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LA TRANSMISIÓN DE LA VIDA

1. Introducción

En este momento, hemos llegado a una temática de la que muchos han hablado, en la que los
Estados han puesto el acento de forma bastante atrevida y dolorosamente destructiva, y en la que se
han producido grandes cambios conceptuales debido a la introducción de las técnicas que invaden
la procreación humana.
La llamada revolución sexual del siglo pasado consiste básicamente en una separación drástica
-vivida como una liberación del amor y de la sexualidad, es decir: de los significados unitivo y
procreador del acto sexual.
Tiene sus máximos exponentes en las técnicas contraceptivas (unión sin procreación) y en la
fecundación artificial (reproducción sin unión).
Su sentido ideológico se deja sentir en la reinterpretación de términos clásicos y la producción de
una nueva terminología, sólo neutral en apariencia (reproducción natural o asistida, planificación
familiar, etc.).
Por ello, tratándose de un tema tan polémico, parece conveniente mencionar algunas obras
doctrinalmente sólidas que sirvan para una consulta adicional.

2. Paternidad y creación
El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y
educación de los hijos. Ellos son el don excelentísimo del matrimonio y contribuyen en gran modo
al bien de los mismos padres. Pues: El mismo Dios, que dijo: «no es bueno que el hombre esté solo»
(Gn 2,18) Y «que los creó desde el principio varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarles una
participación especial en su propia obra creadora, los bendijo diciendo: «creced y multiplicaos»
(Gn 1,28).
Así pues, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera
sus intérpretes.
Tal colaboración no se refiere sólo al aspecto biológico, sino más bien a que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo distinto y especial de como lo está en
cualquier otra generación sobre la tierra. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella
imagen y semejanza, propia del ser humano, como sucedió en la Creación con nuestros primeros
padres. La generación es, por consiguiente, la continuación de la Creación.

El concilio Vaticano II y el Magisterio posterior se han referido a esta participación especial del
varón y de la mujer en la obra creadora de Dios, describiendo la generación de un hijo como un
acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges en
íntima comunión y, al mismo Dios que se hace presente.
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto
de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Así, pues, para que la vida de una nueva persona humana entre en la existencia han de concurrir dos
actos libres:
· Uno, el acto libre de Dios Creador que decide crear.
· Y dos, el acto libre co-creador de los esposos que deciden poner todas las condiciones necesarias y
suficientes que de ellos dependen, a través de un acto sexual conyugal fértil.

3. Paternidad responsable.
Teología y ética del don
La responsabilidad personal y de pareja se alimenta en una espiritualidad y una ética del don. Al
mismo tiempo que el mandamiento del amor recíproco, Dios entrega a la pareja humana el mandato
de hacer prolífico ese amor. Dios, mientras confía la vida humana a la responsabilidad de dos
criaturas, les pide también el compromiso de una relación de amor y de condimentar la existencia
con actos de amor verdaderos.

El magisterio pontificio (entre otros documentos, en la Humanae Vitae) se ha referido a la


paternidad responsable genéricamente como el modo en que los esposos -ambos- responden a su
vocación progenitora y educativa, a imagen de la paternidad divina.

En rigor, el carácter sexuado de dicha vocación y de las diferencias fenomenológicas del varón y de
la mujer cuando introducen diferencia entre maternidad y paternidad. Pero la paternidad
responsable es una vocación común a los dos esposos.
«Por ello, el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de "paternidad
responsable", sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente.
Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí.
En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto
de sus funciones,. la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman
parte de la persona humana.
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta
el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad.
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad
responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una
familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley
moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.

La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral
objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable
de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes
para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de
valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder
arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los
caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios,
manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por
la Iglesia».

Analizaremos ahora el problema teológico, antropológico y ético de la verdadera y falsa


procreación responsable.
En el presente contexto cultural, se contraponen dos antropologías, dos visiones acerca del ser
humano y su sexualidad.
1. La antropología del dominio y posesión de la vida humana.
2. La antropología del don y la gratuidad.
La primera se revela de hecho incapaz de afirmar el valor de la persona: la mirada posesiva lleva a
considerar la vida humana como propiedad y provoca, por tanto, su manipulación mediante la
técnica, entendida ésta, no como legítimo y obligado dominio del hombre sobre la naturaleza, sino
como razón instrumental u omnipotencia dominadora tanto sobre el origen como sobre el final de
la vida humana.
La antropología del don y la gratuidad, en cambio, sitúa el alto valor de la ciencia y la técnica en el
servicio del hombre y de su dignidad.
El problema antropológico y ético de la procreación responsable se ha de enmarcar en la
complejidad y totalidad del amor conyugal revelados a la luz de la antropología del don; cualquier
reduccionismo de éste recae negativamente, en primer lugar, sobre la pareja, y después, sobre los
hijos. El problema que se afronta en la procreación responsable no es simplemente el cuánto o el
cuándo procrear, sino el sentido de la sexualidad y de la procreación en el contexto del amor
conyugal. Está en juego la relación de dos personas que en la procreación comparten un proyecto de
paternidad, que no se limita a la transmisión de semillas germinales y que implica un compromiso
futuro hacia aquellos seres engendrados libremente por ellos.
El debate en la Iglesia sobre cómo conjugar los fines del matrimonio, procreación / mutua ayuda, ha
acompañado la historia de la reflexión moral por lo menos desde san Agustín en adelante, pero se
ha hecho fuerte a partir de la Casti Connubii de Pío XI, la cual atribuía al amor conyugal un
primado de nobleza, sosteniendo que invadía todos los deberes de la vida conyugal y del
matrimonio cristiano.
En el marco de las precisiones magisteriales posteriores, el concilio Vaticano II subrayó que
cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, la
índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los
motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona
y de sus actos, criterios que mantiene íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana
procreación.
No es un criterio biológico, sino una visión personalista del amor conyugal, lo que motiva la
reflexión del Concilio. El significado procreativo de la sexualidad no puede ser realizado
prescindiendo del amor conyugal. En esta dirección personalista se sitúa también la Humanae
Vitae, como revela un fragmento poco citado; un acto conyugal impuesto al cónyuge sin tener en
cuenta sus condiciones y sus legítimos deseos no es un verdadero acto de amor.
En este sentido, reducir el problema ético de la paternidad a la cuestión del número de hijos o de la
seguridad de un método defensivo, es plantear una visión estrecha y pobre la dignidad de la persona
y de su dimensión relacional. La relación de amor total de la pareja es el contexto natural necesario
para que el matrimonio sea signo del amor de Cristo a la Iglesia 66 y para el pleno desarrollo de la
humanidad del hijo: nada puede ser mejor para el hijo que estar rodeado, en el inicio de su vida, de
un marco de amor auténtico. Por consiguiente, la primera responsabilidad de los cónyuges, incluso
en la procreación, no puede ir más que en la dirección del cultivo del amor mutuo. Es de aquí de
donde se deduce el imperativo ético de procrear en una relación real de amor.

Afrontando y dando respuesta al problema planteado por el Concilio de cómo conjugar el amor
conyugal con la procreación, el papa Pablo VI, en la encíclica HV -de 1968-, localiza el fundamento
de la tradición doctrinal de la Iglesia en la conexión imprescindible, que Dios ha querido y el
hombre no puede romper por iniciativa propia, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreativo. Lo cual no sólo es incompatible con el aborto y la
esterilización, sino también con toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
cumplimiento, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como
medio hacer imposible la procreación.
La argumentación personalista de la HV no ha resultado clara desde el inicio, sino que ha dado
lugar a fuertes controversias, incluso en el campo teológico. Mas una lectura honesta de la
Encíclica, reforzada por el Magisterio posterior, pone de relieve que la norma de la Humanae Vitae
no trata de respetar el orden biológico en cuanto tal, sino de tomar en consideración el dato de que:
en el cuerpo y por medio del cuerpo es alcanzada la persona misma en su realidad concreta.

La verdadera libertad del varón y de la mujer está en abrirse al amor y al don de sí que el mismo
cuerpo revela. No se ama verdaderamente al cónyuge si no se es capaz de amar su cuerpo; carece de
sentido decir te amo, pero no amo tu cuerpo.
Veamos ahora la diferencia ética entre contracepción y abstinencia periódica.
Hoy es común acercarse al tema de la procreación responsable a partir de las exigencias del amor
conyugal.
Lo que resulta difícil es comprender por qué en cualquier forma de contraconcepción queda
comprometido el amor conyugal.
Si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o
psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito
tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del
matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios
morales.
Es verdad que, tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad
positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá;
pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del
matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no se debe buscar,
y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la
mutua fidelidad. Obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e íntegramente honesto.
El fragmento citado implica, entre otras cosas, que quienes recurren a prácticas anticonceptivas para
evitar un nuevo nacimiento pueden hacerlo por razones plausibles, lo cual no altera, sin embargo, el
significado ético y antropológico de la acción anticonceptiva en cuanto tal. La diferencia no es entre
métodos naturales y artificiales meramente técnica, de ahí, que la Iglesia autorice el uso terapéutico
de la píldora anticonceptiva -no abortiva- mientras rechaza el coitus interruptus, pese a que no
recurre a ningún elemento artificial.
Una intervención sobre el cuerpo humano no es moralmente negativa porque sea artificial, lo es
únicamente si no respeta la dignidad de la persona y no es signo de un amor total a ella.
Cuando los cónyuges, mediante el recurso a la contracepción, separan los dos significados que
Dios creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión
sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad
humana y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando el valor de donación «total». Así, al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los cónyuges, la contracepción impone
un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir: el de no darse al otro totalmente; se produce,
no sólo el rechazo positivo a la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad
interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.
La diferencia ética fundamental entre contracepción y abstinencia periódica estriba en integrar -o
no- a la sexualidad en la persona. Lo que está en juego es considerar el cuerpo y la sexualidad como
instrumentos de la necesidad o del deseo, o por el contrario, como dimensiones de un ser personal
que, al actuar, no puede dividirse en partes. Así, en la contracepción, la mujer acoge al hombre en
el rechazo de su gesto inseminador; el hombre recibe a la mujer, pero negando activamente su
ritmo fisiológico y psicológico. Ambos se acogen en la exclusión de una apertura, aunque sólo
posible, del acto sexual a la vida de un hijo.
Creen algunos que, satanizando los métodos artificiales, los católicos incurren en la hipocresía de
buscar el mismo fin con métodos distintos. La respuesta del Magisterio -lo repetimos- parte de una
visión bastante más rica de la persona y de su dimensión relacional:

Cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión


inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como
ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad según el dinamismo original de la
donación total, sin manipulaciones ni alteraciones.

La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir, de la
mujer, y con esto, la aceptación también del diálogo, del respecto recíproco, de la responsabilidad
común, del dominio de sí mismo.
Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y, a la vez, corporal de la
comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este
contexto, la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de
ternura y afectividad que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su
dimensión física.
La contracepción habla el lenguaje del dominio. La abstinencia periódica, en cambio, cuando está
movida por la castidad y la caridad, expresa escucha, respeto, disponibilidad y acogida de la
persona, de la sexualidad y de la vida; requiere dominio de sí y, por tanto, la expansión de la
libertad espiritual en el amor y en la procreación.
Paradójicamente se revelan más biologistas aquellos que en la sexualidad conyugal no ven otra cosa
que el aspecto biológico manipulable según el deseo. La contracepción expresa, de hecho, una
concepción biologista de la sexualidad.

4. Castidad y caridad

La abstinencia periódica no convierte automáticamente en ético el uso de la sexualidad


matrimonial, con tal que no sea contraceptivo. Si así se pensara, se evitaría un nuevo aspecto de la
problemática antropológica y ética subyacente.
También el recurso a los métodos naturales puede ser inmoral, si se usase sólo por egoísmo o no
teniendo absolutamente en cuenta los deseos, la situación o la voluntad del cónyuge. De ahí que en
el largo fragmento citado de HV 16 se suponga también que los cónyuges pueden recurrir a la
regulación natural de la fertilidad sin tener justos motivos para hacerlo.
El mismo conocimiento de los ritmos de fecundidad -aunque indispensable- no crea por sí solo esa
libertad interior del don, que es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez
del hombre interior.
El recurso a los métodos naturales tiene un valor ético positivo no porque permite alcanzar
lícitamente el mismo fin particular de la contracepción, sino porque promueve la relación de
verdadero amor ejercitando al mismo tiempo la responsabilidad para con la procreación. Si el
recurso a la abstinencia periódica no está guiado por el verdadero amor conyugal, queda igualmente
falseado.

Toda esta temática se ilumina cuando se considera, no tanto en una perspectiva normativa cuanto en
su relación interna con la caridad y la castidad.
Todo bautizado es llamado a la castidad, cada uno según su estado de vida particular La castidad
es la capacidad de amar a la persona entera en su dimensión corpórea. La caridad es la que
informa internamente la castidad que no puede equipararse a la anulación del instinto sexual o
incluso a la represión, sino que propone la ordenación interior de la sexualidad a la comunión
interpersonal.
Desde una concepción positiva, la humanización de la sexualidad (castidad conyugal) puede tener
una doble función: proteger el amor conyugal de la prepotencia del ego (que es la amenaza más
grave) y promover todo el significado de la sexualidad de dos modos: a veces frenando la
sexualidad, a veces activándola.
La excelencia de la sexualidad en el varón y la mujer integra sus distintas dimensiones -biológica,
psíquica y espiritual- siguiendo, por así decir, dos direcciones:

· Hacia dentro, en relación al deseo y a la propia sensibilidad.


· y hacia fuera, construyendo la comunicación. Incluye aceptación del otro, autodominio y donación
de sí.
La castidad conyugal, en concreto, permite que los esposos se reconozcan como un bien personal
recíproco, huyendo de cualquier reducción del otro a un objeto manipulable, lo que constituye una
auténtica injusticia. No consiste en el mero cumplimiento externo de normas morales ni en una
aplicación mecánica de las leyes biológicas, sino en un arte, o mejor, un don del Espíritu Santo
que nos lleva a acoger con respeto lo que viene de Dios, armonizando en el ser humano la
experiencia de la maternidad y la paternidad con la comunión personal; es decir, los dos
significados (unitivo y procreador) del acto conyugal:
Por ello, la castidad está en el centro de la espiritualidad conyugal, Y es la virtud clave para una
experiencia más profunda y enriquecedora del amor conyugal, ya que recupera plenamente los
valores de la relación mutua. Si hemos afirmado que el amor conyugal es, ante todo, donación de
uno mismo, sólo puede donarse aquello que se posee y se domina, lo cual requiere, en efecto, una
disciplina.
Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le
confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo
beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores
espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de
otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo,
enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad.
La adquisición de cualquier virtud exige la educación en ella, como un valor, y su práctica, con el
auxilio de la gracia de Dios. Así pues, para una adecuada vivencia de la castidad en el matrimonio,
es fundamental la educación de los niños, los jóvenes y los novios en esta virtud. De modo más
concreto, los novios están invitados a vivir la castidad en la continencia, como señal de mutuo
respeto, como estrategia de aprendizaje de la fidelidad y como esperanza de mutua entrega total en
el matrimonio.
Enseña la teología que la vida nueva en Cristo no puede vivirse identificándola con un conjunto de
mandatos negativos; es decir, sin discernimiento prudencial. A esto se refiere el Concilio cuando,
reconociendo que los esposos pueden encontrarse en circunstancias en las que, al menos durante
un tiempo, no es posible aumentar el número de hijos, y el cultivo del amor fiel y la plena
comunidad de vida se mantienen con dificultad, habla del recto juicio que ambos deben formarse
juntos, ante Dios y de forma generosa, acerca de la concreta voluntad de Dios, Padre y Creador,
para con ellos (en la cual se encuentra el bien propio y el de los hijos).

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