Está en la página 1de 9

Autor/es: Comadira, Julio Rodolfo El Derecho 186-600 [2000]

La actividad discrecional de la Administración Pública. Justa medida del control judicial


1 El principio de juridicidad de la Administración Considerar el tema del control judicial de la
discrecionalidad administrativa exige, necesariamente, referirse, en forma previa, al denominado
principio de legalidad administrativa. Esto es así porque el propio enunciado de la cuestión supone
una actividad jurisdiccional en la cual se enjuicia, valorativamente, el grado de adecuación del
accionar administrativo a la juridicidad condicionante de dicho accionar. La Administración Pública
debe actuar con arreglo al ordenamiento jurídico, comprendiendo en esta última expresión no sólo
a la ley en sentido formal —es decir al acto estatal, general o particular, emitido por el Congreso de
acuerdo al procedimiento previsto para la formación y sanción de las leyes— sino también, al
sistema jurídico entendido como unidad. Desde esta perspectiva parece, entonces, más preciso,
terminológica y conceptualmente, referirse no a la legalidad sino a la juridicidad en tanto locución
que, por su carácter genérico, describe mejor el fenómeno que se intenta aprehender. Así, el
principio de juridicidad implica que las autoridades administrativas deben actuar con sujeción a los
principios generales del derecho —aquellos que derivan de la dignidad de la persona y de la
naturaleza objetiva de las cosas a la Constitución Nacional, a los principios que surgen de ella, a los
tratados internacionales —que gozan de jerarquía normativa superior a las leyes desde la reforma
constitucional de 1994 e, incluso, antes de ella, por imperio de la jurisprudencia sentada en su
momento por la Corte Suprema— a la ley formal, a los reglamentos —en subordinación expresada
en el conocido principio de inderogabilidad singular de los reglamentos— a los precedentes
administrativos, en la medida en que en su seguimiento esté comprometida la garantía de igualdad,
y, según alguna doctrina, a ciertos contratos administrativos. La vinculación de la Administración
con la norma debe ser, además, positiva —conforme la popularizada expresión del jurista austríaco
WINKLER— en el sentido de que el derecho no debe constituir para aquélla una instancia formal o
externa, sino, antes bien, un presupuesto mismo del actuar administrativo sin el que éste carece de
legitimidad; sin perjuicio de la ilegitimidad que puede también derivar de la propia inacción
administrativa, en tanto la omisión se configura como un incumplimiento de la legalidad concebida
como encargo. La juridicidad no es, pues, un límite del accionar administrativo, sino su
presupuesto, el fluido que circula por las venas de la Administración Pública. Es esta una idea que,
como bien se ha señalado, no requiere para su validez teórica de su positivización en una cláusula
constitucional expresa. El derecho es, en efecto, un elemento esencial e inescindible del Estado, un
componente limitador de éste y, por ende, también de la Administración. Por otra parte, sólo en
virtud del derecho una acción humana puede valorarse como estatal. MERKL señaló esta última
circunstancia elevándola a la condición de una ley jurídico-teórica fundamental de la Teoría del
Estado. Más aún: según su punto de vista el derecho administrativo no sería sino un conjunto de
preceptos jurídicos en virtud de los cuales ciertos actos humanos se imputan a la administración del
Estado. De todos modos, pese a la indicada innecesariedad, la vinculación de la Administración a la
Ley ha sido establecida expresamente en los ordenamientos austríaco, alemán y español. Hoy en
día, sin embargo, no es posible dejar de señalar, que, en el derecho comparado, existen planteos
doctrinarios, sustentados en observaciones empíricas derivadas del propio modo del accionar
administrativo en ciertas áreas, a cuyo tenor la vinculación negativa de la Administración con la
norma —en el sentido de constituir un comportamiento libre a priori y sólo condicionado por las
prohibiciones normativas— configuraría la regla o principio regulador de aquel accionar. Esta
manifestación se daría en la administración prestacional —por oposición a la llamada en Alemania
autoritaria— o de fomento y, también, en la organizacional. PAREJO ALFONSO ha llegado a
propiciar el reemplazo del principio de la vinculación positiva por el de la dirección estratégica de la
Administración por la ley, la cual se limitaría a regular los aspectos esenciales del accionar
administrativo Más allá de la opinión que puedan merecer estas consideraciones en el ámbito
doctrinario, lo cierto es que, en nuestro ordenamiento jurídico, no es fácil acogerlas, especialmente,
después de la reforma constitucional de 1994. El art. 19 de la Constitución Nacional no ha sido
modificado, de modo que no puede haber obligación alguna, en cualquier ámbito, que no derive,
directa o indirectamente, de una ley formal. Y, respecto de acciones administrativas no restrictivas
de la libertad, no parece posible, después de la regulación, en principio prohibitiva y excepcional y
taxativamente admitida, de la delegación legislativa y de los decretos de necesidad y urgencia y,
asimismo, de la intocada regulación de los reglamentos autónomos, habilitar potestades
administrativas sin sustento normativo expreso, implícito o, excepcionalmente, inherente. De
cualquier manera, conviene retener esta diferenciación entre la juridicidad como presupuesto,
expresada en la vinculación positiva de la Administración y la juridicidad como límite, exteriorizada
en la vinculación negativa, habida cuenta de que, posteriormente, intentaremos demostrar cómo
esta última constituye un modo de condicionar, jurídicamente, el núcleo de la decisión discrecional.
2 Los modos de atribución de las potestades administrativas. Potestades expresas, implícitas e
inherentes Las habilitaciones normativas expresas, implícitas e inherentes, configuran los modos
como pueden atribuirse por la norma a la Administración la posibilidad abstracta de producir efectos
jurídicos, en lo cual consiste, precisamente, la potestad. El procedimiento de otorgamiento expreso
no presenta inconvenientes cuando es específico. Tal es el caso, por ejemplo, de la cláusula
constitucional que acuerda al Poder Ejecutivo la potestad de reglamentar las leyes (art. 99, inc. 2º,
Constitución Nacional). En este modo de atribución de potestades la doctrina agotó, en su
momento, los criterios para la determinación de la competencia de los órganos o entes estatales,
resumiéndose la idea en el principio que LINARES dio en llamar el postulado de la permisión
expresa. El otorgamiento implícito, en cambio, que debe derivar de un inexcusable sustento
explícito, amplía, siempre en el marco de la razonabilidad, las alternativas que surgen de la mera
literalidad expresa de los términos de la norma. Esta amplitud corresponde construirla, según lo
propone CASSAGNE, a la luz del principio de la especialidad, tal como éste es utilizado en el
campo del derecho privado para la determinación de la capacidad de las personas jurídicas. La
implicitud, por lo demás, puede consistir en un apoderamiento expresamente implícito, como es el
caso de ciertas disposiciones de los marcos regulatorios de los servicios de electricidad y gas, o
bien inferirse de poderes expresos y concretos (v.gr. si el órgano directivo de un ente autárquico
tiene atribuciones para nombrar y remover al personal, es razonable concluir en que también puede
suspenderlo). Las atribuciones inherentes, a su vez, concebidas como aquellas que están ínsitas
en la naturaleza o esencia misma del órgano o ente estatal, no derivan de poderes expresos ni
implícitos, pero, al igual que éstos, se justifican en el fin u objeto que determina la existencia de
aquéllos, es decir, en el principio, ya invocado, de la especialidad. 3 La potestad discrecional
Originariamente, la discrecionalidad aparece ligada con la idea de la vinculación negativa de la
Administración con la ley, de modo que su significación resultaba de la ausencia de ésta.
Discrecionalidad era, pues, actuación libre de la Administración. Esta libertad de actuación estatal,
que, como se comprende, colisiona con las exigencias jurídico-políticas derivadas de las
concepciones inspiradoras de la Revolución Francesa, se traduce, en el ámbito jurisdiccional, en la
incontrolabilidad de los actos que la ejerzan. Es, pues, evidente, que el incondicionamiento
normativo importa la imposibilidad jurídica del juicio jurisdiccional, en tanto éste supone,
precisamente, la comparación entre el acto eventualmente cuestionado y su presupuesto jurídico.
Los códigos procesales contenciosoadministrativos locales que consagraron la improcedencia de la
acción en los casos de actos discrecionales son, en ese sentido, paradigmas de este modo de
enfocar la discrecionalidad . Esta concepción de la discrecionalidad, que identifica a ésta, como ha
señalado la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con la falta de norma determinante o laguna
legal, pertenece a la historia del derecho administrativo. Hoy es un valor incorporado al Estado de
Derecho, la consideración de la discrecionalidad como un margen de apreciación conferido
normativamente a la actuación administrativa, como una posibilidad de elección doblemente
juridizada: primero, en tanto toda potestad, incluso la discrecional, presupone la existencia de la
norma atributiva y, segundo, en cuanto el propio despliegue de la potestad discrecional debe
sujetarse a límites jurídicos impuestos por el ordenamiento. Como ha indicado SESIN, la
discrecionalidad es 'una modalidad de ejercicio que el orden jurídico expresa o implícitamente
confiere a quien desempeña la función administrativa', con el objeto de que a través de una
'apreciación subjetiva del interés público comprometido, complete, creativamente, el ordenamiento
en su concreción práctica, seleccionando una alternativa entre varias igualmente válidas'. A partir
de la juridización de la discrecionalidad, su control judicial deriva como una consecuencia lógica,
habida cuenta de que ese control se realiza, justamente, por medio de un juicio de valor en el cual
se mide el grado de adecuación de la conducta administrativa a la juridicidad. GARCÍA DE
ENTERRÍA ha escrito, en ese sentido, páginas insuperables en las que expone el camino recorrido
por el derecho administrativo en la conquista de espacios de control jurisdiccional de la actividad
administrativa discrecional. Sólo cabe, ahora, recordar que ese iter estuvo constituido,
sucesivamente, por el señalamiento de la existencia de elementos reglados en el acto discrecional
(competencia, forma y, especialmente, fin), por el control a través de los hechos determinantes y,
finalmente, de los principios generales del derecho. Ello, sin perjuicio del empleo de la técnica, de
origen germánico, de los conceptos jurídicos indeterminados, en tanto instrumento apto no ya para
consagrar un nuevo modo de control jurídico de la discrecionalidad, sino para excluir la existencia
de ésta en supuestos tradicionalmente incluidos en su ámbito (ver infra, texto y nota 37). 4 El
reconocimiento de la discrecionalidad 4.1. La estructura técnica de la norma que atribuye
discrecionalidad Como se ha indicado en la doctrina, 'es muy variopinto el vestuario del que se vale
la discrecionalidad administrativa para exhibirse'. Por nuestra parte, apreciamos que un criterio útil
para el reconocimiento de la discrecionalidad —sin pretender agotar con él los supuestos de ésta—
es el propiciado por el autor español MOZO SEOANE, quien, a su vez ha seguido en esto las ideas
de GALLEGO ANABITARTE . En el marco conceptual brindado por los autores citados, es, en
efecto, fundamental, para ubicar el fenómeno de la discrecionalidad, indagar en la estructura lógica
de la norma jurídica. Pues bien, al amparo del pensamiento del autor alemán KARL LARENZ,
citado por MOZO SEOANE, es posible afirmar que, como regla, la proposición normativa se
presenta con la forma lingüística de una proposición declarativa. Así como en esta última se
distinguen tres elementos: el sujeto, el predicado y la cópula en tanto coordinación, unión o
conexión de sentido entre el primero y el segundo, en la proposición normativa es asimismo posible
hallar un supuesto de hecho (sujeto), una consecuencia jurídica (predicado) y una función
coordinadora cuya significación sería —al decir de LARENZ— la de una orden de validez. La
cópula, es decir, el factor de enlace o unión entre el antecedente y el consecuente —para utilizar la
terminología propia de los juicios lógicos— determina el sentido de la regulación en cualquier
norma, y, por tanto, también en las administrativas. Y, en este último ámbito, ese elemento
vinculante entre el supuesto y la consecuencia viene, precisamente, a definir la existencia típica de
la discrecionalidad cuando aquélla (la consecuencia) es unida a aquél (el supuesto de hecho o
antecedente) de forma potestativa u optativa, de modo que la propia norma asigna validez a por lo
menos dos consecuencias igualmente justas. La conexión potestativa entre el supuesto y la
consecuencia, habilita, pues, la opción de actuar, o no, y puede, incluso, significar la posibilidad de
escoger diversas alternativas de acción. Esta posibilidad de elección entre actuar o no y, en el
primer caso, de optar entre varias alternativas igualmente válidas es, pues, la esencia, el núcleo
íntimo de la decisión discrecional. Cabe, sin embargo, puntualizar que en determinadas
circunstancias, el empleo de la locución podrá, como pauta típicamente indicadora de
discrecionalidad, no necesariamente conducirá a ésta. De todos modos, tales situaciones no
alcanzan a enervar la validez del planteo general aquí expuesto el cual es, como antes expresamos
muestra típica, aunque no exclusiva, de discrecionalidad. Por lo demás, corresponde también
puntualizar que si bien con este análisis es viable determinar, prima facie, la existencia de una
potestad discrecional, ello no excluye la consideración necesariamente casuística de la cuestión
toda vez que la posibilidad de elegir debe también existir en la realidad de los hechos. 4.2. La
atribución textual de discrecionalidad Ciertamente, la atribución administrativa de elegir entre
actuar, o no, frente al supuesto de hecho y, en su caso, de hacerlo en los diversos sentidos
autorizados por la norma, no excluye las situaciones en las que ésta, lisa y llanamente, confiere al
exclusivo —bien que nunca susceptible de ser entendido como absoluto— juicio subjetivo del
administrador esas posibilidades de elección. Son los casos que la doctrina que venimos siguiendo
denomina atribución textual de discrecionalidad, porque ésta surge de la propia letra de la norma .
4.3. Conceptos jurídicos indeterminados y discrecionalidad Se ha afirmado que constituye un error
de penosas consecuencias para la historia de las garantías jurídicas confundir la presencia de
conceptos jurídicos indeterminados en las normas que ha de aplicar la Administración con la
existencia de apoderamientos discrecionales a favor de ésta. Lo singular de estos conceptos radica
en que su calificación en una circunstancia concreta no puede ser más que una: o se da o no se da
el concepto; la autoridad administrativa tiene, ante él, sólo una solución justa posible: la urgencia
existe, o no; el precio es justo, o no; la conducta es de buena fe, o no. Ante estos conceptos, la
Administración no puede determinar su contenido según su criterio, porque la operación constituye
un proceso cognoscitivo o de mera comprobación, sin perjuicio del margen de apreciación que
también parece estar presente en ellos, el cual, sin embargo, ninguna relación guarda con la
discrecionalidad, que, ante tales conceptos queda, en rigor, excluida. Distinta es, en cambio, la
situación en la potestad discrecional, porque la esencia de ésta consiste, justamente, en la
pluralidad de soluciones posibles, todas igualmente válidas. Aquí, la Administración desarrolla una
actividad volitiva, de valoración. En el concepto jurídicamente indeterminado la abstracción del
concepto contenido en la norma se complementa con la remisión por ésta, para su determinación
concreta, al criterio valorativo o empírico —vulgar o técnico— del administrador, cuya función es, en
estos casos, precisar, determinar el supuesto concreto al cual el concepto se refiere. Lo esencial
del concepto jurídico indeterminado está, entonces, en que la indeterminación del enunciado no se
traduce en una indeterminación de sus aplicaciones, las cuales sólo habilitan una 'unidad de
solución justa' en cada caso. En la discrecionalidad, por el contrario, la autoridad administrativa
puede escoger entre varias alternativas, todas igualmente válidas; la potestad discrecional no
coloca a la administración ante un mero proceso de subsunción legal, sino frente a una libertad de
elección entre indiferentes jurídicos. Más allá de su posición sobre el tema, SÁNCHEZ MORÓN
explica con precisión la diferencia: el ejercicio de la potestad discrecional no es un proceso
intelectivo de aplicación de la ley, es decir, un proceso enteramente guiado por el razonamiento
jurídico, sino que es, simultáneamente, un proceso volitivo de decisión. 4.4. Conceptos jurídicos
indeterminados, discrecionalidad y estructura lógica de la norma jurídica Las diferencias
conceptuales expuestas precedentemente, son no sólo compatibles con la estructura lógica de la
norma jurídica antes enunciada, sino, además, combinables dentro de ella. Por eso, la reiterada
afirmación de la doctrina, señalando que, en rigor, no hay facultades ni actos puramente reglados o
discrecionales. Ello es así, en la medida en que los conceptos jurídicos indeterminados y la
habilitación de discrecionalidad pueden aparecer tanto en el antecedente de la norma como en su
consecuente, o bien en ambos, sin perjuicio de la discrecionalidad que pueda generar la propia
cópula que une a tales elementos. El antecedente contiene previsiones regladas a través de
conceptos jurídicos determinados o indeterminados y también discrecionalidad; esta última en tanto
el supuesto de hecho sea configurable por la Administración con arreglo a hechos verificables y
valorados razonablemente. El consecuente, a su vez, puede estar determinado en forma reglada,
pero, también, discrecional, sea como posibilidad de actuación, o no (discrecionalidad de
actuación), sea como posibilidad de acción a través de varias alternativas (discrecionalidad de
elección), las cuales, por su parte, pueden configurarse con conceptos jurídicos indeterminados. En
el marco conceptual expuesto, es viable, entonces, aceptar que el antecedente de la norma se
integre con conceptos jurídicos indeterminados o pautas regladas y, en su caso, con
discrecionalidad, enlazado, discrecional o regladamente, con el consecuente, configurado, a su vez,
con conceptos jurídicos indeterminados y/o pautas regladas y, en su caso, con discrecionalidad.
Nuestro punto de vista viene, así, a coincidir, en parte, con la llamada teoría reduccionista de la
discrecionalidad en tanto reconoce la posibilidad de ésta en las consecuencias jurídicas (aunque
dicha teoría limita la discrecionalidad sólo a éstas, ver nota 26). Y coincide, también parcialmente,
con la teoría unitaria de la discrecionalidad, al aceptarla no sólo en el ámbito de las consecuencias
jurídicas de las normas, sino, también, en su supuesto de hecho (por nuestra parte no negamos,
como ocurre con algunos autores que se enrolan en esta concepción, la distinción categorial entre
conceptos jurídicos indeterminados y discrecionalidad). Diferimos, en cambio, con la idea de
quienes, como BACIGALUPO, sostienen que la discrecionalidad sólo puede ubicarse en los
supuestos de hecho imperfectos o inexistentes de las normas, precisados o creados por el
administrador con arreglo a criterios objetivos excluyentes de la libertad de actuación o elección,
según el caso. Pensamos, en efecto, que aun cuando en ciertas situaciones la configuración del
supuesto de hecho es, efectivamente, completada, o realizada íntegramente por la Administración,
con base en pautas objetivables que excluyen la discrecionalidad de actuación o elección; nada
impide que esta última subsista cuando el supuesto de hecho esté constituido por el criterio
subjetivo del administrador de cara a una realidad fáctica en sí misma indubitable, pero valorada
subjetivamente. Esto no implica aceptar la arbitrariedad en el actuar administrativo, ni propiciar
tratamientos no igualitarios, en la medida en que tanto el antecedente como el consecuente deben
resistir el test de su confrontación con los principios generales del derecho. En suma, entendemos
que se configura la discrecionalidad cuando una norma jurídica confiere a la Administración Pública,
en tanto gestora directa e inmediata del Bien Común, potestad para determinar con libertad el
supuesto de hecho o antecedente normativo y/o para elegir, también libremente, tanto la posibilidad
de actuar, o no, como de fijar, en su caso, el contenido de su accionar (consecuente), todo dentro
de los límites impuestos por los principios generales del derecho. La esencia de la discrecionalidad
viene, así, a radicar en una libertad de elección conferida por la norma a la Administración, para
que ésta, dentro de los límites que imponen los principios generales del derecho, determine cuándo
actuará, si lo hará, o no, y, en su caso, con qué contenido. 5 El control judicial de la
discrecionalidad Antes dijimos que el control judicial de la discrecionalidad administrativa es una
derivación lógica del encuadre de ésta en el marco del principio de juridicidad de la Administración
Pública. También recordamos el itinerario recorrido en la afirmación de ese control: elementos
reglados del acto, hechos, principios generales del derecho. Planteamos, asimismo, la técnica de
los conceptos jurídicos indeterminados como instrumento de exclusión de la discrecionalidad.
Adelantamos, desde ya, que a nuestro juicio, tanto el control de los elementos reglados del acto
como la verificación judicial de los hechos invocados, no implican control de la discrecionalidad en
sí misma, sino, en todo caso, de aspectos jurídicamente reglados de la decisión discrecional.
Superada la concepción de la discrecionalidad como actividad administrativa incondicionada
jurídicamente, su esencia radica, como antes expresamos, en una libertad de determinación y/o
elección autorizada por el ordenamiento, pero, al mismo tiempo, limitada por éste. La problemática
fundamental del control judicial de la discrecionalidad debe, entonces, centrarse, en la procedencia
y alcances del enjuiciamiento de la libertad en la que ella consiste. Lo expuesto no implica, en
modo alguno, desconocer la importancia histórica de la apertura del control respecto de los
aspectos reglados del acto y de los hechos relevantes —a los cuales nos referiremos
seguidamente—; sin embargo, esa incursión judicial no penetra la esencia, la entraña del juicio de
discrecionalidad. Elementos reglados y hechos pudieron constituir, y de hecho hoy constituyen
ámbitos ganados para la juridicidad de un accionar estatal originariamente excluido, en bloque, del
control jurisdiccional. Sin embargo, pese a su significación axiológica, no apuntan, al menos
directamente, como se verá, al meollo de la discrecionalidad. 6 Los elementos reglados del acto Es
evidente que en tanto se trate de elementos esenciales reglados, el Juez deberá establecer,
simplemente, el grado de cumplimiento de los requerimientos normativos exigentes de una
conducta administrativa predeterminada concretamente. Competencia (quién), causa (por qué),
objeto (qué) y forma (cómo) en sentido amplio, en los tres casos en lo pertinente y fin (para qué),
deberán resistir el examen jurisdiccional pleno. De no concurrir esa resistencia y ser los vicios
graves excluyentes del elemento, o de gravedad equivalente, se impondrá la nulidad absoluta del
acto. Con este control, la elección discrecional no es examinada en sí misma. Se trata sólo de un
juicio lógico jurídico de comparación entre la norma y los requisitos del acto, en tanto aquélla
determina, respecto de éste, regladamente, sus marcos competencial; causal de objeto y formal, en
lo pertinente y teleológico. 6.1. Motivación y discrecionalidad En el elemento forma debe
considerarse incluida la motivación, definida ésta como la exteriorización en el acto de su causa y
de la finalidad (art. 7º, inc. e, LPA). La LPA, orientándose en la doctrina más moderna y sin formular
distinción alguna, la erige en un requisito esencial del acto administrativo. Siendo así, la ausencia
de motivación o la existencia en ella de un vicio grave, determina, según se desprende del art. 14,
inc. b de la LPA, la violación de una forma esencial y por ende la nulidad absoluta del acto
respectivo. No parece, sin embargo, irrazonable aceptar que la motivación pueda surgir no sólo del
texto mismo del acto —motivación contextual— sino, también, de sus antecedentes, incluyendo, en
ese supuesto, tanto el caso del acto creado exclusivamente como complemento del principal, como
el del procedimiento autónomo al cual este último hace referencia. Así la han aceptado, en general,
la jurisprudencia administrativa y judicial. Consideramos, no obstante, inadmisible, la motivación
posterior al acto, porque tal posibilidad implicaría aceptar el saneamiento de un acto nulo, de
nulidad absoluta. Ahora bien, aun cuando la motivación tiene importancia en el caso de los actos
dictados en ejercicio de facultades regladas, porque permite determinar la corrección del encuadre
fáctico normativo de la decisión, su estricta configuración —de los modos que hemos valorado
como aceptables— es, sin embargo, particularmente exigible, cuando aquél es dictado en el marco
de facultades discrecionales, pues éstas deben hallar en aquélla el cauce formal convincentemente
demostrativo de la razonabilidad de su ejercicio. En la motivación de los actos discrecionales, la
autoridad se justifica ante el administrado y se justifica también ante sí misma . Por eso, en nuestra
opinión, un acto emitido en ejercicio de poderes discrecionales, carente de motivación o con una
motivación defectuosa equivalente a la carencia, es nulo, de nulidad absoluta e insanable, en los
términos del art. 14, inc. b, de la LPA. Se está, pues, ante un aspecto claramente reglado. Pese a
ello, la jurisprudencia de la Corte Suprema, en cuestiones de empleo público, la relativiza a tal
punto que, en buena medida, la excluye como elemento esencial y lo hace, además, en relación
con el ejercicio de potestades discrecionales. Así, en materia de prescindibilidades de agentes
estatales ha dicho que, en tanto el acto respectivo disponga el pago de una indemnización, no
corresponde investigar cuáles han sido sus causales determinantes. Se orienta, asimismo, en las
mismas aguas doctrinales, la jurisprudencia del Alto Tribunal que, respecto de la privación de
funciones de conducción al personal de la ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires e,
incluso, en relación con la propia separación de dicho personal, acepta como motivación suficiente
de los actos que las disponen la mera invocación de las normas legales que dan sustento a la
potestad ejercida. Decisiones jurisdiccionales de esa índole contribuyen a la arbitrariedad
administrativa, en tanto convalidan actos sin más sustento que la voluntad de quien los emite. 6.2.
Hechos determinantes Aun la hipótesis más amplia de discrecionalidad normativa —en el supuesto
de hecho y en el consecuente— debe ser construida, necesariamente, sobre la base de hechos,
conductas o acontecimientos verificables objetivamente y susceptibles, por consiguiente, de pleno
control judicial. Esto implica que, si los hechos, conductas o acontecimientos previstos por la norma
no existen, el acto será, inevitablemente, inválido. No cabe, en este aspecto, elección discrecional:
el mundo de los hechos no puede ser y no ser al mismo tiempo. En este terreno el control judicial
debe ser, también, pleno, imponiéndose, en su caso, la nulidad absoluta del acto. Tampoco parece
dubitable que, en este caso, la libertad administrativa permanece intocada en sí misma, aun cuando
pueda ser descalificada a raíz de su inexistente o insuficiente sustento fáctico. 7 Los principios
generales del derecho Es, a nuestro modo de ver, en este punto en el cual la libertad electiva en la
que la discrecionalidad consiste es colocada, efectivamente, de cara a la juridicidad. Hemos
expresado que la esencia de la discrecionalidad, su núcleo íntimo, radica en cierta libertad electiva
otorgada por la norma a la Administración. El espectro electivo puede estar parcialmente reglado,
como ocurre cuando se predeterminan, concretamente, el supuesto de hecho y/o el consecuente,
dentro de un enlace o cópula facultativo. La elección, instrumentada en un acto correctamente
estructurado en los aspectos referidos a la competencia, el objeto, la forma y el fin —en tanto
reglados— y sustentado en los hechos invocados, es, en principio, libre. Y lo es, además,
negativamente: el acto sólo podría ser descalificado si la elección en él contenida colisionara con
los principios generales del derecho, tal como en su momento los entendimos. Estos son los límites
propios de la discrecionalidad, y no otros. En el fondo, más allá del progreso en el control de los
aspectos reglados del acto, la discrecionalidad, en tanto elección, es libre, aunque no
absolutamente libre, sino limitada negativamente por los principios generales del derecho. Y
decimos negativamente, porque, salvo situaciones excepcionales, no es posible, ni en rigor
deseable derivar de los principios generales del derecho una vinculación positiva para la
Administración y habilitante, por tanto, de una única solución. Ahora bien, lo dicho no obsta para
que, de violarse los límites jurídicos de la discrecionalidad, el acto resulte inválido y así lo declare el
Juez si es llamado a pronunciarse sobre la cuestión. La libertad administrativa, como se advierte,
no es la del particular, quien sí puede, por el contrario, actuar con criterios ilógicos o irrazonables,
aun cuando, también en su ámbito, se hacen sentir, hoy en día, las consecuencias legislativas de
criterios que tienden a elevar el contenido ético de las relaciones jurídico-privadas (v.gr.
inhabilitación del pródigo, abuso del derecho, etc). La elección libre en la que la discrecionalidad
consiste se ejerce, pues, con arreglo a parámetros no jurídicos, pero de cara a los principios
generales del derecho que tienen, frente a aquélla, un poder de veto neutralizante de la validez de
los comportamientos que los contradigan. A la luz de las ideas expuestas, resulta entonces
criticable la tradicional jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de acuerdo con
la cual la actividad discrecional de la Administración es, principio, irrevisable judicialmente. La
afirmación procedente es, en cambio, desde nuestro punto de vista, la siguiente: el núcleo de la
decisión discrecional habilitada por la norma es, en principio, libre jurídicamente, pero revisable, en
plenitud, en el marco de los principios generales del derecho en tanto límites negativos de aquella
libertad. 8 La discrecionalidad técnica Una cuestión singularmente controvertida, que ha merecido
desarrollos importantes en especial en la doctrina italiana es la relativa a la que se ha dado en
llamar discrecionalidad técnica. Aun cuando, como dijimos, la noción está discutida, puede
afirmarse que, en general, se acepta que aquella se configura cuando la norma atribuye a la
Administración potestad para actuar con arreglo a criterios suministrados por saberes
especializados, sean ellos derivados de las ciencias puras o aplicadas . En su momento,
MARIENHOFF señaló, entre nosotros, la inexistencia de la denominada discrecionalidad técnica,
pues, a su juicio, en tanto un acto deba basarse en informes científicos o técnicos incontrovertibles,
él es, respecto de su contenido, reglado y no discrecional, porque las conclusiones de ese informe
o dictamen configuran los hechos a considerar para la emisión del acto. Sin embargo, salvo los
casos de conclusiones científicas o técnicas unívocas, y excluyentes, por ende, de toda
controversia, lo cierto es que, incluso en esos ámbitos de conocimientos especializados, no es
descartable la existencia de varias soluciones, de entre las cuales la Administración debe elegir
una, con criterio no técnico. Por otra parte, aun la sujeción del accionar administrativo a un
supuesto de hecho técnico unívoco, no determina tampoco, inevitablemente, un contenido reglado,
porque la norma puede atribuir discrecionalidad de elección respecto del consecuente (objeto del
acto), configurándose, así, lo que se ha dado en llamar discrecionalidad subsiguiente a la
verificación de datos técnicos . Por eso, en nuestra opinión, la necesidad de acudir a la ciencia o a
la técnica para la emisión de un acto administrativo no excluye, necesariamente, la
discrecionalidad. Puede, entonces, existir actividad administrativa fundada en razones científicas o
técnicas, que generarán, o no, discrecionalidad, según su grado de univocidad y/o de su
vinculación con un objeto reglado, o no. Desde esta perspectiva, entonces, la denominada
discrecionalidad técnica será, en rigor, una especie de la discrecionalidad en general, cuando el
accionar administrativo, cumplido con arreglo a parámetros científicos o técnicos, reconozca, en
éstos, más de una posibilidad, o cuando, siendo la valoración técnica unívoca, esté ligada a una
actuación elegible. 9 Los poderes del juez en el control No es discutible que si un Juez decide
anular la denegatoria ilegítima de un beneficio jubilatorio ordinario, está también habilitado para
ordenar a la Administración su otorgamiento. Del mismo modo que podría disponer que una
Universidad Estatal acuerde un título arbitrariamente denegado a un estudiante. Ambos ejemplos
se inscriben, como es evidente, en el marco de la actividad reglada, en tanto la conducta
administrativa debida está en ellos concretamente predeterminada. Es más: supuesto, por ejemplo,
que el concepto de desamparo social, utilizado por una norma asistencial para hacer exigible cierta
ayuda estatal, fuera considerado un concepto jurídico indeterminado, y, en tal carácter, se lo
valorara ilegítimamente desconocido en un caso concreto, tampoco sería discutible que el Juez
podría, en esa situación, disponer el cumplimiento, por la Administración, de la consecuencia
jurídica indebidamente denegada. Es que, como ya antes quedó enunciado, el concepto jurídico
indeterminado —más allá de su hálito de penumbra y de su zona de certeza negativa— importa un
caso de interpretación y aplicación legal, de subsunción normativa y no de apreciación discrecional.
La integración del concepto jurídico indeterminado es, pues, un proceso reglado, plenamente
controlable y sustituible en su fiscalización judicial. ¿Sería, en cambio, admisible, un accionar
judicial similar si la ilegitimidad administrativa derivara de una adjudicación contractual, prevista, en
la norma, para la oferta más conveniente, pero viciada, en la realidad, por desviación de poder; de
un concurso universitario convocado para seleccionar al postulante más idóneo, pero
arbitrariamente resuelto; de una sanción disciplinaria de cesantía, contemplada como reproche
máximo respecto de cierta clase de faltas, pero nula por exceso de punición o, eventualmente, de
una revocación contractual por razones de oportunidad, mérito o conveniencia, inválida a causa de
la irrazonable valoración de los hechos invocados? A nuestro juicio, ninguno de los supuestos
enunciados pone en juego el ejercicio de potestades construidas con conceptos jurídicos
indeterminados; no lo son, en efecto, ni el de oferta más conveniente, ni el de postulante más
idóneo, ni la posibilidad de aplicar hasta la sanción disciplinaria de cesantía a un agente estatal,
frente a cierta clase de faltas, ni, por fin, la de revocar por razones de oportunidad, mérito o
conveniencia, un contrato administrativo. En todos los casos, el accionar de la Administración
excede el mero proceso reglado de constatación o comprobación, de juicio o de cognición que
conduciría a una única solución justa, y se introduce, claramente, en un ámbito estrictamente
valorativo en el que la autoridad administrativa ejerce su libertad electiva, con arreglo a criterios no
jurídicos: políticos, científicos, técnicos o de otro orden. Dentro de los límites genéricos de los
principios generales del derecho, optará por una oferta; seleccionará un concursante, escogerá una
sanción o valorará si procede o no la revocación del contrato. Si se descarta, por tanto, que los
conceptos utilizados en las normas pertinentes —licitatorias, concursales, disciplinarias o
contractuales— sean jurídicamente indeterminados y se admite, en consecuencia, que ellos
habilitan actividad discrecional ¿podría el Juez, después de anular la opción realizada por la
Administración, con fundamento en la violación, por ésta, de los principios generales del derecho,
practicar su propia elección y ordenar a la Administración que adjudique, designe, aplique una
determinada sanción o continúe con el contrato? ¿Podría el Juez, en efecto, de constatar la
desviación de poder consumada con la decisión administrativa adjudicatoria, anular ésta y disponer
la adjudicación a favor del oferente impugnante, autor, a su juicio, de la propuesta más conveniente
y, por ello, ilegítimamente desplazado? ¿Estaría el Juez habilitado, con sustento en la arbitrariedad
de la valoración realizada por el Jurado, para sustituir el criterio de éste, ordenando la designación
del postulante, en su opinión, más idóneo? ¿Entraría en el ámbito de las facultades jurisdiccionales
anular la sanción disciplinaria y disponer que la Administración aplique otra distinta, individualizada
en la sentencia; o, directamente, imponer en el fallo la que se considere justa?. ¿Asistiría al órgano
judicial la potestad de condenar a la Administración la continuidad del contrato ilegítimamente
revocado, de considerar que los hechos invocados para la extinción han sido irrazonablemente
valorados por la autoridad administrativa? O, si se quiere enfocar la cuestión desde la perspectiva
del particular y su pretensión: ¿puede ser objeto de ésta que el Juez lo elija como adjudicatario o
profesor, o le cambie la sanción disciplinaria o lo reinstale como contratista? La respuesta no puede
sino ser negativa, en la medida en que, de sentarse una conclusión contraria, se estaría habilitando
al Juez a sustituir al administrador en el ejercicio de las funciones que le son propias. Habría, pues,
una doble sustitución, en ambos casos improcedente. En primer lugar, obligando a la autoridad
administrativa a concretar una actividad que, en rigor, no le es jurídicamente exigible. En efecto,
¿está el administrador obligado a contratar? ¿No es, acaso, un principio general habitualmente
recogido en forma expresa en las normas licitatorias, la autorización al licitante para revocar el
llamado hasta el momento de la adjudicación? Y si ello es así ¿cómo podría el Juez disponer que la
Administración adjudique a quien él ha elegido? El razonamiento anterior ¿no es igualmente
aplicable al supuesto del concurso, si en las normas pertinentes se contienen previsiones similares?
¿Es compatible con la conducción administrativo disciplinaria inherente a la Jefatura de la
Administración que el Juez disponga, per se, la imposición de una determinada sanción
disciplinaria? Y en el caso del contrato revocado ¿podría el contratista agraviado pretender la
continuidad del contrato? ¿Cómo se conciliaría esa pretensión con la legítima potestad
administrativa de revocar el contrato por razones de oportunidad, mérito o conveniencia? Por otra
parte: ¿cambiaría la respuesta a los referidos interrogantes si se admitiera, por vía de hipótesis, que
la consecuencia jurídica prevista, en cada caso, por la norma, responde a la técnica de los
conceptos jurídicos indeterminados —oferta más conveniente, postulante más idóneo, sanción
hasta la cesantía, inadecuación del contrato a las exigencias actuales del interés público— y se
aceptara, por ende, también hipotéticamente, que el administrador sólo pudiera optar por una única
solución justa posible? La respuesta resulta indudablemente negativa porque las posibilidades de
adjudicar o no, de designar al postulante o no, de escoger el reproche disciplinario, de continuar
con el contrato o no, conforman, aun cuando el eventual contenido de la acción sea reglado,
situaciones típicas de discrecionalidad de actuación que obstan a que el Juez, más allá de la
anulación del acto, pueda sustituirse al criterio del administrador, decidiendo, en su lugar, adjudicar,
cubrir vacantes docentes, sancionar disciplinariamente o continuar una contratación. En segundo
lugar, al reemplazar el Juez al Administrador en la elección del curso de acción a seguir, aquél
asume el ejercicio de una función valorativa que la norma atribuye a la Administración. La Justicia
aparecería, así, en los ejemplos propuestos, eligiendo a los contratistas del Estado o a los
profesores universitarios, administrando la justicia disciplinaria administrativa o valorando la
oportunidad, mérito o conveniencia del accionar administrativo. Una actuación jurisdiccional así
concebida sería violatoria del principio de división de poderes, porque con ella la Justicia asumiría
una función valorativa que no le es propia. La discrecionalidad, ha puntualizado PAREJO
ALFONSO, no puede ser entendida como ámbito de decisión administrativa puramente provisional,
recaída siempre a reserva de la posibilidad de otra definitiva y distinta del juez. No compete, por
ello, al Juez, reconstruir el proceso valorativo realizado por el administrador; sólo le asiste, en
nuestra opinión, la posibilidad de determinar si la decisión adoptada por éste está debidamente
justificada. Y el alcance del auxilio pericial del Juez, en estos casos, no podrá ir tampoco más allá
del análisis de esa justificación, sin incursionar en la valoración volitiva derivada de otras
alternativas. Lo dicho no debe interpretarse, sin embargo, como justificativo de decisiones judiciales
en las cuales el control se autoinhibe consagrando verdaderas renuncias al rol institucional de la
Justicia. Se trata, sin duda, de una cuestión en la cual es necesario procurar un delicado equilibrio,
porque para la república es tan pernicioso consagrar la irrevisibilidad de la discrecionalidad
administrativa, como su control sustitutivo por la Justicia. Tan grave es, pues, una administración
incontrolada como una justicia politizada.

También podría gustarte