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Introducción
Me ha sido solicitado hacer una reflexión acerca del papel fundamental que tiene la
Liturgia en la vida espiritual de los presbíteros, algo que toca profundamente nuestra
existencia sacerdotal. En verdad, en la Liturgia, y de un modo particular en la Eucaristía,
suma y centro de toda la vida litúrgica de la Iglesia, encontramos todo cuanto es nuestro
ser sacerdotes y la razón de ser sacerdotes. Nuestro ser, nuestra vida y nuestro ministerio
sacerdotal está ligado íntima e indestructiblemente a la Liturgia, a la Eucaristía. El tema se
presta a una vastísima reflexión, que nos ocuparía un tiempo del que ahora no
disponemos. Por ello, es deseable que tengamos la oportunidad de volver a él en futuras
semanas de actualización.
Benedicto XVI nos recordó en la Misa Crismal del año 2006, que “nuestras manos fueron
ungidas con el óleo, que es signo del Espíritu y su fuerza. ¿Por qué precisamente las
manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su
capacidad de afrontar el mundo, de ‘dominarlo’. El Señor nos impuso las manos y ahora
quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya
no sean instrumento para apoderarse de las cosas, las creaturas, el mundo para nosotros
mismos, para apropiarnos de él, sino para que transmitan su toque divino poniéndose al
servicio de su amor. Quiere que sean instrumento para servir y, por tanto, expresión de la
misión de toda la persona que se hace garante de Él y lo lleva a los hombres”.
El Señor se pone en nuestras manos, nos transmite a cada uno de nosotros, sacerdotes, y
pone en nuestras manos, en primer lugar, su misterio más profundo y personal: quiere
que participemos de su poder de salvación y hagamos presente en medio de los hombres
y para los hombres, aquello que conmemoramos, es decir, el misterio redentor, salvífico,
de amor y reconciliación, realizado en la Cruz para bien de todos los hombres. Ha tomado
nuestras manos y ha puesto en ellas su propio Cuerpo entregado por los hombres, como
vida del mundo para que lo traigamos a este mundo y lo llenemos de su amor
desbordante en favor de todos. En la Eucaristía se da a sí mismo mediante nuestras
manos, se da a todos. El gran y supremos servicio que Jesús nos presta a todos, como
Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, está en la Cruz: se entrega a sí mismo y no sólo
en el pasado. Por eso, con toda razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada
Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la Cruz está realmente presente entre
nosotros. A partir de esto aprendemos qué significa celebrar la Eucaristía de modo
adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina,
se humilla hasta la muerte de la Cruz, y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy
importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo
este misterio; siempre de nuevo se pone a sí mismo en las manos de Dios,
experimentando al mismo tiempo el gozo de saber que Él está presente, me acoge, me
levanta, me da la mano y me guía. La Eucaristía debe ser para nosotros una escuela de
vida, una escuela de espiritualidad en la que aprendamos a entregar nuestra propia vida.
La vida no se entrega sólo en el momento de la muerte, y no solamente a través del
martirio cruento; debemos entregarla día a día. Debo aprender día a día, que yo no me
pertenezco a mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a
disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque haya otras
cosas que me parezcan más bellas e importantes. Dar la vida, no tomarla. Así es como
experimentaremos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la grandeza de nuestro ser.
Precisamente así, siendo útiles a Dios y a los hombres, nuestra vida es importante y bella.
“Sólo el que pierde su vida la encontrará” (Mt 10, 39).
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Y es que, por la unción del Espíritu y la imposición de las manos, somos presencia
sacramental de Cristo Sacerdote. Jesucristo, único sumo y eterno Sacerdote, ofrece al
Padre en la Cruz el sacrificio de sí mismo en nombre de todo el género humano para su
redención y salvación. En los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas, la
ofrenda de toda su vida, cumpliendo en todo la voluntad del Padre, y Resucitado
intercede para siempre por nosotros con sus llagas y costado abiertos. Él ha querido que
participáramos sacramentalmente de su único sacerdocio. El sacerdocio que somos tiene
su origen, vive, actúa y da frutos en el sacrificio que ofrece al Padre y que se actualiza para
siempre en el sacrificio eucarístico, para el que existimos, siendo con Cristo sacerdotes y
víctimas. Nuestro ministerio sacerdotal, visto de esta manera, nunca podrá reducirse al
aspecto funcional, pues afecta al ámbito del “ser”, faculta al presbítero para actuar “in
persona Christi”, y culmina en el momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo los
gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena.
Por medio de los sacerdotes, “alter Christus”, Cristo, sacerdote y víctima, está presente en
el mundo contemporáneo, vive entre nosotros y continúa ofreciendo al Padre el sacrificio
redentor por todos los hombres, y los incorpora a su ofrenda al Padre y a su obra
salvadora. Ante esta realidad extraordinaria deberíamos permanecer atónitos y aturdidos:
¡Con cuánta condescendencia Dios ha querido unirse a los hombres! Si nos conmovemos
contemplando la Encarnación del Verbo, en que se despoja de su rango, y se humilla
obedeciendo hasta la muerte de Cruz, ¿qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo
hace presente en el tiempo su Sacrificio redentor mediante las pobres manos del
sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe, no
sólo en la Eucaristía, sino en el sacerdocio que somos.
Nuestro ser sacerdotes es algo inseparable del sacrificio de Cristo, quedamos configurados
por el sacrificio que Cristo ofrece al Padre en oblación por nuestros pecados y los de todos
los hombres, para la redención y salvación de la humanidad. En la ordenación sacerdotal,
al tiempo que se nos entrega el cáliz y la patena, se nos dice: “Recibe la ofrenda del
pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que
conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”. “Imita lo que
conmemoras”. Por eso toda nuestra vida no debiera ser sino una prolongación del
sacrificio eucarístico de Cristo Sacerdote y Víctima: nuestros gestos, nuestras palabras,
nuestras actitudes, todo debiera expresar ese deseo de cumplir la voluntad del Padre y de
agradecer ese don inseparable de la Vida y del Amor en favor de los hombres que renueva
la ofrenda de Cristo, su amor hasta el extremo a los hombres, a los que llama suyos y sus
amigos.
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Todo en nosotros, queridos hermanos sacerdotes, debiera ser expresión de esa “ofrenda,
oblación y obediencia” al Padre, y de esa “caridad pastoral” que llega al don de la vida, del
“Cuerpo” y de la “Sangre”. La caridad pastoral, que nos identifica como sacerdotes, fluye
sobre todo, del sacrificio de Cristo, que es por ello, centro y raíz de toda la vida del
presbítero, de tal suerte que deberemos esforzarnos, con la ayuda imprescindible del
Espíritu, en reproducir en nosotros mismos lo que se hace en el altar. No es un mero
aspecto de la vida sacerdotal al lado de otros, sino el vínculo que expresa de modo
eminente nuestra vinculación con Cristo, y el significado de toda nuestra vida sacerdotal y
nuestra relación con los fieles.
Nuestra vida no puede ser otra que la de Cristo. No podemos contentarnos con una vida
mediocre. No cabe una vida sacerdotal mediocre. Nunca ha cabido, y menos en los
momentos actuales en los que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos, y así
dar razón de la esperanza que nos anima. No podemos contentarnos con menos que “con
ser santos”. El sacerdote tiene que ser como Cristo, tiene que ser santo. El sacerdocio que
tengo es el de Cristo, participado a mí, y éste es santo. Haga lo que yo haga, el sacerdocio
del que yo participo es siempre santo…no tengo más remedio que ser santo. Y una
santidad que debe ser específica en mí: santidad sacerdotal. Santidad a ultranza. Y esa que
obliga a ser “como Él” tiene una característica especial: ser como Él en el altar: Víctima,
Sacerdote-Hostia”, como acontece en la Eucaristía.
El Papa ahora Santo, Juan Pablo II, nos decía a los sacerdotes, en la Carta que firmó en
Jerusalén, en el lugar, según la tradición, de la Última Cena: “Permanezcamos fieles a la
‘entrega’ del Cenáculo. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Postrémonos
con frecuencia y prolongadamente en adoración delante de Cristo Eucaristía. Entremos,
de algún modo, en la ‘escuela’ de la Eucaristía. Muchos sacerdotes a través de los siglos,
han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el
secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para
retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia
elección de fidelidad. El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración
eucarística, depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía”.
A partir de una experiencia cada vez más fuerte y viva de la Eucaristía, viviendo más
intensamente el misterio eucarístico en nuestra vida sacerdotal, iremos delante de
nuestros fieles con afecto y solicitud de pastores, indicándoles los senderos, como
trabajadores incansables del Evangelio, y desde la sencillez y la naturalidad de quienes han
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sido puestos al frente de su pueblo para servirles, para entregarles a Cristo, que es lo que
el mundo nos pide y lo que reclama el corazón de todo hombre.
Para ello, es preciso mejorar las celebraciones de la Eucaristía dominical, que cuidemos al
máximo su “verdad”, que las preparemos con la oración personal y comunitaria sobre la
base de los textos bíblicos y litúrgicos. Hay aspectos que todos deberíamos cuidar, entre
otros: la participación y disposición de los fieles que han de proclamar las lecturas, hacer
las moniciones o animar los cantos; el silencio orante y el clima profundamente religioso y
gozoso en toda la celebración: los cantos bien seleccionados por el contenido de la letra y
su calidad musical; la expresividad de los gestos; la proclamación bien hecha de la Palabra
de Dios, para la que no debemos olvidar que se requiere una preparación previa y que no
cualquier improvisado es siempre idóneo para ello; la homilía, preparada seriamente con
la oración y el estudio, y hecha con esmero y “verdad”; el modo de “estar” y actuar “in
persona Christi” en la celebración eucarística, el cuidado de los vasos y de las vestiduras
sagradas; el esfuerzo en la unidad eclesial de la celebración, que entraña fidelidad a las
orientaciones y normas litúrgicas de la Iglesia, signo y pedagogía del misterio de comunión
que es la celebración litúrgica; el ornato del templo y del altar, y hasta la misma
sonorización al servicio de la Palabra de Dios. Hagamos, pues, todos, un esfuerzo en esto:
en “mejorar” las celebraciones dominicales. Vale la pena.
Conclusión.
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