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El afecto puro como expresión del tiempo en Gilles Deleuze

Waldo Ortiz Contreras

Introducción

La génesis del sujeto tiene lugar en medio del universo material, de ese sistema de
imágenes-materia-flujo que no cesa de variar, de afectarse a sí mismo. Es ahí, decimos, que
surge el sujeto como aquello que produce una desviación de las acciones y reacciones entre
imágenes en su propio régimen acentrado, para constituir verdaderos “centros de
indeterminación”, en los cuales las acciones recibidas ya no se prolongan simplemente en
reacciones inmediatas, sino, más bien, pasan o son desviadas por un “medio”, que no las
absorbe sin seleccionar y sustraer algo de ellas, con el fin de organizarlas en función de
reflejar una acción posible sobre el conjunto. Dicho dispositivo consta de tres sistemas
coordinados que se han especializado en alguna función sensorio-motriz: imagen-
percepción, imagen-afección, imagen-acción. Tal es la génesis de ese “medio” que es el
sujeto, esa interfaz a través de la cual se nos presenta algo así como un mundo.

El problema es que dicho mecanismo hace desaparecer su propio modo de acontecer, es


una interfaz tan perfecta que no deja ver su modo de producción, esconde su genealogía y
nos atrapa dentro de sus lógicas, sin que apenas nos demos cuenta. ¿Cómo salir del
mecanismo formador de mundo (o de ser-en-el-mundo) para aproximarnos al plano de
inmanencia de las imágenes-movimientos dispuestas en su régimen maquínico? Deleuze
nos dirá que el plano de inmanencia es un corte móvil, una perspectiva temporal o bloque
de espacio-tiempo que expresa ese “todo abierto que cambia” de la duración. En este
sentido, surge la pregunta por el tiempo, en tanto duración, y su relación con el sujeto, en
tanto sistema de percepción-afección-acción. ¿Cómo podemos, nosotros sujetos, hacer
visible ese todo abierto que cambia? Quizá pensar el tiempo como afecto puro pueda
darnos alguna pista sobre qué significa entrar en relación con la duración, puesto que, tanto
el cristal de tiempo como el afecto son virtualidades que expresan aquello que no cesa de
metamorfosearse. En este sentido, ¿No es esta apuesta por pensar el afecto puro como
expresión de la duración, un gesto político o al menos revolucionario, en la medida en que
hace comparecer, como accidente o acontecimiento cualquiera, al dispositivo en el que se
articula nuestra subjetividad, quitándole el privilegio del que gozaba el sujeto entendido
modernamente?

Al inicio del cuarto capítulo de Imagen-movimiento, Deleuze describe la situación en la que


se encontraba la filosofía a fines del siglo XIX y principios del XX. Husserl y Bergson se
embarcaban en proyectos de renovación filosófica que, si bien eran distintos, tenían una
afinidad común: la de intentar superar el dualismo entre materialismo e idealismo que había
dominado la filosofía occidental desde sus inicios hasta la modernidad, bajo distintas
figuras que se irán traduciendo unas a otras en el transcurso de la historia: mundo de las
apariencias/mundo de las esencias, inteligible/sensible, res extensa/res cogitans,
fenómeno/noúmeno, etc. De este modo, se hacía insostenible el poner las imágenes (en
tanto que inextensas y cualitativas) en la conciencia y los movimientos (en tanto que
extensos y cuantitativos) en el espacio.

Entonces, cabía preguntarse: ¿Cómo es posible que un movimiento de la materia, externo a


la conciencia, se vuelva imagen, es decir, percepción? O inversamente: ¿Cómo es posible
que una imagen en la conciencia devenga movimiento en el espacio como efectivamente lo
es la acción? En definitiva ¿Cómo es que se pasa del orden de la conciencia al orden de las
cosas en el espacio y viceversa? Lo que está en juego en esta controversia, de alguna modo,
es la posibilidad de pensar otra génesis subjetiva, puesto que, tanto el materialismo como el
idealismo, en su enfrentamiento, habrían agotado sus posibilidades de pensar la cuestión.
Es por eso que, a partir de estos cuestionamientos, tanto Husserl como Bergson tomaron
caminos distintos para intentar pensar el problema del origen del sujeto.

Por una parte, la fenomenología se apoya en la consigna husserliana de que “toda


conciencia es conciencia de algo”. Esto quiere decir que la conciencia es intencional y
siempre se encuentra en situación, está “arrojada” al mundo participando en él en una
relación existencial con sus objetos. De esta modo, Husserl supera el dualismo de la
conciencia por una parte y el mundo por otra, puesto que habría una conciencia-mundo o,
en otras palabras, no habría conciencia sino como conciencia intencional sobre y en el
mundo. Esto tiene como consecuencias el establecer a la percepción natural como punto de
partida, concordando con la fórmula de Berkeley: “ser es ser percibido”. La crítica que
realiza Deleuze a la fenomenología tiene que ver con el estatuto privilegiado que se le
otorga a la percepción natural, al determinar que lo inmediato dado a la percepción es lo
real. Sin embargo, lo que percibe la conciencia natural no es necesariamente lo “real”, sino
más bien, su propia condición histórica, es decir, el hecho de que es una interfaz inmersa en
un mundo histórico dado, en un modo de producción que la constituye interior y
exteriormente. En este sentido, se podría decir que la fenomenología redundaría en el
dispositivo de la metafísica pues la epojé tiene un sentido idealista, en última instancia, al
intentar profundizar en la conciencia o la percepción natural para encontrar lo real.

Según Deleuze, la fenomenología entendería el movimiento como cortes inmóviles o vistas


instantáneas de la realidad que pasa; estas vistas son puestas a lo largo de un devenir
abstracto, de un tiempo espacializado que no afecta a los acontecimientos, sino que
únicamente posibilita el movimiento en el espacio. Por lo tanto, el cine funcionaría de una
manera análoga a la percepción, a la intelección y al lenguaje, pues, el movimiento se
deduce de un sistema en el cual unas imágenes (fotogramas) son captadas instantáneamente
y luego se las hace desfilar en una sucesión de tiempo homogéneo, más allá de las mismas
imágenes. De esta forma, podemos ver que el cine estaría inscrito en el dispositivo
metafísico justamente porque funcionaría de la misma forma que el lenguaje, la percepción
o la intelección.

Deleuze encontrará en Bergson el camino hacia un pensamiento diferencial del génesis


subjetivo y, en la misma medida, del cine, precisamente porque existiría una alianza entre
lo que plantea Bergson sobre las imágenes en el primer capítulo de Materia y memoria y el
cine en tanto que imagen-movimiento.

Bergson parte de la consigna: “la conciencia es algo”, esto quiere decir que lejos de ser el
receptáculo de imágenes recibidas desde el exterior (desde el universo material) la
conciencia ya es algo, es imagen. En efecto, el pensador francés invierte la concepción
tradicional de que la conciencia es la luz que saca a las cosas de su oscuridad inherente y
que luego Husserl había continuado, haciendo de la intencionalidad de la percepción
natural esa luz sobre el mundo. Al contrario, para Bergson la conciencia es inmanente a la
materia, puesto que las cosas son luminosas en sí mismas, de este modo, la conciencia
coincide con el conjunto de las imágenes-materia. Así, el sujeto no sería un punto de
partida estático ni trascendente, sino solo una imagen entre las otras imágenes, sin ningún
privilegio por sobre las demás: surge en medio de un universo acentrado de imágenes-
movimiento que accionan y reaccionan en un Todo abierto que cambia, siendo la
percepción natural un sistema (semi) cerrado (artificialmente), que surge en el devenir de la
universal variación. En la duración, el movimiento se confunde con la imagen. No hay
imágenes inmóviles por un lado y movimiento abstracto por el otro, sino que hay
inmediatamente imágenes-movimiento. Deleuze dirá que el cine, la esencia del cine es
análoga a la de las imágenes-movimientos, pues nos da imágenes en sí, sin anclaje del
sujeto al mundo, pero en las cuales surgen encuadres y planos.

De esta manera, el universo que nos presenta Bergson es un universo “anterior” al


surgimiento de la subjetividad, por eso no hay centros (anclaje) ni ejes (horizonte de
mundo). En este estado de cosas, la imagen es el conjunto de lo que aparece, no para un
sujeto, sino que en sí. Todas las cosas, es decir las imágenes, no cesan de actuar y
reaccionar inmediatamente unas con otras, en un verdadero estado gaseoso en el que nada
que pueda caer bajo el signo de la identidad. Este régimen de las imágenes es lo que
Deleuze llama plano de inmanencia. En ese sentido, la única identidad en el plano sería la
de imagen y movimiento. La materia ya no sería un detrás de la imagen ni la referencia de
esta, sino que habría ya una imagen-materia-flujo, es decir, la triple identidad entre imagen,
movimiento y materia. Finalmente, si la imagen puede aparecer en sí es porque el plano de
inmanencia es enteramente luz –hay una inversión de este concepto de luz, en relación con
el sentido en que la tradición ha identificado la luz con la conciencia-, ella se propaga en
todas direcciones a través del plano sin detenerse. La materia se identifica con la luz, de la
misma forma en que, la imagen se identifica con el movimiento, es decir: Imagen-
movimiento=materia-luz. “La fotografía, si hay fotografía, está tomada ya, sacada ya, en
el interior mismo de las cosas y para todos los puntos de vista”.1

¿Qué sería la subjetividad en ese universo de imágenes-movimiento? Corte de flujo,


contención de la variación, desviación del movimiento. Para decirlo de otro modo, la
subjetividad sería contención de la luz, pues no tolera la ilimitación de la imagen-materia-

1
Deleuze, Gilles. La imagen-movimiento. Barcelona: Paidós, 1996. P. 93.
flujo-luz ahistórica. El sujeto histórico, de este modo, es un modo de contención de la luz,
la interrumpe y la desvía al modo de un filtro que deja pasar menos luz, para poder
controlarla. La imagen-percepción es la cara de la subjetividad que se especializa en
seleccionar o aislar algunas de las imágenes provenientes del exterior. Esto produce un
segundo sistema de variación de las imágenes en el que todas varían para una sola imagen,
que percibe parcialmente (la imagen viva, centro de indeterminación: subjetividad).
Entonces, la cosa o imagen en sí (primer régimen de referencia) y la percepción de la cosa o
la imagen que se constituye luego de la operación de aislamiento (segundo régimen de
referencia) son la misma cosa, con la diferencia que en la percepción aparece menos de
ella, precisamente porque es sustractiva. La imagen-percepción es encuadre, determinación,
selección en función de lo que le interesa en vistas a una acción posible, dejando fuera su
encuadre aquello que no necesita. Sin embargo, toda percepción es inseparable de una
acción, es sensorio-motriz, es decir, recibe y reacciona; lo que se percibe está siempre en
función de una acción. En ese sentido podemos entender al intervalo como un centro sobre
el cual el mundo se curva y se organiza a su alrededor. Entonces, de este modo, la
percepción recibiría la acción de las imágenes, mientras que la imagen-acción sería la
reacción retardada –precisamente porque pasa por el intervalo- del centro hacia la periferia.

Ahora bien, decíamos que el sujeto desvía las imágenes, sin embargo, hay que entenderlo
como un desvío de la inmanencia en la inmanencia. Esto implica que la conciencia no
disfruta de ningún estatuto más elevado, ningún privilegio con respecto a la materia, ningún
anclaje trascendental. Es en ese sentido que se trata de un desvío “cualquiera”, es decir,
totalmente contingente, lo cual supone que, en cualquier momento de la historia natural del
universo, por decirlo así, podría cambiar o desaparecer. De este modo, podemos leer esta
génesis subjetiva como una violencia contra lo ilimitado: el sujeto sería como una especie
de albergue, de límite autoprotectivo; el dispositivo de la subjetividad no sería otra cosa que
la construcción de un refugio cuyo fin es protegerse de la muerte de su propia identidad o al
menos conservarse, por unos cuantos minutos más en la existencia. ¿Esto significa que salir
al encuentro del plano de inmanencia de las imágenes-movimiento, en su régimen de
variación continua, quiere decir ir al encuentro con nuestra propia muerte? Sí, sin embargo,
justo ahí donde morimos como sujetos, nos parece encontrar la más exuberante vitalidad en
esa multiplicidad metamórfica de las imágenes-materia-flujo. Si queremos salir del
narcisismo de la conciencia es porque nos parece que su autorreferencialidad, su mostrarse
a sí como su propio origen, hace desaparecer el modo en el que acontece, el modo en el que
se produce, fetichizándose a sí mismo. Por tanto, nuestra pregunta será ¿Cómo morir, es
decir, como entrar en relación con la mutación universal en cuanto que es justamente en su
inmanencia que nos producimos?

Pensemos en el cuerpo, en esa imagen-viva o materia viviente que somos y que, al decir de
Spinoza, “no sabemos lo que puede”, pues, justamente en esa “ignorancia” con respecto a
sus potencias, descubrimos un impulso hacia lo desconocido, una fuerza que nos empuja a
pensar lo impensado que nos constituye. ¿Qué significa remontarnos hacia el cuerpo?
Significa remontar la percepción hacia el intervalo mismo, descomprometiéndola de la
acción:

“Hay, por fuerza, una parte de movimientos exteriores que nosotros “absorbemos”,
que nosotros refractamos, y que no se transforman ni en objetos de percepción ni en
actos del sujeto: más bien van a marcar la coincidencia del sujeto y el objeto en una
cualidad pura”2.

De este modo, la imagen-afección suprime la distancia del sujeto y el objeto, haciéndolos


coincidir en una pura cualidad que varía sin cesar en su devenir. En este sentido, se puede
decir que la afección expresa un movimiento, que ya no es simplemente un movimiento de
traslación ni el movimiento de un sujeto que actúa sobre el mundo, sino, el movimiento
metamórfico de la duración, de la desviación, de la bifurcación, instalándonos en el plano
de inmanencia. Por esto, Deleuze dirá que el plano es

“un corte móvil, un corte o perspectiva temporal. Es un bloque de espacio-tiempo,


puesto que le pertenece cada vez el tiempo del movimiento que se opera en él.
Incluso habrá una serie infinita de tales bloques o cortes móviles que serán como
otras tantas presentaciones de plano, correspondientes a la sucesión de los
movimientos del universo. Y el plano no es distinto de esa presentación de los

2
Ibid. P. 100.
planos. No es mecanismo, es maquinismo. El universo material, el plano de
inmanencia, es la disposición maquinística de las imágenes-movimiento.”3

Ahora bien, el afecto no es cualidad sin ser a la vez potencia, es cualidad pura, pues, no está
ni en el sujeto que cualifica, ni en el objeto cualificado, y es potencia porque justamente no
pasa al acto: es una especie de estado flotante que reclama algo que lo exprese sin
actualizarlo. De este modo, el afecto no puede localizarse en un estado de cosas, es una
entidad fantasmal, no existe sino como expresión singular, intensiva y mutante. Sin
embargo, al mismo tiempo, siempre puede ser actualizado, devuelto y reconducido al
sistema percepción-acción de la subjetividad. Y si es así, es porque produce una especie de
desdoblamiento de lo actual en virtual: en efecto, habría una dimensión virtual en la que los
afectos puros se relacionarían entre sí. Es esa relación de afectos la que constituye una
esencia singular. A este nivel, los objetos, las personas y los estados de cosas ya no valen
como tales, sino como afectos. De tal modo, Deleuze presenta al rostro-primer plano y al
espacio cualquiera como expresiones del afecto puro. Sin embargo, es el espacio
cualquiera, en oposición a un espacio determinado como un “aquí-ahora”, el que expondrá
el afecto puro por sí mismo, de este modo el espacio cualquiera será la pura presentación
del afecto puro.

De este modo, hemos descubierto que junto a nuestra dimensión actual de sujetos históricos
situados en un aquí-ahora -o para decirlo heideggerianamente, junto a nuestra condición
estructural de ser-en-el-mundo, de la intencionalidad de la conciencia, de vida la articulada
a partir de estas instancia- existiría en paralelo, una dimensión virtual de los afectos puros
que rodean el mundo del sujeto sin intervenir en la acción, pero siempre afectándola.
Entonces, al parecer la posibilidad de morir, de entrar en la metamorfosis, puede darse por
el lado del afecto puro, en tanto tiene la potencia de destituir a los sujetos, a los objetos y
los estados de cosa, para hacerlos comparecer, en tanto afectos y, por lo tanto, muy lejos de
su actualidad.

Ahora bien, ¿cómo se explica este aparente paralelismo entre actual/virtual? Deleuze
encuentra su respuesta en esa operación fundamental del tiempo, que Bergson descubrió, y
que Deleuze bautiza como imagen-cristal o cristal de tiempo. En efecto, la imagen-cristal
3
Ibid. P. 91.
consiste en la unidad indivisible e irreductible de una imagen actual y “su” imagen virtual,
como máxima contracción de los circuitos actuales/virtuales -imágenes-recuerdo,
imágenes-sueño, imágenes-mundo. El tiempo no opera de otro modo:

“(…) como el pasado no se constituye después del presente que el ha sido sino al
mismo tiempo, es preciso que el tiempo se desdoble a cada instante en presente y
pasado, diferentes uno y otro por naturaleza o, lo que es equivalente, es preciso que
desdoble al presente en dos direcciones heterogéneas, una que se lanza hacia el
futuro y otra que cae en el pasado. Es preciso que el tiempo se escinda al mismo
tiempo que se afirma o desenvuelve: se escinde en dos chorros asimétricos, uno que
hace pasar todo el presente y otro que conserva todo el pasado. El tiempo consiste
en esta escisión, y es ella, es él lo que se “ve en el cristal.” 4

De este modo, la imagen-cristal es la intercambiabilidad entre la imagen actual y su imagen


virtual hasta el punto en que ya no podemos distinguirlas, sin embargo, lo que vemos en el
cristal es su desdoblamiento diferencial que nunca llega a identificarlas plenamente, es la
escisión fundamental del tiempo entre un presente que pasa y un pasado que se conserva en
él (no como pasado cronológico sino como pasado general. De este modo, podemos decir
que la subjetividad es el tiempo, pero esto no implica que el tiempo sea una propiedad que
el sujeto impone al universo, sino al contrario, la subjetividad es la captación de la
fundación de ese tiempo no cronológico, en el cual estamos, nos movemos y cambiamos.
En ese sentido, el intervalo que somos, en tanto que desviación, es esa irrupción del tiempo,
de un tiempo que muta, que se bifurca y se diferencia.

Ahora bien, podríamos decir que es el proceso de producción de ese ser-en-el-mundo que
somos, es lo que se hace visible en el cristal de tiempo. El pasado nunca es simplemente lo
ya “sido”, pues eso sería estabilizarlo en una actualidad, sino más bien, es ese pasado en
general que no es sino un pasado vivo que se conserva en todo presente. La relación lineal y
teleológica que la subjetividad podría establecer con su historia se disuelve en la medida en
que ese pasado virtual vive. Y es justamente el tiempo en tanto que afecto puro -“pura
virtualidad que se desdobla en afectante y afectado, “la afección de sí mismo por sí

4
Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. Buenos Aires: Paidós, 2016. Pp. 113-114.
mismo”, como definición del tiempo” 5-, o el afecto puro en tanto que expresa la duración,
la que en su devenir mutante da cabida a la creación de lo nuevo, pues, destituye todo gesto
fijo, todo anclaje naturalizado que pretenda posicionarse como centro, toda ley que se
pretenda universal y totalizante. En ese sentido, la potencia o la virtualidad del tiempo, y de
su visión a través de la imagen-cristal, tiene una potencia política desobrante con respecto
al mundo, en la cual no se trata simplemente de pensar otro mundo posible de ser
actualizado, algo así como un mundo que nos salvaría del dispositivo metafísico en el que
estamos contenidos, sino más bien, por medio del afecto puro como expresión de la
duración, es pensable la posibilidad de hacer devenir al mundo, de hacerlo experimentar
vibraciones, temblores y movimientos que no estaban previstos por las gramáticas del
poder.

5
Ibid. P. 116.

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