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(Santo Tomas de Aquino)

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Introducción
El concepto de Teología
La Teología es el tratado acerca de Dios. Etimológicamente, está compuesta de dos términos: Theo (que
significa «Dios») y logos (que significa «palabra»).
No es un concepto de origen bíblico, sino pagano. Platón, por ejemplo, llama «Teología» al discurso que
los poetas, hacen de los dioses. Aristóteles, cambio, llama «Filosofía teológica al tratado de los seres en
cuanto seres, y de éstos en relación al Ser inmóvil. En el orden cultual, además, hay tres teologías:
• la mitológica;
• la natural o filosófica-cosmológica;
• la civil o política.
En el ámbito del cristianismo primitivo, se llama teólogos a los poetas que componen himnos bajo la
inspiración del Espíritu Santo. Recién en el siglo IV comienza a ser usada como «estudio de la Trinidad».
En Oriente, en el contexto de una visión mística de este saber, se la entiende como «la unión del Alma
con Dios en virtud de la contemplación». En Occidente, la perspectiva es distinta, pues es concebida como
una interpretación de la fe, es decir, un estudio de la Sagrada Escritura.
El concepto Teología comienza a usarse en un sentido moderno a partir del siglo XIII, cuando Santo
Tomás lo precisa como «tratado científico acerca de Dios».

La Teología como ciencia


Debemos jerarquizar el estudio que haremos durante el curso, tener en claro qué es una ciencia, qué
entendemos por ella y en qué campo se encuadra la ciencia teológica.
En nuestros días, llamamos ciencia a aquellas que se apoyan en comprobaciones empíricas, es decir,
en la experiencia de un laboratorio, por ejemplo. La frase "lo he demostrado científicamente" nos refiere a
que se realizó una prueba con elementos que corroboraron tácticamente la hipótesis en cuestión.
El problema es que, desde esta perspectiva, el campo de las ciencias quedaría enormemente
reducido. Por ejemplo: ¿qué pasaría con la historia que se basa en testimonios humanos? No podemos
probar la existencia de José de San Martín si no tenemos videos, fotos o a él mismo delante nuestro. ¿Qué
sucedería con la filosofía que trata de elementos supersensibles, metafísicos? ¿Qué pasaría cuando
hablamos del alma del hombre si nadie vio un alma en un tubo de ensayo? ¿Cómo hablar de Dios si no lo
podemos ver, medir o pesar? En definitiva, las ciencias cuyo objeto no es mensurable quedarían fuera de
esta definición y, por consiguiente, también la Teología.
De acuerdo a esto, la Teología es, entonces, una ciencia en el sentido que Aristóteles le daba “el
conocimiento de una cosa por sus causas”. En este sentido hay ciencia cuando se da un proceso de lo
conocido a lo desconocido, de la evidencia de los principios, a través de la demostración, hasta las
conclusiones. Esta definición aristotélica es mucho más amplia y abarcativa.
Por lo tanto, la ciencia procede desde sus principios evidentes, y en esto nos detendremos un momento.
La ciencia no demuestra sus principios que son su punto de partida. Por ejemplo: planteamos el principio
de no contradicción: nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido, ¿cómo demostramos
que esto es así y no puede ser de otra manera? ¿Una mesa puede ser mesa y silla en el mismo momento y
en el mismo sentido? La respuesta es evidente: no; y eso no se puede demostrar, no se puede hacer un
razonamiento para afirmar ese principio; evidentemente es así. Tampoco podemos demostrar que la
realidad existe, independientemente de si nosotros la conocemos o no; sólo basta con abrir los ojos y
veda. A esto se le llama la Evidencia del Principio.
A primera vista, este concepto de ciencia parece que tampoco encaja con la Teología, porque ella no
posee la evidencia de los principios, que son los enunciados de la Fe, y por consiguiente, tampoco la de las
conclusiones. Habría que ubicar, entonces a la Teología dentro de la jerarquía de las ciencias, puesto que
algunas de ellas poseen principios que no son demostrados, y por tanto, no tienen evidencia sino en una
ciencia superior: son las llamadas ciencias subalternas. En este rango es donde se encuentra la Teología.
Su punto de partida es la Fe, por ella llega al conocimiento de unas verdades que superan la capacidad
racional.
Sin embargo, la dificultad se resuelve con la explicación de Santo Tomás. Profundicemos en este punto:
hay ciencias que toman como punto de partida principios que no se demuestran porque son evidentes.
Pero hay otras que toman sus principios de otras ciencias para poder conocer; así por ejemplo, la
medicina que toma principios y conclusiones de la biología y la química; la música y la arquitectura lo
hacen de la matemática, etc. Esta es la teoría aristotélica de la subalternación de las ciencias: donde una
ciencia toma sus principios de otra superior.
¿Cómo se aplica esto a la Teología? Los principios de la Teología son los artículos de Fe -por ejemplo, el
Credo- revelados por Dios a los hombres, y ellos encierran en sí mismos los misterios de Dios y su obra.
Por lo tanto, nos damos cuenta de que sus principios no son evidentes. En este punto, aparece la
originalidad del pensamiento de Santo Tomás sobre el tema. Si bien los principios no son evidentes para
nosotros por nuestro estado de viadores (vamos, hacia Dios), sí los son respecto de Dios y de los

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bienaventurados (aquellos que están salvos en el seno de la Trinidad), ya que lo que es oscuro para
nosotros y asentimos con la razón iluminada por la fe, es evidente para Dios y para aquellos que están con
Él.
La Teología es:
• una ciencia, porque hay un conocimiento participado
de las causas,
• es un conocimiento deductivo que consiste en una intelección del dato revelado,
• es fruto del discurso racional, si bien es sobrenatural porque se apoya en la Fe. La ciencia teológica no
tiene evidencia de los principios ni de las conclusiones, pero sí del nexo entre ambos. De allí que sea una
ciencia humana, una elaboración racional que, a partir de las Verdades reveladas, llega a la deducción de
nuevas verdades contenidas virtualmente en ellas.
Concluimos, entonces, en que la Teología es ciencia subalternada. Sus principios son tomados de una
ciencia superior, que es la ciencia de Dios. El conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de las causas de
las cosas es evidente para Él, pero no para la Teología, que participa de ese conocimiento por gracia del
mismo Dios. Conocimiento que, además, es el punto de partida para que la razón, iluminada y guiada por
la fe, pueda «ordenar e interpretar los datos múltiples de la creencia católica de modo que se vean sus
encadenamientos tales como Dios los ha dispuesto.
Finalmente, podemos decir que la Teología tiene las Siguientes características:
-Es ciencia especulativa en cuanto busca conocer a Dios;
-Es ciencia práctica porque su conocimiento lleva a actuar de una manera determinada.
- Es la más elevada de las ciencias: por la dignidad de su objeto de estudio, que es Dios. Una ciencia es
más elevada que otra por la dignidad de su objeto de estudio; en la Teología el objeto es Dios, por tanto,
es el Ser más elevado, origen de todo cuanto existe.
-Es sabiduría porque estudia la Verdad de Dios; esto le permite juzgar la veracidad de las conclusiones de
otras ciencias.

El objeto de la Teología
Toda ciencia tiene un objeto de estudio, algo sobre lo que se desarrolla. El objeto se considera de dos
modos:
• Objeto Material es el sujeto sobre que estudia la ciencia; por ejemplo, la medicina tiene por sujeto de
estudio al hombre.
• Objeto Formal: es el punto de vista sobre el que se estudia el objeto material; por ejemplo, la medicina
estudia al hombre en cuanto busca la salud física.
El objeto es lo que distingue una ciencia de otra. Puede haber coincidencia en el objeto material,
'entonces, su distinción se dará por el objeto formal y viceversa. Por ejemplo, la medicina y la psicología
tienen como objeto material al hombre, pero el objeto formal las distingue; la primera busca la salud física
y la segunda, la salud mental.
En la Teología, el objeto material primario es Dios y el secundario son las cosas creadas en cuanto tienen
relación con Dios; es decir, la naturaleza nos interesa en cuanto su principio, su existencia y su fin es Dios,
y por ella, podemos conocerlo. Por eso, al hombre lo estudiamos en cuanto llamado a la salvación.
Entonces, Dios es el objeto de la Teología, pues esta ciencia tiene como principios los artículos de Fe, y
éstos tienen, a su vez, como objeto a Dios, siendo Él, por consiguiente, el objeto de la ciencia y de sus
principios.
Este conocimiento se refiere a Dios, a un Dios que se revela, que crea al mundo y que salva haciéndose
hombre en Cristo. De allí que aunque trate de diversas cosas, a todas las estudia de la misma perspectiva
formal, es decir, en cuanto dato revelado. Por este motivo, es también una ciencia, porque estructura los
datos de la revelación como conocimientos sistemáticos,
En el objeto formal, hacemos una distinción: la teología natural o teodicea, y la teología sobrenatural.
Teología natural: es el estudio de Dios con la luz natural de la razón; tal es el caso de las vías de acceso al
conocimiento de Dios (las vías de Santo Tomás para demostrar su existencia).
Teología sobrenatural: es el estudio de Dios con la luz natural de la razón iluminada por la fe; por ejemplo,
cuando estudiamos la Santísima Trinidad partimos del dato revelado (fe), ya que con la fuerza sola de la
razón nunca podríamos llegar a conocerla.
3.1. Los Dogmas
En el dictado de clases sobre Dogmas, he encontrado entre mis alumnos planteos "violentos" cuando nos
introducimos en el tema. Hoy en día, cuando hablamos de dogma pareciera que nos referimos a algo
estanco, autoritario, sin sentido, impuesto, hasta incluso irracional; no importa lo que se diga, pero cuando
decimos "dogmático", nos encontramos frente a un sentido negativo y falso, algo que aparentemente va
en contra de la libertad del hombre; claro está que el sentido de libertad utilizado para estos planteos es
hacer, decir y pensar lo que uno quiera y no como el correcto uso de las facultades humanas para realizar
el bien. Así que debemos dar respuesta a este problema.
Comenzaremos por dar una definición de dogma en sentido estricto: « entendemos por dogma una verdad
directamente revelada por Dios y propuesta como tal por la Iglesia para ser creída por los fieles.

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El Concilio Vaticano I, en la constitución dogmática de la fe católica nos dice: «...deben creerse con fe
divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son
propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su
ordinario y universal magisterio.
Siguiendo a Ott, vemos que el dogma comprende dos elementos:
a) La verdad a ser propuesta como dogma debe ser inmediata y directamente revelada por Dios, ya sea
explícita o implícitamente, es decir, que debe estar con tenida en una de las fuentes de la Revelación
(Sagrada Escritura o Sagrada Tradición).
b) que haya sido propuesta por el Magisterio eclesiástico a sus fieles para ser creída. Los creyentes no solo
son notificados de una verdad de fe por el Magisterio, sino que, además, tienen la obligación de creer en
esa verdad propuesta. Esto lo hace la Iglesia a través de una solemne definición del Papa, en los Concilios
(considerados Magisterio extraordinario) o por el Magisterio ordinario y universal de toda la Iglesia.
El dogma en sentido estricto es objeto de la fe divina y católica; fe divina decimos porque es dada por
Dios a los hombres, es sobrenatural. Al mismo tiempo, es católica por ser propuesta por el Magisterio
infalible de la Iglesia (ya que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo). El hecho de no creer o ir en
contra de un dogma hace que uno caiga en el pecado de herejía, lo que implica la excomunión.
Respecto a este último término, aclaremos que la excomunión es una opción de aquel que no comparte la
comunión en la fe de los católicos. Si la persona no se une en la misma fe católica, se encuentra separada
de la comunidad; por consiguiente, no es una cuestión discriminatoria por parte de la Iglesia, sino una
cuestión evidente de la persona que opta por no compartir lo que da unidad a la Iglesia: la comunión en la
misma fe. Un ejemplo conocido históricamente es el caso de Galileo Galilei.
Pero además de las comuniones explicitas que realiza oficialmente la Iglesia, existen otras de la vida
cotidiana de nuestros tiempos, que no son menos importantes, las cuales podríamos llamar implícitas. Por
ejemplo, se habla de aquellas personas que, estando bautizadas, no creen en el Credo (el símbolo de los
Apóstoles), que es fundamental de nuestra religión; entonces, no están en comunión con la fe católica.
También es el caso de las personas que se convierten a otras religiones, cuando no pasan a formar parte
de una secta, etc.

Pero una cosa es aquél que se separa libre, consciente y voluntariamente de esta comunión, y otra muy
distinta es aquél que, por la condición humana pecadora, cae en algún error del cual se rectifica una vez
advertido. Por ejemplo, una persona que no cree que Jesucristo sea verdadero Dios y verdadero Hombre,
porque nunca se lo enseñaron, pero al conocerlo, ilumina su razón con la fe divina.
Los dogmas son enunciados de Verdades reveladas, sobrenaturales, objetivamente contenidas en la
Revelación confiada como un depósito a la Iglesia, que las propone a nuestra fe. Su sentido es
independiente del movimiento de las ideas humanas. Así los dogmas se convierten en unas fórmulas
auténticas y normativas, por medio de un juicio solemne del Magisterio. Este carácter de fórmula precisa
no le quita su carácter de afirmación de la Verdad religiosa en cuestión, que interesa a la vida y destino
del hombre.
La necesidad y el objetivo de formular dogmas es eliminar algún error de fe, y a su vez, fijar una
adquisición moralmente unánime de la inteligencia católica de la fe, ya que la comunión tiene necesidad,
de hacerse bajo algún símbolo, y la comunicación de la fe exige alguna fórmula, cuyas condiciones no son
objeto de este curso.
Lejos de ser una cuestión autoritaria, las definiciones dogmáticas de la Iglesia Católica muestran su misión
de enseñar, difundir y preservar la fe recibida, encomendada por Cristo a los Apóstoles y, por ellos, al
Magisterio Eclesial. A medida que van pasando los años, por la gracia de Dios y la oración de los fieles, se
va teniendo una comprensión más profunda de la Revelación, y es a partir de ahí que se va definiendo el
dogma. No es producto de una persona a la que se le ocurre definir algo; antes bien es la Palabra de Dios
que pide ser definida con mayor precisión y claridad, haciendo explícito, en algunos casos, lo que se
encuentra implícita en ella.
Por ejemplo, el dogma de la Santísima Trinidad no está explícitamente revelado, sino que se encuentra
implícito en la Revelación que Dios hace a su Iglesia, y ésta lo hace explicito en una fórmula dogmática
donde propone una verdad para que sea creída por todos los fieles.
A esto se le llama la evolución del dogma (en contra del supuesto concepto estático del dogma): cuando
las Verdades que, hasta un momento determinado, sólo se creían implícitamente, se hacen explícitas;
cuando se definen cuestiones para un conocimiento más claro por medio de conceptos nuevos y bien
precisos; también frente a cuestiones debatidas en un momento, al ser clarificadas son aclaradas y
definidas condenando posiciones heréticas, etc.

4. El sentido de la Teología en la universidad y la finalidad de este texto


En efecto, la Teología se enseña en la universidad como una de las materias humanísticas para cumplir
con el fin de formar no sólo profesionales, sino hombres y mujeres con criterio para discernir el valor ético
y la contribución verdadera de las ciencias al desarrollo del hombre. Las materias humanísticas que se

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dictan son: Historia de la cultura, Filosofía, Teología y Ética. Todas ellas tienen un núcleo común: la
antropología cristiana.
La Historia presenta el marco histórico de las distintas imágenes de hombre que se formaron a lo largo del
tiempo.
La Filosofía estudia al ser humano, su composición de cuerpo y alma, su modo de realizarse. La Teología
también estudia al hombre, pero desde la perspectiva de la Revelación cristiana, indagando cómo
contempla Dios a este ser. La Ética, finalmente, trata sobre la finalidad de las acciones humanas y su
contribución o no al perfeccionamiento personal.
En Teología, el tema central es la persona humana como ser creada a imagen y semejanza de Dios. Por
eso, se inicia con el estudio de la Creación, el mundo en el que habita el hombre y el lugar que en él
ocupa. Luego, entra de lleno en la consideración del significado bíblico de «imagen divina», en el ser
personal, y en las relaciones que establece este ser creado con lo divino a través de lo sobrenatural, así
como de la resolución del misterio del mal en su vida. No se podría entender bien al hombre sin conocer a
Dios, su causa; por eso, el tema siguiente es el ser de Dios, su naturaleza y las Personas divinas. A
continuación, se estudia la presencia de Dios en el mundo en Jesús; para concluir con una comparación de
la forma en que las religiones proponen la vivencia humana de Dios. N o hay cuestiones escondidas o
malas intenciones en la tarea del Magisterio eclesial, sino que, a la Luz de la Verdad, buscan al Sumo Bien
poniéndose al servicio de la Palabra Revelada, ejecutando su misión encomendada por el mismo
Jesucristo, Señor de la Historia. Cuando la Iglesia define un dogma es porque hay razones suficientemente
meditadas a lo largo de la historia, de alto grado de evidencia y con una aceptación prácticamente plena
por parte de los fieles.
Por lo tanto, considerando estas cuestiones no podemos hablar de autoritarismo, sino de ejercer una
autoridad dada por Dios a la Iglesia para las cuestiones que atañen a la fe, y por consiguiente, a la vida de
los fieles. No es algo sin sentido e irracional, sino que es para incrementar la fe, es decir, el asentimiento
de la razón a las Verdades reveladas por Dios; por lo tanto, es luz y no oscuridad.
Evidentemente, aquello que se define cuenta con la garantía del Espíritu Santo que asiste al Papa con el
Don de la infalibilidad.
Este texto abarca la primera parte de los temas mencionados. Fueron escritos a modo de ensayos y no
tienen pretensión de agotar los temas. Su intención es la de ser una síntesis que sirva a los alumnos para
el estudio.
El capítulo 1 es un muy buen trabajo realizado por el prof. Matías Zubiría: una introducción a la Revelación
divina. A él le agradecemos su colaboración en esta obra y en la cátedra, así como al resto de los docentes
que la constituyen. De manera particular, quisiéramos agradecer la colaboración de Noemí, el interés de
los alumnos y el acompañamiento del resto de los docentes del Departamento de Formación Humanística.

Definición
El fundamento y el centro de la Teología es la revelación de Dios en Jesucristo. Su objetivo particular es la
inteligencia crítica del contenido de la fe para que la vida creyente pueda ser plenamente significativa.
Las coordenadas que se han asentado para la comprensión del concepto de teología no han sido siempre
las mismas a lo largo de la historia.
En cuanto reflexión histórica sobre la fe y sobre sus contenidos, la teología ha do sufriendo una constante
revolución en su intento de autodefinirse; evolución que puede identificarse con la misma historia del
pensamiento cristiano.
El término theologhia] theologhéin es de origen no cristiano; los primeros datos que se pueden recuperar
son los que ven a la theologhía ligada la Teología al mito. Hornero y Hesíodo son llamados theolágoi por
su actividad peculiar de componer y de contar los mitos. Aristóteles, al dividir la filosofía teorética en
matemática, física y teología, la identificará con la metafísica en cuanto "philosophia perennis" (Met. VI,
1,1025). Los estoicos, como recuerda Agustín, son los primeros que utilizaron este término con una
connotación religiosa, ya que lo identifican como "ratio quae de diis explicatur" (PL XLI, 180).
Tan sólo progresivamente, tanto en Oriente como en Occidente, se fue imponiendo el uso cristiano de este
término. Para Clemente de Alejandría, theologia será el "conocimiento de las cosas divinas"; para Orígenes
indica la verdadera doctrina sobre Dios y sobre Jesucristo como salvador; sin embargo, le corresponde a
Eusebio de Cesarea el privilegio de haber sido el primero que atribuyó al evangelista Juan el título de
theologos por haber escrito en su evangelio una doctrina eminente sobre Dios.
Así pues, a partir de Eusebio, teología indicará la verdadera doctrina, la cristiana, que se opondrá a la falsa
doctrina enseñada por los paganos.
A continuación, Dionisio establecerá una distinción, que sigue siendo válida hasta nuestros días, entre una
teología mística, simbólica, escondida, que une con Dios, y otra teología más manifiesta, más filosófica,
que tiende a la demostración racional.
Una última connotación digna de interés que proviene de los padres griegos es la que identifica la
theologhía con la doctrina sobre la Trinidad, para distinguirla de la doctrina sobre la encarnación, que será
llamada oeconomía. El período monástico -pensemos en los nombres de Evagrio Póntico y de Máximo el

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Confesor- hablará finalmente de "theologhía" como el culmen del conocimiento y la plenitud de la gnosis,
por haber sido realizada bajo la guía del Espíritu.
Para el Occidente, es especialmente Agustín el que introduce el uso religioso del término en la cultura y en
el lenguaje común. El entendimiento que interviene en la comprensión de la fe es contemplación de un
espíritu creyente que, puesto que ama, desea alcanzar la plenitud de la realidad amada.
En una palabra, theologhía para el pensamiento patrístico señala el esfuerzo por penetrar cada vez más en
la inteligencia de la Escritura y de la palabra de Dios; por eso mismo resultará normal el intercambio entre
"theologia" y "sacra pagina" o "sacra doctrina", terminología que permanecerá felizmente intacta durante
todo el siglo XII.
Se verifica una primera señal de cambio con Boecio, que da a conocer la distinción de las "ciencias" de
Aristóteles; Alcuino comienza la reforma carolingia con la distinción de las artes del trivio y del cuadrivio;
la dialéctica, como método de investigación, comienza a abrirse cada vez más camino; se llega así a la
formulación de las primeras Sententiae, sacadas de la colección de los escritos de los santos padres, y a la
utilización de la grammatica.
Se da realmente un salto cualitativo con la precomprensión anselmiana de theologia. En su intento de
establecer un equilibrio entre el planteamiento "monástico", que alimentaba preferentemente la
comprensión de una autosuficiencia de la fe, y el planteamiento "dialéctico", que tendía a absolutizar la
exigencia de la razón, Anselmo crea el principio del quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam.
La fe que ama quiere conocer más; por consiguiente, la ratio se fundamenta en la fides, sin que por ello
sea menos autónoma en su búsqueda.
Sin embargo, será Abelardo el que se recordará como el primero en haber dado el paso de una "sacra
pagina" a una theologia entendida como scientia, por haberse convertido en quaestio. De poco servirán las
resistencias' de Bernardo para mantener relegada la theologia a la perspectiva del "non quasi scrutans,
sed admirans".
Tomás no podrá menos de ratificar el planteamiento del Magíster sententiarum, concibiendo la teología
como la forma de conocimiento racional de la enseñanza cristiana; lo que la fe acoge como don, la
teología lo explicita y lo explica a la luz de la comprensión humana con sus propias leyes.
Buenaventura, permaneciendo fiel a la corriente monástica, mantendrá la acentuación sobre el papel y la
presencia de la gracia; Duns Escoto, después de él, será el mayor representante de esta forma de pensar.
Por aquel mismo tiempo, Guillermo de Occam favorecerá la entrada de la crítica y del nominalismo. El
humanista Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal punto" la crítica, que llegará a sustituir con ella en
adelante a la quaestio medieval. Melchor Cano marcará la época de la reinvención de las auctoritates a
través de los Lugares teológicos, y el Tridentino culminará con las especulaciones del saber teológico. El
siglo XVIII verá cómo se acentúan las formas de los "sistemas" y la organización del saber teológico en las
enciclopedias. La Aeterni Patris, finalmente, registra un cambio ulterior con el intento de un retorno al
pensamiento de santo Tomás, interpretado, sin embargo, a la luz de los nuevos principios filosóficos.
Desde el punto de vista histórico, el artículo de Y. Congar en DthC nos ofrece un estudio completo, que se
ha convertido en una verdadera obra clásica de la literatura teológica. Pero todavía es preciso observar
que la comprensión de la teología se relaciona y se "adapta" en diversas ocasiones a las diferentes épocas
históricas con que llega a encontrarse. Esto es señal de una característica determinante del saber
teológico: la historicidad de la reflexión de la fe, que permite al mismo tiempo mantener siempre viva la
pregunta sobre la inteligibilidad del misterio y encontrar una respuesta que sea conforme a las diversas
conquistas del saber humano.
El cambio de horizonte que ha llegado a crearse con el Vaticano II ha alejado a la teología de aquel
contexto controversista-apologético que había caracterizado a los cuatro siglos anteriores, para colocarla
en un sereno diálogo con las culturas y las ciencias, a fin de hacer evidente la complementariedad de cada
una de ellas con vistas a la globalidad del saber, para una existencia humana cada vez más digna (cf GS
53-62).
Al faltar entonces una única referencia filosófica, sustituida por una pluralidad de referencias con diversos
sistemas filosóficos, y al haber adquirido una comprensión hermenéutica más global y profunda del dato
bíblico, la teología se caracteriza mejor hoya la luz de una pluralidad de teologías que dejan vislumbrar las
diversas metodologías adquiridas.
Sin embargo, hay nuevos problemas que requieren una mayor reflexión y que pueden caracterizar a la
actualidad teológica en el momento en que, una vez más, intenta autocomprenderse; pueden señalarse
tres por lo menos: 1)'la determinación del estatuto epistemológico que, en cada ocasión, se refiere al
nuevo saber científico; 2) la eclesialidad de la teología, que comporta la responsabilidad pública de la
inteligencia de fe y la superación de una contraposición entre el saber teológico en cuanto tal y el saber
teológico regional o contextual; 3) la relación teología magisterio, que comporta la indicación de las
mediaciones propias de una teología como inteligencia eclesial de una fe comunitaria y la libertad del
sujeto epistérnico en su búsqueda científica.

Epistemología

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La teología fundamental, en cuanto epistemología teológica, tiene que responder previamente al menos a
tres cuestiones fundamentales que se imponen para el saber teológico: 1) la aparición de la teología; 2) la
determinación de su contenido; 3) su auto justificación como conocimiento crítico de la fe.

LA APARICIÓN DE LA TEOLOGÍA.
El punto de partida de la teología como autoconciencia refleja de la fe es lo que llamamos la admiración
concienciada del creyente al plantearse la pregunta: "¿Por qué creo?" Con esta categoría de la admiración
concienciada se quiere recuperar ante todo un dato común a toda la historia del pensamiento, que
encuentra precisamente en la "admiración" el comienzo de toda conciencia que sabe percibir lo existente.
Es la admiración que surge en el sujeto en el momento en que está presente a sí mismo en el acto de
reflexionar y de descubrirse a sí mismo como un sujeto pensante, presente en la historia, en el mundo,
como proyectador de sí y del mundo. Es la admiración la que le permite autocomprenderse como sujeto
activo de la historia, por ser capaz de volver sobre sí mismo una vez que ha salido de sí para la
averiguación y el conocimiento de lo real (reditio in se ipsum).
En una palabra, la admiración es lo que está en el origen del buscar humano y del comprender; es lo que
puede permitir la recuperación de todo lo que nos ha precedido, nos determina y que constituirá nuestro
futuro. Sin la admiración nos haríamos extraños a nosotros mismos y a la historia, por ser incapaces de
realizar un nuevo saber. Es posible ver realizada esta realidad también dentro del saber teológico como
aquel momento en que el creyente tiene conciencia de la gratuidad del ser llamado a la comunión de vida
con Dios. Es la admiración de descubrirse a sí mismo como sujeto capaz de un acto que cualifica
antropológicamente la existencia y que se comprende como realidad que, en cuanto tal, no puede
exigirse, sino sólo ser acogida como un don; es, en una palabra, la conciencia del ser misterio y del
participar de la infinitud del misterio.
Esta admiración no es fruto de la emotividad, sino una actividad peculiar del sujeto epistémico; por eso
precisamente, en el momento en que se plantea la pregunta del "¿por qué creo?", se realiza también
dentro de la fe y aparece la teología como inteligencia de la fe. Esto permite ya comprender que el
horizonte en que se plantea la pregunta está determinado desde el principio por el ser ya creyente. En
efecto, hay un acto fundamental que precede al conocimiento reflejo del sujeto creyente, y es el que
provoca que aparezca la admiración, es decir, el acto de gracia mediante el cual Dios llama a cada uno a
la fe. Axial pues, antes de que el creyente pueda ponerse ante Dios en el acto de pronunciar
categorialmente su nombre, como expresión de una actividad intelectual personal que dé contenido a la
fe, existe ya la realidad del ser conocidos por Dios y haber sido llamados en Cristo a la salvación (cf 1 Jn
4,10).
Por tanto, la admiración concienciada y la certeza de la llamada a la salvación constituyen el contexto
necesario para que la fe del creyente pueda constituirse como elemento reflejo. Además, la condición de
realización de la teología, especialmente respecto a las otras ciencias (1 Teología, IV), debe recurrir
necesariamente a su carácter particular de paradoja.
El primer dato paradójico que surge de este horizonte afecta tanto al objeto de la teología como a su
sujeto epistémico. Efectivamente, la fe, como punto fundamental dentro del cual nace la reflexión,
determina el contenido de la búsqueda hasta tal punto que éste se presenta ya como verdad fundamental
y no como verdad que haya que demostrar. El contenido revelado que hace surgir ala teología es
considerado ya y creído por ésta como una verdad que no hay que demostrar, sino tan sólo comprender
intelectualmente y hacer comunicable.
El carácter paradójico de esta expresión aumenta cuando se considera que la verdad dada no es fruto de
la abstracción especulativa, sino que es una persona histórica, en la concreción de su existir. La verdad de
un sujeto histórico se convierte aquí en pretensión de verdad sobre toda la humanidad y en centro
propulsor de verdad para la comprensión de toda la historia. Pero, sobre todo, es una verdad que
manifiesta toda su evidencia de paradoja en el momento en que asume la muerte de Jesús de Nazaret
como el criterio para expresar la verdad última sobre Dios. En la muerte, que antropológicamente
constituye el punto más impenetrable del saber humano, y el más difícil de ser acogido, ya que en él llega
a su cima la contradictoriedad de la existencia (GS 18), es donde nos sale al encuentro la forma que
expresa la donación total de Dios a la humanidad. En Jesús de Nazaret, la teología recibe .al mismo tiempo
el objeto de su investigación y la verdad sobre el hombre y su destino'. La pasión, la 14[4 1415 muerte y la
resurrección constituyen la "prenda" de la salvación que se da en la espera del cumplimiento escatológico.
Finalmente, en este horizonte la teología comprende que se le ofrecen también unas mediaciones que van
más allá de las categorías del saber humano. Se le dan porque pertenecen a la economía de la revelación,
que comprende: la constante presencia del Espíritu para orientar a la Iglesia en su comprensión del
sentido de la palabra, hasta que no se haya alcanzado por completo la verdad en su totalidad (Jn 16,13);
los carismas, que habilitan a los diversos creyentes en la mutua responsabilidad por la construcción de la
comunidad entera (I Cor 12-14); la infalibilidad en la interpretación de la fe auténtica (LG 25); el sentido de
la fe como patrimonio de todo el pueblo de Dios para el discernimiento de la verdadera tradición (LG 35).
De esta situación paradójica se derivan por lo menos tres principios de los que no es posible prescindir
para un saber teológico correcto: a) En la medida en que es la fe la que pone en acto a la teología, es la

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misma fe la que muestra a la teología las razones sobre la necesidad de la inteligencia de la fe. Por
consiguiente, la inteligibilidad del dato revelado no es un principio extrínseco a la revelación, sino interior
a ella, y por tanto principio que pone en acto a la teología. b) 'Toda reflexión tea lógica -excepto la
neotestamentaria, que por su propia naturaleza se sitúa como norma normans para toda teología- es
histórica y está relativizada por su propio objeto. Por tanto, la libertad de la investigación científica no
puede perjudicar a la ortodoxia del contenido de la fe, sino que tendrá que confrontarse con él y acogerlo
obediencialmente. e) La fe dará a la teología los Teología caminos maestros para que pueda alcanzar
realmente su contenido.
Con Anselmo, podríamos identificarla corno: delectatio, es decir, gozo por haber descubierto el objeto de la
investigación y gratitud por haberlo recibido; adoratío, por la que se percibe y se comprende el final del
recorrido que desemboca en la profesión del rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse.

EL CONTENIDO DE LA TEOLOGÍA.
El contenido de la teología es la revelación de Dios en Jesucristo o, en otras palabras, el misterio global de
la encarnación, La teología es la "concreción del lagos "(E. Peterson), que abarca la globalidad del dogma
cristiano, que se extiende a partir del misterio insondable de Dios hasta alcanzar el misterio del hombre.
Por tanto, la revelación constituye' el fundamento y el centro de la teología; es su contenido peculiar. Sin
embargo, el primer contenido que tendrá que hacerse inteligible gracias al proceder teológico será
precisamente el de las categorías que acabamos de señalar.
Decir fundamento es lo que, a nivel teórico y temporal, es la condición de posibilidad del saber.
Teóricamente, hablar de revelación como fundamento de la teología implica tener presente un triple
elemento que sólo en la terminología (cf R.L. HART, Unfinished Man and Immagination, Nueva York 1968,
83-97) equivale a lo que se constata como ya fundado, lo que se está fundando y lo que no está aún
fundado, pero lo estará. Por consiguiente, la revelación constituye para la teología una realidad dinámica:
a partir de un acontecimiento inicial se desarrolla un movimiento ulterior que permite una comprensión
histórica, pasada y actual, del mismo, pero sin tener que cerrar el futuro. La comprensión que se posee del
acontecimiento debe referirse a él como a su principio formal y causal, ya que no hay ninguna otra
posibilidad de conocimiento del fundamento fuera del fundamento mismo.
En otras palabras, afirmar que la revelación constituye el fundamento de la teología equivale a recuperar
el elemento pre-reflexivo que comporta la afirmación de un contenido completamente nuevo, que sólo
puede ser dado por revelación. Existe, pues, la presentación de un novum, que es dado y que se impone
con 'su verdad evidente, como una realidad que el sujeto creyente no puede darse, sino sólo recibir por
revelación.
El conocimiento más adecuado que se puede tener de este novum es dado por la fe como la forma de
conocimiento propio y adecuado al objeto del conocer. La triple estructuración del fundamento afecta a la
investigación tea lógica, ya que ella acepta lo que ya está fundado, comprende lo que se está fundando
mediante la fe ininterrumpida de la Iglesia y prepara lo que no está fundado todavía, a través de su
tensión constante hacia el acontecimiento escatológico.
Al hablar de revelación como centro de la teología, se hace una referencia más directa a la sistemática de
la investigación. Esto significa que todo el saber teológico necesita estructurarse en torno a la revelación,
ante todo para poner de manifiesto que el principio formal de las diversas disciplinas es uno solo, pero que
igualmente el misterio de la revelación, desde el punto de vista científico, está sometido a la
complementariedad de las perspectivas, que sólo en su conjunto y en la interdependencia recíproca puede
ofrecer la perspectiva global (cf OT 16; Sapientia christiana).

EL CONOCIMIENTO CRÍTICO DE LA FE.


El último elemento que hay que justificar es el hecho de que la teología constituye el saber crítico de la fe;
dicho en términos clásicos, estamos ante las primeras relaciones de fe-razón.
Plantearse la pregunta sobre el saber crítico de la fe es ya de suyo un dato teológico, pues dentro de la fe
el creyente, en cuanto sujeto epistémico, posee un conocimiento que le da certeza.
Esto es lo que se percibe en la experiencia común del conocer humano: el saber es una experiencia
original del sujeto, mediante el cual se descubre la realidad propia como actividad pensante. Este saber
primero y fundamental es él mismo certeza, ya que cada uno sabe que sabe: un saber inmediato que está
constituido por la propia existencia y por el encuentro con la realidad. En su movimiento externo, el saber
se ve atacado por la duda, que pone en crisis al mismo saber: "scio me nescire". Sin embargo, el "no
saber" se ve orientado hacia nuevas adquisiciones de un saber primero no conocido. Tenemos por
consiguiente, un movimiento con una doble característica: el sujeto expresa la voluntad de saber porque
sabe que no sabe, pero esto corresponde a un primer saber que fundamenta la certeza del saber mismo.
La existencia creyente está también inserta en esa certeza de la salvación que le permite a cada uno
concebirse como una persona llamada a la comunión de vida con Dios a través de la gracia. La admiración
ante esta realidad que suscita en el sujeto la pregunta del "¿por qué creo?" corresponde a aquella primera
cuestión que hace surgir simultáneamente la certeza de una primera existencia de fe y la necesidad de ir
progresando, ya que se descubre que el misterio no es conocido todavía.

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Por tanto, la pregunta sobre la necesidad de un saber confiere ya al creyente una certeza primera y
fundamental, puesto que al preguntar ya afirma, aun cuando su preguntar se oriente hacia un sentido y un
saber cada vez más grande.
Pero la teología constituye el saber crítico, es decir, un saber que analiza la relación existente entre el
contenido del saber personal y el del nuevo objeto conocido. Por consiguiente, al ser crítico, es un
conocimiento que llega a la conclusión de un procedimiento mediante el cual se alcanza el juicio. Pero
juzgar significa haber encontrado ya una conformidad entre la certeza original y el contenido del objeto;
en consecuencia, se tendrá un juicio crítico solamente cuando se haya alcanzado la esencia del objeto
conocido, y no una personal representación del mismo.
La fe constituye la respuesta plena y libre del creyente a la revelación de Dios (DV 5); corresponde al don
de gracia con un acto totalmente humano, en donde "el entendimiento y la voluntad", sinónimo de la
globalidad de la persona, se ven plenamente comprometidos en una unidad indisociable.
La verdad que es acogida en la fe es fruto del conocimiento del saber del creyente que, con el mismo acto
de fe, indica la correspondencia que tendrá que ponerse, en el plano gnoseológico, entre su conocer y el
objeto por conocer. De este modo la fe expresa la forma de conocimiento que corresponde a la naturaleza
del objeto conocido; en resumen, para ser conocido, ese objeto necesita del conocimiento de fe.
Por tanto, el creyente conociendo cree y creyendo conoce; esto significa que en un solo acto, el de la fe,
está presente de modo plenamente humano la forma de conocimiento que es la expresada por el creer. El
conocer, en relación con la revelación de Dios, no es distinto del creer, ya que es la única expresión que
puede corresponder al objeto de conocimiento.
Sin embargo, la verdad que se presenta no es un conocimiento abstracto, sino que se refiere, por el
contrario, a la historicidad de Jesucristo (1 Cristología fundamental) como verdad última y definitiva que se
entrega a la humanidad para que encuentre el sentido de su existencia.
La teología, como saber crítico de la fe que ya conoce y sabe que ese contenido es verdadero, tiene que
mostrar, siguiendo las líneas de un saber y de un desarrollo científico, que se da una plena
correspondencia entre lo que la fe presenta como verdadero y lo que el sujeto comprende como tal. En
otras palabras, el creyente obtiene de la revelación, acogida en el saber de la fe, el contenido de su
conocimiento; y este contenido es analizado y conocido por la teología en cuanto saber crítico a través de
los elementos que lo componen; la historicidad, el lenguaje, el comportamiento y el anuncio de Jesús de
Nazaret deben relacionarse críticamente con lo que la fe ya conoce como verdad, para que se pueda crear
aquella circularidad entre la fe y la razón que imprima al acto de fe su forma plenamente humana.
Lo que la fe acoge en su creer no está cerrado a la razón, sino que está de suyo abierto; se le da a la razón
porque ésta, en el acto mismo de creer, está ya realizando una forma peculiar de conocimiento.
Tan sólo una visión distorsionada de la racionalidad y de la fe ha podido separar los dos elementos y verlos
como extraños el uno al otro, La fe no es un sustitutivo de la voluntad cuando la razón no puede ir más
allá; y la razón crítica no es la única forma de conocimiento del saber humano. Tan sólo una recuperación
de sus relaciones a la luz de una búsqueda autónoma, aunque complementaria, entre la filosofía y la
teología podrá poner más de manifiesto la legitimidad de un saber de la fe y la necesidad de una fe
conocida.

Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre


En Jesús de Nazareth se realiza el misterio más grande de la fe cristiana porque, sin dejar de ser Dios, se
hizo hombre de verdad. Resulta muy difícil explicar cómo lo divino puede caber en lo humano; por eso, no
fue simple formular una explicación teológica. A lo largo de la historia de la Iglesia, se intentó explicar a
partir del dato de la Revelación, pero es algo complejo expresar cómo este hombre que vivió en un
momento concreto de la historia se comportaba como Dios y como hombre. En los relatos evangélicos,
aparece el mismo Jesús formulando la pregunta a sus propios discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo
del hombre? ¿Quién dicen que es?».En las distintas respuestas, unos lo identifican con alguno de los
profetas anteriores; pero es Pedro quien toma la palabra y responde: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo». Jesús lo felicita porque esa confesión de fe es una Revelación divina (Mt 16,13-19).Y desde
entonces, los apóstoles se ven obligados a tratar de explicar quién es este Jesús de Nazareth.
Después de tres siglos y mucho debate en el seno mismo de la Iglesia, ésta logra proclamar oficial y
formalmente cómo es que hay una naturaleza humana y otra divina en el hijo de José y María. El Concilio
de Calcedonia (año 451) define la fe de la Iglesia de esta manera: «Siguiendo, pues, a los Santos Padres,
todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno sólo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el
mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo
verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad
y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en
el pecado (Heb 4,15); engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y Él mismo, en los
últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto
a la humanidad; que se ha de reconocer a uno sólo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos
naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia
de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y

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concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno
sólo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo» La fe de la Iglesia, entonces, afirma que
existen dos naturalezas que se unen en Cristo: la humana y la divina. Trataremos ahora de explicar en qué
consiste esta unión para después entender cómo es posible que un mismo sujeto sea hombre y Dios a la
vez.

Naturaleza divina y naturaleza humana en Cristo


En primer lugar, hay que decir que estas naturalezas, cuando se unen, no se funden o mezclan
constituyendo una sola, sino que, después de la unión, ambas permanecen perfectamente íntegras e
inconfusas. En otras palabras, el Verbo divino, al asumir la naturaleza humana, no deja de ser Dios. Esto es
lo que enseña la palabra de Dios:
“Al principio existía la Palabra y al Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Al principio estaba
junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo
que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las
tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz,
sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo
hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su
Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la
carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. y la Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros. y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como hijo único,
lleno de gracia y de verdad” Jn 1,1-14).
Para comprender mejor esto, tenemos que recordar que por naturaleza entendemos la esencia de una
cosa, en cuanto es principio de las operaciones que le son propias. La naturaleza no es lo mismo que la
persona porque no responde a la pregunta ¿quién es éste?" determinando un sujeto, sino que responde a
la pregunta ¿de qué es éste?"; no dice si es Juan o Diego, sino si es hombre o no, por ejemplo. La
naturaleza designa a la cosa, a su ser; la persona designa al yo). Es metafísicamente imposible la fusión de
la naturaleza divina con la naturaleza de un ser creado, porque eso implicaría una transformación pasiva o
activa de los componentes; este fenómeno se da cuando dos sustancias completas forman una nueva
naturaleza, como por ejemplo, cuando el hidrógeno y el oxígeno forman el agua; o bien cuando dos seres
incompletos forman una única naturaleza, como por ejemplo, la materia y la forma (cuerpo y alma)
constituyen al hombre. Tampoco es posible la transformación por asimilación completa de un ser en otro,
como cuando el hombre incorpora un alimento.
Ninguna de estas uniones se puede producir en el caso de Cristo, puesto que la naturaleza divina es
inmutable, perfecta e impasible; y por otra parte, la naturaleza humana jamás puede transformarse en
divina. Luego, es necesario que ambas naturalezas continúen siendo tales y la unión se verifique en la
Persona", Cuando decimos que en Cristo hay dos naturalezas que, al unirse, siguen existiendo como
distintas, estamos diciendo que Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Sin embargo, no hay más que
una sola Persona, un solo Yo: el Yo divino del Hijo de Dios. Esto es lo que expresa el dogma del Concilio de
Calcedonia. En Cristo, hay una sola Persona divina: la del Verbo, en dos naturalezas distintas: la divina y
la humana.
Por lo tanto, no hay fusión de las naturalezas. Esta primera aclaración es importante porque algunos
errores en el ámbito cristiano consistieron en afirmar una fusión y, por lo mismo, la existencia de una sola
naturaleza en Cristo, quedándose sólo con la humana o con la divina. Como pudimos ver en los textos
bíblicos, aparecen claramente acciones que manifiestan la existencia de ambas naturalezas. El aspecto
humano de Jesús se manifiesta desde el hecho mismo de su concepción natural, narrada al inicio de los
evangelios; también en aquellos pasajes en los cuales Jesús se manifiesta muy humano porque se siente
cansado del viaje y con sed Jn4,6;o cuando se duerme y al despertar ordena a los vientos calmarse para
evitar el naufragio de la barca (Mt8,24);también cuando es tentado por el demonio en el desierto (Mt
4,1).Como cualquier hombre, siente temor y angustia, entre otros sentimientos.
Por otra parte, hay textos que hablan de su divinidad: cuando es llamado "Hijo del Altísimo" (Le 1,30);
también cuando es adorado como Dios siendo niño en el pesebre (Mt 2,11);cuando se transfigura y se
muestra resplandeciente en el Cielo (Mt 17,2);o bien, cuando perdona los pecados y, para mostrar su
divino poder, realiza el milagro de hacer caminar a un paralítico (Le5,20);finalmente, cuando resucita al
tercer día de su muerte y asciende a los Cielos (Le24,5.25)5.
Estas acciones manifiestan las dos naturalezas, porque la .naturaleza, como dijimos, es el principio de
operaciones de un ser y, por lo tanto, Jesús no podría haber hecho estas acciones si no fuera
verdaderamente hombre y verdaderamente Dios.
Esto aparece claramente, por ejemplo, en el prólogo del evangelio de San Juan: «Al principio existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios...Y la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros» (1,1.14);o también cuando Él mismo afirma que con el Padre es "una sola cosa", es decir, un

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solo Ser Un10,30);por eso, más adelante expresa que el que lo ha visto a Él, "ha visto también al Padre"
Un14,9).

Una sola Persona divina


La unión, por lo tanto, de las dos naturalezas en Cristo se realizó en la Persona divina del Verbo. Luego, en
Cristo, no hay más que una sola persona, no humana sino divina.
La persona se define así: «sustancia individual de naturaleza racional»>. El ser personal es una sustancia
porque existe por sí misma, a diferencia de los accidentes que necesitan existir en otros (por ejemplo: el
color, el tamaño, la figura, etc.), de modo que siempre existen en una sustancia a la cual modifican.
El ser personal es también un ser individual, es decir, distinto de los demás e indistinto de sí mismo. La
persona es siempre única en el mundo, completa en sí misma e incomunicable a los demás. Finalmente, la
persona es también de naturaleza racional puesto que el hombre, al estar dotado de alma, puede conocer,
amar y obrar por sí mismo, es decir, con libertad, con conciencia del fin de sus acciones y, por lo tanto,
con responsabilidad ética de sus actos.
Por todo esto, podemos decir que la persona es el modo más perfecto de ser de una sustancia por tener la
autonomía metafísica. Esto significa que la persona no puede dejar de ser quien es y fundirse en otro ser
perdiendo su propio ser, y tampoco utilizarse con otro fin que no sea ella misma. La persona, entonces,
tiene este doble aspecto:
• su ser individual no depende de otro;
• su realización requiere la apertura a los demás seres?
Siendo imposible la fusión de la naturaleza divina con la humana, el único modo posible para que dicha
unión se produzca es que la Persona divina (que sigue siendo formalmente la misma) asuma una nueva
naturaleza en su Ser personal. La unión se realiza, entonces, en la persona del Hijo de Dios; esto es, las
acciones de Cristo se atribuyen a la única Persona divina, tanto si proceden de la naturaleza humana como
de la divina. En otras palabras, el Yode Jesús es divino: el mismo y único Yo que tiene hambre y sed, hace
milagros y resucita". Sólo de este modo es posible que Jesús sea el Salvador de todos los hombres: llama a
sí mismo "Hijo de Dios", no quiere decir que sea un hombre especialmente bendecido por Dios como un
profeta importante, sino que Él es Dios y posee la misma sustancia divina del Padre y del Espíritu Santo.
Jesús es Santo, porque tiene el Ser de Dios; y al existir en ese Ser, la humanidad que Cristo asume es
elevada al estado más perfecto. Cristo es perfecto hombre, porque realiza la humanidad de la manera más
elevada y tiene, además, la plenitud de las gracias por ser, a la vez, Dios!".
• es necesario que sea hombre para que, por medio de Él, la salvación llegue a todos los hombres;
• también es necesario que sea Dios, para que el poder de salvar sea realmente universal.
La salvación requiere un contacto, un puente entre ambas naturalezas: la Persona del Verbo. Esta unión
que se da en la persona es la que, en Teología, se llama unión hipostática, porque hipóstasis en griego
significa persona. Por lo tanto, la persona de Cristo es compuesta, ya que en ella subsisten dos naturalezas
distintas. La humanidad en Cristo se une sustancialmente, no accidentalmente, a la segunda Persona de la
Trinidad; esto significa que el Verbo no se reviste de humanidad al modo de una apariencia externa o de
una vestimenta, sino que es verdaderamente hombre y, por lo tanto, su humanidad es completa: consta
de alma y cuerpo como nosotros. Si esto no fuera así, no sería verdadero hombre y no podría ser nuestro
Salvador", Esta unión hipostática entre lo divino y lo humano es la forma más elevada de unión posible del
orden natural con el sobrenatural, puesto que no se trata ya de una participación de la Vida divina, como
ocurre con la gracia, sino que la naturaleza humana de Cristo se une sustancialmente a la Persona del
Verbo, siendo asumida por ella. La gracia es siempre un accidente, es decir, algo agregado a la sustancia
humana; por eso, no convierte al hombre en Dios, sólo pone la presencia de Dios en el alma y le da
capacidad para realizar actos sobrenaturales. En cambio, en la unión hipostática, las dos naturalezas se
unen en el Ser mismo del Hijo de Dios. Para decirlo en otros términos, cuando Jesús se llama a sí mismo
“Hijo de Dios”, no quiere decir que sea un hombre bendecido de Dios como un profeta importante, sino
que Él es Dios y posee la misma sustancia divina del Padre y del Espíritu Santo.
Jesús es santo, porque tiene el ser de Dios; y al existir en ese ser, la humanidad que Cristo asume es
elevada al estado más perfecto. Cristo es Perfecto hombre, porque realiza la humanidad de la manera más
elevada y tiene, además, la plenitud de las gracias por ser, a la vez Dios.

La Redención: misión de la segunda Persona divina


Como dijimos anteriormente, la persona que asume la naturaleza es la Persona del Verbo.
En Dios, hay una sola esencia y tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no se distinguen en
nada, salvo en las relaciones entre ellos. No se distinguen porque comparten la misma esencia, los mismos
atributos o perfecciones, es decir, los tres son Dios, los tres son eternos, los tres son perfectos, etc. Sin
embargo, sí se distinguen por la posición que ocupan uno respecto de otro:
• sólo al Padre le compete ser principio y origen,
• sólo al Hijo, ser engendrado por el Padre,

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• sólo al Espíritu Santo, ser fruto del amor mutuo entre el Padre y el Hijo.
Ahora, si bien en todas las acciones que la Trinidad realiza fuera de Sí misma intervienen las tres Personas
juntas, siempre se le atribuye a cada una de ellas acciones en particular de acuerdo al lugar que ocupan
dentro de la misma Trinidad divina; así por ejemplo, al Padre se le atribuye la Creación. El Hijo es la
imagen perfecta del Padre y es engendrado por un acto de conocimiento por el cual Dios se piensa a Sí
mismo. El J lija es, entonces, la idea perfecta que el Padre tiene de Si mismo, y como la Encarnación tiene
por objetivo la manifestación de Dios haciendo visible al Dios invisible, era conveniente que se encarnara
el Hijo. El Hijo natural de Dios, además, vino a salvar a los hijos adoptivos, mostrándoles la verdadera
Sabiduría divina. Como dice el apóstol:
«Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas
las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones,
Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y
todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero
que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él
residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo,
restableciendo la paz por la sangre de su cruz." (Col 1,15-20)
Ahora bien, nosotros deberíamos preguntamos también por qué Dios asume la naturaleza humana y no
otra. La respuesta tiene dos razones principales:
1) por su dignidad: porque se trata de una naturaleza racional que puede conocer y amar a imagen de
Dios
2) porque los hombres habían caído en el pecado de soberbia de querer ser como Dios, se habían alejado
y necesitaban ser redimidos.
Hay que aclarar aquí que el Verbo de Dios asume una naturaleza humana y no una persona humana,
porque a esa naturaleza humana le faltaba, para ser persona, la subsistencia (la existencia en sí) que es la
que tiene el Verbo. Como dijimos antes, no puede haber fusión entre las naturalezas, ni tampoco dos
personas. La naturaleza humana que asume el Verbo carece de personalidad humana, la cual es sustituida
por la personalidad divina del Verbo". De esta manera, el Salvador lleva a cabo la Redención de los
hombres asumiendo la misma naturaleza que se había alejado de Él por el pecado; de esta forma, reafirma
la dignidad del hombre a pesar de la debilidad que a éste lo caracteriza y usa la naturaleza humana como
instrumento para su victoria, dándole una dignidad aun mayor.

Dos conocimientos en Cristo


El hecho de que Cristo haya asumido la naturaleza humana implica la asunción de un cuerpo humano
individual, real, verdadero, es decir, que no se trata de una apariencia humana o de un fantasma, sino de
un hombre.
Esto es lo que transmiten todos los evangelios y los testigos allí presentes. Pero no sólo asume un cuerpo,
sino también un alma racional verdadera, porque si no, no sería verdadero hombre. Por lo tanto, tiene
inteligencia y voluntad. En Cristo, hay un conocimiento que tiene origen directamente en la naturaleza
divina y otro que corresponde a la naturaleza humana y a su desarrollo lógico normal. Ambos se
complementan en la única psicología humana de Jesucristo, así como en nosotros se complementan el
conocimiento intelectual y el conocimiento sensitivo. En efecto, hay un conocimiento humano que, como el
nuestro, es progresivo y se perfecciona con el tiempo a medida que la persona madura. Esto,
naturalmente, le sucede a Jesús. Sin embargo, posee también un conocimiento que tiene que ver con su
preexistencia en Dios desde toda la eternidad.
En Dios, hay una inteligencia que es infinita, porque Él, al ser-espíritu puro sin mezcla de materia ni de
potencialidad alguna, tiene el máximo grado de inmaterialidad. Esta Inteligencia infinita:
• se conoce a Sí misma de manera perfecta, porque en Dios se identifican ser y pensar;
• conoce todas las cosas distintas de Sí mismo, porque proceden de Él (es su Creador) y porque preexisten
en su Inteligencia (las pensó antes de ser creadas).
Este conocimiento de las cosas es también perfecto y, por lo tanto, no discursivo sino intuitivo; es causa
de las cosas, anterior a ellas. El conocimiento que Dios tiene abarca todas las cosas: las que han existido,
las que existen y las que existirán. No hay nada de lo que existe que escape a su conocimiento (ni siquiera
el mal) y, por lo tanto, este conocimiento es invariable.
En Jesús, se da este conocimiento porque Él no deja de ser Dios por haber asumido la naturaleza humana.
Él mismo dice: «Yo hablo de lo que he visto en el Padre» (In 8,38).
y también dice: «El que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído» (In 3,31-32).Por eso,
podemos decir que la inteligencia humana de Cristo tiene este conocimiento de Dios y de todas las cosas,
que es de origen divino, no humano, y que es perfecto.
Lo que resulta difícil es explicar cómo, en una psicología humana, se da este conocimiento. Éste es,
entonces, el límite de la comprensión teológica de un misterio que nos desborda, ya que siendo el Yo
divino, su conocimiento tiene que ser necesariamente perfecto. Por otra parte, también se puede decir que
existe en Él un conocimiento humano adquirido, porque tenía una experiencia real de las cosas y de las
personas. De hecho, en las Escrituras existen manifestaciones. Así, por ejemplo, hace preguntas: ¿Quién

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dicen los hombres que soy yo? (Mc 8,27); ¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto? (Mc 9,21); ¿Cuántos
panes tienen? (Mt 15,34); también a veces nuestra admiración por descubrir cosas que no conocía, como
la grandeza de la fe de una mujer (Mt 15,28) o la admiración que le causa la incredulidad de algunos. Pero
el texto más evidente es el que pone de manifiesto la relación a este progreso del conocimiento humano
en Cristo: «Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52).
La inteligencia humana de Cristo es perfectible como la nuestra, por ello, crece y progresa con el tiempo y
va experimentando los cambios correspondientes al grado de desarrollo de cada edad. Su humanidad no
fue absolutamente omnipotente, porque la omnipotencia es un atributo propio de la divinidad que no
puede comunicarse a una criatura finita. Sin embargo, hay en ella una nota peculiar de perfección, puesto
que posee un orden perfecto por el cual las potencias inferiores son dirigidas por la inteligencia y la
voluntad que están ordenadas a Dios. En efecto, no puede haber pecado o desorden en Jesús, porque el
sujeto que realiza las acciones es siempre el Yo divino del Verbo y es imposible que Dios actúe de manera
imperfecta o en contra de Sí mismo.
La humanidad de Cristo, al estar unida a la divinidad, sirve de instrumento por medio del cual Dios realiza
las acciones salvíficas. El instrumento es aquello a través de lo cual un agente produce un efecto (la
lapicera es instrumento en la escritura). La causa principal es el agente que dirige la acción, mientras que
el instrumento ejecuta la producción del efecto. De esta manera es como la humanidad de Cristo sirve de
instrumento a la divinidad, puesto que, a través de ella, Dios realiza los actos que servirán para la
salvación del hombre". Esta humanidad de Cristo sigue siendo, en el Cielo, causa instrumental de las
gracias por las cuales acerca a los hombres hacia Él. En efecto, Cristo, cuando asciende a los Cielos, lo
hace también con su cuerpo, es decir, sigue siendo hombre para siempre. Por eso, podemos decir que lo
que hizo como hombre en la tierra lo sigue haciendo como Dios, sentado a la derecha del Padre, para toda
la eternidad. Respecto de la humanidad de Cristo durante su vida en la tierra, hay que decir que, así como
dijimos que el conocimiento humano de Cristo era perfectible, lo mismo sucede con su cuerpo, que es
pasible de perfección, puesto que si bien podemos hablar de una perfecta armonía espiritual, la cual
seguramente redunda en el cuerpo, en Cristo se dan todos las necesidades corporales propias del ser
humano.
Por eso, como antes vimos, su comportamiento es naturalmente humano: tiene hambre, sed, se cansa,
etc. Que sea el Hijo de Dios no lo priva de tener que ofrecer un ejemplo de paciencia para estas cosas que
son propias de la vida de todo hombre.
Lo que no hay en Cristo son los defectos que tienen que ver con una imperfección espiritual, como la
ignorancia, la inclinación al mal, la dificultad para hacer el bien. Ni estos defectos, ni el pecado se dieron
en Jesús, porque era el Hijo de Dios; de Él se dice: «Apareció para destruir el pecado y en Él no hay
pecado» (1 Jn 3,5). También San Pedro dice: «En Él no hubo pecado y en su boca no se halló engaño» (1
Ped 2,22). Esta perfección de Cristo excluye toda inclinación al pecado o al desorden espiritual. Su
humanidad apetece, naturalmente, las cosas buenas y deleitables pero no de una manera desordenada,
es decir, no busca el placer como fin. En efecto, el pecado es incompatible con el ser y la misión de Cristo,
porque:
• la Encarnación se dio para destruir el pecado;
• la santidad perfecta de Cristo es incompatible con el pecado;
• Él fue el ejemplo de todas las virtudes.
Sin embargo, paradójicamente, Él resulta ser la víctima por los pecados de todos los hombres. Como dice
San Pablo: «A quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21).
Por ser verdadero hombre Él tiene pasiones, sin embargo, ellas no representan una imperfección moral;
sino que están siempre ordenadas por la razón y dirigidas al bien. En efecto, esos movimientos del apetito
sensible que surgen a partir de la percepción del bien o del mal sensible, también forman parte de lo que
implica ser verdaderamente hombre para Él.
Así es como en los evangelios Jesús aparece demostrando amor particular por algunos de sus amigos
(Mc10,21);se conmueve notablemente con la muerte de su amigo Lázaro causando admiración en los
presentes (Jn 11,35-36);siente rechazo por Satanás y, en varias ocasiones, le ordena retirarse (Mt 4,10); en
algún momento, el gozo lo desborda al punto de concluir en una alabanza al Padre (Le10,21);siente ira
cuando echa a los mercaderes del Templo o cuando quieren impedirle hacer una sanación el sábado; y por
último, siente tristeza y angustia cuando se acerca el momento de su muerte (Mt 26,37).
De todo esto podemos concluir en que Cristo padeció mucho dolor durante su vida, un dolor real. Siente un
dolor espiritual por el rechazo o la indiferencia de los hombres, pero padece, además, un dolor físico por
todo lo que sufre desde el juicio hasta la muerte en la Cruz. No hay en Él sentimientos de venganza hacia
aquellos injustos agresores; por el contrario, muestra la grandeza de su amor implorando al Padre que los
perdone porque no saben lo que hacen.

Dos voluntades en Cristo


Para concluir con nuestro intento de comprensión de lo que fue la humanidad de Cristo durante su vida
terrenal, tenemos que agregar que hubo en Cristo dos voluntades: una divina y otra humana.

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Así es, puesto que la voluntad forma parte de una naturaleza racional, y habiendo dos naturalezas íntegras
y perfectas en Cristo, no podía haber sino dos voluntades. Esto no significa que exista contraposición entre
ellas o una división interna, como sucedería en el caso de una doble personalidad. Significa, más bien, que
Cristo en cuanto hombre quería algunas cosas y rechazaba otras de una manera ordenada, como por
ejemplo, sentía rechazo por el dolor, aunque termina aceptando que la voluntad de su Padre es que
termine muriendo en la Cruz: «Padre, si quieres aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad
sino la tuya» (Le22, 42). En varias ocasiones, reitera que no busca hacer su voluntad sino la Voluntad de
quien lo envió (d. [n 5,30), que para eso ha bajado del Cielo, para hacer la voluntad del Padre (d. Jn
6,38).En todos estos casos, se muestra cómo la voluntad humana se dirige a aquello que la Voluntad
divina le señala. Esto no significa de ninguna manera que Jesús no haya sido un hombre libre, puesto que
la libertad es un medio para alcanzar un bien y sólo se realiza cuando lo logra. Una elección equivocada es
una frustración de la libertad. Que la voluntad humana en Cristo esté siempre orientada hacia el bien no
significa que no sea libre, sino que, por el contrario, lo es de manera perfecta, es decir, elige siempre el
bien. Tiene un domino perfecto de sí mismo y, por eso, es un ejemplo para los hombres. Esto lo expresa de
manera sublime cuando hace entrega de todo su ser: «Nadie me la quita [la vida], soy yo quien la doy por
mí mismo,' Tengo poder para darla y poder para poder a tomarla. Tal es el mandato que del Padre he
recibido» (Jn 10,18).
Estas dos voluntades en Cristo de ninguna manera significan una división en su ser, porque en Él no hay
más que un solo ser y una sola existencia: la de la Persona divina.
Además, existe en Él una perfecta unidad psicológica, puesto que posee un solo Yo en el cual se unen la
conciencia divina y la conciencia humana. Él sabe que es hombre y que es Dios. Como consecuencia de la
Encarnación, hay que decir que Cristo en cuanto hombre está realmente sometido al Padre, puesto que
sabe que en Él tiene su origen y que a Él le debe obedecer. Por esto, Cristo ora en cuanto hombre Como
aparece a menudo en los evangelios; siente Él necesidad de hablar con su Padre: «Ala mañana, mucho
antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mc 1,35).Es normal que en
cuanto hombre exprese a Dios Padre sus deseos, su voluntad, etc. También Él debe orar en cuanto
hombre por sí mismo y elevando peticiones por todos los hombres. Por último, Jesucristo es verdadero y
sumo eterno Sacerdote, como enseña la Escritura, puesto que, como sacerdote, cumplió la misión de
ofrecer sacrificios a Dios en alabanza de su infinita majestad y para obtener el perdón de los pecados del
pueblo. El sacerdote es mediador entre Dios y el pueblo, porque, por una parte, transmite al pueblo las
cosas divinas, y por otra, ofrece a Dios las oraciones y sacrificios en nombre del pueblo. Como dice el autor
de la Carta a los Hebreos: «Teniendo, pues, un gran pontífice que penetró en los cielos, el Hijo de Dios,
mantengámonos adheridos a la confesión. No es nuestro pontífice tal que no pueda compadecerse de
nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejaza nuestra, menos en el pecado» (Heb 4,14-15).
Es sacerdote por ser hombre y Dios, ya que al unirse la naturaleza divina con la humana, aquélla consagra
a ésta, esto es, la llena de gracia de una forma plena y perfecta. De este modo, todo sacerdote está
destinado a la misión de ser puente entre Dios y los hombres por una consagración. En el caso de Jesús,
esta consagración se produce en el instante mismo de la unión en la concepción; por eso, su Sacerdocio es
Sumo y eterno, porque la persona que lo ejerce es la Persona del Hijo de Dios. Por lo tanto, no se trata de
una gracia recibida, sino del mismo Ser divino que posee. Él no tiene necesidad de ofrecer un sacrificio por
sí mismo, puesto que es Dios y, además, no hay en Él pecado; sin embargo, lo hace por todos los hombres
y en nombre de ellos. Además, el sacrificio que Él ofrece es Él mismo, su vida, por la salvación de los
hombres, de manera tal que en Él se identifican el sacerdocio y la víctima del sacrificio ofrecido.
El sacerdocio de Cristo comienza en el momento en el cual la divinidad se une a la naturaleza humana,
puesto que allí aquélla santifica y consagra a esta última. y no tiene fin, es para siempre, puesto que es el
mismo Hijo de Dios.
“Pero Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable. De ahí que Él puede salvar
en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para
interceder por ellos. Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado
de los pecadores y elevado por encima del cielo. Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes,
de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una
vez para siempre. Ofreciéndose a sí mismo” Heb7, 24-27.

LA RELACIÓN ENTRE LA FE Y LA RAZÓN


Las etapas más significativas en el encuentro entre la fe y la razón
36. Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que confrontarse desde
el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo Libro narra la discusión que san Pablo tuvo en
Atenas con "algunos filósofos epicúreos y estoicos" (17, 18). El análisis exegético del discurso en el
Areópago ha puesto en relieve repetidas alusiones a convicciones populares, sobre todo de origen estoico.
Ciertamente esto no era casual. Los primeros cristianos, para hacerse comprender por los paganos no
podían referirse solo a "Moisés y los profetas"; debían también apoyarse en el conocimiento natural de
Dios y en la voz de la conciencia de cada hombre (cf. Rom 1, 19-21; 2, 14-15; Hech 14, 16~17). Sin
embargo, como en la religión pagana este conocimiento natural había degenerado en idolatría (cf. Rom 1,

13
21-32), el Apóstol considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los
filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos, conceptos más
respetuosos de la trascendencia divina. En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los
filósofos del pensamiento clásico fue purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían
de Dios. Como sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las religiones cósmicas, era
politeísta, llegando inc1uso a divinizar objetos y fenómenos de la naturaleza. Los intentos del hombre por
comprender el origen de los dioses y, en ellos, el del universo, encontraron su primera expresión en la
poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue
tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión. Dirigiendo la mirada hacia
los principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento
racional a su creencia en la divinidad. Se inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas
particulares, se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que
dicho proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la divinidad
fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones fueron reconocidas como tales y la
religión se purificó, al menos en parte, mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de la
Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la
comprensión del Dios de Jesucristo.
37. Al referirme a este movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosofía, es obligado recordar
también la actitud de cautela que suscitaban en esos otros elementos del mundo cultural pagano como,
por ejemplo, la gnosis. La filosofía, en cuanto sabiduría práctica y escuela de vida, podía ser confundida
fácilmente con un conocimiento de tipo superior, esotérico, reservado a unos pocos perfectos. En este
tipo de especulaciones esotéricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los Colosenses: "No
se dejan esclavizar por nadie con la va cuidad de una engañosa filosofía, inspirada en tradiciones
puramente humanas Y en los elementos del mundo, y no en Cristo" (2, 8). ¡Qué actuales son las palabras
del Apóstol si las referimos a las diversas formas de esoterismo que se difunden hoy incluso entre algunos
creyentes, carente s del debido sentido crítico! Siguiendo las huellas de san Pablo, otros escritores de los
primeros siglos, en particular san Ireneo y Tertuliano manifiestan, a su vez, ciertas reservas frente a una
visión cultural que pretendía subordinar la verdad de la revelación a las interpretaciones de los filósofos.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la filosofía y
la asistencia a sus escuelas eran, para los primeros cristianos, más un inconveniente que una ayuda. Para
ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal
capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto
no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo
contrario. Resulta injusta e infundada la crítica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente "iletrada Y
ruda"." La explicación de su desinterés inicial hay que buscada en otra parte. En realidad, el encuentro con
el Evangelio les ofrecía una respuesta tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resueltos, sobre el
sentido de la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en ciertos aspectos,
superado. Esto resulta hoy, más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el derecho
universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el cristianismo había
anunciado, desde sus inicios, la igualdad de todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta
concepción se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter elitista que su
búsqueda tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios,
todos deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin
embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal
de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo. Un pionero del encuentro positivo
con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento, fue san Justino quien,
conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y
claridad que en el cristianismo había encontrado "la única filosofía segura y provechosa"." De modo
parecido, C1emente de Alejandría llamaba al Evangelio "la verdadera filosofía ", e interpretaba la filosofía
en analogía con la ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe cristiana y una preparación para
el Evangelio." Puesto que "esta es la sabiduría que desea la filosofía: la rectitud del alma, la de la razón y
la pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de amor ardoroso a la sabiduría y no perdona esfuerzo
por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la sabiduría del creador y maestro
universal, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios".) La filosofía griega, para este autor, no tiene como
primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más bien, la defensa de la fe: "La
enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, porque es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio la
filosofía griega, con su tributo, no hace más sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la
sofística e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada
Y muro de la viña
39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por
parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente
significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la
filosofía platónica para argumentar y responderle. Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento

14
platónico, comienza a elaborar una primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo
como la idea de teología en cuanto reflexión racional sobre Dios, estaban ligados todavía hasta ese
momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre se referían a la parte
más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz de la revelación cristiana,
lo que anteriormente designaba una doctrina genérica sobre la divinidad, adquirió un significado del todo
nuevo en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre
Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía pero, al
mismo tiempo, tendía a distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el mismo
pensamiento platónico, asumido en la teología, sufrió profundas transformaciones, en particular por lo que
se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una mención
particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, stín. El gran doctor occidental había
tenido Contactos con diversas escuelas filosóficas, pero todas le habían decepcionado. Cuando se encontró
Con la verdad de la fe cristiana, hwoTa--fuerzacre:re-al1zaraqueJl'a conversión radical a la que los filósofos
frecuentados anteriormente no habían conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta el mismo: "Sin
embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que
aquí se mandaba, Con más modestia y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba -fuese
porque, a1mque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen-, que
no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se
obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar". Los mismos platónicos,
a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín reprochaba que, aun habiendo conocido la meta
hacia la que tender, habían ignorado sin embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado. El
Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del pensamiento filosófico y teológico en la que
confluían las corrientes del pensamiento griego y latino. En él, además, la gran unidad del saber que
encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del
pensamiento especulativo La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería durante siglos la forma más
elevada de especulación filosófica y teológica que el Occidente haya conocido Gracias a su historia
personal, y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus obras una multitud
de datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes
filosóficas.
41. Varias han sido, pues, las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en
contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de su mensaje
con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: "¿Qué tienen en común Atenas y
Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?"," es claro indicio de la conciencia crítica con que los pensadores
cristianos, desde el principio, afrontaron el, problema de la relación entre la fe y la filosofía, considerándolo
globalmente en sus aspectos positivos y en sus límites. No eran pensadores ingenuos.
Precisamente, porque vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas
de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las
verdades de la fe a categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar
plenamente a la luz, lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes
filósofos antiguos. Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras
externas, podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la
trascendencia. Alli, pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos de la
reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la razón abierta a
lo absoluto y en la incorporaron la riqueza de la revelación. El encuentro no fue solo entre culturas, donde
tal vez una es seducida por el atractivo de la otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus,
siendo un encuentro entre la criatura y el creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el que
inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el sumo bien y la verdad suprema en
la persona del Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de
reconocer tanto los elementos comunes Con la revelación como las diferencias que presentaban. Ser
conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias.
42. En la teología escolástica, el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aun más visible bajo
el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo Arzobispo de Canterbury la
prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón. En efecto, esta no está llamada a
expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de hacerla por no ser idónea para ello. Su
tarea, más bien, es saber encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los
contenidos de la fe. San Anselrno acentúa el hecho de que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama:
cuanto más ama, más desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento
que se inflama cada vez más de amor por lo que conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todavía
todo lo que desearía: "Ad te uidendum [actus sum; et nondum fió propter quodfactus sum":" El deseo de la
verdad mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al constatar que su
capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto, sin embargo, la razón es capaz de

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descubrir dónde está el final de su camino: "Yo creo que a aquel que somete a un examen reflexivo un
principio incomprensible le basta alcanzar, por el raciocinio, su certidumbre inquebrantable, aunque no
pueda, por el pensamiento, concebir el cómo de su existencia [...]. Ahora bien, ¿qué puede haber de más
incomprensible, de más inefable que lo que esté) por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que
hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema está apoyado Con razones necesarias,
aunque el espíritu no pueda comprenderlo hasta el punto de explicarlo fácilmente con palabras simples,
no por eso, sin embargo, sufre quebranto la sólida base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión
precedente ha comprendido de modo racional que es incomprensible (rtltiontlbilitel' comprehendit
incomprebensibile esse¡ el modo en que la suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede
explicar cómo se conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi nada?"
Se confirma una vez más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere
que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el punto culminante de su búsqueda,
admite como necesario lo que la fe le presenta.

Novedad perenne del pensamiento de santo Tomás de Aquino


43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás, no solo por el contenido de su
doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de
su tiempo. En una época en la que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía
antigua, y más concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la
razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por lo tanto, no
pueden contradecirse entre sí. Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la
filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por lo tanto, no teme la razón,
sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona," así la fe supone y
perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que
derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del
misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor
Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este
sentido. En efecto, la fe es de algún modo "ejercicio del pensamiento"; la razón del hombre no queda
anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe que, en todo caso, se alcanzan
mediante una opción libre y consciente." Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a
santo Tomás como maestro del pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. En este
contexto, deseo recordar lo que escribió mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo
centenario de la muerte del Doctor Angélico: "No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio la
audacia para la búsqueda de la verdad, la libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la
honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía
pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento
cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como
el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar
la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia
innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del
orden sobrenatural".
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo
realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas de su Summa
Theologiae el Aquinate quiere mostrar la primacía de aquella sabiduría que es un don del Espíritu Santo y
que introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología permite comprender la
peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de 10 divino. Ella conoce
por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la verdad de la fe misma: "La
sabiduría, el don del Espíritu Santo, difiere de la que es una virtud intelectual adquirida. Pues esta se
adquiere con esfuerzo humano, y aquella viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera difiere
también de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por sí misma; mas el juicio conforme con
La verdad divina pertenece al don de la sabiduría".
La prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico, la presencia de
otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la capacidad del intelecto para
indagar la realidad dentro de sus límites connatura1es, y la teo1ógica, fundamentada en la revelación y
que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios. Convencido profundamente de
que "omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est" santo Tomás amó de manera desinteresada
la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El
Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse
siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó "alturas que la
inteligencia humana jamás podría haber pensado".! Con razón, pues, se lo puede llamar "apóstol de la
verdad".Precisamente, porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la
verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer.

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El drama de la relación entre la fe y la razón
45. Con la aparición de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras
formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun manteniendo un
vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los primeros que reconocieron la necesaria
autonomía que necesitan la filosofía y las ciencias para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos
de investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes
se transformó progresivamente en una nefasta separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de
alg1illos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y
absolutamente autónoma respecto a los Contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación
está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma. Alguno, comenzaron a profesar una desconfianza
general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar
cualquier referencia racional posible a la misma. En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval
había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las
formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los Sistemas que asumieron la posición
de un conocimiento racional, separado de la fe o alternativo a ella. Las radicalizaciones más influyentes
son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena
parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la revelación
cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su punto
culminante. Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la te y sus
contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas
concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo ateo,
elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena
racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos que,
en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad. En el
ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no solo se ha
alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo sino que, y principalmente, ha olvidado toda
relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de
toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad
de su vida. Más aun, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico,
parece que ceden, no solo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico
sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo. Además, como consecuencia de la crisis del
racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre
nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin
esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la
existencia es solo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo
efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún
compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la
filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas parcelas
del saber humano; más aun, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras,
otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter
marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la
verdad ya la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas -o, al menos, pueden
orientarse- como "razón instrumental" al servicio de fines utilitarista s, de placer o de poder. Desde mi
primera encíclica he señalado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: "El hombre actual parece
estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más
aun por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple
actividad del hombre se traducen muy pronto y, de manera a veces imprevisible, en objeto de
"alienación", es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos
parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos
están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de
la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por lo tanto vive
cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino
algunos Y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad Y de su iniciativa, puedan
ser dirigidos de manera radical contra él mismo". En la línea de estas transformaciones culturales, algunos
filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como único objetivo lograr la
certeza subjetiva o la utilidad práctica. De aquí se desprende, como consecuencia, el ofuscamiento de la
auténtica dignidad de la razón, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva separación entre
la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en la ret1exión filosófica de
aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre la fe y la razón aparecen a veces gérmenes
preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y de corazón, pueden
ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo,

17
en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la
personalidad y la íntersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la
muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido
auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón
exija un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y
debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la revelación, ha recorrido caminos
secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha
subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es
ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga un mayor poder incisivo; al contrario, cae en el grave
peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe
adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y el radicalismo del ser. No es
inoportuna, por lo tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la te y la filosofía recuperen la unidad
profunda que las hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca
autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón.

La creación de la nada
La verdad de que Dios ha creado, es decir, que ha sacado de la nada todo lo que existe fuera de El, tanto
el mundo como el hombre, halla su expresión ya en la primera página de la Sagrada escritura, aun cuando
su plena explicitación sólo se tiene en el sucesivo desarrollo de la Revelación.
Al comienzo del libro del Génesis se encuentran dos 'relatos' de la creación. A juicio de los estudiosos de la
Biblia el segundo relato es más antiguo, tiene un carácter más figurativo y concreto, se dirige a Dios
llamándolo con el nombre de 'Yahvéh' -yhvh-, y por este motivo se señala como 'fuente yahvista'.
El primer relato, posterior en cuanto al tiempo de su composición, aparece más sistemático y más
teológico; para designar a Dios recurre al término 'Elohim' -lhm-. En él la obra de la creación se distribuye
a lo largo de una serie de seis días. Puesto que el séptimo día se presenta como el día en que Dios
descansa, los estudiosos han sacado la conclusión de que este texto tuvo su origen en ambiente
sacerdotal y cultual. Proponiendo al hombre trabajador el ejemplo de Dios Creador, el autor de Gen 1 ha
querido afirmar de nuevo la enseñanza contenida en el Decálogo, inculcando la obligación de santificar el
séptimo día.
El relato de la obra de la creación merece ser leído y meditado frecuentemente en la liturgia y fuera de
ella. Por lo que se refiere a cada uno de los días, se confronta entre uno y otro una estrecha continuidad y
una clara analogía. El relato comienza con las palabras: 'Al principio creó Dios los cielos y la tierra', es
decir, todo el mundo visible, pero luego, en la descripción de cada uno de los días vuelve siempre la
expresión: 'Dijo Dios: Haya', o una expresión análoga. Por la fuerza de esta palabra del Creador: 'fiat',
'haya', va surgiendo gradualmente el mundo visible: La tierra al principio era 'confusa y vacía' (caos);
luego, bajo la acción de la palabra creadora de Dios, se hace idónea para la vida y se llena de seres
vivientes, las plantas, los animales, en medio de los cuales, al final, Dios crea al hombre 'a su imagen'
(Gen. 1, 27).
Este texto tiene un alcance sobre todo religioso y teológico. No se pueden buscar en él elementos
significativos desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las investigaciones sobre el origen y
desarrollo de cada una de los especies 'in natura' no encuentran en esta descripción norma alguna
vinculante, ni aportaciones positivas de interés sustancial. Más aún, no contrasta con la verdad acerca de
la creación del mundo visible -tal como se presenta en el libro del Génesis-, en línea de principio, la teoría
de la evolución natural, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina.
En su conjunto la imagen del mundo queda delineada bajo la pluma del autor inspirado con las
características de las cosmogonías de su tiempo, en la cual inserta con absoluta originalidad la verdad
acerca de la creación de todo por obra del único Dios: ésta es la verdad revelada. Pero el texto bíblico, si
por una parte afirma la total dependencia del mundo visible de Dios, que en cuanto Creador tiene pleno
poder sobre toda criatura (el llamado dominium altum), por otra parte pone de relieve el valor de todas las
criaturas a los ojos de Dios. Efectivamente, al final de cada día se repite la frase: 'Y vio Dios que era
bueno', y en el día sexto, después de la creación del hombre, centro del cosmos, leemos: 'Y vio Dios que
era muy bueno cuanto había hecho' (Gen 1, 31).
La descripción bíblica de la creación tiene carácter ontológico, es decir, habla del ente, y al mismo tiempo,
axiológico, es decir, da testimonio del valor. Al crear el mundo como manifestación de su bondad infinita,
Dios lo creó bueno. Esta es la enseñanza esencial que sacamos de la cosmología bíblica, y en particular de
la descripción introductoria del libro del Génesis.
Esta descripción, juntamente con todo lo que la Sagrada Escritura dice en diversos lugares acerca de la
obra de la creación y de Dios Creador, nos permite poner de relieve algunos elementos:
1º. Dios creó el mundo por sí solo. El poder creador no es transmisible: es 'incommunicabilis'.
2º. Dios creó el mundo por propia voluntad, sin coacción alguna exterior ni obligación interior. Podía crear
y no crear; podía crear este mundo u otro.
3º El mundo fue creado por Dios en el tiempo, por lo tanto, no es eterno: tiene un principio en el tiempo.

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4º. El mundo, creado por Dios, está constantemente mantenido por el Creador en la existencia. Este
'mantener' es, en cierto sentido, un continuo crear (Conservatio est continua creatio).
Desde hace casi dos mil años la Iglesia profesa y proclama invariablemente la verdad de que la creación
del mundo visible e invisible es obra de Dios, en continuidad con la fe profesada y proclamada por Israel,
el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza. La Iglesia explica y profundiza esta verdad, utilizando la filosofía
del ser y la defiende de las deformaciones que surgen de vez en cuando en la historia del pensamiento
humano.
El Magisterio de la Iglesia ha confirmado con especial solemnidad y vigor la verdad de que la creación del
mundo es obra de Dios en el Concilio Vaticano I, en respuesta a las tendencias del pensamiento panteísta
y materialista de su tiempo. Esas mismas orientaciones están presentes también en nuestro siglo en
algunos desarrollos de las ciencias exactas y de las ideologías ateas.
En la Constitución Dei Filius -De fide catholica- del Concilio Vaticano I leemos: 'Este único Dios verdadero,
en su bondad y 'omnipotente virtud', no para aumentar su gloria, ni para adquirirla, sino para manifestar
su perfección mediante los bienes que distribuye a las criaturas, con decisión plenamente libre,
'simultáneamente desde el principio del tiempo sacó de la nada una y otra criatura, la espiritual y la
corporal, es decir, la angélica y la material, y luego la criatura humana, como partícipe de una y otra, al
estar constituida de espíritu y de cuerpo' (Conc. Lateranense IV)'.
7. Según los 'cánones' adjuntos a este texto doctrinal, el Concilio Vaticano I afirma las siguientes verdades:
1º. El único, verdadero Dios es Creador y Señor 'de las cosas visibles e invisibles'
2º. Va contra la fe la afirmación de que sólo existe la materia (materialismo).
3º. Va contra la fe la afirmación de que Dios se identifica esencialmente con el mundo (panteísmo).
4º. Va contra la fe sostener que las criaturas, incluso las espirituales, son una emanación de la sustancia
divina, o afirmar que el Ser divino con su manifestarse o evolucionarse se convierte en cada una de las
cosas.
5º. Va contra la fe la concepción, según la cual, Dios es el ser universal, o sea, indefinido que, al
determinarse, constituye el universo distinto en géneros, especies e individuos.
6º. Va igualmente contra la fe negar que el mundo y las cosas todas contendidas en él, tanto espirituales
como materiales, según toda su sustancia han sido creadas por Dios de la nada.
Habrá que tratar aparte el tema de la finalidad a la que mira la obra de la creación. Efectivamente, se trata
de un aspecto que ocupa mucho espacio en la Revelación, en el Magisterio de la Iglesia y en la Teología.
Por ahora basta concluir nuestra reflexión remitiéndonos a un texto muy hermoso del Libro de la Sabiduría
en el que se alaba a Dios que por amor crea el universo y lo conserva en su ser:
'Amas todo cuanto existe / y nada aborreces de lo que has hecho; / pues si Tú hubieras odiado alguna
cosa, no la hubieras formado.
¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras, / o cómo podría conservarse sin Ti? / Pero a todos
perdonas, / porque son tuyos, Señor, amigo de la vida' (Sab 11, 24-26).

El misterio de la creación
En la indefectible y necesaria reflexión que el hombre de todo tiempo está inclinado a hacer sobre su
propia vida, dos preguntas emergen con fuerza, como eco de la voz misma de Dios: '¿De dónde venimos?
¿A dónde vamos?'. Si la segunda pregunta se refiere al futuro último, al término definitivo, la primera se
refiere al origen del mundo y del hombre, y es también fundamental. Por eso estamos justamente
impresionados por el extraordinario interés reservado al problema de los orígenes. No se trata sólo de
saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos y ha aparecido el hombre, cuanto más bien en
descubrir qué sentido tiene tal origen, si lo preside el caos, el destino ciego o bien un Ser transcendente,
inteligente y bueno, llamado Dios. Efectivamente, en el mundo existe el mal y el hombre que tiene
experiencia de ello no puede dejar de preguntarse de dónde proviene y por responsabilidad de quién, y si
existe una esperanza de liberación. '¿Qué es el hombre para que de él acuerdes?', se pregunta en
resumen el Salmista, admirado frente al acontecimiento de la creación (Sal 8, 5).
La pregunta sobre la creación aflora en el ánimo de todos, del hombre sencillo y del docto. Se puede decir
que la ciencia moderna ha nacido en estrecha vinculación, aunque no siempre en buena armonía, con la
verdad bíblica de la creación. Y hoy, aclaradas mejor las relaciones recíprocas entre verdad científica y
verdad religiosa, muchísimos científicos, aun planteando legítimamente problemas no pequeños como los
referentes al evolucionismo de las formas vivientes, en particular del hombre, o el que trata del finalismo
inmanente en el cosmos mismo en su devenir, van asumiendo una actitud cada vez más partícipe y
respetuosa con relación a la fe cristiana sobre la creación. He aquí, pues, un campo que se abre al diálogo
benéfico entre modos de acercamiento a la realidad del mundo y del hombre reconocidos lealmente como
diversos, y sin embargo convergentes a nivel más profundo en favor del único hombre, creado -como dice
la Biblia en su primera página- a 'imagen de Dios' y por tanto 'dominador' inteligente y sabio del mundo
(Cfr. Gen 1, 27-28).
Además, nosotros los cristianos reconocemos con profundo estupor, si bien con obligada actitud crítica,
que en todas las religiones, desde las más antiguas y ahora desaparecidas, a las hoy presentes en el
planeta, se busca una 'respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana: ¿Qué es el hombre?

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¿Cuál es el sentido y fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y fin del
dolor? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual
procedemos y hacia el cual nos dirigimos?' (Nostra ætate 1). Siguiendo el Concilio Vaticano II, en su
Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, reafirmamos que 'la Iglesia
católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo', ya que 'no pocas veces
reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres' (Nostra ætate 2). Y por otra parte
es tan innegablemente grande, vivificadora y original la visión bíblico-cristiana de los orígenes del cosmos
y de la historia, en particular del hombre -y ha tenido una influencia tan grande en la formación espiritual,
moral y cultural de pueblos enteros durante más de veinte siglos- que hablar de ello explícitamente,
aunque sea de un modo sintético, es un deber que ningún Pastor ni catequista puede eludir.
La revelación cristiana manifiesta realmente una extraordinaria riqueza acerca del misterio de la creación,
signo no pequeño y muy conmovedor de la ternura de Dios que precisamente en los momentos más
angustiosos de la existencia humana, y por tanto en su origen y en su futuro destino, ha querido hacerse
presente con una palabra continua y coherente, aun en la variedad de las expresiones culturales.
Así, la Biblia se abre en absoluto con una primera y luego con una segunda narración de la creación, donde
todo tiene origen en Dios: las cosas, la vida, el hombre (Gen 1-2), y este origen se enlaza con el otro
capítulo sobre el origen, esta vez en el hombre, con la tentación del maligno, del pecado y del mal (Gen 3).
Pero he aquí que Dios no abandona a sus criaturas. Y así, pues, una llama de esperanza se enciende hacia
un futuro de una nueva creación liberada del mal (es el llamado protoevangelio, Gen 3, 15; cfr. 9, 13).
Estos tres hilos: la acción creadora y positiva de Dios, la rebelión del hombre y, ya desde los orígenes, la
promesa por parte de Dios de un mundo nuevo, forman el tejido de la historia de la salvación,
determinando el contenido global de la fe cristiana en la creación.
En las próximas catequesis sobre la creación, al dar el debido lugar a la Escritura, como fuente esencial,
mi primera tarea será recordar la gran tradición de la Iglesia, primero con las expresiones de los Concilios
y del magisterio ordinario, y también con las apasionantes y penetrantes reflexiones de tantos teólogos y
pensadores cristianos.
Como en un camino constituido por muchas etapas, la catequesis sobre la creación tocará ante todo el
hecho admirable de la misma como lo confesamos al comienzo del Credo o Símbolo Apostólico: 'Creo en
Dios (), creador del cielo y de la tierra', reflexionaremos sobre el misterio que encierra toda la realidad
creada, en su proceder de la nada, admirando a la vez la omnipotencia de Dios y la sorpresa gozosa de un
mundo contingente que existe en virtud de esa omnipotencia. Podremos reconocer que la creación es obra
amorosa de la Trinidad Santísima y es revelación de su gloria. Lo que no quita, sino que por el contrario
afirma, la legítima autonomía de las cosas creadas, mientras que al hombre, como centro del cosmos, se
le reserva una gran atención, en su realidad de 'imagen de Dios', de ser espiritual y corporal, sujeto de
conocimiento y de libertad. Otros temas nos ayudarán más adelante a explorar este formidable
acontecimiento creativo, en particular el gobierno de Dios sobre el mundo, su omnisciencia y providencia,
y cómo a la luz del amor fiel de Dios el enigma del mal y del sufrimiento halla su pacificadora solución.
Después de que Dios manifestó a Job su divino poder creador (Job 38-41), éste respondió al Señor y dijo:
'Sé que lo puedes todo y que no hay nada que te cohiba Sólo de oídas te conocía; más ahora te han visto
mis ojos' (Job 42, 2-5). Ojalá nuestra reflexión sobre la creación nos conduzca al descubrimiento de que, en
el acto de la fundación del mundo y del hombre, Dios ha sembrado el primer testimonio universal de su
amor poderoso, la primera profecía de la historia de la salvación.

El desarrollo de la teología trinitaria tras el Vaticano II

La renovación contemporánea de la teología trinitaria encuentra su fundamento en la superación de los


planteamientos deístas y racionalistas, así como de su influencia en el pensamiento teológico sobre Dios.

Ya desde inicios del siglo XIX la teología católica subraya muy conscientemente que el cristianismo no
puede ser considerado expresión de la mera religiosidad humana –entendida racionalista o
sentimentalmente –, sino que es un acontecimiento histórico novedoso, originado por la iniciativa gratuita
de Dios, por la que el Hijo eterno se hace hombre por nuestra salvación, para lo cual enviará al Espíritu
Santo sobre los suyos. La relación del hombre con el Dios cristiano no puede ser entendida sólo, por tanto,
como el conocimiento racional del Creador, de la inmortalidad del alma, de las leyes morales y de la
justicia del juicio divino final, que distribuye premios y castigos. En este horizonte, la doctrina trinitaria no
podía ser más que un añadido dogmático marginal, sin significado real para la vida del creyente.

La percepción de la urgencia de recuperar la perspectiva histórico-salvífica para salvaguardar la


naturaleza verdadera del cristianismo y de la fe, pone de nuevo en el centro de la atención al Dios trino,
que, por amor misericordioso, viene personalmente al encuentro del hombre, comunicándose a sí mismo y
abriéndole la posibilidad de una relación viva y personal como hijos adoptivos, que viven en un mismo
Espíritu Santo.

20
Estas perspectivas serán hechas propias por el Vaticano II, que fundamenta sobre ellas su enseñanza. La
teología trinitaria, por su parte, se renovará asumiendo igualmente como principio metodológico el camino
"de la Economía a la Teología".

La adopción sistemática de este horizonte de pensamiento fue vivido teológicamente en primer lugar
como superación de un tratado De Deo uno aislado y de corte más filosófico que teológico, y como la
urgencia de volver a situar en el centro de la reflexión al Dios trinitario, determinando así radicalmente
toda la comprensión de la relación de Dios con el hombre. Consecuencia inevitable fue la revisión de las
formas habituales de presentar la teología sobre Dios en la manualística más al uso; si pudo darse también
algún exceso en la crítica a determinadas presentaciones de los tratados De Deo uno y De Deo trino, la
renovación del planteamiento de fondo era absolutamente necesaria para el pensamiento cristiano y, de
hecho, resultó imparable.

Un paso fundamental en este camino fue la distinción entre la teología de nuestros manuales y la de Sto.
Tomás de Aquino, punto de referencia y maestro reconocido para todo teólogo católico. Volver la atención
a Sto. Tomás con estas preocupaciones, situando su obra de nuevo en la historia de la tradición y no
viéndola racionalísticamente como una especie de "ciencia absoluta", había conducido ya durante la
primera mitad del siglo XX a una magnífica renovación de los estudios tomasianos. Se pudo constatar que
Tomás había hecho obra de teólogo, que tal había sido su intención en todo momento; y, por esta vía, se
hizo claro también que su tratado sobre Dios había sido escrito y debía ser leído en horizonte teológico y
no meramente filosófico, que estaba enraizado en la Sagrada Escritura y sostenido por las aportaciones de
la tradición patrística, así como de los grandes Concilios anteriores.

Ello permitió poder afirmar de nuevo, con mejor comprensión de su trasfondo histórico y teológico, la
tradición agustino-tomasiana que había determinado profundamente el camino de la teología trinitaria.

Esta peculiar profundización creyente del ser trinitario del Dios uno y de la unidad del Dios trino, que
culmina en la presentación tomasiana de las personas divinas como "relación subsistente" uniendo
definitivamente la esencia divina única con las Tres Personas reveladas, constituye una reflexión teológica
imprescindible.

Situar la enseñanza tomista en el horizonte histórico-salvífico no significó, pues, desconocer su intención y


su valor doctrinal propio; ni pretendió minusvalorar el rigor conceptual de esta magnífica tradición
trinitaria, o el método teológico, "analógico", con el que se desarrolla. Esta aportación sigue siendo
imprescindible como vía para poder percibir la razonabilidad profunda del misterio trinitario; lo que es una
exigencia intrínseca y absoluta del hombre, que, por su misma naturaleza, no puede aceptar aquello que
contradiga de pleno a la razón. Este esfuerzo, iniciado por los Padres y que Tomás simboliza, resulta
particularmente urgente para la subsistencia de la fe en el Dios trinitario en nuestra época. Pues la
tradición de pensamiento moderno, caracterizada como racionalismo, cuyos planteamientos
fundamentales siguen vivos e incidentes en nuestro mundo, plantea precisamente tal objeción de fondo: la
irracionalidad y el absurdo del dogma trinitario católico, que sería inaceptable para un hombre racional
adulto. Acusación de irracionalidad que no ha desaparecido, sino que sigue presente al menos como
pregunta y desafío en las relaciones cada vez más frecuentes también con otras culturas y religiones,
entre las que destaca ciertamente el Islam.

Por otra parte, la fecundidad de una recepción plena y no polémica, en el adecuado horizonte histórico, de
las aportaciones de la teología trinitaria clásica ha sido puesta de manifiesto recientemente en el
importantísimo acuerdo logrado a propósito de la antigua y dolorosa cuestión del Filioque.

La adopción de las perspectivas histórico-salvíficas condujo inevitablemente a poner en el centro de la


teología trinitaria de nuevo el testimonio escriturístico, sobre todo el neotestamentario, que, por otra
parte, se había convertido desde finales del s. XVIII en ámbito primario del debate sobre la naturaleza de
la revelación de Dios y de la salvación del hombre.

La Escritura testimonia la experiencia israelita de un Dios verdaderamente transcendente y que, al mismo


tiempo, toma la iniciativa de acercarse a salvar al hombre que gime en la esclavitud, movido por una
benevolencia que, como manifestará cada vez más el anuncio profético, es amor gratuito y misericordioso;
esta historia de salvación encuentra su culmen y plenitud en el envío de Jesucristo. El Nuevo Testamento
no ofrece, por supuesto, los desarrollos de la posterior teología trinitaria; anuncia, en cambio, el
acontecimiento de la comunicación de Dios al hombre en la misión por el Padre del Hijo y del Espíritu,
culminando incluso en netas formulaciones trinitarias. La fe apostólica y la de las primeras generaciones
cristianas rechazaron siempre reducir el significado del envío del Hijo hecho hombre a "mitos", limitarse a
21
una comprensión "moral"o "metafórica" de la filiación de Jesucristo y, por consiguiente, de la filiación
adoptiva ofrecida al hombre. En ello la fe cristiana vio y defendió desde el principio la manifestación
sorprendente e inimaginable de la gloria de Dios, que revela realmente su amor al hombre en el Don
personal e infinitamente libre de sí mismo, así como la afirmación definitiva de la grandeza de la salvación
ofrecida al hombre, de la gloria del destino ofrecido de modo gratuito al que quiera acoger con libertad al
Hijo de Dios y a su Santo Espíritu. Renovar la percepción crítica y sistemática de estas afirmaciones
primordiales de la fe se hace necesario también en nuestra época, en la que siguen estando presentes
interpretaciones reductivas, de matriz sobre todo racionalista, de los acontecimientos de la historia de la
salvación y, concretamente, de la divinidad del Hijo y del Espíritu, y de la salvación y el destino humano.

La investigación neotestamentaria, centrada en el acontecimiento mismo que fundamenta la fe trinitaria,


se vio continuada por un importante desarrollo del estudio de las primeras tradiciones cristianas, que
enriquecieron de modo importante nuestra comprensión de los primeros grandes conflictos teológicos y de
las respuestas dadas por los Padres: desde la reflexión sobre el judeocristianismo, al estudio del
gnosticismo y de la respuesta de Ireneo, la teología de Tertuliano, el desarrollo del problema arriano, sin
olvidar nuevas lecturas de Agustín, etc. Esta investigación histórica ilumina y ayuda a comprender mejor el
testimonio escriturístico, y su lectura por la tradición, en la que se conforman las bases de toda la doctrina
trinitaria posterior.

Esta renovación de perspectivas de la reflexión sistemática sobre el Dios cristiano tiene un punto
culminante en el magisterio mismo del concilio Vaticano II. Dei Verbum, en particular, enseñará que "quiso
Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo,
la Palabra hecha carne, y en el Espíritu Santo, los hombre tienen acceso al Padre y son hechos partícipes
de la naturaleza divina". Con su enseñanza sobre la naturaleza de la revelación y de la Iglesia, y sobre el
destino del hombre, el Concilio confirma y relanza el camino iniciado por la teología católica.

Como un primer gran testigo de los desarrollos trinitarios postconciliares puede citarse, sin duda, a Karl
Rahner, que, presentando al hombre con método transcendental como "oyente de la palabra", subrayará
de modo muy influyente la urgencia de asumir radicalmente estas perspectivas histórico-salvíficas en el
pensamiento teológico. Rahner presenta la revelación como la autocomunicación de Dios, por la que el
hombre se encuentra llamado a participar de la verdad y de la vida divina misma, que es la vida trinitaria.
Así pues, en la economía se ha revelado el ser eterno de Dios, que se manifiesta y se dona al hombre
como principio de salvación.

De la afirmación plenamente consciente de lo acontecido en la historia de la salvación, se deriva el


principio de su teología trinitaria: La Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa. Se subraya
así todo el significado de la Revelación en Cristo y, al mismo tiempo, el de la Trinidad inmanente. Lo que
acontece en Cristo es la manifestación y el don al hombre de lo que Dios es en su ser más propio, la
presencia y la apertura del ser eterno e inmanente de Dios.

La comprensión del axioma citado, sobre todo en su segunda parte, fue objeto de un amplio debate en la
teología católica, al poder prestarse fácilmente a malentendidos. Es cierto, en todo caso, que, también
para Rahner, la Economía es fruto de la libre iniciativa divina, del amor gratuito del Dios eterno; su
propuesta teológica, por tanto, no ha de ser leída en un horizonte de tipo hegeliano.

Por otra parte, Dios se revela verdaderamente en la Economía; sería un error grave afirmar la Trinidad
económica y, al mismo tiempo, hablar del Dios eterno a partir de la imagen deísta del Dios inmutable y no
como Misterio personal de amor; en ello se correría el riesgo de un modalismo disimulado. Este peligro
sigue vivo en nuestro tiempo, particularmente en los desafíos que presenta la teología pluralista de las
religiones. En este sentido, sigue siendo muy necesario subrayar que no se puede hablar adecuadamente
de la Trinidad inmanente sin partir de la económica, que en la revelación se ha manifestado
verdaderamente la Trinidad en su misterio propio, abriendo gratuitamente acceso a su Ser eterno.

La teología postconciliar va a esforzarse en alcanzar una comprensión del Dios trinitario desde este
horizonte de la Economía, releyendo a su luz los principios filosóficos de la inmutabilidad e impasibilidad
divinas, y apoyándose en la doctrina trinitaria clásica, cuyos orígenes estaban ya en esta misma voluntad
de comprensión de la revelación.

Puede destacarse aquí, en particular, la propuesta amplia y articulada de H. U. v. Balthasar, sobre todo en
la segunda y tercera parte de su monumental Trilogía. Construye sobre la base de la tradicional teología
de las procesiones y relaciones, y de la comprensión de las misiones temporales del Hijo y del Espíritu en
continuidad de las procesiones eternas.
22
La realización inimaginable y gratuita de la economía de la salvación habría de ser entendida, por tanto,
como la manifestación en el tiempo de la verdad y la profundidad infinita de las Relaciones eternas,
llegando el autor hasta formular la coincidencia de persona y misión en Jesucristo. En este horizonte puede
comprenderse la existencia de una Creación verdadera, en su alteridad para con Dios, expresada
principalmente en la existencia de un hombre dotado de libertad real, aunque finita; pues el Padre y el Hijo
son ya eternamente Uno y Otro en la unidad de un mismo Espíritu. Todas las facetas de la respuesta libre
del hombre a Dios, incluida la distancia que puede generar la negación y el pecado, son incomparables
con las dimensiones del Amor eterno, con la riqueza de vida de las Personas divinas. En este horizonte,
todo el camino de la Encarnación, culminando en la experiencia del abandono de la cruz, es igualmente
manifestación en el tiempo de Aquel que proviene eternamente del Padre y le responde con una entrega
igualmente eterna e ilimitada de Sí, en la unidad de un mismo Espíritu.

Puede decirse, sin duda, que la propuesta balthasariana, indebidamente simplificada aquí, constituye una
de las contribuciones sistemáticas más enriquecedoras del actual panorama de la teología trinitaria. En
todo caso, es cierto que la teología contemporánea ha hecho ya la opción de situar la reflexión sobre la
Trinidad en el horizonte del designio salvífico; de modo que el acercamiento primero a la revelación y a la
tradición –con todo el rigor del método histórico– permita dar adecuadamente el paso "de la economía a la
teología". Ello ha llevado a un florecimiento nuevo de la teología sobre el Dios cristiano, tanto en la
presentación sistemática del Misterio trinitario, como en la mayor atención dedicada a su manifestación
económica, por ejemplo, a la pneumatología.

La comprensión de la razonabilidad de la fe cristiana en la Trinidad no se pone de manifiesto sólo en la


percepción de su no-contradictoriedad, de que, en principio, la aceptación de un Dios uno y trino sería
admisible para la razón, y que además es posible también afirmar la concordia entre los rasgos
fundamentales de su manifestación histórica en Jesucristo con las exigencias de una razón filosófica
crítica. Esta razonabilidad se pone igualmente de manifiesto por la luz poderosa que arroja sobre el ser y
las relaciones que constituyen al hombre y a su vida en el mundo.

Así, por ejemplo, la asunción sistemática de la perspectiva trinitaria ha permitido comprender la


posibilidad misma de la existencia de una Creación en la que se afirme a la vez la libertad plena del Dios
que obra junto con la consistencia y la autonomía real del ser y de la libertad creada, evitando los riesgos
cercanos y contrarios del panteísmo y del nihilismo. Enraizado en la gratuidad del Amor trinitario pleno y
eterno, el ser creado como tal puede ser visto como un verdadero don, abriéndose el camino, por ejemplo,
a una ontología de la donación, que permita valorar plenamente los gestos libres con los que el hombre
construye su historia en relación con el dato del ser.

El diálogo con la filosofía contemporánea ha llevado a subrayar con acentos particulares la dimensión
personal y comunional del misterio de la Trinidad, en continuidad con datos fundamentales de la
revelación y de la tradición teológica (Ricardo de San Victor). Ello permite acercarse más radicalmente al
significado de la persona humana, así como al de la presencia del otro para su constitución; abriendo
perspectivas interesantes a la antropología en las múltiples dimensiones en que en ella se manifiesta la
dinámica de la alteridad: por ejemplo, en la relación hombre-mujer, individuo-sociedad, etc.

En todo caso, junto con la verdad profunda de un dogma capaz de iluminar de modo nuevo y sorprendente
el ser y al hombre, se ha manifestado aquí igualmente la necesidad de un verdadero rigor en toda teología
de la Trinidad; pues en continuidad con la comprensión moderna de la persona y en relación con el diálogo
intentado con planteamientos filosóficos personalistas, se ha desarrollado un importante debate sobre la
urgencia de una verdadera purificación del concepto de "persona" para su aplicación a Dios, evitando su
asimilación sin más desde las diferentes concepciones filosóficas. De este modo, se ha puesto de
manifiesto de nuevo lo imprescindible de un uso cuidadoso del principio de la analogía en la teología
trinitaria.

En conclusión, puede decirse que el camino teológico postconciliar ha mostrado que la comprensión del
cristianismo como acontecimiento histórico salvífico conduce inevitablemente a situar en el centro de la
reflexión el misterio de la Trinidad, partiendo de su manifestación económica, para poder comprender los
datos fundamentales de todo el dogma católico: la creación del mundo y del hombre, el acontecimiento de
la Encarnación y salvación en Cristo, así como también el sacramento fundamental que lo testimonia en la
historia, la Iglesia, que el concilio Vaticano II fundamenta y presenta trinitariamente.

Este horizonte muestra luego su fecundidad fortaleciendo e iluminando a la razón en su trabajo de


penetración en la realidad, de comprensión del ser creado y de la naturaleza humana, abriendo

23
perspectivas nuevas allí donde muchas veces el pensamiento del hombre encontraba profundas tensiones
y paradojas.

Este camino está siendo recorrido conscientemente por la teología católica postconciliar, que ha llegado
ya a proponer verdaderas presentaciones sintéticas de la dogmática desde un punto de vista formalmente
trinitario.

Por estas vías, la teología trinitaria está llamada a ofrecer una gran ayuda a la vida de la fe. Pues no sólo
presenta al Dios verdadero, uno y trino, como un Misterio inalcanzable para las fuerzas de la razón y sin
embargo, a pesar de las apariencias, no contradictorio con sus leyes; sino que, introduciendo al creyente a
las perspectivas trinitarias, le permite alcanzar una percepción adecuada de la economía salvífica, de la
entrega del Hijo y el Don del Espíritu, de forma que su fe se consolide con la convicción que proviene de la
comprensión y crezca en un afecto verdadero por el Dios que le ha venido al encuentro en un gesto
inimaginable de amor.

La fe en el Dios trinitario iluminará así toda la realidad, haciendo posible al hombre contemplar el mundo y
su propia historia en relación verdadera, libre y personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con la
Santísima Trinidad, el único Dios.

El "DIOS TRINIDAD" Bruno Forte

La entera existencia cristiana puede ser considerada en el "Amén" pronunciado con la vida en la doble
confesión de la fe trinitaria, aquella expresada con la señal de la Cruz, como memoria del bautismo y la
que pasa por la "dosología", que resume todo la orientación de la existencia y de la historia a la Trinidad y,
por lo tanto, la vocación última de todo bautizado: "Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto...". Justamente por
esto, resulta todavía más dolorosa la constatación de una suerte de "exilio de la Trinidad" de la práctica y
del pensamiento de los cristianos: ya Karl Rahner había observado que "si se debiese suprimir, como falsa,
la doctrina de la Trinidad, después de una intervención de este tipo, gran parte de la literatura religiosa
podría mantenerse casi inalterada" y, lo que es peor, la vida de los creyentes no cambiaría sino
mínimamente.

En los últimos decenios la teología católica ha actuado un verdadero y propio "retorno a la patria
trinitaria", también favorecido y expresado por el Magisterio con un fuerte sello trinitario por parte de Juan
Pablo II. En los textos de teología, la tradicional separación esquemática de los dos tratados: -"De Deo
Uno" y "De Deo Trino", el primero consagrado al Dios disponible, incluso a la especulación filosófica,
mientras que el segundo, a lo específico de la revelación cristiana - ha sido superada en favor de una
fecunda integración de las dos perspectivas. Moviéndose del evento pascual se ha contemplado la Trinidad
en su comunicarse en la "economía" de la salvación, alcanzando a reconocer que si la Cruz del Hijo es la
"narración" de la Trinidad, la confesión trinitaria es el "concepto" de la Cruz (así afirma Eberhard Jüngel ).
Esto es, entre otras cosas, el mensaje que la tradición iconográfica del Occidente ha expresado,
representando la Trinidad mediante la imagen del madero de la Cruz, del cual cuelga, abandonado en el
infinito dolor y en la suprema soledad de la muerte, el Hijo, tenido entre los brazos del Padre, mientras la
paloma del Espíritu une y separa a quien Abandona y a quien es Abandonado. Esta escena, de la cual la
Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia representa, quizás el testimonio más alto, deja
entender como la Cruz no sea solamente un evento de la historia de este mundo. El Crucificado muere
entre los brazos de Dios. Su muerte no es la atea "muerte de Dios", sino la "muerte en Dios": Trinidad
divina, o sea, es profundamente alcanzada en su misterio de Padre, de Hijo y de Espíritu, por el evento que
se cumple en el silencio del Viernes Santo. La fe cristiana no profesa un Dios imperturbable, espectador
del dolor humano desde lo alto de su infinita lejanía, sino un Dios "compasionado" como decía el italiano
del siglo XIV, un Dios que, habiendo amado Su criatura y aceptando el riesgo de la libertad, la amó hasta
el final. Es este amor "hasta el final" (Jn 13, 1) el que motiva ¡el dolor infinito de la Cruz!

Antes que nada, en la Cruz se ofrece al Hijo de Dios, como decían los Concilios de la Iglesia antigua: "Unus
de Trinitate passus est". "Deus crucifixus", afirmaba Agustín. ¿Qué significan estas formulas paradójicas?
¿qué quiere decir que en la Cruz la muerte toca al Hijo de Dios? Es Pablo a explicarlo en la Carta a los
Gálatas: "Todo lo que vivo en lo humano lo vivo con la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí" (2, 20 ). La Cruz es la revelación del amor, por la cual el Hijo se ha entregado a la muerte por nosotros.
El Hijo de Dios no ha estado "de paseo" con los hombres: Él se ha convertido en el compañero de nuestro
dolor, ha compartido nuestra fatiga de vivir, nuestros cansancios, ha llorado el llanto del amor. "Mirad
como la amaba (Jn 11, 36), dicen de Él, viéndolo llorar frente a la muerte del amigo Lázaro,. Él ha muerto
en la Cruz por amor nuestro. La Cruz es la historia del Hijo eterno que sufriendo nos ha revelado Su infinito
amor: es desde la Cruz que el Hijo pronuncia la palabra reportada por los místicos: "No por broma te he
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amado" (Angela de Foligno). Si los hombres pensasen verdaderamente en estas palabras "los amó hasta el
final", cuántas resistencias y miedos caerían frente al Amor, que se ha hecho humilde, crucificado,
abandonado ¡en el infinito dolor de la Cruz!

En efecto, la Cruz no es sólo la historia del Hijo: éste es entregado a la muerte por Dios, Su Padre. Es Él
quien tiene entre los brazos el madero de la vergüenza; el árbol del abandono. Y es todavía Pablo quien lo
afirma en su Carta a los Romanos: "Dios ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros (8, 32).Y Juan dice: ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único por todos nosotros (3, 16). Dios
no es imperturbable. Él sufre por amor nuestro. Es el Dios que Juan Pablo II en la Encíclica Dominun et
vivificantem, muestra como el Padre es capaz de ejercer un infinito amor, justamente porque es capaz de
tener un infinito dolor: "El 'convencimiento del pecado' no deberá significar también el revelar el dolor,
inconcebible e inexpresable que, a causa del pecado, el Libro sagrado… parece entrever en las
'profundidades de Dios' y, en un cierto sentido, ¿en el corazón mismo de la sublime Trinidad?… En las
'profundidades de Dios' hay un amor de Padre que, frente al pecado del hombre, según el lenguaje
bíblico , reacciona hasta el punto de decir: 'Estoy arrepentido de haber hecho el hombre'… se tiene, de
esta manera, un paradójico misterio del amor: en Cristo sufre un Dios rechazado por la misma criatura…
pero, al mismo tiempo, desde las profundidades de este sufrimiento, el Espíritu consigue una nueva
medida del don hecho al hombre y a la creación desde el inicio. "En las profundidades del misterio de la
Cruz actúa el amor" (n. 39 y 41). Si est es verdad, nadie es un número delante de Dios Padre: Él nos
conoce uno a uno y nos ama con un amor eterno, infinito y sufre por nuestro pecado, con un sufrimiento
de cuya profundidad no conseguimos ni siquiera a entrever el sentido. Dios es Amor: es así que nos lo
presenta la Primera carta de Juan: "Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios.
Todo el que ama a nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es
amor". (1 Jn 4, 7-8). El modo en el que Juan llegase a decir que Dios, el Padre es Amor, lo explican los
versículos que siguen "Miren cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo Único
a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto está el amor: no es que nosotros hayamos
amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados" (1 Jn 4,
9-10).He aquí la revelación del infinito Amor: Dios sufre por amor nuestro; Dios se compromete con el
dolor humano y no nos deja solos en la noche del dolor. "¡El Padre mismo no es sin dolor!… sufre a través
del amor" (Orígenes).

Tambi0n el Espíritu Santo está presente en la hora de la Cruz en un modo misterioso y real. Dice el cuarto
Evangelio que Jesús "inclinado la cabeza entregó el Espíritu" (19, 30), ¿Qué puede significar ésta entrega
del Espíritu Santo en el silencio del Viernes Santo? Puede ser entendido a la luz de una lectura "vétero
-testamentaria" del Nuevo Testamento. En los textos de la espera hay una ecuación clara: cuando Israel va
en exilio, Dios retira su Espíritu del pueblo elegido; el exilio equivale a la ausencia del Espíritu. Cuando
Israel volverá en la tierra de la promesa de Dios, que es su patria, Dios derramará su Espíritu en cada
carne y todos profetizarán. Es el anuncio de las profecías del Espíritu, que vienen a realizarse en el día de
Pentecostés. Si el exilio es la dolorosa ausencia del Espíritu, la Patria es la nueva efusión de Él, es la
alegría de la vida del Consolador que entra en el corazón de nuestro corazón y, quitándonos el corazón de
piedra nos dona el corazón de carne. Cuando Jesús entrega el Espíritu, Él, el Hijo de Dios, entra en el exilio
de los "sin Dios" de los "malditos de Dios". Dice Pablo "Dios lo trató como pecado a nuestro favor" (2 Cor 5,
21); "Cristo se ha convertido en maldición para nosotros" (Gál 3, 13). La Patria ha entrado en el exilio:
¡Ésta es la buena novela de la Cruz! Ahora ya, no habrá más situación humana de dolor, de miseria y de
muerte, en la que la criatura humana pueda sentirse abandonada por Dios. Si el Padre ha tenido entre Sus
brazos el Abandonado del Viernes Santo, tendrá entre Sus Brazos a todos nosotros, cualesquiera que sea
la historia de pecado, de dolor y de muerte de la cual nosotros provenimos. A quien advierta el peso del
dolor de la muerte, el Evangelio de la Cruz, "locura" para los griegos y "escándalo" para los judíos, dice
que no es solo. "Con amor eterno te he amado" (Jer 31, 3). "Te he tenido entre mis brazos" (Sal 131, 2).
"Te tengo grabada en la palma de mis manos" (Is 49, 16): y si aunque una madre se olvidase de su niño,
"Yo nunca me olvidaría de ti" (Is 49, 15).

Es, entonces, la Cruz la buena nueva, el Evangelio del amor de Dios: ¡es a los pies de la Cruz que nosotros
descubrimos que Dios es Amor! Este es el Evangelio de la salvación: nosotros hemos creído en el amor.
Nosotros no creemos sólo que Dios exista: para creer en esto, ¡basta contemplar en profundidad el
misterio del mundo! Nosotros creemos en un Dios personal, en un Dios que es amor y que nos ama de un
amor siempre nuevo y personalizado, de un amor impulsado hasta el infinito dolor de la Cruz. Es este el
Dios de la Cruz: el Dios de la caridad sin fin… Es, sin embargo, la resurrección a iluminar la Cruz de
eternidad, para decirnos que la historia que en esa se ha consumado, no se ha cerrado en el pasado,
porque, más bien, continuará a escribirse en todas las historias del dolor del mundo que querrán abrirse al
don de la vida, acogiendo el Espíritu entregado por Jesús a la hora de la Cruz y a Él restituido en la hora de
la Pascua. Este Espíritu es, por lo tanto, donado al Resucitado (cf. Rom 1, 4) y de Él a nosotros como
Espíritu de resurrección y de vida. Por esto, la Pascua es la buena nueva del mundo, el fundamento de la
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esperanza, que no frustra. En el don de la reconciliación de que se cumple en la Pascua, el Espíritu es
ganado para nosotros: y nosotros podemos por esto entrar en el en el corazón divino de la Trinidad y el
mundo entero está llamado a convertirse en la Patria de Dios, cuando el Hijo entregará todas las cosas al
Padre y Dios será "todo en todos" (1 Cor 15, 28). Por lo tanto, tres son las figuras del Amor eterno, que
actúan a la hora de la Cruz y en la de la Pascua, tres divinas Personas - como lo indicará la teología,
aunque sea balbuceando. Estas deben contemplarse en la propiedad específica de cada una, teniendo
siempre presente que uno y único es el Dios amor, la Trinidad en la única esencia de la divinidad. Este
Dios, uno y único, según el testimonio del Nuevo Testamento es amor: para el cristiano creer en Dios
significa confesar con los labios y con el corazón que Dios es Amor. Esto quiere decir, reconocer que Dios
no es soledad: para amar se necesita, al menos, ser dos; en una relación en manera tan rica y profunda
que pueda ser abierta, en cuanto es otra respecto a los dos. Dios Amor es comunión de los tres, el
Amante, el Amado y el Amor recibido y donado, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creer en este eterno
amor significa creer que Dios es uno en Tres Personas, en una comunión tan perfecta, que los Tres son
uno en el Amor, y juntos según relaciones tan reales, subsistentes en la única esencia divina, que estos
son verdaderamente Tres en el dar y recibir amor, en el encontrarse y en el abrirse al amor,: "En verdad
ves la Trinidad, si ves el amor" (Agustín, De Trinitate, 8, 8, 12). "He aquí tres: el Amante, el Amado y el
Amor (ibíd 8, 10, 14).

El primero de los Tres, el Padre, es - como se afirma en la primera carta de Juan - el Dios que es "Amor" (1
Jn 4, 8, 16). Es Él que ha iniciado desde siempre a amar y ha entregado Su Hijo a la muerte por amor a
nosotros: "no ha perdonado siquiera a su propio Hijo" (Rm, 8, 32). El Padre es la eterna Fuente del Amor,
es Él que inicia desde siempre a amar, el principio sin principio de la caridad eterna, la gratuidad del amor
sin fin: "Dios no ama porque somos bellos y buenos; Dios nos hace buenos y bellos porque nos ama"
(Lutero). Dios Padre es el amor que no terminará jamás, la gratuidad eterna del Amor. Es Él que inicia en
nosotros lo que nosotros no seremos jamás capaces de iniciar solos. Es así que Dios nos ha hecho capaces
de amar: nos ha amado en primer lugar y no se cansará jamás de amarnos. Amados comenzamos a amar:
"Los hombres nuevos cantan el cántico nuevo" (Agustín). El Padre es el eterno Amante que desde siempre
ha iniciado a amar: y que suscita en nosotros la historia del amor, contagiándonos de Su gratuidad. Si el
Padre es el eterno Amante, el Hijo es el eterno Amado, Aquél que desde siempre se ha dejado amar, El
Hijo nos hace entender que no es divino sólo el amor: es divino también el dejarse amar, el recibir el amor.
No es divina sólo la gratuidad: es divina la gratitud. ¡Dios sabe decir gracias! El Hijo, el Amado es la
acogida eterna, es Aquél que desde siempre sabe decir sí al Amor, la obediencia viviente del Amor. El
Espíritu hace presente en nosotros al Hijo, cada vez que sabemos decir gracias, porque sabemos acoger el
amor ajeno. No basta comenzar a amar, se necesita dejarse amar, ser humildes frente al amor ajeno,
hacer espacio a la vida, acoger al otro. Es así que se deviene icono del Hijo: en la acogida del amor. Donde
no se acoge al otro, sobre todo, al diverso, no se acoge Dios, no se es imagen del Hijo eterno. Para
terminar, en la relación del Amante, y del Amado se coloca el Espíritu Santo.

En la contemplación del misterio de la Tercera Persona divina existen dos grandes tradiciones teológicas,
la de Oriente y la de Occidente. En la tradición occidental - posterior a Agustín - el Espíritu es contemplado
como el vínculo del Amor eterno, que une el Amante y el Amado. El Espíritu es la paz, la unidad, la
comunión del Amor divino. Por esto, cuando el Espíritu entra en nosotros nos une en nosotros mismos,
reconciliándonos y nos une a Dios y a los demás. El Espíritu dona el lenguaje de la comunión y hace tejer
pactos de paz, nos hace capaces de la unidad, porque entre el Amante y el Amado es su amor personal, el
vínculo de la caridad eterna, donado por el Uno y recibido por el otro. Junto a esta tradición está aquella de
Oriente, donde el Paráclito es llamado "éxtasis de Dios": según esta concepción el Espíritu es Aquél que
rompe el cerco del Amor, y viene a realizar en Dios la verdad que "amar no significa mirarse en los ojos,
sino mirar juntos hacia la misma meta" (A. de Saint-Exupéry). Es así que el Espíritu obra en Dios: Él no sólo
une el Amante y el Amado, sino que hace "salir" Dios de si, en cuanto es el dono divino, el "éxtasis", el
"estar fuera" de Dios, el éxodo sin retorno del Amor. Cada vez que Dios sale de si, lo hace en el Espíritu:
así es en la creación ("el Espíritu se libraba sobre las aguas…": Gén 1, 2); así en la profecía; así en la
Encarnación ("la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra": Lc 1, 35); así en la Iglesia sobre la cual se
derrama el Espíritu en Pentecostés (cf. Ac 2, 1-13). El Espíritu es, entonces, la libertad del amor divino, el
éxodo, el don del Amor. Cuando nos habremos dejado alcanzar y transformar por el Espíritu, no podremos
más quedarnos a mirarnos en los ojos: tendremos la necesidad de salir y de llevar a los demás el don del
amor con el que hemos sido amados. Solo donde hay esta urgencia del amor, quema el fuego del Espíritu:
un creyente o una comunidad que hubiese acogido el don del Espíritu, pero que no viviese este éxtasis del
amor, esta necesidad incontenible de llevar a los demás el don de Dios con el testimonio de la palabra y
en el servicio de la caridad, no habría realizado la plenitud del amor, no sería plenamente la Iglesia "icono
de la Trinidad"…

La unidad del Dios vivo, no es un muerto dado, sino el vivir el uno en el otro recíproco y total de las tres
Personas en la caridad. Es la unidad del eterno evento del amor, del cual hemos sido partícipes en el don
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de la revelación. Es Su eterno y recíproco darse, per el cual cada uno vuelve a encontrar a si mismo
"perdiéndose" en el Otro. Una unidad que es "pericoresi", para usar el lenguaje de los Padres griegos,
recíproco estar el uno en el otro, recíproco moverse de si al otro, del otro restituido a si mismo. Y esto a un
nivel tan profundo que la "esencia" de los Tres, lo que estos son en lo más profundo, no es sino el único
ser divino. Se comprende a los pies de la Cruz en la luz de la Pascua, qué pueda significar en nuestra vida
esta contemplación del Amor trinitario. Si la caridad nace de Dios, si es Él que nos ha amado primero, se
necesita saber que se aprende a amar solamente dejándose amar, haciendo espacio a la vida, escuchando
en profundidad el don de Dios, viviendo la loa del Otro. La dimensión contemplativa de la vida es aquella
que, antes que nada, corresponde al don de la Trinidad y es, por esto, la verdadera escuela de la caridad.
Es este el camino que resplandece en la creyente ejemplar, la Virgen María que se ha hecho silencio, en la
que ha resonado la Palabra de Dios, en el tiempo, y ha sido el vientre en el que ha tomado cuerpo la luz
que ilumina cada ser humana: cubierta por Dios Trinidad, ha sido el terreno del adviento de la Trinidad en
la historia. El amor viene de Dios y quien ama ha nacido de Dios y conoce Dios. En quien ama con este
amor se ofrece la anticipación de la eternidad en el tiempo. Y el horizonte del Misterio último que nos
acogerá al final, se revela por lo que será plenamente entonces: el abrazo del "Deus Trinitas", la custodia
silenciosa y recogida del Dios que es Amor…

El Desconocido más allá del Verbo Prof. S.E.R. Mons. Rino Fisichella

"El Desconocido que llega desde más allá del Verbo". A partir de esta expresión de H. U. von Balthasar se
puede crear una breve síntesis teológica sobre el tema del Espíritu Santo. "Desconocido", por lo menos,
por dos razones: la primera, de orden teológico, está determinada por el hecho de que, nunca como en
este caso, nos hallamos ante el misterio. Él es Espíritu de Amor y remite a la sublimidad de la propia
esencia de Dios en la revelación de Jesucristo, quien en la obediencia se entrega a la muerte y ha sido
resucitado. El lenguaje humano siente la rígida limitación de sus palabras, encerradas siempre dentro de la
"jaula" -para recurrir a la expresión de L. Wittgenstein- que nos impide dar nombre a lo que constituye la
esencia del misterio. Con razón, los hermanos de Oriente sugieren que es mejor invocar al Espíritu que
hablar de él, pues, en efecto, él es gracia dada por el amor del Padre. Por ello, el teólogo comprende que,
para alcanzar una comprensión coherente de él, tiene que asumir una actitud de estupor y de callada
recepción.

El segundo motivo, de orden histórico, depende del hecho de que, durante mucho tiempo, la teología ha
olvidado fijar su atención hacia la inteligencia del misterio del don del Espíritu. El resultado ha sido una
teología débil, pues está privada de la centralidad del misterio trinitario y es así fragmentaria en la
exposición de los misterios. La marginación del tema del Espíritu dentro de la esfera de la espiritualidad ha
impedido la elaboración de una teología coherente de los ministerios y el laicado. La recuperación del
lugar central, que debemos a los estudios sobre el Espíritu Santo, ha permitido constatar el gran atraso
que ha sido impuesto a evolución de la teología, sea en su respuesta a la misión eclesial que le es propia,
sea en dar voz a la fuerza de la profecía.

¿Quién es, pues, el Espíritu Santo? "Si quieres saber cuál ha de ser tu pensamiento sobre el Espíritu Santo,
debes volver a los Apóstoles y a los Evangelios con quienes y en quienes tienes la certidumbre de que Dios
ha hablado" (El Espíritu Santo, I, 9). Este texto de Fausto, que fue obispo de Riez hacia la mitad del siglo V
(452/460?), es una ocasión para que el teólogo vuelva a encontrar el método correcto para balbucear algo
sobre el misterio del Espíritu de Cristo. "Vuelve a los apóstoles y los evangelios". Es ésta la fuente
originaria de la fe cristiana: la Tradición y la Escritura en su inseparable unidad y en la plena reciprocidad
que permite aferrar la única Palabra que Dios ha dirigido a la humanidad (cfr. DV 9).

"Examinemos ahora las nociones corrientes que tenemos sobre el Espíritu Santo, sea las que han sido
recogidas por las Escrituras, sea las que han sido transmitidas por la tradición no escrita de los Padres (...)
El Espíritu Santo es llamado Espíritu de Dios, Espíritu de verdad que procede del Padre, Espíritu recto,
Espíritu que guía. Su nombre más apropiado es Espíritu Santo, porque este nombre indica al ser más
incorpóreo, más inmaterial y más exento de composición. Pues es así que, a la samaritana, que estaba
convencida de que había que adorar a Dios en un sitio, el Señor le enseñó que lo incorpóreo no puede
estar encerrado dentro de límites, y le dijo: Dios es espíritu. Por ello, quien oye decir "espíritu" no puede
imaginar a una naturaleza limitada, sometida a cambios y variaciones, o que en todo sea semejante a algo
creado". Éstas son palabras de san Basilio, monje y obispo de Cesarea, que en 375 escribía su tratado De
Spiritu Sancto.

La Escritura habla preferentemente del Espíritu como "ruah": es decir, "soplo, aire, espíritu, viento,
aliento...". Son éstas realidades para las que es necesario recurrir a las palabras de Jesús: "oyes su voz,
pero no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3,8); se percibe, pues, de ellas, su presencia y su fuerza,

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pero no alcanzamos a decir nada más, porque quedan envueltas en el misterio de la vida de Dios. El
concilio de Constantinopla, al profesar: "Es Señor y da la vida", trata de dar cuerpo a la enseñanza de la
Sagrada Escritura, que coloca siempre al Espíritu en relación a la vida. El Salmista explicita el texto del
Genesis al atestiguar: "Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos
sus ejércitos" (Sal 33,6). El Espíritu es, en fin, soplo que sale de la boca de Dios y todo lo crea dándole la
vida. El genio de Miguel Ángel, en el fresco de la Capilla Sixtina, habría de dar forma a esa enseñanza. El
"digitus paternae dexterae" del Veni Creator da vida al hombre y sustenta todas las cosas (cfr. Sal 8,5).
Tan verdadero es que "Si centrase en sí su espíritu y su aliento, toda carne a la vez moriría, el hombre al
polvo volvería" (Job 34,14). En una palabra, el Espíritu es la potencia y la fuerza de Dios; por medio de él
todo es alumbrado y todo es llevado a su cumplimiento.

El Espíritu Santo es, por lo tanto, protagonista de toda la historia de la salvación. Cada vez que Dios
interviene en la historia de su pueblo para liberarlo y mostrarle el cumplimiento de sus promesas, el
Espíritu lo acompaña. Gracias a su potencia se vencen las batallas; asimismo, su fuerza transforma a los
hombres, permitiéndoles cumplir la misión encomendada. Además, el Espíritu "se apodera de Gedeón" o
"penetra en Sansón", dándoles la fuerza necesaria para la victoria. Es nuevamente el mismo Espíritu el
que desciende sobre el rey, le ciñe la corona y lo protege para que pueda reinar sobre su pueblo en
nombre de Dios: "desde entonces, vino sobre David el espíritu del Señor" (1 Sam 16,13).

Su acción se hará visible sobre todo con los profetas. El profeta es el hombre llamado por el Espíritu de
Yhvh para hacer oír su voz en las situaciones más desiguales de la historia. Isaías, Jeremías, Ezequiel como
Amós, Oseas y todos los profetas menores, aunque no aparezca explícitamente por temor a
malentendidos, expresan la conciencia de haber sido llamados y "arrebatados" a la misión profética del
Espíritu del Señor. Para todos, vale la expresión de Ezequiel: "El espíritu del Señor irrumpió en mí y me
dijo: Habla" (Ez 11,5). El profeta se convierte en un poseído del Espíritu y en "boca", por medio de la cual
Dios hace oír su voz. Es interesante, al respecto, el hecho de que algunos Padres de la Iglesia hayan
querido hablar del Espíritu como de la "boca" de Dios. Simeón, el nuevo Teólogo (de alrededor del 1022),
escribe lo siguiente en su libro de Ética: "la boca de Dios es el Espíritu Santo y su Palabra y el Verbo es su
Hijo, que también es Dios. Pero, ¿por qué el Espíritu es llamado boca de Dios y el Hijo, Palabra y Verbo? Así
como el discurso interior sale de nuestra boca y se revela a los demás, sin que podamos pronunciarlo o
manifestarlo por un medio distinto de la boca, de la misma manera el Hijo y Verbo de Dios no puede ser
reconocido ni oído, si no es expresado o revelado por el Espíritu Santo, como por una boca".

El espíritu es revelado plenamente por Jesucristo. En una suerte de hermosa síntesis de todo el evangelio
de Lucas y Juan, san Gregorio Nacianceno escribe: "Cristo nace y el Espíritu lo precede; es bautizado y el
Espíritu lo atestigua; es puesto a prueba y Aquél lo hace regresar a Galilea; realiza milagros y Aquél lo
acompaña; sube al cielo y el Espíritu le sucede" (Discursos, xxx, 29). En la plenitud el Espíritu reposa sobre
Cristo y acompaña toda su existencia. Puesto que Cristo posee con plenitud al Espíritu Santo, puede darlo
con abundancia y sin medida a todos los que creen en él (Jn 7,37-39). La nueva creación que Cristo
cumple, a través del sacrificio de su muerte y resurrección, se hace patente cuando, al soplar sobre sus
discípulos reunidos en el cenáculo, infunde en ellos su Espíritu: "sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el
Espíritu Santo" (Jn 20,22). La efusión del Espíritu Santo, en el día de pentecostés, indica el comienzo oficial
de la misión de los discípulos de Jesús ante el mundo, para que la Iglesia pudiera proclamar con decisión
su anuncio, ser coherente en su vida y capaz de llevar perdón y amor a todos.

El Espíritu Santo es don del Padre y el Hijo; su acción es siempre plenamente trinitaria en una lógica
relacional que forma la pericóresis perenne del darse recíproco, pleno y total de las tres personas divinas.
"Recibirá de lo mío y os lo explicará" (Jn 16,14-15). La misión del Espíritu consiste, pues, en llevar a la
comprensión de lo que Jesús ha revelado. La revelación del Espíritu no tiene un contenido propio, sino que
sólo puede ser lo que el Logos ha pronunciado, pues lo ha oído del Padre. Pero la inteligencia del misterio
no es menos importante que su contenido. Toda inteligencia es una acción totalmente nueva en la que la
Iglesia ve y experimenta la presencia de su Señor, que nunca la ha abandonado y siempre la sigue y
acompaña en la historia, hasta que alcance la verdad en su plenitud. La misma enseñanza de Fausto de
Riez nos permite una vez más aceptar esta instancia: "Nuestra existencia parece estar propiamente
referida al Padre, "en quien", como dijo el Apóstol, "vivimos, nos movemos y existimos"" (Hch 17,28). En
cambio, el hecho de que seamos capaces de razón, de sabiduría y de justicia es atribuido, sobre todo, a
Aquél que es razón (logos), sabiduría y justicia, es decir, el Hijo. Por medio de la palabra de Dios, además,
quedan claramente atribuidas a la persona del Espíritu Santo nuestra vocación a la regeneración, la
renovación que de ella deriva y la santificación que le sigue (...) Podríais decir quizás: es mayor el Espíritu
Santo, cuyas obras son más importantes y más notables. No es así. (...) Aunque las personas individuales
obren algo propio, en las tres persiste el plan de conjunto" (I,10).

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La Iglesia, presente ya en el grupo de los discípulos que durante tres años habían seguido al Señor
formando con él una comunidad, nace en esa efusión del Espíritu, que ya había sido indicada en la cruz y
prefigurada por la sangre y el agua que se derraman del costado abierto del crucificado. Ahora, en el día
de pentecostés, tiene fuerza para erguirse en el mundo como testigo de la resurrección del Señor. Así
como Jesús había inaugurado su misión pública con la predicación de la conversión y el perdón, de la
misma manera la Iglesia, siguiendo los pasos de Cristo, proclama su primer discurso llamando a la
conversión y a la fe en el Señor Jesús (Hch 2,14). La división de Babel, fruto del pecado, es destruida por
Pentecostés, que devuelve la unidad por medio del Espíritu. El Espíritu es quien da fuerza a los discípulos
para que quiten la trabazón a las puertas del cenáculo, donde estaban encerrados "porque tenían miedo",
e inaugura la misión evangelizadora. Aparece, sin embargo, de una manera muy original, que crea una
discontinuidad con la mentalidad y la praxis judía, porque en Jesús el Espíritu es dado a todos. La visión
profética de Joel, quien veía en el futuro la expansión del Espíritu profético sobre todos los hijos e hijas de
Israel se realiza y se hace visible en la comunidad de los creyentes.

Así como el Espíritu había acompañado a Jesús, ahora acompaña a su Iglesia. Una mirada a las distintas
comunidades y a la vida interior, que se va estructurando en ellas, revela su acción omnipresente. El
Espíritu es quien revela a los apóstoles adónde deben ir o dejar de ir (Hch 16,6-10); es también quien
concede a cada uno los carismas necesarios para edificar la comunidad (1 Co 12,7); el mismo Espíritu da a
los discípulos las palabras necesarias para que se defiendan durante los juicios (Lc 12,11-12) y el Espíritu
del Resucitado permite que Esteban dé su testimonio supremo (Hch 7). El mismo Espíritu inspira a los
autores sagrados para que redacten los evangelios y las enseñanzas de los apóstoles para que la Iglesia
pueda hacer de ello su referencia constante de vida; y es también el mismo Espíritu quien guía la
transmisión ininterrumpida de todo lo que no ha sido puesto por escrito, pero que constituye la fe de
siempre y de todos. El Espíritu de verdad no está nunca ausente en la historia de la Iglesia, dando así a
todos los creyentes el poder de mantenerse intactos en ese "sentido de la fe" (LG 12) que permite que los
más simples sepan en qué consiste la fe y que da a sus pastores, unidos a Pedro, la certidumbre de
interpretar el evangelio en la verdad.

En este sentido, son harto significativas las palabras de uno de los últimos autores de la literatura romana
del siglo III, Novaciano: "El Espíritu constituye en la Iglesia a los profetas, instruye a los maestros, dispone
las lenguas, obra los prodigios y las curaciones, realiza acciones maravillosas, concede el discernimiento
de los espíritus, asigna los mandos, sugiere los consejos, dispone y distribuye todos los demás dones. Y,
de esa suerte, vuelve perfecta y completa la Iglesia del Señor en cada lugar y en todo. (...) Testimonia a
Cristo en los apóstoles; muestra la fe estable de los mártires; en las vírgenes rodea la admirable castidad
con la caridad insigne; en los demás custodia sin alteración ni contaminación los preceptos de la doctrina
del Señor; destruye a los heréticos; corrige a los infieles; desenmascara a los mentirosos; detiene a los
malvados; conserva a la Iglesia incorrupta e inviolada en la santidad de la virginidad perpetua y la verdad"
(De Trinitate, 26, 10-26).

Muy cercano a él, s. Máximo el Confesor dice: "Hombres, mujeres, niños, profundamente divididos en lo
que se refiere a la raza, la nación, la lengua, la clase social, el trabajo, los conocimientos, la dignidad, los
bienes, (...) a todos vuelve a crear la Iglesia en el Espíritu. A todos da la misma forma divina. Todos reciben
de ella una sola naturaleza, que es imposible romper, una naturaleza que no permite más que se tengan
en cuenta las diferencias múltiples y profundas que les conciernen. De ahí que todos estemos unidos de
manera verdaderamente católica. En la Iglesia, nadie está separado de la comunidad; todos se fundan, de
alguna manera, los unos en los otros, por la fuerza invisible de la fe. Así pues, Cristo es todo en todos, él
que asume todo según su fuerza infinita y comunica a todos su bondad. Es como un centro en el que
convergen todas las líneas. Y sucede que las criaturas del Dios único ya no sean más extrañas y enemigas
unas de otras, por falta de un lugar común en el que puedan manifestar su amistad y su paz" (Mystagogia,
I). Como se puede ver, a través de los dones que nos son dados, podemos reconstruir la sublimidad de
aquél que los dona.

Toda la vida de la Iglesia se desarrolla, hasta nuestros días, en la obediencia al Espíritu del Señor. El
apóstol recuerda que en la oración "nosotros no sabemos pedir como conviene. (...) El Espíritu viene en
ayuda de nuestra flaqueza e intercede por nosotros con gemidos inefables que nos permiten dirigirnos a
Dios y llamarlo: Padre" (Rm 8,26 ss). Su obra se vuelve claramente perceptible sobre todo en la liturgia,
porque en ella santifica a toda la comunidad cristiana y a cada creyente. De manera especial, la eucaristía
nos permite ver la realización de la obra del Espíritu. De alguna manera, es la síntesis de toda la vida
sacramental, porque en ella se da la verdadera y real presencia de Cristo. La epíclesis, es decir, la
invocación sobre las ofrendas, aparece como punto de convergencia en el que se reconoce su acción:
"Envía a tu Espíritu a santificar los dones que te ofrecemos", es la expresión culminante en que se ve
concretizada la misión del Espíritu Santo. Sin él, el pan y el vino permanecen tales, y lo mismo sucede con
el agua del bautismo o el crisma de la confirmación y los óleos de las unciones. Si no está presente, no hay
29
transformación alguna en el pacto de amor entre cónyuges, y tampoco en ese hombre de bruces en el
suelo, que espera la imposición de las manos para el sacerdocio. Sin la invocación del Espíritu, ningún
pecado puede ser perdonado a quien pida perdón. La grandeza del Espíritu Santo, en toda la acción
litúrgica, se manifiesta en la obediencia hacia las palabras del ministro que lo invoca para que venga a
transformar la materia del sacramento. De alguna manera, es posible ver una suerte de "kenosis" del
Espíritu (H. U. von Balthasar), no sólo porque obedece a las palabras del ministro, sino, más aun, porque
se vuelve visible en su Iglesia también en la forma de la Institución.

La vida teologal es obra del Espíritu. Allí donde se cree, espera y ama, él obra permitiendo que se cumpla
un camino lento, pero progresivo hacia la identificación plena del rostro que debe recibir nuestra
obediencia en la fe, la certidumbre de la esperanza y la pasión del amor. Justamente, s. Tomás podía
afirmar que "omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est" (STh, II, 109, 1, ad 1). Las semillas
del Logos están sembradas en cada uno por la acción de su Espíritu; la maduración necesaria que requiere
la espera de los tiempos del Espíritu exige paciencia y respeto, sin emprender caminos que podrían
manifestar un deseo humano piadoso pero no necesariamente un impulso propulsivo del Espíritu. Este
tema, que se abre, de manera especial, al diálogo interreligioso, permite confirmar el compromiso que el
teólogo ha de asumir para sí como sujeto eclesial. El Espíritu "sopla donde quiere", es brisa de una
juventud perenne de la Esposa que está llamada a seguir siempre y en todo lugar los caminos del Espíritu.
Él indica las tierras y marca los compases: debemos mirar hacia él y debemos escucharlo para poder
seguir siendo signos de una esperanza que nunca ha mermado.

"Sine tuo numine nihil est in homine, nihil est innoxium". Esta visión de fe, lejos de volver pasiva la acción
del creyente, abre a la libre obediencia que sabe hacer del testimonio cristiano el fruto más genuino de
una existencia vivida en el entusiasmo, es decir impulsada por el Espíritu que da la vida.

SAN AGUSTIN DE HIPONA


Agustín de Hipona, San (354-430), el más grande de los padres de la Iglesia y uno de los más eminentes
doctores de la Iglesia occidental. Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, Numidia (hoy
Souk-Ahras, Argelia). Su padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un pagano (más tarde convertido
al cristianismo), pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que dedicó toda su vida a la conversión
de su hijo, siendo canonizada por la Iglesia católica romana. Agustín se educó como retórico en las
ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los 15 y los 30 años vivió con una mujer
cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que tuvo un hijo en el año 372 al que llamaron Adeodatus,
que en latín significa regalo de Dios.

Contienda intelectual
Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador y estadista romano Cicerón, Agustín se convirtió
en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno
de la Iglesia. Durante nueve años, del año 373 al 382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía dualista de
Persia muy extendida en aquella época por el Imperio Romano de Occidente. Con su principio fundamental
de conflicto entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a Agustín una doctrina que podía
corresponder a la experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un
sistema filosófico y ético.

Además, su código moral no era muy estricto; Agustín recordaría posteriormente en sus Confesiones:
"Concédeme castidad y continencia, pero no ahora mismo". Desilusionado por la imposibilidad de
reconciliar ciertos principios maniqueístas contradictorios, Agustín abandonó esta doctrina y dirigió su
atención hacia el escepticismo.
Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a Roma, pero un año más tarde fue enviado a Milán como
catedrático de retórica. Aquí se movió bajo la órbita del neoplatonismo y conoció también al obispo de la
ciudad, san Ambrosio, el eclesiástico más distinguido de Italia en aquel momento. Es entonces cuando
Agustín se sintió atraído de nuevo por el cristianismo. Un día por fin, según su propio relato, creyó
escuchar una voz, como la de un niño, que repetía: "Toma y lee". Interpretó esto como una exhortación
divina a leer las Escrituras y leyó el primer pasaje que apareció al azar: "… nada de comilonas y
borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor
Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias" (Rom. 13, 13-14). En ese
momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con su hijo natural por Ambrosio la víspera de
Pascua del año 387. Su madre, que se había reunido con él en Italia, se alegró de esta respuesta a sus
oraciones y esperanzas. Moriría poco después en Ostia.

Obispo y teólogo

30
Agustín regresó al norte de África y fue ordenado sacerdote el año 391, y consagrado obispo de Hipona
(ahora Annaba, Argelia) en el 395, cargo que ocuparía hasta su muerte. Fue un periodo de gran agitación
política y teológica, ya que mientras los bárbaros amenazaban el Imperio llegando a saquear Roma en el
410, el cisma y la herejía amenazaban también la unidad de la Iglesia. Agustín emprendió con entusiasmo
la batalla teológica.
Además de combatir la herejía maniqueísta, participó en dos grandes conflictos religiosos: uno de ellos fue
con los donatistas, secta que mantenía la invalidez de los sacramentos si no eran administrados por
eclesiásticos sin pecado. El otro lo mantuvo con los pelagianos, seguidores de un monje contemporáneo
británico que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que fue largo y enconado,
Agustín desarrolló sus doctrinas de pecado original y gracia divina, soberanía divina y predestinación. La
Iglesia católica apostólica romana ha encontrado especial satisfacción en los aspectos institucionales o
eclesiásticos de las doctrinas de san Agustín; la teología católica, lo mismo que la protestante, están
basadas en su mayor parte, en las teorías agustinianas. Juan Calvino y Martín Lutero, líderes de la
Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de san Agustín.
La doctrina agustiniana se situaba entre los extremos del pelagianismo y el maniqueísmo. Contra la
doctrina de Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del hombre se había producido en un estado
de pecado que la naturaleza humana era incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las mujeres
son salvados por el don de la gracia divina; contra el maniqueísmo defendió con energía el papel del libre
albedrío en unión con la gracia. Agustín murió en Hipona el 28 de agosto del año 430. El día de su fiesta se
celebra el 28 de agosto.

Obras
La importancia de san Agustín entre los padres y doctores de la Iglesia es comparable a la de san Pablo
entre los apóstoles. Como escritor, fue prolífico, convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida
es su autobiografía Confesiones (400?), donde narra sus primeros años y su conversión. En su gran
apología cristiana La ciudad de Dios (413-426), Agustín formuló una filosofía teológica de la historia. De los
veintidós libros de esta obra diez están dedicados a polemizar sobre el panteísmo. Los doce libros
restantes se ocupan del origen, destino y progreso de la Iglesia, a la que considera como oportuna
sucesora del paganismo. En el año 428, escribió las Retractiones, donde expuso su veredicto final sobre
sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio más maduro consideró engañoso o equivocado. Sus
otros escritos incluyen las Epístolas, de las que 270 se encuentran en la edición benedictina, fechadas
entre el año 386 y el 429; sus tratados De libero arbitrio (389-395), De doctrina Christiana (397-428), De
Baptismo, Contra Donatistas (400-401), De Trinitate (400-416), De natura et gratia (415) y homilías sobre
diversos libros de la Biblia.

SAN AGUSTIN
El más grande de los doctores occidentales (muerto en el año 430) sólo puede figurar aquí por algunos
fragmentos. Son, para compensar, intuiciones muy profundas.
María es más feliz por comprender la fe de Cristo que por concebir la carne de Cristo. Su unión maternal
no le hubiese servido de nada si no hubiera sido más feliz de llevar a Cristo en su corazón que de llevarle
en su carne.
Las palabras que siguen son merecidamente famosas y han hecho pensar -junto con otros dos textos-
que San Agustín declaraba de un modo explícito la verdad de la Inmaculada Concepción.
Ciertamente, no ha considerado más que la carencia de toda falta actual en María, pero su sentido de
las realidades sobrenaturales te ha hecho hablar de un modo absoluto.
De la Santa Virgen María, para honor de Cristo, no quiero que haya duda cuando se trata de pecados.
Sabemos, en efecto, que le fue concedida una gracia mayor para vencer en todo momento al pecado,
porque ha merecido concebir y dar a luz al que es seguro que no tuvo ningún pecado.

MARÍA ES NUESTRA MADRE, COMO LA IGLESIA


Única entre las mujeres, María no es a la vez Madre y Virgen sólo de espíritu, sino también de cuerpo.
De espíritu, Ella es Madre, no sólo ciertamente de nuestra Cabeza y Salvador, de quien.
Ella nació antes según el espíritu', porque todos los que creen en El -y Ella es de éstos- merecen ser
llamados hijos del Esposo; sino también Madre nuestra, que somos los miembros del cuerpo, pues Ella
coopera, por su amor, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son los miembros de esta Cabeza. De
cuerpo, Ella es Madre de nuestra Cabeza. Era necesario que, por un insigne milagro, nuestra Cabeza
naciera, según la carne, de una virgen, para indicar que sus miembros nacerían, según el Espíritu, de la
Iglesia virgen. Así María es, de espíritu y de cuerpo, madre y virgen: Madre de Cristo y Virgen de Cristo.

Algunas oraciones de San Agustín en sus Confesiones

Grande eres, Señor.

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Con esta oración comienza san Agustín el libro de Las Confesiones. Invoca a su Dios y dedica a El, el libro
en el que va a hacer memoria de la historia que Dios hace con él.
Grande eres, Señor, y laudable sobre manera; grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene numero. ¿Y
pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el hombre, que, revestido de
su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios?
Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo
que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para Ti y uestro corazón está inquieto hasta que
descansa en Ti.

¿Quién me dará descansar en Ti?


San Agustín ha descubierto que nada ni nadie puede darle reposo fuera de Dios. Y como Moisés desea
ver su rostro. Por eso quiere morir para tener vida que no se acaba.
¿Quién me dará descansar en Ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que
olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí
para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres
contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma de no amarte? ¡Ay de
mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: "Yo soy tu salud."
Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera
y pueda así verle.

Angosta es la casa
San Agustín tuvo la experiencia de buscar la felicidad por todos lados, y todo fue en vano. Un día
descubrió que él estaba habitado por Dios mismo y se sintió indigno.
Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por Ti. Ruinosa está: repárala. Hay
en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera
de Ti? Tú lo sabes, Señor. No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero
engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad.

Tarde te amé
San Agustín va descubriendo sus cegueras y sorderas.
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste.
Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed;
me tocaste, y abraséme en tu paz.

Biografía del autor:


San Agustin de Hipona

Agustín de Hipona, San (354-430), el más grande de los padres de la Iglesia y uno de los más eminentes
doctores de la Iglesia occidental. Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, Numidia (hoy
Souk-Ahras, Argelia). Su padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un pagano (más tarde convertido
al cristianismo), pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que dedicó toda su vida a la conversión
de su hijo, siendo canonizada por la Iglesia católica romana.
Agustín se educó como retórico en las ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los
15 y los 30 años
vivió con una mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que tuvo un hijo en el año 372 al que
llamaron
Adeodatus, que en latín significa regalo de Dios.

Contienda intelectual
Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador y estadista romano Cicerón, Agustín se convirtió
en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno
de la Iglesia. Durante nueve años, del año 373 al 382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía dualista de
Persia muy extendida en aquella época por el Imperio Romano de Occidente. Con su principio fundamental
de conflicto entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a Agustín una doctrina que podía
corresponder a la experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un
sistema filosófico y ético. Además, su código moral no era muy estricto; Agustín recordaría posteriormente
en sus Confesiones: "Concédeme castidad y continencia, pero no ahora mismo". Desilusionado por la
imposibilidad de reconciliar ciertos principios maniqueístas contradictorios, Agustín abandonó esta
doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.

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Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a Roma, pero un año más tarde fue enviado a Milán como
catedrático de retórica. Aquí se movió bajo la órbita del neoplatonismo y conoció también al obispo de la
ciudad, san Ambrosio, el eclesiástico más distinguido de Italia en aquel momento. Es entonces cuando
Agustín se sintió atraído de nuevo por el cristianismo. Un día por fin, según su propio relato, creyó
escuchar una voz, como la de un niño, que repetía: "Toma y lee".
Interpretó esto como una exhortación divina a leer las Escrituras y leyó el primer pasaje que apareció al
azar: "… nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias.
Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus
concupiscencias" (Rom. 13, 13-14). En ese momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con su
hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del año 387. Su madre, que se había reunido con él en
Italia, se alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas. Moriría poco después en Ostia.
Obispo y teólogo
Agustín regresó al norte de África y fue ordenado sacerdote el año 391, y consagrado obispo de Hipona
(ahora Annaba, Argelia) en el 395, cargo que ocuparía hasta su muerte. Fue un periodo de gran agitación
política y teológica, ya que mientras los bárbaros amenazaban el Imperio llegando a saquear Roma en el
410, el cisma y la herejía amenazaban también la unidad de la Iglesia. Agustín emprendió con entusiasmo
la batalla teológica. Además de combatir la herejía maniqueísta, participó en dos grandes conflictos
religiosos: uno de ellos fue con los donatistas, secta que mantenía la invalidez de los sacramentos si no
eran administrados por eclesiásticos sin pecado. El otro lo mantuvo con los pelagianos, seguidores de un
monje contemporáneo británico que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que
fue largo y enconado, Agustín desarrolló sus doctrinas de pecado original y gracia divina, soberanía divina
y predestinación. La Iglesia católica apostólica romana ha encontrado especial satisfacción en los aspectos
institucionales o eclesiásticos de las doctrinas de san Agustín; la teología católica, lo mismo que la
protestante, están basadas en su mayor parte, en las teorías agustinianas. Juan Calvino y Martín Lutero,
líderes de la Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de san Agustín.
La doctrina agustiniana se situaba entre los extremos del pelagianismo y el maniqueísmo. Contra la
doctrina de Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del hombre se había producido en un estado
de pecado que la naturaleza humana era incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las mujeres
son salvados por el don de la gracia divina; contra el maniqueísmo defendió con energía el papel del libre
albedrío en unión con la gracia. Agustín murió en Hipona el 28 de agosto del año 430. El día de su fiesta se
celebra el 28 de agosto.
Obras
La importancia de san Agustín entre los padres y doctores de la Iglesia es comparable a la de san Pablo
entre los apóstoles. Como escritor, fue prolífico, convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida
es su autobiografía Confesiones (400?), donde narra sus primeros años y su conversión. En su gran
apología cristiana La ciudad de Dios (413-426), Agustín formuló una filosofía teológica de la historia. De los
veintidós libros de esta obra diez están dedicados a polemizar sobre el panteísmo. Los doce libros
restantes se ocupan del origen, destino y progreso de la Iglesia, a la que considera como oportuna
sucesora del paganismo. En el año 428, escribió las Retractiones, donde expuso su veredicto final sobre
sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio más maduro consideró engañoso o equivocado. Sus
otros escritos incluyen las Epístolas, de las que 270 se encuentran en la edición benedictina, fechadas
entre el año 386 y el 429; sus tratados De libero arbitrio (389-395), De doctrina Christiana (397-428), De
Baptismo, Contra Donatistas (400-401), De Trinitate (400-416), De natura et gratia (415) y homilías sobre
diversos libros de la Biblia.

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