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Evguoni Evtushenko

AUTOBIOGRAFIA
PRECOZ

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ERA
Evgueni Evtushenko
AUTOBIOGRAFIA PRECOZ
Evgueni Evtushenko

AUTOBIOGRAFIA
PRECOZ
SEGUIDA DE OCHO POEMAS

bib/iol<", G
ERA
1 CAPITULO PRIMERO

La autobiografía de un poeta son sus poemas. El


resto es sólo comentario.
El poeta tiene el deber de presentarse a sus lec-
tores con sus sentimientos, sus pensamientos y sus
actos en la palma de la mano.
Para tener el privilegio de expresar la verdad de
los demás, debe pagar el precio: entregarse, sin como
pasión. en su verdad.
Engañar le está prohibido. Si desdobla su perso-
nalidad -el hombre real por una parte; el hombre
que se expresa, por otra- se volverá inevitablemente
estéril
Cuando Rimbaud, convertido en negrero, se con-
dujo en contradicción con sus ideales poéticos, dejó
de escribir. Era la solución honesta.
Desgraciadamente, hay otros. Algunos se obstinan
en escribir, aun cuando su vida no coincida ya con
su poesía. Esta se venga desertándolos. Mujer ren-
corosa, no perdona la mentira, ni aun la verdad a
medias.
Algunos hombres se envanecen de no haber meno
tido jamás. Que se miren en el espejo y nos digan, no
cuántas contraverdades han proferido, sino cuántas

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veces eligieron, simplemente, la comodidad del si-
lencio.
Sé que esos hombres tienen una coartada que de-
bieron de inventar sus hermanos: el silencio es oro.
Les respondo: ese oro no puede ser puro. El silencio
es oro falso.
Eso vale para todos los mortales, pero es aún
cien veces más verdadero para los poetas, que tienen
que encarnar una verdad concentrada. Cuando uno
comienza a callar la suya, termina inevitablemente
por guardar silencio sobre las verdades, los sufri-
mientos V las desgracias de los otros.
Durante mucho tiempo, numerosos poetas sovié-
ticos se rehusaron a develar sus propios pensamien-
tos, sus contradicciones y la complejidad de BUS
problemas personales. Entonces, naturalmente, lle-
garon a no poder decir nada de quienes los ro-
deaban.
Hubo un tiempo, después de la Revolución, en
que los poetas comunistas fundaron la asociación
de la "cultura proletaria", y, creyendo ingenua.
mente servir ui a su ideal, al hablar decidieron
servirse únicamente del "nosotros". Utilizaron de-
sesperadamente su talento para sofocar su propio
método.
Los sucesores escribieron ya en primera persona
de singular. Pero siguieron soportando el peso de
ese gigantesco accesorio llamado "nosotros". Si uno

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de ellos decía: "amo", se escuchaba "amarnos", de
tal modo estaban prisioneros de sus artificios.
En esta época nuestros críticos literarios se inge-
niaron para inventar la teoría del "héroe lírico". El
poeta, dijeron, debe cantar las virtudes superiores.
Debe aparecer, en sus obras, no como es, sino como
un prototipo del hombre-perfecto.
Los adeptos de esta teoría escribieron Irecuente-
mente 10 que creían eran poemas autobiográficos. Allí
se encontraban, en efecto, el nombre de su ciudad
natal, la lista de 109 países que visitaron y otros
detalles personales. Pero sus obras estaban vacías, al
punto que era imposible distinguir unas de otras.
Lo sé bien, algunos tuvieron bastante talento para
expresarse con más fortuna que los otros. Pero su
pensamiento estaba estereotipado. Y ]0 que distingue
a los seres vivientes, no es la forma que adopta su
modo de expresión, sino la singularidad de su pe!!"
samiento. No existe autobiografía posible que no sea
el reflejo de lo que cada uno lleva en sí de único
e inimitable.
No deseo abatir aquí a toda la poesía soviética.
No quiero acusarla de haber desnaturalizado el "yo"
del poeta.
Maiakovsky escribió: "Nosotros", era Maiakovsky.
El "yo" de Pasternak es precisamente el "yo" de
Pasternak.
Podría citar muchos otros poetas que tienen el

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mérito insigne de haber conservado su individualidad
durante este período dificil, pero sus nombres no
dirían gran cosa a los lectores occidentales.
La obra de un auténtico poeta es la imagen viva
que respira, marcha y habla de su tiempo. Pero es
también su autorretrato permanente y total
Puesto que creo en esto, ¿por qué he aceptado
escribir un ensayo autobiográfico? Porque los poe-
mas se traducen mal, y porque en Occidente, en vez
de conocer mi obra, se conocen ciertos artículos que
dan de mí una imagen muy diferente de la real.
Se ha querido hacer de mí una figura aparte, que
se destaca como una mancha luminosa sobre el fondo
gris de la sociedad soviética.
Pero no soy esa figura.
Un gran número de hombres soviéticos detestan,
tan apasionadamente como yo, todo aquello contra
lo que lucho.
Lo que me es querido, por 10 que combato, lo es
igualmente para innumerables soviéticos.
Sé que hay hombres capaces de marcar su época
con sus ideas personales. Las proporcionan a la
sociedad como armas de combate. Es la fonna más
elevada de la creación del espíritu. Deegraciadamen-
te, no pertenezco a esta categoría de creadores.
Las ideas nuevas, los sentimientos nuevos que se
encuentran en mis poemas, existían en la sociedad
soviética mucho antes que comenzara yo a escribir.

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Cierto, no habían recibido aún forma poética. Pero
si no hubiera sido yo, otro los habría expresado.
Ustedes dirán que me contradigo de una página
a otra, que después de haber alabado el individua-
lismo indivisible del poeta, me presento como un
cantor de las ideas colectivas.
Pero es una falsa contradicción.
Creo que es necesario tener una personalidad muy
propia, muy determinada, para poder expresar en
su obra lo que es común a muchos hombres.
Mi ambición de poeta no es más que esa. Quisiera
poder, en el curso de mi vida, incorporar a mis
poemas el aliento de los demás sin renunciar a mi
propio "yo". Por otra parte, estoy convencido de que
el día en que perdiera ese "yo", perdería al mismo
tiempo mi facultad de escribir.
Pero, ¿quién soy "yo"?
CAPITULO SEGUNDO

Nací el 18 de julio de 1933 en Zima, una pequeña


y lejana estación de Siberia, cerca del lago Baikal.
La familia Evtushenko es de origen ucraniano.
Mi bisabuelo, campesino de la región de Zhitomir,
fue deportado -me han dicho- por haber "lanzado
el gallo rojo" a su señor feudal. En ruso popular,
"lanzar el gallo rojo" significa simplemente "incen-
diar". Esta explicación familiar me parece que
contiene la clave de un irresistible impulso personal:
cada vez que encuentro a un hombre con mentalidad
de señor feudal, siento el ardiente deseo del incen-
diario •••
En mi casa, la palabra Revolución no fue pro·
nunciada jamás con el énfasis de los discursos
oficiales. La decíamos lenta, tierna, casi severamente;
pues la Revolución era la religión de mi familia.
Mi abuelo, Ermolai Evtushenko, simple soldado
durante la Primera Guerra Mundial, semi-analfabeto,
se convirtió en uno de los principales inspiradores
y organizadores del movimiento revolucionario cam-
pesino en los Urales y en la Sibería oriental. Después
de la victoria de los nuestros en la guerra civil, fue

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a la Academia Militar Roja. en Moscú. De allí salió
General de brigada. Se le confió un puesto impor-
tante: comandante en jefe adjunto de la artillería
de la República Rusa. Pero aun con su imponente
uniforme, y las insignias de su jerarquía a cada
lado del pecho, siempre fue un simple campesino
que creyó religiosamente en la Revoluci6n.
En 1938 vi por última vez a mi abuelo. Yo tenía
solamente cinco años. pero me acuerdo muy bien
de nuestro último encuentro.
Estaba desvestido y arropado en la cama, cuando
él entró en mi cuarto. Se sentó como de costumbre al
borde de mi lecho. En su mano tenía una caja de
chocolates con licor, que me ofreció. Bajo sus cejas
enmañaradas vi, como siempre, sus ojos astutos y
sonrientes que. aquel día. me parecieron singular-
mente fatigados.
Después de darme los chocolates, mi abuelo sacó
una botellita de vodka -un cuarto de litro- de la
funda de su revólver y me dijo:
-Quiero beber esta noche contigo. El vodka es
para mí; los chocolates con licor para ti.
Después. de un golpe seco con la palma de su
mano sobre el fondo de la botella, hizo saltar el tapón.
Yo saqué un bombón de la caja.
-¿Con qué motivo vamos a beber? -pregunté
tímidamente, imitando la expresión de las personas
mayores.

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-Por la Revolución -respondió el abuelo lenta
y gravemente.
Entonces, brindamos, yo con mi chocolate, él con
su botella, y los vaciemos, de un golpe.
-Ahora~ duerme --ordenó el abuelo.
Apag6 la luz. Después volvió a sentarse sobre el
borde de mi cama. Ya no veía su rostro, pero sentía
que me miraba fijamente.
Mi abuelo comenzó a cantar dulcemente. Cant6
las melancólicas melodías de los prisioneros, las can-
ciones de las huelgas y las manifestaciones obreras,
los cantos de combate de la guerra civil.
Me quedé dormido.
No volví a ver a mi abuelo. Mamá me dijo que ha-
bía partido lejos. Y ¿cómo habría podido saber que,
esa misma noche, lo detuvieron por alta traición?
¿ Cómo adivinar que mamá había pasado muchas
noches consecutivas, de pie, en la calle, calle del Si.
lencio del Mar, en medio de mujeres que trataban
de enterarse de si su padre, su marido, su hermano
o su hijo estaban aún con vida? Pasó mucho tiempo
antes de que aprendiera todo eso.
Igualmente, mucho más tarde, aprendí por qué
misterio desapareció mi otro abuelo, un matemático
encorvado, con una hermosa barba blanca -letón
de origen-, RodoUo Gangnus. Sus manuales de geo-
metría estaban aún vigentes en las escuelas soviéti·
cas; pero él fue aprehendido como "espía letón" ..•

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De todo esto, no supe nada. Iba con mi madre y
mi padre a las manifestaciones de los trabajadores en
la Plaza Roja y suplicaba a mi padre que me suhie-
ra a sus hombros para poder ver a Stalin. Izado por
los brazos paternales, sobre esta muchedumbre in-
numerable, agitaba mi pequeña bandera roja y te·
nía la impresión de que Stalin me respondía, me mi.
raba personalmente.
¡Si ustedes supieran cuánto envidiaba a esos Ie-
liees niños, elegidos para llevar flores a Stalin!
El les acariciaba amablemente el cabello y son-
reía bajo sus célebres bigotes, con su célebre son-
risa.
Querer explicar el culto de la personalidad de
Stalin por la sola violencia, es elemental. Para mí,
es innegable que Stalin ejercía una especie de en-
canto hipnótico. Es un hecho que muchos viejos bol-
cheviques, detenidos y torturados, seguían creyendo
que fueron perseguidos sin que él lo supiera. No
habrían admitido jamás que él personalmente orde-
naba su desdicha. Muchos de ellos, al volver de la
tortura escribían con su sangre, sobre los muros de
sus celdas: "¡Viva Stalin!U
¿El pueblo ruso no comprendió. pues, de qué era
víctima? ¿No veía realmente lo que pasaba a su al.
rededor?
Creo que la mayoría rehusaba ver de frente la
realidad. Cada uno sentía instintivamente, pero no

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quería creer lo que su corazón le susurraba. Lo con-
trario hubiera sido muy penoso, terrible.
El pueblo ruso prefería trabajar antes que anali-
zar. Con una obstinación heroica, raramente vista
en la historia, erigía central eléctrica tras central
eléctrica, fábrica tras fábrica. Trllbajaba encarni-
zadamente para que el estruendo de las máquinas,
de los tractores y de los bulldozers sofocara los gri-
tos y los suspiros que escapaban a través de las
alambradas de los campos de concentración sibe-
rianos.
Era imposible, sin embargo, ignorar esos gritos.
Cada día, aumentaba el más grave peligro que pue·
da amenazar a un pueblo: el divorcio entre su como
portamiento y sus convicciones. Aun nosotros, los
chiquillos, sentíamos eso instintivamente. Nuestros
mayores nos protegían de la realidad por todos los
medios, pero sus esfuerzos no hacían sino subrayar
J..a incoherencia del mundo que nos circundaba.
Mi padre y mi madre eran seres diferentes, diría
más: opuestos. No me sorprendió en absoluto que hu-
bieran terminado por divorciarse. Pero no fue por
razones políticas, como 10 ha sugerido tan pérfida.
mente el Time de Nueva York.
Mis padres se conocieron en el Instituto de Ceo-
logia cuando los dos eran estudiantes. Eran los años
veintes. Los hijos de los obreros y de los campeelnos
eran admitidos con prioridad en las universidades.

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Se trataba de una reacción natural contra las injus-
ticias de la época zarista t durante la cual la educa-
ci6n fue privilegio de los ricos.
Pero, como sucede frecuentemente en el proceso
de restablecimiento de la justicia, nuevas injusticias
fueron cometidas. En lengua rusa, ese fenómeno re-
cibió una definición precisa: se le nombró Peregib
(que se podría traducir como "torcer en sentido in-
verso alguna cosa que se trata de enderezar").
En la época del Peregib, los hijos de intelectua-
les, como mi padre, tenían una vida dura. Parecían
cuervos blancos en medio de sus camaradas proleta-
rios. Se les acechaba, se les vigilaba. Mi padre fue
acusado una vez -en el curso de una reunión de las
juventudes comunistas- de tener tendencias hurgue-
eas, porque. .. usaba corbata.
Diré de pasada que me contó esta historia muy re-
eientemente, cuando nos negaron la entrada en un
gran restorán moscovita porque ni él ni yo llevába-
mos corbata.
Todas esas molestias no le impidieron, sin embar-
go, unirse con una muchacha frágil, proletaria que
llevó a los extremos sus principios revolucionarios.
Ella fue mi madre. Usaba siempre botas de militante
y una camisa de hombre bordada, la "kosovorotka".
Mi madre, originaria de Siberia, no tenía la pre-
paración cultural de mi padre. Pero sabía lo que es
la tierra y lo que es el trabajo. Y si reconozco que

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mi padre me inculcó, desde mi primera infancia, el
amor a los libros, no estoy menos reconocido hacia
mi madre por haberme enseñado a amar la tierra y
el trabajo. Creo que soy -y permaneceré siempre-
medio intelectual y medio campesino. La primera
condición quizá me pone en desventaja en relación
a ciertos otros hombres de espíritu puro. Pero la se-
gunda, compensa grandemente mis limitaciones, al
salvarme de un obstáculo en que caen muchos inte-
lectuales: el snobismo.

Mi padre había leído mucho. Estaba particular.


mente versado en Historia. También le gustaba con-
tarme, cuando era apenas un niño semi-consciente,
la historia de la caída de Babilonia, de la inquisi-
ción española, de la guerra de las Dos Rosas y, sobre
todo, la de Guillenno d'Orange. Me parece que en
esas peripecias, veía ya el gérmen de un problema que
le atormentaba: las relaciones entre los intelectuales
y la Revolución. Pero no me apasioné por Guillermo
d'Orange, Mi héroe era, y es, Till Eulenspiegel.
¡Cómo quisiera ser el Till Eulenspiegel de la era
atómica, con el corazón palpitando por su clase, por
todos los que murieron injustamente por la dicha de
la humanidad!
¡Quisiera ser el Till Eulenspiegel que vaga por la

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tierra con su cancion incitante para llamar a los
hombres a la lucha por la justicia l Quisiera ser el
TiU Eulenspiegel que desprecia a los inquisidores,
del lado que estén, que se burla de todos los que no
sueñan más que en llenar el estómago y dormir con-
fortablemente.
Le agradezco a mi padre el haberme leído, desde
mis primeros años, las historias de Till Eulensple-
gel. Mi padre tenía una notable memoria. Sabía mu-
chos poemas y podía leerlos tan bien como recitar-
los. Le gustaban mucho Lermontsv y Goethe, Edgar
Poe y Kipling. Leía Si de Kipling con tal fuerza que
yo habria podido creer que él era el autor. Y, de he-
cho, mi padre escribía versos. No dudo de que tu-
viera un real talento.
Los cuatro versos de un poema que escribió cuan-
do tenía catorce años me hieren aún por su sutileze-

Para alejarme del tedio


Quisiera correr
Pero las estrellas están demasiado aluu
y demasiado alto es su precio ..•

Gracias a mi padre, a la edad de seis años ya


sabía leer y escribir, y, chiquillo de ocho años, leía
desordenadamente los libros de su biblioteca: DU 4

mas y Flaubert, Sebillcr y Balzac, Dante y Maupas-


sant, Tolstoi y Boceaccio, Shakespeare y Caidar,

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London, Cervantes y hasta Wells. Se puede imaginar
qué ensalada se hizo en mi cabeza. Vivía en un mun-
do de ilusiones, sin ver nada ni nadie a mi alrede-
dor.
No me di cuenta siquiera que mis padres se ha-
bían separado, y únicamente me 10 ocultaban.
CAPITULO TEUCEltO

El 22 de junio de 1941 -el día de la agresión ale-


mana contra mi pais-- yo era una especie de joven
romántico convencido de que los hombres sufren
únicamente en los libros.
El principio de la guerra me pareció muy anima-
do. Me gustaba mirar los reflectores antiaéreos, ba-
rriendo la noche del cielo de Moscú. Los reflecto-
res no me daban miedo, sino más bien admiración.
Me gustaban también los lamentos de las sirenas to-
cando la alerta aérea y envidiaba a los adultos por
recibir tan bonitos cascos y fusiles, y marchar hacia
el apasionante lugar de fantasía que se llamaba el
Frente.
Los heridos que volvían de ese lugar no contaban
demasiado, ciertamente.
En el otoño de 1941 fui evacuado de Moscú a Si-
heria con muchos otros niños de mi edad. Viajé más
de un mes en un convoy integrado por sesenta vago-
nes llenos de mujeres y de niños antes de llegar a mi
estación natal, Zima. Eran sesenta vagones de in-
fortunios y de lágrimas que atravesaban Rusia en
su lento camino hacia 5iberia.
En dirección opuesta, hacia el frente, rodaban
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transportes llenos de armas y, en las puertas entre-
abiertas de los teplushki,' aparecían los frescos
rostros de los soldados. Ya no encontraba sus cascos
y sus fusiles particularmente bellos. Ya no creía que
estuvieran alegres de ir a batirse, aunque de sus va-
gones llegaba el veloz ritmo de hermosas canciones
rusas y el vivo sonido de los acordeones. Los sufrí-
mientos habían dejado de ser para mí exclusívamen-
te de los personajes de los libros.
Pero en Zima fui testigo de un espectáculo que
me ha impresionado y marcado para toda la vida:
los casamientos del año 1941.
Se movilizaba a los jóvenes para el frente. La épo-
ca era terrible. Guderian contemplaba Moscú con
su catalejo, y no había en su camino nada que no
fuera los cuerpos de esos muchachos siberianos. Las
oportunidades de volver a su pueblo eran práctica-
mente inexistentes.
Con todo, esos muchachos tenían su vida, sus amo-
res, sus novias. Y con todo, había muchas jóvenes
que aceptaban convertirse en viudas, tras de haber
sido las mujeres de un día para los que amaron.
Asistí a muchos de esos matrimonios --en los
que la primera noche nupcial era también la últi-
ma- ya que, a los ocho años, yo era un muchacho
dotado para la danza y, según parece, divertido. Se

, Nombre ruso dado a loa vaeones de lanado que MI emplearon


para trlQporur • 101 ~Idados. y ea 101 que le inlularon estub,.

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me arrastraba de una boda a otra, y por un pedazo
de pan o una papa danzaba allí exuberantes danzas
rusas .•.
He descrito esta experiencia en mi poema Boda.
Aún hoy, cuando pienso en la guerra, pienso en
ella. Ese recuerdo tiene para mí más efecto que el
discurso más bello sobre la necesidad de luchar por
la paz.
La palabra "paz" sólo tiene sentido concreto -a
mi juicio- para los que saben lo que es la guerra,
pues si algo puedo agradecerle a la guerra es, pre-
cisamente, el haberme enseñado la significación de
la palabra "paz",
y otra cosa. además: haberme hecho comprender
lo que es la patria. Porque comprendí, en el curso de
la guerra, que la patria no es un término geográfico
o Iiterario, sino la imagen de hombres vivos.
Desprecio el nacionalismo. Para mí, el mundo en-
tero se compone sólo de dos naciones: la de los hom-
bres buenos y la de los hombres malos. Soy patriota
de la nación internacional de los hombres buenos.
Pero el amor a la humanidad, pasa por el amor
a la patria.
¿Puede decirse que Rusia ganó la guerra única-
mente por el apego de sus hijos a la patria?
No. No lo creo. No solamente por esta razón.
Como ya he dicho, antes de la guerra el pueblo
ruso vivió el peligro del desdoblamiento de BU vida.

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A pesar de eso, en el fondo de su corazón, no perdió
la le en el ideal de la Revolución. No obstante la
pesadilla de los campos estalinianos, fue a defender
no únicamente su patria: sobre todo su Revolución.
No por azar, un poeta Miiail Kultchichi --que de.
bía morir en el frente a la edad de veinte años- es-
cribió, presintiendo la guerra:

Ya en la espesa niebla
Avanzan en secreto nuevas tropas
El comunismo se aproxima. de 1UleVO
Como duratue el año diecinueve.

Es doloroso confesarlo, pero desde el punto de vis-


la espiritual, la vida del pueblo ruso fue más fácil
durante la guerra, porque era más sincera. Esa fue
una de Ias principales razones de nuestra victoria.

Todos, grandes o pequeños, los soldados, los obre-


ros, los campesinos, 105 intelectuales, consagramos
por entero nuestras fuerzas a la victoria: traté de
ser como ellos. Trabajé en la cosecha y en un aserra-
dero, recogí hierbas medicinales para los heridos.
Comencé también a escribir. Primero, prosa.
En esa época era muy difícil conseguir papel. Un
cuaderno escolar valía lo que un kilo de mantequilla.

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En la escuela, los niños escribían 109 dictados entre
las líneas de los periódicos llenos de comunicados
militares.
Robé de casa de mi abuela dos volúmenes de obras
de Marx y Engels y, en el curso de un año, llené to-
dos los espacios no impresos. Traté de escribir una
novela. Al descubrirlo, mi abuela me perdonó. Me
acaricié simplemente la cabeza y me dijo: "Ahora,
toda tu vida serás un marxista convencido". Me pa·
rece que mi abuela no se equivocó.
Aún no escribía poemas. Pero anotaba con esme-
ro canciones populares aparentemente sin ningún fin
utilitario, simplemente a causa de un temor incons-
ciente de que todos los tesoros de la lengua popular
estuvieran en peligro de desaparecer un día de la
memoria de los hombres. A través de esas canciones
llenas de metáforas y refranes, descubrí la belleza
múltiple de la lengua rusa.
En la t~ siberiana, protegida por 108 montes
Urales, la lengua rusa permanece pura.
La lengua es como la nieve: en la ciudad siempre
está cubierta por el polvo y el hollín de las fábricas.
Sólo en los campos y en los bosques permanece to-
talmente blanca.
Las canciones que coleccioné tienen el aroma de
la taiga. Sin darme cuenta de ello, comenzaba a es-
cribir versos del género folklórico. Quería que ellos
tuvieran, también, el olor de la taiga.

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Ahora se me pregunta con frecuencia, quién fue
mi maestro poético.
Desde luego, fue la taiga.
Me gustaba porque era severa y orgullosa, de al.
gún modo, por dentro. Los que iban a ella, a su pesar,
la hallaban siempre detestable. Pero los 'lue iban a
ella con el corazón abierto la encontraban buena y
tímidamente tierna.
Siempre me pareció una blasfemia ofender y em-
pobrecer la taiga quebrando sin razón aun la rama
más pequeña. Y, aunque no soy del todo vegetaría-
no, tengo por bárbara la destrucción de animales y
pájaros que ningún mal han hecho a los hombres.
Recuerdo que una noche de invierno mis primos
llegaron a nuestra casa en la taiga. Bebieron ruido.
samente toda la noche, cantaron con sus roncas voces
largas canciones -largas, como los ríos rusos. Des.
pués apagaron el fuego y se hundieron en el sueño.
Me deslicé en pantuflas y en pijama para beber
un vaso de agua. Repentinamente, me golpeé con al-
go que desprendía un extraño sonido sordo.
Tanteé en la oscuridad para encontrar los fósfo-
ros, y a su luz incierta, vi, derribado uno sobre otro,
como petrificados por el frío siberiano (en el exte-
rior hacía 40° bajo cero) dos corzos, las patas en di-
rección al techo. Sus grandes ojos me miraban de
una manera completamente humana, como para pre-
guntar algo.

26
Me arrodillé, comencé a darles masaje, después 80-
plé sobre ellos. No ocurrió nada. De pronto, al mi-
rar a uno de ellos, noté un hilillo de sangre sobre su
frente casi infantil. Y me puse a llorar cálidas lá-
grimas, mientras seguía estrechando a los dos cor-
zos muertos.
Mis primos despertaron, me llevaron a la fuerza
a mi lecho, sorprendidos de verme tan afectado. Les
parecía absurdo que un muchachito pudiera llorar
Ia muerte de unos corzos cuando tanta sangre huma-
na corría en el mundo.
Confieso que yo, que lloré por los animales, me
refocilaba leyendo en los comunicados de nuestro
ejército cuántos alemanes morían cada jornada. Por-
que no imaginaba a los alemanes como hombres
-eran otra cosa: enemigos.
CAPITULO CUARTO

En 1944, mi madre y yo volvimos a Moscú. Yen·


tonces por primera vez en mi vida, tuve ocasión de
ver a nuestros enemigos. Si no me equivoco, ha-
bía 25,000 prisioneros alemanes que debían atra-
vesar en una sola columna las calles de la
capital.
Todas las aceras estaban colmadas de gente, ro-
deada por los soldados y la milicia. Esta muche-
dumbre la integraban mujeres.
Las mujeres rusas, con las manos deformadas por
las duras labores, con hombros sobre los cuales re-
posaba el peso esencial de la guerra. Probablemente,
a cada una de ellas los alemanes les habian quitado
ya fuera a su padre, a su marido, a su hermano, o a
sus hijos.
Esas mujeres miraban con odio hacia el sitio en
que se esperaba la columna de prisioneros.
Después, la columna apareció.
A la cabeza, marchaban los generales, tensas sus
poderosas mandíbulas. Las comisuras de los labios
estaban apretadas, despectivas. Así querían afirmar
su superioridad aristocrática sobre la plebe que los
habia vencido.

28
A su paso, las manos obreras de las mujeres rusas
se cerraban, de cólera.
-Apestan a agua de colonia, [cerdos! -gritó al.
guien entre la multitud.
Los soldados y los milicianos tuvieron que apo-
yarse con todo su cuerpo para evitar que las muje-
res rompieran las barreras.
Después, repentinamente, algo ocurrió en la mu-
chedumbre.
Vio llegar a los soldados alemanes, magros, su·
cios, sin afeitar, la cabeza cubierta con vendas en-
sangrentadas, apoyándose sobre muletas o sobre los
hombros de su camarada. Llevaban la cabeza baja.
Entonces, en la calle, se hizo un silencio de muer-
te. No se oía más que el lento roce de los zapatos y
de las muletas.
y vi a una matrona con sus gruesas botas rusas
poner la mano sobre la espalda de un miliciano.
-Déjame pasar.
Algo había en la voz de esta mujer, ya que el mi-
liciano, como obedeciendo una orden, le abrió el paso.
La mujer se aproximó a la columna y sacó de su blusa
un pedazo de pan negro, cuidadosamente envuelto
en un pañuelo. Se lo tendió a un prisionero agotado.
que apenas se sostenía sobre sus piernas.
E instantáneamente, otras mujeres siguieron su
ejemplo y comenzaron a lanzar pan, cigarrillos, a los
soldados alemanes vencidos.

29
Ya no eran enemigos.
Eran hombres.

Vivía solo en Moscú, en un apartamiento vacío.


Mi padre estaba lejos, en alguna parte de Asia,
en Kazajstán. Se había vuelto a casar y tenía dos hi-
jos. Pocas veces me escribía.
Mi madre abandonó su ocupación de geóloga, y
se con;irtió en cantante que hacía giras por el frente.
La calle me educó. Me enseñó a jurar, fumar, a
escupir con arrogancia a través de los dientes y a
tener mis puños siempre en estado de alerta. Este há-
bita me quedó para toda la vida.
La calle me enseñé también a no tener miedo de
nada ni de nadie. Me enseñó que lo principal en la
vida Po!'! vencer en sí mismo el miedo a los más fuer-
tes. Permanezco fiel a esta lección.
En nuestra calle reinaba un muchacho de dieciséis
años, con los hombros excepcionalmente anchos pa·
ra su edad, apodado "el Pelirrojo". Paseaba sobre
las banquetas con el aspecto del amo que inspeccio-
na sus dominios. Se bamboleaba sobre sus piernas
cortas como un marino a bordo de su nave. Sus ojos
verdes de gato miraban con desprecio a todos aqueo
llos que se encontraba en su camino.

30
Algunos pasos atrás, dos o tres de sus Iugartenien-
tes lo seguían siempre, imitando sus gestos, listos
para intervenir.
EL "Pelirrojo" tenía el poder de interpelar a cual-
quier muchacho y ordenarle simplemente, pero con
persuasión:
-Tu dinero ...
Los lugartenientes acudían enseguida para regís-
trar los bolsillos del interesado, y, si encontraban
resistencia, apaleaban sin piedad al recalcitrante.
Todo el mundo temía al "Pelirrojo"; yo también.
Sabía que en su bolsillo llevaba un gran boxer.
Pero decidí vencer mi miedo. En principio escribí
poemas que denunciaban al "Pelirrojo". Fue mi pri-
mera obra lírica. Se repartió en la calle, donde se
regocijaban leyéndola, como si compensaran el odio
tan largo tiempo refrenado.
Una mañana, camino a la escuela, me topé con el
"Pelirrojo" y sus lugartenientes. Enseguida me tras-
pasaron sus ojos verdes.
- j Ah, poeta!. .• -silbó a través de sus dientes
-parece que haces lindos poemas.
Sin darme tiempo para responder, con un gesto ful-
minante armó su mano con el boxer (que llevaba
en el bolsHlo) y lo abatió con toda su fuerza sobre
mi cabeza. Caí ensangrentado y sin conocimiento:
acababa de cobrar mis primero" derechos de autor.
Durante muchos días permanecí en casa. Cuan.

31
do salí con la cabeza vendada, encontré de nuevo
al "Pelirrojo". Por un instante, traté de vencer mi
miedo; pero el instinto fue más fuerte que yo. Eché
a correr con todas mis fuerzas para buscar un refugio.
En casa, tendido sobre mi cama, lloré de ver-
güenza y de rahia impotente por haber tenido miedo
a tal punto. Mordía y golpeaba las almohadas, ju-
rando vengarme del "Pelirrojo".
Después, comencé a prepararme para el combate.
Entré en el gimnasio. Pasé mis días ejercitándome
sobre las barras paralelas y levantando pesas. Cada
mañana verificaba, esperanzado, el aumento de los
músculos de mis brazos; por desgracia, se desarro-
llaban muy lentamente.
Entonces recordé que existe un milagroso método
japonés de combate que da la superioridad a los dé·
biles sobre los fuertes. Me puse a buscar un manual
de jiu-jitsu y finalmente lo obtuve a cambio de mi
ración alimenticia de diez días.
Durante tres semanas desaparecí totalmente de la
circulación. Con algunos chiquillos de mi edad, pa·
saba todo el tiempo en casa aprendiendo las leccio-
nes del manual. Después volví a salir.
Recostado en el césped del patio, el "Pelirrojo"
jugaba a las cartas con dos de sus secuaces. Estaba
de tal modo absorto en el juego, que ni siquiera me
vio llegar.
El miedo me roía mientras avanzaba. Una voz

32
interior me aconsejaba dar media vuelta, para sal.
vanne. Al llegar cerca de los jugadores, de una pa·
tada dispersé sus cartas.
El "Pelirrojo" me miró estupefacto. Lentamente,
se levantó:
• -¿Quieres pleito? -preguntó amenazador.
Su mano, como de costumbre, se hundió en el bol.
silla para armarse. Pero esta vez, supe replicar con
un movimiento seco y rápido. Derribé al "Pelirro-
jo". Lanzó un grito de dolor. No entendía nada: se
levantó y se lanzó sobre mí como un toro herido.
En mi manual, eso estaba previsto. Luego el "Pe.
lirrojo" fue obligado a dejar escapar el boxer de
sus dedos vueltos impotentes por mis sabios movi-
mientos, y se encontró de rodillas ante mí. Ahora
le tocaba a él llorar de impotencia.
Desde ese día, dejó de ser el rey de la calle. Des-
de ese día, sé que no es necesario tener miedo de los
poderosos. Es necesario, simplemente, ser más fuer-
te que ellos. Contra cada especie de poder, se puede
encontrar una defensa apropiada a su naturaleza, un
jiu-jitsu que les concierna. Es necesario únicamente
saber aplicarlo.
Después de mi experiencia con el "Pelirrojo" sé
también que para ser poeta no basta saber escribir
poemas: es necesario también ser capaz de defen-
derlos.
CAPITULO QUINTO

Mi madre volvió del !rente extraordinariamente del.


gada. Sus cabellos rubios se habían vuelto oscuros.
Al principio, supuse que se los había teñido; pero.
a mi pregunta, respondió con una triste sonrisa, y
levantó BU peluca. Su cabeza casi demuda se parecía
a la de un mozalbete.
Contrajo el tifo y, en el hospital militar, la habían
rapado. Pero no sólo perdió en el frente sus cabellos.
Cantaba varias veces al día; sobre un camión, o
sobre un tanque, ante los soldados que. un momento
después, partían a morir en combate. Cantaba en la
lluvia y bajo la nieve; descansaba con sólo tomar
un trago de la botella de vodka que una mano de
soldado tendía de tiempo en tiempo. Encontró a esos
oyentes, conmovedores y maravillosos.
Pero su voz hermosa y fuerte, comenzó a debili-
tarse. Mi madre pudo soportarlo todo; su voz, no.
A su regreso, encontró trabajo a pesar de todo;
pero no quiso decirme dónde.
Un día unos chiquillos de mi clase me pregunta.
ron:
-¿Tu madre es cantante?
-Sí. cantante -respondí con orgullo.

34
-Y, ¿dónde se presenta?
-En un teatro ..•
Estallaron de risa.
-¡Dices un teatro!, canta en los entreactos del
cine Forum.
Fui al Forum el día de la victoria.
Fue una jornada extraordinaria. Los cohetes esta-
llaban uno tras otro en el cielo. Los inválidos que de
costumbre revendían cigarrillos, aquel día los distri-
buyeron gratuitamente. Vi a un general comprar to-
dos 108 helados de un carro ambulante e invitar a los
niños.
Los hombres se abrazaban, llorando y riendo. Sen-
tían que las pruebas más duras habían terminado,
que al fin entraban en un período de vida mejor.
El cine Forum estaba lleno de soldados y de muje-
res. El aire estaba saturado de perfume barato y de
cerveza. Las botellas de vodka pasaban de mano en
mano. Se bebía al gollete. Cálidos besos reemplazaban
los Z4kusku*. Los oficiales cerraban 108 ojos ante el
vodka y los besos: en ese día, todo estaba permitido.
Repentinamente, me detuve.
Sobre el foro apareció una mujercita, con un ves-
tido cubierto de lentejuelas y zapatos dorados. Acom-
pañada por una pequeña orquesta, comenzó a cantar.
Su voz estaba cascada a medias y era difícil adivinar
su antigua belleza.
• Bocadilloll.

35
Era mi madre.
Nadie la escuchaba. Las mujeres y 106 soldados
preferían beber y abrazarse. ¡Qué diablos!, era la
victoria. Por esta victoria, el pueblo ruso ha dado
veinte millones de los suyos, y mi madre, su voz.
Poco después abandonó la escena para convertir.
se en administradora de una pequeña sala de con-
ciertos. Su trabajo era muy ingrato. Le acarreaba
muchas dificultades y poco dinero. Con 700 rublos,
debíamos vivir 106 tres, ya que en el curso de la
guerra nuestra familla se babia enriquecido con una
hermanita: Elena.

Mi madre estaba muy preocupada conmigo. Mi cu-


riosidad por la vida me impulsaba hacia las aveno
turas más inverosímiles. Tenía un carácter difícil.
En un momento dado, me hice de amigos entre los
ladrones profesionales. En otro, me lie con hombres
del mercado negro de libros. Pero, siempre, la Inter-
vención providencial de mi madre me sac6 a tiempo
del mal paso.
Mi madre tomaba para mí el consejo que en
otro tiempo Lenin había dado a todos los rosos:
"Aprende, aprende. y una vez más aprende".
Mas yo estudiaba mal. Para ciertas materias, co-
mo la físiea, simplemente no estaba dotado. Todavía

36
ahora. soy incapaz de comprender qué es .la eleetri-
cidad y de dónde viene. Pero tenía malas calificacio-
nes aun en ruso, en el oral. A pesar de todo escribía
bien, casi sin errores, aunque encontraba Innecesa-
rio aprender las leyes muertas de la gramática ...
En la escuela, intuí a los miembros de mi gene-
ración. Detrás de los pequeños pupitres, se adiví-
naban pequeños investigadores de verdad, pequeños
héroes, pequeños cínícos y pequeños dogmábcos.
No me gustaban los cínicos que ironizaban con
cualquier propósito, que se burlaban de todo; pero
tampoco me gustaban los "estudiosos" que conside-
ran sin tacha las enseñanzas de los manuales.
Desde mi banca, bajo el retrato de Stalin, tenía la
mirada fija en la ventana y soñaba en escaparme ha-
cia otra escuela, la escuela de la gran ciudad que
significaba la nieve y los cigarrillos, el combustible
de los coches y los cálidos pirozhki* de los vende-
dores callejeros.
En casa, en cuanto estaba solo, sin vigilancia de
mi madre, dejaba mis cuadernos escolares para es-
cribir poemas, reflejos de otra vida en mi imagina-
ción. Dejaba de escribir solamente cuando mi mano
se entumecía. Una vez acerté a escribir diez o doce
poemas.
Bombardeé con mis obras todas las redacciones,
que contestaban invariablemente con la misma fér-
• Pastellllos,

37
mula de rechazo. Imagino todavía la sorpresa del
redactor del Diario de los Pioneros [agrupación de
ocho a quince años) cuando ley6 mi poema:
No tiene fin mi camino fluido
Me maté, le di miedo a la sombra de la noche
Ustedes me quisieron, amigos de la calle
Pero me han olvidado al día siguiente.
Después, un día, cuando ya no esperaba casi na-
da, recibí la respuesta de la editorial Joven Guardia,
pidiéndome que me presentara para hablar de mis
obras.
La carta estaba firmada por un poeta. Andrés Dos-
lal.
Era un joven delgado que llevaba un parche negro
sobre el ojo derecho. Tenía el aire de un pirata. Al
verme enlrar pareció sorprendido.
-¿A quién busca, pequeño?
Le enseñé la carta.
-Ah, comprendo, su padre está enfermo y no
pudo venir personalmente.
-No es mi padre: yo soy el autor de los poemas
-respondí nerviosamente, estrechando febril mi caro
peta de estudiante.
Dostal continuó un momento mirándome, después
estalló en una gran risotada.
-Usled me confundió por completo. Creí dar ci-
ta a un hombre encanecido que ha atravesado el agua

38
y el fuego ••• En sus versos, hay tantas historias de
guerra, de sufrimiento y de amores trágicos ...
La mirada de todos los que estaban en la pieza se
volvió hacia mí. Sonreían. Tuve la impresi6n de que
estaban burlándose de mi. Mis ojos comenzaron a
llenarse de lágrimas.
Pero Dostal, al sentir mi desconcierto, me puso
amigablemente la mano sobre el hombro, me hizo
sentar, y me habló de mi cuaderno de poemas. Más
tarde, nos hicimos amigos. No era un gran poeta,
pero amaba la poesía y me transfirió las esperanzas
que no pudo realizar él mismo.
En esta época, Martin Eden era mi libro de cabe-
cera. Sus primeras páginas han sido para mi una
fuente de inspiración y una ayuda. En el presente,
me gustan más las últimas. Pero anticipo.

Mi madre no quería a ningún precio que yo fuera


poeta.
No por falta de gusto por la poesia: simplemen-
te, estaba convencida de que el poeta es un ser ines-
table, atormentado, siempre sufriendo en su vida
errante. Sabía que el destino de los poetas rusos ca·
si siempre ha sido trágico: Pushkin y Lennontov
murieron en duelo; Aleksandr Blok quemó su vida
poco a poco en los vapores nocturnos, suicidándose

39
de hecho; Essenin se ahorc6; Maiakovski se dio un
balazo en la cabeza. Mi madre no me hablaba de eso,
claro, pero ella conocía muchos otros nombres de
poetas de su generación que perecieron en los cam-
pos estalinianos, Temblaba sólo con la idea de que
yo pudiese elegir el mismo camino. Rompía en pe.
dazos mis cuadernos de poesía. Me suplicaba inee-
santemente que me interesara en algo "serio".
Mas, para mí, lo "serio" era precisamente la poe-
sia. Continuaba escribiendo con la terquedad de un
loco. Evidentemente, no tenia grandes ideas en la
cabeza. Pero buscaba la fonna. Durante muchos
años, por ejemplo, me ocupé en hallar rimas nuevas.
Las rimas en los versos contemporáneos me pare·
cían muy limitadas. Maiakovski. en los años veintes,
.decía ya, bromeando: si se busca bien, se encontra-
rán en alguna parte de Venezuela unas veinte rimas
que nadie aún ha explorado.
Pero no creía a Maiakovski, a pesar de toda mi ad-
miración por él, ¿No explicó él mismo que no hay
que fiarse jamás de las autoridades literarias, sean
cuales fueren?
No opté por el camino de la facilidad, grato a
ciertos poetas occidentales, que han declarado que
las rimas como tales están superadas, y se han pues.
to a escribir una mezcla de prosa y de verso. Pero a
mi entender, matan de esta manera una de las más
preciosas cualidades de la poesía: su música.

40
En un enorme cuaderno especial. terminé por ano-
tar cerca de 10,000 rimas nuevas. Deegracíadamen-
te ha desaparecido. .• Esas búsquedas me sirvieron
a pesar de todo, pues más tarde los críticos me han
acreditado rimas "evtushenkianas". Son generosos:
no inventé nada. Exploté. simplemente, ciertos prín-
cipios folklóricos. Pero me es difícil explicar ese
trabajo a los lectores occidentales, a causa de la bao
rrera de la traducción.
Siempre tuve la impresión, entonces, de escribir
mejor cada vez, a cambio de obtener en la escuela
cada vez peores calificaciones ...
Mi madre encontró un argumento supremo contra
mi porvenir poético:
-La poesía nunca te dará una vida tranquila, ni
dinero.
Pero yo detestaba la vida tranquila, con la misma
fuerza que despreciaba el dinero.
Parece que, antes, uno de los grandes afirmó:
"El dinero es el arma de liberación del hom-
bre".
A mi juicio. el dinero ha sido siempre, y es aún,
el arma maldita de Ja esclavitud.
Cuando no se tiene, es la esclavitud de los hombres
tratando de procurárselo, cueste lo que cueste, para
VIVIr.
Cuando se tiene, es otra forma de esclavitud: la
obsesión de cómo conservar o aumentar su posesión.

41
En ello muchos hombres díspendian lo mejor de SU8
fuerzas y de su energía.
He visto qué maldición fue el dinero en 1947, des-
pués de la famosa reforma monetaria.
Se recuerda que, para poner orden en las finan-
zas soviéticas, para liquidar de un golpe la inflación
de posguerra, Stalin recurrió a un método radical:
introdujo una nueva moneda.
Sólo los que tenían su dinero depositado en las
cajas de ahorro del Estado -y era una pequeña mi-
noría- estaban autorizados a cambiarlo en su too
talidad por la nueva moneda. Los otros tenían dere-
cho a cambiar solamente una suma fija e irrisoria.
El resto de 8US economías quedaría de la noche a la
mañana sin valor.
Las gentes se lanzaron sobre los almacenes desde
que el rumor de que se aproximaba Ia reforma fue
conocido en Moscú. Compraban, compraban, com-
praban cualquier cosa ...
Vi un hombre enloquecido, cargar sobre un ca·
mién cuatro espejos de gabinete porque fue 1& úni-
ca cosa que encontró en la tienda.
Vi a una matrona, sofocada y sudorosa por el es-
fuerzo, llevar sobre su espalda un busto de Venus ••.
Vi, el día de la reforma, un viejo que corría por
las calles y lanzaba sobre el asfalto, dando gritos
histéricos, el dinero devaluado que pisoteaba rabio-
samente.

42

Con las manos en los bolsillos de mi abrigo remen-
dado por todas partes, lancé a todas esas gentes la
mirada despectiva de un revolucionario. Me gustaba
ver, en el cine, películas sobre la Revolución y cuan-
do los soldados y los obreros, fusil en mano, mar-
chaban sobre la pantalla, se me hacia un nudo en
la garganta. Quería ser como ellos, valiente y desin-
teresado.
Me parecía incomprensible, extraño, que ciertos
hombres, con el carnet del Partido Comunista en el
bolsillo, amaran de tal modo el dinero.
En mi espíritu, las palabras comunismo y desinte-
rés son sinónimos.
Recuerdo, sin embargo, al padre de un compañe-
ro de escuela, alto funcionario de un establecimien-
to comercial, que me recitaba pomposamente las pa-
labras de Lenin: "En la sociedad comunista, nos
serviremos del oro para construir excusados". Esas
palabras me impresionaron y me gustaron.
Pero el día de la reforma monetaria, hallaron al
padre de mi compañero con una hala en la cabeza,
junto a su colchón descosido y forrado de dinero de-
valuado.
De esta manera comprendí, poco a poco, que cier-
tos hombres que se dicen comunistas y que citan con-
tinuamente las palabras de Stalin o de Lenin, de he-
cho no son comunistas en absoluto.
Para ellos, tener el carnet del Partido en el bolsi-

43
110 Y hablar del comunismo no tiene nada que ver
con las convicciones ideol6gicas. Es, nada más, 8U
fuerza de existencia.
Más tarde, en el poema Considérenme comunista
he hablado de estos hombres:

Los que alaban,


con celo,
nuestro poder,
r mienten en los mítines,
lo que atnM
no es el poder de los soviets,
aman
el poder ¡Simplemenle!

De seguro, como muchacho, no pude formular y


comprender todo eso claramente. Pero ya lo sentía
en forma instintiva.

Veneraba, y sigo venerando, los ideales románticos


de los obreros y los campesinos que, en 1917, toma-
ron por asalto el Palacio de Invierno. Por tal razón
los hombres rapaces, interesados, siempre serán ante
mis ojos traidores a la Revoluci6n.
Me parece desgraciadamente que muchos exper-
tos occidentales en asuntos soviéticos cometen el

44
error de juzgar nuestro pare y su ideal revoluciona-
rio. no a través de los hombres fieles a sus convic-
ciones sino a través de esos traidores.
Pero cometen otro error, más grave aún: piensan
siempre que el comunismo ha sido artificialmente
impuesto al pueblo ruso. Además, no se dan cuenta
de que esta idea ha entrado en la sangre y la car-
ne del pueblo ruso.
Lenin dijo: "Rusia ha engendrado su marxismo
en el dolor". Pensaba evidentemente en el pasado
zarista. El pueblo ruso ha defendido a costa de gran-
des sacrificios el marxismo no sólo durante la época
zarista: ha continuado pagando el precio en los do-
lores y en los errores de la época de la construcción
de' una sociedad socialista.
Amo a mi pueblo porque soy ruso y soy revolu-
cionario. Lo amo porque no cayó en el cinismo, por-
que no ha perdido la fe en la limpieza inicial de la
idea revolucionaria. a pesar de la suciedad que lo
ofendió.
Odio a los cínicos que miran a la Historia desde
las cimas de su pretensión, que no tienen respeto por
el trabajo heroico de mi pueblo, que tratan de pre-
sentarlo como un rebaño de borregos incapaz de
distinguir lo bueno de lo malo. Esos hombres son in-
capaces de proponer algo constructivo.
Pero odio con la misma fuerza a los dogmáticos.
Representan, a mi juicio, la peor manera del revi-

45
sionismo. Algunos dogmáticos se encierran en su
fanatismo con plena sinceridad. Mas la mayor parte
-de eso estoy convencido desde mi infancia- pro-
fieren bellas palabras únicamente para ocultar sus
bajos intereses personales.
Puesto que considero, como ya he dicho, que el
comunismo se ha convertido en la esencia misma del
pueblo ruso, me he convencido de que los cínieos y
los dogmáticos no son únicamente traidores a la Re-
volución: también son traidores al pueblo.
El pueblo ruso ha sufrido probablemente más que
ningún otro durante todos los siglos de su historia.
Este duro pasado debió, creen algunos, avasallar su
alma, matar su capacidad de creer en algo. Me pa-
rece, no obstante, que las dificultades de una nación
pro..-ocan resultados opuestos. Los países favoreci-
dos por la geografía o por la historia, y que hoy son
aparentemente los más ricos, sufren precisamente
de la insuficiencia de su vida espiritual y del escep-
ticismo de sus ciudadanos con respecto a los valores
morales.
Cualesquiera que sean sus signos exteriores de ri-
queza, no creo que SUR pueblos sean felices. La vieja
palabra bíblica: UNo s610 de pan vive el hombre".
me parece explicar el fondo de sus desgracias.
Uno de los grandes filósofos del pasado dijo: "El
hombre es el animal que sabe soñar". Algunos de
nuestros contemporáneos demuestran en 9U vida la

46
justeza de esta frase, únicamente en su primera par-
te. Pero si se les mira de cerca, veremos que, inca-
paces de soñar altos ideales, tienen necesidad de so-
ñar algo, pese a todo.
La vida de un hombre sin ideal es triste. Puede
disimular como quiera su tristeza ante sus ojos y
ante los ojos de los demás. Pero no hace más que sub-
rayar el tedio del vacío en el cual vive.
Pero si el hombre próspero sufre a menudo la
ausencia de un ideal, el que vive en los sufrimientos
no puede, simplemente, estar sin él.
El pan no podrá reemplazar el ideal para quien
no lo tiene; pero el ideal puede reemplazar al pan.
Tal es, a mi juicio, la naturaleza del hombre. Y
estoy convencido de que únicamente los grandes BU-
frimientos engendran los grandes ideales.
¿Por qué Marx se equivocó prediciendo la Revo-
lución en los países capitalistas más avanzados y no
en un país retrasado como Rusia?
¿Por qué Rusia, última en el proceso de indus-
tr¡'alización, se ha convertido súbitamente en la pri-
mera en el camino del socialismo?
Porque cedi6 ante los otros países en la compe-
tencia industrial, pero no en la cantidad de desdicha
popular ni en el número de lágrimas cotidiana-
mente vertidas.
Sí, me responderán ustedes, pero la Revolución,
al mismo tiempo que las victorias, ha llevado al pue·

47
blo ruso muchos dolores nuevos, muchas lágrimas
recientes. Esto es verdad.
Pero es necesario no olvidar algunos rasgos espe-
cíficos del pueblo ruso. Está habituado a los sufrí-
mientes, Es capaz de soportar lo que los ciudadanos
de otros países encontrarian insoportable.
Pero hay más. Una madre ama con mayor inten-
sidad al niño que ha engendrado en el dolor. De
igual manera, un pueblo que ha pagado con su san-
gre y sus lágrimas para lograr un ideal, lo quiere
aún más.
¿Pero si el ideal, si el comunismo fuese engañoso
en sí?, se me pregunta en Occidente.
Responderé que, así como es injusto juzgar al
cristianismo por los inquisidores, sus falsos saeer-
dotes, sus fariseos, de igual modo es imposible con-
fundir la gran idea comunista con la acción de al.
gunos oportunistas y neo-inquisídores que han tratado
de acapararla.
"tEs un comunista?", decía mi madre con des-
precio cada vez que encontraba un mentiroso, un bu-
récrata vanidoso o un arribista que utilizaba su caro
net del Partido para ascender en la escala del éxito.
Para mí, un comunista no es cualquier hombre, y
su calidad no tiene nada que ver con la regularidad
del pago de sus cuotas al Partido.
Todas esas ideas, tan simples como la vida de un
hombre soviético, arraigaron en mí desde la infancia.

48
Después, aprendí a juzgar aún más severamente a
aquellos que, en nombre del supuesto "interés del
pueblo", se abrían paso a codazos en la vida y sa-
crificaban sin piedad a los otros hombres.
Siento vergüenza por Stalin. Y no únicamente por
él, ¿Cómo pudo burlarse de tal modo de ese pueblo
que creía en el comunismo y que tenía tal confianza
en él y en quienes lo rodearon?
No quiero hablar de nuevo del año 1937. Pero
más tarde, ¿es que el pueblo --que olvidando 1u
injusticias sufridas, defendió tan heroicamente 8U
país- no merecía una recompensa, una confianza?
La guerra había terminado, pero muchos de los
vencedores de la víspera debieron sufrir nuevamen-
te la vergüenza de la vigilancia policíaca y a menu-
do la más severa represión.
Yo no era capaz de medir a qué escala se ejer-
cía esta violencia. Pero veía mucho, a pesar de todo.
Mi conducta en la escuela, anárquica y rebelde, re-
flejaba mi conciencia turbada.
Había decidido convertirme en un hombre inde-
pendiente. Mi padre dirigía entonces una expedición
de investigaciones geológicas. Cuando me vio ante
él, delgado y mal vestido, dijo:
-Escucha. .. Si quieres realmente ser indepen-
diente y desarrollarte por ti mismo, nadie debe saber
que soy tu padre. De otra manera, cada uno va a.
apiadarse de tu suerte y a dirigirte, conscientemente
o no: y un hombre no tiene necesidad de eso.
Me convertí en peón de la expedición geológica.
Aprendí a abrir la tierra con un pico, a arrancarle di-
ferentes piedras, a cortar el último cerillo en tres con
ayuda de una navaja y a encender fuego bajo la llu-
via. Aprendí también a no sentirme el "delicado".
El cocinero de nuestra expedición era kazajo. Una
de sus obligaciones consistía en ir, todos los días, a
buscar agua hasta el arroyo, a siete u ocho kiléme-
tros de nuestro campamento. Para ello tenía un gran
tonel montado sobre ruedas y tirado por una mula
vieja. El agua que llevaba el cocinero servía para la
cocina, el aseo y el lavado de ropa.
Partíamos todos los días al salir el sol y regresé-
bamos muy tarde. Nos pasábamos el día entero en
la árida estepa de Kazajstán, recolectando díferen-
tes minerales bajo un sol de plomo. Al fin de la jor-
nada, estábamos curvados bajo el peso de las pie-
dras amontonadas en nuestros sacos tiroleses. Al prin-
cipio, tenía la espalda cubierta de llagas producidas

52
por el filo de las piedras. Pero no regresábamos jamás
al campo antes que nuestros sacos estuvieran llenos.
Sin embargo, un día el sol quemaba tan despiada-
damente que nuestras cantimploras se vaciaron en-
seguida y, al no poder resistir por más tiempo, deei-
dimos volver al campamento. En el camino de
regreso cada uno de nosotros tenía una sola idea en
la cabeza: la del tonel de agua clara en el cual nos
íbamos a lanzar para beber, beber. beber.
De pronto, escuchamos un cantor tras una colina.
Apretamos el paso. Llegados a la cresta, vimos a
nuestra vieje mula tirando de su tonel de agua sin
que nadie, aparentemente, la condujera. No llegá-
bamos a comprender de dónde venía la canción.
Sólo al aproximarnos vimos que la cabeza de
nuestro cocinero emergía del tonel.
Hacía 35° de calor, y el cocinero, sumergido en
la frescura del agua, parecía feliz como un niño.
Cantaba un triunfal himno a la vida. Corrimos hacia
él sin decir una palabra. Al vernos, cerró los ojos, ate-
rrado. Lo sacamos del agua en traje de Adán, pero
no lo golpeamos. Simplemente Jo sacudimos por los
hombros, haciendo siempre la misma pregunta:
-¿Lo has hecho todo el tiempo, cerdo, o es ésta
la primera vez?
-Es la primera vez... Es la primera vez.••
--balbucia el cocinero castañeando los dientes.

53
Lo soltamos y nos pusimos a contemplar el agua
del tonel, divididos entre el disgusto y ]a sed. El
arroyo estaba demasiado lejos para que pudiéramos
emprender un nuevo viaje. Por lo demás, ya no te-
níamos fuerzas para ello. Finalmente, uno de nos-
otroe exclamó quejumbroso:
-¡Caramba! a pesar de todo es agua. - y hundió
su cantimplora en el tonel.
Seguimos su ejemplo y bebimos ávidamente. Aquel
día mis delicadezas de intelectual se evaporaron pa-
ra siempre. La dura escuela de la vida me enseñó
así a tener confianza en los demás.
Una vez, descubrí con espanto que tenía piojos.
Mis ropas estaban cubiertas por esos parásitos re-
pugnantes. Tan desesperado estaba que no sabia qué
hacer.
Me interné muy lejos en la estepa hasta encono
trar una antigua cantera abandonada. Allí me des-
vestí completamente y comencé a espulgar mis ves-
tiduras.
Desnudo, solo, temblando de asco y de frío, me
aborrecía a mí mismo. Tuve la impresión de que las
mismas ranas de la cantera me miraban con despre-
cio. No era cuestión de cambiar de vestimenta por·
que no ten ía nada más que ponerme. Me sentía con-
denado a vivir para siempre con esos parásitos inex·
tirpables.
Repentinamente vi alargarse una sombra delante

54
de mí. Levanté la cabeza y advertí al borde de la
cantera a una joven campesina de pies desnudos, que
me miraba. Me adosé a la pared de tierra, con el
deseo de que me tragara. Me cubrí el rostro con las
manos y me puse a llorar avergonzado.
Escuché entonces muy cerca de mí un ligero sal-
to. La campesina estaba aUí y trataba de separar las
manos de mi rostro.
Me miró tiernamente con sus ojos azules, tan azu-
1e8 que brillaban bajo 8US largas pestañas negras, y
me dijo:
-¿Por qué lloras, tontito? .. Ven conmigo.
Me vestí, no sé c6mo, y la seguí, con la cabeza
baja. La campesina me preparó un baño, me lavó
como a un niño y me metió en la cama.
Mi ropa hervía sobre el fuego. Debía sentirme li-
berado, pero no llegaba a calmarme. Acostado sobre
un diván, segula estremecido por los sollozos.
La campesina, que ya estaba en camisa de dor-
mir, se sentó sobre el borde del diván.
-¿Por qué no te calmas, tontito? ¿Por qué eres
tan tonto? . .. No tengas tanto miedo de la gente .••
La gente te ayudará siempre que estés en apuros
-me dijo acariciándome la cabeza.
Traté de librarme y, a pesar mío, me puse a
llorar otra vez. Más que nunca me dio asco de mí
mismo y me sentí repugnante para los demás.

55
Con su intuición femenina, la muchacha adivinó
mis sentimientos.
-¿ Qué es lo que tienes metido en la cabeza?
¿Que eres desagradable? Pero no eres en absoluto
desagradable ...
Levantó el cobertor y se deslizó cerca de mí; con-
tra el mío, su cuerpo vigoroso guardaba un perfume
de madera cortada y de jabón.
No olvidaré jamás aquella noche.
Jamás olvidaré el cuerpo redondo y la ternura de
esta campesina.
Desde ese día,,J!é que no hay en el mundo na-
da más valioso que la inimitable, magnífica, con-
movedora ternura femenina. Desde ese día sé que, de
tOO08108 valores más o menos dudosos que reconoce el
mundo, el único realmente inapreciable es la ternura.
Es cierto que cada mujer que nos acaricia la cabe-
za es, en principio, una mujer para la cual somos un
hijo. Sus caricias también son caricias maternales.
Pero también he conocido la dura y pudorosa ter-
nura paternal de los hombres. Los soldados que duo
rante la guerra, me dejaban en la mano terroncitos
de azúcar impregnados de tabaco, los campesinos que
me salvaron un día, en la taiga, de una osa enfure-
cida; los geólogos que me ayudaron a llevar mi sao
co tirolés, demasiado pesado para mí; los obreros
que curaron mis piernas ensangrentadas con hierbas
medicinales; todos ellos me han dado la prueba, des-

56
de mi iniancia, de que la riqueza más valiosa es la
ternura. Y yo, sigo creyéndolo.

Cada uno de nosotros ha encontrado en su vida, me


parece, un demonio que quiso destruir su confianza
en el hombre, que intentó convencerlo de que el des-
interés es imposible, que trató de perderlo en el negro
laberinto del cinismo. También tuve mi demonio.
Era ingeniero en una de las minas de fierro de
Kazajstán. Tenía cuarenta y cinco años aproxima-
damente. Su gran cabeza calva estaba colocada so-
bre un cuerpo desproporcionadamente pequeño. Sus
ojos minúsculos eran siempre burlones.
El demonio me invitaba algunas noches. después
del trabajo, para hablarme de la bajeza de los hom-
bres y explicarme que el amor, la amistad y todos los
nobles sentimientos hablan sido inventados por lite-
ratos que, en su vida privada, eran canallas tan gran·
des como los otros.
El demonio vivía con una mujer, antigua lavapla-
tos en la cantina de Ja mina. Era delgada, insignifi-
cante y ocultaba su mirada a todos los hombres.
El demonio la hahía convertido en su víctima
permanente. Al volver del trabajo la obligaba a la-
varle los pies y se las arreglaba para que alguien
asistiera a esta escena ritual.

57
El se imaginaba, sin duda, que humillando a esta
mujer tranquila e incapaz de la menor queja, hu-
millaba a la humanidad entera.
Un día, los pies en el agua tibia, me explicó 8U
filosofía con delectación:
-¿Acaso eres tú de los que piensan que el mun-
do está gobernado por el amor? Pues mira: me
acuesto con esta mujer y, a pesar de ello, la despre-
cia. Por 8U lado, ella me detesta, pero se acuesta
conmigo y hasta me lava los pies. ¿Por qué vivimos
juntos? Porque tenemos necesidad el uno del otro.
-La necesito para acostarme con ella y para que
me lave los pies. Ella me necesita para que la vista
y alimente. El mundo entero vive así: no el amor
reina en él. sino un odio recíproco atenuado por neo
cesidades momentáneas.
Miré a la mujer. Ella seguía lavando los pies de
su torturador. Lloraba dulcemente y sus lágrimas
caían en el agua del balde.
Los argumentos del demonio parecían convincen-
tes. Sin embargo, entre más filosofaba el demonio,
más sentía aumentar mi resistencia interior.
Un día, el demonio me pidió que fuera con él R
la ciudad a Iin de traer la paga a los obreros de la
mina. El camión era conducido por un muchacho si-
lencioso con los brazos tatuados y los dientes de
acero.
-Es preciso andarse con cuidado. Este sujeto ha

58
estado en la cárcel. Pero tengo con que proteger-
nos.••
Me hizo palpar el revólver que cargaba en el bol-
sillo, e insistió en que estuviese siempre en guardia.
En el banco, el demonio contó cuidadosamente sus
billetes, fajo tras fajo, y los colocó en una vieja caro
tera de cuero. Después subimos los tres juntos al
camión, el demonio con la cartera sobre sus rodillas.
Debíamos recorrer quinientos kilómetros en brechas
abiertas sobre un paisaje desértico. Alrededor de nos-
otros, los lagos de sal desecados. Por encima, las
águilas que planeaban majestuosamente, volviendo
su cabeza rapaz hacia nuestro camión.
El demonio, aburrido por ese paisaje, se puso a
filosofar nuevamente:
-La vida es extraña -dijo al chofer-. Sabes
que tengo mucho dinero en mi portafolio; pero sabes
también que tengo un revólver y que, de todas mane-
ras, no irías lejos con el dinero aunque me mataras.
De lo contrario, me matarias enseguida, ¿no es cierto?
El demonio reía, satisfecho. El chofer no decía
nada. Sus brazos tatuados se crispaban un poco más
sobre el volante.
-Todos los hombres -(;ontinuó el demonio-,
tienen naturaleza de ladrones y se robarían sin cesar
los unos a los otros. Simplemente tienen miedo del
castigo. Si 10 abolieran, los hombres se matarían y se
robarían sin tregua unos a otros.

59
Esta vez, no tuvo tiempo de terminar su dis-
curso. El chofer frenó con tal brutalidad que fui
a dar de frente contra el parabrisas y las estre-
llas brillaron ante mis ojos. Cuando me volvió el
alma al cuerpo, el chofer tenía en su mano el re-
vólver del demonio, que le había arrancado yo no
sé cómo.
-¡Baja de aquí, ladilla! -le dijo sordamente
apuntando el arma contra su vientre-. Estas no son
palabras, pero lo que sale de tu boca también tiene
lo suyo. La cabina apesta a cieno desde que estás
aquí. . . Ya no se puede respirar más, lárgate, pero
deja aquí el dinero!
El chofer arrancó la cartera de las manos del de-
monio y lo sacó de la cabina. Pisó el acelerador y
arrancamos a toda velocidad.
-¿Sabes lo que piensa ahora? -me preguntó son-
riendo el chofer-. Está seguro de que vaya huir con
su dinero. •. Los hombres como él juzgan siempre
a los demás de acuerdo con lo que son ellos mis-
mos. .• Si los dejamos, infestarían el mundo ente-
ro ••• Nos obligarían a todos a marchar con la mier-
da hasta las rodillas ...
Me volví y miré, en medio de la desierta estepa,
al pequeño demonio correr detrás del camión gri-
tando y manoteando.
Cada vez era más y más pequeño.
-No temas por él-dijo el chofer entre dientes-,

60
los tipos de su especie no se pierden jamás. •• Son
indestructibles. •. desgraciadamente.
Continuamos nuestro viaje. Cien kilómetros ade-
lante comenzó a fallar el motor. Fue necesario dete-
nerse. El chofer examinó el motor. Después me di-
jo, fastidiado:
-Ya no hay agua en el radiador. Toda se evapo-
ró. Y no veo cómo vamos a encontrarla aquí.
Miramos la estepa en torno de nosotros, y perma-
necimos un largo momento sin hablar. Finalmente,
el chofer propuso una solueién¡
-Quédate aquí y cuida el camión. Iré a buscar
ayuda. Llevo el dinero conmigo. Hay muchas gen·
tes peligrosas que rondan por la estepa. •• Vale más
que me esperes, sin tener este cebo contigo.
Dicho eso, llenó sus bolsillos y su camisa de dine-
ro. lanzó la cartera vacía y lo vi alejarse a paso rá·
pido sobre la carretera.
Me quedé solo, sin agua ni comida, en medio de
la estepa, interminable.
El sol se ocultó y salió dos veces, y yo seguía so-
lo. Rondaba alrededor del camión sorbiendo el ju-
go amargo de las plantas de la estepa. Comencé a
tener alucinaciones. Veía aparecer ante mí, millares
de pequeños demonios con miles de mujeres silen-
eiosas que les lavaban los pies, y todos esos demo-
nios me gritaban con una sola voz: "¿Ves?, ¡te aban-
donó! No querías creer que todos los hombres son

61
unos canallas. i Ahora tienes la prueba! ¡Ahora sabes
que tenia razón!"
Terminé por tirarme al suelo y golpear con mis pu-
ños, gritando con una voz histérica:
-¡No es verdad!
La tercera noche estaba acostado, completamente
exhausto, en la cabina del camión, cuando unos ha-
ces de luz me cegaron bruscamente. Creí entrever
pequeñas siluetas negras en tomo del camión.
La puerta se abrió, ¡y los brazos tatuados me es·
trecharon tiernamente!
-¡Estás vivo! ¡Sabia que estarías vivo!
El chofer me dio un poco de leche y me reanimó
amistosamente.
A partir de ese día, he encontrado muchos otros
demonios, y es probable que encuentre bastantes
más. Pero nunca podrán vulnerar mi confianza en
los hombres. Mi primera experiencia fue la más pe-
nosa, pero me preservó definitivamente contra esa se-
ducción.

Al poco tiempo, participé en una segunda expedí-


ción geológica en el Altai. En esta ocasión, ya no
era un simple obrero, sino una especie de técnico
llamado "colector", Había también en nuestro grua
po algunos individuos egoístas, cínicos y amargados,

62
pero la expedición me convencía más y más de que
los hombres buenos son mayoría en el mundo. Noté,
sin embargo, que los malvados forman a menudo un
frente común, incluso aquéllos que se detestan entre
sí; mientras que los hombres buenos están más di-
vididos y, por ello mismo, son más débiles.
Igualmente aprendí que la inteligencia no se mi.
de por la suma de conocimientos. La característica
esencial de un hombre inteligente es su capacidad
de comprender y de ayudar a los demás.
A la luz de este criterio, muchos hombres "cultos"
me han parecido intelectualmente inferiores a sim-
ples campesinos, soldados, obreros, y aun a crimi-
nalee. Los hombres que pueden citar de memoria a
todos los clásicos, de Platón a Kafka y Joyce, no 80n
necesariamente aristócratas del espíritu. Sólo los
hombres de corazón, abiertos a su prójimo, son digo
nos de ese título.
2 CAPITULO PRIMERO

Cuando regresé junto a mi madre, bronceado y vi-


ril, ella fue a buscarme a la estación y en el tran-
vía que nos llevaba de regreso a casa, le hice el
relato de mis aventuras, con arrogancia y sin tomar
en cuenta a los restantes pasajeros, que me miraban
con asombro, como escandalizados. De pronto, me
di cuenta de que mi madre lloraba. Por un instante
no comprendí nada; después me di cuenta que le
hice mi relato en el crudo lenguaje habitual entre
los geólogos. que debía parecer atrozmente grosero
a los oídos de los ciudadanos. acostumbrados a un
ruso más literario.
Mi madre seguía llorando; le prometí no volver
a emplear palabras gruesas. Y efectivamente, no las
empleo nunca. Digamos: casi nunca.
Llegado a casa, descosí un bolsillo de mi panta-
lón, saqué el dinero que había ganado honestamente
en Asia, y lo dejé sobre la mesa.
-¿Qué vas a hacer con todo ese dinero? -me
preguntó mi madre, asombrada.
-Voy a comprarme una máquina de escribir -le
dije-, yel resto será para ti.
A partir del día siguiente, me puse con fervor a

64
escribir y a bombardear las redacciones con mis ver-
sos. Pero la máquina de escribir no basta para rea-
lizar un milagro. El que mis versos fueran escritos
a mano o dactilografiados en nada cambiaba su des-
tino: de cualquier modo no se publicaban.
Tuve otra pasión en la vida: el futbol. En la no-
che escribía versos; durante el día jugaba futbol en
los patios o en 108 terrenos baldíos. Volvía a casa
con los zapatos agujereados, los pantalones rotos y
las rodillas sangrantes. Pero el ruido de las pata-
das contra el balón de cuero me pareeian la más
embriagadora de las músicas.
El placer de engañar adversarios por dribble3
inesperados, antes de marcar un gol al lado de las
manos impotentes del portero, era para mí un pla-
cer verdaderamente poético. Por extraño que pueda
parecer, he creído siempre que el futbol tiene algo
en común con la poesía.
El futbol me ha enseñado mucho en la vida. Me
convertí en portero y aprendí que lo importante no
es solamente saber atacar, sino también seguir con
atención los más mínimos movimientos del adversa.
rio, saber frustrar SUB mañas. y adivinar sus inten-
ciones. Todo eso me ayudó mucho, más tarde, en
mi lucha literaria.
Se me predecía una brillante carrera de portero.
Muchos de mis compañeros de juego de entonces
se han convertido en estrellas profesionales. Cada vez

65
que nos encontramos, me dicen que me envidian el
ser poeta y yo les respondo que los envidio por ser
futbolistas.
Porque me parece que las reglas del futbol son
más simples que las de Ja literatura. Si alguien me-
tió un gol, de ello existe una prueba inmediatamente
verificable: el balón quedó en la red. El hecho, co-
mo se dice, no es discutible. (Sé que los árbitros nie-
gan de vez en cuando un gol, pero se trata más hien
de una excepción que de una regla.)
Si un poeta mete un gol, al contrario, lo único que
oye es el mido de miles de silbatazos, lanzados por
los árhitros que se designaron por sí mismos, y que
se apresuran a declarar que el gol no era limpio,
que el halón pasó de lado, que la obra no merece
ninguna recompensa. No es posible probar nada. Y
]0 que es peor: frecuentemente los tiros que no Ile-
gan de ningún modo a ser un gol son proclamados
por los árbitros oficiales de la poesía como logradas
obras maestras. Cada vez que veo tales injusticias
literarias, lamento haber abandonado mi carrera de
futbolista.
Sin embargo, estuve muy cerca del éxito en este
campo. Un día, durante un encuentro entre dos equi-
pos juniors, me mostré particularmente inspirado:
como portero, salvé tres penaltis. Después del en-
cuentro, el entrenador de un equipo me pidió que
fuera a su casa, al día siguiente, para una prueba.

66
Todos mis compañeros de equipo me felicitaron con
envidia.
Entre tanto, otro hecho determinó el camino que
iba a seguir mi vida.

De tiempo atrás tenía intención de llevar versos al


diario El Deporte Soviético, quizá la única publica-
ción a la que no había sometido aún mis obras.
Apenas terminado el encuentro, aún vestido con
mi camiseta azul y mi pantalón corto, llevé a la re-
dacción un poema consagrado a las costumbres de
los deportistas soviéticos y norteamericanos. Estaba
escrito en un estilo "inspirado en Maiakovski".
Las oficinas del Deporte Soviético constaban de
una sola pieza, en la cual se distinguían, a través
del humo de tabaco, algunas siluetas de hombres
escribiendo a máquina o con la pluma estilográfica.
Pedí en voz alta hablar con el jefe de la sección
poética. Una silueta me gritó desde el interior de
una nube de humo: "esa sección no existe".
Pero, instantáneamente, una mano salió de la nu-
be para posarse sobre mi hombro y oí una voz amis-
tosa que me decía:
-¿Poemas? Muéstramelos, por favor.
De inmediato luve confian7.A en esta mano y esta
voz y no me equivoqué.

67
Me encontré ante un hombre de unos treinta años,
cabellos negros, con bellos ojos un poco orienta.
les. Se llamaba Nikolai Alexándrovich Tarasov, 'Y
se ocupaba de cuatro secciones a la vez: informa.
ción internacional, asuntos del partido, futbol y Ii-
teratura.
Tarasov me hizo sentar, y rápidamente leyó mi
poema. Reflexionó un instante y me preguntó.
-¿Tiene otros versos?
-Si, contesté, pero no sobre deportes ...
-Tanto mejor -dijo Tarasov sonriendo.
Tomó el cuaderno desgarrado en el que había co-
piado mis poemas y se puso a leerlos en voz alta,
sin prestar ninguna atención al ruido de las méqui-
nas de escribir; llamó a una mujer, y sin preguntar-
me nada, le mostró un pasaje en el que comparaba
los racimos de uvas con los balones de los niños.
Después comenzó a leer en voz alta, y algunos pe.
riodistas, fotógrafos y dactilógrafas vinieron a reu-
nirse alrededor de él, Escuchaban.
Tarasov les hizo una pregunta:
-Entonces, ¿qué piensan ustedes, será poeta?
-¡Sí, lo será! -respondieron los otros a coro.
Alguien me palmeó el hombro y repitió, para mi
uso personal: "¡Serás poeta!" Tara80V estaba de
acuerdo: "Pienso como ustedes", dijo muy contento.
No he sabido, hasta hoy, cómo esos hombres ha-
bían adivinado en mí al poeta. Se aprovechaban pro-

68
bablemente del hecho de que la literatura no era su
profesión y que su cabeza no estaba sobrecargada
por obras de todas clases.
Cuando Tarasov estuvo nuevamente a solas con-
migo, tomó mi poema Los dos deport~ y me dijo:
-Es el más malo de todos los que has escrito, pe-
ro es el que mejor pega para nosotros.
Después escribió en el margen esas dos palabras
mágicas esperadas desde hacía largo tiempo: "Alli·
notipo", Y mi poema voló no sé a donde.
Continuamos charlando.
-¿ Cuál es tu poeta preferido? -me preguntó.
-Maiakovski -respondí sin vacilar.
-Está bien, pero no es todo ••• ¿Has leído a Pas-
ternak?
-Si, lo conozco.
-¡Mientes! Y aunque lo creas, no lo conoces.
Tarasov se puso a recitar poemas de Pastemak
que yo no había, en efecto, leído jamás. Su secreta-
ria lo interrumpió amigablemente:
-Nikolai Alexándrovich, ¡otra vez con tu Paster-
nak!
- i A Dios gracias, estamos en un periódico de-
portivo! -respondió riendo. Después continuó:
-Si no tienes prisa, me gustaría presentarte a
uno de mis amigos, un sabio, un fisico.
Tarasov fue a" telefonear, y esperando la llegada
de su amigo, se inclinó sobre mi cuademo de poe-

69
mas y me babló de sus debilidades. No preparaba
sus palabras:
-Eso, es agua tibia, esto es aún peor, porque es
de mal gusto; aquello, aburre; este verso no quiere
decir nada estrictamente.
Pero de tiempo en tiempo, ante algunos versos ais-
lados, encontraba la ocasión de hacer un cumplido.
-¡Esto es bastante bueno! Esta estrofa tiene eier-
to valor experimental.
Después de un momento, vi entrar en la oficina
a un hombre pálido, de unos treinta afios, de freno
te enorme y paso nervioso. Llevaba bajo su brazo un
paquete y un inmenso tablero de ajedrez.
-Ah, aquí viene Volodia Barlas, mi amigo fisi·
eo, .• Te presento a un poeta, Evgueni Evtushenko.
Era la primera vez en mi vida que era presentado
a alguien como poeta. Pero el físico pareció escép-
tico:
-¿Poeta? -preguntó Barlas-. Poeta, eso quie-
re decir mucho.
Me caus6 una extraña impresión; hasta me pare-
ei6 anormal.

Salimos los tres a las calles de Moscú. Era el co-


mienzo del mes de JUDio de 1949, yel viento bacía

70
susurrar las tiernas hojitas de 106 árboles. Barlu
se volvió hacia mí y me dijo, en tono medio ir6nico,
medio filosófico:
-Poeta, poeta, ¿puede revelarme qué tiene usted
que decir al mundo?
Tarasov respondió por mí:
-Quiere decir al mundo precisamente que él es
poeta. No está mal para comenzar.
Tarasov estaba visiblemente conmovido. Este hom-
bre extraño, con su enorme frente de marciano y su
tablero de ajedrez bajo el brazo, debía significar
mucho para él. Y me pareció que yo también comen.
zaba a significar algo ante sus ojos.
Caminando, recité muchos de mis poemas. Barlas
terminó por dar su juicio:
-Puede ser que usted tenga talento. •• Sus poe-
mas tienen cierta sonoridad. •• Pero no veo nada en
su alma fuera del deseo de convencer al mundo de
que usted tiene talento. Evidentemente una tarea que
no es fácil en sí. Pero Ilupongamos que el mundo re-
conoce su talento. Entonces esperará de usted .cosas
importantes. ¿ Qué va a decirle?
-Volodia, te lo suplico, no olvides que el mucha-
cho tiene quince años .••
Una vez más, Tarasov intervino para defenderme.
Pero BarIas parecía intratable.
-A su edad- dijo brntalmente-, ya se es pero

71
fectamente capaz de pensar. Si no lo hace ahora, no
lo hará jamás.
-Todo vendrá a su tiempo -respondi6 Tarasov.
Lo importante para él es aprender a escribir y no a
pensar. Sobreestimae la importancia del contenido
racional de la poesía.
-Nada llega solo... --continuó Barlas-, las
grandes emociones son muy bellas •.• Pero las emo-
ciones solas, no son gran cosa.
Asistí, mudo, a esta disputa, pero permaneceré
siempre agradecido hacia la suerte que me hizo en-
contrar a esos dos hombres. Ellos determinaron en
gran parte la orientación de mi vida. Los dos tenían
suefios de ser escritores y vieron en mí la posibi-
lidad de encamar la8 esperanzas de su juventud. Sa-
bían muchas cosas y deseaban compartirlas con-
migo.
Caminamos toda la noche. Al alba, Tarasov miró
su reloj y me dijo gentilmente:
-Dentro de una hora el periódico saldrá con su
poema. Sepa que a partir de ese momento ya no se
pertenece solo a usted.
Pero no presté ninguna atención a esas palabras
alarmantes. No esperaba sino el momento en que los
kioscos de periódicos se abrieran, como los borra-
chos esperan la apertura de los bares.
A las siete de la mañana arranqué de manos de
un vendedor el primer ejemplar de Depone Soviéti-

72
co y pude ver, al fin, mi nombre impreso bajo UD
poema.
La tierra tembló bajo mis pies. Me sentí genial.
Compré cincuenta ejemplares en el kiosko, y
blandiéndolos triunfalmente, me precipité a casa.
Cuando le mostré mi obra, mamá DO encontró más
que este cumplido: "Mi pobre hijo, ahora estás per-
dido definitivamente ••• u
¿Tuvo acaso razón?
CAPITULO SECUNDO

Al día siguiente, debía cobrar mis primeros hono-


rarios: trescientos cincuenta rublos. Hubo algunas di-
ficultades ya que no tenia aún dieciséis años, edad
necesaria para tener una tarjeta de identificación
individual en la URSS (la llamamos "pasaporte",
pero se trata, de hecho, de un docwnento de ídentí-
dad para uso interior exclusivamente).
La muchacha de la contabilidad aceptó Iinalmen-
te pagarme con la presentación de mi acta de naci-
miento. Se abstuvo manifiestamente de reir al mirar
mi camiseta deportiva, mis zapatos casi rotos y mi
nariz que se había pelado a raíz de mis entrena-
mientos bajo el sol del estadio.
-Mira este patito mojado -susurró a su vecina,
atrás de mí.
Por mi parte. guardé el dinero en el bolsillc, me
despedí cortésmente y partí con el andar de un cisne
que un día espera ver reconocida su belleza.
Sabía por mi madre y por mis lecturas que la ma-
yor parte de los grandes poetas eran grandes borra-
chos. Ya que al fin era admitido en la profesión, deci-
di consagrar mi primer dinero a irme de juerga. Le
pedí sugestiones al hijo del conserje. un muchacho

74
tártaro de quince años de quien era amigo. Declaró
solemnemente que sería necesario que fuéramos al
restorán, pero no sólos: con mujeres.
Así pues, invitamos a dos chicas de diecisiete años:
una, aprendiz de peinadora; otra, destajista en una
fábrica metalúrgica. Siguiendo el consejo de nues-
tras mujeres, elegimos el restorán La Aurora.
Este establecimiento gigantesco, espantosamente
ruidoso y decorado con mal gusto a base de estatuí-
las del amor, me pareció encamar un mundo mági.
eo. Leí en el menú: "Vino seco". Lo pedi inme-
diatamente, pero quedé muy decepcionado cuando
nos trajeron la botella: esperaba tabletas de vino
solidificado.
Finalmente, nuestras mujeres me llevaron, a la
mañana siguiente, a casa de mi madre, quien lloró
mucho al ver el lastimoso estado en que me hallaba.
Al despertar, estaba muy adolorido y mi cabeza
pesaba una tonelada. Recordé, a través de las bru-
mas de mi memoria, que a las diez de la mañana
me esperaban en el estadio para mi prueba de futbo-
lista profesional. Me instalé en la portería, pero era
incapaz de seguir el juego. Veía dos o tres halones
a la vez y no bloqueaba ninguno.
El entrenador vino a verme un poco inquieto:
-¿Amaneciste enfenno? -me preguntó cortés-
mente. Pero al sentir mi aliento, lanzó gritos de in-
dignación:

75
-¡A las diez de la mañana, completamente
ebrio! ¡Un chiquillo de quince años! ¡Odio vivir en
semejante siglo!
Mi carrera de futbolista termin6 allí, sin gloria.

Mi vida quedó entonces bajo la tutela de Taraeov y


de Barlas. No comprenderé jJ.más cómo esos dos
hombres pudieron tener tanta paciencia para ocu-
parse de un chiquillo que tenía tan mal carácter co-
mo yo. A ellos es a quienes debo mi formación inte-
lectual y poética. y no podré nunca saldar esa deuda.
Volodia Barlas era para mi una biblioteca vívíen-
te. Me inició en la filosofía contemporánea. Me hizo
descubrir a Hemingway. Hoy los libros de Hemíng-
way se publican en Rusia en grandes tirajes. En
aquella época, constituían una de las rarezas bihlio-
gráficas que pocos moscovitas poseían.
Adiós a las armas, El sol también se levanta, Te-
ner o no tener, Las nieves del Kilimanjaro, todas esas
obras maestras me entusiasmaron por su extraordí-
naria densidad literaria y por el valor que de ellas
se desprende.
Más tarde, di mi preferencia a Por quién doblan
las campanas. Algunos críticos occidentales la con-
sideran como una obra secundaria de Hemingway.
A mi modo de ver, sin embargo, los retratos de la

76
vieja y de la joven están entre los más acertados de
la literatura mundial. A través del personaje de An·
dré Marty, Hemingway ha mostrado maravíllese-
mente cómo los fanáticos, a pesar de su honestidad
objetiva. pueden convertirse en criminales. Ese re-
trato anuncia mucho de lo que debería pasar más
tarde.
Volodia BarIas me inició también en las obras
-que eran poco conocidas en mi país- de Knut
Hamsum, James Joyce, Sigmund Freud, Marcel
Proust, John Steinbeck, William Faulkner y Saint·
Exupery.
Me hizo descubrir les metáforas casi bíblicas de
Así hablaba Zanuustra, y sentí un verdadero dolor
físico cuando supe que los fascistas habían tratado
de utilizar la obra de Nietzche como arma ideolé-
gica, Qué suerte terrible e injusta para ese gran es-
rcritor •..
Quedé anonadado por la grandeza espiritual de
La montaña mágica de Thomas Mano, montaña cons-
truida con las piedras del sufrimiento humano.
Pero sobre todo fue el mundo de la poesía el que
me apasionó. Me embriagaba con la grandeza de
Whitman, la exuberancia de Rimbaud, el trágico
desollamiento de Baudelaire, la hechicería de Ver-
laíne, el pedantismo de Rilke, la perspicacia de
Eliot y la sabiduria campirana de Frost.
Los clásicos de la literatura rusa, que era incapaz

77
de tragar en la escuela, me parecieron de pronto pré-
ximos y vivos. Las frases difíciles de Tolstoi, fuer-
tes como de granito, las reflexiones plenas de finura
de Chéjov. comparables a hojas de otoño. los arran-
ques nerviosos de Dostoievsky, todo eso me hizo des-
cubrir al fin la belleza de la lengua rusa y la profun-
didad de mi herencia.
¡Y qué decir de Pushkin, de Lermontov, de Block,
de Esenin o de Maiakovski! En la esceula me pare-
cían tan enfadosos como los platos que se sirven con
demasiada regularidad. Gracias a Tarasov y Barlas,
rompieron sus retratos oficiales para convertirse en
mis compañeros de todos los días.
En cambio, no comprendía a Pasternak. Barlas
pasaba horas leyendo y analizando sus poemas. Yo no
lograba seguir el hilo de su pensamiento en la caó-
tica sucesión de sus cuadros poéticos. Me avergon-
zaba entenderlo tan poco.
No tenía la pretensión de encontrar a Pasternak
culpable de esta incomprensión. Muchos hombres
toman un aire de superioridad y desprecio para de-
cir ceno comprendo", No hacen el menor esfuerzo
suplementario y declaran mediocre a la obra dema-
siado difícil para ellos.
No reaccioné de esta manera. •• La paciencia de
BarIas me obligó a ser paciente a mi vez. Y, un día.
el milagro se produjo. Los poemas de Pastemak, de
súbito. se volvieron transparentes. simples. como el

78
cielo o la tierra. Y jamás he dejado de verlos en to-
da su claridad.
Alexandr Tvardovski me irritaba por una simple-
za excesiva que me parecía rozar la banalidad. Una
vez más, BarIas consagró mucho de su tiempo a ex-
plicarme la profunda finura de esa obra. Y después
adquirí UD gran respeto por Tvardovski, aunque al-
gunas veces creo que la forma lo ha limitado. Lamen-
to que su nombre sea casi desconocido en el extran-
jero, pero este es desgraciadamente el caso de un
gran número de poetas rusos.
Mi instrucción literaria prosiguió asiduamente al
lado de estos notables profesores que la suerte me
envió y continué eseríhiendo. Mis descubrimientos
de lectura casi no repercutían, es verdad, en mi
obra.

Gracias a Tarasov, me convertí en el cronista poéti-


co regular de El Deporte Soviético. Escribí poemas
consagrados al volibol, al basquetbol, al fútbol, al
box, al alpinismo. Compuse versos en ocasión de too
das las fiestas: para el año nuevo, el 19 de mayo,
el día de los ferroviarios, los tanquistas, etc.
Este género de poesía de circunstancias estaba
muy generalizado en esa época y desgraciadamente
no ha desaparecido totalmente.

79
Para mí, poco importaba el tema. Simplemente
estaba en trance de hacer músculos poéticos. Y Ta-
rasov era un maravilloso entrenador. Me enseñó a
jugar con los ritmos y las metáforas.
Un día, víspera del primero de mayo, Tarasov me
llamó urgentemente por teléfono.
-Zhénia -me dijo- el redactor en jefe está enlo-
quecido. Acaba de descubrir que no dices una pala.
bra de Stalin en el poema que debe aparecer maña-
na. .. y es demasiado tarde para reemplazarlo por
otro poema.
-¿Qué se puede hacer? -pregunté alarmado.
-Escucha, Zhénia, para no molestarte, podría
agregar yo mismo algunos versos...
-Perfecto -dije-, gracias.
Me era totalmente indiferente que mi poema apa-
reciera con algunas líneas ajenas sobre Stalin.
Un incidente análogo se produjo con un poema
que entregué al diario de los sindicatos, Trud. Allí,
se me agregó un fragmento sobre Stalin sin eonsul-
tarme. Cuando fui a protestar para defender mi ho-
nor poético, el redactor me respondió simplemente:
-Lo hice para que sus versos pasaran la censura.
¿Qué hay de terrible en ello?
En efecto, ¿qué había de terrible? Adoraba a Sta-
lin desde mi infancia y estaba dispuesto a cantar yo
mismo sus glorias.
Poco después saqué la lección de todos esos Inci-

80
dentes: para que mis poemas pasen sin dificultad
siempre insertaré en ellos un verso sobre Stalin. Eso
me parecía, por otra parte, muy natural.
Me convertí así en el poeta habitual de todos los
periódicos moscovitas, y sus ediciones especiales en
ocasión de fiestas, contenían mis profundos y reso-
nantes ejercicios de estilo.
Estaba contento de mí mismo y me parecía que
continuaba la obra de Maiako~8ki. En realidad, si
hubiera imitado a alguien, sería más bien a Semión
Kinanov, poeta de talento que escribía mucho para
los diarios y que trataba de introducir en sus poe-
mas algunos elementos de innovación literaria.
Pero mis protectores, Tarasov y Barlas, no esta-
ban contentos de mí.
Zhénia, has aprendido a escribir, pero ¿para es·
eríbir qué? Ahora seria necesario pensar en ello,
decía Taraeov.
Zhénia, inútilmente te he dado a leer todos esos li-
bros. •. agregaba tristemente Barlas.
Fui a buscar amparo al lado de mi ídolo de en-
tonces, Kirsanov: esperando encontrar en su casa
más comprensión.
-Usted, sin duda, piensa -me dijo Kinanov, sao
cudiendo tristemente la blanca cabeza- que sus
poemas me gustan porque se parecen 8 los míos, pe-
ro es justamente lo contrario: por esa razón me dis-
gustan sobremanera. E9cúcheme: soy un viejo foro

81
malíste, pero tengo un sólo consejo que darle:
abandone el formalismo. El poema puede ser simple
o complicsdo, pero debe tener una cualidad indis·
pensable: ser necesario a sus lectores. La verdadera
poesía no ea un hermoso coche deportivo que corre
en un circuito cerrado. Es necesario compararla más
bien a una ambulancia que se arroja a través de las
calles para salvar a alguien •.•
Las palabras de Kirsanov me conmovieron, pero
en nada cambiaron mi manera de escribir. Una fuer-
za de inercia me impulsaba en 1llla sola dirección y
no podía detenerme ya.
En 1952 apareció mi primer libro de poemas: Los
esclarecedores del porvenir. Su cubierta azul corres-
pondía perfectamente a su contenido. La prensa lo
acogió favorablemente.
Un día, sin embargo, entré en una librería y vi a
mis Esclareeedore« alineados impecablemente sobre
un estante, sin que faltara ninguno.
Repentinamente un joven vino a hojear varias
compilaciones de poesía y tomó mi libro. Me helé
en una espera ilusionada. Pero el joven, tras de ha-
ber echado un vistazo sobre algunas páginas, volvió
a poner, el libro en BU lugar.
-No es lo que busco -dijo a la vendedora-o Ten-
go una amiga, una muchacha encantadora, que ha pero
dido la confianza en la vida. Quisiera hallar alguna
cosa que la ayudara a encontrarse... Pero todos

82
esos poemas, ¿qué son?: sélo palabras que nada tie-
nen que ver con la vida.
El joven partió, dejándome muy perturbado. Vol.
ví a casa a releer mi libro y comprendí de golpe,
con gran claridad, que no podía servir de nada, ni
a nadie.
Todos mis ritmos y todas mis metáforas caían en
el vacío. Había tratado de escribir bien para volver-
me interesante a loe ojos de mis lectores, y la belle-
za formal que había alcanzado, no hacía sino volver.
me aún más ajeno a ellos.
Sali a la calle cubierta de nieve, solitario yaba-
tido, Encontré hombres fatigados, que regresaban
del trabajo con sus alimentos en la mano. Los años
de construcción y de guerra, los años de grandes vic-
torias y de grandes engaños habían dejado trágicas
marcas sobre sus rostros. En su mirada abatida se
leía una terrible imposibilidad de comprender.
Y, sin embargo, esos rostros no eran amargos ni
perversos. Eran rostros buenos que, tímidamente,
esperaban la bondad del mundo.
Esos hombres iban mal vestidos, pero había una
especie de arrogancia en su andar, ¿quizá porque
no tenían conciencia de su aspecto? Esos hombres
me eran próximos por cada fibra de 8U rostro, por
cada gota de sangre que circulaba en las gruesas ve-
nas de sus manos de trabajadores. Esos hombres no
tenían necesidad de bellas frases vacías de sentido.

83
Habían oído demasiado de eso y ya no creían en
ello: Esos hombres querían oir palabras simples,
honestas y tiernas.
y mirándolos tuve vergüenza de mi libro y de mis
poemas. Me sentí culpable ante el mundo entero.
Llegué al puente del Moscova y me detuve para
fumar un cigarrillo. En el bolsillo, mi mano en-
contró de pronto el fajo de billetes que había recibi-
do por mi libro. En mi gesto de cólera lo arrojé por
encima del parapeto. El viento se llevó los billetes que
arremolinaba el aire antes de desaparecer en la fría
oscuridad.
Fue un gesto de muchacho, claro. Pero quería Ii-
beranne así del salario de mis mentiras. Y me sentí
mejor con las bolsas vacías.

Mis bolsillos permanecieron largo tiempo vacíos.


Ya no escribí poemas. Admitido en el Instituto Lite-
rario, aunque sin tener el bachillerato, vivía de mi
beca de estudiante.
Fui también admitido, gracias a mi libro, en la
Unión de Escritores de la URSS. Pero DO me enge-
ñaban sus honores. Conocía el valor real de mis poe-
mas y no tenía el menor deseo de escribir olros
parecidos. Mi único deseo era escribir un día de mo-
do diferente y sobre temas diferentes.

84
De hecho. escribía para mi. Componía poemas
sobre mis dudas, sobre mi espera de un gran amor,
sobre la diferencia entre la verdad y la mentira, so-
bre los sufrimientos de los homb~s que me rodeaban.
En cierto momento, me arriesgué a llevar uno de
esos poemas a la redacción donde antes se me recio
bía con entusiasmo.
-¿Pero, qué te sucede? -gritó un día el jefe de
la sección poética de uno de esos diarios-o ¿Escribes
como un viejo desengañado? ¡Tenemos necesidad de
una poesía joven y optimista y no de esos lloriqueos!
No era un viejo desengañado. Simplemente había
madurado. Mi interlocutor, por el contrario, no pudo
rebasar la inconsciencia juvenil. Para él, la reflexión
era sinónimo de tristeza y de pesimismo.
El ardor optimista, si carece de fundamento, no
podrá ser el motor de la acci6n humana.
El poeta Svietov 10 expresó maravillosamente al
escribir: "Una locomotora que gasta su vapor en sil-
.
bar, no va 1eJos••• n

Ese género de silbido triunfal da resultados muo


cho peores que el pesimismo más negro. Yo perma-
neci optimista. pero mi optimismo había dejado de
ser rosa. Ahora llevaba una gama de colores, e in-
cluía el negro. Por ello era sincero.
Era necesario luchar para que triunfara esta con-
cepción del optimismo, ya que nuestros críticos lite-
rarios defendían aún la teoría de "la ausencia de

85
conflictos en el mundo socialista". Intentaban de.
mostrar que, en la vida soviética, el conflicto no podía
existir entre los malos y los buenos, sino únicamen-
te entre los buenos y los mejores.
Más tarde, entré en lucha abierta contra esta con-
cepción del optimismo. Pero fue necesario mucho
tiempo y muchos acontecimientos para destruirla.

El optimismo oficial era de rigor en todas partes.


Rostros de obreros mecánicamente sonrientes y ca-
ras de koljosianos nos esperaban en las portadas de
todos los libros. Todas las novelas y relatos tenían
un desenlace edificante. Los pintores consagraban
casi todas sus telas a los banquetes gubernamentales
y a otras festividades solemnes.
A guisa de apoteosis, una película vino a coronar
esta corriente: la última secuencia se dedicaba, en-
tera, a una grandiosa fiesta de koljosianos que canta-
ban y danzaban, teniendo como fondo una central
eléctrica.
Hace poco tuve oportunidad de charlar con el au-
tor de tal film, hombre inteligente y no desprovisto
de talento.
-¿ Cómo pudo realizar semejante cosa? -le pre-
gunté francamente- También yo hice poemB!l de

86
ese género, pero era sólo un chiquillo. Usted ya era
un hombre serio y formado.
El me sonrió tristemente.
-Lo más terrible, vea usted, es que fui sincero.
Creí que mi obra era necesaria para la construcción
del comunismo. Y además, creía en Stalin.
Cuando se habla del culto a Stalin, pienso a me-
Dudo en esta conversación. Pues no se puede conde-
nar demasiado rápidamente a todos los hombres que,
en una u otra forma, contribuyeron a ese culto. Se-
guramente, había entre ellos simples aduladores y
arribistas que especulaban sobre la coyuntura políti-
ca. Sin embargo, para los artistas, las loas a Stalin
eran más el reflejo de su íntima tragedia que la ma·
nifestación de su bajeza.
¿C6mo tantos hombres inteligentes y talentosos
pudieron dejarse ridiculizar?
Ante todo, debo repetir que, a mi juicio, Stalin
tenía una personalidad muy fuerte. Sabía encantar
a todos los que se aproximaban a él; hasta Máximo
Gorki y Henri Barbusse sucumbieron a su poder de
seducción. Aún en 1937, durante el año de terrible
represión, Stalin supo hechizar a un hombre de tan-
ta experiencia y tan poco inclinado al panegírico co-
mo Feucbtwanger.
Pero hubo más. Stalin tomó conciencia de la In-
mensa popularidad de Lenin; conoció el amor del
pueblo soviético por el jefe de nuestra Revolución.

87
Todo, entonces, se hallaba dispuesto para falsificar
la historia; para creer en la amistad profunda
de Lenin y Stalin, para imponer a la conciencia
de los soviéticos la estrecha relación entre su nomo
bre y el de Lenin. Fue tan lejos en esta falsificación,
que, es muy probable, él mismo terminó por creer
en la existencia de vínculos particulares -totalmen·
te inventados- entre Lenin y él.
No dudo de que Stalin haya admirado a Lenin.
Su discurso fúnebre en el entierro de Lenin, su céle·
bre promesa que comenzaba: HA! dejamos, el ca-
marada Lenin nos legó ••• n tienen resonancia de
auténtica sinceridad. Se lee como un poema en
prosa.
No solamente ante los demás: también a sus pro-
pios ojos Stalin quiso aparecer como el continuador
de la obra de Lenin. Minti6 a los otros tanto como a
sí mismo.
Los dos nombres terminaron por estar asociados
en nuestro espíritu. El mismo Pastemak los ha reu-
nido en uno de sus más célebres poemas.
y sin embargo, Stalin era lo contrario de Lenin,
La base del pensamiento del creador de la Repúbli.
ca Soviética puede resumirse en una máxima: "El
comunismo debe estar al servicio de los hombres".
La convicción de Stalin era justamente la inversa:
"Todos los hombres deben estar al servicio del co-
munismo."

88
El estalinismo es la teoría que considera a los
hombres como simples engranajes de una gran em-
presa industrial. Aplicada a la vida, esta teoría dio
resultados terroríficos.
En la famosa constitución estaliniana (adoptada
en 1935), se encuentran magníficas palabras: "El
trabajo en nuestro país es asunto de honor, audacia
y heroísmo."
En la práctica, el trabajo fue erigido en algo su-
perior a los hombres. Fue deificado, y ante él todos
los ciudadanos debían hacer cotidianas ofrendas.
También los artistas estaban obligados a hacer sao
crificios ante ese dios abstracto: "el trabajo", y a
reducir la vida espiritual del país al nivel de la des-
cripción de los diferentes aspectos del "trabajo".
Así, el acero se convirtió en el héroe principal de
numerosas novelas. Otras fueron consagradas a la
edificación de una casa o a la siembra del trigo. En
esas obras, las personas jugaban un papel secunda-
rio. Por 10 demás, no estaban vivos; eran accesorios
que permitían darle más valor al trabajo.
Los poetas viajaban de un extremo a otro del país
para ver las nuevas construcciones, para admirar las
máquinas modernas. Los hombres que se servían de
esas máquinas les interesaban poco.
Si las máquinas supieran leer, cuánto hubiesen
apreciado los poemas de esa época. Para 108 hom-
bres, desgraciadamente, no tenían ningún interés.

89
Eso, por otra parte, carecía de importancia para
las editoriales. El tiraje de los libros no se determi-
naba por su venta; estaba únicamente en función de
la situación oficial del autor, de 8U cotización en las
altas esferas. No era nada sorprendente pues que
los escaparates de las librerias se hundieran bajo el
peso de los volúmenes de poemas que nadie compra-
ba. La poesía de guerra escrita por Konstantin Sima·
nov y las obras de Schipachov fueron la excepción
que confirmó la regla.
CAPITULO TERCERO

Cierto, sobre el fondo de esta poesía industrial y


koljosiana se destacaba de vez en cuando una obra
inesperada. Así, los poemas simples y conmovedo-
res del joven Vanchenkin acerca de su primer amor,
causaron auténtica sensación. Nos disputábamos los
primeros versos del joven Vinokurov. Eran espontá-
neos y descuidados, pero irradiaban el calor ausen-
te en la poeaía demasiado peinada de los otros.
Eso no cambiaba la situación general. La poesía
se habia hecho impopular. Los viejos poetas se ea-
Ilaban, y si de vez en cuando alguno de ellos escri-
bía, era peor que el silencio.
Habia tragedias más grandes todavía. Notables
poetas rusos como Zoboltski y Smeliakov se hundie-
ron en los campos de concentración estalinianos, El
joven Mandel (Korzhavin) también fue deportado.
No sé si su nombre ocupará un gran lugar en la
antología de la poesía rusa, pero sé ciertamente que
será inscrito en letras de oro en la historia del peno
samiento político soviético. Porque es el único poe-
ta que, en vida de Stalin, escribía y leía poemas con-
tra Stalin. Su valor lo salvó de algún modo. Se le
tomó por loco. A pesar de todo, fue deportado.

91
Otros poetas siguieron el ejemplo de Pastemak y
de Anna Ajmátova y se consagraron a las traduccio-
nes. Las veladas poéticas fueron raras y no atraían
a gran cantidad de gente.
Indiferentes al éxito de sus obras entre los lecto-
res, muchos poetas tenían, sin embargo, una meta
artística: obtener el Premio Stalin.
Una vez asistí, casualmente, a la sesión de la
Unión de Escritores que discutía las diferentes can-
didaturas para ese premio. Francamente. me abatió
el carácter comercial de los criterios en vigor. Tuve
la impresión de que todo el mundo olvidaba el pro-
blema esencial de la literatura: ¿las obras en cues-
tión eran útiles para alguien?
Recuerdo como Tvardovski' saltó de su sillón al
escuchar el elogio de un poeta que postulaban al
Premio Stalin:
"Les garantizo que soy capaz de preparar eual-
quier becerro en mi pueblo para que escriba mejo-
res poemas que ese candidato",
La candidatura fue descartada, ciertamente. Pero,
¿qué sintió la víctima de palabras tan devastadoras,
pronunciadas por el hombre cuya autoridad poética
era reconocida por lodos? ¿Creen que tuvo vergüen-
za? En lo absoluto. Se paseó por el vestíbulo murmu-

1 Actualmenle Jefe de redaeclóD de la Revl.ta No~ Mil y poeta


univenalmente respetado.

92
rando: "Si no este año, será el próximo, pero obten-
dré el Premio Stalin."
La misma tarde, en un restorán encontré a otro
poeta que había sido "reprobado" aquel año. Com·
pletamente ebrio, gritaba a plenos pulmones: "Se' le
ha concedido a un poeta muerto. Pero para qué ne-
cesita eso un muerto. Yo estoy vivo. Lo necesito".
A 8U manera, tenía raz6n. El Premio Stalin era
mucho para un viviente. Significaba la impresión
inmediata de su libro con una tirada gigantesca, sig-
nifieaha articulos laudatorios en todos los diarios, re-
tratos en todas las revistas. era también el medio de
obtener un puesto oficial, un coche particular, un
buen departamento y a menudo una casa de campo.
¿Podemos asombramos de que eS05 hombres no se
preocuparan de que los libros premiados se leyeran?
El premio era la corona que los apasionaba.
No voy a decir que todos los libros que obtuvieron
el Premio en esa época fueron escritos con cálculo
y segunda intención. Había también autores hones-
tos. Pero los arribistas estaban de moda.
y mientras la Unión de Escritores se agitaba al·
rededor de medallas de oro y plata, sobre las calles
de Moscú se paseaba, con su marcha militar, el mag-
nífico poeta Borís Slutski. Un 8010 poema de él se
babía publicado y, eso, en 1940. No obstante estaba
más tranquilo y más seguro de sí mismo que todos
loa candidatos y laureados histéricos.

93
A pesar de sus treinta y cinco años, no era aún ad-
mitido en la Unión de Escritores. Vivía no se sabe
cómo, escribiendo pequeñas crónicas para la radio.
No tenía departamento. En una pieza minúscula, se
nutria de conservas baratas y de café. Pero su mesa
estaba cubierta de poemas amargos, severos, algunas
veces baudelerianos, poemas que no llevaba 8 nin-
guna redacción para no perder su tiempo.
Rodeado siempre por los jóvenes poetas, les co-
municaba ,su confianza en el mañana.
Recuerdo que una vez me quejé ante él de que mis
poemas eran rechazados. Entonces me mostró silen-
ciosamente su mesa llena de manuscritos, después
agregó: "Estoy cribado por las balas. No combatí en
el frente para que mis versos se acumulen sobre la
mesa. Pero estoy seguro de que eso cambiará. Nues-
tro día se aproxima. Es necesario que tengamos co-
sas en nuestro corazón y sobre nuestra mesa para
ese día".
El tranquilo mensaje de Slutski influyó mucho en
mí. Dejé de atormentarme por los poemas no publi-
cados. Continué escribiendo, pero pensando en el día
de mañana más que en el presente.

Mi temperamento se acomodaba mal, sin embar-


go, a esta actitud. No podía evitar intervenir en las

94
discusiones literarias para denunciar la pretensión
y el falso patetismo de supuestos laureados. No tenía
ninguna experiencia oratoria, sin embargo. Eran gri.
tos del corazón más que discursos.
Una vez, mi voz se extinguió en medio de una dis-
cusión, como la de un gallo joven. Descendí de la
tribuna, rojo y avergonzado, en medio de las risas de
la sala.
Otra vez, en que atacaba a un poeta dos veces lau-
reado con el Premio Stalin ---quien invadía Pravda
con su chapucería literaria-, el presidente de la
sesión me quitó la palabra brutalmente.
"Se ha excedido usted del tiempo reglamentario
previsto para una intervención", dijo secamente.
El presidente era un poeta célebre. Lo conocía por
'la prensa desde mi infancia. Su rostro, con su bella
cabellera blanca, nos era tan familiar como el de los
dirigentes políticos.
Estaba completamente aturdido al bajar de la tri-
buna: mi reloj indicaba formalmente que me queda.
ban por lo menos cinco minutos para hablar. ¿El
presidente había mentido? No podía imaginarlo. No
lo creía capaz de eso. Y sólo más tarde supe que ha-
bía mentido absolutamente.
Hice muchos amigos en la Unión de Escritores,
pues la mayor parte de sus miembros eran hombres
honestos. Pero no ignoraba que muchos de los pues-

95
tos directivos estaban confiados a arribistas carentes
de nobleza. Un ejemplo para ilustrar sus costumbres:
el presidente de la sección de teatro, laureado con
todos los premios posibles, escribía sus "obras" con
la ayuda de "negros" literarios.
Estos hombres determinaban, la mayor parte del
tiempo, nuestra "política literaria". Ellos aportaron
las innovaciones literarias más inesperadas y repug-
nantes, como el antisemitismo.
Es falso y hasta absurdo pretender que el antise-
mitismo resulta inherente al carácter del pueblo ru-
so. El antisemitismo le es tan extraño como a todo
otro pueblo. El antisemitismo ha sido siempre y en
todas partes implantado artificialmente, para servir
a los peores intereses.
El absolutismo zarista hizo lo imposible para im-
plantarlo en Rusia y para lanzar sobre los judíos la
cólera popular. Durante ciertos periodos de la vida
de Stalin se resucitó, por otras razones, esta prácti-
ca abominable.
El antisemitismo me ha sido siempre odioso. Pri-
mero porque creo en la enseñanza de Lenin más que
en cualquier otra cosa. Después, porque soy un
verdadero ruso.
Las amistades entre adolescentes se forman al
azar de los encuentros. Estaba, pues, relacionado con
el joven poeta K. . . quien -es lo menos que puedo

96
decir- no compartía mis ideas sobre ese tema.
De vez en cuando, llegaba al extremo de intentar
convencerme. Según él, no por azar la mayor parte
de los escisionistas del movimiento obrero, desde el
"Bund" hasta Trotsky, pertenecían a esta misma ra-
za sospechosa. Discutí con él hasta quedar afónico.
Me reprochó mi "miopía política",
Después de una de esas discusiones nocturnas, se
quedó a dormir en mi casa. Al día siguiente, me des-
pertaron sus gritos y sus danzas. Aún en pijama,
ejecutaba una especie de giga africana de alegria,
blandiendo el diario de la mañana.
En la primera plana aparecía una extensa infor-
mación sobre el descubrimiento del complot de los
"batas blancas" y el arresto de los médicos culpables
de intentar el envenenamiento de Stalin.
"Entonces, ¿quién tenía razón? Todos ellos son
judíos", gritaba K... triunfalmente.
Reconozco que yo también creí en la culpabilidad
de los médicos detenidos. No experimentaba por ello
ninguna alegría: no veía en eso ninguna justifica.
ción de las teorías raciales, pero estaba indignado
contra esos hombres que, según la acusación, se ser.
vían de su ciencia para matar en lugar de curar. La
idea de que se trataba de una simple calumnia no
rozó mi espíritu.
Esa tarde, fui con mi amigo K. •. a ver una víe-

97
ja película sobre la Revolución. Como por azar, se
exhibía un pogrom de judíos en Odesa, en la época
zarista. Sobre la pantalla desfilaron criminales y ex-
torsionadores que gritaban con todas 8US fuerzas, su
slogan de odio: u¡Mata judíos! ¡Salva a Rusia!".
sia l", En 8US bastones ensangrentados, se veían los
cabellos de los niños judíos.
-¿No querrás, por supuesto, ver eso?
Alejándose de mí, respondió fríamente:
-Escucha, Zhénia. Somos dialécticos. No debe-
mos rechazar todo el pasado.
Su voz tenía un extraño sonido metálico y sus ojos
un brillo odioso, digno de la juventud hitleriana, Pe-
ro en su ojal brillaba la insignia del Komsomol, de
la juventud comunista leninista.
Lo miré con terror. Este hombre tenía veinticua-
tro añoa. El oscurantismo zarista no lo babia per-
vertido. Se educó en el país de los Soviets, fundado
sobre la idea más internacional del mundo. Sobre
BU mesa de trabajo había dos retratos: el de Lenin
y el de Maiakovski. ¿Cómo este hombre que se creía
comunista podía ser antisemita? ¿Cómo llegó a con-
ciliar en su cabeza concepciones tan opuestas, tan
inconciliables como el comunismo y el antisemitis-
mo?
El crimen más grande de Stalin no fue el terror,
los arrestos y la exterminaci6n de sus víctimas. No.

98
el crimen de sus crímenes fue la descomposición de
las almas humanas. El era el responsable de la de.
cadencia moral del joven poeta K ...
Stalin no preconizaba ni justificaba teóricamente
el antisemitismo. De la misma manera que no había
erigido en teoría la necesidad del arribismo y de la
delación, de la arbitrariedad burocrática y la meno
tira, el desprecio de los hombres y la falsificación
de la historia. Pero su práctica suscitó y favoreció
todo eso.
Tal proceso condujo a hombres como K.•. a obrar
y pensar como los peores anticomunistas, usurpando
además el título de guardianes de la pureza comu-
nista.
En ciertos casos concretos, como el de K ••. , esta
mistificación era estridente. Después de nuestra con-
versación en el cine, comprendí que era más peligro-
so para el comunismo que los peores enemigos que
éste tiene en Occidente, Un hombre como él, Un ad-
versario ídeolégíco, no podía ser mi amigo. Rompí
toda relación personal con él.
Los hombres de su especie reaccionaban general.
mente de manera contraria: cuando tenían enemigos
personales los denunciaban como "enemigos del comu-
nismo". Toda crítica de BU acción era ínmediatamen-
te interpretada por ellos como "un ataque contra el
comunismo". En una palabra, esos hombres que des-

99
acreditaban continuamente la gran idea leninista, con-
sideraban el comunismo como su monopolio privado.

Más de una vez, el poeta K... me había repro-


chado mi falta cede vigilancia revolucionaria". Se
equivocaba.
A mi manera ejercía la vigilancia, pues estaba
pendiente de él y de sus iguales. Miraba con horror
cómo se hacían construir casas en el centro de Mos-
cú y se instalaban en el lujo, junto a inmuebles so-
brepoblados donde se amontonaban muchas familias
en cada apartamiento.
Observaba con atención cómo esta élite burocrá-
tica devoraba alegremente los Iolletones con acentos
antisemitas apenas disimulados que aparecían en
nuestros periódicos en número cada vez más creciente.
Vi cómo acumulaban privilegios en las narices de
los trabajadores mal pagados. Era del dominio pú-
blico que esos funcionarios ya favorecidos recibían,
a más de su salario, "sobres azules", regalos en
dinero no contabilizado y con frecuencia más im-
portantes que el mismo sueldo.
Me indignaba su concepción de la sociedad 50'
viética, que ellos partían en dos: los "de arriba",
es decir, ellos y sus iguales; y los "de abajo", o sea

100
todos los demás. Ningún manual comunista justifi-
caba semejante división.
Pero seguía creyendo a Stalin inocente de todo
eso. Quería a ese hombre y era incapaz de atribuir-
le una acción baja o de hacerle responsable de la
bajeza de los otros.
De vez en cuando una voz interior me susurraba:
uAmas a Stalin y crees en él, pero mira a tu al-
rededor: ha hecho colocar en todas partes sus retra-
tos, ha mandado hacer obras de teatro y pelícu-
las en su honor; en cualquier periódico todos los
días su nombre es glorificado cuando menos cien
veces; hay estatuas en bronce o en piedra, hasta
en las aldeas más pequeñas. ¿Lenin habría per-
mitido tal culto a la personalidad? Quizá el ideal
de Stalin no es el que te imaginas. Quizá él sea
responsable también de todas las suciedades que te
repugnan",
Pero rehusaba oir esos cuchicheos desmoralizado.
res. Hubiera sido demasiado terrible no creer en
Stalin. Y por tanto el rumor de mi conciencia, que
deseaba expulsar de mí mismo, volvía incesante y
me obsesionaba.
No pude seguir escribiendo en el estilo de la épo-
ca. No componía más que versos íntimos y los con-
sideraba una forma de protesta contra la poesía ofi-
cial. Se los daba siempre a Boris Slutski,

101
"Están muy bien -me respondía tras de haber
leido toda una serie de mis poemas amorosos-, pe-
ro en nuestra época, para ser poeta, no basta con ser
solamente poeta".
No comprendi entonces lo que quería decir con
esas palabras.
3 CAPITULO PRIMERO

Repentinamente, un hecho sacudió a toda Rusia: el


5 de marzo de 1953 murió Stalin.
No llegaba a imaginármelo muerto. Formaba par-
te de mi mismo y no comprendía de qué manera pe-
driamos separamos jamba
Una especie de entorpecimiento se aduefió de todos.
Los hombres se hablan hecho a la idea de que Sta·
lin pensaba por ellos. Sin él. se sentían perdidos.
Rusia entera lloró. Eran lágrimas sinceras. Eran,
tal vez, lágrimas de temor al futuro. Por mi parte,
lloré como los otros.
Me acuerdo de la impresionante reunión de escri-
lores en honor de Stalin. Algunos fueron incapaces
de leer los versos compuestos a la gloria de Stalin.
las lágrimas sofocaban su voz. Hasta a ese hombre
grande y fuerte que es Tvardovski, lo vi temblar al
leer.
Nunca olvidaré cómo marchamos hacia el féretro
de Stalin. De todas las calles circunvecinas. una ma-
rea humana convergía hacia la plaza Trubnaya, pa·
ra descender enseguida hacia la Casa de los Soviets
donde estaba expuesto el cuerpo.

103
Eramos ya decenas y decenas de miles de hombres
apretados unos contra otros. La muchedumbre era tan
densa que su aliento formaba una auténtica nube
blanca. En este frío día de marzo, la nube quedaba
suspendida por encima de nuestras cabezas y se des-
hilachaba sobre los árboles desnudos que parecían
también llorar. Era un espectáculo fantástico.
Los hombres seguían llegando de todas partes, em-
pujando a quienes los precedían, como si tuvieran
prisa por alcanzar el cadáver del ídolo difunto. A su
impulso, la multitud que descendía lentamente la
cuesta hacia la Casa de los Soviets, se transformó,
de golpe, en un terrible torrente humano •••
Sentí que esa masa ciega me llevaba como a un
pedazo de madera zozobrante, impotente, sobre el
agua. Me llevaba derecho hacia un poste de alum-
brado. Tuve la impresión de que esa cosa metálica
marchaba implacablemente hacia mi. De pronto, una
niñita apresada contra el poste gritó de horror. No
oí su grito en medio de las lamentaciones y de los
suspiros, pero vi en su rostro como una imagen ínol-
vidable del Apocalipsis. Sentí en mi cuerpo el que-
brantamiento de sus lmesos frágiles, y, horrorizado,
cerré los ojos para no ver la mirada azul de esta ni-
ña agonizante.
Cuando volví a abrirlos, ya estaba lejos del poste.
Milagrosamente, la ola humana me hahía salvado. Ya

104
no estaba la pequeña niña. Había desaparecido be-
jo la muchedumbre. Otro hombre se debatía en
8U lugar, abriendo sus brazos como un crucifica.
do y suplicando vanamente que se le permitiera
soltarse.
El torrente me impulsaba siempre. Bajo mis pies,
sentí de pronto una cosa blanda. Tardé un momento
en darme cuenta de que marchaba sobre un cuerpo
humano. Agité con horror mis piernas y permanecí
suspendido en la muchedumbre que descendía la pen-
diente. Durante un largo momento traté de no mar-
char sobre mis pies.
Mi gran estatura me salvó. Los bajos caían sofo-
cados antes de ser pisoteados por la muchedumbre:
estábamos metidos en una verdadera ratonera. Los
camiones militares colocados unos contra otros es-
trechaban el camino y obstruían nuestro paso. La ola
humana se golpeaba contra ellos con la violencia de
una avalancha.
-¡Quiten los camiones! ¡Quiten los camiones!
-gritaba la muchedumbre enloquecida.
Un joven rubio, oficial de la milicia, miraba ese
espectáculo con lágrimas en los ojos.
-¡No puedo hacer nada. No tengo órdenes! -gri-
taba a su vez.
Los bordes de su camión estaban ya cubiertos de
sangre, pero hombres y mujeres seguían llegando a

105
lriturarse bajo sus ojos, oyendo antes de morir: "No
tengo órdenes".
Súbitamente. sentí la explosión de un odio salva-
je contra la increíble bestialidad. la docilidad huma-
na que babía engendrado ese "No puedo hacer nada,
no tengo órdenes".
Por primera vez en mi vida, todo este odio se di.
rigió sobre un hombre que íbamos a enterrar. Pues en
ese instante me di cuenta al lin: es él el responsable.
es él quien ha engendrado ese caos sangriento por-
que es él quien ha inculcado a los hombres esta do-
cilidad mecánica, esta obediencia ciega a las érde-
nes "de arriba",
No sé de dónde saqué fuerzas. La desesperación
hace nacer a menudo energías sobrehumanas. Grité
a. todo pulmón: "[Formen vallas! ¡Fonnen vallas!",
como si quisiera. completamente solo, restablecer la
disciplina entre la muchedumbre.
Nadie me escuchaba y nadie comprendía lo que
quería decir. Entonces, tomé las manos de los que
estaban junto a mí y las anudé contra su voluntad.
Los injurié con los más groseros insultos de la len-
gua rusa, que había aprendido durante mi expedí-
ción geológica.
Se produjo el milagro: otros muchachos corpu-
lentos emergieron de no sé dónde y obligaron, como
yo, a sus compañeros a tomarse por las manos para

106
formar vallas que detuvieran el torrente. La mul-
titud, viendo finalmente que alguien tomaba el
mando, comenzó a librarse de su pánico. Dejó de
ser animal. "¡Suban a las mujeres y a 108 niños a
los camiones!", ordenó categóricamente un enérgico
muchacho de mi edad. Sin esperar el consentimiento
de los oficiales de milicia, los hombres de la multi-
tud se pusieron a levantar a las mujeres y a los ni-
ños para izarlos hasta las plataformas de los camio-
nes militares. Las mujeres, todavía enloquecidas, se
debatían con gritos histéricos.
El joven oficial rubio tomó en sus brazos a una de
esas mujeres que lloraban. Para calmarla, cubrió su
rostro con su gorro, como si quisiera hacerle olví-
dar la pesadilla que acababa de vivir. La acarició
torpe y púdicamente, como un niño que pide per-
dón. La mujer tuvo aún algunas convulsiones, des-
pués se calló.
Nuestro equipo juvenil se transformó en un ver-
dadero servicio de orden. A fuérza de puñetazos y
de injurias, avanzamos hasta donde la multitud too
davía continuaba pisoteándose salvajemente. La mili-
cia, hasta entonces totalmente pasiva, al fin comenzó
también a ayudamos. Pronto la marea humana se
convirtió en un cortejo fúnebre.
-Usted camarada -me gritó un suboficial-, de-
bería alistarse en la milicia. Necesitamos hombres
como usted.
107
-Me acordaré un día de su ofrecimiento -le res-
pondí fríemente, dejando la avenida obstaculizada
por el cortejo.
No quise ya ver a Stalin en su ataúd. Con uno de
los muchachos que lucharon por formar vallas en
medio de la muchedumbre, partí hacia casa. En el
camino compramos una botella de vodka. Necesitá·
bamos beber para olvidar.
-¿Entonces t has visto a Stalin? -me preguntó mi
madre.
-Sí t lo he visto -respondí lacónicamente míen-
tras brindaba con mi compañero.
No mentí a mi madre. Ese día vi efectivamente a
Stalin. El caos sangriento de su entierro, eso era él.
CAPITULO SECUNDO

El día del entierro de Stalin marcó un cambio en


nuestras vidas. A partir de ese día nos dimos cuen-
ta que ya nadie pensaba por nosotros. Yo mismo co-
mencé a dudar de que alguien hubiera pensado nun-
ca por nosotros. En todo caso era necesario, en lo
sucesivo, reflexionar, reflexionar y, otra vez, reíle-
xionar.
El torbellino de los acontecimientos desmoronaba
cada día más nuestros hábitos mentales. Numerosos
problemas habían madurado en Rusia y nadie, sino
nosotros mismos, los podría resolver.
Los médicos del complot de las "batas blancas"
fueron rehabilitados. Para mis compatriotas, que ca-
si unánimemente creyeron en su culpabilidad, era
una nueva demostraci6n del peligro que significaba
creer ciegamente en las verdades de "los de arriba".
El pueblo ruso, tan afecto a la credulidad, se dio
cuenta de los peligros de esta actitud.
Después surgió el caso Beria, Cuántas veces es·
te hombre habló de enfática manera acerca del COa
munismo, Lo había exaltado aún sobre la tumba de
Stalin.

109
Ahora bien, algunos moscovitas recordaban baber
visto su rostro de buitre, rodeado a medias por una
bufanda negra, pegado al vidrio de su coche, cuan-
do se hacía conducir lentamente a lo largo de las
calles en busca de una nueva mujer para sus orgías.
Para este hombre no había ley ni moral.
La bala dirigida a la cabeza de Beria fue 5610 jus-
ticia. Una justicia tardía, sí, pero tengo la impresión
de que la justicia es un tren que siempre llega
tarde.
Después, los primeros rehabilitados comentaron
a volver de los distantes campos de concentración si-
berianos. Traían de allá los relatos conmovedores de
sus infortunios personales y también las pruebas, a
escala gigantesca, de cómo se babía practicado la in.
justicia durante la época estaliniana,
Los discursos de Malenkov, ese hombre de rostro
afeminado y dicción teatral, no pudieron calmar nues-
tras aprensiones. Para hacerse popular nos prome-
tió más alimentos y vestidos; para nosotros no se tra-
taba ya de eso.
"Muy bien, vamos a atiborramos de helados has-
ta la náusea y vamos a estrenar ropa, mas ¿para ir a
d6nde?", me dijo irónicamente mi vecino, un obrero.
El pueblo ruso quería que se le hablara franca y
seriamente de las perspectivas de su vida y "Ja vi-
da", para él, jamás se ha limitado a las cuestiones

no
de alimento y vestido. "La vida" para los rusos es
sobre todo una cuestión de fe en el porvenir.
Me sentía confuso. No podía ordenar mis opinio-
nes sobre Stalin, a quien mi subconsciente seguía
idealizando a pesar mío. Era incapaz de medir la amo
plitud de sus crímenes, de aceptar la verdad a la
que me sustraje durante tanto tiempo.
Al mismo tiempo me abrumaba el sentimiento de
nuevas responsabilidades que recaían sobre mis es-
paldas. Tal vez esto parezca pretencioso a los lecto-
res occidentales, pero es necesario que comprendan
que el poeta en Rusia no desempeña el mismo papel
que en otros paises. En ruso, la palabra poeta es casi
sinónimo de "combatiente".
En ningún país del mundo la poesía tiene seme-
jante tradición de compromiso político. No por azar
los rusos consideran desde siempre a sus poetas eo-
mo guías espirituales, como "depositarios de la ver-
dad".
Pushkin, ese delicado poeta lírico, supo escribir
llamamientos inflamados que fueron verdaderos-ma-
nifiestos revolucionarios para la juventud progresista
de su tiempo. Aunque las ideas no sean nuevas, esos
llamamientos no han envejecido y contienen todavía
muchas verdades valiosas para nuestra generación.
El mismo Aleksandr Blok, ese mago de la poesía
intima, olvidó algunas veces el eterno misterio de la

11]
naturaleza que le apasionó -la mujer- a fin de ele-
var su poderosa voz de poeta en defensa de su pueblo.
y qué decir de Maiakovski, que encamó todas esas
tradiciones en su gigantesca personalidad de poeta
revolucionario y que pudo afirmar que su pluma
valía más que una bayoneta. Todos los tiranos, en
Rusia, han considerado a los poetas como 6US peores
enemigos. Temieron a Pushkin; temblaron ante Ler-
montov; tuvieron miedo de Nekrasov.
Nekrasov, precisamente, lanzó en uno de sus poe-
mas estos versos célebres:

A ser poeta, no estás obligado:


ser ciudadano, ese es tu deber.

Yo era las dos cosas: poeta y ciudadano. Por eso


anhelaba dejar el refugio de la poesía lírica, en la
cual estuve encerrado hasta la muerte de Stalin. Me
sentía sin derecho a cultivar el jardín japonés de la
poeeía íntima. Hablar de la naturaleza, de las mu-
jeres y de los suspiros interiores, cuando todas las
gentes a mi alrededor estaban agobiadas, me pare-
cía inmoral.
El ejemplo de los grandes poetas rusos comprobó
que esta decisión no implicaba ningún sacrificio aro
tistico.
Pero no bastaba el deseo de comprometerme en el

112
combate. En mi ímpetu juvenil encontraba hermoso
imaginarme como profeta gritando la verdad que
el pueblo esperaba de mí; pero no sabía muy bien
qué escribir. (Entre mis deseos, mis inclinaciones
interiores y mis posibilidades reales, había un abis-
mo que era incapaz de Ilenar.]
Quizá, me decía, todos esos tormentos no existen
más que en Moscú, en esta capital donde las olas de
las conmociones políticas sumergen a menudo a las
gentes. ¿Acaso en el interior de Rusia el equilibrio es-
piritual habia sido preservado? Volví a mi pueblo
natal de Zima, Siberia, donde esperaba escapar a
mis desgarramientos interiores. y reencontrar la cal.
ma necesaria para la reflexión.
Desgraciadamente, aún antes de llegar, compren-
dí que se trataba de una fuga imposible. Mis como
pañeros de viaje, ingenieros, agrónomos, koljosia-
nos que llegaban a mi compartimiento al azar de las
paradas, tenían en los labios las mismas preguntas
que yo, como si se hubieran puesto de acuerdo. 1..0
mismo ocurría en Zima, donde mis tíos, simples obre-
ros, no cesaban de interrogarme sobre los acontecí-
mientos de Moscú y sobre nuestro porvenir.
Así, en vez de encontrar en mi tierra natal la res-
puesta a los problemas que me atormentaban, volví
a encontrar nuevas interrogaciones, que me abrieron
los ojos sobre una evidencia: Rusia entera, desde el

113
Báltico hasta el Océano Pacífico, estaba en trance de
reflexionar y buscar BU camino.
En la prensa y en la literatura se introdujo pre-
cisamente un nuevo héroe: "el simple ciudadano so-
viético". A su gloria se componían canciones, se es-
cribían libros. se realizaban películas. Se le alababa
ardientemente en los discursos políticos, pero había
descubierto durante mi viaje que el "eimple ciuda-
dano soviético" no era tan simple como eso. Y 10
quise aún más. Sentí que un cambio espiritual pro-
fundo se preparaba en toda Rusia intenté traducirlo
é

en un largo poema, Estación Zima. Dije alli que el


inmenso potencial del pueblo ruso estaba a punto de
liberarse, y que los hombres comenzaban, al fin, a
mirarse sin desconfianza y a discutir sus problemas
vitales.

En 1954, a mi regreso a Moscú, comprendí que


un gran peligro amenazaba a mi país. De la fe cíe-
ga a la incredulidad total, no hay más que un pa-
so. Algunos, sobre todo entre los jóvenes, estaban to-
talmente listos para franquearlo.
Una noche, leíamos y discutíamos poemas con un
grupo de estudiantes cuando, repentinamente, una
muchacha de diecisiete años gritó, con voz fatigada,
sexagenaria:

114
"La Revolución ha muerto".
Enseguida otra muchacha de su edad. de cara in.
fantil, espesa trenza roja y magníficos ojos tártaros,
le respondió:
"¿No te da vergüenza decir semejante cosa? La
Revolución no ha muerto, sólo está enferma Y debe-
rnos ayudarla a sanar".
Esta muchacha era Bella Ajmadúlina, una poetisa
de delicado talento e irresistible encanto, que ha con-
tinuado la tradición de las poetisas rusas como Aj·
mátova y Tsvetáeva. A ella leí los primeros versos
de mi poema Estación Zima. Ante sus bellos ojos, ex-
pliqué que era necesario salvar a la juventud de la
incredulidad y el pesimismo, purificando nuestro
ideal revolucionario. Nuestro deber de poetas era
abastecer de armas ideológicas a todos esos jóvenes
para que pudieran servirles en su combate por el
porvenir. Y los ojos de Bella me comprendieron y me
dieron la razón. Poco después. nos casamos.
La poesía lírica rompió al fin la barrera de pro·
hibiciones de la época estaliniana e invadió las co-
lumnas de los diarios y las revistas. El esfuerzo, un
tanto infantil, no tuvo éxito. Las épocas de grandes
transformaciones históricas no son, sin duda, propio
cias para las arpas. En esos períodos la gente pre-
fiere el sonido de las trompetas.
Después de un largo silencio, Martinov, a quien

115
la crítica estaliniana había arrastrado en el lodo al-
gunos años atrás, pubUcó un Iíbro de poemas en el
cual, a través. de metáforas, hipérboles y sobreen-
tendidos, la juventud encontró lo que queda escu-
char. Martinov creyó tocar el arpa y fue el primer
sorprendido al ver que sus lectores escuchaban trom-
petas. "¡Qué época asombrosa --<:oncluyó él mis-
mo--, en la que los acordes líricos desencadenan olas
y ecos que sobrepasan las previsiones del poeta!"
Boris Slutski comenzó también a publicar algunos
poemas. Muchas de sus obras continuaban topándo-
se con la barrera de la censura, pero circulaban de
mano en mano, de boca a oreja, y eso no hacía más
que aumentar su popularidad.
Por mi parte, me puse a escribir poemas políticos,
pero siempre tuve miedo de caer en la retórica. Una
noche, un amigo me dio una colección de obras de
poetas revolucionarios. Al leerlas sentí nuevamente
que las palabras "Comunismo, Revolución, Poder de
los Soviets", podían tener una extraordinaria reso-
nancia lírica si eran pronunciadas con sinceridad y
en un contexto verdaderamente revolucionario.
Asi compuse mi primer poema político. AlU es-
tigmaticé el patetismo artificial de la vieja época, el
carácter mecánico de las órdenes lanzadas a la mu-
chedumbre a través de los altoparlantes durante los
desfiles del 10. de mayo en la Plaza Roja:

116
Calma
Orden. en. las columnas
No se ven floreJ
¿ Dónde están las flores?

El poema circuló por muchas salas de redacción


antes de caer, no sé cómo, en manos del poeta K .•• ,
a quien no veía de tiempo atrás. Me acorraló en el
pasillo de la editorial en que trabajaba y me pidió
que entrara a su oficina, con una voz tan grave, que
creí que iba a anunciarme el estallido de la guerra
atómica.
-¿Te das cuenta de lo que has escritof -me pre·
guntó pérfidamente.
-Un poema -respondí.
-¿Sabes qué va a pasar -continuó indignado--,
un poema asr cae en manos de nuestros enemigos oc-
cidentales? Van a utilizarlo en su lucha contra nos-
otros.
No tuve ningún deseo de discutir con este hombre
y su argumento me pareció ridículo. Lenin di[o ha-
ce tiempo que nuestros enemigos utilizarán cualquier
migaja de la mesa autocrítica, pero que no es una
razón para no hablar de nuestros errores, para no
discutir nuestros problemas. Un hombre fuerte no
tiene necesidad de esconder sus debilidades. Puesto
que creía en la fuerza espiritual de mi país, decidí

117
precisamente hablar con franqueza de lo que me pa·
recia mal. La intervención de K ...• una vez más.
en nada disminuyó mi convicción.

En 1955 fue organizada por primera vez la "Jcr-


nada de la peesía", convertida después en una ver-
dadera tradici6n y una especie de fiesta nacional aro
tística. Los poetas fueron invitados, ese día. a leer y
a dedicar sus obras en las diferentes librerías de
Moscú.
Con algunos otros jóvenes poetas yo debía "pre-
sentarme" en una libreria de la calle Mojovaya, cero
ca de la Universidad. De ningún modo esperaba un
acontecimiento particular. De pronto, más de cua-
trocientos jóvenes llenaron la libreria al punto que
pareció estallar por sus empellones. Mil gentes que
no pudieron entrar gritaban a coro en las ventanas:
ce¡ En la calle!, i en la calle!".
Sus brazos jóvenes nos llevaron, literalmente, has-
ta la escalera de la Universidad. Allí, en esa impro-
visada plataforma, fuimos invitados a recitar, por
tumo, nuestros poemas. Todos sentimos que nuestro
auditorio esperaba de nosotros algo especial, impor-
tante para ellos.
Los poemas de amor fueron muy aplaudidos. Pe-

118
ro en los ojos de los j6venes oyentes la espera con-
tinuaba: Quedan algo distinto.
Al fin llegó mi tumo. En silencio, vi miles de ojos
curiosos fijos en mí y entre ellos los ojos de Bella.
Vacilé un instante. después comencé a recitar con pa-
si6n, precisamente ese poema que nadie había que-
rido publicar y que según K. •• hahía de regocijar
a nuestros enemigos.
El poema no fue entendido así por mis oyentes.
No habrían aplaudido con tal fervor un poema que
atacara a 8U paía, Para ellos, como para mi, esos ver-
sos eran un llamado para luchar contra todo lo que
nos impedía vivir y edificar nuestro futuro. Esos
aplausos que me otorgaban por primera vez cinco
mil jóvenes, fueron para mi más que un plebiscito:
la prueba de que estaba en el buen camino y el es·
tímulo para proseguir. No podría ya olvidar esos
rostros jóvenes en la escalera de la Universidad.
Pese a ello, los criticos se lanzaron contra mi. En
privado algunos amigos me reprocharon haber aban.
donado el "arte puro", En los diarios se me acusó de
"nihilismo". No me dejé intimidar. seguí escribien-
do poemas que llamaban al combate contra el dogo
matismo y las suciedades que disfrazaban nuestro
ideal. Grité con toda mi voz que nuestra bandera ha-
bia permanecido pura aunque por un momento la
hubiesen portado hombres con las manos sucias. Le-

119
jos de propagar el nihilismo, mis palabras -de ello
recibía múhiples testimonios- contribuyeron asa·
ear a los jóvenes de su apatía y ayudarlos a encono
trar una finalidad en su vida.
Todos estaban, como Rusia entera, ávidos de ver-
dad. No podían hallarla en los periódicos, en la ra-
dio ni en la televisión, retrasadas en relación con los
cambios ocurridos en la vida de nuestro país. Los
jóvenes se sentían excedidos por los acontecimientos.
y de los artistas, de la literatura, esperaban revela-
ciones. Muchas obras nuevas y vigorosas estaban efec-
ti'lamente haciéndose, pero la prosa es un género muo
cho menos flexible que la poesía. Una novela no se
escribe en pocos días y no se lee en público. La poe-
sia era más apropiada para las circunstancias. A
menudo los poemas se improvisaban rápidamente y
podían leerse en todas partes. Maiakovski introdujo
en Rusia la costumbre de la lectura pública, impro-
visada o no. A su muerte, esta tradición se fue per-
diendo poco a poco. Nosotros, los jóvenes poetas de
la época poaestaliaiana, la habíamos resucitado. Y
me parece que encontramos un eco más poderoso
aún que nuestros predecesores, pues no creo que ha.
ya existido en su época una avidez de poesía tan in-
tensa y tan espontánea.
Se me invitó a veladas poéticas en las fábricaB y
las facultades, en los talleres y en las escuelas, en

120
los institutos científicos y los laboratorios. Recité mis
poemas ante los auditorios más diversos que varia-
ban de veinte a mil personas. Pero confieso que no
imaginé entonces que algunos años más tarde tendría
a mi disposición la sala de conciertos más grande de
Moscú y que en 1963 la velada poética anual llena.
ría a reventar el Palacio de los Deportes de Luzhniki.
CAPITULO TERCERO

A prmclplos de 1956 un gran acontecimiento se


produjo en Rusia: en el curso del XX Congreso del
Partido Comunista de la URSS se reveló la verdad
sobre los crímenes de Stalin. No se tuvo la 'preocu·
pación de la utilización malintencionada que nues-
tros enemigos harían en el extranjero; confinnó así
mi convicción de que nuestro pueblo tenía el dere-
cho de conocer la verdad y que ocultársela, bajo tal
o cual pretexto, era ofenderlo y no tener confianza
en él. De tiempo atrás, yo tomé conciencia de las
responsabilidades de Stalin. Antes del informe de
Kruschov, sin embargo, no llegué a medir la amo
plitud de su culpabilidad. Y creo que la mayoría
de los rusos estaba en mi caso.
Los hombres salieron de las reuniones en que se
leyó ese documento histórico, abatidos y cabizbajos.
Para muchos de ellos, pertenecientes a la vieja ge·
neración, surgía una terrible pregunta: ¿Acaso mal-
gastamos inútilmente nuestras vidas? En todas par.
les se sentía su tormento interior.
Un escritor de talento, Fadeev, se suicidó dispa-
rándose un balazo con el revolver de guerrillero que

122
guardaba desde la época heroica de la guerra civil.
Ese suicidio se añadió a la lista de los crímenes de
Stalin.
Los jóvenes comenzaron a dudar, no sólo del va-
lor de Stalin, sino de todo nuestro pasado. Ello au-
mentaba los sufrimientos de nuestros padres.
Como siempre, habia diferentes padres y diíeren-
tes hijos.
La vieja generación estaba dividida en dos. Por
una parte, estaban los verdaderos comunistas, que no
se inclinaron, no se dejaron abatir. Se pusieron a
trabajar con renovada energía para corregir los
errores de la época pasada, para eliminar todas las
prácticas nefastas.
Por otra parte, aparecieron esos que nosotros Ila-
marnos hoy los dogmáticos. Proclamándose comunis-
tas, jarando conformidad con las resoluciones del
XX Congreso, les aterraba la idea de perder sus si-
llones de cuero. No tenían en sí mismos el valor de
mirar la verdad de frente y de comprender el carác-
ter abrumador de la nueva consigna: "Es necesario
restablecer las normas leninistas en la vida del Par.
tido". Trataban de matizar la apreciación del perío-
do estaliniano. Sin embargo, el juicio del XX Con-
greso carecía de matices: sólo se reconstruye bien lo
que fue antes destruido.
Los dogmáticos eran poderosos y se aferraban a

123
BUS privilegios, paralizando así la reconstrucción de
nuestra agricultura y la reorganización de nuestra
industria. Luchaban con encarnizamiento para impe-
dir que se abolieran ellos sobres azules" t los auto-
móviles personales y otros privilegios.
Su método preferido era insinuar por todas par-
tes que la juventud soviética estaba ofuscada por el
nihilismo y había perdido el respeto a las tradicio-
nes revolucionarias de nuestro país. Como prueba de
sus acusaciones, citaron el hecho de que la juventud
prefería los pantalones estrechos, amaba el jau, leía
a HeminkWay y admiraba a Picasso. Sobre tales ele-
mentos, construyeron una oscura teoría sociológica
de la corrupción de nuestra juventud por influencia
burguesa.
Esta juventud, ¿qué era en realidad?
Una parte de ella había caído efectivamente en
el cinismo. Sintiendo el vacío moral que los rodea-
ba, ciertos jóvenes se lanzaron sobre los suéteres de
colores, los zapatos a la moda y los discos de jazz,
creían iniciarse en la cultura occidental bailando el
rock'n rollo Sin embargo, la mayor parte de ellos
ignoraba la existencia de Picasso y de Hemingway.
La prensa occidental les daba una publicidad des-
proporcionada a su número y a su importancia, ya
que no eran sino una minoría. Los mejores entre los
jóvenes soviéticos no han caído en el cinismo, a pe.

124
sar de los momentos difíciles de duda y vacilación
que han conocido.
La experiencia perturbadora de su adolescencia,
por el contrario, los ha templado para toda la vida.
Han encontrado fuerzas no solamente para luchar
contra los errores de sus padres, sino también para
continuar su obra.
Creo que es exagerado hablar de un antagonismo
de generaciones en la Unión Soviética. Tengo ami-
gos entre los comunistas de la edad de mis padres y
con ellos me siento más cómodo que con ciertos
jóvenes de mi edad que huelen ya a naftalina. La
juventud interior no conoce fronteras entre las gene.
raciones. No es cierto que los jóvenes, por si mis-
mos, hayan descubierto los trajes bien cortados y
hasta el placer de bailar rock'n rollo Es absurdo, pre.
tender que existe cualquier relación entre sus gustos
y ciertas convicciones políticas.
Conozco hombres, entre los mejores de la nueva
generación, que leen precisamente a Hcmingway y
Remarque, a Salinger y Kerouac, a Kingsley Amis
y otros escritores occidentales. Van a ver películas
extranjeras, piezas de Tcnnessee Williams y Arthur
Miller y forman cola durante horas ante las exposi-
ciones de Pica5SO y de Fernand Léger. Son perfec-
tamente capaces de apreciar, de una manera eríti-
ca lo que es bueno y lo que no lo es en la herencia

125
cultural de occidente, yeso no les impide en absolu-
to luchar por su propia cultura socialista.
Sus nuevos conocimientos ensanchan su horizonte
mental y hacen su gusto más variado y más exigen-
te. Los dogmáticos, incapaces de comprender este Ie-
nómeno, sólo ven el pretendido "nihilismo".
Han hecho, pues, todo lo que está a su alcance pa-
ra detener ese proceso irreversible. También han tra-
tado de servirse de la tensión internacional para
exigir a la juventud que renuncie a sus inquietudes.
Pero fueron vanas tentativas.

No estoy de acuerdo con el término "deshielo" que


Ilia Erhenburg ha pegado con ligereza a todo ese
proceso intelectual. Un deshielo puede producirse a
mitad del invierno, y después sobrevenir un nuevo
congelamiento total. Esta no es nuestra situación. Pa-
ra mí, este período sólo podría definirse como una
primavera. La primavera puede ser también difícil.
Pueden caer heladas matinales y los vientos fríos
pueden continuar soplando. Da un paso a la izquier-
da, un paso a la derecha, hasta un paso atrás. El in-
vierno se aferra de algún modo a la primavera. Tra-
ta de retardarla, de impedir su desarrollo, pero
esos ataques invernales están condenados al fracaso.

126
Son combates de retaguardia que jamás han impedi-
do el desarrollo de la primavera, ni han frustrado
la eclosión del buen tiempo.
Por eso, porque he creído siempre en la primave-
ra de la desestalinizacién, no me inquieto demasiado
por las críticas y los ataques que se lanzan contra
mí. Un periodista de Paris Match escribió, en esa
época, que yo era el "poeta maldito" de la Plaza Ro.
[a, No comprendió la situación. No es la Plaza Roja,
sino los dogmáticos quienes me maldicen. Pero son
impotentes para privarme del derecho de escribir, de
leer mis poemas y, más y más, de publicarlos.
He aquí algunos ejemplos. En 1956 apareció por
fin mi poema Estación Zima. Enseguida, en la
Komsomolskaia Praoda, un antiguo bolchevique arro-
jó sobre mí las más duras acusaciones. Descubrió
en mi poema signos de incredulidad, de cinismo y no
sé cuántos otros vicios abominables. A partir del
día siguiente, el diario fue bombardeado por miles
de cartas que asumían mi defensa y la Komsomolskaia
Praoda abrió de nuevo sus columnas para mis poe-
mas.
Después apareció la compilación de mis poemas:
La ruta de los enuuiastas. Los críticos la maltrata-
ron. Pero la edición se agotó en pocas horas y el
libro se revendió bajo cuerda. Fue una elocuente
respuesta a -iois detractores.

127
El mismo año de 1957, la revista Joven Guar·
dia publicó, a la cabeza de su número varios de mis
poemas contra el culto a la personalidad. Parece
que surgieron ciertos problemas en los altos círculos
a causa de ese número y que basta se trató de reco-
gerlo. Pero era demasiado tarde. Hubiese sido neceo
sario buscarlo en las casas, ya que la tirada de la
revista se agotó en pocos dias. Los críticos se encaro
nízaron entonces con una energía renovada contra
mí y contra mi nihilismo.
También en 1957 el conflicto que dividía los
medios intelectuales se polarizó en tomo al caso
Dudintsev. Su novela, No sólo de pan. vive el hom-
bre fue en principio saludada como una obra maestra.
El autor casi fue comparado con Tolstoi. Tal exage.
ración me irritaba; pues, sin negar el valor de la
novela, le encontré ciertas debilidades artísticas.
Después, de golpe, nuestros críticos dieron un
viraje de 180 grados. Dudintsev, de la noche a la ma-
ñana, pasó de nuevo Tolstoi a convertirse en un agen-
te del imperialismo. Esas acusaciones absurdas me
pusieron resueltamente de su lado. Defendí a Du-
dintsev en tanto que camarada, en tanto que hombre
soviético.
Algunos días después, me excluyeron del Instituto
Literario. El pretexto: irregularidad en la asistencia
a los cursos. Realmente no fui un estudiante menos

128
asiduo en 1957 que durante los cuatro aiíos ante.
ríores; antes a nadie le preocupaba.
TodaYía me resulta más düícil explicar por qué
fui excluido del Kemsomol (Unión de las juventudes
comunistas), pues nadie Be tornó la molestia de darme
tu razones. Parece que estaba, simplemente, "desli.
gado de la vida".
Mi moral estaba por entonces muy baja. En esta
época encontré al poeta Yaroe1av Smeliakov. Habla
estado preso en tres ocasiones bajo el estalinismo, y
regresaba nuevamente de un campo de concentración.
Los infortunios de la vida 88 habfan encarnizado con
este hombre. Todo conspiró para acabar con eu
talento de poeta. Y sin embargo, aun en las atroces
condiciones del campo, escribió un gran poema ro-
mántico lleno de fe en el ideal de la Revolución, pleno
de eonfianza en el triunfo de la ruón. Este hombre
realizó una hazaña terriblemente heroica. Si algún
poema merecía la más alta recompensa de nuestro
paú -la orden de Lenin- era seguramente el de
Yar08lav Smeliakov.
Desde el comienzo, mis encuentros con este hom-
bre tuvieron un papel muy importante en mi vida.
Al ver que su pasado trágico en nada altero 8UB
convicciones ni su fe en el porvenir, me di cuenta
de que no tenía derecho de lamentar mi suerte ni
ceder al desaliento.

129
Contra mí ee endereuhan las más diversas invec·
tivas. Fui calificado de "lírico de alcoba" t de "jefe
ideológico de los maleantes intelectuales"t de "bur-
gués decadente", de "amante del desenfreno" t de
"falso revolucionario" -y mejor no sigo.
Pero mi espalda siberiana podía resistir esta cíen-
siva. Además no estaba solo. Me 80stenfan amigos
como SmeUakov y Vinokurov, como Tchipatchov y
Lukonin, como Mejirov y Antokolski. Tenía la amis.
tad de dos artistas maravillosos: Vasiliev y Neiz.
vestny. Todos los días recibía cartas y regalos, tanto
más emocionantes cuanto que eran anónimos.
Las invectivas de los dogmáticos no entrañaban
1u mismas consecuencias en la primavera de la
desestaUnización que durante la vieja época. Su furia
no bastaba para destrozarme ni me impedía publicar
nuevos poemas o leerlos en público.
Fui readmitido con plenos derechos en el Komso-
mol y también elegido para el secretariado de la
organización del Instituto Literario, cargo que eon-
servé los cuatro años siguientes. Era claro para mí
que la primavera seguia su curso, que cada día nos
aproximaba hacia el verano.

130
Un antiguo violinista, Yuri Kasaicov, que comenzó
al mismo tiempo que yo en el diario El Deporte
SOtlÍético con una serie de artículos bastante medio.
eres sobre la vida de los deportistas norteamericanos,
se transformó en un fino escritor de la línea che.
joviana.
El joven médico Aksionov aprovechaba cada ins-
tante libre durante sus guardias en el hospital para
escribir sus primeros relatos de nuevo estilo "super.
contemporáneo",
Bella Ajmadúlina, siempre en el Instituto Litera-
rio, manejaba la pluma con sus delgados dedos y
ennegrecía el papel con grandes letras infantiles. Sus
poemas tenían fuerza masculina, al mismo tiempo
que ese poder de embrujamiento que s610 una mujer
podía darles.
Por su parte, Robert Rozhdéstvenski, antiguo ju-
gador de volibol, de manos fuertes, componía poemas
violentos destinados a la celebridad.
En cuanto a Bulat Okudzhava, se ocupaba todo el
día de manuscritos tediosos en una editorial. Pero,
de noche, cerca de un vaso de vodka, tocaba la gui-
tarra y cantaba incomparables poemas-canelones para
dos o tres de sus amigos. No suponía que, algunos
años más tarde, serían grabados en miles de cintas
magnéticas y lo convertirían en el favorito de toda
la joven Rusia.

131
Andrei Vozniessenski, ese muchacho delgado de
grandes ojos penetrantes, no era entonces más que
un estudiante. Destinaba la primicia de sus poemas,
desconocidos para el gran público, a Boris Pastemak.
CAPITULO (¡UARTO

Muchos poetas jóvenes hacían peregrinaciones regu-


lares para ver a Pasternak, y me aconsejaban que
fuera con ellos. Pero siempre pensé que los me-
jores encuentros son los que ocurren por azar. Y
además, no quería importunar a Pastemak.
En 1957 se presentó por fin la oportunidad. La
Unión de Escritores me pidió acompañar al profesor
italiano Ripolino en su visita a la datcha de Paster-
nak. Partimos sin concertar ninguna cita.
Apenas llegados, vimos en el fondo del jardín
a un hombre esbelto de cabellos blancos -vestido
con un simple traje blanco-e- que parecía ocultarse
tras un árbol.
"Buenos días", dijo, enrojeciendo de sorpresa al
vemos.
Me escrutó con su mirar penetrante y azorado;
después agregó, sin soltar mi mano:
-Usted es Evlushenko... Así lo imaginaba ••.
Delgado, alto y con aire tímido, aunque no lo sea
verdaderamente. . . Lo conozco desde hace mucho...
Sé que no frecuenta con regularidad los cursos del
Instituto Literario •.. y muchas otras cosas... ¿Pero

133
a quién trae consigo? •. Un poeta georgiano, sin
duda. •. Estimo mucho a los georgianos.
Expliqué que mi acompañante era el profesor ita-
liano Ripolino. Sin embargo Pastemak no pareció
turbarse.
-Muy bien: estimo, asimismo, mucho a los italia-
nos. Llegan a buena hora, por cierto. El desayuno
va a estar en un momento. Entren en la casa; estoy
seguro de que tienen hambre.
Todo esto lo dijo con tal naturalidad y simpli-
cidad que inmediatamente nos sentimos cómodos.
Comimos el pollo y bebimos el cognac que nos
ofrecía como si se tratara de viejos amigos que
frecuentaban su casa.
Boris Pastemak no aparentaba su edad. Como
máximo, se le podían calcular cuarenta y siete o cua-
renta y ocho años. Emanaba una sorprendente freso
cura, como un ramo de lilas recién cortadas que
todavía conserva sobre sus pétalos el rocío matinal.
, Su rostro era extraordinariamente móvil, y su sonrisa,
que descubría dientes blanquísimos, parecía extraña-
mente despreocupada. Se diría que este hombre
viviera fuera del tiempo. Pero algo había de pose
en su actitud.
Un día escribió a Meyerhold: "Si el personaje
que interpretas se ha convertido en tu verdad, cuánto
mejor, sigue con él." Creo que estas palabras pueden,

134
ciertamente, aplicarse muy bien al mismo Putemak.
Se necesitaba mucho valor para jugar el papel
que eligió. Era precisa una fuerte pel'8Onalidad a
fin de conservar esa despreocupada sonrisa en nuestro
siglo que no sonríe. Y la facultad de interpretar su
persenaje de esta manera, fue 8U defensa contra
el siglo.
Boris Pastemak actuaba ante los hombres no como
un ser humano sino como un perfume, una luz, un
susurro.
-¿Saben lo que me sucedió hoy? -nos contó
riendo-e-, un techador conocido mío vino a verme
esta mañana. Sacó de su bolsillo una botella de vodka
y un pedazo de salchichón, y dijo: "Te rehice tu techo
el año pasado, sin saber quién eras. Ahora la gente
me ha dicho que eres el que defiende la verdad.
Tengo muchas ganas de brindar contigo".
-Bebimos juntos. Después me dijo: u¡Condúce-
nos!" No comprendí al principio. "¿A dónde quieres
que te conduzca?", pregunté. ce¿Cómo que adónde?
Uévanos hacia la verdad", dijo él con la mayor
naturalidad.
-¡ Qué extraña idea! Jamás he tenido intención de
conducir a nadie a ningún lado. El poeta es como
un árbol cuyaa hojas resuenan en el viento, pero que
no tiene el poder de conducir a nadie.
Al decir esto, fijó en mí 8U mirada maligna, y

135
luego me dijo en un tono lleno de sobreentendidos:
-¿Y usted, Evtusbenko? ¿Es de mi parecer?
¿Cree que el poeta no ea sino un árbol que jamás
guía a nadie a ninguna parte?
Selvinski escribió hace tiempo que Putemak se
parecía al mismo tiempo al árabe y a su caballo.
Asombronmente tenía razón.
Después del desayune, Pastemak n08 leyó sue
poemas, sacudiendo la cabeza y alargando las pala.
brae. Eran versos muy ágiles recientemente escritos.
Cuando llegó a un pasaje escabroso, miró tímida.
mente a BU mujer, que jugaba neniosa con la orilla
del mantel, y soltó un suspiro jubiloso, como para
añorar su juventud, siempre cercana a 8U corazón.
Pidió despuée que leyera mis versos. Mi poema
Boda, sobre 108 matrimonios siberianos de guerra en
1941, no le gustó visiblemente. En desquite, El pró-
logo segundo poema que leí, lo entusiasmé, Ante
lo que le gustaba, tenía la misma reacción de UD
niño: saltaba sobre la silla, aplaudía, reía alegre.
mente. Cuando callé, vino hacia mi y me estreehé
en SUB brazos.
Sua reaecionee me desconcertaron totalmente, pues
Boda es un poema más entrañable y mucho mejor
que El prólogo, que me parece muy superficial.
Mucho más tarde, en otra ocasión, comprendí que
Paetemak era un hombre en extremo sensible y emo-

136
tivo, que reaccionaba según su humor del momento.
Al terminar de leerle mi poema La soledad, rompió
en sollozos, suspirando: "Usted habla de mi, de
mi... "
Espero contar un día en detalle mis cuatro en-
cuentros con Pastemak. Cuando me dijo adiós, la
última vez, me besó en la boca siguiendo la costum-
bre rusa.
Quienes trataron en Occidente de servirse de su
nombre para la campaña de la guerra fría, cometie-
ron un auténtico crimen. Igualmente, no perdonaré
jamás la actitud de muchos de nuestros escritores
que se ampararon en ese pretexto para querer borrar
de los anales de nuestra literatura el nombre de
Pasternak.
Pasternak amó a su país y no tuvo jamás intención
de negarlo. Ciertamente, hubo cosas que no llegó a
comprender; pero no fue por mala voluntad: sim-
plemente no podía entenderlas.
Pastemak presenció muchos acontecimientos de
nuestra vida soviética como si estuviera del otro
lado del río. Su extraordinario instinto le permitió
distinguir, a través de las nieblas de la distancia, los
contornos de ciertas cosas -pero no 8U9 detalles.
Por momentos, los propios contornos, mirados desde
la otra ribera, se volvieron berrosos.
Vivió muchos años en su datcha, sin ir casi nuncu

137
a Moscú. Eso le dio una inapreciable aptitud para
comunicarse con la naturaleza y para realizar el
diálogo consigo mismo. Pero también ese aislamien-
to lo alejó no sólo del ajetreo de la ciudad sino
también de la lucha y de las tralUÍormaciones que
se produjeron en el mundo. Algunas veces, él mismo
lo reconoció.
Boris Pastemak ha dicho que era una suerte de
límite fronterizo entre dos épocas históricas. Nada
lo puede definir mejor: tal es la situación que hizo la
fuerza y la tragedia del poeta genial.

En 1957 conocí a dos hombres que se convirtieron


inmediatamente en mis amigos. y tuvieron una parte
significativa en mi formación: el pintor Yuri Vasi·
liev y el escultor Emst Neizvestny.
Eran mayores que yo y habían pasado por la
dura escuela del frente, donde fueron heridos muo
chas veces. Terminada la guerra, se negaron a seguir
clegamente las recetas del arte académico y se pusie-
ron a buscar formas nuevas. Consideraban. a justo
título, que habían pagado con su sangre el derecho
de pintar y de escribir lo que les pareciera. Pero
era la época en que los otros no eran de este parecer,
y Vasiliev y Neizvestny tuvieron una vida difícil

138
Antes de encontrarlos, era totalmente inculto en
el dominio de las artes plásticas. Los impresionistas
representaban para mí la corriente más moderna. No
había visto jamás obras de los que vinieron después.
En Moscú se inauguró una exposición de Píeeseo,
pero era más difícil obtener un boleto de entrada
que ganar un automóvil en la lotería.
La prensa me informó de la existencia de eorrien-
tes modernas en el arte, pero creía realmente que
sus promotores no eran sino hombres corrompidos
que se enriquecían por la especulación artística, y que
todos eran enemigos encarnizados del comunismo.
y resulta que hallé dos modernistas atraidos por
el arte abstracto que eran dos buenos comunistas,
héroes de la guerra y totalmente conscientes del dí-
vorcio que existía entre las nociones que se me In-
culcaron y la realidad artística.
Gracias a la amistad con Vasiliev y Neizvestny,
pude encontrar a otros jóvenes poetas rusos y, más
tarde, en el curso de mis viajes al extranjero, entablé
conocimiento con artistas tan diversos como Picasso
y Max Ernst, Miró y Henry Moore.
Sé que hay muchos charlatanes y especuladores
en el mundo del arte moderno, pero también he
aprendido a distinguirlos de los verdaderos artistas
quienes, honestamente y a menudo con genio, buscan
caminos nuevos. Sé también que es necesario ser

139
totalmente dogmático para hablar de esos artistas
como de "lastres de la burguesía".
La pintura se convirtió en mi pasión. He invertido
todos mis honorarios en cuadros, y los muros de mi
departamento ahora están cubiertos de obras de todas
las escuelas, realista y expresionista, surrealista y
abstracta. Viven en muy Luena vecindad y no me
llevan en absoluto por el camino de la ideología
burguesa.
Esos cuadros son mili camaradas y, muy freo
cuentemente, cuando estoy triste, entablo con ellos
un silencioso diálogo. Mirándolos, reflexionando
sobre los "ismos"; llego lo más frecuentemente a
deducir que el realismo es a pesar de todo la forma
superior del arte. Pero el realismo, para mí, puede
tener centenas, si no miles de formas diferentes y
también puede ser figurativo y no figurativo.
Considero como realista toda obra de arte que
toca mi alma humana, aunque no represente casas,
hombres o árboles. Al contrario, los cuadros donde
se ven árboles y hombres son abstractos, para mí, si
no tienen vida y nos dejan sin ninguna emoción.

Mis amigos Vasiliev y Neizvestny eran unos soñado-


res. Vasiliev soñaba que tendría a su disposición

140
la casa de Heria para transformar ese célebre foco de
vicio y de intrigae políticas en un palado de arte
moderno.
Neizvestny soñaba en construir, sobre loe bordes
del Moskova~ un granero en el cual esculpirla secre-
tamente un gigantesco monumento a la libertad. Ese
granero debería elevarse, piso tras piso, a medida
que avanzara su obra, sin que nadie supiera lo que
hacia trae de los muros de madera. Al concluir el
monumento, sería abatido el biombo y Moscú entero
vería la estatua en todo su esplendor. El agregaba:
"Ese día, nuestros críticos de arte se tragarán la
lengua".
Mis amigos olían a cerámica y pintura. Trabaja-
ban sin descanso. Su fe y su inspiración eran conta-
giosas para aquellos que los frecuentaban.
Atravesaba un momento difícil de mi vida perso-
nal. pues ecababa de divorciarme. Me sentía muy
solo, algunas veces desesperado. Pero el ejemplo
de Vasiliev y Neizveslny me dio fuerza para repo-
nerme y concentrarme en mi trabajo.
Mi carrera poética parecía condenada a un destino
monótono: los críticos me cubrían de lodo; el pü-
blico me aplaudía fervorosamente.
Con el tiempo, comprendí que los aplausos no
eran una prueba de la calidad de mi obra. Más bien
indicaban la simpatía, la confianza de parte del

141
público.
También una voz interior me murmuraba Irecuen-
temente: "Se te insulta yeso no es muy grave; pero
se te ama: eso es una obligación, un cheque en blanco
que tú no tienes el derecho de despilfarrar".
Así pues me volví más atento durante las díscu-
sienes que seguían a mis veladas poéticas, al diálogo
con mis auditorios.
Sentían generalmente que yo atravesaba un perío-
do difícil, ya que mis poemas reflejaban forzosamente
mis problemas personales. Mucbos de mis lectores
simpatizaban con ese estado de ánimo, pero me
advertían que no olvidara la vida de los demás, los
problemas de la hora presente.
Una vez, en el Instituto de Energética de Moscú,
más de dos mil personas participaron en el debate. Un
estudiante dijo allí un pequeño discurso en mi honor:
"Tenemos necesidad de tu lirismo íntimo y no te
criticamos por tus poemas personales. Pero no olvi-
des que no perteneces sólo a ti mismo. Nosotros te
hemos dado confianza. no únicamente por tu poesía
lírica. No nos decepciones".
Otra vez, en un taller, una obrera fatigada, vino a
aconsejarme:
"Unicamente escribe la verdad, hijo, únicamente
la verdad •.. Búscala en ti mismo y dala al pueblo;
búscala en el pueblo y ponla en ti .•• "

142
Esas palabras de sabiduría popular, típicamente
rusas, subrayaban ante mis ojos que mis lectores, sin
saberlo, eran de hecho los co-autores de mis obras.
Desde entonces adquirí la costumbre de leer previa.
mente mis poemas a gentes de distintas profesiones,
amigos o desconocidos, y 8610 después de su "control"
los publicaba.
Muchos otros jóvenes poetas hacían como yo. Las
criticas de nuestros Ieetores, en las que el gusto
poético se revelaba muy exigente, nos evitaban múl-
tiples escollos. Nuestra obra se desarrollaba en una
especie de circuito paralelo, que escapaba a la crítica
oficial, pero sufría la crítica mucho más rigurosa
de los que compartían nuestras preocupaciones.
Pero no quería permanecer encerrado en la atmós-
fera de Moscú. Siempre me gustó viajar y sabíá, por
los recuerdos de mi infancia siberiana, que Rusia no
se limita a su capital. Aprovechaba pues la menor
ocasión para escaparme lo más lejos posible, para
ver la taiga y mi tierra natal.
Puedo decir que recorrí toda la Unión Soviética.
Fui al Extremo Oriente, hasta Kamchatka y Georgia.
Trabajé en las tierras vírgenes de Asia y residí a
orillas del Volga. Durante ese tiempo, en Moscú, mis
detractores insistían en que estaba "separado" de
mi pueblo, que me había convertido en "el jefe espi-

143
ritual de los maleantes" y aun aspiraba al papel de
"ídolo de las señoritas poco exigentes".
Un día. después de un largo viaje solitario por
la planicie siberiana, entré en el despacho del secre-
tario de la sección urbana de las juventudes comunis-
tas del pueblo de Komaomolsk-ecbre-el-Amur. Los
mosquitos se habían encarnizado en mí. me picaron
por todas partes hasta hacerme 8angrar. Mis ropas
estaban en condiciones lastimosas y no tenía un
kopeck en el bolsillo.
El secretario no ocultó 8U sorpresa cuando le dije
mi nombre. Sobre su escritorio estaba precisamente
uno de eS09 diarios moscovitas que me pintaban como
un dandy de la juventud nihilista. El secretario ter-
minó por sonreir:
-No sé si usted es el ídolo de las muchachas
poco exigentes, pero puedo certificar que los mos-
quitos lo adoran.
De regreso a Moscú, aeistí a una reunión durante
la cual el más pomposo de nuestros críticos literarios
reprobó vivamente a 108 poetas y escritores de la
nueva generación 808 numerosos viajes,
-¿POI' qué tienen el deseo de pasearse por Si-
heria o Kamcbatka? Ustedes despilfarran su tiem-
po y los fondos del Estado. Si quieren encontrar
trabajadores tomen un tranvía y, por quince ko-
pecks, los llevará a una fábrica de los alrededo-

144
res moscovitas.- Uno de los jóvenes escritores
miró tristemente a ese crítico moralizador y le
dijo:
-Querido camarada, si usted tomara tan a me-
nudo el tranvía, eabrfa que, desde hace diez años, el
boleto cuesta ya treinta kopeeks •••
He escrito, en uno de mis poemas, que la existen-
cia de las fronteras me oprime, que encuentro inad-
misible no conocer Nueva York o Buenos Aires, que
deseo poder pasearme por Londres aunque no sepa
inglés y que sueño recorrer París sobre la plataforma
de un autobús.
Mis detractores se han encarnizado con este poema,
sobre mi deseo de visitar el extranjero: "Termina
primero en casa tu formación marxista", gritan. Pero,
¿qué es la formación marxista? A mi juicio no se
adquiere en las escuelas. Es un proceso ininterrum-
pido que consiste en ver y aprender sin cesar nuevas
cosas. Un verdadero marxista es un hombre en
constante formación.

El primer país extranjero que visité fue Bulgaria, En


un camino rural, nuestro autocar fue detenido por un
cordón de pañuelos de seda. Había una boda en el
pueblo, y espontáneamente los búlgaros nos invitaron

145
a la fiesta y a la celebración. Bebimos a la salud
de los jóvenes esposos y compartimos su banquete
nupciaL
Casualmente, traía conmigo una botella de vodka
y decidi beberla con nuestros anfitriones como mues-
tra de gratitud por eu hospitalidad. Inesperadamente,
uno de los miembros de nuestro grupo turístico vino
a susurrarme con aspecto aterrado:
-¿Se da cuenta de lo que acaba de hacer, Evgueni
Alexandrovich? Usted nos compromete a todos.
No entendí lo que quiso decir; pero volvi6 a ex-
plicármelo, la noche misma, en el hotel. Con pate-
tismo digno de mejor causa, quiso demostrarme que
los campesinos búlgaros iban a creer en adelante
que todos 10B soviéticos viajaban con las maletas
llenas de vodka -y que mi acto había mancillado,
ante BUS ojos, la imagen del hombre soviético.
Este moralizador era sin duda "un marxista de-
finitivamente formado". Se le podía dejar en el
extranjero, sin miedo a que diera un paso en falso.
Una de las más terribles herencias del estalinismo
es esta defonnaci6n psicol6gica de algunos de mis
compatriotas. En tiempos de Stalin, s610 los diplo-
máticos y las personalidades oficiales viajaban al
extranjero. Para los demás, el mundo exterior perma-
necía envuelto en una niebla misteriosa. Según unos,
era un paraíso feérico: según otros, un universo

146
aterrador y hostil. Por tales razones mi compañero
de viaje. hasta en un pale amigo como Bulgaría,
estaba constantemente en guardia.
Pero la desavenencia de nuestras relaciones con
el extranjero fue poco a poco desapareciendo. Dece-
nas de millares. turistas de todo los países, afluyeron
a Rusia; decenas de millares de los nuestros, partí-
ciparon en viajes turísticos al extranjero.
El Festival de la Juventud en Moscú tuvo un papel
enorme en el desvanecimiento de los prejuicios.
Las calles de la capital se llenaron de una oleada
de jóvenes de todas las nacionalidades, de todos los
colores. Su fraternidad fue para mí el anuncio del
mundo futuro. Pensé entonces con frecuencia en las
palabras de Paul Eluard: "Del horizonte de un hom-
bre al horizonte de toda la humanidad".
Entendí asimismo que el combate en el interior
de nuestro país era inseparable del que otros hom-
bres libran, lejos de nosotros, por un mundo mejor.
Por eso durante mis viajes recientes no pensé
sólo en admirar paisajes y reliquias históricas: bus-
qué por todas partes hombres en lucha contra la
mentira. contra la arbitrariedad. Y en todas partes,
en todos los continentes, encontré a tales hombres.
En Helsinskl, el verano último. durante un nuevo
Festival de la Juventud, algunos jóvenes "rebeldes",
algunos hooligans, trataron de perturbar nuestra

147
fiesta. Escribí un poema, Los dueños de la cólera,
que traducido en muchas lenguas circulé entre las
distintas delegaciones.
-Perdóneme por haber pensado mal de usted
-me dijo entonces uno de los dirigentes de nuestra
organización en el festival-e-, pero nunca imaginé
que pudiera escribir un poema parecido. .• Usted
debería escribir más sobre los temas concernientes
al extranjero. •• Usted es fuerte en 8U crítica de la
ideología burguesa.
¡Qué ingenuidad! Cómo explicarle que me sentía
autorizado para criticar lo que me disgustaba más
allá de nuestras fronteras, porque hablaba abierta-
mente de lo que me desagrada en mi propio país.
No tendría respeto por mí mismo si me contentara
únicamente con criticar a los demás.
Pero este hombre confesó no entender de qué ma-
nera pude escribir Babi Yar y Los dueños de la có·
lera. Para mí, ambos poemas se inscriben Igualmen-
te en el combate por el futuro.

De tiempo atrás me atormentaba el problema del


antisemitismo y había querido consagrarle un poema.
Pero mi intención no se transfonn6 en acto basta
después de un viaje a Kíev y la visita a ese lugar

148
terrible donde 108 S.S. fusilaron a millones de judíos
inocentes: hombres. mujeres y niñol.
E! mismo día de mi regreso a Moscú, escribí Babi
Yar. En la tarde debía dar una conferencia acerca
de mi viaje a Cuba en el Instituto Politécnico, y
también leer algunos poemas.
Allí, por primera vez, leí Rabi Yar. Generalmente
recito mis poemas de memoria; pero me hallaba muy
turbado, muy enervado, y puse ante mis ojos las
cuartillas.
Cuando terminé de leer, un silencio de muerte
reinó en la sala. Seguí mirando mis papeles; temía
levantar los ojos y me sentía por completo perdido.
Al fin miré ante rní: la sala entera estaba de pie,
y. pasado ese minuto de silencio, se escuchó larga.
mente" una catarata de aplausos. Algunos invadieron
la escena para abrazarme. Las lágrimas brotaron de
mis ojos.
Un hombre cano, apoyado en un bastón, fue a
buscarme después de la velada:
-Soy miembro del Partido Comunista desde
1905. Si usted quiere, voy a recomendarlo para su
admisión.
Días antes, en respuesta a mi poema Considéren-
me comunista, un gran diario moscovita publicó una
nota critica titulada: "Estoy en contra", donde ex-
plicaba BU autor que si un día yo solicitara entrar

149
en el Partido Comunista Soviético, votaría en mi
contra.
y resulta que tenía ante mi a un veterano de la
Revolución que me explicaba: ULo que usted ha dicho
con respecto a Cuba y lo que ha escrito sobre Rabi
Yar son la misma cosa. Pasé quince años en. los
campos de concentraci6n estalinianos, y estoy dichoso
de ver que pese a todas las traiciones, nuestra causa,
para nosotros antiguos bolcheviques, vive aún y
vivirá siempre. La Revolución que comenzamos, hoy
la continúa uste(r'.
Por vez primera lloré en público, aunque no soy
habitualmente un &entimental.
Algunos días más tarde, llevé Rabi Yar a un ami-
go que trabajaba en la Luenuumaia Gazetta. Co-
rrió enseguida a los escritorios vecinos, reunió a
todos 8U8 colegas, y me obligó a leer el poema en
alta voz.
-Sé amable, dame una copia -dijo después.
Los restantes me pidieron lo mismo.
-¿Cómo'que una copia? -pregunté-. Lo traje
para que lo publiquen.
Los periodistas se miraron atónitos, como si fuese
absurda mi petición. Después uno de ellos rompió
el silencio al gritar:
-¡Maldito sea Stalin: duerme aún en nuestras
almas!

ISO
De una plumada, firm6 las hojas de mi poema,
recoméndandolo personalmente para 8U publlcaelén.
Pero mi amigo me aconsejó con prudencia:
-Todavía no te vayas. No lo ha leído el jefe de
redacci6n: sin duda tendrá que hacerte algunas pre-
guntas.
Durante dos horas permanecí encerrado en la sala
de redacción. De vez en cuando, rostros curiosos
asomaban por la puerta. Después un viejo tipógrafo,
en uniforme de trabajo, vino a estrecharme la mano:
-Hijo, en el taller todo el mundo ha leido tu
Babi Yar. Es una buena cosa. En mi juventud, formé
parte de un grupo de obreros que defendían a los
judíos contra los "pogroms". Un hombre honesto
no puede ser antisemita. Te traje vodka y un pepino
salado de parte de los tipógrafos: todos estamos
-......
co~tIgo.
Finalmente me llamó el jefe de redacción. No era
un hombre joven, pero sus ojos campesinos, que ha.
bían visto muchas cosas, me miraron con compren-
sión:
-Su poema es bueno -dijo lentamente.
Sabía por experiencia que una entrevista iniciada
con esta frase terminaba, irremisiblemente, con el
rechazo del original.
-Ha dicho cosas justas --continu6 repoeeda-
mente.

151
Mientras más avanzaba en SWI corteses explicacio-
nes, más seguro estaba de que no publicaría Babi
Yar. Mas de pronto, ante mi sorpresa, el jefe de
redacción pasó del tono oficial a la confidencia:
-Soy comunista; usted debe comprender mi
situación. •• No puedo rechazar su poema. .. Pero,
espere aquí.
Se fue. Cerca de las siete de la noche, una joven,
jefe de ingenieros en la tipografía, me enseñó las
últimas pruebas del número. El espacio destinado
a Rabi Yar continuaba en blanco:
-No se preocupe -dijo la mujer-: su poema
está compuesto y no hay ningún problema técnico
para su publicación. Sólo esperamos el visto bueno
del jefe de redacción, para incluirlo en este número.
Seguí, pues, esperando. Las horas me parecieron
más largas que nunca. A las once y media, volvió a
su escritorio el jefe de redacción. Su mujer estaba
a su lado, y él me dijo sonriente:
-Fui a buscarla a la datcha para saber su opio
nión: ella está con usted.
Juntos descendimos al taller. La joven jefe de
ingenieros dio una señal y 1a9 rotativas se pusieron
en marcha. Minutos más tarde, el viejo tipógrafo me
llevó el primer número con Babi Yar.
-Guárdelo -me dijo-, porque mañana valdrá
su peso en oro.

152
Tenía razón: la Liierasumaia Gazetta se vendió
en ese día con una rapidez fulminante. La misma
noche, recibí telegramas de felicitación que en su
mayor parte provenían de desconocidos. Pero la apa-
rición de Rabi Yar no gustó a todo el mundo.
A los dos dlas, el diario Literatura r Jlida publicó
un poema de Alexis Markov 1 escrito en respuesta a
Rabi Yar. Sus versos me trataban de "pigmeo que
calumnia a su pueblo". Poco después, el mismo pe-
riódico "demostré", en un largo estudio que yo
sembraba la animosidad entre los pueblos y traicio-
naba la política internacional leninista. Estas absur-
das acusaciones apenas disimulaban la patriotería
rabiosa y fanática de sus autores.
Mi correspondencia se hizo más voluminosa; recibí
carlas de todos los rincones del país. Una mañana
me visitaron dos jóvenes altísimos y de hombros
impresionantes. Se mostraron tímidos y me dijeron
casi balbuceando:
-Camarada Evtushenko, al saber que usted esta-
ba amenazado por su poema Rabi Yar, la Asamblea
General de los Komsomoles del Instituto A nos ha
encargado protegerlo.
-Pero, ¿de qué quieren protegerme? -pregunté.
-He recibido cien veces más carlas de felicitación
1 Tru el último díscurse de Kruschev, Alex\a Marko., fue nomo
brado preeidente de la sección de Mo!ICú en la Unión de Eseritoret
Soviélicos. [N. DJ:l. E.J

153
que de amenaza.
-Eso no nos importa --dijeron mis ángeles guaro
dianes-. Nuestro pueblo es inteligente; pero no ha
llegado el momento en que todos los cerdos desapa-
reeean. Acepte, pues, nuestra ayuda.
-¿ Ustedes se interesan particularmente por la
poesía? ¿Han leído otros poemas míos?
-A decir verdad -respondió contrito el prime.
ro--, ninguno de nosotros es muy listo para esas
cosas. Nuestros eamaradas nos eligieron porque soy
campeón de box y mi amigo forma parte del equipo
nacional de lucha libre.
Durante muchos días me siguieron como mi somo
bra. Pero su protección, además de conmovedora, era
totalmente inútil. Tuve la impresión de que seda
más útil enviar protectores a Markov --que babia
renunciado a toda aparición, temeroso dt! ser maltra-
tado por el público.
La prensa occidental creyq ver, en la batalla que
se libró en tomo a Babi Yar, una prueba de la viru-
lencia del antisemitismo en la URSS. A mis ojos, su
significación fue exactamente la contraria: de treinta
mil cartas que recibí, sólo treinta eran de antisemitas.

El año pasado otro de mis poemas atravesó arduas

154
peripecias: Los herederos de SMlín. Algunos de mis
criticos se reconocieron en el título y me acusaron
de antisovietismo. Durante dos meses las redacciones
se negaron a publicarlo; pero nadie pudo impedir
que 10 leyera en las veladas poéticas; y cuando por
azar me olvidaba de hacerlo, mis oyentes 10 recla-
maban. Se lo envié personalmente a Krusehov, y el
poema terminé por ser publicado en la misma
Prcvda. También a la intervención de Kruschov de-
bemos el que se haya publicado un notable relato
de So1zhenitzin, Un. día de lván Denisovich, l que
señaló una verdadera etapa en el desarrollo de nues-
tra literatura.

Los dogmáticos son cada vez más impotentes para


impedir la democratización de mi país. No es que
me deje llevar por el optimismo: sé que nuestra tarea
es difícil; sé que está sembrada de obstáculos, pues
la vieja generación de dogmáticos ha formado un
joven renuevo que puede ser peligroso. Sé que existen
dificultades para el desarrollo de nuestro arte. sé
que resentimos la forma compleja en que evoluciona
la situación política y económica internacional: no
cierro los ojos ante todo eso.
t Publicado en e,pañol por Ediciones Era en e,la miama eelee-
ción.

155
Pero creo que hace falta estar ciego para no ver
Ios gigantescos cambios producidos en nuestro país
después de Ia muerte de Stalin. Desde 1953 vivimos
UDa auténtica revolución espiritual, compleja y que
exige mucha paciencia y energía,
La minoría dogmática, vieja o joven, no puede
nada contra esto, pues la mayor parte de los sovié-
ticos -sobre todo los jóvenes- están ligados a las
ideas de progreso y están dispuestos a hacerlas
triunfar.
Los occidentales se asombran a veces de oirnos
hablar así con respecto a nuestro pasado. Pero evocar
el pasado es, para nosotros, pensar en nuestro por-
venir. Queremos conservar todo lo positivo que haya
en nuestra herencia, y dejarle al pasado lo que le
pertenece.
Hemos cometido muchos errores; pero somos los
primeros que estamos en el camino de la realización
de la idea socialista, y acaso nos hemos equivocado
para que los otros países que seguirán este camino
no estén obligados a caer nuevamente en el error.

Un estudiante -que no es de los mejores nietos de


la Revolución francesa- me dijo en París: "En ge·
neral, estoy con ustedes; mas, para luchar por el

156
socialismo, prefiero esperar el día en que tengan
almacenes como Les Galeries Lafayetttl'.
Sentí pena por este jcven-viejo¡ espera que le
sirvan el porvenir en bandeja de plata, bien asado,
bien dorado, y hasta entonces él se dignará em-
plear su tenedor.
Nosotros hemos hecho nuestro porvenir comple-
tamente solos, privándonos de todo, sufriendo, equi-
vocándonos, pero aunque 8010s, lo hemos hecho.
Estoy orgulloso de no ser un mero espectador sino
participar en la lucha heroica de mi pueblo por
su porvenir. Pienso que lo tengo todo por delante, y
mi pueblo también lo tiene todo por delante.
POEMAS
Versiones de J~ Emilio Pacheco [sobre una traducci6n
literal]: Babi Yar; Roberto Femández Retamar: Convtr-
sación; Heberto Padilla: Los herederos de Stalin; Pedro
Durán Gil: Los dueños de la cólera. El Estanque de los
Patriarcas. El canto de Solveig. IAdelante¡; Pável Grus-
k6 y Roberto Femández Retamar: Madre cubana,
Babi Yar

No existe monumento en Babi Yar


8610 el duro cantil.

y tengo miedo
Tengo la misma edad del pueblo hebreo
Hoy me siento un judío en el desierto
que de Egipto escapé,

Me crucifican
y mis manos conservan los estigmas.
Me parece ser Dreyfus, traicionado,
al que juzgan, desprecian, encarcelan;
pero de pie resiste la calumnia
y el grito filisteo.

Las mujeres
me señalan el rostro con sombrillas
d6cilmente bordadas en Bruselas.
O me siento, después, como un muchacho
de Bielostok, que frente a la taberna
- impregnada de vodka y de cebolla -
ve la sangre nacida de su cuerpo
mientras estalla el pogrom.

161
Los borrachos
cercan la calle con su grito impuro;
se unen para gritar:" "Mata judíos
y salvarás a Rusia."

y un soldado
me derriba Y golpea.

Mientras tanto
un tendero se lleva, ensangrentada,
a mi madre que arrastra por el suelo.

Oh mi Rusia, mi pueblo, pueblo ruso


que no odia ni razas ni naciones.
Cuántas veces, con todo, manos sucias
invocaron tu nombre inmaculado;
cuántos antisemitas se nombraron
"Unión del Pueblo Ruso." Qué vileza.
Porque hoy también, aquí, me siento dentro
de la piel de Anna Frank - que es transparente
como un ramo de abril.
Me siento lleno
de un absoluto amor.

Sobran 1as frases


y necesito en cambio que uno a otro
nos miremos de frente.
Como es posible ver y oler un poco

162
nos prohibieron el cielo y el follaje.
Pero hay algo mejor,
que es estrechamos
tiernamente en un cuarto que está a oscuras.
-(.' Escuchas esos PIlSOS? Alguien viene.
No tengas miedo, amor, es que se anuncia
la primavera pr6xima.

Y acércate
quiero besarte nuevamente, acércate.
-¿HIlS oído? De nuevo me parece
que están llegando y forzarán la puerta.
No temas nada, amor, es el deshielo,
son las aguas que arrastran ya a los témpanos.

y en tomo a Babi Yar suena la hierba


que ha crecido salvaje desde entonces.
Los árboles nos juzgan. Todo grita
y sus gritos se hicieron de silencio.
Me descubro: también yo soy un grito
de los miles de muertos inocentes
fusilados aquí,

y siento como
mi cabello encanece.

En cada anciano
y en cada niño fusilado he muerto.

163
Mas viviré para tener memoria,
para nunca olvidarme de todo esto.
Que la Inte11UJcionalllene los aires
cuando la tierra guarde para siempre
los restos del postrer antisemita.
Esa sangre que impulsan mis arterias
no es la sangre judía;
aunque me odia
como a un hebreo,

cada antisemita.
y me siento orgulloso y soy por esto
y para siempre un verdadero ruso.
Conversación

Me dicen: "j Hombre l Tú sí tienes coraje!"


Eso es falso.
¿Osadía? Jamás he pecado por ella.
Simplemente, he creído indigno condescender
[a la cobardía de otros.
No quería conmover los fundamentos del mundo.
Escribia.
Oh, pocas cosas:
Incluso ninguna denuncia.
Frente a las palabras redondas y vacías, yo reía,
Me burlaba de las falsas
Y, en voz no demasiado baja, me esforzaba por
Lo que de veras pensaba. [decir
Más tarde,
Mucho más tarde,
Otros hombres se acordarán de esto.
y la vergüenza recaerá sobre nosotros
Cuando esos desconocidos aplasten con sus pies
La bajeza y la mentira:
"Tiempo curioso aquel,
Epoca rara
En que se daba
A una honestidad simple como los buenos días
El gran nombre de coraje".

165
Los herederos de Stalin

Callado estaba el mánnol.


Destellante y callado continuaba el cristal.
La guardia alli callada
frente al bronceado viento.
Pero el féretro humeaba
como si alguien respirase dentro.
Del Mausoleo fueron sacándole despacio,
las bayonetas iban rozándolo al salir.
Y él guardaba silencio,
también él continuaba en silencio,
i un silencio terrible!
Sombríamente apretando su puño embalsamado,
el ojo vivo en las rendijas del ataúd,
yace este hombre que se finge muerto.
Quiere saber los nombres
de quienes lo han sacado,
los jóvenes reclutas
Del Riazan y de Kursk;
quiere emprender la huida,
cobrar fuerzas de nuevo
y que estos insensatos
sepan bien quién es él.
Algo había planeado; sigue esperando su hora.
Yo pido a mi gobierno que refuerce la guardia,

166
que duplique
y triplique
fuertemente Ía guardia
en la tumba de tierra donde Stalin está
para impedir que Stalin se levante de ella
a imponer el pasado stalinista otra vez.
Yo no hablo del pasado valeroso y querido,
el pasado del Turksib,
del Magnitka,
el pasado
que llevó la bandera de la patria a Berlín.
Hablo de otro pasado,
el que ignoraba el bienestar del pueblo,
el de denuncia y cárcel a inocentes.
Nosotros sembrábamos honradamente,
honradamente fundíamos el metal,
marchábamos en fila, como soldados, honrada-
[mente.
y Stalin nos temía.
El pensaba en los fines, los grandes objetivos
y olvidaba los medios dignos de ese pensar;
hábil Y perspicaz en la lucha de clases,
dejó en el mundo
a muchos herederos como él.
Creo que en su ataúd
hay un teléfono
ya alguien
Stalin comunica sus órdenes.

167
Pero ¿hasta dónde el cable se extiende desde allí?
No, no está vencido Stalin.
El piensa que la muerte es superable.
Un día
le sacamos del mismo Mausoleo,
mas de sus herederos, ¿cómo sacar a Stalin?
Algunos herederos cultivan su jardin,
piensan, en su retiro, que será temporal.
Otros le atacan desde la tribuna,
Ypor la noche
sueñan con sus tiempos,
con él.
Puntales de su régimen,
desprecian nuestros tiempos
cuando está lleno el sitio donde se lee poesía
y están vados todos los campos de prisi6n.
El Partido me ordena que no me tranquilice.
Hay quien me dice
"Calma" y no sé estar tranquilo,
pues mientras haya herederos
de Stalin en la tierra
yo pensaré que Stalin sigue en el Mausoleo.
Los dueños de la cólera

Siglo Veinte
que engendraste el Satélite:
dolor y niebla en ti
no tienen límites

Eres un siglo
de nobleza y de miedo,
siglo asesino de tus propias ideas,
mira, mira a esos jóvenes:
son dueños de la cólera.

i C6mo pesa su cólera


y su mirada, su desprecio t
Desprecian partidos y gobiernos,
desprecian a la Iglesia
y a los falsos profetas
desprecian a la mujer
y al implacable rostro
de la tierra
y hasta al desprecio de su propio desprecio.
Para ellos, el siglo no es un padre
sino un padrastro cruel.
Todo para ellos es disgusto
y se exasperan.

169
Hay inquietantes, negros fermentos
en los muelles del Hudson,
en los muelles del Tíber,
del Sena,
del Támesis,
en todas partes esos jóvenes
van a pasear su tedio.
Son crueles,
holgazanes,
excéntricos,
extraños ante el tiempo en que navegan.
Comprendo qué rechazan;
pero ignoro
qué es lo que están buscando, qué desean.
Lanzar gritos de injuria sin descanso,
¿será su nuevo credo?
En este instante,
aquí desde Moscú,
como hombre, simplemente,
ofrezco estas palabras:
yo también grito de cólera;
pero mi grito no es como el de ustedes,
grito sin esperanza,
porque tengo fe en mi país.
Si gritamos de cólera,
mis amigos y yo tenemos el orgullo
de librar la batalla

170
para hallar la verdad.
y a ustedes, allá lejos,
¿ la verdad les importa?
Por el mundo vagan ociosos los muchachos,
vagan por las tierras de América.

Siglo Veinte
que engendraste el satélite:
arráncalos de la sombra y de la incertidumbre.

Logra que tengan fe


en la justicia
en la bondad.

Son tus hijos,


y con ellos
tienes que mostrarte piadoso.
Siglo veinte,
¿me has escuchado?
¡Ayúdalos!
M adre cubana

Hay, cerca de Girón, una pequeña tienda


De campaña, donde una campesina vive.
Parecida a un espectro, cada noche ella sale
y lentamente se encamina hacia el mar.

Señora Amelía, dígame: ¿ por qué no duerme


[usted?
La Inmensa oscuridad envuelve al Mar Caribe.
¿Por qué mira hacia donde el sombrío horizonte
Se observa, entre las nubes que se acercan flo-
[tando?

y ella entonces contesta: El se llamaba Pablo.


Cuando aún era niño,
Colocando la cuna en las ramas de un árbol,
Yo molía junto a ella el café en el mortero.

"Tuc, tuc", sonaba allí mi maza de madera,


Como voz de esperanzas, dolores y tormentos
Era como la más terrenal de las nanas
Ese suave "tuc tuc",

Mi marido, con sus grandes manos inhábiles,


Cogía a nuestro niño, a nuestro frágil niño,
y decía "tú sabes, Amelia, que él será

172
Más feliz que yo nunca lo haya sido
y que tú!"

Deseaba que su hijo no viviera agobiándose.


Que fuera, como los montes, potente y simple.
Que cogiera la vida sonriendo,
Como a la piña altiva, por su verde corona.
Nuestro Pablo crecía, como caña en un valle,
y por defenderlo, en uno de los ataques
Cay6 mi esposo
casi junto a nuestro poblado,
Luchando contra un tanque con su escopeta vieja.

y Pablo mientras tanto, crecía .•.


y cuando en marzo
Cumplió, por fin, sus diecisiete años,
Me dijo:
"Madre yo sé que tú me comprendes.
Tengo que ser soldado, como fuera mi padre."
y yo lo comprendí,
sin lágrimas ni gritos,
Pero el corazón de las madres siempre sufre:
Los hombres que llegaron de donde bate el mar
Lo mataron a él, como antes a su padre.

Aquí fue donde cayó Pablo, mi Pablito,


Tenía para él una navaja de afeitar.

173
Pero ni una vez sola pudo llegar a usarla.
Parece que compré muy tarde su regalo.

No llegué a ver ni cómo se apagaban sus ojos.


Hasta la sangre estaba cubierta por la arena.
Se tendió con la cara dirigida hacia el Norte,
La cara ya cubierta de 007.0 juvenil.

Cuando al cabo llegué a la tumba de Pablo,


La desgracia secó cada una de mis lágrimas.
Caí calladamente sobre la oscura piedra,
y comprendí, de pronto: nunca me iré de aquí.

Hace ya más de un año que es aquí donde vivo.


Dormía primero echándome sobre la hierba,
y ahora puedo hacerlo en la tienda de campaña
que los soldados han querido regalarme,

Ahora somos tres


~I mar,
yo
y la tumba.
No puedo olvidar nada.

Recuerdo que yo amaba profundamente el mar.


i Como ahora lo odio!

He aquí el mar bramando, vasto, arremolinado,

174
Arrojando su espuma hacia todos los aires.
El mar. •• por donde vinieron los asesinos.
¡Yo sé que todavía pueden volver de nuevo!

Como una estatua hecha de odio y de dolor,


Mira la campesina con su cuerpo y su alma.
y por sobre la oscura resaca rugidora,
Se agita la resaca blanca de sus cabellos.

El mar atruena y rueda,


Avanza hacia ella y luego retrocede de nuevo.
Felices madres norteamericanas:
¿Podéis vosotras ver a esta madre cubana?
El Estanque de los Patriarcas

No hay más que niebla sobre el Estanque de los


[Patriarcas.
Mundo poblado de sombras y de enigmas
y sobre el agua verde se ven barcos
que se reflejan azulados y rápidos.
Pasa una barredora y pule el asfalto
donde van a mirarse todos los fuegoscircundantes...
Mi motocicleta penetra la bruma.
En los rayos se acumulan las hojas.
Aquí está la casa. i Cómo conozco sus rincones!
Ese número grabado en la fachada,
esa lámpara con su pantalla azul,
me llegan hasta el fondo del alma.
Aprieto el paso y me acerco al umbral.
Allí vive una mujer con su marido al lado
y su hijita pero
alguna cosa la obsesiona.
algo la mantiene despierta cada noche
y 10 que ella ve, lo veo también.
Un bosque, una tarde.
Allí las sombras se divierten.
Oh, el brillo, el asombroso brillo de ese lirio
hallado al fondo de un desfiladero.
A 10 lejos, el acordeón lanza un aire monótono.

176
Una risa,
después un vestido,
un vestido de flores blancas y de nuevo esa risa,
lo demás, en fin ... Nada más un recuerdo.
Algunas veces ella viene a visitarme.
"Pasaba por aquí. .• S610 un minuto. u
Su mirada triste me evita
y nuevamente pierdo su huella.
Brumosa historia,
tan brumosa
como el estanque,
una tarde de otoño.
El canto de Solveig

Con los ojos cerrados, sobre el lecho


del cuarto de un hotel,
sufro cruelmente,
sufro con delicia.
Podría decirse que) afuera, alguien me ha
[comprendido.
Estoy. seguro.
No es por azar
que ese canto llegue a mi
con aroma de pino,
por la ventana abierta
del pequeño restorán.
Asciende
tembloroso)
como un espectro asciende,
extrañamente sube
el canto de Solveig.
Es un canto de nieve y de sol.
No 10 interrumpan,
instrumentos.
Toquen toda la noche,
para mí toquen el canto de Solveig.
Todas mis noches,
Todas mis noches.

178
Es un canto de nieve
y de sol.
Aun sin brío,
que toquen para mi toda la vida
el canto de Solveig.
Sin brío, claro, será casi mejor.
Cuando muera
-y es seguro que muera-
que me ofrezcan el canto de Solveig
como un presente,
que encuentre su camino bajo tierra
Es un canto de nieve y de sol. ..
Que toquen, durante mi muerte,
ese canto
que cubre las tempestades.
Mas si el canto está allí,
¿ en qué lugar se tenderá mi muerte?
¡Adelante!

Fui cruel.
Denuncié alegremente
sin preocuparme de mis propios errores.
Me parecía que enseñaba a los hombres
cómo había que vivir
y que los hombres aprendían.
Pero me he vuelto más bondadoso.
i Alarmante síntoma l
y en cierta reuni6n ha llegado a decirme
una curiosa muchachita con gafas
que veo las cosas como un liberal.
Llegan muchachos
arrogantes e imperiosos.
y apretando sus pequeños puños sudorosos,
y ahogándose de emoción,
valientemente critican mis debilidades,
Gracias, muchachos.
¡Adelantel
Sean fuertes.
i Entren en la discusión!
i Insistan en lo suyo l
Al dejar de ser duros con los demás
dejamos de ser jóvenes.
Siento mi edad con cierto rubor.

180
Ustedes son menos razonables
pero eso no es malo.
Pues incluso en su injusticia
Son también justos, a veces.
i Adelante, muchachos!
Pero sepan:
cuando se hagan mayores,
y juren no volver a equivocarse,
se cansarán de su propia dureza
y poco a poco se harán más bondadosos.
Otros muchachos
arrogantes e imperiosos
llegarán
apretando sus pequeños puños sudorosos
y ahogándose de emoción
se lanzarán contra sus debilidades.
y ustedes
-los prevengo-
sufrirán.
A veces hasta contestarán con una dentellada,
mas, pese a todo, encontrarán en ustedes el valor
de decirles, por muy duro que sea:
u i Adelante. muchachos In
BIBUOTECA ERA

ENSA.YO

Georg Luki~ Signi/icacicS" Dclua1 del realismo critico


Enrique Gondlez Pedrero, Ellran viraj~
Fernando Benltez, Los primeros mexicanos
Gastón Garda Can tú. Utoptas m_xieanlU
Adolfo Sánchez Vázquez, lAs ideas .sliticas de Mar._
Marta Traba, Los cuatro monstruos cardinales
Georg LuUcs, La novela ltirtcSriCIJ
Jorge Portilla. FmomerwlogEa d,l relajo
NOVUA y uu.ro
Malcolm Lowry. Bajo el volcdn
Alexander Sclahenitsin, Un dÚJ d,lvd" Denúouieh.
Albert Maltz. U" hombre en el camino
Isaac Babel. Caballerúz Roja
Daniel Sueiro, Estos son tus hermanos
Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le tSCrib4
Gabriel Careta Márquez, La mala hora
I'OESIA

Agustí Bartra, LtJ luz en el yunque


TESTIMONIO
Evgueni Evtwhenko, AutobioKrafia precoz
Fernando Benítee, Viaje a 14 TarahumarIJ
Elena Pcnlatowska, Palabras eruzada.s
Fernando Benítez, La última trinche",
David Rublnowlcz, Diario de un niño judio
Luis Suáree, Confesiones de Diego Rivera
Fernando Benítez. Los honlos alucinantts
Julio Scherer GartÍA, lA piel )' la tnlrañll [Siqu'¡rosl
A los treinta años, Evgueni Evtushenko se ha convertido, para
occidente, en portavoz de los jóvenes intelectuales de IIU país:
UDa generación que rechaza el dogmatismo y en cambio bus-
ca UD nuevo arte y unas nuevas maneras de convivir. Algu·
nos de SUB poemas (particularmente Babi Yar. su condena
del antisemitismo) ganaron para Evtushenko una celebridad
que sin exageración puede considerarse universal. La Au·
tobiografía precoz, su mensaje a la otra mitad del mundo,
y en particular a los jóvenes de todas las naciones, rué escrita
durante su estancia en Paria (febrero de 1963) para el gran
semanario L'Ezpreu.
Pero esta Autobiografía prtcoz no se detiene en los limi-
tes de un documento político, necesario para entender .laa
nuevas posiciones soviéticas. Ea también un relato, directo y
conmovedor. en que Evtushenko narra Sil infancia enlre 105
horrores de la guerra, cuando Rusia fue invadida por los
ejércitos de Hitler; su adolescencia siberiana 'y su juventud
en las ciudades, edad propicia -para él y para todos- a
una excesiva veneración que terminó el día de la muerte de
Stalin. Pocos aiíos después. Evtushcnko y muchos otros jÓr
venes demolieron el lamentable "arte" oficial. Sobre !lUS rui-
nas hall escrito y difundido una poesía que tiene la eficacia
suficiente para influir en la sociedad.
Inéditas todavía en su idioma original, estas "confesiones
de Un bijo del siglo" aparecen en la única edición autorizada
en los países de habla castellana, y se complementan con una
breve antologia que nos permite acercarnos a los poemas ín.
timos y sociales de Evtushenko. La crítica de todas partes
ha insistido en que ninguna. encuesta, ningún viaje a la URSS
podrían iluminar el porvenir de los soviéticos como lo hace
esta historia personal, esta A.utobiografía precoz de Evgucni
Evtushenko.

B
ERA

EN LA MISMA COLECClON

Alexander Solzhenitsin
Un día de Iván DeDÍsovich
[UNICA ED1Ct01'l .'UTOIUZADA]

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