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219 kilómetros cumplen 80 años de feliz acuerdo

Por: Joaquín Mattos Omar

Apenas cinco años después de la firma del Tratado de Límites de 1941 entre
Colombia y Venezuela, conocido como el Tratado López de Mesa-Gil Borges –del
cual se cumplen 80 años este cinco de abril–, el joven juglar vallenato Rafael
Escalona compuso “El chevrolito” y “Paraguachón”, dos canciones que revelaban la
enorme importancia que para La Guajira y la vieja comarca del valle de Upar tenía
ya la frontera con la hermana república, en particular para la práctica de una
antigua operación económica de la que vivían muchos por esos rumbos: el
contrabando.
El contrabando, como el propio Escalona le contaría tiempo después a
Consuelo Araujonoguera1, era un “oficio mercantil” que “en esa época estaba
protegido y ‘legalizado’ por algo más poderoso que la ley, que era la fuerza de la
costumbre”. Y ello era así no sólo en esa parte de la Región Caribe que colinda con
Venezuela, sino en todos los departamentos y territorios nacionales que también
tienen límites con este país.
De modo que por entonces demarcar con precisión los más de 2.000
kilómetros de frontera terrestre que comparten las dos naciones era una necesidad
imperiosa, ya que establecer dónde terminaba un Estado y dónde comenzaba el
otro era la condición previa para fijar las normas destinadas a regularizar su
intercambio comercial, así como sus demás relaciones de vecindad y convivencia. 
Fue por eso que los gobiernos de Eduardo Santos, presidente de Colombia, y
del general Eleazar López Contreras, presidente de Venezuela, decidieron acordar
un tratado que resolviera en forma definitiva todas las diferencias que sobre
materia de límites exitían todavía entre los dos países.
En rigor, el tratado constituía la fase culminante de un largo proceso de
negociaciones fronterizas. Para algunos, tal proceso diplomático se remontaba a
1831, año en que se disolvió la República de la Gran Colombia, de la cual habían
hecho parte los territorios de los dos pueblos unidos en uno solo, pues la ruptura
dio lugar al surgimiento, a un lado, de la República de la Nueva Granada; y al otro,
del Estado de Venezuela, y, por consiguiente, a la aparición de un problema: la
definición de sus linderos. Para otros, que se enfocaban en los antecedentes más
inmediatos, el proceso de discusiones sobre el deslindamiento de los dos países
llevaba sólo 50 años, contando a partir del Laudo Arbitral de la Reina María
Cristina de España, que en Madrid, el 16 de marzo de 1891, declaró la forma en que
quedaba determinada “la línea de frontera en litigio entre la República de Colombia
y los Estados Unidos de Venezuela”.
El Laudo de la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena –que ejercía la
regencia en nombre del verdadero rey, su hijo Alfonso XIII, que era menor de
edad– no zanjó por completo el diferendo limítrofe, lo que condujo a que se
recurriera a la intervención arbitral del Consejo Federal Suizo, que, en sentencia
del 24 de marzo de 1922 dictada en Berna, decidió qué secciones y tramos de la
frontera trazada por el Laudo español eran válidos y podrían ejecutarse, y cuáles
debían deslindarse y amojonarse según el criterio técnico de la Comisión de
Expertos Suizos integrada a los pocos días para tal efecto.
Los expertos suizos realizaron su tarea durante dos años, pero la
suspendieron en 1924 debido a las dificultades que surgieron para fijar la línea
divisoria en los sectores del río de Oro y del río Catatumbo, en Norte de Santander.
En 1928, dos comisiones mixtas conformadas por las cancillerías de ambos países
reanudaron la demarcación, empresa que se llevó a cabo con éxito, salvo por
algunas discrepancias concretas que se superaron mediante notas y convenios
diplomáticos. Por fin, el 17 de diciembre de 1939, día de un nuevo aniversario de la
muerte de Simón Bolívar, los dos gobiernos firmaron en Bogotá un Tratado de No
Agresión, Conciliación y Arbitraje y sus respectivas cancillerías cruzaron cordiales
mensajes de unidad.
Todo estaba listo para una solución final. Sólo faltaba confirmar todos los
pactos acordados hasta entonces y concluir en lo poco que aún faltaba el trabajo de
alindamiento mediante un tratado de carácter definitivo e irrevocable. Y ése fue
justamente el Tratado de Demarcación de Fronteras y Navegación de los Ríos
Comunes entre Colombia y Venezuela, que, en una ceremonia solemne realizada en
el templo histórico del municipio de Villa del Rosario, a escasos kilómetros de
Cúcuta –recinto donde 120 años atrás se había celebrado el Congreso que ratificó la
creación de la Gran Colombia–, firmaron los cancilleres Luis López de Mesa y
Esteban Gil Borges, como representantes plenipotenciarios de los gobiernos de
Colombia y Venezuela, respectivamente, a las nueve de la mañana del sábado 5 de
abril de 1941. También firmaron el instrumento el embajador de Colombia en
Caracas, Alberto Pumarejo, y el embajador de Venezuela en Bogotá, José Santiago
Rodríguez.
Dos días antes, a las 7:45 de la noche del jueves 3, el presidente de Colombia,
Eduardo Santos, y su esposa, Lorenza Villegas de Santos, habían salido de la Casa
de Nariño acompañados de una comitiva, emprendiendo un viaje que se dispuso
por carretera con el objetivo de que fueran saludados por las gentes de las
poblaciones situadas en el recorrido. Luego de pernoctar en Tunja, la delegación
presidencial arribó a Cúcuta a las 8:45 de la noche del viernes 4, en medio de una
concurrida manifestación.
Ese mismo viernes, unas 11 horas antes, a las diez de la mañana, los
ministros López de Mesa y Gil Borges se habían dado un efusivo abrazo en el
puente internacional Simón Bolívar, situado sobre el río Táchira. López de Mesa,
de 56 años, era un médico, escritor y académico antioqueño muy reconocido en
Colombia, donde era llamado respetuosamente el “profesor”; Gil Borges, nacido en
Caracas, tenía 62 años, era abogado y también académico, y llevaba más de 40 años
desempeñándose en el servicio exterior de su país.
El hecho fue noticia de primera plana en los principales diarios de ambos
países, no obstante que los despachos internacionales sobre la Segunda Guerra
Mundial eran los que solían acaparar por aquellos días la atención del público. El
Tiempo, de Bogotá, lo calificó como “uno de los acontecimientos más
trascendentales e importantes de la vida internacional de América”. En Nueva
York, los consulados generales de Colombia y Venezuela lo celebraron mediante un
almuerzo. En Santa Marta, el Concejo en pleno de la ciudad colocó una corona
floral en la estatua de Bolívar ubicada en la Quinta de San Pedro Alejandrino.
Desde la firma del tratado de 1941, no ha habido más dicusiones sobre el
trazado de la frontera terrestre, sino sólo sobre los límites marítimos. Es decir,
Colombia y Venezuela llevan 80 años de completo acuerdo sobre los límites que
separan los territorios de ambos países, salvo los concernientes al golfo de
Venezuela, sobre los que todavía hay discordia. Sin embargo, esos 2.219 kilómetros
de frontera terrestre han sido fuente de otros problemas.
A las tradicionales e históricas complicaciones causadas por el contrabando,
actividad que ha alcanzado un altísimo incremento en torno a la gasolina y unas
dimensiones de gravedad que no tenía en la época en que era tema de las canciones
de Rafael Escalona, se han sumado en décadas posteriores los conflictos relativos a
los flujos migratorios ilegales –en principio de Colombia a Venezuela y, en años
recientes, en sentido contrario–, al narcotráfico, a la guerrilla y al paramilitarismo.
Todo esto ha llevado no sólo a un profundo deterioro de las relaciones binacionales,
sino a que éstas hayan experimentado unos niveles de tensión nunca antes vistos.
En efecto, a lo largo de las últimas dos décadas, se han producido diversas crisis y
confrontaciones diplomáticas entre las dos naciones, lo que ha incluido el cierre
mismo y la militarización de la frontera.
Este complejo e inestable estado de cosas ha afectado en grado sumo a la
numerosa población que habita por ambos lados en la extensa zona contigua a la
línea divisoria, que comprende siete departamentos de Colombia y cuatro estados
de Venezuela.
De modo que hace ocho décadas las relaciones entre las dos patrias que
Bolívar soñó como una sola dieron un decisivo paso adelante: eliminar toda posible
disputa por cuestión de límites terrestres. El trazado de la frontera común es desde
entonces un asunto claro, indiscutible, despejado. Nos queda todavía pendiente la
tarea de solucionar los problemas estructurales de orden político, social y
económico que proyectan sus sombras sobre ese espacio límítrofe, convirtiéndolo
en una candente zona de conflicto. Es el gran desafío del lado de acá y del lado de
allá.
1
Araujonoguera, Consuelo (1988). Rafael Escalona. El hombre y el mito. Bogotá: Planeta.

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