delicia. Un avance ligerísimo y los labios se
apretaron apasionada y largamente. La puer-
ta se abrió silenciosa y el llavín giró sin
ruido.
Antonio tanteó, extendidas las manos,
hasta topar con la barandilla de la escalera.
Rosario se colgó de su brazo.
68
Y a en la puerta se detuvieron. Ella dijo:
—Calla; á ver si se oyen los pasos del
sereno.
En la calle una voz gritó: ¡Pepeeee!...
— Y a estamos seguros. L e han llamada
lejos de aquí.
— A l través de la puerta se escuchó el
tintineo de las llaves que el vigilante noc-
turno sonaba en su carrera.
— A b r e , ahora.
Antonio abrió.
Comenzaba á disiparse la niebla que ca-
y e r a en las primeras horas, y por entre su
rasgado velo rojizo fulguraban algunas es-
trellas. Había arreciado el frío. En las aceras
húmedas, temblaba reflejándose la luz de
los faroles, que aún se aureolaban con reza-
gados jirones de bruma.
Antonio se embozó en la capa. Rosario,
estremecida, apretó el mantón. Y caminaron
ligeros.
Cruzaron varias calles desiertas, resonan-
tes con el rumor de sus pasos. Bajo los fa-
roles de las esquinas algunas mujeres, arre-
cidas por la espera, golpeaban las losas con
los pies pulcramente calzados.
Rosario tuvo compasión:
—¡Pobrecillas! ¡estarán heladas!
Y el pensamiento la hizo tiritar.
Antonio sintió en su brazo el temblor, y
amoroso cogió entre sus manos fuertes la
6 9

mano adorada; subióla hasta sus labios, por


debajo del embozo, y la llenó de besos. L o s
ojos de Rosario, verdes, esmeraldinos, se
encendieron con un chispear de malicia.
—Cuántas veces habrás venido como esta
noche, pero con una chula de veras, ¿no es
verdad, granuja?
—-Te juro que no—respondió el galán,
con fuego, arrebatadamente.
— P a r a qué jurar en falso. Si lo compren-
do. Y o en tu pellejo...
No concluyó. L a detuvo un estrépito ho-
rrísono.
Un borracho zigzagueaba sobre los ado-
quines, aporreando una lata vacía Iba solo.
De cuando en cuando se apoyaba en la pa-
red, babeaba confusas palabrotas y rompía
á cantar, con voz aguardentosa, villancicos
soeces.
L a religiosidad del espíritu aristocrático
y femenino repelió la grosera irreverencia.
— V a m o s deprisa, no quiero oir á ese
bruto.
Pero el bruto, en una exaltación de la
borrachera, berreaba como un energúmeno,
exornando la canción con un nutrido reper-
torio de interjecciones y blasfemias.
Como víspera de Reyes, en las calles
afluentes á la Puerta del Sol, los vendedores
ambulantes pregonaban la baratura de últi-
ma hora.
7o
Las muñecas alineaban en grandes cestos
sus caritas mofletudas, sus claros ojos inex-
presivos, sus bucles rubios de estopa, vesti-
das con camisillas blancas, con trajecillos
encarnados, rosas y azules.
La niña que aleteaba dentro de Rosario
se encaprichó con el juguete y suplicó mi-
mosa:
— A n t o n i o , anda, compra á tu niña una
muñeca.
Antonio .ve inclinó sobre la mercancía;
pero la tufarada humosa y pestilente de la.
candileja de hoj:¡de!ata izada en un palo,
sobre la cesta, le hizo incorporarse tosiendo.
—¡Uf, qué pet,te!
El vendedor, solícito, mostraba el género:
«Todo de lo bueno, mejor y más barato que
en los bazares; muñecas que cerraban los
ojos, que decían papá y mamá...-»
Rosario escogió la peor: una pepona tosca,,
feamente pintada, con una burda camisa y
disformes piernas rellenas de serrín.
Siguieron calle abajo, ensordecidos por la
algarabía de los pregones. Antonio iba in-
quieto. Y a se había topado con algunos anti-
guos compañeros de correrías, que al verle
pasar le saludaron con los ojos irónicamente.
D e un grupo brotaron risitas, y vaga llegó
hasta sus oídos la palabra golfa.
El enamorado sintió el golpe en el c o r a -
zón. ¡Golfa!... Tentado estuvo de despojar á
7i
su amante de los atavíos encubridores y
mostrarla á los aburridos juerguistas en su
envidiada y espléndida hermosura. Y decir-
les: «Esta golfa es Rosario, ¿no la conocéis?
L a mujer que codiciáis todos... Y es mía,
mía, mía...»
Rosario, por el estremecimiento involun-
tario de Antonio, coligió lo que en su espíri-
tu pasaba. Y mirándole fijamente á los ojos,
murmuró muy cerca de su boca:
-—¿No tienen razón? ¿No soy y o más golfa
que todas las golfas?
Antonio mordió el embozo grana de su
capa chula, y apretó con fuerza el brazo de
la mujer.
—Ten cuidado que mé vas á aplastar el
niño.
Y con un mohín delicioso besó á la mu-
ñeca, que acomodaba maternalmente contra
su pecho, dentro del calorcillo del mantón.
— E s nuestro hijo; ¿no le besas?
Y al ver que Antonio, obediente, con emo-
ción viva, se inclinaba paternal sobre la
pepona, rió con risa cristalina y fresca.
— ¡ Q u é tontería!
Y se estrecharon felices.
Había que cumplir el programa discutido
y saboreado de antemano en el tocadorcito
de ella. La idea de la cena en el colmado le
encantaba á Rosario. Tenía el dejo picante
de lo prohibido, aquel punto sabroso que da
7-J
el peligro á las aventuras arriscadas. Tantas
veces, de soltera, había oído á su hermano
Manolo: «Anoche estuvimos en Fornos, Zu-
tano y Mengano... El pote de L a Central es-
taba riquísimo... Nos reunimos en la Viña
á la salida del teatro... ¡Oh, las judías de
casa de la Concha!...»
Su mismo marido mil veces le había ha-
blado de esas inocentes francachelas paga-
das á escote, sosas y aburridas, sin mujeres
por lo general, de hombres solos, que se
arrastraban lánguidamente hasta que el sol
salía. Se internaron por el callejoncito de
San Ricardo, sucio y maloliente. No queda-
ba más recurso que La Central. Fornos y
L a Viña estaban cerrados á esas horas. D o -
blaron la esquina. Antonio golpeó con los
nudillos en la puerta cerrada del colmado.
Desde dentro una voz preguntó:
—¿Quién llama?
— S o y yo, Pepe, abre.
Entreabrióse la puerta y un hombrachón
en mangas de camisa, á pesar de la tempe-
ratura, saludó con risueña humildad.
—Pase usted, D. Antonio, y la compañía.
Una vaharada espesa, de tabaco malo, de
aceite frito y de comida fría asqueó el es-
tómago delicado de la aristócrata. Pero se
repuso, alzóse el rebocillo de! mantón, se
arregló el pañolillo de seda, ocultando los
rizos indiscretos, y entró resuelta.
73
Con plebeya cortesía, el hombrachón los
condujo hasta el estrecho pasillo que divi-
día los compartimentos de madera de la
!

planta baja. Los gabinetitos del entresuelo


estaban ocupados, y tendrían que resignarse
con el único vacío de los de abajo.
— Y gracias, D. Antonio. Acaba de des-
ocuparse. Esta es noche de gente.
Rosario había pasado por el recinto de la
taberna casi sin mirar. Su llegada fué in-
advertida para muchos de los habituales,
que en las mesas del fondo hablaban pere-
zosamente, envueltos en una atmósfera de
humo y de vino. Eran señoritos achulados,
menores precoces y pájaros de cuenta, gan-
chos de la usura que ejercían su oficio con
aquella afectada, simpática llaneza del pi-
caro moderno. También algún periodista
que se refugiaba en aquél único lugar abier-
to al estómago desfallecido, en las altas ho-
ras, y aprendices de literato, pobres mu-
chachos que de no acogerse al calorci-
11o mal sano del colmado, habrían de v a -
gar, víctimas de su espejismo bohemio, por
las calles heladas, hasta que apagaran los
faroles
Una voz que saludó á Antonio, hizo estre-
mecer á Rosario.
—El granuja de Manolo—pensó.—Y per-
versa saboreaba el goce pecaminoso de aquel
engaño fraternal. Porque ¿cómo había de
74
figurarse que la chula que acompañaba á
Antonio era su propia hermana? Ese Manolo
era un grandísimo golfo.
A l g o nerviosa dejóse caer sobre la dura
silla del gabinetito, arrebujada, sin osar si-
quiera tocar el sedeño pañolillo que cubría
su cabeza.
El camarero recogía los restos de la cena
anterior. En un plato amontonó las sobras,
vació en un vaso las cortinas que quedaban
en los otros, y levantó el mantel, manchado
de tomate, de grasa y de vino.
Rosario escogió los platos; calamares fri-
tos y callos; lo que más extrañaba su estó-
mago, hecho á las nonadas suculentas de
comidas extranjerizadas.
No bien el mozo cerró la puertecilla, las
manos de Antonio, con ansia temblorosa,
entreabrieron el mantón de la mujer y b a -
jaron hasta los hombros, suavemente redon-
deados, el pañolillo de seda. Enardecido la
besó en la boca, en los ojos, cogió entre sus
dientes los graciosos ricillos que guarnecían
su nuca blanca y dulcísima.
—Déjame; no seas loco, que pueden
oirnos.
Y la mujer, encendidas las esmeraldas de
sus pupilas, miró al tabiquillo de madera
que no llegaba al techo.
Antonio rió de buena gana. «¿Y qué si los
oyeran?» Buena era la gentecita que fre-
75
cuentaba el establecimiento: No besos; gro-
serías, palabrotas, soeces desvergüenzas, to-
do, todo lo habían escuchado aquellas ma-
deras mal pintadas que los recluían en apar-
tamiento delicioso.
Cenaron con apetito. Rosario, y a calmada
su nerviosidad, rió y alborotó como una
chiquilla traviesa. Antonio, aderezaba con
besos apasionados, tácitos, todos los pasos
de la cena. Algo le avergonzaba el recuerdo
de las noches de borrachera, concluidas en
aquel mismo gabinetito entre amigas y ami-
gos, noches que al día siguiente le hacían
despertar la cabeza pesada, asqueado el es-
tómago y con un desprecio de sí mismo que
sedimentaba pasos de tristeza y tedio en su
espíritu, anheloso de algo más delicado y
exquisito.
Los callos estaban tan picantes que á R o -
sario se le llenaron los ojos de lágrimas.
Antonio no las dejó rodar; las bebió enlo-
quecido en el borde de su fr¡ nte deliciosa.
Fué un momento de inconsciencia admira-
ble. Allí mismo, en aquel cuartito estrecho,
temiendo á cada instante la entrada del ca-
marero, á dos pasos de su hermano... Rosa-
rio, lo pensaba temblorosa...
En el pasillo se oyó la voz de Manolo, en-
torpecida y pesada por el alcohol; chilló el
pestillo del salón frontero. Poco después
puntearon una guitarra. Cantaba una mujer
7 6
y alguien acompañaba la copla golpeando
con un vaso en el tablero de la mesa.

Y el garrotín
y el garrotán...

Una frase obscena de Manolo fué acogida


con grandes carcajadas. Rosario enrojeció.
Antonio se puso pálido.
Los interminables floreos del guitarrista
terminaron francamente en un tango castizo,
y escuchóse un taconeado fuerte y rítmico
que hacía retemblar el piso.
Antonio meditaba. Aquel sinvergüenza de
Manolo tenía mal vino y seguramente el
ambiente de juerga habría de exaltar su
brutalidad de alcohólico. Y qué menos que
blasfemar, que insultar, que romper toda la
cristalería y disparar un tiro de revólver.
Terminó el baile. Entre los aplausos di-
sonaban las injurias de Manolo; luego un
estrépito de sillas derribadas, de platos rotos,
de botellas estrelladas.
Antonio se levantó nervioso. El camarero
asomó á la puerta su sonrisa estúpida.
— N o es nada; lo de todas las noches...
Manolita.
Rosario le escuchó avergonzada, mientras
Antonio arrojaba sobre sus hombros el pa-
ñolón alfombrado.
Salieron precipitadamenie. Y a en el par-
77
sillo sintieron á sus espaldas los pasos vaci-
lantes y la palabra torpe de Manolo, que
escupía recriminaciones tabernarias. « A q u é -
lla... se las había de pagar, El le iba á abo-
fetear al... que le había desafiado.»
Rosario temblaba. L a voz de su hermano
la despertaba bruscamente de su sueño d e
libertad y amor. Comprendía la imprudencia
de su escapatoria, el trance difícil en que
se hallaba... Aferrándose á la manga de A n -
tonio, casi le arrastró á la calle.
Varios amigos, conciliadores, habían de-
tenido á Manolo, que al vacilar cayó pesa-
damente sobre un banquillo de la taberna,
mientras el hombrachón de la camisa apre-
surábase á cerrar la hoja de la puertecilla.
Rosario respiró al sentirse al aire libre. Ha-
bían apagado los faroles. Desvanecida la
niebla brillaban las estrellas en el cielo frío.
Soplaba el viento sutilísimo, precursor de
la luz. Una faja indecisa blanqueaba allá
por los altos del barrio de Salamanca. En
la Puerta del Sol algunos golfos agrupá-
banse tiritando en torno de la tabla de un
café ambulante. Algún «simón» rodaba s o -
noramente sobre el asfalto endurecido. U n
olor desagradable á muladar quemado ve-
nía en las ráfagas del cierzo.
Rosario se estremecía dentro del mantón.
Un remordimiento atarazaba la gracilidad de
su espíritu tornadizo.
78
— ¿Se habrían enterado en casa? El ama
Manuela, su ama, era muy madrugadora.
Quizás el sereno la habría visto salir y fuera
con el cuento á la portera. Acaso al entrar
tropezaría con algún vecino trabajador de
los sotabancos... ¡Y ese canalla de Manolol
iQué sinvergüenza! Los camareros le llama-
ban Manolito... Su borrachera era un número
del programa de todas las noches... ¡Valiente
hermanito! Amargándole la vida á la madre,
la pobre señora... ¿Y Luis...?
A l pensar en su marido, un hielo más frío
que el soplo del cierzo serrano que pinchaba
su cara, le paralizaba el corazón.
•—¿Si hubiera vuelto?
L a inconsciente, la frivola, se ahogaba de
miedo; preveía la catástrofe amarga, inmen-
sa, irremediable.
Y apretaba con invencible fuerza.nerviosa
el brazo de su amante.
Marchaban en silencio. En la puerta de
una funeraria dos hombres, mal afeitados,
siniestros á la luz del amanecer, cargaban
en un carro los fúnebres atavíos. Le la
puerta entornada de una tahona escapábase
una fragancia deliciosa de pan caliente, un
aroma campesino de jara. Un sereno golpea-
ba fuertemente con su chuzo en la puerta
de una carnicería. Algunos obreros tranvia-
rios marchaban deprisa, envueltos en sus r e -
cios capotes. Un dependiente, con su man-
79
dilillo rayado de verde y negro, acomodaba
en el umbral de una taberna la mesita con el
aguardiente mañanero.
Antonio, meditaba dentro del embozo de
su capa. Aquella mujer, ahora toda miedo y
temor, casi despegada y fría, horas antes le
había abrasado con el fuego de su pasión;
aquella noche que se anunció como delicia
acababa como tormento.
Llegaron. El abrió sigilioso. Ella aturdida,
sin acordarse del último beso, sin ver la
mano tendida y la boca implorante, echó es-
calera arriba con silenciosa ligereza.
Antonio volvió á cerrar. Un momento
quedóse indeciso, amargado. Una oleada de
punzante tristeza subía arrolladura de su
corazón de hombre. Soplaba un viento frío.
Luego echó calle abajo. En el solar fron-
tero cantaba un gallo.
EL, B E S O ^

EUSEBIO BLASCO

Había en el presidio de... donde sea, que


el nombre de la ciudad no hace al caso;
había, digo, gente muy mala. Verdad es que
no suele abundar la gente buena en tales
casas.
Pero entre los cuatrocientos y pico de pe-
nados, había uno que valía por todos.
El Lobo le llamaban,
Estaba preso hacía cuarenta y dos años y
tenía sesenta.
• Desde la edad más tierna fué corriendo de
cárcel en cárcel y de presidio en presidio, por
ladrón y asesino. No se sabe cómo se libró

(*) E l c u a n t o h a s u c e d i d o e n vtn p r e í i d i o d » B s p a i a .

6
82

del cadalso; pero ello es que, condenado una


vez á veinte años por un crimen espantoso,
así que cumplió la condena fué ladrón en
cuadrilla y secuestrador, y mató á una mujer
y dos niños, y le condenaron á más años de
cadena de los que puuiera vivir. Era hombre
tan feroz y de carácter tan malo, que los
demás presidiarios no se ie acercaban nunca.
Hacían un círculo al pasar cerca de él, por-
que su instinto natural le pedía sangre, y en
más de una ocasión a! que se le acercó, le
hizo mucho daño con los dientes ó á pata-
das ó con las agujas de hacer media, porque
su ocupación constante era hacer calceta.
Sanguinario era como pocos. Carnicero,
como las fieras más salvajes. Y los carnice-
ros y sanguinarios no tienen término medio,
ó se llaman Napoleón I ó se llaman El Lobo.
Sentado en el suelo, haciendo muy deprisa
los puntos de las medias, con la cabeza me-
tida en el pecho, se pasaba días y semanas
sin hablar. Tenía una cabeza que no la soñó
Goya. Hirsuta, cubierta de vellones negros,
bosque espeso de piojos, la barba intrincada,
que por miedo.ó tol-iancia le dejaban llevar,
los ojos negros y feroces, la mirada torva y
amenazadora... ¡Qué hombre! Fuerte, á pe-
sar de sus sesenta años de vida quieta, con
unas manos como manojos de sarmientos
gordos. El Lobo era el terror de la casa,
pero el terror sordo, ese que no se traduce
S3
en comentarios ni en bromas de mal género,
sino en un silencio convenido moralmente...
Levantaba alguna vez les ojos para mirar á
su alrededor, y los presos, en vez de contes-
tar á sus miradas, se volvían de espaldas ó
miraban al cielo.
Vino al presidio un comandante nuevo,
con fama de enérgico y de hombre con quien
no se jugaba.
P o r la misma razón, los presidiarios co-
menzaron á mirarle con malos ojos. Sus mur-
muraciones hubo y sus conatos de atreverse
con él, pero no había en realidad motivo.
El jefe del presidio tenía una hija encan-
tadora. Aurora se llamaba, y cuando su p a -
dre tomó posesión del destino, la niña no
había cumplido cinco años.
Una tarde bajó con su padre al patio á la
hora del rancho; de la mano del autor de sus
días fué mirando uno por uno á los presidia-
rios, y con ese descaro infantil, que aun á los
peores caracteres hace gracia, iba comentan-
do lo que veía y hablando cara á cara con
aquellos malvados. A éste le preguntaba
cómo se llamaba, al otro si el rancho era
bueno. A uno de ellos, macón condenado á
diez años por una puñalada trap-ra, le dijo
y o no sé cuántas monadas, y él le preguntó
si quería rancho, y después de consultado el
jefe, la niña comió dos cucharadas y los pre-
sos se rieron, y alguno le pidió recomenda»
8 4

dones para el papá. También los hubo que


dijeron palabrotas y murmuraron del padre
y de la hija, y renegaron de lo que comían;
cosas naturales, porque al fin y al cabo, el
patio de un presidio no es el salón de una
duquesa.
Allá, lejos de todos, con el rancho aban-
donado á medio comer y las agujas en la
mano, haciendo su calcetín con rapidez v e r -
tiginosa y la cabeza baja, estaba El Lobo,
sentado en el suelo, con la espalda pegada á
la pared. £1 padre y la hija se acercaron á
unos tres metros de él, y no les hizo caso.
De su garganta se escapaba una especie de
graznido sordo mientras cruzaba las agujas.
Con el rabillo del ojo les miró un instante,
pero nada más. L a niña fué á acercarse á él
y el padre la detuvo.
— V o y á verle de cerca—dijo Aurora.
— N o , hija mía, no, que éste es muy malo;
tiene muy mala sangre y te puede dar una
zarpada.
— ¡Mira, mira, papá, qué cara pone! ¡ A y !
¡Y está haciendo medial
— A s í se pasa la vida, según me ha dicho
mi antecesor. Es un hombre muy peligroso.
Toda su vida la ha pasado en presidio; ¡ya
ves, todavía tiene para treinta años!
—¡Treinta años! ¡pobrecitol
El Lobo, al oir pobrecito, levantó la cabeza
y la miró con los ojos muy abiertos, sin d e -
85
jar de mover las agujas. El jefe fué á decir
algo á la niña; pero ésta, sin dejarle tiempo
para contenerla, echó á correr, gritando:
— ¡ V o y á darle un beso!
Y así lo hizo. Llegó junto á la fiera, y sin
aprensión ni miedo, le besó en medio de la
cara, diciendo:
—|Toma, hombre! ¡Y no seas malol
Y en seguida se volvió corriendo hacia su
padre.

El Lobo se quedó como atontado; no dijo


nada, prolongó su graznido como los paralí-
ticos que quieren hablar y no pueden, y
temblando visiblemente, volvió á meter la
cabeza en el pecho y á hacer su labor ner-
vioso, muy nervioso...
Y cuando el padre y la hija estaban y a en
la puerta que conducía á la dirección y le
daban la espalda, volvió el anciano criminal
á levantar la cara y miró á la puerta largo
rato.
Después se pasó la tarde, anocheció y
cada fiera á su jaula.
Transcurrieron días y meses, y en el presi-
dio bien dirigido, no ocurrió nada de particu-
lar. Pero un día... un día de Julio, lloviendo
estaba á mares y los presidiarios en las gale-
rías del patio haciendo concurrencia á la tem-
pestad... Cundió la voz de rebelión, se negó
la gente á comer el rancho; la conspiración,
86
que había tardado un mes en fraguarse,
estalló de pronto... ¡Corriendo! ¡Baje usted!
¡El presidio está sublevadol
Y el comandante saltó como una pantera
de la cama donde dormía la siesta, cerró por
fuera su cuarto, para que la niña no le si-
guiera, y cuando llegó al patio se encontró
con trescientos hombres enfrente de él,
armados con las cucharas de palo afiladas y
convertidas en cuchillos.
No era hombre de ceder ni de acobardar-
se. Sabría morir si era preciso. Arengó y no
le hicieron caso; quiso atacar y le atacaron;
su vida estaba en las manos de aquellos
bandidos desenfrenados. L e echaron atrás y
le tiraron más de cien viajes, sin contar las
pedradas y las tarteras que iban volando
derechas á su cabeza... ¿Qué iba á pasar?
¿Qué podía hacer solo contra tanta gente? L a
batalla había comenzado, y a había disparado
él los seis tiros de su revólver... pero en el
momento de disparar el último, vio venir
hacia él un monstruo, un hombre con cabeza
de oso, El Lobo, que gritaba:
—¡No hay cuidado, que aquí estoy yo!
Y cogiendo al jefe por la cintura con !a
mano izquierda y colocándoselo á la espalda
para cubrirle con su propio cuerpo, enarboló
con la derecha una enorme navaja, que no
supo nadie nunca de donde salió, y comenzó
á recibir enemigos, y á dar puñaladas tan
87
Certeras, que hombre que llegaba á su alcan-
ce, caía á sus pies muerto del primer golpe.
Y todo esto pasaba y a en silencio; el jefe,
resguardado detrás de su preso, pensando
(hasta donde se puede pensar en momentos
tales) por qué el presidiati-o le defendía así y
cómo acabaría aquel horrible lío. Y El Lobo,
entre tanto, recibía pedradas en la cabeza y
cuchilladas de palo tan graves como las de
hierro, y por fin acudió la fuerza armada
llamada por los dependientes, y hubo descar-
gas en el patio, y muertos y heridos en todos
los rincones, y á la hora y media de refriega,
quedó todo en calma y el jefe estaba sano y
salvo y El Lobo con dos navajazos en el
vientre, la cabeza deshecha de heridas y
muñéndose por la posta.
L e llevaron á la dirección, por orden del
jefe. Allí, acostado en la primera cama blan-
da que había tenido en su vida, espiraba
retorciendo los ojos y repitiendo aquel graz-
nido del asma, tan suyo. Le dieron la Unción
y tiró patadas al cura; pero entre la vida y
la muerte pudo romper á hablar, y dijo,
abriendo desmesuradamente los ojos y mi-
rando á aquél á quien había salvado la vida:
—¡La... niña!
El jefe adivinó en seguida lo que pensaba
su defensor. Recordó y comprendió por qué
le había defendido... ¡Oh, sí, eso eral Corrió
á la dirección, donde había dejado encerrada
88
á 3u hija, sin acordarse de volver para abrir-
le la puerta. L a niña tstaba aterrada, lloran-
do... La cogió en brazos, volvió con ella á
toda prisa al cuarto del moribundo y le halló
y a en las postrimerías de aquella existencia
de presidio y de sanguinarios deseos de cua-
renta años de fiera... Y el tío Lobo con ojos
extraviados, tuvo todavía tiempo de ver y
de decir á la única amiga de su vida:
—jOtrol... i|Otro!l
El padre levantó á la niña en brazos y se
oyó el chasquido de un beso sonoro, estam-
pado por unos labios de ángel en el rostro
curtido del viejo...
Y mientras el cura se alejaba rezando y
con los santos óleos en las cruzadas manos,
quedaron allí arrodillados ante el cadáver, el
jefe, los empleados, los guardias, en religioso
silencio; y la niña, á una indicación de su
padre, comenzó á decir, con su vocecita dul-
ce y cariñosa:
—Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea el tu nombre,., venga á nos
el tu Reino...

También podría gustarte