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Los Hijos de Moises

Por

Pedro Luis Rodríguez Molina

LA MADRE QUE ESPERA

Leandro tomó la carta y después de leerla la dejó caer sobre la mesita de


noche. Se pasó la mano por la frente y exhaló un leve suspiro: allí estaban las
pequeñas incongruencias en la caligrafía, sencillas desviaciones que pasarían
por alto a cualquiera menos para él. En sus años de servicio en la policía
había
aprendido a conocer las características de las personas por su letra, y la de la
carta del hijo era más pequeña de lo acostumbrado y ligeramente echada hacia
atrás. Los que escriben así ocultan secretos y son personas tímidas y Camilito
no lo era.
Se fue al cuarto y en el camino va dejando una estela de pensamientos
quebrados, de malestares vividos en ese año por la traición del hijo al
abandonar el país. Él, un veterano del ejército rebelde, un ex oficial de la
policía, lleno de méritos y condecoraciones, no lo podía permitir. Recuerda su
último día en la estación, justo cuando llegó la noticia de que Camilito se
había marchado ilegalmente; fue el único combate perdido en su heroica vida,
una mancha imborrable en su expediente. No sabía cómo mirar a sus
compañeros, aunque estos no le dijeran nada y continuaran tratándolo como si
nada hubiera pasado. Él sabía que no era así, que tras sus espaldas
comentarían su caso o lo pensarían: “Sí, el capitán Leandro, su hijo se fue,
qué clase de educación le ha dado”. No, no estaba dispuesto a pasar esa pena
y peor aún si alguna vez, en broma alguien le recordaba que el hijo lo había
traicionado. El rostro se le cubrió de una áspera neblina de sinsabores y ya en
el cuarto se tiró en la cama como una carga en bruto y desprovista de vida.
Para colmo su esposa, tan fiel a él, a sus ideales, a ese modo de vida
invariable, ejemplo de honradez, modestia, decoro con que llevaba la casa, se
había opuesto a la ruptura con el hijo: “Es mi hijo y ni tú ni nadie me va a
separar de él”, le dijo cuando le exigió que cortase toda comunicación con
Camilito. ”Tú no sabes perdonar y mucho menos amar”, al sentenciarlo se
notaba eufórica, la noche en que casi rompen un matrimonio de más de treinta
años. Todo era cierto, semejante a la caída de la tarde que observaba por la
ventana del cuarto: el cielo rojizo a lo lejos, perdiéndose tras la cordillera
azulada.
Sintió la puerta de la sala abrirse con un chillido a goznes viejos. Era Teresa.

—Pensacola es una ciudad al norte de la Florida —le dijo ella con tono
alegre—. Lo encontré en una enciclopedia en la biblioteca.
—¡Ah, qué bien! —dijo y se acurruca más en la cama, pensando en las
graves consecuencias para Teresa, si se enteraba de la verdad, la sospecha
sobre los problemas del hijo. Sería un golpe demoledor en su estabilidad,
lloraría, se afligiría. Tenía que evitarlo.
Después de la comida se sentaron frente a la televisión. Antes veían por las
noches el noticiero de las ocho, a Leandro le agradaba ver desfilar el mundo
por la pantalla, hacer comentarios sobre problemas políticos, antaño veía un
mundo rojo e igualitario que se esparcía en todos los continentes. Eran los
mejores momentos de su vida, cuando aún Camilito era un niño y Teresa
aprobaba todos sus planteamientos. Ahora, sin embargo, se mantuvo callado y
meditabundo.
Expertos informan que la sequía en el noroeste africano puede llevar a la
muerte a unas seis millones de personas en tres meses... Leandro, me enteré
en la calle que Cañizares ha muerto... Voceros del Kremlin informan sobre
nuevas maniobras para evitar la desintegración de la Federación Rusa, ante
los intentos separatistas de varias regiones autónomas... Era tan fuerte y lucía
muy joven, siempre bien arreglado para todas partes... Las operaciones
contra el tráfico de drogas realizadas por el gobierno de los Estados Unidos
no han dado resultado ante la entrada de varias toneladas de coca en las
costas del Estado de la Florida, traídas en embarcaciones de Suramérica...
¿Recuerdas
cuando fuimos a Varadero con Cañizares? Fue el año en que le conseguiste un
trabajo en la refinería a Camilito, fueron las mejores vacaciones de mi vida
Leandro, me gustaría visitar nuevamente Varadero, pero dicen que ya no se
puede ir... En Nigeria una tercera parte de la población está enferma del
SIDA, millones de niños huérfanos no tienen ninguna posibilidad de poder
sobrevivir... hace ya una semana de su muerte, y no nos enteramos, tenemos
que cumplir con su familia, después de todo era tu amigo, ¿me escuchas,
Leandro?
—Sí, claro que te escucho.
No dijo nada más, se fue de la sala, con el rostro deprimido, la noticia sobre
la muerte de Cañizares lo tomaba por sorpresa, había sido más que un amigo,
su maestro, su hermano, le había enseñado todo los secretos de la policía,
entre ellos descubrir la personalidad de las personas por su caligrafía. Tragó
en seco, una mueca se dibujó en su rostro, ese día había recibido dos golpes
demoledores a su estabilidad: primero, la confirmación de que su hijo estaba
en problemas y ahora, la muerte de Cañizares. Parecía como si
inevitablemente su vejez iba a ser una continuidad de tragos amargos y
sinsabores. Pero no le dijo nada a Teresa, ocultó el sufrimiento en ese espacio
donde sabía esconder su dolor. Así llegó el primer día de julio, como cada
primero de cada mes, llegaba correspondencia del hijo, pero esta vez, el
cartero no tocó en la puerta de la sala ni al otro día... Transcurrió una semana
y por las mañanas Teresa se sentaba en el portal esperando al cartero, pero
este pasaba de largo y le hacía un gesto con la mano de solidaridad: conocía
su dilema.
El hecho de que no llegase correspondencia era otra forma de demostrarle a
Leandro que a su hijo le había sucedido algo. Durante un año cada principio
de mes llegaba una carta con un intervalo de cuatro días de diferencia entre
una y la siguiente; y en el sello, el diminuto rostro de Washington, Lincoln o
las torres gemelas de Nueva York, las Cataratas del Niágara... No importaba,
a quién le iba a importar el tamaño o el sello; sólo su contenido, esas breves
letras, salvadoras, mágicas, que lo sacaban de su letargo, recordándole que
aún era padre. Y el pasado venía de golpe, como una sonrisa amarga, pero
esas líneas lo hacían vivir a pesar de las sospechas sobre el peligro que corría
Camilito y eso era lo importante.
—Esperabas que tu hijo siempre se iba acordar de ti, después de lo que me
hizo, nada más me puede asombrar.
—¿Pero qué te pasa? —Teresa movía los brazos en forma circular sobre su
rostro, respirando pesadamente; siempre se ponía así cuando se trataba de
defenderlo—. Seguro que la carta se extravió, eso puede suceder.
Leandro no respondió, sólo atinó a hacer un ademán de desaprobación con
las manos y con paso rápido salió de la casa. Se fue rumbo al correo,
preguntándose por qué iba a hacerle caso a su esposa, sabía que ella dijo eso
de que las cartas se extraviaban en un momento de furia, un recurso defensivo
ante sus ataques.
—Imposible, no suele suceder que las cartas que lleguen de los Estados
Unidos se estropeen. A lo mejor su hijo se olvidó de escribirles. Yo tengo un
hermano que vive en Texas y trabaja en tres lugares diferentes y hace cuatro
meses que no me escribe —le explicó el administrador del correo.
Leandro dijo que tenía razón, y después de darle las gracias, regresó a su
casa cabizbajo. Su hijo nunca iba a tener tres trabajos diferentes, por lo que no
se podía olvidar de escribirles.
No le comentó nada a Teresa sobre sus averiguaciones, no quería que ella
supiera que estaba preocupado. Esa noche no pudo cerrar los ojos, se movía
constantemente en el lecho, las sábanas se le pegaban al cuerpo. Se levantó de
la cama, asegurándose de que su esposa dormía, buscó en el atlas el mapa de
los Estados Unidos. Se quedó mirando la página abierta, una línea roja unía a
una docena de ciudades de la Florida donde su hijo había vivido todo un año,
un camino trazado por manos envejecidas y temblorosas, las de Teresa. La
antaño hermosa Teresa, la mujer de su vida. “Siempre estaremos unidos”, le
dijo la primera noche en que hicieron el amor, y ahora era testigo de su
hecatombe, de ese envejecimiento apresurado. Aquel antiguo juramento
parecía borrarse igual que la pintura en los muros de un viejo edificio por las
inclemencias y la devastación de los años. Después de cerrar el atlas lo colocó
en la gaveta, donde su esposa siempre lo tenía, se pasó la mano por el rostro,
lanzó un breve gemido y movió la cabeza negando. “Seguro el próximo mes
llega carta de Camilito”, se dijo.
En el primer día de agosto, poco después del desayuno, escucharon toques
en la puerta. Teresa abrió, era el cartero que sonriendo le entregó un sobre,
como el que estaba haciendo un acto heroico. Ella se lo arrebató de las manos
y, sin hacerle caso, se puso a leer en voz alta. Leandro, después de firmar el
recibo del cartero, que lo miraba entre sorprendido y curioso, cerró la puerta.
Se sentó en el sofá, se inclinó ligeramente hacia delante para escuchar mejor
las palabras de Teresa, que leyó primero sin respetar las comas y los puntos,
después continuó más calmada, vibrando de felicidad. Camilito se justificó
por no haber escrito: “Se fue a Suramérica, ahora vive en Greey Bay”.
Leandro
miraba sobre sus hombros, era la misma letra, la O y la A cerrada, pequeñas,
casi ilegibles.
Esa noche se sentaron frente a la TV, había comenzado el noticiero de las
ocho:
El Departamento Antidroga de los Estados Unidos, informa la captura de
un grupo de narcotraficantes que traían un cargamento de Suramérica y
pretendían desembarcarlo en las costas de la Florida... Ya ves, Leandro, que
mi hijo me quiere con la vida... La ayuda humanitaria enviada por la ONU,
es insuficiente para remediar la sequía en el noroeste africano... Ya no tengo
de que preocuparme, Camilito esta en Greey Bay... Continúa el asunto de la
prostitución infantil, la corrupción y la delincuencia en los países de Europa
Oriental... Voy a matar el pollo, tenemos que celebrar.
Él no parecía hacerle caso, apagó la televisión y se fue al cuarto. Se sentía
cansado, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico. No quería pensar,
sólo dormir de un tirón y despertar fresco y ajeno a su problema, igual a un
ser venido de otro planeta sin la capacidad de procrear, amar o sufrir. El sueño
lo invadió rápidamente. Durmió hasta bien entrada la mañana, al abrir los ojos
se sintió descansado y, gozoso, se estiró entre las cálidas sábanas de su cama.
—Greey Bay no aparece en ningún mapa —le dijo Teresa, decepcionada; y
él solo atinó a cerrar los ojos y respirar profundo. Cada vez que su esposa le
hablaba sobre Camilito con ese toque de nostalgia y derrotismo, quería irse
de la casa. Cuando ella estaba así, evitaba encontrarla para no hablar sobre el
hijo. Su esposa parecía indefensa y recordarle la traición de Camilito, sería un
golpe bajo, que no estaba dispuesto a propinarle. Prefería sentarse en el portal
y permanecer sumido en algún grato recuerdo. Pero ahora las palabras de
Teresa, le habían llegado de súbito, dejándolo en un limbo de reflexiones e
inmovilidad. “¿Era algo lógico que Greey Bay no apareciera en ningún
mapa?” Por primera vez se sintió desorientado y quiso decirle la verdad, pero
en el último momento, justo cuando iba abrir la boca, se contuvo, disimulando
la acción con un bostezo, como si aún estuviera medio dormido. El hecho de
que Greey Bay no apareciera en ningún mapa, era algo terrible que traería una
nueva norma de conducta en su convivencia. Y aunque quisiera que no se
tocase el tema, sería imposible. Pero no quiso darle importancia; sería tan
grato, aunque fuera por un momento, saberse sin problemas; abrir los ojos al
mundo como un recién nacido, refugiarse en esa posibilidad; no tener pasado
ni siquiera presente, amoldar el futuro a nuestro antojo. Pero escuchó un
quejido a su espalda, era Teresa que le revelaba que no era posible huir de su
problema.
Volvió el rostro hacia donde estaba su mujer y la vio sentada frente al atlas
abierto, la mirada perdida como si transitara avenidas, recorriendo la línea
roja que unía las diversas ciudades y que la última era Pensacola. Teresa
siempre supo dónde estaba Camilito, aunque fuese un punto rojo enlazado con
otros puntos sobre un plano.
—A lo mejor es un pueblecito muy pequeño y por eso no aparece en el
mapa —dijo Leandro, casi sin pensar.
Ella cerró el libro con fuerza y salió del cuarto. No supo qué hacer, se sintió
desorientado, como si lo hubiesen cogido en el acto de robo. Sintió una
infinita pena, porque era la primera vez, después de un año, que flaqueaba en
sus convicciones sobre el hijo; la primera vez que trataba de justificarlo.
Comprendió que más que disculpar a Camilito, trataba de auxiliar a su mujer.
Pero había salido mal, por el momento era mejor evitar cualquier
enfrentamiento. “¡Sí, era mejor!”, se dijo y cerró los ojos, complacido.
Pero al otro día, a la hora del almuerzo, Teresa se le quedó mirando
detenidamente. Leandro, mientras devoraba un pedazo de pollo, sintió la
mirada incisiva de su mujer, sintió sus grandes ojos negros en su rostro, se
imaginó la expresión de su cara, no quiso mirarla, sabía lo que le sucedía.
—¿Crees de verdad que Greey Bay no aparece en el mapa porque es un
pueblecito muy pequeño?
Leandro no le respondió, continuó comiendo como si nunca hubiera hecho
tal pregunta.
—Leandro, ¿de verdad lo crees?
—Quizás, pero recuerda como es tu hijo.
—A veces me pregunto por qué has sido tan duro con él, si supieras cómo
necesito de ti, que me comprendas...
Leandro chasqueó la lengua sin atreverse a mirarla. Realmente la
comprendía, por la simple razón de que a él le pasaba lo mismo. ¿Cuántas
veces se había lamentado? Quizás hasta él tenía la culpa por haber sido tan
duro, de querer meterlo en cintura desde pequeño y, a lo mejor, ahí radicaba el
error, esa rebeldía de Camilito podía ser motivada por eso. A veces le pasaba
por la cabeza esa posibilidad, como ahora que sentía la mirada de Teresa
sobre su cuerpo, pero no dijo nada, sólo se levantó de la mesa, hizo un gesto
de fastidio con las manos y se fue al cuarto.
Durante las semanas siguientes apenas se hablaron. Leandro pasaba el
mayor tiempo posible fuera de su casa y sólo regresaba a la hora del almuerzo
y la comida. En ocasiones quiso romper con este silencio, le era difícil
mantener ese mutismo en que comenzaron a vivir en la casa, sólo roto por los
ruidos que llegaban del exterior o por las voces de los locutores del noticiero,
que violaban sus fronteras, insertándolos en ese mundo inmenso. Logró
mantener el silencio dejando a Teresa vivir en su cotidianeidad.
En los últimos días de agosto lucían mejores, a pesar de la poca
comunicación entre ambos se habían aliviado, hasta cierto punto, sus vínculos
filiales. No eran los años atrás cuando aún Camilito era un niño y ellos se
sentían amados, donde a veces con sólo mirarse se comunicaban sus deseos o
estados de ánimos. Tampoco eran los últimos meses vividos en constantes
discusiones; primero, por la mala conducta del hijo y después, por las
consecuencias que trajo su marcha del país. Se había logrado un cierto
equilibrio, un espacio de paz, siempre amenazado con destruirse al primer
soplo de viento, pero tuvieron una tregua tranquila y fecunda hasta una tarde.
Cuando regresó de la calle vio sentado en el sofá, frente a su esposa, a un
joven que en un principio no reconoció, pero cuando lo pudo observar a sus
anchas, no pudo menos que mover la cabeza intranquilo.
—Le pedí a Julito que nos visitara —le dijo Teresa, y se puso de pie—. ¿Lo
recuerdas? Era el mejor amigo de Camilito.
Leandro palideció y exhaló el aire en pequeños sorbos por los orificios de la
nariz. No le faltaron ganas de coger al delincuente, al Jabao, y sacarlo a
patadas de la casa; pero cuando miró los ojos de su esposa se contuvo,
brillaban con una felicidad infinita, jubilosos. Leandro se quedó indeciso: si
expulsar al amigo de su hijo o aceptarlo en su casa, se mantuvo parado al lado
de su mujer sin saber qué hacer, hasta que ella lo tomó por la mano
apretándosela.
—Leandro, Leandro —le dijo con voz tierna y él solo atinó a encogerse de
hombros, sonreírse. Ella le indicaba que se sentara en el sofá. Leandro se
sentó y trató de sonreírle a Julito, aunque en su rostro sólo se dibujó una
mueca grotesca.
—Salúdalo —suplicó Teresa—, Camilito estaría orgulloso.

Leandro le extendió el brazo, no sin cierta repugnancia. Notó para su


contento un ligero temblor en la mano de Julito. Teresa los miraba
emocionada, con los ojos húmedos.
—Nuestro hijo se sentirá tan contento por verlos así unidos, su padre y su
mejor amigo.
Leandro se acomodó de un lado, después de otro, estiró los pies, los
recogió, apretó con fuerza el borde del apoyo del sofá, después lo soltó,
cambió la mirada de un lado hacia otro. El Jabao se limitó a mirarlo de reojo,
como si temiera que fuera a saltar sobre su cuello y lo estrangulara, mientras
se limitaba a afirmar con la cabeza las palabras de Teresa.
—Nuestro hijo le envió una carta a Julito, dice que está bien; viviendo
como un rey, anda con muchas mujeres, tiene el auto del último año y sin
trabajar. Qué bueno, ¿verdad, Leandro? Leandro, ¿me escuchas? ¿Leandro?
—Claro, que te escucho —respondió con voz enérgica—. Me alegro de que
a Camilito le vaya bien.
El Jabao se levantó del sofá y después de despedirse de Teresa se marchó.
Se había dado cuenta del malestar de Leandro, por el modo en que se despidió
sin apenas mirarlo, con un movimiento rápido y chasqueando la lengua. “Mira
que atreverse a venir a su casa, después de todas las discusiones con Camilito
por ese tipo de amistades”.
—Julito prometió visitarnos nuevamente, me alegraría tanto, se parece a
nuestro hijo.
Aquello era el colmo, nunca más haría tal sacrificio. Un delincuente se
estaba aprovechando de la desesperación de Teresa, seguro que era mentira lo
de la carta, un acto para poder acercarse a su pobre mujer. ¡Claro, para
robarles las pocas cosas que tenían en la casa! Esto lo complicaba todo. Tenía
que decírselo a Teresa, pero más adelante, todavía recordaba la escena vivida
y los ojos suplicantes de su esposa. Desde ahora tendría que quedarse en su
casa todo el día y estar alerta para que el Jabao no se saliera con la suya.
Durante tres semanas estuvo alerta, privándose de la posibilidad de salir.
Echado en el sofá, como un gato, podía divisar los movimientos de su mujer
arreglando el hogar, haciendo la comida, sacudiendo el polvo de los muebles.
Con frecuencia ella parecía olvidarlo, pasaba a su lado como si fuese otro
objeto. En ocasiones se ponían a conversar sobre cualquier tema, sólo por
decir algo, sentirse humanos y llenos de vida, un parloteo fluido que rondaba
lo tierno. Un acercamiento grato que disfrutaba mucho. Pero a veces ella se
comportaba triste y melancólica, incapaz de dedicarle un tiempo más allá del
necesario para hacerlo marcharse de la sala, porque le estorbaba o si no,
parecía olvidarlo. En esos días tenían comentarios breves, rutinarios y
amargos que trataba de terminar por temor a que acabaran hablando sobre la
necesidad de tener noticias de Camilito.
Justo dos meses después recibieron una nueva carta. En la mañana
escucharon toques en la puerta. Teresa abrió, era el cartero que le extendió un
sobre con Washington en el sello. Ella, por unos segundos se quedó inmóvil,
pero de pronto le arrebató el sobre de las manos. Leandro, después de firmar
el
recibo del cartero, se sentó al lado de su esposa que ya había comenzado a
leer la carta. Lo hacía sin respetar comas y puntos, era breve. Después volvió
a leerla más despacio, como si no hubiera entendido su texto. Leandro
chasqueaba la lengua molesto, dejando caer la cabeza hacia atrás. “¿Qué te
sucede, mi hijo?” La carta en vez de darle una gota de felicidad, lo hundía en
mil dudas. Desde un principio era diferente a las demás. "Queridos padres..."
cómo era que lo incluía, si siempre empezaba querida mamá y sólo al final
había un breve saludo para él. Además, mientras Teresa leía, se había fijado
en la letra y esta era más delicada, fina, femenina, como si le costase trabajo
escribir. Observó a su mujer, ella también parecía haber descubierto algo.
—Nuestro hijo está bien —le dijo Leandro, sonriendo.

Pero ella no lo miró, se mantuvo con el rostro inalterable, después se fue al


cuarto con paso lento y con la cabeza hundida entre los hombros. Él no dejaba
de mirarla desde el sofá: parecía más pequeña e insignificante, aplastada por
las dudas y la prolongada ausencia del hijo, enmarcada en esa soledad
extraña, donde no había cabida para él.
La carta reposaba sobre la mesita, Camilo lo miraba desde el cuadro de la
pared, con su sonrisa alegre y ausente de su pesar, sin comprender que su vida
iba a empeorar, que la indiferencia de Teresa se iba a acentuar más y que,
inevitablemente, tenía que actuar con mucha astucia. Finalmente entró al
cuarto, desorientado, sin saber qué hacer, dispuesto sólo a dormir y a ver qué
plan inventaba para el otro día. Teresa estaba sentada sobre el lecho y con el
atlas abierto, la mirada perdida en el mapa, parecía que recorría sus avenidas,
visitaba las diversas ciudades, indagaba con la gente dónde estaba su hijo. Sin
hacer ruido se deslizó entre las sábanas, se acostó en el borde de la cama, no
quería molestarla y se durmió oyendo sollozos a su espalda.
Apenas había podido dormir, esa fue su impresión, cuando abrió los ojos.
No había amanecido, el silencio era total y por la ventana semicerrada entraba
la oscuridad de la noche, encendió la lámpara y contempló a Teresa dormida a
su lado, con la ropa aún puesta y el atlas apretado contra el pecho. Una gran
lástima lo invadió, la amaba, no tenía dudas, pero en ese momento la miró
más con pena que con amor, parecía haber envejecido un siglo: las hebras
blancas de su cráneo habían empezado a caérseles y la piel había tomado un
color más pálido. ”Teresa, te me estás muriendo”. No pudo menos que
acariciarle los hombros y besarle con ternura el rostro, la espalda y el cabello,
como si no tuviera, en ese momento, nada más que hacer por ella.
Faltaban varias horas para que amaneciera, pero no tenía sueño; los ojos le
ardían, pero no podía dormir al lado de aquella mujer, saber en el estado que
se encontraba y no poder hacer nada. Se vistió y salió a la desierta calle. Era
una noche fresca, una luna menguante se resistía a esconderse; el pueblo
estaba vacío, como deshabitado. Esto lo molestó, en ese momento necesitaba
ver a alguien, no porque lo fuera a ayudar, nadie era capaz de sacarlo de su
letargo, sino porque quería estar aunque fuera con un extraño, pero que quizás
podía estar pasando por algo parecido. Era una idea egoísta de su parte, querer
ver su sufrimiento en otros, pero era el único refugio que tenía contra su
dolor: el saber que otros sufrían. Se fue al parque, se sentó en un banco bajo
una ceiba que vibraba con la brisa, un arrullo que lo estremeció: ¿Cuántas
veces había llevado a Camilito a ese mismo parque? Iba casi todas las tardes:
para que aprendiera a caminar, a montar bicicleta, lo llevaba frente al busto de
Martí, de Mella, de Camilo. No pudo aguantar las lágrimas, lanzó breves
quejidos, después no pudo más y lloró: entre el asombro y el dolor se pasaba
los dedos por las mejillas húmedas y arrugadas. Estuvo así hasta que sintió
que se había quedado seco, y allí permaneció hasta que vio pasar a los niños
con sus uniformes y sus pañoletas azules y rojas rumbo a la escuela, niños
pequeños e inocentes como lo fue una vez su hijo.
A media mañana regresó a su casa, la puerta estaba abierta y vio a Julito
parado frente al cuadro de Camilo Cienfuegos. Julito no se había dado cuenta
de su presencia y se divertía haciéndole muecas con las manos al cuadro.
Leandro no pudo aguantarse, sus ojos relampaguearon de furia. ¡Un
delincuente se estaba burlando del héroe, de su amigo, su ejemplo! Entró a la
sala con los puños apretados. Todo fue tan rápido que no supo exactamente
qué sucedió, de pronto se vio tirado en el piso y al Jabao que salía como
disparado por la puerta. Cuando se incorporó, apareció Teresa por la puerta de
la cocina con el semblante animado, como si estuviera en un estado de sana
alegría, enseñando sus dientes tras una dulce sonrisa, sus ojos brillaban, la luz
que entraba por una ventana le daba en la espalda y parecía que las arrugas de
su cara habían desaparecido. Su rostro se transformó, tomó una expresión
entre seria y preocupada.
—Pero, ¿y dónde está Julito?
Leandro se pasó las manos por la camisa, como si se limpiara del polvo,
miró a su esposa con los ojos encendidos de rabia y la iba a agredir; pero se
contuvo apretando los puños y exhalando un breve suspiro.
—¿Qué? Julito se fue, sí, claro me dijo que estaba apurado.

—Pero si iba a comer con nosotros.


—¿Comer? No pudo, estaba apurado, sabes como son los amigos de
Camilito, siempre están apurados. Oye es mejor que no lo invites más, seguro
que está ocupado y le estás robando su tiempo.
—Pero si él insistió en venir, dijo que nosotros le agradábamos, que éramos
como sus padres.
Leandro lanzó un gemido, se mordió los labios en un gesto de impotencia.
—Pero de verdad que está ocupado, me dijeron que se iba para la capital a
trabajar, así que es mejor que no lo invites más. ¿Me entiendes, Teresa?
Pero ella no le respondió, sólo lo miraba incrédula, como si tuviera la
certeza de que Leandro le ocultaba algo.
—¿Pasó algo?

—No, nada. ¿Qué va a pasar? Sabes que en el fondo él es un buen


muchacho, incapaz de hacer daño alguno, pero no puedes invitarlo de nuevo,
sería una falta de consideración con Julito.
Teresa se encogió de hombros:

—Sí, quizás tengas razón, pero es tan agradable verlo, es como si Camilito
estuviera aquí a mi lado.
Leandro la abrazó afectuosamente, le besó la frente, tratando de suavizarle
el rostro contraído, surcado por profundas arrugadas.
—Sí, pero olvídalo.

—Pero... ¿y si sabe dónde está Greey Bay?


—No qué va, si así fuera ya nos lo habría dicho; además, te traigo una
noticia. Bueno que... que, ah, sí, hay una revista donde se pide cualquier tipo
de información y le dan respuesta en una sección especial.
—¿De verdad, Leandro?

Él afirmó con la cabeza y se sentaron en la mesa, escribieron una carta


suplicándole una contestación rápida y precisa, alegando una necesidad
suprema; pero sin decir cuál era, pidiendo que publicase un artículo sobre
lugares del mundo que se llamaban Greey Bay.
Después Leandro se fue al cuarto, dejó la hoja de la puerta entreabierta y se
acostó en la cama sin siquiera sacarse los zapatos, encogido y con los ojos
cerrados estuvo un largo rato. No supo cuánto. Reflexionó sobre la escena
vivida hace poco, preguntándose cómo era posible que algo así sucediera, que
se burlasen de ese modo de un héroe tan grande como Camilo, con su risa
contagiosa. Él tenía la certeza de que dejaría de reír, sólo cuando se fuera a
morir. Recordó la invasión, tenía una risa desbordante, como si se pudiera
comer el mundo, que entre sus dientes y el ocaso del sol sólo había un
limitado espacio.
A la hora del desayuno Teresa estaba meditabunda, Leandro la miró
esquivo. Ella parecía estar como ausente, sus ojos no miraban nada en
especial, apenas se había tomado un poco de leche y café. Era una mujer lenta
en sus movimientos, acostumbrada a comportarse tranquilamente, silenciosa y
se hacía difícil hacerla reír, enojar o impresionar. Para el resto de las personas,
no les sería fácil conocer su estado de ánimo, pero para Leandro, después de
tantos años juntos...
—¿Qué te
sucede? Ella no
respondió.
—No me digas que estás pensando en Camilito, tenemos que esperar por lo
menos un mes para que la revista nos informe sobre Greey Bay.
Entonces Teresa comenzó a sollozar, aunque hacía un gran esfuerzo por
contenerse, sólo se le podía juzgar por las lágrimas que le corrían por el
semblante. Entonces miró a Leandro y lanzó un pequeño chillido.
—No te preocupes, Greey Bay debe ser una granja y por eso no aparece en
ningún mapa.
Pero ella no le contestó, se le quedó mirando con los ojos húmedos. Él trató
de sonreír.
—Mira no es tan importante que ese lugar aparezca, porque existe en un
sitio determinado y si allí está Camilito, es por su deseo.
Pero Teresa siguió sollozando y en ese momento Leandro comprendió
nuevamente su realidad, esa vida predispuesta a un solo fin, a sufrir al lado de
aquella mujer que amaba. Ahora no sabía si abrazarla o irse, dejarla sola y
después regresar, porque en esos momentos su mujer se ponía más
susceptible.
—Mira, no te pongas así, vamos a enviar una carta a todas las direcciones
en donde vivió Camilito. ¡Vas a ver que aparece!
Buscaron los sobres de las cartas, eran una docena: las cuatro primeras
tenían las direcciones donde su hijo había estado. Nunca supieron quién vivía
allí con él, si eran personas honradas o simplemente estaba solo. Camilito les
había pedido que nunca le escribieran, no explicó las razones, pero ahora...
Escribieron cuatro cartas con el mismo contenido, pidiendo información
sobre su hijo, aclarando que era algo urgente, que, por favor, se
compadecieran de ellos. Por la tarde las echaron al buzón del correo. Teresa lo
acompañó, estaba demasiado ilusionada como para quedarse a esperar y él
estuvo de acuerdo, en su estado de depresión era mejor no dejarla sola.
Regresaron abrazados, ella colocaba su cabeza en su hombro y las manos de
Leandro la abrazaban por el talle, estaban tan sumidos en su desdicha que ni
siquiera hicieron caso cuando unos jóvenes en bicicleta se burlaron de
ellos.
“Suéltala”, le gritaron al pasar y Leandro quiso responderle, detenerlos por
falta de respeto, pelearse con ellos, pero sintió la respiración débil de su
esposa, su cuerpo tibio pegado al suyo y sintió una grata bonanza: en ese
momento era su protector, no podía abandonarla y hasta olvidó la ofensa.
Pero a la semana se dieron cuenta de que no bastaba con esto, no estaban
dispuestos a esperar por la gracia de unas personas desconocidas. Durante
esos días el mundo parecía continuar igual: La sequía iba a llevar a la muerte
a millones de personas en el África, ante la inactividad de los países
desarrollados. Se había realizado un juicio en colectivo a medio centenar de
traficantes de drogas en el Estado de la Florida... Pero ninguna noticia
hablaba sobre Camilito o Greey Bay.
Teresa creyó tener la solución. Al otro día se fueron a la biblioteca y
consultaron todas las enciclopedias, atlas mundiales, continentales, regionales,
nacionales de los Estados Unidos, pero fue inútil. Greey Bay parecía haber
desaparecido del mundo sin huellas ni señales, llevándose a su hijo.
Leandro se sintió contrariado por la actitud poco esperanzadora de su
mujer, que esperaba que le dijeran el Greey Bay específico donde estaba su
hijo. Chasqueando la lengua la dejó sola y se fue al parque, era un buen lugar
para ver pasar el tiempo y contar estrellas. De niño se preguntaba cómo era
posible que no se cayeran, que allá en lo alto existiera algo tan hermoso y
misterioso como ellas. En la limpia del Escambray un compañero del
batallón, tenía la costumbre de pedirle favores a las estrellas y de algún modo
ese entretenimiento había pasado a él, en aquel acto había algo de solemnidad
y magia, sólo que los últimos favores pedidos no se habían cumplido. Pero de
algún modo se sentía complacido de verlas, porque también su hijo podía
contemplarlas.
Regresó a su casa con paso lento y cabizbajo. Al entrar, encontró a Teresa
acostada con la luz apagada, el cuarto estaba iluminado por la claridad de la
luna que entraba por la ventana. Era mejor no hacer ruido, supuso que Teresa
dormía con la cabeza enterada en la almohada.
—¿Eres tú, Camilito?

Se estremeció aturdido y por un momento no supo qué hacer, si abofetearla


o irse de la casa. Pero no hizo ninguna de las dos, sólo se sentó en la cama y
comenzó a desnudarse.
—¿Eres tú, Camilito?

—No, soy Leandro Ruiz Montero.


Ella no dijo nada, sólo atinó a soltar un sollozo breve, y él se acostó
cerrando los ojos. Despertó a media mañana y se sintió cansado, lo primero
que pensó fue en lo sucedido la noche anterior. Supuso que más que un
síntoma de locura de Teresa, todo se debía a la oscuridad de la habitación.
Decidió olvidar la escena vivida, era lo mejor, se fue a la calle y compró en
el estanquillo la revista donde había mandado la carta pidiendo los lugares
que en el mundo se llamaban Greey Bay. Se fue contento a su casa, a paso
rápido, a veces lanzaba una breve carrerita, silbaba una canción. Teresa se iba
a poner contenta cuando le enseñara la revista, le iba a demostrar que tenía
razón que no había de que preocupase, sintió nuevamente un inmenso apego
por ella y se la imaginó feliz leyendo y releyendo el artículo de la revista,
sacando conclusiones, todas positivas, dándole las gracias. No había entrado a
la casa cuando comenzó a llamar a su mujer alegremente, esgrimiendo la
revista en la mano. Ella apareció por la puerta del patio, con el rostro
intrigado.
—Te lo dije, mira salió el artículo sobre Greey Bay, hay exactamente
cuarenta y dos lugares con ese nombre: pueblos, fincas, villas, fábricas, etc.
En los Estados Unidos, Canadá, Australia, incluso en el Polo Norte.
Teresa tomo la revista con un movimiento lento de las manos y leyó el
artículo, que no era más que un pequeño párrafo.
—¿Ves? Seguro que nuestro hijo está en una finca de hortalizas —le dijo
Leandro eufórico.
—¡A lo mejor! —repuso ella— Quisiera que fuese así.
Leandro chasqueó la lengua, no esperaba esa reacción, hubiera deseado una
escena más emotiva, más acorde con la noticia que le daba. La frialdad de ella
lo molestó, quiso decírselo en la cara, restregarle que si no tenía sangre en las
venas, porque en alguno de ellos estaba su hijo, su hijo, se dijo y se llenó de
gozo. Pero a ella eso no le importaba, como si todo el dolor se lo cogiese su
corazón, como si él fuera un bloque de hielo, frío y duro. La existencia de
cuarenta y dos lugares con el nombre de Greey Bay era algo. Pero no dijo
nada, se tragó sus verdades, porque simplemente se había acostumbrado a
convivir con ellas.
Durante varios días apenas se hablaron después de cuarenta años de vivir
juntos. Teresa dejó la casa sin limpiar por más de cuatro días y no protestó
porque los huevos no habían venido a la bodega o cuando una noche sólo
pudieron comer boniato sancochado y un vaso de limonada.
Leandro llegó a la conclusión de que el problema estaba en que ella no era
capaz de salir de aquel círculo que era la casa y los recuerdos de Camilito. Por
eso mandó a buscar a Elizabeth, la cuñada. Las mujeres se fueron de compras,
visitaron varias amigas, que previamente fueron alertadas para que no
comentaran sobre Camilito y regresaron en la noche. Elizabeth le hizo un
guiño con el ojo y él le sonrió, afirmando con la cabeza y despidió a su
cuñada. Después de la comida, Teresa estaba más animada y se pusieron a
mirar el noticiero de las ocho.
La ayuda humanitaria enviada por la ONU al noroeste africano es
insuficiente para combatir la sequía y el hambre...
—No sé para qué ves el noticiero, Leandro, son las mismas noticias de
siempre...
En Greey Bay, cárcel de la Florida, ha sido sofocada una rebelión de
presos narcotraficantes, con la muerte de siete de ellos...
—Sí, Teresa son las mismas noticias de siempre, no hay que hacerle caso...
Se inician nuevas negociaciones en el Medio Oriente...
Apagó la televisión y miró asustado a su esposa que permanecía en silencio,
los labios le temblaban ligeramente. Al parecer había recordado algo y trataba
de descifrar qué era o quizás sacaba conclusiones de sus supuestos análisis. Se
levantó de pronto y se fue al cuarto. Leandro quiso seguirla, pero no tenía
fuerzas, ahora estaba seguro de que el Greey Bay de la televisión era el mismo
donde estaba Camilito. Movió la cabeza negando, gimiendo, escupiendo el
suelo, no podía ser. Quiso que así fuera, trató de acomodar esa posibilidad a
su mente. “No, no lo era”, se dijo y quiso olvidarlo. Se fue al cuarto
arrastrando los pies. Teresa estaba acostada, sollozaba. No se asombró, más
bien lo creyó lógico. No sentía miedo ni malestar ni nada, tan sólo una ligera
calma. Después de tanto tiempo sabía dónde estaba su hijo.
Tuvo una sospecha que le hizo dudar de su análisis. Buscó la caja con tapa
de cedro, hojeó cada una de las cartas. Allí estaban las incongruencias en la
caligrafía, la letra más pequeña de lo acostumbrado y ligeramente echada
hacía atrás, la A y la O cerradas, que reflejaba su timidez y sus secretos. “Ya
no hay secretos”, pensó sereno. Su hijo estaba en una cárcel, donde se había
producido una revuelta y había siete presidiarios muertos. Entonces se acostó
en la cama, ausente de los quejidos de Teresa, por último la abrazó y
permaneció así hasta quedar dormido. Soñó con su hijo, estaba vestido de
presidiario en un ataúd, en un salón, nadie lloraba su muerte y en un principio
no lo reconoció: aparentaba más edad, el cabello recortado y en el rostro un
aire triste. En el sueño él no lloraba ni sonreía, simplemente aceptaba su
muerte con tranquilidad. Despertó antes de que amaneciera, Teresa estaba a su
lado mirándole con desdén.
—Leandro soñé con nuestro hijo, estaba en un ataúd, vestido de presidiario,
con el pelo corto y estaba triste —dijo Teresa melancólica, después agregó
con fuerza—. Tú estabas a su lado y no llorabas su muerte.
—¿Qué dices, mujer? Sólo es un sueño —respondió rápidamente—.
Recuerda que nuestro hijo está en una granja llamada Greey Bay.
Ella no pareció tranquilizarse, sólo sonrió como si le estuviese contando
algo divertido. No supo qué hacer, no esperaba su sonrisa. Intentó abrazarla,
de algún modo sintió que tenía que protegerla, que tras aquella risa bien podía
estar la firma de su derrota. Ella lo empujó y se quedó mirándolo fijamente.
No supo si lo hacía por su acción de abrazarla o simplemente era el inicio de
una reacción ofensiva. Teresa alzó las manos al techo.
—Nunca quisiste a tu hijo. Me voy a separar de ti, por tu culpa Camilito se
fue.
Después ella se puso a llorar y a golpearse el pecho con las manos. Leandro
se bajó de la cama y se dirigió hacia la puerta de la habitación. Antes de salir
miró hacia atrás, Teresa no lo observaba, estaba pensativa, como drogada.
Leandro pensaba en su mujer, en esa verdad que marcaría su vida para
siempre, si bien durante más de un año habían discutido sobre por qué su hijo
lo había traicionado, siempre existía la posibilidad de que él estuviera vivo y
mientras eso sucediera siempre había un punto en común entre ambos. Era
necesario que su hijo no hubiera muerto. En su interior se aferró a esa
oportunidad, de que las incongruencias de la caligrafía fuesen sólo una falsa
alarma, de que la vida desorganizada, siempre metiéndose en problemas y sin
querer trabajar mientras vivió en el país, fuesen sólo inquietudes de su
juventud, de su afán por hacer dinero fácil. La droga era una forma rápida de
lograrlo, ojalá esta idea nunca hubiera pasado por la mente de su hijo. Había
cuarenta y dos lugares con el nombre de Greey Bay. “¿Por qué tenía que ser
precisamente el de la cárcel?” Recordó, esperanzado, las palabras del
administrador de correos, sobre lo difícil que se les hacía escribir a los que
estaban en el Norte. Muy bien, su hijo podía estar en una granja de hortalizas,
casado y pensando en sus viejos o al menos en su madre. Tenía que decírselo
a Teresa, que no se preocupara.
Se fue al cuarto, su mujer todavía sollozaba, estaba tirada en la cama como
una mancha indefinida, como un charco de agua que se está evaporando por la
radiación del sol. Lanzaba pequeños sollozos y le pedía a Dios que se la
llevase con él, que ya no quería seguir viviendo. Leandro se llenó de valor,
tenía que comentarle sus opiniones, no podía permitir que ella continuara
sufriendo así. Le dijo que aún era demasiado temprano para ponerse a llorar,
que era mejor esperar a que le informasen con más detalles lo que había
sucedido en esa cárcel. Tenía fe de que su hijo estaba vivo, en una finca
llamada Greey Bay. “Seguro que está casado, con una mujer dulce y cariñosa,
la tiene embarazada, vas a ser abuela, Teresa, pronto van a tener un niño y
cuando nos visiten te pedirán que lo mimes, que le cantes canciones.
Recuerda lo que nos dijo Julito: Camilito está bien. Ellos son muy buenos
amigos y tú sabes cómo son los jóvenes que se lo cuentan todo, en cambio a
sus padres no le dicen sus secretos”.
Pero Teresa negaba con la cabeza, estaba tan aferrada a la muerte de
Camilito que juraba que iba a morir, que tenía que pasar algo grande para que
creyera que Camilito estaba vivo. Entonces Leandro le pasó una idea por la
cabeza, una forma de convencer a su esposa de que el hijo estaba vivo.
—A ver, ¿cuánto tiempo tú crees que hace que se produjo el motín en la
cárcel?
Teresa lo miró sin comprender, por primera vez dejó de sollozar.
—Bueno, hace varios días.
—Entonces, si es así ¿por qué no hemos recibido una notificación del
Departamento de Justicia de los Estados Unidos de que nuestro hijo está
muerto?
Teresa lo miró sorprendida, no tenía respuesta a ese planteamiento de su
esposo y después de todo parecía lógico que le informasen a los padres del
deceso de su hijo.
—Por favor, no te lamentes más y ve a fregar la losa que hay tremendo
hormiguero en la cocina —le dijo burlón.
Después se acostó un poco más tranquilo, con la certeza de que por el
momento había convencido a su mujer o por lo menos le había inventado una
posibilidad. Dudó. “¿Y por qué tenían que informarles que Camilito había
muerto?”
Desde ese día la cotidianeidad en la casa parecía continuar igual, pero no
era así. Teresa se comportaba tranquila, silenciosa, no era ella la que iniciaba
una conversación y ante las preguntas de Leandro, respondía con
monosílabos. Nunca reía, tampoco parecía que algo la fuera a impresionar.
Ante los problemas comunes reaccionaba tranquilamente, como si no le
pasara nada y fuese otra mujer igual a las demás, sólo algo se había hecho
más característico en ella: siempre estaba meditabunda, como en otro mundo,
a veces reía sola o lanzaba algún suspiro. Leandro se amoldó a esta nueva
situación, es verdad que le costaba trabajo, que trataba de sacar a la fuerza a
su esposa de su rutina, hablándole, imponiéndole su opinión. Hacía un gran
esfuerzo para contener su estado de excitación extrema y muchas veces
contaba hasta diez para no salirse de sus cabales. También él sufría, sobre
todo por las tardes era cuando más sentía la ausencia del hijo. Se preguntaba
si realmente había muerto, se había aferrado tanto a la posibilidad de que
estuviera vivo, que ya le costaba trabajo pensar que no era así. Incluso
pensaba más en el hijo, con ese toque de nostalgia que su esposa le transmitía.
Pero Leandro sabía contrarrestarlo, realizaba alguna labor con ahínco y
perseverancia, el trabajo no lo dejaba pensar o se iba al parque e iniciaba una
conversación con cualquier persona, hablando en voz alta, como para no oír a
sus pensamientos.
Una tarde, cuando regresaba del parque, vio al cartero que se detenía frente
a su casa. Apresuró el paso, quería interceptarlo, evitar que Teresa lo viera
primero. El corazón le palpitaba rápidamente, y la frente se le llenó de una
sudoración fría. El cartero traía correspondencia de Camilito o de las personas
que vivían en los domicilios donde él estuvo los primeros meses. Sonrió de
placer, tenía que ser así, entonces estaba vivo como él siempre supuso, era lo
que necesitaba saber para recuperar su tranquilidad. En ese instante se sentió
verdaderamente exaltado. El cartero lo vio y, en esta ocasión, no le sonrió
cómplice, sólo lo miró con las cejas levantadas, y alzando los hombros,
mientras le enseñaba el sobre que traía en la mano. A Leandro se le paralizó la
sonrisa en los labios, sintió una repentina furia contra el cartero, por no
atenderlo de un modo correcto, pero no dijo nada, sólo tomó el sobre y leyó
aún sin entender el destinatario. Chasqueó la lengua y se quedó mirando con
los ojos húmedos el rostro de Lincoln en el sello. La carta era enviada por el
Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Entró a su casa, se fue al
baño y después de pasarle el pestillo a la puerta, rasgó el sobre, lo leyó
rápidamente, entonces lanzó un pequeño sollozo.
Ese día le agradeció a su esposa su comportamiento esquivo. Cuando por la
tarde ella se fue a la panadería, tomó la carta. Una hora después llegó Teresa
que inmediatamente comenzó a poner la mesa. Él se negó a comer, estaba
callado, se fue a la sala y encendió el televisor, estaba comenzando el
noticiero de las ocho. Leandro la llamó y le entregó un sobre. “Llegó,
mientras ponías la mesa”, le dijo con una voz sin matices.
Ella la tomó como una reliquia, y después de leer el nombre de Camilo
Ruiz Fernández en el destinatario la abrió y se puso a leerlo, a medida que
avanzaba lanzaba pequeños sollozos, que no era capaz de reprimir, después se
lanzó en los brazos de su esposo, riendo, besándolo, acariciándolo.
El noticiero de las ocho había comenzado.
Se agudiza el conflicto en el medio oriente, ante la escalada de asesinatos
selectivos del ejército de Israel...
—Tenías razón, nuestro hijo está bien, vive en una finca de hortalizas, está
casado y vamos a ser abuelos...
Mueren diariamente tres mil niños africanos producto al hambre y la
sequía...
—Camilito se justifica por no habernos escrito, está muy ocupado, dice que
todos los meses nos va ha seguir mandando una carta...
Continúa la lucha contra el tráfico de drogas que proviene de sur América,
se detiene un nuevo grupo de narcotraficantes en el Estado de la Florida...
—Pero, Leandro ¿por qué lloras y gimes de esa forma? Dime, ¡ya,
comprendo! Es de felicidad, Camilito ya no es un traidor...
La sobredosis de drogas se ha convertido en el principal índice de muerte
en los Estados Unidos...
—Ven, dame un abrazo, quiero compartir contigo este momento de
felicidad. Pero anda, Leandro, deja de llorar, que no es para tanto...
A SER DIOS

Le acaricia sus piernas, largas y rosadas, ligeramente tostadas por el sol;


después va, despacio, adsorbiendo sus olores, penetrándola con su lengua, con
pequeños golpes. Filipo, Filipo. La lengua es la prolongación de su cuerpo. Se
escurre hacia arriba y lame el trillo oscuro que termina justo en el ombligo.
Allí se detiene, como si se hubiera atascado en su recorrido. Filipo, Filipo.
Lame sus alrededores, lentamente. Filipo, te llaman por teléfono.
Abre los ojos. El sabor en su lengua se evapora rápidamente, a pesar de que
él trata de retenerlo, pasándosela por sus labios. Se levanta de la cama. Por la
hendija de la ventana entra una nítida claridad que ilumina las paredes y el
techo; un vapor cálido lo acaricia. Abre la puerta del cuarto, lo ha alquilado en
La Habana Vieja, amueblado: con una cama personal, la mesita con una vieja
máquina de escribir Remington, un diminuto librero pegado a la pared, un
fogón en el fondo y, a su lado, una vitrina de principios del siglo veinte con
un juego de cubiertos. Carmela, la dueña de la casa, le indica la mesa donde
reposa un teléfono descolgado.
—¿Qué le has dicho?... cerca del malecón... ¡estás seguro!... que está muy
viejo y resoplaba mientras caminaba, apoyándose en un bastón… ¿Por qué
apuró el paso y se perdió entre las espumas de las olas y la multitud? Voy
para allá.
Tarde de agosto. Las olas golpean al malecón, refrescándolo. Los carros
pasan veloces. Algunas personas están sentadas sobre su borde mirando el
mar
o el cielo o no miran nada. Filipo y Constantino caminan por la amplia acera
que lo bordea, preguntan sobre su paradero. Constantino lo describe: nadie lo
ha visto. El viejo parece una invención de Constantino que jura la existencia
material de su forma. Finalmente se sientan en el muro.
—Soñé nuevamente con esa mujer. Le hacía el amor con la lengua —Filipo
se la enseña a su amigo. Ha perdido su color rojizo, su tonalidad está opacada
igual que sus labios—.Y ella era feliz.
Las personas pasan sin dejar rastro. Son como objetos rotos que no se
detienen ni siquiera para mirar atrás. Los habitantes de la capital le parecen a
Filipo demasiado complicados, ¡qué diferentes a los de su pueblo! Solo una
mujer, con un largo vestido rojo, los mira.
Noche de agosto del mismo día. La vieja Remington, con la P que hay que
golpearla dos veces o la V que tiene que presionarla con fuerza o la H que
parece una R minúscula por algún defecto de construcción. Es su segunda
novela. Solo conoce la tranquila nitidez del principio. Un argumento ficticio
sobre un hombre que pretende ser Dios, ya es Dios. En el momento que su
personaje se lo imagina, Filipo se contamina con su aura divina y lo es
también. Le agrada este personaje, aunque no conoce sus interioridades ni sus
fines. A primera vista le cae bien y se jura que no lo va a dejar correr a su
antojo. Él, como Dios, lo va a conducir por el buen camino, para su bienestar.
Filipo no cree que los personajes se vayan de la mano del escritor, es
partidario de su control. ¿Acaso no es Dios? Aquiles venció a Héctor porque
los dioses lo quisieron, entonces por qué no iba él a controlar a su personaje.
Pero sabe que no está en condiciones de crearlo. Ahora no le llega la musa o
inspiración o le falta el oficio: no puede iniciar la novela. Solo posee la
vanidad pueril de su personaje en pretender ser Dios. Se acuesta en la cama
sin quitarse la ropa.
La mujer está tirada sobre la cama de sabanas muy blancas. No está
desnuda, lleva una minúscula blusa azul transparente, más transparente que
azul. Sus elegantes piernas, cortas pero horriblemente hermosas, sólidas como
las columnas de un templo helénico, culminan en un pronunciado talle. Sobre
el azul de la blusa, el monte negro, minúsculo; después dos colinas
arqueándose sobre la geografía, el vientre liso, los senos grandes; redondos y
erguidos, el cuello largo, la cabellera rosada. Ahora no es su lengua la que
recorre sus espacios e intimidades, ha dejado de ser la protagonista de sus
deseos. Sus manos, juguetonas, se mueven en la superficie, le acarician las
pecas grises. Sus dedos la rodean, la acaricia, la aprieta, la asfixia con su
calor. La piel se resiste. Ella se queja y Filipo cierra los ojos para ver con su
tacto las hermosas pecas grises: “¿No hay pecas azules o rojas?”
Amanecer de otro día de agosto. Al lado de su vieja Remington hay varios
papeles, los hojea. No ha desayunado, todavía vive su sueño. Ellos, para
Filipo, se han convertido en la prolongación del día. Los dioses lo crearon
para que él tuviera ese placer de amar a esas mujeres desconocidas que, sin
embargo, se le presentan tan nítidamente. Los sueños son un don, una
constancia de que somos inmortales. El Apocalipsis, que el cura de su pueblo
pronosticaba si ellos no se comportaban con cordura, es solo un acto
exagerado de la prolongación del poder, de otro al que Filipo no lo entiende
pero reconoce que existe. Hojea la revista española, lee las bases del concurso
literario, con la connotación de lo grandioso y eterno. Rasga la hoja donde
están las bases y lo introduce en el bolsillo de su pantalón. Sale de la casa. Por
suerte la vieja y observadora Carmela, la del lomo jorobado, las piernas
menudas y frágiles, los brazos caídos hacia adelante y los ojos exiguos pero
atentos, no está en la sala, escudriñándolo. Tiene una mirada de gendarme
veterano que parece atenta a todo y que remite sus informes a sí mismo,
quizás al otro yo que la vieja Marcela posee dentro de ella. Algún día él será
un personaje de una de sus novelas.
—Constantino no lo puede atender, está reunido con la directora. Se tardará
unos veinte minutos —le informa la recepcionista del lobby cultural.
Filipo se propone esperarlo. Se sienta en una silla que la mujer le indica con
un ligero movimiento de la cabeza. Observa, perezoso, una exposición de
cuadros en blanco y negro de algún joven artista del municipio. Se pregunta si
además de él, alguien más los ha detectado. Dos horas después aparece
Constantino, sudoroso, acalorado, mirando a todos lados con esa persistencia
del que acaba de salir de una jauría, ileso, pero desprovisto de fuerzas para
seguir viviendo.
Filipo le enseña el panfleto del certamen, con la certeza de que está
haciendo algo importante, de que su salvación y la del resto del mundo están
en su acción. Le lee las bases, hace hincapié en el monto monetario,
pronunciando los números lentamente con voz maliciosa y rectilínea, como si
fuera una flecha que va a entrar en el cerebro de Constantino y encender su
viveza, su interés, hasta sacarlo de ese estado de indiferencia donde está
encerrado. Pero Constantino no le hace caso. Entonces Filipo saca cálculos,
lleva el monto de euros a pesos convertibles. Esa operación la ha realizado
cientos de veces. Desde que ha escrito su novela y sueña, el monto crece, le
agrega un cero al final. Mira a Constantino que apenas se inmuta.
—Perra, ¿qué se cree ella? Los escritores no se sacan de bajo de una piedra,
no son soldados a los que se les dice vengan a tal actividad y van. No, no son
soldados, solo la inspiración espiritual los mueve, ¿verdad, Filipo?
—Con ese dinero me compro una casa frente al Malecón. ¿No te gustaría
una casa en ese lugar?
Ahora Constantino lo mira con atención. Filipo le sonríe mirándolo de un
modo optimista.
—No creo en esos concursos que tienen un ganador de antemano. Un peje
gordo. No sueñes más con ellos. Pero acabo de recordar que hoy lo vi. Seguro
me dirás que si estoy seguro, porque hay muchos como él deambulando por la
Habana. Era él, estaba más viejo y encorvado, temo que un día de esto
fallezca sin que lo encuentres.
Filipo regresa a su cuarto doblemente frustrado. Primero, porque
Constantino no le mostró el interés que esperaba. Nunca ha creído en los
concursos. Quizás no tenga la capacidad de soñar, pero lo perdona. Es su
mejor amigo desde que vino de su pueblo para la capital hacer vida literaria: a
salir de la estrechez de su terruño, de esa letanía constante, de ese estar por
estar en el desaliento en que ves morir tu existencia sin ninguna sensación
placentera. Filipo había huido de sus calles y sus gentes. Llevaba dos años en
la capital y, en ese tiempo, Constantino había sido su único amigo. Segundo,
era como algo de él, se había ido a recorrer las calles sin su permiso,
envejeciendo. Le molestaba su promiscuidad, lo veía así, al traicionarlo. Para
Filipo, le era importante tenerlo a su lado. Nunca supo que existiera y le fuera
de tanta importancia, ahora que la ciudad envejecía con él, que los cascotes de
la vieja Habana, parecían derrumbarse por sus sufrimientos, había sacado
como conclusión que lo necesitaba.
La señora Carmela, con sus grandes espejuelos escondiendo su mirada fina
y calculadora, lo detiene en la salita, con un resuello de yegua vieja.
—Acaba de llamar una mujer y te pide, por favor, que no sueñes más con
ella. Está casada y su esposo puede enterarse. Ella lo ama. Me recalcó que te
dijera, que ella ama a su esposo.
—No estoy para mujeres. Él no aparece. Constantino lo ha visto deambular
por la calle y no regresa, ¿comprende?
Ella hace un movimiento circular con el dedo en la sien derecha de su
cabeza y sale a la calle.
Por la tarde, Filipo se va al correo. El camino está grabado en su mente: lo
ha recorrido muchas veces; siempre llevando en sus manos un paquete,
presillado y con una dirección en su borde, siempre para España. Para él lo
único que se puede enviar a ese país es un paquete pesado y voluminoso, con
una dirección que no es una casa, sino una institución cultural, un
ayuntamiento o una editorial. Lo recibe la misma mujer de siempre, en dos
años no ha cambiado: es gruesa, de pelo corto y canoso, de manos largas y
dedos aparentemente torpes que, se mueven con soltura en el acto de pegarle
los sellos al paquete.
Sale del correo con la sensación de que está haciendo un acto repetido. Una
rutina que ha de cumplir cada cierto tiempo, para mantener una esperanza,
cada vez está más lejos: Quizás me estoy contaminando con el derrotismo de
Constantino o será la realidad que me aplasta. No tiene respuesta, solo sabe
que ir al correo se le hace pesado y tedioso.
—Filipo, Filipo —la voz lo saca de sus reflexiones y mira; es un hombre de
pequeña talla, con amplias entradas y una pequeña barriga. Cuando ve a
Constantino de lejos le parece ver a algún habitante de su pueblo, tiene sus
formas, su esqueleto, su aire de guajiro rechoncho y vago.
De vuelta a la casa le comenta sobre la mujer que lo ha llamado pidiéndole
que no sueñe más con ella, por ser una mujer casada. Filipo se lo dice, no por
la connotación de la actitud de la mujer, sino porque quiere demostrarle,
demostrarse, que sus sueños son reales, que esas mujeres también sueñan.
Pero Constantino niega con la cabeza.
—No sueñes más con mujeres desnudas, es una estupidez, te va a traer
problemas.
Filipo se mantiene inmutable, no le hace caso y lo invita a su refugio, a
tomar un poco de vino casero, envío de su madre. En la sala, Carmela aún
retiene el auricular en sus manos, ha acabado de conversar. Su rostro es una
mueca, cuando ve a Filipo entrar tras el claro de luz y calor que lo escolta,
junto a Constantino.
—Acaba de llamar otra mujer. Dice ser la de anoche, la de las pecas sobre
la piel. Desea que no sueñe más con ella; ama a su compañera ¿me entiendes,
Filipo? Ama a otra mujer.
Constantino no puede aguantar una carcajada, burlona y bulliciosa. Carmela
se le une, su risa es más menuda, pero igual de agresiva. Cada uno en su
estilo, pero con la misma connotación, irónica, y ocurrente. Era el colmo que
soñase con una lesbiana. Constantino se arquea hacia delante. Sus papadas y
cachetes se han puesto rojos; los ojos se le humedecen. Carmela enseña su
dentadura postiza. Parece una perra de caza, con rostro menudo y larga nariz
que enseña sus dientes cuando está jadeante. Continúan por unos minutos
con la misma
constancia y ritmo, como si nunca hubieran reído y ahora, ante la desgracia de
Filipo, se desplayasen en ese acto de felicidad. Constantino, aún con los ojos
húmedos y sonriendo, le dice que esa noche a las diez lo espera en el malecón
para buscarlo. En su cuarto decide no soñar más con mujeres desnudas.
Noche de agosto, Malecón, ellos caminan por la amplia acera. El muro está
llenó de parejas y amigos que se divierten gritando, hablando, haciendo gestos
extravagantes. Algunas parejas, abrazadas, están mirando al mar. Las olas con
un jadeo más fuerte que por el día se estrellan contra el muro. El ruido de su
choque es sórdido y vibrante. Parece que el mar estuviera molesto con el
muro o con la ciudad.
Constantino lo ha visto con frecuencia por el malecón, jura que esa noche
lo encontrarán. Filipo observa las mujeres. Su país es un pueblo de muchos
tipos de mujeres. Allí, la india de lunar pequeño en la barbilla. Allá, la alta
mulata de cabello lacio y facciones finas. La rubia de la derecha con el pelo
corto y las amplias caderas. La pequeña morenita que solo sabe abrazar a su
acompañante: un mulato alto y fornido que parece sacado de la preselección
nacional de Voleibol. Pasan en parejas, en grupos, solo algunas están solas,
pero ninguna los observa. Nadie es capaz de adivinar que allí estaba sentado
Filipo, el hombre que lo había perdido y que es capaz de soñar con mujeres
desnudas.
—Deseo escribir una nueva novela. Es la vida de un hombre que pretende
ser Dios, lo es.
—Nadie lo es.
—Sí, todos lo somos porque pretendemos la eternidad.
Constantino no le responde, mira a una mujer de vestido rojo que pasa
frente a ellos y que por un momento los observa. Como si ellos fueran alguien
entre la multitud, únicos, dioses en su eternidad. Finalmente continúa su
camino.
—Nadie pretende la eternidad —expone Constantino con voz trémula.

El fresco de la noche golpeaba el rostro de Filipo. Sus cabellos se le


enredan en el rostro y el cuello. La noche del Malecón es tan fresca que no
parece ser la continuidad de una día de tanto calor. Se siente alegre, animado;
su voz toma una tonalidad clara y limpia.
—Voy a ganar uno de esos concursos gordos, entonces me compraré una
computadora y escribiré la historia de un hombre que se cree Dios.
Medianoche. Él no va a venir. Es inútil seguir esperándolo. Filipo está en su
cuarto dispuesto a no soñar, comienza a leer un libro policíaco. Lo deja caer a
su lado. Se levanta de la cama y realiza varias planchas y abdominales. No le
preocupa su cuerpo. No es hermoso y nunca lo será; no pretende el encanto de
su cuerpo: solo el de su intelecto. Los ejercicios son para sentirse cansado y
poder dormir profundamente. Sabe que los sueños son solo de aquellos que
tienen un dormir ligero. Las personas que duermen profundamente no sueñan,
no tienen ese don o desgracia y está dispuesto a lograrlo. Cansado, se deja
caer en el suelo y cierra los ojos con la seguridad incierta de que esa noche
no ha de soñar con nada. Tendrá un dormir profundo y sereno, como si solo
fuera cerrar y abrir los ojos y en ese breve tiempo nada ocurriera. Pero no lo
logra, no tiene ese don. Sin embargo, hay una mejoría; la mujer no está
desnuda. Va vestida de rojo. El atuendo corto cae sobre sus blancos muslos y
marca la silueta de ninfa, de potranca espléndida, de hembra en celo. Le
arranca el vestido con sus manos, que se mueven por toda su geografía:
amasa sus
muslos, sus caderas, los erguidos senos. Ella se deja acariciar mientras lo mira
agradecida. Él nunca creyó ver ojos tan azules y nítidos.
Carmela lo despierta, en sus labios hay una frágil sonrisa.

—Hace rato que toco a la puerta, sólo utilicé mi llave porque creí que se
sentía mal, ¡lo está!
No responde, solo sonríe.

—Acabo de recibir una llamada. Es de una mujer con la que soñó anoche.
Me dijo que fue divino. Ella quiere conocerlo.
Mañana de agosto, Casa de la Cultura; Constantino, al verlo, le abre los
brazos; su rostro está jubiloso, como si le hubieran informado que ha ganado
un concurso gordo y Filipo ahora es el escritor más famoso de Europa.
—Lo vi, Marcelito, lo vi, y me he sorprendido, ¿sabes por
qué? Hace un gesto de desconocimiento con los hombros.
—Era el mismo viejo acabado, pero en su mirada había una gota de
juventud. Eran los ojos de un joven. Ha pasado algo bueno, quizás esté
pensando en regresar.
Se van al Zoológico, Constantino lo había visto en sus alrededores. Por el
camino Filipo le comenta su último sueño y la llamada telefónica.
—Es imposible que a una mujer le agrade hacer el amor contigo, porque tú
las metes en tu fantasía a la fuerza.
Filipo se molesta. Percibe que su amigo lo envidia, él nunca sería capaz de
soñar, no solo con mujeres desnudas, sino que una de ellas lo llame para
agradecérselo. Después de esa conclusión, su furia se aplaca. Su buen amigo
no es perfecto, ahora siente lástima.
Recorren el Zoológico, preguntan a los vendedores de periódicos, de
comestibles, pero no lo encuentran. Constantino se molesta, anteriormente lo
ha visto por la Terminal de trenes, por la calle Línea, frente al cine Yara. Se
van a esos lugares. Después de indagar en la terminal y los muelles, toman
una guagua hasta la calle Línea, se encaminan rumbo al mar que,
inexpugnable, los observa avanzar. Parecen dos detectives de mala monta,
aquel que los contrató va a perder irremediablemente su dinero y su tiempo.
Es mediodía. Caminan bajo las sombras de los árboles, de los muros, las
casas, pero el sol es astuto y siempre los alcanza. Constantino es el que más
sufre, sus papadas se llenan de sudor, constantemente tiene que hacer paradas
y beber un vaso de refresco. Sin embargo, parece que es a él al que se le ha
perdido algo. Es el único capaz de descubrirlo entre los millones de personas
que deambulan por la ciudad. Filipo le envidia su gran voluntad por lograr
cosas que para otros serían estúpidas y locas.
Culminan el recorrido frente al Yara sin haber encontrado nada.
Constantino mira la cola del Coopelia. Él, un habanero de pura cepa,
rememora sus años de infancia, los helados. “La Habana nunca será la
misma”, lo dice con un toque nostálgico como el que ha perdido algo
importante y tiene la certeza de que es para toda la vida.
—¿Por qué no le escribes una poema a la mujer del vestido rojo? —le dice
a Filipo.
Niega con la cabeza, es un narrador, no un poeta, no pertenece a ese club y
nunca lo será. Finalmente regresan a sus casas.
Lugar: cuarto, refugio, morada de Carmela. Extiende las sábanas blancas,
acomoda la almohada, se acuesta y siente que la cama no es tan dura, se
amolda a su cuerpo. Se acuesta desnudo, desea volver a soñar con la mujer del
vestido rojo. Ella fue feliz, con ella levitó. “Nada mejor que una buena mujer
en la cama para salir del hueco”, le decía su padre cuando parqueaba su
tractor en el patio y le acariciaba la cabeza. Cierra los ojos, tuvo un dormir
tranquilo y sereno, no hubo un destello, en su mente todo fue oscuro y rápido.
Cuando duerme así el tiempo pierde su importancia, deja de ser una pausa
para convertirse en polvo. Sorprendido, se yergue de la cama, aún no
comprende qué ha sucedido. Nunca ha dejado de soñar con mujeres desnudas
desde que se separó de Ana hace dos años, ¡no podía estarle sucediendo esto!
Se siente como un lanzador de jabalina, que es incapaz de arrojarla más allá
de su nariz. Confuso se levanta y se va a la sala.
—Señora Carmela, ¿por casualidad una mujer llamó?

Ella lo mira desde un sofá, incrustada en su asiento y niega con la cabeza.


—Y ayer… ¿no llamó la misma mujer que dijo disfrutar mi sueño?
—Usted está loco, por supuesto que nadie llamó.
Se va a su cuarto y se sienta frente a la máquina de escribir, coloca una hoja
en blanco y trata de pensar en su novela. De nuevo le es imposible iniciarla.
No porque la musa le falle o la inspiración o cualquier otro pretexto, sino
porque de pronto comienza a dudar que alguien pueda ser Dios. Su personaje
tampoco lo logrará. Pasa el resto de la mañana con esa disyuntiva y, por el
mediodía, comprende que el único modo de volver a su cotidianidad es volver
a verla.
Después de almuerzo se acuesta esperanzado en poder encontrarla. Pero no
logra soñar. No era posible que con la primera mujer que soñaba ser Dios, por
el acto de la aceptación, se le fuera a diluir en su pasado.
Constantino le hace la visita. Tiene el semblante de la mayoría de los
habaneros, con los que se cruza a diario por la calle: no dice nada, es como
una página en blanco.
—No he vuelto a soñar con ella ni con ninguna mujer desnuda.

—Toma una carta de tu madre, me la trajo un camionero que vende los


domingos en el mercado.
Filipo comienza a leer con desdén. Era la típica carta familiar: todos están
bien, pero se le extraña mucho y desean que regrese. El abuelo le dice que un
hombre se hace en su valla, no en la ajena. El abuelo tiene más de noventa
años y siempre con sus frases. Le cae bien, pero ahora le molesta su
intromisión: ese capricho de meterse en su vida.
—No he vuelto a soñar con ella.
—¿Qué has logrado desde que llegaste?
—Eso me preocupa, ¿acaso no volveré a soñar con ninguna mujer?
—Eres un solitario visitando tertulias y aspirando a ganar un concurso
internacional.
—Siento que amo a esa mujer. Luce hermosa con su vestido rojo.
—Filipo, no puedes seguir viviendo esa fantasía.
Los amigos se creen con el derecho de meterse en su vida, siempre para
hacer el bien. A Filipo le molesta que ellos se tomen esas facultades. Unos
toques en la puerta del cuarto lo sacan de sus reflexiones. Es Carmela,
primero introduce su cabeza, alargada y fina; hoy sus espejuelos parecen más
grandes y, tras ellos, los ojos brillan de curiosidad.
—Un anciano tocó en la puerta y me dijo que no la busques.

Salen del cuarto ante el rostro sorprendido de Carmela. Bajan las escaleras.
Recorren las calles. ”Es un anciano y no debe estar lejos”, expone
Constantino
que se va a la otra cuadra; su mirada se pierde entre la multitud de personas
que transitan por la acera. Se ubica en el medio de la avenida: allí tiene un
mayor ángulo de observación. No detecta la cercanía de un camión, que toca
el claxon a sus espaldas. Constantino, asustado, salta a un lado.
Cuando entran por la puerta de la sala, Carmela los detiene con voz
imperativa. Ese día tiene el don de sorprenderlos. Acaba de colgar el auricular
en el teléfono. Mira a Filipo con una expresión entre alegre y curiosa.
—Acaba de llamarte un señor, por su acento debe ser español. Dijo ser un
editor que está interesado en algo tuyo, que necesitaba contactar contigo.
—¿Cómo? ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Cuándo me va a llamar? ¿Qué
número de teléfono te dio? ¿Qué más dijo?
La vieja niega con la cabeza; alza, ignorante, los hombros. Una llamada
tiene un encanto especial. Te deja en un limbo de esperanzas, logra llenarte de
ilusiones, sientes un vuelco en tu vida. Una llamada te puede llevar de la
oscuridad a la claridad, del patíbulo al sillón de la presidencia, del infierno al
cielo. Una llamada te puede hacer sentir Dios. El editor no dijo cuando
llamaría, por tanto decidió no abandonar la casa. Constantino, por primera
vez, no le crítica sus ilusiones sobre ganar un gran concurso. Al irse, lo mira y
asiente con la cabeza.
Pasa un día, dos, cuatro, cinco, nadie llama, quizá fue un invento de
Carmela. Pero esa posibilidad la desecha. Ella ha dejado de atormentarlo con
su acostumbrada rutina. Trata a Filipo como alguien importante. Un hombre
de éxito siempre va a despertar la solicitud de los demás. Las personas creen
que alabando a un hombre de éxito, van a recoger parte del festín. Ellos no
saben que solo las sobras -esa miseria que uno no desea-, es lo único que
podrá recoger. Y la llamada es la antesala de su éxito, de los miles de euros
que va a ganar.
No quiere pensar en el editor, pero no logra sacárselo de la cabeza. La
posibilidad del éxito esta tan presente que irremediablemente todos sus
pensamientos tienen que converger en el mismo lugar. Siente la desazón del
esposo, espera que la mujer amada, toque su puerta; la aguarda con la dulce
sensación y el nerviosismo de su llegada. Cada timbrazo en el teléfono podría
ser él y, cuando sucede, se le paralizan los miembros de su cuerpo, le sudan
las manos y los pies. Pero siempre es otra persona.
Finalmente desiste: no puede seguir pegado al teléfono. Carmela vuelve a
ser la misma y con ella, la rutina. Durante ese tiempo, ha dejado de soñar con
mujeres desnudas. Sueña con su pueblo, su familia, la gente. Despierta
sorprendido. Los recuerda con una verdadera nostalgia, sabe que es un tiempo
vivido y no se puede regresar. Ese tipo de recuerdos nos dejan tontos,
nostálgicos; porque la cotidianidad pasada se nos revela como algo hermoso,
dejándonos esa sensación de pertenecer allí. “El hombre ha de aprender a
andar en su valla”, son las palabras del abuelo. Está doblemente sorprendido:
primero, por soñar con su pasado; y segundo, porque precisamente sueñe con
que está muerto.
Entonces recuerda a la mujer de traje rojo. ¿Cuál será su vida? Le
construirá una con su pasado y presente, sus secretos y anhelos. Pensar en
alguien es un modo de tenerlo a nuestro lado; y si esa fantasía se amolda a
nuestros deseos, se hace grata, es un modo de vivirla. Cuando eso sucede, nos
convierte en inmortales. Se llamará Beatriz, no es un nombre especial, pero
Bea, su diminutivo, siempre se pronuncia con encanto, incluso cuando se
dice con
odio, no deja de escucharse hermoso. Tiene un ritmo, una musicalidad, un
misterio que siempre le ha agradado. Bea es una pintora, una poetisa, una
investigadora cultural, quizás una bibliotecaria. Bea no puede ser doctora,
gerente de un hotel cinco estrellas, directora de empresa, alta funcionaria del
estado. Ella no puede tener uno de esos cargos rutinarios e importantes, donde
se toman grandes decisiones. Ella debe tener un ser espiritual, un arte; en una
palabra, un modelo a su deseo.
Le comenta a Constantino que ha desistido de esperar la llamada. No puede
seguir viviendo por una llamada. Carmela los ve en la sala y pasa a su lado,
indiferente.
—Ella también se ha cansado de llevarme el café cada mañana a mi cuarto,
de brindarse para plancharme la ropa, de tratarme afectuosamente como a un
hijo. Ha dejado de creer en mi buena suerte —agrega, para después continuar
con tono apurado y agónico—. Tengo que encontrarlos, a la mujer del vestido
rojo y a él.
Constantino afirma con la cabeza, mientras se pasa un pañuelo por la
papada y la frente.
Se van a su lugar preferido: el amplio Malecón. Lo recorren despacio. Nada
ha cambiado. Nadie puede imaginarse que allí haya estado un hombre que
buscaba una mujer a la que solo conoce por un sueño y se le perdió algo
importante que no encuentra. Está atardeciendo, Constantino, cansado, decide
regresar a su casa. Las olas golpean con tanta fuerza los muros del Malecón
que lo sobrepasan llenando la acera de agua y espuma, acompañado de un
sonido estridente y reiterativo. Pero él no desiste: en esta ocasión sus ansias
de encontrar algo son más fuertes que la voluntad y el interés de su amigo.
El
tiempo pasa, comprende que es un tiempo perdido y, como todo lo perdido,
no ha de preocuparse por ello.
Regresa solo a su cuarto de alquiler. Hay alguien en la puerta principal. Es
muy tarde, la una o las dos de la madrugada. A esa hora todas las personas
decentes están dormidas. Se acerca con cuidado, trata de demostrar
tranquilidad. Está a poca distancia del desconocido cuando descubre que la
silueta es de una mujer. Filipo observa un vestido corto cubriendo un hermoso
cuerpo.
—He soñado contigo. Me llamo Beatriz. Pero me puedes llamar Bea.
No puede contener su regocijo. Suben la escalera, Filipo abre la puerta de la
casa. Dios existe, Dios es una mujer vestida de rojo que se llama Beatriz. Dios
sabe hacer el amor. Es un experto, cumple su función en darle seguridad a su
creyente... Pero nada de eso sucedió, Dios es introvertido y dice que no puede
hacerlo sino es en un sueño. Dios no es perfecto y Filipo, decepcionado, lo
acepta así. Se pasan toda la noche en la cama del pequeño cuarto,
conversando como un anticipo de una verdadera amistad, de algo más eterno.
Ella defiende la literatura lírica y epistolar; él, la policíaca e histórica. Ella
desconoce a Hemingway, a excepción de que fue boxeador, tuvo un yate y
escribió El viejo y el mar. En una ocasión se encontró con un señor francés
que se parecía a Hemingway, pero ella no lo reconoció. Él ríe porque eso no
es lo importante, sino el hecho en su forma, la materialización de la fábula, no
su resultado. Ella defiende al dramatismo en el teatro, invoca los espíritus de
Aristófanes, Sófocles, Corneille, Shakespeare. Él, por el contrario, inmortaliza
a Milan Kundera, a Isaac Babel, a Julián Barnes o a Alberto Moravia.
Amanece, se dan cuenta por los pasos de la vieja Carmela. Ella siempre se
levanta a las seis de la mañana, primero hará un poco de café, después
calentará su leche y desayunará. Pero esta vez, la rutina queda tronchada.
Carmela pudiera ser una agente de la CIA o de Scotlan Yard, algo la alerta, es
la voz de Bea. Se detiene en la puerta, quiere tocar, pero no lo hace. “Lo
hará”, se dice Filipo. Lo hace. Al entrar, Filipo presenta Bea. Le dice que es la
mujer con que soñó hacer el amor, y la vieja Carmela la mira como si
pareciera un fantasma o un personaje extraído de un libro. Siguen sentados en
la cama. Continúan la conversación hasta que sienten tocar la puerta. Es
Constantino. Bea, Constantino, Constantino, Bea, la del vestido rojo, cómo
no, sí, efectivamente. Trae una carta en su mano, la empuña como una espada
con la que va a matar a un enemigo. Al menos es la impresión de Filipo. Al
leerla, lo mismo: el abuelo desea verlo antes de morir. “Ya mandé a buscar la
muerte, espero la respuesta de la muerte por correspondencia, es más rápido y
seguro”, dice el abuelo.
—No has logrado nada, nada —dice Constantino.
Él niega. Ha encontrado a la mujer del vestido rojo, espera la llamada del
editor y pronto él tiene que cansarse de andar La Habana. Bea indaga. Quiere
saber. Como si hubiera estado ausente un largo tiempo: viviendo en otra
época, que finalmente no era el de ella. Filipo le comente sobre el viejo y
deciden salir en su búsqueda.
La Habana no ha cambiado desde que los españoles la fundaron en el 1514.
Es como una mujer con las piernas abiertas, que acoge a todos con una
dilatada sonrisa. El que se enamore de ella, está perdido. El que no, también
lo está. Se van al zoológico, a los muelles, a Quinta avenida, a Galeano
y Neptuno, por último al Malecón, pero él no aparece. Hace ya varios días
que
no lo ven. ¿Se habrá perdido o se habrá muerto de viejo? Es imposible. La
muerte es demasiado grandiosa como para que pase inadvertida. Filipo tiene
un sexto sentido para eso.
—¿Dónde vives? ¿Quién eres? ¿A qué te dedicas? —Constantino interroga
a Bea.
—Vivo en los sueños. Me llamo Beatriz pero los amigos me dicen Bea. Me
dedico a vivir.
Bea parece que no hablara, como si su boca no se abriera, y sus palabras
van directo al cerebro. La voz de Bea es musical. Constantino comenta que
una vez estuvo con una muchacha que le hizo el amor simplemente porque
quería oírla quejarse.
—Tenía una voz tan dulce y musical, me moría de ganas por escucharla
gimotear de placer.
—¿Y? —preguntaron al unísono Filipo y Bea.
—Nada, no se quejó ni habló. Pero sus ojos cambiaban de color. ¡Nunca
han visto los ojos de una mujer que cambian de color! —Constantino está
eufórico
—. La tuve entre mis brazos, le hice el amor y no se quejó.

—En un sueño anterior, conocí a una anciana que predice el futuro, es hija
de Shangó. Sabe cambiar de tonalidad los ojos y es capaz de descubrir el lugar
exacto dónde está una persona.
Filipo y Constantino la miran curiosos.

—¡Es la persona que necesitamos para encontrarlo!


Se van a La Habana Vieja, la antigua nueva Habana, la que guarda todavía
los gritos de los esclavos, el sonido de sus cadenas, el moho indescifrable de
su vejez, la cinematográfica, la imagen de la Isla en el mundo. Cuando
alguien
llega al país siempre ve en cada parte de la ciudad, incluso en cada pueblo de
provincia, los muros semidestruidos de la vieja Habana. Se llama Santa
Blanca. Vive en un cuarto amplio y luminoso. Su habitación es una
continuidad de ella, llena de santos, de repisas con ofrendas y collares en las
paredes. Al ver a Bea sonríe, pero no lo hace enseñando sus dientes sino que
se escucha el sonido de su risa.
—Nosotros solo deseamos localizar a una persona —dice Constantino.
Filipo le cuenta su historia. Al concluir, Santa Blanca se sienta en una silla
de bajo espaldar, saca de un bolsillo unos caracoles y los tira en el suelo,
mientras su rostro santo y negro es iluminado por las velas que penden de las
paredes. Niega con la cabeza, recoge los caracoles con lentitud, los tira de
nuevo y niega nuevamente con la cabeza.
—No existe, no existe, ni siquiera es un aparecido, simplemente no existe.

Constantino se enfada, él sí lo ha visto muchas veces. Para reafirmar su


parecer, expone que cada vez estaba más viejo.
—No niego tus palabras, solo reafirmo que no es de materia, sino algo
espiritual, no tiene orden ni sombra, solamente es el desprendimiento de algo,
la separación de lo carnal —expone la Santa—. Es como un sentimiento que
se ha ido de un cuerpo para vivir su vida. No quiere vivir con su dueño,
porque se siente traicionado.
—No puede andar así como así, sin alguien que lo controle. Imagínense que
todos abandonasen sus cuerpos por la simple razón de que no están de
acuerdo con sus acciones, sería el caos. Él tiene que estar junto a Filipo —
hace una pausa para dictaminar con arrogancia—. Tenemos que encontrarlo.
—El tiempo solo es valioso cuando se sabe estar en el lugar oportuno —le
dice la Santa Blanca a Filipo, mientras apunta al cielo con una de sus manos
—. Esas estrellas pueden contemplarse desde cualquier lugar.
Filipo y Bea se van a su refugio. Él abre la puerta de la casa, entra primero
y espera a la muchacha. Pasan unos segundos, ella no aparece. Sale al pasillo:
no la ve. Se asoma en la escalera: ha desaparecido. “Evidentemente Bea es
algo mística”, se dice tratando de consolarse.
Entra al cuarto y se duerme rápidamente. En esta ocasión sí sueña con
Beatriz, viste de rojo. Está a unos metros de él. Filipo se le acerca, pero ella se
aleja, manteniendo la misma distancia; nuevamente se le acerca y ella
mantiene la distancia. Así sucede en varias ocasiones.
—¿Qué pasa? —pregunta Filipo.
Ella no responde, su rostro le recuerda a alguien, no porque tuviera un
parecido, sino por su expresión. Es él, el día que se marchó soñó con él.
—No te marches, no quiero tener que buscarte también a ti.

—No me tienes que buscar, porque ya me encontraste. Voy a estar con él


esperándote en el lugar de siempre.
Filipo se despierta, asustado y tembloroso. Iba a estar en el lugar de
siempre. Pero cuál era ese lugar. En la madrugada logra conciliar el sueño. Se
siente estremecido, abre los ojos, observa a Carmela que lo mira expectante,
con impaciencia.
—Es el español, está en el teléfono.
Está en esa modorra que nos adsorbe y no nos deja meditar. Ve los labios
de la anciana moverse y, solo después de una profunda reflexión, es capaz de
comprender su significación. Si lo llaman de nuevo es por algo importante.
¿Quizás una publicación o ha ganado un concurso?
Casa de Carmela, sala, mañana de septiembre. Toma el teléfono con
interés. Sí, soy yo.... claro...yo, treinta y cinco... por qué... claro, comprendo,
si por supuesto que será en otra ocasión, estaré esperando... su nombre... bien,
bien, señor García, bien.
La cara de Carmela lo mira expectante. Ahora es una viejecita que espera
una grata noticia, desprovista de su prepotencia. Hablar con un extranjero en
su isla obra milagros; más aún si se espera algo importante. Pero Filipo no le
hace caso y se va a su cuarto. Cierra la puerta tras de sí. Quiere dormir, pero
no lo logra.
Constantino llega y Filipo le comenta lo sucedido, con un leve dolor en sus
palabras, como el que contara la planificación de su muerte. Todo se ha
aclarado. Ya no tiene necesidad de seguir esperando su llamada, no habrá
otras. Él ha ganado un concurso en España; con un monto de seis mil euros,
pero las bases no le llegaron completas y el concurso era para menores de
veinticinco años.
—Fue mío. Por un momento me sentí Dios, saboreé la gloria, pero todo se
ha deshecho.
Constantino ha enterrado su cuello en los hombros, la papada se a plegado
y sus ojos, empequeñecido. De pronto revive, saca un sobre de su bolsillo.
Filipo lo toma alicaído. Desgarra el sobre y toma un pequeño papelito que lee
rápidamente. Primero se sorprende; después mira al suelo. Por último, levanta
la cabeza y observa a Constantino que espera sus palabras atentamente.
—Mi madre me dice que él está en el pueblo. Es un viejito que se mueve
con agilidad y llora de placer.
—Quizás, no sé... Puede que sea tiempo de regresar —expone Constantino.
Mañana de septiembre, lugar carretera Central. El camión penetra en un
pueblo con un largo paseo y las torres de dos iglesias que se observan desde
lo lejos. Filipo observa los altos árboles del parque. Ve los primeros lugareños
caminar. La silueta de sus mujeres. Los vendedores de puercos y productos
del agro en la feria dominical. Las casas blancas y asimétricas. Los niños con
sus ropas de salir. En su pueblo la gente parece diferente. Casi todos son de
piel leonada y los cabellos claros.
Ahora su abuelo debe estar sentado en el sillón del portal, esperando la
respuesta de la muerte. Su madre, con las demás mujeres del barrio, comenta
el número de la bolita. Ana estará dentro de una oficina, sola, llena de humo,
escribiendo en una computadora algún cuento. Él, esperándolo en el parque
cada día más viejo, pero alegre de estar allí y Bea, con su vestido rojo, a su
lado.
Filipo se baja del camión frente a la Terminal de Ómnibus Nacionales.
Hacía dos años que se fue y siente como si de pronto nunca se hubiera ido.
Después que se reúna con él y Bea, se irán a su casa. Por la noche va a
llevarla a recorrer el pueblo y a sentarse en el Paseo que divide la carretera
Central. Ella no sabe que es el único lugar del país en que esto sucede. Piensa
y él también se sorprende.
A lo lejos dos personas se acercan: un anciano y una mujer vestida de rojo
que le sonríen. Se alegra, mañana en la tarde se irá a la Casa de la Cultura
para reunirse con los demás miembros del taller literario. Quizás lea el primer
capítulo de su novela sobre un hombre que es Dios. La novela se llamará “A
ser Dios” y empieza con el protagonista que sueña con una mujer a la que le
acaricia las piernas largas y doradas por el sol, después irá despacio
adsorbiendo sus olores, penetrándola con la lengua, hasta que Carmela la
dueña de la casa lo llama… La historia termina cuando regresa a su pueblo.
Se siente feliz, tiene toda la tarde y parte de la mañana para escribirlo.
EL SEÑOR COOPER

Aún susurran las piedras.

Aún quedan en los rincones la inercia singular de toda sombra.

Aún los troncos se vuelven potros que tramontan los días

hasta el reino alimentado por el histrión de la barbarie

O.G.OTAZO

Primero surgió el deseo, después vino lo demás… La negra estaba sentada en


uno de los bancos del malecón; con el cuerpo recogido hacía delante, a su
lado un maletín sin trabillas, descolorido. Los ojos tenían una tonalidad rojiza
y miraban a su alrededor, nostálgica, con miedo.

El señor Cooper se situó a poca distancia para observarla. La mar estaba en


calma, diáfana. El olor a salitre le entraba por la nariz y el sol mañanero
calentaba su piel. A esa hora de la mañana, por el pequeño malecón solo
transitaban algunos empleados de los bares, restaurantes y tiendas del
balneario.

―Good morning.

Ella no

respondió.

―¿Hablas el español?

La negra lo miró extrañada, para después afirmar con la cabeza.

Te tengo un empleo ―le dijo mientras se inclinaba levemente hacia ella.


No hubo expresión de sorpresa en su rostro, estaba seria, con los ojos
húmedos.

―Trabajarás en mi casa, te daré un sueldo, comida y cama. No quiero


amigas ni familiares, sólo podemos estar nosotros.

Ella se mantuvo silenciosa, la mirada inexpresiva recorría el rostro del


señor Cooper.

―¿Me entiendes?

―¿Qué trabajo es señor?

Quiso confesar su verdadero objetivo, pero quizás fuera demasiado pronto.

―Hace una semana despedí a mi criada. Mi casa es un desorden.


Espero que seas eficiente.

Ella quiso decir algo, pero se mantuvo callada. Sólo es escuchaban los
pasos pausados de una anciana que transitaba a su lado y el sonido de la brisa
del mar; el olor a salitre era persistente. La muchacha lo miró, su rostro estaba
sombrío, los ojos opacos, la barbilla le temblaba; por último, afirmó con la
cabeza.

Un cuarto de hora después estaba en la puerta del apartamento, ubicado en


un edificio del centro del balneario. Era amplio y cálido: de cuatro
dormitorios, dos espaciosos baños, una sala con un gran balcón, una cocina–
comedor de losas azules y maderas finas y, por último, una despensa. Ella
entró detrás del señor Cooper, sus ojos se movían ansiosos de un lado hacia
otro.
―¿Cuál es tu nombre? ―la voz sonó autoritaria.

―Sadiku.

―Sa...Sa…, Sadiku, eso no es un nombre, es como un mugido de animal.

Ella lo miró fijo a los ojos, expectante. El señor Cooper, con un gesto de la
mano, indicó que lo siguiera. Poco después le enseñó su dormitorio, era el
más pequeño de todos y nunca se había utilizado.

Tenía la costumbre de cenar ensalada, un pedazo de carne y sandía,


mientras veía en la televisión algún partido de fútbol o un concierto de música
clásica. Comió despacio, dando el tiempo necesario para que la negra saliera
de su habitación. Tenía en la mente su imagen de por la tarde: los senos
redondos y duros, el vientre liso y escurridizo, las caderas amplias y los
muslos torneados.

Su búsqueda se había iniciado un mes atrás. Cuando en el bar―cafetería el


Ogro verde, del señor Mann, entre cañas y juegos del Manchester, el francés
Truffaut relataba su convivencia con una colombiana un año atrás. “Mi
albanesa tiene las caderas más anchas que he visto”, exponía Valantinov.
“Yo tengo de criada a una marroquí, cada noche me calienta el lecho”,
alardeaba Milne. “¿Y tú cuándo vas a llevar una a tu casa?” le preguntó alegre
Buñuel. Negó con la cabeza, él las prefería en Las Orquídeas, o
el Oh yes.
Comenzaron las burlas, las recriminaciones. El señor Cooper no aguantaba
que lo ofendieran. Mientras Giggs lograba el gol que llevaba al Manchester
United a la final de la Copa de Europa, se imaginó su cama invadida por una
ninfa, de caderas y sonrisa complaciente.
Primero la buscó en Las Verónicas, donde por las noches se aglutinaban los
giris impacientes y ebrios, se acercó a una negra alta y pelada al rape. Se
ofendió con su propuesta, sus gritos se oyeron en toda la avenida. Ella no
podía estar encerrada en una casa, si él quería podía darle placer, a sesenta la
media hora; por lo demás, nada de nada. En el Oh, yes, mientras una opaca luz
roja iluminaba la piel blanquísima de la polaca que se retorcía sobre su cadera,
le hizo la propuesta. Ella dejó de contonearse. “Claro que no, en estos tres
meses de visa tengo que trabajar duro. ¿Qué piensas? Soy casada y debo
mantener a dos hijos”. Entonces puso un anuncio en el periódico, solicitando
una criada experimentada en los quehaceres del hogar. En una semana se
entrevistó con cuatro señoras mayores, feas y casadas. Dos días atrás se
marchó a San Isidro, uno de los pueblecitos cercanos. Se acercó a una chica
de pelo largo y pantalón ajustado. “Sé mi empleada, vivirás conmigo y ni a tu
familia tercermundista, ni…” Lo abofeteó. Varios latinoamericanos salieron
en defensa de la muchacha y lo amenazaron con golpearlo si no se marchaba
con sus propuestas primermundistas.

Después de cenar se paró frente al dormitorio de la negra ¿Qué estaría


haciendo? Cerró los ojos, complacido se pasó suavemente la lengua por los
labios. Por último se separó de la puerta, todo era cuestión de tiempo.

A la mañana siguiente, apenas abrió los ojos, la recordó. En la cocina


descubrió una figura encorvada sobre un caldero. El señor Cooper se quedó
mirándola, vestía un traje largo hasta sus tobillos, de colores vivos, y que le
dejaba el dorso desnudo. La espalda no tenía nada de tosca, era delicada y
tierna, como esculpida por un orfebre, su columna vertebral oscilaba sobre la
piel oscura a cada movimiento de su cuerpo. De pronto la chica dejó de comer
y se volvió lentamente, como si presintiera que alguien la estaba observando.

―Hace dos días que no como nada.

El señor Cooper le agradaba su dócil tono de voz. Ahora parecía una


muchacha sumisa, tímida. Era la impresión que tuvo de ella cuando la vio
sentada en el banco del malecón, el rostro lloroso, su poco hablar. Dio un paso
adelante. Sadiku respondió pegándose a la pared, su mirada se congeló. Él
sonrió.

―Enséñame los dientes, aun no te los he visto.

Ella no respondió, solo lo miraba fijo a los ojos. Por último abrió la boca,
lentamente.

―Tienes una buena dentadura ―dijo el señor Cooper―. Un día me


agradecerás que te haya sacado de las calles

Dio unos pasos atrás. Decidió ir al bar del señor Mann, estaba semivacío.
Los giris de turno lo frecuentaban pasadas las seis. Tampoco estaban sus
habituales amigos. Se creía infalible en el trato con mujeres de la condición de
Sadiku. Ella no era Melisa Lan, su ex esposa, con sus discursos de sociedad.
Su nueva criada no poseía esos recursos, era sólo una criatura de poco
raciocinio. “Nosotros fuimos a África para sacarlos de su salvajismo”, recordó
las palabras de su abuelo. Sin papeles para trabajar ni amigos ni hogar ni
nada, terminaría en Las Verónicas, como otra prostituta más. Debía sentirse
halagada de que él la llevase a su casa.

Regresó cuando el sol era un plato rojizo penetrando en la superficie del


mar. Quería verla, esa noche sentía grandes deseos de poseerla. No estaba ni
en la sala ni en la cocina. Tocó en la puerta de su dormitorio, pero no tuvo
respuesta. Quizás se había marchado. Entonces se percató de que la puerta
estaba entrejunta. Ella lo esperaba. La sangre le corrió con fuerza por todo el
cuerpo, le subió hasta la cabeza y le bajó para esparcirse por todas sus
extremidades, un ligero vahído de felicidad lo hizo sostenerse con una mano
de la pared. Empujó la puerta, estaba a oscuras, las ventanillas abiertas y la
luz del sol se proyectaba sobre la cama y la pared del fondo. La chica no
estaba.

En la sala se sentó en el sofá, la luz estaba apagada. Esperaría que


regresara. Se imaginó besando sus redondos senos, las colinas de su trasero.
Esa noche ella tendría que ser de él. Supuso que en un mes o quizás dos, la
expulsaría de su casa, cuando se cansara de su cuerpo. No supo qué tiempo
pasó, pero un sueño repentino lo fue venciendo.

Cuando despertó estaba acostado en el sofá. Recordó a su negra, le


agradaba pensar en ella con ese sentido de propiedad. Pero ahora no
experimentó ningún deseo sexual. Por el pasillo apareció la muchacha, con los
hombros caídos y los labios apretados.

―Quería hablar algunas cosas contigo ―dijo autoritario el señor Cooper―.


Primero tendrás que limpiar la casa todas las mañanas y lavar y planchar la
ropa todas las tardes, no importa que ya lo esté, además de colocarla en mi
dormitorio. Con respecto a los alimentos, irás al mercado dos veces por
semana, traerás sólo lo que te mande comprar. Está prohibido mover las cosas
de su sitio. Además, te prohíbo oír música, cantar y, además, no podrás salir
por las noches sin que yo lo sepa –hizo una pausa para observar la reacción
de
ella―. Espero que conozcas mis gustos rápidamente.

Se quedó mirándola, esperando una expresión de derrota, de incompetencia


de la chica. Pero ella se mantuvo inmutable, sólo atinó a asentir con la cabeza.

―En Ifé conocí a los señores Wolsey ―expuso la muchacha―. Trataré de


cumplir mis funciones como usted desea.

―Es bueno saber que has tratado con personas civilizadas, eso me da
confianza.

El rostro de la muchacha se contrajo, por último regresó a la cocina.

El señor Cooper la escuchó comer, debía hacerlo de pie, quizás podría


alcanzarle una silla, pero desistió, no debía darle demasiada confianza.

Al día siguiente era domingo, día de mercadillo. Al señor Cooper le


molestaba la indumentaria de la muchacha. No deseaba que un vecino la viera
así vestida.

―Voy de compras, ¡me acompañarás!

Iba delante; ella, con una mochila en la espalda, lo seguía a todas partes. El
mercadillo estaba concurrido; en ocasiones, para seguir, tenían que esperar a
que se disolviera la multitud. Era el momento en que el señor Cooper
observaba a su criada y a los hombres que estaban a su alrededor. Ellos
admiraban la pronunciada cadera, los senos erguidos, el porte de reina que
tenía, y el señor Cooper se sentía orgulloso. Compró algunas blusas y unos
vestidos viejos.

Al llegar a la puerta del edificio, se encontraron a la señora Carpentier, una


mujer sesentona, encorvada, con la piel marchita, ojos verdes y cabello rubio
recogido detrás de la nuca. La señora Carpentier se le asemejaba a su madre;
ellas no se conocían, pero en sus acciones y ademanes, en la devoción a Dios
y en sus protestas contra todo lo que creían cristianamente deshonesto, eran
iguales. Nunca se habían tuteado ni intercambiado muchas palabras; pero,
para él, las miradas penetrantes de su vecina, eran un medidor de lo que sería
reprobable o no para su madre. La señora Carpentier detuvo su marcha y se
quedó mirándolos. En su rostro surgió una mueca desaprobatoria. Él le hizo
un gesto de saludo con la cabeza y comenzó a subir las escaleras. “Vives con
una mujer de mala vida. ¿Cómo has llegado a ese punto? Que Dios te
perdone”, le decía su madre en la mirada de la señora Carpentier. Abrió la
puerta del departamento desorientado. Ni la imagen seductora de Sadiku ni
lo sucedido en el mercadillo, compensaban la crítica mirada de su madre
reflejada en la vecina.

El señor Cooper tomó la mochila que la chica había dejado caer en el suelo
y sacó las ropas

―Es para ti. Quiero verte con ellas.

Sadiku, por un momento, permaneció quieta en su lugar, mirando el


obsequio. Después se acercó lentamente, con los ojos clavados en el suelo.
Ahora estaba a pocos centímetros del hombre. Su cara le llegaba por el
hombro y alzó levemente la barbilla. El señor Cooper creyó ver una sonrisa
en los labios de la muchacha. Fue sólo un par de segundos, ella bajó la vista,
tomó las ropas y se fue a su habitación. En ese momento tuvo la sensación de
que algo andaba mal. Con esa preocupación fue a su habitación. Quizá
tuviera
salvación. Si abandonaba sus propósitos con la muchacha, si pedía perdón a
Dios por todos sus pecados, quizá… pero realmente, ¿dónde estaba Dios,
cuando el pequeño Tom enfermó? El señor Cooper había rogado por su
salvación, durante toda la estancia del hijo en la clínica, iba cada mañana a la
iglesia, e hincado de rodillas frente al crucifijo de bronce, le rogaba a Dios.
¿Y qué hizo Dios? ¿Dónde estaba? Dios no podía salvarlo, porque
simplemente no existía. Pasó los dedos por sus húmedas pupilas y el cuerpo
comenzó a temblarle. Quizá todo fuera diferente si su hijo estuviera vivo

Unos toques en la puerta de su habitación lo sacaron de sus meditaciones:

―Señor, ¿desea comer algo?

Dijo que no. Anhelaba ver cómo ella se comportaba en los quehaceres,
pero el señor Cooper era otro señor Cooper, se sentía igual a cuando le
informaron de la muerte de su hijo. No estaba en condiciones de chequear la
labor de su criada. Cerró los ojos y logró dormirse profundamente. Al abrirlos
sintió que habían pasado muchas horas. Tenía hambre y, sobre todo, deseos
de vivir.
Recordó a su criada y sintió un cosquilleo entre las piernas. Ni Dios ni
su madre ni la señora Carpentier iban a hacerlo desistir del plan. Era
hora de actuar.

Salió de la habitación y, con mirada calculadora, observó la sala, buscó un


indicio de esos errores que Sadiku irremediablemente tendría que haber
cometido. Sus movimientos eran rápidos y precisos.

Era de noche, aspiró con rapidez el aire, oxigenándolo por dentro. Sobre la
mesa del comedor reposaba su comida: una ensalada de tomates, empanadas
de carne y riñones y algunas manzanas. Pasó a poca distancia su mano
izquierda por sobre la comida. No desprendía calor, por tanto, hacía mucho
tiempo que estaba servida.

―Sadiku, Sadiku, ¿Dónde te metiste? –gritó.

Una mosca estaba posada en el borde de la mesa. El señor Cooper, de un


manotazo, la mató y tomándola con la yema de los dedos índice y pulgar, la
colocó sobre las empanadas. Un segundo después llegó la muchacha.

―¿Cómo quieres que esté satisfecho con tu trabajo, si dejas mi comida


enfriar sobre la mesa? Y a merced de los insectos, mira, ¿no la ve? Como
comprenderás, no me puedo comer esto. Me estás decepcionando ―con sus
manos tomó el plato de empanadas y lo vertió con fuerza en el cesto de la
basura―. Usted es una irresponsable, lo es.

El señor Cooper le dio la espalda, salió del apartamento y bajó las


escaleras. Se encaminó hacia el malecón, allí había un gran número de
restaurantes. Entró en uno de ellos y comió con placer. Dos horas después
regresó a su casa.

La muchacha lo esperaba sentada en el sofá, su rostro estaba sereno,


inmutable. Mientras estuvo en el restaurante, imaginó el reencuentro. Sadiku
le pediría disculpas: “No iba a suceder más, por favor”. El señor Cooper
firme, con el semblante serio y los brazos cruzados. Ella, con el rostro
aquejado, las cejas contraídas, los labios apretados: “Deme otra oportunidad”
y él, por supuesto, aceptaría, solo que tendría un trabajo extra, quería apretar
sus caderas mientras la penetraba, sería divertido. El señor Cooper se quedó
mirando su rostro; allí no había expresión alguna, parecía el opaco dibujo de
un principiante, que todos desechaban por la falta de colores y sentimientos.

―Te perdonaré tu error. Espero que comprendas lo humano que


soy contigo, ahora… , ahora deseo que seas complaciente.

El señor Cooper se le acercó, quería poseer a su negra, escuchar su chillido


de placer y dolor mientras la hacía suya, besar sus senos y su piel, apretar sus
muslos... Pero ella mantuvo el rostro inmutable.

―Eres una mujer, yo un hombre…

No pudo continuar, se le esquivó entre las manos y se fue apurada al


dormitorio. Escuchó el sonido de la cerradura al cerrarse. Rió entre satisfecho
y furioso. Mañana desarmaría el llavín, entonces nada se interpondría entre
ellos.

Se fue a su habitación. Por la ventana abierta entraba un aroma dulce, diez


metros más abajo había un pequeño jardín. En esa fecha estaba lleno de
flores. Cerró los ojos con acentuada perplejidad. Recordó la visita al
mercadillo, había sido feliz al tener a una mujer tan guapa en casa, la envidia
de los hombres, pero eso no significaba que fuera feliz, al menos en el sentido
real de su significado, porque sólo fue un momento y la felicidad verdadera, la
que duraba siempre, simplemente no existía.

A la mañana siguiente, sintió que no había descansado. La claridad


penetraba por la ventana y le golpeaba violentamente el rostro, el ruido de
algunos coches y los gritos del encargado del edificio penetraron también.
Logró erguirse, no sin pesadez y esfuerzo. En el espejo, la imagen que
proyectaba no era la de un señor honorable y elegante, sino la de un anciano
que envejecía prematuramente.

Sadiku colocaba un plato de manzanas y bananas sobre la mesa del


comedor. Llevaba una bata de casa, de color blanco, que le llegaba por los
tobillos y que se amoldaba a los contornos de su anatomía. Estaba hermosa,
sensual, atractiva, no sabría cuál o cuántos adjetivos adjudicarle, sólo sabía
que se encontraba en un estado de placidez, de bonanza consigo mismo. La
pesadez en el cuerpo había desaparecido. Ella lo miraba expectante, con
recelo, por último le dio la espalda y se introdujo en la cocina.

Comió en silencio; el señor Cooper pensó invitar a la muchacha a


desayunar juntos, pero no lo hizo. Era necesario mantener las jerarquías. Ni su
abuelo ni su cristiana madre, permitieron nunca que los sirvientes comieran
con ellos.

Se sentó frente al televisor. Mientras se fumaba un habano, la vio llevar los


restos de su desayuno a la cocina, con aire ausente. Había desayunado con
apetito y ahora estaba sentado en el sillón con una mano sobre su vientre.

―Quiero que te sientes a mi lado ―le dijo el señor Cooper―. En el fondo


no soy un mal hombre.

Pero ella tomó por el pasillo que la llevaba a su habitación. Él escuchó


accionar el seguro de la cerradura.

Vestía cómodamente, llevaba un short, una camiseta transparente y sus


sandalias de color azul. Si de pronto alguien llegase a la casa y lo viera,
podría decir que allí había un excelente padre de familia, respetado por sus
vecinos.
Pero no se sentía así. Estaba ligeramente molesto. Su negra era una mujer
tozuda y poco inteligente.

Apagó el televisor. Ella había logrado esquivarlo pero no sucedería más. No


podía ser ni tolerante ni perdonar sus errores. Se golpeó el muslo. Ella era
como los bichones, Lhasa Apsos o Shih Tzu de las señoras que paseaban por
el malecón de la playa en horas de la mañana. A los que había que tratar con
cariño pero con autoridad.

Podía entrar ahora en la cocina y tomarla; sin embargo, quiso demostrarse


que era un ser superior. Podía humillarla primero, hacerla bajar la cabeza,
demostrarle quién mandaba. Sonrió complacido, sería divertido.

La muchacha estaba en la cocina. Ahora picaba en pequeños pedazos una


cabeza de ajo, sobre un madero cuadrado. Ella, al detectar su presencia, lo
miró tranquilamente, como lo miraban las camareras en el café-bar del señor
Mann. Su boca era una línea fina e inexpresiva.

―Puedes comer en la mesa conmigo ―dijo y esperó una respuesta.

Sadiku se detuvo, permaneció por un momento sin observarlo, hasta que


finalmente giró la cabeza y lo miró extrañado.

―No sé nada de ti. Me gustaría conocerte mejor. ¿Cómo llegaste aquí?


¿Cómo es tu familia?

No respondió inmediatamente,

―Vivo en Ifé.

―No, así no. Quiero detalles, saberlo todo.


―¿Qué interés puede tener?

―¿Qué te cuesta?

―Mi familia tenía una finca de cacao en las afueras de la ciudad, tengo un
hermano que estudió en la universidad de Obafemi Awolowo y es amigo de
Soyinka.

―¿Quién es Soyinka?

―Todos lo conocen en Europa. Así dice mi

hermano. El señor Cooper no lo conocía, tampoco le

importaba.

―¿Por qué abandonaste a los tuyos?

―Sentía miedo.

La muchacha calló y bajó la cabeza.

Se fue al balcón y se sentó en una silla. Era la primera vez que veía en su
negra alguna muestra de temor. De seguro había sido violada, o habían
asesinado a su familia. Supuso que era común que eso sucediera. La tarde era
cálida, el cielo de un color azul intenso, limpio y bonachón, algunos ruidos
lejanos de la calle le llegaban como una malvada interrupción. Un sonido
agudo rompió su placentero descanso. Sadiku abría la puerta y un hombre
vestido de azul colocaba en el piso de la sala una bombona de gas. Vio a la
muchacha cargar con dificultad el balón y llevarla a la cocina. El señor
Cooper la siguió de cerca. Trataba de conectar la manguera al fogón, pero sus
intentos fueron en vano.
―Es trabajo de hombres –

dijo. Ella no le respondió.

Él con un movimiento pausado conectó la manguera al fogón. Entonces la


observo su rostro impávido.

―¿Por qué eres así?

―¿Así, cómo?

―Indiferente.

―Sólo cumplo con mi trabajo.

―Podías ser más alegre. ¿Acaso no sabes reír?

No le respondió, se quedó quieta, con la mirada en el piso.

―Si tuvieras algún familiar en la isla, lo invitaríamos a cenar a algún


restauran. ¿No te agradaría?

Ella alzó la vista, sus ojos eran grises y minúsculos.

―Me caes bien, deseo ser gentil contigo, es algo correcto ―mintió con
placer. Le resultaba divertido hacer el juego de hombre atento a sus
necesidades. Hizo una pausa, como si reflexionara sobre algo importante―.
Esta noche nos iremos a cenar.

―Usted es mi patrón y yo soy su criada ―quedó reflexiva, para continuar


en un susurro―. Usted debe tener sus amistades, quizás una esposa o una
amante.
―Es verdad, tengo amigos, pero son aburridos. En cuanto a esposa o
amante, no las tengo ―hizo una pausa, no dejaba de mirarla con aire de
superioridad―. Tú eres una mujer, yo soy un hombre, vivimos bajo el mismo
techo...

―Soy sólo una criada ―la voz de ella continuaba escuchándose como en
un susurro―. Usted es cortés, sólo porque me desea, nada más.

Ella salió de la cocina, dejando un espacio preñado de soledad. El señor


Cooper miró con grotesca indiferencia la sala del comedor. Ahora lo veía
poco iluminado, gris, mugriento. Sintió deseos de salir tras la muchacha y
abofetearla. Había fingido ser amable, incluso había disfrutado siéndolo, sin
embargo qué recibida, el desdén, la burla. Necesitaba aire.

Bajó la escalera, comenzó a caminar. Ahora el calor se hacía espantoso,


el aire sofocante; los ladridos de los perros, el sonido de los coches, las
voces, el polvo, todo le llegó de golpe, alterándolo.

Deambulaba por una zona llena de comercios y pequeños bares. Se detuvo


frente a una tienda pequeña y abarrotada de múltiples productos. Ella era una
mujer y qué agrada más a una mujer que un regalo. Pero su rostro se
ensombreció, no la conocía, sólo ahora lo comprendía en toda su magnitud.
Seguramente no podría valorar una joya, un perfume o un vestido.

Fue chequeándolo todo en la tienda. Su vista quedó fija en unos pendientes


que colgaban de una pared. Eran de color rojizo, con algunas vetas azuladas
en su borde. Pagó al propietario y salió satisfecho.

Cuando abrió la puerta del recibidor, le llegó una tonada con un ritmo
apurado y cadencioso. Provenía de la cocina. Su abuelo le había confesado
una vez que los negros son propensos a las danzas y los cantos. Incluso,
cuando las mujeres trabajan en los sembrados lo hacían al ritmo de su voz. La
tonada era alegre, vibrante. El señor Cooper se dirigió a la cocina. Ella estaba
de espaldas y, de pronto, se calló, entonces comenzó a volverse lentamente
hacia él.

―Los he comprado para ti, para que los uses cuando salgas a la

calle. Le extendió los pendientes.

―Son demasiado grandes para mí.

―Podemos ir y cambiarlos o mejor ir de compras.

―No es correcto. Una mujer sólo puede recibir obsequios de su prometido.

―No estás en tu país.

Ella lo miró dudosa. Había en sus labios una nítida línea fina e imprecisa.

―Si los acepto, ¿promete no regalarme nada más?

La chica vio en el rostro del señor Cooper, un brillo, como un relámpago de


rencor, pero sólo fue un segundo. Porque enseguida comenzó a sonreír.

―Hace un rato te oí cantar.

―Es música fuji.

―Me agrada ―dijo satisfecho―. Canta, canta.

Ella comenzó a cantar, pero ahora no tenía el ritmo cadencioso de antes.

―Así no ―le gritó molesto–. Parece que estás en un mortuorio.


Los ojos de la muchacha relampaguearon, había apretado con fuerza la
fregona.

―No puedo aceptar su regalo.

Dejó la fregona en el suelo y se encaminó a paso apresurado a su habitación.


Se escuchó el crujido del cerrojo.

El cansancio y un ligero dolor de cabeza lo vencieron. Se fue a la cama y


al despertar, sentía una ligera jaqueca y fatiga. Por entre las persianillas, le
llegaron las voces, los constantes sonidos de los coches. Era mediodía.
Olfateó un dulce aroma a salitre y pescado. Era común el aroma del mar, pero
no en su apartamento. No era una zona pesquera. Escuchó unos toques en la
puerta. El señor Cooper chasqueó la lengua, la maldijo en voz baja.

―Señor, señor ¿le pasa algo?

Apurado, fue hacía la puerta, quería ver el rostro turbado de la muchacha.


Abrió de golpe y solo atinó a ver su espalda.

―¿Le sucede algo o dormía?

Él no le respondió, su ilusión se deshizo en pequeños pedazos. Pero recordó


su juego, le agradaba burlarse de ella de esa forma.

―Me duele la cabeza, necesito de alguien que me atienda.

La muchacha lo miró desconfiada, pero por último, aprobó con la cabeza.

Se extendió en el sofá. Le complacía fingir estar enfermo. Ella le dio a


beber un jugo de naranja. A pesar de que trataba de mantener su rostro
pálido y
alicaído, en ocasiones no podía evitar sonreír, disfrutaba la escena. Toda la
tarde estuvo recostado en el sofá. En la cena el señor Cooper elogió las patatas
fritas y el guisado de conejo. Al terminar, llamó a la muchacha a la sala.

―He decidido aumentarle el sueldo ―Ella lo miró, recelosa―. Debes tener


una numerosa familia, que en este momento está pasando muchas necesidades
y esperan tu ayuda. En tu país las personas se mueren de hambre, lo he visto
en las noticias de la televisión. Entonces me dije, eres un hombre de buenos
sentimientos, estás haciéndole un favor a esta muchacha.

Ella bajó la cabeza, había clavado la vista en el suelo, como si reflexionara.

―Soy una mujer casada.

―¿Acaso crees que me vas a impedir algo? ―le dijo molesto―. Por
ejemplo, si quisiera poseerte, lo haría.

―¿Por qué insiste?

Pero el señor Cooper ya no la escuchaba, ahora no quería seguir su juego,


no le molestaba que fuese casada, solo su terquedad. Ella se había separado de
la mesa, pegándose a la pared. Sus senos se movían coquetamente. Al notar la
mirada golosa del señor Cooper, se ruborizó. Él se levantó de la mesa, febril.
Cuando iba a acercársele, la chica se escabulló hacia su habitación. Fue tan
rápida que el señor Cooper no pudo reaccionar y, sorprendido, todo su deseo
se evaporó.

Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos. Se preguntó si ella conocía cómo
giraba el mundo en el que las personas, para vivir, tenían que trabajar
acorde
con sus recursos. El millonario, en sus negocios: los de clase media, en sus
trabajos; y los más necesitados, con sus cuerpos, en especial, las mujeres.

Llegó la noche. Desde la sala escuchó a Sadiku trabajar en la cocina;


era un ruido lejano, casi impreciso. Cuando terminó, la llamó a su lado.

―Esta noche te voy a llevar a recorrer el balneario. No hay nada de malo


en mi invitación. Regresaremos cuando lo desees y prometo no hablarte.

El señor Cooper arrancó el auto. La chica estaba a su lado, pegada a la


puerta, retraída y con la vista en la calle. Él ya tenía una ruta fija; al sur del
balneario estaban Las Verónicas. Se dirigió allí. Era la zona de los casinos y
los prostíbulos. Parecía una pequeña ciudad llena de luces, con amplias
avenidas recorridas por numerosos coches y gentes caminando por sus
aceras. El señor Cooper tomó una de las avenidas principales, disminuyó la
velocidad, buscaba algo. Minutos después sus ojos centellearon. En una
esquina vio un grupo de africanas, vestidas con faldas cortas y con el cabello
cayéndole sobre los hombros. Al verlo le salieron al paso. Una de ellas, de
voluminosos senos apretados en el escote, le hizo una seña con la mano.
Detuvo el coche. La mujer miró hacia dentro del auto y al detectar a la
acompañante del chofer, chasqueó la lengua. Después se sonrió, coqueta.

―¿Quieres follar? Seguro que soy mejor que ella. ¿Lo deseas?

―¿De qué país eres?

La negra se echó hacia atrás recelosa.

―De Nigeria, pero qué importa. ¿Quieres que te chupe la polla? Ella puede
mirar.

Tres chicas más se acercaron, haciéndole invitaciones similares.

El señor Cooper negó con la cabeza y arrancó el coche. Las luces


multicolores centelleaban desde los edificios más próximos, reflejándose en el
interior del auto. El señor Cooper miraba de reojo el rostro de Sadiku.
Denotaba sorpresa y pavor, se sonrió. En los próximos cien metros se
encontraron con dos docenas de chicas que le hacían señas con las manos.

―Todas las que vienen de tu país terminan así. Algunas no tienen dueños,
pero la mayoría trabaja para alguna banda, de esas que las traen engañadas.
Son las más baratas de todas. Aunque las más bellas o de más suerte van a
parar a los puticlubes, donde están las rusas, las polacas, las rumanas…

No dijo más, siguieron dando vueltas en el coche, durante media hora.


Hasta que el señor Cooper lo detuvo en una intercepción.

―Quizás tu destino final es trabajar en Las Verónicas, complaciendo a los


hombres, teniendo que sufrir todo tipo de aberraciones. Pero dejemos la
conversación. Por tu rostro veo que te sientes confundida. Regresemos a casa.

Por la mañana se la encontró en el balcón. Le dio los buenos días. El rostro


de Sadiku estaba opaco, los labios oscuros y ligeramente sellados, como si
nunca más se fueran a abrir. Sobre la mesa reposaban varios periódicos. En
esta ocasión rompió su rutina, en vez de leer las páginas deportivas e
internacionales, buscó los anuncios, donde estaban los contactos con
prostitutas, con sus fotos, teléfonos, direcciones, sus características, edad, y lo
que eran capaces de hacerles a sus clientes. El señor Cooper lo dejó abierto
sobre la mesa. Le pidió una tasa de café a la joven.

―¡En qué mundo vivimos! ―le extendió el periódico abierto―. Observa


cuántas mujeres entregan sus cuerpos. ¿Cómo pueden vivir así?

Ella no dijo nada. En el rostro se había dibujado una huella de temor y


recelo.

―Un mes atrás salió un artículo sobre una emigrante que fue encerrada en
una casa y obligada a prostituirse, cada noche lo hacía con una docena. ¿Te lo
imaginas? Cada noche, semana tras semana, meses y años, hasta que van
perdiendo la sensibilidad y sólo lo hacen como beberse un vaso de vino. Y
para colmo, la mayoría de las ganancias van a parar al bolsillo de otros. Hasta
que se enfermó; estaba podrida por dentro, la echaron para que muriera en la
calle.

Sadiku se sentó. Ahora miraba al señor Cooper y no podía sustraerse de sus


palabras. En el acto de llevarse una tostada a la boca, con un movimiento
lento e inseguro, denotaba lo que por su interior estaba pasando.

―Pobre, creo que tenía veinte años. Tu edad, ¿no?

Sadiku continuaba sin decir nada, el rostro estaba imperturbable.

―Conmigo estarás segura, te protegeré.

No le respondió, se levantó y fue a la cocina. El señor Cooper la siguió.

―Mi padre me enseñó a no creer en las palabras de los hombres ni en el


llanto de las mujeres.
Él sonrió.

―Me gustaría que me creyeras.

Ella alzó la vista, ahora lo miraba, por su mejilla corrieron dos lágrimas que
se desvanecieron en los poros.

―No quiero ser de nadie.

El señor Cooper se puso serio, quiso sonreír para disimular su disgusto,


pero sus facciones se contrajeron. En su habitación se miró en el espejo de la
pared. Se veía, no desde su posición, sino desde otra persona que se tomaba el
papel de evaluarlo. “Le estás haciendo un favor. Si tus amigos se enteran, te
dirían que eres un incapaz”, le dijo el desconocido. “Ella tiene que estarte
agradecida. Ve y búscala, plantéele con claridad tu intención, compra sus
favores, todo tiene su precio, recuérdalo, todo tiene su precio”

En efecto, todo tiene su precio, tan sólo tenía que comprar sus favores.
Dentro de él se estaba produciendo algo completamente renovador y
placentero. Notaba que todas sus fuerzas ahora estarían dirigidas a un solo
objetivo. Ahora no recordaba los fracasos anteriores. Era arrastrado por una
nueva sensación que lo envolvía, como la más dislocaste de las drogas. ¿Qué
importaba el precio de la chica? Solamente necesitaba satisfacer su deseo.

Con renovado ímpetu salió en busca de Sadiku. La encontró en la terraza,


inclinada sobre el balcón, mirando el paisaje, ajena.

―Quiero que seas mía, te pagaré bien.

Sadiku reparó en él. En su boca había una mueca indescifrable.


―¿Qué?

―Que quiero pagar por tu servicio, del mismo modo que te pago para que
atiendas mi casa, deseo pagarte para que seas mi amante.

— No –respondió la mujer.

―¿Qué te cuesta?

―¿Está loco?

―¿Por qué? Soy un hombre y tú, una mujer. ¿Te has imaginado lo que
ganarías si fueras más amable?

No le respondió, sólo caminó hacia atrás, asustada.

―En un mes obtendrías lo que ganarías en un año.

―No soy una puta –acentuó con fuerza. Le dio la espalda y continuó
hablando con tono triste―. Sé que me empleaste sólo para estar conmigo,
pero…

―¿Cuánto quieres cobrar? Cien la hora, doscientos, trescientos.

¿Cuánto? El señor Cooper se acercó a la muchacha, la tomó por los

hombros.

―Sólo una vez. Si quieres puedo darte alguna droga o tomar algún licor.
No te enterarás de lo que pasa y yo te estaré agradecido.

Sadiku bajó la cabeza, reflexiva.

―Sólo una vez, después seguirás en tu trabajo.

Durante un instante no se hablaron. En la calle se escuchaba el sonido de los


autos al pasar.

―No sé.

―¿Qué te preocupa?

Él la tomó por el talle y la atrajo suavemente hacia su cuerpo, escuchó el


leve suspiro de la muchacha.

―Hay cosas que no tienen precio –Sadiku se desprendió de sus brazos y


entró apurada a la sala y se sentó en el sofá.

Él la siguió de cerca, era inútil suplicar; ahora estaba molesto por haber
tenido esa debilidad.

―Si te quedas, estarás conmigo. No te pagaré. Eres demasiado


insignificante.

Sadiku le dio la espalda y a paso lento se fue a su habitación.

El señor Cooper hizo un débil gesto de malestar con la mano. La sala se


había quedado en un profundo silencio. Notaba un verdadero desorden en su
interior; todo le era confuso y enredado. Se levantó y buscó en el armario de
la sala una botella de whisky escosés. Le gustaba beberlo con hielo, pero
ahora prefirió tomarlo a secas. El líquido le rasgó la garganta. Sintió placer.
Sadiku apareció por el pasillo, en la mano sostenía un maletín desgastado.

―No te marches, puedes seguir tus funciones en la casa, pero ahora déjame
solo, sal de la casa, sal ahora.

Ella se quedó indecisa, los labios le temblaban y un escalofrío la recorrió.


En sus ojos hubo un repentino brillo de alegría. De pronto, como movida
por un resorte, dejó caer el maletín en el suelo y salió del apartamento,

El señor Cooper pasó todo el día bebiendo, tomó el maletín de la muchacha


y lo vació en el suelo, olfateando el aroma de sus ropas. Tiraba con furia
alguna braga al suelo y lanzaba varias maldiciones. Después de terminar la
botella de whisky, fue a un mercadillo a cincuenta metros de su apartamento y
compró otra botella.

Cuando perdió el sentido, no sabía qué hora era. Despertó con pesadez,
estaba acostado en su cama, en ropa interior y una sábana lo cubría. Miró el
reloj, era las cinco de la madrugada. Se fue a la cocina y comió un
emparedado. Entonces comenzaron a aclarárseles los sentidos. Había
desaparecido el estado de delirio en que estaba. Eran los primeros minutos de
una tranquilidad extraña que vivía. Con movimientos precisos se dirigió a la
alcoba de su sirvienta, ella estaba dormida y semidesnuda, se bajó el pantalón
decidido… iba ser de él, había esperado mucho tiempo. Más ahora…Diez
minutos después, regresó a su dormitorio, sudoroso y feliz. Se desnudó y se
acostó, todo era silencio y oscuridad. De un sitio lejano, creyó oír un sollozo.

Lo despertó un terrible ruido de coches y de voces. Perezoso se levantó y se


sentó en la cama. Los rayos del sol entraban por la ventana, proyectándose en
toda su piel, se dejó acariciar por ellos, con placida alegría. Sonrió
gratamente, había recordado algo. Con lentitud, no de los hombres derrotados
sino de los satisfechos, se encaminó hacia la cocina. A esa hora Sadiku
tendría el
almuerzo servido. Sobre la mesa sólo reposaba el mantel plateado. Se fue a la
habitación de la muchacha. Tocó dos veces. Nadie respondió. Hizo girar el
pomo de la puerta. La habitación estaba desierta.

Sin deseos de meditar, se fue a su habitación, encendió el ordenador y se


conectó a Internet, quería tener la mente ocupada.

A la hora de la cena Sadiku no había regresado. El señor Cooper se dio una


ducha y se acostó en el sofá. No tenía hambre, puso la televisión con desgano
y, sólo entonces, comenzó a rememorar los más mínimos detalles de la noche
anterior. El cuerpo de la muchacha tembló debajo del suyo, un cuerpo blando,
sin vida, como una mujer artificial, que no era capaz de reaccionar. Esperó
una resistencia de su parte, le hubiera agradado, pero la chica no se opuso.
Ella sólo cerró los ojos, y cuando los abrió, estaban húmedos. Todo fue tan
rápido, su boca se asqueó de ese cuerpo blando. Apenas pudo lograr la
erección y cuando se separó de ella, observó sus ojos negros, opacos entre sus
lágrimas.
¿Por qué no luchó? Lo hubiera preferido.

El balneario era pequeño. Le sería fácil localizarla. Arrancó su coche y


salió sin rumbo fijo. Estaba atardeciendo, el fresco que venía del mar le
golpeó el rostro por la ventanilla, esto lo animó, manejó al azar, bajaba una
calle, se iba a la playa, recorría los restaurantes cerrados. Después tomó la
avenida que lo llevaba a Las Américas. Era un camino conocido, con sus
amigos se iba de juerga, ahora no sucedía así. Ella no tenía conexiones como
para trabajar en uno de los burdeles. Tenía que ejercer en la calle, se fue a
donde estaban las africanas. Mantuvo el coche en primera, observó todos los
alrededores.
Detuvo la marcha, su búsqueda era inútil, porque ella no se iba a prostituir.

En el apartamento pasó las manos por la losa, después sus dedos


recorrieron la mesa, los asientos de madera. Todo lucía turbio y gris.
Al siguiente día despertó pasadas las doce del mediodía. Perezoso, se
levantó, en su boca había un mal sabor. Se fue al espejo y observó a un
hombre envejecido. Ahora su cabello estaba lleno de canas; los ojos, opacos,
rodeados de visibles arrugas; el rostro sin rasurar.

Salió a la calle. Los rayos del sol le golpearon el rostro y tuvo que cubrirse
con una de sus manos. Esa tarde sería el juego de la Copa de Europa, la final
entre el Manchester United, contra el Real Madrid, todo un clásico. Apuró el
paso, se dirigía hacia el bar del señor Mann, cuando algo lo paralizó. Había
leído un nombre, que lo detuvo frente a la vidriera de una librería. Era un libro
de Wole Soyinka.

Mientras caminaba comenzó a ojearlo. Cansado, se detuvo. Estaba en el


largo malecón que bordeaba una de las playas del balneario. No anduvo
mucho cuando detuvo la marcha frente a un desierto banco. Allí, dos meses
atrás estaba sentada Sadiku, con su deshecho maletín, encorvada y con los
ojos húmedos. Serían las doce del mediodía. El sol brillaba con intensidad. El
señor Cooper sintió calor, pero no quiso levantarse del banco. Le llegó el
aroma a pescado fresco, no era común que pasara, más a veces sucedía.

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