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Lucía

Daniel Ágreda Sánchez

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Parte I

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1. Un televisor hecho trizas contra el suelo
A eso de las ocho de la mañana llegó a mí la ligera esperanza de coger el sueño. Dadas las
circunstancias, mi habitual dificultad para dormir había cobrado dimensiones épicas. Pero
nuevamente la inconsciencia se me escapó de las manos, debido al llanto y a los gritos desesperados
de una muchacha.
– “¡Basta!” – “¡No quiero!” – “¡Me duele!” – “¡Ya no, por favor!” – “¡Ya no más!”
Yo no entendía qué podía estar sucediendo. Aún estaba mareado y alterado por el insomnio,
y por alguna que otra sustancia que me había sido inyectada horas atrás.
Pero algo me mantenía tranquilo. O más o menos tranquilo. Me encontraba en un hospital.
Quien quiera que sea aquella muchacha y sus motivos, habría médicos tratando de ayudarla.
Traté de concentrarme en dormir pero me fue imposible. A los gritos de aquella chica se
sumaban ahora los de una mujer, “¡Cálmate, Lucía!”. Luego, el más sosegado “tienes que ser fuerte,
hija; tienes que aguantar” de otra voz femenina. “¡Si no dejas de chillar, los doctores no podrán
curar tu herida!”, gritó algún varón con cierto tonito paternal.
Una nueva voz de hombre, un poco más proactiva, ecualizada en los graves por la aspereza
del hastío y en los agudos por la apatía de la resignación, agregó que “tenemos que hacer esto, es
por tu bien”.
Pero las quejas, los gritos y el llanto de la muchacha no cesaban. Más bien eran un continuo
obstinado sobre el cual las otras voces se colocaban más o menos inteligibles pero inarmónicas.
Todo eso estaba durando una pequeña eternidad.
Yo cerré con fuerza los párpados. Con tanta gente hablando, con tanto intento para
minimizar lo que sucedía, con todos los “tienes que” por parte de las mujeres, con tanta
desesperación por parte de la chica y con esa suerte de tranquilidad agresiva en la voz de los
hombres, regresó a mi memoria el recuerdo de los testimonios de cientos de mujeres, mujeres
andinas, violentadas colectivamente sea por militantes de Sendero Luminoso o por militares,
testimonios que años atrás hube de buscar, solicitar, recoger, registrar, desgrabar y transcribir, en
medio de circunstancias que aún hoy me resultaban dolorosas de recordar. Martillaban sus voces mi
cabeza, como a la altura de las sienes, con la misma intensidad de siempre cuando las recuerdo. La
idea de una muchacha desprotegida a merced de los deseos aberrantes de un grupo de sujetos me
había sido explicitada con lujo de detalles, y tantas veces la misma historia en tan distintas voces,
que aquello terminó en terapia psiquiátrica, justo al día siguiente en que lancé el televisor por la
ventana de mi dormitorio, en los instantes precisos en que algún noticiero nacional informaba sobre
una nueva violación colectiva contra una mujer en la India, Brasil o Perú. Mi televisor, armatoste
bastante anticuado en comparación con los hípermodernos pantallas planas, hizo todo lo
absolutamente posible por llamar la atención del condominio en pleno: se hizo trizas contra el suelo
al caer desde el tercer piso emulando, según yo, el sonido de una pequeña bomba nuclear; se
desparramó hasta distancias inusitadas (semanas después se encontró un pedazo de pantalla como
a 50 metros del impacto, en el jardín de una vecina); algunas piezas rebotaron y entraron por las
ventanas de ciertos segundos pisos y una de ellas, una especie de tubo de vidrio, rajó la luna
polarizada que protege la estatua de la Virgen de Fátima que vela por sus devotos más próximos en
el vecindario desde su permanentemente iluminada gruta. Tuve que dar las miles de explicaciones a
los vecinos preocupados, a las vecinas inquisidoras y a la policía que tuvo a bien acudir presta, como
nunca, al llamado de quién sabe quién. Pasé de ser el vecino mimado por las vecinas y respetado-
cuasi-admirado por los vecinos, a ser el irascible del barrio, el de los arranques violentos, un nuevo
sospechoso de consumir alcohol y drogas debido a que el alcohol y las drogas eran consumidas por
casi todos mis contemporáneos en el condominio y sus hijos, y yo, claro está, no iba a ser la
necesaria excepción. Además, decían que la violencia era consecuente con la disciplina deportiva
que me daba de comer. De aquel incidente, las únicas damnificadas fueron las palomas que
anidaban en la parte exterior de la ventana de mi habitación, que a fuerza de no abrirse nunca jamás
ni las cortinas, ni mucho menos las hojas de vidrio, ya habían adquirido cierta noción de ciudadanía

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en aquella zona. Ahora incluso más, porque habían experimentado algo de la inseguridad que nos
aqueja a los limeños. Esto era algo así como el Tarata palomar.1 Había sangre de paloma y plumas
ensangrentadas por todas partes. Pero ninguna víctima alada fatal, gracias a dios. A pesar de que
eran las causantes directas de mi entonces y hasta ahora solitaria existencia, no las odiaba. Solo
quedaron resonando aquella noche, intermitentes, las requintadas floridas de la abuela Monsa, las
del Abuelo Crocco y de una vecina charapa que vendía miel de abeja por kilos y su cuerpo por horas.
De eso, cinco años ha. De aquello otro, las entrevistas en los Andes, como once o doce.
La muchacha seguía gritando y llorando, implorando para que la tortura se detenga.
Cada grito suyo me provocaba ponerme de pie y defenderla, cogiendo del pescuezo a los
agresores y lanzándolos lejos, o arrojarles lo que esté más a la mano, o romperles las caras a
puñetazos y patadas limpios. Pero una fuerza aún mayor y más allá de mi control me obligaba a
permanecer inmóvil. Era tan desesperante no poder moverme siquiera para cerciorarme de que
esto, aquí y ahora, no era una violación a vista y paciencia de todo el mundo, filmada con teléfonos y
posteriormente rebotada exponencialmente en internet. Era jodido ser testigo tan de primera mano,
y no poder hacer nada al respecto. Nuevamente.
Apenas atisbé que una enfermera pasó por mi lado para recoger sabe dios qué cosa de
quién sabe dónde, le pregunté que qué rayos estaba sucediendo donde quiera que sea que estaba
sucediendo.
– Es Lucía. Una niña que fue operada del apéndice. Su herida no está cerrando bien y es
necesario curársela a diario para que no se infecte. Todos los días es igual. No se preocupe. Ya va a
terminar.
Y, en efecto, terminó justo cuando la enfermera culminó la respuesta. Casi todo cesó. La
curación y las voces de hombres y mujeres adultas tratando de ¿calmar? a la paciente. Excepto el
llanto, ahora menguado, y los gemidos, que no menguaban.
– Y usted, ¿cómo sigue?
– ¿…Yo?
La enfermera me miraba con ojos indecodificables desde los pies de mi cama. La pregunta
que me había hecho, hizo que yo me preguntara lo mismo, pero en silencio. ¿Cómo seguía yo? Y
sobre todo, ¿cómo seguía yo de qué, o después de cuál evento? Porque había sucedido tanto
últimamente…
– Supongo que bien –espeté sin certeza alguna de estar diciendo la verdad.
– ¿Seguro? –inquirió ella.
– No –dije, a secas.
– ¿Ya puede mover las piernas?
– Desde que salí del quirófano pude mover la derecha –solo entonces recordé que acababa
de ser operado de algo-. La izquierda, aún no lo sé. ¿Debo averiguarlo?
– No es necesario que lo haga ahora. Ya vendrán otras enfermeras a ver cómo se encuentra
y ellas indagarán. ¿Le duele algo en particular?
– Me duele Lucía.
La enfermera no entendió lo que quise decir, y a su mirada interrogante le siguió un mutis
estratégico por la derecha. Mucho interés no tuvo por continuar el diálogo. Honestamente, yo
tampoco quería hablar con ella. Ni con nadie.
Pensándolo bien, yo tampoco tenía claro qué quise decir con mi última respuesta.
Traté de dormir. Lo cual es un eufemismo porque, todos sabemos, el sueño es el más
pendejo de los amantes; solo te coge cuando le da la puta gana a él. Pero no perdía nada cerrando
los ojos. Y nada gané, porque tuve que abrirlos casi en el acto. Alguien me tocó la pierna izquierda, a
la altura del muslo, con delicada decisión. La voz de una muchacha, a quien no podía ver debido a
que me encontraba dándole la espalda, echado sobre mi lado derecho y sin poder voltear, me
preguntó si sentía aquello. Respondí que sí.
– ¿Cómo se siente, señor Santiago?

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Demoré en percatarme de que la conversación era conmigo. No es que no recordase mi
nombre, solo estaba confundido. Lucía y un puñado de campesinas violentadas seguían rondando mi
cabeza.
– Me siento... no sé cómo me siento...
– ¿Cómo que no sabe cómo se siente? –y estalló la risa de por lo menos dos muchachas más,
al parecer enfermeras, a quienes tampoco podía ver, pues estaban todas del mismo lado de la cama-
. Tiene que saber si se siente bien o mal, o si tiene alguna molestia o le duele algo.
– Digamos que he estado mejor. Pero también he estado peor.
– Por lo visto, usted aún está mareado por la anestesia. Mejor no se esfuerce en hablar.
Y procedieron a hacerme cosas pero ya sin tratar de dialogar conmigo; a lo más, hicieron
preguntas que buscaban respuestas muy concretas y monosilábicas. Me tocaban diversas partes de
las piernas y de la espalda, y me preguntaban si sentía sus manos; yo respondía que sí. Colocaron un
termómetro debajo de mi axila izquierda y me ordenaron que hiciera lo posible por no dejarlo caer.
También tomaron mi presión en ese mismo brazo, pues el otro no se encontraba accesible. Algo
colocaron en el índice de mi mano izquierda, un aparatito que mordía la falangeta en cuestión y
emitía sonidos esporádicos, más agudos que breves. Me parecía que el barullo en la sala iba en
aumento paulatino. Levanté un poco la cabeza, la giré y, hasta donde alcancé a ver, me encontré con
un ejército de enfermeras variopintas haciéndole lo mismo que a mí, a todos los pacientes de la sala,
que de por sí ya eran numerosos.
Una mano presionó mi cráneo contra la cama, con más decisión que delicadeza y me dio una
indicación: “no haga eso por ahora, quédese quieto”.
– Presión normal –dijo una de las tres enfermeras-. La saturación está bien –agregó al liberar
mi dedo índice-. Pero tiene 38.5 de temperatura.
– Señor Santiago, va a tener que tomar paracetamol –me dijo otra enfermera con voz de
flauta-. ¿Tiene usted paracetamol aquí?
– No creo. No tengo nada. Ni documentos, ni teléfono. Nada.
Ni memoria ni dignidad. Solo tenía puesta una bata de ¿plástico? azul o verde, con una
abertura por detrás que dejaba mi culo al aire. Las enfermeras parecían no darle importancia, pero
yo estaba bastante incómodo con la situación. Anotaron algo en un cuadernito venido a menos y se
fueron dejándome tranquilo. Volví a ser uno con mis recuerdos sobre el televisor hecho trizas contra
el suelo y los gritos de Lucia, junto con las memorias desangradas de doscientas y pico mujeres. Esta
era una mañana de verano, así que la luz del sol entraba por todas partes, iluminándolo todo
jodidamente. Sentía el calor y, sin embargo, temblaba de frío. Entonces cerré los ojos.
Traté de dormir. Respiré profundamente y dejé salir el aire de mis pulmones sin prisa.
Trataba de recuperar algo de control sobre mi cuerpo. Volví a respirar y botar el aire. Estos días
habían sido extraordinariamente enajenantes. Agotadores. Unas semanas de mierda. Y sentía
incertidumbre acerca de los días por venir.
– Señor Santiago –me interrumpió la voz aflautada-.
– Dígame…
– Le voy a dar dos paracetamol –dijo, mientras se acercaba nuevamente, una de las
enfermeras que acababa de irse, y me ofrecía las pastillas y un vaso de plástico con agua; su voz era
en extremo chillona y podría decirse que casi entonaba melodías de tonito elevado en glucosa-. Esto
se lo estoy dando yo, por mi cuenta. Usted no tiene seguro social ni SIS, así que tiene que comprar
sus propias medicinas. ¿A qué hora vienen sus familiares?
– No tengo la menor idea.
– ¡Tienen que venir pronto porque usted no tiene nada de nada! Sus familiares solo le han
dejado un frasco de cloruro de sodio que le vamos a poner en unos momentos. Y gasas. Pero tienen
que comprarle una receta urgente para hoy.
– No tengo cómo comunicarme. No tengo teléfono y no recuerdo ningún número de
memoria.

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– Pues... vea cómo le hace. Ellos deberían estar aquí ahora. Ya verá usted cómo se comunica
con ellos.
– Trataré de usar telepatía. No me queda otra. ¿El doctor a qué hora vendrá?
– ¿Cuál doctor?
– El que me operó.
– ¿Cómo se apellida?
– ¿Yo? Rodríguez. Rodríguez Vieira.
– ¡Usted no! ¡El doctor que lo operó!
– ¿Qué tiene el doctor que me operó?
– ¡Qué cómo se apellida el doctor que lo operó!
– ¿Y cómo se supone que voy a saberlo si justamente soy yo el operado? ¡Además, si se lo
estoy preguntando es porque no lo sé!
El mareo y la confusión de hacía unos instantes empezaba a disolverse en indignación
químicamente pura. Si hasta sentía la efervescencia, cual sal de frutas opacando el agua de un vaso
merced a esas pequeñas explosiones fascinantes. Pero al levantar la voz noté que tenía dolor de
cabeza.
– Usted tiene que saber el apellido del médico que lo operó –respondió ella con
inquebrantable insipidez -. Si no, ¿cómo lo ubicamos?
– Al parecer, “tengo que” muchas cosas pero, en la concreta, no tengo nada. ¿No sería más
fácil que usted averigüe? En alguna parte debe estar escrito quién soy, de dónde vengo y a dónde
voy.
– Usted acaba de llegar a este pabellón recién ahora, a las seis y media de la mañana. Debe
haber sido operado en la madrugada y luego puesto en observación. Su historia clínica no llega aún.
Si usted no sabe quién lo operó, yo menos, que acabo de empezar turno. Tiene que esperar a que
llegue la historia clínica con todos sus datos. Y tiene que comunicarse con sus familiares para que
vengan lo antes posible y le compren los medicamentos. Y ahora, tómese esas pastillas de una vez,
que fiebre sí tiene.
No dije nada más. Me apoyé sobre el brazo derecho para incorporarme un poco. Lo
suficiente para poder pasar las pastillas. Coloqué con cuidado el vaso con agua en mi mano derecha,
en la cual me apoyé. Me las llevé a la boca con el brazo izquierdo; una primero, luego el vaso de
plástico con agua, que era pequeño y tan delgado que parecía de papel, y una vez pasada la primera,
ahora la segunda, con otro sorbo de agua. Y uno más, porque esta vez la pastilla no pasó en el
primer intento. Siempre he sido una bestia pasando pastillas. Sin importar el tamaño, la experiencia
siempre era una mierda y esta vez no fue la excepción. Las muy pequeñas se me perdían bien debajo
de la lengua, bien detrás de las encías, o se me adherían al paladar; las más grandes nunca quedaban
en la posición estratégica en que las colocaba pues el líquido ingerido las llevaba a cualquier parte
dentro de mi boca. Al final, la mayoría de pastillas que he tomado en mis cuarenta años de vida se
han deshecho lentamente mientras trataba de deglutirlas, dejando ese saborcito a metal-amargo-
nauseabundo-de-mierda.
En el tercer intento, el paracetamol ya empezaba a deshacerse, dejando en mi boca su
asquerosa rúbrica característica. Opté por dejar que termine de disolverse sobre mi lengua y
aprovechar el último y cuarto sorbo de agua para pasar los restos. De todas formas, el sabor
quedaría. “Deus me ajude”, susurré para mí.
La fiebre, si la tenía, no la sentía.
El sueño, que no tenía, nunca me dejó tenerlo.
Seguí echado sobre el lado derecho de mi cuerpo, mirando la pared que se encontraba a
menos de un metro de mis narices, dándoles la espalda y el culo a las enfermeras, los pacientes y los
doctores. Recién noté que me dolían los ojos y la cabeza, que el martilleo en las sienes continuaba a
pesar del ahora silencio de Lucía.
Ahora sí empezaba a sudar en serio. Y, como queda demostrado cuando entreno, cuando yo
sudo en serio, sudo en serio. Cerré los ojos. No sé si dormí. Pero una especie de experiencia onírica

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no familiar me hizo recordar lo que había sucedido horas antes, junto con otros eventos en la vida
mía. “As clear as the sun in the summer sky”, me dije en voz alta.

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2. El Pacto de Santa Rosa
Hacía tres semanas que dejé de trabajar porque, simplemente, ya no podía hacerlo más. Ha dos
semanas que empezaron las fiebres, y siete días atrás yo empecé a volar hasta casi los 39 grados y
medio de temperatura.
Mi intención fue siempre retomar mis actividades, esperanza que solo una vez perdí, hace
diez años, pero eso es historia aparte. A la actualidad, llevaba varios meses con un dolor extraño en
la parte baja de la espalda, casi sobre la nalga izquierda, que ya no me dejaba ni caminar. Asumí que
era una hernia desde la primera vez que apareció, total, las lesiones y las hernias han sido parte de
mi vida desde que me tomé la actividad física en serio. Y este bulto tenía forma de hernia y se
comportaba como tal. Pero paulatinamente y en paralelo al crecimiento del bulto en cuestión y el
incremento del dolor, desde hacía un año o año y medio había empezado a dejar de realizar algunas
de mis actividades con normalidad, y eso se dio de forma casi imperceptible. Como las clases en el
gimnasio del barrio, que llevaba el nombre del dueño, histórico Míster Perú del año de la croqueta, y
donde yo era uno de los instructores de pesas estrella, aunque a medio tiempo, por las
tardes/noches. Me tenían ahí solo por darle pedigrí al recinto, y me pagaban bastante bien aunque
los acuerdos incluían ningún contrato y tampoco huellas de recibos por honorarios “ni mariconadas
por el estilo”, Don Mario dixit. Por otro lado, desde muy temprano, dictaba clases de Muay Thai en la
academia de artes marciales, también del barrio, First Class Fight. Ellos pagaban un poquito menos,
en iguales condiciones laborales más una concesión a las mariconadas legales, pero lo que hacía allí
me gustaba bastante más: enseñaba a patear traseros. Literalmente. Además, me facilitaban el
espacio necesario y gratuito para lo que yo quisiera, que básicamente era entrenar.
Mi estilo de vida, desde hace ocho años, incluía algunas mañanas, tardes y/o noches libres
para entrenar, y siempre en ambos trabajos me daban los permisos respectivos para hacerlo de cara
a las peleas estelares, que cada vez eran más esporádicas al igual que las victorias. Le ganaba a los
calichines, pero con los más asentados ya no podía competir. Daba pelea, pero hasta ahí nomás.
Había dejado de ser campeón absoluto en varias disciplinas diez años atrás, cuando me retiré de
súbito del mundo, devastado por la tragedia. Pero seguía siendo Santiago Rodríquez Vieira. Mi
nombre aún pesaba en ciertos círculos. Dos años y pico me tomó reconstituirme y reintegrarme a la
rotación y traslación terrestres, pero esto no se podía llamar vida. Yo, por ahora, solo transitaba, no
vivía. Camino hacia la fatalidad. Momentos de alegría sí, cómo no, pero una sonrisa interdiaria no
hace la felicidad perpetua. Las puertas ya las había cerrado, así como las ventanas y las respectivas
cortinas, para efectos de toda esperanza de realización, y más bien me encontraba sumamente
ocupado planificando en lo profundo de mi subconsciente este suicidio que por fin empezaba a
consumarse.
Sin embargo, la rutina se mantuvo, aunque cada vez con menos ímpetu. Incluso hubo días
en que sucedía lo imposible: dejaba de asistir a alguna de las academias.
La última clase transcurrió dentro de lo esperado, tal cual los últimos ¿ocho? años. Un lunes
a las cinco y media, puntual y metódico, llegué a la academia, abrí las puertas (pues tenía una copia
de la llave y nadie, pero NADIE, iba a trocar NUNCA su pegazón a las sábanas por el dudoso placer de
levantarse en la madrugada y ser responsable de darle a las llaves el curso respectivo). Acto seguido,
colgué en la entrada el redundante letrerito que decía “Abierto”, pero en inglés. Sí, incluía también
el “Aceptamos todas las tarjetas” en castellano. Cogí la escoba y barrí la entrada y el pasillo que
conducía de la calle hacia la puerta interior, pero en sentido inverso, de tal forma que llevé el polvo
hacia la acera para, desde ahí, abandonarlo en los jardines liminares que suele haber entre la acera y
la pista. Los regaba interdiario, pero los empolvaba de lunes a sábado.
No había llovido en toda la madrugada, así que el tiempo destinado a la baldeada lo invertí
en poner buena música para motivarme. No me sentía con ánimos de continuar con la limpieza. Por
otro lado, llevaba semanas pegado al Hi Infidelity, de REO Speedwagon, el cual me sabía de memoria
desde que tengo uso de razón y me regalaron el vinilo casi ni bien apareció en el mercado. Durante

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estas últimas semanas las pasé cantando esas canciones a voz en cuello, desde las cinco de la
mañana en que salía a correr, audífonos en las orejas, hasta que llegaba a la First Class Fight.
Mi viejo me trajo el Hi Infidelity de Estados Unidos, porque sabía que el grupo me gustaba
mucho y, según él, la mejor forma de aprender inglés era cantando canciones. Su afán por hacerme
bilingüe le hizo observar mis gustos y manías para reforzarlas y regalarme aquello que más me
gustase pero en edición extranjera. Británica, para mayores señas. La edición del disco incluía las
letras en la portada interna y él, pacientemente, las tradujo con su propio puño y letra para que yo
pudiese cantar y entender lo que cantaba. Hacía eso con todos los discos que me regalaba.
Entonces, cogía yo una de sus guitarras, la más pequeña, me la colgaba al cuello y cantaba el elepé
completo, alucinándome en pleno concierto multitudinario, incluyendo los gestos faciales (ya saben,
nariz arrugada, eyes wide open, boca muy abierta, dicción perfecta para la cámara, etcétera), los
hombros encogidos, la patadita contra el piso y el leve sacudón de cabeza propios de Kevin Cronin...
por cierto, mi viejo también me dejaba escrito el cifrado de los acordes para guitarra; esa fue
recomendación de mamá. Y yo, desde la aparición del MP3, no he hecho más que regresar a mi
infancia y adolescencia. No soporto la música moderna desde que escuché a Nirvana y su hit
principal me sonó a vómito colectivo de manada de borrachos. Mi modernidad se detuvo en 1989,
con el ...But Seriously.
Treinta minutos corriendo desde mi casa hasta la academia; no en línea recta porque, en
realidad, a paso de trote, resultaban menos de diez. Así que rodeaba algunas cuadras un par de
veces, tratando de no repetir a diario las mismas sendas. Para algunas cosas me gustaba la variedad
y para otras, la rutina escrupulosa. Debido a lo primero, ya me conocía el vecindario lo
suficientemente bien como para venderle mi sabiduría a una banda de asaltantes profesionales.
Corría y daba puñetazos al aire, recto derecho, recto izquierdo, jab, jab, gancho derecho, gancho
izquierdo, jab, jab. Y variaciones afines.
Ese día, después de barrer, conecté el Walkman al equipo de sonido de la academia. Sonó
Tough Guys a todo volumen. Recordé que Nolito solía cantarla, variando el Tough por Top y el Guys
por Gays. Esa fue la sonrisa del lunes para cumplir con la cuota interdiaria de la semana. En honor a
su memoria, procedí a hacer lo mismo que él hacía a todo pulmón, mientras revisaba que todos los
implementos de la sala de entrenamiento, es decir guantes, cuerdas, balones, mancuernas, sogas,
canilleras, cascos y pecheras se encontrasen en su lugar y ordenados para cuando llegasen los
alumnos. Hube de acomodar algunos objetos, nunca los dejaban en el lugar correcto los instructores
de la noche anterior, aunque habían mejorado bastante después de la puteada que les metí acerca
de la importancia de los detalles pequeños, que mucho decían de las grandes acciones de los
hombres (y las mujeres).
Una rociada de ambientador no-tan-barato al ritmo de los REO rubricó mi labor, luego de
acomodar las mancuernas de la más pequeña a la más pesada, acompañado de un último “Toooooo-
ooooooo-ooooooooop Gaaaaaaaaaaaaaaaaysssss”, rotundo y rocanrolero.
Me sentí un poco mareado. “Otra vez”, me dije, pero no le presté mayor importancia… otra
vez.
Pronto me dirigí hacia las duchas, como todos los días. Los alumnos empezaban a llegar
siempre a golpe de seis y cinco, pues las clases empezaban a las 6:15am y nadie entraba, una vez
iniciado el calentamiento, cuando yo estaba a cargo de las sesiones. Las artes marciales son más que
un deporte; son una mística y con ellas no se huevea. “Si quieres tomarle el pelo a un deporte tonto,
mejor juega fútbol, hermano”, ese era mi lema. Puntualidad es el primer paso para conseguirlo todo
en esta vida, empezando por el respeto propio y el respeto de y hacia los demás.
Obviamente, había sus excepciones con los alumnos que solían llegar temprano pero a
veces, las menos, se les hacía tarde. “¡Entra de una vez, qué haces ahí de pie!”, les gritaba, y ellos y
ellas corrían medio asustados para incorporarse en el grupo.
Abrí la ducha y temperé el agua. Me desnudé rápido y me metí debajo del chorro con la
cabeza previamente enchampuzada; la froté y enjuagué. Una vez limpio de champú, estuve a punto
de agarrar el jabón cuando sentí ya no un mareo como los previos sino una alerta de desmayo. Me

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dije, como en ocasiones anteriores, que ya iba a pasar. Como no pasaba, opté por dirigirme hacia el
inodoro, pues debía busca un lugar adecuado para sentarme y colocar la cabeza entre las piernas.
Apenas intenté dar un paso y ya estaba en el suelo, con un dolor en la nuca y otro en el brazo
derecho que anunciaban los respectivos golpazos recibidos al caer. No había logrado salir de la
ducha. No recordaba haberme caído.
Los desmayos en la vida real no son como los del cine o los de los libros. No los míos, por lo
menos. No hay fundido a negro. Solo un corte. Nolito diría “como en las películas de Godard”. De
estar de pie a aparecer en el suelo de porrazo, sin recordar la caída salvo deducirla por los golpes.
Esta vez pude calcular el tiempo del desmayo por la canción que estaba sonando; Shakin' it Lose
estaba por la mitad, y yo había entrado a la ducha a poco más de la mitad de Out of Season. “No ha
sido mucho tiempo, a lo más un minuto y pico o dos”, pensé, dado que las canciones son
consecutivas.
Con esa iban ya cinco las veces, en medio año, que me pasaba lo mismo.
Me incorporé. “Menos mal que no caí sobre la hernia”, me dije, “ni sobre el pecho o la
pierna derecha”. Ya no me enjaboné. Salí, me sequé y me vestí, en ese orden. Luego, camino a la
sala de recepción, recapacité y regresé al baño. Debí secarme dentro de la ducha, como siempre, y
salir, en ese orden, si no el piso del baño se moja. Procedí a secarlo como pude con papel higiénico.
Yo no soy así. Esto se está saliendo de cauce. Me preocupaba menos el desmayo que el
descuido con la higiene del baño. Ya me estoy volviendo viejo, no son cuarenta años por las huevas.
“¡Pero a este paso terminaré con Alzheimer!” Me aterraba la idea de ser un viejo dependiente.
“¡Primero muerto!”, me dije. Luego recordé que mis días, o más bien mis años, estaban contados.
Así que a viejo no iba a llegar, con certeza.
“¿Y si todo esto no era más que el principio del fin?”, pensé en voz alta mientras salía del
baño, deteniéndome frente a mi imagen reflejada en uno de las decenas de espejos que había en el
recinto. El seis octavos de I Wish You Were There me hizo el soundtrack.
Ahí estaba yo. Frente a frente conmigo mismo. Hice silencio interior. Se acabó la música.
Continué mirándome. Fijé la mirada en mi mirada, a ver qué me decía. Recordé cosas, si no cientos,
miles. Una en especial, de aquel 17 de mayo de 2,005 en que me mataron y me dieron una sentencia
de muerte adicional y a largo plazo. La idea de morir me rondaba ahora, con la misma intensidad,
que entonces. ¿Sería que llegaba el momento?
No sé cuánto tiempo estuve ahí, en la penumbra, pues no acostumbraba encender las luces
sino hasta la llegada del primer alumno, que en esta ocasión fue Daniel. Era él, aunque podrían ser
Paco o Katia.
– ¿Está todo bien, profesor?
Volteé a mirarlo. Lo reconocí. Por la voz y el desodorante que solía ponerse en cantidades
industriales porque él, como yo, detestaba apestar durante los entrenamientos.
– ¿Ya son seis y cinco?
– Aún no, profe, pero falta poco. ¿Se encuentra usted bien?
– ¡Todo bien, mi estimado escobillón de parquet! –le dije, al mismo tiempo que me acercaba
a él y revolvía su cabello endiabladamente ensortijado con la mano derecha y le propinaba un
zurdazo en el estómago. De broma, claro está.
Daniel, de 22 años más o menos, el Sport Billy de su generación, se dirigió al baño para
quitarse el buzo y las zapatillas, y así quedar expedito para la acción. Lo guardaba todo en un
pequeño maletín, incluso las zapatillas, porque a la zona de entrenamiento se entraba descalzos. Era
una maravilla, ese maletín; le entraba de todo. Por eso bauticé como Sport Billy a su dueño, y
aunque los sobrenombres cambiaban de un día para otro, según mi costumbre, ese era al que
siempre volvía una y otra vez. Y fue el que más simpatizó entre sus compañeros. Cierto que el único
sobrenombre que le competía en estabilidad en el tiempo era el mío, Abrazo de roca, y justamente
me lo puso Daniel, porque él decía que yo era idéntico a un tal Rockhold, un atleta de Artes
Marciales Mixtas, solo que yo era “más alto, más cuerpón y más guapo”, con lo que conseguía
ruborizarme pero no quebrar la cara de palo que le ponía cuando me lo decía. La curiosidad me hizo

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buscar en internet, y daba la coincidencia de que el tal Rockhold se me parecía, en efecto, solo que
era un poco más delgado que yo, y tenía una mirada mucho menos seria que la mía. Más joven que
yo, y era un tipo bastante guapo, para ser honestos, lo cual me hizo recordar que yo también lo era,
o lo fui alguna vez, solo que yo no necesitaba Photoshop. El tal Rockhold también era luchador, pero
de Artes Marciales Mixtas, que a mí se me hacían demasiado violentas y con escaso espíritu
deportivo. Y también demasiado marqueteadas pacharaqueramente, con disputas verbales previas a
los eventos y toda esa parafernalia de reality innecesaria pero tan de moda. Igual, empecé a seguir
los pasos virtuales de Luke Rockhold, así como lo hacía de otros atletas, pues sus redes sociales
incluían pautas de entrenamiento en videos y esas cosas que siempre son útiles.
Acomodé la vitrina en que exhibíamos quemadores de grasa, proteínas y demás cosas que
yo ni ingería ni recomendaba, pero que la academia vendía. Las cintas, los guantes y los protectores
bucales, a esos sí los tenía en obvia mayor estima, pues eran implementos necesarios. No se trataba
de aglutinar las cosas, sino de que estén colocadas bajo cierta armonía visual. Equilibrio, que le
dicen. Eso, aunque lo explique con manzanas, no me lo entendían ningún instructor ni instructora, ni
el personal de limpieza ni la recepcionista. Coloqué las revistas usuales sobre el escritorio, dejando
medio ocultas las más antiguas y haciendo sobresalir a las de este año, todas sobre disciplinas afines
a las que enseñábamos en la academia, cuando llegaron casi al mismo tiempo Paco y Katia.
Intercambiamos los saludos respectivos y me dirigí hacia la sala de entrenamiento mientras me
encargaba de encender todas las luces del local.
Los tres muchachos se colocaron en sus posiciones respectivas. Como llegaban temprano
siempre, salvo contratiempos, desastres naturales o avistamientos de ovnis, solían ocupar los
mismos lugares. Cerca de donde siempre me ubicaba yo, para sacarles la mugre. Acomodé el
cronómetro y puse la música adecuada: rock pesado.
“¡Con todos, estiramientos!”, grité. “Pero… ¡recién son seis y diez!”, argumentó Paquito.
Katia volteó hacia él con mirada filosísima y le lanzó un contundente “¡¡¡¿¿¿Y???!!!” en uno de los
cachetes. Luego volteó para mirarme, pensando tal vez que había hecho mal al indignarse de esa
forma.
– Chicos, vamos a estirar los músculos y que se vayan sumando los que vayan llegando.
Ustedes tendrán cinco minutos más de estiramientos. Eso puede hacer la diferencia entre un
calambre y una sesión digna. Y en premio a su puntualidad, los voy a hacer polvo, as usual.
– ¡Dele, Abrazo de roca!, –inquirió entusiasta Daniel. Abrazo de roca fue su forma de
traducir Rockhold; “no es una buena traducción pero ahí se le parece, además usted siempre abraza
fuerte”, sustentó el día en que me bautizó. “Suena huachafo y todo eso, pero usted está más rayado
que todos nosotros juntos así que el toque kitsch le cae de perilla”.
– ¡Vamos con todo, mi huachafísimo batracio albino! ¡Brazos arriba!
Yo solía estirar los músculos de 6:15am a 7:10am, mientras indicaba en paralelo a los
alumnos qué hacer para el entrenamiento y la media hora de sparring. De 7:15am a 8:10am, con el
siguiente grupo, estiraba y entrenaba al margen de lo que les indicase para el sparring; ellos se
mataban entre ellos y yo calentaba tranquilo. A las 7:30am llegaba Mayra, la recepcionista que
también era alumna y, últimamente, promisoria peleadora. Ella se encargaba de encender la
computadora, abrir las ventanas y las puertas de todo el local para que entre la luz del día y,
subsecuentemente, apagar algunas de las luces que yo había encendido. Oficialmente, para temas
de informes e inscripciones, la oficina estaba abierta desde aquella hora. Plus, abría el botiquín, pues
nunca faltaban una nariz rota, un calambre y, gracias a dios, solo incidentes afines, nada grave.
– Sin bajar los brazos, inclinen el cuerpo hacia la izquierda, pero muy lentamente. No se
apuren, que ustedes han empezado antes que los demás.
– Nos queda clarísima su obsesión con la puntualidad, profe –dijo Paco-.
Y los demás seguían llegando, tomando el estiramiento según se acoplaban al grupo.
– Ahora hacia la derecha. Despacio, no se aloquen, que después se lesionan y mi culpa no
será. Acaban de salir de la cama, y salvo que hayan tenido un mañanero madrugador, esta es su
primera actividad física del día.

14
– No, profe –dijo Mauro, un señor de aproximadamente mi edad, pero muy mal llevada, que
acababa de sumarse a la clase-. Yo soy soltero pero hago lo que quiero.
– ¡Bah! –replicó Katia-. Yo soy casada... y la veo de madrugada.
Risas generales. El grupo de las 6:15am, ahora con Lucrecia, Brayan, Carlos (el gordo; no
confundir con el otro Carlos, el chato, ni con el instructor de box de las noches) y Gisela estaba
completo. Ocasionalmente alguien más venía a esta hora, pero era poco usual. Más numeroso era el
grupo de las 7:15am. Daniel, Carlos y Gisela solían quedarse dos horas seguidas conmigo, o
empalmarla con la clase de box de Renato, a las 7:30am.
Yo descansaba de 8:10am a 9:00am, tiempo en que retomaba clases con otro grupo aún más
numeroso. Aprovechaba para desayunar un jugo de papaya con naranja que traía de casa, un par de
sánguches que también traía de casa, un huevo duro y una taza de leche o yogurt con linaza o
salvado. De 9:00am a 10:00am y luego de 10:00am a 11:00am, sin involucrarme mucho en la
actividad física pues no era recomendable después de un rompeayuno tan contundente, dictaba más
clases y de ahí descansaba una hora. En esa hora normalmente comía una fruta y me iba al baño del
segundo piso, porque aquello nunca era lucha de hombres sino lucha de fieras como bien
atestiguaba la vieja cañada. Me daba vergüenza dejar rastros olorosos en el primer piso, los chicos
no tenían la culpa de nada, pobres. Era mi única evacuación estomacal del día, así que era digna de
fanfarria. “Voy a soltar el Kraken y regreso”, le decía a Mayra, a los profesores y alumnos, que o bien
se horrorizaban o bien se reían. Mayra me decía con fingida indignación que yo era “un vulgar y un
asqueroso de mierda”, tal cual, o variaba las palabrotas del adjetivo, que para eso tenía habilidad y
repertorio. Y echaba a reír, con esa risa tan sonora como agradable, mientras yo subía por las
estrechas escaleras que conducían a dos habitaciones, una que usábamos como depósito y otra que
solía ser habitación para quien se quedara a dormir en las muy contadas ocasiones que yo no podría
llegar temprano a abrir la academia. El depósito, por ser la habitación principal del local que alguna
vez fue un departamento, era el que tenía baño y duchas. Yo cagaba ahí y me bañaba
inmediatamente después, pues nunca he podido soportar la idea de que se me quede excremento
en el culo peludo.
Más clases, al mediodía y a la una de la tarde, en que solían llegar muy pocos alumnos.
Usualmente tenía uno o dos por hora. Y para ellos, el entrenamiento era inmisericorde.
– ¡Estiramiento frontal! ¡Inclinen el cuerpo hacia adelante! ¡No doblen las piernas! ¡Deja de
bostezar, Mauro! –dije en voz alta, para desperezar a los alumnos. Sentí un leve mareo.
Diariamente, hacia las dos de la tarde regresaba a casa caminando. Preparaba algo para
almorzar y escuchaba un disco o leía hasta las cuatro de la tarde, en que debía ir al Gimnasio Mario,
aunque solo los lunes, los miércoles y los viernes, que eran días para varones. Martes, jueves y
sábados eran para chicas así que no asomaba las narices, pues ya no quería repetir los problemas
que tuve con Natalia, que me conoció algún sábado en que fui a cubrir a una instructora, y que no se
detuvo hasta meterme en su cama, porque a mi departamento yo no la iba a meter jamás. Confieso
que me dejé seducir, pues tenía los argumentos corporales objetivos, la mirada coqueta y unos
labios de otro cuerpo, pero ella creyó que la cama sería un trampolín al altar y se me armó un lío de
mierda con Don Mario cuando dejé en claro con ella que de las sábanas no pasaríamos. Le fue con la
queja, entonces, con la clara intención de joderme la estabilidad laboral que nadie sabía que no
tenía. A Don Mario le expliqué la situación y él, comprensivo y conocedor de la naturaleza humana,
en especial del personal que trabajaba para él, me recomendó que no volviese a involucrarme con
alumnas del gimnasio o de la First Class Fight. Le dije que mi rango de acción sexual abarcaba a partir
de treinta años, en que se suponía que ya la cosa era menos angustiante para ellas, y me dijo que no
sea idiota, que precisamente esa era la edad crítica, en que todas las mujeres buscaban tener hijos y
amarrar a un hombre antes de la fuga del tren. Que una mujer que no busca marido
desesperadamente a los treinta años, o es marciana o es hombre. Misoginias aparte, Don Mario
tenía como 300 años de edad y las canas guardan sabiduría, de la forma que sea, pero sabiduría al
fin y al cabo. Le di toda la razón y le dije que no volvería a suceder, y que si quería dejaba mi puesto
en el acto por haberla embarrado de esa forma. Dijo que no era necesario, que no me iba a perder

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por una cojuda angustiada, que iba a hablar con ella para que deje de perseguirme, y que yo me
restrinja al horario de varones por el momento. “Eso es otra historia, porque sé que varios te echan
el ojo también, allá tú si te comes a alguno, yo te recomiendo que no”. Peeeeero, en todo caso, si
me picaba la curiosidad, “dale a los que no son tan amanerados, a quienes no se les nota, porque
esos son los menos histéricos; no buscan marido, solo quieren pinga”.
– Inclinen ahora el cuerpo hacia adelante. Lentamente. ¡No dobles las rodillas, Brayan! Si no
llegas al suelo con las manos, pues no llegas suelo, pero las rodillas no se doblan. ¡Año y medio
entrenando y todavía no te sueltas, válgame el cielo!
Don Mario siempre era claro y directo, no se andaba con rodeos. Yo tampoco. Y mucho
menos le repreguntaba cosas, así que asumí su expertise en psicología femenina y homosexual como
un misterio que no me interesaba develar. Además, homofobias aparte, un consejo de Don Mario
era casi un mandamiento y siempre quedaba agendado, por más what the fuck que sea. Pero su
taxonomía de los homosexuales me arrancó una sonrisa incómoda. “Soy negro, pero en mi juventud
me decían tiburón blanco. ¿Te sabes ese chiste? Si lo sabes, no necesito completarlo, y si no lo
sabes, averigua y guárdatelo para ti solito”.
– ¡A estirar piernas ahora! Derecha primero... así no, Gisela, lleva hacia atrás la pierna y
cógete el pie con la mano izquierda. No importa que pierdas el equilibrio; si te caes, te paras, te
sobas y vuelves a intentarlo. Como todo en la vida. O si no, haces como Daniel, que se agarra de la
pared o de los sacos que cuelgan detrás de él. Ahora, con todos, ¡cambio! Eso es, Carlos; muy bien,
Paco; vamos mejorando esa elasticidad... no, Gisela; el pie izquierdo se agarra con la mano derecha y
el derecho con la otra mano. ¡Tienes que estar más atenta!
– Disculpe, profesor.
– ¡No te disculpes! ¡Simplemente, concéntrate y hazlo bien!
Algunos martes y jueves recibía la visita de mi hijo, Gabriel. Gracias a él, mi Walkman incluía
la música más extraña de esta porción del siglo: Teddy Thompson, Rufus Wainwright, Beth Orton,
Benjamin Clementine, Danny Umpi. Él había heredado todos los discos de Nolito y los había
digitalizado para mí: 450 gigas de música, de los cuales solo entendía yo menos de 10, que eran
puros grupos setenteros y ochenteros. Igual, 10 gigas de música es tremendo choclonazo. Y, por
ejercicio, a veces escuchaba esas cosas raras que escuchaba Nolito: de una cantante alemana de
cabaret a nuesto Chacalón, de un contratenor famoso que dirigía Bach a un violinista húngaro
interpretando a otro compositor de otro país raro. Mucho eclecticismo intelectual para mí. Gabriel
llegaba para cenar conmigo y a bucear entre la tonelada de libros que me dejó Nolito. Eran como
dos mil, y yo me leía apenas uno completo a lo largo de todo un año. Gabriel los despachaba en
menos de una semana, cuando no en una tarde. La mayoría de ellos, yo empezaba a leerlos y los
dejaba porque me aburrían soberanamente. Me entretenían las biografías. Las novelas que solía leer
Nolito eran demasiado rebuscadas, salvo las de Mankell, Hammett y Chandler, que esas sí eran una
maravilla.
Si yo iba a entrenar en esos días, como sucedía algunas veces, mi hijo iba a mi departamento
a comer, recoger un libro y devolver otro, dejarme un disco y, de paso, algo de comida que su abuela
materna preparaba. A veces aseaba u ordenaba un poco mis revoltijos. Algunos sábados se quedaba
a dormir y se iba los domingos muy temprano. O llegaba de madrugada y se quedaba a dormir los
domingos. Tenía un cuarto, el que siempre fue suyo desde que nació, a su entera disposición, y no se
hacía paltas si yo me encontraba acompañado ese fin de semana. Yo tampoco me las hacía si él traía
compañía los sábados para el respectivo arrefunfuño. La única regla, para mí y para él, era que
quienes pisaran el departamento sean personas de confianza, sin histerias a lo Natalia, nada de
meter chicas que después no tendremos cómo botar. Gabriel era un muchacho de mente muy
amplia, como su madre y como Nolito, y como mamá y mi viejo, y los papás de mi viejo, y ni hablar
de los de mamá, que ya vivían en el siglo XXVIII; además, sus 18 años lo hacían pertenecer a una
generación que ya lo había visto todo desde diversas perspectivas. El Pedro Picapiedra de la familia
seguía siendo yo, pero de todos ellos iba yo aprendido que el mundo no era solo blanco y negro.

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– Ambos brazos estirados hacia arriba. Ahora, inclinen el torso hacia adelante y, poco a
poco, doblen el cuerpo por completo, hasta tocarse las puntas de los pies. Vamos, que no tienen que
hacerlo necesariamente; poco a poco. Roma no se hizo en un día, pero sí hay ciudades que se van al
diablo en pocas horas, así que háganlo despacio y eviten las lesiones. Solo esfuércense hasta que
sientan el tirón en los músculos de las piernas. Poco a poco ese dolor irá cediendo y serán más
elásticos… si esa es su meta en esta vida. Si no, hasta dónde quieran llegar, nada más.
– ¡Increíble! ¡Santiago Rodríquez Vieira siendo condescendiente con sus alumnos! Hoy se
acaba el mundo, en serio –gritó Katia-. ¡Alguien, un teléfono con cámara para grabar este momento!
– Hace rato que está extraño, profe –dijo Daniel-. Y ya me está preocupando.
– Así que quieren rigor –respondí para ocultar mi contrariedad frente a aquellas agudas
observaciones-. ¡Entonces todos a correr! ¡Y dije correr, no trotar!
Las visitas de Gabriel no eran frecuentes ni sistemáticas. Eran impredecibles. Pero había
personas en mi vida a las que dejaba disponer de mi tiempo como quieran, y Gabriel siempre fue el
primero en la lista. Lo único que le pedí en esta ocasión, fue restringir los días de probables visitas a
los martes, jueves y sábados. Los domingos era día de improvisación, si quería, que venga. Él sabía
que lo nuestro siempre fue negociar y que no estaba restringiendo su libertad de visitarme sino
encausando nuestras vidas. Él aceptó de buena gana y más bien agregó ciertas reglas, como
llamarme antes de llegar para no interrumpir “nada interesante”. Le dije que pierda cuidado, que en
todo caso yo podría “limitar las interesancias” eventuales a los lunes, miércoles y viernes, pero al
final llegamos al acuerdo implícito: por igual, yo no me pondría interesante cuando él iba a llegar y
de todas maneras él me llamaba o mandaba un mensaje aproximadamente una hora antes de abrir
la puerta.
Le llamábamos el Pacto de Versalles, porque lo redactamos (sí, fue redactado) una tarde, en
su laptop, tomando un espresso yo y un capuccino él, en el Café Versalles, de San Isidro, y luego lo
imprimimos todo y lo firmamos para mayor formalidad, nuevamente una tarde en el Café Versalles.
Éramos dos comemierdas, y hacíamos cosas como esas todo el tiempo. El Pacto de Versalles terminó
teniendo cerca de trece páginas de obviedades a espacio simple en Times New Roman 11, pero
incluía puntos interesantes como el compromiso de devolver los libros de la biblioteca de Nolito
(forrados, eso agregué yo, y una vez puestos nuevamente en su sitio envueltos en papel de contacto
para que no se hongueen ni piquen, agregado por Gabriel), igual tratamiento a mis CD y vinilos,
limpieza de un vinilo por semana, compromiso de cenar juntos alternando gastos, ningún
compromiso obligatorio de su parte con gastos adicionales como luz, agua, teléfono, cable o
desayunos, avisarme cuando él llegue a su casa sano y salvo, siempre en servicio de radio taxi que
iba por mi cuenta, y no comunicarnos para nada en otros días salvo emergencias o cosas realmente
importantes, todo lo cual respetamos escrupulosamente.
Los ojos de Gabriel tenían el color de los míos; por eso le decían El gato. Aunque a mí nunca
en mi perra vida me dijeron El gato. Su cabello era ensortijado, no tanto como el de Irina, y el tono
de su piel también era como el de ella, canela, pero no tanto. Por lo demás, siempre me decían que
su rostro era una fotocopia del mío, desde que nació. Que qué barbaridad para parecerse a su padre.
Al menos, si no le dejé en herencia intelectualidad ni sabiduría para la vida, de la guapura sí me
jactaba que provenía de mis genes. Desde chibolo, poco más y le arrojaban sostenes por la calle. Y
de los pocos casos de chicas silbando y diciendo groserías calenturientas a un hombre que escuché
en mi vida, eran los suyos; todos los demás eran mi propia experiencia. De tal palo.
Su vida eran, por el momento, la universidad y el deporte, pero este último no se lo tomaba
tan en serio como a mí me hubiese gustado. Los domingos entrenábamos juntos luego del desayuno,
y después del almuerzo descargábamos, casi siempre él en el teclado y yo en la guitarra, y casi
siempre mi música, no la suya. Algunas veces invertíamos las actividades, o simplemente él se
pegaba a un libro y yo aprovechaba para dormir y echarme pedos en mi habitación. A veces prendía
la televisión con un volumen imperceptible, para no prestarle importancia, aunque a veces sí.
Siempre había periódicos ese día en casa, pero no necesariamente los leíamos. Domingo de libertad.

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A Irina la veía muy poco. En realidad lo nuestro no fue una relación. Yo nunca tuve una
relación sentimental con ninguna de las mujeres con las cuales estuve involucrado emocionalmente.
¿Se entiende? Llegué a quererlas mucho, a estimarlas y a estrechar mucho los lazos, pero amor,
complicidad y conexión absoluta, eso solo lo conseguí con una persona y, lamentablemente, esa no
fue Irina. Ella era mayor que yo por casi cuatro años, y fue madre a los 26. Fue de mutuo acuerdo y,
aunque no hubo pacto para firmar, las cosas siempre quedaron claras entre los dos. Ella sabía que yo
no constituiría con ella un hogar tradicional y no se hizo bolas con eso. Antes bien, parecía
incomodarse cuando yo me esmeraba en cuidarla. Con Gabriel, a quien yo le escogí el nombre, la
ropa para recibirlo al nacer y el diseño de sus habitaciones en mi departamento y en el de ella, era
más bien desprendida. No se me malinterprete; nunca fue una mala madre y tampoco cedió un
ápice al descuido. Simplemente, no se aferraba a su hijo. Más bien decía que yo lo engreía
demasiado. Doña Helena, su mamá, la resondraba porque eso era apenas lo justo, que no joda, que
estaba bien así. Yo solo quería tener con mi hijo la misma relación de puta madre que tuve con mi
viejo. En todo caso, los indicios de mimos excesivos solo correspondían a aquellos muy contados
detalles que mi papá no consiguió atender a pesar de sus esfuerzos por cubrirlo todo; nadie es
perfecto. De todas formas, cuando Gabriel nació, cuando lo tuve por primera vez en mis brazos y
dejé de llorar como un huevón por la felicidad, y él también, dígase de paso, le advertí que, por más
que me esforzara, siempre habría vacíos que yo no podría llenar, que eso era normal pero que haría
lo imposible por cubrir los más. Solo le pedí a cambio que no se callara nada, que “cuando yo la
cague, me lo dices directamente, porque la vida no está para andarse con rodeos”. Gabriel frunció el
ceño en el preciso instante en que terminé de espetarle todo eso, e intuitivamente agarró mi dedo
índice con su manita derecha, que detuve frente a su rostro cuando terminé de hablarle, y creo que
sonrió. Dije con la voz alta y quebrada, mientras sujetaba el resto de su pequeña mano con la mía:
“vean todos, Gabriel es un gentleman por naturaleza; acabamos de estrechar las manos y no tiene ni
veinte minutos en este mundo”. “Veinte minutos y nueve meses durante los cuales has torturado al
pobrecito diciéndole qué hacer y qué no hacer, planificándole la vida, dándole consejos, ¡como si te
escuchara a través de mi barriga!”, agregó Irina, como advirtiendo que aquí los baberos los usaría yo.
A ese lo llamé el Pacto de Santa Rosa, porque tuvo lugar en la maternidad de la Clínica Santa
Rosa. Fueron testigos una Irina adolorida, Doña Helena, Don Theódoros, mi viejo (que se cagaba de
risa al entender que aquello estaba fundamentado en mi relación con él) y mamá. Ah, y una
enfermera que no entendía nada de nada.
Yo no amaba a Irina. Ella tampoco me amaba a mí. Nuestra relación siempre fue más de
compinches que de amantes, inclusive. Era algo así como mi mejor amiga y siempre le soltaba todo.
Fue la primera en saber de todo lo que aconteció en mi vida. Fui el primero en enterarme de todo lo
suyo, incluso lo más delicado, aquello que podría afectar a nuestras familias. Salió con otros, sí, de la
puerta de su casa para afuera. Siempre quiso que yo tenga la exclusiva con Gabriel, porque según
ella yo era el mejor hombre del mundo conocido. Del suyo. Tal vez existan mejores hombres, me
decía, pero “pucha, por dónde estarán; así que mejor es bueno conocido que excelente por
conocer”. Cuando Nolito me regaló Colmillo Blanco, inmediatamente asocié a Irina con una mezcla
de Kiche con Collie, más Kiche que Collie. O, más bien, Kiche con Gabriel y Collie conmigo. Aunque
conmigo alternaba Kiche y Collie, Collie y Kiche. Es una mujer fuerte, decidida, inquebrantable. Si
hubiese tenido que casarme con alguna, ella era la indicada. Pero estoy seguro que entonces todo se
hubiese echado a perder.
Las otras no estaban dispuestas a una relación tan libre.
Irina. Kiche. Collie. Thumbelina. Estaba acostumbrada a que le cambiase constantemente el
nombre, no sin mirarme de lado con resignación. Solo no le gustó nadita cuando le dije “elemental,
mi estimada Rosvita Raguna”. “¡Tan chata no soy!”, respondió, con esos ojos que marcaban el final
de cualquier indicio de discusión. Por eso nunca, jamás, en la vida, discutimos. Nunca me aventuré
por saber qué había detrás de esa mirada. Eso y el muro de Pink Floyd eran lo mismo para mí.
Rosvita Raguna, como se comprenderá, fue el apodo más frecuente desde que quedó claro
que le incomodaba.

18
Gabriel supo siempre del Pacto de Santa Rosa. Siempre se lo mencionaba cuando sentía que
algo le pasaba y no quería contarme, “¿recuerdas cuando recién naciste, que acordamos
formalmente tal y cual cosa?”. Y Gabriel me seguía la corriente, cuando intuía que yo guardaba algo
por dentro: “viejo, según recuerdo cuando nací, me dijiste que no había tiempo que perder con
rodeos en esta vida, y estrechamos las manos en señal de sincero acuerdo, ¿no?; entonces, ¡suéltala
de una vez!”.
A él nunca le puse un sobrenombre. Ni siquiera le dije Gato una sola vez en su vida. Siempre
fue Gabriel para mí.
– Cuando yo dé una palmada, dejan de correr, dan un brinco lo más alto que pueden y
siguen corriendo. Dos palmadas serán dos planchas. Tres palmadas, tres ranas. Cuatro palmadas,
cambio de dirección sin dejar de correr. ¡Para hoy día, señores y señoras!
Nolito apareció un día de la nada y se quedó para siempre. Hasta que esa enfermedad de
mierda se lo llevó. Irina lo quiso como uno de sus mejores amigos y, de hecho, le confiaba cosas que
a mí no. Para Gabriel fue un cómplice de intelectualidades y creo que mi hijo es lo que es, hoy en día,
por influencia directa de Nolito. Mi viejo y mamá lo adoraban. Hasta Doña Helena y Don Theódoros
se hacían la pichi por él. Era un pan de dios y, como tal, dios se lo llevó demasiado pronto. Only the
goods die young, patentó Billy Joel.
–¡…!
Desperté de pronto, en el suelo, boca arriba y con toda la clase rodeándome. Mayra se
encontraba de cuclillas sobre mí, y me había colocado un algodón con alcohol en la nariz para
traerme hacia la conciencia. “¿Qué rayos te pasó?”, me dijo cuando volví en mí, con toda la
preocupación del mundo comprimida en esas cuatro palabras.
– Chega de descanso! Nada acontece comigo, não…! –traté de ponerme de pie, pero perdí el
equilibrio y caí; levanté la vista y miré a todos-. ¡Bueno, señores y señoritas, se acabó el recreo! Hay
que continuar con la clase. ¡Ni piensen que con esto van a tener un día de asueto...!
Mayra no me dejó terminar.
– Ya. Relaja el choro, oe. No es la primera vez que te sucede y no queremos que te nos
mueras aquí, que después nos cagas la reputación –dijo en voz alta y divertida; luego bajó la voz-. En
serio, Tiago, no estás bien. Ya es la tercera o cuarta que te pasa. Vete a tu casa ahora mismo. ¡Es una
orden!
Mayra y Paco me ayudaron a terminar de ponerme de pie. Yo ya estaba preocupado por mi
salud, a estas alturas, con toda sinceridad.
– Chicos, ¿qué hemos aprendido hoy? –le grité a la clase, que seguía asustada-. La moraleja
es simple, ¡nunca lleguen a los cuarenta!
– Profesor –Daniel se acercó a mí con esas palabras-, yo le ayudo a recoger sus cosas y lo
acompaño a casa. Si me lo permite, claro está.
– No es necesario, mi estimado... mi estimado... –perdí el equilibrio una vez más- mi
estimado Daniel.
– Oh, sí. ¡Sí lo es! Y ahora más, que no ha podido ponerme un apodo divertido como es su
costumbre.
Lo abracé y le dije gracias desde lo más profundo de mi ser. Daniel se quejó; al parecer, lo
abracé muy fuerte.
– ¡El tradicional Abrazo de roca! –con lo huachafo que me sonaba eso del “abrazo de roca”,
esta vez lo tomé de muy buena gana. Pero de todas formas pensé que algo había que hacer para
darle dignidad a ese sobrenombre-.
Salimos de la sala de entrenamiento abrazados y nos dirigimos hacia la sala de recepción.
Noté que sus ojos estaban entumecidos. “Daniel, my brother”, vino a mi memoria. “Must be the
clouds in your eyes”, le canté con voz de barítono, haciendo una V con los dedos índice y medio de la
mano derecha, y llevándolos luego muy cerca de sus ojos. Daniel cerró los ojos y se fue hacia atrás,
tropezando con el escaparate de implementos deportivos en venta.

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– ¡Así no, carajo –Traté de utilizar el mismo tono de voz cansino de siempre, usual en mis
reprimendas durante las clases-! ¿Qué te he enseñado? Pies separados, bien puestos en el piso,
rodillas ligeramente dobladas, solo se mueve el torso hacia atrás, hacia adelante o hacia los lados –
llevé mis manos a la cabeza-. Años entrenando y todavía no entienden, señores. ¡Eso debe ser
instintivo! ¡Les tiene que salir de aquí –me golpeé el pecho tres veces, con fuerza-! ¡No de aquí –y
señalé mi cabeza con el dedo medio de mi mano-.
La clase me miró preocupada. Katia rompió el silencio, “supongo que eso es un buen
síntoma; para morirse no está”. Mauro agregó que “todo bien, profe; hagamos algo: usted vaya a
casa y descanse y nosotros prometemos incorporar sus enseñanzas en nuestras reacciones
cotidianas, pero solo si usted se cuida.
– Daniel, ¿tomaste nota? Llegando a casa me ayudas a escribir eso y mañana lo traemos
impreso para que todos lo firmen –yo hablaba en voz alta y para todos-. ¿Está claro?
Inmediatamente pensé: “Lo llamaremos el Pacto de Miraflores”.

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3. Interludio N° 1
So many people have come and gone
Their faces fade as the years go by
Yet I still recall as I wander on
As clear as the sun in the summer sky.

Boston. “More than a Feling”.

“¡Joaquina! ¡Jordán! ¡Lucía!”, alguien llama. “¡Joaquina! ¡Jordán! ¡Lucía!”.


Debe haber miles de personas en este recinto que es largo, muy largo y oscuro, iluminado
escasamente por haces de luces que se filtran fuera de todo ritmo visual, encendiéndose y
apagándose aleatoriamente, incluso desplazándose de una lado hacia otro. Hay personas de todo
tipo, edad, sexo. La habitación parece llena. Se esconden unos detrás de otros, se cubren los rostros
con las manos. A pesar de la oscuridad, sé que lucen escuálidos, como si fueran prisioneros de algún
gueto. Y todos van desnudos. Y todos tienen llagas y heridas que hieden. Y todos tienen miedo.
Y puedo escuchar el latido de sus corazones, superpuestos uno tras otro hasta crear un
ritmo aberrante. De hecho, ese es el único sonido del recinto, además de las voces. Por ahora.
Distingo un rostro entre la multitud. “¿Tú eres Lucía?”, le digo a una niña escondida entre las
intermitencias de las luces y de los latidos. “¿Qué haces con ese, tu cabello largo, hecho una trenza
tan severa? ¡Las raíces en tu cabeza están sangrando! ¡Esa trenza está tan apretada que te está
arrancando los cabellos y la piel del cráneo!”
“¡Me han violado, señor!”, me dice con lágrimas en los ojos y la voz cortada. “¡Fui abusada
por miles y miles de hombres que no dejaban de entrar en mí, una y otra vez!”. El haz de luz que
iluminaba su rostro cesa de pronto. Otro rayo de luz vuelve a iluminar sus facciones, pero ya no es el
rostro de Lucía. La voz también es diferente. Ahora, sé que conozco a esta persona, pero no
recuerdo quién es.
“Meu nome não é Lucía, nunca foi. Chamo-me Joaquina. Eu também foi estrupada, mais
acho que foi minha culpa. Trenta homens deixaron a sua porra en mim. Eu logo vomité porra e
sangue, e tudo isso fez um río. Eu chamo-le de Jordán. No río choveram meus filhos doentes. Ainda
mais agora todos eles estão mortos. Eu também morri.”

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar en la mar,
que es el morir.

Jorge Manrique.
“Coplas a la muerte de su padre”.

Pero si el río es el muerto… ¿qué viene a ser el mar?


“Você também está morto, meu filho!”.
Mis oídos tienen el sonido del mar arrastrando la arena en su vaivén. As usual. Pero esta vez
no es interior.
Veo una ventana redonda en una de las paredes. Solo una. Y solo yo parezco percatarme de
su existencia. Aunque apenas pasaría la cabeza de un bebé a través de ella, el vidrio ahora está roto
y tiene rastros de sangre; alguien intentó alguna vez salir por ella. Me asomo y veo una playa. A
través de sus rajaduras se filtra el olor putrefacto del mar, como si se le hubiesen muerto todos sus
peces. Avisto que, no muy lejos, hay un río cuyas aguas son rojas y forman un remolino en un delta,
junto con la espuma blanca del mar. Siento calor en mi espalda; creo que detrás de mí hay una
especie de hoguera, pero me interesa más el delta furibundo.
“Cada cuatro años liberan a uno de nosotros”, me dice alguien. Ahora sí doy media vuelta,
para ver quién me habla. Un ser humanoide, con alas de paloma y cabeza de… ¿televisor?, envuelto

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completamente en llamas, se encuentra de pie frente a mí. “Yo lo conozco. Usted es un asesino de
televisores. Usted no considera que los televisores también tenemos sentimientos y hasta
derechos”, me dice y se marcha lentamente.
Decido caminar en dirección contraria al humanoide en llamas por el recinto, que además de
largo y oscuro es muy, pero muy estrecho. Es como un pasadizo. Avanzo y encuentro una mesa,
apenas perceptible gracias a un haz de luz que ya no está más. Otro haz me muestra que, un poco
más allá, hay un ataúd. Ignoro si hay un cuerpo dentro de él, pero a estas alturas me asustaría más
que esté vacío. Sobre la mesa distingo apenas mis implementos de entrenamiento. Los reconozco
más bien porque reconozco el olor de mi sudor. Y decido ponérmelos. Empiezo por colocarme las
cintas rojas en las muñecas; cojo una, la desenvuelvo e inserto en el dedo pulgar de mi mano
izquierda la oreja que está en uno de sus extremos, y con la derecha le hago rodear cinco veces en
sentido horario la muñeca; luego, hago subir la cinta y enlazo mi dedo pulgar, para volver a bajar
hacia la muñeca, la cual rodeo con la cinta una vez más. Hago lo mismo con los demás dedos, desde
el índice hasta el meñique. Envuelvo la muñeca un par de veces más, y ahora hago lo propio con
todos mis nudillos, varias veces. Finalmente, bajo y rodeo la muñeca “N” ocasiones adicionales hasta
llegar al final de la cinta. Entonces, la amarro fuertemente.
Hago el mismo ritual con mi mano derecha, pero esta vez con los ojos cerrados. La ausencia
de luz, por el momento, hace que me dé igual tenerlos abiertos o cerrados.
Esta vez, siento que ajusté demasiado las cintas. Me cortan la circulación.
Termino y cojo con la mano izquierda intuitivamente el protector bucal. Me lo coloco. Luego
las canilleras, la pechera, el cinturón para la espalda baja. Dejo para el final el casco. Y mis guantes,
que de tan viejos dejan escapar algunos dedos y tienen la muñeca hecha un abanico. El doble pega-
pega que debe sujetarlos ya no funciona más, y deja siempre colgando las dos tiras de plástico,
cuero y tela.
Sé que llevo puestos suspensores y un short. También sé que estoy descalzo.
Avanzo hacia el ataúd, del cual ahora noto que sale una luz amarilla y cálida. Echo un vistazo
dentro. Veo, como si se tratase de un agujero que me permite ver, desde el techo de mi habitación,
a mamá; ella está sacando la ropa sucia mía de la canasta en que suelo ponerla, y la arroja sobre mi
cama. Entonces encuentra mi casaca roja deportiva, la de la capucha, la cual llevaba puesta el día en
que gané el primer campeonato de Muay Thai nacional, y hace una bola con ella. Se dirige hacia la
ventana y la lanza a través de ella, rasgando las cortinas y rompiendo el vidrio. Un ejército de
palomas vuela despavoridas. Al llegar al suelo, la casaca se quiebra como una bola de cristal roja y
cubre, con ese mismo color, el piso y las paredes de los edificios.
“Olha pra mim, mão de luva”.
Doy media vuelta. Veo hacia la mesa, que ahora tiene una lámpara de noche iluminando una
hoja en blanco de papel y un lápiz. Sobre la lámpara hay una paloma, que me ve fijamente, con la
cabeza echada hacia un costado, como suelen hacerlo las palomas cuando fijan la mirada en algo.
Como la luz que proviene del ataúd (y que hacia el final de la visión se había transformado
en roja) desapareció de golpe, abandonando a la de la lámpara sobre la mesa en su solitaria misión
de iluminar todo lo que sea posible, con la poco luz que llega vuelvo a ver hacia el interior del ataúd.
Ahora está lleno de telarañas. Otro haz de luz me hace distinguir, detrás de ellas, un trozo de pan
hongueado y un vaso con agua completamente sucia.
“Olha pra mim, mão de luva”, repite aquella voz; a estas alturas, estoy convencido de que
quien me habla es la paloma. Y me vuelvo a mirarla. “En una cara de este papel deberás escribir
aquello de lo que te arrepientes y, en la espalda del mismo, aquello de lo que te enorgulleces, pero
deberás hacerlo con los guantes puestos”.
Avanzo hacia la mesa. Trato de coger el lápiz y lo consigo, porque tengo experiencia
haciendo cosas imposibles con los guantes de boxeo puestos.
En cuanto sé qué quiero escribir en ambas caras del papel, se encienden todas las luces del
recinto. Trato de cubrir mi rostro de aquellas luces, pero lo que me sale por instinto es la posición de
en guardia, propia del Muay Thai; por esa razón no escondo el rostro ni giro el cuerpo. Se oye

22
entonces el estrépito ensordecedor de un avión. Apenas mis ojos se acostumbran a la explosión de
luz, decido bajar los puños y noto que el recinto en realidad es el interior de un avión, o algo que se
le parece en la forma, aunque un poco más grande; estoy en una especie de pasillo y hacia ambos
lados hay filas de siete asientos. En vez de pasajeros sentados, hay sacos de Muay Thai de diversos
colores sobre los asientos. Un spotlight con una luz muy blanca y muy potente, que sobresale por
sobre las demás luces, se enciende e ilumina a una persona vestida con traje de piloto de avión.
– Hola, me llamo Jordán y, si recuerdas quién soy, seré el capitán de tu vuelo –dijo
apareciendo de la nada, a unos cuantos metros delante de mí-. ¿Ya tiene usted todo su equipaje
preparado?
Se acerca hacia donde estoy sin dejar de mirarme y coge el papel que aún estaba sobre la
mesa. Empieza a leer lo que estaba escrito en él. Noto que detrás de él hay una especie de ruleta, y
alcanzo a distinguir en ella que cada segmento de la misma contiene palabras y frases como
“dormir”, “soñar”, “reír”, “insomnio”, “insomnio perpetuo”, “amar”, “matar”, “morir”, “morir
sufriendo por una enfermedad terminal larga y dolorosa” y “siga intentando”, entre otras.
– Veamos qué dice aquí –dice, mientras regresa a su locación inicial-. Oigan esto: “No me
arrepiento de nada. Amor era, amor es. Y lo será todo. Me gustaba estar contigo y pasar horas, días,
en la cama, sin hablar y sin comer, solo durmiendo y despertando para hacerte el amor.” ¡Pero qué
romántico! –detrás de mí escucho el rumor asertivo de varias personas; volteo a mirarlos y descubro
que son los mismos cuerpos, desnudos, heridos, hediondos, que ahora se agolpan detrás del ataúd
que se encuentra en medio del pasillo, ansiosos por escuchar lo que el capitán Jordán tiene que
decir-. ¡Música, por favor! –grita él, y empieza a sonar una rara pieza interpretada por un pequeño
grupo de hombres y mujeres que apareció de la nada, tocando violines, cellos y botellas, dando
además palmadas.

You were born. And so you're free. So happy


birthday.

Laurie Anderson. “Born, Never Asked”.

– “Recuerdo nuestro primer fin de semana,” –continúa leyendo el capitán Jordán, cada vez
con mayor dramatismo-, “fue el más largo de mi vida. De aquel jueves hasta aquel domingo por la
madrugada, no hicimos más que aquello que hicimos que se hiciera y que se hizo”. ¡Tan poético!
La multitud aplaude. Yo no recuerdo haber llegado a escribir algo en ese papel.
– ¡Pero esperen! ¡Aún hay más! “‘Esto no es amor; es solo sexo’, solías decir. Aunque
siempre supiste que te amé como a nada ni a nadie en mi vida. Y aún te amo” –la multitud de
cuerpos emite un condescendiente ‘Oooooohhhh!’-. “Y te deseaba, porque como cuando el volcán
expulsa sus memorias al rojo vivo, porque como cuando ya no da más, pero también porque como
cuando el agua lame la arena y la sosiega de los efectos del sol calcinante. La besa, la lame. Amor,
pasión. Humedece los granos de la arena, para que el puñado se demore menos en desaparecer de
nuestras manos cuando tratamos de asirlo. Para eso fue creada la espuma marina por el Gran
Arquitecto del Universo”.
El capitán Jordán retira la vista del papel y me mira a los ojos.
– En fin… en fin… señor “poeta en prosa del Muay Thai”, ¿ya tiene preparadas sus maletas?
– Son muchos mis recuerdos–digo, mientras me quito el protector bucal, primero, y la
pechera en segundo lugar-. No caben en una sola maleta. ¿Cuántos puedo llevar, capitán Jordán?
– Mmmm… en su caso, hemos limitado su equipaje a una sola maleta, de un metro y
noventa y tres centímetros de alto, y noventa y ocho kilos de peso. Recuerde, “señor poeta”, que los
recuerdos bonitos pesan más que los placenteros. Los más ligeros son los malos momentos.
– Ahora todo tiene sentido… –digo, y hago al público reír con el sonido clásico de las risas
grabadas para televisión; quiero agradecer y, al abrir la boca, agradezco en griego sin proponérmelo-
. Σασ Eυχαριςτώ πάρα πολφ!
El recinto se sacude violentamente. Pierdo el equilibrio y caigo.

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– Nunca falta un energúmeno que tiene por costumbre lanzar los televisores por las
ventanas y hacerlos trizas contra el suelo –dice el capitán Jordán-. Ya pasará este terremoto, como
todos.
Se escucha un ruido potente, de algo haciéndose trizas. El recinto se estremece con más
violencia aún y pronto queda quieto. Las paredes del recinto se agrietan. El capitán Jordán lo ignora
todo y sigue leyendo, ahora en el reverso de mi hoja de papel.
– “¿Y nuestro beso primero?” Interesante… ¿ese cuánto marcará en la balanza? “¿Lo
recuerdas? No sabíamos qué estaba sucediendo. Yo solo miraba tus labios y tus ojos. Tú me mirabas
a mí por completo. Fueron veinticinco minutos de duda, sin palabras. Yo moría de miedo, era
nuestra primera vez. Era mi primera vez. Nuestro primer beso duró lo que un sueño igual que
nuestra vida juntos. Mientras duró, fue infinito”. ¡Ay! ¡Tan dulce! –la masa de cuerpos volvió a emitir
un ‘oooooh’ compasivo, el capitán Jordán siguió leyendo-. “Pero ya me puse los guantes viejos,
aquellos que por delante dejan escapar mis vísceras y mi corazón. Todo el condominio está cubierto
de sangre ahora. Tudo e vermelho. Mi nariz fue rota por una patada durante la pelea y ahora mi
sangre está a punto de ahogarnos a todos”.
– Señor Santiago; despierte, por favor.
– Estoy despierto, señorita flauta. O creo que lo estoy.
– Me llamo Pilar. Tiene usted su vía puesta en el bracito derecho, ¿cierto?
– Si se refiere a esto –le mostré mi antebrazo derecho, envuelto en mucho esparadrapo-,
pues sí, la tengo puesta.
– ¿Cuándo se la pusieron?
– Ayer. 7pm. Aproximadamente.
– Necesito colocarle el suero. ¿Puede ponerse boca arriba?
– No. Pero puedo cambiar de posición, si me ayuda, para echarme sobre mi lado izquierdo.
– Veamos.
“Termina de hacer tus maletas pronto, no hay tiempo que perder y nos espera el avión”, dijo
el capitán Jordán. “¡Apúrate, que el avión parte ya mismo, y yo no puedo esperarte por siempre!”
– ¿Y a dónde voy? ¡Alguien que me diga de qué va todo esto! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Irina! ¡Nolito!
– ¡Dime! –exclama el capitán Jordán.
– ¿Nolito? ¡Eres tú! –lo reconozco recién y me quito el caso lo más rápido que puedo.
– Estoy de paso… ya me iba… ¿qué necesitas?
– ¡Solo quería decirte… que te extraño tanto!
– Ya lo sé –me muestra los galones de su traje; ¡es comandante!-. Te veo llorar todas las
noches.
– ¿Tú me extrañas?
– ¡Aquí hay enfermeras! ¡Como esa, la de la voz insoportablemente aguda! ¡No mereces
misericordia, Santiago!
– ¡Pero si apenas son las 10am…!
Apenas son las 10am. Apenas las 10am. Apenas las 10am. Apenas las 10am. Apenas las
10am...
– Ya está, señor Santiago. Ahora debe esperar a que termine de pasar el suero.
– Me lo habrá puesto con cariño.
– Qué gracioso que es usted, señor Santiago. ¿Le bajó la fiebre?
– Estoy en eso. Roma no se hizo en un día. Y apenas son las diez de la mañana.
– No. Ya van a ser las once. ¿Cómo se siente?
– In the sky with Diamonds.
– ¿Cómo?
– Es que quiero dormir y no puedo.
“¡Siga intentando!”, grita el ahora comandante Nolito, trémulo de emoción, cuando la ruleta
que está detrás de él termina de girar. Pasa la sección “dormir” como un bólido, una y otra vez.
Lamentablemente, la ruleta se detiene en el segmento “morir sufriendo por una enfermedad

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terminal larga y dolorosa”, no sin antes parecer amenazar con detenerse en el segmento del
“insomnio perpetuo”. No sé qué es peor, pero el público igual aplaude.
– Pero tú jugaste a la ruleta rusa conmigo. Irina puso la bala en el carrete, y tú no apuntaste
a tu propia sien sino a la mía. ¡Cobarde! Por eso siempre fuiste, eres y serás para mí un miserable
hijo de puta.
– ¡No tenía cómo saberlo! ¿Me perdonarás algún día?
“Passageiros do voo 2005”, dijo una voz en off. “Eu so quer dizer que os seus boletos estão
feitos de merda septica”. Ahora, estoy sentado en uno de las butacas de este recinto-avión. Veo que
todos estamos sentados, incluso distingo más adelante a Lucía, Joaquina y el hombre-televisor.
– Bueno, ya está puesto el suero. Me avisa cuando termine.
– Podría quedarme dormido y no darme cuenta cuando acabe.
– Entonces no se preocupe; yo regreso en un rato a ver si ya terminó.
– Muito obrigado –mascullé-.
– Si se siente muy abrigado, no podemos hacer nada por usted; no podemos dejar que se
quite la bata. Los pacientes están prohibidos de andar desnudos por el hospital. Sus familiares deben
traerle su ropa lo antes posible. Ahora trate de dormir.
Dormir. Dormir. Dormir. Dormir. Dormir…
Dead is the only reason to become a numb. Be rational, James.
“Atención, suisidas”, se deja leer de pronto en unos paneles informativos colocados en las
paredes laterales. “Señores suicidas, su atención por favor” dijo la voz en off. “Se les recomienda
colocarse firmemente las cintas en las muñecas y envolver sus dedos, nudillos y tendones con ellas.
Pueden usar los cascos de protección, las canilleras y los cinturones, mas deberán quitarse las
pecheras. En la parte superior de sus asientos encontrarán una pantalla que transmitirá durante
todo el vuelo escenas de violaciones colectivas a mujeres indefensas, especialmente menores de
edad; de vez en cuando, verán a sus propias madres, las de ustedes, siendo ultrajadas también. Y a
las personas que aman, consumirse en llamas por causa de enfermedades terminales. Esto es para
que no les quepa duda. Esas mujeres tienen su vida destruida, sus cuerpos ya no les pertenecen más,
sus territorios han sido repartidos como botín de guerra. Por otro lado, ninguno de vuestros
familiares tuvo una muerte placentera, por más que los médicos les dieran paliativos para el dolor.
No les dolía la enfermedad, les dolían ustedes. Ustedes los mataron. Pero bueno, ya lo hicieron; no
hay remedio para eso. Volviendo a lo nuestro, en la parte baja de sus asientos encontrarán bolsas de
plástico. Deberán vomitar en ellas para luego alimentarse de su propio vómito a la hora de la
merienda; esa es la esencia de este viaje. Finalmente, observen la cartilla que tienen exactamente
frente a ustedes. Esa cartilla siempre estuvo ahí pero no les ha sido posible verla en vuelos
anteriores, y contiene la misma pregunta en cuatro idiomas: castellano, portugués, inglés y griego. Si
pueden verla ahora, es porque ya están listos para responderla”.
– ¿Me perdonarás algún día, Nolito?
– El sexo es una herramienta para ejercer poder –dijo el comandante Nolito-. Nadie busca
satisfacción. Nadie busca hacer el amor. Todos buscamos controlar a la otra persona. Poseer al otro.
Dejar en ella o en él el veneno del ultraje o de la seducción para dejarle en claro a esa persona quién
es para nosotros, y luego dejar el aguijón del trauma, el cual le indica su posición y camino a
recorrer, siempre respecto de nosotros.
Siento una presión horrible en mi pecho y lo veo explotar; lazando hacia atrás mi cuerpo y
reclinando el asiento por la fuerza de aquella explosión. De mi pecho abierto salen volando,
aterrorizadas, incontables palomas.
“El suero recorrerá vuestra sangre envenenada al igual que el semen de los violadores las
entrañas de sus víctimas. En este caso, el veneno no es lo que entra sino lo que recibe, interesante
detalle. El falo ardiente será la aguja que destruye vuestras venas y caparazones, vuestras
identidades. ¿Quiénes son ustedes? ¿Quién son? La vía endovenosa será el nuevo rol que
desempeñarán en vuestras vidas. Sumisión, a merced de los doctores. Sus cuerpos no les
pertenecen, nunca les pertenecieron pero ahora menos. Les perteneces a los médicos que trabajan

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en este hospital. Los médicos perenecen al hospital. Este hospital pertenece al Estado. El Estado le
pertenece al capitán. Y el capitán ahora está muerto”.
And the Captain says:
– La pregunta te la hago yo a ti, Santiago. ¿Te perdonarás tú, a ti mismo, algún día? Respóndete
mientras vivas. Porque yo, la respuesta a tu pregunta, ya me la llevé a la tumba.

26
4. El gringo negro
Dejé instrucciones específicas y claras en la First Class Fight para que nadie comente lo ocurrido. “¡Si
alguien suelta la lengua, le doy un cachetadón con el pie izquierdo!”. Mayra me miró, sentada en su
escritorio, sin levantar la cabeza del formulario que estaba llenando, y me dijo: “¡Fuiiiiiiiiira de aquí,
Rock Holson de Caja de Agua”. Y regresó la vista a sus papeles.
– No, no; es Rock Holson sino Luke Rockhold, Mayra –corrigió Daniel con toda la formalidad
que le cupo en el pecho; ella lo miró nuevamente, tal como segundos atrás había hecho conmigo, sin
levantar la cabeza, moviendo solo los ojos y gesticulando amenazadoramente.
– ¡Fuiiiiiiiiira de aquí, asolapao! –bajó la mirada otra vez y procedió a hablar entre dientes-. Y
más bien aprovecha que está mareao, a ver si se te hace y pierdes la virginidá de una vez por todas.
– ¡Oye, qué te pasa! ¡Qué va a decir el profe! –soltó Daniel, con nerviosa sonrisa.
– ¿Yo? –apuré, con total honestidad-. ¡Que espero de todo corazón que no seas virgen,
muchacho! ¡De la forma que sea!
– ¡Profe! ¡Yo…! ¡Esas son cosas que no… que no se hablan…!
Mayra y yo cruzamos miradas; ella, claro está, sin levantar la cabeza. Pero la inclinó muy
ligeramente hacia un lado para indicar que acercarme debería a ella, y en el acto.
– Hagámosle un favor a la humanidad –y, tan bajito como pudo, en decibeles que solo
reservaba para aquellos asuntos que consideraba realmente serios, continuó exponiendo su
argumento-. Yo no sé si tú… porque no sé ni me interesa si tú… pero… ¿no crees que deberíamos
conseguirle un pata que lo saque de virgen y de paso del clóset, de una buena vez, y nos lo devuelva,
digamos, desahuevado?
Mmmmmm... –mascullé en el mismo tono de secreto de Estado-. ¿Quién te dice que no es
un sex maniac y que más bien ya brincó cual canguro sobre todas las chicas de su cuadra?
¡Ay, par favaaaaaaaaaar! –ahora sí, tan alto como sus pulmones le permitieron-. Si se le
derrite el helado contigo como el robot de azogue, ese del Terminator, tú, señor profesor “más alto,
más apuesto, más cuerpón y más paquetón” que el Rock Holson ese –y agitó sus manos en el aire.
– ¡Mayra! –gritó un muy atomatado Daniel.
– Que te muerdan la nuca mientras tú muerdes una almohada, pero pronto, es mi más
sincero deseo. Es rico, te lo digo por experiencia.
– ¡¡¡MAYRA!!! –el grito ahora fue a dos voces, la mía y la de Daniel.
– Aish, qué aburridos que son –y regresó a sus formularios-. Sabe dios qué chucha harán
ustedes cuando les da la de Alejandro Sanz.
– ¿Cuál es la de Alejandro Sanz?
– ¡Carajo! –y ahora Mayra sí se puso de pie, golpeando el escritorio con ambas palmas-.
¡Cuando nadiesssss los ve, pe! ¡Todo hay que explicarles, oigansssss! ¡Salgan de Miraflores,
señoritos! ¡Vamos al rico Rímac, o al Llauca, que con mis vegetales los desahuevamos en una tarde!
– ¿Vegetales? –tuvo a bien preguntar Daniel-.
– Sí, vegetales –dijo ella, sentándose de golpe en su silla y llevándose las manos al rostro-.
Vegetales igual mis viejos, mis papás, mis progenitores.
– ¡Oh! –replicó Daniel.
– Ya nos vamos, mi estimada boquita de caramelo –dije-. Gracias por todo.
Y nos dirigimos hacia la salida, Daniel y yo.
– ¡Daniel! –gritó Mayra, dirigiéndose hacia nosotros con prisa-. Cuídalo –y aquí bajó la voz- y
que no regrese hasta que un médico le haya dicho que no tiene ni mierda y que solo son los
achaques de la ancianidá.
Daniel se puso en posición de firmes y levantó la mano derecha dirigiéndola a su sien.
“¡Entendido, mi comandante!”. Y salió presto.
Mayra me miró a los ojos. “Este, si no es cabro, la está haciendo linda como Don Juan caleta;
fácil tienes razón, oe, y es su personaje para cachar tías”. Me dio un beso tierno en la mejilla, gesto

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que no se me hubiese ocurrido que ella era capaz de hacer bajo ninguna circunstancia. “Te me
mejoras pronto, Tiago”, dijo bajito.
La abracé, según yo, con mucho cariño. Pero ella me dejó “saludos” para mamá, además de
una amenaza de rodillazo en salva sea la parte, si no volvía para abrazarla igual de fuerte.
Tal vez sea cierto eso de que abrazo fuerte. Igual queja tengo sobre mis apretones de
manos… en fin.
Salimos de la academia. Hacía un sol de mierda. Daniel sacó de su “minimaletín” algo que no
logré reconocer a primera vista, por lo estrambótico. Era un gorro… rosado, combinado con fucsia.
Se lo señalé con el dedo. “Sabes que… mi viejo diría que… eeeeh… pero mamá no diría ni jota
aragonesa, así que dejémoslo ahí”. Daniel sonrió. “¿No le gusta mi gorro, profe?”, inquirió. “No es
eso”, repliqué, conteniendo la tonelada y media de chistes homófobos que se me agolpaban en la
lengua, tal cual Nolito me enseñó a controlar policíacamente. “Solo que no combina con tu bolso de
Sport Billy ni con tus zapatillas”.
– ¿Qué tan lejos vive usted, profe?
– A diez minutos, trotando.
– ¿Y caminando?
– ¿Veinte? No sé bien. Solo cronometro cuando corro, no cuando camino.
– Tomaremos taxi.
– ¿Por veinte cuadras? Ni cagando.
– Insisto, profe. Usted no está bien. Yo lo pago si no tiene sencillo a la mano.
– Ni hablar. No es eso. E igual no voy a subir.
– Profe, no sea necio. Mire, allá viene uno –y lo detuvo-. Buen día, señor, cómo está usted;
vamos de aquí a unas veinte cuadras... ¿dónde es, profe?
– Barrio Médico. Sergio Bernales, cuadra cuatro o cinco.
– Eso ya es Surquillo, ¿verdad? –me preguntó el taxista, subiendo la voz para que logre
escucharlo-.
– Como sea, son veinte cuadras –respondió presto Daniel.
Negociaron.
– Suba, profe.
– Gracias. Thanks. Obrigado. Σασ Eυχαριςτώ πάρα πολφ.
– ¿Cómo dijo?
– Nada. Huevadas mías.
Llegamos al condominio. Olía el ambiente a pan recién hecho, porque a la entrada teníamos
como primeros vecinos a los locales de dos panaderías y su respectivo personal (con el tiempo, una
de las panaderías desapareció y se convirtió en clínica veterinaria). Teníamos también como tres
peluquerías y una bodeguita pintoresca. Abrimos la reja y caminamos hacia el interior del
condominio, hicimos una curva medio en “ele” hacia la izquierda. El abuelo Crocco, un italiano loco
de aproximadamente mil doscientos años de edad, quien siempre se paseaba dentro del condominio
en calzoncillos gritándole a todo lo que pasara, nos saludó con pompa y circunstancia. Lo saludamos
y giramos hacia la derecha. Pasamos el jardincito principal. Nos saludó una vecina gordita que
pasaba por ahí, tal vez camino a su chamba, recien bañadita y arregladita pero oliendo
inmisericordemente a champú del barato. Le devolvimos el saludo. Daniel masculló algo sobre el
olor del champú en cuestión; “sí, no pone; hay mujeres que saben perfumarse para convocarnos los
ratones, pero hay otras, como ella, que huelen a gato”, comenté mientras seguíamos andando. Nos
topamos con la gruta de la Virgen de Fátima. Daniel se persignó; yo la saludé con agitando la mano
en el aire. Avanzamos hasta la puerta de mi edificio. Todo eso, desde la entrada del condominio, no
fueron más de treinta metros.
– Vivo en el tercer piso.
– Lo acompaño.
– No tienes que hacer esto, Daniel. Ya te incomodé lo suficiente –dije, mientras abría la
puerta.

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– Salvo que usted no quiera que lo acompañe, cuestión que respetaría si es su decisión, yo
subo con usted. No sea que se caiga por las escaleras.
En otras circunstancias hubiese argumentado en contra. Pero esta vez sí era posible.
– Vamos; dale, mi queridísima larva de gusano del palmito. Tú anda por delante. Ten, toma
la llave; esta es, la del medio. Los dientes van para arriba, se gira contrarreloj. Subamos despacio.
– ¿Un llavero de Alianza Lima? ¡Quién lo diría, profe!
– ¿Decepcionado?
No me gustaba el fútbol, pero a los veinte años o algo más me contrataron de aquel club
para una publicidad, no recuerdo cuál. Esa vez conocí a los jugadores, algunos ya consagrados como
el arquero Pizarro, Jayo Legario, Hinostroza, Rosales, Sáenz, Balan y Roberto Silva, y me pidieron
autógrafos y se tomaron fotografías conmigo.¡Hasta el maestro Pinto me pidió autógrafo y foto! Fue
tanta la sencillez de todos que le tomé cariño al club y me volví hincha. Y dediqué, desde ese día, mis
mejores comentarios sarcásticos en las entrevistas a los pavos y las gallinas.
El edificio tenía dos departamentos por piso. Salvo el primero, las puertas principales se
encontraban frente a frente; los de la planta baja tenían puerta directa a la calle… más bien a los
jardines, que supuestamente eran de todos, pero algunos vecinos tuvieron a bien cercarlos y
apropiarse de ellos. Salvo la primera planta, la iluminación era escasa de día y nula por las noches,
pues nadie se puso de acuerdo nunca para pagar el recibo de luz de la zona común. A mi piso, el
tercero, llegaba un poco más de luz natural, pues de ahí solo le seguía el cuarto y último piso, que
tenía departamentos estilo dúplex. No sé si me explico, pero la cuestión es que entraba un poco más
de luz. En total, eran cinco, los pisos.
Nunca conté el número de edificios, pero la cantidad de gente que vivía allí era algo así
como un huevo y medio. Milagrosamente, era un barrio tranquilo, excepto por las locuras del abuelo
Crocco, del vecino que le pegaba a su mujer y a sus hijos (congresista él, de todos los partidos
recalando en el fujimorismo al final; por eso nunca prosperó nunca ninguna denuncia puesta por los
vecinos –esta familia era la bastarda; la principal vivía en La Molina-), del gordo que hablaba
gritando y se paseaba calato por su sala y sin cerrar las cortinas (lamentablemente, su sala se veía
desde la mía, cogiéndome de sorpresa aquel desagradable espectáculo de las masas de carne en
movimiento cuando abría las cortinas de mi propia sala por las mañanas), de la vecina charapa que
le daba a la labor sexual, de unos vecinos cubanos y de la familia de la abuela Montsa, que se llevaba
las palmas de oro del alboroto con su nieto, Toñito, revendedor de pases de todas las drogas habidas
y por haber, en constante conflicto intrafamiliar. Ah, y olvidaba a Jorge, el vecino que era algo así
como el Aleph de lo desagradable, un recién salido de prisión crónico (pues siempre regresaba a ella)
y que también hablaba gritando y que peleaba constantemente con sus vecinos del piso de abajo,
quienes eran la familia de la abuela Montsa.
Disfuncionalidades familiares aparte, insisto en que era un barrio tranquilo. Palabra.
Daniel abrió la puerta y me ofreció pasar. “Entra primero tú”, le dije. “Pensé que usted no
quería que yo entre”, respondió.
– Óyeme bien lo que te voy a decir, renacuajo de la nieve: no es que no quería que subas a
mi departamento; lo que sucede es que no quería molestarte con tanta... tú me entiendes. Y ahora
sí, quiero que entres a mi casa. Dale de una vez.
– ¡Oh! –exclamó-. ¡Será un honor ingresar al hogar de Santiago Rodríguez Vieira, campeón
nacional imbatible de Muay Thai entre los años…!
– Ni se te ocurra mencionarlos ahora. Entra de una vez. Sin protocolo. Necesito sentarme, y
ya mismo.
– ¡Sí! ¡Claro! –y entramos, por fin.
Me senté en el sillón más próximo, con bastante cuidado por la incomodidad que me
ocasionaba aquella “hernia”. Daniel cerró la puerta, me entregó las llaves y no paró de (ad)mirar con
la boca abierta todo lo que había en la sala-comedor. Parecía sorprendido. Me preguntó si yo me
sentía bien. Le dije que sí, que se siente y que me dé unos minutos para descansar y así prepararnos

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algo para comer. Que no me moleste en atenciones, replicó. “Si te da roche, lo preparamos todo
juntos, pero dame unos minutos para descansar. Siéntate, si deseas”.
Se dejó caer en el sofá largo. Lo miraba todo con ojos inmensos, como niño en su primer día
de zoológico.
– ¿Y eso es...? –preguntó Daniel, señalando uno de los muebles más grandes de la sala, que
se encontraba justo frente a él, detrás de mí.
– Un altar. Gohonzo, Gohaio o Homyo, no recuerdo bien el nombre. Es algo japonés.
Budismo laico. Reiyukai... creo que le dicen Hoza.
– ¿Usted es budista, profe?
– No creo. Nunca he practicado mucho. O sea, sí, especialmente porque algo de los rituales
d meditación me servían para el Muay Thai; pero ya no. No agarro un Sutra de esos desde hace diez
años. Me inició un amigo, que ya falleció. Como vivió aquí hasta que murió, me quedé con el
armatoste este, sus sokaimyo, sus pergaminos, un libro con nombres de sus familiares fallecidos, en
el cual mandé a inscribir el suyo, dígase de paso, y no sé qué más. Lo único que hago últimamente es
prender las luces del armatoste aquel por las mañana y apagarlas por las noches. A veces ya ni eso. Y
cambiar el agua de esos vasos blancos cuando me acuerdo, o cuando ya se secaron por completo. Y
digo “Namu Myo-horengue Kyo” tres veces antes de salir de casa y otras tres antes de dormir. Nada
más.
– Entiendo perfectamente todo lo que me dice. Yo estoy en Soka Gakkai Internacional.
– ¡Manya, la competencia! –dije sorprendido-. Pero yo ya no practico. Es decir, me salí del
grupo hace diez años, como te dije. Mucha tía histérica y mucho tío con ínfulas.
– Je, je... parece que también en eso competimos los Soka con los Reiyukai – y, dicho esto,
moduló a tono de voz circunspecto-. Lo siento mucho por su amigo.
Nada dije. Él miró hacia su izquierda. Puso, otra vez, cara de sorpresa.
– Imaginaba que usted leía, ¡pero no tanto, profe!
– No son míos. Esa biblioteca gigante es de Nolito, mi amigo fallecido.
– ¿Nolito?
– Jordán era su nombre.
– ¡Como el río!
– Sí. Pero Nolito le puse yo, no me preguntes por qué.
– Despreocúpese, profe. No quiero entristecerlo.
– No me molestan tus preguntas, si eso quieres saber. Dale, me divierten. Me siento
entrevistado y eso me trae recuerdos de cuando me entrevistaban. Eso no pasa hace tiempo.
– Sí, he visto sus entrevistas en YouTube. Y he leído prácticamente todas las que han sido
publicadas en periódicos y revistas. ¡Usted es un entrevistado muy divertido!
Miró sobre la mesa de centro. Este chico parecía saber mucho sobre lo que yo hacía y decía,
así como por lo que tenía casa, pero eso no me incomodaba en absoluto.
– Eso es una pipa. ¿Usted fuma?
– Mi hijo. Yo no.
– ¿¿¿Tiene un hijo???
– Se llama Gabriel –me incliné sobre la mesa, no sin dificultad, por el dolor de la “hernia”,
cogí un marco con una fotografía y se lo entregué-. Es este de aquí.
– Wow. Idéntico a usted.
– Dime algo nuevo.
– Tan buen mozo como usted.
– Dime algo nuevo.
– Usted tiene mejor cuerpo, hombros más formados; se ve que él no es deportista como
usted. ¿Qué edad tiene él? ¿La foto es reciente? ¿Quién está a su lado?
– Dieciocho. Sí, es reciente. Su mamá.

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– Ella es hermosa. Se parece a una cantante… –miró hacia el techo mientras chasqueaba los
dedos de su mano izquierda; recién noté que era zurdo- ¿…cómo se llama? ¡Frida, la morena de
ABBA! Solo que su esposa tiene la piel canela.
– Su nombre es Irina. Es hija de migrantes griegos de primera generación. Se apellida
Papadiamantópoulos. ¿Puedes creer? A Gabriel no le entran los dos apellidos en ningún documento.
Y el apellido de la mamá es más jodido, creo que es Agadzhanyán, o algo así; es que ella, la mamá de
Irina, es griega de Armenia. Es decir, la ascendencia es griega pero una vez en Armenia, no se sabe
cómo, cogieron apellido turco.
– Ese cuello es larguísimo. Parece una muñeca –Daniel se estremeció al decir aquello-. Esos
bucles hasta el hombro… debe tener el cabello realmente largo si así, ensortijado, llega hasta por
debajo del hombro. Insisto, su esposa es… preciosa.
– Nunca nos casamos. Ni siquiera vivimos juntos. Nunca. Pero siempre nos llevamos de puta
madre. Y sí, es hermosa. Siempre lo ha sido. Y muy inteligente, además; ya demasiado, diría.
Colocó la fotografía en el mismo lugar de donde yo la había tomado. Echó un vistazo a todas
las demás fotografías. Y no paró de preguntar.
– ¿Y esta niñita rubia con trencitas?
– Es mamá, en su aldea Amish.
– ¿¿¿Es Amish de verdad???
– ¡Jajaja! ¡No! ¡Te estoy jodiendo! Es brasileña, hija de migrantes alemanes y creo que su
papá, mi abuelo, es hijo de noruega con alemán… alguna vez hubo un experimento alemán nazi por
mejorar la raza, una vaina así…
– El programa Lebensborn. Hacían que los soldados arios, los más perfectos según criterios
de Hitler, tuviesen hijos con mujeres perfectas para tener hijos perfectos.
– Esa vaina. Yo ni sé cómo se llama. La otra foto, la que está allá, hacia tu derecha, es de ella
cuando adulta.
– Con... su padre, ¿verdad?
– Con el mío.
– Eso quise decir. Leonardo Rodríguez Montes de Oca. El sociólogo.
– Entre otras cosas más.
– Un humanista, pues. ¿Cómo se llama su mamá, profe?
– Joaquina. “Chuaquína”, se pronuncia.
– Guapa. Se parece a Ute Lemper, pero sin el rictus alemán.
– ¿Quién?
– Una cantante alemana que canta... tipo cabaret, canción alemana.
– Creo que la he escuchado y la manyo. Nolito, Jordán digo, la escuchaba. Puede ser que se
parezca. Tal vez se le parece, pero mamá es totalmente carioca. Y más linda, no jodas.
– Cierto. Guapísima. Y sexy.
– Es patrimonio familiar, la guapura.
– No se lo discuto. Lo envidio sanamente, profe. ¡Ah! ¡Y debe ser por eso que usted algunas
veces usted habla cosas en perfecto portugués!
– ¿¿¿Yo???
– Sí, cuando está como que muy reflexivo o contrariado. Ahora, por ejemplo, cuando se
despertó del desmayo, habló en portugués…
– Qué fijón eres. Puede ser…
– ¿Y el inglés de dónde le viene? Porque también suelta oraciones completas en inglés,
aparentemente con pronunciación inglesa. ¿Dónde ha estudiado?
– En casa. Esa culpa de es mi viejo, que siempre ha vivido obsesionado con convertirme en
gentleman, desde niño.
– Él habla como diez idiomas, tengo entendido. Y hace traducciones, del alemán y el francés,
de ladrillos sociológicos inmetibles.
– Conmigo le dio por la didáctica inglesa.

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– Oh –puso su cara circunspecta-. Y disculpe la pregunta... ¿ella vive?
– ¿Mamá? Sí, claro. Solo que es ciudadana del mundo. Es diplomática, ya te dije. No vive
conmigo, ni con papá ni con nadie, creo; no se queda quieta en ninguna parte.
– Un alma libre. Y si no es indiscreción, ¿cómo conoció ella a su papá, profe?
– En unos viajes. Intercambiaron ideas durante un congreso de algo. Se gustaron, se
enamoraron; entonces, una noche decidieron intercambiar algo más que ideas y me tuvieron. Fui
planificado, eso me dicen siempre. No están casados. Dentro de lo que se puede, formamos una
familia convencional aunque con varias licencias, pero tampoco me pongas en eso.
– Entiendo, profe.
– Todos ellos están vivos: mis padres, mis abuelos, los de Gabriel… hasta donde sé, ninguno
se ha muer…
Callé. Creo que tuve otro mareo seguido de un vahído.
Daniel siguió observando fotos. Una le llamó la atención particularmente. La cogió y acercó
hacia él.
– ¿Y él quién es, profe?
– Él es Jordán. Nolito, mi amigo el que murió, del que ya te hablé. El del altar, la biblioteca
y… otras varias cosas más.
– ¡Dios mío, parece un modelo! ¡Guapísimo! Se parece a… me hace recordar a alguien… ¿fue
modelo o algo así? Parece, por la ropa que lleva puesta. No es un atuendo común. Esta es una
fotografía trabajada, de hecho.
– No lo es. Él era militante de un movimiento afroperuano pro derechos humanos y bastante
hacia la izquierda. Creo que no fue terruco porque en fin. Y así mismo se vestía para todo. Étnico
hasta para ir a la cama.
– Telúrico. Sigo sin recordar el nombre de a quién se parece… ay… igual, me hizo recordar las
fotografías de Riefenstahl.
– ¿De quién?
– Leni Riefenstahl. ¿No la conoce?
– Ni en pelea de perros.
– Una fotógrafa alemana. La engreída de Hitler. Le hizo varios documentales a él. Y después
de la caída del Reich, se dedicó a la fotografía y estuvo en África un tiempo y lueg…
– ¿Por qué sabes tanto de alemanes, tú?
– Me gusta leer sobre las guerras mundiales. Ambas.
– Confiesa, marmota albina. Tus viejos son descendientes de nazis, o tus abuelos son nazis
que vinieron al Perú huyendo de la caída del Tercer Reich.
– ¡Dios me libre, profe!
– Por ahí –señalé los libros de Nolito- hay harto libro sobre el tema. Hay una sección entera
dedicada a Churchill, en español e inglés. No he leído ninguno, ¡ja ja ja!
Dirigió su mirada hacia los libros. Estaban sobre su izquierda. Hacia su derecha se
encontraba la enorme ventana de la sala-comedor, con las cortinas abiertas wide open. Detrás de él,
sobre el sofá largo, colgados y debidamente enmarcados, varios diplomas y títulos míos, además de
algunas repisas con premios. Los vio de reojo al colocar nuevamente la fotografía de Nolito en la
mesa. Reaccionó con emoción.
– ¡Sus campeonatos! –y dio un brinco para verlos de cerca-. ¡Claro, yo vi esta pelea, y esta
otra, y esta…!
– Imposible. Para esa todavía no nacías o estabas muy pequeño.
– Todas están en YouTube, profe.
– Me cagaste.
– Profe, ¿y esto? ¿Qué es Delta Setenta y S…? –exclamó, mirando un diploma que colgaba
junto con otros, pero que era un poco más llamativo por sus abreviaturas crípticas; tartamudeó
antes de contestarse él mismo-. ¡Oh! Ya veo de qué se trata –volteó a mirarme con alegría sincera-.
Así que además de profesor, usted es Maestro y con honores. ¿Escocés, cierto?

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– ¿Cómo rayos sabes que soy escocés? ¿Por qué carajos sabes tantas cosas?
– Lo supe por los colores, pues.
– ¿Y cómo rayos sabes que el rojo es escocés y que ahí dice Maestro? ¡A veces ni yo mismo
entiendo esas abreviaturas! ¡Y se supone que yo soy el maestro! Y tú eres un poquito demasiado
joven para ser…
– Mi papá está en Heliópolis Cincuenta y Cuatro.
– Ellos son yorquinos.
– Sí. Ahora él es el Venerable. Mi abuelo es grado treinta y tres y ha pasado por varias, todas
escocesas. Es medio tránsfuga, ¡ja ja ja!
– ¡Cojones! ¿Y tú, qué ondas?
– Me estoy preparando. Obviamente, fui scout. Mi papá dice que cuando cumpla veinticinco
y trabaje, ya puedo entrar. Con él o con el abuelo.
– Escocés, mejor. Es más alucinante, todo. Y me avisas, para ir a tu ceremonia. Y para
colarme en los trabajos en que te mencionen, para hablar bien de ti, como lo piden los protocolos.
Yo no voy hace... como diez años…
– ¿Y esta foto? Él es su amigo, ¿cierto?
– Sí, somos Jordán y yo. En Andahuaylas, un viaje que hicimos para su trabajo… yo estuve
apoyándolo con… entrevistas… –callé algunos segundos que me parecieron años-. ¿Vamos a
preparar algo? Aún no desayuno y lo que preparé para llevar a la academia va a quedar corto para
los dos. Muero de hambre.
Nos dirigimos hacia la cocina. Dispusimos de lo que había en la refrigeradora. Preparamos
jugo de papaya y naranja, huevos revueltos, tostadas, café, emparedados con jamón, queso,
aceitunas, palta y mayonesa. Lo llevamos todo al comedor. Empezamos a desayunar en un silencio
sepulcral que Daniel cortó con tono reflexivo.
– Hace diez años usted dejó el budismo y a los Delta. Hace diez años, hasta donde yo sé,
también dejó de pelear.
– Dime algo nuevo.
– Se retiró siendo el campeón absoluto en varias disciplinas y categorías.
– Dime algo nuevo.
– Usted estaba a punto de pelear por su primer título internacional en Muay Thai.
– Dime algo nuevo y no me hagas la pregunta que creo que me vas a hacer, por favor. No
estoy para eso. Más bien, dime algo realmente nuevo.
– ¡Huey Newton!
– Eeeeeh... no tan nuevo, por favor.
– ¡Huey Newton!
– ¡La... tuya! ¿Qué es eso?
– ¡Huey Newton!
– Ya párale y explícate. ¿Cuál Huey? ¿El de Huey Lewis and The News? ¿Acaso tuvo un hijo
con Juice Newton o algo así? ¿O hablas del Huey de DLG?
– ¡No, profe! ¡Huey Newton! ¡Un militante afroestadounidense...
– ¡Un gringo negro!
– ...fundador de las Panteras Negras! Un luchador. Un tipo admirable… a pesar de algunas
cosillas que hizo y que pueden ser cuestionables.
– ¿Y lo traes a colación porque el café está frío o porque las aceitunas están muy saladas o
qué?
– ¡Porque a él es que se parece muchísimo su amigo Jordán! –dijo, mirando hacia la foto de
la pared en que estábamos Nolito y yo juntos-¡A él me hacía recordar!
La habilidad de Daniel para relacionar rostros estaba cobrando dimensiones intergalácticas y
ya me provocaba honesta preocupación. Con todo, sus preguntas y respuestas me permitieron
conocerlo un poco más, a la vez que me hicieron ir hacia atrás en mi vida por unos momentos.

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En efecto, Mamá es brasileña, diplomática de profesión y aún se mueve por el mundo sem
ficar quieta em lugar nenhum; fue en esas que conoció a papá y, bueno… nací yo. Cuando mamá y
papá empezaban a hablar entre ellos del día en que se conocieron y de cómo prendió el fuego de la
pasión inmediatamente, yo me tapaba las orejas y salía corriendo de la habitación o de la casa o del
restaurante o de donde quiera que nos encontráramos, chillando. Cuando niño, por pudor intuido;
de adolescente, por sincero asco al ver que mis padres cruzaban miradas lujuriosas, lascivas, como
cualquier hijo de vecino; ya de adulto, lo hacía de pura joda. “Fuiste planificado”, solía decir él, “¡ese
es un lujo del que poca gente puede jactarse!”. Y me ponía en la mano derecha lo que sea que
estuviese cerca y fuese tan contundente como una piedra, y acto seguido me hacía golpearme el
pecho con aquello, despacio y con cuidado, tres veces, haciéndome repetir: “¡Planificado!
¡Planificado! ¡Planificado!”.
Papá quedó en casa para cuidarme, pero también viajaba bastante debido a su trabajo. Él es
sociólogo, antropólogo, filólogo y filósofo; licenciatura, primer Master, segundo Master y Doctorado,
respectivamente y en ese orden. Siempre lo convocaban (aún lo convocan, y creo que ahora más
que antes o, cuando menos, ahora acepta más invitaciones que antes) para dictar conferencias o
clases en diversas partes del mundo, pero como no le gustaba viajar mucho, siempre volvía a su
hogar, una casa gigante en Pueblo Libre que compró a precio ganga, con los royalties de una de sus
tesis que fue boom editorial en… ¿Alemania? Nadie supo muy bien qué pasó ni cómo, yo jamás he
leído ese libro salvo el título, que es asquerosamente endiablado de por sí y nunca lo recuerdo muy
bien. Fenomenología de la no sé qué cosa y hemenéutica aplicada… ser, meta-ser y supra-ser… son
como cinco líneas en Times New Roman 11 y la cuestión es que acaba en: “Una mirada analítica a la
obra de Heidegger”. La traducción al alemán fue de su propio puño y letra. El prólogo se lo hizo
alguien conocido, una eminencia de la filosofía gordo con barba y cara de hippie.
Mamá tenía menos pergaminos académicos que mi viejo, pero igual los tenía. Ella, queda
claro, no vivía con nosotros, como lo hacían las mamás de mis amigos de inicial, colegio, universidad.
Pero venía más que seguido a casa. Su llegada era un acontecimiento cargado de regalos, historias
que nos contaba sobre su trabajo y gente que había conocido a través de él, anécdotas que
resaltaban “los encuentros hilarantes entre culturas tan dispares”, preguntas sobre cómo nos iba en
la vida, gente que nos visitaba para encontrarse con ella… Mamá nos caía cada cuatro meses por una
semana, y cada cuatro años por un año entero. Así fue y ha variado un poco, eso sí; supongo, hasta
que se jubile.
Yo era el paria académico de la familia. Siempre fui más aficionado a los deportes que a los
libros.
Cuando yo era niño (y bueno, en realidad hasta la actualidad, con ciertas temporadas en que
no), papá llegaba de sus viajes, abría la puerta de una patada y gritaba muy fuerte “¡Vilmaaaaa, ya
llegué!” modulando la voz para que resuene ad hoc, y yo le respondía poniendo la voz muy aguda:
“¡Hola, Pedro! ¡Acabo de prepararte una chuleta de brontosaurio con…!”. Y papá respondía
“¡Chuleta de brontosaurio con…!”, me daba un cocacho tierno y me abrazaba. Luego nos poníamos a
pelear como luchadores grecorromanos y terminábamos el uno derrotando al otro. Él me dejaba
ganar siempre.
Cuando eso sucedía y mis amigos de colegio o, posteriormente, de universidad, estaban en
casa por estudios o juerga, se asustaban al vernos en la performance antes citada. Salvo aquellos
que ya nos conocían por mucho tiempo. Algunas veces Irina, cuando apareció en nuestras vidas, se
sumaba eventualmente al juego y decía “Pedro y Pablo, ustedes parecen niños”, mientras papá y yo
nos enfrascábamos en llaves de lucha; ya de adulto, era yo quien lo dejaba ganar a él. Gabriel,
cuando aprendió a caminar y estaba conmigo en casa en casa de su abuelo justo cuando llegaba, o
cuando nos visitaba, corría ladrando agudamente hacia él y se le tiraba encima; mientras se le
acercaba, mi viejo cogía aquellas maletas y paquetes que no eran frágiles, esperaba el impacto y los
lanzaba hacia cualquier parte, sin importar si se rompía algo o no, al grito de “¡Dino, detente! ¡Dino,
animal del demon...!” y cargaba a su nieto tirándose hacia atrás contra la puerta (una vez rompieron
la de mi departamento con esas payasadas y hube de mandar a hacer otra, la que tengo ahora)

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haciendo una bulla espantosa. Literalmente, Gabriel lamía al abuelo mientras este exageraba
carcajadas y gritaba “"¡No, Dino, basta ya! ¡Detente! ¡Vilmaaaaaaaaaaa!”. Y ahí yo me acercaba y
recitaba alguna línea aleatoria propia de Vilma en falsete. Y si estaba Nolito, las veces en que estuvo,
solía ponerse un delantal, o cualquier cosa a manera de delantal, y recitaba una línea de Betty
Mármol.
Evidentemente, éramos fanáticos de Los Picapiedra. Los veíamos en español y en inglés.
A medida que fui creciendo, desde mi cumpleaños número diez, los cuatro meses de mamá
se iban volviendo paulatinamente ocho, doce, dieciocho, veinticuatro... hasta que cumplí los
dieciséis años y ella ya solo venía cada cuatro años, salvo acontecimientos extraordinarios como el
nacimiento de Gabriel o la muerte de Nolito. Y otras veces en que andaba de paso por Lima; otras
veces yo la visitaba en los países dónde estuvo destacada, que eran un loco calato: India (¡uno de los
recuerdos más potentes en toda, toda, toda mi vida!), Lesotho, Botswana, Laos (ella solía decir que,
después de Laos, solo le faltaba trabajar en un país llamado El Martillo… y a nosotros tampoco nos
daba risa su ocurrencia), Camboya, Uganda, Unión Soviética y sus respectivos spin off, ídem con
Yugoslavia, México y, obviamente, Perú, país donde “vivían los dos hombres más importantes de mi
vida”. Tres, cuando nació Gabriel.
En algún momento fuimos cuatro, sus hombres de importancia.
También veía a mamá cuando yo visitaba a su rama de nuestra familia en Niteroi. De ahí,
pasábamos largas, pero muy laaaaaargas vacaciones en Río de Janeiro, visitando boates (no
recuerdo cuál es la traducción al castellano) o coincidiendo y participando en el carnaval o el Gay
Parade de São Paulo, pues a mamá le daba igual ocho que ochenta. Me llevó por primera vez a
ambos a los veinticuatro años; yo estaba muerto de miedo. Al siguiente, ya fui con menos temor. Al
subsiguiente decidí ponerme, muy empoderado yo, un disfraz de la Mujer Maravilla para ir al Gay
Parade; mamá me lo hizo con sus propias manos, hilos y telas, como cuando yo era niño y me hacía
disfraces para el colegio. No sé de dónde sacó un lazo mágico bastante realista, si cabe la expresión.
La ropa me quedaba al cohete por todos lados, y se me veían los pelos del pecho y de la espalda.
Además, por entonces tenía la barba, que de por sí es frondosa, bastante crecida. Con la peluca
castaña, para que le haga juego a la barba, al vello del pecho y de la espalda, fui uno de los más
celebrados; varias fotos llegaron a ojos de algunos periodistas peruanos y se armó un divertido
revuelo local. Divertido para mí, que no estaba en nada, y fue por mucho tiempo tema de
conversación en las entrevistas. Yo estaba empezando a ser conocido y eso fue un pequeño
espaldarazo. Para el siguiente desfile, no recuerdo el año, acaso 2003, fuimos con Gabriel (de cinco
años o menos) y Nolito, más mamá y la tía Tere. Personificamos a los Village People en pleno:
Gabriel, el policía; Nolito, el indio (esta vez inspirado en la cultura Shipibo-Koniba, recomendación
telefónico-erudita de mi viejo); mamá, la vaquera; tía Tere, la motorizada. Yo iba de obrero de la
CGTP. La iniciativa fue de Nolito, que nos hizo basar algunos de los trajes no en los videos del grupo
antes mencionado sino “en la fuente original, el meollo de la ‘gaycidad’, gente: ¡los libros de Tom of
Finland!”. Para mí fue bastante chocante ver esos libros; era la primera vez que veía porno gay en
toda mi vida. Dudo que a mamá y a tía Tere les hayan espantado como a mí, a juzgar por los dildos
gigantes, repito, gigantes, que ambas usaron en sendos ajuares; total, eran brasileñas y cariocas,
para mayores señas. Vivían permanentemente en el siglo XXVIII.
– Parece que tenemos mucho en común, profe –Daniel me trajo de regreso al presente-.
– Así parece, mi estimado chup de vainilla… pero si te contara los pequeños detalles
familiares, o te asustas o te horrorizas. Aunque quién sabe, tal vez no…
– Solo no tengo esa variedad de raíces que usted tiene cruzadas. ¿Se siente peruano?
– ¡Por supuesto que sí! ¿Por qué la pregunta?
– No sé… mamá brasileña hija de migrantes alemanes, esposa peruana hija de migrantes
griegos y armenios…
– Que no es mi esposa.
– …bueno… y de su papá no sé bien, pero debe ser algo por el estilo, ¿no?

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– Una familia de clase alta venida a menos. Conservadora. En realidad, nada que ver con mi
viejo, mucho menos con la familia de mamá.
– ¿Y su hijo?
– Mente abierta, como su abuela.
– ¿Trabaja?
– Estudia. Comunicaciones, igual que tú.
– ¡Profe, por cierto! Voy a cancelar mis actividades de hoy. Tenía que ir a la universidad para
reunirme con unos amigos, hoy no tengo clases pero iba a entregar mi parte de un trabajo grupal.
Como ya la terminé, puedo enviarla por correo electrónico.
– Chancón. No me sorprende. ¿Te tomarás el día libre?
– Quiero acompañarlo al médico. Y no voy a aceptar un “no” por respuesta, aunque se
enfade conmigo.
No tuve argumentos para decirle que “no”. Por primera vez desde que lo conozco, sonaba
100% decidido a algo. Cero titubeos.
– Te deberé esta de por vida. Nada más no voy a ser condescendiente contigo en las clases.
Es más, te voy a exprimir hasta que sudes sangre, como retribución.
– Solo... solo quisiera... solo quiero preguntarle algo muy puntual. Prometo no volver a tocar
el tema jamás.
– Procede.
– Es delicado.
– Pregunta o no preguntes, pero no te excuses.
– ¿Hace cuánto tiempo que falleció su amigo Jordán, profe?
Recuerdo que tomé mucho aire, pero no recuerdo cómo lo expulsé. Hice silencio,
nuevamente segundos que ahora parecieron siglos. Asumo que se me llenaron los ojos de lágrimas o
algo así, una de esas cosas que hace nuestro cuerpo sin que nos demos cuenta.
– Olvídelo, no responda. Perdón por la impertinencia, profe.
– No es nada. Déjalo. Pero responderé la pregunta solo a cambio de que me hagas un favor.
– ¡El que sea, profe! -respondió presto-.
– Deja de tratarme de usted. Y llámame Santiago. O Tiago. Lo de profe se me hace muy
distante para un amigo que me cae tan bien, que ya sabe tanto de mí, y que además se preocupa
tanto... por mí.
– ¡Será un honor, profe! Pero será difícil romper la costumbre, ya que lo admiro much...
– ¡Empezando ahora, Daniel!
– ¡Sí, profe! –dijo, y me llevé la mano derecha al rostro al mismo tiempo que cerraba los
ojos, en sincero Palm face-. Quise decir sí, Santiago.
– Vamos bien.
– Tenme paciencia, por favor.
– No hay paltas.
Terminé mi café, que ya pintaba para frío. Si me había hecho esa pregunta, considerando sus
preguntas anteriores, además de todo lo inteligente que parecía ser, y teniendo en cuenta que sabía
de mi vida (que en algún momento fue pública) probablemente más que yo mismo, hace rato ató
cabos.
– Diez años, Daniel. Hace diez años murió Jordán. El 17 de mayo de 2005.
Daniel me miró a los ojos fijamente. Tal vez haya sido la primera vez que hizo eso.
– Lo siento tanto. Se ve que lo estimabas mucho.
Apuré un sorbo de lo que quedaba de jugo de frutas en mi vaso. Me tomé mi tiempo en
saborearlo.
– Y claro que sé qué son las Panteras Negras –levanté el puño izquierdo-.
– Disculpa, Santiago, pero muy afrodescendiente como que no pareces…
– Ya te dije que Jordán era militante afroperuano y de izquierda. Y que vivió aquí. También
sabía quién era el gringo negro ese, pero no me acordaba.

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– Tiene sentido.
– Hazme un favor. Uno más, quiero decir. En lo que me ayudas a lavar todo esto, luego
buscamos un médico y nos alistamos para ir, háblame del tal Huey… asumo que te sabes su biografía
de memoria.

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