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Consejos para contar cuentos 

  

Erskine Caldwell

I.- Contar un cuento es saber guardar un secreto.


El cuento no es género para chismosos. Se aproxima mejor al estilo de la gente reservada que sabe
guardar secretos, que mantiene su propio misterio o, si se ve obligado a revelarlo, lo hará con
reticencias.

II. Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuando hablen del pasado. No hay tiempo para más, y
ni falta que hace.
El cuento es enemigo de la retórica y de los períodos largos que quitan agilidad y velocidad a la
trama.

III. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por
asfixia.
El cuento es acción, pero no sobrecarga de acción. Hay cuentos de una inmovilidad opresiva pero
eficaz.

IV. En las primeras líneas del cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En
cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida
fácilmente.
Un buen comienzo es como una buena apertura de ajedrez; un buen desarrollo depende de una
buena apertura; si apertura y desarrollo son buenos, hasta el fin sorpresivo sale sobrando. Lo del
título es una observación sagaz.

V. Los personajes que se presentan: simplemente actúan.


En el cuento el narrador (y menos el autor) no acapara, sino cede la palabra a sus personajes. El
cuento es un género que privilegia el punto de vista, la confrontación entre varios ángulos de
visión.

VI. La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el personaje
principal.
"La caída de la casa Usher", de Poe, cuento gótico por excelencia, crea una atmósfera opresiva
muy eficaz.

VII. En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.
Bioy Casares dijo alguna vez: Yo quisiera escribir una novela que tenga, de la intimidad, la falta de
énfasis. ¡Hay que evitar los énfasis líricos! Y los otros.

VIII. La voz del narrador tiene tal importancia que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde
la discreción que desde la exhibición o el ingenio.
Otra vez es mejor un narrador reticente, que sabe dosificar sus revelaciones, que un latero pródigo
en detalles superfluos.
IX. Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento.
Corregir: reducir.
Corregir: reducir. Esta es una máxima fundamental. Hay que cortar flecos, encajes, lentejuelas y
otros abalorios.

X. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación. La buena
puntuación ayuda a la respiración del lector y subraya la importancia del ritmo de la prosa.

XI. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad cabe en un minuto.


¿La literatura es un fenómeno de espacio o de tiempo? Es sobre todo una continua refutación del
tiempo.

XII. Terminar un cuento es saber callar a tiempo.


Las explicaciones finales son odiosas como por lo general los epílogos. El misterio o el secreto
dicho a medias convocan a la complicidad del lector, son una señal de respeto porque le obligan a
interactuar con el autor, a crear sus propias conjeturas.
Hija
Por Erskine Caldwell

¿Es acaso diferente el que un acontecimiento


haya sucedido o que hubiera podido suceder?
 
 
Al amanecer, un negro en camino hacia la penitenciaría para dar el pienso
a las mulas, llevó la noticia al coronel Henry Maxwell y el coronel Henry telefoneó
al sheriff. El sheriff trajo a Jim a empujones hasta el pueblo y lo encerró en la
cárcel, y luego se fue a su casa y tomó el desayuno.
Jim caminaba alrededor de la celda vacía mientras se abrochaba la camisa
y luego se sentó en la tarima y se anudó el cordón de los zapatos. Aquella
mañana todo se había desarrollado tan velozmente que ni siquiera había tenido
tiempo de beber un trago de agua. Se puso de pie y fue hacia el balde, que se
hallaba cerca de la puerta, pero el sheriff se había olvidado de ponerle agua.
En ese momento ya había varias personas reunidas en el patio de la cárcel.
Jim se acercó a la ventana y miró hacia afuera, cuando los oyó conversar. Justo
entonces llegó otro automóvil y salieron de él seis o siete hombres. Otros llegaban
hacia la cárcel, por la calle, desde ambas direcciones.
—Qué es lo que sucedió en tu casa esta mañana, Jim? —preguntó alguien.
Jim clavó su barbilla entre las rejas y miró las caras de la multitud.
Conocía a cada uno de los que se hallaban allí.
Mientras trataba de imaginarse cómo todos en el pueblo se habían
enterado de que estaba allí, alguien le habló.
—Debe haber sido un accidente, ¿no es verdad, Jim?
Un muchacho de color que transportaba una carga de algodón para la
desmotadora, subía por la calle. Cuando el carro estuvo enfrente de la prisión, el
muchacho azotó las mulas con las puntas de las riendas y las hizo trotar.
—Me da rabia ver que el Estado querellará contra ti, Jim —dijo alguien.
El sheriff venía por la calle balanceando en una mano un portaviandas de
hojalata. Se hizo paso entre la multitud, abrió la puerta y colocó la vianda adentro.
Varios hombres siguieron detrás del sheriff y miraron la celda por encima de
su hombro.
—Aquí está tu desayuno, que mi mujer preparó para ti, Jim. Mejor come
algo, Jim, muchacho.
Jim miró la vianda, al sheriff, la puerta abierta de la celda y movió la
cabeza.
—No siento hambre —dijo—. Mi hija estaba hambrienta, sin embargo...
terriblemente hambrienta.
El sheriff retrocedió hacia la puerta, poniendo la mano sobre la culata de su
pistola. Se volvió con tal rapidez, que le pisó los pies a los hombres que se
hallaban detrás de él.
—Ahora, no te atolondres, muchacho, Jim —le dijo—. Siéntate y cálmate.
Cerró la puerta y le puso llave. Después de haber dado unos pasos hacia la
calle, se detuvo y examinó la cámara de su pistola para asegurarse de que estaba
cargada.
La multitud detrás de la ventana se apretaba más estrechamente. Algunos
hombres golpearon en las rejas hasta que Jim se asomó y miró hacia afuera.
Cuando los vio, clavó su barbilla entre los barrotes y los agarró fuertemente con
las manos.
—¿Cómo sucedió, Jim? —preguntó alguien—. Debe haber sido un
accidente, no es verdad?
Con su rostro delgado y afinado, Jim miraba como si hubiese querido
atravesar las rejas. El sheriff se acercó a la ventana para ver si todo estaba en
orden.
—Ahora, tómalo con tranquilidad, muchacho, Jim —dijo.
El hombre que le había pedido a Jim que contase lo que había sucedido,
sacó al sheriff a codazos de en medio. Los otros hombres se apretaron más.
—¿Cómo fue, Jim? —preguntó el hombre—. ¿Fue un accidente?
—No —dijo Jim, enroscando los dedos alrededor de las rejas—. Tome mi
escopeta y lo hice.
El sheriff nuevamente se abría camino hacia la ventana. —Continúa, Jim, y
cuéntanos todo.
El rostro de Jim se apretaba hasta tal punto entre los barrotes que parecía
que solamente sus orejas impedían que la cabeza se saliese para afuera.
—Mi hija decía que tenía hambre y no pude soportarlo más. Sencillamente
no podía soportar oírla decir eso.
—No te excites mucho ahora, muchacho, Jim —dijo el sheriff, que lo
empujaban hacia adelante por momentos y enseguida hacia atrás.
—Se despertó otra vez en mitad de la noche y dijo que tenía hambre.
Sencillamente no pude soportar oírla decir eso.
Alguien empujó a través de la multitud, hasta que llegó a la ventana.
—Pero, Jim, hubieses podido pedirme algo de comer para ella, y tú sabes
que te hubiese dado todo cuanto tengo en el mundo. Nuevamente el sheriff
empujaba hacia adelante.
—No es eso lo que debí hacer —dijo Jim—. Trabajé todo el año y produje lo
suficiente para comer para todos nosotros.
Se detuvo y observó los rostros del otro lado de las rejas.
—Trabajé para estar en condiciones de tener una parte, pero ellos vinieron
y me lo quitaron todo. No podía andar por ahí pidiendo después de haber
producido lo suficiente para mantenernos. Vinieron y sencillamente se lo llevaron
todo. Entonces mi hija se despertó otra vez esta mañana diciendo que tenía
hambre, y no pude soportarlo más.
—Ahora, mejor será que te recuestes en la tarima, muchacho, Jim — dijo el
sheriff.
—Parece injusto que haya matado así a la pequeña — comentó alguien.
—Mi hija dijo que tenía hambre —repitió Jim—. Estuvo diciendo eso
durante todo el mes pasado. Mi hija se despertó en mitad de la noche y lo dijo.
Sencillamente no pude soportarlo más.
            —Debiste haberla mandado a mi casa, Jim. Yo y mi mujer le hubiésemos
podido dar algo de comer. No me parece justo matar a una niñita como ella.
—Trabajé lo suficiente para todos nosotros —dijo Jim—. Simplemente no
puede soportarlo más. Mi hija estuvo hambrienta todo el mes pasado.
—Tómalo con calma, muchacho, Jim —dijo el sheriff, tratando de
adelantarse a empujones.
La multitud oscilaba de un lado para el otro.
—¿De modo que sencillamente tomaste la escopeta esta mañana y la
mataste? —preguntó alguien.
—Cuando se despertó esta mañana diciendo que tenía hambre,
simplemente no pude soportarlo.
La multitud se apiñaba más. Llegaban hombres a la prisión, desde todas
direcciones y los que acababan de llegar empujaban hacia adelante para escuchar
lo que Jim tenía que decir.
—El Estado querellará contra ti, Jim —dijo alguien—, pero es injusto.
—No pude remediarlo —contestó Jim—. Mi hija se despertó otra vez esta
mañana del mismo modo.
El patio de la cárcel, la calle y el solar baldío de enfrente, estaban llenos de
hombres y muchachos. Todos empujaban hacia adelante para escuchar a Jim. Por
todo el pueblo había corrido ya la noticia de que Jim Carlisle había disparado
contra su hija Clara, de ocho años de edad, y la había matado.
—¿Para quién cosechaba, Jim? —preguntó alguien. —Para el coronel
Henry Maxwell — contestó un hombre de la multitud.
—Jim había trabajado para el coronel Henry nueve o diez años.
—Henry Maxwell no tuvo que haberle quitado toda la cosecha. Tiene
suficiente con lo suyo. No está bien que Henry Maxwell quite también a Jim su
parte.
Una vez más el sheriff empujaba hacia adelante.
—Ahora el Estado querellará contra Jim —agregó alguien—. Sin embargo
no es justo.
El sheriff clavaba sus hombros entre la multitud y se abría paso
trabajosamente.
Un hombre rechazó a empujones al sheriff.
—Por qué Henry Maxwell se llevó también tu parte de la cosecha, Jim?
—Dijo que se la debía porque una de sus mulas había muerto hacía un
mes.
El sheriff llegó frente a la ventana de rejas.
—Debes recostarte en la tarima ahora, y descansar algo, muchacho, Jim —
dijo—. Sácate los zapatos y estírate, muchacho, Jim.
Lo sacaron de en medio a codazos.
—Tú no mataste la mula, ¿verdad, Jim?
—La mula murió en el granero —explicó—. Yo no estaba ni cerca de allí.
Simplemente murió.
La multitud empujaba impaciente. Los hombres de adelante se agolpaban
contra la cárcel y los de atrás trataban de colocarse unos cerca para escuchar.
Los del medio estaban apretados unos contra otros tan fuertemente, que no
podían moverse en ninguna dirección. Cada uno hablaba más alto que el otro.
El rostro de Jim se comprimía entre las rejas y sus dedos se enroscaban a
los barrotes hasta que sus articulaciones se ponían blancas.
La bulliciosa muchedumbre se movía a través de la calle hacia el solar
baldío. Alguien estaba gritando. Se había trepado a un automóvil y blasfemaba
con toda la fuerza de sus pulmones.
Un hombre que se hallaba en mitad de la muchedumbre, se abrió camino y
fue hacia su automóvil. Logró entrar y desapareció
Jim, de pie, agarrado a las rejas, miraba a través de la ventana. El sheriff
estaba de espaldas a la muchedumbre y decía algo a Jim. Jim no lo oía.
Un hombre en camino hacia la desmotadora, con una carga de algodón, se
detuvo para averiguar lo que sucedía. Por un momento miró hacia la
muchedumbre en el solar baldío y luego se volvió y miró a Jim detrás de las rejas.
El griterío al otro lado de la calle se hacía más fuerte.
—¿Qué ocurre, Jim?
Del otro lado de la calle alguien se acercó al carro. Puso el pie sobre un
rayo de una rueda y miró al hombre que hablaba sentado sobre el algodón.
—Mi hija se despertó otra vez esta mañana, diciendo que tenía hambre
—contestó Jim.
El sheriff fue la única persona que lo oyó.
El hombre que estaba sobre la lana saltó al suelo, anudó las riendas a la
rueda del carro y luego se abrió camino entre la muchedumbre, hacia el automóvil,
donde todos gritaban y blasfemaban. Después de escuchar un momento, volvió a
la calle, llamó a un negro que se hallaba con varios otros, en la esquina, y le
entregó las riendas. El negro se fue con la lana hacia la desmotadora y el hombre
volvió hacia la muchedumbre. Justamente en ese momento, el que se había ido
solo en su automóvil, regresó. Durante unos instantes se quedó sentado delante
del volante y luego salió. Abrió la puerta trasera y sacó una barra de hierro, que
tenía su altura.
—Fuerza la puerta de la prisión y deja salir a Jim —dijo alguien—. No es
justo que él esté ahí adentro.
La muchedumbre en el solar baldío se agitaba nuevamente. El hombre que
había estado parado encima del automóvil saltó al suelo y la multitud se dirigió por
la calle en dirección a la prisión.
El primer hombre que se acercó a la barra de hierro de seis pies de largo, la
arrancó de la blanda tierra donde estaba clavada.
El sheriff retrocedió.
—Ahora, tómalo con calma, muchacho, Jim — dijo.
Se volvió y comenzó a caminar apresuradamente por la calle, hacia su
casa.

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