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Parte III: LOS ESTEREOTIPOS

Capítulo 6: Los estereotipos

Cada uno de nosotros vivimos y trabajamos en una porción


mínima de la superficie terrestre, nos movemos dentro de un pequeño
círculo de amistades y sólo con algunos de nuestros conocidos
mantenemos un cierto grado de intimidad. De los acontecimientos
públicos más trascendentales sólo vemos en el mejor de los casos una
fase y un aspecto, igual que sus eminentes protagonistas, que "desde
dentro" se encargan de redactar tratados, elaborar leyes y dictar
órdenes, y que aquellos en cuyo nombre actúan. Sin embargo, nada
puede evitar que nuestras opiniones abarquen más espacio, tiempo y
cosas de los que podemos observar directamente. Por tanto, nuestras
opiniones son la reconstrucción de lo que otros han narrado y nosotros
nos hemos imaginado.
En realidad, ni siquiera los testigos son capaces de rememorar
imágenes fieles de las escenas vividas.41 La experiencia demuestra que
ellos mismos añaden a cada escena elementos que más tarde se
encargarán de suprimir, y con bastante frecuencia toman por meros
testimonios lo que en realidad son verdaderas transfiguraciones de lo
sucedido. Parece que sólo unos pocos hechos presentes en nuestra
conciencia nos han sido dados por completo, mientras que la mayoría
es en parte fruto de nuestra invención. Por tanto, los testimonios son el
producto de la acción conjunta del que sabe y lo sabido, y en ellos el
papel del observador es siempre selectivo y, por norma general,
creativo. Los hechos vistos dependen de nuestra situación y de los
hábitos de nuestra mirada.
Las escenas que no nos resultan familiares son como el mundo
visto a través de los ojos de los recién nacidos: "una gran confusión
bulliciosa y radiante "42 Esta es la manera, según John Dewey43 en que
los adultos tropiezan con las novedades, siempre que éstas sean
verdaderamente nuevas y extrañas. "Los idiomas extranjeros que no
comprendemos siempre parecen ruidos incoherentes y balbuceos en
los que resulta imposible identificar grupos de sonidos individuales,
definidos y claros. Sirvan de ejemplos adicionales de nuestros
tropiezos con las novedades las siguientes situaciones: campesinos
paseando en calles atestadas de gente, marineros de agua dulce
navegando en la mar y los más ignorantes en materia de deporte
presenciando una competición entre expertos en algún juego
complicado. Si introducimos un hombre inexperto en una fábrica, en
un primer momento el trabajo le parecerá una combinación sin sentido.
Por otra parte, todos los extraños de otra raza se parecen entre sí a los
ojos de los turistas extranjeros, de la misma forma que ante un rebaño
de ovejas, los forasteros sólo son capaces de percibir diferencias de
tamaño y de color, a pesar de que para el pastor cada animal es un
individuo diferente e identificable. Las cosas que no comprendemos se
caracterizan por su aspecto difuso y borroso, y porque el tiro que las
arrastra cambia de dirección indiscriminadamente. La adquisición de
significado por parte de las cosas, o dicho de otra forma, la adquisición
por nuestra parte del sencillo hábito de la percepción consiste, pues, en
introducir (a) concreción y diferenciación, y (b) consistencia o
estabilidad de significado en lo que de lo contrario permanecerá vago y
cambiante"
Debernos observar, no obstante, que el tipo de concreción y
consistencia variará en función de quién las introduzca. Más adelante,44
Dewey cita un ejemplo que muestra hasta qué punto podemos apreciar
diferencias entre una definición de la palabra metal formulada por un
profano y otra dada por un químico. "Es probable que" en la definición
profana "se mencionen sus cualidades de tersura, solidez, lustre, brillo
y peso excesivo en relación al tamaño... y que se enumeren las
propiedades prácticas que permiten moldearlo a martillo y pulirlo sin
que se quiebre, y ablandarlo y endurecerlo por la acción del calor y del
frío, respectivamente. También es probable que se mencione su
capacidad para conservar la forma y contornos dados, resistir la
presión y ser inmune a la descomposición." La definición química, por
el contrario, ignorará casi con seguridad estas cualidades estéticas y
prácticas, y definiría el metal como "cualquier elemento químico que al
entrar en contacto con el oxígeno forma una base." Por lo general, no
vemos primero y definimos después, sino al contrario. Frente a la gran
confusión bulliciosa y radiante del mundo exterior, seleccionamos lo
que nuestra cultura ya ha definido por nosotros, de manera que
tendemos a percibir lo que hemos elegido en forma de estereotipos
culturales. Pensemos en los grandes personajes que se reunieron en
París para solucionar los problemas de la humanidad. ¿Cuántos fueron
capaces de ver gran parte de la Europa que les rodeaba, en vez de sus
compromisos sobre Europa? Suponiendo que alguien hubiese podido
penetrar en la mente de Clemenceau, ¿qué habría encontrado:
imágenes de la Europa de 1919 o un amplio sedimento de ideas
estereotipadas, acumuladas y consolidadas a lo largo de una extensa y
pugnaz vida? ¿Qué veía él: a los alemanes de 1919 o el prototipo
alemán que había aprendido a ver desde 1871? Veía el prototipo y
entre todos los informes que le llegaban de Alemania, al parecer sólo
dio credibilidad a los que se ajustaban a la idea que tenía en mente. Por
tanto, consideraba auténticos alemanes a los borrachos que
bravuconeaban, pero no a los líderes obreros que confesaban la
culpabilidad del imperio.
Durante un congreso de psicología, celebrado en la ciudad de
Gotinga, se llevó a cabo un experimento muy interesante con lo que en
teoría era un grupo de observadores expertos.45
"Cerca del lugar en el que estaba transcurriendo el congreso, se
estaba celebrando un baile de disfraces con motivo de una festividad
pública. De repente, la puerta de la sala del congreso se abrió de par en
par y un payaso corrió hacia el interior, seguido por un hombre de raza
negra que le perseguía empuñando un revolver. Dejaron de correr al
llegar al centro de la sala, en donde comenzaron a pelear. Entonces el
payaso cayó al suelo, y el otro hombre saltó encima suyo y le disparó.
A continuación, ambos salieron corriendo del salón. La escena
completa apenas duró 20 segundos. "El presidente pidió a los
asistentes que escribieran un informe de inmediato, pues con toda
seguridad se abriría una investigación judicial. En total se redactaron
40 informes, de los que sólo uno contenía un porcentaje de errores
inferior al 20% con respecto a la descripción de los hechos principales.
Otros 14 informes presentaron entre un 20 y un 40% de errores, en
otros 12 casos este porcentaje se situaba entre el 40 y 50% y 13 informes
más superaron el 50%. Además, en el caso de 24 informes, el 10% de
los detalles eran puras invenciones. Este porcentaje era aún mayor en
otros 10 informes e inferior en el caso de otros seis. En resumen, la
cuarta parte de los informes presentados eran falsos.
"Huelga decir que toda la escena se había ensayado e incluso
fotografiado de antemano. Los diez testimonios falsos pueden
relegarse a la categoría de cuentos y leyendas, otros 24 pueden
considerarse mitad legendarios y sólo los últimos seis presentan un
valor comparable al de las pruebas exactas".
Por tanto, la mayor parte de este grupo, integrado por 40
observadores expertos que redactaron un testimonio responsable de la
escena que acababa de producirse ante sus ojos, vio una serie de
hechos que nunca ocurrieron. Cabe preguntarse, pues, qué fue lo que
vieron. Se supone que resulta más sencillo narrar lo que acaba de
ocurrir que inventar algo que no ha sucedido. Lo que vieron fue su
propio estereotipo de una reyerta como esa. Todos ellos habían
adquirido a lo largo de su vida una serie de imágenes de reyertas y
éstas pasaron ante sus ojos. Sólo en un caso las imágenes reemplazaron
menos del 20% de la escena real, mientras que en otros 13 casos
llegaron a reemplazar más de la mitad. Por último, en el caso de 34 de
los 40 observadores, los estereotipos se apoderaron de al menos una
décima parte de la escena.
Un destacado crítico de arte dijo46 que, "debido al número casi
infinito de formas que asumen los objetos... y a nuestra falta de
sensibilidad y de atención, las cosas apenas tendrían para nosotros
rasgos y contornos lo suficientemente determinados y nítidos para que
pudiésemos evocarlas a voluntad, de no ser porque el arte nos ha
prestado formas estereotipadas."
La verdad es aún más amplia, ya que dichas formas
estereotipadas que el mundo ha recibido en préstamo no proceden
exclusivamente del arte entendido como pintura, escultura y literatura,
sino también de nuestros códigos morales, filosofías sociales y
agitaciones políticas. Si en el siguiente párrafo tomado de Bernard
Berenson sustituyésemos la palabra "arte" por "política", "negocios" y
"sociedad", el texto seguiría resultando igual de cierto: "... a menos que
varios años de dedicación al estudio de todas las escuelas artísticas nos
hayan enseñado también a mirar con nuestros propios ojos, pronto
caeremos en la costumbre de moldear todo lo que vemos conforme a
formas familiares prestadas por el arte. He aquí nuestras normas sobre
la realidad artística. Si alguien nos mostrase formas y colores que no
pudiésemos ajustar inmediatamente a nuestro limitado y manido
repertorio, negaríamos con la cabeza ante lo que consideraríamos un
intento fallido de reproducir las cosas tal y como sabemos que son sin
ningún género de duda, o acusaríamos al autor de falta de sinceridad"
Berenson se refiere a nuestro sentimiento de desagrado cuando
los pintores "no visualizan los objetos exactamente igual que nosotros,"
y a nuestra dificultad para apreciar el arte de la Edad Media, debido a
que desde entonces "nuestra manera de visualizar formas ha sufrido
miles de transformaciones."47 En la misma línea señala la forma en que
se nos ha enseñado a ver la figura humana exactamente tal y como la
vemos. "El nuevo canon del cuerpo humano y la nueva representación
de los rasgos, creados por Donatello y Masaccio y refrendados por los
humanistas,... presentaron a las clases gobernantes de la época el tipo
de ser humano con más probabilidades de sobrevivir al combate
desatado entre las diversas fuerzas... ¿Quién tendría poder para
romper este nuevo criterio visual y seleccionar del caos otras formas
indudablemente más expresivas de la realidad que las fijadas por
hombres geniales? Nadie tenía ese poder. El público estaba obligado a
ver las cosas de esa manera y no de otra, y a ver sólo las formas
representadas, así como a amar exclusivamente los ideales
propuestos..."48
2
Si admitimos que no podremos entender plenamente el
comportamiento de otras personas hasta que hayamos averiguado lo
que creen saber, no sólo tendremos que evaluar la información de la
que disponen, sino que para ser justos también deberemos tener en
consideración la mentalidad a través de la cual hayan filtrado dicha
información. Esto se debe a que los prototipos aceptados, los patrones
existentes y las versiones estandarizadas interceptan su trayecto hacia
la conciencia. La americanización, por ejemplo, no es, al menos
superficialmente, más que la sustitución de estereotipos europeos por
estereotipos americanos. Por tanto, si la americanización afectase a
algún campesino que viese a los terratenientes como señores feudales y
a los patrones como magnates locales, éste aprendería a verlos
conforme al dictamen de los patrones estadounidenses. Este proceso
constituye un cambio de mentalidad y cuando la inoculación se lleva a
cabo con éxito, corresponde en realidad a un cambio de visión, es
decir, en adelante ese campesino verá cosas diferentes. Cierta amable
dama confesó en una ocasión que los estereotipos son tan sumamente
importantes, que cuando los suyos no son aceptados ella se siente
como mínimo incapaz de asumir la fraternidad humana y la
paternidad de Dios. "Las ropas que llevamos nos afectan de una
manera extraña. Las prendas crean una atmósfera mental y social.
¿Qué se puede esperar del americanismo de los hombres que se
empeñan en recurrir a sastres londinenses? Incluso la comida de cada
uno afecta a su americanismo. ¿Qué tipo de conciencia americana
puede desarrollarse en entornos dominados por el sauerkraut o el queso
de Limburgo? ¿Qué podemos esperar del americanismo de individuos
cuyo aliento siempre apesta a ajo?" 49
Esta dama podía haber sido perfectamente la organizadora de un
espectáculo que un amigo mío tuvo ocasión de presenciar. Se titulaba
El Crisol y se representó un 4 de julio en una población que vive de la
industria del automóvil y en la que trabajan muchos hombres oriundos
de otros países. En medio del campo de béisbol, a la altura de la
segunda base, se colocó un inmenso recipiente de madera y lona que
simulaba un crisol. A derecha e izquierda del recipiente, sendas
escaleras subían hasta la boca del mismo. Una vez que la audiencia se
hubo acomodado tras presenciar una actuación de la banda, una
procesión emprendió su marcha desde un lateral del campo. Hombres
de todas las nacionalidades presentes en las fábricas, ataviados con sus
trajes regionales, desfilaron cantando sus respectivos himnos
nacionales. También bailaron las danzas de sus países y mostraron
pancartas de toda Europa. El maestro de ceremonias era el director del
colegio y estaba disfrazado de Tío Sam. Les condujo hasta el recipiente
y les guió escaleras arriba, primero hasta el borde y luego a su interior.
Acto seguido salieron por el otro extremo, pero esta vez ataviados con
bombines, abrigos, pantalones, chaquetas, cuellos almidonados y
corbatas de lunares. Según mi amigo, es casi seguro que todos llevaban
plumines originales de la marca Eversharp en el bolsillo. Abandonaron
el crisol cantando el himno de las barras y estrellas.
Para los promotores de este festival, y probablemente para la
mayor parte de los actores, se había logrado representar con éxito el
obstáculo más íntimo al que los antiguos y los más recientes
pobladores de los Estados Unidos se vieron obligados a hacer frente en
nombre de la confraternidad. Nos referimos a la contradicción
generada por sus respectivos estereotipos, que interfirieron en el
reconocimiento pleno de su común humanidad. Las personas que
optan por cambiar sus apellidos lo saben muy bien. Al hacerlo intentan
cambiarse a sí mismas y modificar la actitud que los extraños adoptan
frente a ellas.
No cabe duda de que las escenas que transcurren en el mundo
exterior y la mentalidad con la que las observamos están unidas por
una estrecha relación. Nos referimos a la relación que nos permite
asociar al público asistente a los actos organizados por grupos
radicales con hombres con el pelo largo y mujeres con el pelo corto. No
obstante, a los observadores apresurados les basta con apreciar una
ligera conexión, de forma que si entre una audiencia determinada
fuesen capaces de distinguir dos cabezas melenudas y cuatro caras con
barba, asumirían que todos los asistentes son melenudos y barbudos,
porque saben de antemano que este tipo de reuniones son frecuentadas
por individuos que tienen esos gustos con respecto al pelo. Por tanto,
entre nuestra visión y los hechos existe una relación, pero suele tratarse
de una relación extraña. Imaginemos el caso de un hombre que rara
vez se detuviese a admirar el paisaje, a no ser que estuviese evaluando
las posibilidades de dividirlo en lotes de terreno edificable.
Supongamos que este hombre tuviese colgados una serie de cuadros
de paisajes en su salón, gracias a los cuales hubiese aprendido a pensar
en los paisajes en términos de puestas de sol de tonos rosas o carreteras
de campo dominadas por campanarios y lunas plateadas. Si este
hombre saliese de excursión al campo, durante varias horas sería
incapaz de ver paisajes. Sin embargo, cuando finalmente el sol se
pusiese tiñéndolo todo de rosa, nuestro hombre reconocería ese paisaje
de un solo golpe de vista, e incluso alabaría su belleza. No obstante, si
dos días después tratara de recordar lo que presenció, lo más probable
es que rememorase fundamentalmente los paisajes que decoran su
salón.
A menos que estuviera borracho, soñando o loco, no puede
cabernos ninguna duda de que en su momento vio un paisaje, pero lo
que pudo percibir y lo que por encima de todo recuerda se parece más
a lo que los cuadros le han enseñado a observar, que a lo que un pintor
impresionista o un japonés experto, por poner un ejemplo, habrían
visto y recordado en su caso. A su vez, también éstos habrían visto y
recordado fundamentalmente en función de lo aprendido, a menos que
se tratara de dos de esos extraños seres capaces de descubrir visiones
nuevas en provecho de toda la humanidad. La observación inexperta,
pues, hace que elijamos aquellos signos del entorno que podemos
reconocer. Dichos signos representan ideas que nosotros
complementamos con nuestro repertorio de imágenes. En
consecuencia, no es que veamos un hombre y una puesta de sol
determinados, sino que nos damos cuenta de que lo que estamos
viendo es un hombre o una puesta de sol. Una vez identificados los
objetos, veremos todo lo que hayamos acumulado en nuestra mente
que guarde relación con ellos.
3

Esta manera de ver es una forma de economizar. Si siempre


empleásemos una mirada inocente y minuciosa, en vez de verlo todo
en forma de estereotipos y generalidades, nos agotaríamos. Por otro
lado, en el caso de escenas complejas resulta prácticamente imposible
adoptar formas de ver tan puras. No obstante, cuando se trata de
nuestros círculos de amistades, o de nuestros socios o competidores
más cercanos, nada puede simplificar ni sustituir a la comprensión
individualizada. Aquellos a quienes más amamos y admiramos son,
precisamente, los hombres y mujeres cuya conciencia se halla
densamente poblada no por prototipos, sino por personas, y que, a su
vez, nos conocen de modo concreto, y no a las clasificaciones a las que
podamos pertenecer. Aun sin ser plenamente conscientes de ello,
intuimos que todas las clasificaciones tienen un propósito, aunque éste
no ha de coincidir necesariamente con los nuestros. También intuimos
que ninguna asociación entre dos seres humanos puede alcanzar grado
alguno de dignidad sin que ninguno considere al otro un fin en sí
mismo, de la misma forma que ningún contacto entre dos personas es
tan impoluto que lleve a la práctica el axioma de la inviolabilidad
personal de ambas.
La vida moderna resulta variopinta y apresurada, y por encima
de toda la distancia física separa a hombres que a menudo están en
contacto vital entre sí, como patrones y empleados, o funcionarios y
votantes. Carecemos de tiempo y ocasiones para conocer íntimamente
a los demás, por lo que, en su lugar, nos limitamos a detectar rasgos
característicos de ciertos prototipos que nos resultan de sobra
conocidos y a completar el resto de la imagen echando mano de los
estereotipos que pueblan nuestra mente. De esta manera, puede que lo
único que hayamos detectado o se nos haya comunicado acerca de
Fulano es que se trata de un agitador. Ahora bien, sabemos que los
agitadores son ese tipo de persona, por lo que no nos cabrá ninguna
duda de que Fulano es ese tipo de persona, de la misma forma que
sabemos que éste otro, sin embargo, es un intelectual, aquel un
plutócrata, el otro un extranjero, el de más allá un "Europeo del Sur",
que ese individuo es de Back Bay y que ese otro estudió en Harvard, lo
que suena muy diferente a "estudió en Yale". Si sabemos que esta
persona es un tipo normal, aquel un hombre de West Point, ese un
viejo sargento de la armada y el de más allá de Greenwich Village,
¿qué será lo que nos falte por saber acerca de ellos o ellas? Es un
banquero internacional. Es de Main Street.
Las influencias más sutiles y dominantes son las que logran crear
y mantener repertorios de estereotipos. Por una parte, oímos hablar del
mundo antes de verlo y, por otra, imaginamos la mayor parte de las
cosas antes de experimentarlas. Como resultado, todas esas ideas
preconcebidas gobernarán casi por completo nuestro proceso íntegro
de percepción, a menos que la educación nos haga plenamente
conscientes de ello. Dichas ideas clasifican los objetos en familiares o
extraños y al hacerlo enfatizan las diferencias existentes entre ellos, de
manera que tomamos por muy familiares cosas que sólo lo son
ligeramente y a la inversa. Toda una serie de pequeños signos se
encargan de suscitar dichas diferencias. Éstos abarcan desde
verdaderos índices hasta analogías vagas. Una vez suscitadas, esas
diferencias inundarán todas las visiones nuevas de imágenes antiguas
y proyectarán al mundo todo lo que se haya resucitado en nuestra
memoria. Si no existieran uniformidades prácticas en nuestro entorno,
no sólo no podríamos economizar esfuerzo, sino que nuestro hábito de
dar por hecho lo que sólo hemos presentido nos induciría a cometer
graves errores. Sin embargo, las uniformidades existentes son tan
exactas y nuestra necesidad de economizar la atención tan inevitable,
que la sustitución de estereotipos por una estrategia de aproximación a
la experiencia completamente inocente empobrecería la vida humana.
Lo verdaderamente importante es el carácter de los estereotipos
y el grado de credulidad con el que los empleamos. Estos factores, a su
vez, dependen en última instancia de los patrones inclusivos que
constituyen nuestra filosofía de vida. Si ésta nos llevase a asumir que el
mundo está codificado de acuerdo a un código que poseemos, nuestra
interpretación de cuanto acontece tendería a describir un mundo
regido por nuestro código personal. Sin embargo, si nuestra filosofía
nos dijera que cada hombre es una pequeña parte del mundo y que su
inteligencia sólo es capaz de captar un número limitado de fases y
aspectos comprendidos dentro de un abanico de ideas reducido, al
emplear nuestros estereotipos tenderíamos a tomarlos por lo que son y
a darles la consideración que merecen, y estaríamos dispuestos a
modificarlos. También tenderíamos a detectar, cada vez con mayor
claridad, cuándo y dónde se originaron nuestras ideas, por qué medios
llegaron hasta nosotros y por qué decidimos aceptarlas. Todos los
libros de historia han de ser asépticos en este sentido para poder
resultar útiles y permitirnos discernir qué cuento de hadas, texto
escolar, tradición, novela, obra de teatro, cuadro y frase han
introducido una u otra idea preconcebida en esta o aquella mentalidad.
4

Los sujetos que aspiran a censurar el arte tienen a su favor que,


por lo menos, no subestiman este tipo de influencias. Por lo general
tienden a malinterpretadas, y en el colmo del absurdo casi siempre se
concentran en evitar que alguien logre descubrir lo que no cuenta con
su bendición. Sin embargo, al igual que Platón cuando explicó su teoría
acerca de los poetas, todos ellos presienten vagamente que los
prototipos procedentes de la ficción tienden a imponerse en la
realidad. Por tanto, cabe suponer que el cine esté construyendo una
imaginería que las palabras que leemos en los periódicos son capaces
de evocar. A lo largo de nuestra historia nunca hemos tenido a nuestra
disposición un apoyo visual comparable al cine. Cuando los florentinos
deseaban visualizar algún santo, acudían a contemplar los frescos de
su parroquia, donde podían empaparse de la visión vigente en su
época, estandarizada por Giotto. Asimismo, los atenienses acudían a
los templos para visualizar a los dioses. Sin embargo, el número de
objetos representados era limitado, aunque no tanto como en Oriente,
donde el espíritu del segundo mandamiento estaba tan extendido que
las representaciones de cosas concretas escaseaban aún más. Quizá ésta
sea la causa de que la facultad de tomar decisiones prácticas resultase
asimismo escasa. En el mundo occidental, por el contrario, se ha
experimentado durante los últimos siglos un incremento sustancial del
número y la gama de las representaciones laicas, las descripciones
gráficas, la narrativa, la narrativa ilustrada y, por último, el cine mudo
y, tal vez, el cine sonoro.
El cine goza en la actualidad de la autoridad en materia de
imaginación de la que en el pasado gozaron la narración oral y la letra
impresa, sucesivamente. Las películas parecen absolutamente reales.
Imaginamos que llegan a nuestras manos directamente, sin que medie
la intervención humana, y no cabe duda de que constituyen el alimento
mental que menos esfuerzo requiere por nuestra parte. Las
descripciones orales, e incluso las fotografías, nos exigen un cierto
grado de esfuerzo mnemotécnico antes de instalarse definitivamente
en nuestra mente. Sin embargo, delante de la pantalla todo el proceso
de observación, descripción, narración y, a continuación, imaginación
se lleva a cabo por y para nosotros. Sin mayor dificultad que la
necesaria para permanecer despiertos, la pantalla recita de un tirón los
resultados más codiciados por nuestra imaginación. Gracias a ella
cobran vida ideas hasta entonces borrosas y nociones vagas, como la
del Ku Klux Klan, que ha cobrado forma gracias a The Birth of a Nation
de Griffith. Puede que dicha forma sea incorrecta desde el punto de
vista histórico y perniciosa desde el moral, pero es una Forma, y dudo
que alguien que haya visto la película y sepa menos de lo que sabe
Griffith acerca del Ku Klux Klan sea capaz de escuchar esas tres
palabras, de nuevo, sin visualizar a esos jinetes blancos.

5
Por lo tanto, cuando nos referimos a la mentalidad de un grupo
de personas, por ejemplo a la mentalidad francesa, militar o
bolchevique, nos exponemos a sufrir graves confusiones, a menos que
previamente hayamos decidido aislar nuestras dotes instintivas de los
estereotipos, modelos y fórmulas que tan decisivo papel desempeñan
en la reconstrucción de los mundos mentales a los que se adapta y ante
los que reacciona cada carácter nacional. Los fracasos relacionados con
dicha separación son los responsables de que hayamos generado
indiscreciones relativas a mentalidades colectivas, almas nacionales y
psicologías raciales en cantidad suficiente para llenar un océano entero.
Para ser exactos, los estereotipos se transmiten en cada generación de
padres a hijos de forma tan autoritaria y coherente que casi parecen un
factor biológico. De hecho, pudiera ser que, tal y como dice Graham
Wallas,50 biológicamente nos hayamos convertido en parásitos de
nuestra herencia social. No obstante, carecemos de evidencias
científicas para asegurar que los hombres nacemos con los hábitos
políticos de los países en los que venimos al mundo. En la medida en
que éstos son comunes a toda una nación, los primeros lugares hacia
los que deberíamos mirar en busca de una explicación son los jardines
de infancia, colegios e iglesias, pero no hacia el limbo donde habitan las
mentalidades sociales y las almas nacionales. Hasta que no hayamos
fracasado estrepitosamente en nuestro empeño por demostrar que la
transmisión de tradiciones se lleva a cabo por parte de padres,
profesores, sacerdotes y tíos, deberemos considerar la adscripción de
las diferencias políticas a los componentes sanguíneos como un
solecismo de la peor especie.
Sin embargo, siempre y cuando lo hagamos con suma cautela y
honrada humildad, podremos generalizar sobre las diferencias
comparativas dentro de una misma categoría de educación y
experiencia. No obstante, también ésta es una empresa arriesgada, ya
que no existen en el mundo dos experiencias idénticas, ni siquiera en el
caso de dos niños criados en el mismo hogar. Los primogénitos nunca
vivirán la experiencia de ser los pequeños. Por tanto, hasta que no
seamos capaces de ponderar las diferencias existentes en materia de
educación, no deberemos aventurar juicios sobre diferencias de
carácter, de la misma manera que no podremos juzgar la
productividad de dos tierras a base de comparar sus cosechas, hasta
que sepamos cuál está en la Península del Labrador y cuál en Iowa, y si
han sido cultivadas, fertilizadas, agotadas o se las ha dejado en
barbecho.

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