Está en la página 1de 4

EL AMOR, CENTRO DE VIDA

DEBERES PARA CON LA SAGRADA EUCARISTÍA. EL AMOR (6)


San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

HORA SANTA
Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.
Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.
Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

Lectura del Santo Evangelio según san Juan 15, 1-11

En aquel tiempo, Jesús les dijo: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para
que dé más fruto.
Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en
mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí
mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo
soy la vid; vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no
podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el
sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en
mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
La gloria de mi Padre está en que
deis mucho fruto, y seáis mis
discípulos.
Como el Padre me amó, yo
también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor. Si guardáis
mis mandamientos, permaneceréis
en mi amor, como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y
permanezco en su amor. Os he dicho
esto, para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea
colmado."
EL AMOR, CENTRO DE VIDA1
Todo amor tiene su centro. El niño descansa en la madre; el amigo, en el afecto
del amigo; el avaro, en sus tesoros; el sabio, en la ciencia, y el soldado, en la gloria.
Cada cual tiene un centro de vida en que descanse y se complazca, un centro donde
concentre todos sus trabajos, así como todos sus afectos y deseos.
Y ¿cuál tendrá que ser el centro verdadero del cristiano, mayormente el de
adorador? Un centro humano no puede bastarle, sino que tiene necesidad de un
centro infinito como sus deseos.
Necesita un centro siempre vivo y accesible, porque si no se encontraría como
huérfano y desterrado; un centro que continuamente repare sus fuerzas y alimente
su foco de amor y sostenga su acción; un centro perfecto que le perfeccione
satisfaga todos los anhelos de su ser, siendo vida de su entendimiento, dichoso
recuerdo de su memoria, cuadro amoroso de su imaginación, objeto supremo de su
voluntad, felicidad de su corazón y aun de su cuerpo.
Quien dice centro dice todo esto. Todo el hombre tiene que ser feliz en su centro
para que no se vea obligado a buscar otro.

I. Sólo Jesús debe ser nuestro centro


Esto supuesto, por perfectas que sean, no pueden ser las virtudes centro de vida
del cristiano. Porque quién dice virtud dice abnegación, mortificación, sacrificio, y
el hombre no puede vivir siempre en el calvario y en la muerte.
Nunca dijo nuestro Señor a sus discípulos: Permaneced en la humildad, en la
pobreza o en la obediencia. Esto sería trocar un medio en fin. La razón por que hay
tantas almas piadosas tristes y desanimadas en el ejercicio de las virtudes está en
que se encierran en sacrificios, perdiendo la libertad interior de la santa dilección.
Son como fuego comprimido, privado de su expansión y de su llama.
Nadie tan libre como un niño y, sin embargo, nadie tan dependiente y sumiso
como él; porque no para en las dificultades de su educación, ni en el acto de la
obediencia, sino solamente en el principio de amor que lo inspira o en el deseo del
amor que le anima.
Tampoco dijo nuestro Señor que permanezcamos en un ángel o en un santo,
porque también ellos son seres creados.
Ni a la santísima Virgen nos dio Jesús como centro. Esta divina madre tiene el
corazón atravesado para que nos dé paso al de Jesús, abierto para recibirnos.
No quiere Jesús que establezcamos nuestra mansión en los dones divinos, porque
el don no es el dador. En la divina dilección es donde quiere que establezcamos
nuestra morada “Os he amado como mi Padre me ha amado: permaneced en mi
amor”. Y ¿qué otra cosa es esta dilección que Él mismo? “Aquel en quien yo
permanezco y quien en mí permanece produce mucho fruto, porque sin mí nada
podéis. Los sarmientos no producen fruto si no están unidos a la cepa. Yo soy la

1
Deberes para con la sagrada Eucaristía. El adorador debe amar, servir, honrar y glorificar con todo celo la santísima Eucaristía.
CAPÍTULO PRIMERO. Del amor a la Eucaristía. (Continuación)
verdadera vid y vosotros los sarmientos. Permaneced, por lo tanto, en mí” Jn 15, 4.
5).
Jesucristo es, pues, el centro de acción del cristiano. Cualquiera que obra fuera de
Él queda paralizado o, corre peligro de extraviarse poniendo su centro de vida en el
amor propio o en el amor del mundo. La señal con que se conoce que un alma
permanece en su centro la tiene dada el mismo Jesucristo al decir: “Vuestro corazón
está donde vuestro tesoro” (Mt 6, 21).
Además de centro de acción el amor de Jesucristo es centro de piedad. “Dios es
caridad, dice san Juan, y el que mora en caridad mora en Dios y Dios en él” (1Jn 4,
16). Así que el amor es lazo de unión entre Dios y el hombre. Es lo que expresa
nuestro Señor con las siguientes palabras de una manera todavía más admirable: “El
que me ama, guardará mi palabra; mi Padre le amará; iremos a él y en él
estableceremos nuestra mansión” (Jn 14, 23). De suerte que toda la santísima
Trinidad viene a cohabitar con quien ama a Jesucristo. Es como nuevo cielo en que
Dios se revela con toda la ternura de su corazón. “El que me ama, dice el Salvador,
será amado de mi Padre; al cual le amaré también manifestándome” (Jn 14, 21).
¿En qué consiste esta manifestación de Jesús? En la manifestación de su verdad, de
su bondad y de sus perfecciones adorables, que es a lo que se reduce el cenáculo del
amor.

II. Jesús Sacramentado es nuestro centro


Pero ¿en qué forma, en qué estado de la vida de Jesús debemos poner nuestro
centro? Tal es la cuestión vital.
No hay que poner este centro en un estado pasado de la vida de Jesús. Porque el
amor no vive de lo pasado, sino de lo presente. Lo pasado es objeto de culto, de
gratitud, de las virtudes; pero el corazón no para en esto.
La Magdalena no se contenta con ver a los ángeles y la tumba gloriosa de Jesús,
sino que, como también los apóstoles, quiere ver a su Señor vivo. El ángel de la
resurrección reprendió a las piadosas mujeres que quedaban en el sepulcro: “¿Por
qué buscáis entre los muertos a quien está vivo? Id y anunciad su resurrección a sus
discípulos” (Lc 24, 5; Mt 38, 7).
Así, puede decirse también a las almas piadosas: ¿Por qué pretendéis quedaros en
el establo de Belén, en la casa de Nazaret o en el Calvario? Jesús ya no está allí. No
hizo más que pasar por ahí. Bien está que honréis su paso, bendigáis las virtudes en
él practicadas por su amor; pero id más lejos, buscad a Él mismo. La falta de
muchas personas piadosas consiste cabalmente en pararse demasiado en los
misterios pasados sin llegar hasta donde está presente ahora Jesucristo.
¿Y dónde está Jesucristo para que con Él podamos vivir y morar? Pues está en el
cielo para los bienaventurados y en el santísimo Sacramento para los viandantes.
Jesús dijo estas inefables palabras: “El que come mi cuerpo y bebe mi sangre
mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57). Aquí tenemos, por lo tanto, el centro eucarístico
del cristiano; la divina Eucaristía es su morada de amor.
Es centro divino y humano a un mismo tiempo, porque Jesucristo es ambas cosas;
es centro vivo, actual, personal, siempre a nuestra mano.
¿Puede el hombre tener acá en la tierra un centro más santo ni más amable? ¿La
divina Eucaristía no es cielo en la tierra? He aquí que creo nuevos cielos y nueva
tierra, dice el vencedor de la muerte y del infierno (Ap 21, 1). He aquí el
tabernáculo de Dios con los hombres. Dios permanecerá con ellos. Él será su Dios y
ellos serán su familia y su pueblo (cfr. Ap 21, 1-4). Por eso el alma no tiene que ir
al cielo en busca de Jesús, pues no es ése el lugar donde ahora debe buscársele. A
donde tiene que ir es al santísimo Sacramento.
El santísimo Sacramento es en la tierra su único tesoro y su único placer. Ya que
Jesús está en la Eucaristía personalmente por ella, toda su vida debe orientarse hacia
el augusto Sacramento como el imán hacia su centro.
Con la divina Hostia el adorador se encuentra bien en todas partes. Ya no hay
para él ni destierro, ni desierto, ni privación, ni desdicha, porque todo lo tiene en la
Eucaristía. Para castigarle, hacerle desgraciado o hacerle morir de tristeza, sería
necesario quitarle el sagrario. Entonces sí, entonces la vida no sería para él más que
agonía prolongada; y todos los bienes y glorias de este mundo no tendrían para él
otro valor que el de triste cadenas. Cual israelita cautivo a la vera del río de
Babilonia, recordando su amada Sión, el discípulo de la Eucaristía no cesaría de
llorar lágrimas amargas con el solo recuerdo del cenáculo.
Nada extraño, por tanto, que el primer cuidado del adorador al llegar a tierra
extranjera sea buscar el palacio de su rey. Búscalo, pregunta por él en todas partes y
cuando, finalmente, descubre a lo lejos la flecha lanzada al cielo reveladora de la
mansión de Dios, su corazón salta de gozo como el de un hijo al ver el techo
paterno no visto desde hace tiempo o como el de una esposa que divisa el buque
que desde lejanas tierras le trae su esposo. Y cuando el adorador franquea el atrio
del templo santo, cuando ve la misteriosa lámpara que cual otra estrella de los
Magos señala la presencia de Jesús, ¡oh, entonces con qué fe, con qué felicidad, con
qué ímpetu amoroso se postra ante el Sagrario! ¡Cómo salta su corazón todas las
barreras, cómo pasa por entre las rejas de esta cárcel eucarística y desgarra los velos
sacramentales y se arroja adorando a los pies del amado, de su dueño, de Jesús,
hostia de amor! ¡Oh! cuán bien caen entonces al discípulo del amor aquellas
palabras del Tabor: “¡Qué bien se está aquí, Señor!” Mt 17, 4). Con el real profeta
canta alegremente: “¡Cuán amables son vuestros tabernáculos, Señor de los
ejércitos! Mi alma desea, hasta desfallecer, los atrios del Señor. Mi corazón y mi
carne se regocijaron en el Dios vivo. Porque en él halló el pájaro casa para sí y la
tórtola nido donde poner sus polluelos: vuestros altares,
Señor de las virtudes, Rey mío y Dios mío. Dichosos, Señor, los que habitan en
vuestra casa; por siglos sin fin os alabarán. Porque vale más que mil un día pasado
en vuestros atrios. Prefiero ser el último en la casa del Señor que habitar en los
palacios de los pecadores...” (Ps 83).

También podría gustarte