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en sus textos
StlüíAVO L
Alianza Editorial
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© Rafael del Águila, Femando Vallespín, Ángel Rivero, Elena García Guitián,
José Antonio de Gabriel Pérez, 1998
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 91393 88 88
ISBN: 84-206-8170-9
Depósito legal: M.-37.049-1998
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28500 Torrejón de Ardoz (Madrid)
Printed in Spain
4» El discurso
de la democracia radical
Fernando Vallespín
1. Introducción
Lo prim ero que debe ser destacado es la diferencia que existe en Rousseau
entre el principio de legitimidad política, por un lado, y la organización insti
tucional, por otro. El primero se plantea de forma unívoca y absoluta al ubi
carse la titularidad de la soberanía en el pueblo, único y auténtico autor de la
v.g.; la segunda, por el contrario, recibe un tratamiento diferenciado atendien
do a las circunstancias objetivas de la sociedad en cuestión (su tamaño, po
blación y capacidad efectiva de reunión y deliberación, el nivel de desarrollo
de las virtudes cívicas, etc.). El titular de la ley es el pueblo, y su dominio se
plasma en la creación de la ley — de leyes dictadas con carácter general, ha
bría que añadir. Ello no obsta para que el ejercicio cotidiano de la acción polí
tica no pueda recaer sobre un gobierno y diferentes magistraturas, a las que
competería el ejercicio de las funciones ejecutiva y judicial. Si bien la sobera-
• nía y el ejercicio de la v.g. son «indivisibles» e «inalienables», no se excluye,
desde luego, que no pueda ser concretada o «ejecutada» por m agistrados que
deben responder ante la ley. Y el equilibrio entre soberano y gobierno lo esta
blece de forma nítida: «El gobierno recibe del soberano las órdenes que da al
pueblo, y para que el Estado esté en buen equilibrio es preciso que, compen
sado todo, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno en sí m is
mo considerado y el producto o el poder de los ciudadanos que son soberanos
por un lado y súbditos por otro» (III, i). El problema, que percibe con perspi
cacia, es que cuanto mayor es el Estado tanto mayor será también la distancia
entre pueblo soberano y gobierno, y ello favorece tanto la aparición de una
voluntad propia alejada de la voluntad general en el mismo gobierno como
en la propia ciudadanía, menos propensa ya a atender los requerimientos de la
utilidad pública y más a sus intereses privados.
De aquí se deducen claramente dos ideas no siempre apreciadas en su jus
ta medida: primero que el principio de legitimidad política es un principio de
legitimidad democrática, aunque — como en seguida veremos— la term ino
logía del propio Rousseau puede llevar a m alentendidos. Y, segundo, que
Rousseau excluye un sistema de democracia directa, pero también un siste
ma representativo tal y como hoy lo conocemos. Su desprecio del sistema in
glés, al que vitupera por intentar presentarse como la encarnación de la liber
tad, se sustenta sobre la m ism a argum entación que inform a su rechazo de
toda voluntad particular que aspira a la representación de la generalidad. Los
parlam entos integrados por «representantes» y «facciones» acabarían por
constituir una o varias voluntades propias con pretensión de suplantar la vo
luntad general. Ello no significa, sin embargo, que la asamblea popular rous-
seauniana deba reunirse siguiendo las pautas propias de cualquier institución
parlam entada. Su función se restringe más bien a reafirm ar los fundamentos
de la unión y las bases de la justicia que informan al cuerpo político. En tér
minos modernos calificaríam os su actuación fundamental como una activi
dad de relegitimación constante de los fundam entos de la vida pública y de
ajuste continuo de los principios y valores que informan la ley y la actividad
pública a las necesidades e intereses de la cosa pública. Así entendido, pode
mos concluir provisionalmente que el soberano es un cuerpo deliberativo l0,
cuya virtud depende de su interés por la participación política efectiva, su
control y encauzamiento del gobierno y por dejarse guiar por los dictados de
la voluntad general.
Dos cuestiones más quedan por dilucidar. La primera tiene que ver con su
propia definición de un sistema democrático que carece de lo que hoy califi
caríamos como garantías liberales. La justificación de esta supuesta ausencia
reside en lo ya referido sobre la necesidad de articular las garantías de la li
bertad a través de la «simétrica» participación de cada cual en la conform a
ción de la voluntad popular. Habermas lo ha expresado de una forma plausi
ble y clara: «La voluntad unida de los ciudadanos se liga, a través de las leyes
universales y abstractas, al procedimiento legislativo democrático, que exclu
ye p e r se todos los intereses no generalizables y sólo admite regulaciones que
garanticen iguales derechos para todos y cada uno. Según esta idea, el ejerci
cio procedimentalmente correcto de la soberanía popular asegura a la vez el
principio liberal de la igualdad legal (que garantiza a todo el mundo liberta
des iguales según leyes generales)» 11. Y, podría añadirse, impide que el ejer
cicio de la autonomía privada «contamine» los dictados de la comunidad en
tendida como un m acrosujeto con su propia concepción del bien. Permitir la
«reserva de derechos» implicaría la existencia de una interferencia clara so
bre la común definición de este espíritu ético comunitario.
La segunda cuestión tiene que ver con el pesimismo con el que Rousseau
aborda la posibilidad de establecer un gobierno «democrático», que parece
entrar en contradicción con todo lo que aquí estamos afirmando. No en vano
son numerosas las alusiones explícitas en todas sus obras fundamentales a la
democracia como «gobierno de dioses» o de «ángeles», o a que «un gobierno
tan perfecto no conviene a los hombres» (III: iv). Ahora bien, por «democra
cia» entiende Rousseau un sistem a político en el que coinciden soberano y
gobierno; o sea, un gobierno de democracia directa que o bien ejerce el poder
ejecutivo por sí m ism o o bien se vale de m agistrados elegidos por sorteo.
Aunque para Rousseau ésta sería la forma política legítima por antonomasia,
no la considera viable y, precisamente por eso, la juzga poco deseable!2. Pero
aquí se entremezclan consideraciones de principio y argumentos prudencia
les. Las cuestiones de principio tienen que ver con la propia naturaleza de la
función de gobierno, dirigida a adoptar «decisiones particulares» que desvia
rían su interés por profundizar en el interés general. «No es bueno que quien
hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de
las miras generales para volverla a los objetos particulares» (III, iv). La mejor
solución, en consecuencia, sería designar las m agistraturas por sorteo, que
perm iten esquivar este problema al introducir la distinción entre soberano y
gobierno. Ante el problema de que sean designadas personas incompetentes
para ocupar determinados cargos, se abre la posibilidad de establecer m agis
traturas p o r elección, que en su terminología equivale a un gobierno — poder
ejecutivo y judicial— «aristocrático». Si a la postre este sistema acaba siendo
favorecido lo es m ás por consideraciones prudenciales, de garantía de un
«buen gobierno», que de principio — «la probidad, las luces, la experiencia y
todas las demás razones de preferencia y de estima pública son otras tantas
garantías de que uno será sabiamente gobernado» (III: v). En todo caso, per
m anece el control de la voluntad general13.
Concluyendo este punto, no cabe ninguna duda de que el discurso de la
democracia radical se construye a partir de la idealización de un sistema en el
que las decisiones políticas, sobre todo aquellas que afectan al colectivo
como un todo, pueden entenderse como el producto de la voluntad de quie
nes se ven afectados por ellas. Éste es el sentido en el que su ideal puede con
cretarse en la fórm ula que hemos empleado para introducir la referencia a
Rousseau: el principio de identidad entre gobernantes y gobernados. Sólo así
•cabe imaginar esa necesaria emancipación de la dependencia a la que conti
nuamente alude nuestro autor. El que ello se consiga o no efectivamente y por
qué medios concretos dependerá ya de otro tipo de condiciones que pasamos
a analizar a continuación.
1 Para una distinción analítica entre «liberalismo» y «democracia», véase R. del Águila,
«El centauro transmoderno», en F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política, vol. 6,
Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 549-643.
2 Véase a este respecto el Segundo D iscurso: Sobre el origen de la desigualdad entre
los hombres , Madrid, Alianza Editorial, 1990, y Essa i sur les origines des langues, en
Oeuvres Completes, París, Éditions du Seuil, 1971.
3 En op. cit., vol. III, libro I, pp. 59 y ss.
4 Así, por ejemplo, cuando a! comienzo del Em ilio nos describe al niño recién nacido
como un ser dependiente y tiránico a la vez, que primero se vale del llanto para reclamar
ayuda pero luego también para dominar a la madre ( Ém ile ou de l 'Éducation , en Oeuvres,
op. cit., vol. III, libro I, p. 46.
5 Entre éstas figuran ante todo sus dos D iscursos (1749 y 1755) y la Carta a D ’Alem -
bert(\15%).
6 Es difícil no recurrir aquí a una interpretación de Rousseau en clave de una reelabo-
ración secularizada del mito del pecado original. El hombre nace libre, como nuestros pri
meros padres, y poco a poco, a través de una serie de procesos de integración social, va
perdiendo su inocencia originaria — cae en el «pecado». Hay, sin embargo, una forma de
redención, que, obviamente, no será la gracia divina, sino su propia voluntad por emanci
parse de la «dependencia»; o sea, el contrato social. Algo parecido nos encontramos, des
de luego, en Marx y Engels.
7 En las citas del Contrato social nos limitaremos a poner entre paréntesis el libro (en
romanos mayúscula), seguido de los capítulos (romanos minúscula), para facilitar la con
sulta del mismo desde distintas ediciones. En la traducción nos hemos guiado por la edi
ción de Alianza Editorial, Madrid, 1990.
8 Judith Shklar, una de las mejores conocedoras del autor, nos llama continuamente la
atención sobre el carácter metafórico de cada uno de estos conceptos que acabamos de po
ner entre comillas. Y su tesis es que nuestro autor habría llevado estos conceptos comunes
y tan trillados en la literatura y el uso general de la época a alcanzar nuevos significados
(véase M e n and Citizens. A Study o f Rousseau ’s So cial Theory , Cambridge, CUP, 1969,
pp. 165 y ss.).
9 Op. cit., p. 168.
10 Véanse las condiciones que afectan a la deliberación y decisión en lo ya referido
arriba al presentar el concepto de v.g.
11 I Habermas, «Derechos humanos y soberanía popular: las versiones liberal y repu
blicana», en la segunda parte de este mismo libro.
12 No sería ésta la idea de algunos revolucionarios franceses jacobinos, como mues
tra el interesante opúsculo que recogemos en los textos de J.-P. Marat.
13 Un acertado y más matizado análisis de estos problemas en Rousseau se contiene en B.
Manin, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial, 1998, cap. 2.
14 No en vano la función básica que se encomienda al legislador es, precisamente, la
de proveer de educación — educación cívica, diríamos hoy— al pueblo.
15 Esta interpretación autoritaria de la obra de Rousseau tuvo su manifestación más
radical en J. D. Talmon, The Rise ofTotalitarian Democracy, Boston, Beacon Press, 1975.
16 Así, en el Em ilio , precisamente, dice: «La institución pública tampoco existe, y no
puede existir, porque donde no hay patria tampoco puede haber ciudadanos. Estas dos pa
labras, patria y ciudadanos, deben ser eliminadas de las lenguas modernas», op. cit., p. 22.
17 Aunque, como dice Rousseau, por el contrato social disponemos únicamente de
tanta libertad como sea compatible con las necesidades de control de la sociedad, (II:rv),
esto sólo le incumbe juzgar al colectivo, al soberano (en la medida en que sea factible, des
de luego, un enjuiciamiento público).
18 Una impecable defensa de esta postura se contiene en I. Fetscher, Rousseaus poli-
tische Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1975.
19 Op. cit., libro V, p. 317.
20 Véase la última parte de la introducción a! cap. 5 de este mismo libro.
21 C. Marx, L a guerra civil en Francia , Madrid, Ricardo Aguilera, 1976.
22 C. Marx, «La cuestión judía», en Lo s anales franco-alemanes, Barcelona, Martínez
Roca, 1970,pp.241-249.
23 L. fCoiakowski, El mito de la autoidentidad humana, Valencia, Cuadernos Teore
ma, 1976.
24 C. Marx, «La cuestión judía», cfr. Kolakowski, op. cit., p. 5.