Está en la página 1de 94

Rafael Llano Cifuentes

Egoísmo y amor

EditorialM iNos,S.A.deC.V.
Mé xico, 1991

m
Morgan Software

© 2006 Morgan Software para la edición electrónica formato PDF

Este libro pertenece a una biblioteca circulante. No puede venderse, arrendarse ni


imprimirse.
Primera edición: 1991

NIHIL OBSTAT
Pbro. Dr. Bernardo Fernández Ardavin
Censor Eclesiástico
México, D.F., a 28 de febrero de 1991.

IMPRIMATUR
Mons. Rutilio S. Ramos Rico
Vicario General
México, D.F., a 23 de abril de 1991.

© 1991 Rafael Llano Cifuentes


México, D.F.

© 1991 Editorial MiNos, S.A. de C.V.


Juan Tinoco 10-B
03930 México, D.F.
Col. Merced Gómez
Teléfonos: 680-4696/651-8446/593-1821
660-5775/660-5715/
Fax: 660-5436

SUCURSAL GUADALAJARA
Av. Unión No. 240, Sector Juárez
C.P. 444100 Guadalajara, Jal.
Tels. 1585-20/1627-95 Fax: 1539-59

SUCURSAL MONTERREY
Av. Hidalgo No. 1643 Pte., Col. Obispado
C.P. 64010 Monterrey, N.L.
Tels. 3302-43/3347-04 Fax: 3347-04

ISBN 968-428-483-7

Versíon Electrónica Morgan Software.


Enero de 2006
ÍNDICE

EL AUTOR .................................................................................. 7

INTRODUCCIÓN ........................................................................ 9

LAS MANIFESTACIONES DEL EGOÍSMO....................................11

EL AMOR PROPIO EN RELACIÓN A SÍ MISMO ........................ 13


La imagen de la propia personalidad ......................... 13
La falta de sinceridad....................................................... 15
La hipersensibilidad .......................................................... 18

EL AMOR PROPIO CON RESPECTO A LOS DEMÁS . . . 23


La Vanidad ................................................................. 23
La Envidia ........................................................................ 26
La Ironía ...................................................................... 27
El Egocentrismo ....................................................... . 29
El Amor Falso ............................................................... 32

EL AMOR PROPIO EN RELACIÓN CON DIOS........................... 35


Concluyendo ...................................................................... 37

EL AMOR .................................................................................... 41
Saber mirar. Respetar .................................................... 43
Comprender .................................................................. 50
Como son ...................................................................... 51
Con sus defectos ........................................................... 53
Porque tienen defectos....................................................... 57

PERDONAR, CORREGIR................................................................ 61
Fruto sabroso de la comprensión es el perdón ..................61
Corregir ...........................................................................65
6 Rafael Llano Cifuentes

ESPERAR, CARGAR, SERVIR, SONREÍR........................................ 71


Cargar.................................................................................... 76
Servir .................................................................................. 79
Sonreír ................................................................................... 81

DAR Y DARSE.................................................................................. «5

SACRIFICARSE ............................................................................. 91

EL AMOR REALIZA......................................................................... 97
EL AUTOR
Rafael Llano Cifuentes es Licenciado en Derecho y
Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Santo
Tomás de Aquino, de Roma. Ha publicado diversas obras
sobre derecho matrimonial y canónico; además los cuader-
nos "La constancia" y "Optimismo", publicados por la Edi-
torial MiNos (México). Fue capellán de la Pastoral
Universitaria de Rio de Janeiro y actualmente es profesor
del Instituto Superior de Derecho Canónico de esa ciudad.
El 29 de junio de 1990 —solemnidad de San Pedro y San
Pablo— recibió la ordenación episcopal. Es ahora Obispo
Auxiliar de Rio de Janeiro.
IN T R O D U C C IÓ N
"Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio,
que llega hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera
ciudad se gloría en sí misma; la segunda, en Dios" .

No podemos dejar de amar. El amor es una tendencia


esencial de la naturaleza humana; un impulso vital indes-
tructible. Negarse a amar es negarse a ser: es un suicidio.

Sin embargo, únicamente existen dos amores posibles:


o se ama el bien en sí mismo, porque es digno de ser
amado, y entonces —al menos implícitamente— se ama a
Dios, Bien Supremo, sobre todas las cosas, y se ama todo lo
demás porque participa de Su bondad; o bien se ama lo que
redunda en beneficio personal o se acomoda a los propios
intereses, y así nos amamos a nosotros mismos sobre todas
las cosas, y amamos a las cosas, y al propio Dios, egoísta-
mente, sólo porque nos satisfacen y construyen nuestra rea-
lización.

Todos los posibles amores, por diferentes vías, toman


por uno de estos dos caminos. Y, según la voluntad se
oriente hacia uno o hacia otro, la personalidad se vuelve
auténtica o egoísta, abierta o cerrada para el verdadero
amor.

El corazón humano se mueve entre esos dos extremos.


Es una polarización ineludible: en la medida en que nos

1 San Agustín, La ciudad de Dios, 14,28.


10 Rafael Llano Cifuentes

deslumbramos con nuestro ego, en esa misma medida nos


vamos olvidando de los otros y de Dios; y al contrario,
cuando nos ocupamos de Dios y de los otros —en un amor
progresivo — , vamos olvidando poco a poco el pequeño
mundo de nuestro egoísmo y engrandeciéndonos a la ima-
gen y semejanza del propio Dios. Porque Dios es amor 2.

Es por eso por lo que la única tentativa efectivamente


válida de alcanzar el Amor —término de nuestra realiza-
ción— es luchar por vencer el egoísmo. Liberarse de él es
dejar el alma suelta, disponible, capaz de correr libremente
hacia el otro polo del imán. Y, al mismo tiempo, aunque
parezca una paradoja, el medio más eficaz de desprenderse
del egoísmo es vivir un amor auténtico. Esta es la dirección
fundamental de estas reflexiones nuestras.

2 1 Jn. 4,8.
LAS MANIFESTACIONES
DEL EGOÍSMO
Cuando hablamos de egoísmo, englobamos dentro de
este concepto muchos otros que giran alrededor de un eje
común: soberbia, orgullo, amor propio 3, vanidad, altivez,
presunción... Escogimos como término principal el egoísmo
porque es lo que se contrapone de una manera más frontal
a la virtud suprema del amor. Y es principalmente en ésta
que nos queremos detener.

El egoísmo es una enfermedad provocada por el peca-


do original y transmitida después a todo el género humano.
Dios nos creó para que poseyéramos eternamente su felici-
dad y su amor infinitos. Pero el hombre no se resignó a
aceptar su condición de criatura; ambicionaba un destino
autónomo y absoluto: quería ser "como Dios". Su rebelión
comenzó, por consiguiente, por un movimiento centrípeto,
egocéntrico. Las posteriores consecuencias serían apenas un
desdoblamiento de este primer movimiento en el que el ego
del hombre se colocaba en claro antagonismo con el Ser
inefable de Dios.

Este estigma, diseminado en su naturaleza, nace con


cada ser humano, crece al ritmo de su infancia, se acentúa
en la adolescencia —con los primeros brotes del sentimien-
to de independencia e individualismo — , y se desarrolla a
Cuando hablamos aquí de amor propio, nos referimos —de acuerdo con la expresión
ya consagrada— al amor propio desordenado o egoísta, no al mero amor propio, que
no solamente es algo bueno, sino un mandamiento que tiene que ser vivido como
prototipo ejemplar del amor al prójimo, de acuerdo con el mandamiento formulado
por el Seflor: "Amaras a tu prójimo como a ti mismo".
12 Rafael Llano Cifuentes

medida que la personalidad va creando su propio mundo: el


mundo de sus ideas, de sus afectos y proyectos.

Hay, sin duda, en todo ser humano una tendencia hacia


las alturas, una noble ambición de desarrollar todas sus po-
tencialidades, porque el hombre fue creado para Dios. Su
condición natural suspira por una plenitud humana y espiri-
tual ala altura dé su dignidad de hijo de Dios. Pero con ese
deseo de crecimiento se mezcla otra ambición, enfermiza,
que consiste precisamente en la supervaloración del propio
yo.

Este va adquiriendo una importancia tal que acaba por


suplantar a la misma realidad. Poco a poco, sin que lo per-
ciba, la persona va transfiriendo el centro gravitacional de
todas las cosas, que es Dios, para colocarlo en el centro
medular de su propia existencia. Llega así a considerarse
— en expresión de Protágoras— "homo mensura", la medi-
da, el criterio de todas las cosas: altas o bajas, buenas o
malas, en el grado en que lo sean para él; las personas son
agradables o desagradables, idóneas o inservibles, según
tengan o no la capacidad de integrar la máquina de su
propia felicidad. Sin darse cuenta, él se va convirtiendo para
sí mismo en dios y mundo.
EL AMOR PROPIO EN RELACIÓN
A SÍ MISMO

La imagen de la propia personalidad


¿Cómo podríamos reconocer al amor propio? Sin duda,
por el alto concepto que formamos de nosotros mismos.

Por un extraño mecanismo de autosugestión, tendemos


paulatinamente a agigantar nuestra imagen. Quitamos de
ella los defectos y agregamos virtudes; supervaloramos los
aspectos positivos y minimizamos los negativos. Recuerdo
haber visto, en un libro dedicado al estudio de la personali-
dad, el dibujo de un mismo rostro visto desde tres ángulos
diferentes: el de la esposa, el de los hijos y subordinados, y
el del propio interesado. No es necesario decir que este
último era el más agradable de los tres. El primero, parecía
triste, abatido; el segundo, duro, impositivo; el tercero, sim-
pático, jovial, sonriente... ¿Acaso será que también nosotros
sufrimos de esa miopía para nuestros defectos y de esa
hipermetropía para nuestras cualidades?

"Habéis oído decir —observa Mons. Escrivá— que el


mayor negocio del mundo sería comprar a los hombres por
lo que realmente valen, y venderlos por lo que creen que
valen. Es sinceridad difícil. La soberbia violenta, la memoria
la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se en-
cuentra una justificación para cubrir de bondad el mal co-
metido, que no se está dispuesto a rectificar; se acumulan
14 Rafael Llano Cifuentes

argumentos, razones, que van ahogando la voz de la con-


ciencia, cada vez más débil, más confusa" 4.

Kierkegaard le escribía a un amigo estas palabras reve-


ladoras: "Tu principal función es la de engañarte a ti mismo
y parece que lo consigues porque tu máscara es de las más
enigmáticas" 5.

Esta función se realiza a través de diversos medios,


entre ellos la justificación de las propias fallas. En efecto,
después de que cometemos un error, tendemos a buscar con
la imaginación las causas atenuantes o eximentes de nuestra
responsabilidad. Y pensamos: "No, no fui yo, fueron las
circunstancias, el cansancio, el exceso de trabajo, la provo-
cación de los otros, su falta de comprensión..."

¿No observamos con frecuencia este tipo de reacción?


El estudiante justifica delante de sus padres el haber repro-
bado y dice: "El profesor es un incompetente". El profesio-
nista, frente a un fracaso, alega: "En medio de esta
corrupción generalizada, ninguna persona honesta puede te-
ner éxito". Los padres que no se empeñaron en la educación
de sus hijos, argumentan frente a sus desvíos: "Es que el
ambiente está pésimo".

Lee lacocca, presidente de la Chrysler, recuerda en su


autobiografía uno de los consejos que le dio Beacham, su
jefe, cuando trabajaba en la Ford: "Ten siempre en mente
que todos cometen errores. El problema es que la mayoría
nunca admite que la culpa fue suya, por lo menos para
remediarla: acusan a la esposa, al conserje del edificio, a los

4 Josemaría Escrivá, cit. por S. Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, S.A., Madrid,
1978, pág. 84.
5 S. Kierkegaard, cit. por J. Collins, El pensamiento de Kierkegaard, México, 1958, pág.
163.
Egoísmo y amor 15

hijos, al perro, al tiempo, pero nunca a sí mismos. Por eso,


si llegas a hacer una tontería, no me vengas con disculpas,
ve primero a mirarte en el espejo y después, ven a hablar
conmigo" 6.

El hombre dispone para cada uno de sus actos de un


arsenal de motivos que justifican su comportamiento. La
ciencia de la psicología propagandística demostró que todos
los impulsos de compra, hasta los más absurdos, pueden ser
justificados más tarde. Cuando los hombres adoptan una
posición, generalmente la defienden a "capa y espada" por
amor propio.

De ahí se deriva un tipo de terquedad bien caracterís-


tica: la de las personas que no saben rectificar sus posicio-
nes, aunque los argumentos contrarios parezcan
objetivamente ciertos. No dan, como se dice, "su brazo a
torcer". ¿Quién sale ganando con esas falsas justificaciones?
Solamente nuestra falsa imagen. Sólo el orgullo. La verda-
dera personalidad queda allá en el fondo, sofocada, atrofia-
da, condenada al raquitismo por la falta de sinceridad.

La falta de sinceridad
Si tendemos a engañarnos a nosotros mismos, como
escribía Kierkegaard, más aun tendemos a engañar a los
demás.

No hay nada que no se haya inventado ya para engañar


a nuestros semejantes: los cosméticos, las pelucas, las ciru-
gías plásticas, así como también las sonrisas, las omisiones,
las exageraciones, los fingimientos, las medias verdades y las
mentiras. Delante de un grupo de personas, parece que a
veces viene a la mente un pensamiento como éste: diez
6 L. lacocca, ¡acocea, una biografía, Livraria Cultural Editora, 1985, pág. 58.
16 Rafael Llano Cifuentes

caras, diez máscaras, diez misterios. Vemos apenas las som-


bras chinescas de los hombres proyectadas por el foco de la
teatralidad.

La veneración por la propia imagen muchas veces ori-


ginaja moda; y la moda, con frecuencia, no es otra cosa sino
una tentativa de disimular los defectos físicos. La moda del
tacón alto se debe a Luis XV, quien la adoptó para disfrazar
su baja estatura; la moda del cabello corto para las mujeres
—á la garconne— nació cuando María Antonieta comenzó
a perder el cabello; el cuello alto fue introducido en el
Renacimiento sólo porque Ana Bolena tenía un horrible
defecto en el cuello .

Pero esas tentativas de escamotear los defectos físicos


tienen un paralelo en el terreno moral. Las personas, en
general, callan la verdad sobre sus errores y limitaciones. Ni
los genios se libran de este presuntuoso intento. Miguel
Ángel, antes de morir, quemó un gran número de dibujos:
no quería que se conociera el laborioso proceso creativo
que precedió a algunas de sus grandes obras. Lo mismo
sucede en el campo religioso. Cuando el orgulloso no con-
sigue hacerse admirar por el brillo de sus virtudes, procura
ser admirado por la discreción y modestia de su humildad.
Weber observó: "No conozco nada más odioso que un hom-
bre notoriamente modesto. Es, sin duda, un vanidoso disfra-
zado" 8.

Este fenómeno se vuelve particularmente agudo cuan-


do se refiere a la esfera más delicada de la conciencia: las
personas poco humildes, o muy egoístas, sienten vergüenza
de confesar sus pecados, los cuales disimulan, arreglan o
callan. Encontramos aquí la explicación del motivo por el
cfr. L. Batistelli, La vanidad, Sao Paulo, 1954, pág. 84.
cfr. Batistelli, op. cit.
Egoísmo y amor 17

cual, en un mundo en el que crece de manera galopante el


orgullo, disminuye, en la misma medida, el sentido de culpa
y la frecuencia de la confesión sacramental.

Esta actitud contradice principios elementales del desa-


rrollo de la personalidad. Hay una ley que prevalece por
encima de toda la psicología humana: no se supera aquello
que no se reconoce o se acepta. En realidad, toda la base
del tratamiento analítico consiste en hacerle descubrir al
paciente lo que está escondido en el fondo de su alma. Pero
el amor propio, origen de todas las neurosis, se aferra a sus
razonamientos, se empeña e insiste en sus disculpas. Por eso
reincide en los mismos errores. Y es por eso también que,
al justificar sus descalabros, se incapacita para el crecimien-
to y el progreso.

No nos debería sorprender esta íntima conexión entre


falta de sinceridad y soberbia, porque aquel que encarna,
por antonomasia, el orgullo —el propio demonio— es ése a
quien Jesús denomina mentiroso, y padre de la mentira 9.

Todas las formas de falta, de sinceridad acaban por


crear una doble personalidad: por un lado, la personalidad
que se desarrolla en la esfera imaginaria inventada por el
orgullo, llena de triunfos, cualidades y éxitos impresionan-
tes; por el otro, la personalidad que pertenece al mundo
real, poblado de acontecimientos prosaicos, de defectos y
fallas, de hechos poco interesantes y apagados, pero tanto
más tangibles cuanto menos deseados. Como todo hombre
siente un impulso esencial hacia la unidad, intenta probar
que la personalidad fingida —la brillante, la genial— coin-
cide con la personalidad real; o mejor, que la personalidad
9 Jn. 8,44.
18 Rafael Llano Cifuentes

real_es_la fingida. Es lo que dice el poeta en estos versos tan


conocidos:

"El poeta es un fingidor,


finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente",
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente" 10.

Por tanto, utiliza muchos medios, especialmente la re-


presentación teatral. La familia, la escuela, la oficina, la reu-
nión y la fiesta, el campo deportivo y la playa son muchas
veces el escenario donde el actor representa el papel de
aquello que desearía ser pero que, de hecho, no es. En esta
representación, utiliza frecuentemente el recurso de los dis-
fraces y de las máscaras; las máscaras del genio, del conquis-
tador, del virtuoso, del atleta, del artista, del triunfador y del
poderoso pasan a formar parte del vestuario principal de
ese comediante pertinaz, muchas veces sucediéndose unas a
otras conforme a las circunstancias.

Es triste la personalidad del hombre orgulloso e insin-


cero. Su complejidad y su inseguridad le deparan muchas
penas y decepciones. No habrá en su vida una transparencia
pacífica, una actitud suelta, natural, espontánea, mientras no
se determine firmemente a ser él mismo, y a serlo profun-
damente.

La hipersenslbilidad
Un fenómeno paralelo a la falta de sinceridad es la
hipersensibilidad. La falta de sinceridad esconde a los otros
10 Fernando Pessoa, Autopsicografía, en El yo profundo v otros vos. Nova Fronteira, 1982.
Egoísmo y amor 19

las propias limitaciones; la hipersensibilidad se resiente


cuando los otros las corrigen o descubren.

En determinadas personas, se advierte un fenómeno


singular: son extraordinariamente sensibles hacia las cosas
que les atañen, y manifiestan una notable insensibilidad ha-
cia las cosas que conciernen a los demás; tienen una epider-
mis delicadísima —como la de un niño— para los asuntos
que las afectan, y una piel de paquidermo para los asuntos
que afectan a los demás; poseen antenas potentísimas que
detectan la mínima sospecha e insinuación peyorativa de
carácter personal, y pupilas ciegas para aquello que afecta o
lastima al prójimo. Este fenómeno es otra derivación del
egoísmo.

Una persona normal —es decir, una persona consciente


de su propia realidad— no se irrita cuando alguien de bue-
na voluntad le corrige o le ofrece una crítica constructiva. Si
es madura, lo agradece. El orgulloso, por el contrario, siente
la crítica como un ataque personal. Sobreestima la correción
con una reacción emocional. ¿Cómo explicar la intensidad
de su ira? Su explosión irracional sólo puede ser plenamen-
te comprendida si se tiene presente que su mundo comienza
y termina en él. Su personalidad y su seguridad se basan en
la falsa imagen inventada por su orgullo. Y cuando alguien
lo critica, tiene la sensación de que ese soporte comienza a
fragmentarse, y experimenta el vértigo de quien siente que
la tierra desaparece bajo sus pies. Su ira intensa es como el
instinto de defensa o de conservación de un animal acorra-
lado. Su agresividad es por eso, paradójicamente, una clara
señal de inseguridad.

El orgullo herido puede tener aún otra manifestación


alternativa: la depresión. Hay personas que no reaccionan
violentamente, pero se encierran en sí mismas, abatidas,
20 Rafael Llano Cifuentes

tristes. Es como si estuvieran "de luto" ante ese formidable


"yo" que soñaban ser y que acaba de morir víctima de una
crítica o de una corrección que les parece injusta.

No son pocas las víctimas que encontramos a nuestro


lado ni los que se dejan dominar por el complejo de Ceni-
cienta: nadie se acuerda de mí, ni me tratan como merezco;
¿cuándo llegará alguien que reconozca mis cualidades?; ¿en
qué momento seré liberada por el príncipe encantado?... Da
pena ver tantas personas reconcentradas sobre sus pequeñas
heridas, llorando el hipotético abandono, y que se sienten
relegadas, rumiando las penas provocadas por supuestas in-
justicias... Un miligramo de aparente desconsideración o in-
diferencia representa para ellas un auténtico veneno. A
partir de ahí viene la auto compasión, que es un sentimiento
más común de lo que se piensa: con frecuencia se juzga que
se precisa de un afecto especial, mayor que aquel que nece-
sitan los demás. Este sentimiento lleva a justificar como
legítimo ese chantaje afectivo que aumenta los propios sufri-
mientos para llamar la atención hacia uno mismo.

En todas estas manifestaciones, se revela un subjetivis-


mo propio de la persona inmadura. Cuanto más inmaduro o
más primitivo sea el ser humano, más intensos serán los
lazos de referencia personal que mantenga con el medio
ambiente. Para el hombre de las cavernas, un relámpago
significaba una señal del cielo dirigida personalmente a él;
paralelamente, la impresión de que gran parte de las cosas
se refieren a nosotros —tanto las elogiosas como las peyo-
rativas— es un claro síntoma de ese subjetivismo primitivo,
característico de las personas inmaduras.

Hay otras variantes de esa hipersensibilidad, mas todas


ellas se sintetizan en un tipo genérico de persona, consagra-
do por una expresión común: la persona difícil. Es difícil
Egoísmo y amor 21

hablar con ella sin que quede resentida; a pesar de estar


rodeada de solícitos cuidados, es difícil agradarla; es difícil
que se sienta a gusto en un ambiente en que no sea ella el
centro de las atenciones... Alguien decía de este tipo de
personas que, para relacionarse con ellas, es necesario estu-
diar trigonometría. Nunca se les puede abordar en forma
simple y directa; es necesario tener mucho cuidado, utilizar
líneas quebradas, hacer triangulaciones...

Estas personas difíciles parecen estar sofocadas por su


propia importancia, por la importancia que le atribuyen a su
nombre, a su dignidad y a su honra. Están como corroídas
por una enfermedad epidérmica, por una susceptibilidad
alérgica a todo lo que remotamente pueda significar falta de
respeto o de consideración. Esto las vuelve suspicaces, des-
confiadas y melindrosas. Sufren extraordinariamente.

Nunca llegaremos a la objetividad y al realismo de la


verdadera madurez mientras no comprendamos que noso-
tros somos, en conclusión, lo que somos delante de Dios. Y
nada más. Lo demás no importa.
EL AMOR PROPIO CON RESPECTO
A LOS DEMÁS
El amor propio tiene ímpetus imperialistas. No sola-
mente se resguarda detrás del escudo de las disculpas y
justificaciones, ni se limita a defenderse con la espada de la
agresividad. Tiende a expandirse, y lo hace de maneras muy
diversas. Veamos algunas de ellas.

La Vanidad
El hombre vanidoso gusta de las personas y de las cosas
cuando reflejan su propia imagen. El ser humano siente una
atracción indeclinable por los espejos. No solamente por
esas superficies de vidrio especialmente pulidas para reflejar
imágenes, sino también por otro tipo de "espejos": la opi-
nión pública en que se refleja su personalidad, las tres líneas
del periódico en que hablan de su persona, la mirada de los
más próximos en que lee admiración...

Sí, tal vez los espejos que el hombre más busca sean las
pupilas de las personas que lo rodean, particularmente si
éstas son importantes. Parece que en vez de que ese hom-
bre mire a los otros para descubrir sus necesidades —que es
la mirada de quien sabe amar — , los mira apenas para des-
cubrir lo que piensan de él: "¿Le gustó la figura que hice?
¿Le pareció interesante mi punto de vista, la agudeza de mi
inteligencia, la firmeza de mis decisiones?..." Interroga a los
otros, no acerca de ellos, de sus cosas, sino únicamente
acerca de sí mismo, como si las personas le interesaran
exclusivamente en la medida en que él mismo se refleja en
ellas.
24 Rafael Llano Cifuentes

A la persona vanidosa, nada le provoca mayor placer


que experimentar la agradable emoción de que todo se re-
lacione con ella, de que a su derredor sucedan grandes cosas
porque ella está presente, de que las circunstancias y los
ambientes adquieran vida y vibración porque ella les confie-
re la voz y el brillo sin los cuales permanecerían miserable-
mente mudos y apagados.

La vanidad encuentra también su espejo en las obras


que salen de nuestras manos. Nos examinamos atentamente
en ellas para ver reflejada nuestra propia perfección. Cuan-
do nos satisfacen, nos demoramos contemplando en ellas
nuestra belleza como la adolescente frente a su tocador;
cuando nos desilusionan, nos entristecemos como la anciana
señora que compara la imagen reflejada en el espejo con la
fotografía de su juventud. Es tan importante el reflejo emi-
tido por nuestras obras, que genera esa ansiedad, ese desa-
sosiego e inquietud que se llama perfeccionismo.

El perfeccionista no se resigna a ver su imagen menos


brillante estampada en un trabajo incompleto, en una clase,
en una publicación, en una cena festiva, en un trabajo ma-
nual o artístico, en una empresa cualquiera que no llegue a
ser una obra maestra. Trabaja hasta el agotamiento, precisa-
mente en aquello que más se cotiza en el mercado de la
opinión pública. En esos trabajos es escrupuloso, preocupa-
do, minucioso, diligente, exhaustivo. Y en otros, que tal vez
son más importantes, y que nunca aparecerán en su curricu-
lum —como las tareas básicas del hogar, la educación de los
hijos, el estudio de materias poco brillantes y más funda-
mentales, la lucha en los cimientos del alma por conseguir
auténticas virtudes — , es indolente, lento, despreocupado y
negligente. Así se explica la existencia de eso que podría-
mos denominar la pereza selectiva, la pereza que se mani-
fiesta solamente ante las ocupaciones menos atractivas. Se
Egoísmo y amor 25

trata de vanidad pura que, desmotivada por el anonimato y


herida por la oscuridad, derrama por esa llaga abierta tedio,
cansancio y modorra.

El deslumbramiento del vanidoso —esa especie de ele-


fantíasis personalista que lo coloca en el centro del univer-
so— podría encontrar una imagen plástica en la figura
mitológica de Narciso. Narciso era un joven extasiado por su
propia belleza que, un día, al ver reflejado su rostro en las
aguas de un lago, atraído por sí mismo, intentó abrazarse y
murió ahogado. Es lo que sucede con este tipo humano:
termina ahogado, asfixiado por el excesivo aprecio que sien-
te por sí mismo.

Yo, mis cosas, mis problemas, mis proyectos, mis reali-


zaciones... Hay personas que sólo parecen ver su propio
rostro, que sólo saben hablar de sí: sus pensamientos les
parecen importantísimos y sus palabras son para ellas la
música más melódica. Su verdad tiene que coincidir necesa-
riamente con la verdad. Los otros deberán concordar con
sus opiniones porque la razón indudablemente tiene que
estar con ellas. La voz de los demás deberá ser como una
resonancia de la suya. Si no fuera así, surgirá la discusión o
la desavenencia. Y, después, un hombre así habrá de quejar-
se de soledad. Pensará que todos lo abandonaron, cuando
en realidad fue él quien se aisló en su pedestal. Nadie
soporta su presencia porque nadie se resigna a no tener voz,
a ser simplemente eco. La soledad es el corrosivo que ahoga
la personalidad narcisista.

Gustavo Corcho, en Linóes do abismo, sintetiza el perfil


de la personalidad del vanidoso cuando dice: todas las cosas,
todas las opiniones "son como el espejo de su propia impor-
tancia, de su propio rostro, que para él es la grande, la única
26 Rafael Llano Cifuentes

realidad en torno de la cual el mundo entero es un inmenso


marco" ".

La Envidia
La envidia, sin duda, tiene mucho que ver con la vani-
dad. Muchos le hacen al espejo de la vanidad la misma
pregunta del cuento de hadas: "Espejito, espejito mío, ¿hay
alguna más bella que yo?" Y cuando la respuesta es afirma-
tiva, brota del corazón el sentimiento de envidia. Porque el
amor propio y la vanidad desean que cada uno de nosotros
sea el mayor y el mejor: el mejor de la escuela o del trabajo
profesional, el atleta más fuerte, el ama de casa más esme-
rada... No hay nada que ponga más feliz a una mujer que oír
comentar: "¿Ya viste a Clarisa? fue la más elegante y la más
bonita de la fiesta". Y no hay cosa que entristezca más a una
mujer vanidosa que el hecho de no ser ella misma precisa-
mente Clarisa.

Así, entendemos la definición de envidia dada por San-


to Tomás: "Consiste en la tristeza ante el bien del prójimo,
considerado como mal propio porque se juzga que él dismi-
nuye la propia excelencia, honra y felicidad" 12.

El hombre es alto o bajo de acuerdo con un punto de


referencia. En medidas astronómicas —de años luz— el
kilómetro es una bagatela; en parámetros biológicos —de
mícron —, el centímetro es una monstruosidad. La altura de
la personalidad muchas veces es medida por el contexto
humano que la rodea y que le sirve de referencia. Por eso
habitualmente son envidiadas las personas que "elevan el
nivel": el primero de la clase, el artista genial, la persona
exitosa, el millonario, el ejecutivo joven y brillante. Son los
11 G. Coroso, Lecciones del Abismo, Agir, Río de Janeiro, 1962, pág.
12 Santo Tomás, Sununo Theologica, II, q. 36, a. 1.
Egoísmo y amor 27

que, con su dimensión, "hacen sombra". Y surge el secreto


deseo de que brillen menos, de que de alguna manera fa-
llen: tristeza por el triunfo ajeno, alegría por los errores que
los otros cometen.

De ahí brota el espíritu crítico y todas sus secuelas que,


como una inmensa colonia de hongos, crecen en la vida
social: la murmuración, la difamación, la maledicencia, la
detracción, la calumnia, el menosprecio, la intriga. La crítica
tiende, en primer lugar, a disminuir a los otros, a reducir la
referencia para elevar a quien critica. Es por eso que son
criticadas las personas y las instituciones que destacan. "Só-
lo se arrojan piedras al árbol que da frutos". Es la actitud
de la tía solterona que habla mal del noviazgo de la sobrina;
o de los que critican a la madre de familia numerosa, que
se dedica únicamente al hogar, o al funcionario honesto, al
cristiano coherente, al marido fiel, llamándolos exagerados,
"cuadrados" o "fanáticos"... La frustración, la impotencia, la
incapacidad se manifiestan aquí en forma de crítica.

Mas existe un segundo motivo: criticamos para conso-


larnos. Es tan "consolador" reparar en los defectos de los
"virtuosos", en los equívocos de los directores, en la igno-
rancia de los catedráticos, en los deslices de los sacerdotes,
en las limitaciones de los poderosos, en los desatinos de los
sabios... Los mediocres se alegran con los defectos de los
demás porque con ellos se consuelan de sus propios defec-
tos, avalando con ello la verdad de aquel otro proverbio tan
antiguo como expresivo: "Mal de muchos, consuelo de ton-
tos".

La Ironía
La vanidad provoca la envidia; la envidia, el espíritu
crítico y éste, la ironía.
28 Rafael Llano Cifuentes

Entre la ira y la ironía hay algo más que una semejanza


fonética; hay una analogía sustancial. Todo irónico es en el
fondo un agresivo que no se atreve a manifestar abierta-
mente su crítica y recurre a la máscara del falso humorismo.
Denota un fondo perverso más desagradable que la agresión
directa, el insulto o la crítica franca.

La ironía es el arma de los cobardes. La persona vani-


dosa teme, por un lado, el ataque frontal porque teme ser
contestada con una réplica que la humille. Mas, por el otro,
no es capaz de reprimir su deseo de salir vencedor. Y en ese
conflicto opta por la solución disimulada, "camaleónica",
del espíritu ferozmente ingenioso. Eso explica, por ejemplo,
la frecuencia con que se maneja esa arma en ausencia de la
persona en cuestión, impidiéndole defenderse. La clandesti-
nidad, la acción furtiva, las alusiones indirectas son, todas
ellas, un escudo protector de la cobardía del hombre iróni-
co.

Existe un espíritu chistoso, agradablemente juguetón,


positivo; pero existe el espíritu chacotero, guasón, que es en
el fondo un espíritu demoledor. Santo Tomás 13 habla del
espíritu burlón como defecto opuesto a las virtudes de la
justicia y de la caridad: es grave ridiculizar las cosas relativas
a Dios, a los padres, a los superiores, a los que llevan una
vida virtuosa. De los que se mofan y escarnecen las cosas
divinas y de la simplicidad de los justos 14, también Dios se
reirá: Qui habitat in coelis irridebit eos 15. La terrible ironía
de allá arriba descenderá para ridiculizar la ironía de aquí
abajo.

13 ibid., II, q. 75, a. 2.


14 Job. 12, 4.
15 5a/. 2, 4.
Egoísmo y amor 29

Comenta Garrigou-Lagrange que "el socarrón que se


quiere hacer el gracioso y dárselas de ingenioso, pone en
ridículo al justo que aspira con seriedad a la perfección,
subrayando sus defectos y disminuyendo sus cualidades.
¿Por qué? Porque se da cuenta de sus propias fallas en la
virtud y se resiste a confesar su inferioridad. Y entonces,
por despecho, trata de disminuir el real y fundamental valor
del prójimo y aún la necesidad de la virtud. Actuando así,
atemoriza a los débiles con sus ironías y, al mismo tiempo
que se arruina a sí mismo, consigue también arruinar a los
otros" 16.

No es preciso ser psicólogo para comprender que ese


tipo burlón es en el fondo un agresivo fracasado que no se
resigna a su pobre situación humana o espiritual. Con sus
epigramas, con sus juegos de palabras en doble sentido, con
sus chistes mordaces, está diciendo en forma de mofa lo que
los otros —y él mismo— no se atreverían a afirmar ostensi-
va y directamente. En realidad, termina por ser él mismo la
víctima indirecta de sus ataques: el "chistoso profesional"
acaba por ser el "bufón de la corte"; nadie lo toma en serio.

El Egocentrismo
Todas las manifestaciones que acabamos de analizar
desembocan, como afluentes, en el egocentrismo.

El egocentrismo es una actitud absorbente que observa


todo a través de un único prisma: el provecho personal.
Podría ser comparado con un cáncer que devora todo lo que
lo rodea o con un inmenso pulpo que arteramente envuelve
y atrae a sí las víctimas que caen dentro de su radio de
acción.
16 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, t. 1. Palabra, Madrid, 1982,
pág. 535.
30 Rafael Llano Cifuentes

El egocéntrico vive de una extraña lógica: todo lo que


entra en el campo de sus intereses, debe entrar en el campo
de los intereses de los demás. Lo que es de su agrado debe
ser del agrado de todos. Su dolor es el dolor del mundo
entero. El reloj de su vida es lo que cronometra el ritmo de
los otros. El criterio del para mí preside todas sus tomas de
posición: este acontecimiento, esta circunstancia, esta perso-
na, ¿qué utilidad pueden tener para mí? Esta es su eterna
pregunta.

Hay personas que tienen como atrofiada la grande y


generosa dimensión del amor; parecen incapacitadas para
pensar en los otros; el egocéntrico se pregunta a sí mismo:
¿quiénes son los otrosí Los "otros" son aquellos a quienes
convierto en interlocutores de mis monólogos, en comparsas
de mis devaneos; los "otros" son los que me servirán de
escalón para elevarme, si están a mi nivel; y si están a nivel
superior, serán los que, con mi adulación, me han de impul-
sar para arriba; los "otros", con sus fallas y limitaciones, son
los que me darán oportunidad para que mis cualidades bri-
llen; los "otros" han de ser siempre el instrumento útil de
mi propia realización.

Sin percibirlo, en mayor o menor grado, el egocéntrico


se sirve de los otros o explota a los otros. En cierta forma,
es un parásito. No es difícil verlo en la vida de familia o en
el trabajo profesional, aprovechándose del espíritu de servi-
cio de los que lo rodean; pidiendo con facilidad ayuda y
favores; procurando para sí mismo lo mejor, en las ocupa-
ciones, en el esparcimiento, en el descanso, en la mesa;
domitando en su egoísmo; haciendo prevalecer sus dudosos
derechos o corriendo detrás de ellos en forma revanchista
cuando de alguna manera se siente postergado; apegándose
a las cosas materiales, a la comodidad, al dinero, a la segu-
ridad personal hasta llegar a las fronteras de la tacañería: el
Egoísmo y amor 31

miedo que tiene de una hipotética carencia en el futuro es


paralelo al desprecio que manifiesta por las reales y paten-
tes necesidades del prójimo en el presente.

Con frecuencia, el egocéntrico no se revela en forma


directa, unívoca, sino a través de un comportamiento doble,
de una actitud oblicua. Es como si tuviera dos balanzas: una
para juzgarse a sí mismo y otra para juzgar al prójimo. San
Francisco de Sales lo describe así: "Acostumbramos acusar
al prójimo por las menores faltas cometidas por él, y a
nosotros mismos nos excusamos de otras bien grandes. Que-
remos vender muy caro y comprar lo más barato posible...
Queremos que interpreten nuestras palabras benévolamente
y, en cuanto a lo que dicen de nosotros, somos susceptibles
en exceso... Defendemos con extrema exactitud nuestros de-
rechos y queremos que los otros, en cuanto a los suyos, sean
mucho más condescendientes. Mantenemos nuestros lugares
caprichosamente y queremos que los demás cedan los suyos
humildemente. Nos quejamos fácilmente de todos y no que-
remos que nadie se queje de nosotros. Los beneficios que
obramos en favor del prójimo siempre nos parecen muchos,
mas estimamos en nada los que los otros nos hacen. En una
palabra, tenemos dos corazones... uno —dulce, caritativo y
complaciente — , para todo lo que nos concierne; y otro —
duro, severo y riguroso — , para con el prójimo. Tenemos dos
medidas: una para medir nuestras oportunidades en nuestro
provecho, y otra para medir las del prójimo, igualmente en
nuestro provecho. Ahora bien, como dicen las Escrituras, los
que tienen labios engañosos hablan con doblez de corazón...
Y tener dos medidas —una grande, para recibir, y otra
pequeña, para pagar lo que se debe— es una cosa abomina-
ble delante de Dios" 1?.

17 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 6a. ed., Vozes, Pctrópolis, 1948,
págs. 292-294.
32 Rafael Llano Cifuentes

El Amor Falso
El amor que encontramos en la vida cotidiana con fre-
cuencia está mezclado con otras muchas motivaciones y se-
gundas intenciones. Como escribe Von Gebsattel, "bajo la
bandera del amor, navegan muchas fragatas de egoísmo" 18.

Si observamos atentamente, veremos que, cuando se


habla de amor, a menudo este amor es simple vanidad, o
una forma de autoafirmación, o una manera de satisfacer
una necesidad afectiva o sexual, o una especie de compen-
sación de otras carencias.

Por eso se puede decir que, muchas veces, el amor no


es un antídoto del egoísmo, sino simplemente su superes-
tructura. El hombre puede ampliar el ámbito del "yo" con
todo aquello que llama "mío": mi marido, mi departamento,
mis hijos, mi novia, mi profesión..., de tal forma que lo
"mío" queda englobado dentro del "yo" como un círculo
más en la espiral del egocentrismo 19. Y así, cuando alguien
dice, por ejemplo, "quiero mucho a mi marido", está dicien-
do en realidad: "Quiero mucho a mi yo, por detrás de mi
marido".

El amor es en esos casos una forma transferida de


egoísmo. Amamos fundamentalmente porque el objeto
amado nos completa, nos satisface, se integra en nuestra
personalidad como un elemento más de realización perso-
nal. El ser querido, más que un destino peculiar que es
preciso respetar y hacer crecer, es un simple complemento
del "yo". Y el amor, una buena coartada para que nuestro
egoísmo se agigante.
18 F. von Gebsattel, La comprensión del hombre desdi' una perspectiva cristiana, Rialp,
Madrid, 1966, pág. 148.
19 El autor hace un juego de palabras, que no es posible traducir al castellano, entre los
términos portugueses "eu" (yo) y "meu" (mío) (N. del T.)-
Egoísmo y amor 33

Un hombre puede transferir su narcicismo hacia una


mujer, cuando la considera y trata como parte de sí mismo:
un objeto de su propiedad. Cuántos matrimonios fracasan
porque, realmente, los cónyuges no están unidos por un
amor mutuo, sino por un doble egoísmo. Una tercera perso-
na que represente para uno de ellos un mayor coeficiente
de felicidad, puede desequilibrar en cualquier momento esa
inestable relación egocentrista.

Habremos observado muchas veces este fenómeno: el


muchacho que trae a la novia "colgada" del brazo, como si
fuera un adorno más de su personalidad: posee un automó-
vil imponente, ropa a la última moda y... una magnífica
novia; podrá ser cambiada por otra que le proporcione ma-
yor placer o le permita brillar más en su grupo de amigos.
Aquí no se concede a las personas el valor que tienen en sí,
sino el valor que tienen para sí; con el amor no se pretende
la felicidad del otro, sino fundamentalmente la propia feli-
cidad y el propio esplendor narcisista.

En todas estas situaciones, sin advertirlo, se está instru-


mentalizando el amor y hasta la propia abnegación. De ahí
surgen dos actitudes concomitantes: el amor posesivo y los
celos.

El amor posesivo de la madre esmerada, o de la inse-


parable esposa, en ocasiones no ahorra sacrificios para be-
neficiar al hijo o al marido, pero en el fondo el hijo y el
marido son meros aditamentos complementarios, verdade-
ros apéndices que aumentan de valor a los ojos de la madre
y esposa en la medida en que satisfacen sus necesidades
maternales o afectivas. No existe aquí la unión solidaria
— que exige independencia y entrega— propia del amor
auténtico, sino la unión simbiótica o parasitaria.
34 Rafael Llano Cifuentes

Paralelamente, aparecen los celos. Al menor indicio de


que la persona de quien se espera un afecto desproporcio-
nado venga a dispensar a otros la misma atención, provoca
un fuerte sentimiento de contrariedad. El celoso vive some-
tido a una tensión que oscila entre la esperanza de ser
amado y la sospecha de ser menos querido o de ser engaña-
do. Esa tensión puede representar un verdadero tormento.

En todas estas manifestaciones, no encontramos la ver-


dadera expresión del amor maduro, sino apenas su forma
incipiente o larvaria. El amor inmaduro dice así: "Te amo
porque me haces feliz". El amor maduro, por el contrario,
se expresa de diferente manera: "Soy feliz porque te amo".
En el primer caso, el amor es apenas un medio que utiliza
la persona que ama para llegar a ser personalmente feliz; en
el segundo, una verdadera entrega para hacer feliz a la
persona amada. El amor egoísta es una hipertrofia del pro-
pio yo; el amor auténtico, un vehículo de donación genero-
sa.

Aquel que ama verdaderamente lo hace por puro amor,


sin segundas intenciones, sin motivos secundarios: ama con
un amor coherente, simple, entero, de una sola pieza. Con
una entrega total, en el espacio —sin reservas— y en el
tiempo, hasta la muerte. Ese amor irrevocable se llama fide-
lida d.
EL AMOR PROPIO EN RELACIÓN
CON DIOS
El egoísmo es un movimiento tan fuerte y profundo
que quisiera absorber, si fuera posible, hasta al propio Dios.
No nos olvidemos de que la tentación de los primeros pa-
dres se concretaba en esta promesa: El día que comáis de
este fruto, seréis como Dios °.

Hay en muchos una violenta tendencia a considerarse


el centro del universo. Les gusta ser astros y que los otros
giren alrededor de ellos, como satélites. Incluso Dios.

La egolatría —esa tendencia a adorarnos a nosotros


mismos— no se manifiesta, con todo, de una forma directa.
Nos parecería excesivamente pretencioso. Habitualmente,
se presenta en forma disfrazada. Uno de estos disfraces es
la a uto su ficiencia relig io sa.

Aprovechando el derecho inalienable del ser humano


de escoger la religión que esté más de acuerdo con los
dictados de su conciencia honestamente ilustrada, el orgu-
lloso — en vez de honrar como debe a la verdad objetiva —
trata muchas veces de adaptar esa verdad a los deseos o
pasiones de carácter subjetivo.

Si reparamos atentamente, veremos que ciertos proble-


mas de fe que se denominan "intelectuales" son en realidad,
muchas veces, problemas "emocionales" o "pasionales". Las
dificultades para aceptar la fe objetiva están frecuentemente
20 Gen. 3, 5.
36 Rafael Llano Cifuentes

subordinadas a cuestiones de carácter "carnal", "visceral":


no se cree porque la fe imposibilita la realización de otros
objetivos fuertemente deseados. De ahí nace la pretensión
de conseguir una religión propia, que se adapte perfectamen-
te a los deseos subjetivos.

Y de ahí parte también la tendencia, tan generalizada,


de "interpretar" la doctrina evangélica conforme con los
propios intereses. Hay personas que filtran las enseñanzas
de Jesucristo para aprovechar solamente aquello que les
agrada; que con su actitud parecen arrancar las páginas
comprometedoras del Evangelio —aquellas que hablan de
sacrificio, de pobreza, de humildad, de pureza de vida...— y
agregarles otras hechas a la imagen y semejanza de sus
intereses.

He pensado algunas veces que esas personas se aseme-


jan a uno de esos ventrílocuos del teatro de marionetas.
Construyen con cuatro trapos —con cuatro ideas andrajo-
sas— un muñeco en forma de Dios. Y dialogan con él. Y él
les responde. Y quedan satisfechos. "Ahora sí, te puedo
adorar, mi Dios, sin sentirme humillado. Ahora dices las
palabras que quiero oir". ¿Más no será que esas personas no
advierten que el que les está hablando no es Dios, sino
— como el muñeco del ventrílocuo— su estómago, su sexo,
su orgullo?... Esta egolatría disfrazada es la manifestación
más profunda —por no decir más diabólica— del orgullo y
del egoísmo.

Hay, sin duda, formas más benignas de egolatría que


conviven con una vida religiosa en ocasiones bastante inten-
sa. Hay personas que no perciben que, en su trato con Dios,
lo que hacen es buscarse más a sí mismas que a Dios:
luchan por conseguir virtudes, más por el placer de sentirse
perfectas que para amar y ser un buen instrumento de Dios;
Egoísmo y amor 37

oran pidiéndole a Dios consuelos y favores, con el mismo


espíritu interesado con el que se pide un préstamo a un
banco. El místico alemán Eckart resumía esta mentalidad
con su proverbial rudeza: "Hay cristianos que tratan a Dios
como si fuera su vaca lechera" 21.

Una profunda toma de conciencia de este amor propio


espiritual —que se infiltra sutilmente en el fondo del al-
ma— debería llevarnos a un deseo sincero de rectificar se-
riamente nuestras intenciones para evitar, de cualquier
forma, acomodar a Dios dentro de los planes prefabricados
por nuestro egoísmo y luchar —en sentido contrario— por
entrar con absoluta disponibilidad en los planes determina-
dos por Dios desde toda la eternidad.

Concluyendo
El panorama que presenta el egoísmo es en cierta for-
ma aterrador, pero no nos olvidemos de que todo progreso
interior reside prácticamente en la superación del amor pro-
pio. Por eso vale la pena tomar conciencia de toda su viru-
lencia — sin falsas benignidades para con nuestra
sensibilidad— para conseguir erradicar el mal por la raíz.
Así nos lo dice Benedikt Baur: "Toda perfección, toda san-
tidad, todo progreso espiritual se fundan en la destrucción
del amor propio. Solamente sobre sus ruinas se puede erigir
de nuevo un edificio en el que Cristo viva y reine" 22. Y dice
San Ambrosio: "Vencer al amor propio es vencerlo todo" 23.

Por eso se torna importante el consejo dado por Féne-


lon, cuando invitaba a una señora que había buscado su
orientación, a no cerrar los ojos a su propia realidad: "Cede
21 cit. por J. B. Torelló, Psicología abierta, Cuadrante, Sao Paulo, 1987, págs. 95.
22 B. Baur, La vida espiritual, Áster, Lisboa, 1960, pág. 78.
23 cit. por B. Baur, op. cit., pág. 84.
38 Rafael Llano Cifuentes

delante de Dios y acostúmbrate a considerarte vana, ambi-


ciosa de la amistad de los demás, tendiendo incesantemente
a convertirte en el ídolo de alguien para ser ídolo de ti
misma, celosa y desconfiada sin medida. Sólo en el fondo
del abismo encontrarás donde afirmar los pies. Es preciso
que te familiarices con todos esos monstruos. Sólo de ese
modo acabarás con la ilusión de la delicadeza de tu propio
corazón. Lo que importa es ver salir de él toda esa infec-
ción, sentirle toda la podredumbre. De todo aquello que no
se haga patente a tus ojos, nada saldrá; y todo lo que no
salga será veneno absorbido y mortal. ¿Quieres apresurar la
operación? No la interrumpas. Deja actuar con libertad a la
mano crucificante; no huyas de las incisiones saludables" 24.

El egoísmo es el amor al revés. Para pasar del egoísmo


al amor, es necesario darle una vuelta de arriba hacia abajo,
un giro de ciento ochenta grados. El egoísmo está tan arrai-
gado en nosotros que no hay lugar para soluciones a medias.
La lucha contra esta hidra de siete cabezas, con la cual lo
comparan, no tiene tregua ni cuartel. Cuando le cortamos
una cabeza nace otra. Lo expresa bien un pensamiento ya
incorporado al acervo de la doctrina cristiana: el amor pro-
pio muere media hora después de haber muerto nosotros.

Por eso es preciso perder el miedo de mirarlo de fren-


te, de "familiarizarse con él", como decia Fénelon: "Sólo en
el fondo del abismo encontraremos donde afirmar los pies".

Más aún, debemos tener siempre en mente que la for-


ma más positiva de superar el egoísmo es amar. Amar como
amó Cristo. Para evitar que el frío entre en una casa, se
puede proceder tapando todas las grietas, mas también en-
cendiendo un buen fuego en la chimenea. Lo mismo se
24 Fénelon, Letlres Spiritoelles, carta 392, Lefevre, París, 1938, pa'gs. 393-394.
Egoísmo y amor 39

puede decir con respecto al egoísmo: podemos luchar con-


tra él procurando impedir que entre a nuestro corazón, vi-
gilando sus manifestaciones, pero podemos también
encender en nuestro corazón el gran fuego del Amor de
Cristo. Quien ama cauteriza todas las heridas del egoísmo.

Así nos enseñó a proceder el apóstol Pablo. En vez de


describirnos directamente la manera en que debemos com-
batir el egoísmo, nos lo muestra exactamente al contrario, a
través del prisma del amor: La caridad es longánime, es
b e n ig n a ; n o es e n vid io sa , n o es ja c ta n cio sa , n o se h in c h a ; n o
es d e sc o rté s, n o b u sca lo su y o , n o se irrita , n o p ien sa m a l; n o
se a leg ra d e la in ju sticia , se co m p la ce e n la verd a d ; to d o lo
excu sa , to d o lo cree , to d o lo esp era , to d o lo to lera 2 5 .

25 1 Cor. 13, 4-7.


EL AMOR
Dios es amor 26. Dios nos creó por amor y nos sacó de
la nada para que pudiéramos amar. El amor es la ley supre-
ma del cristianismo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más
grande y primer mandamiento. El segundo, semejante a éste,
es: Amarás al prójimo como a tí mismo. De estos dos precep-
tos penden toda la Ley y los Profetas 21.

Son palabras del Señor que se prolongan en aquellas


otras que pronunció en la Última Cena, con el sabor de un
testamento: Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos
a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutua-
mente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos 28.

Son grandiosas las expresiones de la palabra del Señor


cuando nos habla de la humildad, de la pureza, del despren-
dimiento, de la obediencia, de la pobreza, mas a ninguna de
esas virtudes le dio Él la característica de peculiaridad dis-
tintiva de sus discípulos. Solamente al amor.

Es de ese amor de lo que hablaremos ahora, como una


resonancia de las profundas enseñanzas de Cristo. Una re-
sonancia que nunca se podrá apagar en el seno de la gran
familia de la Iglesia, porque, si ese amor muere, también
morirá con él el propio cristianismo. Para que eso no suce-
da, podríamos hacerle una pregunta al Maestro, como tantas
veces lo hicieron los apóstoles: "¿Qué significa, Señor, la

26 1 Jn. 4, 16.
27 Mi. 22, 37-40.
28 Jn. 13, 34-35.
42 Rafael Llano Cifuentes

expresión amaos los unos a los otros"? ¿Quiénes son los otros
y qué querías decir cuando hablabas de amarlos?"

Los otros, podría respondernos el Señor, son los que


están a tu lado — tus padres, tus hermanos, tus parientes, tus
amigos — , a quienes debes tratar de un modo especial. Mas
los otros son también los que están un poco más alejados:
los vecinos, los compañeros, los superiores, los subordina-
dos, aquellos que encuentras habitualmente en tu vida dia-
ria — el portero, el elevadorista, el cobrador del autobús, la
dependienta de la tienda o de la panadería... E incluso los
desconocidos: el mendigo que te pide limosna, el vendedor
de "palomitas", el empleado de la ventanilla... ¿Esos son los
otros, Señor? Sí. Mas, si quieres llegar a su completo signi-
ficado, deberás entender que los otros son también esos que
tal vez denomines "enemigos": las personas que te tratan
con indiferencia o en forma injusta, que te critican, que te
miran y se dirigen a ti agresivamente, los inoportunos, los
antipáticos... esos también son los otros.

¿Y amar? ¿Qué significa amar? Amar no es un simple


impulso, un mero sentimiento. Es un verbo de múltiples y
diversas acepciones, algunas equívocas, otras difíciles de
conjugar; tiene muchos tiempos y formas; mas, si realmente
quieres amar como Yo amé, tendrás que llegar al fin de su
significado. Y ese fin está resumido en estas palabras: Nadie
tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus ami-
gos29. Cuando puedas decir como Yo dije en la cruz: todo está
consumado, x, todo lo que yo podría haber dado, lo di hasta
la última gota de Mi sangre; entonces habrás agotado el
significado del verbo amar.

29 Jn 15, 13.
30 Jn. 19, 30.
Egoísmo y amor 43

Saber mirar. Respetar


"Nada puede amarse si antes no se conoce" 31, dice un
principio filosófico clásico; y otro lo completa añadiendo:
"Nada puede ser conocido por la inteligencia si antes no es
captado por los sentidos" 32, por la percepción sensible.
Aprender a percibir y a observar es la primera exigencia del
amor.

Existen dos formas de mirar. Es lo que nos revela la


parábola del samaritano: el sacerdote, al encontrarse con un
hombre herido que yacía a la orilla del camino, "viéndole,
pasó de largo"; pero un samaritano "viéndole, se movió a
compasión" .

La mirada indiferente y fría —¡egoísta!— del sacerdote


— del hombre "bueno", "piadoso", del hombre ocupado con
el cumplimiento de sus deberes "religiosos"— y la mirada
sensible, acogedora del samaritano —del hombre considera-
do religiosamente marginado— indican no sólo dos formas
de percepción, sino dos formas substanciales de ser.

Es por eso que mirar como Cristo nos enseñó a mirar


en la parábola del buen samaritano es comenzar a recorrer
el itinerario de su amor: es saber observar a los otros en el
fondo de sus almas; mirarlos, no únicamente como indivi-
duos aislados, números que integran cuantitativamente una
masa, sino distinguirlos cualitativamente por sus caracterís-
ticas peculiares, por su destino único, irrepetible; ir a encon-
trarlos sumergidos en sus proyectos vitales, tal vez en su
drama íntimo, para rescatarlos del anonimato, de la sole-
dad...

31 n ih il v o litu m n isi p rae c og n itu m .


32 nih il est in iníelectu q uod priu s n on fueril in sen su.
33 L e. 10, 31 -35.
44 Rafael Llano Cifuentes

Existen soledades inmensas y pequeñas soledades. To-


dos hemos sentido alguna vez sus mordidas, porque todos
necesitamos del afecto y de la compañía que a veces nos
faltan.

Seguramente tú has estado alguna vez en una numerosa


reunión, tal vez en una fiesta, en la que todas las personas
se conocían, hablaban entre sí, y tú, en un rincón, como un
desconocido, parecías pertenecer al mundo de lo inexistente
o de lo inanimado; y de repente algún amigo se acercó y te
dijo: "Tú por aquí, ¡qué bien!... ¡pero estás solo! ven, que te
voy a presentar a todos mis amigos". Y en aquel momento
tú sentiste que regresabas al mundo de los vivos.

Esta experiencia tan simple ¿no será lo suficientemente


reveladora para movernos a prestar más atención a los
otros, para comprender que ellos —tanto como nosotros —
necesitan ser reconocidos, no apenas como seres humanos
individuales, sino como personas, con una identidad insusti-
tuible? Qué alegría cuando, al cabo de un largo tiempo sin
encontrarnos, un viejo compañero de escuela, un profesor,
un pariente alejado nos llama por nuestro nombre y recuer-
da un detalle significativo acerca de nuestra vida o nos pre-
gunta amablemente: "¿Y qué pasó con aquel problema que
tanto te preocupaba?"

Nos quejamos de que vivimos en un mundo de sem-


blantes fríos, retraídos, y no comprendemos que el mundo
es como un espejo que refleja nuestro propio semblante:
nuestro mal humor, nuestra actitud dura, reservada... Abrá-
monos a los otros con una palabra atenta, con una sonrisa,
y ellos se abrirán con nosotros: el espejo del mundo que nos
rodea cambiará de aspecto. Pensemos en eso todos, pero
singularmente aquellos que —como el padre, la madre, el
hermano o pariente responsable, el sacerdote, la religiosa, el
Egoísmo y amor 45

profesor, el médico, la enfermera, el superior, el jefe — tie-


nen por sus responsabilidades una innegable influencia so-
bre los otros.

Sin embargo existen también soledades inmensas. Re-


cuerdo un episodio que sucedió hace algún tiempo.

Un ciego en la acera esperaba que alguien le ayudara a


atravesar la calle. Le ofrecí mi auxilio y lo agradeció. Era un
hombre de unos 60 años. Bien vestido. No era un mendigo.
Tenía, sin embargo, un aire de tristeza en el rostro. A la
mitad de la travesía, me asió con más fuerza el brazo, recos-
tó levemente su cabeza en mi hombro y comenzó a llorar.
Era un gemido silencioso. Cuando llegamos al otro lado de
la calle, le pregunté si se sentía mal. Me respondió de una
forma suave, muy consciente, —se notaba que era un hom-
bre inteligente — , que no se sentía mal en la acepción co-
mún de la palabra, sino que estaba sintiendo una gran pena
en el alma. Y añadió textualmente: "Me siento solo, muy
abandonado. Y la soledad es peor que la ceguera. Cuando
se es ciego y alguien nos acompaña con cariño, siempre hay
luz por dentro. Lo peor es cuando todo está apagado". Me
impresionó extraordinariamente. "¿Puedo ayudarle en al-
go?" "No. Ore por mí, agregó, intuyendo que yo entendía
esa dimensión religiosa. Será una buena compañía".

Entonces pensé en tantos que tal vez habrían pasado a


mi lado, que no eran ciegos, pero que sentían que por
dentro estaba todo apagado... y yo no lo noté. ¡Cuántas
personas viven juntas y, al mismo tiempo, en soledad! La
crisis actual, sin duda, es una crisis de corazones disponibles.

Las personas callan con frecuencia sus debilidades y


necesidades. Algunas veces, por pudor o vergüenza, en cier-
tas ocasiones para no dar trabajo o causar disgustos; otras
46 Rafael Llano Cifuentes

por orgullo, para no revelar sus limitaciones o reconocer la


superioridad de los demás. Mas, a pesar de todo, sufren. Es
preciso ayudarlas, aún cuando den la impresión de no que-
rer ser ayudadas. Y para eso es necesario tener en los ojos
las pupilas de María, cuando en las bodas de Cana fue la
única que reparó en que ya faltaba vino en aquella fiesta y
pidió la intervención del Hijo.

Es común oír decir que "es necesario saber ver entre


bambalinas". Una cosa es el drama representado en el esce-
nario y otra el drama de la vida. Muchas veces, una sonrisa
amable en los labios esconde la amargura de una vida infeliz
allá en el fondo del alma del actor... Hay detalles significa-
tivos — un remiendo en el traje, un insólito descuido en la
forma de vestir, una anormal indolencia en el trabajo, una
actitud áspera, un semblante triste...— que, vistos con una
mirada superficial, pueden llevar simplemente a la crítica
ligera. Y, mientras tanto, alguna cosa debe estar sucediendo
entre bambalinas. Tal vez en los pliegues del traje tosca-
mente remendado se puedan ver los apuros de una esposa
haciendo milagros con un empobrecido presupuesto domés-
tico; en el fondo del descuido en el arreglo femenino, o en
la indolencia habitual, una espantosa falta de motivación
frente a la vida y al amor; en lo íntimo de una mirada
sombría, un problema afectivo o espiritual; por detrás de
una actitud áspera, un destino frustrado, que pide compren-
sión y no crítica.

En ocasiones, nuestros juicios son excesivamente pri-


marios y superficiales. Sentenciamos: no sirve para nada, no
trabaja, solamente piensa en él, es muy antipático, retraído,
altivo... ¿Pero por qué? ¿Qué es lo que hay detrás de todo
eso? Tal vez el mal de esa persona sea más íntimo. Tal vez
sufra de una enfermedad moral: está desmotivado, o sufrió
una fuerte decepción, o se encuentra carente de amor, o
Egoísmo y amor 47

bloqueado por el miedo, o le faltan la luz y el calor de la


fe... Es hasta ahí, hasta ese nivel más profundo a donde
debemos llegar. El amor tiene que perforar la placa translú-
cida de la mirada superficial que nos hace detenernos en la
apariencia de las cosas.

Los prejuicios son otro de los bloqueos que nos impi-


den ver al ser humano en su verdadera dimensión. Cada
uno de nosotros nació en el seno de una familia, creció en
un determinado medio social y cultural, se recibió en deter-
minada rama profesional, se dedicó a algún tipo de trabajo
concreto... Todo eso fue creando en nosotros una mentali-
dad peculiar, en ocasiones limitada, o por lo menos especia-
lizada, y con frecuencia, sin que lo notemos, nos servimos
de ella como parámetro absoluto para juzgar a los demás:
no entendemos bien a aquellos que no caben dentro de
nuestro arquetipo mental y los juzgamos sumariamente,
conforme a criterios estrechos y tajantes, quizá provincianos.

Nuestra cabeza parece estar llena de compartimentos


rotulados, dentro de los que vamos distribuyendo a las per-
sonas con las que nos relacionamos: ingeniero, abogado,
artista, obrero, extranjero, mexicano, blanco, negro, rústico,
culto, ordinario, santo, pecador... Y vamos colgando en la
espalda de esas personas un letrero de identificación que
parece agotar el cuadro completo de su personalidad.

¡Con qué vivacidad reaccionaba el Señor frente a la


mentalidad reductora de que padecían sus contemporáneos!
Una mujer a quien Él pidiera un poco de agua le preguntó:
¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, mujer sama-
ritana? 34. Y Jesús le abre amplios horizontes, que rompen
fronteras y prejuicios, al responderle que Dios es espíritu y
34 Jn. 4, 9.
48 Rafael Llano Cifuentes

está por encima de los lugares, de las ideologías, de las razas


y de los tiempos. Claramente lo entendió San Pablo cuando
escribió: "en quien no hay griego ni judío..siervo o libre,
porque Cristo lo es todo en todos" 3S.

No identifiquemos a las personas por la nacionalidad,


por la raza, por el grupo social, por el partido político, por
la religión. Superemos esa visión simplista que acaba por ser
deformadora y caricaturesca. "No juzguemos al hombre se-
gún la categoría a la que pertenece" —escribe Gheorgiu,
quien sufrió en su propia carne el enjuiciamiento tendencio-
so del comunismo. "La categoría es la más bárbara, la más
diabólica de las aberraciones producidas por el cerebro hu-
mano" 36. El hombre no se reduce a una categoría. Es un
universo.

Saber mirar es, en última instancia, saber superar las


murallas de una visión egocéntrica para ver al hombre como
lo ve Dios, no de este, lado —del lado del subjetivismo
unilateral — , sino del lado de allá —del lado de la apertura
y del más amplio realismo — , que se encuentra por encima
del espacio y del tiempo, que se abre a la infinita sabiduría
y a la eterna misericordia.

Esta forma de mirar profundamente se llama simple-


mente respeto; una palabra que deriva precisamente del ver-
bo respicere, que significa mirar.

Respetar es reconocer la dignidad de un ser humano,


que es hijo de Dios, que fue redimido por la sangre de
Cristo, que vale más que todos los universos creados; es
descubrir al otro en el misterio único de su personalidad
concreta.
35 Col. 3, 11.
36 cit. por J. Vieujean, Tu otro yo, Río de Janeiro, 1960, pág. 100.
Egoísmo y amor 49

Respetar es aceptar la manera de ser del otro, es no


herir su privacidad, sus sentimientos y la forma peculiar en
que esos sentimientos se expresan en determinadas ocasio-
nes. Hay circunstancias tan delicadas —como la muerte de
un ser querido, el diagnóstico de una enfermedad fatal, una
separación dolorosa— en que quizá una ayuda explícita no
consiga entrar en sintonía con un estado anímico determina-
do. Cualquier iniciativa en ese sentido podría perturbar en
lugar de calmar, especialmente si se trata de esos consuelos
de costumbre, de esas fórmulas convencionales de condo-
lencia, o de esos consejos de optimismo superficial —tenga
un "actitud positiva", dicen simplemente— dados con la
superficial intención de estimular a la persona deprimida. El
respeto en ese caso consistirá en permanecer a su lado, en
silencio, tal vez simplemente escuchando con atención. Y
nada más. ¡Cuánto habrán consolado a Marta y a María las
lágrimas de Jesús junto al sepulcro de su amigo Lázaro!
¡Qué fuerzas no le habrá dado al Señor la presencia silen-
ciosa, la oración callada de su madre al pie de la cruz!
Quizá de este modo llegue un día en el que sea posible, con
mansedumbre, desviar la atención de quien sufre hacia un
mundo superior, en donde el sufrimiento se vuelve reden-
ción.

Sintonizar, esa es la palabra. Practicar ese arte maravi-


lloso del que nos habla San Pablo: alegrarse con los que se
alegran, llorar con los que lloran, hacerse todo para todos
para salvarlos a todos 7. ¡Cómo es grande el alivio que
experimentamos en ciertas ocasiones, cuando alguien se
muestra dispuesto a escucharnos con atención y amabilidad!
Y también, en muchas otras oportunidades, ¡cuánto le agra-
decemos a quien sabe aceptarnos benignamente tal como
somos: sin pedir nada, sin reclamar nada! Posiblemente a lo
37 cfr. Rom. 12, 15; 1 Cor. 9, 22.
50 Rafael Llano Cifuentes

largo del camino de la vida ya hayamos encontrado algunos


de esos seres humanos —tan poco comunes— que en todo
nos aceptan, que en nada nos juzgan o critican, y sin embar-
go nos impulsan hacia arriba... Es como si en su presencia
sintiéramos la comunicación de una serenidad superior, se-
mejante a la que nos transmite un cielo estrellado abierto a
los misterios de Dios, un mar sereno, un niño acurrucado en
el regazo materno...

Esa experiencia íntima nos invita a pensar que nosotros


mismos podemos convertirnos en uno de esos seres —tan
difíciles de encontrar— que recuerdan la figura de Cristo
pasando a la vera de cualquier necesitado.

Comprender
Esa mirada a la que nos referimos lleva no sólo a
reconocer y respetar al ser humano, sino a comprenderlo.

Porque conocer no basta. Es preciso ir más allá. Un


médico puede conocer con profundidad el cuadro clínico de
un paciente, tener sobre él datos exhaustivos a nivel cientí-
fico — análisis, electrocardiogramas, encefalogramas, tomo-
grafías computarizadas... — y, sin embargo, estar muy por
debajo del conocimiento humano que tiene sobre el pacien-
te su propia madre, quizá ignorante o inculta. La madre
sabe más porque su conocimiento se basa en una cariñosa
comprensión.

Quien comprende de alguna manera se interna en la


personalidad del otro, vive sus penas y alegrías y se enorgu-
llece con sus ideales y empresas. De esta forma, compren-
der viene a ser — más que un mero conocimiento racional —
una tarea de la mente hecha con el corazón: un conocimien-
to cordial.
Egoísmo y amor 51

Sabemos muchas cosas, mas comprendemos pocas, por-


que no nos interiorizamos cordialmente en la vida de los
otros, no nos colocamos en el lugar de ellos. Sabemos que
hay personas tan tristes y frustradas que llegan a pensar en
quitarse la propia vida, mas no nos angustiamos porque no
sabemos lo que es vivir dominado por la depresión —inde-
fenso— cuando falta el sentido cristiano de la existencia y
del dolor. Sabemos que mucha gente gana apenas un salaría
mínimo, pero no nos afligimos porque tal vez nunca hemos
tenido que alimentar a una familia numerosa con recursos
tan reducidos. Sabemos que los hospitales públicos están
repletos de pacientes mal atendidos, mas no nos acongoja-
mos con eso porque quizá nunca hemos experimentado lo
que es sufrir y agonizar en medio de la soledad... Nuestra
inteligencia sabe muchas cosas, sí, pero nuestro corazón
continua ignorándolas.

La comprensión abarca tres planos ascendentes: querer


bien a los otros como son; quererlos bien con sus defectos;
quererlos bien precisamente porque tienen defectos.

Como son
Querer bien a los otros como son. Y podríamos pregun-
tar: ¿cómo son? Son simplemente diferentes. Es preciso
amar no sólo lo que nos une, sino también lo que nos
diferencia.

Hay personas monovalentes, a quienes les agrada exclu-


sivamente un determinado tipo humano: los que son un eco
de su propia voz. Parecen aquella "samba de una sola nota".
Se vuelven incapaces de tener ese corazón universal que es
sinónimo de católico.

Recuerdo lo que sucedió con un amigo del colegio. En


un "test", nos preguntaron qué color nos gustaba más. El,
52 Rafael Llano Cifuentes

en una forma un tanto precoz para sus nueve años, respon-


dió: me gusta el azul del mar y el rojo de la sangre, pero no
me gusta el 'mar rojo' ni la 'sangre azul'. En realidad, estaba
diciendo que le gustaban todos los colores, cuando ocupan
su debido lugar. O, si lo aplicamos a nuestro caso, que cada
persona tiene un "color", una forma de ser, una función que
desempeñar, una misión que cumplir. Y así como ella es
debemos quererla bien. A veces, la falta de comprensión
deriva de la incapacidad que algunos tienen de captar esa
verdad tan simple y tan necesaria; a cada personalidad dife-
rente le corresponde también una función diferente.

Cierta vez, un muchacho muy joven le dio una excelen-


te lección de comprensión a su madre, quien se quejaba
constantemente de la empleada doméstica: "No sabe hacer
esto, no sabe hacer aquello, es una tonta, estoy tentada a
despedirla..." Un día, después de oir toda aquella letanía, el
muchacho dijo a su madre: "Le pagas el salario mínimo; si
ella fuera tan delicada e inteligente como quieres, no traba-
jaría aquí como sirvienta, sería profesora o secretaria ejecu-
tiva, ganando diez veces más... Así que, una de dos: o
dejamos de hablar mal de la sirvienta o contratamos a una
secretaria ejecutiva".

En todos los terrenos de la vida social pueden presen-


tarse situaciones semejantes, que expresaríamos simplemen-
te con aquel dicho muy brasileño: "Si no hubiera verde,
¿qué sería del amarillo?" 38. Hay personas que dan la im-
presión de tener ictericia psicológica: todo lo ven amarillo,
todo tiene que ser a su manera. No comprenden que son los
contrastes cromáticos los que dan profundidad al cuadro de
la vida; que cualidades y funciones diferentes representan
orden y eficacia; que el pluralismo que no compromete la
38 La bandera brasileña es verde y amarilla, y en el Brasil siempre se consideran dos
colores complementarios (N. del T.).
Egoísmo y amor 53

verdad —la legítima diferencia de opiniones— es una clara


señal de libertad. Y sin libertad no existirá nunca ni huma-
nismo ni cristianismo.

Con sus defectos


Comprender significa también aceptar a los otros con
sus defectos.

A pesar de que lo enunciado parezca razonable, nos


inclinamos a seguir la dirección contraria precisamente por-
que tendemos a ver los defectos de los otros antes que sus
virtudes. Miles de personas han pasado por experiencias
semejantes: aquel hombre —normal en todos los sentidos —
que, sin embargo, tenía una nariz prominente, tendría que
llevar durante toda su vida, colgado a sus espaldas, el apodo
despreciativo inventado por sus compañeros de la escuela
primaria: "Dumbo", el elefantito.

Hay personas que mantienen a lo largo de su vida esa


mentalidad burlona, inmadura. Pero, sobrepasando la inma-
durez, esa actitud también tiene una raíz psicológica: consi-
deramos las fallas de los otros como un vehículo de
autoafirmación. Reparando en los defectos ajenos, resalta-
mos por contraste —o así lo pensamos— nuestras virtudes,
por lo demás tan mezquinas... Y, sin embargo, de ese modo,
acabamos demostrando exactamente lo contrario: nuestra
óptica enfermiza, defecto posiblemente peor que aquel que
exageradamente criticamos. Bien clara es en este sentido la
sentencia del Evangelio: "¿Cómo ves la paja en el ojo de tu
hermano y no ves la viga en el tuyoT' 39. Por la forma como
observamos los defectos ajenos, revelamos los nuestros. A
todos los aspectos de la personalidad humana se puede apli-

39 Mí. 7, 3.
54 Rafael Llano Cifuentes

car el agudo pensamiento de La Rochefoucauld: "Si la vani-


dad de los otros nos irrita, es porque hiere la nuestra" 40.

Mas nuestro egoísmo se sirve aún de otro recurso. Ale-


gamos no poder comprender a los otros porque no encajan
en un determinado "ideal de perfección" que nosotros mis-
mos creamos. Imaginamos modelos abstractos, fabricados de
acuerdo a nuestros gustos: los padres, los hermanos, los
amigos, los compañeros, los superiores tienen que.corres-
ponder a ese tipo ideal para que quepan dentro de nuestra
reducida capacidad de comprensión. A veces se piensa: "Có-
mo me agradaría mi padre o mi esposa si no tuviera ese
defecto... Así como son, no es fácil tratarlos con cariño".

Pensar así no es únicamente un egoísmo revestido de


aparente nobleza de sentimientos, sino una absoluta falta de
perspectiva. Porque los seres ideales no existen; lo que en
realidad existe son seres concretos, con sus limitaciones,
defectos, imperfecciones y debilidades. Si tan sólo pudiéra-
mos amar a los que son perfectos, entonces no amaríamos a
nadie. Los orientales tienen un proverbio divertido: "Sólo
existen dos hombres perfectos: uno no ha nacido, el otro ya
murió".

Paralelamente, si deseáramos para los demás lo que


deseamos para nosotros, procederíamos de manera más jus-
ta. En todos nosotros hay un deseo íntimo de ser compren-
didos y aceptados. En ocasiones, tememos ser mal
interpretados o que nuestras fallas sean aumentadas y dis-
torsionadas. Agradecemos cuando los otros saben encontrar
delicadamente una disculpa, una salida honrosa para nues-
tros pequeños o grandes defectos... Sí, no hay quien no
sienta el ansia profunda de ser comprendido exactamente
40 La Rochefoucauld, Máximas.
Egoísmo y amor 55

como es, con sus luces y sus sombras, con sus cualidades y
sus defectos, con sus virtudes y sus pecados... Esta experien-
cia íntima debería llevarnos a proceder para con los demás
tal y como nos gustaría que ellos se comportaran con noso-
tros.

Debemos ir inclinando suave y decididamente nuestras


tendencias para interpretar la personalidad de los otros no
por el prisma de los defectos, como hacen los caricaturistas,
sino por el ángulo de las virtudes, como hacen las madres,
quienes saben ver virtudes donde los otros sólo ven defec-
tos.

Existe un prejuicio común: "Piensa mal y acertarás".


Deberíamos empeñarnos en implantar en nuestro cerebro
otra mentalidad: el sano "prejuicio psicológico" de pensar
habitualmente en los demás, olvidándote de ti mismo, para
acercarles a Dios 41, buscando el lado bueno que ninguna
personalidad deja de tener, comprendiendo que la sombra
de los defectos no debería suprimir el brillo de las cualida-
des sino, al contrario —como en los espléndidos cuadros de
Rembrandt —, las sombras deberían hacer más vivas las lu-
ces; alegrándonos y admirándonos sinceramente por los éxi-
tos de los otros, a pesar de que estén salpicados de fracasos;
teniendo por principio una mirada benevolente, más aún,
admirativa, para con todas las personas. Así nos lo reco-
mienda Chevrot: "¿No es verdad que la actitud de admira-
ción nos transmite paz y fuerza precisamente por ser una
forma de oración?" Es la admiración que le debemos a Dios
y a todos los hijos de Dios.

Entendemos los errores de los otros cuando sentimos


el peso de los nuestros. En contrapartida, no conseguimos
41 Josemaría Escrivá, Forja, Ediciones Rialp, S.A., Madrid, 1987, n. 861.
56 Rafael Llano Cifiíentes

comprender a los otros cuando estamos excesivamente con-


vencidos de nuestras cualidades. Como veíamos atrás, nues-
tro amor propio nos deslumhra. Qué acertadas son las
palabras de Surco: "¡Que el otro está lleno de defectos!
Bien... Pero, además de que sólo en el Cielo están los per-
fectos, tú también arrastras los tuyos y, sin embargo, te
soportan y, más aún, te estiman: porque te quieren con el
amor que Jesucristo daba a los suyos, ¡qué bien cargados
andaban! de miserias ¡Aprende!" 42.

Viví de cerca, no hace mucho tiempo, un incidente


familiar característico. El padre continuamente recriminaba
a sus hijos por el poco cuidado que tenían con el automóvil:
falta de limpieza, pequeños accidentes, golpes en la carroce-
ría. "¡No hay presupuesto que aguante!" Era frecuente oírle
en casa esa exclamación. Hasta que un día fue él mismo
quien chocó, y chocó violentamente. El coche daba lástima.
Atrasó su llegada a casa. Temía enfrentar a sus hijos. Hasta
que por fin se decidió. Quedó sorprendido. Todos lo reci-
bieron con la mayor comprensión: "No fue nada, papá; no
tiene importancia". Uno de ellos añadió: "Conozco a un
mecánico amigo; va a ser pan comido". Experimentó un
alivio extraordinario. Me dijo: "Puede parecerle tonto, pero
en aquel momento me sentí tan conmovido que tuve deseos
de llorar y de abrazarlos uno por uno..." A partir de aquel
día no volvió a reclamar más.

Un insignificante episodio casero, que recuerda tantos


y tantos otros, y que nos coloca, con todo, delante de una
verdad esencial: el conocimiento de la propia debilidad, el
sentimiento de desagrado que nos provocan nuestras limita-
ciones y errores, nos llevan a comprender mejor los defectos
de los otros. Por eso, también en este punto, es indispensa-
42 Josemaría Escrivá, Surco, Editora de Revistas, S.A. de C.V., México, 1987, n. 758.
Egoísmo y amor 57

ble un profundo y humilde examen de conciencia diario. Si


diariamente tomáramos conciencia de nuestros propios des-
lices y pecados, si no los disculpáramos con falsas justifica-
ciones, si dejáramos que el dolor de haber ofendido a Dios
y a nuestro prójimo penetrara más profundamente en nues-
tra alma, entonces también diariamente sabríamos compren-
der mejor a los otros y nos dispondríamos, no tanto a
criticar y a recriminar, sino a estimular y a alentar.

Porque tienen defectos


Comprender es, finalmente, amar a los otros precisa-
mente porque tienen defectos.

Es natural que no entendamos bien esta manera un


tanto insólita de enunciar el tercer plano de la comprensión.
¿Qué quiere decir aquí la palabra precisamente? Quiere de-
cir una cosa muy simple: los que verdaderamente aman
— como los padres— tratan con especialísimo cariño al hijo
que tiene mayores problemas; se consagran en cuerpo y
alma al hijo excepcional; trabajan esforzadamente para sa-
car adelante en sus estudios a aquél que es "de cabeza
dura"; oran y se sacrifican por aquél que se desvió, para que
regrese al camino recto. Esto no tiene nada de extraño; es,
por el contrario, una sublime delicadeza de amor.

¿Hemos analizado alguna vez, a fondo, la actitud de


Jesús para con Zaqueo?

Zaqueo era considerado públicamente un pecador 43.


Cuando el Señor lo vio subido al sicómoro, le habló como
si lo conociera desde siempre. Le dijo con una familiaridad

43 Le. 19, 7.
58 Rafael Llano Cifuentes

encantadora: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospeda-


ré en tu casa 44.

Zaqueo era el nombre con el que lo llamaba su madre.


Tal vez no lo había oído hacía mucho tiempo, pronunciado
en aquel tono de voz conmovedor. Al pasar por las calles
—como era publicano, cobrador de impuestos, hombre de
mala fama — , probablemente oiría insultos y reclamaciones.
Y por eso se había ido encerrando cada vez más en sí
mismo y procuraba vengarse de todas las formas posibles:
sería duro en sus exigencias, defraudaría a los demás hacien-
do uso de la autoridad de su cargo... Y con eso, ciertamente
provocaría aun más irritación entre el pueblo y las críticas
se volverían más mordaces... Y de repente —después de
haberse esforzado por encontrar a Jesús— es llamado afec-
tuosamente por su nombre: Zaqueo. Y alguna cosa en su
interior —dura, amarga— terminó por romperse; el círculo
vicioso del egocentrismo comenzaba a disolverse en un sen-
timiento de ternura; una sensación luminosa lo invadió. "Él
bajó a toda prisa, — con la diligencia del júbilo inconteni-
do — y le recibió con alegría. Viéndolo, todos murmuraban de
que hubiera entrado a alojarse en casa de un hombre peca-
dor" 4S.

Zaqueo, sin embargo, ya en la presencia del Señor, le


dijo: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si a
alguien he defraudado en algo, le devuelvo el cuadruplo. Dí-
jole Jesús: Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste
es también hijo de Abraham; pues el Hijo del Hombre ha
venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" 46. La com-
prensión del Señor hizo el milagro de la conversión de un
hombre que parecía irrecuperable.

44 Le. 19, 5.
45 Le. 19, 6-7.
46 Le. 19, 8-10.
Egoísmo y amor 59

Frecuentemente, se crean alrededor de nosotros circui-


tos de agresividad semejantes. Una parte acusa a la otra.
Ambas juzgan tener razón. Y, sin embargo, ambas están
equivocadas: "Es intratable —dice uno — , tiene un modo de
ser altivo, distante, frío"; y se aleja. Y quien es así rechaza-
do, piensa: "Ese no merece mi consideración, se aleja de mí
como si fuese un apestado. Y empieza a tratarlo con mayor
agresividad aún. La reacción en cadena —el círculo vicio-
so— ya comenzó a desenvolverse y, si no hay quien lo
interrumpa, el proceso se desencadenará ilimitadamente
hasta una ruptura total y un rencor sin posible retorno.

Vayamos al fondo de la cuestión. Volvamos a pregun-


tarnos, como hicimos anteriormente: ¿por qué una persona
se vuelve distinta, fría, áspera? Ese no es el comportamiento
natural de una criatura humana. Debe existir alguna anoma-
lía. Es necesario encontrarla y solucionarla.

Supe del descubrimiento de un nuevo proceso para la


extracción de petróleo en los pozos ya agotados, que consis-
te en inyectar en ellos una gran cantidad de agua a alta
presión, a fin de traer a la superficie el petróleo escondido
en los pliegues de las bolsas. El mismo proceso se puede
aplicar a los hombres. No existen hombres radicalmente
malos. La bondad probablemente está sepultada en el fondo
de su ser, asfixiada por descortesías, represiones, injusticias
y frustraciones. Pero cuando llega hasta ellos un torrente de
cariño a alta presión —como las palabras de Jesús: \Zaqueo,
baja del árbol de prisal — , la bondad enterrada sale a la
superficie a borbotones, como la alegría y el arrepentimien-
to de aquel publicano.

Cuando alguien a nuestro lado haya cometido errores


graves o haya perdido el espíritu cristiano, antes de criticar-
lo deberíamos interrogarnos a nosotros mismos: —¿No ten-
60 Rafael Llano Cifuentes

dremos una parte de responsabilidad en el caso? ¿No nos


habrá faltado comprensión y amor? ¿No representaremos
nosotros una parte de ese bloque detrás del cual su bondad
está sepultada? ¿Habría llegado al estado en que se encuen-
tra si le hubiéramos dedicado un poco más de atención y de
afecto?

Que los defectos más acentuados no nos separen de las


personas que los padecen; que nos acerquen más a ellas. Así
ellas y nosotros mejoraremos porque, tanto ellas como no-
sotros, profundizaremos en la entraña del corazón —en lo
más íntimo del alma— donde se encuentran las raíces del
amor.
P E R D O N A R , C O R R E G IR
Fruto sabroso de la comprensión es el perdón.
Perdonar es difícil, como es difícil comprender. ¿Y por
qué es difícil perdonar? A causa del amor propio.

Las ofensas recibidas parecen tanto más afrentosas


cuanto mayor nos parezca la dignidad herida. Y como el
amor propio exagera nuestra dignidad, por la misma razón
sobrestima la ofensa: "Es imperdonable, ¿cómo se atrevió a
decir semejante insensatez a una persona como yoT' De ahí
brota un ímpetu de reivindicación. Ese motivo aparente-
mente objetivo —la restitución de la justicia— viene acom-
pañado por otro más sutil, de carácter subjetivo. Pensamos:
"Perdonar es señal de debilidad".

Esos dos motivos son falsos. El primero, porque es muy


difícil ser buen juez y hacer justicia en causa propia; y el
segundo, porque el hombre es tanto más magnánimo cuanto
mayor sea su perdón. El perdón lo engrandece. Un hombre
que no perdona se vuelve mezquino.

Una personalidad fuerte —una personalidad auténtica-


mente cristiana— está habitualmente inclinada a la benigni-
dad porque en lo íntimo se siente a salvo de cualquier
ofensa: el concepto de su persona no depende de la opinión
ajena, sino del dictamen de su propia conciencia. Una per-
sonalidad débil, por el contrario, se siente vulnerada por la
ofensa ajena porque no está asentada sobre el fuerte ci-
miento de la humildad, es decir, del conocimiento propio;
no posee una verdadera escala de valores, es un apéndice
del comportamiento de los demás o de la imagen que hacen
62 Rafael Llano Cifuentes

de él. Una injusticia, una afrenta, lo estremece. Y procura


restablecer el equilibrio agrediendo o vengándose en forma
indirecta: negándose a perdonar.

En última instancia, nadie sería capaz de herir nuestra


honra si comprendiéramos que quien únicamente nos puede
valorar es Dios. Vale la pena repetir: nosotros somos lo que
somos delante de Dios, y nada más. Por eso, ninguna cosa
nos podrá afectar si nos mantenemos pendientes exclusiva-
mente del concepto que Dios tiene de nosotros, reflejado en
nuestra conciencia. Nuestra imagen no será menguada, sin
duda, ante la ofensa injustamente sufrida; más aún, quedará
dignificada delante de Dios, cuando benignamente perdone-
mos.

En este sentido, un hombre de Dios podrá hacer suya


— a pesar de los ataques, calumnias, afrentas y descorte-
sías—, sin falsas humildades, con auténtica modestia, aquel
tópico brasileño, en ocasiones pronunciado con tanta petu-
lancia: "Lo que viene de abajo no me afecta" 47.

Es por eso que los santos perdonan fácilmente. ¿Cómo


les podrán afectar las opiniones, las críticas y hasta los ma-
los tratos de los demás? Sus valores están fuera del alcance
humano. Participan de una serenidad superior, gozan de
aquella libertad interior que Cristo vivía en el más alto
grado.

Jesús se presenta, en efecto, como el modelo ejemplar


de un hombre de gran corazón que sabe perdonar. Se deja
besar por Judas, un hombre que lo está traicionando; res-
47 En el Brasil se usa mucho el dicho "o que vem de embauco nao me atinge", a veces
mostrando petulancia o autosuficiencia, otras veces para rebajar a quien provoca un
agravio; pero también puede tener un significado noble: "no me rebajo al nivel de lo
mediocre o mezquino" (N. de T.).
Egoísmo y amor 63

ponde con calma señorial a un lacayo de Caifas que lo


golpea en el rostro; se calla ante la acusación injusta; mira
con benignidad salvadora a Pedro, después de la triple ne-
gación; y en medio de su agonía, todavía encuentra fuerzas
para abogar por el perdón de aquellos que lo están crucifi-
cando, sirviéndose del único alegato aceptable: Padre, per-
dónalos, porque no saben lo que hacen . Es el colmo de la
misericordia.

La amabilísima e ilimitada capacidad de perdonar del


Señor —es claro— no se presenta como señal de debilidad,
sino de una fortaleza inexpugnable y de un amor heroico. Y
ese ejemplo —trasplantado a nuestra débil naturaleza— de-
bería guiarnos no solamente en los momentos cruciales, sino
también en los más comunes y triviales. La convivencia fra-
ternal del Señor con todos, su paciencia para con los que
intempestivamente le salen al encuentro —enfermos, niños,
necesitados, curiosos...— debería ayudarnos también a ad-
quirir ese aspecto de diligente benevolencia para con todos
en nuestra vida cotidiana. Debería traducirse en una actitud
de benignidad ante todos los errores y afrentas ajenas, en
una gran capacidad de encarar con elegancia, con "espíritu
deportivo", los mil incidentes de la vida diaria en que natu-
ralmente nos sentimos afectados por las faltas y descortesías
de las personas que nos rodean.

Hugo de Azevedo nos cuenta un episodio de la vida de


Mons. Escrivá, el fundador del Opus Dei, que revela un
aspecto de esa fineza humana —de ese espíritu de perdón—
a que nos estamos refiriendo: "Allá por el año de 1929, en
un tranvía eléctrico, un obrero sucio de cal se acercó a
aquel joven sacerdote de impecable sotana, y aprovechando
una sacudida del vehículo manchó de blanco la vestidura
48 Le. 23, 34.
64 Rafael Llano Cifuentes

eclesiástica, entre la sonrisa de algunos pasajeros y el silen-


cio constreñido de otros. Cuando estaba llegando a su para-
da, el fundador del Opus Dei se volvió con una sonrisa
divertida y llena de afecto para decir al obrero: "Hijo mío,
vamos a terminar este trabajo empezado..." y le dio un fuer-
te abrazo, ensuciándose por completo de cal" 49.

El fundador del Opus Dei escribiría: "Hemos de com-


prender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de
disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos
que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a
Dios, que lo malo es bueno. Pero ante el mal, no contes-
taremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la
acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien" 50.

¡Cuántos problemas se podrían solucionar con una son-


risa! ¡Cuántas tempestades familiares nacidas de una ofensa
— tal vez no premeditada, impulsiva— podrían haberse su-
perado si, desde el principio, la persona afectada las hubiera
pasado por alto con un gesto que dijera en una forma bien
humorada: "Déjalo, no tiene importancia"!

Esta forma de actuar tiene un fundamento aún más


profundo: la enseñanza que Jesús nos transmite en la ora-
ción del Padre Nuestro: "Perdona nuestras ofensas, como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Existe una ley
de proporcionalidad entre el perdonar las ofensas de los
otros y el ser perdonados por Dios de nuestras propias
ofensas. Y hay también una proporcionalidad semejante en-
tre la benignidad con que olvidamos las afrentas de los
49 H. de Azevedo, Teóloga del buen humor, en Palabra, Madrid, n. 213, abril de 1983,
pág. 19.
50 Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa. Ediciones Rialp, S.A., Madrid, 1978; pág. 348;
cfr. Rom. 12, 21
Egoísmo y amor 65

demás y la benignidad con que Dios borra de su corazón


nuestras propias afrentas.

No podemos tener, como dicen, "memoria de elefan-


te". Oímos comentar con frecuencia: "Yo perdono, pero no
olvido". Ya es un gran mérito perdonar con la voluntad, mas
debe haber un movimiento más profundo que cauterice ese
mundo informe de recuerdos mezclados con resentimientos
que preservamos en la memoria y en el corazón. Para eso,
debemos andar por caminos de oración, colocar a Cristo
crucificado entre la persona que nos ofendió y nosotros
mismos, pensando: "Si el Señor derramó su sangre por mí,
yo al menos debería saber deshacerme de la bilis amarga de
mi disgusto y del rencor que me dominan. Es lo menos que
puedo hacer".

Seremos perdonados porque perdonamos; no seremos


juzgados porque tampoco juzgamos... Buen lema de vida
sería seguir el sabio consejo de San Bernardo. "Aunque
veáis algo de malo, no juzguéis inmediatamente a vuestro
prójimo, antes bien disculpadlo en vuestro interior. Discul-
pad la intención si no pudiereis disculpar la acción. Pensad
que la habrá realizado por ignorancia, por sorpresa o por
debilidad. Si el error fuere tan claro que no lo podáis disi-
mular, aún entonces procurad decir para vosotros mismos:
la tentación debe haber sido muy fuerte" 51.

Corregir
Perdonar, sin embargo, no quiere decir pactar con el
error. Una justicia llena de dispensas y benignidades invali-
daría todo el derecho, toda la disciplina, toda la moral. El
perdón no significa tolerar el desorden.
51 San Bernardo, Sermón 40 sobre el Cantar de los Cantares.
66 Rafael Llano Cifuentes

El Señor es claro en sus correcciones. Utiliza adjetivos


fuertes al enfrentar la hipocresía de los fariseos: "raza de
víboras, sepulcros blanqueados" 52; reprende con firmeza al
apóstol Pedro cuando lo quiere apartar del cumplimiento de
su deber de Redentor: "Retírate de mí, Satanás; tú me sirves
de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de
los hombres" ; y termina recomendando la corrección fra-
ternal, una práctica que siempre fue vivida en el seno de la
Iglesia, desde sus inicios: "Si pecare tu hermano contra ti, vé
y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu herma-
no" 54.

No podemos simplemente querer bien a los demás; de-


bemos también querer el bien para los demás. El bien es su
progreso, y el progreso exige esfuerzo: "Hasta ahora, el rei-
no de los cielos está en tensión, y los esforzados lo arreba-
tan"55. Por lo tanto, no pensemos que la caridad consiste
solamente en perdonar.

Una corrección cristiana debe ser hecha amablemente,


a solas, sin humillar, pero clara y valerosamente. Muchas
veces, el profesor no corrige al alumno, el padre y la madre
no corrigen al hijo, la esposa no corrige al marido, el jefe no
corrige al subordinado porque les falta valor; o mejor dicho,
porque no tienen un amor lo suficientemente fuerte para
superar el recelo de ofender.

Con frecuencia no reparamos en que ese recelo de


ofender no es una manifestación de caridad, sino una coar-
tada detrás de la cual escondemos el temor de lastimarnos
a nosotros mismos. Evitándoles dificultades a los demás, nos

52 Mi 23, 27,33.
53 Mt 16, 23.
54 Mt 18, 15.
55 Mt 11, J2.
Egoísmo y amor 67

las evitamos a nosotros mismos. Ese decir "se va a incomo-


dar" significa también "va a incomodarme", "voy a pasar un
mal rato".

Eso no es afecto, es complicidad con la falta. "Si tu


amistad —dice Surco— se rebaja hasta convertirte en cóm-
plice de las miserias ajenas, se reduce a un triste compa-
drazgo que no merece el mínimo aprecio" 56. Y aún
diríamos junto con San Bernardo: "Callar cuando puedes y
debes reprender es consentir; y sabemos que está reservada
la misma pena a los que practican el mal y a los que en él
consienten" 57.

La historia nos ofrece una multitud de situaciones que


revelan cómo una corrección oportuna puede cambiar el
destino de una persona. Entre otros ejemplos bíblicos, se
destaca el de David. "Yavé le envió al profeta Natán para
decirle: «Juzga en este caso: Había en una ciudad dos hom-
bres, el uno neo y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas
y muchas vacas, y el pobre no tenía más que una sola ovejue-
la, que él había comprado y criado, con él y con sus hijos
había crecido juntamente, comiendo de su pan y bebiendo de
su vaso, y durmiendo en su seno, y era para él como una hija.
Llegó un viajero a casa del rico; y éste, no queriendo tocar a
sus ovejas..., tomó la ovejuela del pobre y se la aderezó al
huésped».

"Encendido David fuertemente en cólera contra aquel


hombre, dijo a Natán: «¡Vive Yavé que el que tal hizo es
digno de la muerte (...)». Entonces Natán dijo a David: «¡Tú
eres ese hombre! He aquí lo que dice Yavé, Dios de Israel:
Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl (...)
y te he dado la casa de Israel y de Judá; y por si esto fuera
56 Josemaría Escrivá, Surco, n. 274.
57 San Bernardo, Senno in nativ. loann., 9.
68 Rafael Llano Cifuentes

poco, te ayudaría a otras cosas mucho mayores. ¿Cómo,


pues, menospreciando a Yavé, has hecho lo que es malo a
sus ojos? Has herido a espada a Drías, Jeteo; y tomaste por
mujer a su mujer (...). Por eso no se apartará ya de tu casa
la espada, por haberme menospreciado, tomando por mujer
a la mujer de Urías, Jeteo (...) David dijo a Natán: «He
pecado contra Yavé»" (S8).

David se convirtió. De su dulce boca —de su corazón —


salieron las palabras más penetrantes de arrepentimiento y
de amor. Y la transformación tuvo lugar debido a la correc-
ción de un hombre, delicada —mediante una parábola — ,
pero clara, pues David, como pastor, bien podía entenderla.
Y David se arrepintió. Lloró e hizo penitencia. Fue santo.
Un gran santo.

Frente a la ignorancia o al desvío doctrinal de un com-


pañero de trabajo, de las pésimas compañías de un hijo o de
su descuido en los estudios, de la infidelidad conyugal de un
pariente, del alejamiento de las prácticas religiosas de un
amigo, del defecto habitual de una persona que convive con
nosotros, un defecto banal tal vez, pero que representa un
inconveniente en su comportamiento, como una falta de
educación reiterada en la forma de hablar, de vestirse, de
comportarse en la mesa..., si supiéramos corregir con delica-
deza, en el momento oportuno, ¡cuántos hermanos ganaría-
mos — como dice el Evangelio— para la verdad y para la
perfección!

En muchas ocasiones, crece en nosotros la impaciencia


o el espíritu crítico al observar los errores cometidos por las
personas que nos rodean; o se los hacemos notar en público,
humillándolas; o nos encaminamos por el atajo de las insi-

58 2 Sam. 12, 1-13.


Egoísmo y amor 69

nuaciones, de las indirectas o de las ironías, hiriendo a los


demás... Tal vez eso sea más fácil, más espontáneo, pero no
encuentra lugar en el espíritu cristiano. Deberíamos adqui-
rir el hábito de dominarnos, de callar, de ponderar y refle-
xionar en la presencia de Dios, para después corregir a
solas, con amabilidad y firmeza, sustituyendo la crítica nega-
tiva, la severidad o el escarnio por la ayuda leal de un
corazón que ama.

"Las ideas grandes y los grandes hombres no son cómo-


dos", escribía Wasserman 59. Este pensamiento, que tantas
constataciones tuvo a lo largo de la historia, lo expresaba en
forma incisiva Mons. Escrivá: "Para los que no andan por el
camino de la verdad, los que la quieren decir son para ellos
incómodos, de la misma manera que el mártir y el santo son
incómodos para el tibio y estímulo para el fervoroso" 60.
Imitemos a esos hombres de Dios: que al lado de nuestra
generosa disposición de perdonar, nunca nos falte la valero-
sa disposición de corregir.

59 J. Wasserman, Etzel Andergast, Buenos Aires, 1964, pág. 274.


60 cit. por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 1983, pág.
434.
E S PE R A R , C A R G A R , S E R V IR ,
S O N R E ÍR
61
El amor es paciente..., todo lo espera

El amor propio, por el contrario, es impaciente. No


sabe esperar. Es tal la estima que tiene por sí mismo que le
parece no merecer que lo hagan esperar.

Sin embargo ni las circunstancias ni las cosas obedecen


a nuestras pretensiones. Todo tiene su propio ritmo: la ca-
dencia de los acontecimientos y el compás de las personas.

Cada persona tiene su ritmo psicológico y biológico.


Hay personas que a partir de las diez de la noche están
deshechas, y a las seis de la mañana se levantan rápidas
como las liebres; otras recuerdan a las aves nocturnas: su
vitalidad parece que se despierta con la oscuridad y en la
mañana parecen auténticas tortugas; sólo se recuperan des-
pués de un buen desayuno, allá después de las nueve. Exis-
ten cabezas lentas y profundas, y otras rápidas y
superficiales; metabolismos lentos y apagados junto a otros
impetuosos e inquietos. Hay temperamentos deductivos que
contrastan con otros intuitivos; y temperamentos románticos
y soñadores que chocan con otros realistas y concretos...
Agreguemos a esto la diferencia de sexo, de edad, de edu-
cación, de bagaje cultural y de escala de valores, y tendre-
mos una pálida idea del abismo que puede separar a dos
seres humanos. Juntemos a dos personas de signo contrario
que no vivan la virtud de la paciencia, y obtendremos como
61 1 Cor. 13, 4 y sigs.
72 R a fa el L la n o C ifu en tes

resultado un conflicto permanente. Y si éstos fueren marido


y mujer o superior y subordinado, padre e hijo, profesor y
alumno, ama de casa y empleada doméstica... tendremos un
conflicto institucionalizado, una batalla continua o una gue-
rra fría.

Cada persona tiene su ritmo y es preciso respetarlo. Y


para eso es indispensable dominar la irritación que provoca
nuestra arraigada impaciencia. En ocasiones, nos parece que
nuestra inquietud es dinamismo, vigor, y a menudo es sim-
plemente falta de madurez y exceso de debilidad. El domi-
nio de sí mismo y la capacidad de esperar son una señal de
equilibrio y de fortaleza: Mejor que el fuerte, es el paciente;
y el que sabe dominarse, es más que el que conquista una
ciudad 62.

Recordemos nuestras actitudes precipitadas, nuestras


irritaciones insensatas, las palabras que no deberían haber
sido proferidas en el momento en que nos sentíamos heri-
dos en nuestras fibras más íntimas, la voz que se eleva y se
vuelve cada vez más estridente, las palabras que, sin noso-
tros saber cómo, se van inflamando hasta el punto de decir
lo que más tarde nos avergüenza... Recordemos todas esas
cosas para comprender que la calma —el silencio— en estos
casos es una señal de madurez y de fortaleza, una verdadera
conquista.

Ser paciente es conservar el dominio de sí mismo. Pero


el auto control no es innato; es necesario adquirirlo. Se
adquiere cuando se comienza por crear la mentalidad propia
de la virtud de la paciencia, y después se pasa a ejercitarla.
62 Prov. 16, 32.
Egoísmo y amor 73

Tenemos que mentalizar que los demás tienen una dig-


nidad y un destino propios, peculiares; tenemos que conven-
cernos de que nosotros también caemos en errores y
limitaciones, y de que Dios tiene que usar con nosotros una
infinita y continua paciencia: debemos persuadirnos de que
las contrariedades de la convivencia humana son, como dice
Pascal, "maestros que Dios nos envía"; y nunca debiéramos
olvidar que dentro de nosotros existe un tremendo egoísmo
que tiende a pensar siempre en primera persona.

"Todos podemos —escribe Chevrot— esforzarnos por


pensar en los demás, antes de pensar en nosotros mismos.
Será la manera de que venzamos muchos movimientos de
impaciencia. Debemos decir: aquellos que yo amo tienen
manías y defectos que me desagradan; éste me repite diez
veces la misma cosa o, al contrario, me obliga a repetirle a
todas horas las mismas observaciones; aquél me interrumpe
cuando más necesito poner atención a mi trabajo. ¿Quién
no se pondría fuera de sí en esas circunstancias?

"Mas aquéllos que me cercan tienen también sus preo-


cupaciones y sus disgustos, tal vez tan graves como los míos.
¿Quién sabe si, cuando me interrumpen, no tienen más
necesidad de mí de la que yo tendría de mi tranquilidad?...
¿Acaso no soy yo insoportable también de vez en cuando?
Pues si yo pensara menos frecuentemente en mí y más fre-
cuentemente en los demás, sin duda me mostraría más pa-
ciente" M.

Mentalizar, sin embargo, no basta. Es preciso ejercitarse


en la paciencia, y ese ejercicio conduce a tres líneas de
comportamiento: aprender a guardar silencio, aprender a
esperar y aprender a reflexionar.

63 G. Chevrot, Las pequeñas virtudes del hogar, 3a. ed., Quadrante, Sao Pauto, 1987, pág.
83.
74 Rafael Llano Cifuentes

"Para que aprendamos a callar cuando no es hora de


hablar —continúa Chevrot — , precisamos esforzarnos siem-
pre por no hablar antes de tiempo. Dejemos que los otros
manifiesten sus pensamientos sin interrumpirlos, y después
pensemos durante unos segundos antes de responderles. Es-
te hábito, una vez adquirido, nos evitará muchas respuestas
precipitadas. Puesto que son necesarios dos para pelear, la
sabiduría está en que no seamos el segundo. No responda-
mos inmediatamente a aquél que se impacienta ni a aquél
que nos impacienta. Una observación sólo logra su objetivo,
una explicación sólo convence, cuando los interlocutores no
están irritados... Un agricultor no siembra el trigo en día de
tempestad. Hablaremos esta noche, cuando hayamos recu-
perado la calma. Dejemos para mañana lo que hoy estaría
mal hecho" 64.

La virtud de la paciencia exige, en segundo lugar, el


prolongado aprendizaje de la espera. Dios esperó millares de
años para que las masas de basalto se enfriaran y pudiera
brotar la vida en el Universo, esperó siglos hasta que llegara
la plenitud de los tiempos para el nacimiento de su Hijo
Jesús, y no deja de esperar por nuestra conversión interior
para comunicarnos sus dones más elevados. Aprendamos
nosotros también a esperar. Acostumbrémonos a no exigir
la satisfacción inmediata de nuestros deseos. Sepamos
aguardar los resultados de una prueba, de un examen médi-
co; esforcémonos por no disgustarnos por el autobús que no
llega, por el teléfono ocupado, por la marcha lenta de los
acontecimientos; pero especialmente aprendamos a esperar
a las personas, a esperarlas pacíficamente con su ritmo vital,
con sus pausas, con sus demoras, y también con sus limita-
ciones y defectos irritantes.

64 ibid., pág. 84.


Egoísmo y amor 75

En tercer lugar, tenemos que aprender a someter a las


cosas y a las personas a ese necesario proceso de madura-
ción que exige la reflexión. El tiempo de Dios y el tiempo
de los hombres —la oportunidad esperada— tienen la ca-
dencia del fruto que únicamente se desprende del árbol
cuando está maduro. Algunas veces, pienso qué bueno sería
si fuera inventada esa maravillosa máquina del tiempo de la
que habla la ficción científica, que nos pudiera llevar hacia
atrás y hacia adelante dominando la secuencia de los días y
de los años, aprendiendo la lección de los acontecimientos
pasados y futuros en la serena vivencia del presente: apren-
deríamos a superar esa expectativa angustiosa, que de cuan-
do en cuando turba el día de hoy, para ver, en la atalaya del
mañana, que quizá todas las angustias y convulsiones no
tenían ningún peso y consistencia.

Mas también pienso que esa máquina, en realidad, ya


está inventada: es la reflexión, la meditación —ese ponderar
los acontecimientos en la intimidad del corazón. Si nos co-
locáramos en una perspectiva más alta, mirando las cosas
con los ojos de Dios, llegaríamos posiblemente a concluir
que aquella impaciencia nuestra fue inútil, que aquella acti-
tud agresiva y aquel gesto de irritación no sirvieron de nada.
Fueron apenas ligeras sacudidas de nuestro temperamento
inmaduro o síntomas de nuestro orgullo impaciente. ¿Y de
qué sirvieron? Tuvimos que calmarnos, pedir perdón a las
personas ofendidas y conformarnos simplemente con espe-
rar..., cosa que deberíamos haber hecho desde un principio.
¿Por qué no tratamos de imitar a Nuestra Señora, ponderan-
do todas las cosas en el corazón 65, en nuestra oración diaria,
para dominar así, con la perspectiva de un Dios que es
eterno, la circunstancia concreta del día de hoy que tanto
nos exaspera?
65 Le. 2, 51.
76 Rafael Llano Cifuentes

En ocasiones, arrogantes, salimos al encuentro de los


acontecimientos y de las personas con la violencia de un
dique. Mejor sería que nos dispusiéramos a prolongar nues-
tra espera, a extender nuestra paciencia, como se extiende
— en un plano inclinado — la arena tranquila, ante la cual se
desvanece la furia de las aguas que acaban besando mansa-
mente el rostro sereno de la playa.

Cargar
"Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así
cumpliréis la ley de Cristo" 66.

Mirar, comprender, perdonar, esperar... no es algo que


deba ser entendido en términos pasivos; por el contrario,
todas esas actitudes son un presupuesto y, al mismo tiempo,
una invitación para una acción efectiva, que nos ayude a
llevar en la espalda las cargas ajenas.

Las actitudes no bastan, son necesarias las obras. "¿Qué


aprovecha, —pregunta Santiago— hermanos míos, a uno de-
cir: «Yo tengo Fe», si no tiene obras? (...) Si el hermano o la
hermana están desnudos y carecen de alimento cotidiano, y
alguno de vosotros les dijere: «Id en paz, podéis calentaros y
hartaros», pero no les diréis con qué satisfacer la necesidad de
su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? 6 .

Tenemos la experiencia del alivio que representa para


nosotros la acción efectiva de quien nos quita de encima el
pesado fardo de una angustia o de una necesidad; como
tenemos también la experiencia de la decepción que senti-
mos cuando esperamos la ayuda de alguien a quien estima-
mos, y la ayuda no llega: la persona pasa junto a nosotros
66 Gal. 6, 2.
67 Sanl. 2, 14-16.
Egoísmo y amor 77

con prisa, llena de preocupaciones y trabajos, como aquel


autobús repleto que no se detiene en la parada, precisamen-
te en el momento en que ya estábamos con prisa por llegar
a tiempo a la escuela o al trabajo.

Parar, escuchar y después ayudar. Pero siempre aparece


la misma tentación: "Si no tengo tiempo para hacer mi
trabajo, ¿cómo voy a hacer el de los otros?" El egoísta de
su tiempo y de su dinero nunca piensa tener lo suficiente
para prestar una ayuda a los demás. Muchas personas que
culpan a los ricos por no repartir su dinero no reparan en
que, en el fondo, ellos mismos también forman parte del
grupo que podríamos llamar "capitalistas de su tiempo". Si
fueran millonarios, harían lo mismo con su dinero. El capi-
tal del tiempo —las veinticuatro horas de cada día— es
igual para todos. Demostremos con nuestra ayuda franca
— seamos ricos o pobres— el nivel de nuestra generosidad.

El problema no consiste en tener mucho o en tener


poco. El problema es un problema de amor. Repito una
historia tal como la oí: una joven chica llevaba, de acuerdo
con las costumbres de su país, una criatura a la espalda: ojos
rasgados, sonrisa enigmática, actitud paciente... Alguien le
preguntó:

—Muchacha, ¿pesa mucho?


Y ella respondió:
—No, es mi hermano.

Por amor, el hermano a la espalda no le pesaba. Por


amor a la esposa, un hombre prescinde con alegría de sus
gustos personales; por amor, una madre pasa noches ininte-
rrumpidas al lado de la cama del hijo enfermo; por amor a
Dios y a sus hermanos los hombres, San Pablo decía con
78 Rafael Llano Cifuentes

68
gozo que se gastaba y se desgastaba , sobreabundando de
gozo en todas sus tribulaciones 69.

Ya el Señor nos enseñaba que, cuando hay amor, su


yugo es suave y ligera su carga 7 . Y San Agustín comenta
que "todo lo que pueda haber de pesado (...) se torna leve
por el amor. ¿Qué no se hace por amor? Ved cómo trabajan
los que aman: no sienten lo que padecen, redoblando sus
esfuerzos al ritmo de las dificultades. Ubi amatur, aut non
laboratur, aut et labor amatur" 71. Donde hay amor, o no
existe pena, o se ama la pena.

¿Cómo podremos llevar las cargas los unos de los


otros?

En primer lugar, no siendo nosotros mismos una carga


para nadie. No sería lógico que pretendiéramos, por un
lado, facilitar la vida de los demás, prestarles una ayuda que
acaso no nos pidieron y, por otro, sobrecargarlos con actitu-
des poco adecuadas, quizás irresponsables, que representan
para ellos un verdadero fardo. Esa lucha por vencer los
defectos que hacen menos grato o desabrido la convivencia;
ese disfrazar con una sonrisa el cansancio o un malestar
pasajero; ese contentarse con poco; ese no dar trabajo a los
demás; ese evitar que tengan que tratarnos con cuidados
especiales en la vida en familia o medir las palabras para
hablar con nosotros del asunto más insignificante..., todos
esos detalles serán medios extraordinariamente útiles para
que llevemos las cargas ajenas —comenzando por no repre-
sentar una carga para los que nos rodean.

68 2 Cor. 12, 15.


69 2 Cor. 7, 4.
70 Mí. 11, 30.
71 San Agustín, Sermo 96, 1.
Egoísmo y amor 79

Servir
En el ambiente en el que vivimos, flota una especie de
aversión a la palabra servicio. En todos los aspectos de la
vida familiar, social y profesional, parece que las personas
rehuyen el prestar servicios o —para decirlo en una forma
expresiva— se resisten a entrar por la puerta de servicio: se
sienten venidas a menos, quieren entrar siempre por la
puerta principal.

El Señor, no obstante, con su actitud, parece no transi-


gir en afirmar exactamente lo contrario: quiso entrar por la
puerta de servicio para realizar la más importante de las
tareas, aquello que por excelencia representaba el núcleo de
su misión en la tierra: redimir al mundo. Cuando lavó los
pies de sus discípulos en la Última Cena, tuvo un gesto
simbólico que resumía su actitud permanente, su sustancial
espíritu de servicio.

Los hombres del siglo XX dejaron el espíritu de servi-


cio relegado a un plano que parece pertenecer a edades
históricas menos "democráticas". Es nota característica de
nuestra época, en efecto, una marcada altivez que desprecia
este espíritu tan cristiano como indispensable. Algunas pro-
fesiones consideradas de servicio puro —enfermeras, em-
pleadas domésticas, asistentes sociales, etc.— se están
desvalorizando. La propia función de madre —en la medida
en que amorosamente sirve y se sacrifica por la familia —
está perdiendo categoría: está a la baja en la bolsa de los
valores humanos.

El hombre de nuestro tiempo evita asumir una actitud


de servicio porque teme rebajarse. Está con eso divinizando
una concepción autónoma y egocéntrica. Confunde espíritu
de servicio con esclavitud. No percibe que, cuanto más sirve,
más señor se vuelve. Todo cristiano es señor y servidor al
80 Rafael Llano Cifuentes

mismo tiempo. Es señor porque es hijo de Dios. Es servidor


porque es propio de la cualidad señoril saber servir. Las
grandes figuras humanas fueron siempre grandes servidores,
porque con su existencia estuvieron siempre a servicio de la
gran misión que les correspondió realizar 72.

Amor y servicio, esclavitud y libertad parecen concep-


tos antitéticos y, sin embargo, son complementarios, según
aquel bellísimo epigrama de Ramón Llull: "Dime, loco,
¿qué es el amor? y el loco respondió: amor es aquello que
hace esclavos a los que son libres y libres a los esclavos. Y
no se sabe en qué consiste esencialmente el amor, si en esa
esclavitud o en esa libertad" 73.

Este amor transformado en servicio tiene que traducir-


se en mil y un pequeños detalles de la vida cotidiana: en la
diligencia en colaborar con el trabajo de los demás; en la
buena disposición de asumir las tareas más pesadas, que
frecuentemente son las más necesarias; en la elección del
peor lugar en todas las reuniones familiares; en la presteza
para ejecutar las pequeñas tareas domésticas de orden, de
limpieza, de cuidado de la casa; en la prontitud en anticipar-
se a abrir la puerta o atender el teléfono; en la buena
voluntad en suplir la ausencia de la persona que habituaí-
mente cuida de determinado servicio; en la aceptación de
un trabajo "extra" que contraria nuestros planes; en el cam-
bio en la programación de nuestro día para beneficiar a los
demás; en prestarnos a ir en autobús para que los otros
puedan utilizar el automóvil; en el sacrificio de un fin de
semana para que los demás puedan descansar mejor, etc.,
etc.

72 cfr. J.B. Torelló, op. cit., pág. 89 y sigs.


73 Ibid., pág. 93.
Egoísmo y amor 81

Para ayudarnos a vivir este espíritu, el Señor nos ofrece


una regla tan simple como eficaz: "Cuanto quisiereis que
hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos" .
La experiencia de aquello que nos agrada o nos mortifica,
de aquello que nos beneficia o nos perjudica, es un buen
criterio para determinar lo que debemos hacer o evitar en
el trato con los demás. Todos nosotros sabemos muy bien lo
que nos beneficia, nos estimula y consuela: el aliento en los
fracasos, la comprensión en los errores, el apoyo en los
defectos, la cordialidad en el trabajo, el bienestar en el
hogar, la amabilidad en la exigencia, la lealtad en la crítica,
el cariño en la enfermedad, el incentivo en la depresión, la
oración en el desamparo... Pues bien, son precisamente to-
das esas connotaciones cualitativas las que deben acompa-
ñar nuestra relación con los demás, si en verdad queremos
vivir la norma del Señor y, en consecuencia, el espíritu de
servicio.

Sonreír

Los orientales tienen un refrán encantador: "Quien no


sepa sonreír, que no abra una tienda". Nosotros podríamos
agregar: quien no sepa sonreír, que no funde una familia,
que no pretenda ser amado.

Una sonrisa puede ser más elegante que un largo dis-


curso; una sonrisa es capaz de representar la clara señal de
un perdón que no se sabe expresar con palabras; una sonrisa
que acompañe un favor prestado es como si se dijera: "No
fue nada, para eso estamos"; una sonrisa especialmente pue-
de ser una forma delicada de esconder las penas o un medio
heroico de no dejar aparecer un dolor profundo.
74 Mi. 7, 12.
82 Rafael Llano Cifuentes

Tenemos que saber cultivar el arte de ser amables,


rechazando cualquier forma de altivez que nos vuelva dis-
tantes, quizá fríos. La sonrisa cumple esa función de aproxi-
mación, de amabilidad calurosa, como si se estuvieran
abriendo las puertas del corazón de par en par, como si se
estuviera murmurando: "Puedes entrar, estás en tu casa,
ponte cómodo...", aunque a veces el propio corazón esconda
la amargura más íntima.

En su biografía sobre Disraeli, André Maurois describe


las dificultades con las que el primer ministro inglés luchó
para traspasar los primeros peldaños de su carrera política y
la ayuda insustituible que le prestó en esa lucha su esposa,
quien lo amaba profundamente. Después de muchos esfuer-
zos, consiguió un asiento en la Cámara de los Comunes.
Llegado el gran día en que debía pronunciar su primer
discurso en el Parlamento, la esposa lo acompañó en el
carruaje hasta la entrada. Disraeli bajó y se despidió cariño-
samente a través de la ventana. Cuando cerró la puerta, su
esposa sonreía, mas no dijo una palabra; sonreía, sonreía...
En cuanto el marido se alejó, cayó desmayada en el asiento:
la puerta, al cerrarse, le había apresado la mano y machuca-
do los dedos. En vez de gritar, consiguió sonreír. Escondió
así un dolor insoportable; sabía que el marido no habría
estado en condiciones psicológicas de pronunciar el discurso
si hubiera visto su mano en aquel estado... Una sonrisa
sangrienta, una sonrisa heroica... Probablemente la vida no
nos exigirá tanto, mas podremos ir creando una especie de
esquema psicológico que sustituya poco a poco nuestros
quejumbres habituales por nuestras sonrisas permanentes.

El correr de los años, las decepciones del pasado, las


preocupaciones por el futuro, el cansancio y las enfermeda-
des posiblemente tenderán a robarnos esa capacidad de dar
un poco de nuestra alma en forma de sonrisa. Pero, aunque
Egoísmo y amor 83

nos cueste, no dejemos que nos arrebaten ese don. Entonces


la sonrisa acaso se convertirá en un verdadero sacrificio, sin
duda el mejor de los sacrificios, en el esfuerzo por tornar
más grata la vida de los demás. El Cardenal Albino Luciani,
futuro Juan Pablo I, decía en un escrito sobre el fundador
del Opus Dei que él nos había enseñado precisamente a
sustituir "la tragedia diaria" por la "sonrisa diaria" 75.

75 Cardenal A. Luciani, en // Gassetino, 25-VII-78.


DAR Y DARSE

El amor, para que sea ordenado, tiene que fundamen-


tarse en la justicia. La justicia es el cimiento. Primero justi-
cia; después —en la cima— la caridad.

La justicia, según la definía Ulpiano, el jurista romano,


es "la constante y perpetua aspiración de dar a cada uno lo
que le corresponde" . Este deber no se limita a la justicia
legal o conmutativa, determinada por la ley positiva de cada
país. Hay un modo de proceder humano y cristiano que no
se detiene en las prescripciones de un código concreto, sino
que se abre a un código superior escrito por Dios en el
corazón humano, que nos lleva a vivir una equidad más
amplía —una justicia social— que perfecciona, corrige y
amplía la mera justicia legal. Y esta justicia social nos dice
que cualquier bien, cualquier propiedad personal tiene una
función social —una hipoteca social— porque, en última
instancia, la finalidad de todo el Derecho no atiende al bien
particular, sino al bien común de toda la sociedad, en térmi-
nos nacionales e internacionales 77.

Todo esto quiere decir que no podríamos erigir nuestra


caridad individual sobre una estructura legal injusta. Todos
los cristianos deberían preocuparse por la recta constitución
del orden social. No podemos quedarnos tranquilos frente a
un sistema social injusto, ante un aparato estatal que —por
decirlo de alguna manera— estuviera creando inválidos en
serie, alegando que nosotros, los particulares, vendríamos

76 Constans el perpetua voluntas siium cuique tribuere.


77 cfr. Constitución Pastoral Gaudiunt et spes, ns. 63 y sigs.; Paulo VI, Encíclica
Populorum progressio, ns. 43 y sigs.
86 Rafael Llano Cifuentes

después, con nuestras obras de misericordia, a proporcio-


narles caritativamente las muletas necesarias. Parecería in-
genuo concluir que es indispensable y urgente cambiar las
máquinas mutiladoras antes que perfeccionar las técnicas
ortopédicas, pero, en ocasiones, determinadas mentalidades
dan la impresión de que no entienden que la caridad sin la
justicia tiene también mucho de ingenuo, por no decir de
macabro.

La responsabilidad de la justicia social es de todos, y


por tanto, por un imperativo de coherencia, también de los
que quieren ser cristianos en el sentido cabal de la palabra.
El católico, que no es un ciudadano de segunda clase, no
podrá nunca esconderse en el anonimato de diluir sus res-
ponsabilidades en el conjunto, sino que debe someterse —
como los demás, ni más ni menos— a una sincera
autocrítica, utilizando como refuerzo de sus criterios de eva-
luación la capacidad renovadora del mensaje de Cristo del
cual se siente portador.

Observamos un contraste radical entre el espíritu de


heroísmo cristiano en la esfera particular o privada y la
ausencia de ciudadanos que proyecten ese espíritu en la
vida pública. No existe nada tan conmovedor como el ejer-
cicio de la caridad cristiana en los siglos XIX y XX, en los
hospitales, en las escuelas, en tierras misioneras, y nada tan
desalentador como la ineficacia de los principios cristianos
en grandes parcelas de la vida pública de diversas naciones.
Se crearon casas de caridad para recibir a aquéllos que un
sistema económico antihumano depauperó; se educaron en
las escuelas primarias y secundarias a aquéllos que después
encontraron en las universidades un sectarismo intelectual
que redujo execrablemente lo mejor que recibieron... La-
mentable constatación que pone de manifiesto cómo es ur-
gente y necesaria la tarea de reformar las estructuras de
Egoísmo y amor 87

acuerdo con los moldes de una genuina justicia social. Por


eso "el letargo del espíritu —del que ya hablaba Pío XII — ,
la anemia de la voluntad y la frialdad de los corazones" 78
en relación a esa inmensa tarea nunca dejará de ser grave-
mente imputable.

Llevando esta idea a la esfera de la vida diaria, podría-


mos establecer este principio fundamental: no se puede dar
a título de "caridad" lo que se debe dar por justicia. En
otras palabras, no se puede conceder como "favor" aquello
que se debe dar por justicia. ¿Ejemplos? Los vestidos pasa-
dos de moda que el ama de casa le da a la empleada domés-
tica "de regalo", cuando no le paga el debido salario, son
una forma muy "barata" de practicar la justicia; los muebles,
los juguetes, la ropa donada a los trabajadores agrícolas que
no ganan lo que deben recibir en justicia, son en realidad
los trapos con los que se cubre el espectro de la injusticia...
No'es preciso tener mucha imaginación para multiplicar los
ejemplos.

Hay personas que dan la impresión de dedicarse a "cul-


tivar sus pobres". Experimentan la sensación sentimentaloi-
de de ser "misericordiosas" y quizá en el fondo estén
tratando de anestesiar a su conciencia que las acusa de vivir
en medio de un lujo excesivo o de no tener ninguna medida
razonable —mucho menos cristiana— en la satisfacción de
sus refinados caprichos.

Pero después, caridad. Porque el sentido de la caridad


nos lleva a dar mucho más de lo que se debe en justicia. La
caridad no se detiene en una ponderación justa, sino que se
expande en un derramamiento generoso.
78 Pío XII, Proclamación Por un mundo mejor, 10-11-1952.
88 Rafael Llano Cifuentes

El egoísmo y la avaricia se reclaman mutuamente tanto


como el amor y la generosidad. La generosidad inclina a
practicar ampliamente todas las llamadas obras de misericor-
dia, a dar, a dar mucho, a dar a costa del sacrificio propio.
Si quisiéramos representar plásticamente la figura de un
cristiano, deberíamos pintar a un hombre con las manos
abiertas, con los brazos abiertos, con el pecho y el corazón
abiertos como Cristo en la cruz. Es lamentable, no obstante,
verificar en la práctica el egoísmo de algunos cristianos en
el terreno financiero. La Iglesia y sus instituciones siempre
contaron con la colaboración económica de los que verda-
deramente se sentían responsables por la difusión del Evan-
gelio. Durante siglos, se promovieron obras sociales,
educativas y asistenciales a costa, muchas veces, de grandes
sacrificios. Un índice de esa ayuda era el "diezmo": los
fieles, en forma efectiva y real, cooperaban con el diez por
ciento de todas sus ganancias.

Es solamente un ejemplo, pero un ejemplo bien signi-


ficativo porque, cuando en la actualidad se habla de este
tipo de colaboración o de otros parecidos, se encuentran a
veces, como respuestas, actitudes verdaderamente decepcio-
nantes: "¿Ayudar a esa institución, ahora que mi impuesto
sobre la renta tiene que ser por adelantado, trimestral y con
adecuación fiscal?" "¿Colaborar en la construcción de esa
obra de asistencia, justo cuando las colegiaturas son una
exageración y... tengo que sufragar los gastos de mi próximo
viaje a Europa?" "¿Acaso no comprenden que así no podré
cambiar de automóvil?" Y estos católicos que se escandali-
zan así son los mismos que después se quejan de que las
instituciones de la Iglesia no disponen de determinados cen-
tros de educación o de promoción social.

Hay poca generosidad, muy poca generosidad. Hay ex-


ceso de mezquindad. Interés, sí; entusiasmo por una obra
Egoísmo y amor 89

educacional o social, sin duda alguna; apoyo moral para una


empresa apostólica: "¡Pueden contar conmigo!" Pero pídan-
les su dinero... ¡Ah, eso no! Parece que les están arrancando
la viscera más delicada.

Visitaba a una familia pobre, en compañía de un ami-


go. Entramos en una barraca inmunda dentro de un barrio
marginado. El matrimonio y seis hijos ocupaban la misma
habitación. Sólo había un colchón y una silla. Nos sentamos
en el colchón junto a los niños. El frío de aquel invierno era
espantoso. Repartimos unas golosinas y dimos al matrimo-
nio un sobre con dinero. Conversamos largamente. La ca-
rencia material de aquella gente era conmovedora. Pero
creían en Dios. Tenían devoción a Nuestra Señora: un gra-
bado de ella pendía pobremente de la pared. Estaban con-
tentos. Reímos a nuestro antojo. Al despedirnos, mi amigo
tuvo un gesto discreto, pero inolvidable. Sin que la pareja lo
notara, antes de cerrar la puerta, introdujo su abrigo en la
barraca y lo dejó encima de la silla. "Vamonos rápido, antes
de que se den cuenta", me dijo... y salimos a toda prisa. "El
frío está de muerte —agregó— mas nunca tuve el corazón
tan caliente". Él nunca se arrepintió y yo nunca me olvidé
de su gesto.

Miles de sacrificios como éste pavimentan el camino


del cristianismo a lo largo de los siglos: son como una reso-
nancia de la entrega total de Cristo en la cruz y de esas
otras entregas que conmovieron su corazón: la de la pobre
viuda que deposita en el arca del templo las dos últimas
monedas que tenía..., la de María quien, en Betania, quiebra
de un solo golpe el frasco de alabastro que contenía un
perfume de nardo preciosísimo y unge con él al Señor.

El cristianismo es la antítesis de la mezquindad. La


falta de generosidad no es solamente un defecto, es una
90 Rafael Llano Cifuentes

característica que descalifica: o somos verdaderamente ge-


nerosos o debemos dejar de llamarnos cristianos.

Dar con generosidad es darse. Quien únicamente da


cosas materiales parece estar midiendo con el brazo la dis-
tancia que lo separa de quien recibe. Es preciso acabar con
esa distancia, transformarnos nosotros mismos en un pre-
sente: entregar al otro la propia vida. "Ya pasó el tiempo
— dice Mons. Escrivá— de dar cuatro monedas y ropa vieja;
es preciso dar el corazón y la vida" .

Santo Tomás dice que la perfección del amor fraternal


se manifiesta "cuando el hombre da por el prójimo no sólo
los bienes temporales, sino también sus bienes espirituales
y, finalmente, se entrega a sí mismo por completo", de
acuerdo con la expresión del apóstol San Pablo: "Y yo con
el mayor placer gastaré lo mío, y aún yo mismo me gastaré
del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos
más, sea amado menos" 80.

Dar cosas es relativamente fácil. Lo difícil es dar la


vida, es darse: dar un pedazo de m¡ ser, una partícula de mi
espíritu, una verdad de mi inteligencia, el tesoro de mi
tiempo, el desgaste de mi cuerpo, la vibración de mis senti-
mientos o, más aún, el sentido entero de mi vida, toda mi
existencia: construir el corazón de los demás con los peda-
zos de mi corazón.

Es lo que hizo Cristo en la cruz. De su corazón abierto,


rasgado por la lanza, salió sangre y agua: agua porque no
tenía más sangre que dar.
79 cit. por S. Bernal, Mons. Josemaría Escrh'á de Balagiier. Perfil o fundador o Opus Dei,
Quadrante, Sao Paulo, 1977, pág. 206.
80 Santo Tomás, Summa Theohgica, I-II, q. 61, ad. 5; 11-11, q. 184, a. 2, ad. 3.
SA C R IF IC A R SE
Darse es sacrificarse por los demás. Cuando no se llega
a ese grado de amor, la caridad cristiana pierde sentido. Es
como si de la biografía de Cristo extrayéramos su pasión y
muerte ignominiosa: no sólo borraríamos el último y más
importante capítulo de su vida; estaríamos, más aún, arran-
cando el sentido supremo de su existencia terrena —la re-
dención a través de la cruz— y el paradigma por excelencia
del amor humano: "Nadie tiene amor mayor que éste de dar
uno la vida por sus amigos" 81.

Si no alcanzamos la plataforma de la entrega sacrifica-


da por los demás, es como si quisiéramos imitar a Cristo,
pero solamente hasta la Última Cena: donde comienza la
cruz y terminan los milagros y el entusiasmo de la multitud;
donde ya no existen el éxito y la consolación, y principia la
última y más sensible etapa del amor. Estaríamos imitando,
en última instancia, no solamente a un Cristo incompleto,
sino a un Cristo desfigurado y mutilado por nuestro egoís-
mo.

Si observamos atentamente todas las diferentes conju-


gaciones del verbo amar anteriormente formuladas — mirar,
comprender, perdonar, corregir, esperar, cargar, servir, son-
reír, dar y darse — , veremos que siempre estuvo presente,
como ingrediente fundamental, el espíritu de sacrificio. Pala-
bras, sentimientos, declaraciones de amor, entusiasmos, ter-
nuras, sin la decisión de sacrificarnos efectivamente por la
81 Jn. 15, 13.
92 Rafael Llano Cifuentes

persona amada, son... efervescencias de adolescentes, actitu-


des sentimentaloides, puros lirismos.

Recordemos con inmenso agradecimiento el sacrificio


que hicieron por nosotros las personas que verdaderamente
nos amaron: padres, hermanos, amigos... Recordemos con
emoción esos sacrificios diarios, cuando acaso nuestro padre
y nuestra madre escondían su cansancio y sus aflicciones
para que no nos pusiéramos tristes, o escogían para sí la
peor porción para que a nosotros nos tocara la mejor.

En esta misma línea de remembranzas, me acuerdo


ahora de aquella historia contada por Urteaga. Nos habla de
dos pilluelos —dos chiquillos de "barriada" harapientos,
uno de ellos de cinco años y el otro de diez. Los vemos
hambrientos, pidiendo comida de puerta en puerta. Por fin,
después de varias tentativas, consiguen algo de alimento. El
mayor sale de una casa trayendo en las manos, con aire
solemne, una vasija con leche.

"Aquí comienza el diálogo.

— Siéntate. Primero bebo yo y después bebes tú.

Decía aquello con aire de emperador. El más pequeño


le miraba, con sus dientes blancos, la boca semiabierta, mo-
viendo la punta de la lengua.

Yo, como un tonto, contemplaba la escena.

¡Si vieseis al mayor mirando de reojo al pequeñito!

Lleva la vasija a la boca y, haciendo gesto de beber,


aprieta fuertemente los labios para que por ellos no penetre
Egoísmo y amor 93

una sola gota de leche. Después, extendiendo el recipiente,


dice al hermano:

—Ahora, es tu turno. Sólo un poco.

Y el hermanito menor sorbe fuertemente.

— Ahora yo.

LLeva la vasija ya medio vacía a la boca, y no bebe.

—Ahora tú.

—Ahora yo.

—Ahora tú.

—Ahora yo.

Y después de tres, cuatro, cinco, seis tragos, el peque-


ñito de cabello rizado, barrigoncito, con la camisa de fuera,
se termina la leche. Esos "ahora tú", "ahora yo" me llenan
los ojos de lágrimas.

Sobre un fondo de risas de chiquillos, comencé a subir


la cuesta llena de pilluelos. En la mitad de la pendiente,
volví la cabeza. Tuve ganas de bajar y de guardar la vasija.
Aquello era un tesoro. Pero ni siquiera pude intentarlo.
Entre borricos cargados de cántaros, corrían diez niños de-
trás del recipiente de lata, dando puntapiés. La lata saltaba
entre los pies negros, descalzos, sucios, de color gris polvo
de calle. También el generoso jugaba entre ellos, con la
naturalidad de quien no hizo nada extraordinario, o — mejor
aún— con la naturalidad de quien está habituado a hacer
cosas extraordinarias.
94 Rafael Llano Cifuentes

Es así... como debemos amarnos" 82.

¡Cómo nos conmovemos cuando verificamos que al-


guien como este chiquillo de "barriada" realmente se sacri-
fica por nosotros! Experimentamos un estremecimiento de
emoción cuando constatamos que alguien está dispuesto a
dar hasta su propia vida por nosotros —sólo por nosotros — ,
sin interés propio, sólo por amor, por puro amor.

Preguntémonos: ¿en qué medida amo a mi semejante y


a Dios? Respondámonos: en la medida en que estoy dis-
puesto a sacrificarme por ellos.

A partir de este criterio, deberíamos examinar porme-


norizadamente nuestra conciencia: en la vida en familia,
¿escojo los trabajos más difíciles, el lugar menos cómodo, la
comida menos apetitosa? ¿Sé sacrificar mi tiempo y mi des-
canso, para ir en ayuda de los demás? ¿Desisto de mis
criterios personales —en ocasiones de mis prejuicios— para
admitir las ideas de los que me rodean? ¿Sé desprenderme,
en beneficio de los demás, de lo superfluo a que estoy
apegado, del dinero que tanto valoro, de la seguridad eco-
nómica que temo perder? ¿Sé también desprenderme de
mis puntos de vista ocasionales para evitar discusiones inú-
tiles, que sólo sirven para reafirmar mi amor propio? En fin,
¿estoy dispuesto —a pesar del sufrimiento personal— a per-
der para que los otros ganen, a bajar para que los otros
suban, a sacrificarme para que los otros se alegren?

Debemos conseguir que estas respuestas sean positivas.


Eso es colocar nuestro corazón a la altura del corazón de
Cristo. Y el corazón de Cristo está traspasado por una lanza,
desgarrado por un sacrificio redentor. Cuando nuestro cora-

82 J. Urteaga, Dios y los hijos, Quadrante, Sao Paulo, 1986, pág. 108-110.
Egoísmo y amor 95

zón llegue a esa altura, realmente cada uno de nosotros


oo

podrá decir como Cristo agonizante: Consummatum est ,


todo está consumado. Estamos alcanzando la meta del últi-
mo significado del verbo amar.

83 Jn. 19, 30.


EL AMOR REALIZA
Dar la vida por los demás puede parecer una pérdida
personal, un empobrecimiento. Y, en sentido opuesto, vivir
solamente para sí puede también parecer un enriquecimien-
to personal, una valorización de la propia personalidad. O,
en otras palabras, parece que el egoísta consigue ventajosa-
mente su realización a costa de los demás, y aquél que sabe
amar realiza a los otros —y los hace felices — , pero a costa
de su propia realización.

Nada más contrario a la verdad. El egoísta acaba, en


realidad, volviéndose un frustrado. Ve sus días consumirse
solo, abandonado, porque nadie quiere compartir el destino
de un "lobo estepario". Es verdad que las personas egoístas
son incapaces de amar a otros, pero también son incapaces
de amarse a sí mismas, es decir, de trabajar por el verdade-
ro bien de sí mismas. En sentido inverso, quien se entrega
a los demás consigue exactamente lo contrario de lo que
buscaba: la aprobación de los demás, la atracción de todos,
la plenitud del amor y con eso la felicidad propia.

Es una verdad que, en forma muy viva, expresaba Kier-


kegaard con una imagen que ya se volvió patrimonio del
pensamiento contemporáneo: "La felicidad está en una sala
maravillosa donde todos quieren entrar. Tratan de abrir la
puerta hacia dentro, para sí, pero, cuanto más la quieren
abrir para sí, la atrancan más, porque la puerta se abre hacia
afuera, hacia los demás" 84. Imagen que enmarca un princi-

84 cfr. Collins. El pensamiento de Kicrkcgaard, México. 1958. pág. 128; cfr. S. Kicrkcgaard,
El amor y la religión Buenos Aires, 1960.
98 Rafael Llano Cifuentes

pió establecido veinte siglos antes por Cristo cuando dijo:


"Pues quien quiera salvar su vida, la perderá y quien pierda la
vida por mí y el Evangelio, ése la salvará" .

El perderse y el salvarse mantienen entre sí una rela-


ción inversa y paradójica: la búsqueda de sí mismo trae
consigo la pérdida; y la pérdida de sí mismo trae el encuen-
tro con lo más esencial de nosotros mismos: la salvación por
el amor. Dice Surco: "Lo que se necesita para conseguir la
felicidad no es una vida cómoda, sino un corazón enamora-
do" 86.

Cada uno de nosotros podría presentar ahora bastantes


ejemplos que evidencien esa verdad... Viene a mi memoria
el recuerdo de un colega de la Facultad de Derecho, un
buen muchacho, pero que estudiaba demasiado; era —como
se diría en lenguaje coloquial— un "matado", un egoísta.
Pensaba en aprobar a toda costa un difícil y competido
concurso para entrar en la escuela de Magistratura... Re-
cuerdo las cuentas que hacía frente a mí para justificar lo
que no tenía justificación: "Me faltan tres años para termi-
nar la carrera y dos más para preparar el concurso: cinco
años en total. Ahora bien, salgo tres veces por semana con
mi novia y gasto con ella nueve horas semanales... Multipli-
cadas por las cuatro semanas del mes, son treinta y seis
horas mensuales. Si después las multiplico por los doce me-
ses del año y por los cinco años que faltan para el concur-
so...ida una cifra fabulosa! —¿Y qué con eso?, le
pregunté— Pues que voy a deshacer el noviazgo..." l\Es una
canallada\\ Esa fue la frase usada por la novia... Comentó
esto: "Hace tres años que somos novios... De pronto haces
cuentas y... me mandas a freír espárragos I Eso es una cana-
lladal"

85 Me. S, 35.
86 Josemaría üscrivá. Surco, n. 795.
Egoísmo y amor 99

Es una expresión fuerte, mas la oímos con frecuencia.


A nadie le gustaría que le llamen canalla... y, sin embargo,
cuántas veces nuestro egoísmo también hace sus cuentas,
sus cálculos... Me interesa, no me interesa... Pesa, mide...
corta, añade... Eso me realiza, eso no me realiza..., sin tomar
en la debida consideración el interés o el daño de los de-
más...

Pero no acabé de contar la historia de mi colega. Pasa-


dos cinco años exactos, un amigo me vino a decir eufórico
que había aprobado en el concurso para la escuela de Ma-
gistratura..."¿Y fulano?" le pregunté refiriéndome a nuestro
colega en común, el "matado". "Desgraciadamente fue re-
probado" — "¿Pero cómo? ¡Sabía todo y hasta había dejado
a la novia para no perder tiempo!" "¡Exactamente! Fue
reprobado porque sabía demasiado..." Y se extendió expli-
cándome cómo había sucedido: "Respondía brillantemente,
como siempre, magistralmente..., pontificando... Al jurado
no le gustó, le pareció petulante y terminaron discutiendo...
Acabó mal; como el protagonista de las películas de vaque-
ros, fue eliminado porque sabía demasiado..."

La historia se repite... Muchos también hacen con ex-


actitud los cálculos del egoísmo: no tienen tiempo para Dios,
no tienen tiempo para la familia, no tienen tiempo para los
demás, sólo tienen tiempo para su realización personal y
terminan asfixiándose en la atmósfera enrarecida de su pro-
pio ego; ahogándose en el lago que refleja su propia imagen,
como Narciso...

Es la esposa que, queriendo "aprovechar" la vida de


casada, evita tener hijos porque le pueden dar trabajo exce-
sivo y acaba, a los cuarenta años, "regodeándose" en su
soledad... Es el estudiante que se encierra en el mundo de
las cosas placenteras de la vida fácil, y repudia lo que es
100 Rafael Llano Cifitentes

arduo y costoso porque quiere "aprovechar la vida" y, a


partir de los treinta años, comienza a experimentar en el
pecho la inquietud de la frustración o de la envidia, al ver
el triunfo de sus compañeros... Es el profesionista ambicioso
que sacrifica mujer e hijos para subir y subir, y termina
abandonado porque nadie soporta su aislamiento en el pe-
destal... Es el cristiano que se cierra a los requerimienos de
la gracia por el esfuerzo que representa una ascensión espi-
ritual, y termina experimentando el vacío o el tremendo
silencio de Dios en su corazón... Todos ellos fueron elimi-
nados en el examen de la vida porque sabían demasiado,
porque pensaban demasiado en sí mismos...

El que quiera salvar su vida, la perderá... El verdadero


amor cuesta esfuerzos y sacrificios, mas paga bien, no de-
cepciona. El amor es siempre fecundo.

También recuerdo otro acontecimiento que corre para-


lelo a esta alentadora verdad. Acontecimiento aparentemen-
te trivial. Seguía la vuelta ciclista de Italia. Etapa de
montaña. Un día extremadamente caluroso, sofocante. La
hilera multicolor serpenteaba lentamente los contrafuertes
de los Alpes. De repente, uno de los ciclistas se disparó.
Parecía que acababan de darle un latigazo. Se fue pedalean-
do vigorosamente ante el asombro de los radiodifusores. Sus
pies martillaban la bicicleta como el movimiento seco y
metálico de los pistones de un motor. Era Bartalli. Ganó el
premio de la montaña con mucha ventaja. Fue un gran
triunfo.

El entrevistador quería obtener el secreto de aquel


arranque espectacular. "Bartalli, ¿qué sucedió? Usted esta-
ba, como todos, agotado. ¿De dónde le vino la fuerza?"
Egoísmo y amor 101

"Es normal, son cosas del deporte...", respondió el ci-


clista queriendo desviar la conversación.

"No. Todos nosotros vimos que algo sucedió...¿Qué fue


lo que tomó? Alguien mencionó drogas..."

Bartalli tuvo que hablar. "Sucedió una cosa muy senci-


lla. Yo realmente estaba agotado. Levanté la cabeza y ob-
servé en el borde de la cumbre una roca que pareció dibujar
el rostro de mi madre. No sé si vas a entenderme, pero en
aquel momento me vino de golpe el recuerdo de su preocu-
pación por mis hermanos menores... Ellos necesitaban que
yo ganara aquella etapa. El premio de los Alpes era muy
importante para pagar sus estudios. Entonces fue como si
me hubieran dado una inyección de fuerza, de energía... Sin
saber cómo, mis piernas empezaron a pedalear. Cada mús-
culo, cada fibra parecía despertar de su modorra como si
alguien les estuviera gritando: «¡Vamos, tenemos que ga-
nar!»... Cuando pasé la meta, en medio de los aplausos,
sabía que aquella etapa había sido ganada por mi madre..."

En las fatigas de la vida, en las depresiones del espíritu,


en el abatimiento de la derrota y también en esa gran mo-
notonía de lo cotidiano, el vislumbre del Amor, del auténti-
co amor, aquél que no se detiene en el egoísmo de la propia
realización, es como un dispositivo que hace brotar la fuen-
te de esa energía extra que todas las almas poseen: un nuevo
entusiasmo, un nuevo esfuerzo, una nueva motivación surge
de lo más hondo de nosotros mismos. Y es esto lo que nos
realiza.

El amor, aunque lleve al sacrificio, —especialmente


cuando lleva al sacrificio— es la fuente secreta de la felici-
dad. Cuando un hombre olvidado de su propia felicidad se
lanza a realizar un ideal de amor superior a sí mismo, acaba
102 Rafael Llano Cifuentes

por atraer sin querer su propia felicidad. Porque, como es-


cribe Viktor Frankl, "la felicidad no puede ser buscada,
tiene que venir a nuestro encuentro, y eso sólo sucede como
un efecto colateral, no intencionado, de la dedicación perso-
nal a una causa más elevada que el propio yo, o como
producto simultáneo a la entrega a otra persona" 87.

Estamos de acuerdo que es duro abrir los espacios más


íntimos del corazón para dar lugar a los grandes amores que
exigen entrega y abnegación. Pero también tenemos que
convenir en que es mucho más duro tener que soportar una
existencia sofocada por el egoísmo. Es la experiencia —mil
veces repetida— que nos ofrece la actitud de aquel joven
rico del Evangelio. Al rehusarse al gran llamado del Amor
hecho por Jesús, para aferrarse a su autorealización egoísta,
bloqueó la inmensa alegría que el amor generoso trae con-
sigo. Et abüt tristis ...Se fue triste 88. Rodeado de todas sus
riquezas, quedó asfixiado por la tristeza.

Dos amores fundaron dos ciudades...: el amor propio y


el amor de Dios. Son dos polos de atracción, dos maneras
de vivir. Cada uno de nosotros —en cada paso de su cami-
nar, en cada instante de su existencia— tiene que resolver
el pequeño o grandioso conflicto que esta opción nos pre-
senta continuamente. Y es en asumir esa responsabilidad y
en solucionarla con la dignidad de un hijo de Dios —nada
más y nada menos— en lo que consiste la nobleza de nues-
tro vivir humano.

87 V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Ed. Herder.. Barcelona.


88 Me. 10, 22.

También podría gustarte