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La democracia

en sus textos

Rafael del Águila


José Antonio de Gabriel
Elena García Guitián
Ángel Rivera
Fernando Vallespín

StlüíAVO L

Alianza Editorial
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dio, sin la perceptiva autorización.

© Rafael del Águila, Femando Vallespín, Ángel Rivero, Elena García Guitián,
José Antonio de Gabriel Pérez, 1998
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998
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4» El discurso
de la democracia radical
Fernando Vallespín

1. Introducción

No es sencillo desenhebrar las ideas básicas de este discurso, ciertamente ex­


cepcional en la historia de la teoría democrática. Una única teoría, la del gine-
brino Rousseau, lo representa en todas sus dimensiones, y lo encapsula así
dentro de pautas marcadas más por su singularidad que por su susceptibilidad
a incorporarse en instituciones y prácticas políticas concretas. Su objetivo no
es otro que el oponerse explícitamente al concepto de la democracia liberal
representativa v aproxim arse, en consecuencia, al ideal de la dem ocracia
directa de la Antigüedad griega, con algunos injertos incluso de los principios
republicanos romanos y renacentistas. Los argumentos utilizados pertenecen,
sin embargo, al patrimonio de la Ilustración y se escapan de anteriores ju stifi­
caciones en aspectos esenciales. Como ocurre con otros discursos sobre la
democracia, la justificación de sus principios nunca aparece en estado puro, y
siempre hay algún elemento que nos recuerda a otras concepciones. Lo im­
portante aquí, como veíamos que ocurría también en otros casos, radica en la
form a en la que se com binan esos elem entos, así como en el acento que se
otorga a unos sobre otros, m ás que en la m era constatación de su presencia.
El hecho de que Rousseau defienda un ideal de la república definido por la
constitución política o que ubique el bien común por encima del bienestar in­
dividual no lo convierte necesariamente en «republicano»; del mismo modo
que su énfasis sobre la participación política directa no lo vincula sin más al
ideal de la democracia griega; ni su punto de partida desde una concepción
ilustrada, comprometida con el ideal de la igualdad esencial de los seres hu­
manos y la firm e persecución de la libertad, hace de él un «liberal». Su obra
constituye una aportación cualitativamente distinta, con sus propios rasgos,
que sirve para inaugurar un nuevo discurso teórico sobre la democracia.
Llegados a este punto m erece la pena detenerse para llam ar la atención
sobre el hecho de que, contrariamente a lo que ocurre con otros discursos so­
bre la democracia, éste ha permanecido sin apenas desarrollo teórico poste­
rior. Subrayar los aspectos varticipativos de la democracia ha venido siendo
una práctica común dentro del discurso liberal sin por ello renunciar a sus se­
gas de identidad básicas; nunca llegó a transform arse en algo próxim o a lo
que aquí venimos calificando como el paradigma de la democracia radical.
No cabe ninguna duda de que la teoría de Rousseau sirvió para llamar la aten­
ción sobre el déficit de democracia que aquejaba al discurso liber a l creando
la necesidad de una mejor integración de la dimensión participativa en la teo­
ría liberal como un to d o 1. Pero las dificultades de su aplicación práctica efec­
tiva en una sociedad crecientemente com pleja provocaron la relativa «solé-
dad» de este m odelo en la historia de la teoría política. Sólo en algunas
páginas de Marx volveremos a encontrarnos con una reivindicación del auto­
gobierno que recuerda a grandes rasgos al principio rousseauniano de identi­
dad entre gobernantes y gobernados. El contexto teórico en el que hace acto
de presencia es ya, sin embargo, radicalmente distinto. Sólo aparece, además,
mínimamente desarrollada, y al hilo de sus «escritos de combate», más que
en los propiamente teóricos, y como alternativa a la «falsa» concepción de la
democracia «formal» del liberalismo. Nuestra referencia a M arx será aquí,
por lo tanto, casi impresionista.

1.1 El principio de identidad entre gobernantes y gobernados:


Rousseau

1.1.1 Naturaleza humana y cambio social

Para comprender el concepto de democracia en Rousseau basta con centrarse


prácticamente en su libro D el contrato social, uno de los textos clásicos de la
teoría política que contienen un m ayor rigor analítico. El problem a central
que trata de resolver en este libro responde, sin embargo, a una preocupa­
ción que está presente en toda su obra v que puede resumirse en el conflicto
que se establece entre el ideal de ja libertad humana y las condiciones requeri-
das p ara su realización. El «ideal» de la libertad se entiende en Rousseau en
un sentido muy próximo al concepto de autonomía: como capacidad para la
autolegislación y como «independencia» frente al sometimiento a los demás.
La pregunta decisiva a la que trata de ofrecer una respuesta podría formularse
como sigue: ¿Cómo realizar la libertad en una sociedad m arcada por los vi­
cios del orgullo y la vanidad, la envidia y el resentimiento, así como por la vo­
luntad de dominación, la tendencia a la sumisión a los más poderosos y otros
«falsos» valores e injusticias? Un somero análisis de aquello en lo que ha
consistido hasta ahora la historia humana nos demuestra, en efecto, que éstos
han sido los rasgos dominantes de todas las sociedades mínimamente evolu­
cionadas. Aun coincidiendo en la descripción del hombre aportada por Hob-
bes o M andeville entre otros, Rousseau no atribuye estas patologías a princi­
pios inmanentes a la naturaleza hum ana, sino a las pautas seguidas por la
evolución so cial2. No puede atribuirse a la especie como tal lo que no son
más que rasgos contingentes, propios de determinadas condiciones sociales.
Y éstas han confluido, en efecto, en una situación de «dependencia mutua»
generada por la división del trabajo y el asentamiento de la desigualdad en la
propiedad y el poder, que sitúa a los «inferiores» en una situación de subordi­
nación personal arbitraria respecto de los «superiores». Según uno de los
principios fundamentales señalados en el Em ilio, la «dependencia natural» se
acepta de buena gana; lo que se odia y da lugar al resentimiento y a los falsos
valores es estar sometidos a los intereses y a la voluntad «personal» de aque­
llos de los que dependemos para nuestra supervivencia y bienestar3.
Obsérvese cómo esta contradicción entre, por un lado, el hombre libre y
emancipado, y la situación de dependencia generalizada, por otro, obliga al
autor a recurrir a una oposición fundamental: aquella entre naturaleza y socie­
dad o entre «hombre natural» y «hombre civilizado», a la que se asocia tam ­
bién otra como la que existe entre «libertad natural» y «libertad civil». M e­
diante estas polarizaciones no sólo se trata de subrayar los efectos de la
evolución social sobre la condición del hombre, sino insistir tam bién en su
«perfectibilidad», en la posibilidad de que pueda emanciparse de los sufri­
mientos y la m iseria que se ha infligido a sí mismo. Rousseau requiere de
un concepto de naturaleza hum ana «perfectible» que perm ita imaginar un
hom bre distinto de los «burgueses de Londres y París», aunque la vuelta
al hombre natural ya no sea posible ni deseable. De ahí la importancia de que
dota a la educación para estimular algunas de las tendencias innatas en el hom­
bre y para reprimir otras. El rasgo característico de la naturaleza humana es su
ambivalencia4. No siempre nos encontramos en él, sin embargo, con una vi­
sión clara de la naturaleza humana, aunque en sus obras críticas 5 recurre a
una determinada interpretación del desarrollo histórico y social de la hum ani­
dad que es secular y naturalista. Dos ideas sí emergen con gran claridad. Pri­
mero, que el hombre natural aparece movido fundamentalmente por sus
«necesidades naturales», guiadas por el amour de soi y frenadas por la «com­
pasión». Estas necesidades naturales se «corrompen» después dentro del pro­
ceso civilizatorio, acabando por imponerse en el hombre el amour-propre, que
a grandes rasgos equivale a la cuasipatológica persecución del interés propio;
en lenguaje kantiano, la visión y utilización de los otros hombres como meros
medios para la consecución de los fines individuales. El resultado es la gene­
ralización de la desigualdad y la opresión, que se propagan a través de institu­
ciones sociales injustas, de convenciones no cuestionadas y mediante la «opi­
nión». En segundo lugar, que la salida de esta situación está en nuestras pro­
pias manos y no debemos aceptar el predominio dei amour-propre y otros va­
lores asociados a él, como el orgullo y la vanidad, como algo irreversible. De
hecho, el «amor de sí» y la compasión constituyen, bajo condiciones sociales
y modos de educación idóneos, los principios psicológicos básicos de la con­
ducta humana; la bondad natural y la posibilidad de su regeneración devienen
en uno de los presupuestos de su teoría social6.
La cuestión central de la obra rousseauniana, aquello que está realmente
enjuego es, por tanto, la necesidad de un cambio social fundamental y la bús­
queda del conocimiento preciso que nos perm ita alcanzarlo dadas nuestras
condiciones sociales e históricas actuales. Ésta es la clave en la que deben
leerse el Emilio y D el contrato social. En la primera de estas obras nos encon­
tramos lo que bien puede considerarse como la «teoría psicológica» precisa
para afrontar la constitución de una nueva sociedad apoyada en la idea de la
personalidad moral libre y autónoma. Y en la segunda se nos ofrece un diseño
de las instituciones adecuadas para promover dichos atributos y entrar en una
sociedad bien ordenada. Veámoslo con más detalle.

1.2 La república rousseauniana

1.2.1 Conceptos fundamentales

Como acabamos de decir, la vuelta a una supuesta «libertad natural», al esta­


do de naturaleza primigenio, es ya totalmente imposible. La nueva sociedad
emancipada debe apoyarse sobre un concepto de libertad civil o moral, no de
libertad natural, y ser capaz de realizar y sacar a la luz nuestro patrim onio
racional, pero tam bién las sensibilidades m orales y afectos hum anos más
profundos. Para ello es preciso suprimir las condiciones sociales y las desi­
gualdades que la caracterizan y, apoyándonos en una adecuada educación
cívica, construir una sociedad ju sta y humana. En sus m ism as palabras, se
trata de «encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda
fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por virtud de la
cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan li­
bre como antes» (I, vi) 7. Éste es el problem a al que D el contrato social, su
obra «constructiva» por antonomasia, intenta ofrecer una solución. Solución
nada sencilla, ya que debe trascender la contradicción prácticamente insupe­
rable de com paginar una total libertad con una seguridad jurídica tam bién
plena. Condición esencial para ello será la «enajenación total de cada asocia­
do con todos sus derechos a la comunidad [...] cuando la enajenación se hace
sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta posible» (C. S., I. vi). Este
acto es requisito imprescindible para la libertad — ahora liberté civile— , en
el sentido de que crea una igualdad efectiva entre los ciudadanos que perm ite
a cada cual «independizarse» de los demás. La reserva de derechos equival­
dría a una reserva de «privilegios»; la libertad sólo es posible bajo un igual so­
metimiento a la ley. Pero aquí radica el problema: supone un «sometimiento
total». ¿Cómo se compagina esto con la premisa de que «no obedezca sino a sí
mismo»? La clave estará en el concepto de voluntad general, que es la idea
central a partir de la cual el concepto rousseauniano de sociedad libre y j usta
puede hacerse posible. Se exige, en efecto, al igual que en Hobbes, un someti­
miento total de cada uno, pero no será ante un soberano arbitrario, sino bajo la
autoridad de la voluntad general, de la misma comunidad instituida en cuerpo
político. No se trata aquí tampoco de reservarse una serie de libertades y de
decretarlas como «anteriores» al Estado, como ocurre en Locke y en el pensa­
miento liberal en general. No se busca la autonomía en el ámbito privado se
aspira a recuperar la dimensión pública de la libertad. En contra de algunas in­
terpretaciones de la obra del ginebrino, en la constitución de esta república no
se trata de «disolver» el poder, sino de «legitimarlo», de filtrarlo a través de
instituciones que perm itan su ajuste a la libertad, tanto en su sentido positivo
como negativo, aunque al final acabe predominando la primera dimensión.
En todo caso, esta unión de un «pueblo soberano» en un «cuerpo políti­
co» sometido a la «voluntad general» y dirigido a realizar la libertad, la auto­
nom ía y la «felicidad general» (bonheur publique) no es fácil de com pren­
der 8. La prim era idea a tener en cuenta es, precisam ente, la creación de un
pueblo, de una asociación, no de un mero agregado de personas. La obsesión
de Rousseau — y en esto se separa claram ente del pensam iento liberal y se
aproxima a la perspectiva republicana— es evitar la constitución de una so­
ciedad civil desde la proyección de la perspectiva individual como mera agré-
gation de sujetos aislados. No hay «pueblo», y menos aún gobierno republi­
cano, sin grandes dosis de «solidaridad» (de solidare, «soldar») entre las
personas que lo componen. De ahí que, como luego veremos, se requiera una
gran homogeneidad social entre la ciudadanía, tanto en lo relativo a la distri­
bución de la riqueza como en lo referente a su mismo «espíritu patriótico» o
sentimiento de pertenencia nacional. Pero también la asunción de un cambio
en la «cualidad m oral» de las personas: desde el m omento de someterse al
pacto o contrato social deben estar dispuestos a arrinconar los dictados de su
amour-propre y dejarse guiar por un moi común y la voluntad general. La co­
hesión social requerida habría de revertir también en una mayor arm onía in­
terna dentro del espíritu de cada hombre.
El que este pueblo sea «soberano» y se integre en un «cuerpo político» sir­
ve para añadirle a la descripción de la sociedad una dimensión política; una di­
mensión política democrática, por ser más precisos. Como subraya J. Shklar,
la misma referencia rousseauniana a un «pueblo soberano» es una metáfora
«que contiene una negación», dado que la soberanía en época de Rous­
seau carecía de significado fuera de su identificación a la monarquía absoluta.
Atribuírsela al pueblo equivale a destruir el concepto de soberanía como una
particular relación que se establece entre gobernantes y gobernados9 y a erigir
al pueblo en dueño de su destino. Otro tanto ocurre con la redefinición del uso
habitual de una de las metáforas políticas más conocidas: la de «cuerpo políti­
co». Su nueva lectura se concretaría en el hecho de que el soberano o los m a­
gistrados no se identificarían ya con la «cabeza» o el «alma» que gobierna al
cuerpo, sino que se reducirían a ser meros órganos de un cuerpo constituido
por todos los ciudadanos.

1.2.2 El concepto de voluntad general

Más difícil ya es definir el sentido de voluntad general, un concepto prove­


niente de la teología de la mano de M alebranche que Rousseau convertirá,
como antes afirm ábam os, en el concepto central de su teoría política. Una
primera aproximación nos la identifica con el interés general de la comuni­
dad, funcionando aquí sobre todo como principio regulativo de la organiza­
ción política. Su fin es el mantenimiento de la «unión moral y política» que
constituye la comunidad; «se refiere a la común conservación y al bienestar
general» (IV: i). Aquello que conform a el bien intrínseco de la com unidad
como tal y puede entenderse como el punto de confluencia de todos los inte­
reses individuales es la preservación y la continua existencia de la sociedad
política, así como la prevención de la desigualdad y el fomento de la libertad.
Como antes veíamos al aludir a las exigentes condiciones de una asociación
plenamente cohesionada, ello convierte a la v.g. en la corporeización de to­
dos aquellos atributos que podemos imaginar como necesarios para la reali­
zación de una vida republicana guiada por la justicia. Y «el bien mayor de to­
dos [...] se encontrará que se reduce a dos objetos principales, la libertad y la
igualdad» (II: xi). La naturaleza normativa del concepto de v.g. es, pues, in­
negable.
Pero la v.g., aun siendo un principio regulativo, se plasm a en actuaciones
concretas. Es también la voluntad de cada ciudadano, aquella que ejercerían
en su condición de titulares de la soberanía y no como miembros de una aso­
ciación particular o «privada». Sus actos m ás auténticos son los principios
constitucionales, pero tam bién las leyes form uladas con carácter general.
Rousseau no deja de insistir en que para poder realizarse — como indica su
propia denom inación— debe ser generals tanto en sus propósitos como en
su naturaleza. Si exige la generalidad es porque, como acabam os de ver, su
contenido es el bienestar de la persona pública, el «bien común». No sólo
entendido como el bienestar del colectivo, de la com unidad política, sino
también como el de cada una de sus partes. Para poder cum plir esta doble di­
mensión es por lo que se exige una proporcional alienación de la libertad de
cada persona a una entidad pública. El contrato social viene a reconocer así
un principio de reciprocidad: los límites a los que cada cual está sometido son
los mismos para todos, y todos obtienen las mismas ventajas derivadas de di­
cha alienación (II, iv). Las leyes generales que emanan de todos se aplican
también a todos sin excepción.
De aquí se derivan dos problemas que Rousseau detecta con precisión. El
primero tiene que ver con su articulación concreta, con la forma específica a
partir de la cual dicha v.g. se va concretando en decisiones legislativas. Y en
este punto es tremendamente claro: la v.g. no puede ser «representada», aun­
que sí puede tener «agentes», que serían meros «ejecutores» de la misma (III:
xv). Las decisiones políticas concretas deberán apoyarse, pues, en las leyes
consensuadas por la ciudadanía, expresión de los términos del contrato social
m ás general. Luego volveremos sobre este punto, que conecta directamente
con su concepto de democracia. El segundo problema podemos formularlo de
la siguiente manera: si, idealmente, la v.g. es lo que los ciudadanos, en tanto
que miembros de una comunidad política, querrían como bienestar general,
¿qué condiciones pueden asegurar que tales requisitos van a darse efectiva­
mente? Nuestro autor insiste en que no es posible acceder a los requisitos exi­
gidos por la «utilidad pública» o la realización de la justicia en la legislación
si no se suscitan las «auténticas cuestiones», se aplica un juicio ilustrado y la
comunidad no se deja llevar por las pasiones, por los intereses de las faccio­
nes políticas o por lo que hoy calificaríam os como los grupos de interés.
¿Qué asegura que esto no va a ser así?
A este respecto sugiere la necesidad de incorporar las siguientes condi­
ciones: (a) que ningún interés privado, por m uy amplio que ñiere, afecte a la
deliberación pública y que las distintas desviaciones del interés general se
cancelen m utuam ente; (b) que no exista com unicación e influencia mutua
que pueda derivar en asociaciones con intereses propios, ya que entonces «se
forman intrigas, asociaciones parciales a expensas de la grande» (II, iii); (c)
que las reglas de orden y discusión aseguren que se plantean las cuestiones
«adecuadas»; (d) que el voto tienda a la unanimidad porque se dan las cues­
tiones anteriores, aunque si no hay acuerdo debe imperar el principio de la
mayoría (IV: ii); (e) que se cuenten todos y cada uno de los votos; (f) que
quienes deliberen estén debidamente informados. En todo caso, es preciso te­
ner en cuenta que para Rousseau el voto no es la manifestación de un posicio-
namiento propio, individualizado, ante el bien común, sino su misma expre­
sión.
De este conjunto de prescripciones, así como de la norma fundamental de
la generalidad de la ley, podemos extraer también una lectura de la v.g. en cla­
ve de racionalidadprocedimental. Si el contenido de la v.g. es difícil de con­
cretar en cada situación específica a la hora de pronunciamos sobre diferen­
tes asuntos públicos, basta con observar si se cum plen los requerim ientos
procedim entales señalados para poder sancionar que la decisión adoptada
bajo dichas condiciones puede entenderse, en efecto, como el producto de la
v.g. Ésta equivaldría entonces a lo que ciudadanos libres e iguales decretan
como tal en el uso de su autonomía moral y tras una serie de procesos de deli­
beración y decisión sujetos a determinadas constricciones. Esta lectura, que
presupone una cierta proyección de Rawls a Rousseau, creemos que es per­
fectamente admisible y nos faculta asimismo para introducir nuevas distin­
ciones y apuntar a algunos de los problemas derivados de su mism a form ula­
ción.

1.3 Organización institucional y sistema democrático

Lo prim ero que debe ser destacado es la diferencia que existe en Rousseau
entre el principio de legitimidad política, por un lado, y la organización insti­
tucional, por otro. El primero se plantea de forma unívoca y absoluta al ubi­
carse la titularidad de la soberanía en el pueblo, único y auténtico autor de la
v.g.; la segunda, por el contrario, recibe un tratamiento diferenciado atendien­
do a las circunstancias objetivas de la sociedad en cuestión (su tamaño, po­
blación y capacidad efectiva de reunión y deliberación, el nivel de desarrollo
de las virtudes cívicas, etc.). El titular de la ley es el pueblo, y su dominio se
plasma en la creación de la ley — de leyes dictadas con carácter general, ha­
bría que añadir. Ello no obsta para que el ejercicio cotidiano de la acción polí­
tica no pueda recaer sobre un gobierno y diferentes magistraturas, a las que
competería el ejercicio de las funciones ejecutiva y judicial. Si bien la sobera-
• nía y el ejercicio de la v.g. son «indivisibles» e «inalienables», no se excluye,
desde luego, que no pueda ser concretada o «ejecutada» por m agistrados que
deben responder ante la ley. Y el equilibrio entre soberano y gobierno lo esta­
blece de forma nítida: «El gobierno recibe del soberano las órdenes que da al
pueblo, y para que el Estado esté en buen equilibrio es preciso que, compen­
sado todo, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno en sí m is­
mo considerado y el producto o el poder de los ciudadanos que son soberanos
por un lado y súbditos por otro» (III, i). El problema, que percibe con perspi­
cacia, es que cuanto mayor es el Estado tanto mayor será también la distancia
entre pueblo soberano y gobierno, y ello favorece tanto la aparición de una
voluntad propia alejada de la voluntad general en el mismo gobierno como
en la propia ciudadanía, menos propensa ya a atender los requerimientos de la
utilidad pública y más a sus intereses privados.
De aquí se deducen claramente dos ideas no siempre apreciadas en su jus­
ta medida: primero que el principio de legitimidad política es un principio de
legitimidad democrática, aunque — como en seguida veremos— la term ino­
logía del propio Rousseau puede llevar a m alentendidos. Y, segundo, que
Rousseau excluye un sistema de democracia directa, pero también un siste­
ma representativo tal y como hoy lo conocemos. Su desprecio del sistema in­
glés, al que vitupera por intentar presentarse como la encarnación de la liber­
tad, se sustenta sobre la m ism a argum entación que inform a su rechazo de
toda voluntad particular que aspira a la representación de la generalidad. Los
parlam entos integrados por «representantes» y «facciones» acabarían por
constituir una o varias voluntades propias con pretensión de suplantar la vo­
luntad general. Ello no significa, sin embargo, que la asamblea popular rous-
seauniana deba reunirse siguiendo las pautas propias de cualquier institución
parlam entada. Su función se restringe más bien a reafirm ar los fundamentos
de la unión y las bases de la justicia que informan al cuerpo político. En tér­
minos modernos calificaríam os su actuación fundamental como una activi­
dad de relegitimación constante de los fundam entos de la vida pública y de
ajuste continuo de los principios y valores que informan la ley y la actividad
pública a las necesidades e intereses de la cosa pública. Así entendido, pode­
mos concluir provisionalmente que el soberano es un cuerpo deliberativo l0,
cuya virtud depende de su interés por la participación política efectiva, su
control y encauzamiento del gobierno y por dejarse guiar por los dictados de
la voluntad general.
Dos cuestiones más quedan por dilucidar. La primera tiene que ver con su
propia definición de un sistema democrático que carece de lo que hoy califi­
caríamos como garantías liberales. La justificación de esta supuesta ausencia
reside en lo ya referido sobre la necesidad de articular las garantías de la li­
bertad a través de la «simétrica» participación de cada cual en la conform a­
ción de la voluntad popular. Habermas lo ha expresado de una forma plausi­
ble y clara: «La voluntad unida de los ciudadanos se liga, a través de las leyes
universales y abstractas, al procedimiento legislativo democrático, que exclu­
ye p e r se todos los intereses no generalizables y sólo admite regulaciones que
garanticen iguales derechos para todos y cada uno. Según esta idea, el ejerci­
cio procedimentalmente correcto de la soberanía popular asegura a la vez el
principio liberal de la igualdad legal (que garantiza a todo el mundo liberta­
des iguales según leyes generales)» 11. Y, podría añadirse, impide que el ejer­
cicio de la autonomía privada «contamine» los dictados de la comunidad en­
tendida como un m acrosujeto con su propia concepción del bien. Permitir la
«reserva de derechos» implicaría la existencia de una interferencia clara so­
bre la común definición de este espíritu ético comunitario.
La segunda cuestión tiene que ver con el pesimismo con el que Rousseau
aborda la posibilidad de establecer un gobierno «democrático», que parece
entrar en contradicción con todo lo que aquí estamos afirmando. No en vano
son numerosas las alusiones explícitas en todas sus obras fundamentales a la
democracia como «gobierno de dioses» o de «ángeles», o a que «un gobierno
tan perfecto no conviene a los hombres» (III: iv). Ahora bien, por «democra­
cia» entiende Rousseau un sistem a político en el que coinciden soberano y
gobierno; o sea, un gobierno de democracia directa que o bien ejerce el poder
ejecutivo por sí m ism o o bien se vale de m agistrados elegidos por sorteo.
Aunque para Rousseau ésta sería la forma política legítima por antonomasia,
no la considera viable y, precisamente por eso, la juzga poco deseable!2. Pero
aquí se entremezclan consideraciones de principio y argumentos prudencia­
les. Las cuestiones de principio tienen que ver con la propia naturaleza de la
función de gobierno, dirigida a adoptar «decisiones particulares» que desvia­
rían su interés por profundizar en el interés general. «No es bueno que quien
hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de
las miras generales para volverla a los objetos particulares» (III, iv). La mejor
solución, en consecuencia, sería designar las m agistraturas por sorteo, que
perm iten esquivar este problema al introducir la distinción entre soberano y
gobierno. Ante el problema de que sean designadas personas incompetentes
para ocupar determinados cargos, se abre la posibilidad de establecer m agis­
traturas p o r elección, que en su terminología equivale a un gobierno — poder
ejecutivo y judicial— «aristocrático». Si a la postre este sistema acaba siendo
favorecido lo es m ás por consideraciones prudenciales, de garantía de un
«buen gobierno», que de principio — «la probidad, las luces, la experiencia y
todas las demás razones de preferencia y de estima pública son otras tantas
garantías de que uno será sabiamente gobernado» (III: v). En todo caso, per­
m anece el control de la voluntad general13.
Concluyendo este punto, no cabe ninguna duda de que el discurso de la
democracia radical se construye a partir de la idealización de un sistema en el
que las decisiones políticas, sobre todo aquellas que afectan al colectivo
como un todo, pueden entenderse como el producto de la voluntad de quie­
nes se ven afectados por ellas. Éste es el sentido en el que su ideal puede con­
cretarse en la fórm ula que hemos empleado para introducir la referencia a
Rousseau: el principio de identidad entre gobernantes y gobernados. Sólo así
•cabe imaginar esa necesaria emancipación de la dependencia a la que conti­
nuamente alude nuestro autor. El que ello se consiga o no efectivamente y por
qué medios concretos dependerá ya de otro tipo de condiciones que pasamos
a analizar a continuación.

1.4 Las condiciones de la sociedad bien ordenada

El mayor problema de toda teoría contractualista, desde Hobbes a Rawls, ha


consistido en intentar compaginar subjetividad y generalidad; o, si se quiere,
buscar reconciliar individuo y comunidad. Y en eso Rousseau no es una ex­
cepción. Como ya sabemos por lo dicho arriba, para nuestro autor es im posi­
ble organizar una com unidad respetuosa de los valores de la libertad y la
igualdad partiendo del interés propio individual. Una sociedad justa sólo po­
dría constituirse a partir del bien común y no atendiendo al bienestar de dis­
tintos individuos o grupos. Éste es el mensaje fundamental que se deriva de
su concepto de v.g. Con ello invierte los presupuestos de la teoría política li­
beral. En esta última el objetivo fundamental era establecer el suficiente or­
den social para facilitar la coexistencia de individuos egoístas e incluso, como
en A. Smith o M andeville, sancionar la persecución del interés propio co­
mo un elemento favorecedor de intereses sociales generales. De ahí tam bién
la prioridad de la que se dota en esta teoría a la sociedad civil sobre el Estado.
En nuestro autor el presupuesto es exactamente el contrario. M ás que conse­
guir mantener la coexistencia de individuos aislados, de lo que se trata es de
conservar la unidad del cuerpo político por encima de la persecución de los
intereses individuales. La forma de vida de la comunidad política sería algo
distinto de la mera suma de los intereses individuales (la «voluntad de todos»)
o de los diversos compromisos a los que pudieran llegar los «representantes»
de diferentes intereses. ¿Es posible alcanzar este objetivo en una sociedad
crecientem ente diferenciada en la que com ienzan a afirm arse una plurali­
dad de convicciones m orales y concepciones del bien, y donde, como bien
sabe Rousseau, el hombre responde más bien a la descripción «depravada»
del burgués liberal?
Contrariamente a lo que ocurre con otras teorías contractualistas, que par­
ten de lo que los hombres son y tratan de buscar afianzar sus principios nor­
mativos m ediante un compromiso con la realidad, en Rousseau el salto desde
«lo que es el hombre» a «cómo debería ser» es casi abism al O, al menos, está
sujeto a una serie de condiciones difíciles de superar para reconciliar la teoría
con la realidad. La gran aporía rousseauniana puede form ularse en los si­
guientes términos: sólo hay libertad «si se obedece a la ley que uno se ha pres­
crito» (I, viii) y si cada cual identifica ésta con el interés general comunita­
rio, no con su interés privado. Para que la ley anclada en la v.g. sea posible se
requiere, sin embargo, que predomine en el hombre la persecución de los fi­
nes públicos, que esté imbuido de virtud republicana. Pero esto sólo podrá
conseguirse si ya existe una comunidad republicana plenamente constituida
capaz de alterar la constitución psíquica del hombre y de transmutarle en ciu­
dadano; un espíritu cívico lo suficientemente fuerte para perm itir esa cance­
lación m utua de intereses privados que habría de producirse en la delibera­
ción y abrirle a la comprensión de la v.g. ¿Qué se requiere para que prosperen
esas «costumbres, usos y opiniones»? En prim er lugar, y como acabamos de
señalar, lo que hoy calificaríam os como una sólida cultura cívica, que Rous­
seau sólo ve posible por la acción del «gran Legislador», como los ejemplos
históricos de M oisés, Licurgo o S o ló n i4, o por el clima moral creado por la
común experiencia histórica de unidad y el «uso político» de la religión co­
mún. Y aun en estos casos, la historia nos demuestra una y otra vez la deca­
dencia y degeneración de esos brillantes ejemplos de Esparta o Roma. En se­
gundo lugar, una homogeneidad social e igualdad generalizada. Rousseau no
imagina una igualdad plena en la distribución de la propiedad y el poder; su
definición es más bien negativa: las desigualdades no deben ser tan grandes
como para conducir a la dependencia personal o a la sumisión a la voluntad
arbitraria de otros; nadie debe ser tan opulento como para comprar a otro, ni
nadie tan pobre como para tener que venderse. El poder, por su parte, debe so­
meterse a la ley y ejercerse por la autoridad legítima (II: xi).
Sin estos presupuestos igualitarios es fácil imaginar la lenta aparición de
intereses antagónicos, de grupos de interés y, a la postre, de partidos que tra­
tarán de defender una constelación de intereses plural y claramente en oposi­
ción a los requerim ientos de la comunidad como un todo. Y cuanto mayores
sean las desviaciones de la igualdad tanto más sufrirá también el espíritu cívi­
co. Estaríamos, pues, ante esa situación tan gráficam ente descrita en el C.S.:
«Cuando se forman intrigas, asociaciones parciales a expensas de la grande,
la voluntad de cada una de esas asociaciones se vuelve general respecto a sus
miembros y particular respecto al Estado; se puede decir entonces que ya no
hay tantos votantes como hombres, sino solam ente tantos como asociacio­
nes» (II, iii). O sea, su tan denostado «modelo inglés».
Estas condiciones tan estrictas han dado lugar a dos interpretaciones radi­
calmente distintas de la obra rousseauniana. Una acentúa la necesidad implí­
cita de imponer una «dictadura de asamblea» integrada por una legislatura
ilustrada capaz de educar y transformar al pueblo según los dictados de lo que
en cada m om ento considere que es el interés g e n e ra l15; otra la contem pla
como un modelo únicamente válido para aquellas sociedades marginales de
Europa, como Córcega o Polonia, en las que la «depravación» hum ana pro­
ducto del despliegue de la complejidad social no hubiera alcanzado todavía
las cotas tan alarmantes de los países más desarrollados y estuvieran integra­
das por pequeños propietarios campesinos y artesanos. Sociedades en las que
predominara la dulce médiocrité del hombre común sujeto a la «democracia
austera» o rural. Allí donde no existiera una patrie o una cité sería un intento
vano edificar una república de ciudadanos. Sólo podría educarse a personas
aisladas y privilegiadas al modo del Emilio 16. La prim era interpretación se
. construye sobre todo a partir de la afirm ación puntual de Rousseau de que
el contrato social abarca la prescripción de someterse a los dictados de la v.g.,
y en este sentido podemos serforzados a ser libres por el colectivo de los ciu­
dadanos (I: vii). No es compatible, sin embargo, con la sincera desconfianza
de Rousseau hacia los directorios republicanos no sujetos a control popu­
lar X1. La segunda interpretación sí tiene más fuerza 18 y puede ser perfecta­
m ente apoyada por m anifestaciones explícitas del m ism o autor, cuando en
Em ilio, por ejemplo, subraya que «la democracia conviene a los pequeños Es­
tados» 19 y continuamente lamenta la tan traída y llevada degradación del es­
píritu cívico y el nuevo individualismo burgués.
Sea como fuere, su teoría constituye el m ás elaborado intento, antes de
Marx, por acercarse a la identidad entre sociedad civil y política; por tratar
de configurar un concepto de comunidad que trascienda los intereses par­
ticulares; por poner en marcha la teoría de la soberanía popular y los valores
de la vida pública; y, sin duda, por apuntar la tendencia hacia una sociedad
igualitaria.

1.5 El principio de autoidentidad humana: Marx

En la obra de Carlos Marx no puede decirse que haya un teoría normativa de


la dem ocracia, del m ism o m odo que no hay una teoría del socialism o co­
mo sistema productivo después de la revolución. Las referencias de M arx a
cómo habría de gobernarse la sociedad surgida de la revolución son aún más
escasas que las referentes a cómo habría de regularse el sistem a económico
después de la misma. Sólo hay ambiguas alusiones a que entonces predom i­
nará la «dem ocracia verdadera», sin mayores especificaciones. En la obra
m arxiana sí nos encontramos, sin embargo, con una implacable crítica de la
«democracia burguesa», tem a que nos ocupará en otro lu g ar20. En lo que si­
gue haremos referencia a una posible lectura de algunos textos marcianos que
justificarían su defensa de la democracia radical. Es preciso advertir que esta
interpretación tan favorable a un sistema de democracia directa no pretende
excluir otras muchas lecturas de su obra, que sin duda son también posibles.
La idea es tratar de complementar lo ya dicho sobre Rousseau con una visión
que aspira, frente a las ambigüedades del ginebrino, a hacer frente a las
«contradicciones sociales» a partir de una crítica sistem ática del modo de
producción capitalista. Como en aquél nos encontram os aquí tam bién con
una identificación entre los ideales de la libertad y la igualdad, con una mayor
sensibilidad hacia las condiciones sociales que se interponen entre la realiza­
ción individual y la realización colectiva, pero donde el primado no va a resi­
dir ya en las virtudes cívicas, sino en la propia naturaleza productiva del
hombre. Por obvios problemas de espacio renunciamos a describir los presu­
puestos de la teoría social marxista, que damos por supuestos, y procurare­
mos restringirnos a su enfervorecida descripción del sistema de democracia
directa de la Comuna de París (1872) contenido en La guerra civil en Fran­
c ia 21, complementado por algunas reflexiones de La cuestión ju d ía 22.
La gran ventaja que tiene el opúsculo que nos describe la organización
política de la Comuna de París radica en su tremenda claridad y esquematis­
mo para lo que suele ser habitual en Marx. Destaca también el optimismo que
destila al contemplar las posibilidades de autoorganización política del pue­
blo, sólo interrum pido por la injerencia de los «versallescos», o sea, por los
representantes de las clases dominantes — no dio tiempo material para ver el
futuro de tan sorprendente experimento. En su descripción de estos aconteci­
m ientos, M arx destaca dos fenómenos: el prim ero se refiere al ensayo que
significaron de un auténtico sistema de democracia directa, aparentemente la
única forma de democracia que considera verdaderamente legítima («La co­
m una dotó a la república de una base de instituciones realmente democráti­
ca», p. 70). Como en Rousseau, se niega, pues, la legitimidad de todo esque­
ma de «representación», y se propugna el recurso a un m ecanism o de
atribución de cargos sujetos al m andato imperativo, al principio de revo­
cación y responsabilidad perm anente de todos los funcionarios y cargos pú­
blicos. La existencia del sufragio universal, por su parte, opera como instru­
mento al servicio de los auténticos intereses del pueblo. La espontaneidad
democrática de las m asas impedía también establecer una organización insti­
tucional rígida; la espontaneidad más absoluta es su característica más rele­
vante junto a la organización de un descentralizado sistema de comunas or­
ganizado territorialm ente a la par que se establece un consejo superior o
«gobierno central», «estrictamente responsable», con meras funciones de co­
ordinación de la actividad de todas ellas. Al ser un sistema sin verdadera ca­
beza, al sustituirse el ejército y la policía por el pueblo armado, existe en efec­
to una destrucción dei Estado, pero no de la nación — aquí en el sentido revo­
lucionario francés equivalente al conjunto de las clases populares, «los ele­
mentos sanos de la sociedad francesa» (p. 70). Ahora es cuando la nación
comenzaba a cobrar vida auténtica.
El segundo fenómeno se refiere a la necesidad de contemplar al «pueblo»
en términos de clase: «era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera»; la
mayoría de los miembros de las comunas eran obreros o representantes reco­
nocidos de la clase obrera. Esto significa que el orden radical-dem ocrático
debe conducir a algo más que a reestructurar las instituciones para acercarlas
a los gobernados: «pretende abolir la propiedad [...] querían convertir la pro­
piedad individual en una realidad, transformando los medios de producción,
la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavitud y
de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asocia­
do» (p. 71). La implicación es evidente: sólo cobra sentido un régim en demo­
crático radical si el demos aparece constituido por un único sector de la p o ­
blación, el más numeroso, pero también el único con voluntad de realizar la
justicia , superar la explotación y la sociedad de clases. En este punto habría
que recordar la desconfianza de Marx hacia las posibilidades de emprender
•esta lucha valiéndose de otras clases distintas. Recuérdese toda su teoría del
proletariado como sujeto de la revolución, además de su insistencia en su ne­
cesario «esclarecimiento» mediante la conciencia de clase. Son todas ideas
bien conocidas que no deberían ocupamos más. Sí es preciso, no obstante, re­
cordar en este contexto cómo M arx y toda la teoría del socialismo m arxista
se ve enfrentada a una aporía similar a la que acosaba a Rousseau. Como nos
decía el ginebrino, por su posición objetiva, sólo el «hombre común», el cua~
sirrústico sujeto a la feliz médiocrité, es capaz de interiorizar las pautas del
bienestar general, pero requiere alguien que le enseñe el camino, el «gran Le­
gislador» que m ediante la ley instruye al pueblo en la persecución del interés
general. Otro tanto cabe decir de M arx, que se ve abocado a reconocer la ne­
cesidad de «enseñar a ser libre» —-m ediante la acción del partido, en este
caso. Esta «salida» hacia una tutela elitista de las directrices de la voluntad
general es el verdadero peligro que acecha a ambas teorías, como efectiva­
mente se pondría de m anifiesto en sendos ensayos bien conocidos: en la R e­
volución francesa por parte de los sansculottes y en la soviética por parte de
los bolcheviques.
A pesar de estas similitudes, hay importantes diferencias que no sólo de­
rivan de las dispares condiciones sociales que le tocó contemplar a cada cual.
Una, fundam ental, es que m ientras Rousseau veía en el espíritu cívico y
patriótico la energía espiritual imprescindible para soldar a su pueblo de cito-
yen s, el proletario-ciudadano m arxista no tiene más patria que su clase.
«Como gobierno obrero y como campeón intrépido de la em ancipación del
trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra. Ante
los ojos del ejército prusiano, que había anexionado a Alemania dos provin­
cias francesas, la Comuna anexionó a Francia a los obreros del mundo ente­
ro» (p. 74). Los vínculos de clase devienen así en el cemento requerido para
unificar a la ciudadanía de una república proletaria.
Otro aspecto peculiar de la teoría marxiana es la persecución de eso que
tan acertadamente calificara L. Kolakowski como «el mito de la autoidenti-
dad humana» 23. Por tal se entiende la búsqueda de una reconciliación entre
la esfera de la vida personal y la esfera colectiva. Su excesiva carga utópica
no hace fácil una explicación sencilla de este concepto. En cierto modo con­
siste en rem arcar la imposibilidad de buscar la emancipación del hombre ex­
clusivamente en el ámbito político, ya que éste es un ámbito escindido de «so­
ciedad civil», en el que el hombre encuentra su «verdadero ser», pues es allí
donde tiene lugar el proceso de reproducción material. La política es, en la so­
ciedad burguesa, una m era abstracción que encubre un Estado parasitario di­
rigido a la satisfacción de intereses particulares más que a la realización de la
universalidad hegeliana. El resultado es la división entre persona privada,
equivalente al individuo egoísta independiente, y «falso» ciudadano, que
encuentran en la teoría liberal — incluido Rousseau, según Marx— una falsa
reconciliación. La idea sería m ás bien propugnar la elim inación de tal
dicotomía y aproximar la persona del hombre a su existencia colectiva. Para
ello el «hombre individual real debe absorber al ciudadano abstracto del Esta­
do» y «no separar de sí mismo la fuerza social en forma de fuerza política» 24.
En otras palabras, reclama la unidad entre sociedad civil y política, que pro­
vocaría que el recurso al poder coercitivo resultase innecesario y todas las de­
cisiones públicas fueran tomadas por la comunidad como un todo de una m a­
nera democrática. Presupone la elim inación de la escasez y, por tanto, del
conflicto.
A efectos de la cuestión que nos interesa en estas páginas, lo que queda
claro de esta breve presentación es cómo el ideal de democracia que emana
de estas páginas de M arx presupone la eliminación del Estado político y su
sustitución por una nueva forma de comunidad sustentada sobre el trabajo,
sobre un trabajo no alienado. El objetivo no es, como en Rousseau, aproximar
a los gobernantes a los gobernados o crear una «república» que idealmente
hiciera posible su identidad mutua. Estas distinciones carecen de sentido en el
horizonte utópico de Marx. Si en Rousseau nos encontrábamos con la necesi­
dad de abandonar al burgués y transm utam os en ciudadanos, que eclipsan al
debatir sobre asuntos públicos su dimensión privada, en Marx se trata de abo­
lir estas mismas diferenciaciones y crear un hombre nuevo en el que tal esci­
sión no sea imaginable. No deja de ser, sin embargo, más que el punto de
llegada de un horizonte utópico, que, como tantos, probablemente nunca vea
la luz. H asta entonces, y con las m atizaciones ya referidas, sus reflexiones
sobre la Comuna de París sí parecen afirm ar la necesidad de vincular una de­
terminada reorganización de las instituciones a una infatigable búsqueda de
una sociedad civil m ás justa.
Notas

1 Para una distinción analítica entre «liberalismo» y «democracia», véase R. del Águila,
«El centauro transmoderno», en F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política, vol. 6,
Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 549-643.
2 Véase a este respecto el Segundo D iscurso: Sobre el origen de la desigualdad entre
los hombres , Madrid, Alianza Editorial, 1990, y Essa i sur les origines des langues, en
Oeuvres Completes, París, Éditions du Seuil, 1971.
3 En op. cit., vol. III, libro I, pp. 59 y ss.
4 Así, por ejemplo, cuando a! comienzo del Em ilio nos describe al niño recién nacido
como un ser dependiente y tiránico a la vez, que primero se vale del llanto para reclamar
ayuda pero luego también para dominar a la madre ( Ém ile ou de l 'Éducation , en Oeuvres,
op. cit., vol. III, libro I, p. 46.
5 Entre éstas figuran ante todo sus dos D iscursos (1749 y 1755) y la Carta a D ’Alem -
bert(\15%).
6 Es difícil no recurrir aquí a una interpretación de Rousseau en clave de una reelabo-
ración secularizada del mito del pecado original. El hombre nace libre, como nuestros pri­
meros padres, y poco a poco, a través de una serie de procesos de integración social, va
perdiendo su inocencia originaria — cae en el «pecado». Hay, sin embargo, una forma de
redención, que, obviamente, no será la gracia divina, sino su propia voluntad por emanci­
parse de la «dependencia»; o sea, el contrato social. Algo parecido nos encontramos, des­
de luego, en Marx y Engels.
7 En las citas del Contrato social nos limitaremos a poner entre paréntesis el libro (en
romanos mayúscula), seguido de los capítulos (romanos minúscula), para facilitar la con­
sulta del mismo desde distintas ediciones. En la traducción nos hemos guiado por la edi­
ción de Alianza Editorial, Madrid, 1990.
8 Judith Shklar, una de las mejores conocedoras del autor, nos llama continuamente la
atención sobre el carácter metafórico de cada uno de estos conceptos que acabamos de po­
ner entre comillas. Y su tesis es que nuestro autor habría llevado estos conceptos comunes
y tan trillados en la literatura y el uso general de la época a alcanzar nuevos significados
(véase M e n and Citizens. A Study o f Rousseau ’s So cial Theory , Cambridge, CUP, 1969,
pp. 165 y ss.).
9 Op. cit., p. 168.
10 Véanse las condiciones que afectan a la deliberación y decisión en lo ya referido
arriba al presentar el concepto de v.g.
11 I Habermas, «Derechos humanos y soberanía popular: las versiones liberal y repu­
blicana», en la segunda parte de este mismo libro.
12 No sería ésta la idea de algunos revolucionarios franceses jacobinos, como mues­
tra el interesante opúsculo que recogemos en los textos de J.-P. Marat.
13 Un acertado y más matizado análisis de estos problemas en Rousseau se contiene en B.
Manin, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial, 1998, cap. 2.
14 No en vano la función básica que se encomienda al legislador es, precisamente, la
de proveer de educación — educación cívica, diríamos hoy— al pueblo.
15 Esta interpretación autoritaria de la obra de Rousseau tuvo su manifestación más
radical en J. D. Talmon, The Rise ofTotalitarian Democracy, Boston, Beacon Press, 1975.
16 Así, en el Em ilio , precisamente, dice: «La institución pública tampoco existe, y no
puede existir, porque donde no hay patria tampoco puede haber ciudadanos. Estas dos pa­
labras, patria y ciudadanos, deben ser eliminadas de las lenguas modernas», op. cit., p. 22.
17 Aunque, como dice Rousseau, por el contrato social disponemos únicamente de
tanta libertad como sea compatible con las necesidades de control de la sociedad, (II:rv),
esto sólo le incumbe juzgar al colectivo, al soberano (en la medida en que sea factible, des­
de luego, un enjuiciamiento público).
18 Una impecable defensa de esta postura se contiene en I. Fetscher, Rousseaus poli-
tische Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1975.
19 Op. cit., libro V, p. 317.
20 Véase la última parte de la introducción a! cap. 5 de este mismo libro.
21 C. Marx, L a guerra civil en Francia , Madrid, Ricardo Aguilera, 1976.
22 C. Marx, «La cuestión judía», en Lo s anales franco-alemanes, Barcelona, Martínez
Roca, 1970,pp.241-249.
23 L. fCoiakowski, El mito de la autoidentidad humana, Valencia, Cuadernos Teore­
ma, 1976.
24 C. Marx, «La cuestión judía», cfr. Kolakowski, op. cit., p. 5.

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