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Antonio Millán-Puelles

Autor: José María Barrio Maestre

Índice
1. Apunte biográfico
2. Maestro de pensamiento riguroso

3. Itinerario filosófico y bibliografía fundamental

4. Lo divino y lo humano

5. La Teoría del objeto puro

6. Realismo

7. La cuestión de la verdad y la posibilidad humana de conocerla

8. El interés por la verdad

9. Bibliografía

9.1. Obras de Antonio Millán-Puelles

9.2. Edición de las Obras Completas

9.3. Bibliografía secundaria

1. Apunte biográfico
Antonio Millán-Puelles nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz, España) el
11 de febrero de 1921, y falleció en Madrid el 22 de marzo de 2005. Ha sido
Catedrático de Metafísica en la Universidad Complutense de Madrid y
Académico de número de la Real de Ciencias Morales y Políticas.

Ha sido Gastprofessor en la Universidad alemana de Mainz, Profesor


Extraordinario de la Universidad de Navarra y Profesor Visitante en varias
Universidades hispanoamericanas.

En 1960 recibió el Premio Nacional de Literatura (Ensayo), en 1966 el


Premio Juan March de Investigación Filosófica, en 1976 el Premio Nacional
de Investigación Filosófica y en 1996 el Premio Alétheia, concedido por la
Academia Internacional de Filosofía de Liechtenstein. Le fueron concedidas
la Gran Cruz al Mérito Civil y la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X El
Sabio.
Es autor de veinte libros, entre los que podemos destacar La estructura
de la subjetividad, Teoría del objeto puro, La libre afirmación de nuestro ser,
El valor de la libertad, El interés por la verdad, La lógica de los conceptos
metafísicos y uno inacabado, publicado póstumamente en el 2008 con el
título La inmortalidad del alma humana. Publicó más de doscientos artículos
y monografías científicas, prólogos y traducciones del alemán.

2. Maestro de pensamiento riguroso


Uno de los compromisos esenciales de su esfuerzo intelectual era la
claridad. Sus escritos distan mucho de la lucubración abstracta y esotérica
que algunos casi instintivamente adscriben al trabajo filosófico. Nada más
lejano a su estilo, franco y abierto. Sus tesis son nítidas, su discurso bien
ensamblado. En su obra escrita, Millán-Puelles nunca se dejaba seducir por
modas pasajeras. La dirección de sus investigaciones no la marcaba en
ningún caso la preocupación «del momento», bien que en ocasiones se
ocupaba de temas que efectivamente eran de actualidad, pero no por su
momentaneidad sino por el interés especulativo que suscitaban dentro de
su propio itinerario intelectual. Siempre huía, tanto del ensayismo fácil como
del especialismo. No es posible abrir una página suya sin encontrar temas
esenciales abordados con un estilo a veces verdaderamente ascético, con
una preocupación por la exactitud que a menudo le obliga a pulir la
terminología casi hasta el escrúpulo, pese a suavizar los pasajes más
densos con la proverbial elegancia de su expresión. Nunca deja un cabo
suelto a una ambigüedad o una mala interpretación. Mientras no aclara
perfectamente una cuestión no pasa a la siguiente. Pero la minuciosidad de
su argumentación tampoco oculta la envergadura y trascendencia de los
planteamientos esenciales, que son vistos en toda su perspectiva, sin
prisas, con serenidad y eficacia, paso a paso.

Su pensamiento y su estilo filosófico es el de un realismo no simplista ni


dogmático: abierto siempre al diálogo con la tradición viva, al contraste con
las eternas cuestiones del pensamiento occidental, y al enriquecimiento con
otras posturas alternativas sin caer jamás en un sincretismo irenista. Su
convicción más neta: la riqueza de lo real, que se deja entender y al mismo
tiempo se sustrae, invitando siempre a nuevas profundizaciones y
ampliaciones de la investigación. Su actitud respecto de las ideas que no
comparte es de gran honestidad: reconociendo lo que entiende verdadero,
denuncia sin la menor concesión lo que cree falso. La estima que el autor
profesa por determinados filósofos no le impide rebatir –con un rigor
argumental impecable, aunque no exento de elegancia humana– aquellos
planteamientos con los que discrepa.

3. Itinerario filosófico y bibliografía


fundamental
En el año 1990 se editó un libro homenaje con motivo de la jubilación de
Antonio Millán-Puelles de su cátedra de Metafísica de la Universidad
Complutense. El editor y coordinador de la obra colectiva fue Rafael Alvira
Domínguez, catedrático de Filosofía de la Universidad de Navarra, y que
durante unos años fue ayudante de Millán-Puelles en la Universidad de
Madrid. Pensó que el título del volumen habría de recoger sumariamente los
tópicos más frecuentados en la investigación emilianense, y se decidió por
este: Razón y Libertad [Alvira 1990]. Refleja sintéticamente el interés
humano y humanístico que penetra todo el trabajo filosófico del pensador
gaditano. No se puede decir que para él la antropología sea la parte central
de su filosofar. Pero sí que el interés por lo humano –y muy particularmente
por esas dos dimensiones de lo humano que son la razón y la libertad–
están presentes en toda su producción intelectual. A Millán-Puelles le
gustaba citar aquella frase de Terencio que ha pasado a ser el lema del
humanismo europeo: Homo sum, et nihil humani a me alienum puto (soy
hombre, y a nada de lo humano me considero ajeno). Pero igualmente solía
señalar que, pese a la amplitud de miras que en tal frase parece
expresarse, Terencio se quedaba corto, pues si realmente soy hombre –
animal racional–, entonces nada, absolutamente nada –enfatizaba– me es
ajeno: ni de lo humano ni de lo no humano. El ser en su totalidad, tanto el
ser finito como el Infinito Ser, entra en el horizonte del interés humano. Este
carácter irrestricto del horizonte al que el ser humano se halla abierto es lo
que él caracterizaba, recogiendo algunas sugerencias de Aristóteles y de
Heidegger, como «libertad trascendental». Razón y libertad, por tanto, son
buenos tópicos para resumir el interés principal del pensamiento de este
autor, pero en modo alguno eso implica menoscabo –todo lo contrario– del
interés por los temas esenciales de la Metafísica. De ahí que le resultara
enteramente extraña la dicotomía que ciertas formas de personalismo
contemporáneo parecen establecer entre el discurso metafísico y el ético-
antropológico.

La Filosofía, como el alma, solía decir, está en todo y en cada una de sus
partes. De ahí que no viera con buenos ojos el «especialismo» como actitud
intelectual, y menos en la investigación filosófica. Ciertamente, todo el que
se acerca a sus obras comprueba la pulcritud y rigor analítico
extraordinarios de su trabajo filosófico, pero en ningún caso la atención que
prestaba a un asunto concreto –a menudo detallada hasta el escrúpulo– le
hacía olvidar el conjunto.

Toda la bibliografía filosófica de Antonio Millán-Puelles está penetrada del


interés por dilucidar nociones antropológicas como las de razón, libertad,
naturaleza y dignidad humana. En el pensamiento filosófico de Millán-
Puelles, la antropología metafísica se integra plenamente con la ética y la
teología filosófica. El autor apunta la coimplicación de la Metafísica, la Ética
y la Antropología: «En la Metafísica está la Ética y en la Ética la Metafísica.
(…) No se puede hacer una Antropología sin hacer referencias a la Ética.
Una Antropología en donde no se recoja el hecho de que el hombre tiene
una dimensión ética o moral, es una Antropología manca. Y, a la inversa,
una Ética en donde no se tiene en cuenta la naturaleza humana, el ser
mismo del hombre, sería una ética utópica, superetérea, vagorosa, sin
raíces en la realidad» [Millán-Puelles 1996: 13]. El pensar filosófico de
Millán-Puelles es una sistemática reflexión en la que, aun distinguiéndose
las tres ciencias, no hay solución de continuidad entre ellas en cuanto a que
sus respectivos objetos resultan incomprensibles por separado.

Millán-Puelles tenía gran aprecio intelectual por la Fenomenología y por


el aristotelismo. Su profundo conocimiento de las principales fuentes de
ambas tradiciones le llevó a ensayar un diálogo fecundo entre esos dos
modos de filosofar, cuyos rigurosos protocolos metodológicos conocía y
dominaba con soltura. Ahí encontró la inspiración principal para desarrollar
un modo muy personal de conducir la investigación filosófica, al que en
muchas ocasiones se refirió denominándolo «análisis onto-
fenomenológico», cuyos resultados más logrados pudieron apreciarse
desde muy temprano en el interés que siempre suscitó en él el análisis de
los fenómenos de la conciencia subjetiva.

Ya desde la elaboración de su tesis doctoral acerca de la teoría del ente


ideal en Husserl y Hartmann [Millán-Puelles 1947], comienza a desvelarse
una inquietud filosófica que no le abandonará y que le llevará a profundizar
en los problemas esenciales de la fenomenología: la elucidación del ser de
la conciencia humana y de su peculiar fecundidad para fingir irrealidades.
Un hito fundamental en este trayecto especulativo lo constituirá La
estructura de la subjetividad [Millán-Puelles 1967], obra acreditada como
una de las aportaciones más elaboradas de la Antropología fenomenológica
contemporánea, al tiempo que escrita en un muy cuidado castellano. Se
trata de uno de los trabajos más conocidos del autor, en el que se desarrolla
un penetrante análisis fenomenológico de la intencionalidad de los actos de
la conciencia humana, y que recoge algunas de las aportaciones más
sustantivas de su pensamiento filosófico y antropológico. Destaca en él,
entre otros, un estudio de la naturaleza y los tipos cardinales de la
autoconciencia humana. El triple modo de la reflexividad pone de manifiesto
la riqueza del yo en la multiforme manera de hacerse cargo de sí mismo.

Ahora bien, los logros más relevantes y el verdadero alcance de la


investigación llevada a cabo por el autor en relación al mundo interior del yo
en el acto de la conciencia subjetiva, habrá que esperar para encontrarlo en
su obra sin duda más acabada, la Teoría del objeto puro [Millán-Puelles
1990]. Se trata de un auténtico monumento del pensamiento
contemporáneo. Al hilo de un cuidadoso examen de la esencia y los modos
de lo irreal, van apareciendo en este libro las cuestiones más decisivas de la
ontología y la teoría metafísica del conocimiento. Millán-Puelles muestra, a
través del análisis de la objetualidad formalmente considerada, un reto que
aún tiene por delante la investigación metafísica. Si se toma en
consideración el carácter analógico de la noción de ente y la enorme
plasticidad del objeto material de la Metafísica –que es la más cabal
concreción epistemológica de la sabiduría natural– se ve claro que ésta
debe prolongarse, para alcanzar su adecuada complexión teorética, en una
teoría del objeto puro. El autor recoge lo esencial del debate histórico
precedente, pero profundizándolo, para obtener una panorámica mayor. En
este sentido, la confrontación con los puntos más relevantes de la Teoría
del Objeto tal como aparece propuesta en A. von Meinong, ofrece también
la perspectiva necesaria para advertir que la investigación metafísica sobre
el ente trascendental sólo ha tenido hasta ahora un desarrollo incipiente.

La defensa del realismo metafísico que en la Teoría del objeto puro se


lleva a cabo reviste un vigor que no se debe tanto a la refutación del
idealismo –una de las más serias que se han propuesto hasta hoy– como al
esfuerzo de fundamentación que se realiza desde una perspectiva
completamente original.

Dicho esfuerzo ha rendido también en el terreno de la filosofía moral con


la publicación de La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de
la ética realista [Millán-Puelles 1994] y Ética y realismo [Millán-Puelles
1996]. Este último libro constituye una especie de breviario del anterior, y
expone sus principales tesis de manera divulgativa. El realismo práctico
aquí propuesto ha de manifestarse en una ética cuyas normas sean
practicables, por tener rigurosamente en cuenta al ser humano y sus
inclinaciones naturales. Frente a la visión de Nietzsche, la ética,
precisamente por arraigar en una profunda y clara intelección de lo más
humano del hombre, consiste en una facilitación de su existencia, no en un
conjunto de prescripciones delirantes que alienan al hombre de lo más
genuino que hay en él. Millán-Puelles muestra que el deber es una
exigencia absoluta en cuanto a su forma, mientras que por su materia o
contenido es relativo, ya al ser específico del hombre, ya a su ser individual
y circunstanciado. Ahora bien, esta relatividad esencial de los deberes no
puede ser interpretada como un relativismo frente a lo que
significa deber. La pregunta por el significado genérico del «deber» ha de
llevarnos, si hablamos de ética, a la pregunta por «lo debido» en cada caso.
Pero ambas cuestiones no son reductibles. En confundirlas estriba una de
las especies de la llamada «falacia naturalista». Por el contrario, inducir el
deber desde el ser natural humano –que es lo que muchas veces se
entiende como falacia naturalista– no sólo no es falaz sino que es
estrictamente necesario para formular una ética realista, bien entendido que
la realidad humana no se reduce a su mera facticidad. Así, el realismo ético
no se caracteriza tanto por rebajar la exigencia de lo que en cada caso
significa estar obligado a algo –lo cual tiene siempre un sentido absoluto–
sino por establecer cada deber concreto en relación con el ser y la
circunstancia humana. El autor critica con la misma fuerza, tanto el
relativismo como el dogmatismo apriorístico del puro «deber por el deber».
La variada circunstancia en que se desenvuelve el ser humano hace
necesaria la relatividad –plasticidad, flexibilidad– de los deberes también a
la situación. Una ética realista, por tanto, ha de atender a la situación
particular en que se encuentra el sujeto moral. Nada más lejos de ella que
pretender uniformar la conducta humana. (E imposible calificar
de realista semejante pretensión). Se trata, en fin, de una aportación
significativa al debate en torno a las cuestiones fundamentales de la moral.
Economía y libertad [Millán-Puelles 1974] es un trabajo muy elaborado
del autor. En él hay que resaltar una cuidadosa fenomenología de las
necesidades humanas. Sobre el hombre y la sociedad [Millán-Puelles
1976a], publicado con ocasión de los veinticinco años de su cátedra
complutense, recoge una antología de textos acerca de variadas cuestiones
de pensamiento antropológico y social; son pequeñas monografías y
artículos periodísticos. (Durante una larga temporada frecuentó el autor la
Tercera página de ABC). Destaca un breve y lúcido ensayo sobre la
fundamentación teocéntrica de la dignidad de la persona humana. Otros
versan sobre la naturaleza y la libertad, sobre el historicismo y el
relativismo, sobre la libertad religiosa, la dignidad de la mujer, etc.

Su teoría de los modos de la libertad humana, desarrollada en El valor de


la libertad [Millán-Puelles 1995], constituye una de las aportaciones más
sustantivas de su pensamiento antropológico. Lejos de una postiza
neutralidad en asunto tan apasionante, el autor desarrolla un detenido
examen de la esencia y variedades de la libertad humana que ayuda a
hacer algo de luz en los elementos más recónditos y difíciles de un tema en
el que, y cada vez más, se tiende a seguir las modas antes que la razón.

El interés por la verdad [Millán-Puelles 1997] es una reflexión sobre la


inclinación espontáneamente metafísica de todo ser inteligente, a la par que
sobre la auténtica vocación de la filosofía y sobre el valor de la teoría pura.
La investigación –quizá una de las más sugestivas realizadas por el autor–
se estructura en dos partes: el interés por conocer la verdad y el interés por
darla a conocer, ambas acompañadas de consideraciones acerca de los
aspectos éticos, tanto del interés cognoscitivo como del comunicativo.
Sobre el primero de estos aspectos, se ha publicado póstumamente un
texto en el que el autor expone, en forma breve y divulgativa, lo que en el
libro aparece desarrollado de manera más pormenorizada [Millán-Puelles
2009]. El capítulo VI del libro, que versa sobre «los supuestos
fundamentales del interés comunicativo», contiene observaciones de relieve
antropológico acerca de la intersubjetividad («el plural del yo»). Pero la
cuestión misma del interés por la verdad es de suyo antropológica, puesto
que la verdad es el primer bien de la inteligencia –tanto en el sentido del uso
teórico-especulativo como del uso práctico-moral de la razón– y éste es el
mayor bien del hombre.
La Lógica de los conceptos metafísicos [Millán-Puelles 2002/2003] es el
último trabajo que publicó en vida. En ella destaca un análisis muy
pormenorizado del régimen lógico de los conceptos trascendentales y de las
características peculiares que los distinguen del resto de las categorías.
Publicada en dos tomos, el primero contiene –además de una amplia
introducción de índole general– la parte dedicada a los conceptos
trascendentales y abarca dos secciones: la primera analiza las
coincidencias y las divergencias entre esas nociones y las meramente
categoriales, mientras que la segunda tiene por objeto el sistema de los
conceptos del orden trascendental. El segundo tomo se articula en tres
secciones: los conceptos opuestos a los trascendentales y la cuestión de los
postpredicamentos, el concepto de Dios y de sus atributos, y los conceptos
restringidamente universales de perfecciones simples.

La inmortalidad del alma humana [Millán-Puelles 2008] fue publicado


póstumamente, con materiales que había dejado ya preparados, aunque de
forma incompleta. Hay ahí un detallado estudio sobre la inmortalidad del
alma humana en los grandes pensadores, desde la Antigüedad hasta
Fichte. Quedó sin redactar lo relativo a algún autor posterior a Fichte y,
sobre todo, la propia postura del autor acerca de este problema filosófico.

En otros trabajos de carácter más ensayístico (La función social de los


saberes liberales [Millán-Puelles 1961], Persona humana y justicia
social [Millán-Puelles 1962], Universidad y sociedad [Millán-Puelles
1976b], La claridad en filosofía y otros estudios [Millán-Puelles
1958], Ontología de la existencia histórica [Millán-Puelles 1951]) también
aparecen tratados asuntos antropológicos de diversa índole. Igualmente en
los libros de intencionalidad explícitamente didáctica aparecen los temas
clásicos de la antropología filosófica: Fundamentos de Filosofía [Millán-
Puelles 1955/1956], conocido manual de esta materia, con el que se han
formado varias generaciones de filósofos y humanistas españoles e
hispanoamericanos; La formación de la personalidad humana [Millán-
Puelles 1963], que recoge las principales aportaciones del autor en
Antropología filosófica de la Educación. Por fin, el Léxico Filosófico [Millán-
Puelles 1984] resulta un instrumento muy útil para la sistematización del
saber filosófico de raíz más especulativa.

4. Lo divino y lo humano
Como puede apreciarse, Millán-Puelles ha tenido un horizonte de
intereses filosóficos amplio. Muy variadas realidades ocuparon su atención,
pero a lo que en todas ellas atendía, en último término, era a
su dimensión de realidad. Esto igualmente hace bueno el título de otro
volumen encomiástico, en este caso con motivo de la jubilación de su
cátedra complutense: Realidad e irrealidad. Estudios en homenaje al
Profesor Millán-Puelles [Ibáñez-Martín 2001].

El ente, precisamente en cuanto ente –ens qua ens, según el


clásico dictum aristotélico– es el objeto formal quod de la Metafísica, y la
lente bajo la que cualquier realidad aparece en su máxima radicalidad.
La reductio ad fundamentum –método propio, u objeto quo de la
Metafísica– lleva a descubrir lo más profundo que late en cada realidad. (De
ahí la vocación propiamente sapiencial de la Metafísica y, por analogía con
ella, de todos los saberes filosóficos).

Eso que constituye el núcleo más profundo y radical de cada realidad es


precisamente su ser. Lo más decisivo que le ha ocurrido a cuanto es,
precisamente, es ser. Y a todo ente que cae bajo nuestra experiencia –
incluidos nosotros mismos en ella– el ser le ha ocurrido de forma fáctica, no
necesaria. (En efecto, todo lo que ha comenzado a ser, alguna vez no fue).
En otros términos, acceder al ser no es mérito alguno del ente finito. Mas si
ninguna esencia limitada posee en sí misma una exigentia ad
existendum, podemos concluir que el acto de ser que actualiza –hace ser
en acto, existir– a cada átomo del cosmos es un, digámoslo así, regalo
inmerecido, y pone de manifiesto, si se le retiene la atención, la huella
del digitus Dei, del dedo creador de una Causa primera.

Sin salir del discurso meramente filosófico, y como una exigencia interior
de su propia radicalidad, Millán-Puelles conjuga, por decirlo así, lo divino y
lo humano.

Hegel ha dicho que pensar filosóficamente es pensar a Dios. Kant dijo


que pensar filosóficamente es preguntarse por el hombre. Ambas
aserciones son verdad en lo que afirman, pero necesitan complementarse
recíprocamente. Pensar a Dios, filosóficamente, no puede hacerse sin verlo
como causa creadora, como ponente del ser finito y, en especial, del ser
humano. Y el pensar filosófico sobre el hombre no puede obviar el hecho de
que éste está abierto a una realidad que le trasciende y a un sentido que
desborda su mera supervivencia biológica. En definitiva, la filosofía –al
menos aquella que Aristóteles denominó «Filosofía Primera»– consiste en
pensar a Dios desde el hombre y al hombre desde Dios.

Aunque no pueda reducirse el filosofar a esos dos pensamientos, sí cabe


afirmar que pensar filosóficamente estriba en pensar el ser finito e infinito,
en cuanto ser, en cuanto realidad. Es ésta una clave hermenéutica para
acercarse al trabajo filosófico de Antonio Millán-Puelles.

Nos detendremos ahora en algunas cuestiones que el autor ha abordado


de forma variada en todas sus obras acerca del ser y de la verdad, aunque
de manera monográfica en dos libros suyos: la Teoría del objeto puro y El
interés por la verdad. Estos libros muestran bien la articulación de algunas
de las principales preocupaciones especulativas del autor y el alcance y
profundidad de su discurso metafísico.

5. La Teoría del objeto puro


El tema de este libro es propiamente una teoría de lo irreal. El
adjetivo irreal, así como el correspondiente sustantivo, irrealidad, como en
general ocurre con los conceptos negativos, se entienden por referencia,
negativa, a sus contrapolos positivos, en este caso, real y realidad. Cabría
suponer que, al ser éstos últimos los conceptos dotados de la máxima
extensión posible –equivalente a la de la noción de ente– los respectivos
términos simétricos carecerían de toda extensión, por ser inaplicables a
nada real, como es obvio. O, dicho de otro modo, habría que entenderlos
como sinónimos, respectivamente, del adjetivo nulo y del
sustantivo nada. Mas esto no es así. Y no sólo porque la nulidad ontológica
no implica nulidad objetual –por cuanto tampoco es posible contraer el ser al
ser-objeto– sino, y principalmente, porque, como señala el autor, lo irreal
forma parte de la realidad de lo que somos (los seres humanos). Por
ejemplo, podemos representarnos el concepto de «mañana» o, en general,
de lo que proyectamos hacer en el futuro. De esa manera nos hacemos
presente algo que no es aún, o algo que ya no es («ayer»). De ambos
modos estamos teniendo como objeto de nuestra representación actual lo
que en modo alguno es en acto. Mas sin esa capacidad de representarnos
lo irreal tampoco dispondríamos de la capacidad de objetivar lo que somos
realmente, que en no pequeña medida es lo que hemos llegado a ser a
partir de lo que fuimos –y por tanto ya no somos, al menos en plenitud– y
también a partir de lo que aspiramos a ser –y, por tanto, aún no somos en
sentido propio y pleno–. Ambos tipos de representación –la retención y la
protención (Erinnerung, Erwartung, en el lenguaje que emplean los
fenomenólogos alemanes)–, consisten en objetivar lo irreal. De ahí que la
nulidad ontológica no presuponga una nulidad objetual.

Al comienzo de su Teoría del objeto puro, Millán-Puelles llega a afirmar


que el concepto de lo real y el de lo irreal no sólo no se excluyen sino que
son estrictamente complementarios, y la necesidad de enriquecer la
ontología, como teoría general de lo real, con una teoría de lo irreal viene a
compararse con la necesidad de entender el concepto de lo cóncavo para
captar el significado de lo convexo, y viceversa.

De acuerdo con el doble sentido, y uso gramatical, del verbo ser, como
expresivo de la existencia extramental o como cópula en el juicio
predicativo, también cabe decir que de lo irreal, aunque no sea –no exista–,
hay mucho que decir. (El tonelaje del libro de Millán-Puelles es buen indicio
de ello: casi 900 páginas dedicadas a establecer la índole y los modos de lo
irreal).

De entrada, y siempre por simetría con la noción de lo real, pueden


distinguirse dos modos genéricos de irrealidad: la meramente fáctica y la
apodíctica, o, dicho en otros términos, lo que de hecho no es y lo que en
absoluto puede ser. En el lenguaje de la ontología modal a lo primero se le
llama posible (no es pero puede ser) y a lo segundo imposible (ni es ni
puede ser). En estos dos sectores se distribuye la extensión del concepto
de lo irreal, en forma correlativa a como la noción de lo real –del ente– se
articula en dos tipos cardinales: lo que de hecho es, y lo que es sin poder no
ser, a la sazón, lo contingente y lo necesario.

La no correspondencia de la nulidad ontológica con una nulidad objetual


también se cumple, incluso de manera prototípica, en el caso de los entes
de razón (entia rationis o quididades paradójicas, tal como las designaban
los lógicos medievales, o bien los «objetos imposibles» de los que habla la
lógica contemporánea, por ejemplo, Alexius von Meinong). Su absoluta
nulidad ontológica –apodíctica, no meramente fáctica como la de los objetos
de representaciones retentivas o expectativas– la pone claramente de
relieve, por ejemplo, Francisco Suárez al subrayar que pueden denominarse
«ente» en una forma puramente analógica respecto al ente real (con
analogía de proporcionalidad impropia o metafórica). En efecto, al ente de
razón se le llama «ente» –dice Suárez– ad instar entis realis. Este «a
semejanza del ente real» se refiere a la posibilidad que, con el ente real –el
auténtico ente–, comparte el ente de razón –el espurio– de ser objetivado o
representado.

Aunque a la índole del ente no le repugne –más bien le convenga, y de


manera necesaria– la posibilidad de ser objeto de una representación por
parte de una subjetividad finita consciente en acto (o en acto de conciencia),
la efectiva situación de estar-siendo-objeto es, para el ente que lo está
siendo, una pura denominatio extrinseca. Dicho con otras palabras, es tan
irreal para el ente el estar siendo pensado por mí (obici), como real, en mí,
el pensarlo.

Esto es válido tanto para las entidades reales –los entes en sentido
propio– como para las pseudo-entidades a las que se refiere la voz ens
rationis (un círculo cuadrado, un hierro de madera, etc.), e incluso como
para aquellas peculiares entidades reales, las efectivas representaciones de
una subjetividad consciente en acto que objetivan lo irreal.

En sentido propio, a lo irreal hay que negarle, además del acto de ser
(actus essendi), cualquier modo real de ser. Lo irreal carece de esencia real
alguna. Por no tener existencia ni consistencia real, a lo irreal tampoco se le
puede designar con las nociones trascendentales de res ni de aliquid, tan
sólo atribuibles al ente. Mas de nuevo aquí es preciso aclarar que esa
inconsistencia ontológica no implica en modo alguno inconsistencia objetual.
En la mejor tradición aristotélica se ha dicho que el orden y la relación de las
cosas (ordo ac connexio rerum) no es el mismo que el orden y conexión de
las ideas, para subrayar la ilegitimidad de confundir el orden lógico con el
ontológico, o de suplantar éste por aquél. Pero ello no obsta el hecho de
que hay proposiciones matemáticas que son consistentes, y verdaderas.
Por ejemplo, la representación del número pi (3,1416...) expresa una
consistencia objetual absoluta, aún refiriéndose, como todas las
representaciones matemáticas, a puros entes de razón, ie, objetos
imposibles, cuya única índole consiste precisamente, no sólo en el dejarse
pensar (cosa que también afecta, y necesariamente, al ente real), sino en
tan sólo ser posibles como meramente ser-pensados (obici, repraesentari).

Esto, que Millán-Puelles llama objeto puro, es justamente el nombre que


mejor designa lo irreal, dado que los meros posibles (en el sentido, por
ejemplo, de Avicena) no se excluyen, en tanto que posibles, de lo que los
entes reales efectivamente son (nada es efectivamente sin poder-ser). Tan
sólo quedan excluidos en tanto que meros posibles, no por su posibilidad,
que evidentemente no puede excluirse, sino, por el contrario, incluirse, y
necesariamente además, en la efectiva entidad. En cambio, la mutua
exclusión entre lo real y lo imposible es absoluta, en virtud del principio de
no-contradicción. El número pi es la consistencia de «algo» cuya única
índole es la de no-poder-ser más que en la forma del estar siendo actual y
efectivamente pensado en la mente del matemático (del matemático, por
cierto, que actual y efectivamente está pensando en el número pi). Lo
definitivo del número pi (no menos que de su raíz cuadrada) es, en fin, la
imposibilidad de ser fuera del obici matemático.

Ha constituido siempre un desafío filosófico de cierta magnitud el


comprobar que lo irreal de los objetos matemáticos puede tener el
paradójico rendimiento de ayudar a comprender la realidad físico-material y
su comportamiento. Para Kant, al igual que para Newton, el discurso de la
física resulta inseparable del discurso matemático. Ambos discursos, de
naturaleza indudablemente teórica, parecen dotados en su simbiosis de una
consistencia peculiar que hace posible un cierto control humano del
comportamiento de la naturaleza corpórea.

En el terreno práctico ocurre algo análogo. La praxis humana –siempre,


en todo caso, la acción real presente– sólo puede ser inteligentemente
conducida desde un proyecto que tenga en cuenta la experiencia. El
conocimiento pronóstico y el diagnóstico sólo tienen lugar en el marco,
meramente objetual, de lo ucrónico, lo que está fuera de la duración real
constituida por el instante presente. Y, sin embargo, ese presente humano
no puede desgajarse por completo del marco temporal definido por la
referencia a lo que fue y a lo que será. Precisamente en relación a esos dos
puntos el presente humano se establece como nexo diacrónico entre ellos,
como lo que va siendo, a través o a medias entre ambos.

El discurso de la teoría política que puede reclamar para sí su linaje


aristotélico, por ejemplo, trata de mantener un a veces difícil equilibrio que
evite, por una parte, el utopismo, y por otra el mero posibilismo. Ambas
posturas tienen algo de reductivo: el utópico ignora el pasado, pero también
el presente, mirando sólo a un futuro supuestamente mejor. El posibilista,
sin embargo, mira tanto al pasado y al presente, o los mira en forma tal que
parece incapaz de trascenderlos y traducirlos en un futuro que sea
efectivamente plus ultra respecto de ellos. Seguramente toda teoría política,
y todo político no meramente «teórico» tiene algo de utópico y algo de
posibilista. Pero sin integrar bien el presente real en esas dos dimensiones,
irreales, del pasado y el futuro, tampoco la teoría ni la praxis política podrían
haber dado ningún resultado razonable.

6. Realismo
En toda su obra, pero en especial en la Teoría del objeto puro, y
valiéndose precisamente del contraste entre la ontología y la teoría de lo
irreal que ahí se expone, Millán-Puelles ha llevado a cabo una rehabilitación
del realismo metafísico cuya consistencia y seriedad para nada tiene que
envidiar la proverbial apariencia de la filosofía teórica kantiana. En discusión
con ésta y con lo más serio de la moderna teoría del conocimiento, Millán-
Puelles ha puesto de relieve, con toda pulcritud, las principales dificultades
teóricas de la gnoseología inmanentista (Véase también las voces «Ente (y
propiedades del ente)» y «Verdad del conocimiento» [Millán-Puelles 1984:
237-247 y 583-593 (2ª ed)]).

En cualquiera de sus posibles versiones, el inmanentismo gnoseológico


tropieza siempre con la misma crux: no puede demostrar lo que debería
demostrar, a saber, la absoluta inmanencia del ser a la conciencia.

Le parece al inmanentista que la afirmación de un ser independiente de la


conciencia es contradictoria, pues toda afirmación es conocimiento, y al
conocer algo lo asimilamos, es decir, lo hacemos «nuestro», lo
«inmanentizamos». ¿Qué fundamento tenemos, entonces, para afirmar que
nuestra conciencia sale fuera de sus límites y conoce una realidad exterior a
ella? Pues no puede negarse que lo conocido es, en cuanto conocido, algo
inmanente al conocimiento.

Este planteamiento es sofístico de entrada, ya que en manera alguna


resulta contradictorio conocer algo como existente fuera del conocimiento.
Lo único que resulta imposible es que lo conocido en cuanto tal sea
absolutamente independiente de la conciencia. Pero eso no obsta
que, además de ser conocido, lo conocido posea una realidad propia y
distinta de su situación de ser-conocido, aunque, naturalmente, compatible
con ella.
En palabras de Millán-Puelles, «lo que el argumento inmanentista habría
de hacernos patente no es que no cabe pensar sin que lo pensado sea
objeto de pensamiento, sino esto otro: que no cabe pensar que un objeto de
pensamiento tenga su propio ser con independencia del respectivo ser
objetual ante una subjetividad consciente en acto. Y no lo prueba porque no
demuestra que la objetualidad afecte al ser de una manera necesaria, de tal
forma que el ser fuese imposible sin una relación a la conciencia. Por
carecer de esa demostración, el argumento inmanentista no pasa de ser
una de estas dos cosas: o una tautología, o una petición de principio. Como
expresa tautología, tendría esta forma u otra equivalente o parecida: no
cabe que lo pensado no sea objeto de pensamiento. Lo cual,
evidentemente, no es igual que negar que pueda pensarse algo sin pensarlo
como pensado. Y como explícita petición de principio, su enunciación puede
hacerse en los siguientes o muy similares términos: lo pensado es, por
necesidad, inmanente a la conciencia, porque lo no inmanente a la
conciencia no puede ser pensado. Claro está que esto no demuestra la
imposibilidad de pensar algo cuya objetualidad no agote su propio ser»
[Millán-Puelles 1990: 42].

Decían los escolásticos que la verdad es un aspecto del ser de lo


real: ens et verum convertuntur. Este aserto posee dos implicaciones
radicales. En primer término, que la realidad se deja comprender, es
inteligible; en otras palabras, que no es absurda o contradictoria y, por ende,
no le repugna su situación de posible objeto de una comprensión ajustada.
Incluso cuando se trate de una realidad menos clara para nosotros, lo que
precisamente tiene de realidad lo tiene de invitación a ser descubierta y
comprendida. En segundo término, que la realidad posee la fundamental
característica de ser independiente de su fáctica situación de ser objeto de
una representación verdadera por parte de una inteligencia finita y limitada
como la humana. (Tal situación es, por cierto, estrictamente irreal para la
realidad que es objeto de representación por la mencionada inteligencia
finita, puesto que nada real le añade ésta, ni le quita). Toda verdadera
representación es representación de la verdadera realidad de lo
representado, entendiendo que lo que esto tiene de real lo tiene, en
definitiva, además de, e incluso a pesar de ser por mí representado. El
conocimiento, entonces, o lo es de la verdadera realidad, o no es
conocimiento en modo alguno. Dicho de otro modo, conocer lo falso no es
conocer realmente nada: es más bien desconocer la realidad.
7. La cuestión de la verdad y la posibilidad
humana de conocerla
Millán-Puelles poseía una conciencia fundamental –y fundamentada– de
la capacidad de la razón para conocer la verdad [Barrio Maestre 2001]. Casi
toda su trayectoria intelectual puede describirse como un esfuerzo por
dilucidar y formular con toda precisión la naturaleza «reiforme» de la
subjetividad humana, tanto en su vertiente aprehensiva como volitiva. En el
hombre razón y libertad se entienden desde su apertura al ser (y también
desde su peculiarísima relación con lo irreal, con el no-ser en el que
consiste la mera objetualidad).

En todo caso, lo que ahora importa subrayar es la firme defensa que hace
Millán-Puelles del valor de la razón como capacidad de verdad. Sin caer en
los excesos del racionalismo, llegó a convertirse en uno de los principales
valedores de la razón en un tiempo en que pocos filósofos continúan
«creyendo» en ella.

Millán-Puelles presenta una demostración modélica de la inteligibilidad de


lo real en El interés por la verdad [Barrio Maestre 2001: 75-78]. Ello le obliga
a discutir la tesis kantiana de la imposibilidad de conocer el ser transobjetual
del objeto, que queda reducido, en el planteamiento del filósofo alemán, a
su mero ser-objeto. En la propuesta kantiana, con todo, hay un realismo
empírico que debe complementar al idealismo trascendental, según el cual
las cosas que intuimos sensorialmente no son en sí mismas aquello por lo
cual las tomamos en su intuición. Responde Millán-Puelles: «Una intuición
donde lo intuido no es lo que de él se intuye es una intuición que no es
ninguna intuición» [Millán-Puelles 1997: 83]. En la Teoría del objeto
puro profundiza en la inconsistencia del argumento kantiano: «La afirmación
kantiana de las cosas en sí es la tesis de algo que no podemos en manera
alguna conocer, sino tan sólo pensar. Tal es el prejuicio anti-realista que en
Kant funciona como contrapeso de la tesis de las cosas en sí: un prejuicio
que no sólo es anti-realista, sino antimetafísico también, pues una efectiva
metafísica no puede, en su orientación a lo real ut sic, construirse con
pensamientos que no sean a la vez conocimientos. Por lo demás, la
negación kantiana de la posibilidad de un conocimiento humano de las
cosas en sí no se refiere de una manera exclusiva a las esencias de ellas,
sino que también incluye su existencia, que según Kant es pensada, pero
no conocida. De lo cual, a su vez, se infiere que lo que en resolución viene
Kant a decir es que existe en nosotros la necesidad de pensarla, no que
esté dada ella misma como algo externo a nuestro pensamiento e
independiente de él. (…) En la versión kantiana la experiencia no alcanza
ningún ‘en sí’: está necesariamente recluida en el mundo de los fenómenos,
los cuales, aunque basados en las cosas en sí, no las hacen patentes,
antes por el contrario, las ocultan» [Millán-Puelles 1990: 46].

Las dos mencionadas implicaciones radicales de la convertibilidad entre


ser y verdad –a saber, las efectivas conversiones o identidades entre ser e
inteligibilidad y entre no-ser y ser-objeto de intelección por parte de una
inteligencia finita– no son contradictorias o excluyentes, sino más bien
mutuamente exigidas, pese a lo que pueda parecer a primera vista, por
cuanto todo lo que tiene de real (para la inteligencia finita) el efectivo
entender, lo tiene de irreal (para la cosa entendida) el ser por mí entendida.
De ahí que lo que en efecto se añade realmente al entender, se le añade a
la inteligencia finita, enriqueciéndola sin duda, pero no a la cosa entendida.

Para que pueda verificarse en el espíritu humano la extraversión o


apertura al mundo a la que alude, por ejemplo, Heidegger con el concepto
de «libertad trascendental» (transzendentale Freiheit), las realidades que
integran ese mundo han de tener, en primer lugar, la cualidad de «dejarse
ver», cualidad en la que cabalmente estriba la verdad ontológica (verum
transcendentale). Para que yo pueda captar la realidad, en ella tiene que
haber, a su vez, una plasticidad que cabría categorizar como no-
repugnancia de la cosa respecto del intelecto que la capta. La realidad no
puede ser contradictoria en sí misma ni con su posible situación de ser-
objeto. Por tanto, la apertura al mundo (Weltoffenheit) ha de ser interpretada
en el sentido de que todo lo real puede ser objeto de un acto cognoscitivo.
Cuando dicha apertura de lo real a su situación de ser objeto se
corresponde con una intelección actual, el sujeto queda impregnado del ser
intencional de las cosas del mundo. Y al ser «in-formado» por ellas, la forma
de lo captado revierte sobre el propio sujeto que capta.

Según la tesis clásica, la verdad se encuentra formaliter en el


entendimiento que juzga cuando se adecua al ser de lo juzgado, pero
está fundamentaliter en el ser de las cosas, y no en cuanto conocidas por
mí sino en cuanto entes; aún más, la verdad, ontológicamente considerada,
es idéntica al ser de las cosas, no se distingue de él más que según la
razón. Lo único que la razón añade a la cosa al decir que es verdadera, en
este sentido, es una relación de razón (respectus logicus). Tal relación es
irreal cuando afecta a la cosa respecto del entendimiento humano, aunque
real –realísima– cuando afecta al entendimiento humano respecto de la
cosa entendida. La noción trascendental de verdad hace explícita en el ente
su inteligibilidad misma, es decir, la nota de que no hay en él nada que haga
imposible o contradictorio su ser conocido con verdad lógica [Millán-Puelles
1984: 245-246 (2ª ed.)].

Ahora bien, dicha inteligibilidad no puede ser confundida con la


intelección actual que una subjetividad humana –finita– pueda tener de un
ente al que hace objeto de una representación. Digamos que la verdad más
profunda de las cosas no consiste en su presencia intencional ante una
subjetividad finita. Bien distinto es el caso si se trata de la subjetividad
infinita: ahí sí cabe identificar la verdad ontológica –en definitiva, el acto de
ser– de un ente con su presencia actual ante la inteligencia divina. San
Agustín lo resume paladinamente en esta confesión: «Nosotros conocemos
las cosas porque son, pero ellas son porque Tú las conoces». Para un ente,
en definitiva, el ser objeto de una aprehensión cognoscitiva por parte de una
subjetividad finita es una situación completamente irreal, una
pura denominatio extrinseca [Millán-Puelles 1984: 586-587 (2ª ed.)]. Bien
distinto es el caso si lo consideramos en relación a la Subjetividad Infinita:
toda verdad se reduce, como a su principio radical –per reductionem ad
eius fundamentum– a la Verdad por esencia, a Dios, que es intelecto puro y
suprema verdad inteligible, por ser el Ipsum esse subsistens.

8. El interés por la verdad


Al reflexionar sobre la personalidad filosófica de Antonio Millán-Puelles no
deja de destacarse su interés por la verdad. El «interés por la verdad»
presupone la confianza en la capacidad de la razón. Dicha confianza, a su
vez, posee un doble fundamento: por un lado, la irrestricta apertura del
espíritu humano a la totalidad de lo real y, por otro, la condición mediante la
cual la realidad misma se abre camino a la razón.

Millán-Puelles estima que la razón recibe su fundamental impulso del


interés por la verdad, interés que define como «el deseo, efectivamente
diligente o solícito, de tener conocimientos verdaderos en la acepción de
concordantes o conformes con los objetos a que se refieren» [Millán-Puelles
1997: 57]. Al enfrentar el problema de si la inteligencia humana puede estar
dotada de un interés auténticamente teórico, pone de relieve el valor que en
sí misma posee la teoría. «Es necesario que el entendimiento humano sea
capaz de conocimientos puramente teóricos, es decir, enteramente
innecesarios para mantenernos en la existencia y en general para la
llamada vida activa, pero en sí y por sí mismos valiosos (…). Ningún
conocimiento puede dejar de presentársenos como preferible a su falta, si
ambos son considerados en sí mismos, independientemente de cualquier
sobrecarga eventual» [Millán-Puelles 1997: 71].

Una de las notas características del pensamiento de Antonio Millán-


Puelles es su indiferencia radical respecto de las modas intelectuales.
Nunca se mueve para halagar el oído sediento de lo inmediato, de
lo actual y vivo. «En realidad es vivo todo problema auténticamente vivido
con la intensidad indispensable para plantearlo con rigor y para sentirse en
la necesidad de buscarle la solución. Cualquier otra manera de entender
las vivas inquietudes intelectuales o los problemas vivos es pura y simple
retórica vitalista» [Millán-Puelles 1997: 280]. Si alguna vez se ocupa Millán-
Puelles de cuestiones que en efecto lo son de actualidad, no lo hace porque
lo sean, sino por el interés que encierran en sí mismas y porque tropieza
con ellas en su búsqueda de lo esencial. (Por otra parte, en el fondo, lo más
esencial siempre es actual de una u otra manera). Y en filosofía, pocos
asuntos pueden considerarse tan esenciales e invulnerables a las modas
como el de la misma vocación a buscar e interesarse por la verdad, que
constituye lo más formalmente propio de la tarea filosófica.

9. Bibliografía
9.1. Obras de Antonio Millán-Puelles
El problema del ente ideal. Un examen a través de Husserl y Hartmann,
C.S.I.C., Madrid 1947.

Ontología de la existencia histórica, C.S.I.C., Madrid 1951.

Fundamentos de Filosofía, Rialp, Madrid, Vol. 1: 1955, Vol. 2: 1956


(2001, 14ª ed. en un único volumen).
La claridad en filosofía y otros estudios, Rialp, Madrid 1958.

La función social de los saberes liberales, Rialp, Madrid 1961.

Persona humana y justicia social, Estudios (colección La Rábida, 1),


Madrid 1962 (Rialp, Madrid 1982, 5ª ed.)

La formación de la personalidad humana, Rialp, Madrid 1963 (1989, 7ª


ed.).

La estructura de la subjetividad, Rialp, Madrid 1967. Hay traducción al


italiano: La struttura della soggetività, Marietti, Turín 1973.

Economía y libertad, Confederación Nacional de Cajas de Ahorros,


Madrid 1974.

Sobre el hombre y la sociedad, Rialp, Madrid 1976 [Millán-Puelles 1976a].

Universidad y sociedad, Rialp, Madrid 1976 [Millán-Puelles 1976b].

Léxico Filosófico, Rialp, Madrid 1984 (2002, 2ª ed.).

Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid 1990. Publicado también en


inglés: The Theory of the Pure Object, Carl Winter Verlag,
Heidelberg 1996.

La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética


realista, Rialp, Madrid 1994.

El valor de la libertad, Rialp, Madrid 1995.

Ética y realismo, Rialp, Madrid 1996 (1999, 2ª ed.).

El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997.

Lógica de los conceptos metafísicos, Rialp, Madrid, Vol. 1: 2002, Vol. 2:


2003.

La inmortalidad del alma humana, Rialp, Madrid 2008.


Las dimensiones morales del interés por la verdad, «Anuario
Filosófico» XLII/3 (2009), pp. 527-553.
Emmanuel Mounier
Autora: Carmen Herrando

En los años treinta del siglo XX, Emmanuel Mounier ve la necesidad de


rehabilitar el concepto de persona como inicio de la solución a la crisis
cultural y de valores que asolaba Europa. Su vida estuvo dedicada a esta
causa a través de la revista Esprit, por él fundada, y mediante los grupos de
reflexión y de acción del mismo nombre. Mounier tuvo una vida breve, pero
intensa, entregada al servicio del pensamiento personalista y comunitario,
que él promovería con plena conciencia de que los hombres y mujeres de
su tiempo necesitaban pensar de nuevo y en profundidad la persona y llevar
sus reflexiones a todos los órdenes de la vida, hasta cambiar las estructuras
políticas, adecuándolas a un mundo en el que se creyese y viviese de
verdad que los seres humanos somos personas. Fue, sin duda, un testigo
de su tiempo.

Índice
1. Esbozo biográfico

1.1. Estudiante de filosofía y filósofo

1.2. París

1.3. Jacques Maritain

1.4. Charles Péguy

1.5. Esprit o hacer apostolado con la Filosofía

1.6. La familia de Mounier

1.7. Una política de voltigeurs

1.8. La cárcel y el final de la guerra

1.9. Un corazón que latió con demasiada intensidad

2. El personalismo comunitario
3. Estructuras de la persona

4. El personalismo como compromiso entre personas que crecen en libertad

5. Las opciones políticas

6. Bibliografía

6.1. Obras de Mounier

6.1.1. En orden cronológico de publicación original

6.1.2. En la edición de obras completas (original y traducción castellana)

6.1.3. Otras ediciones citadas

6.2. Bibliografía secundaria

6.3. Páginas web

1. Esbozo biográfico
Emmanuel Mounier nace en Grenoble el 1 de abril de 1905, en una
familia de la pequeña burguesía y de origen campesino. Sus padres eran
creyentes. El padre, farmacéutico, era muy estimado por su laboriosidad y
su dedicación familiar; la madre, igualmente entregada a la familia y al
hogar. Tuvieron dos hijos: Madeleine y Emmanuel; Madeleine estaba
interna en un colegio cuando Emmanuel era pequeño, y Emmanuel,
acostumbrado a hallarse entre gente mayor, desarrollaría una actitud
reflexiva bastante precoz. Cuentan sus biógrafos que de pequeño solía
preguntar cosas de este tenor: «y a Dios, ¿quién lo ha hecho?». El año que
nació Emmanuel Mounier se proclamaron en Francia las leyes de laicidad
que hacían efectiva la separación entre Iglesia y Estado.

Cuando Emmanuel tiene trece años, sufre un accidente desgraciado: un


compañero le lanza una piedra y le rompe las gafas (tenía un marcado
estrabismo), pero le destroza también un ojo. A esto venía a sumarse la
sordera de un oído provocada por una otitis mal curada. Todo ello habría de
influir en su carácter melancólico y tímido.
En los estudios, Emmanuel Mounier destacó por su aptitud para las
ciencias humanas, pero sus padres querían que fuese médico e ingresó en
la Facultad de Ciencias de Grenoble, donde pronto vería que la física o la
química le interesaban muy poco, aunque se esforzaba y lograba aprobar
con buenas notas (durante toda su vida, probablemente a raíz de estos
estudios, estuvo atento a los pasos que daban las distintas ramas de la
ciencia). Barruntaba que su vocación era otra, y al cabo de tres años
cambió los estudios de Medicina por los de Filosofía. La transición la facilitó
un retiro de Acción Católica que describe como muy luminoso. Militaba
desde muy joven en la ACJF (Action Catholique de la Jeunesse Française),
donde viviría su primera experiencia asociativa y conocería el catolicismo
social; fue por entonces cuando comprendió en qué consiste la verdadera
humildad y cuando tuvo lugar su conversión a Cristo, que describe como «el
paso de un pietismo tradicional y burgués a la vida verdaderamente
cristiana» [carta a su hermana Madeleine, el 19-12-1925].

1.1. Estudiante de filosofía y filósofo


«Este es mi hijo, que desea estudiar filosofía para hacer apostolado»: así
presenta Paul Mounier a su hijo Emmanuel ante Jacques Chevalier[1],
profesor distinguido de la universidad de Grenoble. Mounier admiraba a su
«maestro incomparable», a quien elogió en una carta que La Vie
catholique publicaba el 6 de abril de 1926. Pero su relación con Chevalier
pasaría por algunas crisis, sobre todo entre 1940 y 1941, durante el
gobierno de Vichy, cuando Chevalier fue Secretario de Estado de Educación
Nacional. Gracias a Chevalier conoció Mounier el pensamiento de Bergson.

Durante los años de universidad, Emmanuel Mounier frecuentó las


Conferencias de San Vicente de Paul, que le permitieron conocer realidades
muy pobres y a personas desfavorecidas. Junto al padre Guerry —que
habría de ser uno de los mayores representantes del catolicismo social en
Francia y obispo de Cambrai— trabajó en Saint-Laurent, una de las
parroquias más pobres de Grenoble. Descubriría así un mundo bien distinto
del ambiente pequeñoburgués en el que se había criado, disponiendo su
corazón para acoger realidades marginales y para el compromiso con los
pobres.

Con la filosofía se enriqueció la vida social e intelectual de Mounier, y él


promovería un grupo de estudios católicos para futuros profesores, y otro de
estudios helenistas (leían a Platón, sobre todo). Y se interesó por el
pensamiento de René Le Senne (en particular por la caracterología de este
catedrático católico). Todo ello, en el contexto laicista que reinaba en
Francia.

En este periodo, Mounier leyó, entre otros, a André Gide y a Charles


Péguy, quedando atrapado por este último; también le atrajo mucho
Jacques Rivière (director de Nouvelle Revue Française), quien se convirtió
al catolicismo tras una larga lucha interior, influido por Claudel). Y la
polémica que alentó Action Française, condenada en 1926, tampoco dejaría
indiferente a Mounier, advertido por Chevalier y por el padre Guerry del
peligro que esta formación suponía para la autonomía de la fe frente a la
política.

1.2. París
Simplemente soy incapaz de ponerme ante mi destino, como
alguno de esos jóvenes que he visto a mi alrededor, que
organizan sus asuntos como se traza un boceto. Tengo una
idea muy nítida, sí, del sentido de mi vida. Entiéndelo como un
impulso y una luz, más que como una dirección trazada. Por lo
demás… He estado a punto de caer en la «mentalidad» de la
máquina universitaria. La prueba me ha salvado, y ahora siento
escalofríos como por un peligro evitado. Quiero recibir y dar,
eso es todo (incapaz de saber incluso si acabaré en el mundo
de las cátedras y decidido a no cerrar nada por adelantado).

Quizá sea además muy poco filosófico: ¿consiste ser filósofo


en conceder más precio a una amistad que a una tesis? [Carta
a Jean Guitton, 10-VIII-1928, Mounier 1964: 436][2].

Tras defender el trabajo para el Diploma de Estudios Superiores en


Filosofía, cuyo tema fue «El conflicto entre antropocentrismo y teocentrismo
en la filosofía de Descartes», Mounier llegó a La Sorbona en 1927; tenía
que preparar el examen de acceso a la enseñanza superior y al doctorado.
París, aquella «gran ciudad indiferente», no le causó buena impresión; en la
universidad estaba estigmatizado el pensamiento cristiano y reinaba un
clima cultural extraño para alguien que tenía como libro de cabecera
los Pensamientos de Pascal. Por entonces estaba en boga el pensamiento
idealista (idealismo moderno) de Léon Brunschvicg; y Chevalier le había
transmitido cierta aversión por el idealismo.

Pero en París encontró grandes amigos. Jean Guitton fue uno de ellos;
trabajaba entonces en su tesis sobre el tiempo y la eternidad en Plotino y
san Agustín, y estudiaba el desarrollo del dogma en el pensamiento del
cardenal Newman. A un Mounier que dudaba de sus propias posibilidades,
Guitton le reveló que muchos le seguirían, pues captaba la fuerza de su
personalidad y la hondura de su pensamiento. Cuando Mounier presentó a
Guitton el proyecto de fundación de Esprit, Guitton vio en ello un «signo de
los tiempos».

Otra amistad admirable de Mounier fue la del padre Pouget, un sacerdote


lazarista, ciego, que sería su director espiritual hasta el año de su muerte,
en 1933. Mounier le visitaba dos veces por semana y admiraba su alegría y
el espíritu de pobreza con el que vivía; Guitton comparaba esta relación con
la que mantuvieron el abbé Huvelin y Charles de Foucauld.

Al poco tiempo de estar en París, Mounier recibió un golpe muy duro: el 5


de enero de 1928 moría su amigo Georges Barthélemy. Así escribía a su
hermana Madeleine tres días después:

No te puedes imaginar lo que se ha hundido en mí con esta


amistad tan espontánea que desaparece. […]. Llegamos a ser
amigos sin declaración, por el descubrimiento inmediato de la
correspondencia entre nuestras almas. Era también el amigo de
los dieciséis años, nacido con la vida, insustituible para
siempre. Siento el estruendo sordo de todas las zonas de mi
pasado que se hunde, este aislamiento súbito, este
aturdimiento de algunos sueños con los que se quiere atrapar
en vano lo que se nos escapa…» [Carta a Madeleine
Mounier, Mounier 1964: 429-430].

El joven Mounier viviría una honda comprensión de la alegría que arraiga


en el sufrimiento. La muerte de su amigo le hizo sentirse ajeno a las
banalidades del mundo y le ayudó a descubrir que tenía que hacer algo
bueno con su vida y a percatarse de la centralidad de su vocación. Esta
experiencia de la alegría vivida en el dolor fue una constante en la vida de
Emmanuel Mounier.
En 1928 se presentó al examen de agrégation, junto a Jean-Paul Sartre,
Simone de Beauvoir, Jean Daniélou y Raymond Aron. Aron fue el primero
de aquella promoción; Mounier quedó segundo. Pero tan buen resultado no
terminó de reconciliarle con la universidad. Pidió una beca para iniciar el
doctorado, y la disfrutó durante un año; y para tener acceso a una beca de
tres años buscó argumento para una tesis en autores místicos españoles.
Estuvo en España en 1930, algo menos de un mes, y escogió la figura de
Juan de los Ángeles (1536-1609); pero la vida le señalaba otros caminos.

«El acontecimiento será nuestro maestro interior»: es una de las frases


más conocidas de Mounier. Asimilado al Erlebnis o vivencia, que aprendió
de Paul Louis Landsberg (pensador alemán refugiado en Francia, y gran
amigo suyo), el acontecimiento es una categoría central en la vida y en el
pensamiento de Mounier. Consideraba que los acontecimientos son una
suerte de pedagogía para los seres humanos, pues son llamadas
personales que sacan de la seguridad de los hábitos y albergan su parte de
misterio. Vería así a la persona creyente como alguien que sabe emplear
los resortes de la inteligencia y del corazón en la hermenéutica del
acontecimiento, asociando a éste la categoría teológica evangélica de los
signos de los tiempos (Mt 16,3). En 1930, en Dublín, Mounier habló en
público sobre santa Teresita de Lisieux, e introdujo su visión del
acontecimiento junto a la de la infancia espiritual, dos temas clave para
combatir lo que llamaría más adelante «desorden establecido».

1.3. Jacques Maritain


En otoño de 1928, Mounier se aloja en la Casa de Juventud que dirigía
Jean Daniélou. Allí conoció a Georges Izard (cofundador de Esprit) y,
gracias a Daniélou y a Jean Guitton, conoce a Jacques y Raïssa Maritain,
en cuya casa de Meudon se juntaban muchos intelectuales, escritores y
pensadores. Maritain, que rondaba entonces la cincuentena, apreció en el
joven Mounier «la nobleza de corazón, la fe sobrenatural y el celo ardiente
por la pureza en la acción intelectual» [Bombaci 2002: 29]. Mounier veía a
Maritain como «modelo de rigor y honestidad intelectual» [Bombaci 2002:
31]. En las conversaciones de Meudon se trataban todo tipo de temas:
literatura, filosofía, ciencia, mística, política, música (Mounier tocaba el
piano y le encantaban los conciertos). Frecuentaban Meudon: Marcel
Arland, crítico literario de la Nouvelle Revue Française, Louis Massignon
(orientalista, discípulo de Charles de Foucauld), el escritor Jean Cocteau,
los teólogos Charles Journet y Garrigou-Lagrange, los filósofos Nicolai
Berdiaev y Gabriel Marcel, entre otros. Marcel trabajaba entonces en la
experiencia interior desde el existencialismo cristiano y afirmaba que el
intelecto no puede captar el misterio de la existencia porque es ante todo
«tensión» hacia el ser; pronto vería Mounier a la persona como
«movimiento» hacia el ser, de manera que la relación entre ser y tener, que
Marcel elaboró con especial sutileza, influiría en Mounier, sobre todo en su
análisis de la mentalidad burguesa (la esfera del ser es la de la relación
auténtica, mientras que la del tener se relaciona con algo exterior que se
cree dominar, pero que no se domina en absoluto).

Estos amigos pensadores conversaban intensamente sobre la crisis que


veían llegar. Berdiaev, representante de los rusos que vivían en París,
conjugaba elementos de la tradición socialista con la necesidad de un
renacimiento espiritual (se refería, por ejemplo, a una nueva Edad Media
que hiciese renacer la cultura en Europa). Las conversaciones de Meudon
supusieron para Mounier el inicio de su pensamiento sobre fe y cultura, uno
de los problemas que más inquietaban a Maritain; y la presencia de
cristianos católicos y ortodoxos ayudaría a la forja en Mounier de una seria
conciencia ecuménica, que luego llevaría a cabo Esprit, tratando muchas
veces el diálogo interconfesional.

Maritain propuso a Mounier la lectura de Tomás de Aquino, pero a


Mounier no le cautivó, pues la noción de persona que iba fructificando en su
pensamiento era más deudora de san Agustín que de santo Tomás. Puede
decirse —simplificando mucho— que Maritain, fiel a la perspectiva tomista,
adoptó un pensamiento fundado en la metafísica clásica, mientras que
Mounier, que no rechazó ni el tomismo ni la metafísica, fundó su
pensamiento sobre cimientos de tipo fenomenológico y existencial,
tendiendo a valorar más los aspectos personales de la relación, hasta el
punto de definir la comunidad personal como persona de personas, donde
cada uno realiza su vocación, ese «principio viviente y creador» que
consiste en la «unificación progresiva de todos mis actos», y que, al tiempo
que unifica, es «singular por añadidura», como escribe en Manifiesto al
servicio del personalismo [Manifeste au service du personnalisme, Mounier
1961a: 528].

La influencia de Maritain y los encuentros de Meudon contribuyeron a


madurar la sensibilidad política del futuro director de Esprit (un «distinguir
para unir» —como quería Maritain— entre lo espiritual y lo temporal,
teniendo presente que lo temporal es distinto de lo espiritual, pero no son
campos separados). También interiorizará Mounier el principio
de pluralismo de la reflexión mariteniana, fundamental en una sociedad
donde conviven personas y valores muy diversos. En la mediación entre fe,
cultura y política, Mounier irá más lejos que Maritain, teniendo muy presente
la responsabilidad de los laicos en este terreno. Ejemplo de esto último fue
su colaboración con el movimiento Les Davidées[3], asociación de maestras
católicas que trabajaban en la escuela pública. Carlos Díaz presenta esta
cooperación como una suerte de ensayo de la obra entera de Mounier: un
movimiento espiritual basado en la amistad y donde la labor educativa fuera
un pilar importante [Díaz 2000: 54].

1.4. Charles Péguy


Daniélou organizó en 1928 unas conferencias sobre Péguy y su obra, e
invitó a Mounier a presentar el pensamiento religioso del poeta. Charles
Péguy fue un converso de pensamiento independiente y con cierta aversión
hacia los convencionalismos académicos. Entre 1900 y 1914 fundó y dirigió
los Cahiers de la Quinzaine. Era un socialista nada convencional que
rechazó el ideal pacifista de las grandes corrientes del socialismo y optó por
un nacionalismo que se remontaba a la grandeza de Francia en el pasado
(de ahí su admiración por Juana de Arco). Denunciaría la degradación de
la mística socialista en política, consciente de que la política siempre acaba
conquistando el poder; y lo mismo haría con la mística cristiana, advirtiendo
sobre los riesgos de desvirtuarse también en política. Ya cristiano, reprochó
a algunos sacerdotes ser «funcionarios de lo sagrado» y encarnar una
religión sin alma, confabulada a veces con las injusticias, y predicó con su
vida el retorno a la sencillez que entrañan las virtudes evangélicas.

Péguy, que cautivó a Mounier, destaca como cantor de la esperanza (una


esperanza que Mounier entenderá sobre todo como optimismo trágico); y se
puede afirmar que fue Péguy quien, en buena medida, impulsó a Mounier a
ser él mismo, de manera que que Mounier tomó de él no pocos aspectos
vitales que serían centrales en su pensamiento: su particular mirada al
acontecimiento, la distinción entre mística y política, la aversión al mundo
del dinero, o la centralidad del misterio de la Encarnación. Así escribe en El
pensamiento de Charles Péguy:
Toda realidad es una imagen de esta «pieza capital» del
cristianismo [la Encarnación]. Cristo tomó la Encarnación en su
exactitud y en su plenitud, sin reservas, sin fraude. Fue un
hombre entre los demás, un santo entre los demás, el primero
de los hombres y el primero de los santos: vinculado a un lugar,
como ellos, a un tiempo, a una raza de carne, a una historia.
Hay Evangelios y relatos: los cielos resplandecen eternamente
la gloria de Dios, pero Cristo se relata. No fue un gran santo en
el trono, como san Luis, ni una gran santa bajo las armas, como
Juana de Arco. Eligió un puesto. Para narrarlo se precisan
cronistas, como san Luis tiene necesidad de Joinville, y Juana
de Arco de los pobres clérigos que escribían en el interrogatorio
las preguntas y las respuestas. Libre hasta el último momento
ante las profecías, fue un acontecimiento, y como tal quiso vivir,
precario y discutido; se entregó a los exegetas y a los
historiadores por el mismo movimiento por el que se entregó a
los verdugos, porque quería que su memoria fuese también una
memoria de hombre y humanamente conservada, como su
cuerpo era un cuerpo de hombre que se condolía del
sufrimiento humano. En este orden ratificado por Cristo, lo
espiritual, que es dueño y señor, y lo eterno, que lo es todo,
están perpetuamente expuestos, por su Encarnación, a las
inquietudes y a las incertidumbres de la materia. [La pensée de
Charles Péguy, Mounier 1961a: 102].

Del testimonio de Péguy, Mounier admiró ante todo la elección de una


vida sencilla y pobre; él mismo abrazó este ideal y lo vivió con gran
coherencia. Y Péguy contribuiría en una decisión capital de Mounier: la de
abandonar el mundo académico oficial. «Entonces intervino Péguy. Fue
durante las vacaciones de Navidad de 1928-1929. Me acuerdo bien de que
me zambullí en su obra en prosa. Y comprendí por qué dudaba tanto al
borde de esas tuberías bien montadas que llevan directamente desde la
Escuela Normal a la enseñanza “superior”» [Carta a Jéromine
Martinaggi, Mounier 1964: 452].

En la Casa de la Juventud, Izard y Daniélou plantean escribir una obra


sobre Péguy, que llevaron a término Izard, Mounier y Marcel Péguy, hijo del
poeta, pues Daniélou ingresó en la Compañía de Jesús. El libro se publicó
en 1931 en la colección Le roseau d’or que dirigía Maritain para la editorial
Plon. «Nadie ha captado a Péguy mejor que Mounier», llegó a escribir
Bergson. Y esto escribe Mounier sobre Péguy, entre tantas otras cosas,
refiriéndose a la infancia espiritual:

En este mundo turbado, algunos hombres llegan a nosotros,


igual que niños, con ojos cargados de milagro. Llevan sobre sí,
como una sonrisa, esa pureza a la que los demás aspiran
laboriosamente, y de ese despertar que en ellos florece irradia
un mensaje. […] Péguy nos reconcilia con cuanto brinda la
tierra. Ignora a los hombres de letras y los problemas que éstos
discuten. Surgido del pueblo, no quiere salir del pueblo. […]. Y
voluntariamente, sin armar estrépito, renuncia a la ascensión
gradual que conduce al éxito y se desposa con la pobreza de
todo el mundo, sin dejar su lugar [La pensée de Charles
Péguy, Mounier 1961a: 15].

Ante la generación de Mounier, hambrienta de maestros que sean


también testigos, Péguy se presenta como alguien que «en un único
movimiento, pensaba su vida y vivía su pensamiento, cruzándose ambos,
como se juntan las manos para una misma oración». [La pensée de Charles
Péguy, Mounier 1961a: 20].

1.5. Esprit o hacer apostolado con la Filosofía


La beca de tres años que pide a la Fundación Thiers fracasa. Mounier
trabaja en la enseñanza secundaria (colegio Sainte-Marie de Neuilly, de
madame Daniélou, y luego en el instituto de Saint-Omer, entre 1931 y
1932). Pero los acontecimientos “hablan” y le hacen ver que la enseñanza
no es su vocación, aunque tiene que ganarse la vida. Concibe así la
fundación de una revista de pensamiento como factor de una honda
renovación, que convocase en torno a ella a intelectuales, artistas,
científicos y personas inquietas, con diferentes visiones del mundo, pero
animados todos ellos por la convicción de que existe un primado del espíritu
entre los seres humanos; la finalidad era pensar y afrontar la catástrofe que
vislumbraba en un horizonte no lejano.

Fue en esta época [Navidad de 1929] cuando cristaliza en mí


un triple sentimiento: El sentimiento […] de que un ciclo creativo
de Francia se había cerrado, que había cosas que pensar que
no se podían escribir en ningún sitio; que, a nosotros, pianistas
de veinticinco años, nos faltaba un piano. El sufrimiento, cada
vez más vivo, de ver nuestro cristianismo solidarizado con lo
que yo llamaría después «desorden establecido» y la voluntad
de romper con él […]. La percepción de una crisis total de
civilización bajo la naciente crisis económica. [Carta a Jéromine
Martinaggi, 1-4-1941. Mounier 1964: 476-477].

Así escribía a su amigo Georges Izard en diciembre de 1930:

No sabes cuán disgustado me siento por el momento de la


enseñanza, tal como la condiciona el Estado francés. Me aferro
a París, esa última libertad de gestos y de pensamientos; no
puedo resolverme a lo último. Y, además, con la conciencia de
que nos espera en algún lugar del camino una catástrofe social
o internacional, ¿cómo aceptar una carrera de jubilación? Sólo
veo mi salvación, es decir, mi vocación, en la gran apuesta.
Quizás podríamos arriesgarnos juntos. No somos nada, y esto
me espolea. Tenemos la pobreza total de la que nacen las
obras. [Carta a Georges Izard, Mounier 1964: 477].

Conciencia clara, pues, de una gran crisis en el seno de Europa, en la


que jugaron el affaire Dreyfus a finales del siglo XIX y las consecuencias de
la Primera Guerra mundial. En tal contexto, Mounier atribuye gran
importancia a la responsabilidad de los hombres de cultura que creen en la
primacía del espíritu. Hacía falta una renovación desde dos frentes: edificar,
por una parte, nuevas estructuras y, por otra, construir un nuevo
humanismo, que él interpretaba como una vuelta al espíritu del
Renacimiento: reafirmar la dignidad del ser humano que tanto estaba
limitando el individualismo. Se trataba, en definitiva, de poner en valor a la
persona desde su vocación comunitaria, de rehabilitar la noción de persona
y cultivarla, llevándola a todas partes.

La crisis empuja a Mounier a buscar una respuesta que estará muy


vinculada a su identidad cristiana. Considera a pensadores que trabajaban
desde la Filosofía del Espíritu, como Le Senne y Lavelle, a quienes pediría
con frecuencia colaboraciones para Esprit.

En el Prospecto donde anuncia la pronta publicación de Esprit, en febrero


de 1932, escribe:
¿Cómo no estar en permanente revolución contra las tiranías
de esta época? Condenamos en ella: una ciencia separada,
con demasiada frecuencia, de la sabiduría, y bloqueada en
ocupaciones utilitarias; una filosofía vergonzosa, ignorante de
su tarea y de los problemas que nos afectan, que mendiga a la
ciencia una verdad que presenta por adelantado como relativa,
y apenas capaz de demostrar que la ciencia no puede
alcanzarla; unas sociedades gobernadas como casas de
comercio y que funcionan como tales; economías que se
agotan tratando de adaptar el hombre a la máquina y de extraer
sólo oro del esfuerzo humano; una vida privada desgarrada por
los apetitos, desquiciada, abocada a todas las formas de
homicidio y de suicidio; una literatura cuyas complicaciones y
artificios la separan de nuestra naturaleza, o atascada en un
tiempo que ella debería inspirar; la indiferencia que nos llega
por parte de quienes tienen al mundo entre las manos y lo
envilecen, lo derrochan, o lo desprecian. No hay ninguna forma
de pensamiento o de actividad que no esté esclavizada por un
materialismo propio. Por todas partes se imponen al hombre
sistemas e instituciones que lo desprecian: el hombre se
destruye cuando se pliega a ellos. [Extraits du Prospectus
annonçant la publication d’Esprit, Mounier 1964: 489-490].

La respuesta a estas inquietudes da como fruto una revista y un


movimiento en torno a ella: Esprit y el movimiento Esprit. Entre el 16 y el 23
de agosto de 1932, Mounier y unas veinte personas más celebran un
congreso en Font-Romeu, donde Mounier expresa por extenso su visión de
las cosas y sus perspectivas, que quedaron recogidas en Las direcciones
espirituales del movimiento Esprit, el editorial del primer número de la
revista, titulado Rehacer el Renacimiento; salió en octubre. El movimiento
comenzó teniendo cierto carácter político y se llamó Tercera
Fuerza subrayando así el rechazo tanto del comunismo como de la
sociedad burguesa. Pero, al cabo de un año, esta rama más política del
movimiento se separaría de Mounier y de Esprit, para desaparecer en
1934. Esprit no sería la revista de un partido político, pero tampoco una
revista católica, como hubiese querido Maritain. «Mounier construyó una
revista en la que los católicos se cruzan con otros ideales espirituales, pero
sobre la base de un acuerdo en torno a ciertos valores y otras
convergencias en el plano espiritual» [Coq 2008: 15]. Así escribía a
Jéromine Martinaggi en abril de 1932:

…No obstante, voy a pedirte una pequeña parte de tu


vida. Esprit no será solamente una revista: fundar una revista
es una evasión muy cómoda. Quiero que sea también un
circuito de amistades activas, inclinadas, según su vocación,
hacia una colaboración intelectual o hacia la acción sobre la
opinión. Intento crear en tantas ciudades como pueda un
grupito de trabajo que recibirá el resumen de las reuniones del
comité central, intercambiará con él sugerencias, discutirá,
tomará iniciativas, dará conferencias, hablará, propagará,
contradirá. En fin, ya ves, muchas cosas [Carta a Jéromine
Martinaggi, Mounier 1964: 494].

La cuestión financiera de Esprit no era un asunto menor. No fue casual


que Mounier leyera entonces a Santa Teresa, en quien halló un ejemplo de
alguien a quien nada se le pone por delante a la hora de pedir a los
poderosos, y que confiaba infinitamente en su Señor. Además —observa
Mounier—, al rechazar la renta fija para sus conventos, Teresa muestra que
vivir en precariedad es una exigencia de la opción por la pobreza, de la que
también halló buen testimonio en Louis Massignon, hijo espiritual de Charles
de Foucauld, que lo invitaba a no hacerse ilusiones y a aceptar la parte de
soledad a la que tenía que hacer frente. Mounier se movió mucho para
conseguir ayuda económica. Las Ediciones Esprit asumieron la forma
jurídica de sociedad cooperativa de capital variable; comenzaron sin un
franco, y en enero de 1933 se instalaban en las oficinas de Desclée de
Brouwer, en París. Los cuatro fundadores de Esprit fueron Georges Izard,
André Déléage, Louis-Émile Galey y Emmanuel Mounier.

Muchos de quienes estuvieron en Font-Romeu abandonaron. Sin


embargo, intelectuales como Marcel, Berdiaev, de Rougemont o Lacroix,
apoyaron abiertamente la causa.

Uno de los imperativos del movimiento Esprit fue la ruptura con el mundo


burgués. El número de marzo de 1933, Ruptura entre el orden cristiano y el
desorden establecido, que trataba sobre la importancia de que el creyente
arrincone los falsos valores burgueses, fue muy polémico. En este número,
en el artículo Confesiones para nosotros, cristianos, Mounier recuerda la
doctrina del cuerpo místico, en estos términos:
Hay toda una teología, poco conocida por el cristiano medio,
del Cuerpo místico y de la comunión de los santos, que podría
ser muy bien la teología de este tiempo. No es que
confundamos comunismo y comunión, como recientemente nos
acusaba Action Française. Es que el Reino de Dios no sólo
está en nosotros: está entre nosotros, por más que lo hayamos
olvidado demasiado tras el Renacimiento y la Reforma. Un
refuerzo de los vínculos y de los servicios sociales podría
revelarnos regiones inexploradas del hombre [Révolution
personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 383].

Estas pinceladas muestran la dinámica que adquiría Esprit y el peso que


llegaría a tener en el mundo intelectual francés. Desde el
comienzo, Esprit estuvo en el punto de mira de muchos intelectuales y
también en el de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, que no
acababan de ver con buenos ojos a aquellos “cristianos rojos”. Tuvieron
bastante que ver en esto las acusaciones insidiosas de algunos herederos
católicos de Action Française, que confundieron a algunos obispos,
mientras que otros apoyaron claramente el movimiento desde el principio.
Por su parte, Roma, que llegó a estar al tanto de dichas acusaciones, acabó
haciendo caso omiso de ellas.

En julio de 1933, tras la ruptura con Tercera Fuerza, se constituyen los


grupos Amigos de Esprit, con los que se buscaba promover una suerte
de Hogares de reflexión que formasen una red de grupos en las principales
ciudades francesas y también fuera de Francia. En estos Hogares se
trataría de vivir el espíritu personalista y comunitario por medio de
relaciones interpersonales auténticas. Como «hogares de amistad, estudio,
testimonio, y centro de convergencia» de varios movimientos de inspiración
personalista: así plantea su proyecto Mounier.

Entre 1934 y 1936, un nuevo grupo de intelectuales ingresa en la


redacción de Esprit: Pierre-Henri Simon, desde Lille, Jacques Lefranc desde
Bruselas, y Jean Lacroix desde Dijon. Pero hay que subrayar las
aportaciones de Paul-Louis Landsberg, filósofo alemán de origen judío y
convertido al cristianismo, que moriría en un campo de exterminio; Mounier
destaca su pensamiento sobre el compromiso y hará suya la tensión,
descrita por Landsberg, entre las imperfecciones de las causas
emprendidas y la fidelidad a los valores implicados. Dicha tensión se
reavivaría en Esprit con la guerra civil española y con los acuerdos de
Munich (septiembre de 1938). Esprit planteó la necesidad de una firme
resistencia al fascismo. En este sentido, Mounier escribirá que «no nos
comprometemos sino en combates discutibles y con causas imperfectas. Y
rechazar el compromiso por esa razón sería rechazar la condición humana»
[Le personnalisme, Mounier 1962: 504].

Esprit era visto con simpatía por muchos miembros de la jerarquía


católica, pero a otros les inquietaba su apertura y permanecían vigilantes,
sobre todo en los años en que se publica la encíclica de Pío XI Divini
Redemptoris (1937), donde se condena el comunismo. A Mounier se le
pidió un informe donde quedase constancia de la fidelidad a la Iglesia
asumida por los católicos que escribían en la revista.

1.6. La familia de Mounier


En marzo de 1933, Emmanuel Mounier conoce a Paulette Leclercq, con
la que contrae matrimonio en 1935. Paulette trabajaba en los Museos del
Cincuentenario, en Bruselas, donde había nacido. La amistad y el amor que
unían a Emmanuel y a Paulette tuvieron por centro la vida interior de
ambos. Las cartas de Mounier contienen numerosas referencias al amor
espiritual «que no conoce ni hombre, ni mujer, ni medida, sino el de las
personas unidas en la caridad de Dios» [Carta del 2-3-1933, Mounier 1964:
521], y que consiste en «echar la vida de uno en brazos del otro, hasta la
carne de su alma y esta carne de sus días que ya no tienen precio para uno
fuera de la transfiguración que trae a ellos el Otro» [Carta del 7-3-
1933, Mounier 1964: 521]. Para quien vive esta experiencia, «la voluntad de
Dios pasa en adelante por aquel a quien se ama» [Carta del 8-3-
1933, Mounier 1964: 521]. Tuvieron tres hijas. Paulette vivió hasta 1991 (un
frenazo brusco en el vagón de metro en el que viajaba en París le provocó
una caída, y sufrió una embolia como consecuencia). Tras su muerte, se
publicaron estas palabras de Mounier, halladas entre sus papeles, en las
que brillan «la delicadeza, la limpieza, la luminosidad, la fe, la ternura y la
alegría de Emmanuel» [Díaz 2000: 60]:

Marzo de 1933

Gracias, Dios mío, por haberme concedido tocar la Alegría.


No puedo pensar en estos días colmados de Alegría y de
Esperanza. Aún los soy, camino en su luz, toco su presencia.
Me gustaría no poner la mano sobre ellos para dejarme
envolver en ellos. Pero, como esta mañana en el tren, es
necesario que les dé vueltas en mi interior. Necesidad
irresistible de soñarlos una vez, diez veces, de contármelos, de
no dejar escapar su frescor durante los días en que me quede
algo que recordar.

Este mes pasado, este camino. Que no va en absoluto hacia


donde quiero ir ni hacia donde no quiero, un camino que no
está en nosotros…

1.7. Una política de voltigeurs


Ante los acontecimientos políticos que desencadenarán la II Guerra
mundial, Mounier propone una acción de voltigeurs, de volatineros o
saltimbanquis, como esos soldados de infantería ligera destacados del resto
de la compañía, que formaban un cuerpo de élite y solían avanzar por
delante de los otros… «Los voltigeurs constituyen pequeñísimas células,
centros de iniciativa que, sobre la base de los elementos doctrinales y del
examen de las situaciones locales, se consagran a empeños concretos, a
campañas de sensibilización para argumentos determinados, implicando
cuando conviene al grupo Esprit correspondiente» [Bombaci 2002: 144].
Iniciaba así Mounier una publicación breve —Le Voltigeur— de dos
números mensuales, cuyo fin era comentar los acontecimientos con cierta
inmediatez. El editorial que salió el 19 de octubre reprochaba a los
franceses no haber previsto las consecuencias de los acuerdos de Munich.
Durante el tiempo que precede a la guerra, las dos publicaciones insistirán
en la urgencia de un renacimiento espiritual y llamarán a despertar ante el
avance del totalitarismo, así como a pedir una política regeneracionista.

Estas críticas a las políticas vigentes abrirían una reflexión


en Esprit sobre la posibilidad de una democracia personalista basada en el
estatuto de la persona. Y Mounier no dejaría de preguntarse cómo promover
la paz en aquella coyuntura histórica, teniendo en cuenta el primado de lo
espiritual. Su posición no será la de los pacifistas al uso, sino que pedirá
reconocer un aspecto esencial de la paz —y de la paz cristiana— que
suponga «una transfiguración de la fuerza; no una violencia agresiva, sino
vigor tendido, aventurero, generoso» […]. «La paz no es una condición de
debilidad, sino la condición fuerte que exige de nosotros el máximo
despojamiento, el máximo de esfuerzo y de riesgo, para mantener el
heroísmo de nuestra vocación cristiana» [Les chrétiens devant le problème
de la paix, Mounier 1961a: 801]. En Los cristianos ante el problema de la
paz, Mounier trata de dejar claro lo que no es la paz, y critica la
superficialidad de quienes creyeron que los acuerdos de Munich habían
salvado la paz sólo porque habían silenciado los cañones. Analiza después
las condiciones que pone la teología católica para hablar de guerra justa,
destacando que la guerra es una catástrofe espiritual desproporcionada,
pero que los cristianos no pueden salvar la paz renunciando a luchar contra
las potencias que amenazan la civilización y al mismo cristianismo.

La correspondencia de los años 38 y 39 muestra cómo Mounier proyecta


la formación de un centro Esprit muy cerca de París: una comunidad de
familias que den testimonio de los valores personalistas. Cuenta con la
colaboración de Paul Fraisse, psicólogo, y de más miembros de los
grupos Esprit. Emprenderían el proyecto en Les Murs Blancs (Châtenay-sur-
Malabry), a unos veinte kilómetros al suroeste de París, pero las familias no
se trasladarían allí hasta el final de la guerra. Les Murs Blancs será lugar de
estudio y de confrontación de temas de interés en el mundo católico de los
años cuarenta: el compromiso temporal del cristiano, la relación entre fe y
cultura, entre fe y ciencia, las perspectivas de renovación en la Iglesia... Allí
acudirá lo más granado del mundo académico e intelectual (científicos como
Teilhard de Chardin, profesores como Bachelard, o teólogos de Lyon-
Fourvière y de Le Saulchoir).

Al estallar la guerra, el proyecto de vida en común se tiene que posponer.


El primer número de Esprit en tiempo de guerra sale en octubre de 1939 y
se presenta bajo el doble título Esprit et le voltigeur hasta junio de
1940. Mounier, sordo de un oído y sin visión en un ojo, es llamado a filas en
los servicios auxiliares del escuadrón de Cazadores de los Alpes, cerca de
Grenoble, mientras Paulette y la pequeña Françoise –que había nacido en
1938− se trasladan a Dreux, con la familia Touchard (Touchard, dispensado
de ir a la guerra por motivos de salud, será quien se encargue de la
publicación). Mounier convivirá con compañeros de extracción humilde, y en
sus cartas comentará a Paulette la amargura que le produce considerar
todo lo que le distancia de estos soldados. En este primer tiempo de guerra
lee a Scheler y a Marcel. Así escribía a Paulette aquel otoño:
La guerra mostraba al fin su rostro en nuestro periodo
campestre cuando fueron alineados contra el muro del castillo
doscientos o trescientos fusiles y después los tomaron en mano
y uniformaron a esos muchachos que hasta hace poco eran
campesinos, obreros o vendedores. Yo buscaba en sus rostros
la sombra de la muerte, la mueca que harían cuando los
mataran. Veía de lejos al cura con sotana y armado y pensaba
en el «cuerpo de Cristo» y en lo que se hacía con él en este
instante. [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 638].

Lejos de desistir en su empeño, Emmanuel Mounier sigue escribiendo y


tratando cuestiones centrales; proyecta estudios sobre el sentido cristiano
de la comunidad y escribe sobre los valores judeocristianos y el
personalismo católico. Y convencido de que la dominación nazi se alargaría,
al tiempo que condenaba el totalitarismo y la política de Vichy con los
judíos, vio posible seguir la lucha de Esprit bajo el régimen, pero en una
suerte de clandestinidad abierta en la que trató de aprovechar los escasos
espacios de libertad que había; la revista fue autorizada en la Francia de
Pétain. Durante la guerra saldrían diez números entre noviembre de 1940 y
agosto de 1941.

Las cartas de este periodo hablan mucho de su hija Françoise, cuya


enfermedad (una discapacidad severa causada por la encefalitis que le
provocó una vacuna) causó en su padre una tristeza profunda. Los
testimonios son hermosos.

… Desgarros y tristezas, pero nada que pueda producirnos la


angustia de la impotencia o del total abandono. Y además
sabemos que cada prueba no es algo negativo, sino un anticipo
de Cristo que nos pregunta con dulzura: «¿quieres llegar a ser
un poco más, quieres aprender un poco más el amor, del que la
felicidad distrae?». Con todo mi corazón, con todo nuestro
corazón, espero que Françoise sea lo que nos gustaría que
fuera, pero si Dios quisiera otra cosa, no estoy seguro de que
no fuésemos a hallar una alegría espiritual mayor ayudándola a
caminar por sendas oscuras que haciendo de ella una mujercita
corriente. [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 641].

... Al acercarme a esta cuna sin voz sentía que me acercaba a


un altar, a un lugar sagrado donde Dios habla por un signo.
Una tristeza penetrante y profunda; profunda, pero ligera y
transfigurada. Y en torno a ella, una adoración; no tengo otra
palabra. Nunca he conocido tan intensamente el estado de
oración como cuando mi mano le decía cosas a esa frente que
no respondía nada, cuando mis ojos se aventuraban hacia
aquella mirada distraída dirigida hacia lo lejos por detrás de mí;
no sé qué acto emparentado con la mirada, que miraba mejor
que una mirada. Misterio, y sólo puede serlo de bondad, hay
que osar decir: una gracia demasiado elevada, una hostia viva
entre nosotros, muda como la hostia, resplandeciente como
ella. Estos días releía a Bremond. Si toda plegaria verdadera se
fundamenta en la muerte de las potencias, sensibles,
intelectuales, voluntarias; si la fina punta del alma del niño
bautizado, como escribe no sé qué autor espiritual, se pone en
contacto directo con la vida divina en el instante del bautismo,
¿qué esplendores se ocultan en este pequeño ser que no sabe
expresar nada a los hombres? ¡Durante cuántos meses hemos
deseado que se marchara si iba a quedarse así! Mas ¿no es
sentimentalismo burgués? ¿Qué quiere decir para ella ser
infeliz? ¿Quién puede decir que ella lo sea? ¿Quién sabe si no
se nos está pidiendo que guardemos y adoremos una hostia
entre nosotros, sin olvidar la presencia divina en una pobre
materia ciega? Mi pequeña Françoise, para mí eres la imagen
de la fe. Aquí abajo, la conoceréis en enigma y como en un
espejo [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 671].

En julio de 1940, el regimiento de Mounier pasa a zona libre y es


desmovilizado. Mounier logró estar casi un año en Lyon junto a Paulette y
su hija; vivían en condiciones precarias, pero llevaban una vida intelectual y
de amistades intensa (Henri de Lubac, el hermano Roger de la comunidad
ecuménica de Taizé…). En agosto del 41 nacería la segunda hija del
matrimonio (la tercera nació en París en 1947). En el curso 1940-1941
Mounier vuelve a la enseñanza: da cursos de filosofía, psicología y
caracterología en la Institución Robin de Vienne. Llegó a pensar que
trabajando desde el interior del régimen de Vichy se podría llegar a
contrarrestar la amenaza nazi; fue así como participó en organizaciones
juveniles como Chantiers de la Jeunesse, Jeune France y Compagnons de
France, aunque no tardaría en tener problemas. Frente a lo que se ha
llegado a pensar, Mounier no tuvo voluntad alguna de cohabitar con el
nazismo, no quería compromisos con aquel régimen de muerte, aunque es
posible que le guiase cierta ingenuidad ante el grado de autoridad que Vichy
mantenía frente a Alemania. Él trató de influir en los valores auténticos de
los jóvenes para abrirles los ojos, porque no podía hacer otra cosa.

En Lyon encontró de nuevo al padre Guerry (con quien había trabajado


de joven en Grenoble entre personas muy pobres), que era entonces
secretario de la conferencia de obispos francesa. Y participó también en
la Escuela nacional de cuadros en Uriage[4], donde impartieron cursos el
dominico Chenu o el jesuita de Lubac. Pues la jerarquía católica y los
miembros más relevantes de la Académie Française (a excepción de
Mauriac) llegarían a reconocer el gobierno de Vichy.

Esprit volvió, como se ha indicado, a su ritmo normal en esta etapa de


Lyon. Lacroix acercó a la revista a alumnos prometedores como Jean Marie
Domenach o Gilbert Dru, quien llegaría a ser una de las figuras más
emblemáticas de la Resistencia. El primer número de este periodo versó
sobre el complejo de culpa que oprimía a los franceses a raíz del armisticio.
Gabriel Marcel invitaba a vencer tal estado de ánimo en Nota sobre la
condena de uno mismo, donde escribía que, ante aquel abatimiento, había
que ponerse en guardia frente a las tentaciones de autocondena. Los diez
números de esta fase fueron muy polémicos, y la revista acabó tomando
partido contra Chevalier, el que fuera maestro de Mounier, Secretario de
Instrucción Pública en el régimen de Vichy, porque reintrodujo la enseñanza
religiosa en las escuelas y se negó a readmitir a un profesor judío en la
Universidad de Grenoble. Esprit fue suprimida por la censura en agosto de
1941, además de por sus tendencias, por uno de los artículos del número
de julio: un texto de Marc Beigbeder en el que se criticaba la colaboración y
se llamaba encubiertamente “burro” a Pétain [Coq 2008: 18].

1.8. La cárcel y el final de la guerra


Tras esta etapa, Mounier se dedicó al estudio y comenzó a trabajar en un
tratado de caracterología para el que pidió orientación bibliográfica a Henri
de Lubac, a quien escribiría a finales de 1941 explicándole que quería
delinear «el rostro del hombre que se esfuerza por vivir en lo eterno» [Carta
al P. de Lubac, Mounier 1964: 722]. Proyectó asimismo una Declaración de
los derechos de la persona, con Lacroix, Marroux y Fumet, que tendría gran
importancia en el debate sobre los principios en que se inspiraría la nueva
Constitución de Francia, tras la guerra. Tal Declaración fue uno de los
elementos aducidos en el proceso que se abrió a Mounier por actividades
antigubernamentales y por sospechar que participaba en el movimiento
resistente Combat. Fue arrestado el 15 de enero de 1942 y confinado en la
cárcel de Lyon, donde permaneció seis semanas, para seguir en arresto
domiciliario en Clermont-Ferrand y ser transferido después a Vals-les-Bains
en régimen de internamiento administrativo. De nuevo en Lyon, haría huelga
de hambre con otros presos en la segunda mitad de junio, y desde julio
hasta octubre de 1942 sería un preso político en la prisión de Saint Paul,
donde escribió su Tratado del carácter. Durante el juicio, declarado nulo por
falta de pruebas, el fiscal lo presentó como “director espiritual” de la
Resistencia [Coq 2008: 19]. El 30 de octubre fue puesto en libertad, pero los
alemanes invadieron la zona en noviembre y le vino justo para escapar
hasta la región de Drôme, donde residió con nombre falso en un pueblecito
de nombre sugerente, Dieulefit (Dios lo hizo), hasta la Liberación. En
Dieulefit le esperaban varios amigos, que ayudaron a la familia
económicamente.

Entre 1943 y 1944 se celebraron dos congresos Esprit en los que se


discutió, entre otros temas, la continuidad de la revista tras la guerra.
Mounier siguió escribiendo y permanecía en contacto con miembros de la
Resistencia de la zona sur. Por entonces leyó con interés a Nietzsche,
acudiendo a las fuentes cristianas para rebatirle; constataba que los
cristianos eran cada vez menos capaces de combatir con esas armas. En
este contexto escribió El afrontamiento cristiano, donde expresa la
importancia de que el cristianismo dé respuestas a los desafíos del filósofo
de la “muerte de Dios”, respuestas que «envuelvan, disuelvan y transfiguren
en fe vivida la angustia depositada por Zaratustra en el corazón de la
conciencia contemporánea» [L’affrontement chrétien, Mounier 1962: 12].
También denunciará un espiritualismo desencarnado que pone en primer
plano el problema de la salvación del alma, practicando un individualismo
que convierte el alma religiosa en la de un espectador.

1.9. Un corazón que latió con demasiada intensidad


El 25 de agosto 1944 París era liberada y los Mounier regresaron a la
capital. Fueron tiempos difíciles y duros. Esprit reaparece el 14 de
diciembre. A finales de año, las familias Mounier, Fraisse y Marrou se
instalan por fin en Châtenay-sur-Malabry, en Les Murs Blancs. Se les
sumarán los Domenach en 1946, los Baboulène en el 47, y más adelante
Paul Ricoeur y su familia. Formaban una suerte de comunidad/federación
de familias autónomas. Un domingo al mes acogían a los amigos de Esprit.
Organizaron jornadas y seminarios en los que participaron filósofos,
teólogos, científicos, escritores... Esprit no tardó en convertirse en una gran
revista con cinco mil suscriptores, y su sede se instalaría en la rue Jacob, en
el edificio de las ediciones du Seuil. En sus páginas escriben los más
prestigiosos autores del momento, siempre con esa intención de mantener
una implacable fidelidad al ser humano en un mundo cada vez más
deshumanizado.

Entre 1945 y 1947, Mounier estudió el marxismo, y el diálogo con esta


corriente sería tema central en los años venideros; le llevó a grandes
polémicas, pero a él le importaban los pobres y quería entender el mundo
en el que vivía. Estas palabras de Carlos Díaz explican bien la situación:

Hay que transformar la pobreza dialogando con el marxismo,


pero sin confundir las cosas: el marxismo no es sino una
herramienta —ella misma necesitada de engrase y de una
muñeca humana para su manejo— en orden a la erradicación
de la pobreza. Por eso el Evangelio de Mounier no es el
marxismo, es el Evangelio de Jesús, liberador de los pobres.
En marzo de 1950, en respuesta a Garaudy, escribe [Mounier]:
«Mi evangelio me enseña que nadie es más astuto que Dios,
porque busca siempre un camino hacia el corazón del más
desesperado de los hombres. Mi evangelio, además, es el
evangelio de los pobres. Nunca me dejará satisfecho ante un
solo malentendido con aquellos que tienen la confianza de los
pobres. Nunca me llevará a alegrarme de aquello que puede
dividir el mundo y la esperanza de los pobres. Esto no es una
política, ya lo sé. Pero es un cuadro previo a toda política y una
razón suficiente para rechazar ciertas políticas» [Díaz 2000:
109].

Pero formaba parte de aquel tiempo no reconocer ciertas verdades. A


pesar de ser amigo del disidente Victor Serge, gran crítico del estalinismo y
autor de un artículo en Esprit sobre los deportados en la URSS (1936),
Mounier no acababa de creer lo que realmente sucedía en Rusia. Aunque
hay que decir que, como muestran los escritos publicados en el tomo IV de
sus Obras, terminaría siendo crítico con el comunismo. El Boletín de
la Association des Amis d’Emmanuel Mounier publicó en su número 39
parte de la correspondencia entre Mounier y Serge.

Mounier viajó bastante durante los años que siguieron a la guerra:


Polonia, Austria y Bélgica, en 1946; varias colonias francesas en África en
1947; Alemania y Austria en el 48; en el 49, Inglaterra y los países
escandinavos. También se desplazó hasta Italia en dos ocasiones (1947 y
1949). El diálogo del cristianismo con el mundo moderno siguió siendo un
tema capital, un ejercicio que forma parte del hacer mismo del propio
personalismo.

Durante el periodo siguiente, iniciada ya la llamada guerra fría, Esprit se


opondría al Pacto Atlántico porque confinaba a Francia y a Europa a formar
parte de uno de los bloques. Continuaba con su misión de pensar la
realidad y leer con ojos verdaderos los acontecimientos que vivían los
hombres y mujeres de su tiempo para denunciar injusticias y desvelar
mentiras encubiertas, siempre al servicio de todos ellos.

Emmanuel Mounier sufrió en aquellos años tres crisis cardíacas. La


tercera no la superó. El 22 de marzo de 1950, de madrugada, moría
repentinamente de un ataque al corazón. Fue ante todo un testigo de su
tiempo y un autor paradigmático a la hora de presentar la necesaria relación
que se establece entre el pensamiento y la historia [Coq 2008: 24]

2. El personalismo comunitario
El hombre de su tiempo sufría, según Mounier, una doble alienación: la
alienación idealista, que «se manifiesta, en el plano de la reflexión, por una
suerte de primado decadente de la idea desencarnada sobre el
pensamiento comprometido y la experiencia decisiva; y a través del
desarrollo canceroso de la rumia intelectual, de las dialécticas sin
fundamento, de los pensamientos gratuitos y de los ideales ineficaces»
[Qu’est-ce que le personnalisme?, Mounier 1962: 211]; es decir, un
idealismo sin arraigo en el que la vida personal equivale al egoísta repliegue
en uno mismo. Y la alienación del activismo, que lanza a la persona al reino
de las cosas (la producción, la manipulación, la conversación banal…) y a
una actividad desenfrenada que despersonaliza al hombre, dispersándolo
entre la palabrería y el automatismo e impidiéndole encontrarse a sí mismo
en su interioridad. Esta alienación no es sólo propia del colectivismo
comunista, sino que también va ligada al progreso tecnológico y al abuso de
las tecnologías. Para superar esta doble alienación hacía falta una
revolución que restituyese al hombre «aquella virtud interior que da
autoridad, independencia y libertad respecto a las cosas» [Qu’est-ce que le
personnalisme?, Mounier 1962: 213]. Esa sería la “revolución” personalista
y comunitaria promovida por Mounier.

En uno de sus últimos libros, El personalismo (1949), Mounier coloca el


personalismo en tensión entre las posiciones de Kierkegaard y Marx:

Simétricamente a Kierkegaard, Marx reprochaba a Hegel que


hiciera del espíritu abstracto —y no del hombre concreto— el
sujeto de la historia, que redujera a la Idea la realidad viviente
de los hombres. […] Parece que lo que se podría llamar
revolución socrática del siglo XIX, el asalto a todas las fuerzas
modernas de despersonalización del hombre, se hubiese roto
en dos ramas: una, a través de Kierkegaard, llama al hombre
moderno, aturdido por el descubrimiento y la explotación del
mundo, a la conciencia de su subjetividad y de su libertad; la
otra, a través de Marx, denuncia las mistificaciones a las que lo
arrastran las estructuras sociales injertadas en su condición
material, y le recuerda que su destino no está solamente en su
corazón, sino también en sus manos. ¡Funesta ruptura! [Le
personnalisme, Mounier 1962: 436].

Convencido de que esas dos ramas no habían hecho más que separarse,
Mounier comprende que la tarea encomendada a los hombres y mujeres del
siglo XX no es otra que la de superar tal divergencia y volver, no tanto a
reunirlas donde ya no pueden reencontrarse, sino a «remontarse más allá
de su divergencia, hacia la unidad que ellas han desterrado» [Le
personnalisme, Mounier 1962: 436]. De ahí su insistencia en recuperar la
noción de persona como verdadera misión para rehacer una civilización que
se resquebrajaba. Pero veía que el personalismo, representado entonces
por el movimiento Esprit, sufría dos fuertes presiones: la que, por una parte,
ejercía la propia renovación existencialista, que revivía problemas
esencialmente personalistas como la libertad, la interioridad, la
comunicación o el sentido de la vida y de la historia; y la provocada por la
renovación marxista, que instaba a liberarse de las mistificaciones
idealistas, a afirmarse en la condición común de los seres humanos, y a
vincular la filosofía con los problemas reales de la ciudad humana. Como
resultado de este doble forcejeo, Mounier detecta tres tendencias en el
personalismo francés del momento: la tangente existencialista del
personalismo, a la que se acercan Berdiaev, Landsberg, Ricoeur y
Nédoncelle; la tangente marxista, rival de la anterior en muchos casos; y la
tangente más clásica, dentro de la tradición reflexiva francesa, representada
por Lachièze-Rey, Nabert, Le Senne, Madinier y Lacroix [Le
personnalisme, Mounier 1962: 438].

El personalismo de Mounier venía a situarse así entre el existencialismo y


el marxismo. Comparte con el primero el interés por la existencia del
hombre concreto, subrayando la diferencia entre individuo y persona y
recalcando que la existencia individual se caracteriza por una actitud de
apertura y disponibilidad hacia los demás, muy alejada del individualismo; y
con el marxismo comparte el rechazo de las concepciones desencarnadas
del idealismo y la lucha a favor de la justicia social, en una organización
política básicamente igualitaria y donde se tenga en cuenta a los más
desfavorecidos. Sin embargo, para el personalismo la existencia colectiva
no basta; las estructuras colectivas (racionalidad, ciencia, derecho o
Estado...) son necesarias como soporte de la intersubjetividad, pero no son
suficientes para gestar una auténtica comunidad de personas. En ambos
casos, el elemento diferenciador es clave: la dimensión comunitaria del
personalismo. El individuo no es —todavía— la persona, ya que ésta es
esencialmente comunitaria. La colectividad no es tampoco la comunidad
interpersonal, porque sólo en esta última se realiza en plenitud la existencia
de la persona. Mounier llega así a la conclusión de que constituye un
pleonasmo designar a la civilización que persigue el personalismo
como personalista y comunitaria [Le personnalisme, Mounier 1962: 453]
porque el auténtico personalismo es esencialmente comunitario, y es esta
característica la que lo distingue de las formas individualistas del
existencialismo y de las interpretaciones colectivistas del marxismo, pero
también de las filosofías clásicas de la persona, que no llegan a dar con una
formulación lo bastante honda de su dimensión comunitaria.

3. Estructuras de la persona
Aunque afirma que una persona es indefinible, ante todo porque es un
ser abierto, Mounier definirá globalmente a la persona haciendo hincapié en
la importancia del valor. Es conocida esta definición que da en el Manifiesto
al servicio del personalismo:

Una persona es un ser espiritual, constituido como tal por una


forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene
esa subsistencia e independencia mediante su adhesión a una
jerarquía de valores, libremente adoptados, asimilados y vividos
en un compromiso responsable y en una constante conversión.
Unifica así toda su actividad en la libertad y, por añadidura, a
impulsos de actos creadores, desarrolla la singularidad de su
vocación [Manifeste au service du personnalisme, Mounier
1961a: 523].

Y volviendo al libro El personalismo, donde afirma que la persona «es


incluso lo que en cada hombre no puede ser tratado como objeto» [Le
personnalisme, Mounier 1962: 430], estas son para él las principales
estructuras de la persona:

1. El ser humano tiene una estructura psicofísica, a la que


denomina existencia incorporada o existencia encarnada. Con esto afirma la
profunda unidad entre sujeto y cuerpo, pues ambos dan lugar a una misma
experiencia de vida.

El hombre, así como es espíritu es también un cuerpo.


Totalmente «cuerpo» y totalmente «espíritu» [Le
personnalisme, Mounier 1962: 441].

«Yo existo subjetivamente», «yo existo corporalmente» son una


sola y misma experiencia. No puedo pensar sin ser, ni ser sin
mi cuerpo: estoy expuesto, por él, a mí mismo, al mundo, a los
otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no
sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme
ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar
fuera de mí, a la problemática del mundo y a las luchas de los
hombres [Le personnalisme, Mounier 1962: 447].

2. Mounier afirma la trascendencia del ser humano con respecto a la


naturaleza. «El hombre es un ser natural. […] ¿Sólo un ser natural? ¿Es
enteramente un juguete de la naturaleza? Sumergido en la naturaleza,
emergiendo de ella, ¿la trasciende?» [Le personnalisme, Mounier 1962:
442]. Responde afirmativamente: sí, la trasciende. El hombre es un ser
natural, pero sus rasgos específicos no son meramente naturales, no
responden únicamente al mecanismo de la naturaleza; en esto, como en
todo, el ser humano es un ser singular.

El hombre se singulariza por una doble capacidad de romper


con la naturaleza. Sólo él conoce este universo que lo engulle,
y solo, lo transforma, él que es el menos armado y el menos
poderoso de todos los grandes animales. Y es capaz de amor,
algo infinitamente más grande aún. El cristiano añadirá: se le
ha hecho capaz de Dios y cooperador de Dios [Le
personnalisme, Mounier 1962: 443].

El ser humano va más allá de la naturaleza por el conocimiento y por su


acción, por su propia capacidad de transformar la naturaleza.

3. Por esta capacidad de trascendencia, el hombre es capaz de apertura:


a los demás, al mundo, a su propia dimensión interior, al misterio… Es
capaz de comunicación.

El primer movimiento que revela a un ser humano en la primera


infancia es un movimiento hacia el otro: el niño de seis a doce
meses, al salir de la vida vegetativa, se descubre en los otros,
se capta a sí mismo en actitudes dirigidas por la mirada de
otros. La primera ola de egocentrismo reflexivo llegará más
tarde, hacia el tercer año. […] La experiencia primitiva de la
persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y, en
él, el nosotros, precede al yo, o, al menos lo acompaña. Es en
la naturaleza material (y estamos parcialmente sometidos a
ella) donde reina la exclusión, porque un espacio no puede ser
ocupado dos veces. Pero la persona, por el movimiento que la
hace ser, se ex-pone. Y por eso es, por naturaleza,
comunicable, la única que puede serlo […]. Se podría casi
afirmar que no existo más que en la medida en que existo para
los demás, y, en el fondo, ser es amar. [Le
personnalisme, Mounier 1962: 453].
El primer acto de la persona es, pues, suscitar con otros una
sociedad de personas cuyas estructuras, costumbres,
sentimientos, y, finalmente las instituciones, estén marcados
por su naturaleza de personas: sociedad cuyas costumbres
solo empezamos a entrever y a esbozar. [Le
personnalisme, Mounier 1962: 454].

4. Al no ser pura naturaleza, y por vivir en relación con los demás, el ser
humano se caracteriza por su estructura dinámica, que consiste
fundamentalmente en que la persona, más que ser, se hace. Y se hace
desde el interior, pero saliendo también al exterior: «Hay que salir de la
interioridad para mantener la interioridad» [Le personnalisme, Mounier 1962:
469]. «La persona es un dentro que necesita el fuera» [Le
personnalisme, Mounier 1962: 469].

[La vida personal] se afirma en una perpetua labor de


asimilación de aportaciones exteriores. Se elabora
elaborándolas. Una subjetividad pura, como hemos visto, es
impensable para el hombre. […] Afirmarse es, en primer lugar,
darse un campo. No hay que oponer, pues, demasiado
brutalmente, el tener y el ser, como dos actitudes existenciales
entre las que habría que elegir. Pensemos más bien en dos
polos entre los que se tiende la existencia incorporada […].
Centrarse desplegándose. […] La persona sólo se encuentra
perdiéndose. […] Recogerse para encontrarse, y luego
exponiéndose para enriquecerse y volverse a encontrar,
recogiéndose de nuevo en la desposesión, la vida personal,
sístole, diástole, es la búsqueda, proseguida hasta la muerte,
de una unidad presentida, deseada y nunca realizada [Le
personnalisme, Mounier 1962: 466 y 467].

De la misma manera que la persona implica la dinámica del hacerse, y


eso involucra a la persona con los demás y con la naturaleza, este hacerse
no puede estar centrado en ella, sino que la persona descubre que se hace
sobre todo entregándose, dándose a los demás.

5. En esta relación dinámica con los demás y con el mundo, la persona


no puede quedar absorbida por ninguna masa anónima, natural o social;
más bien, al contrario, la persona es un ser singular y va tomando
conciencia de su singularidad en el descubrimiento cotidiano de su vocación
personal. «Ser persona, singularizarse, hay aquí una sinonimia bien
establecida en el lenguaje. Se dice asimismo de una personalidad bien
definida que es un original» [Le personnalisme, Mounier 1962: 470]. Y es
que la persona es singular no sólo como un dato constatable, por ser un
individuo de la especie, sino en un sentido mucho más profundo, a saber,
porque se hace singularizándose, se relaciona con los demás y desarrolla
su vida social y comunitaria siendo ella misma:

La persona es lo que no se repite. […] Pero guardémonos de


pensar que la vida personal más elevada es la de la excepción,
que alcanza, ella sola, cimas inaccesibles, por proeza. El
personalismo no es una ética de «grandes hombres», un
género nuevo de aristocratismo […]. Aunque la persona se dé
cumplimiento a ella misma persiguiendo valores situados en el
infinito, está llamada a lo extraordinario en el corazón mismo de
la vida cotidiana. […] Como escribe Kierkegaard, a pesar de
que se deslizó por la tentación de lo extremado: «El hombre
verdaderamente extraordinario es el verdadero hombre
ordinario». [Le personnalisme, Mounier 1962: 470, 471].

6. Este dinamismo esencial de hacerse y singularizarse, de trascenderse


y entregarse, tiene como presupuesto básico la libertad, esa dimensión que
hace al hombre un ser eminentemente moral. La libertad no es una
propiedad más, sino la que viene a definir la esencia del ser humano, su
auténtico fundamento.

Es la persona quien se hace libre tras haber escogido ser libre.


La libertad dada y constituida no la hallará en ninguna parte.
Nada en el mundo puede asegurarle que es libre, a no ser que
entre ella misma audazmente en la experiencia de la libertad.
[Le personnalisme, Mounier 1962: 478].

La libertad no está clavada en el ser personal como una


condena [Sartre]; le es propuesta como un don. Y la acepta o la
rechaza. [Le personnalisme, Mounier 1962: 479-480].

La libertad no progresa sino a base de obstáculos, elecciones,


sacrificios; como el cuerpo. [Le personnalisme, Mounier 1962:
480-481].
Por eso, cada persona ha de llevar a cabo esta libertad que está en la
base misma de su ser; en este sentido, la libertad se me presenta siempre
como una tarea; es don y es tarea. La libertad es un proceso que no termina
nunca.

La persona se vive en la comunidad de personas, que es, como se ha


indicado, «persona de personas». Esta sería la solución a la
despersonalización, principal problema del mundo moderno. «La
despersonalización del mundo moderno y la decadencia de la idea
comunitaria son, para nosotros, una misma y única desagregación»
[Manifeste au service du personnalisme, Mounier 1961a: 536].

4. El personalismo como compromiso


entre personas que crecen en libertad
La defensa de la persona […] encuentra opositores, ya sea en
el materialismo capitalista, o en estatalismo. Nosotros los
cristianos ponemos en el centro la persona de Cristo encarnado
[…]. Todo nuestro esfuerzo doctrinal ha buscado salvaguardar
el significado de la persona de los errores individualistas y de
los errores colectivistas [Del informe privado sobre Esprit para
la Diócesis de París 1936].

Emmanuel Mounier sitúa la filosofía personalista entre las corrientes de


pensamiento más importantes del siglo XX. En Introducción a los
existencialismos, de 1947, describe el personalismo como una rama
pequeña de las dos grandes ramas del existencialismo. Así lo presenta
Carlos Díaz: «El árbol que Mounier dibuja hunde sus raíces en el mundo
greco-cristiano; la base de su tronco la forman Pascal, Maine de Biran y
Kierkegaard, y la altura del mismo la fenomenología, de cuyas ramas
surgen autores dispares, desde Nietzsche y Sartre hasta Jaspers, incluido el
propio personalismo, la rama más corta» [Díaz 2002: 31]. Las raíces greco-
cristianas las constituyen Sócrates, los estoicos, san Agustín y San
Bernardo. Y las dos grandes ramas que parten del tronco vienen a
representar las dos clases contrapuestas del existencialismo: la primera, a
través de Nietzsche y de su «muerte de Dios», va de Heidegger a Sartre; la
segunda se ancla en el tronco cristiano, que Mounier describe de este
modo: «Eminente dignidad, frente a la naturaleza, de la imagen de Dios,
rescatada y evocada por Cristo encarnado; primacía de los problemas de
salvación sobre las actividades de saber y de utilidad» [Introduction aux
existencialismes, Mounier 1962: 72]. Para Mounier es éste el terreno
abonado para recibir la exigencia existencialista que él mismo formula
«como una reacción de la filosofía del hombre contra el exceso de la
filosofía de las ideas y de la filosofía de las cosas» [Introduction aux
existencialismes, Mounier 1962: 70], es decir, contra idealismos de corte
racionalista y contra positivismos materialistas. Para Emmanuel Mounier, es
ese existencialismo injertado en la tradición judeocristiana —que es preciso
recuperar— el que coincide con el personalismo.

¿Se puede afirmar, entonces, que Mounier identifica el existencialismo


cristiano con el personalismo? La primera misión del existencialismo es
recuperar la vida y la existencia del hombre como principal problema de la
filosofía, poner la pregunta por el hombre de nuevo en el centro, frente a la
proliferación de las cosas, las ideas, o incluso del espíritu. Este cuestionarse
por el ser humano se puede plantear de forma individual o comunitaria, pero
la matriz judeocristiana es la que hace posible superar las tendencias
individualistas de un existencialismo que se hace esta pregunta sin caer en
una concepción colectivista cuyo centro sea lo social. Por lo tanto, la
respuesta a la pregunta anterior es sí: se puede decir que el personalismo
es esa ramita del existencialismo que evita las tentaciones individualistas y
colectivistas de la existencia.

Todas estas ideas las va exponiendo Mounier tanto en Esprit como en


sus libros. En 1935, publica Revolución personalista y comunitaria, y, en
1936, De la propiedad capitalista a la propiedad humana y Manifiesto al
servicio del personalismo. En el ensayo sobre la propiedad, traza el estatuto
de la propiedad en una sociedad donde se superasen las contradicciones
del capitalismo y del comunismo (cita a Santo Tomás de Aquino,
considerando las enseñanzas de Maritain). Es una reflexión fundamental
sobre los límites del derecho de propiedad, debate muy vivo entre los
pensadores católicos de su tiempo. El tema del trabajo también es esencial
en este ensayo porque Mounier entiende que una economía humana ha de
considerar el trabajo como título de adquisición de la propiedad, de acuerdo
con el principio de la primacía del trabajo sobre el capital y en conformidad
con la encíclica de Pío XI Quadragesimo Anno, de 1931, que defiende el
carácter evolutivo del régimen de propiedad y reconoce una doble finalidad,
individual y social, en el derecho a la propiedad. En la visión cristiana, la
propiedad se configura como un derecho relativo, frente al carácter absoluto
que cobra en la tradición romana. Mounier rechaza la concepción burguesa
de la propiedad, mostrando que un pensamiento de inspiración cristiana ha
de procurar que no se cometan abusos en este terreno, y subraya que los
obreros tienen derecho al fruto de su trabajo, de forma que, si un régimen
capitalista llegara a impedirlo, estaría legitimada una intervención pública.

Como hemos visto respecto a su posición decidida en contra del fascismo


y el nazismo, en Mounier se da una auténtica Filosofía del compromiso.
«Una persona se prueba por sus compromisos», escribe en Rehacer el
Renacimiento, aunque lo primero es construir la persona, para lo que hacen
falta estos tres ejercicios fundamentales: «la meditación, a la búsqueda de
su vocación; el compromiso, como reconocimiento de su encarnación; y el
despojamiento, o inicio del don de uno mismo y a la vida del prójimo»
[Révolution personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 179]. Mounier
subrayará la importancia de la fidelidad y de la presencia en el mundo a
través del compromiso, centrando la acción en el testimonio y no en el éxito.
Se refiere así a cuatro dimensiones de la acción: (1) el hacer —enfocado
hacia la eficacia—, (2) el actuar —que es lo que caracteriza la autenticidad
ética—, (3) la acción contemplativa —que se define por la perfección al
servicio de los valores y tiene carácter universal—, y (4) el carácter colectivo
de la acción, que implica a los demás. Estas cuatro dimensiones permiten
diferenciar los distintos tipos de acción, según la dimensión que domine en
ellas: (1) a la acción política corresponde una mayor eficacia, pero no queda
por eso al margen de las demás dimensiones; (2) en la acción profética
prevalecen la preocupación por los valores y su proyección universal. Mas
siempre habrá tensión entre lo político y lo profético porque dicha tensión
responde a una tensión más profunda entre el compromiso y la apertura a la
trascendencia [Le personnalisme, Mounier 1962: 500-503]. Sin esta
presencia de la trascendencia, el compromiso quedaría en nada para
Mounier, para quien la trascendencia está en el corazón mismo del
compromiso y es la que sostiene la relación entre compromiso y libertad,
permitiendo a la libertad comprometerse. Cuando está iluminado por la
trascendencia, el compromiso nunca asfixia la libertad, sino que la libertad
se compromete gracias a la presencia de esta luz en su entraña.

En Rehacer el Renacimiento, plantea además Mounier el tema de


la distancia espiritual, no sólo como principio de la relación interpersonal,
sino también como principio de comprensión del conjunto del universo.
Es una de las intuiciones principales del autor.

Esta distancia espiritual entre los seres, atravesada por el fulgor


del espíritu en el que todo se intercambia de modos diversos,
es la doble condición de la soledad en la que cada cual se
eleva verticalmente hacia lo alto de uno mismo, como se estira
un árbol, y de la unión sin confusión que une a todos los
participantes del espíritu en un cuerpo universal. Es tal vez
nuestra imagen central del mundo, en la que hallamos análisis
ya llevados a cabo: cuando las distancias se relajan, ya no
puede hacer nada el espíritu, y la materia cae en desorden en
un mundo que ha quedado suelto; son ellas [las distancias] las
que mantienen la realidad de las personas en la realidad de la
comunión universal. Toda una política y toda una moral se
contraen en esta metafísica. [Révolution personnaliste et
communautaire, Mounier 1961a: 169].

Con esto aporta Mounier una clave también en filosofía política y moral: la
dimensión del espíritu y su presencia en la vida social y política, incluso a
nivel de la nación, la república o el Estado. E introduce también la noción
de comunidad espiritual, pues sólo en la comunidad se realiza y expande la
persona, y llega a ser ella misma. Explica que la comunidad de personas
nunca será una fusión que acabe negando a unos u otros, sino que es
importante la distancia, que es la que hace posible la unidad. Reservará la
palabra comunidad para designar la única comunidad válida: la comunidad
personalista, a la que definirá en varias ocasiones como «comunidad de
personas» e incluso «persona de personas» [Révolution personnaliste et
communautaire, Mounier 1961a: 202, etc.].

5. Las opciones políticas


Mounier busca edificar la sociedad entera desde la persona. Se decía
revolucionario, pero en nombre del espíritu, que es esa apertura esencial
del hombre a todas las dimensiones del vivir. Hoy invitaría a pensar la
realidad presente partiendo de la persona y a construir la sociedad desde
los valores que la persona está llamada a encarnar. Mounier calificó su
“revolución” de personalista y comunitaria, subrayando la dimensión de
apertura al otro, en esa tensión entre el individuo y la comunidad, que es la
persona.

Una acción personalista está al servicio de todas las personas;


no puede cubrir ningún interés parcial, ningún egoísmo de
clase, aunque fuese de la clase más necesitada. Pero cualquier
acción, si está inspirada por valores universales, queda sujeta a
intereses, a situaciones colectivas, a sentimientos
dominantes. Debe morder en una situación histórica cuyos
hechos no ha elegido. Es en este punto donde la acción
espiritual se transforma en acción histórica. [Manifeste au
service du personnalisme, Mounier 1961a: 647].

Los análisis de Mounier sobre la persona y la relación interpersonal


confluyen en la dimensión política del ser humano, que busca el
cumplimiento de la sociabilidad humana, pues forma parte del hombre el ser
histórico. Mounier comprendía que la política debe buscar la plenitud de la
sociedad humana, y eso sólo puede hacerse construyendo la paz.

El ideal político de Mounier está centrado en estos tres elementos:


instituciones comunitarias, una política al servicio del ser humano y cierta
institucionalización personalista. Estas orientaciones se fundan en una
dialéctica entre el derecho y el amor, cuyo objetivo es hacer más fácil y
abierto el diálogo. Además, Mounier propone una lectura atenta de los
acontecimientos, de los que decía que son nuestro «maestro interior»; es
decir, invita a “leer” la realidad con lucidez y amplitud de miras.

Las instituciones comunitarias implican una sociedad pluralista porque,


aun cuando el pluralismo no es el diálogo, es lo que lo hace posible, al
entrañar un aumento de los poderes locales y mayor organización de los
recursos de los ciudadanos frente al Estado. Para ello se acoge al
federalismo que pedía Proudhon, pensando en un orden político que
pusiera en valor los diversos grupos que constituyen una nación. Mounier
fue un estudioso del anarquismo, del que tomaría aspectos como la
promoción de asociaciones directas entre ciudadanos; aunque mantuvo
cautelas suficientes ante el idealismo que contiene esta visión política (la
eliminación de la verticalidad en las relaciones políticas, por ejemplo, algo
que le parecía irreal). Distinguía, así, entre autoridad, poder y dominio. Para
él, la autoridad trasciende el poder, sin estar del todo separada de él, pues
si el poder rechazase toda autoridad degeneraría en dominio y el derecho
daría paso a meras relaciones de fuerza. Mounier entiende el poder político
como servicio, y para él todo poder viene del pueblo, que debería disponer
de medios para controlarlo.

Junto a otros miembros de los grupos Esprit, Mounier propuso una


declaración de derechos de las personas y de las comunidades, en la que
presentaba los principios constitutivos de toda sociedad personalista
[Mounier 1944a: 118-127].

Para Mounier, el personalismo debería realizar una suerte de socialismo


de rostro humano, cuya economía estuviese fundamentada en la ética.
Denunciaba los excesos del capitalismo y justificaba la crítica marxista al
mismo, mientras él abogaba por un régimen de propiedad parcialmente
colectivo. Lo plantea en De la propiedad capitalista a la propiedad humana,
obra de 1936, donde expresa que una de las desviaciones del capitalismo
es que ha sometido la vida espiritual de las personas a la producción y al
consumo; lo válido para él sería lo contrario. Se puede afirmar que toda la
visión económica de Mounier se basa en luchar contra dos enemigos: la
riqueza y la miseria; las reformas anheladas estarían orientadas a suprimir
las dos.

El trabajo también es un punto importante en esta visión política del


personalismo, por la gran relación que guarda con la persona. Mounier
pensaba que no puede ser mera mercancía, sino creación, único factor
propiamente personal de la actividad económica; estaba convencido de que
en una sociedad personalista abundarían la responsabilidad, la creación y la
colaboración.

Pero Mounier no ignoraba que el egoísmo trata siempre de abrirse paso y


que hay que enfrentarse constantemente al individualismo. Esto no le haría
desviarse de sus intuiciones iniciales, y siguió bregando hacia esos ideales,
asumiendo el optimismo trágico con el que define su postura: perseguir el
objetivo a pesar de las dificultades que surgen sin tregua, sabiendo que la
persona será siempre ese diálogo entre lo espiritual y lo político, entre la
revolución personal y la revolución político-social. «La inseguridad, la
preocupación, es nuestro lote […] La perfección del universo personal
encarnado no es la perfección de un orden, como querrían todas las
filosofías (y todas las políticas) […]. Es la perfección de una libertad
luchadora que combate duramente» [Le personnalisme, Mounier 1962: 450].
Paul Ricoeur, uno de los compañeros de Mounier en Les murs Blancs,
escribe estas palabras que subrayan la perspectiva personalista de
Mounier, y pueden servir de conclusión a esta voz sobre un filósofo que
entregó su vida al servicio del “personalismo comunitario”:

Si la persona vuelve es porque sigue siendo el mejor candidato


para sostener los combates jurídicos, y sociales evocados, por
otra parte; quiero decir con esto que es mejor candidato que las
demás entidades que se han llevado por delante las tormentas
culturales. [Ricoeur 1992: 198].

6. Bibliografía
6.1. Obras de Mounier
6.1.1. En orden cronológico de publicación original

La pensé de Charles Péguy, Plon, colección « Roseau d’Or », París 1931.

Révolution personnaliste et communautaire, Ed. Montaigne, París 1934.

De la propriété capitaliste à la propriété humaine, Desclée de Brouwer,


colección « Questions disputées », Paris 1936.

Manifeste au service du personnalisme, Ed. Montaigne, París 1936.

Pacifistes ou Bellicistes, Éditions du Cerf, París 1939.

L’affrontement chrétien, Éditions de la Baconnière, Neuchâtel 1944.

Montalembert (Morceaux choisis), L. U. F., colección « Le Cri de la


France », Fribourg 1945.

Liberté sous conditions, Éditions du Seuil, París 1946.

Traité du caractère, Éditions du Seuil, París 1946.

Introduction aux existentialismes, Denoël, París 1946.

Qu’est-ce que le personnalisme ? Éditions du Seuil, Paris 1947.


L’éveil de l’Afrique noire, Éditions du Seuil, París 1948.

La Petite Peur du XX  siècle, Éditions du Seuil, París 1948.


e

Le personnalisme, P. U. F., colección « Que sais-je ? » nº 395, París


1950.

Feu la chrétienté, Éditions du Seuil, París 1950.

Les certitudes difficiles, Éditions du Seuil, París 1951.

Mounier et sa génération. Lettres, carnets et inédits, Éditions du Seuil,


París 1956.

6.1.2. En la edición de obras completas (original y traducción


castellana)

Œuvres de Mounier (1931-1939), Tome 1, Éditions du Seuil, Paris 1961


(Obras completas, Tomo I: 1931-1939. Ediciones Sígueme,
Salamanca 1992) [Mounier 1961a].

Œuvres de Mounier. Tome 2, Traité du caractère, Éditions du Seuil,


Paris, 1961 (Obras completas, Tomo II: Tratado del carácter,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 1993).

Œuvres de Mounier (1944-1950), Tome 3, Éditions du Seuil, Paris 1962


(Obras completas, Tomo III: 1944-1950. Ediciones Sígueme,
Salamanca 1990).

Œuvres de Mounier. Recueils posthumes, Correspondance, Tome 4,


Éditions du Seuil, Paris 1964 (Obras completas, Tomo
IV: Obras póstumas, Correspondencia, Ediciones Sígueme,
Salamanca 1988).

6.1.3. Otras ediciones citadas

« Faut-il refaire la Déclaration des Droits ? Projet d’une Déclaration des


Droits des personnes et des collectivités », Esprit, XIII année, 1
décembre de 1944, pp. 118-127 [Mounier 1944a].
Mounier. L’Événement sera notre maître intérieur. Pages Choisis, LE
GALL, Y. (Dir.), Éditions Parole et Silence, París, 2014.

Entretiens (1926-1944), Presses Universitaires de Rennes, Rennes,


2017.

El personalismo. Antología esencial, Colección Hermeneia, 53, Ediciones


Sígueme, Salamanca, 2014.

6.2. Bibliografía secundaria


BOMBACI, N., Emmanuel Mounier. Una vida, un testimonio, Fundación E.
Mounier [colección Persona, nº 4], Madrid 2002.

BAEM [Bulletin de l’Association des Amis d’Emmanuel Mounier].


Publicación anual. Transformado desde 2014 en Cahiers
Emmanuel Mounier (Presses Universitaires de Rennes).

BURGOS, J. M., Introducción al personalismo, Palabra, Madrid 2012.

COQ, G. (Dir.), Emmanuel Mounier: L’actualité d’un grand témoin. Actes


du Colloque tenu à L’Unesco, 2 tomos, Parole et silence 2003.

COQ, G., Mounier. L’engagement politique, Michalon, París 2008.

DÍAZ, C., Introducción al personalismo actual, Gredos [Colección


Biblioteca Hispánica de Filosofía], Madrid 1975.

—, Mounier y la identidad cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1978.

—, Emmanuel Mounier. Un testimonio luminoso, ediciones Palabra,


Madrid 2000.

—, ¿Qué es el personalismo comunitario?, Fundación E. Mounier,


[Colección Persona nº 1], Madrid 2002.

DOMENACH, J. M., Emmanuel Mounier, Éditions du Seuil, 1972.

LUROL, G., Emmanuel Mounier. Genèse de la personne, L’Harmattan,


Paris 2000.
MOIX, C., El pensamiento de Emmanuel Mounier, Estela, Barcelona 1964.
Traducido del francés por Ana Ramón de Izquierdo.

RICOEUR, P., Lectures II, Le Seuil, París, 1992, p. 198.

WINOCK, M., Esprit, des intellectuels dans la cité, collection « Points


Histoire », Éditions du Seuil, París, 1996.

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