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Hijos de Dios
Hijos de Dios
Por
—Pensacola es una ciudad al norte de la Florida —le dijo ella con tono
alegre—. Lo encontré en una enciclopedia en la biblioteca.
—¡Ah, qué bien! —dijo y se acurruca más en la cama, pensando en las
graves consecuencias para Teresa, si se enteraba de la verdad, la sospecha
sobre los problemas del hijo. Sería un golpe demoledor en su estabilidad,
lloraría, se afligiría. Tenía que evitarlo.
Después de la comida se sentaron frente a la televisión. Antes veían por las
noches el noticiero de las ocho, a Leandro le agradaba ver desfilar el mundo
por la pantalla, hacer comentarios sobre problemas políticos, antaño veía un
mundo rojo e igualitario que se esparcía en todos los continentes. Eran los
mejores momentos de su vida, cuando aún Camilito era un niño y Teresa
aprobaba todos sus planteamientos. Ahora, sin embargo, se mantuvo callado y
meditabundo.
Expertos informan que la sequía en el noroeste africano puede llevar a la
muerte a unas seis millones de personas en tres meses... Leandro, me enteré
en la calle que Cañizares ha muerto... Voceros del Kremlin informan sobre
nuevas maniobras para evitar la desintegración de la Federación Rusa, ante
los intentos separatistas de varias regiones autónomas... Era tan fuerte y lucía
muy joven, siempre bien arreglado para todas partes... Las operaciones
contra el tráfico de drogas realizadas por el gobierno de los Estados Unidos
no han dado resultado ante la entrada de varias toneladas de coca en las
costas del Estado de la Florida, traídas en embarcaciones de Suramérica...
¿Recuerdas
cuando fuimos a Varadero con Cañizares? Fue el año en que le conseguiste un
trabajo en la refinería a Camilito, fueron las mejores vacaciones de mi vida
Leandro, me gustaría visitar nuevamente Varadero, pero dicen que ya no se
puede ir... En Nigeria una tercera parte de la población está enferma del
SIDA, millones de niños huérfanos no tienen ninguna posibilidad de poder
sobrevivir... hace ya una semana de su muerte, y no nos enteramos, tenemos
que cumplir con su familia, después de todo era tu amigo, ¿me escuchas,
Leandro?
—Sí, claro que te escucho.
No dijo nada más, se fue de la sala, con el rostro deprimido, la noticia sobre
la muerte de Cañizares lo tomaba por sorpresa, había sido más que un amigo,
su maestro, su hermano, le había enseñado todo los secretos de la policía,
entre ellos descubrir la personalidad de las personas por su caligrafía. Tragó
en seco, una mueca se dibujó en su rostro, ese día había recibido dos golpes
demoledores a su estabilidad: primero, la confirmación de que su hijo estaba
en problemas y ahora, la muerte de Cañizares. Parecía como si
inevitablemente su vejez iba a ser una continuidad de tragos amargos y
sinsabores. Pero no le dijo nada a Teresa, ocultó el sufrimiento en ese espacio
donde sabía esconder su dolor. Así llegó el primer día de julio, como cada
primero de cada mes, llegaba correspondencia del hijo, pero esta vez, el
cartero no tocó en la puerta de la sala ni al otro día... Transcurrió una semana
y por las mañanas Teresa se sentaba en el portal esperando al cartero, pero
este pasaba de largo y le hacía un gesto con la mano de solidaridad: conocía
su dilema.
El hecho de que no llegase correspondencia era otra forma de demostrarle a
Leandro que a su hijo le había sucedido algo. Durante un año cada principio
de mes llegaba una carta con un intervalo de cuatro días de diferencia entre
una y la siguiente; y en el sello, el diminuto rostro de Washington, Lincoln o
las torres gemelas de Nueva York, las Cataratas del Niágara... No importaba,
a quién le iba a importar el tamaño o el sello; sólo su contenido, esas breves
letras, salvadoras, mágicas, que lo sacaban de su letargo, recordándole que
aún era padre. Y el pasado venía de golpe, como una sonrisa amarga, pero
esas líneas lo hacían vivir a pesar de las sospechas sobre el peligro que corría
Camilito y eso era lo importante.
—Esperabas que tu hijo siempre se iba acordar de ti, después de lo que me
hizo, nada más me puede asombrar.
—¿Pero qué te pasa? —Teresa movía los brazos en forma circular sobre su
rostro, respirando pesadamente; siempre se ponía así cuando se trataba de
defenderlo—. Seguro que la carta se extravió, eso puede suceder.
Leandro no respondió, sólo atinó a hacer un ademán de desaprobación con
las manos y con paso rápido salió de la casa. Se fue rumbo al correo,
preguntándose por qué iba a hacerle caso a su esposa, sabía que ella dijo eso
de que las cartas se extraviaban en un momento de furia, un recurso defensivo
ante sus ataques.
—Imposible, no suele suceder que las cartas que lleguen de los Estados
Unidos se estropeen. A lo mejor su hijo se olvidó de escribirles. Yo tengo un
hermano que vive en Texas y trabaja en tres lugares diferentes y hace cuatro
meses que no me escribe —le explicó el administrador del correo.
Leandro dijo que tenía razón, y después de darle las gracias, regresó a su
casa cabizbajo. Su hijo nunca iba a tener tres trabajos diferentes, por lo que no
se podía olvidar de escribirles.
No le comentó nada a Teresa sobre sus averiguaciones, no quería que ella
supiera que estaba preocupado. Esa noche no pudo cerrar los ojos, se movía
constantemente en el lecho, las sábanas se le pegaban al cuerpo. Se levantó de
la cama, asegurándose de que su esposa dormía, buscó en el atlas el mapa de
los Estados Unidos. Se quedó mirando la página abierta, una línea roja unía a
una docena de ciudades de la Florida donde su hijo había vivido todo un año,
un camino trazado por manos envejecidas y temblorosas, las de Teresa. La
antaño hermosa Teresa, la mujer de su vida. “Siempre estaremos unidos”, le
dijo la primera noche en que hicieron el amor, y ahora era testigo de su
hecatombe, de ese envejecimiento apresurado. Aquel antiguo juramento
parecía borrarse igual que la pintura en los muros de un viejo edificio por las
inclemencias y la devastación de los años. Después de cerrar el atlas lo colocó
en la gaveta, donde su esposa siempre lo tenía, se pasó la mano por el rostro,
lanzó un breve gemido y movió la cabeza negando. “Seguro el próximo mes
llega carta de Camilito”, se dijo.
En el primer día de agosto, poco después del desayuno, escucharon toques
en la puerta. Teresa abrió, era el cartero que sonriendo le entregó un sobre,
como el que estaba haciendo un acto heroico. Ella se lo arrebató de las manos
y, sin hacerle caso, se puso a leer en voz alta. Leandro, después de firmar el
recibo del cartero, que lo miraba entre sorprendido y curioso, cerró la puerta.
Se sentó en el sofá, se inclinó ligeramente hacia delante para escuchar mejor
las palabras de Teresa, que leyó primero sin respetar las comas y los puntos,
después continuó más calmada, vibrando de felicidad. Camilito se justificó
por no haber escrito: “Se fue a Suramérica, ahora vive en Greey Bay”.
Leandro
miraba sobre sus hombros, era la misma letra, la O y la A cerrada, pequeñas,
casi ilegibles.
Esa noche se sentaron frente a la TV, había comenzado el noticiero de las
ocho:
El Departamento Antidroga de los Estados Unidos, informa la captura de
un grupo de narcotraficantes que traían un cargamento de Suramérica y
pretendían desembarcarlo en las costas de la Florida... Ya ves, Leandro, que
mi hijo me quiere con la vida... La ayuda humanitaria enviada por la ONU,
es insuficiente para remediar la sequía en el noroeste africano... Ya no tengo
de que preocuparme, Camilito esta en Greey Bay... Continúa el asunto de la
prostitución infantil, la corrupción y la delincuencia en los países de Europa
Oriental... Voy a matar el pollo, tenemos que celebrar.
Él no parecía hacerle caso, apagó la televisión y se fue al cuarto. Se sentía
cansado, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico. No quería pensar,
sólo dormir de un tirón y despertar fresco y ajeno a su problema, igual a un
ser venido de otro planeta sin la capacidad de procrear, amar o sufrir. El sueño
lo invadió rápidamente. Durmió hasta bien entrada la mañana, al abrir los ojos
se sintió descansado y, gozoso, se estiró entre las cálidas sábanas de su cama.
—Greey Bay no aparece en ningún mapa —le dijo Teresa, decepcionada; y
él solo atinó a cerrar los ojos y respirar profundo. Cada vez que su esposa le
hablaba sobre Camilito con ese toque de nostalgia y derrotismo, quería irse
de la casa. Cuando ella estaba así, evitaba encontrarla para no hablar sobre el
hijo. Su esposa parecía indefensa y recordarle la traición de Camilito, sería un
golpe bajo, que no estaba dispuesto a propinarle. Prefería sentarse en el portal
y permanecer sumido en algún grato recuerdo. Pero ahora las palabras de
Teresa, le habían llegado de súbito, dejándolo en un limbo de reflexiones e
inmovilidad. “¿Era algo lógico que Greey Bay no apareciera en ningún
mapa?” Por primera vez se sintió desorientado y quiso decirle la verdad, pero
en el último momento, justo cuando iba abrir la boca, se contuvo, disimulando
la acción con un bostezo, como si aún estuviera medio dormido. El hecho de
que Greey Bay no apareciera en ningún mapa, era algo terrible que traería una
nueva norma de conducta en su convivencia. Y aunque quisiera que no se
tocase el tema, sería imposible. Pero no quiso darle importancia; sería tan
grato, aunque fuera por un momento, saberse sin problemas; abrir los ojos al
mundo como un recién nacido, refugiarse en esa posibilidad; no tener pasado
ni siquiera presente, amoldar el futuro a nuestro antojo. Pero escuchó un
quejido a su espalda, era Teresa que le revelaba que no era posible huir de su
problema.
Volvió el rostro hacia donde estaba su mujer y la vio sentada frente al atlas
abierto, la mirada perdida como si transitara avenidas, recorriendo la línea
roja que unía las diversas ciudades y que la última era Pensacola. Teresa
siempre supo dónde estaba Camilito, aunque fuese un punto rojo enlazado con
otros puntos sobre un plano.
—A lo mejor es un pueblecito muy pequeño y por eso no aparece en el
mapa —dijo Leandro, casi sin pensar.
Ella cerró el libro con fuerza y salió del cuarto. No supo qué hacer, se sintió
desorientado, como si lo hubiesen cogido en el acto de robo. Sintió una
infinita pena, porque era la primera vez, después de un año, que flaqueaba en
sus convicciones sobre el hijo; la primera vez que trataba de justificarlo.
Comprendió que más que disculpar a Camilito, trataba de auxiliar a su mujer.
Pero había salido mal, por el momento era mejor evitar cualquier
enfrentamiento. “¡Sí, era mejor!”, se dijo y cerró los ojos, complacido.
Pero al otro día, a la hora del almuerzo, Teresa se le quedó mirando
detenidamente. Leandro, mientras devoraba un pedazo de pollo, sintió la
mirada incisiva de su mujer, sintió sus grandes ojos negros en su rostro, se
imaginó la expresión de su cara, no quiso mirarla, sabía lo que le sucedía.
—¿Crees de verdad que Greey Bay no aparece en el mapa porque es un
pueblecito muy pequeño?
Leandro no le respondió, continuó comiendo como si nunca hubiera hecho
tal pregunta.
—Leandro, ¿de verdad lo crees?
—Quizás, pero recuerda como es tu hijo.
—A veces me pregunto por qué has sido tan duro con él, si supieras cómo
necesito de ti, que me comprendas...
Leandro chasqueó la lengua sin atreverse a mirarla. Realmente la
comprendía, por la simple razón de que a él le pasaba lo mismo. ¿Cuántas
veces se había lamentado? Quizás hasta él tenía la culpa por haber sido tan
duro, de querer meterlo en cintura desde pequeño y, a lo mejor, ahí radicaba el
error, esa rebeldía de Camilito podía ser motivada por eso. A veces le pasaba
por la cabeza esa posibilidad, como ahora que sentía la mirada de Teresa
sobre su cuerpo, pero no dijo nada, sólo se levantó de la mesa, hizo un gesto
de fastidio con las manos y se fue al cuarto.
Durante las semanas siguientes apenas se hablaron. Leandro pasaba el
mayor tiempo posible fuera de su casa y sólo regresaba a la hora del almuerzo
y la comida. En ocasiones quiso romper con este silencio, le era difícil
mantener ese mutismo en que comenzaron a vivir en la casa, sólo roto por los
ruidos que llegaban del exterior o por las voces de los locutores del noticiero,
que violaban sus fronteras, insertándolos en ese mundo inmenso. Logró
mantener el silencio dejando a Teresa vivir en su cotidianeidad.
En los últimos días de agosto lucían mejores, a pesar de la poca
comunicación entre ambos se habían aliviado, hasta cierto punto, sus vínculos
filiales. No eran los años atrás cuando aún Camilito era un niño y ellos se
sentían amados, donde a veces con sólo mirarse se comunicaban sus deseos o
estados de ánimos. Tampoco eran los últimos meses vividos en constantes
discusiones; primero, por la mala conducta del hijo y después, por las
consecuencias que trajo su marcha del país. Se había logrado un cierto
equilibrio, un espacio de paz, siempre amenazado con destruirse al primer
soplo de viento, pero tuvieron una tregua tranquila y fecunda hasta una tarde.
Cuando regresó de la calle vio sentado en el sofá, frente a su esposa, a un
joven que en un principio no reconoció, pero cuando lo pudo observar a sus
anchas, no pudo menos que mover la cabeza intranquilo.
—Le pedí a Julito que nos visitara —le dijo Teresa, y se puso de pie—. ¿Lo
recuerdas? Era el mejor amigo de Camilito.
Leandro palideció y exhaló el aire en pequeños sorbos por los orificios de la
nariz. No le faltaron ganas de coger al delincuente, al Jabao, y sacarlo a
patadas de la casa; pero cuando miró los ojos de su esposa se contuvo,
brillaban con una felicidad infinita, jubilosos. Leandro se quedó indeciso: si
expulsar al amigo de su hijo o aceptarlo en su casa, se mantuvo parado al lado
de su mujer sin saber qué hacer, hasta que ella lo tomó por la mano
apretándosela.
—Leandro, Leandro —le dijo con voz tierna y él solo atinó a encogerse de
hombros, sonreírse. Ella le indicaba que se sentara en el sofá. Leandro se
sentó y trató de sonreírle a Julito, aunque en su rostro sólo se dibujó una
mueca grotesca.
—Salúdalo —suplicó Teresa—, Camilito estaría orgulloso.
—Sí, quizás tengas razón, pero es tan agradable verlo, es como si Camilito
estuviera aquí a mi lado.
Leandro la abrazó afectuosamente, le besó la frente, tratando de suavizarle
el rostro contraído, surcado por profundas arrugadas.
—Sí, pero olvídalo.
—Hace rato que toco a la puerta, sólo utilicé mi llave porque creí que se
sentía mal, ¡lo está!
No responde, solo sonríe.
—Acabo de recibir una llamada. Es de una mujer con la que soñó anoche.
Me dijo que fue divino. Ella quiere conocerlo.
Mañana de agosto, Casa de la Cultura; Constantino, al verlo, le abre los
brazos; su rostro está jubiloso, como si le hubieran informado que ha ganado
un concurso gordo y Filipo ahora es el escritor más famoso de Europa.
—Lo vi, Marcelito, lo vi, y me he sorprendido, ¿sabes por
qué? Hace un gesto de desconocimiento con los hombros.
—Era el mismo viejo acabado, pero en su mirada había una gota de
juventud. Eran los ojos de un joven. Ha pasado algo bueno, quizás esté
pensando en regresar.
Se van al Zoológico, Constantino lo había visto en sus alrededores. Por el
camino Filipo le comenta su último sueño y la llamada telefónica.
—Es imposible que a una mujer le agrade hacer el amor contigo, porque tú
las metes en tu fantasía a la fuerza.
Filipo se molesta. Percibe que su amigo lo envidia, él nunca sería capaz de
soñar, no solo con mujeres desnudas, sino que una de ellas lo llame para
agradecérselo. Después de esa conclusión, su furia se aplaca. Su buen amigo
no es perfecto, ahora siente lástima.
Recorren el Zoológico, preguntan a los vendedores de periódicos, de
comestibles, pero no lo encuentran. Constantino se molesta, anteriormente lo
ha visto por la Terminal de trenes, por la calle Línea, frente al cine Yara. Se
van a esos lugares. Después de indagar en la terminal y los muelles, toman
una guagua hasta la calle Línea, se encaminan rumbo al mar que,
inexpugnable, los observa avanzar. Parecen dos detectives de mala monta,
aquel que los contrató va a perder irremediablemente su dinero y su tiempo.
Es mediodía. Caminan bajo las sombras de los árboles, de los muros, las
casas, pero el sol es astuto y siempre los alcanza. Constantino es el que más
sufre, sus papadas se llenan de sudor, constantemente tiene que hacer paradas
y beber un vaso de refresco. Sin embargo, parece que es a él al que se le ha
perdido algo. Es el único capaz de descubrirlo entre los millones de personas
que deambulan por la ciudad. Filipo le envidia su gran voluntad por lograr
cosas que para otros serían estúpidas y locas.
Culminan el recorrido frente al Yara sin haber encontrado nada.
Constantino mira la cola del Coopelia. Él, un habanero de pura cepa,
rememora sus años de infancia, los helados. “La Habana nunca será la
misma”, lo dice con un toque nostálgico como el que ha perdido algo
importante y tiene la certeza de que es para toda la vida.
—¿Por qué no le escribes una poema a la mujer del vestido rojo? —le dice
a Filipo.
Niega con la cabeza, es un narrador, no un poeta, no pertenece a ese club y
nunca lo será. Finalmente regresan a sus casas.
Lugar: cuarto, refugio, morada de Carmela. Extiende las sábanas blancas,
acomoda la almohada, se acuesta y siente que la cama no es tan dura, se
amolda a su cuerpo. Se acuesta desnudo, desea volver a soñar con la mujer del
vestido rojo. Ella fue feliz, con ella levitó. “Nada mejor que una buena mujer
en la cama para salir del hueco”, le decía su padre cuando parqueaba su
tractor en el patio y le acariciaba la cabeza. Cierra los ojos, tuvo un dormir
tranquilo y sereno, no hubo un destello, en su mente todo fue oscuro y rápido.
Cuando duerme así el tiempo pierde su importancia, deja de ser una pausa
para convertirse en polvo. Sorprendido, se yergue de la cama, aún no
comprende qué ha sucedido. Nunca ha dejado de soñar con mujeres desnudas
desde que se separó de Ana hace dos años, ¡no podía estarle sucediendo esto!
Se siente como un lanzador de jabalina, que es incapaz de arrojarla más allá
de su nariz. Confuso se levanta y se va a la sala.
—Señora Carmela, ¿por casualidad una mujer llamó?
Salen del cuarto ante el rostro sorprendido de Carmela. Bajan las escaleras.
Recorren las calles. ”Es un anciano y no debe estar lejos”, expone
Constantino
que se va a la otra cuadra; su mirada se pierde entre la multitud de personas
que transitan por la acera. Se ubica en el medio de la avenida: allí tiene un
mayor ángulo de observación. No detecta la cercanía de un camión, que toca
el claxon a sus espaldas. Constantino, asustado, salta a un lado.
Cuando entran por la puerta de la sala, Carmela los detiene con voz
imperativa. Ese día tiene el don de sorprenderlos. Acaba de colgar el auricular
en el teléfono. Mira a Filipo con una expresión entre alegre y curiosa.
—Acaba de llamarte un señor, por su acento debe ser español. Dijo ser un
editor que está interesado en algo tuyo, que necesitaba contactar contigo.
—¿Cómo? ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Cuándo me va a llamar? ¿Qué
número de teléfono te dio? ¿Qué más dijo?
La vieja niega con la cabeza; alza, ignorante, los hombros. Una llamada
tiene un encanto especial. Te deja en un limbo de esperanzas, logra llenarte de
ilusiones, sientes un vuelco en tu vida. Una llamada te puede llevar de la
oscuridad a la claridad, del patíbulo al sillón de la presidencia, del infierno al
cielo. Una llamada te puede hacer sentir Dios. El editor no dijo cuando
llamaría, por tanto decidió no abandonar la casa. Constantino, por primera
vez, no le crítica sus ilusiones sobre ganar un gran concurso. Al irse, lo mira y
asiente con la cabeza.
Pasa un día, dos, cuatro, cinco, nadie llama, quizá fue un invento de
Carmela. Pero esa posibilidad la desecha. Ella ha dejado de atormentarlo con
su acostumbrada rutina. Trata a Filipo como alguien importante. Un hombre
de éxito siempre va a despertar la solicitud de los demás. Las personas creen
que alabando a un hombre de éxito, van a recoger parte del festín. Ellos no
saben que solo las sobras -esa miseria que uno no desea-, es lo único que
podrá recoger. Y la llamada es la antesala de su éxito, de los miles de euros
que va a ganar.
No quiere pensar en el editor, pero no logra sacárselo de la cabeza. La
posibilidad del éxito esta tan presente que irremediablemente todos sus
pensamientos tienen que converger en el mismo lugar. Siente la desazón del
esposo, espera que la mujer amada, toque su puerta; la aguarda con la dulce
sensación y el nerviosismo de su llegada. Cada timbrazo en el teléfono podría
ser él y, cuando sucede, se le paralizan los miembros de su cuerpo, le sudan
las manos y los pies. Pero siempre es otra persona.
Finalmente desiste: no puede seguir pegado al teléfono. Carmela vuelve a
ser la misma y con ella, la rutina. Durante ese tiempo, ha dejado de soñar con
mujeres desnudas. Sueña con su pueblo, su familia, la gente. Despierta
sorprendido. Los recuerda con una verdadera nostalgia, sabe que es un tiempo
vivido y no se puede regresar. Ese tipo de recuerdos nos dejan tontos,
nostálgicos; porque la cotidianidad pasada se nos revela como algo hermoso,
dejándonos esa sensación de pertenecer allí. “El hombre ha de aprender a
andar en su valla”, son las palabras del abuelo. Está doblemente sorprendido:
primero, por soñar con su pasado; y segundo, porque precisamente sueñe con
que está muerto.
Entonces recuerda a la mujer de traje rojo. ¿Cuál será su vida? Le
construirá una con su pasado y presente, sus secretos y anhelos. Pensar en
alguien es un modo de tenerlo a nuestro lado; y si esa fantasía se amolda a
nuestros deseos, se hace grata, es un modo de vivirla. Cuando eso sucede, nos
convierte en inmortales. Se llamará Beatriz, no es un nombre especial, pero
Bea, su diminutivo, siempre se pronuncia con encanto, incluso cuando se
dice con
odio, no deja de escucharse hermoso. Tiene un ritmo, una musicalidad, un
misterio que siempre le ha agradado. Bea es una pintora, una poetisa, una
investigadora cultural, quizás una bibliotecaria. Bea no puede ser doctora,
gerente de un hotel cinco estrellas, directora de empresa, alta funcionaria del
estado. Ella no puede tener uno de esos cargos rutinarios e importantes, donde
se toman grandes decisiones. Ella debe tener un ser espiritual, un arte; en una
palabra, un modelo a su deseo.
Le comenta a Constantino que ha desistido de esperar la llamada. No puede
seguir viviendo por una llamada. Carmela los ve en la sala y pasa a su lado,
indiferente.
—Ella también se ha cansado de llevarme el café cada mañana a mi cuarto,
de brindarse para plancharme la ropa, de tratarme afectuosamente como a un
hijo. Ha dejado de creer en mi buena suerte —agrega, para después continuar
con tono apurado y agónico—. Tengo que encontrarlos, a la mujer del vestido
rojo y a él.
Constantino afirma con la cabeza, mientras se pasa un pañuelo por la
papada y la frente.
Se van a su lugar preferido: el amplio Malecón. Lo recorren despacio. Nada
ha cambiado. Nadie puede imaginarse que allí haya estado un hombre que
buscaba una mujer a la que solo conoce por un sueño y se le perdió algo
importante que no encuentra. Está atardeciendo, Constantino, cansado, decide
regresar a su casa. Las olas golpean con tanta fuerza los muros del Malecón
que lo sobrepasan llenando la acera de agua y espuma, acompañado de un
sonido estridente y reiterativo. Pero él no desiste: en esta ocasión sus ansias
de encontrar algo son más fuertes que la voluntad y el interés de su amigo.
El
tiempo pasa, comprende que es un tiempo perdido y, como todo lo perdido,
no ha de preocuparse por ello.
Regresa solo a su cuarto de alquiler. Hay alguien en la puerta principal. Es
muy tarde, la una o las dos de la madrugada. A esa hora todas las personas
decentes están dormidas. Se acerca con cuidado, trata de demostrar
tranquilidad. Está a poca distancia del desconocido cuando descubre que la
silueta es de una mujer. Filipo observa un vestido corto cubriendo un hermoso
cuerpo.
—He soñado contigo. Me llamo Beatriz. Pero me puedes llamar Bea.
No puede contener su regocijo. Suben la escalera, Filipo abre la puerta de la
casa. Dios existe, Dios es una mujer vestida de rojo que se llama Beatriz. Dios
sabe hacer el amor. Es un experto, cumple su función en darle seguridad a su
creyente... Pero nada de eso sucedió, Dios es introvertido y dice que no puede
hacerlo sino es en un sueño. Dios no es perfecto y Filipo, decepcionado, lo
acepta así. Se pasan toda la noche en la cama del pequeño cuarto,
conversando como un anticipo de una verdadera amistad, de algo más eterno.
Ella defiende la literatura lírica y epistolar; él, la policíaca e histórica. Ella
desconoce a Hemingway, a excepción de que fue boxeador, tuvo un yate y
escribió El viejo y el mar. En una ocasión se encontró con un señor francés
que se parecía a Hemingway, pero ella no lo reconoció. Él ríe porque eso no
es lo importante, sino el hecho en su forma, la materialización de la fábula, no
su resultado. Ella defiende al dramatismo en el teatro, invoca los espíritus de
Aristófanes, Sófocles, Corneille, Shakespeare. Él, por el contrario, inmortaliza
a Milan Kundera, a Isaac Babel, a Julián Barnes o a Alberto Moravia.
Amanece, se dan cuenta por los pasos de la vieja Carmela. Ella siempre se
levanta a las seis de la mañana, primero hará un poco de café, después
calentará su leche y desayunará. Pero esta vez, la rutina queda tronchada.
Carmela pudiera ser una agente de la CIA o de Scotlan Yard, algo la alerta, es
la voz de Bea. Se detiene en la puerta, quiere tocar, pero no lo hace. “Lo
hará”, se dice Filipo. Lo hace. Al entrar, Filipo presenta Bea. Le dice que es la
mujer con que soñó hacer el amor, y la vieja Carmela la mira como si
pareciera un fantasma o un personaje extraído de un libro. Siguen sentados en
la cama. Continúan la conversación hasta que sienten tocar la puerta. Es
Constantino. Bea, Constantino, Constantino, Bea, la del vestido rojo, cómo
no, sí, efectivamente. Trae una carta en su mano, la empuña como una espada
con la que va a matar a un enemigo. Al menos es la impresión de Filipo. Al
leerla, lo mismo: el abuelo desea verlo antes de morir. “Ya mandé a buscar la
muerte, espero la respuesta de la muerte por correspondencia, es más rápido y
seguro”, dice el abuelo.
—No has logrado nada, nada —dice Constantino.
Él niega. Ha encontrado a la mujer del vestido rojo, espera la llamada del
editor y pronto él tiene que cansarse de andar La Habana. Bea indaga. Quiere
saber. Como si hubiera estado ausente un largo tiempo: viviendo en otra
época, que finalmente no era el de ella. Filipo le comente sobre el viejo y
deciden salir en su búsqueda.
La Habana no ha cambiado desde que los españoles la fundaron en el 1514.
Es como una mujer con las piernas abiertas, que acoge a todos con una
dilatada sonrisa. El que se enamore de ella, está perdido. El que no, también
lo está. Se van al zoológico, a los muelles, a Quinta avenida, a Galeano
y Neptuno, por último al Malecón, pero él no aparece. Hace ya varios días
que
no lo ven. ¿Se habrá perdido o se habrá muerto de viejo? Es imposible. La
muerte es demasiado grandiosa como para que pase inadvertida. Filipo tiene
un sexto sentido para eso.
—¿Dónde vives? ¿Quién eres? ¿A qué te dedicas? —Constantino interroga
a Bea.
—Vivo en los sueños. Me llamo Beatriz pero los amigos me dicen Bea. Me
dedico a vivir.
Bea parece que no hablara, como si su boca no se abriera, y sus palabras
van directo al cerebro. La voz de Bea es musical. Constantino comenta que
una vez estuvo con una muchacha que le hizo el amor simplemente porque
quería oírla quejarse.
—Tenía una voz tan dulce y musical, me moría de ganas por escucharla
gimotear de placer.
—¿Y? —preguntaron al unísono Filipo y Bea.
—Nada, no se quejó ni habló. Pero sus ojos cambiaban de color. ¡Nunca
han visto los ojos de una mujer que cambian de color! —Constantino está
eufórico
—. La tuve entre mis brazos, le hice el amor y no se quejó.
—En un sueño anterior, conocí a una anciana que predice el futuro, es hija
de Shangó. Sabe cambiar de tonalidad los ojos y es capaz de descubrir el lugar
exacto dónde está una persona.
Filipo y Constantino la miran curiosos.
O.G.OTAZO
―Good morning.
Ella no
respondió.
―¿Hablas el español?
―¿Me entiendes?
Ella quiso decir algo, pero se mantuvo callada. Sólo es escuchaban los
pasos pausados de una anciana que transitaba a su lado y el sonido de la brisa
del mar; el olor a salitre era persistente. La muchacha lo miró, su rostro estaba
sombrío, los ojos opacos, la barbilla le temblaba; por último, afirmó con la
cabeza.
―Sadiku.
Ella lo miró fijo a los ojos, expectante. El señor Cooper, con un gesto de la
mano, indicó que lo siguiera. Poco después le enseñó su dormitorio, era el
más pequeño de todos y nunca se había utilizado.
Ella no respondió, solo lo miraba fijo a los ojos. Por último abrió la boca,
lentamente.
Dio unos pasos atrás. Decidió ir al bar del señor Mann, estaba semivacío.
Los giris de turno lo frecuentaban pasadas las seis. Tampoco estaban sus
habituales amigos. Se creía infalible en el trato con mujeres de la condición de
Sadiku. Ella no era Melisa Lan, su ex esposa, con sus discursos de sociedad.
Su nueva criada no poseía esos recursos, era sólo una criatura de poco
raciocinio. “Nosotros fuimos a África para sacarlos de su salvajismo”, recordó
las palabras de su abuelo. Sin papeles para trabajar ni amigos ni hogar ni
nada, terminaría en Las Verónicas, como otra prostituta más. Debía sentirse
halagada de que él la llevase a su casa.
―Es bueno saber que has tratado con personas civilizadas, eso me da
confianza.
Iba delante; ella, con una mochila en la espalda, lo seguía a todas partes. El
mercadillo estaba concurrido; en ocasiones, para seguir, tenían que esperar a
que se disolviera la multitud. Era el momento en que el señor Cooper
observaba a su criada y a los hombres que estaban a su alrededor. Ellos
admiraban la pronunciada cadera, los senos erguidos, el porte de reina que
tenía, y el señor Cooper se sentía orgulloso. Compró algunas blusas y unos
vestidos viejos.
El señor Cooper tomó la mochila que la chica había dejado caer en el suelo
y sacó las ropas
Dijo que no. Anhelaba ver cómo ella se comportaba en los quehaceres,
pero el señor Cooper era otro señor Cooper, se sentía igual a cuando le
informaron de la muerte de su hijo. No estaba en condiciones de chequear la
labor de su criada. Cerró los ojos y logró dormirse profundamente. Al abrirlos
sintió que habían pasado muchas horas. Tenía hambre y, sobre todo, deseos
de vivir.
Recordó a su criada y sintió un cosquilleo entre las piernas. Ni Dios ni
su madre ni la señora Carpentier iban a hacerlo desistir del plan. Era
hora de actuar.
Era de noche, aspiró con rapidez el aire, oxigenándolo por dentro. Sobre la
mesa del comedor reposaba su comida: una ensalada de tomates, empanadas
de carne y riñones y algunas manzanas. Pasó a poca distancia su mano
izquierda por sobre la comida. No desprendía calor, por tanto, hacía mucho
tiempo que estaba servida.
No respondió inmediatamente,
―Vivo en Ifé.
―¿Qué te cuesta?
―Mi familia tenía una finca de cacao en las afueras de la ciudad, tengo un
hermano que estudió en la universidad de Obafemi Awolowo y es amigo de
Soyinka.
―¿Quién es Soyinka?
importaba.
―Sentía miedo.
Se fue al balcón y se sentó en una silla. Era la primera vez que veía en su
negra alguna muestra de temor. De seguro había sido violada, o habían
asesinado a su familia. Supuso que era común que eso sucediera. La tarde era
cálida, el cielo de un color azul intenso, limpio y bonachón, algunos ruidos
lejanos de la calle le llegaban como una malvada interrupción. Un sonido
agudo rompió su placentero descanso. Sadiku abría la puerta y un hombre
vestido de azul colocaba en el piso de la sala una bombona de gas. Vio a la
muchacha cargar con dificultad el balón y llevarla a la cocina. El señor
Cooper la siguió de cerca. Trataba de conectar la manguera al fogón, pero sus
intentos fueron en vano.
―Es trabajo de hombres –
―¿Así, cómo?
―Indiferente.
―Me caes bien, deseo ser gentil contigo, es algo correcto ―mintió con
placer. Le resultaba divertido hacer el juego de hombre atento a sus
necesidades. Hizo una pausa, como si reflexionara sobre algo importante―.
Esta noche nos iremos a cenar.
―Soy sólo una criada ―la voz de ella continuaba escuchándose como en
un susurro―. Usted es cortés, sólo porque me desea, nada más.
Cuando abrió la puerta del recibidor, le llegó una tonada con un ritmo
apurado y cadencioso. Provenía de la cocina. Su abuelo le había confesado
una vez que los negros son propensos a las danzas y los cantos. Incluso,
cuando las mujeres trabajan en los sembrados lo hacían al ritmo de su voz. La
tonada era alegre, vibrante. El señor Cooper se dirigió a la cocina. Ella estaba
de espaldas y, de pronto, se calló, entonces comenzó a volverse lentamente
hacia él.
―Los he comprado para ti, para que los uses cuando salgas a la
Ella lo miró dudosa. Había en sus labios una nítida línea fina e imprecisa.
―¿Acaso crees que me vas a impedir algo? ―le dijo molesto―. Por
ejemplo, si quisiera poseerte, lo haría.
Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos. Se preguntó si ella conocía cómo
giraba el mundo en el que las personas, para vivir, tenían que trabajar
acorde
con sus recursos. El millonario, en sus negocios: los de clase media, en sus
trabajos; y los más necesitados, con sus cuerpos, en especial, las mujeres.
―¿Quieres follar? Seguro que soy mejor que ella. ¿Lo deseas?
―De Nigeria, pero qué importa. ¿Quieres que te chupe la polla? Ella puede
mirar.
―Todas las que vienen de tu país terminan así. Algunas no tienen dueños,
pero la mayoría trabaja para alguna banda, de esas que las traen engañadas.
Son las más baratas de todas. Aunque las más bellas o de más suerte van a
parar a los puticlubes, donde están las rusas, las polacas, las rumanas…
―Un mes atrás salió un artículo sobre una emigrante que fue encerrada en
una casa y obligada a prostituirse, cada noche lo hacía con una docena. ¿Te lo
imaginas? Cada noche, semana tras semana, meses y años, hasta que van
perdiendo la sensibilidad y sólo lo hacen como beberse un vaso de vino. Y
para colmo, la mayoría de las ganancias van a parar al bolsillo de otros. Hasta
que se enfermó; estaba podrida por dentro, la echaron para que muriera en la
calle.
Ella alzó la vista, ahora lo miraba, por su mejilla corrieron dos lágrimas que
se desvanecieron en los poros.
En efecto, todo tiene su precio, tan sólo tenía que comprar sus favores.
Dentro de él se estaba produciendo algo completamente renovador y
placentero. Notaba que todas sus fuerzas ahora estarían dirigidas a un solo
objetivo. Ahora no recordaba los fracasos anteriores. Era arrastrado por una
nueva sensación que lo envolvía, como la más dislocaste de las drogas. ¿Qué
importaba el precio de la chica? Solamente necesitaba satisfacer su deseo.
―Que quiero pagar por tu servicio, del mismo modo que te pago para que
atiendas mi casa, deseo pagarte para que seas mi amante.
— No –respondió la mujer.
―¿Qué te cuesta?
―¿Está loco?
―¿Por qué? Soy un hombre y tú, una mujer. ¿Te has imaginado lo que
ganarías si fueras más amable?
―No soy una puta –acentuó con fuerza. Le dio la espalda y continuó
hablando con tono triste―. Sé que me empleaste sólo para estar conmigo,
pero…
hombros.
―Sólo una vez. Si quieres puedo darte alguna droga o tomar algún licor.
No te enterarás de lo que pasa y yo te estaré agradecido.
―No sé.
―¿Qué te preocupa?
Él la siguió de cerca, era inútil suplicar; ahora estaba molesto por haber
tenido esa debilidad.
―No te marches, puedes seguir tus funciones en la casa, pero ahora déjame
solo, sal de la casa, sal ahora.
Cuando perdió el sentido, no sabía qué hora era. Despertó con pesadez,
estaba acostado en su cama, en ropa interior y una sábana lo cubría. Miró el
reloj, era las cinco de la madrugada. Se fue a la cocina y comió un
emparedado. Entonces comenzaron a aclarárseles los sentidos. Había
desaparecido el estado de delirio en que estaba. Eran los primeros minutos de
una tranquilidad extraña que vivía. Con movimientos precisos se dirigió a la
alcoba de su sirvienta, ella estaba dormida y semidesnuda, se bajó el pantalón
decidido… iba ser de él, había esperado mucho tiempo. Más ahora…Diez
minutos después, regresó a su dormitorio, sudoroso y feliz. Se desnudó y se
acostó, todo era silencio y oscuridad. De un sitio lejano, creyó oír un sollozo.
Salió a la calle. Los rayos del sol le golpearon el rostro y tuvo que cubrirse
con una de sus manos. Esa tarde sería el juego de la Copa de Europa, la final
entre el Manchester United, contra el Real Madrid, todo un clásico. Apuró el
paso, se dirigía hacia el bar del señor Mann, cuando algo lo paralizó. Había
leído un nombre, que lo detuvo frente a la vidriera de una librería. Era un libro
de Wole Soyinka.