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DANE 154001008266 GA-F16

NIT 800181183-7
COLEGIO INTEGRADO SIMÓN BOLÍVAR Versión 1.0
“Educamos para construir Proyecto de Vida con Éxito” 04-04-2016
GESTION ACADEMICA
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SEGUIMIENTO ACADEMICO
AREA/ASIGNATURA: Leco DOCENTE: Maribel Coronel C Grado: 10 a
NOMBRE: ______________________ GUIA N 1
Desempeños: Deduce las características propias del texto narrativo.
-Produce textos narrativos teniendo en cuenta sus características
TEXTO 1
El martirio de sor Bibiana
Vestida ya con el hábito blanco y negro de Santo Domingo, sor Bibiana, pasados
los primeros fervores de novicia, sintió renacer aquella inquietud, aquella fiebre
que la consumía sin cesar desde la adolescencia. Más allá del cumplimiento de
sus votos, del rezo, de la minuciosa observancia de la regla, de la existencia
tranquila y metódica del convento, entreveía algo diferente: un horizonte celeste y
puro, y sin embargo, surcado por relámpagos de pasión, elementos dramáticos
que aumentaban su belleza, encendiéndola y caldeándola. Mientras meditaba a la
sombra de los cipreses tristes y las adelfas de rosada flor que crecían en el huerto
conventual; mientras pasaba las gruesas cuentas del rosario y entonaba en el coro
las solemnes antífonas, que resuenan hondas y misteriosas cual profecías, su
espíritu volaba por las regiones del sueño y en su pecho ascendía poco a poco la
ola de los suspiros. Dos años hacía que sor Bibiana alimentaba secretamente
aspiraciones quiméricas e indefinidas, cuando se supo en el convento que algunas
hermanas dejarían la vida contemplativa por la activa, y saldrían a ejercitar la
virtud en un hospitalillo cuidando enfermos y asistiendo moribundos. Fundado tal
establecimiento por dos sacerdotes, sin más recursos que la caridad pública, el
obispo, asociándose a la buena obra, les ofrecía el personal de enfermeras
reclutado en los monasterios. Bibiana se brindó gozosa; al fin encontraba un
camino que recorrer: la deseada senda de espinas, que a su corazón parecía de
flores. Y desde el primer día se dedicó a la faena con una especie de transporte,
derrochando salud y juvenil energía, encontrando un goce en las privaciones y un
interés extraordinario en las más insípidas y monótonas labores del hospital. Con
la sonrisa en los labios y el regocijo en los ojos, volaba de las salas de enfermos al
ropero y al botiquín, del botiquín a la cocina, y sus manos pulcras, empalidecidas y
blancas como azucenas en claustro, se encallecían y se ponían rojas al contacto
de las cacerolas que fregaba, acordándose de San Buenaventura, el cual también
fregó con sus manos de serafín la pobre cacharrería conventual. No tomaba
descanso, no quería sentarse ni un momento, y en las cortas horas que
consagraba al sueño indispensable, despertábase con sobresalto cien veces,
recelando que la llamaba el quejido de un enfermo o el tilinteo de las llaves de la
superiora. No obstante, al año de asistir empezó a extinguirse el entusiasmo de
sor Bibiana. No era que vigilias y fatigas rindiesen su cuerpo, era que lo invariable,
constante y oscuro de la labor abrumaba su espíritu. Volvían a acosarla las
mismas ansias que en el convento; volvía a soñar con algo que tampoco en el
hospital encontraba. La senda de espinas no subía enroscándose hacía la cima
del enhiesto monte; se desarrollaba uniforme, sin interrupción, por una planicie
árida. Lo que hacía ella, Bibiana, igual podría hacerlo una sirvienta, una lega de
ésas que como máquinas funcionan, sin sentir vehemente impulso de heroico
sacrificio. Mudar apósitos, doblar ropa blanca, graduar medicamentos, hacer
camas, acercar a los labios del enfermo la taza de caldo o el vaso de limonada
refrescante parecían le ya a sor Bibiana, adquirido el hábito, quehaceres caseros
que se cumplen por rutina, con el alma a cien leguas y el pensamiento
adormecido. La repetición del acto embotaba la fina percepción y gastaba el celo
de Bibiana; sólo el sentimiento del deber la sostenía, y a cada orden de la
superiora obedecía estrictamente, pero sin ilusión. Una voz, la voz tentadora de antes, le
murmuraba allá dentro: «Bibiana... Hay algo más.» Ocurrió que por aquel tiempo vino a
ingresar en el hospital un enfermito, del cual las monjas, aunque tan hechas a ver dolores
y males, se compadecieron profundamente. Era un niño de cinco años, con todo el brazo
izquierdo devorado por horrible quemadura, atribuida a negligencia intencional quizá, de
la indiferente madrastra que no había venido a verle ni una vez, abandonándole como a
pajarillo que el temporal lanzó del nido al pie del árbol. Rubio y lindo, demacrado por tanto
sufrir, el niño atrajo a las hermanas en derredor de la cama donde gemía. Eran mujeres;
bajo el sayal latía su seno que pudo haber lactado, y las traspasaba de lástima tanta
inocencia desamparada y torturada cruelmente. Degenerada la llaga en mortal úlcera,
amenazando la negra cangrina, era preciso cortarle el brazo entero a la criatura. Tenían
las monjas húmedos los ojos y descolorida la faz cuando el médico dispuso que se
trajese lo necesario para proceder inmediatamente a la operación. Y la superiora,
enternecida, con voz de abuela a la cabecera de su nietecillo, preguntó si no había medio
de salvar al enfermo sin aquella carnicería espantosa. -Hay un remedio... -contestó el
doctor-, pero... ¡si este niño tuviese madre! Porque una madre únicamente... Ya ve usted:
era preciso cortarle a una persona sana y fuerte un trozo de carne para injertarla sobre la
úlcera y dar vida a esos tejidos muertos. El medio es atroz... Ni pensarlo. La superiora
calló; pero sus ojos mortificados, marchitos, vagaron por el grupo de las monjas, entre las
cuales muchas eran robustas y jóvenes. Aquellos ojos graves y elocuentes parecían decir:
«¿No hay alguien que ofrezca su carne por amor de Jesucristo?» El silencio de la
superiora fue contagioso: las hermanas, trémulas, sobrecogidas, no respiraban siquiera.
De pronto, una de ellas se destacó del círculo, y haciendo ademán de recogerse las
mangas, exclamó con voz vibrante: -¡Yo, señor doctor; yo, servidora! ¡Sor Bibiana, que si
de algo temblaba era de gozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolor súbito, intenso,
sublime, el valor sin medida, la voluntad condensada en un rayo; aquello el martirio, y allí,
sostenida en el aire por brazos de ángeles, invisible para todos, para ella clara y
resplandeciente, estaba la corona que descendía de los cielos entreabiertos! Rodeaban a
Bibiana sus compañeras santamente afrentadas y envidiosas; la superiora la abrazó
murmurando bendiciones, y el médico, inclinándose respetuosamente, descubrió el brazo
blanco, mórbido, virginal, de una gran pureza de líneas, y buscó el sitio en que había de
coger la firme carne. Y cuando, hecha la ligadura, al primer corte del acero, al brotar la
sangre, se fijó en el rostro de la monja, que acababa de rehusar el cloroformo, notó en la
paciente una expresión de extática felicidad y escuchó que sus labios puros murmuraban
al oído del operador, con la efusión del reconocimiento y la suavidad de una caricia: -
¡Gracias! ¡Gracias!
Emilia Pardo Bazán

TEXTO 2
La penitencia de Dora
Aunque Alejandría fuese entonces una ciudad de corrupción y molicie, pagana
aún, y pagana con terca furia, contenía matrimonios cristianos unidos por el amor
más acendrado y tierno. Dora era del número de esposas fieles que, cerrando su
cancilla al anochecer, pasaba la velada con su marido hasta que un mozo
perverso, menino del emperador, todo perfumado de esencias, de rizada barba,
después de rondarla mucho tiempo y enviarle mensajes y presentes por medio de
cierta vieja hechicera zurcidora de voluntades, logró sorprenderla en una de esas
horas en que la virtud desfallece, y ayudado de mal espíritu, triunfó de la
constancia de Dora. Vino el arrepentimiento pisando los talones al delito, y Dora,
avergonzada, resolvió dejar su casa, su hogar, su compañero, y condenarse a
soledad perpetua y a perpetuo llanto. Cortó sus largos y finos cabellos; rapó sus
delicadas cejas; vistióse de hombre y fue a llamar a las puertas de un monasterio
que distaba como seis leguas de Alejandría, suplicando al abad que la admitiese
en el noviciado. Por probar su vocación, el abad ordenó al postulante pasar la
noche en el atrio del monasterio. Era el lugar solitario y horrido: el aire traía a los
oídos de Dora el rugir de las fieras, que bajaban a beber al río, y a su nariz la
ráfaga de almizcle que despedían los caimanes emboscados entre cañas y juncos.
Con los brazos en cruz, se dispuso a morir; pero amaneció: una faja de
anaranjada claridad anunció la salida de un sol de fuego, y las puertas del
monasterio se abrieron, resonando el esquilón que convocaba a la primera misa.
Dora desplegó en su noviciado un fervor inaudito hasta en aquellos lugares donde
el ascetismo y la mortificación tenían aulas y maestros que no han sido igualados
nunca. Temerosa de que al destrozar la intemperie sus ropas se averiguase su
sexo, no se atrevió Dora a encaramarse sobre su estela; pero -excepto la terrible
gimnasia de los numerosos estilitas que eran estatuas vivas de la penitencia,
bronceados por el sol implacable-, Dora practicó cuantas mortificaciones puede
concebir la fantasía soñando un ideal de martirio. Mordazas y cadenas de hierro;
abrojos y espinas a raíz de la carne; ayunos y abstinencias de agua, hasta que se
le pegase a las fauces la seca lengua y su aliento fuese como el del can que ha
corrido mucho; caminatas sobre las destrozadas rodillas; disciplinas, lecho de
guijarros, manjares desazonados adrede..., todo lo apuró la arrepentida, sin saciar
sus anhelos de padecer y padecer más y más. Y no eran las torturas materiales lo
que en las horas de tinieblas convertían sus ojos en dos arroyos de lágrimas. Era
la nostalgia de su hogar, la memoria de su compañero, a quien quería con
incontrastable amor, tal vez más desde que le había afrentado secretamente.
Sabedor el demonio de estas aflicciones de Dora, solía tomar la figura del esposo
ausente, llegarse a ella diciéndole los requiebros y dulzuras que solía cuando se
hallaban juntos, suplicarle que volviese a su lado, que la falta estaba perdonada y
expiada de sobra...; pero antes quería Dora caerse muerta que aparecerse ante
los ojos del que amaba y había ofendido. Acostumbraban en el monasterio
ordenar al que creían joven penitente los oficios más humildes, y un día el abad
mandó a Dora que fuese con los camellos a buscar trigo a la ciudad, y que si no
podía volverse antes de anochecido, se quedase a dormir en un molino próximo a
la puerta de Roseta. Obedeció Dora, y faltándole tiempo, quedose en el molino. A
pesar de maceraciones y ayunos, Dora, con el pelo ensortijado que volvía a
crecer, aún parecía un mancebo como unas flores; y habiéndola visto una
cortesana del barrio de Racotis, se entró en el molino a requerir al que por monje
tenía. Rechazada la mujerzuela, quedó picada en su amor propio y deseosa de
venganza, y hallándose después encinta, cuando nació un niño lo envió al abad en
un cesto de mimbres, diciendo que era hijo de cierto mal penitente que había
pasado en el molino tal noche. Acosaban a Dora las apariencias; con una sola
palabra podría vindicarse; pero aceptó la humillación y calló. Entonces el abad le
impuso un castigo extraño. «Monje pecador -le dijo-, de hoy más te ordeno que
vivas en el monte, y allí críes y cuides a ese niño, fruto de tu maldad. Si os
devoran las fieras, será justicia de Dios. Toma la criatura y vete». Dora cogió en
brazos al niño e hizo la señal de la cruz y salió hacia la montaña. Guarecida en
una caverna, dedicóse a criar al pequeñuelo. Con leche de ovejas le sustentó, y
para darle abrigo fabricó una pobre choza cónica, de adobes. Renunciando a las
austeridades que podrían destruir su salud y dejar sin amparo a la tierna criatura,
se consagró a trabajar, a cultivar un huerto, a sembrar y plantar en él legumbres y
frutales, a cercarlo de una empalizada; a fin de vestir al muchacho, hiló copos de
lana y lino y tejió groseras telas. Agricultora e industriosa, Dora atendió a todas las
necesidades del rapaz y consiguió verle crecer fuerte, sano, lindo y alegre. Y a
medida que crecía y lozaneaba, notó Dora en sí amor vehemente, calor de
entrañas maternales para el pobre ser abandonado, que no había conocido otra
familia ni otro arrimo en el mundo. Advirtió con sorpresa que no acertaba a
apartarse ni un minuto de la criatura; que vivía suspensa de su graciosa charla y
embelesada con sus monerías, sus dichos salados y encantadoras travesuras; y
que, al acrecentarse en su alma este cariño arrollador como las olas que azotan el
faro, las representaciones del pasado iban borrándose de su memoria: el
remordimiento de su flaqueza, la nostalgia de su esposo, la vergüenza y el dolor,
el arrepentimiento y el deseo de expiar la culpa. Todo, todo desaparecía ante el
niño, en cuya compañía sentíase Dora como en la bienaventuranza, pensando
haber encontrado el norte y fin de su existencia cuando con sus manitas le
halagaba el rostro, o la besaba con sus labios de fresco clavel. En este estado de
descuido vivía Dora, cuando una tarde de estío al sacar agua de la cisterna, creyó
ver en el fondo de ella un rostro triste y pálido -el propio rostro de su marido-. Mas
no era en la cisterna, sino en el espíritu de Dora, donde reaparecía la dolorida
imagen; y para advertencia bastó. Sin dilación, la mísera pecadora tomó de la
mano al niño, y despedazándose por dentro, sintiendo que sus extrañas
chorreaban sangre -porque adoraba en el rapaz más que si lo hubiese parido y
amamantado-, corrió al monasterio, echóse a los pies del abad y, deshecha en
lágrimas, entre desmayos y accidentes, confesó la verdad toda. -Me diste este
niño por castigo, y yo he poseído en él el gozo más grande que puede haber en el
mundo. Ahí tienes por qué te lo entrego pues no es lícito a una pecadora tan
grande conservar lo que la llena de ventura y de contento. Me vuelvo al monte, y
en la caverna más horrenda que encuentre volveré a emprender mi penitencia con
doble rigor para recuperar el tiempo perdido y castigar el delito de antes y la
tibieza de ahora. Permíteme que una vez más estreche en mis brazos al niño..., y
adiós; no volverás a saber de mí hasta que recojas mi cuerpo para enterrarlo. El
abad, que era varón de Dios, levantó a Dora del polvo donde yacía postrada, y le
dijo solemnemente: -Ve en paz y ruega por mí. La penitencia que hagas de hoy en
adelante no es necesaria ya para obtener el perdón de tu pecado. Al separarte de
este niño, al renunciar a lo que amas, hiciste la mejor penitenciaría. Más fácil es
azotarse los lomos que azotarse el corazón, y menos duele un cilicio en la cintura
que en la voluntad. La última prueba será corta: pronto recogeré tu santo cuerpo.
Y al año lo recogió piadosamente, como piadosamente debe leerse esta historia,
algo semejante a la de Santa Teodora Alejandrina, cuya fiesta celebra la Iglesia el
14 de septiembre.
Emilia Pardo Bazán

TALLER

1. Analizar e interpretar los textos narrativos, considerando:


• https://youtu.be/Et5ZPN0X-ws ( video)
• Tipo de narrador: dentro o fuera del relato, grado de conocimiento
• Personajes: formas de expresarse e intenciones
• Ambiente físico
• Diferentes tiempos en el relato (presente, pasado, futuro)
• Conflicto
• Cultura, costumbres y prejuicios presentes en los textos
• Valores éticos que se resaltan en los personajes de las narraciones
• identifica las diferencias y similitudes de ambos textos
• copiar la biografía de la autora y pegar una imagen

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