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3. Pluralidad de espiritualidades 4
8. Dolorosa experiencia 11
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Son innumerables las llamadas de los Romanos Pontífices y de los Obispos en
este sentido, así como las iniciativas suscitadas por Dios en su Iglesia que se han
multiplicado en número y eficacia. 1
1 Cfr., por ejemplo, S. PIO X, Exh. Ap. Haerent Animo, 4.VIII.1908; BENEDICTO XV, Enc. Humanai Generis
Redemptionem, 15.VI.1917; PIO XI, Enc. Ad Catholici Sacerdotii, 20.XII.1935; PIO XII, Exh. Ap. Menti Nostrae,
23.IX.1950; JUAN XXIII, Enc. Sacerdotii Nostri Primordia, 1.VIII.1959; PABLO VI, Enc. Sacerdotalis Coelibatus,
24.VI.1967; CONCILIO VATICANO II, passium, especialmente Const. Dog. Lumen Gentium, y Decr. Presbyterorum
Ordinis.
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Puede, por tanto, hablarse genéricamente de una espiritualidad para los laicos,
de una espiritualidad para los religiosos y de una espiritualidad para los
sacerdotes. Y dentro de cada una de ellas podrá haber diversas espiritualidades.
2 COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Espiritualidad sacerdotal y ministerio. Documento de trabajo, Actas del
Congreso de Espiritualidad Sacerdotal, Edice, Madrid 1989, p. 627.
3 Formuladas en el Congreso sobre Espiritualidad Sacerdotal celebrado en Madrid, en 1989.
4 Cfr. E. DE LA LAMA y L. F. MATEO SECO, Espiritualidad del presbítero secular, Scripta Theologica, 21 (1989), pp.
227-287, Sobre la espiritualidad del sacerdote secular, «Scripta theologica» 31 (1999) 159-180, y Boletín sobre
espiritualidad sacerdotal (tesis doctorales en torno a la vocación sacerdotal y a su espiritualidad), «Scripta
theologica» 31 (1999) 957-979.
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espiritual de la diocesaneidad, la comunión con el propio obispo y con el
presbiterio, y la consideración del ministerio pastoral como fuente primordial de
santificación, que se concreta en el concepto de caridad pastoral como criterio
unificador de la vida espiritual del sacerdote.5
3. Pluralidad de espiritualidades
Ahora bien, si a partir de esta base sólida, se da un paso más con vistas a
determinar un programa concreto en que se plasmen todos estos contenidos, la
cuestión se torna compleja.
¿Es posible sintetizarlo todo en un solo modelo de vida espiritual? O dicho de
otro modo: el hecho de la diversidad de espiritualidades que se presentan como
caminos de santificación para el sacerdocio diocesano, ¿es algo negativo?; ¿es
inevitable, como simple dato de un pluralismo legítimo?; ¿o debe considerarse
fruto de la multiforme actuación del Espíritu Santo que suscita carismas en
orden al desarrollo y crecimiento de la Iglesia?
Para ofrecer una respuesta lo más completa posible, hay que remitirse a algunas
consideraciones fundamentales acerca de la naturaleza y misión de la Iglesia,
que permiten situar adecuadamente la diversidad de posiciones y vocaciones
que pueden darse dentro de ella, y comprender su complementariedad y mutua
implicación en orden su misión universal.
La Iglesia «no es una comunidad inorgánica o amorfa, sino una comunidad
estructurada, y esto implica que cumple la misión que Cristo le ha confiado gracias
precisamente al confluir y entrecruzarse de una pluralidad de vocaciones y tareas,
distintas las unas de las otras, pero necesarias todas para la vitalidad y la acción del
conjunto. Estos tres datos -diversidad, unidad y confluencia- son, en suma,
esenciales en el ser y el vivir de la Iglesia».6
En primer lugar, unidad. A este respecto escribía el beato Álvaro del Portillo: «Lo
mismo que la llamada a la santidad y la santificación misma es una y universal, lo es
también la espiritualidad: la esencia y el dinamismo de esa vida espiritual divina,
que comienza en el Bautismo y tendrá su plenitud en la Gloria. Espiritualidad que es
6 Id., p. 60.
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la vida de Cristo, la acción santificadora del Espíritu Santo, de virtualidad infinita,
que abarca cualquier situación personal, cualquier estado, todo ministerio».7
Pero la unidad se conjuga con la diversidad, es decir, con la existencia de
diferentes caminos concretos:
«Esa unidad fontal y radical de la santificación y, en consecuencia, de la
espiritualidad cristiana, se puede ir diversificando -manteniéndose idéntica en lo
esencial- según la variedad de situaciones humanas y eclesiales, la pluralidad de los
carismas y de los ministerios, la multiforme riqueza del don de Dios».8
Es decir, la diversidad de misiones, tareas y vocaciones no puede considerarse un
simple dato puramente fáctico, resultado de unas circunstancias históricas,
marcado por tanto con el sello de la provisionalidad y con la contingencia de
todo lo humano, que debería dar paso a una etapa posterior en la que se habrá
superado toda diversidad . Mas bien hay que considerar que ningún grupo de
cristianos, ninguna concreta vocación, estado o condición de vida «es capaz, por
sí sola, de manifestar adecuadamente la perfección de Cristo, reflejo a su vez de la
infinita riqueza de Dios (...): sólo la Iglesia, considerada en su conjunto, expresa de
algún modo la plenitud de Cristo y contribuye eficazmente a su difusión»,9 mediante
esa variedad de vocaciones.
Estas consideraciones acerca de la interrelación unidad-pluralidad, aplicables a la
Iglesia en su conjunto, son trasladables a la vocación y espiritualidad del
sacerdote, y del sacerdote diocesano más concretamente. En efecto. Por una
parte, la necesidad y la existencia de una espiritualidad del sacerdote basada en
su condición en la Iglesia, está claramente señalada en los documentos
conciliares así como en los documentos posteriores al respecto.10
«Los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo,
puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se
convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote».11
7 Álvaro DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 124.
8 Id., p. 125.
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Sin embargo, esta homogeneidad teológica sobre el contenido de la
espiritualidad sacerdotal no se transforma en una única vivencia espiritual entre
el clero diocesano.
La primera cuestión se refiere a la terminología: “espiritualidad del clero
diocesano” o “espiritualidad diocesana”. El teólogo belga G. Thils empleó
habitualmente la primera expresión, lo que parece un acierto, pues ofrece con
claridad la orientación por donde hay que buscar dicha espiritualidad, que es el
sacerdocio y el ministerio. En cambio, la noción de espiritualidad diocesana es
un concepto bastante más complejo, acerca de cuyo contenido cabe discutir, y
de hecho se sigue haciendo, sin que se haya alcanzado una unanimidad plena.
Unas breves referencias históricas pueden ser útiles para ilustrar algunos hitos
del progreso doctrinal de la teología y espiritualidad del sacerdocio,
especialmente durante el siglo pasado.12
12 Para una historia de la espiritualidad sacerdotal, cfr. J. ESQUERDA-BIFFET, Historia de la espiritualidad sacerdotal,
en «Teología del sacerdocio», vol. 19, ed. Aldecoa, Burgos 1985.
13 J.M. Pero-Sanz, Iglesia en tiempo de crisis, Barcelona, 1975, p.75.
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el celibato, que tiene clarísimas conexiones con la vida sacerdotal, se le ha
presentado dentro del contexto de los tres consejos evangélicos que
ciertamente perfilan la vida religiosa, pero no la sacerdotal.
La vida de piedad se ha justificado, en ocasiones, como fuga del mundanal ruido
mas que como la unión con Dios básica para todo tipo de hombres cualquiera
que sea su estado y condición. Como escribía A. Simonet, en esta perspectiva
«no se respeta la línea de santificación propia del sacerdote. Sin darse cuenta, se le
asimila como religiosa considerada como el ejemplar».14
Veamos un ejemplo más claro que refleja el error de querer asimilar la
espiritualidad religiosa a la que debe vivir el sacerdote secular/diocesano. La
concepción que preside la doctrina del n. 17 de Presbiterorum Ordinis sobre la
pobreza del sacerdote secular es elocuente. El sacerdote diocesano/secular -
viene a decirse- no está llamado a vivir una pobreza distinta de la laical. El
sacerdote secular-diocesano debe vivir el desprendimiento de los bienes, pero lo
puede hacer de manera diferente a los religiosos, pues estos la viven en virtud
de los consejos evangélicos a los que se consagran con un título nuevo y
especial como signo levantado ante los hombres.15 Por este testimonio los
religiosos renuncian al uso y a la posesión, en todo o en parte, de bienes y
medios: pobreza de espíritu y constatable a los ojos de los demás, «además de
someterse a los superiores en el uso de las cosas».16
Queda claro, pues, que hay una gran diferencia en el modo de vivir la virtud de la
pobreza entre los religiosos y el sacerdote diocesano/secular quien además, en
lo que atañe a sus bienes patrimoniales no tiene que someter su uso al Obispo
diocesano.
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La cuestión de la diversidad es consecuencia del doble plano en el que se mueve
el concepto mismo de espiritualidad: el plano objetivo17 y el subjetivo.18
En este segundo nivel es donde se desarrolla la tarea de la apropiación vital de lo
que la consagración y misión contienen objetivamente. Citando de nuevo
palabras de beato Álvaro del Portillo:
«Las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser
asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar
la vida espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de
aquellas circunstancias».19
Se requiere fomentar una espiritualidad específica, sólida (consideraciones en el
nivel objetivo del concepto de espiritualidad), y estimuladora, «capaz de motivar
vitalmente la concreta existencia y ministerio de los presbíteros» (nivel subjetivo del
concepto de espiritualidad).
La apropiación existencial de los valores de santificación con los que el ministro
es capacitado al ser ordenado, no se produce mecánicamente por el simple
ejercicio del ministerio, sino que es necesaria una disposición de espíritu
personal, unas determinaciones de orden ascético y un esfuerzo de
profundización de la verdad de fe, con unos medios adecuados, que se traducen
en un estilo de vida y un empeño pastoral en el que se refleja la vida de Cristo.
Aquí tienen su lugar dos observaciones.
La primera, es el papel absolutamente insustituible de la libertad personal. Hay
un ámbito de conciencia en el que cada uno responde personalmente ante Dios.
Esto no debe ser entendido como reclamación de una privacidad para disponer
de un espacio interior que -en el caso del sacerdote diocesano- de alguna
manera quedaría fuera de su entrega a la diócesis.20 Más bien habría que verlo
como el lugar desde el que se desarrolla la respuesta personal a la llamada divina
hacia la única santidad presbiteral.
17 Al que alude la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, n. 19, al afirmar que el contenido del ministerio,
tanto de la palabra, como de los sacramentos o el cuidado pastoral de la comunidad es Jesucristo mismo, fuente
de santidad y llamada a la santificación.
18 Se trata, con palabras de la misma Exhortación Apostólica, del ethos de la vida sacerdotal resultante de la
asunción de la realidad del ministerio.
19 Álvaro DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, p. 126.
20 En ese caso, se podría llegar a afirmar que el sacerdote diocesano puede buscar aliento y estímulo espiritual en
la universalidad de los carismas con que el Espíritu Santo vivifica y renueva constantemente la Iglesia.
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Tampoco debería verse -esta es la segunda observación- como si el ministerio
sacerdotal no tuviese la capacidad de configurar completamente la vida del
presbítero, y necesitase de asistencias paralelas. Parece necesario subrayar que
de lo que ahora se trata es de la apropiación existencial de lo recibido
ontológicamente en la consagración.
Cuando en los documentos más recientes se hace mención de los medios
tradicionales para sostener la vida espiritual,21 no es con una finalidad de suplir
algo que el ministerio no pueda dar, sino justamente con la de ofrecer medios
para captar, profundizar y llevar a la práctica lo que significa la condición
sacerdotal.
Hay que decir, por tanto, que la espiritualidad del sacerdote secular/diocesano,
no puede construirse, a base de asimilar, en todo o en parte, la espiritualidad
religiosa. Hay sacerdotes seculares que deseosos de tener una unión mas
estrecha con Dios, se fabrican su propia espiritualidad, a base de tomar
prestados algunos modos religiosos: algún aspecto de la proverbial pobreza
franciscana, una dosis de mística carmelitana, aspectos del rigor del cister, etc.
El sacerdote secular debe encontrar en el propio ministerio, y nunca al margen o
separado de el, el camino y la materia a través de la que pasa su santificación.
Se ha podido afirmar que, para los sacerdotes seculares, el sagrado ministerio,
constituye su labor profesional, y no solo en un sentido amplio o metafórico de la
expresión.
A diferencia del religioso sacerdote, que -hablando en abstracto- podría no
desempeñar tareas ministeriales (es el caso, por ejemplo, de muchas
comunidades monásticas), el sacerdote secular debe prestar ese trabajo como
verdadera profesión también humana. El sacerdote secular tiene que tener un
verdadero trabajo profesional con todo lo que esto implica de cantidad de horas
de dedicación y calidad en su labor, así como en lo que se refiere a la
contraprestación económica debida en justicia, no solo dentro de la comunidad
eclesial, sino también cara al mundo.
21 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 18; Ex. Ap. Pastores Dabo Vobis, nn. 26, 33; Directorio
para el ministerio y vida de los presbíteros, n. 39.
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«En el caso concreto del sacerdote secular -en tanto siga siendo secular-, la
espiritualidad no puede ser algo sobreañadido y heterogéneo respecto a su función
eclesial: no se trata, por tanto, de una adaptación mas o menos artificiosa y
extrínseca de los llamados consejos evangélicos, característicos del estado religioso
con sus peculiares exigencias ascéticas. Por el contrario, su espiritualidad ha de
asumir y estimular las líneas de fuerza de su consagración sacerdotal, haciendo de
esa consagración y del ejercicio de su ministerio también el modo de acceder a la
santidad, a la que, como todos los cristianos, el sacerdote esta llamado por Dios».22
22 Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1990, p. 124
23 Ibidem.
25 Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1990, pp. 130-131
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8. Dolorosa experiencia
La afirmación del Concilio, «todos los fieles de cualquier estado o condición, están
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»26 ,
encuentra una particular aplicación referida a los presbíteros. Estos «son
llamados no solo en cuanto bautizados, sino también y específicamente en cuanto
presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades originales que derivan
del sacramento del Orden».27
Sin embargo, en la práctica, no es fácil tender a la santidad. Lo fácil es dejarlo
como buena teoría o ideal que realizan solo unos cuantos.
«Una experiencia de siglos ha probado y sigue probando con dolorosa continuidad,
precisamente cuando la vida del sacerdote es deficiente, cuando falta piedad
personal, cuando no hay lucha ascética, lo primero que sufre -a veces de modo
radical, y con consecuencias que transcienden con mucho la vida personal del
sacerdote- es el ministerio mismo, el verdadero ministerio sacerdotal, su servicio al
Pueblo de Dios como sacerdote, como ministro del sacerdocio único de Cristo».28
No son pocos, por desgracia, los sacerdotes que inician su vida de ministerio con
una gran ilusión y amor a Dios, y luego van perdiendo, casi insensiblemente su
trato de intimidad con Dios. «Entre aquellos mismos a quienes les resulta una carga
recogerse en su corazón o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la
pobreza de su alma, y se excusan pretextando que se entregaron totalmente al
activismo del ministerio en favor de los demás. Pero se engañan miserablemente.
Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de Él a los
hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de
Dios, de manera que la palabra evangélica parece como muerta en ellos».29
Parece evidente que para el sacerdote es una imperiosa necesidad contar con
algo o alguien que alimente, sostenga e impulse su vida espiritual. Pero surgen
tres preguntas prácticas importantes: ¿quién?, ¿qué? y ¿cómo?
26 LG., n. 40
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9. ¿Quién debe ocuparse de la vida espiritual de los sacerdotes seculares?
30 El capítulo III, De las obligaciones y derechos de los clérigos, del libro II Del Pueblo de Dios del Código de
Derecho Canónico regula los derechos y deberes del clérigo
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libre de mantener las relaciones sociales que desee y puede ordenar su vida
como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su
ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime
mas oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su
vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el
Espíritu Santo le sugiera, y elegir -entre los muchos medios que la Iglesia
aconseja o permite- aquellos que le parezcan mas oportunos según sus
particulares circunstancias personales.
Incluso, para efectos prácticos, sería imposible que el Obispo diocesano se
“metiera” en la vida espiritual de sus sacerdotes. Algunos han sugerido, sin
pensarlo detenidamente, que el Ordinario diocesano debería nombrar directores
espirituales y confesores para su clero. Se puede asegurar, sin margen de error,
que en el momento en que se hicieran esos pretendidos nombramientos, esos
pobres directores espirituales o confesores “forzados” no tendrían ninguna
“clientela”.
En este sentido, el Obispo diocesano tiene solo un ámbito muy restringido en la
vida espiritual de sus sacerdotes. A lo más que puede llegar -y es de desear que
lo haga- es a fomentar la vida espiritual del clero. Ningún Obispo puede
quedarse tranquilo si piensa que con organizar dos retiros al año para el clero de
la diócesis cumple con su deber de Pastor.
Y en relación con la formación permanente del clero,31 que es un deber del
sacerdote, se reconoce también el derecho a que en la organización diocesana
se arbitren los medios que hagan posible el cumplimiento de ese deber. Se trata
del derecho a una conveniente asistencia en orden a la formación espiritual,
intelectual y pastoral, cuyo deber correlativo no consiste en que la organización
diocesana se encargue en exclusiva de impartir esa formación, sino en facilitar
que se imparta, y en suplir las posibles deficiencias, si llega el caso. No es, por
tanto, un deber absoluto y exclusivo, sino subsidiario, y en todo caso, un deber
de vigilancia y de fomento, que no menoscaba el legítimo derecho (libertad) del
sacerdote, de acceder a aquellos medios de formación que considere mas
convenientes y oportunos para su vida.
Hemos contestado a la pregunta ¿Quién debe ocuparse de la vida espiritual de
los sacerdotes seculares? y hemos señalado los límites del Obispo diocesano.
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Ahora toca responder al ¿qué? ¿Qué espiritualidad debe tener el sacerdote
secular?
33 Presbiterorum Ordinis, n. 14
14
siempre que esta encarne efectivamente los rasgos constituyentes del existir
sacerdotal.
Pretender, por tanto, que la precisa definición de la espiritualidad sacerdotal
exija ex natura sua, una monolítica, rígida, única y uniforme realización de tal
espiritualidad, supondría afirmar un presupuesto tan poco convincente como el
de quien, conocidos y analizados los rasgos definitorios de la naturaleza
humana, pretendiera establecer a priori la necesidad de una absoluta y repetitiva
igualdad entre los hombres: grande sería su asombro al descubrir la plural
riqueza de las razas, los diversos tipos nacionales y la variación imprevisible del
tema humano en su realización individual.
La pregunta práctica y concreta que puede hacerse cualquier sacerdote secular
es la siguiente: ¿y qué espiritualidad puedo escoger? No hay una respuesta
concreta e inmediata.
Quizá se pueda contestar diciendo que esa esfera de libertad en la relación
personalísima con Dios no debe ser rellenada sin mas, desde una opción
cualquiera, como si fuera indiferente para el sujeto el contenido de cada una de
ellas. Cada uno puede vivir la espiritualidad que prefiera, pero a la vez, cada uno
debe considerar atentamente aquello que el propio Espíritu de Dios pueda
sugerirle como de mayor conveniencia para su alma y para el desempeño de sus
deberes pastorales, y nunca al margen de su tarea pastoral. En la medida en que
la forma de espiritualidad pretendida se presente como dotada de una mayor
durabilidad y comprenda mas dimensiones de la propia vida, en esa misma
medida la opción deberá ser tomada no tanto como iniciativa propia, cuanto
como expresión de una oferta particular de Dios.
En este sentido, se puede resumir que para seguir una determinada
espiritualidad sacerdotal secular, hay tres elementos fundamentales a tomar en
cuenta.
El primero de ellos, es descubrir y aceptar las llamadas que Dios nos va haciendo
a lo largo de nuestra vida. Esas llamadas, auténtico vocare divino, constituyen la
columna vertebral de una espiritualidad. Entran aquí, como es lógico, los
encargos que nos hace el Obispo y las exigencias de nuestra tarea pastoral.
Quien pretenda construir su espiritualidad al margen de esta realidad no tendrá
espiritualidad ninguna. Es el caso del sacerdote que no acepta su trabajo ni su
realidad y se molesta por las exigencias pastorales. Acabará siendo una especie
de “burócrata de la religión” y fácilmente dejará de actuar a la altura de su
dignidad sacerdotal.
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Y dos elementos que se siguen del primero: la propia espiritualidad no puede ser
un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al
conjunto de derechos y deberes de la propia condición y, como tercer elemento,
la durabilidad o permanencia.
Será muy difícil construir la propia espiritualidad en base a estos tres criterios, si
no tiene a la Eucaristía como el centro y la raíz de la vida espiritual, pues es la
razón de ser de nuestro sacerdocio.
34 Presbiterorum Ordinis, n. 8
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las formas de “fraternidad sacerdotal” aprobadas por la Iglesia son útiles no solo
para la vida espiritual, sino también para la vida apostólica y pastoral».35
Las asociaciones sacerdotales o de clérigos, en efecto, cuentan con una
multisecular tradición en la Iglesia, y en no pocas ocasiones han desempeñado
un relevante papel como medio para dar mayor relieve a la vida sacerdotal; de
ahí quizá provengan las abundantes referencias explícitas que de ellas han
hecho los romanos pontífices en sus encíclicas y alocuciones al clero secular.
La traducción, en términos jurídicos, de las enseñanzas conciliares del Vaticano II,
han dado lugar a que en el actual Código de Derecho Canónico quede claro que
los sacerdotes tienen el derecho a fundar y dirigir las asociaciones que
constituyan, y a inscribirse en las ya fundadas. Tal derecho les corresponde
constitucionalmente como fieles, pues sus bases no se asientan en el orden
sagrado sino en la condición de fiel.
Para algunos, esos entes son asociaciones de fieles en cuanto a su naturaleza, y
no desarrollos institucionales del ordo clericorum.36
No es posible detenerse en los fundamentos teológicos de estas asociaciones, ni
en su naturaleza, constitución y diversidad. Basta decir que el C.I.C prescribe
límites específicos al ejercicio del derecho de asociación de los clérigos. Su
origen esta precisamente en su condición de clérigo.
Los límites al ejercicio del derecho de asociación pueden sintetizarse así: los fines
de las asociaciones que fundan o a las que se adscriben los presbíteros o
diáconos tienen que ser compatibles con la condición clerical;37 y no pueden
convertirse en un «obstáculo para el cumplimiento diligente de la tarea que les ha
sido encomendada por la autoridad eclesiástica competente».38
Pero debe quedar claro que se trata de un derecho de cada sacerdote, y que por
tanto, si la asociación esta aprobada por la autoridad eclesiástica y si no se dan
los supuestos expresados en el párrafo anterior, el Obispo diocesano no tiene
derecho a impedir el ejercicio del derecho de asociación.
38 Ibíd..
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